IX. La desigualdad en los ingresos

IX. LA DESIGUALDAD EN LOS INGRESOS

YA TENEMOS un conocimiento suficiente de la evolución de la desigualdad en los ingresos y los salarios observada en Francia y los Estados Unidos desde principios del siglo XX. Ahora habremos de explicar esas evoluciones y examinar en qué medida son representativas de la diversidad de los casos observados a largo plazo en los diferentes países desarrollados y emergentes.

Empezaremos por estudiar en este capítulo la dinámica de la desigualdad en los ingresos del trabajo: ¿cómo pueden explicarse la explosión de la desigualdad salarial y el ascenso de los superejecutivos en los Estados Unidos desde los años 1970-1980? Y de manera más general, ¿cómo puede explicarse la diversidad de las evoluciones históricas observadas en los diferentes países?

Más adelante, en los capítulos siguientes, pasaremos a la evolución del reparto de la propiedad del capital: ¿por qué y cómo disminuyó la concentración de los patrimonios en todos los países —y sobre todo en Europa— desde la Bella Época? El surgimiento de una clase media patrimonial es central para nuestra investigación, puesto que el fenómeno explica, en gran medida, por qué disminuyó la desigualdad en los ingresos durante la primera mitad del siglo XX y por qué pasamos de una sociedad de rentistas a una de ejecutivos, o bien, en la versión menos optimista, de una sociedad de superrentistas a una de rentistas un poco menos extrema.

LA DESIGUALDAD EN LOS INGRESOS DEL TRABAJO: ¿UNA CARRERA ENTRE EDUCACIÓN Y TECNOLOGÍA?

¿Por qué es más alta o menos alta la desigualdad de los ingresos del trabajo y, en particular, de los salarios, en diferentes sociedades y en distintas épocas? La teoría más difundida es la de una carrera o persecución entre educación y tecnología. Digámoslo de entrada: esta teoría no permite explicarlo todo. En particular, veremos que no permite explicar de manera satisfactoria el ascenso de los superejecutivos y de la desigualdad salarial estadunidense desde los años setenta. Esta teoría, sin embargo, contiene elementos interesantes e importantes para explicar ciertas evoluciones históricas. Vamos, pues, a empezar por exponerla.

La teoría se basa en dos hipótesis. La primera es que el salario de un trabajador en concreto es igual a su productividad marginal, es decir, a su contribución individual a la producción de la empresa o de la oficina en la que trabaja. La segunda es que esa productividad depende principalmente de su calificación y del estado de la oferta y la demanda de calificaciones o habilidades en la sociedad considerada. Por ejemplo, en una sociedad en la que son escasos los asalariados con una calificación de ingeniero (es decir, hay una baja «oferta» de esa calificación) y en la que la tecnología vigente requiere muchos ingenieros (es decir, hay una fuerte «demanda»), existen muchas probabilidades de que el enfrentamiento entre esa baja oferta y la fuerte demanda lleve a un salario muy elevado para los ingenieros (en comparación con los demás asalariados) y, por consiguiente, a una importante desigualdad salarial entre los asalariados mejor pagados y los demás.

Cualesquiera que sean sus limitaciones y su ingenuidad (en la práctica, la productividad de un asalariado no es una magnitud inmutable y objetiva escrita en su frente, ya que las relaciones de fuerza entre grupos sociales a menudo desempeñan un papel central al fijar los salarios de unos y otros), esta teoría simple —incluso simplista— tiene el mérito de subrayar las fuerzas socioeconómicas con una función fundamental en la determinación de la desigualdad salarial, incluso en el marco de teorías más sofisticadas y menos ingenuas: la oferta y la demanda de calificaciones. En la práctica, la oferta de calificaciones depende en particular del estado del sistema educativo: cuántas personas pudieron tener acceso a tal o cual carrera, qué calidad tiene esa formación educativa, en qué medida ésta fue completada con experiencias profesionales adecuadas, etc. En cuanto a la demanda de calificaciones, depende sobre todo del estado de las tecnologías disponibles para producir los bienes y servicios consumidos en la sociedad considerada. Cualesquiera que sean las demás fuerzas que operan, parece evidente que estos dos elementos —el estado del sistema de formación educativa, por un lado, y el de la tecnología, por el otro— desempeñan un papel esencial e influyen, al menos mínimamente, en las relaciones de fuerza entre los diferentes grupos participantes.

A su vez, estos dos elementos dependen de múltiples fuerzas: el sistema educativo obedece especialmente a las políticas públicas seguidas en ese ámbito, a los criterios de selección en las diferentes carreras, al modo de financiamiento del sistema, al costo de los estudios para los alumnos y sus familias, y también a las posibilidades de formación posterior con vistas a una vida profesional. El progreso tecnológico depende del ritmo de los inventos y de su puesta en práctica, lo que conduce a una demanda de calificaciones cada vez más fuerte y a una constante renovación de su contenido y de los oficios correspondientes. De ahí la idea de una carrera o persecución entre educación y tecnología (y entre grupos sociales): si la oferta de calificaciones no crece al mismo ritmo que las necesidades de la tecnología, los grupos cuya formación educativa no creció lo suficiente reciben bajos salarios y obtienen empleos desvalorizados, y la desigualdad respecto al trabajo crece aún más. Para evitar que aumente la desigualdad, el sistema educativo debe proporcionar formaciones y calificaciones a una tasa suficientemente rápida. Y, para que la desigualdad disminuya, la oferta de calificaciones ha de avanzar aún más rápido, en particular para los grupos con menor formación educativa.

Tomemos el caso de las desigualdades salariales en Francia. Vimos que la jerarquía de los salarios fue bastante estable durante un amplio periodo. Desde principios del siglo XX, el salario promedio ha subido enormemente, pero las diferencias salariales, por ejemplo entre los deciles mejor pagados y los menos pagados, se mantuvieron inalteradas. ¿A qué se debe que esas diferencias hayan permanecido sin cambios, a pesar de la democratización masiva del sistema escolar que se dio a lo largo del siglo pasado? La explicación más natural es que todos los niveles de calificación crecieron más o menos al mismo ritmo, de tal manera que la desigualdad simplemente se transfirió hacia arriba. Las personas que se encontraban en el nivel de un certificado de educación básica pasaron al certificado de enseñanza media y luego al bachillerato, pero las que tenían este último nivel hicieron estudios universitarios y quizás un posgrado. Dicho de otro modo, la democratización del sistema escolar no redujo la desigualdad de calificación y, por consiguiente, no permitió aminorar la de los salarios. Sin embargo, si esto no se hubiera dado y si los descendientes de los titulares del certificado de educación básica de hace un siglo (las tres cuartas partes de una generación en esa época) se hubieran quedado en ese nivel, sin duda alguna la desigualdad respecto al trabajo y, en particular la de los salarios, habrían aumentado considerablemente.

Examinemos el caso estadunidense. Los investigadores Goldin y Katz compararon de manera sistemática las dos siguientes evoluciones entre 1890 y 2005: por una parte, la diferencia de salario entre los egresados de la universidad y los que se detuvieron al terminar la educación media o high school; por la otra, el ritmo de crecimiento del número de egresados de la universidad. Para Goldin y Katz, la conclusión es definitiva: ambas curvas siguen trayectorias inversas. En particular, la diferencia salarial, que disminuía con bastante regularidad hasta los años setenta, empezó a aumentar de golpe a partir de los años ochenta, justo en el momento en que por primera vez el número de egresados de la universidad comenzó a estancarse, o por lo menos a aumentar mucho menos rápido que en el pasado[1]. Para los dos investigadores no hay lugar a dudas: el incremento de la desigualdad salarial se explica por el hecho de que los Estados Unidos no invirtieron lo suficiente en la enseñanza superior o, más precisamente, porque dejaron a una gran parte de la población fuera del esfuerzo de formación educativa, debido en particular a los excesivos costos de inscripción para las familias. Sólo invirtiendo mucho en la formación educativa y garantizando el acceso de un mayor número de personas a la universidad se podrá revertir la tendencia.

Las lecciones de las experiencias francesas y estadunidenses son convergentes y apuntan en la misma dirección. A largo plazo, la mejor manera de reducir la desigualdad respecto al trabajo y también de incrementar la productividad promedio de la mano de obra y el crecimiento global de la economía es sin ninguna duda invertir en la formación educativa. Si el poder adquisitivo de los salarios se quintuplicó en un siglo fue porque el crecimiento de las calificaciones y los cambios tecnológicos permitieron acrecentar cinco veces la producción por asalariado. A largo plazo, es evidente que las fuerzas de la educación y la tecnología son determinantes para la formación de los salarios.

Asimismo, si los Estados Unidos —o Francia— invirtieran de manera más fuerte y masiva en la formación profesional y superior de calidad, y permitieran a segmentos más amplios de la población acceder a ella, se trataría sin duda alguna de la política más eficaz para incrementar los salarios bajos y medios, y para disminuir la participación del decil superior tanto en la masa salarial como en el ingreso total. Todo permite pensar que los países escandinavos, que como ya señalamos se caracterizan por una desigualdad salarial más moderada que en otras partes, deben en gran medida este resultado al hecho de que su sistema de formación educativa es relativamente igualitario e incluyente[2]. En todos los países, el modo de financiamiento de la educación, y en particular el mecanismo para financiar los costos de la enseñanza superior, son uno de los temas cruciales del siglo que se inicia. Los datos públicamente disponibles son, por desgracia, muy limitados, en particular en los Estados Unidos y Francia. En ambos países, muy apegados al papel central de la escuela y de la formación educativa en el proceso de promoción social, los discursos teóricos sobre estos temas y sobre la meritocracia contrastan de manera singular con la realidad de los orígenes sociales —a menudo sumamente favorecidos— de quienes pueden acceder a las carreras e instituciones más prestigiosas. Volveremos a ello en la cuarta parte (capítulo XIII).

LOS LÍMITES DEL MODELO TEÓRICO: EL PAPEL DE LAS INSTITUCIONES

Sin lugar a dudas, la educación y la tecnología desempeñan un papel crucial a largo plazo. Este modelo teórico, basado en la idea de que el salario siempre es perfectamente igual a la productividad marginal del asalariado y depende ante todo de su calificación, contiene, en cambio, múltiples limitaciones. Dejemos de lado el hecho de que no siempre basta con invertir en la formación: es posible que la tecnología no pueda aprovechar las calificaciones disponibles. Pasemos por alto también el hecho de que este modelo teórico, por lo menos en su expresión más simplista, expresa una visión mucho más instrumental y utilitarista de la formación educativa. Así como el objetivo principal del sector de la salud no es el de proveer trabajadores con buena salud a los demás sectores, el de la educación no es el de preparar para un oficio en los demás sectores. En todas las sociedades humanas, la salud y la educación tienen un valor intrínseco: poder pasar años de vida con buena salud y poder acceder al conocimiento y a la cultura científica y artística constituyen los objetivos mismos de la civilización[3]. No está prohibido imaginar una sociedad ideal en la que todas las demás tareas fueran casi totalmente automatizadas y en la que cada uno pudiera dedicarse casi por completo a la educación, la cultura y la salud, para sí mismo y para los demás, y en la que cada individuo fuera el maestro, el escritor, el actor o el médico de alguien más. Como ya señalamos en el capítulo II, en cierta medida este camino ya está trazado: el crecimiento moderno se caracteriza por un desarrollo considerable de la participación de las actividades educativas, culturales y médicas en las riquezas producidas y en la estructura del empleo.

En espera de la llegada de ese feliz día, intentemos por lo menos progresar en nuestra comprensión de la desigualdad salarial. Ahora bien, desde este punto de vista, más estrecho desde luego que el anterior, el problema principal de la teoría de la productividad marginal es simplemente que no permite dar cuenta de la diversidad de las evoluciones históricas y de las experiencias internacionales. Para comprender la dinámica de la desigualdad salarial es necesario introducir un papel para las diferentes instituciones y reglas que, en todas las sociedades, caracterizan al funcionamiento del mercado de trabajo. Aún más que los otros mercados, el laboral no es una abstracción matemática cuyo funcionamiento esté totalmente determinado por mecanismos naturales e inmutables, y por implacables fuerzas tecnológicas: es una construcción social constituida por reglas y compromisos específicos.

En el capítulo anterior señalamos varios episodios importantes de compresión o de ampliación de las jerarquías salariales, de los que es muy difícil dar cuenta evocando sólo la interacción de la oferta y la demanda para los diferentes niveles de calificaciones. Por ejemplo, la compresión de la desigualdad salarial que ocurrió tanto en Francia como en los Estados Unidos durante cada una de las dos guerras mundiales resultó de negociaciones sobre las escalas salariales, tanto en el sector público como en el privado, y de instituciones particulares creadas con ese propósito, como el National War Labor Board en los Estados Unidos. Advertimos también sobre el papel central desempeñado por los movimientos del salario mínimo para explicar la evolución de la desigualdad salarial en Francia desde 1950, con tres subperiodos claramente identificados: los años 1950-1968, periodo en el que el salario mínimo fue poco revalorizado y se amplió la jerarquía salarial; la fase de 1968-1983, caracterizada por un crecimiento muy rápido del salario mínimo y una fuerte compresión de la desigualdad salarial, y, por último, el periodo 1983-2012, a lo largo del cual el salario mínimo aumentó de forma bastante lenta y en el que la jerarquía salarial tendió a ampliarse[4]. A principios de 2013, el salario mínimo en Francia era de 9.43 euros por hora.

En los Estados Unidos, se introdujo un salario mínimo federal a partir de 1933, casi 20 años antes que en Francia[5]. Del mismo modo que en Francia, los movimientos del salario mínimo desempeñaron un papel importante en la evolución de la desigualdad salarial estadunidense. Es sorprendente comprobar que, en términos de poder adquisitivo, el nivel máximo del salario mínimo se alcanzó hace casi medio siglo, en 1969, con 1.60 dólares por hora (es decir, 10.10 dólares de 2013, teniendo en cuenta la inflación entre 1968 y 2013), en una época en que la tasa de desempleo era inferior a 4%. De 1980 a 1990, durante el gobierno de Reagan y Bush padre, el salario mínimo federal se mantuvo congelado en 3.35 dólares por hora, lo que representó una disminución significativa de su poder adquisitivo (si contamos la inflación). Luego, en los años noventa, pasó a 5.25 dólares durante el gobierno de Clinton, y se congeló en ese nivel durante el gobierno de Bush hijo, antes de ser incrementado en varias ocasiones desde 2008 por la administración del presidente Obama. A principios de 2013, el salario mínimo en los Estados Unidos era de 7.25 dólares por hora, es decir, apenas 6 euros: una tercera parte inferior al salario mínimo francés, cuando lo contrario era cierto hasta principios de la década de 1980 (véase la gráfica IX.1)[6]. En su discurso sobre el Estado de la Unión en febrero de 2013, el presidente Obama anunció su intención de incrementarlo a alrededor de 9 dólares por hora durante el periodo 2013-2016[7].

GRÁFICA IX.1. El salario mínimo en Francia y los Estados Unidos, 1950-2013

Convertido en poder de compra de 2013, el salario mínimo horario pasó de 3.8 a 7.3 dólares de 1950 a 2013 en los Estados Unidos, y de 2.1 a 9.4 euros en Francia.

FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.

La desigualdad salarial vigente en los Estados Unidos en la parte baja de la distribución de los salarios siguió de cerca esas evoluciones: la diferencia entre el 10% de los salarios más bajos y el salario medio aumentó mucho en los años ochenta; luego se redujo significativamente en los noventa, antes de incrementarse de nuevo en la década iniciada en el año 2000. Sin embargo, es interesante señalar que la desigualdad en la parte superior de la distribución —por ejemplo, la participación del 10% de los salarios más elevados en la masa salarial total— siguió aumentando durante todo ese periodo. De manera evidente, el salario mínimo tiene un impacto en la parte baja de la distribución y mucho menos en la parte alta, en donde operan otras fuerzas.

ESCALAS SALARIALES Y SALARIO MÍNIMO

No hay duda de que el salario mínimo desempeña un papel esencial en la formación y la evolución de la desigualdad salarial, como lo muestran las experiencias francesa y estadunidense. En este campo cada país tiene su propia historia, su cronología particular. No hay nada sorprendente en ello: las regulaciones del mercado de trabajo dependen sobre todo de las percepciones y de las normas de justicia social vigentes en la sociedad considerada, estando íntimamente vinculadas con la historia social, política y cultural propia de cada país. Los Estados Unidos utilizaban el salario mínimo para incrementar mucho los salarios modestos en los años 1950-1960; luego abandonaron esa herramienta a partir de 1970-1980. En Francia sucedió exactamente lo contrario: el salario mínimo se congeló en 1950-1960 y se utilizó de manera mucho más regular desde los años setenta. La gráfica IX.1 ilustra ese sorprendente contraste.

Podrían multiplicarse los ejemplos nacionales: el Reino Unido eligió introducir un salario mínimo nacional en 1999, en un nivel intermedio entre los Estados Unidos y Francia: en 2013 era de 6.19 libras por hora (alrededor de 8.05 euros)[8]. Países como Alemania y Suecia prefirieron no tener salario mínimo a nivel nacional, dejando a los sindicatos la tarea de negociarlo con los patrones —muy a menudo escalas salariales completas— para cada una de las ramas de actividad. En la práctica, los salarios mínimos de esos dos países eran en 2013 superiores a 10 euros por hora en numerosas ramas (por consiguiente, más elevados que en los países dotados de un salario mínimo nacional); pero podían ser sensiblemente inferiores en ciertos sectores poco regulados o poco sindicalizados. Con el fin de fijar límites comunes, Alemania planea introducir un salario mínimo nacional en 2013-2014. Desde luego, no se trata aquí de escribir la historia detallada de los mínimos salariales y de las escalas salariales en los diferentes países ni de su impacto en la desigualdad salarial. Más modestamente, se trata de indicar de manera breve con qué principios generales es posible analizar las instituciones reguladoras de la formación de los salarios en todos los países.

En efecto, ¿cuál es la justificación de reglas como las escalas de salarios más o menos rígidas o el salario mínimo? La primera es simplemente que no siempre resulta fácil conocer, en todo momento y en todo lugar, la productividad marginal de un asalariado en concreto. Eso es evidente en el sector público, pero es igual de claro en el sector privado: no es tan simple saber, en el seno de una organización que consta de varias decenas de asalariados, y a veces de varias decenas de miles de empleados, cuál es exactamente la contribución de cada uno de ellos a la producción de conjunto. Desde luego que se puede obtener una estimación aproximada, por lo menos para funciones y tareas duplicables, es decir, que pueden ser ocupadas por varios asalariados de manera idéntica o casi idéntica. Por ejemplo, tratándose de un obrero en una máquina de montaje, o del mesero de un restaurante McDonald’s, la empresa puede calcular cuánto le produciría —en términos de volumen de negocios suplementario— el hecho de tener un obrero o un mesero más. Sin embargo, en todo caso sólo se tratará de una estimación aproximada, de un intervalo de productividad y no de una certeza absoluta. En esas condiciones, ¿cómo deben fijarse los salarios? Varias razones sugieren que el hecho de dejar al empresario el poder absoluto de fijar cada mes, o bien cada día (¿por qué no?), el salario de cada uno de los empleados puede dar origen no sólo a arbitrariedades e injusticias, sino también a ineficiencias para la empresa en su conjunto.

En particular, puede ser colectivamente eficiente procurar que los salarios sean relativamente estables en el tiempo y que no varíen de manera incesante en función de los azares de las ventas de la empresa. Muy a menudo, los dueños y los directivos de la empresa disponen, en efecto, de ingresos y patrimonios sensiblemente más elevados que los de sus asalariados, y por consiguiente pueden aminorar con más facilidad los choques de ingresos a corto plazo. En esas condiciones, el interés general puede ser que el contrato salarial incluya también una dimensión de seguro, en el sentido de que el salario se garantice en el tiempo y se repita cada mes, casi de manera idéntica (lo que no impide las primas o los bonos). Es la revolución del pago mensual de los salarios, impuesta progresivamente en todos los países desarrollados a lo largo del siglo XX, en las leyes y las negociaciones entre asalariados y empleadores. El salario diario, que era la norma en el siglo XIX, desaparece poco a poco. Se trata de una etapa esencial en la constitución del asalariado como grupo social determinado, caracterizado precisamente por un estatus y una remuneración estables y previsibles y, por ello, muy distinto de la pequeña población de los jornaleros y artesanos obreros pagados por sus tareas, que caracterizaron a las sociedades de los siglos XVIII y XIX[9].

Esta justificación de los salarios fijados por anticipado tiene desde luego sus límites. Si las ventas se desploman durante mucho tiempo, mantener los salarios y el empleo en los niveles anteriores puede ser, en la práctica, el camino más seguro hacia la quiebra de la empresa. Todo es un asunto de graduación: el hecho de que los salarios bajos y medios sean globalmente mucho más estables que el nivel de producción, y que los beneficios y los salarios elevados absorban lo esencial de la volatilidad a corto plazo, es algo bueno, aunque debe evitarse la rigidez salarial absoluta.

Aparte de esta justificación basada en la incertidumbre y el reparto social de los riesgos, el otro argumento clásico a favor de los salarios mínimos y de las escalas salariales es el problema de las «inversiones específicas». En concreto, las funciones y tareas particulares que deben ser cumplidas por los asalariados en una empresa determinada exigen a menudo cierta dedicación o inversión específicas en la empresa, en el sentido de que esa inversión no tiene ninguna utilidad —o si la tiene, es limitada— para otras empresas: por ejemplo, aprender métodos de trabajo u organizacionales específicos o adquirir calificaciones particulares vinculadas con el proceso de producción específico del establecimiento considerado. Si se puede fijar el salario de forma unilateral y puede ser modificado en todo momento por el empresario, sin que los asalariados sepan por adelantado su remuneración, entonces hay fuertes probabilidades de que estos últimos no inviertan como deberían. Por consiguiente, el interés general puede ser que las remuneraciones de unos y otros se fijen por adelantado. Más allá de la cuestión de las escalas salariales, este argumento, basado en la noción de inversiones específicas, se aplica también a las demás decisiones de vida de una empresa, lo que constituye la razón principal para limitar el poder de los accionistas —considerados a veces con una visión demasiado cortoplacista— y para instituir una propiedad social y compartida entre todos los stakeholders de la empresa (desde luego, incluso los asalariados), como en el modelo del «capitalismo renano» descrito en la segunda parte. Sin duda, se trata de la justificación más importante de las escalas salariales.

De manera más general, en la medida en que los empleadores disponen de un poder de negociación superior al de los asalariados y en que nos distanciamos de las condiciones de competencia «pura y perfecta», descritas en los modelos teóricos más simples, se puede justificar la limitación del poder de los empleadores al establecer reglas estrictas sobre los salarios. Por ejemplo, si un pequeño grupo de empleadores se encuentra en situación de monopsonio en un mercado laboral local, es decir, que sean casi los únicos en poder ofrecer trabajo (debido sobre todo a la reducida movilidad de la mano de obra local), intentarán, sin lugar a dudas, explotar al máximo su ventaja y bajar los sueldos lo más posible, quizá muy por debajo de la productividad marginal de los asalariados. En esas condiciones, imponer un salario mínimo puede ser no sólo justo, sino también eficiente, puesto que un incremento del mínimo legal puede acercar la economía al equilibrio competitivo e incrementar el nivel de empleo. Este argumento basado en un modelo teórico de competencia imperfecta constituye la justificación más evidente de la existencia de un salario mínimo: se trata de lograr que ningún empleador pueda explotar su ventaja competitiva más allá de cierto límite.

Una vez más, desde luego, todo depende del nivel del salario mínimo: este límite no puede establecerse de forma teórica, independientemente del estado general de las calificaciones y de la productividad en la sociedad considerada. En este caso, numerosos estudios realizados en los Estados Unidos en los años 1980-2000, sobre todo por Card y Krueger, demostraron que el salario mínimo estadunidense cayó a un nivel tan bajo a lo largo de ese periodo que su incremento permitía aumentar los salarios bajos sin pérdidas de empleos, o incluso incrementar el nivel de empleo, conforme al modelo más puro de monopsonio[10]. Con base en esos estudios, al parecer es probable que el aumento de casi un 25% que está siendo considerado actualmente en los Estados Unidos (de 7.25 a 9 dólares por hora) no provocará pérdida de empleos o, si ocurre, ésta será pequeña. Es evidente que eso no puede continuar indefinidamente: a medida que se incrementa el salario mínimo, los efectos negativos sobre el nivel de empleo predominan de forma progresiva. Si se multiplica el salario mínimo por dos o tres, sería sorprendente que no prevaleciera el impacto negativo. En concreto, resulta más difícil justificar una fuerte alza del salario mínimo en un país como Francia, donde es relativamente alto —respecto del salario medio y de la producción media por asalariado—, que en un país como los Estados Unidos. Para incrementar el poder adquisitivo de los salarios bajos en Francia, vale más utilizar otras herramientas, como la mejora de las calificaciones, o bien una reforma fiscal (de hecho, las dos herramientas son complementarias). Por ello, el salario mínimo no debe congelarse en exceso: es problemático incrementar los salarios más rápido que la producción en el largo plazo, pero es igual de malsano aumentarlos —o una parte importante de ellos— menos rápido que la producción. Todas esas instituciones y políticas públicas tienen que desempeñar un papel y deben ser utilizadas de manera adecuada.

En resumen: a largo plazo, invertir en formación y calificaciones es la mejor manera de incrementar los salarios y reducir las desigualdades salariales. A largo plazo, no son los salarios mínimos o las escalas salariales los que provocan que los salarios se multipliquen por cinco o seis: para llegar a ese tipo de crecimiento, la educación y la tecnología son las fuerzas determinantes. Sin embargo, esas reglas desempeñan un papel esencial en la fijación de los salarios dentro de un rango determinado por la educación y la tecnología. Ahora bien, esos rangos pueden ser, en la práctica, relativamente amplios, tanto porque las productividades marginales individuales sólo se conocen de manera aproximada como debido a fenómenos de inversiones específicas y de competencia imperfecta.

¿CÓMO EXPLICAR LA EXPLOSIÓN DE LA DESIGUALDAD ESTADUNIDENSE?

Sin duda, el límite más sorprendente de la teoría de la productividad marginal y de la carrera-persecución entre educación y tecnología atañe a la explosión de los muy altos ingresos del trabajo observada en los Estados Unidos desde los años setenta. Según esa teoría, se podría explicar claramente la evolución evocando un progreso técnico «sesgado a favor de las altas calificaciones» («skill-biased technical change»). Dicho de otro modo, una explicación posible —y relativamente popular entre una parte de los economistas estadunidenses— podría ser que los salarios muy elevados aumentaron mucho más que los salarios medios en los Estados Unidos desde la década de 1970 simplemente porque la evolución de las calificaciones y de la tecnología permitió que la productividad de los asalariados más calificados creciera mucho más rápido que la productividad media. Sin embargo, esta explicación, además de tener un carácter un poco tautológico (siempre se puede «explicar» cualquier deformación de las desigualdades salariales evocando un cambio técnico adecuado), plantea varias dificultades mayores que a mi parecer la hacen muy poco convincente.

Primeramente, como vimos en el último capítulo, el aumento de la desigualdad salarial en los Estados Unidos atañía ante todo a los salarios muy elevados: al 1% de las remuneraciones más elevadas, y más aún al 0.1% de las más elevadas. Si se considera el decil superior en su conjunto (el 10% de las más altas), se observa que el «9%» desde luego tuvo incrementos salariales superiores al promedio de los salarios; sin embargo, estos aumentos no tienen comparación con los observados en el nivel del «1%». En concreto, las remuneraciones en torno a los 100 000 dólares o 200 000 dólares aumentaron apenas más rápido que el promedio, mientras que las superiores a 500 000 dólares (y más aún las de varios millones de dólares) explotaron literalmente[11]. Esta enorme discontinuidad en los altos salarios plantea una primera dificultad importante para la teoría de la productividad marginal: si se examina la evolución de las calificaciones de los diferentes grupos, en términos de número de años de estudio, de selección de las instituciones educativas a las que se asistió o de experiencias profesionales, es muy difícil detectar la más mínima discontinuidad entre el «9%» y el «1%». Dicho de otra manera, si nos basamos en una teoría «objetivista» fundada en las calificaciones y las productividades, se tendrían que haber observado crecimientos salariales bastante uniformes en el decil superior, o por lo menos mucho más cercanas entre los diferentes grupos, que las evoluciones muy divergentes observadas en la práctica.

Compréndase bien: desde luego, no se trata de negar aquí la importancia determinante de las inversiones en la formación y la enseñanza superior defendidas por Katz y Goldin. Esa política, que apunta a favorecer un mayor acceso a las universidades, es indispensable y crucial a largo plazo, tanto en los Estados Unidos como en todos los países. Sin embargo, por deseable que sea, sólo tuvo un impacto limitado en el fenómeno de la explosión de las muy elevadas remuneraciones estadunidenses observada desde los años setenta y ochenta.

Dicho de otro modo, se acumulan varios fenómenos distintos a lo largo de las últimas décadas: por una parte, está el crecimiento de la diferencia salarial promedio entre los egresados de la universidad y los que abandonaron los estudios al finalizar el bachillerato, fenómeno del que hablan Goldin y Katz y que es una realidad; por otra, está el despegue de las remuneraciones del «1%» (y más aún del 0.1%), que es un fenómeno específico, propio de los egresados universitarios y, a menudo, de las personas que siguieron las mismas largas y elitistas trayectorias. Ahora bien, sucede que este segundo fenómeno es cuantitativamente más importante que el primero. En particular, en el capítulo anterior vimos que el despegue del percentil superior explica la mayor parte —casi las tres cuartas partes— del aumento de la participación del decil superior en el ingreso nacional estadunidense desde los años setenta[12]. Por consiguiente, es esencial encontrar una explicación apropiada a ese fenómeno y, a priori, la pista educativa no es la buena.

EL ASCENSO DE LOS SUPEREJECUTIVOS: UN FENÓMENO ANGLOSAJÓN

La segunda dificultad —y sin duda la principal para la teoría de la productividad marginal— es que este despegue entre los salarios, principalmente con respecto a los muy elevados, se dio en ciertos países desarrollados y no en otros. Eso permite pensar que las diferencias institucionales entre países —y no causas generales, a priori universales, como el cambio tecnológico— desempeñaron un papel central.

Empecemos por examinar el caso de los países anglosajones. De manera general, el incremento de los ingresos de los superejecutivos es en gran medida un fenómeno anglosajón. En efecto, desde 1970-1980 se observa un alza significativa de la participación del percentil superior en el ingreso nacional tanto en los Estados Unidos como en el Reino Unido, Canadá y Australia (véase la gráfica IX.2). Por desgracia, no disponemos para todos los países de series separadas relativas a la desigualdad de los salarios y de la del ingreso total (como las presentadas en los casos de Francia y los Estados Unidos). Sin embargo, los datos sobre la composición de los ingresos por nivel de ingreso total, disponibles en la mayoría de los casos, indican que en el conjunto de esos países el despegue de los salarios elevados explica la mayor parte —en general, por lo menos las dos terceras partes— del alza de la participación del percentil superior de la jerarquía de los ingresos (el resto se explica por la excelente salud de los ingresos del capital). En todos los países anglosajones, es ante todo el acenso de los superejecutivos, tanto en el sector financiero como en los no financieros, lo que explica el crecimiento de las desigualdades en los ingresos de los últimos decenios.

Sin embargo, esta similitud de conjunto no debe ocultar el hecho de que la amplitud del fenómeno es muy diferente según los países. La gráfica IX.2 es perfectamente clara a ese respecto. En los años setenta, la participación del percentil superior en el ingreso nacional era muy parecida en los diferentes países. Se situaba entre el 6 y el 8% en los cuatro países anglosajones considerados, y los Estados Unidos no se mostraban diferentes: incluso se veían superados en parte por Canadá, que llegaba a 9%, mientras que Australia cerraba la marcha con apenas 5% del ingreso nacional para el percentil superior a finales de los setenta y principios de los ochenta. Seis lustros después, a principios de la década iniciada en 2010, la situación era totalmente diferente: la participación del percentil superior alcanzaba prácticamente 20% del ingreso nacional en los Estados Unidos, mientras que en el Reino Unido y Canadá era del orden de 14-15%, y de apenas 9-10% del ingreso nacional en Australia (véase la gráfica IX.2)[13]. A primera vista se puede considerar que el incremento de la participación del percentil superior en los Estados Unidos fue dos veces más intenso que en el Reino Unido y Canadá, y tres veces superior que en Australia y Nueva Zelanda[14]. Si el ascenso de los superejecutivos fuera un fenómeno puramente tecnológico, sería muy difícil entender esas diferencias tan importantes entre estos países, por lo demás tan parecidos[15].

GRÁFICA IX.2. La desigualdad en los ingresos en los países anglosajones, 1910-2010

La participación del percentil superior en el ingreso nacional aumentó desde los años setenta en todos los países anglosajones, pero con diferentes amplitudes.

FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.

Examinemos ahora el resto del mundo rico, es decir, Europa continental y Japón. El hecho central es que la participación del percentil superior en el ingreso nacional aumentó de manera mucho menor que en los países anglosajones desde los años 1970-1980. La comparación entre las gráficas IX.2 y IX.3 es particularmente sorprendente. Se observa con claridad un crecimiento significativo de la participación del percentil superior en todos los países. En Japón, la evolución fue casi la misma que en Francia: su participación era de apenas 7% del ingreso nacional a principios de los años ochenta, y de alrededor de 9% —incluso ligeramente más— a principios de la década de 2010. En Suecia, la participación del percentil superior era de apenas más de 4% del ingreso nacional a principios de los años ochenta (el nivel más bajo registrado por la World Top Incomes Database, en todos los países y todas las épocas consideradas), y alcanzó 7% a principios de la década de 2010[16]. En Alemania, la participación del percentil superior pasó de aproximadamente 9% a casi 11% del ingreso nacional entre principios de los años ochenta y principios de la década de 2010 (véase la gráfica IX.3).

GRÁFICA IX.3. La desigualdad en los ingresos en Europa continental y Japón, 1910-2010

En comparación con los países anglosajones, la participación del percentil superior aumentó poco desde los años setenta en Europa continental y Japón.

FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.

Si se examinan los demás países europeos, se observan evoluciones similares, con alzas del percentil superior del orden de dos-tres puntos del ingreso nacional a lo largo de los últimos 30 años, tanto en el norte como en el sur de Europa. En Dinamarca, al igual que en los demás países nórdicos, el nivel de los altos ingresos era menor, pero el alza fue similar: el percentil superior recibía apenas más de 5% del ingreso nacional danés en los años ochenta, acercándose a 7% en 2000-2010. En Italia y España, los órdenes de magnitud eran muy similares a los observados en Francia, con una participación del percentil superior que pasó de aproximadamente 7 a 9% del ingreso nacional durante ese mismo periodo, es decir, de nuevo un alza en torno a dos puntos del ingreso nacional (véase la gráfica IX.4). La unión del continente europeo en ese aspecto preciso fue casi perfecta, excepto, desde luego, por el caso del Reino Unido, más semejante a la trayectoria observada en los Estados Unidos[17].

GRÁFICA IX.4. La desigualdad en los ingresos en Europa del Norte y del Sur, 1910-2010

En comparación con los países anglosajones, la participación del percentil superior aumentó poco desde los años setenta, tanto en Europa del Norte como del Sur.

FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.

Seamos muy claros: estas alzas del orden de dos-tres puntos del ingreso nacional, observadas en Japón y en todos los países de Europa continental, corresponden a aumentos muy significativos en la desigualdad en los ingresos. En concreto, tales incrementos significan por definición que el 1% de los ingresos más elevados creció sensiblemente más rápido que el ingreso promedio (e incluso mucho más rápido, ya que la participación del percentil superior aumentó en cerca de 30%, hasta más en ciertos países en donde partía de más abajo), lo que era muy sorprendente para quienes vivían esos cambios y que a menudo escuchaban hablar casi todos los días, en los diarios y en la radio, de las alzas de salario a veces vertiginosas de los «superejecutivos». Esto es particularmente patente en el contexto económico de los años 1990-2010, cuando el salario promedio se estancó, o por lo menos creció a un ritmo mucho menor que en el pasado.

EL MUNDO DEL MILÉSIMO SUPERIOR

Hay que señalar, además, que cuanto más se ascendía en la jerarquía de los ingresos, más espectaculares fueron las subidas, y aunque atañan al final a un número limitado de personas, no dejan de ser sumamente visibles y, desde luego, plantean la pregunta de su justificación. Si se examina la evolución de la participación del milésimo superior —el 0.1% de los más ricos— en el ingreso nacional en los países anglosajones, por una parte (véase la gráfica IX.5), y en Europa continental y Japón, por la otra (véase la gráfica IX.6), se observan claramente diferencias notorias —la participación del milésimo superior pasó a lo largo de las últimas décadas de 2 a casi 10% del ingreso nacional en los Estados Unidos, es decir, un crecimiento inigualado[18]—, pero de cualquier manera se observa un incremento muy sensible en todos los países. En Francia y Japón, la participación del milésimo superior pasó de apenas 1.5% del ingreso nacional a principios de los años ochenta a alrededor de 2.5% a principios de la década de 2010, esto es, casi se duplicó; en Suecia, la misma participación pasó en el mismo lapso de menos de 1% a más de 2% del ingreso nacional.

Con el objetivo de que los órdenes de magnitud sean claros para todos, recordemos que una participación de 2% del ingreso nacional para el 0.1% de la población significa, por definición, que cada individuo de ese grupo dispone en promedio de un ingreso 20 veces más elevado que el promedio del país en cuestión (600 000 euros si el ingreso promedio es de 30 000 euros por habitante adulto); una participación de 10% significa que cada uno dispone de cien veces el promedio (tres millones de euros si el ingreso promedio es de 30 000 euros)[19]. Recordemos también que el 0.1% de los más ricos reúne, por definición, a 50 000 personas en un país cuya población es de 50 millones de adultos (como en Francia a principios de la década de 2010). Se trata entonces de un grupo al mismo tiempo muy minoritario (10 veces más minoritario que el 1%) y nada desdeñable debido a su lugar en el paisaje político y social[20]. El hecho central es que en todos los países ricos —incluso en Europa continental y Japón— este grupo tuvo a lo largo del periodo 1990-2010 incrementos espectaculares en su poder adquisitivo, mientras que el del promedio de la población se había estancado.

GRÁFICA IX.5. El milésimo superior en los países anglosajones, 1910-2010

La participación del milésimo superior (el 0.1% de los más ricos) en el ingreso nacional aumentó intensamente desde los años setenta en todos los países anglosajones.

FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.

No obstante, este fenómeno de explosión de los muy altos ingresos sigue siendo hasta hoy de una amplitud limitada, desde un punto de vista macroeconómico, en Europa continental y Japón: desde luego, el alza de los muy altos ingresos es impresionante, pero atañe por el momento a muy pocos individuos para que su impacto sea tan fuerte como en los Estados Unidos. En concreto, la transferencia a favor del «1%» ha sido de dos-tres puntos de ingreso nacional en Europa continental y Japón, frente a 10-15 puntos en los Estados Unidos, es decir, entre cinco y siete veces más[21].

GRÁFICA IX.6. El milésimo superior en Europa continental y Japón, 1910-2010

En comparación con los países anglosajones, la participación del milésimo superior aumentó poco desde los años setenta en Europa continental y Japón.

FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.

Sin duda, la manera más simple de expresar la diferencia entre zonas geográficas es la siguiente: en los Estados Unidos, la desigualdad en los ingresos recobró en los años 2000-2010 los niveles récord observados en 1910-1920 (de otra forma, con un papel más importante que en el pasado por parte de los altos ingresos del trabajo, y menos importante respecto de los del capital); en el Reino Unido y Canadá, está en vías de suceder lo mismo; en Europa continental y Japón, la desigualdad en los ingresos sigue siendo hasta este día mucho más baja de lo que lo era a principios del siglo XX y, en realidad, sólo cambió un poco desde 1945, si nos situamos en una perspectiva de muy largo plazo. La comparación entre las gráficas IX.2 y IX.3 es particularmente clara a este respecto.

Desde luego, ello no implica que las evoluciones europeas y japonesas de las últimas décadas deban ser menospreciadas; muy por el contrario: la trayectoria se asemeja en ciertos aspectos a la observada en los Estados Unidos, con un retraso de una o dos décadas, y no es necesario esperar a que esta evolución adquiera la amplitud macroeconómica que acabó por tener en los Estados Unidos para preocuparse por ello.

Sin embargo, el hecho es que la tendencia descrita es hoy en día mucho menos fuerte en Europa continental y en Japón que en los Estados Unidos (y, en menor medida, que en los demás países anglosajones). Ahora bien, esto puede darnos información sobre los mecanismos en acción. En efecto, esta divergencia entre las diferentes partes del mundo rico es tanto más sorprendente porque el cambio tecnológico fue el mismo en casi todas partes: en particular, las tecnologías de la información atañen desde luego tanto a Japón, Francia, Suecia o Dinamarca como a los Estados Unidos, el Reino Unido o Canadá. Asimismo, el crecimiento económico —más precisamente el incremento de la producción por habitante, es decir, de la productividad— fue sensiblemente el mismo en todo el mundo rico, a menudo con diferencias de sólo algunas décimas de puntos porcentuales, como vimos en los capítulos anteriores[22]. En estas condiciones, una divergencia tan grande de las evoluciones de la distribución en los ingresos requiere una explicación que aparentemente no es capaz de aportar la teoría de la productividad marginal ni la de la tecnología y la educación.

EUROPA, MÁS DESIGUALITARIA QUE EL NUEVO MUNDO EN 1900-1910

Se advertirá asimismo que, contrariamente a una idea difundida en este inicio del siglo XXI, los Estados Unidos no siempre fueron más desigualitarios que Europa —más bien al contrario—. Como ya señalamos en los capítulos anteriores, en realidad la desigualdad en los ingresos era más elevada en Europa a principios del siglo XX. Todos los indicadores utilizados y el conjunto de las fuentes históricas a nuestro alcance lo confirman. En particular, la participación del percentil superior alcanzaba o superaba el 20% del ingreso nacional en todos los países europeos hacia 1900-1910 (véanse las gráficas IX.2-IX.4). Esta afirmación valía no sólo para el Reino Unido, Francia y Alemania, sino también para Suecia y Dinamarca (prueba de que los países nórdicos no siempre fueron modelos igualitarios, ni mucho menos), y más generalmente para todos los países europeos para los que existen estimaciones para este periodo[23].

Desde luego, semejante similitud en la concentración de los ingresos vigente en las sociedades europeas de la Bella Época exige una explicación. Teniendo en cuenta el hecho de que los ingresos más altos estaban constituidos de manera muy mayoritaria por los ingresos del capital a lo largo de este periodo[24], la explicación debe buscarse principalmente en la concentración de la riqueza. ¿Por qué ésta era tan fuerte en Europa hacia 1900-1910?

Es interesante señalar que, comparada con Europa, la desigualdad era menos grande, no sólo en los Estados Unidos y Canadá (con participaciones del orden de 16-18% del ingreso nacional para el percentil superior a principios del siglo XX), sino también y, sobre todo, en Australia y Nueva Zelanda (con participaciones del orden de 11-12%). Es pues el conjunto del Nuevo Mundo —y más aún las regiones más nuevas y más recientemente pobladas del Nuevo Mundo— el que parecía menos desigualitario que la vieja Europa en la Bella Época.

Es asimismo interesante señalar que Japón, a pesar de todas sus diferencias socioculturales con Europa, parece caracterizarse por el mismo elevado nivel de desigualdad a principios del siglo XX, con aproximadamente 20% del ingreso nacional para el percentil superior. Los datos disponibles no permiten hacer comparaciones tan completas como sería deseable, pero todo indica que, desde el punto de vista tanto de la estructura como del nivel de las desigualdades, Japón formaba realmente parte del mismo «Viejo Mundo» que la vieja Europa. También es sorprendente comprobar la similitud en las evoluciones observadas en Japón y Europa en el conjunto del siglo XX (véase la gráfica IX.3).

Más adelante volveremos a las razones de la muy intensa concentración patrimonial observada en la Bella Época y a las transformaciones —y, en particular, al movimiento de desconcentración— observadas a lo largo del siglo XX en los diferentes países. Veremos particularmente que la mayor desigualdad en los patrimonios, observada en Europa y Japón, se explica sobre todo por el más bajo crecimiento demográfico (característico del Viejo Mundo), que conduce, de manera casi mecánica, a una mayor acumulación y concentración del capital.

En esta etapa, simplemente insistiremos en la amplitud de esos cambios entre países y continentes. Sin duda, esta situación se manifiesta más claramente si se examina la evolución de la participación del decil superior en el ingreso nacional. En la gráfica IX.7 representamos las evoluciones obtenidas para esta participación en los Estados Unidos y en cuatro países europeos (Reino Unido, Francia, Alemania y Suecia) desde principios del siglo XX. Indicamos los promedios decenales para fijar la atención en las evoluciones a largo plazo[25].

GRÁFICA IX.7. La participación del decil superior en Europa y los Estados Unidos, 1900-2010

En el periodo 1950-1970, la participación del decil superior era del orden de 30-35% del ingreso nacional, tanto en Europa como en los Estados Unidos.

FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.

Se advierte que, en vísperas de la primera Guerra Mundial, la participación del decil superior era del orden de 45-50% del ingreso nacional en todos los países europeos, frente a poco más de 40% en los Estados Unidos. Luego, después de las guerras mundiales, los Estados Unidos se volvieron ligeramente más desigualitarios que Europa: la participación del decil superior disminuyó en los dos continentes después de los choques de los años 1914-1945, pero la caída fue claramente más marcada en Europa (así como en Japón), lo que desde luego se explica porque los choques sufridos por los patrimonios fueron mucho más severos. Durante los años 1950-1970, la participación del decil superior era bastante estable y relativamente parecida en los Estados Unidos y Europa, en torno a 30-35% del ingreso nacional. Luego, la enorme divergencia que se inició en los años setenta y ochenta lleva a la siguiente situación: en 2000-2010, la participación del decil superior alcanzó 45-50% del ingreso nacional en los Estados Unidos, es decir, aproximadamente el mismo nivel que se tenía en Europa en 1900-1910; en los países europeos se observa también una gran diversidad de casos, del más desigualitario (el Reino Unido, con más de 40% del ingreso nacional para el decil superior) al más igualitario (Suecia, con menos de 30%), pasando por todos los casos intermedios (Alemania y Francia, alrededor de 35%).

Si se calcula —de manera ligeramente abusiva— un promedio para el conjunto de Europa a partir de estos cuatro países, se obtiene una comparación particularmente clara entre los dos continentes: los Estados Unidos eran más igualitarios que Europa en 1900-1910, apenas menos igualitarios en 1950-1960, mucho más desigualitarios en 2000-2010 (véase la gráfica IX.8)[26].

GRÁFICA IX.8. La desigualdad en los ingresos en Europa y los Estados Unidos, 1900-2010

La participación del decil superior en el ingreso nacional era más importante en Europa en 1900-1910, y claramente más elevada en los Estados Unidos en 2000-2010.

FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.

Más allá de este esquema general a largo plazo, existen, desde luego, múltiples historias nacionales particulares, con incesantes fluctuaciones a corto y mediano plazo, vinculadas sobre todo con las especificidades de las evoluciones político-sociales propias de cada país, como vimos en el capítulo anterior al analizar de manera más detallada el movimiento de las desigualdades en Francia y los Estados Unidos. No podemos hacer lo mismo aquí para cada país[27].

Mencionemos simplemente que el periodo de entreguerras se muestra particularmente tumultuoso y caótico en todas partes, con cronologías que varían mucho según los países. En Alemania, la hiperinflación de la década de 1920 se presentó rápidamente tras la derrota militar; los nazis llegaron al poder unos cuantos años más tarde, después de que la depresión mundial hubiera sumido de nuevo al país en la crisis. Es interesante señalar que la participación del decil superior progresó mucho en Alemania entre 1933 y 1938, totalmente a contracorriente de los demás países: esta situación refleja sobremanera el nuevo aumento de los beneficios industriales (estimulados por los pedidos gubernamentales a la industria de armamento) y, de manera más general, el restablecimiento de las jerarquías de ingresos características del periodo nazi. Advirtamos también que Alemania parece caracterizarse desde la década de los cincuenta por un nivel de participación del percentil superior —y más aún del milésimo superior— sensiblemente más elevado que en la mayoría de los demás países de Europa continental (particularmente más elevado que en Francia) y que en Japón, mientras que su nivel global de desigualdad no era muy diferente. Este fenómeno puede explicarse de diferentes maneras, entre las cuales es difícil elegir una (volveremos a ello).

También hay que subrayar que las fuentes fiscales alemanas tienen lagunas importantes, en gran parte debido a la agitada historia del país en el siglo XX, de tal manera que es difícil esclarecer a fondo cada una de las evoluciones y establecer comparaciones perfectamente precisas con los demás países. El impuesto sobre la renta se creó bastante temprano —a partir de los años 1880-1890— en la mayoría de los estados alemanes, sobre todo en Prusia y Sajonia. Sin embargo, tanto la legislación como las estadísticas fiscales se unificaron en todo el país sólo tras la primera Guerra Mundial. Después, las fuentes estadísticas tuvieron frecuentes discontinuidades a lo largo de los años veinte, antes de interrumpirse por completo de 1938 a 1950, por lo que es imposible estudiar la evolución de la distribución de los ingresos durante la segunda Guerra Mundial y en la inmediata posguerra.

Se trata de una diferencia importante con respecto a los demás países muy implicados en el conflicto, en particular Japón y Francia, cuyas administraciones fiscales, durante los años de la guerra, seguían compilando las mismas depuraciones estadísticas que en el pasado, sin ninguna interrupción, como si no sucediera nada. Si se analiza con base en la experiencia de los demás países, sobre todo en Japón y Francia (cuyas trayectorias son muy parecidas en este aspecto), es probable que la participación de los ingresos altos en el ingreso nacional haya alcanzado un punto bajo absoluto en Alemania en 1945 («año cero», en el que los patrimonios y sus ingresos estaban reducidos a poca cosa más allá del Rin), antes de volver a subir considerablemente a partir de 1946-1947. Lo cierto es que cuando las estadísticas alemanas volvieron a su curso normal, en 1950, la jerarquía de los ingresos ya había recuperado en parte su nivel de 1938. A falta de una fuente completa, es difícil ir más lejos. Los múltiples cambios territoriales de Alemania a lo largo del siglo pasado, incluso muy recientemente, con la unificación de 1990-1991, añadidos al hecho de que las estadísticas fiscales más completas sólo se publican cada tres años (y no anualmente, como en la mayoría de los demás países), complican un poco más el estudio detallado del caso alemán[28].

LAS DESIGUALDADES EN LOS PAÍSES EMERGENTES: MÁS REDUCIDAS QUE EN LOS ESTADOS UNIDOS

Ahora examinemos el caso de los países pobres y emergentes: por desgracia, las fuentes históricas que permiten estudiar la dinámica de la distribución de la riqueza a largo plazo son mucho más escasas cuando se sale de los países ricos. Sin embargo, existen varios países pobres y emergentes para los cuales se pueden encontrar fuentes fiscales de larga duración que permiten establecer comparaciones —aproximadas— con los resultados obtenidos para los países desarrollados. Poco después de haber introducido un impuesto progresivo sobre el ingreso global en la metrópoli, el colonizador británico decidió hacer lo mismo en muchas de sus posesiones: es así como un impuesto sobre la renta —bastante similar en su concepción al impuesto introducido en 1909 en el Reino Unido— se creó a partir de 1913 en Sudáfrica, y desde 1922 en el Imperio de la India (incluido el actual Pakistán). De igual manera, el colonizador holandés instituyó un impuesto sobre la renta en Indonesia en 1920. Varios países de Sudamérica introdujeron el mismo impuesto en el periodo entre las dos guerras mundiales; por ejemplo, Argentina en 1932. Para estos cuatro países —Sudáfrica, India, Indonesia y Argentina— disponemos de datos fiscales que se inician respectivamente en 1913, 1922, 1920 y 1932 y se prolongan —con lagunas— hasta 2000-2010. La naturaleza de estos datos es la misma que la de los que tenemos para los países ricos, por lo que pueden ser explotados con los mismos métodos y, en particular, usando las estimaciones de ingreso nacional realizadas en estos diferentes países desde principios del siglo XX.

Las estimaciones obtenidas se indican en la gráfica IX.9. Merece la pena subrayar varios puntos. Primero, el resultado más sorprendente es sin duda que los órdenes de magnitud obtenidos con respecto a la participación del percentil superior en el ingreso nacional en los países pobres o emergentes son, en una primera aproximación, sumamente parecidos a los observados en los países ricos. Durante las fases más desigualitarias, en particular a lo largo de la primera mitad del siglo XX, de 1910 a 1940, el percentil superior poseía aproximadamente 20% del ingreso nacional en los cuatro países considerados: más o menos 15-18% en la India y hasta 22-25% en Sudáfrica, Indonesia y Argentina. Durante las fases más igualitarias, principalmente entre 1950 y 1970, la participación del percentil superior cayó a niveles comprendidos entre 6 y 12%, según los países (apenas 5-6% en la India, 8-9% en Indonesia y Argentina, 11-12% en Sudáfrica). A partir de los años ochenta, en casi todas partes se asistió a un aumento de la participación del percentil superior, que en los años 2000-2010 se situaba en torno a 15% del ingreso nacional (más o menos 12-13% en la India e Indonesia, y 16-18% en Sudáfrica y Argentina).

En la gráfica IX.9 también representamos dos países respecto de los cuales las fuentes fiscales disponibles permiten estudiar únicamente las evoluciones en curso desde mediados de los años ochenta y principios de los noventa: China y Colombia[29]. En China se observa un fuerte crecimiento de la participación del percentil superior en el ingreso nacional a lo largo de las últimas décadas, pero partiendo de un nivel relativamente bajo a mediados de los años ochenta, casi escandinavo: menos de 5% del ingreso nacional para el percentil superior, según las fuentes disponibles, lo que no debe sorprender mucho tratándose de un país comunista, caracterizado por escalas salariales muy comprimidas y por una ausencia relativa de ingresos del capital privado. El aumento de la desigualdad china fue muy rápido tras el movimiento de liberación de la economía en la década de 1980 y durante el acelerado crecimiento de los años 1990-2000; pero, según nuestras estimaciones, la participación del decil superior se sitúa en 2000-2010 en torno a 10-11% del ingreso nacional, es decir, un nivel inferior al de la India e Indonesia (alrededor de 12-14%, aproximadamente el nivel del Reino Unido o Canadá), y muy inferior al de Sudáfrica y Argentina (en torno a 16-18%, cercano al nivel de los Estados Unidos).

GRÁFICA IX.9. La desigualdad en los ingresos en los países emergentes, 1910-2010

Medida por la participación del percentil superior, la desigualdad en los ingresos aumentó en los países emergentes desde los años ochenta, pero en 2000-2010 se situaba por debajo del nivel estadunidense.

FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.

Por el contrario, Colombia parece ser uno de los países más desigualitarios registrados en la World Top Incomes Database: la participación del percentil superior se situaba en torno a 20% del ingreso nacional durante los años 1990-2010, sin una tendencia clara (véase la gráfica IX.9). Se trata de un nivel de desigualdad aún más elevado que el alcanzado por los Estados Unidos en 2000-2010, por lo menos si se excluyen las plusvalías: al incluirlas, los Estados Unidos superaron ligeramente a Colombia a lo largo de los últimos diez años.

No obstante, hay que subrayar de nuevo las considerables limitaciones de los datos a nuestro alcance para calcular la dinámica de la distribución de las riquezas en los países pobres y emergentes, y para establecer comparaciones satisfactorias con los países ricos. Los órdenes de magnitud que acabamos de indicar son los más confiables a los que podemos acceder, teniendo en cuenta las fuentes disponibles, pero la verdad es que nuestros conocimientos siguen siendo muy escasos. En los contados países emergentes de los cuales se dispone de datos fiscales desde los primeros decenios del siglo XX, existen múltiples lagunas e interrupciones en los datos, a menudo en los años 1950-1970, en el momento de su independencia, como en Indonesia. En la actualidad intentamos incluir en nuestra base de datos históricos a muchos otros países, en especial a las antiguas colonias británicas y francesas, Indochina, África del Norte, Central y Occidental, pero a menudo es difícil establecer el vínculo entre los datos de la época colonial y las fuentes fiscales contemporáneas[30].

Cuando existen datos fiscales, su interés se reduce además por el hecho de que el impuesto sobre la renta en los países menos desarrollados frecuentemente no atañe más que a una pequeña minoría de la población, de tal manera que, por ejemplo, se puede estimar la participación del percentil superior en el ingreso total y no la del decil superior. Cuando los datos lo permiten, como en Sudáfrica en ciertos subperiodos, se advierte que los más altos niveles observados de la participación del decil superior son del orden de 50-55% del ingreso nacional, es decir, un nivel comparable —o ligeramente superior— con los niveles de desigualdad más elevados observados en los países ricos, en Europa en 1900-1910 o en los Estados Unidos en 2000-2010.

Además se observa cierto deterioro de los datos fiscales a partir de 1990-2000; esto se debe en parte a la llegada de los registros digitalizados, que a menudo llevan a las administraciones a interrumpir las publicaciones estadísticas detalladas que existían en épocas más antiguas y que necesitaban para realizar sus funciones, lo que paradójicamente puede conducir a un detrimento con respecto a las fuentes de información en la época digital (se observa el mismo tipo de fenómeno en los países ricos)[31]. Sin embargo, esto parece corresponder sobre todo a cierta desafección respecto del impuesto progresivo sobre la renta en general, tanto en el seno de las organizaciones internacionales como en el caso de ciertos gobiernos[32]. Un caso particularmente emblemático es el de la India, que desde principios de la década de 2000 dejó por completo de establecer y publicar la información detallada resultante de las declaraciones de ingresos que sin embargo existía de manera constante desde 1922. La extraña consecuencia es que es más difícil estudiar la evolución de los ingresos elevados en la India en este inicio del siglo XXI que durante el siglo pasado[33].

Esta falta de información y de transparencia democrática es tanto más lamentable porque la cuestión de la distribución de las riquezas y de los frutos del desarrollo se plantea por lo menos con tanta agudeza en los países pobres y emergentes como en los ricos. También hay que subrayar que el enorme crecimiento oficialmente registrado en los países emergentes durante los últimos decenios, sobre todo en la India y en China, resulta exclusivamente de las estadísticas de producción. Cuando se intenta calcular el crecimiento de los ingresos utilizando los expedientes de las encuestas de hogares, a menudo es muy difícil encontrar las tasas de crecimiento macroeconómicas anunciadas: los ingresos indios y chinos aumentan desde luego a ritmos elevados, pero claramente menos que lo previsto por las estadísticas de crecimiento oficiales. Esta paradoja del «agujero negro» del crecimiento en los países emergentes es sin lugar a dudas problemática: puede resultar del hecho de que se sobreestime el incremento de la producción (existen múltiples incentivos burocráticos a manipular los flujos de producción), o bien de que el aumento del ingreso esté subestimado (las encuestas de hogares también tienen sus imperfecciones) o, más seguramente, ambas posibilidades al mismo tiempo. En concreto, se puede explicar también por el hecho de que los ingresos más elevados —particularmente mal registrados en los expedientes declarativos— captaron un porcentaje desproporcionado del crecimiento de la producción.

En el caso de la India se puede estimar —a partir simplemente de la base de los ingresos declarados— que el crecimiento de la participación del percentil superior en el ingreso nacional, comprobado gracias a los datos fiscales, permite explicar por sí solo entre una cuarta y una tercera parte del «agujero negro» del crecimiento entre 1990 y 2000[34]. Teniendo en cuenta el deterioro de las estadísticas fiscales a principios del siglo XXI, es imposible prolongar correctamente este ejercicio de desglose social del crecimiento. En el caso de China, las estadísticas establecidas por la administración fiscal son aún más rudimentarias que en la India y dan testimonio de la absoluta falta de transparencia de las autoridades chinas sobre estos temas. En el estado actual de las cosas, las estimaciones indicadas en la gráfica IX.9 son las más confiables a las que se puede llegar[35]. Pero es urgente que las autoridades de esos dos países hagan públicos datos más completos, al igual que deberían hacerlo todos los países. Cuando esto se haga, tal vez nos daremos cuenta de que la desigualdad en la India y en China creció más rápido de lo que imaginábamos.

En todo caso advertiremos que, sin importar las imperfecciones de las administraciones fiscales de los países pobres y emergentes, los datos resultantes de las declaraciones de ingresos permiten poner de manifiesto niveles de altos ingresos mucho más elevados —y mucho más realistas— que los reportados en las encuestas de hogares. Por ejemplo, las declaraciones fiscales permiten comprobar que el percentil superior poseía por sí mismo más de 20% del ingreso nacional en Colombia en las décadas de 2000-2010 (y casi 20% en Argentina). Es posible que la desigualdad real sea aún más elevada. Sin embargo, resulta poco creíble el hecho de que los ingresos más elevados declarados en las encuestas de hogares realizadas en esos mismos países sean a menudo apenas cuatro-cinco veces más elevados que el ingreso promedio (nadie es realmente rico), de tal manera que la participación del percentil superior suele ser inferior a 5% del ingreso nacional. Vemos hasta qué punto las encuestas de hogares, que a menudo constituyen la única fuente utilizada por los organismos internacionales (en particular por el Banco Mundial) y por los gobiernos para medir la desigualdad, contribuyen a dar una visión sesgada y falsamente tranquilizadora de la distribución de la riqueza. Mientras las estimaciones oficiales no completen los datos de las encuestas por medio de una utilización sistemática de los datos administrativos y fiscales, será imposible llegar a desgloses creíbles de la tasa de crecimiento macroeconómico entre los diferentes grupos sociales y entre los distintos deciles y percentiles de la jerarquía de los ingresos, tanto en los países pobres y emergentes como en los ricos.

LA ILUSIÓN DE LA PRODUCTIVIDAD MARGINAL

Volvamos al tema de la explosión de las desigualdades salariales observadas desde los años setenta y ochenta en los Estados Unidos (y en menor grado en el Reino Unido y Canadá). Vimos que la teoría de la productividad marginal y de la carrera-persecución entre tecnología y educación casi no era convincente: el despegue de las muy elevadas remuneraciones estuvo excesivamente concentrado en el seno del percentil superior (o incluso del milésimo superior), y sólo afectó a ciertos países y no a otros (por el momento, tanto Japón como Europa continental se han visto mucho menos afectados que los Estados Unidos), mientras que las transformaciones tecnológicas deberían haber tenido un efecto mucho más continuo en toda la parte alta de la distribución de las calificaciones, especialmente en el conjunto de los países con un nivel de desarrollo similar. El hecho de que la desigualdad en los ingresos alcance en los Estados Unidos de los años de 2000-2010 un nivel más elevado que el observado en los países pobres y emergentes en las diferentes épocas —por ejemplo, más elevado que en la India o Sudáfrica en 1920-1930, 1960-1970 o 2000-2010— lleva también a dudar de una explicación basada únicamente en la desigualdad objetiva de las productividades. ¿Estamos seguros de que la desigualdad fundamental en las calificaciones y las productividades individuales sea más fuerte en los Estados Unidos en este inicio del siglo XXI que en la India, con la mitad de la población analfabeta desde hace algunas décadas (o incluso hasta hoy en día), o en la Sudáfrica del Apartheid (o pos-Apartheid)? Si así fuera, esto tal vez sería un poco más inquietante para las instituciones educativas estadunidenses, que claramente deben ser mejoradas y hacerse más accesibles, pero que sin duda no merecen ser culpadas por este resultado.

A mi parecer, la explicación más convincente para dar cuenta del despegue de las muy elevadas remuneraciones estadunidenses es la siguiente. Primeramente, al tratarse de las funciones de los directivos en el seno de las grandes empresas, que como vimos constituyen la gran mayoría de los salarios más elevados, la idea misma de una base objetiva para explicar esas remuneraciones en términos de «productividad» individual me parece un poco ingenua. Con respecto a las funciones duplicables que realizan, por ejemplo, un obrero o un mesero, se puede estimar aproximadamente la «productividad marginal» realizada por ese asalariado, aunque con márgenes de error nada desdeñables, como ya habíamos señalado antes. Sin embargo, tratándose de funciones únicas o casi únicas, esos márgenes de error se vuelven inevitablemente mucho más considerables. A decir verdad, desde el momento en que se introduce la hipótesis de información imperfecta —eminentemente justificada en este contexto— en los modelos económicos estándar, la noción misma de «productividad marginal individual» queda mal definida y no dista de transformarse en una simple construcción ideológica que permite justificar un estatus más elevado.

En concreto, imaginemos una gran compañía internacional que emplea a 100 000 personas en el mundo y realiza un volumen de negocios anual de 10 000 millones de euros, es decir, 100 000 euros por asalariado. Supongamos que las compras de bienes y servicios representan la mitad de ese volumen de negocios (es una proporción típica para la economía en su conjunto), de tal manera que el valor agregado de esta compañía —aquello de lo que se dispone para remunerar el trabajo y el capital que emplea y utiliza directamente— es de 5000 millones de euros: 50 000 euros por asalariado. Para fijar el salario del director financiero de la compañía (o de sus adjuntos, o del director de mercadotecnia y de su equipo, etc.), en principio sería necesario estimar su productividad marginal, es decir, su contribución a los 5000 millones de euros de valor agregado: ¿es de 100 000, de 500 000 o de 5 millones de euros anuales? Desde luego, es imposible dar una respuesta precisa y objetiva a esta pregunta. Se podría intentar un experimento, poniendo a prueba a varios directores financieros, cada uno durante algunos años, e intentar determinar, dentro de un volumen de negocios de 10 000 millones de euros, cuál fue el impacto de tal director. Evidentemente la estimación obtenida sería, de forma inevitable, muy aproximada, con un margen de error mucho más importante que la remuneración máxima considerada para ese puesto, incluso en un entorno económico totalmente estable[36]. Sin contar con que, en un entorno caracterizado por una redefinición casi permanente de los contornos de las empresas y de las funciones exactas en el seno de cada sociedad, semejante evaluación experimental es evidentemente improbable.

Con esta dificultad informativa y cognitiva, ¿cómo se determinan dichas remuneraciones en la práctica? Suelen ser fijadas por los superiores jerárquicos, siendo asignadas las remuneraciones superiores por los propios superiores, o bien por comités de remuneraciones formados por diversas personas que por lo general tienen ellas mismas salarios comparables (en particular, altos ejecutivos de otras compañías grandes). A veces, las asambleas generales de accionistas desempeñan un papel complementario, aunque suele referirse únicamente a unos cuantos puestos de dirección y no al conjunto de los mandos superiores y directivos. En todo caso, teniendo en cuenta la imposibilidad de estimar con precisión la contribución individual a la empresa considerada, es inevitable que las decisiones resultantes de dichos procesos sean, en gran medida, arbitrarias y dependan de las relaciones de fuerza y de los poderes de negociación de unos y otros. Sin querer ofender a este grupo, podemos suponer que las personas que se encuentran en la situación de fijar su propio salario naturalmente tienden a tener la manga un poco ancha, o por lo menos a mostrarse más optimistas que el promedio en cuanto a la evaluación de su propia productividad marginal. Todo esto es muy humano, sobre todo en una situación en la que la información es, objetivamente, muy imperfecta. Sin llegar a hablar de la «mano que se sirve de la caja», debemos admitir que esta imagen es, sin duda alguna, más apropiada que la de la «mano invisible», metáfora del mercado según Adam Smith. En la práctica, la mano invisible no existe, no más que la competencia «pura y perfecta», y el mercado siempre se encarna en instituciones específicas, como los superiores jerárquicos o los comités de remuneraciones.

Así presentado, ello no implica que los superiores y los comités puedan fijar cualquier salario, ni que elijan siempre y en cualquier lugar el más alto nivel posible. Las instituciones y reglas que caracterizan la «gobernanza» de las empresas en un país determinado siempre son imperfectas y titubeantes, aunque exista cierto número de contrapesos. Estas instituciones están muy influidas por las normas sociales vigentes en la sociedad considerada, en particular entre los altos ejecutivos y los accionistas (o sus representantes, cuando se trata de accionistas institucionales como sociedades financieras o fondos de pensión), así como por la aceptabilidad social de tal o cual nivel de remuneración por parte de los asalariados menos bien pagados de la empresa, y por la sociedad en su conjunto. Estas normas sociales dependen principalmente de los sistemas de creencias respecto a la contribución de unos y otros en la producción de las empresas y en el crecimiento del país. Teniendo en cuenta las enormes incertidumbres a ese respecto, no sorprende que estas percepciones varíen conforme a las épocas y a los países, y dependan de cada historia nacional particular. El punto importante es que, teniendo en cuenta lo que son estas normas en un país determinado, es difícil que una empresa particular se oponga a ellas.

Sin una teoría de esta naturaleza, me parece muy arduo explicar las enormes diferencias observadas entre países relativas al nivel de las remuneraciones más altas: en particular, entre, por un lado, los Estados Unidos (y en menor grado los demás países anglosajones) y, por el otro, Europa continental y Japón. Dicho de otro modo, la desigualdad salarial aumentó mucho en los Estados Unidos y en el Reino Unido, simplemente porque las sociedades estadunidense y británica se volvieron mucho más tolerantes ante unas remuneraciones extremas a partir de 1970-1980. También se dio una evolución similar en las sociedades europeas y japonesas, pero se inició más tarde (en 1980-1990, e incluso en 1990-2000), y hasta ahora ha sido mucho menos fuerte. Hoy en día, a principios de la década de 2010, las remuneraciones de varios millones de euros siguen molestando mucho más en Suecia, Alemania, Francia, Japón o Italia que en los Estados Unidos o el Reino Unido. No siempre fue así, más bien al contrario: recordemos que, en los años cincuenta y sesenta, los Estados Unidos eran claramente más igualitarios que Francia, especialmente en lo relativo a las jerarquías salariales. Sin embargo, ha sido así desde 1970-1980 y todo indica que este factor desempeñó un papel central en la evolución de la desigualdad salarial en los diferentes países.

EL DESPEGUE DE LOS SUPEREJECUTIVOS: UNA PODEROSA FUERZA DE DIVERGENCIA

En términos de normas y de aceptabilidad social, este enfoque parece a priori bastante posible, pero sólo remite la dificultad a otro nivel. Ahora hay que explicar de dónde vienen esas normas sociales y cómo evolucionan, lo que evidentemente compete por lo menos tanto a la sociología, a la psicología, al estudio de las creencias y percepciones y a la historia cultural y política, como a la economía en su sentido más estricto. El tema de la desigualdad depende de las ciencias sociales en su sentido amplio y no de una sola de esas disciplinas. En este caso ya señalamos que, sin duda alguna, la «revolución conservadora» anglosajona de los años setenta y ochenta, uno de cuyos aspectos era esta mayor tolerancia respecto de los salarios muy elevados de los superejecutivos, fue causada en parte por el sentimiento de haber sido alcanzados, o incluso rebasados, que embargó a los Estados Unidos y al Reino Unido en esa época (incluso si, en realidad, el elevado crecimiento de Europa y Japón durante los Treinta Gloriosos de la segunda posguerra era la consecuencia casi mecánica de los choques de 1914-1945). Sin embargo, es muy evidente que otros factores tuvieron un papel importante.

Seamos precisos. No se trata de pretender aquí que la desigualdad salarial en su conjunto está totalmente determinada por las normas sociales en materia de equidad de las remuneraciones. Como ya señalamos, la teoría de la productividad marginal y de la carrera-persecución entre educación y tecnología permite explicar de manera factible la evolución a largo plazo de la distribución de los salarios, por lo menos hasta cierto nivel de salarios y con cierto grado de precisión. La lógica de la tecnología y de las calificaciones establece límites dentro de los cuales debe fijarse la mayoría de los salarios. Sin embargo, con respecto a las funciones no duplicables, y a medida que se vuelven cada vez menos duplicables, sobre todo en el seno de las jerarquías gerenciales de las grandes compañías, los márgenes de error sobre la productividad individual se tornan considerables. El poder explicativo de la tecnología y de las calificaciones es entonces cada vez más pobre, y el de las normas sociales, cada vez más fuerte. Esto no atañe de manera verdaderamente determinante sino a una pequeña minoría de asalariados, quizás incluso menos del 1% según los países y las épocas.

No obstante, el hecho esencial —que a priori nada tenía de evidente— es que las variaciones, en el tiempo y entre países, de la participación salarial recibida por el percentil superior de la jerarquía de los salarios pueden adquirir una importancia considerable, como muestran las evoluciones contrastadas observadas en los países ricos desde los años setenta y ochenta. Sin duda, este despegue inédito de los sueldos de los superejecutivos debe relacionarse con el tamaño de las grandes empresas y la diversidad de las funciones en su seno. Más allá de este problema objetivamente complejo de gobernanza de las grandes organizaciones, es posible que este despegue se explique también por una forma de «extremismo meritocrático», es decir, por una necesidad de las sociedades modernas, y en particular de la sociedad estadunidense, de designar ellas mismas a los ganadores y de ofrecerles remuneraciones tanto más extravagantes porque parecen haber sido elegidos en función de su mérito propio, y no conforme a las lógicas desigualitarias del pasado. Volveremos a ello.

En todo caso, queda claro que, potencialmente, se trata de un poderoso mecanismo que podría llevar a la divergencia de la distribución de la riqueza: si las personas mejor pagadas fijan —por lo menos en parte— su propio salario, esto puede ocasionar desigualdades cada vez más fuertes. Es muy difícil decir a priori hasta dónde llegará semejante proceso. Volvamos al caso antes descrito del director financiero de una gran compañía con un volumen de negocio de 10 000 millones de euros anuales: parece poco probable que un día se decida que la productividad marginal de tal director es de 1000 millones o incluso de 100 millones (ya que no alcanzaría el dinero para pagar a todo el equipo directivo); en cambio, algunos podrían considerar que son perfectamente justificables remuneraciones individuales de uno, 10 o a veces hasta 50 millones (es tal la incertidumbre sobre la productividad individual que no existe ninguna salvaguarda evidente). Es entonces muy posible imaginar que el porcentaje del percentil superior en la masa salarial total alcance el 15-20% en los Estados Unidos, o bien el 25-30% o hasta más.

Además de la comparación de las evoluciones nacionales entre países ricos desde los años setenta y ochenta, los datos que demuestran de la manera más convincente el fracaso de la «gobernanza de la empresa» y el hecho de que la fijación de las remuneraciones más altas tiene poco que ver con una lógica tradicional de productividad son los siguientes: cuando se reúnen bases de datos sobre empresas individuales —es posible hacerlo para las compañías que cotizan en el conjunto de los países ricos— es muy difícil explicar las variaciones observadas de las remuneraciones de los directivos en función de los resultados de las empresas consideradas. Más precisamente, se puede desglosar cierto número de indicadores de rendimiento —el crecimiento de las ventas de la empresa, el nivel de sus beneficios, etc.— en las variaciones provocadas por causas externas a la empresa (por ejemplo, el estado general de la coyuntura económica, los choques sobre el precio mundial de las materias primas, las variaciones en las tasas de cambio, o bien los resultados promedio del sector considerado) y el resto de las variaciones. Sólo las variaciones del segundo tipo pueden verse potencialmente afectadas —por lo menos en parte— por los directivos de la empresa. Si las remuneraciones siguieran la lógica de la productividad marginal, podríamos esperar que no variaran —o poco— en función del primer componente, y sólo —o sobre todo— en función del segundo. Ahora bien, el hecho es que se observa exactamente lo contrario: cuando las ventas o los beneficios aumentan por razones externas, las remuneraciones de los dirigentes se incrementan con mayor intensidad. Esto se destaca de manera particularmente clara si se examina el caso de las sociedades estadunidenses: es lo que Bertrand y Mullainhatan han llamado la «remuneración por suerte» («pay for luck»)[37].

Volveremos a este enfoque y lo generalizaremos en la cuarta parte. Veremos que esta tendencia a «remunerar por suerte» varía mucho en el tiempo y según los países, sobre todo en función de la evolución del sistema fiscal y, más particularmente, de la tasa marginal superior del ingreso, que al parecer desempeña un papel de «salvaguarda fiscal» (cuando es elevada) o de «incitación al delito» (cuando es baja), por lo menos hasta cierto punto. Desde luego, esta evolución fiscal se vincula con las transformaciones de las normas sociales relativas a la desigualdad, pero en cuanto se inicia sigue su propia lógica. En concreto, la muy fuerte disminución de la tasa marginal superior en los países anglosajones desde los años setenta y ochenta (aunque habían sido ellos mismos los inventores de la fiscalidad cuasiconfiscatoria sobre los ingresos considerados indecentes a lo largo de las décadas anteriores) parece haber transformado por completo los modos de fijación de las remuneraciones de los altos ejecutivos, los que ahora tienen incentivos mucho más fuertes que en el pasado a hacer todo lo posible para obtener aumentos importantes. Analizaremos también en qué medida este mecanismo amplificador lleva en su germen una fuerza divergente de naturaleza más propiamente política: la disminución de la tasa superior conduce a una explosión de las altas remuneraciones que, a su vez, incrementa la influencia política —sobre todo a través de la financiación de los partidos políticos, grupos de presión e institutos de reflexión— del grupo social al que le interesa el mantenimiento de esa tasa baja, o incluso su reducción ulterior.