X. La desigualdad en la propiedad del capital

X. LA DESIGUALDAD EN LA PROPIEDAD DEL CAPITAL

ABORDEMOS ahora la cuestión de la desigualdad en la propiedad del capital (es decir, en el patrimonio o en la riqueza) y de su evolución histórica. El tema es aún más importante porque la reducción de este tipo de desigualdad —y de los ingresos resultantes—, observada a lo largo de la primera mitad del siglo XX, es la única razón de la disminución de la desigualdad total en los ingresos a lo largo de ese periodo. Tanto en el caso de Francia como en el de los Estados Unidos, vimos que la desigualdad en los ingresos del trabajo no había disminuido de manera estructural entre 1900-1910 y 1950-1960 (contrariamente a las predicciones optimistas de la teoría de Kuznets, basada en la idea de una transferencia gradual y mecánica de la mano de obra de los sectores menos bien pagados hacia las actividades mejor remuneradas), y que la fuerte baja de la desigualdad total en los ingresos se explicaba, esencialmente, por el desplome de los altos ingresos del capital. Los elementos a nuestra disposición indican que sucedía lo mismo en los demás países desarrollados[1]. Es pues esencial comprender cómo y por qué se dio esta compresión histórica de las desigualdades patrimoniales.

La importancia de esta cuestión se ve además reforzada por el hecho de que la concentración de la propiedad del capital aparentemente ha aumentado en este inicio del siglo XXI, en un contexto de bajo crecimiento y de una subida en la tendencia de la relación capital/ingreso. Este posible proceso de divergencia patrimonial suscita múltiples interrogantes respecto de su impacto a largo plazo y, en cierta medida, parecer ser más inquietante aún que el de la divergencia de los ingresos de los superejecutivos, localizado geográficamente por el momento.

LA HIPERCONCENTRACIÓN PATRIMONIAL: EUROPA Y LOS ESTADOS UNIDOS

Como ya señalamos en el capítulo VII, la distribución de los patrimonios —y consecuentemente la de los ingresos del capital— siempre es mucho más concentrada que la de los ingresos del trabajo. En todas las sociedades conocidas, y en todas las épocas, la mitad de la población más pobre en patrimonio no posee casi nada (en general, apenas 5% de la riqueza total), el decil superior de la jerarquía de los patrimonios tiene una clara mayoría de lo que se puede poseer (en general, más de 60% de la riqueza total y a veces hasta 90%), y la población comprendida entre esos dos grupos (es decir, el 40% de la población) posee una parte situada entre el 5 y el 35% de la riqueza total[2]. Indicamos asimismo que el surgimiento de una verdadera «clase media patrimonial», es decir, el hecho de que, en lo sucesivo, ese grupo intermedio sea claramente más rico que la mitad más pobre de la población y tenga, colectivamente, entre un cuarto y un tercio de la riqueza nacional, constituye, sin duda, la transformación estructural más importante de la distribución de la riqueza a largo plazo.

Ahora tenemos que entender las razones de esta transformación. Para ello es necesario empezar por precisar su cronología: ¿cuándo y cómo se inició la reducción de la desigualdad patrimonial? Ante todo, debemos indicar que, por desgracia, las fuentes disponibles —a saber, principalmente los datos sucesorios— no permiten hasta ahora estudiar la evolución histórica de la desigualdad en los patrimonios para tantos países como fue el caso con las desigualdades en los ingresos. Disponemos de estimaciones históricas relativamente completas sobre todo con respecto a cuatro países: Francia, Reino Unido, Estados Unidos y Suecia. Las enseñanzas obtenidas de esas experiencias son, sin embargo, bastante claras y convergentes, principalmente en lo tocante a las similitudes y las diferencias entre las trayectorias europeas y estadunidense[3]. Además, la inmensa ventaja de los datos patrimoniales, en comparación con los que atañen a los ingresos, es que en ciertos casos permiten retroceder mucho más allá en el tiempo. Expondremos por turnos los resultados obtenidos respecto de esos cuatro países.

FRANCIA: UN OBSERVATORIO DE LOS PATRIMONIOS

El caso de Francia es particularmente interesante, pues se trata del único país del cual disponemos de una fuente histórica verdaderamente homogénea, lo que nos permite estudiar la distribución de la riqueza de manera continua desde fines del siglo XVIII y principios del XIX. Esto se explica por el establecimiento, a partir de 1791, poco después de la abolición de los privilegios fiscales de la nobleza, de un impuesto sobre las sucesiones y las donaciones —y, de manera más general, de un sistema de registro de los patrimonios— sorprendentemente moderno y universal para esa época. El nuevo impuesto sucesorio establecido por la Revolución francesa fue universal en un triple sentido: afectaba de la misma manera a todo tipo de bienes y propiedades (tierras agrícolas, bienes inmuebles urbanos y rurales, dinero en efectivo, títulos de deuda pública o privada, activos financieros de todo tipo, acciones, participaciones de sociedades, muebles, objetos preciosos, etc.), sin importar el estatus social de su poseedor (noble o plebeyo) ni los montos considerados, por bajos que éstos fueran. De hecho, el objetivo de esta reforma fundadora no sólo era procurar ingresos fiscales al nuevo régimen, sino también que la administración pudiera realizar un seguimiento del conjunto de las transmisiones patrimoniales por sucesión (al momento del deceso) o por donación (en vida de las personas), de manera que fuera posible garantizar a todos el pleno ejercicio del derecho de propiedad. En la lengua administrativa oficial, el impuesto sobre las sucesiones y donaciones siempre formó parte, desde la ley de 1791 hasta nuestros días, de la categoría más amplia de los «derechos de registro», y más específicamente de los «derechos de transmisión», los cuales son cobrados sobre las «transmisiones a título gratuito» (las transferencias de títulos de propiedad realizadas sin contraparte financiera, por sucesión o donación), pero también, según modalidades particulares, sobre las «transmisiones a título oneroso» (las transferencias a cambio de dinero u otros títulos). Se trata, pues, ante todo de permitir a cada dueño, pequeño o grande, el registro de sus bienes, a fin de poder gozar, con toda seguridad, de su derecho de propiedad, recurriendo, por ejemplo, a la fuerza pública en caso de impugnación. Fue así como se estableció, en la última década del siglo XVIII y muy al principio del XIX, un sistema relativamente completo de registro de las propiedades y, en particular, un catastro para los bienes inmobiliarios, que ha perdurado hasta nuestros días.

En la cuarta parte volveremos a la historia de los impuestos sucesorios en los diferentes países. En esta etapa, los impuestos nos interesan principalmente como fuente de información. Señalemos entonces que en la mayoría de los países fue necesario esperar hasta fines del siglo XIX y principios del XX para que se establecieran impuestos comparables. En el Reino Unido fue necesaria la reforma de 1894 para unificar los derechos cobrados sobre las transmisiones de bienes inmobiliarios (real estate) y las referentes a los activos financieros y los bienes personales (personal estate), y no fue sino hasta 1910-1920 cuando se establecieron estadísticas sucesorias homogéneas relativas al conjunto de las propiedades. En los Estados Unidos, el impuesto federal sobre las sucesiones y donaciones se creó en 1916; afectó únicamente a una pequeña minoría de la población (existían impuestos muy heterogéneos en cada estado, que incumbían a veces a segmentos más importantes de los propietarios). En consecuencia, en estos dos países es muy difícil estudiar la evolución de la desigualdad patrimonial antes de la primera Guerra Mundial: desde luego, existen numerosas actas notariadas e inventarios de bienes en el momento del fallecimiento, pero muy a menudo se trata de actas sin legalizar, para subconjuntos particulares de la población y de los bienes, y de las cuales no pueden obtenerse conclusiones generales evidentes.

Esto es aún más lamentable porque la primera Guerra Mundial representó un choque considerable para los patrimonios y su distribución. Uno de los principales intereses del estudio del caso francés es precisamente poder poner ese hito esencial en una perspectiva histórica más amplia. De 1791 a 1901 el impuesto sobre las sucesiones y donaciones era estrictamente proporcional: la tasa variaba en función del vínculo de parentesco, pero era la misma sin importar el monto transmitido, y solía ser muy baja (en general, de apenas 1 o 2%). En 1901 el impuesto se volvió ligeramente progresivo, tras una larga batalla parlamentaria. La administración, que desde la década de 1820 publicaba estadísticas detalladas de los flujos anuales de sucesiones y donaciones, a partir de 1902 realizó todo tipo de desgloses por grupos de sucesiones, los cuales se volvieron cada vez más sofisticados (tablas de contingencia por edad, nivel de sucesiones, tipo de bienes, etc.) hasta 1950-1960. A partir de los años setenta y ochenta fue posible utilizar archivos digitales que constaban de muestras representativas del conjunto de las declaraciones de sucesiones y donaciones presentadas en Francia a lo largo de un año en especial, lo que permitía prolongar esos desgloses estadísticos hasta 2000-2010. Además de esas ricas fuentes originadas directamente en la administración fiscal a lo largo de los dos últimos siglos, también reunimos decenas de miles de declaraciones individuales, que fueron muy bien conservadas en los archivos nacionales y departamentales desde los primeros años del siglo XIX, con el objetivo de constituir muestras de gran tamaño entre 1800-1810 y 2000-2010. En resumen, los archivos sucesorios franceses brindan un punto de vista excepcionalmente rico y detallado respecto de dos siglos de acumulación y reparto de los patrimonios[4].

LAS METAMORFOSIS DE UNA SOCIEDAD PATRIMONIAL

En la gráfica X.1 indicamos los principales resultados obtenidos con respecto a la evolución de la concentración patrimonial de 1810 a 2010[5]. La primera conclusión es que no se puede percibir una tendencia a la reducción de la desigualdad en la propiedad del capital antes de los choques de 1914-1945. Por el contrario, se observa una ligera tendencia al alza a lo largo de todo el siglo XIX (a partir de un nivel de salida ya muy elevado), e incluso una aceleración de la espiral desigualitaria a lo largo del periodo 1880-1913. El decil superior de la jerarquía de los patrimonios ya poseía entre 80 y 85% de la riqueza total a principios del siglo XIX y era dueño de casi 90% a principios del siglo XX. Por sí solo, el percentil superior de la distribución tenía entre 45 y 50% de la riqueza nacional durante 1800-1810; esta participación rebasó el 50% en los años 1850-1860, y alcanzó el 60% de la riqueza total hacia los años 1900-1910[6].

GRÁFICA X.1. La desigualdad en los patrimonios en Francia, 1810-2010

El decil superior (el 10% de los patrimonios más elevados) poseía 80-90% de la riqueza total en 1810-1910, y 60-65% hoy en día.

FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.

GRÁFICA X.2. La desigualdad en los patrimonios: París y Francia, 1810-2010

El percentil superior (el 1% de los patrimonios más elevados) poseía 70% de la riqueza total en París en vísperas de la primera Guerra Mundial.

FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.

Cuando se analizan estos datos con la perspectiva histórica de la que disponemos hoy en día, sorprende la impresionante concentración de los patrimonios, característica de la sociedad francesa de la Bella Época, a pesar de todos los discursos tranquilizadores de las élites económicas y políticas de la Tercera República. En París, que hacia 1900-1910 reunía apenas más de una vigésima parte de la población francesa, pero la cuarta parte de la riqueza, la concentración de las fortunas era aún más elevada y parecía progresar sin límite a lo largo de las décadas previas a la primera Guerra Mundial. En la capital, donde dos tercios de la población morían casi sin patrimonio transmisible en el siglo XIX (frente a aproximadamente la mitad en el resto del país), también se concentraban, en cambio, las mayores fortunas. La participación del percentil superior era cercana al 55% a principios del siglo, rebasaba el 60% en los años 1880-1890 y más tarde, en vísperas de la primera Guerra Mundial, alcanzaba el 70% (véase la gráfica X.2). Al examinar esta curva, es natural preguntarse hasta dónde podría haber subido la concentración de las fortunas sin las guerras.

Nuestras fuentes sucesorias permiten también comprobar que a lo largo de todo el siglo XIX la desigualdad en los patrimonios era casi igual de fuerte en cada rango de edad. Precisemos a este respecto que las estimaciones indicadas en las gráficas X.1 y X.2 (y en las siguientes) se refieren a la desigualdad en los patrimonios dentro del conjunto de la población adulta viva en cada fecha indicada: partimos de los patrimonios en el momento del fallecimiento, pero volvemos a ponderar cada observación en función del número de personas vivas en ese rango de edad a lo largo del año considerado. En la práctica esto no cambia mucho: la concentración patrimonial entre los vivos era mayor, por apenas unos puntos, que la desigualdad en las fortunas en el momento del fallecimiento, y todas las evoluciones temporales eran prácticamente las mismas[7].

¿Cuál era la concentración de la riqueza vigente en Francia en el siglo XVIII y en vísperas de la Revolución? A falta de una fuente comparable a la fuente sucesoria creada por las asambleas revolucionarias (para el Antiguo Régimen sólo disponemos de actas sin legalizar, heterogéneas e incompletas, como en los casos del Reino Unido y los Estados Unidos), por desgracia es imposible establecer comparaciones precisas. Sin embargo, todo parece indicar que la desigualdad en los patrimonios privados disminuyó ligeramente entre 1780 y 1800-1810, teniendo en cuenta las redistribuciones de tierras agrícolas y las anulaciones de títulos de deuda pública realizadas durante la Revolución y, de manera más general, los choques sufridos por las fortunas aristocráticas. Es posible que la participación del decil superior alcanzara, o incluso superara ligeramente, el 90% de la riqueza total en vísperas de 1789, y que la del percentil superior llegara, e incluso rebasara, el 60%. Al contrario, la ley de los «mil millones de los emigrados» y el retorno de la nobleza al frente de la escena política favorecieron la reconstitución de cierto número de antiguas fortunas durante el periodo de la Restauración y de la Monarquía de Julio (1815-1848). De hecho, nuestros datos sucesorios permiten comprobar que el porcentaje de los apellidos aristocráticos en el seno del percentil superior de la jerarquía de los patrimonios parisinos pasó gradualmente de apenas 15% en 1800-1810 a casi 30% en la década de 1840, antes de disminuir inexorablemente a partir de 1850-1860 y caer a menos de 10% en 1890-1900[8].

No obstante, no debe exagerarse la importancia de los movimientos ocasionados por la Revolución francesa. Para acabar, más allá de estas variaciones (probable disminución de las desigualdades patrimoniales entre 1780 y 1800-1810, luego alza gradual de 1810-1820 hasta 1900-1910, sobre todo a partir de 1870-1880), el principal hecho es la relativa estabilidad de la desigualdad en la propiedad del capital en un nivel sumamente elevado a lo largo de los siglos XVIII y XIX y hasta principios del XX. Durante todo este periodo, el decil superior seguía siendo dueño de 80-90% del patrimonio total, y el percentil superior de alrededor de 50-60%. Como vimos en la segunda parte, la estructura del capital se transformó por completo entre el siglo XVIII y principios del XX (el capital rural fue casi totalmente remplazado por el capital industrial, financiero e inmobiliario, y ya casi no pesaba nada en los patrimonios de la Bella Época), pero su nivel global —medido en años de ingreso nacional— se mantuvo relativamente estable. En particular, la Revolución francesa sólo tuvo un pequeño impacto en la relación capital/ingreso; acabamos de ver que lo mismo sucedía con respecto a la distribución del capital. En los años 1810-1820, en la época del pobre Goriot, Rastignac y la señorita Victorine, la distribución de las fortunas era indudablemente un poco menos desigual que durante el Antiguo Régimen. Sin embargo, en resumidas cuentas, la diferencia era mínima: en ambos casos se trataba de sociedades patrimoniales caracterizadas por una hiperconcentración del capital, sociedades en las que la herencia y el matrimonio desempeñaban un papel esencial y en las que hacerse de un patrimonio elevado permitía una holgura que no podía alcanzarse mediante los estudios y el trabajo. En la Bella Época, la fortuna estaba todavía más concentrada que en el momento del discurso de Vautrin, aunque se tratase, en el fondo, de la misma sociedad y de la misma estructura fundamental de la desigualdad: del Antiguo Régimen a la Tercera República, a pesar de las inmensas transformaciones económicas y políticas que se dieron entre esas dos épocas.

Nuestras fuentes sucesorias permiten asimismo advertir que el descenso de la participación del decil superior en la riqueza nacional en el siglo XX fue por completo en beneficio del 40% del medio y que la participación del 50% de los más pobres casi no evolucionó (siempre fue inferior a 5%). A lo largo tanto de todo el siglo XIX como del XX, la mitad más pobre de la población no poseía prácticamente ningún patrimonio. En particular, a la edad del fallecimiento, se observa que casi la mitad más pobre no tenía ningún activo inmobiliario o financiero susceptible de ser transmitido, o bien que los escasos bienes eran absorbidos en su totalidad por los gastos vinculados con el fallecimiento o por las deudas (en cuyo caso los herederos solían elegir la renuncia a la herencia). Esta proporción rebasaba a las dos terceras partes de los fallecimientos en París a lo largo de todo el siglo XIX y hasta la primera Guerra Mundial, sin una tendencia a la baja. Tan amplio grupo incluía, por ejemplo, al pobre Goriot, quien murió abandonado por sus hijas, en la más absoluta pobreza; la dueña de la pensión, la señora Vauquer, reclamaba el adeudo de la pensión a Rastignac, quien también debía pagar el entierro, que por sí solo superaba el valor de los escasos efectos personales del anciano. Si se considera el conjunto de Francia, en el siglo XIX aproximadamente la mitad de la población moría así, sin patrimonio por transmitir —o con un patrimonio negativo—. Esta proporción casi no cambiaría a lo largo del siglo XX[9].

LA DESIGUALDAD EN EL CAPITAL EN EUROPA EN LA BELLA ÉPOCA

A pesar de sus imperfecciones, los datos disponibles de los demás países demuestran sin ambigüedad que la extrema concentración de la riqueza en los siglos XVIII y XIX y hasta la primera Guerra Mundial era un fenómeno propio del conjunto de Europa, y no sólo de Francia.

En el Reino Unido, a partir de 1910-1920 existen estadísticas sucesorias detalladas, que fueron abundantemente explotadas por los investigadores (sobre todo por Atkinson y Harrison). Si se completan con las estimaciones disponibles para los últimos años, así como con las más frágiles y menos homogéneas realizadas por Peter Lindert para 1810 y 1870 (a partir de muestras de inventarios en el momento del fallecimiento), se obtiene una evolución de conjunto muy similar a la trayectoria francesa, aunque con un nivel general de desigualdad siempre un poco más elevado en el Reino Unido. La participación del decil superior era del orden de 85% de la riqueza total en 1810-1870, y rebasaba el 90% hacia 1900-1910; la participación del percentil superior habría pasado de alrededor de 55-60% de la riqueza total en 1810-1870 a casi 70% en la década iniciada en 1910 (véase la gráfica X.3). Las fuentes británicas son imperfectas, en particular en lo que se refiere al siglo XIX, pero los órdenes de magnitud son perfectamente claros: la concentración de la riqueza era sumamente fuerte en el Reino Unido en el siglo XIX y hasta 1914 no manifestaba ninguna tendencia a la baja, más bien al contrario. Desde un punto de vista francés, lo más impactante es que la desigualdad en los capitales era finalmente apenas más intensa en el Reino Unido que en Francia en la Bella Época, mientras que a las élites republicanas de ese tiempo les gustaba describir a Francia como un país igualitario en comparación con el vecino monárquico al otro lado de la Mancha. En realidad, la naturaleza formal del régimen político tuvo claramente un mínimo impacto en la distribución de la riqueza en ambos países.

GRÁFICA X.3. La desigualdad en los patrimonios en el Reino Unido, 1810-2010

El decil superior poseía 80-90% de la riqueza total en 1810-1910, y 70% hoy en día.

FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.

En Suecia, donde existen datos patrimoniales muy ricos a partir de la década de 1910 y que fueron recientemente explotados por Ohlsonn, Roine y Waldenström, y donde también hay estimaciones realizadas para 1810 y 1870 (sobre todo por Lee Soltow), se advierte asimismo una trayectoria muy similar a lo observado en Francia y el Reino Unido (véase la gráfica X.4). En particular, las fuentes patrimoniales suecas confirman lo que ya descubrimos gracias a las declaraciones de impuestos: Suecia no era el país estructuralmente igualitario que a veces imaginamos. Desde luego, la concentración de la riqueza alcanzó en este país en los años setenta y ochenta el punto más bajo observado en nuestras series históricas (con apenas más de 50% de la riqueza total para el decil superior y poco más de 15% para el percentil superior). Sin embargo, aparte de que, pese a todo, se trata de una desigualdad elevada, con un aumento sensible desde los años ochenta y noventa (la concentración de la riqueza a principios de la década iniciada en 2010 parece apenas menor que en Francia), el hecho importante en el que me parece esencial insistir aquí es que la concentración de la riqueza en 1900-1910 era igual de intensa en Suecia que en Francia y el Reino Unido. Todas las sociedades europeas en la Bella Época se caracterizaban aparentemente por una muy elevada concentración de la riqueza. Es esencial comprender cuáles son las razones y por qué esta realidad se transformó profundamente a lo largo del siglo pasado.

GRÁFICA X.4. La desigualdad en los patrimonios en Suecia, 1810-2010

El decil superior poseía 80-90% de la riqueza total en 1810-1910, y 55-60% hoy en día.

FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.

Es interesante señalar que este nivel extremo de concentración de la riqueza —del orden de 80-90% del capital propiedad del decil superior, del cual alrededor de 50-60% era propiedad del percentil superior— parece observarse también en la mayoría de las sociedades hasta el siglo XIX y, en particular, en las sociedades agrarias tradicionales, tanto en la época moderna como en la Edad Media y en la Antigüedad. Las fuentes disponibles son demasiado endebles para esperar establecer comparaciones precisas y estudiar evoluciones temporales, pero los órdenes de magnitud obtenidos de la participación del decil superior y del percentil superior en el total de las fortunas (en concreto, en el total de las tierras agrícolas) suelen ser muy parecidos a los que encontramos en Francia, el Reino Unido y Suecia en el siglo XIX y en la Bella Época[10].

EL SURGIMIENTO DE LA CLASE MEDIA PATRIMONIAL

Varias preguntas nos preocuparán en lo sucesivo; podemos formularlas: ¿por qué las desigualdades patrimoniales eran tan extremas —e incluso cada vez más intensas— hasta la primera Guerra Mundial? Y, a pesar del hecho de que el conjunto de los patrimonios recobró en este inicio del siglo XXI su prosperidad de principios del siglo XX (como lo demuestra la evolución de la relación capital/ingreso), ¿por qué hoy la concentración del capital se sitúa claramente por debajo de esos récords históricos? ¿Estamos seguros de que esas razones son definitivas e irreversibles?

De hecho, la segunda conclusión, proporcionada muy claramente por los datos franceses de la gráfica X.1, es que la concentración de los capitales, tanto como la de los ingresos resultantes de los mismos, al parecer nunca se repuso por completo de los choques de los años 1914-1945. La participación del decil superior, que alcanzaba 90% de la riqueza total en la década de 1910, cayó a 60-70% en las décadas de 1950-1970; la participación del percentil superior se desplomó aún más, pasando de 60% en la década de 1910 a 20-30% entre los cincuenta y los setenta. En comparación con las tendencias anteriores al primer conflicto mundial, la ruptura es clara y abrumadora. Desde los años ochenta y noventa, la desigualdad patrimonial volvió claramente al alza, y veremos que la globalización financiera hizo cada vez más difícil medir los patrimonios y su distribución en el marco nacional: la desigualdad del capital en el siglo XXI deberá ser concebida cada vez más a nivel mundial. Sin embargo, a pesar de estas incertidumbres, no hay ninguna duda de que la desigualdad patrimonial se sitúa actualmente muy por debajo de lo que era hace un siglo: alrededor de 60-65% de la riqueza total para el decil superior a principios de la década iniciada en 2010, lo que es al mismo tiempo muy elevado y sensiblemente más bajo que en la Bella Época. La diferencia esencial es que, hoy en día, existe una clase media patrimonial propietaria aproximadamente de la tercera parte de la riqueza nacional, lo que no es nada desdeñable.

Los datos disponibles respecto de los demás países europeos muestran de nuevo que se trata de un fenómeno general. En el Reino Unido, la participación del decil superior pasó de más de 90% en vísperas del primer conflicto mundial, a alrededor de 60-65% en los años setenta, y en la actualidad es del orden de 70%. La participación del percentil superior se desplomó literalmente después de los choques del siglo XX, pasando de casi 70% en la década de 1910 a apenas más de 20% en los setenta, para finalmente situarse alrededor de 25-30% a principios de la década de 2010 (véase la gráfica X.3). En Suecia, los niveles de concentración del capital siempre fueron un poco inferiores que los del Reino Unido, pero finalmente la trayectoria de conjunto es bastante similar (véase la gráfica X.4). En todos los casos se observa que la caída del 10% de los más ricos de la jerarquía de las fortunas ocurrió esencialmente a favor de la clase media patrimonial (definida como el siguiente 40%) y no de la mitad más pobre de la población, cuya participación en la riqueza total siempre fue minúscula (en general alrededor de 5%), incluso en Suecia (donde jamás superó el 10%). En ciertos casos, en particular en el Reino Unido, se advierte que la caída del 1% de los más ricos también benefició en un porcentaje no menospreciable al 9% siguiente. Sin embargo, más allá de las particularidades nacionales, la similitud general entre las diferentes trayectorias europeas es muy sorprendente. La mayor transformación estructural es la aparición de un grupo central representante de casi la mitad de la población, constituido por personas que lograron acceder a un patrimonio y que poseen colectivamente entre un cuarto y un tercio de la riqueza nacional.

LA DESIGUALDAD EN EL CAPITAL EN LOS ESTADOS UNIDOS

Examinemos ahora el caso estadunidense. Una vez más, a partir de 1910-1920 existen estadísticas sucesorias muy utilizadas por los investigadores (en particular Lampman, Kopczuk y Saez), las cuales tienen, sin embargo, limitaciones importantes vinculadas con el bajo porcentaje de la población afectada por el impuesto federal sobre las sucesiones. Estas estimaciones pueden ser completadas mediante las detalladas investigaciones sobre los patrimonios realizadas por la Reserva Federal estadunidense desde los años sesenta (explotadas sobre todo por Kennickell y Wolff), así como por estimaciones menos consistentes para los años de 1810 y 1870, basadas en inventarios en el momento del fallecimiento y en un censo de los patrimonios, los cuales fueron explotados, respectivamente, por Jones y Soltow[11].

Se advierten varias diferencias importantes entre las trayectorias europeas y estadunidense. Primeramente, parecería que la desigualdad en los patrimonios vigente en los Estados Unidos alrededor de la primera década del siglo XIX no era mucho más elevada que en la Suecia de los años 1970-1980. Tratándose de un país nuevo, compuesto en gran parte por una población de emigrantes llegados al Nuevo Mundo sin patrimonio (o con un capital limitado), no tiene nada de sorprendente: el proceso de acumulación y concentración de las fortunas aún no había tenido tiempo de ocurrir. Sin embargo, los datos son muy imperfectos y varían mucho según si se considera a los estados del norte (donde ciertas estimaciones indican niveles de desigualdad inferiores a Suecia en los años setenta y ochenta) o a los estados del sur (donde la desigualdad es más parecida a los niveles europeos de la misma época)[12].

GRÁFICA X.5. La desigualdad en los patrimonios en los Estados Unidos, 1810-2010

El decil superior poseía alrededor de 80% de la riqueza total en la década iniciada en 1910, y 70-75% hoy en día.

FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.

La creciente concentración de la riqueza estadunidense durante el siglo XIX parece bien establecida. Hacia 1910, la desigualdad en el capital se volvió muy elevada en los Estados Unidos, al tiempo que se mantenía inferior que en Europa: alrededor de 80% de la riqueza total correspondía al decil superior, y más o menos 45%, al percentil superior (véase la gráfica X.5). Es interesante señalar que este proceso de convergencia en la desigualdad del Nuevo Mundo con los niveles de la vieja Europa inquietaba mucho a los economistas de la época: la lectura del libro de Willford King dedicado a la distribución de la riqueza en los Estados Unidos en 1915 —primer estudio de conjunto sobre el tema— es desde ese punto de vista particularmente ilustrativa[13]. Desde la perspectiva actual puede sorprender: desde hace ya varias décadas estamos acostumbrados a que los Estados Unidos sean más desigualitarios que Europa, e incluso que a veces sean reivindicados como tales (la desigualdad estadunidense se describe frecuentemente al otro lado del Atlántico como una condición del dinamismo empresarial, y a Europa como un templo del igualitarismo estilo sóviet). Sin embargo, hace un siglo, tanto las percepciones como la realidad eran rigurosamente inversas: para todos era evidente que el Nuevo Mundo era por su naturaleza menos desigualitario que la vieja Europa, y esta diferencia era también motivo de orgullo. A fines del siglo XIX, a lo largo del periodo llamado la «Época Dorada» (Gilded Age), en el que en los Estados Unidos se acumularon fortunas industriales y financieras desconocidas hasta entonces (era la época de los Rockefeller, los Carnegie, los J. P. Morgan), muchos observadores estadunidenses se alarmaban ante la idea de que el país pudiera perder su espíritu pionero e igualitario: en parte mítico, desde luego, pero en parte justificado en comparación con la concentración de las fortunas europeas. En la próxima parte veremos que, sin duda, este miedo a parecerse a Europa explica parcialmente el invento en los Estados Unidos, a partir de 1910-1920, de una tributación muy progresiva sobre las grandes sucesiones —consideradas contrarias a los valores estadunidenses—, así como sobre los ingresos considerados excesivos. No es suficiente decir que las percepciones de la desigualdad, la redistribución y las diferentes identidades nacionales han cambiado mucho desde entonces.

La desigualdad de la riqueza estadunidense disminuyó a lo largo del periodo de 1910-1950, así como la desigualdad en los ingresos, pero mucho menos que en Europa: hay que mencionar que esta desigualdad partía de un punto menos alto y que los choques provocados por las guerras fueron menos violentos. A principios de la década iniciada en 1910, la participación del decil superior rebasaba 70% de la riqueza total y la del percentil superior se aproximaba a 35%.[14]

En definitiva, la desconcentración de la riqueza fue relativamente limitada en los Estados Unidos a lo largo del siglo pasado: la participación del decil superior pasó de 80 a 70% de la riqueza total, mientras que en el mismo momento en Europa pasó de 90 a 60% (véase la gráfica X.6)[15].

Veamos todo lo que separa las experiencias europeas y estadunidense. En Europa, el siglo XX llevó a una completa transformación de la sociedad: las desigualdades en las fortunas, que en vísperas del primer conflicto mundial eran tan fuertes como durante el Antiguo Régimen, se redujeron a un nivel antes desconocido, hasta el punto de que casi la mitad de la población pudo acceder a un mínimo de patrimonio y, por primera vez, pudo poseer colectivamente un porcentaje nada desdeñable del capital nacional. Esto explica, por lo menos en parte, el gran impulso de optimismo que animó a Europa durante los Treinta Gloriosos (se tenía la impresión de haber superado el capitalismo, las desigualdades y la sociedad de clases del pasado), así como las mayores dificultades para aceptar, desde los años ochenta, que se haya frenado claramente ese irresistible caminar hacia el progreso social (todavía nos preguntamos cuándo volverá a su botella el genio malo del capitalismo).

En los Estados Unidos las percepciones son muy diferentes. En cierta medida ya existía una clase media patrimonial —blanca— a principios del siglo XIX, la cual perdió fuerza durante la Época Dorada, para luego recobrar su estatus a mediados del siglo XX y, de nuevo, verse perjudicada en los setenta y ochenta. Este «yoyo» estadunidense se observa realmente en la historia fiscal del país, donde el siglo XX no es sinónimo de un gran avance en materia de justicia social. En realidad, la desigualdad patrimonial estadunidense era más fuerte a principios del siglo XXI que a principios del XIX. El paraíso perdido es el de los orígenes, aquel del que hablan los Tea Parties, y no el de los Treinta Gloriosos y de sus intervenciones estatales destinadas a someter al capitalismo.

GRÁFICA X.6. La desigualdad patrimonial: Europa y los Estados Unidos, 1810-2010

Hasta mediados del siglo XX, la desigualdad patrimonial era más grande en Europa que en los Estados Unidos.

FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.

LA MECÁNICA DE LA DIVERGENCIA PATRIMONIAL: «r VERSUSEN LA HISTORIA

Intentemos ahora explicar los hechos observados: la hiperconcentración patrimonial que caracterizó a Europa en el siglo XIX y hasta el primer conflicto mundial, la fuerte compresión de la desigualdad en el capital tras los choques de 1914-1945 y el hecho de que la concentración de la riqueza no haya —hasta ahora— recuperado sus niveles del pasado.

Precisemos que, hasta donde se sabe, ninguna evidencia permite determinar con certeza la contribución exacta de los diferentes mecanismos al movimiento de conjunto. Sin embargo, se puede intentar jerarquizarlos, con base en las fuentes y los análisis a nuestro alcance. He aquí la principal conclusión a la que llegamos.

La principal fuerza que explica la hiperconcentración patrimonial observada en las sociedades agrarias tradicionales y, en gran medida, en todas las sociedades hasta la primera Guerra Mundial (por razones evidentes, el caso de las sociedades pioneras del Nuevo Mundo es muy particular y poco representativo a nivel mundial y a muy largo plazo) se vincula con el hecho de que se trata de economías caracterizadas por un bajo crecimiento y por una tasa de rendimiento del capital clara y duraderamente superior a la tasa de crecimiento.

Esta fuerza de divergencia fundamental, ya evocada en la introducción, funciona de la siguiente manera. Consideremos un mundo con bajo crecimiento, por ejemplo del orden de 0.5-1% anual, tal como sucedió hasta los siglos XVIII y XIX. La tasa de rendimiento del capital, que, como vimos, solía ser del orden de 4-5% anual, es, por tanto, mucho más elevada que la tasa de crecimiento en semejantes sociedades. En concreto, eso significa que los patrimonios resultantes del pasado se recapitalizan mucho más rápido que el crecimiento de la economía, incluso en ausencia de cualquier ingreso del trabajo.

Por ejemplo, si g = 1% y r = 5%, basta con ahorrar una quinta parte de los ingresos del capital —y consumir las otras cuatro quintas partes— para que un capital heredado de la generación anterior crezca al mismo ritmo que el conjunto de la economía. Si se ahorra más, por ejemplo, porque el capital es lo bastante considerable para generar un tren de vida aceptable consumiendo una fracción menor de las rentas anuales, el patrimonio se incrementará más rápido que el promedio de la economía, y las desigualdades patrimoniales tenderán a ampliarse, todo ello sin que sea necesario añadir el más mínimo ingreso del trabajo. Vemos pues, desde un punto de vista estrictamente lógico, que se trata de condiciones ideales para que prospere una sociedad de herederos, caracterizada al mismo tiempo por una muy fuerte concentración patrimonial y por una gran persistencia en el tiempo y a través de las generaciones de esos patrimonios elevados.

Ahora bien, sucede que éstas son precisamente las condiciones que caracterizan a muchas sociedades en la historia, y en particular a las sociedades europeas en el siglo XIX. Como indica la gráfica X.7, la tasa de rendimiento puro del capital fue claramente más elevada que la tasa de crecimiento en Francia de 1820 a 1913. La tasa de rendimiento fue en promedio del orden de 5%, mientras que el crecimiento fluctuó alrededor de 1% anual. Los ingresos del capital representaban cerca de 40% del ingreso nacional, por lo que bastaba con ahorrar la cuarta parte para generar una tasa de ahorro del orden de 10% (véase la gráfica X.8). Esto permitió que los patrimonios progresaran un poco más rápido que los ingresos y que aumentara la tendencia en la concentración de los patrimonios. En el próximo capítulo veremos que lo esencial de los patrimonios a lo largo de ese periodo procedía en efecto de la herencia y que esta supremacía de los capitales heredados —a pesar de un gran dinamismo económico para la época y de una impresionante sofisticación financiera— se explica por los efectos dinámicos de la desigualdad fundamental r > g: los riquísimos datos sucesorios franceses permiten ser muy precisos en este punto.

GRÁFICA X.7. Rendimiento del capital y crecimiento: Francia, 1820-1913

La tasa de rendimiento del capital es claramente más elevada que la tasa de crecimiento en Francia de 1820 a 1913.

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GRÁFICA X.8. Participación del capital y tasa de ahorro: Francia, 1820-1913

La participación de los ingresos del capital en el ingreso nacional era claramente más elevada que la tasa de ahorro en Francia de 1820 a 1913.

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¿POR QUÉ EL RENDIMIENTO DEL CAPITAL ES SUPERIOR A LA TASA DE CRECIMIENTO?

Prosigamos el razonamiento lógico: ¿hay razones profundas que expliquen por qué el rendimiento del capital debería ser sistemáticamente superior a la tasa de crecimiento? De entrada precisemos que, en mi opinión, se trata más de una realidad histórica que de una necesidad lógica absoluta.

Primero, la desigualdad fundamental r > g corresponde efectivamente a una realidad histórica indiscutible. Enfrentados por primera vez a esta afirmación, muchos interlocutores a menudo empiezan por sorprenderse y cuestionarse sobre la posibilidad lógica de semejante relación. Expondremos, a continuación, la manera más evidente de convencerse de que la desigualdad r > g es, en efecto, una realidad histórica.

Como vimos en la primera parte, la tasa de crecimiento fue casi nula durante la mayor parte de la historia de la humanidad: al combinar crecimiento demográfico y económico, se puede considerar que la tasa de crecimiento global entre la Antigüedad y el siglo XVII jamás excedió por mucho tiempo el 0.1-0.2% anual. Cualesquiera que sean las incertidumbres históricas, no hay duda de que la tasa de rendimiento del capital siempre fue claramente superior: el valor central observado a largo plazo gravita en torno a un rendimiento de 4-5% anual. Se trata sobre todo de lo que produce la renta del suelo, como porcentaje del valor de las tierras, en la mayoría de las sociedades agrarias tradicionales. Incluso adoptando una estimación mucho más baja del rendimiento puro del capital —por ejemplo, al considerar, a semejanza de muchos dueños de tierras a lo largo de la historia, que no es tan simple administrar una propiedad amplia y que una parte de ese rendimiento corresponde, en realidad, a la justa remuneración del trabajo altamente calificado realizado por el poseedor—, se llegaría a un rendimiento mínimo (y a mi parecer poco realista y notablemente bajo) de por lo menos 2-3% anual. En todo caso, esto sería muy superior al 0.1-0.2%. Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, el hecho principal es que la tasa de rendimiento del capital siempre fue por lo menos 10 o 20 veces superior a la tasa de crecimiento de la producción y del ingreso. Se trataba, en gran medida, del fundamento mismo de la sociedad: es lo que permitía a una clase de poseedores dedicarse a otra cosa que a su propia subsistencia.

Con el objetivo de ilustrar este punto de la manera más clara posible, la gráfica X.9 muestra la evolución mundial de la tasa de rendimiento del capital y de la tasa de crecimiento desde la Antigüedad hasta el siglo XXI.

Desde luego, se trata de estimaciones aproximadas e inciertas, pero los órdenes de magnitud y las evoluciones de conjunto pueden ser considerados válidos. Respecto de las tasas de crecimiento a nivel mundial, retomé las estimaciones históricas y las previsiones futuras analizadas en la primera parte. En lo que se refiere a la tasa de rendimiento del capital a nivel mundial para el periodo 1700-2010, se usan las estimaciones del rendimiento puro del capital obtenidas para el Reino Unido y Francia, que fueron analizadas en la segunda parte. En cuanto a los periodos anteriores, consideré un rendimiento puro de 4.5%, lo que debe ser considerado un valor mínimo (los datos históricos disponibles sugieren más bien rendimientos promedio del orden de 5-6%)[16]. Respecto del siglo XXI, supuse que el valor observado a lo largo del periodo 1990-2010 (es decir, alrededor de 4%) iba a prolongarse, pero evidentemente todo esto es incierto: como vimos en la segunda parte, hay fuerzas que conducen hacia una disminución de ese rendimiento y otras que van en la dirección contraria. Precisemos asimismo que los rendimientos del capital indicados en la gráfica X.9 son previos a los impuestos (y antes de tomar en cuenta las pérdidas de capital vinculadas con las guerras, y las plusvalías y minusvalías, particularmente importantes a lo largo del siglo XX).

En la gráfica X.9 se advierte que la tasa de rendimiento puro del capital —en general de 4-5%— siempre fue claramente superior a la tasa de crecimiento mundial a lo largo de la historia, pero que la diferencia se estrechó mucho durante el siglo XX, y principalmente en la segunda mitad de ese siglo, cuando el crecimiento mundial alcanzó el 3.5-4% anual. Muy probablemente, la diferencia debería aumentar de nuevo durante el siglo XXI, a medida que se desacelere el crecimiento (sobre todo demográfico). Según el escenario central analizado en la primera parte, la tasa de crecimiento mundial podría ser del orden de 1.5% anual entre 2050 y 2100, es decir, aproximadamente el mismo nivel que en el siglo XIX. La diferencia entre r y g recobraría entonces un nivel comparable con el que prevalecía durante la Revolución industrial.

GRÁFICA X.9. Rendimiento del capital y tasa de crecimiento a nivel mundial desde la Antigüedad hasta 2100

La tasa de rendimiento del capital (previa a los impuestos) siempre fue superior a la tasa de crecimiento mundial, pero la diferencia se redujo en el siglo XX y podría aumentar de nuevo en el siglo XXI.

FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.

Se distingue de inmediato el papel central que pueden desempeñar los impuestos sobre el capital —y los choques de diversas índoles— en semejante contexto. Hasta la primera Guerra Mundial, los impuestos sobre el capital eran muy reducidos (en la mayoría de los países no existían impuestos sobre la renta ni sobre los beneficios de las empresas, y las tasas de los impuestos sucesorios no solían rebasar unos cuantos puntos porcentuales); por consiguiente, para simplificar, se puede considerar que las tasas de rendimiento antes y después de los impuestos eran casi las mismas. A partir de la primera Guerra Mundial, las tasas de los impuestos sobre la renta, sobre los beneficios y sobre los patrimonios más elevados alcanzaron rápidamente niveles importantes. Desde los años ochenta y noventa, en un contexto ideológico muy transformado, cada vez más marcado por la globalización financiera y la competencia exacerbada entre los Estados para atraer los capitales, las tasas de esos impuestos empezaron a descender y, en ciertos casos, no distan de desaparecer simple y llanamente.

En la gráfica X.10 se muestran estimaciones del rendimiento promedio del capital después de tomar en cuenta impuestos y tras la deducción de una estimación promedio de las pérdidas de capital vinculadas con la destrucción que se dio en el periodo 1913-1950. Con el objetivo de fijar las ideas, también supuse que la competencia fiscal llevará progresivamente a la desaparición completa de los impuestos sobre el capital durante el siglo XXI: la tasa promedio de imposición del rendimiento del capital se fijó en 30% para el periodo 1913-2012, luego pasa al 10% en 2012-2050 y a 0% en 2050-2100. En la práctica es más complicado: los impuestos varían enormemente según los países y los tipos de patrimonios, y a veces pueden ser progresivos (es decir que su tasa aumenta en función del nivel de ingreso o patrimonio, al menos en principio), y, desde luego, nada indica que la competencia fiscal llegará hasta sus útlimas consecuencias (volveremos al estudio de esta cuestión en la cuarta parte).

GRÁFICA X.10. Rendimiento del capital (impuestos incluidos) y tasa de crecimiento a nivel mundial desde la Antigüedad hasta 2100

La tasa de rendimiento del capital (incluidos los impuestos y las pérdidas de capital) cayó por debajo de la tasa de crecimiento en el siglo XX y podría volver a estar por encima durante el siglo XXI.

FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.

Se advierte que el rendimiento neto de impuestos (y neto de pérdidas) cayó a exactamente 1-1.5% anual a lo largo del periodo 1913-1950, esto es, por debajo de la tasa de crecimiento. Esta situación inédita se produjo de nuevo entre 1950 y 2012, si tenemos en cuenta la tasa de crecimiento excepcionalmente elevada. Para terminar, por primera vez en la historia se observa que los choques fiscales y no fiscales del siglo XX condujeron al rendimiento neto del capital por debajo de la tasa de crecimiento. Debido a una conjunción de factores (destrucción ligada a las guerras, políticas fiscales progresivas ocasionadas por los choques de los años 1914-1945 y un desarrollo excepcional durante los Treinta Gloriosos), esta situación históricamente inusual se prolongó durante todo un siglo. Todo permite pensar que esta situación está a punto de concluir. Si la competencia fiscal llega a su término, lo que no queda excluido, la diferencia entre r y g recobrará a lo largo del siglo XXI un nivel cercano al del XIX (véase la gráfica X.10). Si, en cambio, el impuesto promedio sobre el capital se mantuviera en un nivel del orden de 30%, lo que no es nada seguro, el rendimiento neto del capital probablemente volverá a pasar claramente por encima de la tasa de crecimiento, al menos en el escenario central.

GRÁFICA X.11. Rendimiento del capital (impuestos incluidos) y tasa de crecimiento a nivel mundial desde la Antigüedad hasta 2200

La tasa de rendimiento del capital (incluidos los impuestos y las pérdidas de capital) cayó por debajo de la tasa de crecimiento en el siglo XX y podría volver a estar por encima durante el siglo XXI.

FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.

Con el objetivo de hacer evidente de manera aún más clara esa posible evolución, en la gráfica X.11 reuní los dos subperiodos de 1913-1950 y 1950-2012 en un solo promedio para todo el conjunto 1913-2012, periodo inédito a lo largo del cual el rendimiento neto del capital fue inferior al crecimiento. También reuní los dos subperiodos 2012-2050 y 2050-2100 en un solo promedio secular 2012-2100, y supuse que las tasas de la segunda mitad del siglo XXI se mantendrían en el XXII, lo que desde luego es totalmente incierto. Esta gráfica X.11 tiene al menos el mérito de poner de manifiesto el carácter muy inusual —y potencialmente único— del siglo XX en cuanto a la comparación de r y g. También se puede señalar que la hipótesis de un crecimiento mundial de 1.5% anual a muy largo plazo es, para muchos observadores, excesivamente optimista. Recordemos que el incremento promedio de la producción por habitante fue de 0.8% anual a nivel mundial entre 1700 y 2012, y que el crecimiento demográfico —también de 0.8% en los tres últimos siglos—, según las previsiones más difundidas, debería disminuir mucho de aquí a fines del siglo XXI. Sin embargo, hay que subrayar que la principal limitante de la gráfica X.11 es la de suponer que, por definición, ninguna reacción política notoria alterará el curso del capitalismo y de la globalización financiera a lo largo de los próximos dos siglos. En vista de la agitada historia del siglo pasado, esta hipótesis es, desde luego, fuerte y, en mi opinión, bastante poco probable, precisamente porque las consecuencias desigualitarias de semejante situación serían considerables, y probablemente no serían toleradas por mucho tiempo (volveremos ampliamente a esta delicada cuestión más adelante).

En resumen: vemos pues que la desigualdad r > g corresponde claramente a una realidad histórica indiscutible —confirmada hasta el primer conflicto mundial e indudablemente de nuevo en el siglo XXI—, aunque se trate de una realidad político-social dependiente en gran medida de los choques sufridos por los patrimonios, así como de las políticas públicas y de las instituciones establecidas para regular la relación capital-trabajo.

LA CUESTIÓN DE LA PREFERENCIA POR EL PRESENTE

Retomemos el hilo de nuestra argumentación. La desigualdad r > g corresponde ante todo a una realidad histórica, más o menos verificada conforme a los periodos y a la coyuntura política. Desde un punto de vista estrictamente lógico, es muy posible imaginar sociedades donde la tasa de crecimiento sería naturalmente superior al rendimiento del capital, incluso en ausencia de toda intervención pública. Todo depende, por un lado, de la tecnología (¿para qué sirve el capital?) y, por otro, de las actitudes ante el ahorro y la propiedad (¿por qué se elige poseer capital?). Como ya señalamos en la segunda parte, en teoría se puede muy bien imaginar sociedades en las que el capital no serviría para nada (y se reduciría a una simple reserva de valor, con un rendimiento absolutamente nulo), pero en las que aun así los habitantes elegirían poseer capital en gran cantidad, en previsión, por ejemplo, de una futura catástrofe —o de un gran potlatch—, o bien sólo porque se trataría de una población muy paciente y previsora para las generaciones futuras. Si esta sociedad se caracteriza además por un rápido crecimiento de la productividad del trabajo —gracias a incesantes inventos, o bien porque el país está involucrado en un proceso de convergencia acelerado hacia otros países técnicamente más avanzados—, posiblemente la tasa de crecimiento sea a todas luces superior al rendimiento del capital.

No obstante, en la práctica no parece haber existido en la historia un ejemplo de sociedad en la que la tasa de rendimiento del capital haya caído de manera natural y duradera a niveles inferiores a 2-3%; más bien los valores promedio observados habitualmente, más allá de la diversidad de las inversiones y de los rendimientos, suelen ser más cercanos a 4-5% (antes de los impuestos). En particular, el rendimiento de las tierras agrícolas en las sociedades tradicionales, tanto como el de los bienes inmuebles en las sociedades contemporáneas, que en ambos casos constituyen las formas de propiedad más difundidas y más seguras, suele ser del orden de 4-5% anual, tal vez con una ligera tendencia a la baja a muy largo plazo (3-4% en lugar de 4-5%), como vimos en la segunda parte.

El modelo económico utilizado más a menudo para explicar esta relativa estabilidad del rendimiento del capital en torno a 4-5% (y el hecho de que nunca descienda por debajo de 2-3%) se basa en la noción de «preferencia temporal» o «preferencia por el presente».

Dicho de otro modo, los agentes económicos se caracterizarían por una tasa de preferencia por el presente (a menudo indicada con θ) que mide su impaciencia y su manera de tener en cuenta el porvenir. Por ejemplo, si θ = 5%, significa que los agentes están dispuestos a sacrificar 105 euros de consumo el año próximo para poder consumir 100 euros adicionales este año. Esta «teoría», como sucede a menudo con los modelos teóricos de los economistas, tiene un lado ligeramente tautológico (siempre se puede explicar cualquier comportamiento observado suponiendo que las personas implicadas tienen preferencias —«funciones de utilidad», en el lenguaje de la profesión— que las empujan a actuar en ese sentido; lo que en realidad aporta semejante «explicación» no siempre es claro) y un poder predictivo radical e implacable. En este caso, en una economía con crecimiento nulo, no sorprenderá enterarse de que la tasa de rendimiento del capital r debe ser rigurosamente igual a la de la preferencia por el presente θ[17]. Según esta teoría, la estabilidad histórica del rendimiento del capital en torno a 4-5% se explicaría, pues, por razones psicológicas: la impaciencia humana y la disposición promedio de la especie supondrían que el rendimiento del capital casi no podría alejarse de dicho nivel.

Aparte de su carácter tautológico, esta teoría plantea cierto número de dificultades. Desde luego, la intuición general transmitida por este modelo explicativo —al igual que, por ejemplo, la teoría de la productividad marginal— no puede ser totalmente falsa. Por lo demás, manteniendo todo igual, una sociedad más paciente, o que prevé choques difíciles en el futuro, sin duda tenderá a guardar más reservas y a acumular más capital. Asimismo, en una sociedad en la que se habría acumulado tanto capital que el rendimiento habría caído por mucho tiempo a un nivel sumamente bajo, por ejemplo, de apenas 1% anual (o bien en la que todas las formas de posesión de patrimonios, incluso dentro de las clases modestas y medias, tendrían un impuesto tan alto que el rendimiento neto habría disminuido a ese nivel), es probable que un porcentaje nada desdeñable de los poseedores de patrimonios intentaría deshacerse de sus tierras, casas y activos financieros, de tal manera que el acervo total de capital sin ninguna duda empezaría a disminuir, hasta que el rendimiento volviera a subir un poco.

El problema de esta teoría consiste en que es demasiado sistemática y simplista: no es posible resumir todos los comportamientos de ahorro y todas las actitudes frente al porvenir, a partir de un parámetro psicológico único e infranqueable. Si se toma en serio la versión más extrema de este modelo (el modelo llamado de «horizonte infinito», puesto que los agentes calculan las consecuencias de su estrategia de ahorro para sus descendientes más distantes, como si se tratara de ellos mismos, tomando como referencia su tasa de preferencia por el presente), sería imposible variar, aunque sólo fuese en una décima de punto porcentual, la tasa de rendimiento neto del capital: toda tentativa en ese sentido, por ejemplo a través de la política fiscal, desencadenaría una reacción infinitamente fuerte en uno u otro sentido (en términos de ahorro o de desahorro), de manera que el rendimiento neto volvería a su único equilibrio. Semejante predicción es poco realista: todas las experiencias históricas demuestran que la elasticidad del ahorro es sin duda positiva, pero desde luego no infinita, sobre todo cuando el rendimiento varía en proporciones moderadas y razonables[18].

Otra dificultad de este modelo teórico, interpretado en su versión más estricta, es que implica que la tasa de rendimiento del capital r —con el objetivo de mantener la economía en equilibrio— debería crecer de forma muy considerable junto con la tasa de crecimiento g, hasta el punto de que la diferencia entre r y g habría de ser sensiblemente más elevada en un mundo en crecimiento fuerte que en uno de desarrollo nulo. Una vez más, esta predicción procede de la hipótesis de horizonte infinito, lo que resulta poco realista y poco conforme con la experiencia histórica (es posible que el rendimiento del capital aumente en una economía con fuerte crecimiento, pero sin duda no lo suficiente para que la diferencia r − g se incremente significativamente, al menos si nos basamos en las experiencias observadas). Sin embargo, se puede señalar que este mecanismo tiene una intuición en parte válida y en todo caso interesante desde un punto de vista estrictamente lógico. En este modelo económico estándar, basado en particular en la existencia de un mercado de capital «perfecto» (cada individuo obtiene como rendimiento por su ahorro la productividad marginal del capital más elevada disponible en la economía y cada uno puede pedir prestado tanto como quiera a esa misma tasa), la razón por la que el rendimiento del capital es sistemática y necesariamente más elevado que la tasa de crecimiento g es la siguiente: si r fuera inferior a g, los agentes económicos, al comprobar que sus ingresos futuros —y los de sus descendientes— aumentarán más rápido que la tasa a la que es posible pedir prestado, se sentirían infinitamente ricos y tenderían a querer pedir prestado sin límite para consumir esos recursos de inmediato (hasta que la tasa r volviera a estar por encima de la tasa g). En su forma extrema, este mecanismo no es del todo factible, pero muestra que la desigualdad r > g se verifica de manera perfecta en los modelos económicos más estándar, e incluso tiene muchas más probabilidades de comprobarse cuando el mercado de capital funciona de manera eficaz[19].

En resumen: los comportamientos de ahorro y las actitudes frente al porvenir no pueden reducirse a un parámetro único. Esas elecciones deben ser analizadas en el marco de modelos más complejos, barajando múltiples consideraciones sobre la preferencia por el presente, el ahorro por precaución, los efectos vinculados con el ciclo de vida, la importancia atribuida a la riqueza como tal y tantas otras más. Estas elecciones dependen del entorno social e institucional (por ejemplo, del sistema público de las jubilaciones), de estrategias y presiones familiares, de las limitaciones que los diferentes grupos sociales se imponen a sí mismos (como ciertos feudos en los linajes aristocráticos, que no pueden ser con libertad vendidos por los herederos), así como de factores psicológicos y culturales individuales.

En mi opinión, la desigualdad r > g debe ser analizada ante todo como una realidad histórica, dependiente de múltiples mecanismos, y no como una necesidad lógica absoluta. Resulta de la conjunción de varias fuerzas, muy independientes unas de otras: por una parte, la tasa de crecimiento g es, desde un punto de vista estructural, relativamente baja (en general de apenas más del 1% anual, una vez que la transición demográfica se ha consumado y que el país considerado se encuentra en la frontera tecnológica mundial, en la que el ritmo de innovación es relativamente lento); por la otra, la tasa de rendimiento del capital r depende de muchos parámetros tecnológicos, psicológicos, sociales, culturales, etc., cuya conjunción parece desembocar frecuentemente en un rendimiento del orden de 4-5% (o, en todo caso, claramente superior a 1%).

¿EXISTE UNA DISTRIBUCIÓN DE EQUILIBRIO?

Abordemos ahora las consecuencias de la desigualdad r > g en la dinámica de la concentración de la riqueza. Como ya señalamos, el hecho de que el rendimiento del capital rebase de manera clara y duradera la tasa de crecimiento es una fuerza que lleva hacia el ensanchamiento de las desigualdades patrimoniales. Por ejemplo, si g = 1% y r = 5%, basta con que los dueños de patrimonios elevados elijan reinvertir cada año más de la quinta parte del ingreso de su capital para que esos patrimonios aumenten más rápido que el ingreso promedio de la sociedad en cuestión. En esas condiciones, las únicas fuerzas que permiten evitar una espiral desigualitaria indefinida y capaces de lograr que las desigualdades patrimoniales se estabilicen en un nivel finito son las siguientes: por una parte, si el conjunto de los poseedores de capitales incrementa su fortuna más rápido que el ingreso promedio, la relación capital/ingreso tenderá a aumentar sin límite, lo que a largo plazo debería llevar a una baja de la tasa de rendimiento del capital. Este mecanismo puede requerir décadas, sobre todo en el marco de una economía abierta en la que los dueños de capitales pueden acumular activos extranjeros, tal como sucedía en el Reino Unido y Francia en el siglo XIX y hasta el primer conflicto mundial. En principio, este proceso siempre acaba por detenerse en algún momento (cuando los poseedores de activos extranjeros llegan a ser dueños de todo el planeta), pero desde luego puede requerir cierto tiempo. Ello explica en gran medida el incremento aparentemente ilimitado de la participación en la riqueza de los percentiles superiores de las jerarquías británica y francesa en la Bella Época.

Por otra parte, en el nivel de las trayectorias individuales, este proceso de divergencia puede ser contrarrestado por diversos tipos de choques. Por ejemplo, choques demográficos: la falta de un descendiente válido o, por el contrario, un número demasiado grande de descendientes (lo que lleva al desmenuzamiento del capital familiar), o también por fallecimiento precoz o vida muy prolongada. Otros ejemplos: por choques económicos como una mala inversión, una revuelta campesina, una crisis financiera, un rendimiento mediocre y toda una sucesión de acontecimientos similares. Siempre existen golpes de este tipo, en el seno de las familias, que hacen que hasta las sociedades más inmóviles pasen por cierta renovación. Sin embargo, el punto esencial es que, para una estructura de choques específica, una fuerte desigualdad r − g conduce mecánicamente a una concentración extrema de la riqueza.

«ENTAILS» Y SUSTITUCIONES HEREDITARIAS

Se observará de paso la importancia de las elecciones demográficas (mientras menos hijos tengan los ricos, mayor será la concentración patrimonial) y, desde luego, de las reglas de transmisión. Muchas sociedades aristocráticas tradicionales descansan en el principio de la primogenitura, otorgando al hijo mayor la totalidad de la herencia, o por lo menos una parte desproporcionada del patrimonio de los padres, precisamente para evitar el desmenuzamiento y para preservar —o incrementar— la fortuna familiar. Este privilegio dado al hijo mayor atañe sobre todo a la propiedad rural principal, a menudo con limitaciones sobre la propiedad: el heredero no puede dilapidar el bien y debe contentarse con consumir los ingresos del capital, que después es transmitido al siguiente heredero en el orden de sucesión, en general el nieto mayor: se trata de un sistema deen derecho británico (o del sistema equivalente a la substitution héréditaire [sustitución hereditaria] en el Antiguo Régimen francés). Fue el origen de la desgracia de Elinor y Marianne en Sentido y sensibilidad: la propiedad de Norland pasó directamente de su padre a su medio hermano John Dashwood, quien, después de haber reflexionado doctamente con su esposa Fanny, al final decidió no dejarles nada; el destino de las dos hermanas quedaba así trazado por completo en ese terrible diálogo. En Persuasión, el patrimonio de sir Walter pasó directamente a su sobrino, esta vez en perjuicio de sus tres hijas. Jane Austen, ella misma desfavorecida por la herencia y que al igual que su hermana se quedó soltera, sabía de qué hablaba.

En cuestión patrimonial, la Revolución francesa y el Código Civil (uno de sus productos) están asentados sobre dos pilares esenciales: la abolición de las sustituciones hereditarias y de la primogenitura, con la afirmación del principio de división igualitaria de los bienes entre hermanos y hermanas. Este principio se ha aplicado con constancia y rigor desde 1804: en Francia, «el porcentaje disponible» —la parte del patrimonio de la que pueden disponer libremente los padres por testamento— no representa más que un cuarto de los bienes para los padres de tres hijos o más[20], y no se puede contravenir más que en circunstancias extremas; por ejemplo, si los hijos asesinaran al nuevo cónyuge. Es importante comprender correctamente esta doble abolición, basada en un principio tanto de igualdad —los hijos y las hijas del medio y menores valen tanto como los hijos y las hijas mayores, y nada podría contravenirlo, independientemente de los caprichos de los padres— como de libertad y eficiencia económica. En particular, la abolición de los entails, que no le gustaban nada a Adam Smith y que aborrecían Voltaire, Rousseau y Montesquieu, se basaba en una idea simple: la libre circulación de los bienes y la posibilidad de reasignarlos de manera permanente en función del juicio de la generación viva eran el mejor uso posible, sin importar lo que hubieran pensado los antepasados ahora fallecidos. Es interesante señalar que la Revolución estadunidense, no sin debates, llegó a la misma decisión: los entails fueron prohibidos, incluso en los estados del sur (según la célebre fórmula de Thomas Jefferson: «El mundo pertenece a los vivos»), y el principio de división igualitaria de las herencias entre todos los hermanos fue inscrito en la ley como regla supletoria, es decir, lo que se aplica a falta de un testamento que diga lo contrario (lo que es esencial: desde luego, la libertad testamentaria íntegra sigue prevaleciendo hoy día en los Estados Unidos, sin ninguna reserva hereditaria, al igual de hecho que en el Reino Unido; sin embargo, en la práctica, la regla supletoria es la que se aplica en la inmensa mayoría de los casos). Ésta es una diferencia esencial entre Francia y los Estados Unidos por una parte, en donde desde el siglo XIX se ha aplicado el principio de reparto igualitario entre los vivos[21], y el Reino Unido por la otra, en donde la primogenitura siguió vigente como regla supletoria hasta 1925 para una parte de los bienes, especialmente el capital rural y agrícola. En Alemania hubo que esperar a la República de Weimar en 1919 para que se aboliera el equivalente germánico de los entails[22].

En la época de la Revolución francesa, estas legislaciones igualitarias, antiautoritarias (sobre todo se trataba de cuestionar la autoridad de los padres, al tiempo que se afirmaba la del nuevo cabeza de familia, en perjuicio a veces de la de las esposas) y liberales —absolutamente revolucionarias para la época— suscitaban un entusiasmo considerable, por lo menos entre los hombres[23]. Los partidarios de la Revolución estaban convencidos de tener entre sus manos la clave de la igualdad futura. Si a eso se añade que el Código Civil daba a cada individuo la misma igualdad de derechos frente al mercado y la propiedad, y que se abolían los gremios, no hay duda de cuál sería el resultado final; semejante sistema no podía más que conducir a la desaparición de las desigualdades del pasado. Este optimismo se expresó con fuerza por ejemplo en Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, publicado en 1794 por el marqués de Condorcet: «Es fácil demostrar que las fortunas tienden naturalmente a la igualdad, y que su excesiva desproporción no puede existir o debe cesar rápidamente, siempre que las leyes civiles no establezcan medios artificiales para perpetuarlas y acumularlas; si la libertad de industria y de comercio cancela la ventaja que toda ley prohibitiva, todo derecho fiscal, proporcionan a la riqueza adquirida»[24].

EL CÓDIGO CIVIL Y LA ILUSIÓN DE LA REVOLUCIÓN FRANCESA

¿Cómo explicar entonces que la concentración de los patrimonios no dejara de crecer en Francia a lo largo de todo el siglo XIX y alcanzara en la Bella Época un nivel aún más extremo que en el momento de la introducción del Código Civil, y apenas más bajo que en el Reino Unido, monárquico y aristocrático? Evidentemente, no basta la igualdad de derechos y oportunidades para llevar a una igualdad de las fortunas.

En realidad, una vez que la tasa de rendimiento del capital superó con mucho y por largo tiempo la de crecimiento, la dinámica de la acumulación y de la transmisión de los patrimonios condujo mecánicamente a una concentración muy elevada de la propiedad, sin cambiar gran cosa el reparto igualitario entre hermanos. Como indicamos antes, siempre existían choques demográficos o económicos en las trayectorias patrimoniales familiares. Se puede demostrar, mediante un modelo matemático relativamente simple, que, para una estructura determinada de choques de esta naturaleza, la desigualdad en la distribución de los patrimonios tiende a aproximarse a largo plazo a un nivel de equilibrio, el cual es una función creciente de la diferencia r − g entre la tasa de rendimiento del capital y la de crecimiento del ingreso nacional. Intuitivamente, la diferencia r − g mide la velocidad con la que un patrimonio, cuyos ingresos se ahorran por completo y se recapitalizan, ensancha la diferencia con el ingreso promedio. Cuanto más elevado es r − g, más poderosa es la fuerza de divergencia. Si los choques demográficos y económicos adquieren una forma multiplicativa (es decir, una buena o mala inversión tiene un efecto más o menos fuerte en función de la importancia del capital inicial), la distribución de equilibrio alcanzada a largo plazo toma la forma de una distribución de Pareto (forma matemática basada en una función potencial que permite describir relativamente bien las distribuciones observadas). Parece bastante simple mostrar que el coeficiente de esta distribución de Pareto, capaz de medir el grado de desigualdad en la distribución de la propiedad, es una función fuertemente creciente de la diferencia r − g[25].

En concreto, si la diferencia entre el rendimiento del capital y el crecimiento de la economía llegara a un valor tan alto como el observado en Francia en el siglo XIX, con un rendimiento promedio del orden de 5% anual y un crecimiento del orden de 1% anual, este modelo predice que el proceso dinámico y acumulativo de la evolución de las fortunas conducirá en forma mecánica a una enorme concentración patrimonial, típicamente en torno a 90% del capital propiedad del decil superior de la jerarquía y más de 50% para el percentil superior[26].

Dicho de otro modo, la desigualdad fundamental r > g permite dar cuenta de la enorme desigualdad del capital observada en el siglo XIX, y en cierta manera también del fracaso de la Revolución francesa. Puesto que, si las asambleas revolucionarias establecieron una fiscalidad universal (y de paso nos proporcionaron un incomparable observatorio de los patrimonios, herramienta inestimable de conocimiento), la verdad es que las tasas impositivas finalmente fijadas eran tan bajas —apenas de 1-2% sobre los patrimonios transmitidos en línea directa a lo largo de todo el siglo XIX, incluso para las herencias más grandes— que no podían tener ningún impacto demostrable sobre la diferencia entre la tasa de rendimiento del capital y la del crecimiento de la economía. En esas condiciones, no sorprende que la desigualdad en las fortunas fuera casi tan marcada en el siglo XIX como en la Bella Época, tanto en la Francia republicana como en el Reino Unido monárquico. La naturaleza formal del régimen político influía poco en comparación con la desigualdad r > g.

En cuanto a la cuestión del reparto igualitario entre hermanos y hermanas, éste influye algo, pero menos que la diferencia r − g. En concreto, la primogenitura, o con más precisión, la primogenitura respecto a las tierras agrícolas, cada vez menos importantes en proporción del capital nacional británico a lo largo del siglo XIX, contribuía a incrementar la amplitud de los choques demográficos y económicos (generando una desigualdad adicional en función de la posición ordinal ocupada entre los hermanos) y conducía a un coeficiente de Pareto más elevado y a una mayor concentración del capital. Eso puede ayudar a explicar por qué la participación del decil superior era ligeramente más elevada en el Reino Unido hacia 1900-1910 (un poco más de 90% de la riqueza total, frente a un poco menos de 90% en Francia), y sobre todo por qué la participación del percentil superior era significativamente más alta al otro lado de la Mancha: 70% frente a 60%, lo que parece explicarse esencialmente por el mantenimiento de un pequeño número de enormes propiedades rurales. Sin embargo, ese efecto se ve compensado en parte por el bajo crecimiento demográfico francés (la desigualdad acumulativa en los patrimonios era estructuralmente más fuerte con una población estancada, por su efecto a través de la diferencia r − g), y finalmente sólo tiene un efecto moderado sobre la distribución de conjunto, que es en realidad muy parecida en ambos países[27].

En París, donde el Código Civil napoleónico se aplicó con todo rigor desde 1804 y donde la desigualdad no podía atribuirse a los aristócratas británicos o a la reina de Inglaterra, el percentil superior de la jerarquía de las fortunas poseía en 1913 más de 70% del patrimonio total, esto es, aún más que en el Reino Unido. La realidad es tan sorprendente que incluso llegó al mundo del dibujo animado: en Los aristogatos, cuya acción se desarrolla en París en 1910, no se precisaba el monto de la fortuna de la anciana, pero, a juzgar por el esplendor de su residencia particular y por la energía del mayordomo Édgar para deshacerse de Duquesa y sus tres gatitos, la suma era seguramente considerable.

Se advertirá asimismo que, desde el punto de vista de la lógica r > g, el hecho de que la tasa de crecimiento pasara de apenas 0.2% anual hasta el siglo XVII a 0.5% en el XVIII y luego a 1% en el XIX no parecía generar una gran diferencia: en comparación con una tasa de rendimiento del orden de 5%, esto no cambiaba gran cosa, sobre todo porque, al parecer, el efecto de la Revolución industrial fue incrementar ligeramente el rendimiento del capital[28]. Según el modelo teórico, para que la desigualdad en la distribución de equilibrio disminuya sensiblemente, con una tasa de rendimiento dada del orden de 5% anual, es necesario que la tasa de crecimiento rebase el 1.5-2%, o bien que los impuestos sobre el capital reduzcan el rendimiento neto por debajo de 3-3.5%, o ambas cosas a la vez (volveremos a ello).

Por último, precisemos que si la diferencia r − g entre el rendimiento del capital y la tasa de crecimiento rebasa cierto umbral, deja de existir la distribución de equilibrio: la desigualdad crece ilimitadamente y la cima de la distribución diverge en forma indefinida respecto del promedio. El nivel exacto de este umbral depende naturalmente de los comportamientos de ahorro: hay una mayor probabilidad de que se produzca una divergencia cuando los poseedores de patrimonios elevados ya no saben bien cómo gastar su dinero y no les queda más que recapitalizar una gran parte. Una vez más, Los aristogatos son una buena referencia: manifiestamente, Adelaide Bonfamille disponía de rentas considerables, hasta el punto de que ya no sabía qué inventar para mimar a sus gatos Duquesa, María, Toulouse y Berlioz, quienes pasaban de las clases de piano a lecciones de pintura en las que se aburrían un poco[29]. En el próximo capítulo veremos que este caso explica muy bien el alza de tendencia en la concentración de la riqueza en Francia —y especialmente en París— durante la Bella Época: los dueños de patrimonios importantes eran cada vez más ancianos y volvían a ahorrar una parte importante de sus rentas, de tal manera que su capital aumentaba sensiblemente más rápido que el crecimiento de la economía. Como señalamos, en principio semejante espiral desigualitaria no puede durar indefinidamente: el mecanismo estabilizador pasa por el hecho de que ese ahorro ya no sabrá dónde invertirse y que el rendimiento mundial del capital acabará por desplomarse, de tal manera que surja una distribución de equilibrio y la desigualdad se estabilice. Sin embargo, este cambio de tendencia puede requerir mucho tiempo, y puesto que en 1913 la participación del percentil superior en las fortunas parisinas ya superaba el 70%, podemos legítimamente inquietarnos por el nivel en el que se hubiera dado esta estabilización sin los choques provocados por la primera Guerra Mundial.

PARETO Y LA ILUSIÓN DE LA ESTABILIDAD DE LA DESIGUALDAD

Aquí es útil detenerse para discutir aspectos metodológicos e históricos sobre la medición estadística de la desigualdad. En el capítulo VII ya evocamos el caso del estadístico italiano Corrado Gini y de su famoso indicador que apuntaba a resumir la desigualdad de un país, tan sintético que acababa proporcionando una visión demasiado técnica y tranquilizadora —aunque principalmente poco legible— de la desigualdad. Un caso aún más interesante es el de su compatriota Vilfredo Pareto, cuyos principales trabajos se publicaron en 1890-1910, empezando por la famosa «distribución de Pareto». En el periodo de entreguerras, los fascistas italianos hicieron de Pareto, con su teoría de las élites, uno de sus economistas oficiales, no sin cierto sentido de apropiación. Hay que decir que Pareto había acogido con agrado la llegada al poder de Mussolini, poco antes de su muerte en 1923, y que, principalmente y de forma objetiva, seducía al poder establecido con sus tesis sobre la implacable estabilidad de la desigualdad (la cual, según el propio Pareto, sería ilusorio pretender modificar).

Cuando se leen los trabajos de Pareto con la perspectiva de hoy, lo que más sorprende es que evidentemente no disponía de ningún dato que le permitiera anticipar semejante estabilidad. Pareto escribió hacia 1900: utilizó las pocas tabulaciones fiscales disponibles en su época, resultantes de los impuestos sobre la renta aplicados en Prusia y Sajonia, así como las relativas a unas cuantas ciudades suizas e italianas de los años 1880-1890. Se trataba de datos dispersos, referentes como máximo a una decena de años, y que además indicaban más bien una ligera tendencia al alza de la desigualdad, lo que Pareto intentaba disimular, no sin cierta mala fe[30]. En todo caso, es evidente que semejantes materiales no permitían concluir nada respecto de las tendencias a largo plazo o de la estabilidad de la desigualdad en la historia universal.

Más allá de la cuestión de los prejuicios políticos (Pareto desconfiaba por encima de todo de los socialistas y de sus ilusiones redistributivas: en este aspecto, no era muy diferente de muchos colegas de su tiempo, como el economista francés Leroy-Beaulieu, a quien apreciaba y acerca del cual hablaremos), el caso de Pareto es interesante porque ejemplifica cierta ilusión de la estabilidad eterna a la que a veces conduce el uso inmoderado de las matemáticas en las ciencias sociales. Pretendiendo estudiar a qué velocidad disminuía el número de contribuyentes a medida que se ascendía en la jerarquía de los ingresos, Pareto advirtió que ese ritmo de disminución podía aproximarse mediante una ley matemática a la que después se llamaría «distribución de Pareto», y que es simplemente una función potencial (power law)[31]. De hecho, todavía en la actualidad la distribución de la riqueza, así como la de los ingresos (que resultan en parte de los ingresos de los capitales), pueden ser estudiadas mediante esta misma familia de curvas matemáticas. Sin embargo, hay que precisar que esto sólo vale para la cima de esas distribuciones y que no se trata sino de una relación aproximada, válida localmente, que puede explicarse sobre todo por procesos de choques multiplicativos como los antes descritos.

Es importante sobre todo comprender bien que se trata de una familia de curvas y no de una curva única: todo depende de los coeficientes y de los parámetros que caracterizan tal curva. En este caso, los datos reunidos en el marco de la World Top Incomes Database, así como los datos sobre la desigualdad en los patrimonios que acabamos de presentar, demuestran que los coeficientes de Pareto han variado mucho históricamente. Cuando se lee que una curva de distribución de la riqueza sigue una distribución de Pareto, en realidad no se ha dicho nada. Puede tratarse tanto de una distribución en la que el decil superior posee apenas más de 20% del ingreso total (al estilo de una distribución escandinava de los ingresos en los años setenta y ochenta), como de una en la que el decil superior posee 50% del total (a semejanza de una distribución estadunidense de los ingresos en 2000-2010), o también de una en la que el decil superior es dueño de 90% del total (parecida a una distribución de la riqueza francesa o británica en 1900-1910). En cada caso se trata de distribuciones de Pareto, pero con coeficientes totalmente distintos. Desde luego, estas diferentes realidades sociales, económicas y políticas nada tienen que ver unas con otras[32].

Todavía en la actualidad, algunos imaginan a veces, a semejanza de Pareto, que la distribución de la riqueza se caracteriza por una implacable estabilidad, consecuencia de una ley casi divina. En realidad, nada es más falso: cuando se estudia la desigualdad desde una perspectiva histórica, lo importante y lo que debe explicarse no son las ligeras estabilidades, sino más bien los cambios considerables. En este caso, tratándose de la concentración de la riqueza, un mecanismo transparente que permita dar cuenta de las muy fuertes variaciones históricas observadas (tanto a nivel de los coeficientes de Pareto como de la participación del decil superior y del percentil superior en la riqueza total) está vinculado con la diferencia r − g entre el rendimiento del capital y la tasa de crecimiento de la economía.

¿POR QUÉ LA DESIGUALDAD PATRIMONIAL DEL PASADO NO SE HA RECONSTITUIDO?

Abordemos ahora la cuestión esencial: ¿por qué la desigualdad patrimonial de la Bella Época no se reconstituyó? ¿Estamos seguros de que esas razones son definitivas e irreversibles?

De entrada, precisemos que no podemos dar una respuesta perfectamente certera y satisfactoria. Varios factores desempeñaron un papel importante y tendrán una función esencial en el porvenir, pero en este aspecto simplemente es imposible mostrar certezas matemáticas.

La enorme reducción de la desigualdad patrimonial tras los choques de 1914-1945 es la parte más fácil de explicar. Como vimos en la segunda parte, los patrimonios padecieron una serie de choques sumamente violentos después de las guerras y de las políticas provocadas por ellas, lo que condujo a un desplome de la relación capital/ingreso. Desde luego, podríamos imaginar que esta reducción de las fortunas tendría que haber afectado a todos los patrimonios de manera proporcional, sin importar su nivel en la jerarquía, dejando entonces intacta la desigualdad del capital. Sin embargo, eso equivaldría a olvidar que no todos los patrimonios tienen el mismo origen y no desempeñan las mismas funciones. Incluso en la cima de la pirámide de las fortunas, muy a menudo el patrimonio es producto de una acumulación antigua y se necesita, por ello, mucho más tiempo para rehacerse que cuando se trata de acumular un patrimonio modesto y mediano.

Además, los patrimonios más elevados sirven para financiar un nivel de vida. Ahora bien, los datos detallados que reunimos en los archivos sucesorios demuestran sin ambigüedad que, a lo largo del periodo de entreguerras, muchos rentistas no redujeron su tren de vida lo bastante rápido cuando sus patrimonios e ingresos sufrían los choques propios de la primera Guerra Mundial y de los años veinte y treinta, de tal manera que empezaron a consumir progresivamente su capital para poder financiar sus gastos corrientes y, por consiguiente, a transmitir un patrimonio bastante menor del que habían recibido, lo que impedía por completo prolongar el equilibrio social anterior. En este aspecto, los datos parisinos son particularmente sorprendentes. Por ejemplo, se puede calcular que, en la Bella Época, el 1% de los herederos parisinos más ricos disponían de un patrimonio que les permitía un nivel de vida 80 o 100 veces superior al de un salario promedio de la época[33], al tiempo que reinvertían una pequeña parte del rendimiento del capital, aumentando así un poco el patrimonio recibido. De 1872 a 1912, al parecer, el sistema estaba perfectamente equilibrado: este grupo transmitía a la siguiente generación recursos con los cuales financiar un tren de vida también 80 o 100 veces superior al del salario promedio de la generación siguiente, incluso un poco más; de ahí un incremento de la tendencia de la concentración de las fortunas. El equilibrio se rompió de manera abrupta en el periodo de entreguerras: el 1% de los herederos parisinos más ricos seguía viviendo más o menos como en el pasado, pero lo que dejaba a la siguiente generación permitía financiar un nivel de vida de apenas 30 a 40 veces el salario promedio de la época, incluso 20 veces al final de los años treinta. Para los rentistas, era el principio del fin. Sin duda se trataba del mecanismo más importante para explicar la desconcentración de los patrimonios observada en todos los países europeos (y en menor medida en los Estados Unidos) después de los choques de los años 1914-1945.

Añadamos que la composición de los patrimonios más elevados los dejaba más expuestos —en promedio— a las pérdidas de capital provocadas por las dos guerras mundiales. En particular, los datos detallados sobre la composición de las carteras disponibles en los archivos sucesorios muestran que los activos extranjeros representaban hasta una cuarta parte de los patrimonios más importantes en vísperas de la primera Guerra Mundial, formados casi la mitad por obligaciones públicas emitidas por los gobiernos extranjeros (y principalmente por Rusia, que estaba a punto de declararse en quiebra). Aun cuando no disponemos, por desgracia, de datos similares tan precisos respecto del Reino Unido, no hay duda de que los activos extranjeros tenían un papel igual de importante para los altos patrimonios británicos. Ahora bien, tanto en Francia como en el Reino Unido los activos extranjeros casi desaparecieron después de las dos guerras mundiales.

Sin embargo, no hay que sobreestimar la importancia de este factor explicativo, en la medida en que los poseedores de los patrimonios más elevados son a veces los más aptos para proceder en el momento adecuado a las más provechosas reasignaciones de cartera. Además, es sorprendente advertir que todos los niveles de patrimonios, y no sólo los más elevados, incluían en vísperas de la primera Guerra Mundial cantidades nada desdeñables de activos extranjeros. De manera general, si se examina la estructura de los patrimonios parisinos a finales del siglo XIX y en la Bella Época, no puede más que sorprendernos el carácter sumamente diversificado y «moderno» de esas carteras. En vísperas de la guerra, los bienes inmuebles representaban apenas más de la tercera parte de los activos (de los cuales aproximadamente dos tercios eran en bienes inmuebles parisinos y apenas un tercio en bienes provinciales, entre los que había una pequeña cantidad de tierras agrícolas), mientras que los activos financieros constituían casi los dos tercios, con un desglose en diferentes conjuntos considerables de acciones y obligaciones, francesas y extranjeras, públicas y privadas, relativamente equilibrado en cualquier nivel de fortuna (véase el cuadro X.1)[34]. La sociedad de rentistas que se desarrolló en la Bella Época no era una sociedad del pasado y estática basada en el capital rural: encarnaba, por el contrario, cierta modernidad patrimonial y financiera. Simplemente, la lógica acumulativa de la desigualdad r > g la vuelve prodigiosa y duraderamente desigualitaria. En semejante sociedad, mercados más libres y más competitivos, así como derechos de propiedad mejor garantizados, tenían pocas probabilidades de reducir la desigualdad, ya que esas condiciones se habían cumplido al más alto nivel. De hecho, los choques sufridos por los patrimonios y por sus ingresos a partir de la primera Guerra Mundial fueron los que modificaron ese equilibrio.

CUADRO X.1. La composición de los patrimonios parisinos, 1872-1912

Nota: en 1912 los activos inmobiliarios representaban 36% del patrimonio total parisino; los activos financieros, 62%, y los muebles y objetos valiosos, 3%.

FUENTES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.

Recordemos por último que el periodo de 1914-1945 concluyó en varios países europeos —y sobre todo en Francia— con cierto número de redistribuciones que afectaron mucho más a los patrimonios más elevados —y, en particular, a los accionistas de las grandes sociedades industriales— que a los modestos y medianos. Piénsese principalmente en las nacionalizaciones sancionadoras de la Liberación (el ejemplo emblemático es el de la constructora automotriz Renault), así como en el impuesto de solidaridad nacional establecido también en 1945. Este impuesto excepcional y progresivo, cobrado tanto sobre el capital como sobre el enriquecimiento ocurrido durante la Ocupación, no se cobró sino una sola vez, pero sus tasas sumamente elevadas constituyeron un choque adicional y muy gravoso para las personas afectadas[35].

LOS ELEMENTOS EXPLICATIVOS: EL TIEMPO, LOS IMPUESTOS Y EL CRECIMIENTO

Al final, no es nada sorprendente que la concentración de la riqueza disminuyera mucho en todos los países entre 1910 y 1950. Dicho de otro modo, la porción descendente de las gráficas X.1 a X.5 no es la parte más difícil de explicar; la más sorprendente a priori, y en cierta manera la más interesante, es que la concentración de los patrimonios parece no haberse recuperado jamás de esos choques.

Desde luego, hay que insistir en el hecho de que la acumulación del capital es un proceso a largo plazo, que se extiende sobre varias generaciones. La concentración patrimonial observada en Europa en la Bella Época es consecuencia de un proceso acumulativo que se dio a lo largo de muchos decenios, o hasta de varios siglos. Como vimos en la segunda parte, hubo que esperar a los años 2000-2010 para que el total de los patrimonios privados, inmobiliarios y financieros, expresado en años de ingreso nacional, recuperara aproximadamente el nivel que tenía en vísperas de la primera Guerra Mundial (este proceso de subida histórica de la relación capital/ingreso en los países ricos muy probablemente sigue en curso).

En lo que se refiere a la distribución de los patrimonios, habría sido también muy poco realista imaginar que la violencia de los choques de 1914-1945 pudiera desvanecerse en 10 o 20 años y que la concentración de las fortunas recobraría en los años cincuenta y sesenta su nivel de 1910. Asimismo, se puede señalar que la desigualdad en el capital volvió al alza desde los años setenta y ochenta. Por consiguiente, es posible que un proceso de recuperación —aún más lento que el aumento de la relación capital/ingreso— esté en curso y que la concentración de la riqueza se disponga a recobrar mecánicamente sus niveles del pasado.

Esta primera explicación, basada en la idea de que el tiempo transcurrido desde 1945 no es lo bastante largo, tiene su parte de verdad, pero es insuficiente: cuando se examina la evolución de la participación del decil superior de la jerarquía de los patrimonios, y más aún la del percentil superior (del orden de 60-70% del patrimonio total en todos los países europeos hacia 1910 y que no es sino de 20-30% en 2010), se tiene claramente la impresión de que ocurrió un cambio estructural después de los choques de 1914-1945, el cual impedía a la concentración patrimonial recobrar por completo sus niveles anteriores. El tema no es sólo cuantitativo: va más allá. Como veremos en el próximo capítulo, al retomar la cuestión planteada por el discurso de Vautrin respecto de los niveles de vida a los que permitían acceder la herencia y el trabajo, la diferencia entre una participación de 60-70% y una de 20-30% de la riqueza nacional es relativamente simple: en un caso, el percentil superior de la jerarquía de los ingresos está muy dominado por los elevados ingresos resultantes del capital heredado (estamos en la sociedad de los rentistas descrita por los novelistas del siglo XIX); en el segundo, los elevados ingresos del trabajo —para una distribución dada— equilibran aproximadamente los altos ingresos del capital (pasamos a una sociedad de ejecutivos, o por lo menos a una sociedad más equilibrada). Asimismo, la aparición de una «clase media patrimonial» que posee colectivamente entre una cuarta y una tercera parte de la riqueza nacional, y ya no entre una vigésima y una décima (es decir, apenas más que la mitad más pobre de la sociedad), representa una transformación social importante.

¿Cuáles son, pues, los cambios estructurales que intervinieron entre 1914 y 1945, y de manera más general a lo largo del siglo XX, en comparación con los siglos anteriores, que hacen que la concentración patrimonial no parezca capaz de recuperar por completo sus niveles anteriores, aun cuando los patrimonios privados considerados en su conjunto hayan reanudado prácticamente, en este inicio del siglo XXI, su prosperidad de antaño? La explicación más natural y más importante es la aparición a lo largo del siglo pasado de una tributación significativa sobre el capital y sus ingresos. Es importante insistir en el hecho de que la muy fuerte concentración patrimonial observada en 1900-1910 fue el producto de un largo periodo histórico sin guerras ni catástrofes mayores (al menos en comparación con la violencia de los conflictos del siglo XX), y también —y tal vez sobre todo— de un mundo sin impuestos, o casi sin ellos. Hasta la primera Guerra Mundial, en la mayoría de los países no existía ningún impuesto sobre los ingresos del capital o sobre los beneficios de las empresas: en los raros casos en los que existían dichos impuestos, eran cobrados a tasas muy bajas. Se trataba pues de condiciones ideales para acumular y transmitir fortunas considerables, y de vivir de los ingresos producidos por esos patrimonios. A lo largo del siglo XX aparecieron muchas formas de imposición de dividendos, intereses, beneficios y rentas, lo que cambió radicalmente la situación.

A fin de simplificar, se puede considerar en un primer momento que la tasa impositiva promedio del rendimiento del capital era muy cercana a 0% hasta 1900-1910 (y en todo caso inferior a 5%), y que se estableció en promedio en los países ricos en alrededor de 30% a partir de 1950-1980, y en cierta medida hasta 2000-2010, incluso cuando la tendencia reciente revela claramente una presión a la baja, en el marco de la competencia fiscal entre Estados, procedente sobre todo de los países de menor tamaño. Ahora bien, una tasa impositiva promedio del orden de 30%, equivalente a una reducción del rendimiento del capital, antes de los impuestos, de un 5% frente a un rendimiento neto de impuestos de 3.5%, es en sí misma suficiente para tener efectos considerables a largo plazo, considerando la lógica multiplicativa y acumulativa característica del proceso dinámico de acumulación y concentración de la riqueza. Al utilizar los modelos teóricos antes descritos se puede mostrar que una tasa impositiva efectiva de 30% —si se aplica en efecto a todas las formas de capital— puede bastar para explicar por sí sola una muy fuerte desconcentración patrimonial (del mismo orden que la baja de la participación del percentil superior observada históricamente)[36].

Es necesario subrayar que, en este marco, el impuesto no tiene por efecto reducir la acumulación total de patrimonios, sino de modificar estructuralmente la distribución a largo plazo del patrimonio entre los diferentes deciles de la jerarquía de las fortunas. Desde el punto de vista del modelo teórico, como de hecho en la realidad histórica, pasar la tasa de imposición del capital de 0 a 30% (y el rendimiento neto del capital de 5 a 3.5%) puede perfectamente no tener ningún efecto en el acervo total del capital a largo plazo, por la buena y simple razón de que la baja de los patrimonios del percentil superior se ve compensada por el alza de los patrimonios de la clase media. Es exactamente lo que se produjo en el siglo XX, una lección a veces olvidada hoy en día.

Desde este punto de vista, también hay que tener en cuenta el desarrollo a lo largo del siglo XX de los impuestos progresivos, es decir, aquellos que, por una parte, aplican tasas estructuralmente más elevadas sobre los ingresos más altos y particularmente sobre los elevados ingresos del capital (al menos hasta los años setenta y ochenta) y, por otra, sobre las herencias más grandes. En el siglo XIX, los impuestos sucesorios eran sumamente bajos: sólo de 1-2% sobre las transmisiones de padres a hijos. Desde luego, semejante impuesto no tenía ningún efecto sensible sobre el proceso de acumulación de los patrimonios; se trataba más de un derecho de registro destinado a proteger el derecho de propiedad. El impuesto sucesorio francés se hizo progresivo en 1901, pero la tasa más elevada aplicable en línea directa no rebasaba el 5% (y sólo se aplicaba a algunas decenas de herencias cada año). Semejante tasa, cobrada una vez por generación, no podía tener mucho efecto en la concentración patrimonial, sin importar lo que hubieran podido pensar los dueños de patrimonios en esa época. Sucedía algo diferente con las tasas de 20-30%, a veces hasta mucho más, que se aplicaron tras los choques militares, económicos y políticos de 1914-1945 a las herencias más altas en la mayoría de los países ricos. La consecuencia ha sido que, ahora, cada generación debe reducir su tren de vida y ahorrar más (o bien realizar inversiones particularmente provechosas) para permitir al patrimonio familiar un incremento tan rápido como el ingreso promedio de la sociedad. En este caso, se vuelve más difícil mantener el estatus. A la inversa, para quienes parten de más abajo es más fácil hacerse un lugar en la jerarquía, por ejemplo adquiriendo las empresas o los activos vendidos en el momento de una sucesión. Una vez más, simulaciones simples muestran que un impuesto progresivo sobre las sucesiones puede reducir mucho la participación del percentil superior que caracteriza a la distribución de los patrimonios a largo plazo[37]. Las diferencias entre los regímenes sucesorios aplicables en los distintos países pueden contribuir también a explicar ciertas discrepancias entre ellos, como la mayor concentración de los muy altos ingresos del capital (que parece remitir a una más elevada concentración patrimonial) observada en Alemania desde la segunda Guerra Mundial: el impuesto sucesorio aplicado a las herencias más grandes en general no ha rebasado el 15-20% en ese país, mientras que a menudo ha alcanzado el 30-40% en Francia[38].

Tanto el razonamiento teórico como las simulaciones numéricas sugieren que el papel desempeñado por los impuestos puede bastar para explicar —sin siquiera evocar otras transformaciones estructurales— lo esencial de las evoluciones observadas. A este respecto, es necesario volver a decir que la concentración patrimonial, aunque sensiblemente más baja que en 1900-1910, sigue siendo muy elevada: por consiguiente, no es necesario un sistema fiscal perfecto e ideal para llegar a semejante resultado ni para dar cuenta de una transformación cuya amplitud no debe exagerarse.

¿SERÁ EL SIGLO XXI MÁS DESIGUALITARIO QUE EL XIX?

Al tener en cuenta los numerosos mecanismos operantes y las múltiples incertidumbres vinculadas con esas simulaciones, sería en cambio excesivo concluir de ello que otros factores no desempeñaron también un papel significativo. En el marco de nuestro análisis ya hemos visto que dos elementos actuaron tal vez de forma muy importante, con independencia de cualquier transformación del sistema fiscal, y que ambos pueden seguir teniendo una influencia manifiesta en el futuro: por un lado, la probable (aunque ligera) disminución de la participación del capital y de la tasa de rendimiento del capital a muy largo plazo, y, por el otro, el hecho de que, a pesar de la desaceleración previsible del crecimiento durante el siglo XXI, la tasa de crecimiento —al menos en su componente propiamente económico, es decir, la tasa de crecimiento de la productividad, la que se debe al progreso de los conocimientos y de los inventos tecnológicos— se situará en el futuro en un nivel sensiblemente más elevado que el nivel sumamente bajo observado durante la mayor parte de la historia de la humanidad, hasta el siglo XVIII. En concreto, como indica la gráfica X.11, probablemente la diferencia r − g será en el futuro más baja de lo que fue hasta el siglo XVIII, tanto debido a un rendimiento más bajo (por ejemplo, de 4-4.5% en lugar de 4.5-5%) como gracias a un crecimiento más fuerte (1-1.5% en lugar de 0.1-0.2%), incluso en el caso de que la competencia entre Estados llevara a la supresión de toda forma de imposición del capital. Si creemos en las simulaciones teóricas, eso implicaría que la concentración de los patrimonios, aun en este caso, no volvería necesariamente al nivel extremo de 1900-1910.

No obstante, no habría razón para regocijarse, por una parte, porque esta situación llevaría de todos modos a un crecimiento muy fuerte de las desigualdades patrimoniales (la participación de la clase media en el patrimonio nacional podría dividirse aproximadamente entre dos, y no es del todo seguro que el cuerpo social y político acepte esto como un mal menor) y, por otra, porque estas simulaciones teóricas son relativamente certeras, aunque existan otras fuerzas que empujen potencialmente en la dirección contraria (la de una concentración del capital aún más elevada que en 1900-1910). Se trata en particular de la posibilidad de un crecimiento demográfico negativo (que podría llevar al crecimiento económico del siglo XXI, sobre todo en los países ricos, a niveles inferiores a los del siglo XIX, lo que podría conducir a que los patrimonios acumulados en el pasado tuvieran una importancia hasta ahora desconocida) y de una posible tendencia hacia un mercado del capital cada vez más sofisticado, en el sentido que le dan los economistas: cada vez más «perfecto», lo que —recordémoslo— significa que el rendimiento obtenido está progresivamente desconectado de las características individuales del poseedor y, por consiguiente, empuja en un sentido rigurosamente inverso al de los valores meritocráticos, reforzando la lógica de la desigualdad r > g. En el capítulo XII veremos también que la globalización financiera parece engendrar un vínculo cada vez más fuerte entre el rendimiento obtenido y el tamaño inicial de la cartera invertida, y que esta desigualdad en los rendimientos del capital constituye una fuerza de divergencia adicional, sumamente inquietante, para la dinámica de la distribución mundial de la riqueza en el siglo XXI.

En resumen: el hecho de que, en los países europeos, la concentración de la propiedad del capital sea sensiblemente más baja durante este inicio del siglo XXI que en la Bella Época es, en gran medida, la consecuencia combinada de acontecimientos accidentales (los choques de los años de 1914-1945) y de instituciones específicas, especialmente en el campo de la tributación del capital y de sus ingresos. Si estas instituciones fueran desechadas definitivamente, existe un gran riesgo de que resurjan desigualdades patrimoniales parecidas a las observadas en el pasado, incluso superiores bajo ciertas condiciones. Nada es certero en este ámbito, y para ir más lejos en esa dirección, ahora tenemos que estudiar directamente la dinámica de la herencia, después la dinámica mundial de las riquezas. Sin embargo, desde ahora surge claramente una conclusión: sería ilusorio imaginar que, en la estructura del crecimiento moderno, o en las leyes de la economía de mercado, existen fuerzas de convergencia que conduzcan de forma natural a una reducción de la desigualdad patrimonial o a una armoniosa estabilidad.