VII. Desigualdad y concentración: primeras referencias

VII. DESIGUALDAD Y CONCENTRACIÓN: PRIMERAS REFERENCIAS

EN LA segunda parte de este libro estudiamos la dinámica de la relación capital/ingreso, a nivel de países, y del reparto global del ingreso nacional entre ingresos del capital y del trabajo, sin interesarnos directamente por la desigualdad, en los ingresos y en la propiedad de la riqueza a nivel individual. Analizamos sobre todo la importancia de los choques del periodo 1914-1945 para comprender los movimientos de la relación capital/ingreso y del reparto capital-trabajo a lo largo del siglo XX, choques de los que Europa y el mundo acababan de recuperarse, de ahí la impresión de que el capitalismo patrimonial —tan próspero en este inicio del siglo XXI— era algo nuevo, cuando se trataba, en realidad, de una simple repetición del pasado, característica de un mundo con crecimiento lento, como el del siglo XIX.

Ahora, en esta tercera parte, tenemos que introducir explícitamente el estudio de la desigualdad y la distribución a nivel individual. En los próximos capítulos veremos que las guerras mundiales y las políticas públicas resultantes también desempeñaron un papel central en el proceso de reducción de las diferencias en el siglo XX, que nada tuvo de natural y de espontáneo, en contraste con las predicciones optimistas de la teoría de Kuznets. Veremos asimismo que la desigualdad aumentó notablemente desde 1970-1980, pero con fuertes variaciones entre países, lo que una vez más sugiere el papel central de las diferencias institucionales y políticas. Analizaremos también la evolución de la importancia relativa de la herencia y el ingreso del trabajo a muy largo plazo, desde un punto de vista tanto histórico como teórico: ¿de dónde viene esa difundida creencia según la cual el crecimiento moderno favorecería naturalmente al trabajo frente a la herencia, a la competencia más que al nacimiento, y de la cual estamos tan seguros? En el último capítulo de esta tercera parte estudiaremos finalmente las perspectivas de evolución de la distribución de la riqueza a nivel mundial en las décadas futuras: ¿será aún menos igualitario el siglo XXI que el XIX, si no es que ya lo es? ¿En qué se diferencia realmente la estructura de la desigualdad en el mundo actual de la que estaba vigente durante la Revolución industrial o en las sociedades rurales tradicionales? La segunda parte ya nos dio algunas pistas, pero sólo el análisis de la estructura de la desigualdad a nivel individual nos permitirá dar respuestas a estas preguntas centrales.

Antes de poder avanzar en esta vía, tenemos primero que familiarizarnos, en este capítulo, con las nociones y los órdenes de magnitud. Empecemos por señalar que la desigualdad en los ingresos puede dividirse en tres términos: la de los ingresos del trabajo; la de la propiedad del capital y de los ingresos que produce, y el vínculo entre esas dos dimensiones. El famoso discurso pronunciado por Vautrin ante Rastignac en El pobre Goriot constituye indudablemente la más clara introducción a esta problemática.

EL DISCURSO DE VAUTRIN

Publicada en 1835, El pobre Goriot es una de las novelas más célebres de Balzac. Se trata, sin duda, de la expresión literaria más exitosa de la estructura de la desigualdad en la sociedad del siglo XIX, y del papel central desempeñado por la herencia y el patrimonio.

La trama de El pobre Goriot es diáfana: antiguo obrero en una fábrica de fideos, el pobre Goriot hizo fortuna con las pastas y los granos durante el periodo revolucionario y napoleónico. Tras enviudar, sacrificó todo para casar a sus hijas, Delphine y Anastasie, en la mejor sociedad parisina de los años 1810-1820. Conservó justo lo necesario para alojarse y alimentarse en una mugrienta pensión, en la que conoció a Eugène de Rastignac, joven noble sin dinero que llegaba de su provincia para estudiar derecho en París. Lleno de ambición, herido por su pobreza, Eugène intenta, gracias a una prima lejana, entrar en los salones encopetados en los que se codeaban la aristocracia, la gran burguesía y las altas finanzas de la Restauración. No tarda en enamorarse de Delphine, abandonada por su esposo, el barón de Nucingen, un banquero que había utilizado la dote de su esposa en múltiples especulaciones. Rastignac pierde pronto sus ilusiones al descubrir el cinismo de una sociedad totalmente corrompida por el dinero. Descubre con espanto la manera en que el pobre Goriot es abandonado por sus hijas, quienes se avergüenzan de él y ya casi no lo ven desde que cobraran su fortuna, muy preocupadas por su propio éxito en el mundo. El viejo muere en la miseria sórdida y en soledad. Sólo Rastignac va a su entierro. Sin embargo, al salir del cementerio de Père-Lachaise, subyugado por la visión de las riquezas de París expuestas a lo lejos y a lo largo del Sena, decide lanzarse a la conquista de la capital: «¡Ahora vamos a vernos las caras tú y yo!». Su educación sentimental y social había concluido; en lo sucesivo él también sería despiadado.

El momento más sombrío de la novela, aquel en el que las alternativas sociales y morales a las que se enfrenta Rastignac se expresan con más claridad y crudeza, es sin ninguna duda el discurso de Vautrin, situado hacia la mitad del relato[1]. Vautrin, también residente de la sórdida pensión Vauquer, es un ser turbio, buen conversador y seductor, que disimula su oscuro pasado de presidiario, al estilo de Edmond Dantès en El conde de Montecristo o de un Jean Valjean en Los miserables. Sin embargo, contrariamente a esos dos personajes (a fin de cuentas positivos), Vautrin es profundamente malo y cínico. Intenta arrastrar a Rastignac al homicidio para apoderarse de una herencia. Antes de eso, pronuncia un discurso muy preciso y aterrador sobre los diferentes destinos, las distintas vidas a las que podía optar un joven como él en la sociedad francesa de la época.

En sustancia, Vautrin explica a Rastignac que el éxito social por medio de los estudios, el mérito y el trabajo es una ilusión. Le presenta una visión detallada de las diferentes carreras posibles si prosigue sus estudios, por ejemplo, en derecho o medicina, ámbitos por excelencia en los que reinaba en principio una lógica de competencia profesional y no una de fortuna heredada. En particular, Vautrin indica con mucha precisión a Rastignac los niveles de ingresos anuales a los que entonces podría acceder. La conclusión es definitiva: aun formando parte de los graduados en derecho con más méritos entre todos los jóvenes de París, aun logrando la más brillante y fulgurante de las carreras jurídicas, lo que le exigiría muchos compromisos, tendría que contentarse con ingresos mediocres y renunciar a la verdadera holgura:

A eso de los treinta años, será juez y ganará mil doscientos francos anuales si aún no ha colgado la toga. Al llegar a los cuarenta, se casará con la hija de un molinero, que tendrá unos seis mil francos de renta. Gracias. Tenga padrinos y será procurador real a los treinta, con un sueldo de mil escudos, y se casará con la hija del alcalde. Si comete cualquiera de esas bajezas menudas de la política, […] será a los cuarenta fiscal general y podrá llegar a diputado […]. Tengo el honor de llamar su atención además sobre el hecho de que sólo hay veinte fiscales generales en Francia y son ustedes veinte mil aspirantes al cargo, entre los cuales hay, de propina, graciosos que venderían a su familia para adelantar una muesca más. Si ese oficio lo asquea, veamos otra cosa. ¿Quiere el barón de Rastignac ser abogado? ¡Ah, precioso! Hay que padecer diez años, gastar mil francos al mes, tener una biblioteca, un bufete, hacer vida social, besarle la toga a un procurador para tener pleitos, barrer con la lengua el Palacio de Justicia. Si ese oficio llevara a algo, no me parecería mal; pero encuéntreme en París cinco abogados que, a los cincuenta años, ganen más de cincuenta mil francos al año[2].

En comparación, la estrategia de ascenso social que Vautrin propone a Rastignac es mucho más eficaz. Al desposar a la señorita Victorine, joven discreta que vive en la pensión y que no tiene ojos más que para el bello Eugène, de inmediato se apoderaría de un patrimonio de un millón de francos. Esto le permitiría gozar, con apenas veinte años, de una renta anual de 50 000 francos (alrededor de 5% del capital) y alcanzar en el acto un nivel de holgura diez veces superior a lo que le produciría años más tarde el sueldo de un procurador del rey (y tan elevado como lo que ganaban a los 50 años los pocos abogados parisinos más prósperos de la época, tras años de esfuerzos y de intrigas).

La conclusión era evidente: habría que desposar, sin dudarlo, a Victorine y pasar por alto el hecho de que no era ni muy bella ni muy seductora. Eugène escucha con avidez hasta el golpe de gracia final: para que la joven, ilegítima, sea por fin reconocida por su rico progenitor y se convierta efectivamente en heredera del millón de francos del que habla Vautrin, antes hay que asesinar a su hermano, a lo cual el antiguo presidario está dispuesto a cambio de una comisión. Demasiado para Rastignac: es, desde luego, muy receptivo a los argumentos de Vautrin sobre los méritos de la herencia comparada con los estudios, pero no hasta el punto de cometer un asesinato.

LA PREGUNTA CENTRAL: ¿TRABAJO O HERENCIA?

Lo más espantoso, en el discurso de Vautrin, es la exactitud de las cifras y del marco social descrito. Como veremos más adelante, tomando en cuenta la estructura de los ingresos y la riqueza vigentes en la Francia decimonónica, los niveles de vida que era posible alcanzar accediendo a las cimas de la jerarquía de las riquezas heredadas son, en efecto, mucho más elevados que los ingresos correspondientes a las cimas de la jerarquía de los ingresos por trabajo. En esas condiciones, para qué trabajar y, además, simplemente para qué tener un comportamiento moral: ya que la desigualdad social en su conjunto es inmoral e injustificada, ¿por qué no llegar al extremo de la inmoralidad, apropiándose de un capital por cualquier medio?

¿Qué importancia puede tener el detalle de las cifras (que en este caso son muy realistas)? El hecho central es que en la Francia de principios del siglo XIX, como, por otra parte, en la de la Bella Época, el trabajo y los estudios no permitían alcanzar la misma holgura que la herencia y los ingresos de un patrimonio. Esta realidad es tan evidente, tan cautivadora para todos, que Balzac no necesitaba, para convencer a nadie, de estadísticas representativas de deciles o percentiles cuidadosamente definidos. También se advierte esta misma realidad en el Reino Unido de los siglos XVIII y XIX. Para los héroes de Jane Austen, la cuestión del trabajo ni siquiera se planteaba: sólo contaba el nivel del patrimonio del que se disponía, por herencia o por matrimonio. Sucedía lo mismo, de manera más general, en todas las sociedades hasta la primera Guerra Mundial, verdadero suicidio de las sociedades patrimoniales. Una de las raras excepciones es, sin duda, la de los Estados Unidos de América, o por lo menos la de las microsociedades «pioneras» de los estados del norte y del oeste, donde el capital heredado pesaba poco en los siglos XVIII y XIX, situación que no duró mucho. En los estados del sur, donde predominaba una mezcla de capital en forma de tierras y esclavos, la herencia tenía la misma importancia que en la vieja Europa. En Lo que el viento se llevó, los pretendientes de Scarlett O’Hara no contaban con sus estudios o su mérito —al menos no más que Rastignac— para garantizar su bienestar futuro: el tamaño de la plantación de su padre —o de su suegro— importaba mucho más. Para subrayar convenientemente la poca consideración hacia cualquier noción de moral, mérito o justicia social, Vautrin precisaba asimismo en el discurso dirigido al joven Eugène que consideraría con beneplácito acabar sus días como dueño de esclavos en el sur de los Estados Unidos y vivir en la opulencia con lo que ellos produjeran[3]. Evidentemente, no era la América de Tocqueville la que seducía al antiguo presidiario.

Desde luego, la desigualdad en los ingresos del trabajo distaba de ser siempre justa, y sería excesivo reducir la cuestión de la justicia social a la de la importancia relativa de los ingresos del trabajo frente a los ingresos heredados. Sin embargo, la creencia de que las desigualdades se basan más en el trabajo y el mérito individual, o por lo menos la esperanza de semejante transformación, es constitutiva de nuestra modernidad democrática. De hecho veremos que, en cierta medida, el discurso de Vautrin dejó de ser verdadero en las sociedades europeas a lo largo del siglo XX, por lo menos provisionalmente. Durante las décadas de la posguerra, la herencia se reducía a poca cosa en comparación con lo que ocurría en el pasado, y tal vez por primera vez en la historia el trabajo y los estudios se convertían en el camino más seguro hacia la cima. En este inicio del siglo XXI, aun cuando haya resurgido todo tipo de desigualdades y se hayan debilitado muchas certezas en materia de progreso social y democrático, la impresión difundida y dominante sigue siendo, sin embargo, que el mundo cambió radicalmente desde el discurso de Vautrin. ¿Quién aconsejaría hoy en día a un joven estudiante de derecho abandonar sus estudios y seguir la misma estrategia de ascenso social que la sugerida por el antiguo presidiario? Probablemente existan casos aislados en los que acceder a una herencia siga siendo la mejor estrategia[4]; sin embargo, ¿acaso no es más rentable, y no sólo más moral, apostar por los estudios, el trabajo y el éxito profesional en la inmensa mayoría de los casos?

Éstas son, pues, las dos preguntas a las que nos lleva el discurso de Vautrin y a las que intentaremos dar respuesta en los próximos capítulos con los datos —imperfectos— a nuestro alcance. Primeramente: ¿estamos seguros de que la estructura de los ingresos del trabajo y de los ingresos heredados se transformó desde la época de Vautrin? ¿En qué proporción? En un segundo momento, y aún más importante, suponiendo que al menos parcialmente se haya dado semejante transformación: ¿por qué exactamente ocurrió ésta y acaso podría revertirse?

DESIGUALDAD RESPECTO AL TRABAJO, DESIGUALDAD RESPECTO AL CAPITAL

Para poder dar respuesta a esas preguntas, primero debemos familiarizarnos con las nociones en juego y con las principales regularidades que caracterizan a las desigualdades en los ingresos del trabajo y del capital que han estado vigentes en diferentes sociedades y en diferentes épocas. En la primera parte vimos que el ingreso podía analizarse siempre como la suma de los ingresos del trabajo y del capital. Los ingresos del trabajo incluyen principalmente los sueldos y salarios. Con el objetivo de simplificar la exposición, hablaremos en ocasiones de la desigualdad en los salarios para indicar la de los ingresos del trabajo. En realidad, para ser totalmente exactos, los ingresos del trabajo incluyen también a los no asalariados, que durante mucho tiempo desempeñaron un papel esencial y que hoy en día siguen teniendo una función nada despreciable. Por su parte, los ingresos del capital toman varias formas: reúnen el conjunto de los ingresos recibidos a título de la propiedad del capital, independientemente de cualquier trabajo y cualquiera que sea su título jurídico formal (rentas, dividendos, intereses, regalías, beneficios, plusvalías, etcétera).

Por definición, en cualquier sociedad la desigualdad en los ingresos resulta de la suma de estos dos componentes: por una parte, la desigualdad en los ingresos del trabajo y, por otra, la desigualdad en los ingresos del capital. Cuanto más desigualmente están distribuidos estos componentes, mayor es la desigualdad total. En abstracto, sería muy posible imaginar sociedades en las que la desigualdad con respecto al trabajo fuera muy elevada mientras que la existente respecto al capital fuera mucho menor; otras sociedades en las que sucediera lo inverso, y, por último, sociedades en las que los dos componentes fueran muy desiguales o, por el contrario, muy igualitarios.

El tercer factor determinante es el vínculo entre esas dos dimensiones: ¿en qué medida las personas que disponen de un elevado ingreso del trabajo también son las que tienen un elevado ingreso del capital? Cuanto más grande es el vínculo —técnicamente: la correlación estadística—, más grande es la desigualdad total, manteniendo todo lo demás constante. En la práctica, a menudo la correlación entre las dos dimensiones es baja o negativa en las sociedades con una desigualdad elevada ante el capital, lo que permite a los dueños no trabajar (por ejemplo, los héroes de Jane Austen elegían muy a menudo no tener profesión). ¿Qué sucede hoy y qué sucederá en el siglo por venir?

También hay que señalar que la desigualdad en los ingresos del capital puede ser más fuerte que la del propio capital, si los poseedores de riquezas importantes logran obtener un rendimiento promedio más elevado que los que tienen patrimonios medios y modestos. Veremos que este mecanismo puede ser un poderoso amplificador de la desigualdad, en particular en el siglo que empieza. En el caso simple en el que la tasa de rendimiento promedio sea la misma para los patrimonios de distintos tamaños, entonces por definición las dos desigualdades coincidirán.

Cuando se analiza la desigualdad en la distribución de los ingresos, es indispensable distinguir cuidadosamente esas diferentes dimensiones y componentes, primero por razones normativas y morales (la cuestión de la justificación de la desigualdad se plantea de manera muy diferente con respecto a los ingresos del trabajo, la herencia y los rendimientos del capital), y luego porque los mecanismos económicos, sociales y políticos susceptibles de dar cuenta de las evoluciones observadas son totalmente distintos. En lo relativo a la desigualdad en los ingresos del trabajo, los mecanismos operantes incluyen sobre todo la oferta y la demanda de calificaciones, el estado del sistema educativo y las diferentes reglas e instituciones que afectan el funcionamiento del mercado laboral y la formación de los sueldos y salarios. En lo tocante a la desigualdad en los ingresos del capital, los procesos más importantes son los comportamientos del ahorro y la inversión, las reglas de transmisiones y sucesiones, y el funcionamiento de los mercados inmobiliarios y financieros. Muy a menudo, las mediciones estadísticas de la desigualdad en los ingresos, utilizadas por los economistas y en el debate público, son indicadores sintéticos —como el índice de Gini— que mezclan aspectos muy diferentes (tales como la desigualdad respecto al trabajo y al capital, de tal manera que es imposible separar claramente los diferentes mecanismos en acción y las múltiples dimensiones de las desigualdades). Por el contrario, aquí intentaremos distinguirlas con tanta precisión como sea posible.

EL CAPITAL: SIEMPRE DISTRIBUIDO DE MANERA MÁS DESIGUAL QUE EL TRABAJO

La primera regularidad que se observa, en la práctica, cuando se intenta medir la desigualdad en los ingresos, es que la desigualdad respecto al capital siempre es mucho mayor que aquella respecto al trabajo. La distribución de la propiedad del capital y de los ingresos resultantes es sistemáticamente mucho más concentrada que la de los ingresos del trabajo.

Dos aspectos merecen ser precisados de inmediato: primero, se observa esta regularidad en todos los países y en todas las épocas para los que disponemos de datos, sin ninguna excepción, y cada vez de manera más marcada. Para indicar un primer orden de magnitud, la participación de 10% de las personas que reciben el ingreso del trabajo más elevado suele ser del orden de 25-30% del total de los ingresos del trabajo, mientras la participación de 10% de las personas poseedoras del capital más elevado siempre es superior a 50% del total de los capitales, y a veces sube hasta 90% en ciertas sociedades. De manera tal vez más expresiva, 50% de las personas de menores ingresos laborales siempre recibe una parte nada desdeñable del total de estos ingresos (en general entre un cuarto y un tercio, casi tanto como 10% de las mejor pagadas), mientras 50% de las personas más pobres en capital no posee nada, o casi nada (siempre menos de 10% del capital total y, en general, menos de 5%, es decir, 10 veces menos que el 10% de los más ricos). Muy a menudo, la desigualdad respecto al trabajo se manifiesta como una desigualdad pacífica, moderada, casi razonable (tanto como puede serlo una desigualdad —veremos que este aspecto no debe ser exagerado—). En comparación, la desigualdad respecto al capital siempre es extrema.

En segundo lugar, hay que insistir desde ahora en el hecho de que esta regularidad no tiene nada de evidente, y que nos informa con bastante precisión sobre la naturaleza de los procesos económicos y sociales que operan en la dinámica de la acumulación y la distribución de los capitales.

En efecto, es fácil imaginar mecanismos que impliquen una distribución de los capitales más igualitaria que la de los ingresos del trabajo. Por ejemplo, supongamos que, en un momento determinado, los ingresos del trabajo reflejaran no sólo la desigualdad permanente en los salarios entre los diferentes grupos de trabajadores, principalmente en función del nivel de calificación y de la posición jerárquica de unos y otros, sino también los choques a corto plazo (por ejemplo, si los salarios o la duración del trabajo en los diferentes sectores de actividad fluctuaran claramente de un año a otro o a lo largo de las trayectorias laborales individuales). De ello resultaría entonces una muy fuerte desigualdad en los ingresos del trabajo, en parte ficticia porque disminuiría si se midieran las discrepancias en un periodo más amplio, por ejemplo de diez años y no sólo de uno (como suele hacerse, a falta de datos más largos), o incluso en el curso de toda la vida de los individuos, lo que sería ideal con el fin de estudiar la verdadera desigualdad de oportunidades y destinos de la que hablaba Vautrin, pero que, desgraciadamente, a menudo es muy difícil de medir.

En semejante mundo, la acumulación de capitales podría corresponder sobre todo a un motivo de precaución (se hacen reservas en previsión de un futuro choque negativo), en cuyo caso la desigualdad en los capitales sería más reducida que la de los ingresos del trabajo. Por ejemplo, la discrepancia en los capitales podría entonces tener el mismo orden de magnitud que la desigualdad de los ingresos del trabajo permanentes (es decir, los que se miden a lo largo de la carrera profesional), siendo pues claramente inferior a la desigualdad instantánea en los ingresos del trabajo (calculada en un momento determinado): todo esto es lógicamente posible, pero desde luego poco relevante, ya que la desigualdad en los capitales es, en cualquier lugar y siempre, mucho mayor que la de los ingresos del trabajo. Aunque la acumulación precautoria con vistas a enfrentar choques a corto plazo en efecto existe en el mundo real, claramente no se trata del principal mecanismo que permite explicar la realidad de la acumulación y la distribución de los capitales.

También es posible imaginar mecanismos que impliquen que la desigualdad en los capitales sea comparable por su amplitud a la de los ingresos del trabajo. En particular, si la acumulación patrimonial se determinara sobre todo por un motivo de ciclo de vida (es decir, si se acumula con vistas a la jubilación), como teorizó Modigliani, cada uno debería acumular un acervo de capital más o menos proporcional a su nivel de salario, a fin de mantener aproximadamente el mismo nivel de vida —o la misma proporción del nivel de vida— tras el cese de actividades. En ese caso, la desigualdad en los capitales sería una simple traslación en el tiempo de la de los ingresos del trabajo y sólo tendría una importancia limitada como tal, ya que la única verdadera fuente de la desigualdad social sería la que se da frente al trabajo.

Una vez más, semejante mecanismo teórico es lógicamente factible y desde luego desempeña un papel nada desdeñable en el mundo real (principalmente en sociedades envejecidas). Sin embargo, desde un punto de vista cuantitativo, no se trata del principal mecanismo en acción: el ahorro del ciclo de vida, tanto como el preventivo, no permite explicar la concentración excesiva de la propiedad del capital que se observa en la práctica. Desde luego, las personas de cierta edad son más ricas, en promedio, que los jóvenes. Sin embargo, en realidad, la concentración de los patrimonios es casi tan fuerte en el interior de cada grupo de edad como con respecto a la población considerada en su conjunto. Dicho de otro modo, contrariamente a una idea muy difundida, la lucha de edades no sustituyó a la lucha de clases. La excesiva concentración del capital se explica sobre todo por la importancia de la herencia y de sus efectos acumulativos (por ejemplo, es más fácil ahorrar cuando se heredó un departamento y no se tiene que pagar una renta). El hecho de que el rendimiento del patrimonio tome a veces valores extremos desempeña también un papel significativo en este proceso dinámico. Volveremos de modo detallado, en la continuación de esta tercera parte, a esos diferentes mecanismos y a la manera en que su importancia evolucionó en el tiempo y en el espacio. En esta etapa, retengamos simplemente que la amplitud de la desigualdad del capital —en términos absolutos y con respecto a la discrepancia de los ingresos del trabajo— apunta más hacia ciertos mecanismos que hacia otros.

DESIGUALDAD Y CONCENTRACIÓN: ALGUNOS ÓRDENES DE MAGNITUD

Antes de analizar las evoluciones históricas observadas en los diferentes países, es útil describir de manera más precisa los órdenes de magnitud que suelen caracterizar a la desigualdad respecto al trabajo y al capital. El objetivo es permitir al lector familiarizarse con cifras y nociones —deciles, percentiles, etc.— algo técnicas en apariencia, incluso ingratas para algunos, pero que en realidad son muy útiles para analizar y comprender las transformaciones de la estructura de la desigualdad en las diferentes sociedades, siempre y cuando se las utilice correctamente.

Para ello, en los cuadros VII.1, VII.2 y VII.3 se muestran ejemplos de distribuciones observadas en diferentes países y distintas épocas. Las cifras indicadas fueron deliberadamente redondeadas y son aproximadas, pero permiten hacerse una primera idea de aquello a lo que corresponde una desigualdad baja, media o alta en el mundo que nos rodea y en la historia: por una parte, con respecto a los ingresos del trabajo; por otra, en relación con la propiedad del capital y, por último, en lo tocante a la desigualdad total en los ingresos cuando se suman los ingresos del trabajo y del capital.

Por ejemplo, en lo que se refiere a la desigualdad respecto al trabajo, se advierte que en las sociedades más igualitarias, como las de los países escandinavos en los años 1970-1980 (la desigualdad ha aumentado ligeramente en Europa del Norte desde entonces, pero esos países siguen siendo los más igualitarios), la distribución se presentaba aproximadamente de la siguiente manera: si se consideraba el conjunto de la población adulta, 10% de quienes recibían los ingresos del trabajo más elevados percibían apenas más de 20% de la masa total de los ingresos del trabajo (en la práctica se trataba básicamente de la masa de salarios), 50% de los peor pagados recibían alrededor de 35%, y 40% de la parte media cobraba un monto del orden de 45% del total (véase el cuadro VII.1)[5]. Desde luego, no se trataba de una igualdad perfecta, puesto que en este caso cada grupo debería haber percibido el equivalente de su porcentaje en la población (el 10% de los mejor pagados, exactamente 10% de la masa de los ingresos en juego, y el 50% de los menos bien remunerados, 50%). Sin embargo, se trataba de una desigualdad no demasiado extrema, por lo menos comparada con lo que se observaba en otros países y otras épocas, y sobre todo con lo que se advertía en casi todas partes respecto de la propiedad del capital, incluso en los países escandinavos.

CUADRO VII.1. La desigualdad total de los ingresos del trabajo en el tiempo y el espacio

Nota: en las sociedades en las que la desigualdad en los ingresos del trabajo es relativamente baja (como en los países escandinavos en los años de 1970-1980), el 10% de los mejor pagados recibe alrededor del 20% de los ingresos del trabajo; el 50% de los menos bien pagados recibe alrededor del 35%, y el 40% del medio recibe aproximadamente el 45%. El coeficiente de Gini correspondiente (indicador sintético de desigualdad que va de 0 a 1) es de 0.19. Véase el anexo técnico.

CUADRO VII.2. La desigualdad de la propiedad del capital en el tiempo y el espacio

Nota: en las sociedades caracterizadas por una desigualdad «promedio» en la propiedad del capital (como los países escandinavos en los años de 1970-1980), el 10% de los más ricos en patrimonio posee alrededor del 50% de las riquezas; el 50% de los menos ricos alrededor del 10%, y el 40% del medio aproximadamente el 40%. El coeficiente de Gini correspondiente es de 0.58. Véase el anexo técnico.

CUADRO VII.3. La desigualdad total en los ingresos (trabajo y capital) en el tiempo y el espacio

Nota: en las sociedades en las que la desigualdad total en los ingresos del trabajo es relativamente baja (como en los países escandinavos en los años de 1970-1980), el 10% de los mejor pagados poseen alrededor del 20% del ingreso total, y el 50% de los más pobres alrededor del 30%. El coeficiente de Gini correspondiente es de 0.26. Véase el anexo técnico.

Para que todo el mundo pueda hacerse una idea de lo que significaban realmente semejantes cifras, es importante establecer el vínculo entre, por una parte, este tipo de distribución expresada en porcentaje del total que puede ser repartido y, por otra, los salarios contantes y sonantes que cobraban los trabajadores de carne y hueso que constituían esas distribuciones, así como con las riquezas inmobiliarias y financieras que poseían los propietarios que componían dichas jerarquías.

En concreto, si el 10% de los mejor pagados recibía 20% de la masa salarial, por definición eso significa que cada individuo de ese grupo ganaba en promedio dos veces el salario promedio vigente en el país considerado. Asimismo, si el 50% de los menos pagados recibía 35% de la masa salarial, eso implicaba mecánicamente que cada miembro de este grupo percibía en promedio un poco más de dos tercios (exactamente 70%) del salario promedio. Y si el 40% del medio ganaba 45% de la masa salarial, eso significaba que su salario promedio era apenas superior (45/40 [1125 veces]) al salario promedio observado para el conjunto de la sociedad.

Por ejemplo, si el sueldo promedio en el país considerado es de 2000 euros por mes, esta distribución suponía que el 10% de los mejor pagados ganaba en promedio 4000 euros mensuales, el 50% peor pagado percibía 1400 euros por mes y el 40% del medio cobraba en promedio 2250 euros mensuales[6]. En este sentido, el grupo intermedio correspondía, en efecto, a una gran «clase media» cuyo nivel de vida era a menudo bastante parecido al del ingreso promedio de la sociedad en cuestión.

CLASE POPULAR, CLASE MEDIA, CLASE ALTA

Precisemos a este respecto que, desde luego, las denominaciones de «clase popular» (definida como el 50% más bajo), «clase media» (el 40% del «medio», es decir, el 40% situado entre el 50% más bajo y el 10% más alto) y «clase alta» (el 10% más alto) que utilizamos en los cuadros VII.1 al VII.3 son arbitrarias y discutibles. Las introdujimos de manera puramente ilustrativa y sugestiva, a fin de fijar las ideas, pero en realidad estos términos casi no desempeñan ningún papel en nuestro análisis, y hubiéramos asimismo podido llamar «clase A», «clase B» y «clase C» a los grupos sociales en cuestión. En el marco del debate público, estas cuestiones de terminología suelen no tener nada de anodino: la manera en que las resuelven unos y otros refleja, a menudo, posicionamientos implícitos o explícitos respecto tanto de la justificación como de la legitimidad de los niveles de ingresos y de riqueza poseídos por tal o cual grupo.

Por ejemplo, algunos utilizan la expresión «clase media» de manera muy extensiva, para designar incluso a personas que se sitúan claramente en el interior del decil superior de la jerarquía social (el 10% de mayores ingresos), e incluso muy cerca del percentil superior (el 1% de ingresos más elevados). En general, el objetivo perseguido al hacer esto es insistir en el hecho de que esas personas, aunque disponen de recursos sensiblemente superiores al promedio vigente en la sociedad considerada, conservan, sin embargo, cierta semejanza con la media: se trata pues de indicar que no son pudientes y que merecen la clemencia de las autoridades públicas, principalmente del fisco.

Otros, a veces los mismos, rechazan cualquier noción de «clase media» y prefieren describir la estructura social como una oposición entre una inmensa mayoría de «clases populares y medias» (el pueblo) y una ínfima minoría de «clases altas» (las «élites»). Semejante descripción puede ser pertinente para describir ciertas sociedades, o tal vez más bien para analizar ciertos contextos políticos e históricos en algunas sociedades. Por ejemplo, en la Francia de 1789 se suele estimar que la aristocracia representaba entre el 1 y el 2% de la población, el clero menos del 1% y el «estado llano» —es decir, todo el pueblo, de los campesinos a la burguesía, en el marco del sistema político vigente durante el Antiguo Régimen— más del 97%.

Nuestro objetivo ahora no es establecer la policía encargada de los diccionarios y el lenguaje. Sobre las cuestiones de denominación de grupos sociales, al mismo tiempo cada quien acierta y se equivoca. Cada uno tiene buenas razones para utilizar los términos que emplea, y se equivoca al denigrar a los que eligen otros. La manera en que definimos a la «clase media» (el 40% del «medio») es muy discutible, ya que todas las personas a las que incluimos en este grupo en realidad tienen ingresos (o patrimonios) superiores a la mediana de la sociedad considerada[7]. Se podría asimismo elegir fragmentar a la sociedad en tres tercios, y llamar «clase media» al tercio realmente del medio. Sin embargo, nos parece que nuestra definición corresponde mejor al uso más difundido: la expresión «clase media» suele emplearse para designar a las personas que se las arreglan bastante mejor que la masa del pueblo, aunque permanezcan bastante lejos de las verdaderas élites. Todo esto es eminentemente discutible, y aquí no tenemos que tomar una posición respecto de esta delicada cuestión, que es al mismo tiempo lingüística y política.

En realidad, toda representación de la desigualdad basada en un pequeño número de categorías está destinada a ser esquemática y burda, ya que la realidad social subyacente tiene siempre una distribución continua. En todos los niveles de ingresos y de riqueza siempre existe cierto número de personas de carne y hueso cuyas características e importancia numérica varían lenta y progresivamente en función de la forma de la distribución vigente en la sociedad considerada. Jamás existe una ruptura entre las diferentes clases sociales, entre el mundo del «pueblo» y el de las «élites». Por ello, nuestro análisis se basa por completo en conceptos estadísticos (el 10% de los más elevados, el 40% del medio, el 50% de abajo), que tienen el mérito de definirse exactamente de la misma manera en las diferentes sociedades y que, por consiguiente, permiten establecer comparaciones rigurosas y objetivas en el tiempo y el espacio, sin pretender negar la complejidad propia de cada sociedad y, en particular, el carácter fundamentalmente continuo de la desigualdad social.

¿LUCHA DE CLASES O LUCHA DE PERCENTILES?

En el fondo, éste es nuestro único objetivo: poder comparar la estructura de las desigualdades vigentes en sociedades muy distantes en el tiempo y el espacio, sociedades muy distintas a priori y especialmente sociedades que utilizan palabras y nociones totalmente diferentes para designar a los grupos sociales que las componen. Las nociones de deciles y percentiles son un poco abstractas y desde luego carecen de poesía. Espontáneamente, es más fácil identificarse con las categorías del propio tiempo: campesinos o nobles, proletarios o burgueses, empleados o ejecutivos, meseros o financieros. Sin embargo, la belleza de los deciles y los percentiles es precisamente poder contrastar desigualdades y épocas incomparables de otra manera, y permitir así un lenguaje común que, en principio, sea aceptable para todos.

Cuando sea necesario, fragmentaremos más minuciosamente los grupos considerados, mediante percentiles e incluso milésimos, a fin de hacer justicia al carácter continuo de la desigualdad social. En particular, en cada sociedad, incluso en la más igualitaria, el decil superior es verdaderamente un mundo en sí mismo. Reúne a personas cuyo ingreso es apenas dos o tres veces superior al ingreso promedio, junto con otras cuyos recursos son varios cientos de veces superiores. En un primer momento, siempre es esclarecedor fragmentar el decil superior en dos subgrupos: por una parte, el percentil superior (al que se puede llamar la «clase dominante», de nuevo para fijar las ideas, y sin pretender que este término sea verdaderamente mejor que otro) y los nueve percentiles siguientes, por la otra (la «clase acomodada»).

Por ejemplo, si se considera el caso de la desigualdad relativamente baja en los ingresos del trabajo —el caso escandinavo— mostrada en el cuadro VII.1 con el 20% de la masa salarial para el 10% de los trabajadores mejor pagados, se advierte que la proporción recibida por el 1% de los mejor pagados suele ser del orden de 5% de la masa salarial. Por definición, esto significa que el 1% de estos asalariados ganaba en promedio cinco veces el salario medio, es decir, 10 000 euros mensuales en una sociedad en la que el sueldo promedio era de 2000 euros mensuales. Dicho de otro modo, el 10% de los mejor pagados percibía en promedio 4000 euros, pero dentro de este grupo el 1% de los mucho mejor pagados recibían en promedio 10 000 euros mensuales (y el 9% restante en promedio aproximadamente 3330 euros). Si se continuara con la descomposición y se examinara el milésimo superior (el 0.1% mejor pagado) dentro del percentil superior, se encontrarían personas que ganaban varias decenas de miles de euros por mes, e incluso algunas con unos cientos de miles de euros mensuales, también en los países escandinavos de los años 1970-1980. Por supuesto, esas personas serían poco numerosas, de tal manera que su peso en la masa de los ingresos del trabajo sería bastante limitado.

Para estimar la desigualdad de una sociedad no basta, pues, con advertir que algunos ingresos son muy elevados: decir por ejemplo que «la escala de los salarios va de 1 a 10», o bien «de 1 a 100», no nos informa en realidad de gran cosa; también hay que saber cuántas personas alcanzan esos niveles. Desde ese punto de vista, la proporción de los ingresos —o de la riqueza— propiedad del decil superior o del percentil superior constituye un indicador pertinente para valorar la desigualdad de una sociedad, ya que toma en cuenta no sólo la existencia de ingresos o patrimonios extremos, sino también el número de personas beneficiadas por esos valores tan elevados.

El percentil superior es un grupo particularmente interesante para el estudio en el marco de nuestra investigación histórica, pues representa una fracción desde luego muy minoritaria de la población (por definición), pero al mismo tiempo supone un grupo social mucho más amplio que las selectas élites de unas decenas o centenas de miembros que a veces llaman la atención (como la denominación francesa de «las doscientas familias» que, durante el periodo de entreguerras, aludía a los doscientos mayores accionistas del Banco de Francia, o las clasificaciones de fortunas publicadas en nuestros días en Forbes y revistas equivalentes, que suelen referirse a algunos cientos de personas). En un país de casi 65 millones de habitantes, como Francia en 2013, de los cuales 50 millones son mayores de edad, el percentil superior reúne alrededor de 500 000 personas adultas. En un país de 320 millones de habitantes, como los Estados Unidos (con 260 millones de adultos), el percentil superior consta de 2.6 millones de personas mayores de edad. Se trata, pues, de grupos sociales numéricamente muy importantes, y en los que es imposible no fijarse en un país, sobre todo cuando tienden a vivir en las mismas ciudades y hasta en los mismos barrios. En todos los países, el percentil superior ocupa espacio en el paisaje social, y no sólo dinero.

Al fin y al cabo, se puede considerar que en todas las sociedades, ya sea la de Francia en 1789 (cuando entre el 1 y el 2% pertenecía a la aristocracia) o la de los Estados Unidos a principios de la década de 2010 (donde el movimiento Occupy Wall Street apuntaba explícitamente al grupo del «1%» de los más ricos), el percentil superior representa una población lo bastante significativa numéricamente como para estructurar el paisaje social y el orden político-económico en su conjunto.

De paso advertimos lo interesante de estas nociones de deciles y percentiles: ¿mediante qué milagro podríamos esperar comparar las desigualdades en sociedades tan diferentes como la de Francia en 1789 o la de los Estados Unidos en 2013, si no fuera intentando minuciosamente definir los deciles y percentiles, y estimar las proporciones que estos grupos representan de la riqueza nacional, aquí y allá? Desde luego, semejante ejercicio no permite zanjar todos los problemas y dar respuesta a todas las preguntas, pero es mucho mejor que no poder decir absolutamente nada. Intentaremos, pues, determinar en qué medida el dominio del «1%», medido de esta manera, era más fuerte durante el reinado de Luis XVI o durante los gobiernos de George Bush y de Barack Obama.

El caso del movimiento Occupy muestra asimismo que este lenguaje común y, en particular, este concepto de «percentil superior», incluso cuando puede parecer un poco abstracto a primera vista, permiten evidenciar cambios espectaculares en la desigualdad y en la realidad y, por lo mismo, pueden constituir una guía de interpretación útil de la sociedad, en el marco de movilizaciones sociales y políticas de gran envergadura, basadas en eslóganes a priori inesperados («We are the 99%» [Somos el 99%]), pero que finalmente no dejan de recordar —en su intención— el famoso panfleto Qu’est-ce que le tiers état? [¿Qué es el tercer Estado?], publicado en enero de 1789 por el abad Sieyès)[8].

Precisemos asimismo que las jerarquías operantes y, por consiguiente, las nociones de deciles y percentiles nunca son, desde luego, exactamente las mismas para los ingresos del trabajo que para la riqueza. Las personas que disponen del 10% de los ingresos del trabajo más elevados o del 50% de los más bajos no son las mismas que las que poseen el 10% de los patrimonios más elevados o el 50% de los más bajos: el «1%» que obtiene más ingresos del trabajo no es el «1%» que posee más capitales. Los deciles y percentiles se definen por separado respecto de los ingresos del trabajo, por una parte; de la propiedad del capital, por otra, y finalmente del ingreso total, resultante del trabajo y del capital, que sintetiza las dos dimensiones y define así una jerarquía social compuesta, derivada de las dos primeras. Es esencial siempre precisar correctamente a qué jerarquía se hace referencia. En las sociedades tradicionales, la correlación entre las dos dimensiones a menudo era negativa (los poseedores de patrimonios importantes no trabajaban y se situaban entonces hasta abajo en la jerarquía de los ingresos del trabajo). En las sociedades modernas, la correlación suele ser positiva, pero nunca es perfecta (el coeficiente de correlación siempre es inferior a 1). Por ejemplo, siguen existiendo muchas personas que forman parte de la clase alta en términos de ingreso laboral, pero que pertenecen a la clase popular en cuanto a su patrimonio, y viceversa. La desigualdad social es multidimensional, al igual que el conflicto político.

Señalemos, para terminar, que las distribuciones de ingresos —y de patrimonios— descritas en los cuadros VII.1 al VII.3 y analizadas en este capítulo y los siguientes son siempre distribuciones llamadas «primarias», es decir, antes de tomar en cuenta los impuestos. Según la forma que adquiera la estructura de estos últimos —y los servicios públicos y transferencias que financian—, ya sea «progresiva» o «regresiva» (esto es, dependiendo de si grava más o menos a los diferentes grupos de ingresos y de riqueza a medida que se asciende en la jerarquía social), la distribución después de los impuestos puede ser más o menos igualitaria que la previa a los impuestos. Estudiaremos todo esto en la cuarta parte de este libro, así como el conjunto de las cuestiones vinculadas con la redistribución. En esta etapa sólo nos interesa la distribución previa a los impuestos[9].

LA DESIGUALDAD RESPECTO AL TRABAJO: ¿DESIGUALDAD MODERADA?

Volvamos al examen de los órdenes de magnitud de las desigualdades. ¿En qué medida la desigualdad en los ingresos del trabajo es una discrepancia moderada, razonable o incluso apacible? Desde luego, las desigualdades ante el trabajo siempre son mucho menores que las que se dan ante el capital. Sin embargo, sería erróneo despreciarlas porque, por una parte, los ingresos del trabajo suelen representar entre dos tercios y tres cuartos del ingreso nacional y, por otra, porque las diferencias en las distribuciones de los ingresos del trabajo en los diferentes países son muy sustanciales, lo que sugiere que las políticas públicas y las diferencias nacionales pueden tener grandes consecuencias sobre estas desigualdades y sobre las condiciones de vida de amplios grupos de la población.

En los países más igualitarios en materia de ingresos del trabajo, como los países escandinavos en los años 1970-1980, el 10% de los mejor pagados recibían alrededor del 20% de la masa de los ingresos del trabajo, y el 50% de los peor pagados cobraban el 35%. En los países con situaciones medianamente desiguales, como la mayoría de los países europeos en la actualidad (por ejemplo, Francia o Alemania), el primer grupo recibe un 25-30% del total, y el segundo alrededor del 30%. Por último, en los países nada igualitarios, como los Estados Unidos a principios de la década de 2010 (sin duda con uno de los niveles más altos de desigualdad en los ingresos del trabajo jamás observados, como veremos más adelante), el decil superior alcanzaba el 35% del total, mientras que la mitad inferior recibía sólo el 25%. Dicho de otro modo, el equilibrio entre los dos grupos se invertía casi por completo. En los países más igualitarios, el 50% de los peor pagados recibía casi dos veces más de masa salarial que el 10% de los mejor pagados (lo que para algunos es en efecto muy poco, ya que son cinco veces más numerosos), mientras que en los países menos igualitarios recibe una tercera parte menos. Si prosiguiera la tendencia a la concentración creciente de los ingresos del trabajo observada en los Estados Unidos a lo largo de los últimos decenios, entonces hacia 2030 el 50% de los peor pagados podría recibir sólo la mitad de la masa salarial que recibe el 10% de los mejor pagados (véase el cuadro VII.1). Desde luego, nada indica que esta evolución proseguirá realmente, pero esto permite ilustrar el hecho de que las transformaciones en curso no tienen nada de anodino.

En concreto, para un mismo salario promedio de 2000 euros por mes, la distribución escandinava, más igualitaria, correspondía a 4000 euros mensuales para el 10% de los mejor pagados (de los cuales, el 1% de los mejor pagados recibía 10 000 euros al mes), 2250 euros para el 40% del medio y 1400 euros para el 50% de los peor pagados. En cambio, a la distribución estadunidense, la menos igualitaria observada hasta ahora, correspondía una jerarquía más marcada: 7000 euros para el 10% de arriba (de los cuales, el 1% superior recibía 24 000 euros al mes), 2000 euros para el 40% del medio y sólo 1000 euros mensuales para el 50% de abajo.

Para la mitad menos favorecida de la población, las diferencias entre las diversas distribuciones distan pues de ser despreciables: cuando durante toda una vida se dispone de un 40% de ingreso suplementario —1400 euros en lugar de 1000, sin siquiera haber tomado en cuenta los efectos del sistema de impuestos y transferencias—, hay consecuencias considerables en las elecciones que se puede uno permitir: la capacidad de alojarse, de salir o no de vacaciones, los gastos que se pueden dedicar a proyectos, a los hijos, etc. También hay que subrayar que en la mayoría de los países las mujeres están, en la práctica, masivamente sobrerrepresentadas dentro del 50% de los salarios más bajos, de tal manera que estas fuertes diferencias nacionales, menores en Europa del Norte que en otras partes, reflejan de manera importante la distancia entre los salarios de hombres y mujeres.

Para los sectores más favorecidos de la población, las diferencias entre distribuciones también son muy significativas: cuando durante toda una vida se dispone de 7000 euros mensuales en lugar de 4000 (o mejor aún, de 24 000 euros en lugar de 10 000), no se hacen los mismos gastos y se dispone de mayor poder no sólo sobre las compras sino también sobre los demás (por ejemplo, para contratar el servicio de personas menos bien pagadas). Si la tendencia estadunidense prosiguiera, los ingresos mensuales en 2030 —siempre con un mismo salario promedio de 2000 euros mensuales— podrían ser de 9000 euros para el 10% superior (de los cuales, 34 000 euros serían para el 1% más alto), 1750 euros para el 40% del medio y sólo 800 euros mensuales para el 50% inferior. Concretamente, consagrándole una pequeña parte de su ingreso, el 10% superior podría contratar como sirvientes a una buena parte del 50% de abajo[10].

Vemos pues que, con un mismo sueldo promedio, diferentes distribuciones de los ingresos del trabajo pueden conducir a realidades sociales y económicas muy distintas para los grupos sociales implicados. Y, en ciertos casos, a desigualdades que no tienen nada de apacibles. Por todas estas razones, es esencial comprender las fuerzas económicas, sociales y políticas que determinan el grado de desigualdad en los ingresos del trabajo vigentes en las diferentes sociedades.

LA DESIGUALDAD RESPECTO AL CAPITAL: DESIGUALDAD EXTREMA

La desigualdad en los ingresos del trabajo a veces puede parecer —incorrectamente— moderada y apacible, pero esto es sobre todo en comparación con la distribución de la propiedad del capital, que es extremadamente desigual en todos los países (véase el cuadro VII.2).

En las sociedades más igualitarias en materia de riqueza, que de nuevo son los países escandinavos en los años 1970-1980, el 10% de los patrimonios más elevados representaba por sí solo alrededor de 50% de la riqueza nacional, incluso un poco más —entre 50 y 60%— si se tenían en cuenta correctamente las fortunas más importantes. Hoy en día, al principio de la década de 2010, la participación del 10% de los patrimonios más elevados se sitúa en torno al 60% de la riqueza nacional en la mayoría de los países europeos, y especialmente en Francia, Alemania, el Reino Unido e Italia.

Lo más sorprendente es sin duda que en todas esas sociedades la mitad más pobre de la población no posee casi nada: el 50% de los más pobres de capitales poseen siempre menos de 10% de la riqueza nacional y, en general, menos de 5%. En Francia, según los últimos datos a nuestro alcance, referidos a los años 2010-2011, la participación del 10% de los más ricos alcanzaba 62% del patrimonio total, y la del 50% de los más pobres era sólo de 4%. En los Estados Unidos, la investigación más reciente organizada por la Reserva Federal, para esos mismos años, indicaba que el decil superior poseía el 72% del patrimonio estadunidense, y la mitad inferior, apenas el 2%. Además, hay que precisar que esta fuente, como la mayoría de las investigaciones declarativas, subestima las fortunas más grandes[11]. Como ya señalamos, también es importante añadir que una concentración igual de fuerte de los capitales se observa dentro de cada grupo de edad[12].

A la postre, las desigualdades patrimoniales en los países más igualitarios en este aspecto —por ejemplo, en los países escandinavos de los años setenta y ochenta— son claramente más fuertes que las desigualdades salariales en los países menos igualitarios en esta materia —por ejemplo, los Estados Unidos a principios de la década de 2010— (véanse los cuadros VII.1 y VII.2). Hasta donde sabemos, no existe ninguna sociedad, en ninguna época, en la que se observe una distribución de la propiedad del capital que pueda ser calificada razonablemente de «débilmente» desigualitaria, es decir, una distribución en la que la mitad más pobre de la sociedad poseyera una parte significativa —por ejemplo, un quinto o un cuarto— del patrimonio total[13]. Sin embargo, nada impide ser optimistas, y por ello indicamos, en el cuadro VII.2, un ejemplo virtual de una posible distribución del patrimonio en la que la desigualdad sería «baja», o por lo menos más baja que en las distribuciones escandinavas (desigualdad calificada de «promedio»), europeas («promedio-elevada») y estadunidenses («elevada»). Desde luego, las modalidades de instauración de semejante «sociedad ideal» —suponiendo que se trate realmente de un objetivo deseable— quedan por completo por determinar (en la cuarta parte volveremos a este tema central)[14].

Al igual que con respecto a la desigualdad en los salarios, es importante comprender correctamente a qué corresponden estas cifras. Imaginemos una sociedad en la que el patrimonio neto promedio fuera de 200 000 euros por adulto[15], lo que aproximadamente sucede hoy en día en los países europeos más ricos[16]. Vimos también en la segunda parte que este patrimonio privado promedio se repartía, en una primera aproximación, en dos mitades de tamaño comparable: bienes inmobiliarios, por un lado, y activos financieros y profesionales (depósitos bancarios, planes de ahorro, carteras de acciones y obligaciones, contratos de seguro de vida, fondos de pensión, etc., netos de deudas), por el otro; todo esto, desde luego, con importantes variaciones entre países y enormes diferencias entre individuos.

Si el 50% de los más pobres posee el 5% del patrimonio total, por definición eso significa que en promedio dispone del equivalente del 10% del patrimonio promedio vigente en el conjunto de la sociedad. En el ejemplo elegido, el 50% de los más pobres posee en promedio un patrimonio neto de 20 000 euros, lo que, a pesar de no ser totalmente inútil, no representa gran cosa respecto de las riquezas poseídas por el resto del país.

Concretamente, en semejante sociedad, la mitad más pobre de la población suele constar de un gran número de patrimonios nulos o casi nulos (algunos miles de euros; es el caso, en general, de la cuarta parte de la población) y de un número nada despreciable de patrimonios ligeramente negativos (cuando las deudas superan los activos, a menudo de entre la vigésima y la décima parte de la población). Luego, los patrimonios se escalonarían hasta montos del orden de 60 000-70 000 euros, incluso un poco más. De esta diversidad de situaciones, y de la existencia de un gran número de personas muy cercanas al cero patrimonial absoluto, resulta un promedio general de alrededor de 20 000 euros dentro de la mitad más pobre de la población. En ciertos casos puede tratarse de personas en vías de acceso a la propiedad inmobiliaria, pero que aún se encuentran muy endeudadas, por lo que poseen un patrimonio neto muy bajo. Sin embargo, con frecuencia se trata de inquilinos cuyo patrimonio se limita a unos miles de euros de ahorros —a veces algunas decenas de miles de euros— en una cuenta de banco o en cuentas de ahorro. Si se incluyeran en el patrimonio los bienes duraderos —automóviles, muebles, equipos electrodomésticos, etc.— que poseen esas personas, el patrimonio promedio del 50% de los más pobres subiría a lo sumo a 30 000-40 000 euros[17].

Para esta mitad de la población, la noción misma de patrimonio y capital es relativamente abstracta. Para millones de personas, su riqueza se reduce a unas semanas de sueldo por adelantado —o retrasado— en una cuenta de cheques, a una vieja cartilla de ahorros muy raquítica abierta por una tía, un automóvil y algunos muebles. Esta realidad profunda —la riqueza está tan concentrada que una buena parte de la sociedad ignora prácticamente su existencia e imagina, a veces, que es propiedad de seres irreales y entidades misteriosas— exige de forma indispensable el estudio metódico y sistemático del capital y su distribución.

En el otro extremo de la jerarquía, si el 10% de los más ricos posee el 60% de la riqueza total, eso supone mecánicamente que en promedio tiene el equivalente de seis veces el patrimonio promedio del país en cuestión. En el ejemplo elegido, con una riqueza promedio de 200 000 euros por adulto, el 10% de los más ricos posee entonces en promedio una fortuna neta de 1.2 millones de euros por adulto.

El decil superior de la distribución de los capitales, aún más que el de los salarios, es en sí mismo sumamente desigual. Mientras que la proporción del decil superior es del orden de 60% de la riqueza total, como sucede hoy en día en la mayoría de los países europeos, la del percentil superior suele ser de aproximadamente el 25%, y la del 9% restante de más o menos 35%. Por consiguiente, los primeros tienen un patrimonio medio que es 25 veces más elevado que el promedio de la sociedad, mientras que los segundos poseen apenas cuatro veces más que el promedio. Concretamente, en el ejemplo elegido, el 10% de los más ricos posee en promedio una fortuna neta media de 1.2 millones de euros, con un promedio de cinco millones para el 1% de los más ricos y de poco menos de 800 000 en promedio para el 9% restante[18].

La composición de la riqueza también varía mucho dentro de este grupo. En el decil superior, casi todo el mundo es dueño de su vivienda, pero la importancia del bien inmobiliario disminuye considerablemente a medida que se sube en la jerarquía de los patrimonios. En el grupo del «9%», con un capital próximo al millón de euros, los bienes inmobiliarios representan más de la mitad de la riqueza, y para ciertas personas más de los tres cuartos de ella. En el nivel del percentil superior, por el contrario, los activos financieros y profesionales predominan claramente sobre los bienes inmobiliarios. En particular, las acciones y las participaciones en sociedades componen casi la totalidad de las fortunas más grandes. Para capitales de entre dos y cinco millones de euros, la proporción del bien inmobiliario es inferior a una tercera parte: más allá de cinco millones de euros, cae por debajo del 20%; más allá de 20 millones de euros, es inferior al 10%, y las acciones y participaciones constituyen prácticamente todo el patrimonio. El cemento es la inversión favorita de la clase media y acomodada. Sin embargo, la verdadera fortuna siempre consiste principalmente en activos financieros y de negocios.

Entre el 50% de los más pobres (poseedores del 5% del patrimonio total, es decir, 20 000 euros de riqueza promedio en el ejemplo elegido) y el 10% de los más ricos (dueños del 60% del patrimonio total, es decir, 1.2 millones de euros de fortuna promedio) se encuentra el 40% del medio: esta «clase media patrimonial» posee el 35% de la riqueza total, lo que significa que su riqueza neta media es muy cercana al promedio del conjunto de la sociedad (en este caso, en el ejemplo elegido, es exactamente de 175 000 euros por adulto). Dentro de este amplio grupo, en el que los capitales se escalonan de apenas 100 000 euros a más de 400 000, la propiedad de la residencia principal y las modalidades de su adquisición y de su pago desempeñan muy a menudo un papel central. Este capital principalmente inmobiliario a veces se complementa con un ahorro financiero nada despreciable. Por ejemplo, un patrimonio neto de 200 000 euros puede constar de una casa que vale 250 000 euros, de la que hay que sustraer un remanente de préstamo de 100 000 euros y a la que hay que añadir 50 000 euros invertidos en un contrato de seguro de vida o de ahorro para la jubilación. Cuando haya concluido el pago de la casa, el patrimonio neto alcanzará 300 000 euros, e incluso más si el ahorro financiero aumentó en el intervalo. He aquí una trayectoria típica para esta clase media de la jerarquía de la riqueza, más rica que el 50% de los más pobres (que no poseen casi nada), pero más pobre que el 10% de los más ricos (que son dueños de mucho más).

LA MAYOR INNOVACIÓN DEL SIGLO XX: LA CLASE MEDIA PATRIMONIAL

No nos equivoquemos: el desarrollo de una verdadera «clase media patrimonial» constituye la principal transformación estructural de la distribución de la riqueza en los países desarrollados en el siglo XX.

Volvamos un siglo atrás, a la Bella Época, hacia 1900-1910. En todos los países europeos la concentración del capital era mucho más extrema aún de lo que es hoy. Es importante tener en mente esos órdenes de magnitud, que indicamos en el cuadro VII.2. Hacia 1900-1910, tanto en Francia como en el Reino Unido o Suecia, así como en todos los países para los que disponemos de datos, el 10% de los más ricos poseía casi la totalidad del patrimonio nacional: la participación del decil superior alcanzaba el 90%. Por sí solos, el 1% de los más pudientes tenían más del 50% del total de la riqueza. La participación del percentil superior incluso rebasaba el 60% en ciertos países particularmente desiguales, como el Reino Unido. Por el contrario, el 40% del medio poseía apenas más del 5% de la riqueza nacional (entre el 5 y el 10%, según los países), es decir, apenas más que el 50% de los más pobres, que como hoy en día disponían de menos del 5%.

Dicho de otro modo, no existía una clase media, en el sentido preciso de que el 40% del medio era casi tan pobre en patrimonio como el 50% de los más pobres. La distribución del capital consistía en una inmensa mayoría de personas que no tenían casi nada y una minoría poseedora de prácticamente todos los activos. Desde luego, se trataba de una minoría importante (el decil superior representaba una élite mucho más amplia que el percentil superior, que por sí mismo constituía un grupo social numéricamente significativo), pero una minoría en cualquier caso. La curva de distribución era, en consecuencia, continua, como en todas las sociedades, pero su pendiente era sumamente pronunciada al aproximarse al decil superior y al percentil superior, de tal manera que se pasaba de manera casi inmediata del mundo del 90% de los más pobres (en el que cada uno poseía a lo sumo algunas decenas de miles de euros de patrimonio, si nos referimos a los montos actuales) al mundo del 10% de los más ricos, en el que cada uno era dueño del equivalente de varios millones de euros, incluso hasta de varias decenas de millones de euros[19].

Sería erróneo subestimar la importante —aunque frágil— innovación histórica capital que constituyó la emergencia de una clase media patrimonial. Desde luego, existe la tentación de insistir en el hecho de que la concentración de las riquezas sigue siendo sumamente fuerte en la actualidad: la participación del decil superior alcanza el 60% en Europa en este inicio del siglo XXI y rebasa el 70% en los Estados Unidos[20]. En cuanto a la mitad inferior de la población, su patrimonio sigue siendo tan escaso hoy como ayer: apenas el 5% del total tanto en 2010 como en 1910. En el fondo, la clase media no obtuvo más que algunas migajas: apenas más de un tercio de la riqueza en Europa, un cuarto en los Estados Unidos. Este grupo central reúne a una población cuatro veces más numerosa que el decil superior y, sin embargo, la masa de las riquezas que posee es entre dos y tres veces inferior. Se podría estar tentado a concluir que en realidad nada ha cambiado: la desigualdad del capital sigue siendo extrema (véase el cuadro VII.2).

Todo esto no es falso y resulta esencial ser conscientes de esta realidad: la reducción histórica de las desigualdades patrimoniales es mucho menos fuerte de lo que a veces se piensa; además, nada garantiza que esta compresión limitada de la desigualdad sea irreversible. Sin embargo, se trata de migajas importantes, y sería erróneo subestimar el significado histórico de ese cambio. Cuando se tiene el equivalente de un patrimonio de 200 000 euros o de 300 000, tal vez no se es rico, pero se está muy lejos de ser totalmente pobre (además, a nadie le gusta ser tratado de pobre). El hecho de que decenas de millones de personas —el 40% de la población, porcentaje que representa un cuerpo social considerable, a medio camino entre pobres y ricos— dispongan individualmente de algunos cientos de miles de euros y posean colectivamente entre un cuarto y un tercio de la riqueza nacional es una transformación que nada tiene de anodino. Se trata de un cambio muy sustancial en términos históricos, que modificó profundamente el paisaje social y la estructura política de la sociedad, contribuyendo a redefinir los términos del conflicto distributivo. Es, por tanto, esencial comprender sus razones.

Al mismo tiempo, esta transformación se tradujo también en una importante disminución de los patrimonios más elevados: la participación del percentil superior se dividió por más de dos, pasando en Europa de más del 50% a principios del siglo XX a alrededor del 20-25% a fines del mismo siglo y principios del XXI. Veremos que esto contribuyó considerablemente a modificar los términos del discurso de Vautrin, en el sentido en que redujo fuerte y estructuralmente el número de fortunas lo bastante importantes para que se pudiera vivir cómodamente de las rentas anuales producidas por esos patrimonios, es decir, se redujo el número de casos en los que Rastignac podría vivir mejor al desposar a la señorita Victorine que prosiguiendo sus estudios de derecho. Desde un punto de vista histórico, este cambio es relativamente más importante en la medida en que el nivel extremo de concentración de las riquezas observado en la Europa de 1900-1910 se encontraba en gran medida a lo largo de todo el siglo XIX. Todas las fuentes a nuestro alcance indican que esos órdenes de magnitud —alrededor del 90% del patrimonio para el decil superior, y al menos el 50% para el percentil superior— parecen caracterizar también a las sociedades rurales tradicionales, ya sean las del Antiguo Régimen en Francia o del siglo XVIII inglés. Veremos que, en realidad, semejante concentración del capital es una condición indispensable para que puedan existir y prosperar sociedades patrimoniales como las descritas en las novelas de Balzac y Jane Austen, totalmente determinadas por la riqueza y la herencia. Por consiguiente, uno de nuestros principales objetivos en el marco de este libro es intentar comprender las condiciones del surgimiento, mantenimiento, desplome y posible retorno de semejantes niveles de concentración de las riquezas.

LA DESIGUALDAD TOTAL DE LOS INGRESOS: LOS DOS MUNDOS

Por último, examinemos los órdenes de magnitud alcanzados por la desigualdad total en los ingresos, es decir, la observada cuando se tienen en cuenta los ingresos del trabajo y los del capital (véase el cuadro VII.3). Sin ninguna sorpresa comprobamos que el nivel de desigualdad en el ingreso total está a medio camino de los ingresos del trabajo y de la propiedad del capital. Se observará asimismo que la desigualdad en el ingreso total es más parecida a la que se da respecto al trabajo que a la que se advierte respecto al capital, lo que no es muy sorprendente, ya que los ingresos del trabajo suelen representar entre dos tercios y tres cuartos del ingreso nacional total. En concreto, el decil superior de la jerarquía de los ingresos poseía en torno al 25% del ingreso nacional en las sociedades escandinavas más igualitarias de los años 1970-1980 (los niveles francés y alemán de la época eran del orden del 30%; hoy en día son más cercanos al 35%), y esta participación podía subir hasta el 50% del ingreso nacional en las sociedades con mayor desigualdad (con un 20% para el percentil superior), como el Antiguo Régimen o la Bella Época en Francia o el Reino Unido, o bien en los Estados Unidos de la década de 2010.

¿Es posible imaginar sociedades en las que la concentración de los ingresos fuera claramente más elevada que este nivel máximo? Sin ninguna duda, la respuesta es no. Si el decil superior se apropiara, por ejemplo, del 90% de los recursos producidos cada año (y el percentil superior por sí solo del 50%, como ocurre en los capitales), es probable que una revolución pondría fin bastante rápido a semejante situación, salvo si imaginamos un aparato represivo particularmente eficaz. Cuando se trata de la propiedad del capital, semejante nivel de concentración ya provoca fuertes tensiones políticas y a menudo se conjuga mal con el sufragio universal. Puede ser defendible, sólo en la medida en que los ingresos del capital representan una parte limitada del ingreso nacional: entre un cuarto y un tercio, a veces un poco más, como durante el Antiguo Régimen, lo que convierte esta concentración extrema en una situación particularmente inquietante. Sin embargo, si semejante nivel de desigualdad se aplicara a la totalidad del ingreso nacional, sería difícil pensar que fuera aceptado por mucho tiempo.

Habiendo dicho esto, nada nos permite afirmar que el límite superior del 50% del ingreso nacional para el decil superior sea infranqueable y que el mundo se derrumbaría si un país se aventurara a cruzar ese umbral simbólico. Cierto es que los datos históricos disponibles son bastante imperfectos, por lo que no queda excluido que ese límite simbólico ya haya sido rebasado. En particular, el porcentaje del decil superior posiblemente haya superado el 50%, acercándose al 60% del ingreso nacional —incluso ligeramente más— a lo largo del Antiguo Régimen y en vísperas de la Revolución francesa o, de manera más general, en las sociedades rurales tradicionales. En realidad, el carácter más o menos sostenible de desigualdad tan extrema depende no sólo de la eficacia del aparato represivo, sino también —y tal vez sobre todo— de la eficacia del aparato de justificación. Si se perciben las desigualdades como justificadas porque, por ejemplo, aparentemente son consecuencia del hecho de que los más ricos eligieron trabajar más —o más eficazmente— que los pobres, o bien porque impedirles ganar más perjudicaría inevitablemente a los más pobres, entonces es concebible que la concentración de los ingresos supere sus récords históricos. Por ello, en el cuadro VII.3 indicamos un posible nuevo récord alcanzado por los Estados Unidos hacia 2030, en el caso de que la desigualdad en los ingresos del trabajo —y en menor grado la de la propiedad del capital— mantuviera su tendencia de las últimas décadas. Se llegaría entonces a una participación de alrededor del 60% del ingreso nacional por parte del decil superior y a una de apenas el 15% para la mitad inferior de la población.

Insistamos de nuevo en este aspecto: la cuestión central atañe a la justificación de la desigualdad, mucho más que a su magnitud como tal. Por ello es esencial analizar la estructura de la desigualdad. Desde este punto de vista, la principal enseñanza de los cuadros VII.1 al VII.3 es, sin duda, la existencia de dos formas distintas para una sociedad de alcanzar una fuerte desigualdad en el ingreso total (con alrededor del 50% del ingreso total para el decil superior y del 20% para el percentil superior).

En primer lugar, y se trata de un esquema clásico, semejante desigualdad puede ser producto de una «sociedad hiperpatrimonial» (o «sociedad de rentistas»), así definida: aquella en la que los patrimonios en su conjunto son muy importantes y en la que la concentración de las riquezas alcanza niveles extremos (con típicamente el 90% de la riqueza total para el decil superior y con el 50% para el percentil superior en sí mismo). En esta situación, la jerarquía del ingreso total está dominada por ingresos muy elevados del capital y especialmente por los ingresos del capital heredado. Es el esquema observado tanto en las sociedades del Antiguo Régimen como en la Europa de la Bella Época, con algunas variaciones sumamente limitadas en los aspectos comunes. Tendremos que comprender las condiciones del surgimiento y de la persistencia de semejantes estructuras de propiedades y de desigualdad, y en qué medida pertenecen al pasado, o si, por el contrario, pueden incumbir también al siglo XXI.

En segundo lugar, existe un nuevo esquema, inventado en gran medida por los Estados Unidos a lo largo de estas últimas décadas, en el que una muy elevada desigualdad en el ingreso total puede ser producto de una «sociedad hipermeritocrática» (o, por lo menos, en la que las personas situadas en la cima de la jerarquía se autocomplacen en esta representación). También se puede hablar de una «sociedad de superestrellas» (o tal vez más bien de una «sociedad de superejecutivos», lo que es un poco diferente: veremos qué calificativo es el más apropiado), es decir, una sociedad muy desigual, pero en la que la cima de la jerarquía de los ingresos estaría dominada por los muy altos ingresos del trabajo y no por los heredados. Precisemos de entrada que no nos pronunciamos, en esta etapa, sobre el asunto de saber si semejante sociedad puede calificarse en realidad de «hipermeritocrática». No sorprenderá que a los ganadores de semejante sociedad les guste describir así la jerarquía social y que a veces logren convencer de ello a una parte de los perdedores. Sin embargo, para nosotros debe tratarse de una conclusión posible —tan posible a priori como la conclusión contraria— y no de una hipótesis. Veremos pues en qué medida el aumento de la desigualdad en los ingresos del trabajo en los Estados Unidos sigue una lógica «meritocrática» (y en qué medida es posible dar respuesta a una compleja pregunta normativa).

En el punto en el que nos encontramos, contentémonos con advertir que este contraste absoluto entre los dos tipos de sociedades excesivamente desigualitarias, entre una «sociedad de rentistas» y una «sociedad de superejecutivos», es ingenuo y excesivo. Los dos tipos de desigualdades pueden coexistir perfectamente: nada impide ser al mismo tiempo un superejecutivo y un rentista, más bien al contrario, como lo sugiere el hecho de que la concentración de los capitales es hoy sensiblemente más elevada en los Estados Unidos que en Europa. Y, desde luego, nada impide que los hijos de los superejecutivos se conviertan en rentistas. En la práctica, todas las sociedades mezclan siempre las dos lógicas. Sin embargo, hay varias maneras de alcanzar un mismo nivel de desigualdad, y los Estados Unidos de la década de 2010 se caracterizan ante todo por una desigualdad récord en los ingresos del trabajo (más elevada que en todas las sociedades observadas en la historia y en el espacio, incluso en las sociedades caracterizadas por enormes disparidades de calificaciones) y por una desigualdad patrimonial menos extrema que las advertidas en las sociedades tradicionales o en la Europa de 1900-1910. Por consiguiente, es esencial comprender las condiciones de desarrollo propias de esas dos lógicas, sin olvidar que muy bien podrían complementarse en el siglo XXI —y no sustituirse— y conducir entonces a un nuevo mundo de desigualdad, aún más extrema que la generada por una de las dos lógicas de forma independiente[21].

LOS PROBLEMAS PLANTEADOS POR LOS INDICADORES SINTÉTICOS

Antes de pasar al estudio detallado de las evoluciones históricas observadas en los diferentes países y de intentar dar respuesta a estas cuestiones, tenemos que precisar varios aspectos metodológicos. En particular, en los cuadros VII.1 al VII.3 indicamos los coeficientes de Gini correspondientes a las diferentes distribuciones consideradas. El coeficiente de Gini —nombre del estadístico italiano Corrado Gini, cuya producción se sitúa a principios del siglo XX y en el periodo de entreguerras— es uno de los indicadores sintéticos de desigualdad más frecuentemente utilizados en los informes oficiales y en el debate público. Siempre se sitúa entre 0 y 1: es igual a 0 en caso de igualdad completa y a 1 en caso de desigualdad absoluta (es decir, si un grupo infinitamente pequeño posee la totalidad de los recursos disponibles).

En concreto, se advierte que el coeficiente de Gini varía aproximadamente entre 0.2 y 0.4 para las distribuciones de los ingresos del trabajo observadas en la práctica en las diferentes sociedades: entre 0.6 y 0.9 para las de la propiedad del capital y entre 0.3 y 0.5 para la desigualdad en el ingreso total. Con un coeficiente de Gini de 0.19, la distribución de los ingresos del trabajo percibida en los países escandinavos de los años 1970-1980 no distaba mucho de la igualdad absoluta. A la inversa, con un coeficiente de Gini de 0.85, el reparto de los capitales observado en Europa en la Bella Época no estaba lejos de la desigualdad absoluta[22].

Estos coeficientes —existen otros, por ejemplo el índice de Theil— son a veces útiles, pero plantean múltiples problemas. Pretenden resumir en un único indicador numérico la desigualdad completa de la distribución —tanto la desigualdad que separa a la parte inferior de la parte media como la que divide a la media de la alta o a la alta de la parte muy alta de la pirámide—, lo que es muy simple y seductor a primera vista, pero inevitablemente un poco ilusorio. Sinceramente, es imposible resumir una realidad multidimensional mediante un indicador unidimensional, salvo si se simplifica en exceso esta realidad y se mezclan aspectos incomparables. La realidad social y el significado político-económico de la desigualdad son muy diferentes en función de los niveles de la distribución; por ello es importante analizarlos por separado. Sin contar con que los coeficientes de Gini y otros indicadores sintéticos también tienden a mezclar la desigualdad respecto al trabajo con la del capital, cuando los mecanismos económicos en acción son distintos en ambos casos, del mismo modo que los aparatos de justificación normativa de la desigualdad. Por todas estas razones, nos parece preferible analizar la desigualdad a partir de cuadros de distribución que indiquen los porcentajes de los diferentes deciles y percentiles en el ingreso total y el patrimonio total, antes que mediante el uso de indicadores sintéticos como el coeficiente de Gini.

Estos cuadros de distribución tienen además el mérito de obligarnos a valorar los niveles de ingresos y de riqueza de los diferentes grupos sociales que componen las jerarquías vigentes, expresados en moneda contante y sonante (o en porcentaje de los ingresos y riquezas promedio del país en cuestión), y no en una unidad estadística ficticia y difícil de descifrar. Los cuadros de distribución permiten tener un punto de vista más concreto y humano sobre la desigualdad social, así como ser conscientes de la realidad y los límites de los datos a nuestro alcance para estudiar esas cuestiones. Por el contrario, los indicadores estadísticos sintéticos, como el coeficiente de Gini, proporcionan una visión abstracta y esterilizada de la desigualdad, que no sólo no permite a cada uno de nosotros situarnos en la jerarquía del propio tiempo (ejercicio siempre útil, sobre todo cuando se forma parte de los percentiles superiores de la distribución y se tiende a olvidarlo, lo que sucede a menudo con los economistas), sino que a veces impide darse cuenta de que los datos subyacentes presentan anomalías o incoherencias, o por lo menos que no son plenamente comparables en el tiempo o entre países (por ejemplo, porque las partes altas de la distribución están truncadas, o bien porque los ingresos del capital se han omitido para ciertos países y no para otros). El hecho de mostrar los cuadros de distribución obliga a tener más coherencia y transparencia.

EL RECATADO FILTRO DE LAS PUBLICACIONES OFICIALES

Por las mismas razones, rechazamos asimismo el uso de indicadores como las relaciones interdeciles, utilizadas a menudo por la OCDE y los institutos estadísticos de los diferentes países en sus informes oficiales dedicados a la desigualdad. La relación interdecil empleada más a menudo es el coeficiente P90/P10, es decir, el cociente correspondiente al ingreso del percentil 90 de la distribución y al del percentil 10[23]. Por ejemplo, si hay que superar el umbral de 5000 euros mensuales para ser parte del 10% de los más ricos, y estar por debajo del umbral de 1000 euros mensuales para hallarse en el grupo del 10% de los más pobres, se dirá que la relación interdecil P90/P10 es igual a 5.

Dichos indicadores pueden ser útiles, ya que siempre es preferible tener más información sobre la forma completa de la distribución vigente. Sin embargo, se debe ser consciente de que esos indicadores olvidan por completo tener en cuenta la evolución de la distribución más allá del percentil 90. En concreto, para una misma relación interdecil P90/P10, es posible que la participación del decil superior en el total de los ingresos o de los capitales sea del 20% (como en el caso de los salarios escandinavos de los años de 1970-1980), o bien del 50% (como en el de los ingresos estadunidenses de la década de 2010), o también de 90% (como en los patrimonios europeos de la Bella Época). Tanto en un caso como en el otro, no sabríamos nada de esto al consultar las publicaciones de las organizaciones internacionales y de los institutos estadísticos oficiales, ya que, muy a menudo, éstas se concentran en indicadores que omiten voluntariamente la parte alta de la distribución y no dan ninguna indicación sobre los ingresos y los patrimonios medios más allá del percentil 90.

Lo anterior suele justificarse evocando las «imperfecciones» de los datos disponibles. Estas dificultades existen, pero pueden ser superadas, siempre y cuando se recurra a fuentes adecuadas, como lo muestran los datos históricos reunidos en la World Top Incomes Database (WTID), que, con medios limitados, han empezado a modificar —lentamente— las maneras de afrontar estos análisis. En realidad, semejante elección metodológica por parte de las administraciones públicas nacionales e internacionales dista de ser neutra: esos informes oficiales contribuyen supuestamente a informar el debate público sobre la distribución de la riqueza y, en la práctica, a menudo presentan una visión artificialmente tranquilizadora de la desigualdad. Proporcionemos una comparación: es un poco como si un informe gubernamental oficial sobre la desigualdad en Francia en 1789 hubiera elegido ignorar por completo todo lo que sucedía más allá del percentil 90 (es decir, un grupo entre cinco y diez veces más amplio que el conjunto de toda la aristocracia de la época), alegando que decididamente era demasiado complejo hablar de ello. Es aún más lamentable porque un enfoque tan recatado sólo puede contribuir a alimentar los prejuicios más extremos y al descrédito general de las estadísticas y los estadísticos (del que adolecen tan a menudo), sin favorecer en ningún caso el apaciguamiento social.

En cambio, las relaciones interdeciles conducen frecuentemente a poner de manifiesto coeficientes enormes por razones en gran medida artificiales. Por ejemplo, tratándose de la distribución de la propiedad del capital, el 50% de los capitales más bajos en su conjunto suelen ser próximos a 0. Dependiendo de cómo se midan los pequeños patrimonios —por ejemplo, si se tienen en cuenta los bienes duraderos o las deudas—, podemos encontrarnos, para una misma realidad social subyacente, con evaluaciones aparentemente muy diferentes del nivel exacto del percentil 10 en la jerarquía de la riqueza: según sea el caso, podremos encontrar que ésta es de 100 euros, 1000 euros o bien 10 000 euros, lo que en el fondo no es muy diferente, pero puede conducir a relaciones interdeciles muy distantes según los países y las épocas, mientras que la participación de la mitad inferior de los patrimonios es, en todo caso, inferior al 5% del patrimonio total. Sucede lo mismo, en un grado ligeramente menor, con la distribución de los ingresos del trabajo: en función de la manera elegida para tratar los ingresos de reposición y de la duración del trabajo (por ejemplo, según si se hace el promedio de los ingresos del trabajo obtenidos en una semana, un mes, un año o una década), se pueden encontrar umbrales P10 (y, por consiguiente, relaciones interdeciles) sumamente volátiles, aun cuando la participación del 50% de los ingresos más bajos del trabajo en el total fuera relativamente estable[24].

Éste es tal vez uno de los principales elementos que explican por qué resulta preferible estudiar las distribuciones como las presentamos en los cuadros VII.1 a VII.3, es decir, insistiendo en los porcentajes poseídos por los diferentes grupos —en particular la mitad inferior y el decil superior de cada sociedad— en los totales de los ingresos y los patrimonios, más que fijándonos en los umbrales. Los porcentajes permiten percibir realidades mucho más estables que las relaciones entre umbrales.

REGRESO A LAS «TABLAS SOCIALES», Y A LA ARITMÉTICA POLÍTICA

He aquí entonces las diferentes razones por las que los cuadros de distribución que examinamos en este capítulo constituyen para nosotros la herramienta más apropiada para estudiar la repartición de las riquezas, mucho más que los indicadores sintéticos y los coeficientes interdeciles.

Añadamos que nuestro procedimiento es más coherente con el de la contabilidad nacional. A partir del momento en que las cuentas nacionales permiten hoy en día, en la mayoría de los países, conocer cada año el ingreso nacional y el patrimonio nacional (y, por consiguiente, los promedios para el ingreso y el patrimonio, ya que las fuentes demográficas permiten conocer fácilmente la población total), la siguiente etapa es, en consecuencia, descomponer esas masas de ingresos y patrimonios entre los diferentes deciles y percentiles. Esta recomendación, formulada por muchos informes que apuntaban a mejorar y «humanizar» la contabilidad nacional, ha progresado poco hasta ahora[25]. Una división que permita distinguir el 50% de los más pobres, el 40% siguiente y el 10% de los más ricos puede ser legítimamente considerada una primera etapa útil para avanzar en esa dirección. En particular, dicho enfoque permite a cualquiera darse cuenta de hasta qué punto la tasa de crecimiento de la producción interna y del ingreso nacional se localiza —o no— en los ingresos realmente percibidos por los diferentes grupos sociales. Por ejemplo, sólo si conocemos el porcentaje del ingreso del decil superior podemos saber en qué medida una fracción desproporcionada del crecimiento fue captada o no por la parte alta de la distribución. La contemplación de un coeficiente de Gini o de un coeficiente interdecil no permite dar respuesta a esta pregunta de manera tan precisa y transparente.

Precisemos, por último, que los cuadros de distribución cuya utilización recomendamos son en cierta manera bastante parecidos a las «tablas sociales» (social tables) de moda en el siglo XVIII y principios del XIX. Diseñadas en el Reino Unido y Francia a finales del siglo XVII y durante el XVIII, esas tablas sociales fueron abundantemente utilizadas, refinadas y comentadas en Francia durante el Siglo de las Luces, como en el famoso artículo «aritmética política» de la Enciclopedia de Diderot. Desde las primeras versiones establecidas por Gregory King para el año de 1688 hasta los retratos más elaborados concebidos por Expilly o Isnard en vísperas de la Revolución francesa, o por Peuchet, Colquhoun o Blodget durante el periodo napoleónico, esas tablas siempre intentaban dar una visión de conjunto de la estructura social: indicaban el número de nobles, burgueses, hidalgos, artesanos, campesinos, etc., y el monto estimado de sus ingresos (y a veces de sus patrimonios), vinculados con las primeras estimaciones del ingreso nacional y de la fortuna nacional realizadas en la misma época por esos autores. Sin embargo, la diferencia esencial residía en que esas tablas utilizaban las categorías sociales de su tiempo y no intentaban distribuir las riquezas en términos de deciles o percentiles[26].

Ciertamente esas tablas tienen una semejanza evidente con el enfoque que intentamos adoptar, por la dimensión humana de la desigualdad que pretenden transmitir y por su insistencia en los porcentajes de la riqueza nacional propiedad de los diferentes grupos sociales (particularmente los distintos estratos sociales). En cambio, en su intención, son relativamente distantes de las esterilizadas medidas estadísticas de la desigualdad, impuestas demasiado a menudo en el siglo XX y cuya tendencia fue la de neutralizar la cuestión de la distribución de las riquezas, concebida de modo atemporal y no conflictivo, a la manera de un Gini o de un Pareto. Jamás es neutra la manera en la que buscamos medir la desigualdad. Volveremos a estos análisis en los próximos capítulos, cuando evoquemos la cuestión de Pareto y sus famosos coeficientes.