VI. El reparto capital / trabajo en el siglo XXI
VI. EL REPARTO CAPITAL / TRABAJO EN EL SIGLO XXI
AHORA comprendemos bastante bien la dinámica de la relación capital/ingreso —como la describe la ley β = s·g—, que a largo plazo depende principalmente de la tasa de ahorro s y la tasa de crecimiento g. Estos dos parámetros macrosociales obedecen asimismo a millones de decisiones individuales en las que influyen múltiples consideraciones sociales, económicas, culturales, psicológicas y demográficas, pudiendo variar mucho en el tiempo y entre países. Además, ambos parámetros son independientes el uno del otro. Todo eso permite entender mejor las fuertes variaciones históricas y espaciales de la relación capital/ingreso, sin ni siquiera tener en cuenta el hecho de que el precio relativo del capital, así como el de los recursos naturales, puede también variar notablemente, tanto en el corto como en el largo plazo.
DE LA RELACIÓN CAPITAL / INGRESO AL REPARTO CAPITAL-TRABAJO
Ahora tenemos que pasar del análisis de la relación capital/ingreso a la del reparto del ingreso nacional entre el trabajo y el capital. La fórmula α = r × β, bautizada como la primera ley fundamental del capitalismo en el capítulo I, permite pasar de manera transparente de una a otra. Por ejemplo, si el valor del acervo de capital es igual a seis años de ingreso nacional (β = 6) y si la tasa de rendimiento promedio del capital es de 5% anual (r = 5%), entonces el porcentaje de los ingresos del capital α en el ingreso nacional es igual a 30% (y el de los ingresos del trabajo es por lo tanto igual a 70%). La cuestión central es entonces la siguiente: ¿cómo se determina la tasa de rendimiento del capital? Empecemos por examinar brevemente las evoluciones observadas en un periodo muy amplio, antes de analizar los mecanismos teóricos y las fuerzas económicas y sociales en juego.
Los dos países para los que disponemos de datos históricos más completos desde el siglo XVIII son de nuevo el Reino Unido y Francia.
Se observa la misma evolución general en forma de U para el porcentaje del capital α y para la relación capital/ingreso β, pero de manera menos marcada. Dicho de otro modo, el rendimiento del capital r parece haber atenuado la evolución de la cantidad de capital β: el rendimiento r es más elevado en los periodos en los que la cantidad β es más baja, y viceversa, situación aparentemente natural.
GRÁFICA VI.1. El reparto capital-trabajo en el Reino Unido, 1770-2010
En el siglo XIX, los ingresos del capital (rentas, beneficios, dividendos, intereses) representaban aproximadamente 40% del ingreso nacional, frente a 60% de los ingresos del trabajo (asalariado y no asalariado).
FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.
GRÁFICA VI.2. El reparto capital-trabajo en Francia, 1820-2010
En el siglo XXI, los ingresos del capital (rentas, beneficios, dividendos, intereses) representan aproximadamente 30% del ingreso nacional, frente a 70% de los ingresos del trabajo (asalariado y no asalariado).
FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.
GRÁFICA VI.3. El rendimiento puro del capital en el Reino Unido, 1770-2010
La tasa de rendimiento puro del capital es relativamente estable en torno a 4-5% a largo plazo.
FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.
Más precisamente: tanto en el Reino Unido como en Francia se advierte que el porcentaje del capital en el ingreso nacional era del orden de 35-40% a finales del siglo XVIII y en el XIX, antes de caer a aproximadamente 20-25% a mediados del siglo XX, para luego volver a subir hacia 25-30% a finales del siglo XX y principios del XXI (véanse las gráficas VI.1 y VI.2). Esto corresponde a una tasa de rendimiento promedio del capital que se situaba en torno a 5-6% en los siglos XVIII y XIX, antes de aumentar hasta 7-8% a mediados del siglo XX, para después caer hacia 4-5% a fines del siglo XX y principios del XXI (véanse las gráficas VI.3 y VI.4).
La curva en su conjunto y los órdenes de magnitud que acabamos de indicar pueden ser considerados confiables y significativos, por lo menos en una primera aproximación. Sin embargo, conviene subrayar de inmediato sus límites y sus debilidades. Antes que nada, como ya señalamos anteriormente, la noción misma de tasa de rendimiento «promedio» del capital es una construcción relativamente abstracta. En la práctica, la tasa de rendimiento varía notablemente según los tipos de activos, así como en función del tamaño del patrimonio individual (suele ser más fácil obtener un buen rendimiento cuando se parte de un capital elevado), por lo que desempeña un papel amplificador de las desigualdades, como veremos en la tercera parte. En concreto, el rendimiento de los activos con más riesgo, empezando por el capital industrial, sin importar si adquiere la forma de participaciones nominativas en fábricas familiares en el siglo XIX o de acciones anónimas en sociedades que cotizan en el siglo XX, rebasaba a menudo el 7-8%, mientras que el de los activos con menos riesgo era sensiblemente más bajo, por ejemplo del orden de 4-5% para las tierras agrícolas en los siglos XVIII y XIX, incluso hasta 3-4% en el ramo inmobiliario en este inicio del siglo XXI. Para los patrimonios muy pequeños depositados en cuentas de cheques o de ahorro poco remuneradoras, la tasa de rendimiento real era a menudo más cercana a 1-2%, e incluso negativa, cuando la inflación era superior a la baja tasa de interés nominal pagada. Trátase de una cuestión crucial, a la que volveremos ampliamente más adelante.
GRÁFICA VI.4. El rendimiento puro del capital en Francia, 1820-2010
El rendimiento promedio observado tuvo variaciones más fuertes que el rendimiento puro del capital en el siglo XX.
FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.
En esta fase, es importante precisar que los porcentajes del capital y las tasas de rendimiento promedio indicadas en las gráficas VI.1-VI.4 fueron calculados sumando el conjunto de los ingresos del capital catalogados en las cuentas nacionales (sin importar su título jurídico: rentas, beneficios, dividendos, intereses, regalías, etc., con excepción de los intereses de la deuda pública, y antes de cualquier forma de imposición), dividiendo luego este agregado entre el ingreso nacional (se obtiene entonces el porcentaje del capital en el ingreso nacional, representado por α) y el capital nacional (se obtiene así la tasa de rendimiento promedio del capital, representado por r)[1]. Por lógica, esta tasa de rendimiento promedio agrega, en consecuencia, los muy diferentes rendimientos de activos e inversiones: el objetivo es precisamente saber cuánto produce en promedio el capital en una sociedad considerada en su conjunto, más allá de las diferentes situaciones individuales. Desde luego, algunas personas obtienen más que este rendimiento promedio y otras menos. Antes de estudiar la distribución del rendimiento individual en torno al rendimiento promedio, es natural empezar por analizar dónde se sitúa este promedio.
LOS FLUJOS: MÁS DIFÍCILES DE ESTIMAR QUE LOS ACERVOS
Precisemos asimismo que un límite importante de este tipo de cálculo atañe a los ingresos de los trabajadores no asalariados, para los cuales a menudo es difícil aislar la remuneración del capital.
Desde luego, este problema es menos importante hoy que en el pasado, pues la mayor parte de la actividad económica privada se organiza ahora en el marco de las sociedades anónimas, o más generalmente de las sociedades de capitales, es decir, sociedades en las que se separan claramente las cuentas de la empresa y las de las personas que aportaron los capitales (quienes, además, están únicamente comprometidas en función del capital aportado, y no en función de sus fortunas personales: es la revolución de la «sociedad de responsabilidad limitada», adoptada en casi todas partes a finales del siglo XIX). En estas sociedades se distingue con claridad la remuneración del trabajo (salarios, primas y demás pagos abonados a todos aquellos que aportaron su trabajo, incluso los ejecutivos) y la remuneración del capital (dividendos, intereses, beneficios reinvertidos para incrementar el valor del capital, etcétera).
Es diferente de lo que sucede en las sociedades de personas y, en particular, en las empresas individuales, donde las cuentas de la sociedad con frecuencia se confunden con las cuentas personales del jefe de empresa, quien a menudo es al mismo tiempo el propietario y el gerente. En la actualidad, los trabajadores no asalariados de empresas individuales realizan alrededor de 10% de la producción interna en los países ricos, cifra que se corresponde aproximadamente con el porcentaje de los no asalariados en la población activa. Los trabajadores no asalariados están agrupados mayoritariamente en pequeñas empresas de servicios (comerciantes, artesanos, restauranteros, etc.) y dentro de las profesiones liberales (médicos, abogados, etc.). Durante mucho tiempo, esta categoría incluía asimismo a un gran número de agricultores, quienes en la actualidad han desaparecido en su mayoría. En las cuentas de estas empresas individuales suele ser imposible aislar la remuneración del capital: por ejemplo, los beneficios de un radiólogo remuneran al mismo tiempo su trabajo y los equipos a veces muy costosos que tuvo que adquirir. Sucede lo mismo con el hotelero o el agricultor. Por eso se habla de «ingresos mixtos»: los ingresos de los trabajadores no asalariados son al mismo tiempo ingresos por trabajo e ingresos del capital. Se podría hablar también de «ingreso empresarial».
Con el objetivo de separar los ingresos mixtos entre capital y trabajo, utilizamos el mismo reparto promedio capital-trabajo que para el resto de la economía. Es la solución menos arbitraria y parece dar resultados parecidos a los obtenidos con los otros dos métodos generalmente empleados[2]. Sin embargo, sigue siendo una aproximación, ya que la noción misma de frontera entre ingresos del capital y del trabajo no está bien definida en el seno de los ingresos mixtos. Para el periodo actual no plantea una gran diferencia: teniendo en cuenta el poco peso de los ingresos mixtos, la incertidumbre acerca de la verdadera participación del capital se refiere a lo sumo al 1 o 2% del ingreso nacional. Respecto de los periodos más antiguos, y directamente en lo relativo a los siglos XVIII y XIX, cuando los ingresos mixtos podían representar más de la mitad del ingreso nacional, la incertidumbre es potencialmente mucho más importante[3]. Por ello, las estimaciones de la participación del capital disponibles para los siglos XVIII y XIX sólo pueden ser consideradas como aproximaciones[4].
No obstante, esta aproximación no parece cuestionar el muy alto nivel de los ingresos del capital estimados en este periodo (por lo menos 40% del ingreso nacional): tanto en el Reino Unido como en Francia, la renta de bienes raíces pagada a los terratenientes representaba por sí sola un monto del orden de 20% del ingreso nacional en el siglo XVIII y a principios del XIX, y todo permite pensar que el rendimiento de las tierras agrícolas (alrededor de la mitad del capital nacional) era ligeramente inferior al rendimiento promedio del capital, y muy inferior al del capital industrial, si se ve el muy elevado nivel de los beneficios industriales, en particular durante la primera mitad del siglo XIX. Sin embargo, las imperfecciones de los datos disponibles hacen que sea preferible dar un intervalo —entre 35 y 45%— más que una sola estimación.
Con respecto a los siglos XVIII y XIX, las estimaciones del valor del acervo de capital eran tal vez más precisas que las relativas a los flujos de ingresos del trabajo y del capital. En gran medida, sucede lo mismo hoy en día. Por ello, en el marco de nuestra investigación elegimos subrayar la evolución de la relación capital/ingreso, y no el reparto capital-trabajo, como se ha hecho de manera más clásica en la investigación económica.
LA NOCIÓN DE RENDIMIENTO PURO DEL CAPITAL
Otra fuente importante de incertidumbre —que nos lleva a pensar que las tasas de rendimiento promedio indicadas en las gráficas VI.3 y VI.4 están un poco sobrestimadas, y a indicar también lo que se puede llamar las tasas de rendimiento «puro» del capital— resulta del hecho de que las cuentas nacionales no reconocen la siguiente realidad: la inversión de un capital suele requerir un mínimo de trabajo, o por lo menos de atención, por parte de su propietario. Desde luego, los costos de gestión y de intermediación financiera «formal» (es decir, los servicios de asesoría y manejo de la cartera proporcionados por un banco o una institución financiera oficial, o bien por una agencia inmobiliaria o un socio copropietario) se tienen en cuenta y siempre se deducen de los cálculos de los ingresos del capital y de la tasa de rendimiento promedio (como los presentados aquí). Sin embargo, no sucede lo mismo con la intermediación financiera «informal», es decir, el hecho de que cada uno invierte tiempo —a veces mucho— en la gestión de su propia cartera y de sus propios negocios, y en determinar cuáles son las inversiones más provechosas. En ciertos casos, esto puede asemejarse a un verdadero trabajo empresarial, o incluso el trabajo de una «persona de negocios».
Desde luego que es muy difícil —y en parte arbitrario— calcular con precisión el valor de este trabajo informal, lo que explica esta omisión de las cuentas nacionales. En principio, habría que medir el tiempo invertido y atribuirle un valor por hora, por ejemplo, basándose en la remuneración de un trabajo equivalente en el sector financiero o inmobiliario formal. Se puede también imaginar que esos costos informales son más importantes en periodos de muy fuerte crecimiento económico (o de elevada inflación), puesto que esos periodos exigen sin duda más frecuentes reasignaciones de la cartera y más tiempo dedicado a buscar mejores oportunidades de inversión que en una economía prácticamente estancada. Por ejemplo, es difícil considerar los rendimientos promedio del orden de 10% observados en Francia —y en un grado ligeramente menor en el Reino Unido— durante los periodos de reconstrucción posteriores a cada una de las dos guerras mundiales (niveles semejantes a los observados asimismo en países emergentes con un crecimiento muy elevado, como en China actualmente) como un rendimiento puro del capital. Es probable que tales rendimientos incluyan una parte no despreciable de remuneración de un trabajo informal de tipo empresarial.
A título ilustrativo, en las gráficas VI.3 y VI.4 se indican estimaciones para el Reino Unido y Francia del rendimiento puro del capital en las diferentes épocas, obtenidas sustrayendo del rendimiento promedio observado una estimación factible —aunque tal vez algo elevada— de los costos informales de gestión (es decir, del valor del tiempo de trabajo invertido para gestionar su patrimonio). Las tasas de rendimiento puro obtenidas de esta manera suelen ser del orden de uno o dos puntos más bajas que las tasas promedio observadas, y sin duda deben ser consideradas valores mínimos[5]. En concreto, los datos disponibles para las tasas de rendimiento, obtenidas por tamaño de fortuna —que serán examinadas en la tercera parte—, sugieren que existen importantes economías de escala en la gestión de la riqueza y que el rendimiento puro obtenido por los patrimonios más significativos es sensiblemente más elevado que los niveles indicados aquí[6].
EL RENDIMIENTO DEL CAPITAL EN LA HISTORIA
La principal conclusión de nuestras estimaciones es la siguiente: del siglo XVIII al XIX, tanto en Francia como en el Reino Unido, el rendimiento puro del capital osciló en torno a un valor central del orden de 4-5% anual, o, de manera más general, en un intervalo comprendido entre 3 y 6% por año. No existe una tendencia pronunciada a largo plazo, ni al alza ni a la baja. El rendimiento puro rebasó claramente el 6% después de la fuerte destrucción y de los múltiples choques sufridos por el capital a lo largo de las guerras del siglo XX, pero volvió con bastante rapidez hacia los niveles más bajos observados en el pasado. Es posible que el rendimiento puro del capital haya, sin embargo, bajado ligeramente a muy largo plazo: superaba a menudo 4-5% en los siglos XVIII y XIX, mientras que en este inicio del siglo XXI parece aproximarse a 3-4%, a medida que la relación capital/ingreso recobraba sus niveles observados en el pasado.
Sin embargo, carecemos de perspectiva para valorar plenamente este último aspecto. No se puede excluir que en las próximas décadas el rendimiento puro del capital recupere niveles más elevados, teniendo en cuenta sobre todo la creciente competencia entre países para atraer los capitales y la sofisticación, también en aumento, de los mercados y de las instituciones financieras para generar rendimientos elevados a partir de carteras complejas y diversificadas.
En todo caso, la casi estabilidad del rendimiento puro del capital a muy largo plazo —o más probablemente esta ligera baja, de aproximadamente un cuarto o un quinto, de 4-5% en los siglos XVIII y XIX a 3-4% hoy en día— constituye un hecho importante para nuestra investigación, al que volveremos con frecuencia.
Con el objetivo de poner estos números en perspectiva, recordemos primero que la tasa de conversión tradicional entre capital y renta en los siglos XVIII y XIX, para las formas de capital más difundidas y menos riesgosas (típicamente tierras o deuda pública), solía ser del orden de 5% anual: el valor de un capital se estimaba en aproximadamente 20 años de ingreso anual producido por ese capital. Este valor de referencia se estimaba a veces en 25 años (lo que corresponde entonces a un rendimiento de 4% anual)[7].
En la novela clásica de principios del siglo XIX, principalmente en Balzac o Jane Austen, esta equivalencia entre capital y renta anual, por la mediación de una tasa de rendimiento de 5% (o más raramente de 4%), era de una obviedad absoluta. Además, sucedía a menudo que los novelistas omitían señalar la naturaleza del capital y, en particular, la importancia adquirida por dos conceptos bastante diferentes, la tierra y la deuda pública, consideradas a veces como sustitutos casi perfectos, contentándose con indicar el monto de la renta anual producida. Por ejemplo, se nos informaba de que tal gran personaje disponía de 50 000 francos o de 2000 libras esterlinas de renta, sin precisar si se trataba de renta de la tierra o de renta sobre los bonos del gobierno. No importaba, puesto que el ingreso era seguro y regular en ambos casos, permitiendo con ello financiar de manera duradera un tren de vida muy preciso y reproducir en el tiempo un estatus social perfectamente catalogado.
Asimismo, tanto Austen como Balzac a menudo consideraban inútil precisar la tasa de rendimiento que permitía transformar un capital en renta anual: el lector sabía sobradamente que se requería un capital del orden de un millón de francos para producir una renta anual de 50 000 francos (o un capital de 40 000 libras para producir una renta anual de 2000 libras), sin importar si la inversión se hacía en títulos de deuda pública, tierras agrícolas o de algún otro modo. Tanto para los novelistas del siglo XIX como para sus lectores, la equivalencia entre patrimonio y renta anual era obvia, por lo que se pasaba constantemente de una escala de medición a otra, sin ningún procedimiento intermedio, como si se emplearan registros de sinónimos perfectos o dos lenguas paralelas conocidas por todos.
En estas novelas también era evidente que existían inversiones, para las que se requería un compromiso personal más importante, independientemente de si se trataba de las fábricas de pastas del pobre Goriot o de las inversiones antillanas de sir Thomas en Mansfield Park, que producían naturalmente rendimientos más elevados. Semejantes inversiones solían permitir la obtención de rendimientos de 7-8%, e incluso más, cuando se hacían muy buenos negocios, como lo deseaba César Birotteau con su jugosa operación inmobiliaria del barrio de la Madeleine, tras sus primeros éxitos obtenidos en la perfumería. Sin embargo, también era perfectamente claro para todos que, una vez sustraídos el tiempo y la energía invertidos en organizar esos negocios (sir Thomas pasa largos meses en las islas), el rendimiento puro finalmente obtenido no siempre era mucho más ventajoso que el 4-5% obtenido en las inversiones en tierra y deuda pública. Dicho de otro modo, el rendimiento suplementario correspondía en gran parte a la remuneración del trabajo invertido en el negocio, y el rendimiento puro del capital —aun incluyendo la prima de riesgo— no solía rebasar el 4-5% (lo que, por otra parte, no era tan malo).
EL RENDIMIENTO DEL CAPITAL A PRINCIPIOS DEL SIGLO XXI
¿Cómo se determina el rendimiento puro del capital (es decir, lo que produce anualmente el capital después de deducir todos los gastos de gestión y de tiempo invertido en administrar su cartera, en cualquiera de sus formas) y por qué habría bajado levemente a muy largo plazo, pasando de cerca de 4-5% en la época de Balzac y Jane Austen a alrededor de 3-4% hoy en día?
Antes de intentar responder a esta pregunta, debe hacerse una aclaración. Tal vez algunos lectores encuentran que este rendimiento promedio de 3-4%, vigente a principios de la década de 2010, es muy optimista, en comparación con el triste rendimiento obtenido por ellos mismos a partir de sus escasos ahorros. Sin embargo, es necesario precisar varios aspectos sobre este asunto.
En primer lugar, los niveles indicados en las gráficas VI.3 y VI.4 corresponden a rendimientos anteriores a cualquier forma de imposición. Dicho de otro modo, se trata de los rendimientos que obtendrían los propietarios del capital si no existiera ninguna forma de imposición sobre el capital y sus ingresos (para una cantidad determinada de capital). En la última parte de este libro nos ocuparemos de manera detallada del papel de estos impuestos en el pasado, y el que pueden desempeñar en el porvenir en el marco de la exacerbada competencia fiscal entre Estados. En esta etapa, contentémonos con señalar que la presión fiscal en general era casi insignificante en los siglos XVIII y XIX, pero netamente más elevada en el siglo XX y en este inicio del XXI, de tal manera que el rendimiento promedio después de impuestos bajó mucho más a largo plazo que el rendimiento promedio antes de impuestos. En la actualidad, el nivel de los impuestos sobre el capital y sus ingresos puede, desde luego, ser bastante bajo cuando se practica una buena estrategia de optimización fiscal (algunos inversionistas particularmente persuasivos incluso logran obtener subvenciones), aunque es muy sustancial en la mayoría de los casos. En particular, es importante ser conscientes de la existencia de muchos otros impuestos sobre el ingreso que deben tenerse en cuenta: por ejemplo, el impuesto predial reduce sensiblemente el rendimiento del capital inmobiliario, y el impuesto sobre las sociedades hace lo mismo respecto de los ingresos del capital financiero invertido en las empresas. Sólo si se suprimiera el conjunto de esos impuestos —lo que puede suceder algún día, aunque aún estamos muy lejos de ello—, los rendimientos del capital percibidos realmente por los dueños alcanzarían los niveles indicados en las gráficas VI.3 y VI.4. Cuando se combinan todos los impuestos, la tasa promedio de imposición que pesa sobre los ingresos del capital es hoy en día del orden de 30% en la mayoría de los países ricos. He aquí la primera razón que introduce una diferencia importante entre el rendimiento económico puro del capital y el rendimiento percibido efectivamente por los propietarios.
El segundo aspecto que debemos recordar consiste en que ese rendimiento puro, del orden de 3-4%, es un promedio que disimula enormes disparidades. Para las personas cuyo único capital es un poco de dinero en su cuenta de cheques, el rendimiento es negativo, ya que las sumas en cuestión no reciben ningún interés, sino que disminuyen cada año debido a la inflación. Las libretas y cuentas de ahorro a menudo producen apenas más que la inflación[8]. Sin embargo, el hecho notorio es que aun si esas personas son importantes en número, lo que poseen en conjunto es relativamente reducido. Recordemos que el patrimonio en los países ricos se divide en la actualidad en dos mitades aproximadamente iguales (o comparables): el sector inmobiliario y los activos financieros. Dentro de los activos financieros, las acciones, obligaciones e inversiones, planes de ahorro y contratos financieros a largo plazo (por ejemplo, de tipo seguro de vida o fondo de pensión) representan prácticamente todos los montos en juego. Las sumas depositadas en las cuentas de cheques no remuneradas suelen representar el equivalente a apenas 10-20% del ingreso nacional, es decir, a lo sumo 3-4% del total de la riqueza (la cual, recordémoslo, representa entre 500 y 600% del ingreso nacional). Si añadimos las cuentas de ahorro, se alcanza poco más de 30% del ingreso nacional, es decir, apenas más de 5% de la totalidad de la riqueza[9]. El hecho de que las cuentas de cheques y las de ahorro produzcan muy bajos intereses no es desde luego un detalle menor para las personas involucradas. Sin embargo, este hecho sólo tiene, en resumidas cuentas, una importancia limitada desde el punto de vista del rendimiento promedio del capital.
Desde la perspectiva del rendimiento promedio, es mucho más importante señalar que el valor del arrendamiento anual de los bienes inmuebles utilizados como vivienda —la mitad de la riqueza— suele ser del orden de 3-4% del precio de los bienes. Un departamento de 500 000 euros produce, por ejemplo, una renta o alquiler del orden de 15 000-20 000 euros anuales (alrededor de 1500 euros por mes), o permite ahorrar dicho monto a quienes eligen habitarlo ellos mismos, lo que es equivalente. Esto también es cierto para los patrimonios inmobiliarios más modestos: un departamento de 100 000 euros produce —o evita que se tenga que pagar— una renta de alrededor de 3000 o 4000 euros anuales, incluso más (como ya señalamos, el rendimiento por alquiler alcanza a veces 5% en las pequeñas propiedades). Los rendimientos obtenidos en las inversiones financieras, predominantes en el seno de las fortunas más importantes, son aún más elevados. El conjunto de esas inversiones, inmobiliarias y financieras, representa la mayor parte de la riqueza privada, lo que incrementa el rendimiento promedio.
ACTIVOS REALES Y ACTIVOS NOMINALES
El tercer aspecto que merece ser precisado es que las tasas de rendimiento indicadas en las gráficas VI.3 y VI.4 deben ser consideradas absolutamente como rendimientos reales. Dicho de otro modo, sería un gran error pretender deducir la tasa de inflación —hoy en día en general de 1-2% anual en los países ricos— de esos rendimientos.
La razón es simple y acaba de ser mencionada: en su inmensa mayoría, los elementos de riqueza que poseen los hogares son activos «reales» (esto es, activos que se relacionan con una actividad económica real, como los bienes inmuebles para vivienda o las acciones, y cuyo precio evoluciona consecuentemente en función del desarrollo de esa actividad), y no activos «nominales» (esto es, aquellos cuyo valor se fija en función del valor nominal inicial, como el dinero invertido en una cuenta de cheques, una cuenta de ahorro o un bono del tesoro no indexado a la inflación).
Los activos nominales se caracterizan por estar sometidos a un fuerte riesgo inflacionario: cuando se invierten 10 000 euros en una cuenta de cheques, de ahorro o una obligación pública o privada no indexada, esa inversión sigue valiendo 10 000 euros 10 años después, incluso si entre tanto los precios al consumidor se duplicaron. En ese caso, se dice que el valor real de la inversión se dividió por dos: sólo se puede comprar dos veces menos bienes y servicios que con la suma invertida inicialmente. Esto corresponde a un rendimiento negativo de −50% sobre 10 años, lo que puede o no ser compensado por los intereses obtenidos a lo largo de ese periodo. En general, en periodos de fuerte alza de los precios, la tasa de interés «nominal» —es decir, la tasa de interés previa a la deducción de la inflación— alcanza niveles elevados y, muy a menudo, superiores a la inflación. Sin embargo, todo depende de la fecha en la que se realizó la inversión, de las expectativas de inflación que se tenían en ese momento, etc.: según sea el caso, la tasa de interés «real» (es decir, el rendimiento obtenido en realidad, después de haber deducido la tasa de inflación) puede ser muy negativa o muy positiva[10]. De cualquier modo, es necesario deducir la inflación de los intereses para conocer el rendimiento real de un activo nominal.
Sucede algo muy diferente con los activos reales. El precio de los bienes inmuebles, así como el precio de las acciones, de las participaciones de una empresa o de las múltiples inversiones financieras y fondos comunes de inversión colocados en los mercados bursátiles, suelen crecer, por lo menos, tan rápido como el índice de precios al consumidor. Dicho de otro modo, no sólo no hay que deducir la inflación de las rentas o de los dividendos percibidos cada año, sino que a menudo hay que añadir a ese rendimiento anual una plusvalía en el momento de la reventa del activo (o a veces deducir una minusvalía). Ahora bien, el hecho esencial es que esos activos reales son mucho más representativos que los activos nominales: suelen representar más de las tres cuartas partes de los activos totales que poseen los hogares, y a veces hasta nueve décimas partes[11].
Cuando estudiamos la acumulación del capital, en el capítulo anterior, concluimos que los diferentes efectos tendían a compensarse en el largo plazo. En concreto, si se tiene en cuenta el conjunto de los activos en el periodo 1910-2010, el precio de los activos parece haber crecido, en promedio, al mismo ritmo que el índice de los precios al consumidor, al menos en una primera aproximación. Desde luego, las plusvalías y las minusvalías pueden ser elevadas para tal o cual categoría de activos (principalmente, los activos nominales generan minusvalías estructurales que se compensan por las plusvalías de los activos reales), y varían de forma considerable conforme a los periodos: el precio relativo del capital bajó mucho a lo largo del periodo 1910-1950, antes de volver a subir durante 1950-2010. En esas condiciones, el enfoque más razonable consiste en considerar que los rendimientos promedio del capital indicados en las gráficas VI.3 y VI.4, obtenidos —recordémoslo— dividiendo el flujo anual de los ingresos del capital (rentas, dividendos, intereses, beneficios, etc.) entre el acervo de capital (y, por consiguiente, sin tener en cuenta las plusvalías ni las minusvalías), constituyen una buena estimación del rendimiento promedio del capital a largo plazo[12]. Desde luego, al estudiar el rendimiento de un activo concreto, debemos añadir la plusvalía o deducir la minusvalía (por ejemplo, restar la inflación en el caso de un activo nominal). Sin embargo, no tendría mucho sentido deducir la inflación del conjunto de los rendimientos del capital, sin añadir las plusvalías, que en promedio equilibran ampliamente los efectos de la inflación.
Entendámonos bien: no se trata, en ningún caso, de negar ahora que ocasionalmente la inflación pueda tener efectos reales sobre la riqueza, su rendimiento y su distribución. Simplemente se trata más de efectos de redistribución en el seno de los patrimonios que de efectos estructurales a largo plazo. Por ejemplo, vimos que la inflación desempeñó un papel central para reducir a poca cosa el valor de las deudas públicas en los países ricos después de las guerras del siglo XX. Sin embargo, cuando la inflación se prolonga demasiado tiempo en niveles elevados, todo el mundo intenta protegerse invirtiendo en activos reales. Ahora bien, todo permite pensar que los patrimonios más importantes son a menudo los mejor indexados y los más diversificados a largo plazo, siendo los patrimonios modestos —en general las cuentas de cheques y de ahorros— los más duramente afectados por la inflación.
Desde luego, se podría sostener la idea de que el paso de una inflación casi nula, en el siglo XIX y hasta principios del XX, a una de 2%, a finales del siglo XX y principios del XXI, condujo a una ligera baja del rendimiento puro del capital, en el sentido de que es más fácil ser rentista en un régimen de inflación nula (la riqueza originada en el pasado no corre ningún riesgo de ser disminuida por la inflación), mientras que ahora es necesario invertir más tiempo en reasignar el patrimonio entre diferentes activos o, por lo menos, en reflexionar en una buena estrategia de inversión. Sin embargo, de nuevo, no es nada seguro que los patrimonios más elevados sean los más duramente afectados, ni tampoco que este mecanismo sea el más apropiado para alcanzar ese objetivo. Volveremos a esta cuestión esencial en la próxima parte, al estudiar la manera en que los rendimientos obtenidos realmente varían conforme al nivel de la riqueza y, en la siguiente parte, cuando examinemos y comparemos las diferentes instituciones y políticas públicas susceptibles de influir en la distribución de la riqueza, entre las cuales se encuentran el impuesto y la inflación en primera fila. En esta etapa señalemos simplemente que la inflación desempeña ante todo un papel de redistribución en los propietarios de riquezas —un papel a veces deseable, otras no— y que, en cualquier caso, el eventual impacto de la inflación en el rendimiento promedio del capital sólo puede ser relativamente limitado y muy inferior al efecto nominal aparente[13].
¿PARA QUÉ SIRVE EL CAPITAL?
Acabamos de ver la manera en que el rendimiento del capital evolucionó a lo largo de la historia, según los mejores datos a nuestro alcance. Ahora consideremos los mecanismos explicativos: ¿cómo se determina la tasa de rendimiento del capital vigente en una sociedad determinada? ¿Cuáles son las principales fuerzas económicas y sociales en acción, cómo explicar las evoluciones históricas observadas y, sobre todo, qué puede decirse acerca de la evolución previsible de la tasa de rendimiento del capital en el siglo XXI?
Según los modelos económicos más simples, y en el supuesto de una competencia «pura y perfecta» tanto en el mercado del capital como en el del trabajo, la tasa de rendimiento del capital debería ser exactamente igual a la «productividad marginal» del capital (es decir, igual a la contribución de una unidad de capital suplementaria en el proceso de producción considerado). En los modelos más complejos y realistas, la tasa de rendimiento del capital depende también del poder de negociación y de las relaciones de fuerza de los grupos involucrados, por lo que puede ser más elevada o más baja, en función de las situaciones y los sectores, que la productividad marginal del capital (sobre todo porque esta última no siempre puede calcularse con precisión).
En todo caso, la tasa de rendimiento del capital se determina principalmente por dos fuerzas: la tecnología (¿para qué sirve el capital?) y la abundancia del acervo de capital (demasiado capital mata el rendimiento del capital).
Naturalmente, la tecnología desempeña el papel central: si el capital no sirviera para nada como factor de producción, su productividad marginal, por definición, sería nula. De forma abstracta, se puede muy bien imaginar una sociedad en la que el capital no tenga ninguna utilidad en el proceso de producción, en la que ninguna inversión permita mejorar la productividad de las tierras agrícolas, en la que ninguna herramienta o equipo genere una producción superior y en la que el hecho de disponer de un techo para dormir no aporte ningún bienestar complementario frente al hecho de dormir a la intemperie. Tal vez el capital, a pesar de todo, aún podría desempeñar en semejante sociedad un papel importante como simple reserva de valor: por ejemplo, cualquiera podría elegir acumular pilas de alimento (suponiendo que las condiciones de conservación lo permitan) en previsión de una eventual hambruna futura o bien por razones puramente estéticas (añadiendo quizás en ese caso, pilas de joyas y diversos ornamentos). Nada impide imaginar, en teoría, una sociedad en la que la relación capital/ingreso β fuera muy elevada, pero el rendimiento del capital r fuera rigurosamente nulo. En ese caso, la participación del capital en el ingreso nacional α = r × β sería también estrictamente nula. En semejante sociedad, la totalidad del ingreso nacional y de la producción iría al trabajo.
Nada impide imaginarlo, pero en todas las sociedades humanas conocidas, incluso en las más arcaicas, las cosas suceden de manera diferente. En todas las civilizaciones el capital cumple dos grandes funciones económicas: sirve, por una parte, para alojarse (es decir, para producir «servicios de vivienda», cuyo valor calculado a partir del arrendamiento de las habitaciones consiste en el bienestar de dormir y vivir bajo un techo en lugar de a la intemperie) y, por la otra, como factor de producción para elaborar otros bienes y servicios (cuyo proceso de producción puede requerir tierras agrícolas, herramientas, edificios, oficinas, máquinas, equipos, patentes, etc.). Históricamente, las primeras formas de acumulación capitalista parecen referirse tanto a las herramientas (pedernal, etc.) como a los acondicionamientos agrícolas (cercas, irrigación, drenaje, etc.) y a los alojamientos rudimentarios (grutas, tiendas, cabañas, etc.), antes de pasar a formas cada vez más sofisticadas de capital industrial y profesional, y a locales de vivienda siempre más elaborados.
LA NOCIÓN DE PRODUCTIVIDAD MARGINAL DEL CAPITAL
En concreto, la productividad marginal del capital se define por el valor de la producción adicional que aporta una unidad de capital suplementaria. Supongamos, por ejemplo, que en una sociedad agrícola el hecho de disponer del equivalente a 100 euros de tierras suplementarias, o bien a 100 euros de herramientas suplementarias (teniendo en cuenta los precios vigentes de la tierra y las herramientas), permita aumentar la producción de alimentos en un equivalente de 5 euros anuales (manteniendo todo lo demás igual; en particular, manteniendo constante la cantidad de trabajo utilizada). Se dice entonces que la productividad marginal del capital es de 5 euros por 100 euros invertidos o, dicho de otro modo, de 5% anual. En condiciones de competencia pura y perfecta, se trata de la tasa de rendimiento anual que el poseedor del capital —el terrateniente o el dueño de las herramientas— debería obtener del trabajador agrícola. Si pretende obtener más de 5%, el trabajador le rentará su tierra y sus herramientas a otro capitalista. Y si es el trabajador quien quiere pagar menos de 5%, las tierras y las herramientas irán a dar con otro trabajador. Desde luego, puede producirse para el dueño una situación de monopolio a la hora de rentar su tierra y sus herramientas al trabajador, o bien al comprarle su trabajo (se habla entonces de monopsonio), en cuyo caso el dueño puede imponer una tasa de rendimiento superior a esta productividad marginal.
En una economía más compleja, en la que los usos del capital son múltiples y diversificados —se pueden invertir 100 euros en una explotación agrícola, pero también en el sector inmobiliario de vivienda, en una empresa industrial o en una de servicios—, puede complicarse conocer la productividad marginal del capital. En principio, la función del sistema de intermediación financiera (los bancos y los mercados financieros, sobre todo) es encontrar los mejores usos posibles del capital, de manera que cada unidad de capital disponible se invierta donde es más productiva —si es necesario en el otro extremo del mundo— y produzca a su poseedor el mejor rendimiento posible. Se afirma que un mercado del capital es «perfecto» cuando permite que cada unidad de capital se invierta en el mejor uso posible y obtenga la máxima productividad marginal disponible en la economía, si es posible en el marco de una cartera de inversiones perfectamente diversificada (con el objetivo de que obtenga sin ningún riesgo el rendimiento promedio de la economía), y todo ello, por supuesto, con costos de intermediación mínimos.
En la práctica, las instituciones financieras y los mercados bursátiles suelen estar muy lejos de este ideal de perfección, y a menudo se caracterizan por una inestabilidad crónica, por olas especulativas y burbujas recurrentes. Hay que decir que no es simple descubrir en todo un planeta, o incluso en todo un país, el mejor uso posible para una unidad de capital, sin contar con que el «cortoplacismo» y la disimulación contable son a veces el camino más corto hacia el máximo rendimiento privado inmediato. Sin embargo, los sistemas de intermediación financiera, sin importar la imperfección de las instituciones existentes, desempeñaron un papel central e irremplazable en la historia del desarrollo económico en todos los casos. Este proceso siempre implicó a numerosos actores, no sólo los bancos y los mercados financieros formales: por ejemplo, en los siglos XVIII y XIX, los notarios desempeñaban un papel central al poner en contacto a las personas que disponían de fondos para invertir con aquellas que tenían proyectos de inversión, como le sucedía al pobre Goriot y sus fábricas de pastas o a César Birotteau y sus proyectos inmobiliarios[14].
Es importante precisar que la noción de productividad marginal del capital se define independientemente de las instituciones y las reglas —o de la falta de ellas— que caracterizan el reparto capital-trabajo en una sociedad determinada. Por ejemplo, si el poseedor de la tierra y las herramientas explota él mismo su capital, entonces sin duda no contabiliza por separado el rendimiento del capital que se paga a sí mismo. Sin embargo, el capital no es menos útil, siendo su productividad marginal la misma que si el rendimiento se pagara a otro propietario. Sucede lo mismo si el sistema económico vigente elige colectivizar la totalidad o una parte del acervo de capital o, en el caso extremo —por ejemplo en la Unión Soviética—, suprimir todo rendimiento privado del capital. En ese caso, el rendimiento privado es inferior al rendimiento «social» del capital, pero este último siempre se define como la productividad marginal de una unidad suplementaria de capital. La cuestión sobre si se justifica y es útil para la sociedad que los poseedores del capital reciban esta productividad marginal, como remuneración de su título de propiedad (y de su ahorro pasado, o bien del de sus antepasados) sin que se aporte ningún nuevo trabajo, es desde luego una cuestión central, a la que tendremos la oportunidad de volver detenidamente.
DEMASIADO CAPITAL MATA AL RENDIMIENTO DEL CAPITAL
Demasiado capital mata al rendimiento del capital: cualesquiera que sean las instituciones y las reglas que organizan el reparto capital-trabajo, es natural esperar que la productividad marginal del capital disminuya a medida que el acervo de capital aumenta. Por ejemplo, si cada trabajador agrícola dispone ya de miles de hectáreas para su explotación, es probable que el rendimiento suplementario aportado por una hectárea adicional sea limitado. Asimismo, si un país ya construyó inmuebles de vivienda en una cantidad fenomenal, de tal manera que cada habitante dispone de cientos de metros cuadrados para vivir, entonces el aumento de bienestar aportado por un inmueble suplementario —calculado con base en la renta adicional que las personas implicadas estarían dispuestas a pagar para ocuparlo— sería sin duda muy reducido. Sucede lo mismo con las máquinas y los equipos de todo tipo: la productividad marginal es decreciente, por lo menos más allá de cierto umbral (es posible que se necesite una cantidad mínima de herramientas para empezar a producir, pero eso acaba forzosamente por revertirse). Por el contrario, en un país en el que una población gigantesca tuviera que repartirse mediocres tierras cultivables, muy escasas viviendas y algunas herramientas, la productividad marginal de toda unidad de capital suplementaria sería naturalmente muy elevada, y los dichosos dueños del capital no evitarían sacarle provecho.
La cuestión que interesa no es, pues, saber si la productividad marginal del capital es decreciente cuando el acervo de capital aumenta (esto es obvio), sino más bien a qué ritmo disminuye. La cuestión central consiste particularmente en determinar con qué amplitud el rendimiento promedio del capital r —suponiendo que sea igual a la productividad marginal del capital— se reduce cuando la relación capital/ingreso β aumenta. Se pueden dar dos casos. Primer caso: si el rendimiento del capital r desciende por encima de lo proporcionalmente esperable, cuando la relación capital/ingreso β aumenta (por ejemplo, si el rendimiento se divide entre más de dos cuando la relación se multiplica por dos), significa que la participación de los ingresos del capital en el ingreso nacional α = r × β disminuye cuando β aumenta. Dicho de otro modo, la disminución del rendimiento del capital provoca más que una simple compensación del aumento de la relación capital/ingreso. Segundo caso: a la inversa, si el rendimiento r disminuye por debajo de lo esperable proporcionalmente, cuando la relación aumenta (por ejemplo, si el rendimiento se divide entre menos de dos cuando la relación se multiplica por dos), significa que la participación del capital α = r × β aumenta cuando β aumenta. En este último caso, el movimiento del rendimiento tiene como efecto simplemente amortiguar y moderar la evolución de la participación del capital en comparación con la de la relación capital/ingreso.
Según las evoluciones históricas observadas en el Reino Unido y Francia, este segundo caso parece ser el más pertinente a largo plazo: la participación del capital α siguió la misma evolución general en forma de U que la relación capital/ingreso β (con un nivel elevado en los siglos XVIII y XIX, una caída a mediados del XX y una subida a finales del siglo XX y principios del XXI). La evolución de la tasa de rendimiento promedio del capital r, en consecuencia, condujo a reducir fuertemente la amplitud de esta curva en U: el rendimiento era muy elevado justo después de la segunda Guerra Mundial, cuando el capital era poco abundante, conforme al principio de productividad marginal decreciente. Sin embargo, este efecto no fue lo suficientemente fuerte para invertir el sentido de la curva en U, observada para la relación capital/ingreso β, y transformarla en una curva en U invertida en lo relativo a la participación del capital α.
No obstante, es importante insistir en el hecho de que los dos casos son posibles desde un punto de vista teórico. Todo depende de los caprichos de la tecnología o, más precisamente, de la diversidad de las técnicas disponibles que permitan combinar capital y trabajo para producir los diferentes tipos de bienes y servicios consumidos en la sociedad considerada. Para reflexionar sobre esas cuestiones, los economistas utilizan a menudo la noción de «función de producción», formulación matemática que permite resumir de manera sintética el estado de las tecnologías posibles en una sociedad determinada. Una función de producción se caracteriza sobre todo por una elasticidad de sustitución entre capital y trabajo, concepto que mide la facilidad con la que es posible sustituir —es decir, remplazar— trabajo por capital, o capital por trabajo, para producir los bienes y servicios solicitados.
Por ejemplo, una elasticidad de sustitución nula corresponde a una función de producción con coeficientes totalmente fijos: se requiere exactamente una hectárea y una herramienta por cada trabajador agrícola (o bien, basta con una máquina por cada obrero industrial), ni más ni menos. Si cada trabajador dispusiera de algo que no necesita, como una centésima parte suplementaria de una hectárea o una herramienta adicional, no le sería útil, siendo rigurosamente nula la productividad marginal de esta unidad suplementaria de capital. Asimismo, si existiera un trabajador de más con respecto al acervo de capital disponible, sería imposible hacerlo trabajar de una manera productiva.
A la inversa, una elasticidad de sustitución infinita significa que la productividad marginal del capital y del trabajo es totalmente independiente de la cantidad de capital y trabajo disponible. En concreto, el rendimiento del capital sería fijo y no dependería de la cantidad del capital: siempre sería posible acumular más capital y aumentar la producción en un porcentaje fijo, por ejemplo en un 5 o 10% al año por unidad de capital suplementaria. Se podría pensar en una economía totalmente robotizada en la que se aumentaría la producción de forma indefinida con un capital que trabaja solo.
Ninguno de estos dos casos extremos es realmente pertinente: el primero peca por falta de imaginación y el segundo por un exceso de optimismo tecnológico (o de pesimismo hacia la especie humana, según el punto de vista que se adopte). La cuestión pertinente es saber si la elasticidad de sustitución entre trabajo y capital es inferior o superior a 1. Si la elasticidad se sitúa entre 0 y 1, entonces un aumento de la relación capital/ingreso β conduce a una baja tan fuerte de la productividad marginal del capital que la participación del capital α = r × β disminuye (suponiendo que el rendimiento del capital esté determinado por su productividad marginal)[15]. Si la elasticidad es superior a 1, entonces un aumento de la relación capital/ingreso β lleva, por el contrario, a una baja limitada de la productividad marginal del capital, de tal manera que la participación del capital α = r × β aumenta (suponiendo siempre una igualdad entre el rendimiento del capital y la productividad marginal)[16]. En el caso de una elasticidad exactamente igual a 1, los dos efectos se compensan de manera perfecta: el rendimiento del capital r baja en la misma proporción en que aumenta la relación capital/ingreso β, de tal manera que el producto α = r × β permanece inalterado.
MÁS ALLÁ DE COBB-DOUGLAS: LA CUESTIÓN DE LA ESTABILIDAD DEL REPARTO CAPITAL-TRABAJO
Este caso intermedio de una elasticidad de sustitución exactamente igual a 1 corresponde a la función de producción llamada «Cobb-Douglas», en referencia a los economistas Cobb y Douglas, quienes la propusieron por primera vez en 1928. La función de producción Cobb-Douglas se caracteriza por el hecho de que, sin importar lo que suceda y, en particular, cualesquiera que sean las cantidades de capital y trabajo disponibles, la participación del capital siempre es igual a un coeficiente fijo α, que puede ser considerado como un parámetro simplemente tecnológico[17].
Por ejemplo, si α = 30%, cualquiera que sea la relación capital/ingreso, los ingresos del capital representarán 30% del ingreso nacional (y los ingresos del trabajo representarán 70% de él). Si las tasas de ahorro y crecimiento del país considerado son tales que la relación capital/ingreso a largo plazo β = s·g corresponde a seis años de ingreso nacional, la tasa de rendimiento del capital será de 5%, de tal suerte que la participación del capital sea de 30%. Si el acervo de capital a largo plazo es de sólo tres años de ingreso nacional, el rendimiento del capital subirá 10%. Y si las tasas de ahorro y crecimiento son de tal dimensión que el acervo de capital representa 10 años de ingreso nacional, el rendimiento caerá a 3%. En todos los casos, la participación del capital será siempre de 30%.
La función Cobb-Douglas se hizo muy popular en los libros de texto de economía tras la segunda Guerra Mundial (sobre todo en el de Samuelson), en parte por buenas razones, pero en parte también por malas razones, a saber: por su gran simplicidad (a los economistas les gustan las historias simples, aun cuando no sean más que aproximadamente correctas), y sobre todo porque la estabilidad del reparto capital-trabajo da una visión bastante tranquilizadora y armoniosa del orden social. En realidad, esta estabilidad de la participación del capital —suponiendo que se demostrara— no garantiza de ningún modo la armonía, ya que puede perfectamente conjugarse con una desigualdad extrema e insostenible de la propiedad del capital y de la distribución de los ingresos. Además, contrariamente a una idea muy difundida, la estabilidad de la participación del capital en el ingreso nacional no supone para nada la de la relación capital/ingreso, la cual puede muy bien adquirir valores bastante diferentes en el tiempo y entre países, implicando, por ejemplo, fuertes desequilibrios internacionales en la propiedad del capital.
No obstante, el aspecto en el que tenemos que insistir ahora es que la realidad histórica supone una mayor complejidad de lo que permite pensar la idea de una completa estabilidad del reparto capital-trabajo. La hipótesis de Cobb-Douglas es a veces una buena aproximación para ciertos subperiodos o sectores y constituye, en todo caso, un punto de partida útil para la reflexión. No permite, en cambio, dar cuenta de manera satisfactoria de la diversidad de las evoluciones históricas observadas, tanto a largo como a corto y mediano plazo, según demuestran los datos que hemos reunido.
De hecho, esta conclusión no tiene nada de realmente sorprendente, en la medida en que se disponía de muy pocos datos y de escasa perspectiva histórica cuando se propuso esa hipótesis. En su artículo original, publicado en 1928, los economistas estadunidenses Cobb y Douglas utilizaron datos referentes a la industria manufacturera de su país de 1899 a 1922, los cuales demostraban, en efecto, cierta estabilidad en la participación de los beneficios[18]. Al parecer esta tesis había sido introducida por primera vez por el economista británico Arthur Bowley, quien en 1920 publicó un importante trabajo dedicado a la distribución del ingreso nacional en el Reino Unido de 1880 a 1913 y cuya principal conclusión era una relativa estabilidad del reparto capital-trabajo durante ese periodo[19]. Sin embargo, se observa que los periodos analizados por esos autores son relativamente cortos: en concreto, esos estudios no intentan comparar los resultados obtenidos con estimaciones referentes a inicios del siglo XIX (y menos aún con las del siglo XVIII).
Además, hay que recordar, como ya señalamos en la introducción, que estas cuestiones ponían en juego muy fuertes tensiones políticas a finales del siglo XIX y principios del XX, incluso también durante todo el periodo de la Guerra Fría, lo que no siempre facilita el examen sereno de los hechos. Los economistas conservadores o liberales se obstinaban en mostrar que el crecimiento beneficiaba a todos: estaban, pues, muy apegados a la tesis de una completa estabilidad del reparto capital-trabajo, aunque a veces pasaban por alto los datos o los periodos que indicaban un alza de la participación del capital. Por el contrario, los economistas marxistas tendían a demostrar a toda costa que la participación del capital crecía constantemente mientras que los salarios se estancaban, aunque a veces falseaban un poco los datos. En 1899, Eduard Bernstein, quien tuvo la desgracia de asegurar que los salarios crecían y que la clase obrera tenía mucho que ganar si colaboraba con el régimen en funciones (incluso estaba dispuesto a ser vicepresidente del Reichstag), fue rotundamente vencido en una votación en el congreso del Partido Social Demócrata reunido en Hannover. En 1937, el joven historiador y economista alemán Jürgen Kuczynski, quien en los años 1950-1960 fue un prestigioso profesor de historia económica en la Universidad Humboldt de Berlín Oriental y entre 1960 y 1972 publicó una monumental historia universal de los salarios en 38 volúmenes, atacó a Bowley y a otros economistas burgueses. Kuczynski defendía la tesis de un deterioro continuo de la participación del trabajo en el ingreso nacional desde los inicios del capitalismo industrial hasta los años treinta, lo que era cierto para la primera mitad del siglo XIX —incluso para los dos primeros tercios—, pero excesivo si se consideraba el periodo en su conjunto[20]. En los siguientes años, la controversia causó furor en las revistas académicas: en 1939, en la Economic History Review, acostumbrada a debates más suaves, Frederick Brown tomó partido abiertamente por Bowley, a quien calificó de «gran sabio» y de «estadístico serio», mientras que Kuczynski no sería más que un «manipulador», lo que también es exagerado[21]. El mismo año, Keynes se colocaba claramente del lado de los economistas burgueses, calificando la estabilidad del reparto capital-trabajo como «la regularidad mejor establecida de toda la ciencia económica». La afirmación era como mínimo apresurada, ya que Keynes se basaba esencialmente en algunos datos relativos a la industria manufacturera británica de los años 1920-1930, lo que no bastaba para establecer una regularidad universal[22].
En los libros de texto de los años 1950-1970, y, a decir verdad, hasta los años 1980-1990, la tesis de una completa estabilidad del reparto capital-trabajo solía presentarse como una certeza, por desgracia sin que el periodo de aplicación de esa supuesta ley se precisara siempre de manera muy clara. Los autores se contentaban, en general, con tomar datos que se iniciaban en los años cincuenta y sesenta, sin establecer una comparación con el periodo de entreguerras o principios del siglo XX, y aún menos con los siglos XVIII y XIX. Sin embargo, a partir de los años 1990-2000, numerosos estudios sacaron a la luz el alza significativa de la participación de los beneficios y del capital en el ingreso nacional de los países ricos desde los años 1970-1980 y, correlativamente, la importante disminución del porcentaje destinado a los salarios y al trabajo. La tesis de la estabilidad universal se cuestionó, ya en la primera década del siglo XXI, con varios informes oficiales publicados por la OCDE y el FMI, incluso alertan sobre el fenómeno (prueba de que el cuestionamiento es en serio)[23].
La novedad del trabajo propuesto aquí es que se trata, a nuestro entender, de la primera tentativa de volver a situar en un contexto histórico más amplio la cuestión del reparto capital-trabajo y la reciente alza de la participación del capital, subrayando la evolución de la relación capital/ingreso desde el siglo XVIII hasta principios del XXI. Desde luego, el ejercicio tiene sus límites, teniendo en cuenta las imperfecciones de las fuentes históricas disponibles, pero permite, en nuestra opinión, delimitar mejor la situación y renovar el estudio sobre el tema.
LA SUSTITUCIÓN CAPITAL-TRABAJO EN EL SIGLO XXI: UNA ELASTICIDAD SUPERIOR A 1
Empecemos por examinar las insuficiencias del modelo Cobb-Douglas en lo relativo a las evoluciones a muy largo plazo. En un periodo muy amplio, la elasticidad de sustitución entre trabajo y capital parece superior a 1: aparentemente un alza de la relación capital/ingreso β lleva a una ligera subida de la participación del capital α en el ingreso nacional, y viceversa. Intuitivamente, eso corresponde a una situación en la que existen muchos usos diferentes para el capital en el largo plazo. De hecho, las evoluciones históricas observadas sugieren que siempre es posible —por lo menos hasta cierto punto— encontrar cosas útiles y novedosas que hacer con el capital; por ejemplo, nuevas maneras de construir o equipar viviendas (se puede pensar en captadores solares o controles digitales en los muros o el tejado), equipos robóticos o electrónicos siempre más sofisticados o tecnologías médicas que utilizan cada vez más capital. Sin llegar a la situación de una economía totalmente robotizada en la que el capital se reproduce solo —lo que correspondería a una elasticidad de sustitución infinita—, esto es a lo que corresponde una economía avanzada y diversificada en sus usos del capital, caracterizada por una elasticidad de sustitución superior a 1.
Desde luego, es muy difícil prever hasta qué punto la elasticidad de sustitución capital-trabajo será superior a 1 a lo largo del siglo XXI. A partir de los datos históricos se puede estimar una elasticidad comprendida entre 1.3 y 1.6[24]. Sin embargo, además de que se trata de una estimación relativamente incierta e imprecisa, no hay razón para que las tecnologías del porvenir se caractericen por la misma elasticidad que las del pasado. Lo único que parece estar bien establecido es que el alza de la tendencia en la relación capital/ingreso β, observada en los países ricos a lo largo de las últimas décadas y extensible al conjunto del planeta durante el siglo XXI en caso de una disminución generalizada del crecimiento (en particular demográfico), puede muy bien acompañarse por un incremento duradero de la participación del capital α en el ingreso nacional. Es probable, en este caso, que el rendimiento del capital r se reduzca a medida que la relación capital/ingreso β aumente. Sin embargo, teniendo en cuenta la experiencia histórica, lo más probable es que el efecto volumen sea más fuerte que el efecto precio, esto es, que el efecto de acumulación supere a la baja del rendimiento.
En efecto, los datos disponibles indican que la participación del capital creció en la mayoría de los países ricos a lo largo del periodo 1970-2010, a medida que la relación capital/ingreso aumentaba (véase la gráfica VI.5). Sin embargo, es necesario subrayar que esta evolución al alza muestra su coherencia no sólo con una elasticidad de sustitución superior a 1, sino también con una mejora del poder de negociación del capital con respecto al trabajo a lo largo de las últimas décadas, en un contexto de creciente movilidad de los capitales y de mayor competencia entre los Estados para atraer inversiones. Es probable que los dos efectos se hayan reforzado mutuamente durante los últimos decenios, y posiblemente suceda lo mismo en el futuro. En todo caso, es importante insistir en el hecho de que ningún mecanismo económico autocorrector impide que un alza continua de la relación capital/ingreso β se acompañe de un crecimiento permanente de la participación del capital en el ingreso nacional α.
LAS SOCIEDADES AGRÍCOLAS TRADICIONALES: UNA ELASTICIDAD INFERIOR A 1
Acabamos de ver que las economías contemporáneas parecen caracterizarse por importantes posibilidades de sustitución capital-trabajo. Es interesante señalar que sucedía algo muy diferente en las economías tradicionales basadas en la agricultura, donde el capital adquiría principalmente la forma de tierras agrícolas. Los datos históricos a nuestro alcance sugieren, de manera muy clara, que la elasticidad de sustitución era claramente inferior a 1 en las sociedades agrícolas tradicionales. En concreto, ésta es la única manera de explicar por qué los Estados Unidos de América, a pesar de poseer un volumen de tierras muy superior al nivel observado en Europa, se caracterizaba en los siglos XVIII y XIX por un valor de las tierras muy inferior (medido por la relación capital/ingreso), así como por niveles de renta de la tierra —y de participación de capital en el ingreso nacional— mucho más bajos que en el Viejo Mundo.
GRÁFICA VI.5. La participación del capital en los países ricos, 1975-2010
Los ingresos del capital representaban entre 15 y 25% del ingreso nacional en los países ricos en 1975, y entre 25 y 35% en 2000-2010.
FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.
De hecho, es la misma lógica: para que el capital llegue a ser un buen sustituto del trabajo es necesario que pueda adquirir diferentes formas. Para una forma determinada —en este caso las tierras agrícolas—, es inevitable que más allá de cierto momento el efecto precio supere al efecto volumen. Si algunos cientos de personas dispusieran de un continente completo para cultivar, lógicamente los precios de la tierra y de su renta caerían a niveles casi nulos. No existe mejor ilustración del principio «demasiado capital mata al rendimiento del capital» que la comparación de los valores de las tierras agrícolas y de su renta entre el Nuevo Mundo y la Vieja Europa.
¿ES UNA ILUSIÓN EL CAPITAL HUMANO?
Abordemos ahora una cuestión muy importante: ¿ha sido una ilusión el aumento del capital humano a lo largo de la historia? Más precisamente, según
una visión relativamente extendida, el proceso de desarrollo y crecimiento económico se caracterizaría a lo largo del tiempo por el papel central que habrían adquirido en el proceso de producción las habilidades, los conocimientos y, de manera más general, el trabajo humano. Incluso cuando esta hipótesis no siempre se formule de manera muy explícita, una interpretación razonable es que la tecnología se transformó de tal manera que el factor trabajo ahora desempeña un papel más esencial[25]. De hecho, parece posible interpretar de este modo la caída de la participación del capital observada en un periodo muy amplio, de 35-40% hacia 1800-1810 a 25-30% hacia 2000-2010, y el alza correspondiente de la participación del trabajo, de 60-65% a 70-75%. Esta última aumentó simplemente porque el trabajo se volvió más importante en el proceso de producción. Es entonces el aumento del capital humano lo que habría permitido reducir la participación del capital inmobiliario, financiero y de la tierra en el ingreso nacional.
Si esta interpretación fuera correcta, se trataría en efecto de una transformación muy significativa. Sin embargo, hay que ser prudentes. Por una parte, como ya indicamos, carecemos de perspectiva para analizar plenamente la evolución de la participación del capital a muy largo plazo. Es muy posible que la participación del capital aumente en las décadas futuras hacia sus niveles de principios del siglo XIX. Esto puede producirse o bien porque la forma estructural de la tecnología —y la importancia relativa del trabajo y el capital— en realidad no ha cambiado (son más bien los poderes de negociación del trabajo y el capital los que evolucionaron), o bien porque la forma estructural se modificó ligeramente —lo que nos parece más factible—, aunque el alza de la relación capital/trabajo conduzca de manera natural a la participación del capital hacia sus cimas históricas, incluso a superarlas, teniendo en cuenta una elasticidad de sustitución capital-trabajo aparentemente superior a 1 en el largo plazo. Tal vez ésta es la enseñanza más importante de nuestra investigación en esta etapa: la tecnología moderna siempre utiliza mucho capital y, más importante todavía, la diversidad de los usos del capital hace que se pueda acumular muchísimo capital sin que su rendimiento se desplome totalmente. En esas condiciones, no existe ninguna razón natural para que la función del capital disminuya a muy largo plazo, incluso cuando la tecnología se transformó en un sentido más bien favorable al trabajo.
Por otra parte, hay que ser prudentes principalmente por la siguiente razón: esta eventual reducción a largo plazo de la participación del capital,
de 35-40% a 25-30%, que nos parece en el fondo muy factible y que desde luego resulta muy significativa, no representa un cambio de civilización. Los niveles de calificación laboral, sin ninguna duda, progresaron claramente a lo largo de los dos últimos siglos, pero el acervo de capital inmobiliario, industrial y financiero también creció enormemente. A veces imaginamos que el capital ha desaparecido y que habríamos pasado como por arte de magia de una civilización basada en el capital, la herencia y la filiación a una fundada en el capital humano y el mérito. Los accionistas barrigudos habrían sido remplazados por ejecutivos talentosos, simplemente por la gracia del cambio tecnológico. Volveremos a esta cuestión en la próxima parte, cuando estudiemos las desigualdades en la distribución de los ingresos y de la riqueza a nivel individual: nos es imposible responder correctamente ahora. Sin embargo, ya sabemos lo suficiente para llamar la atención ante un optimismo tan plácido: el capital no ha desaparecido, y ello se debe simplemente a que sigue siendo útil, sin duda menos útil que en la época de Balzac y Austen, pero tal vez lo será aún más en el futuro.
LOS MOVIMIENTOS DEL REPARTO CAPITAL-TRABAJO A MEDIANO PLAZO
Acabamos de ver que la hipótesis Cobb-Douglas de una completa estabilidad del reparto capital-trabajo no permitía dar cuenta de manera totalmente satisfactoria de las evoluciones a largo plazo del reparto capital-trabajo. Sucede lo mismo, y tal vez aún más, en lo que se refiere a las evoluciones a corto y mediano plazo, que pueden a veces extenderse sobre periodos relativamente amplios, especialmente desde el punto de vista de los contemporáneos que las atestiguan.
El caso más importante, ya mencionado en la introducción, es sin duda el del alza de la participación del capital durante las primeras fases de la Revolución industrial, de 1800-1810 a 1850-1860. En el Reino Unido, cuyos datos son los más completos, los trabajos históricos disponibles, en particular los de Robert Allen (que bautizó como «pausa de Engels» a ese amplio periodo de estancamiento salarial), sugieren que la participación del capital aumentó en 10 puntos porcentuales del ingreso nacional, pasando de aproximadamente 35-40% entre finales del siglo XVIII y principios del XIX a 45-50% hasta mediados del XIX, momento en el que se redactaba el Manifiesto comunista y en el que Marx se dedicaba a la redacción de El capital. Según los datos de los que disponemos, parecería que esa subida fue aproximadamente compensada por una caída comparable de la participación del capital durante 1870-1900 y luego por una ligera alza en 1900-1910, de tal manera que al final la participación del capital no era sin duda más diferente en la Bella Época que durante el periodo revolucionario y napoleónico (véase la gráfica VI.1). Por consiguiente, se puede hablar de un movimiento a «mediano plazo», y no de uno duradero a largo plazo. Sin embargo, esta transferencia de 10 puntos de ingreso nacional a lo largo de la primera mitad del siglo XIX no es nada desdeñable: precisamente, la mayor parte del crecimiento del periodo se destinó a los beneficios, con un correspondiente estancamiento de los salarios (objetivamente miserables en esa época). Según Allen, esta evolución se explica ante todo por la afluencia de mano de obra procedente del éxodo rural, así como por las transformaciones tecnológicas que aumentaban estructuralmente la productividad del capital en la función de producción: por los caprichos de la tecnología, en resumidas cuentas[26].
Los datos históricos disponibles para Francia sugieren una cronología similar. En concreto, todas las fuentes indican un gran estancamiento de los salarios obreros durante el periodo 1810-1850, al tiempo que el desarrollo industrial estaba en pleno apogeo. Los datos reunidos por Jean Bouvier y François Furet, a partir de las cuentas de grandes sociedades industriales francesas del siglo XIX, confirman también esta cronología: un incremento de la participación de los beneficios hasta 1850-1860, una caída entre 1870 y 1900 y nuevamente un incremento en 1900-1910[27].
Los datos disponibles para el siglo XVIII y el periodo de la Revolución francesa sugieren también un alza de la participación de la renta de la tierra en los decenios anteriores a la Revolución (lo que parece coherente con las observaciones de Arthur Young sobre la miseria de los campesinos franceses)[28] y fuertes aumentos de salarios entre 1789 y 1815 (que parecen explicarse al mismo tiempo por la redistribución de la tierra y por la movilización de mano de obra vinculada con los conflictos militares)[29]. Visto desde la Restauración y desde la Monarquía de Julio, el periodo revolucionario y napoleónico dejaría entonces un buen recuerdo a las clases populares.
GRÁFICA VI.6. La participación de los beneficios en el valor agregado de las empresas en Francia, 1900-2010
La participación de los beneficios brutos en el valor agregado bruto de las empresas pasó de 25% en 1982 a 33% en 2010; la participación de los beneficios netos en el valor agregado neto aumentó de 12 a 20%.
FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.
Con el objetivo de tomar clara conciencia de que estos incesantes movimientos del reparto capital-trabajo, a corto y mediano plazos, se observan en todas las épocas, indicamos también en las gráficas VI.6 a VI.8 la evolución anual de este reparto en Francia de 1900 a 2010, separando, por una parte, la evolución del reparto beneficios-sueldos del valor agregado de las empresas[30] y, por otra, la evolución de la participación de las rentas de la vivienda en el ingreso nacional. Se observará en particular que el reparto beneficios-sueldos conoció tres fases muy distintas desde la segunda Guerra Mundial, con una fuerte alza de la participación de los beneficios de 1945 a 1968, luego una baja sumamente pronunciada de 1968 a 1983 y, por último, una subida muy rápida a partir de 1983 y una estabilización a partir de principios de los años noventa. En los próximos capítulos volveremos a esta muy política cronología, cuando estudiemos la dinámica de las desigualdades en los ingresos. Se observará el alza continua de la participación de las rentas desde 1945, lo que implica que la participación del capital, considerado en su conjunto, siguió creciendo durante el periodo 1990-2010, a pesar de la estabilización de la participación de los beneficios.
GRÁFICA VI.7. La participación de las rentas por vivienda en el ingreso nacional en Francia, 1900-2010
La participación de las rentas (valor del alquiler de las viviendas) pasó de 2% del ingreso nacional en 1948 a 10% en 2010.
FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.
GRÁFICA VI.8. La participación del capital en el ingreso nacional en Francia, 1900-2010
La participación del capital (beneficios y rentas netas) pasó de 15% del ingreso nacional en 1982 a 27% en 2010.
FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.
DE REGRESO A MARX Y A LA CAÍDA EN LA TENDENCIA DE LA TASA DE BENEFICIO
Al final de esta investigación dedicada a la dinámica histórica de la relación capital/ingreso y del reparto capital-trabajo, no está de más precisar la relación entre las conclusiones que obtuvimos y las tesis marxistas.
Para Marx, el mecanismo central mediante el cual «la burguesía produce a sus propios sepultureros» corresponde a lo que llamamos en la introducción el «principio de acumulación infinita»: los capitalistas acumulan cantidades de capital cada vez más importantes, lo que conduce finalmente a una inexorable caída en la tendencia de la tasa de ganancia (es decir, la tasa de rendimiento del capital), provocando su propia pérdida. Marx no utilizaba un modelo matemático, y su prosa no siempre era diáfana, de tal manera que es difícil saber con certeza lo que tenía en mente. Sin embargo, una manera lógicamente coherente de interpretar su propósito es considerar la ley dinámica β = s·g en el caso particular de una nula tasa de crecimiento g, o al menos de una tasa muy próxima a 0.
En efecto, recordemos que g mide la tasa de crecimiento estructural a largo plazo, esto es, la suma de la tasa de crecimiento de la productividad y de la población. Ahora bien, en la mente de Marx, como de hecho en la de todos los economistas del siglo XIX y principios del XX y, en gran medida, hasta los trabajos de Solow en los años 1950-1960, la noción misma de crecimiento estructural, provocada por un crecimiento permanente y duradero de la productividad, no estaba formulada e identificada con claridad[31]. En esa época, la hipótesis implícita consistía en que el incremento de la producción, sobre todo manufacturera, se explicaba ante todo por la acumulación de capital industrial. Dicho de otro modo, se producía más únicamente porque cada trabajador disponía de más máquinas y equipos, y no debido a que su productividad como tal aumentara —para una cantidad dada de trabajo y de capital—. Hoy en día se sabe que sólo el crecimiento de la productividad permite un crecimiento estructural a largo plazo. Sin embargo, teniendo en cuenta la falta de perspectiva histórica y de datos disponibles, eso no era evidente en la época de Marx.
En el caso en el que no existiera ningún crecimiento estructural y que la tasa g fuera rigurosamente nula, se llegaría a una contradicción lógica muy cercana a la descrita por Marx. A partir del momento en el que la tasa de ahorro neta s fuera positiva, es decir, que los capitalistas se obstinaran en acumular cada año más capital —por voluntad de poder y perpetuación, o bien sólo porque su nivel de vida ya es lo suficientemente elevado—, la relación capital/ingreso aumentaría de modo indefinido. De manera más general, si la tasa g fuera baja y se acercara a 0, la relación capital/ingreso a largo plazo β = s·g tendería hacia el infinito. Y con una relación capital/ingreso β infinitamente elevada, el rendimiento del capital r necesitaría reducirse progresivamente y aproximarse a 0, porque de otra manera la participación del capital α = r × β acabaría por devorar la totalidad del ingreso nacional[32].
La contradicción dinámica señalada por Marx corresponde pues a una verdadera dificultad, cuya única salida lógica es el crecimiento estructural, que permite equilibrar —en cierta medida— el proceso de acumulación del capital. El crecimiento permanente de la productividad y la población es lo que permite el equilibrio de la suma permanente de nuevas unidades de capital, como lo expresa la ley β = s·g, a falta de lo cual, en efecto, los capitalistas cavarían su propia tumba: ya sea que se desgarren entre sí, en una tentativa desesperada por luchar contra la caída en la tendencia de la tasa de ganancia (por ejemplo, a través de la guerra para obtener las mejores inversiones coloniales, como en la crisis marroquí entre Francia y Alemania en 1905 y 1911), o bien que logren imponer al trabajo una participación cada vez más baja en el ingreso nacional, lo que acabaría por conducir a una revolución proletaria y a una expropiación general. En todo caso, el capitalismo está minado por sus contradicciones internas.
La idea conforme a la cual Marx tenía en mente precisamente un modelo de este tipo (fundado en la acumulación infinita del capital) se confirma por el hecho de que en varias ocasiones utilizó ejemplos de cuentas de empresas industriales caracterizadas por enormes cantidades de capital. En el primer tomo de El capital se destaca el ejemplo de las cuentas de una fábrica textil —que, según Marx, le fueron «transmitidas por su propietario»— donde se apreciaba aparentemente una relación muy elevada entre el valor total del capital fijo y variable, utilizado en el proceso de producción, y el valor de la producción anual, al parecer superior a 10. Este tipo de relación capital/ingreso tenía, en efecto, algo bastante aterrador: bastaba con que la tasa de rendimiento del capital fuera de 5% para que la participación de los beneficios superara la mitad de la producción. Es natural que Marx —y con él muchos otros observadores inquietos de la época— se haya preguntado hasta dónde podía llevar esta situación (principalmente porque los salarios estaban estancados desde principios del siglo XIX) y hacia qué tipo de equilibrio socioeconómico a largo plazo iba a conducir ese desarrollo hiperintensivo en capital.
Marx era asimismo un lector asiduo de los informes parlamentarios británicos de los años 1820-1860, que utilizaba para documentar la miseria de los salarios de los obreros, los accidentes de trabajo, las deplorables condiciones sanitarias y, de forma más general, la rapacidad de los poseedores del capital industrial. Utilizó también las estadísticas resultantes del impuesto sobre los beneficios, que mostraban un muy rápido incremento de los beneficios industriales en el Reino Unido en los años 1840-1850. Intentaba incluso emplear —sin duda, de manera bastante impresionista— algunas estadísticas sucesorias destinadas a mostrar el enorme crecimiento de las mayores fortunas británicas desde la época de las guerras napoleónicas[33].
El problema, a pesar de todas estas importantes instituciones, es que Marx conservaba muy a menudo un enfoque relativamente anecdótico y poco sistemático de las estadísticas a su alcance. En particular, no buscaba saber si la fuerte concentración de capital, que creía descubrir en las cuentas de algunas fábricas, era representativa de la economía británica en su conjunto, o siquiera de un sector en particular, lo que podría haber logrado al reunir las cuentas de empresas, aunque no fueran más que algunas decenas. Lo más sorprendente, tratándose de un libro dedicado en gran medida a la acumulación del capital, es que Marx no hacía ninguna referencia a las tentativas de estimación del acervo de capital nacional que se multiplicaron en el Reino Unido desde principios del siglo XVIII y que tuvieron numerosos desarrollos a partir del inicio del siglo XIX (desde los trabajos de Colquhoun en los años 1800-1810 hasta los de Giffen en 1870-1880)[34]. Marx parecía pasar por alto completamente la contabilidad nacional que se desarrollaba en su entorno, lo que es tanto más lamentable porque le habría permitido confirmar, en cierta medida, sus intuiciones sobre la enorme acumulación de capital privado característico de su época y, sobre todo, precisar su modelo explicativo.
MÁS ALLÁ DE «LA CONTROVERSIA DE CAMBRIDGE»
Hay que subrayar, en cambio, que las cuentas nacionales y los diversos materiales estadísticos disponibles a finales del siglo XIX y principios del XX eran muy insuficientes para estudiar correctamente la dinámica de la relación capital/ingreso. En particular, las estimaciones del acervo de capital eran mucho más numerosas que las del ingreso nacional y de la producción interna. Luego se produjo una situación inversa a mediados del siglo XX, tras los choques de los años 1914-1945. Sin duda, eso explica en parte por qué la cuestión de la acumulación del capital y de una posible solución equilibrada a ese proceso dinámico siguió suscitando durante mucho tiempo numerosas controversias y a menudo mucha confusión, como lo atestigua la famosa «controversia de las dos Cambridge» de los años 1950-1960.
Recordemos rápidamente sus elementos. Cuando los economistas Harrod y Domar introdujeron explícitamente la fórmula β = s·g por primera vez, a finales de los años treinta y durante los cuarenta, era habitual escribirla y leerla en sentido inverso, es decir: g = s β. Harrod consideraba precisamente en 1939 que la relación capital/ingreso β era rigurosamente fija y estaba impuesta por la tecnología disponible (como en el caso de una función de producción con coeficientes fijos, con ninguna sustitución posible entre trabajo y capital), de tal manera que la tasa de crecimiento estaba totalmente determinada por la tasa de ahorro. Si esta última era de 10%, y la tecnología imponía una relación capital/ingreso igual a cinco (se necesitarían exactamente cinco unidades de capital para producir una unidad de producción, ni más ni menos), la tasa de crecimiento de la capacidad productiva de la economía era de 2% anual. Sin embargo, como la tasa de crecimiento debía además ser igual a la tasa de incremento de la población (y de la productividad, noción aún mal definida en esa época), se llegaba a la conclusión de que el crecimiento era un proceso intrínsecamente inestable, «al filo de la navaja». Siempre había demasiado o insuficiente capital, generando con ello capacidades excedentarias y burbujas especulativas, o bien desempleo, incluso ambos al mismo tiempo, según los sectores y los años.
No todo es falso en la intuición de Harrod, quien escribía en plena crisis de los años treinta y que claramente se hallaba muy marcado por la enorme inestabilidad macroeconómica de su época. De hecho, el mecanismo descrito por él contribuyó, sin ninguna duda, a explicar por qué el proceso de crecimiento siempre es profundamente volátil: el ajuste nacional entre las decisiones de ahorro e inversión, que suelen ser tomadas por personas diferentes y por razones distintas, es estructuralmente complejo y caótico, tanto más porque a menudo es difícil variar a corto plazo la concentración de capital y la organización de la producción[35]. Sin embargo, la relación capital/ingreso es relativamente flexible a largo plazo, como lo demuestran sin ambigüedad las muy fuertes variaciones históricas que analizamos, y que incluso parecen indicar una elasticidad de sustitución entre trabajo y capital superior a 1 en un amplio periodo.
A partir de 1948, Domar desarrolló una visión más optimista y flexible que Harrod de la ley g = s β, insistiendo en el hecho de que la tasa de ahorro y la relación capital/ingreso podían ajustarse en cierta medida. Sin embargo, fue sobre todo en 1956 cuando Solow introdujo la función de producción con factores sustituibles, que permitía invertir la fórmula y escribirla β = s·g: a largo plazo, la relación capital/ingreso se ajustaba a las tasas de ahorro y a las tasas de crecimiento estructural de la economía, y no a la inversa. Las controversias continuaron, a pesar de ello, en los años 1950-1960 entre economistas radicados principalmente en Cambridge (Massachusetts), en particular Solow y Samuelson, defensores de la función de producción con factores sustituibles, y economistas que trabajaban en Cambridge (Reino Unido), entre los que encontramos a Robinson, Kaldor y Pasinetti, quienes —a veces no sin cierta confusión— veían en el modelo de Solow la afirmación de que el crecimiento siempre estaba perfectamente equilibrado y la negación de la importancia de las fluctuaciones keynesianas a corto plazo. Sólo a partir de los años 1970-1980 se impuso definitivamente el modelo de crecimiento de Solow, conocido como modelo «neoclásico».
Si se vuelven a leer estas controversias desde la perspectiva actual, se pone de manifiesto que el debate, que por momentos tenía una dimensión poscolonial bastante marcada (los economistas estadunidenses intentaban emanciparse de la tutela histórica de los economistas británicos, que habían tenido la supremacía en la profesión desde Adam Smith, y los británicos trataban de defender la memoria, al parecer traicionada, de lord Keynes), contribuyó más a oscurecer la reflexión económica que a esclarecerla. Nada justificaba realmente las sospechas británicas. Tanto Solow como Samuelson estaban completamente convencidos de la inestabilidad a corto plazo del proceso de crecimiento y de la necesidad de proseguir políticas keynesianas de estabilización macroeconómica, considerando la ley β = s·g sólo como un análisis a largo plazo. Sin embargo, los economistas estadunidenses, algunos de los cuales habían nacido en Europa (como Modigliani), tendían a veces a exagerar el alcance de su descubrimiento del «sendero de crecimiento equilibrado»[36]. La ley β = s·g describe claramente un sendero de crecimiento en el que todas las magnitudes macroeconómicas —acervo de capital, flujo de ingreso y de producción— crecen al mismo ritmo a largo plazo. Sin embargo, más allá de la cuestión de la volatilidad a corto plazo, este crecimiento equilibrado no garantiza ninguna armonía particular al nivel de la distribución de las riquezas y, en particular, de ninguna manera supone la desaparición, ni siquiera la disminución, de la desigualdad de la propiedad del capital. Y, contrariamente a una idea difundida hasta muy recientemente, la ley β = s·g no impide, en ningún caso, muy fuertes variaciones de la relación capital/ingreso en el tiempo y entre países; más bien lo contrario. Me parece que la virulencia —y el carácter algo estéril— de esta controversia de las dos Cambridge se explica parcialmente por el hecho de que tanto unos como otros no disponían de datos históricos satisfactorios para precisar los términos del debate. Es sorprendente ver cuán poco recurren los participantes en esta controversia a las estimaciones del capital nacional anteriores a la primera Guerra Mundial, ya que sin duda les parecían demasiado incomparables con las realidades de los años 1950-1960. Las guerras crearon una discontinuidad tan fuerte en el análisis conceptual y en el marco estadístico que parecían impedir una perspectiva a largo plazo de esta cuestión durante un tiempo, principalmente desde el punto de vista europeo.
EL REGRESO DEL CAPITAL EN UN RÉGIMEN DE CRECIMIENTO BAJO
A decir verdad, sólo desde finales del siglo XX y muy al principio del XXI disponemos de los datos estadísticos y, en particular, de la perspectiva histórica indispensable para analizar correctamente la dinámica de la relación capital/ingreso y del reparto capital-trabajo para un amplio periodo. En concreto, los datos reunidos por nosotros y la perspectiva histórica de la que afortunadamente disponemos (perspectiva siempre insuficiente, desde luego, pero por definición superior a aquella de la que echaron mano los autores anteriores) nos conducen a las siguientes conclusiones.
En primer lugar, el regreso a un régimen histórico de crecimiento bajo y, en particular, de incremento demográfico nulo —incluso negativo— conduce lógicamente al retorno del capital. Esta tendencia a la reconstitución de acervos de capital muy elevados en sociedades de bajo crecimiento se expresa mediante la ley β = s·g y puede resumirse así: en sociedades estancadas, los patrimonios provenientes del pasado adquieren naturalmente una importancia considerable.
En Europa, la relación capital/ingreso ya recuperó en este inicio del siglo XXI niveles del orden de cinco-seis años de ingreso nacional, apenas inferiores a los observados en los siglos XVIII y XIX, y hasta los años anteriores a la primera Guerra Mundial.
A nivel mundial, es muy posible que la relación capital/ingreso alcance o incluso supere este tipo de nivel a lo largo del siglo XXI. Si la tasa de ahorro se mantuviera alrededor de 10% y la de crecimiento se estabilizara en torno a 1.5% a muy largo plazo —contando con el estancamiento demográfico y la desaceleración del progreso técnico—, entonces el acervo mundial de capital alcanzaría lógicamente el equivalente de seis o siete años de ingreso, y si el crecimiento bajara a 1%, entonces el acervo de capital podría llegar al equivalente de diez años de ingreso.
En segundo lugar, en lo que se refiere a la participación de los ingresos del capital en el ingreso nacional y mundial, dato indicado por la ley α = r × β, la experiencia histórica sugiere que el alza previsible de la relación capital/ingreso no conducirá necesariamente a una caída sensible del rendimiento del capital. En efecto, existen múltiples usos del capital a muy largo plazo, lo que se puede resumir señalando que la elasticidad de sustitución entre capital y trabajo es sin duda superior a 1 en un periodo muy largo. Lo más probable es que la caída del ingreso sea menor que el alza de la relación capital/ingreso, de tal suerte que aumente la participación del capital. Con una relación capital/ingreso del orden de siete u ocho años y una tasa de rendimiento mundial del capital de alrededor de 4-5%, la participación del capital podría situarse en torno a 30-40% del producto mundial: en un nivel cercano al observado en los siglos XVIII y XIX, e incluso podría superarlo.
Como señalamos anteriormente, también es posible que las transformaciones tecnológicas a muy largo plazo favorezcan ligeramente el trabajo humano con respecto al capital, provocando así una caída del rendimiento y la participación de éste. Sin embargo, ese eventual efecto a largo plazo es, al parecer, de una amplitud limitada, y es posible que se vea más que compensado por otras fuerzas en sentido inverso, como la creciente sofisticación de los sistemas de intermediación financiera o la competencia internacional para atraer los capitales.
LOS CAPRICHOS DE LA TECNOLOGÍA
Recapitulemos. La principal lección de esta segunda parte es sin duda que no existe ninguna fuerza natural que necesariamente reduzca la importancia del capital y de los ingresos resultantes de la propiedad del capital a lo largo de la historia. En las décadas de la posguerra pensamos que el triunfo del capital humano sobre el capital en el sentido tradicional (es decir, el capital en tierras, inmobiliario y financiero) era un proceso natural e irreversible, debido tal vez a la tecnología y a fuerzas puramente económicas. A decir verdad, algunos ya decían que las fuerzas propiamente políticas eran centrales. Nuestros resultados confirman del todo ese punto de vista. El avance hacia la racionalidad económica y tecnológica no implica forzosamente un progreso hacia la racionalidad democrática y meritocrática. La principal razón de ello es simple: la tecnología, así como el mercado, no conoce ni límite ni moral. Desde luego, la evolución tecnológica provocó necesidades cada vez más importantes de calificaciones y competencias humanas. Sin embargo, también incrementó la necesidad de edificios, viviendas, oficinas, equipos de todo tipo, patentes y, en definitiva, el valor total de todos esos elementos de capital no humano —inmobiliario, profesional, industrial, financiero— creció casi tan rápido como la producción y el ingreso nacional en el largo plazo. Del mismo modo, la masa de los ingresos remuneradores de esas diferentes formas de capital avanzó casi tan rápido como la de los ingresos del trabajo. Si verdaderamente se desea fundar un orden social más justo y racional, basado en la utilidad común, no basta con recurrir a los caprichos de la tecnología.
En resumen: el crecimiento moderno, basado en el incremento de la productividad y la difusión de los conocimientos, permitió evitar el apocalipsis marxista y equilibrar el proceso de acumulación del capital. Sin embargo, no modificó las estructuras profundas del capital, o al menos no redujo verdaderamente su importancia macroeconómica con respecto al trabajo. Ahora tenemos que estudiar si sucede lo mismo con la desigualdad en la distribución de los ingresos y de la riqueza: ¿en qué medida las estructuras de la desigualdad, con respecto al trabajo y al capital, se transformaron realmente desde el siglo XIX?