III. Las metamorfosis del capital
III. LAS METAMORFOSIS DEL CAPITAL
EN LA primera parte introdujimos los conceptos fundamentales de ingreso y de capital, y presentamos las grandes etapas del incremento de la producción y del ingreso desde la Revolución industrial.
Ahora, en esta segunda parte, nos concentraremos en la evolución del acervo de capital, tanto desde el punto de vista de su tamaño —medido de acuerdo con la relación capital/ingreso— como de su composición entre diferentes tipos de activos, cuya naturaleza se ha modificado profundamente desde el siglo XVIII. Estudiaremos las diferentes formas de riqueza (tierras, bienes inmuebles, máquinas, empresas, acciones, obligaciones, patentes, ganado, oro, recursos naturales, etc.) y examinaremos su desarrollo en la historia, empezando por los casos del Reino Unido y de Francia, para los que hay mejor información de largo plazo. Detengámonos primero en la literatura, que en esos dos países ofrece una excelente introducción al tema de la riqueza.
LA NATURALEZA DE LA RIQUEZA: DE LA LITERATURA A LA REALIDAD
Cuando Balzac o Jane Austen escribieron sus novelas, a principios del siglo XIX, la naturaleza de la riqueza era a priori relativamente clara para todo el mundo. La riqueza parecía estar ahí para producir rentas, es decir, ingresos seguros y regulares para su poseedor, y para ello adquiría sobre todo la forma de propiedades rurales y títulos de deuda pública. El pobre Goriot poseía este tipo de títulos, mientras que el pequeño patrimonio de los Rastignac estaba constituido por tierras agrícolas. Sucedía lo mismo con la inmensa explotación de Norland que heredó John Dashwood en Sentido y sensibilidad, de la cual no tardaría en expulsar a sus medias hermanas, Elinor y Marianne, quienes debieron contentarse con los intereses producidos por el pequeño capital dejado por su padre en forma de bonos del gobierno. En la novela clásica del siglo XIX, la riqueza se encontraba en todas partes y, sin importar su tamaño ni su poseedor, con mucha frecuencia adquiría estas dos formas: tierras o deuda pública.
Vistas desde el siglo XXI, estas formas de riqueza pueden parecer arcaicas, y es tentador remitirlas a un pasado lejano y al parecer superado, sin relación con la realidad económica y social de nuestro tiempo, en el que el capital sería por naturaleza más «dinámico». En efecto, los personajes de las novelas del siglo XIX se revelaban a menudo como los arquetipos del rentista, figura deshonrada en nuestra modernidad democrática y meritocrática. Sin embargo, nada más natural que pedir de un capital que produzca un ingreso seguro y regular: de hecho, es el objetivo mismo de un mercado de capital «perfecto» en el sentido que le dan los economistas. Estaríamos muy errados si pensáramos que el estudio de la riqueza del siglo XIX carece de enseñanzas para el mundo de hoy.
Si se observa la situación con mayor atención, las diferencias respecto del mundo del siglo XXI son, además, menos evidentes de lo que parece. En primer lugar, estas dos formas de patrimonio —tierras y deuda pública— plantean cuestiones muy diferentes, y sin duda no deberían sumarse tan simplemente como hacen los novelistas del siglo XIX, por conveniencia narrativa. Finalmente, la deuda pública no constituye más que un crédito de una parte del país (los que cobran los intereses) sobre otra (los que pagan los impuestos): es necesario excluirla del patrimonio nacional e incluirla sólo en el patrimonio privado. El complejo tema del endeudamiento de los Estados y de la naturaleza del patrimonio es tan importante hoy como lo era en 1800, y el estudio del pasado puede instruirnos sobre esta realidad tan importante en el mundo actual. Por ello, incluso si en este inicio del siglo XXI la deuda pública dista de haber recuperado el nivel astronómico que tenía a principios del siglo XIX, al menos en el Reino Unido, en Francia y en muchos otros países se sitúa muy cerca de sus récords históricos, suscitando, sin duda, aún más confusión en el mundo actual que en la época napoleónica. En efecto, el proceso de intermediación financiera (se deposita el dinero en un banco, que a su vez lo invierte en otra parte) se ha vuelto tan complejo que a menudo se olvida quién posee qué. Estamos endeudados, cierto —¿cómo olvidarlo?, los medios de comunicación nos lo recuerdan todos los días—, pero ¿con quién exactamente? En el siglo XIX, se identificaba claramente a los rentistas de la deuda pública; ¿quiénes son hoy en día? Habrá que aclarar este misterio; el estudio del pasado puede ayudarnos a hacerlo.
Hay otra complicación aún más importante: muchas otras formas de capital, a menudo muy «dinámicas», desempeñaban un papel esencial en la novela clásica y en el mundo de 1800. Tras haberse iniciado como obrero en una fábrica de fideos, el pobre Goriot hizo fortuna como fabricante de pastas y comerciante en granos. Durante las guerras revolucionarias y napoleónicas, supo mejor que nadie cómo dar con las mejores harinas, perfeccionar las técnicas de fabricación de las pastas, organizar las redes de distribución y los almacenes, de tal manera que los buenos productos fueran entregados en el lugar correcto y en el momento adecuado. Sólo después de haber hecho fortuna como empresario vendió sus participaciones en sus negocios, a la manera de un fundador de una start-up del siglo XXI, ejerciendo sus stockoptions y embolsándose su plusvalía, y colocó todo el capital en inversiones más seguras, en este caso en títulos públicos de renta perpetua (ese capital le permitió casar a sus hijas en la mejor sociedad parisina de su época). En su lecho de muerte, en 1821, abandonado por Delphine y Anastasie, Goriot seguía soñando con jugosas inversiones en el comercio de las pastas en Odesa.
César Birotteau, por su parte, hizo fortuna en la perfumería. Era el genial inventor de productos de belleza (la doble pasta de las sultanas, el agua carminativa, etc.) que, según Balzac, hacían furor en Francia a finales del Imperio y durante la Restauración. Sin embargo, eso no le bastaba: en el momento de retirarse, deseaba triplicar su inversión con una audaz operación de especulación inmobiliaria en el barrio de la Madeleine, en pleno desarrollo del París de los años 1820-1830. Rechazó los sabios consejos de su esposa, quien deseaba invertir los fondos de la perfumería en buenas tierras cerca de Chinon y en algunas rentas públicas. César acabó arruinado.
Por su parte, los protagonistas de Jane Austen, grandes terratenientes por excelencia, más rurales que los de Balzac, sólo aparentaban ser más sabios. En Mansfield Park, el tío de Fanny, sir Thomas, debía irse más de un año a las Antillas con su hijo mayor para poner en orden sus negocios e inversiones. Volvió a Mansfield, pero muy pronto debió regresar durante largos meses a las islas: en las décadas de 1800-1810, no era simple administrar plantaciones a varios miles de kilómetros de distancia. Todavía estábamos muy lejos de la apacible renta de los bienes raíces o de los títulos de deuda pública.
Entonces, ¿capital apacible o inversiones riesgosas? ¿Debe concluirse que nada ha cambiado desde aquella época? ¿Cuáles son, en el fondo, las verdaderas transformaciones en la estructura del capital desde el siglo XVIII? Más allá de los cambios evidentes en sus formas concretas —de las pastas del pobre Goriot a las tabletas de Steve Jobs, de las inversiones antillanas de 1800 a las inversiones chinas o sudafricanas del siglo XXI—, ¿no seguirían siendo iguales las estructuras profundas del capital? Éste jamás es apacible: siempre es arriesgado y empresarial, por lo menos en sus inicios, y al mismo tiempo siempre tiende a transformarse en renta conforme se acumula sin límite; es su vocación, su destino lógico. ¿De dónde viene entonces esa impresión difusa de que las desigualdades sociales en nuestras sociedades modernas son, a pesar de todo, muy diferentes de las que caracterizaban a la época de Balzac y de Jane Austen? ¿No se trataría, en realidad, más que de un simple discurso, sin ningún contacto con la realidad? ¿Pueden identificarse acaso factores objetivos que expliquen de qué manera el crecimiento moderno habría transformado el capital en un valor estructuralmente menos «rentista» y más «dinámico»?
LAS METAMORFOSIS DEL CAPITAL EN EL REINO UNIDO Y FRANCIA
Con el objetivo de avanzar en este razonamiento, empecemos por estudiar las transformaciones en la estructura del capital en el Reino Unido y Francia desde el siglo XVIII. Se trata de los dos países para los cuales disponemos de fuentes históricas más abundantes, y respecto de los cuales pudieron reconstituirse las estimaciones más completas y homogéneas en un amplio periodo. Los principales resultados obtenidos se muestran en las gráficas III.1 y III.2, donde intentamos presentar de manera sintética varios aspectos esenciales de tres siglos de historia del capitalismo. Se observan claramente dos conclusiones.
GRÁFICA III.1. El capital en el Reino Unido, 1700-2010
El capital nacional equivalía aproximadamente a siete años del ingreso nacional en el Reino Unido en 1700 (de los cuales cuatro eran en tierras agrícolas).
FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.
En primer lugar, se advierte que la relación capital/ingreso siguió una evolución muy parecida en los dos países: con una relativa estabilidad en los siglos XVIII y XIX, más adelante un enorme choque en el siglo XX, para finalmente encontrarse en este inicio del siglo XXI en niveles cercanos a los observados en vísperas de las guerras del siglo XX. Tanto en el Reino Unido como en Francia, el valor total del capital nacional se situaba en torno a seis o siete años de ingreso nacional a lo largo de los siglos XVIII y XIX, y hasta 1914. Luego se desplomó brutalmente la relación capital/ingreso tras la primera Guerra Mundial, las crisis del periodo de entreguerras y la segunda Guerra Mundial, hasta el punto de que el capital nacional ya no valía más que dos o tres años de ingreso nacional en la década de los cincuenta. Pasado este momento, la relación capital/ingreso volvió al alza y no dejó de aumentar. En los dos países, el valor total del capital nacional se situaba a principios de la década de 2010 en aproximadamente cinco a seis años de ingreso nacional, incluso un poco más de seis en Francia, frente a menos de cuatro en los años ochenta, y apenas más de dos en 1950. La precisión de la medición no debe confundirnos, sino mostrarnos que la evolución general es perfectamente clara.
GRÁFICA III.2. El capital en Francia, 1700-2010
El capital nacional equivalía aproximadamente a siete años del ingreso nacional en Francia en 1910 (de los cuales uno era invertido en el extranjero).
FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.
El siglo pasado se caracterizó, pues, por una espectacular curva en U. La relación capital/ingreso se dividió casi entre tres a lo largo del periodo de 1914-1945, antes de multiplicarse por más de dos en el periodo de 1945-2012.
Se trata de variaciones de amplitud muy grande, a la medida de los violentos conflictos militares, políticos y económicos que marcaron el siglo XX, sobre todo en torno a la cuestión del capital, la propiedad privada y la distribución mundial de la riqueza. Si comparamos esta situación con los siglos XVIII y XIX, estos últimos parecen momentos sumamente apacibles.
Al final, a principios de la década de 2010 la relación capital/ingreso recuperó prácticamente su nivel de antes de la primera Guerra Mundial, o incluso lo rebasó, si se divide el acervo de capital entre el ingreso disponible de los hogares, y no entre el ingreso nacional, elección metodológica que nada tiene de evidente, como veremos más adelante. En todo caso, sin importar las imperfecciones y las incertidumbres de las mediciones disponibles, no hay ninguna duda de que en los años 1990-2000, al término de un proceso iniciado en 1950, se recuperó una prosperidad patrimonial desconocida desde la Bella Época. Una buena parte del capital había desaparecido a mediados del siglo XX; en este inicio del siglo XXI, según nuestras estimaciones, parece a punto de recobrar los niveles observados en los siglos XVIII y XIX. La riqueza volvió a los niveles que siempre tuvo. En gran medida fueron las guerras las que, en el siglo XX, hicieron tabla rasa del pasado y crearon la ilusión de una transformación estructural del capitalismo.
Sin embargo, por importante que sea, esta evolución del nivel global de la relación capital/ingreso no debe hacernos olvidar las profundas transformaciones de la composición del capital desde 1700. Ésta es la segunda conclusión que claramente se pone de manifiesto al leer las gráficas III.1 y III.2: en términos de la estructura de los activos, el capital del siglo XXI tiene poco que ver con el del siglo XVIII. Las evoluciones observadas son, una vez más, muy parecidas en el Reino Unido y Francia. Si simplificamos la presentación, se puede decir que, en un periodo muy amplio, las tierras agrícolas fueron remplazadas por el capital inmobiliario y por el capital profesional y financiero invertido en las empresas y los organismos gubernamentales (sin que por ello el valor global del capital, medido en años de ingreso nacional, haya cambiado verdaderamente).
De manera más precisa, recordemos que el capital nacional, cuya evolución describimos en las gráficas III.1 y III.2, se define como la suma del capital privado y del capital público. La deuda pública, contabilizada como activo por el sector privado y como pasivo por el sector público, por lo tanto se anula (al menos si cada país posee su propia deuda pública). Volveremos a introducirla un poco más adelante en el análisis. Como señalamos en el capítulo I, el capital nacional, definido de esta manera, puede dividirse en capital interno y capital extranjero neto. El capital interno mide el valor del acervo de capital (inmobiliario, empresas, etc.) localizado en el territorio del país considerado. El capital extranjero neto —o activos extranjeros netos— calcula la posición patrimonial del país respecto del resto del mundo, es decir, es la diferencia entre los activos propiedad de los residentes del país en el resto del mundo y los activos propiedad del resto del mundo en el país en cuestión (incluso, llegado el caso, en forma de títulos de deuda pública).
En un primer análisis, el capital interno puede a su vez dividirse en tres categorías: tierras agrícolas, viviendas (casas e inmuebles de vivienda, incluso el valor de los terrenos fincados) y demás capital interno, categoría que incluye sobre todo los capitales utilizados por las empresas y los organismos gubernamentales (inmuebles y construcciones de uso profesional —aun los terrenos correspondientes—, equipos, máquinas, computadoras, patentes, etc.). Estos activos se evalúan como todos los demás según el valor de mercado; por ejemplo, el valor de las acciones en el caso de una compañía. Se obtiene, en consecuencia, la siguiente división del capital nacional, que utilizamos para crear las gráficas III.1 y III.2:
capital nacional = tierras agrícolas + viviendas + otro capital interno + capital extranjero neto
Se advierte que el valor total de las tierras agrícolas representaba, a principios del siglo XVIII, entre cuatro y cinco años de ingreso nacional, es decir, casi dos tercios del capital nacional. Tres siglos después, las tierras agrícolas valen menos de 10% del ingreso nacional tanto en Francia como en el Reino Unido y representan menos de 2% del patrimonio total. Esta espectacular evolución no es sorprendente: en el siglo XVIII, la agricultura representaba casi las tres cuartas partes de la actividad económica y del empleo, frente a algunos puntos porcentuales en la actualidad. Es lógico, por tanto, que el peso del capital correspondiente haya seguido una evolución comparable.
El desplome del valor de las tierras agrícolas —en proporción del ingreso y del capital nacionales— se compensó, por una parte, gracias al alza del valor de las viviendas (que pasó de apenas un año de ingreso nacional en el siglo XVIII a más de tres hoy en día) y, por otra, debido al crecimiento del valor de los demás capitales internos, que aumentaron en proporción similar (ligeramente menos: un año y medio de ingreso nacional en el siglo XVIII, un poco menos de tres en la actualidad)[1]. Esta transformación estructural a muy largo plazo refleja, por un lado, la creciente importancia del sector inmobiliario para vivienda —tanto en superficie como en calidad y valor— durante el proceso de desarrollo económico[2] y, por el otro, la acumulación, también muy fuerte, desde la Revolución industrial, de edificios profesionales, equipos, máquinas, depósitos, oficinas, herramientas, capitales materiales e inmateriales, utilizados por las empresas y las organizaciones gubernamentales para producir todo tipo de bienes y servicios no agrícolas[3]. El capital cambió de naturaleza —era en tierras, se volvió inmobiliario, industrial y financiero—, pero no perdió su importancia.
GRANDEZA Y DESPLOME DE LOS CAPITALES EXTRANJEROS
Respecto de los capitales extranjeros, se advierte que siguieron una evolución muy singular en el Reino Unido y en Francia, a la medida de la agitada historia del colonialismo y de las dos principales potencias coloniales del planeta durante los tres últimos siglos. Los activos netos en el resto del mundo propiedad de estos dos países no dejaron de crecer en los siglos XVIII y XIX, para alcanzar niveles sumamente elevados en vísperas de la primera Guerra Mundial, antes de desplomarse literalmente entre 1914 y 1945, y de estabilizarse en niveles relativamente bajos desde entonces, como vimos en las gráficas III.1 y III.2.
Las posesiones extranjeras empezaron a adquirir importancia en el periodo de 1750-1800, como lo ilustran las inversiones antillanas de sir Thomas de las que habla Jane Austen en Mansfield Park, aunque seguían siendo modestas: en el momento en que la novelista escribió su relato, 1812, el acervo de activos extranjeros no representaba, según las fuentes a nuestra disposición, sino 10% del ingreso nacional del Reino Unido, es decir, 30 veces menos que el valor de las tierras agrícolas (más de tres años de ingreso nacional). No era, pues, sorprendente que los personajes de Jane Austen vivieran sobre todo de sus tierras rurales.
La acumulación de los activos británicos en el resto del mundo se produjo en el siglo XIX y adquirió proporciones considerables, desconocidas en la historia y jamás superadas hasta ahora. En vísperas del primer conflicto mundial, el Reino Unido se encontraba a la cabeza del primer imperio colonial del mundo y poseía en activos extranjeros el equivalente de casi dos años de ingreso nacional, es decir, seis veces más que el valor total de las tierras agrícolas del reino (que en ese momento ya no era más que del orden de 30% del ingreso nacional)[4]. Vemos hasta qué punto la estructura de la riqueza se transformó por completo desde Mansfield Park y esperamos que los personajes de Jane Austen y sus descendientes hayan sabido reconvertirse a tiempo para seguir las huellas de sir Thomas, reinvirtiendo en transacciones internacionales una parte de la renta de su tierra. En la Bella Época, el capital invertido en el extranjero produjo beneficios, dividendos, intereses y rentas, con un rendimiento promedio del orden de 5% anual, de tal manera que el ingreso nacional del que disponían los británicos era cada año 10% más elevado que su producción interna, lo que alimentaba un grupo social muy significativo.
Francia, a la cabeza del segundo imperio colonial mundial, se encontraba en una posición apenas menos envidiable: en el resto del mundo acumuló activos extranjeros equivalentes a más de un año de su ingreso nacional, de suerte que, cada año, este último era un 5% más elevado que su producción interna en las dos primeras décadas del siglo XX. Estos activos representaban el equivalente de la totalidad de la producción industrial de las provincias del norte y del este del país, que Francia recibía del resto del mundo en forma de dividendos, intereses, regalías, rentas y demás ingresos del capital, pagados en contrapartida de sus posesiones en el exterior[5].
Es importante comprender correctamente que esos activos extranjeros netos tan importantes permitieron al Reino Unido y Francia estar en situación de déficit comercial estructural a fines del siglo XIX y principios del XX. Entre 1800 y 1914, esos dos países recibían del resto del mundo bienes y servicios por un valor netamente superior a lo que exportaban ellos mismos (su déficit comercial se situaba en promedio entre uno y dos puntos del ingreso nacional durante este periodo). Esto no les ocasionaba problemas, ya que los ingresos del capital extranjero que recibían del resto del mundo rebasaban los cinco puntos del ingreso nacional. Su balanza de pagos tenía, de esta forma, un enorme excedente, lo que les permitía incrementar su posición patrimonial exterior cada año[6]. En otras palabras, el resto del mundo trabajaba para incrementar el consumo de las potencias coloniales y, al hacerlo, se endeudaba cada vez más con esas mismas potencias coloniales. Puede parecer grotesco, pero es esencial comprender que el objetivo mismo de la acumulación de activos extranjeros, por medio de los excedentes comerciales o de las apropiaciones coloniales, es justamente poder tener después déficits comerciales. No sería de ninguna utilidad tener eternamente excedentes comerciales. La ventaja de ser propietario es justamente poder seguir consumiendo y acumulando sin tener que trabajar, o por lo menos poder consumir y acumular más que el simple producto del propio trabajo. Sucedía lo mismo a escala internacional en la época del colonialismo.
Como consecuencia de los choques acumulados de las dos guerras mundiales, de la Gran Depresión de los años treinta y de las descolonizaciones, esos enormes acervos de inversiones extranjeras desaparecieron por completo. En los años cincuenta, tanto Francia como el Reino Unido se encontraban con posiciones patrimoniales netas bastante cercanas a cero respecto del resto del mundo, lo que quiere decir que los activos poseídos en el extranjero apenas bastaban para compensar los activos propiedad de los demás países en las dos antiguas potencias coloniales. A primera vista, esta situación casi no ha evolucionado desde hace medio siglo: entre 1950 y 2010, los activos extranjeros netos propiedad de Francia y del Reino Unido fueron a veces ligeramente positivos, otras apenas negativos, pero en todo caso muy cercanos a cero, por lo menos en comparación con los niveles antes observados[7].
Para acabar, si se compara la estructura del capital nacional en el siglo XVIII y en este inicio del XXI, se advierte que los activos extranjeros netos desempeñan un papel menospreciable en ambos casos, y que la verdadera transformación estructural de largo plazo atañe a la sustitución progresiva de las tierras agrícolas por el capital inmobiliario y profesional, mientras que el valor total del acervo de capital se mantiene aproximadamente inalterado, en relación con el ingreso nacional.
INGRESOS Y RIQUEZA: ALGUNOS ÓRDENES DE MAGNITUD
Para resumir esas transformaciones, se pueden utilizar los órdenes de magnitud del mundo actual. Hoy en día, el ingreso nacional es del orden de 30 000 euros anuales por habitante, tanto en Francia como en el Reino Unido, y el capital nacional se establece en ambos casos en alrededor de seis años de ingreso, es decir, 180 000 euros por habitante. En ambos países, las tierras agrícolas ya casi no valen nada (a lo sumo unos cuantos miles de euros por habitante) y el capital nacional se divide grosso modo en dos partes casi perfectamente iguales: en promedio, cada habitante posee alrededor de 90 000 euros de capital vivienda (que utiliza para su propio uso o renta a otros) y más o menos 90 000 euros en otros capitales internos (sobre todo capitales invertidos en las empresas, por medio de inversiones financieras).
Supongamos que retrocedemos tres siglos y que aplicamos la estructura del capital nacional vigente hacia 1700, pero conservando ficticiamente los mismos montos promedio —30 000 euros de ingreso y 180 000 euros de patrimonio o riqueza— que están vigentes hoy en día. Nuestro francés o británico representativo poseería entonces aproximadamente 120 000 euros en tierras agrícolas, 30 000 euros en capital de vivienda y 30 000 euros en otros capitales internos[8]. Desde luego, algunos franceses o británicos, por ejemplo los protagonistas de las novelas de Jane Austen —John Dashwood con la explotación de Norland, Charles Darcy con la de Pemberley—, poseían cientos de hectáreas de tierras, el equivalente a decenas o cientos de millones de euros de patrimonio, mientras que muchos otros no tenían estrictamente nada. Sin embargo, estos promedios permiten al menos hacerse una idea un poco más concreta de la manera en que se transformó por completo la estructura del capital nacional desde el siglo XVIII, al tiempo que conserva aproximadamente el mismo nivel respecto del flujo anual del ingreso.
Imaginemos ahora a nuestro británico o francés promedio en la Bella Época, hacia 1900-1910, con el mismo ingreso promedio de 30 000 euros y un patrimonio promedio de 180 000 euros. En el Reino Unido, las tierras agrícolas ya no representaban gran cosa: menos de 10 000 euros por británico, frente a 50 000 euros en vivienda, 60 000 euros en otros capitales internos y casi 60 000 euros en inversiones extranjeras. En Francia, el equilibrio era comparable, salvo porque las tierras agrícolas representaban entre 30 000 y 40 000 euros por habitante, casi tanto como las inversiones extranjeras[9]. En ambos países, los activos extranjeros adquirieron una importancia considerable. De nuevo, es evidente que no todo el mundo poseía acciones del Canal de Suez o bonos rusos. Sin embargo, estos promedios, calculados sobre el conjunto de la población, mezclando pues a muchas personas que no poseían ningún activo extranjero y una minoría poseedora de carteras importantes, permiten de modo preciso tomar la medida de la enorme masa de riquezas acumuladas en el resto del mundo que representaban entonces los capitales extranjeros propiedad de Francia y del Reino Unido.
RIQUEZA PÚBLICA, RIQUEZA PRIVADA
Antes de estudiar con más precisión la naturaleza de los choques experimentados por el capital durante el siglo XX y las razones de la recuperación desde la segunda Guerra Mundial, merece la pena introducir ahora en el análisis la cuestión de la deuda pública y, de modo más general, la de la división del capital nacional entre capital público y capital privado, pues muy a menudo se olvida en este inicio del siglo XXI —cuando los Estados de los países ricos tienen sobre todo tendencia a acumular deudas— que el balance del sector público también puede incluir activos.
Por definición, la división entre capital público y privado no cambia ni el nivel global ni la composición del capital nacional, cuya evolución acabamos de describir. Sin embargo, esta división de los derechos de propiedad entre el poder público y los individuos privados tiene una considerable importancia política, económica y social.
Empecemos entonces por recordar las definiciones introducidas en el capítulo I. El capital nacional, o patrimonio nacional, es la suma de los capitales público y privado. El capital público se define como la diferencia entre los activos y los pasivos del gobierno y de las diferentes organizaciones gubernamentales, así como el capital privado es la diferencia entre los activos y los pasivos de los individuos privados. Tanto para el sector público como para el privado, siempre se define el capital como un patrimonio neto, es decir, la diferencia entre el valor de mercado de lo que se posee (los activos) y de lo que se debe (los pasivos, o sea las deudas).
En concreto, los activos públicos adquieren dos formas: pueden ser no financieros (sobre todo edificios públicos, utilizados para la administración y los servicios públicos, principalmente relacionados con la educación y la salud: escuelas, colegios, universidades, hospitales, etc.) o financieros. En este último caso, el gobierno posee participaciones financieras en empresas, sin importar si son mayoritarias o minoritarias, o si son sociedades localizadas en el país del que se trata o en el extranjero (es el caso, por ejemplo, de los «fondos soberanos», como se llama desde hace unos años a los fondos que administran las carteras financieras propiedad de los Estados que disponen de los medios para tenerlos).
La frontera entre los activos no financieros y los financieros, en la práctica, puede ser movediza. Por ejemplo, cuando el Estado francés transformó la empresa France Telecom, y más tarde el Servicio de Correos, en sociedades por acciones, su participación en las nuevas sociedades empezó a contabilizarse como activos financieros, mientras que el valor de los edificios y de los equipos utilizados por la administración de correos y de las telecomunicaciones se contabilizaba antes como un activo no financiero.
A principios de la década de 2010, el valor de la totalidad de los activos públicos (financieros y no financieros) se estimaba en casi un año de ingreso nacional en el Reino Unido, y un poco menos de un año y medio en Francia. Tomando en cuenta el hecho de que las deudas públicas representaban alrededor de un año de ingreso nacional en ambos países, eso significaba que el patrimonio público neto, o capital público, era muy cercano a cero en ambos países. Según las últimas estimaciones oficiales, realizadas por los institutos de estadística y los bancos centrales de cada país, el capital público neto es casi exactamente nulo en el Reino Unido y de apenas 30% del ingreso nacional en Francia (es decir, un vigésimo del acervo de capital nacional; véase el cuadro III.1)[10].
Dicho de otro modo, si el poder público en esos dos países decidiera sacar a la venta todos sus bienes para pagar de inmediato todas sus deudas, no le quedaría nada al Reino Unido y muy poco a Francia.
Una vez más, la precisión de semejantes estimaciones no debe confundirnos. Incluso si cada país se esfuerza en aplicar los conceptos y los métodos estandarizados establecidos bajo la égida de las organizaciones internacionales y de Naciones Unidas, la contabilidad nacional no es —y jamás será— una ciencia exacta. La estimación de las deudas públicas o de los activos financieros públicos no es un problema importante. En cambio, no es fácil determinar de manera perfectamente precisa el valor de mercado de los edificios públicos (escuelas, hospitales…) o de las infraestructuras de transporte (sobre todo redes ferroviarias o carreteras) que no se venden regularmente. En principio, los cálculos establecidos deben basarse en los precios observados para ventas similares realizadas en un pasado reciente, pero semejantes puntos de referencia no siempre son fiables, sobre todo porque los precios de mercado son a menudo muy volátiles y febriles. Estas estimaciones deben ser consideradas como órdenes de magnitud, y no como certezas matemáticas.
CUADRO III.1. Riqueza pública y riqueza privada en Francia en 2012
Nota: en 2012, el valor total del capital nacional en Francia era igual a 605% del ingreso nacional (6.05 años de ingreso nacional), del cual 31% para el capital público (5% del total) y 574% para el capital privado (95% del total).
Recordatorio: el ingreso nacional es igual al producto interno bruto (PIB), menos la depreciación del capital y más los ingresos netos recibidos del extranjero; al final, el ingreso nacional era igual a aproximadamente 90% del PIB en Francia en 2012; véanse el capítulo I y el anexo técnico.
En todo caso, no hay duda de que el capital público neto se sitúa hoy en día en niveles bajos en ambos países (y en particular no representa nada significativo respecto del total del capital privado). Finalmente, tiene una importancia limitada para nuestro propósito el que el capital público neto represente menos de 1% del capital nacional, como sucede en el Reino Unido, o aproximadamente 5%, como en Francia, o hasta 10% en casos de una subestimación considerable de los activos públicos. Cualesquiera que sean las imperfecciones de la medición, el hecho central que nos interesa en este análisis es que a principios de la década de 2010 la riqueza privada constituye la casi totalidad de la riqueza nacional en ambos países: más de 99% en el Reino Unido, y alrededor de 95% en Francia, según las últimas estimaciones disponibles, y en todo caso, claramente más de 90%.
LA RIQUEZA PÚBLICA EN LA HISTORIA
Si examinamos ahora la historia de la riqueza pública en el Reino Unido y Francia desde el siglo XVIII, así como la evolución de la división del capital nacional en capital público y privado, se observa que la descripción previa no cambia demasiado (véanse las gráficas III.3 y III.6). En una primera aproximación, los activos y los pasivos públicos, y a fortiori la diferencia entre ambos, representaron en general montos relativamente limitados en comparación con la enorme masa de las fortunas privadas. En ambos países, el patrimonio público neto a veces fue positivo y otras negativo, a lo largo de los últimos tres siglos. Sin embargo, esas oscilaciones, comprendidas grosso modo entre +100% y −100% del ingreso nacional (y en general entre +50% y −50%), son, en resumidas cuentas, de una amplitud limitada respecto de los considerables niveles alcanzados por la riqueza privada (hasta 700-800% del ingreso nacional).
Dicho de otro modo, la historia de la relación entre capital nacional e ingreso nacional en Francia y el Reino Unido desde el siglo XVIII, cuyas grandes líneas resumimos antes, ha sido, en primer lugar, la historia de la relación entre el capital privado y el ingreso nacional (véanse las gráficas III.5 y III.6).
En efecto, se trata de un hecho central y relativamente bien conocido: tanto Francia como el Reino Unido siempre fueron países basados en la propiedad privada, y jamás experimentaron el comunismo de tipo soviético, caracterizado por el control estatal de la parte esencial del capital nacional. Por consiguiente, no sorprenderá que la masa de la riqueza privada siempre haya dominado sobre la de la riqueza pública. A la inversa, jamás ninguno de los dos países acumuló deudas públicas lo bastante importantes para modificar de manera radical la magnitud alcanzada por la riqueza privada.
Habiendo planteado este hecho central, conviene adentrarnos más en el análisis, puesto que incluso si las políticas públicas seguidas en ambos países en materia patrimonial jamás alcanzaron esas proporciones extremas, en varias ocasiones tuvieron un impacto no despreciable en la acumulación de la riqueza privada (y en distintas direcciones).
En ocasiones, el poder público tendió a incrementar la importancia de la riqueza privada (sobre todo en el Reino Unido, por medio de la acumulación de deudas públicas muy elevadas en los siglos XVIII y XIX, o bien en Francia durante el Antiguo Régimen o en la Bella Época) y, en otros momentos, por el contrario, trató de reducir su peso (en particular en Francia, mediante la anulación de las deudas públicas y la constitución de un importante sector público durante los años posteriores a la segunda Guerra Mundial, y en menor grado en el Reino Unido durante el mismo periodo). En este inicio del siglo XXI, ambos países —como de hecho el conjunto de los países ricos— se encuentran muy claramente en una orientación del primer tipo. Sin embargo, la experiencia histórica demuestra que todo eso puede cambiar con bastante rapidez. Por consiguiente, con el objetivo de prepararse para tal eventualidad, merece la pena estudiar los cambios del pasado, en particular en el Reino Unido y Francia, ya que cada uno tiene una historia rica y agitada a ese respecto.
GRÁFICA III.3. La riqueza pública en el Reino Unido, 1700-2010
La deuda pública sobrepasaba dos años de ingreso nacional en el Reino Unido en 1950 (frente a uno de los activos públicos).
FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.
GRÁFICA III.4. La riqueza pública en Francia, 1700-2010
La deuda pública era aproximadamente de un año del ingreso nacional en Francia tanto en 1780 como en 1880 y en 2000-2010.
FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.
GRÁFICA III.5. Capital privado y público en el Reino Unido, 1700-2010
En 1810 el capital privado equivalía a ocho años del ingreso nacional en el Reino Unido (contra siete para el capital nacional).
FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.
GRÁFICA III.6. Capital privado y público en Francia, 1700-2010
En 1950 el capital público equivalía a casi un año del ingreso nacional, frente a dos para el capital privado.
FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.
EL REINO UNIDO: DEUDA PÚBLICA Y FORTALECIMIENTO DEL CAPITAL PRIVADO
Empecemos por el caso del Reino Unido. En dos ocasiones, al final de las guerras napoleónicas, y de nuevo al terminar la segunda Guerra Mundial, la deuda pública británica alcanzó niveles sumamente elevados, de alrededor de 200% del PIB, e incluso ligeramente superiores. Nos parece también interesante señalar que el Reino Unido es al mismo tiempo el país que tuvo durante largos periodos los más altos niveles de deuda pública y el país que siempre terminó pagando. En consecuencia, estas causas pueden explicarse por sus efectos: puesto que si un país no incurre en situación de impago (default) de una u otra manera, ya sea directamente por desdén simple y llano, o indirectamente mediante una inflación masiva, entonces puede requerir mucho tiempo reembolsar una deuda pública tan importante.
Desde este punto de vista, la deuda pública británica del siglo XIX fue un caso de libro de texto. Retrocedamos un poco en el tiempo: aun antes de la guerra de independencia estadunidense, el Reino Unido había acumulado deudas públicas importantes a lo largo del siglo XVIII, de hecho al igual que el reino de Francia. A menudo ambas monarquías combatían, entre ellas y con los demás países europeos, y no obtenían suficientes ingresos fiscales para financiar sus gastos, de tal manera que su deuda pública seguía una fuerte pendiente ascendente. En ambos países, la deuda era entonces del orden de 50% del ingreso nacional hacia 1700-1720, y de alrededor de 100% en los años de 1760-1770.
Es bien conocida la incapacidad de la monarquía francesa para modernizar sus impuestos y poner fin a los privilegios fiscales de la nobleza, así como tampoco es ningún secreto que la salida revolucionaria final —con la convocatoria en 1789 de los Estados Generales— desembocó en la instauración de un nuevo sistema fiscal a partir de 1790 y 1791 (con un impuesto territorial que afectó, en esencia, al conjunto de los terratenientes y derechos sucesorios, gravando la totalidad de los patrimonios heredados) y en la «bancarrota de los dos tercios» en 1797 (lo que constituyó, en realidad, una suspensión de pagos aún más masiva, si tenemos en cuenta el episodio de los asignados y de la inflación resultante); todo ello permitió saldar las cuentas del Antiguo Régimen[11]. De este modo, a principios del siglo XIX la deuda pública francesa se vio súbitamente reducida a niveles muy bajos (a menos de 20% del ingreso nacional en 1815).
La trayectoria británica es completamente diferente. Para financiar la guerra de independencia estadunidense, y sobre todo las múltiples guerras contra Francia durante el periodo revolucionario y napoleónico, la monarquía británica eligió pedir prestado sin límite. La deuda pública pasó entonces de alrededor de 100% del ingreso nacional, a principios de la década de 1770, a casi 200% hacia 1810, es decir, seis veces más que la de Francia en la misma época. Se necesitaría un siglo de presupuestos superavitarios en el Reino Unido para reducir progresivamente este endeudamiento a menos de 30% del ingreso nacional a principios de la década de 1910 (véase la gráfica III.3).
¿Qué debemos aprender de esta experiencia histórica? En primer lugar, no hay duda de que este enorme endeudamiento público fortaleció el peso de la riqueza privada en la sociedad británica. Los ingleses que disponían de los medios prestaron al Estado los montos solicitados, sin que eso disminuyera sensiblemente la inversión privada: la enorme alza del endeudamiento público entre 1770 y 1810 fue financiada en su mayoría por un aumento correspondiente del ahorro privado (sin duda, prueba de la prosperidad de la clase pudiente británica de la época y del atractivo de los rendimientos ofrecidos), de tal manera que el capital nacional se mantuvo globalmente estable en torno a siete años de ingreso nacional durante ese periodo, mientras que la riqueza privada subía a más de ocho años de ingreso nacional en la década de 1810, a medida que la riqueza pública disminuía a niveles cada vez más negativos (véase la gráfica III.5).
No sorprenderá entonces que la riqueza también estuviera omnipresente en las novelas de Jane Austen: a los habituales terratenientes se añadieron con una sorprendente abundancia los poseedores de títulos de deuda pública (en gran parte las mismas personas, si tomamos los textos literarios como fuentes históricas), para llegar a un nivel excepcionalmente elevado de la riqueza privada considerada en su conjunto. Las rentas de los bonos del Estado se añadían a las rentas del suelo para llegar a una cima sin duda jamás alcanzada en la historia.
En segundo lugar, parece también evidente que ese tan elevado endeudamiento público favoreció, en buena medida y de forma global, los intereses de los prestamistas y de sus descendientes, al menos si comparamos esta situación con la de una monarquía británica que habría financiado sus gastos por medio del cobro de impuestos. Desde el punto de vista de quienes dispusieron de los medios, fue, claro está, mucho más interesante prestar una suma determinada al Estado (y esperar a recibir los intereses durante décadas), que pagarla en forma de impuestos (sin contrapartida). Además, el hecho de que el Estado contribuía a incrementar por medio de sus déficits la demanda total de capital sólo impulsaba al alza el rendimiento de éste, lo que una vez más era interesante para quienes garantizaban la oferta de capital y cuya prosperidad dependería de ese rendimiento.
El hecho central —y la diferencia esencial con respecto al siglo XX— fue que la deuda pública se pagaba a un buen precio en el siglo XIX: la inflación fue casi nula de 1815 a 1914, y la tasa de interés pagada por los títulos de renta de Estado era muy sustancial (en general en torno a 4-5%) y, en particular, ciertamente superior a la tasa de crecimiento. En semejantes condiciones, la deuda pública podía ser un excelente negocio para los poseedores de riquezas y sus herederos.
En concreto, imaginemos un gobierno que acumulara déficits del orden de 5% del PIB cada año durante 20 años (para pagar, por ejemplo, una masa salarial militar importante entre 1795 y 1815), sin por ello tener que incrementar los impuestos. Al cabo de 20 años, la deuda pública suplementaria acumulada de esta manera equivaldría a 100% del PIB. Supongamos que el gobierno no intentara pagar el principal, y se contentara con abonar cada año los intereses. Si la tasa de interés fuera de 5%, cada año, el gobierno tendría que pagar 5% del PIB a los poseedores de esa deuda pública suplementaria, y de este modo hasta el fin de los tiempos.
Así sucedió, grosso modo, en el Reino Unido en el siglo XIX. Durante un siglo, de 1815 a 1914, el presupuesto británico se encontró sistemáticamente con un superávit primario muy importante, es decir, los impuestos recaudados rebasaban siempre los gastos, con un excedente de varios puntos del PIB, superior, por ejemplo, a los gastos totales en educación a lo largo de todo ese periodo. Ese excedente permitió financiar los intereses pagados a los poseedores de obligaciones públicas, sin que ello implicara devolver el principal: la deuda pública británica permaneció estable en alrededor de 1000 millones de libras esterlinas durante todo el periodo. Únicamente el incremento de la producción interna y del ingreso nacional británico (de casi 2.5% anual entre 1815 y 1914) permitió por fin —tras un siglo de penitencias— reducir fuertemente el endeudamiento público expresado en porcentaje del ingreso nacional[12].
¿A QUIÉN BENEFICIA LA DEUDA PÚBLICA?
Esta experiencia histórica es fundamental por varias razones. En primer lugar, nos permite comprender por qué los socialistas del siglo XIX, empezando por Karl Marx, desconfiaban mayoritariamente de la deuda pública, que percibían —no sin cierta clarividencia— como un instrumento al servicio de la acumulación del capital privado. Esta percepción es tanto más real cuando observamos que, en aquella época, la deuda pública se pagaba a un buen precio no sólo en el Reino Unido, sino también en los demás países y, en particular, en Francia. El episodio de la bancarrota revolucionaria de 1797 jamás se repitió, y los rentistas de las novelas de Balzac no parecen preocuparse más por sus títulos de deuda pública que los rentistas de los relatos de Jane Austen. En efecto, la inflación sería igual de baja en Francia que del otro lado del Canal de la Mancha entre 1815 y 1914, y los intereses de la deuda pública siempre se pagarían hasta el último céntimo. La renta de los bonos del Estado fue una inversión muy segura durante todo el siglo XIX francés, y contribuyó a fortalecer la importancia y la prosperidad de los patrimonios privados, al igual que en el Reino Unido. El acervo de la deuda pública francesa, muy limitado en 1815, no tardó en incrementarse a lo largo de las siguientes décadas, en particular durante el periodo de las monarquías censitarias (1815-1848)[13].
El Estado francés se endeudó mucho a partir de 1815-1816 para financiar la indemnización pagada a los ejércitos de ocupación; luego de nuevo en 1825 para costear los famosos «mil millones de los emigrados» pagados a los aristócratas exiliados durante la Revolución francesa (como compensación por las —limitadas— redistribuciones de tierras llevadas a cabo durante su ausencia). En resumen, la deuda pública se incrementó en un equivalente de más de 30% del ingreso nacional. Durante el Segundo Imperio, los intereses financieros fueron bien pagados. En los feroces artículos que en 1849-1850 Marx consagraba a La lucha de clases en Francia, se veía ofuscado ante la manera en que el nuevo ministro de Finanzas de Luis Napoleón Bonaparte, Achille Fould, representante de los banqueros y los financieros, decidía sin alborotos aumentar los impuestos sobre las bebidas para pagar a los rentistas. Después, tras la guerra franco-prusiana de 1870-1871, de nuevo el Estado francés debió endeudarse ante su población para pagar una transferencia a Alemania equivalente a alrededor de 30% de su ingreso nacional[14]. Al final, a lo largo del periodo de 1880-1914, la deuda pública se encontró en un nivel más elevado en Francia que en el Reino Unido: alrededor de 70-80% del ingreso nacional, frente a menos de 50%. En la novela francesa de la Bella Época, la renta del Estado se hallaba muy representada. El Estado distribuía cada año, a manera de intereses, el equivalente de aproximadamente 2-3% del ingreso nacional (es decir, más que el presupuesto de la educación nacional de la época), y esos intereses permitían vivir a un grupo social muy sustancial[15].
En el siglo XX, se desarrolló una visión totalmente diferente de la deuda pública, basada en la convicción de que, por el contrario, el endeudamiento podía ser un instrumento al servicio de una política de gastos públicos y de redistribución social en favor de los más humildes. La diferencia entre las dos visiones es bastante simple: en el siglo XIX, la deuda se pagaba a un precio alto, lo que beneficiaba a los prestamistas y participaba en el fortalecimiento de los capitales privados; en el siglo XX, la deuda se diluyó con la inflación y se pagó con promesas vanas, y permitió, de facto, financiar los déficits por medio de quienes prestaron su patrimonio al Estado, sin tener que incrementar los impuestos por el mismo monto. Esta visión «progresista» de la deuda pública sigue impregnando muchas mentes en este inicio del siglo XXI, cuando sabemos que, desde hace tiempo, la inflación ha vuelto a descender a niveles similares a los del siglo XIX y que sus efectos distributivos son relativamente oscuros.
Es interesante advertir que esta redistribución por medio de la inflación fue mucho más fuerte en Francia que en el Reino Unido. Como vimos en el capítulo anterior, entre 1913 y 1950 Francia tuvo una tasa de inflación promedio de más de 13% anual, es decir, una multiplicación de los precios por 100. Cuando Proust publicó Por el camino de Swann, en 1913, las obligaciones del Estado parecían tan indestructibles como el Grand Hôtel de Cabourg en el que el novelista pasaba sus veranos. En 1950, el poder adquisitivo de esas obligaciones se había dividido entre 100, de tal manera que los rentistas de 1913 y sus descendientes ya casi no poseían nada.
La consecuencia para el Estado fue que, a pesar de tener una elevada deuda pública inicial (casi de 80% del ingreso nacional en 1913) y de déficits muy grandes durante el periodo de 1913-1950, en particular durante los años de guerra, la deuda pública francesa se encontró en 1950 en un nivel relativamente bajo (alrededor de 30% del ingreso nacional), al igual que en 1815. En particular, los enormes déficits de la Liberación se anularon casi de inmediato debido a una inflación superior a 50% anual durante cuatro años consecutivos, de 1945 a 1948, en medio de una atmósfera política de tensión. En cierta forma, era el equivalente de la bancarrota de los dos tercios de 1797: las cuentas del pasado se borraron para poder reconstruir el país con un bajo nivel de deuda pública (véase la gráfica III.4).
En el Reino Unido, las cosas se hicieron de manera diferente y con menos ímpetu. Entre 1913 y 1950, la tasa de inflación media fue apenas superior a 3% anual, es decir, una multiplicación de los precios por tres (menos de una trigésima parte que en Francia). Esta situación representaba una expoliación no despreciable para los rentistas británicos, inimaginable en el siglo XIX y hasta la primera Guerra Mundial. Sin embargo, tal contexto no bastaría para evitar la enorme acumulación de los déficits públicos durante los dos conflictos mundiales: la totalidad del Reino Unido se movilizó para financiar el esfuerzo de la guerra, al tiempo que se negó a recurrir en exceso a la emisión de moneda, de tal manera que el país se encontró en 1950 con una deuda pública colosal, superior a 200% del PIB, incluso más elevada que en 1815. Habría que esperar a la inflación de los años 1950-1960 (más de 4% anual), y sobre todo a la de los años setenta (casi 15% anual), para que la deuda británica volviera a un nivel del orden de 50% del PIB (véase la gráfica III.3).
Este mecanismo de redistribución por medio de la inflación es muy poderoso y desempeñó un papel histórico esencial en ambos países a lo largo del siglo XX. Sin embargo, plantea dos problemas importantes. Por una parte, el objetivo era relativamente burdo: entre los poseedores de capital se escogió a los que tenían —directa o indirectamente, por medio de sus depósitos bancarios— títulos de deuda pública, quienes no siempre eran los más ricos, más bien, en ocasiones, al contrario. Por otra parte, este mecanismo no podía funcionar de forma duradera: desde el momento en que la inflación se volvió permanente, los prestamistas exigieron una tasa de interés nominal más elevada, y el alza de los precios ya no tenía los efectos contemplados, sin contar que una inflación elevada tiende a acelerarse sin cesar (una vez iniciado el proceso, a menudo es difícil detenerlo) y puede producir efectos difíciles de controlar (algunos grupos sociales ven muy revalorizados sus ingresos; otros, menos). Al concluir la década de 1970 —marcada en los países ricos por una mezcla de inflación elevada, incremento del desempleo y relativo estancamiento económico (la «estanflación»)— nacía un nuevo consenso dominante a favor de una baja inflación.
LOS RIESGOS DE LA EQUIVALENCIA RICARDIANA
Esta larga y tumultuosa historia de la deuda pública, de los tranquilos rentistas de los siglos XVIII y XIX a la expropiación debido a la inflación del siglo XX, marcó profundamente la memoria colectiva y sus representaciones. Esas experiencias históricas también impresionaron a los economistas. Por ejemplo, cuando David Ricardo formuló, en 1817, la hipótesis hoy conocida con el nombre de «equivalencia ricardiana», según la cual, bajo ciertas circunstancias, el endeudamiento público no tendría ninguna incidencia en la acumulación del capital nacional, es evidente que influía sobremanera en él lo que veía a su alrededor. En el momento mismo en el que escribía, la deuda pública británica se acercaba a 200% del PIB y, sin embargo, eso no parecía haber agotado la inversión privada y la acumulación de capital. El tan temido fenómeno del «efecto desplazamiento» (crowding out) no se produjo, y el incremento del endeudamiento público parecía haberse financiado por medio de un aumento del ahorro privado. Desde luego, eso no significa que se trate de una ley universal, válida en todo momento y en todo lugar: sin duda, todo depende de la prosperidad del grupo social implicado (en este caso, una minoría de británicos disponía de los medios suficientes para generar el ahorro complementario requerido), de la tasa de interés ofrecida y, por supuesto, de la confianza en el gobierno. Sin embargo, merece la pena señalar el hecho de que Ricardo, que no disponía de series históricas o de medidas como las indicadas en la gráfica III.3, pero que conocía íntimamente el capitalismo británico de su época, percibía de forma bastante clara que la gigantesca deuda pública del momento podía no tener ningún impacto en el patrimonio nacional y sólo constituía una deuda de una parte del país respecto de otra[16].
Asimismo, cuando Keynes en 1936 escribió sobre la «eutanasia de los rentistas», lo que observaba en su entorno lo marcó profundamente: el mundo de los rentistas de antes de la primera Guerra Mundial estaba desplomándose y, en realidad, no existía ninguna otra solución políticamente aceptable que permitiera superar la crisis económica y presupuestaria en curso. En particular, Keynes percibía que la inflación, aceptada sólo a regañadientes por el Reino Unido, debido al fuerte apego de los medios conservadores al patrón oro anterior a 1914, era la manera más simple —aunque no necesariamente la más justa— para reducir el peso del endeudamiento público y de la riqueza originada en el pasado.
Desde los años 1970-1980, los análisis de la deuda pública han sufrido las consecuencias de que el razonamiento de los economistas se basara, sin duda en exceso, en los modelos llamados «con agente representativo», es decir, modelos en los que se parte de la suposición de que cada agente dispone del mismo ingreso y de la misma riqueza (y por consiguiente, en concreto, de la misma cantidad de deuda pública). En ocasiones, semejante simplificación del mundo real puede ser útil para aislar relaciones lógicas difíciles de analizar en modelos más complejos. Sin embargo, al soslayar por completo la cuestión de la desigualdad en la distribución de los ingresos y de los patrimonios, muy a menudo esos modelos llegan a conclusiones extremas y poco realistas, y son más fuente de confusión que de claridad. En el caso de la deuda pública, los modelos con agente representativo pueden llevar a la conclusión de una completa neutralidad de la deuda pública en lo que se refiere al nivel global del capital nacional, pero también en lo tocante a la distribución de la carga fiscal. Esta reinterpretación radical de la equivalencia ricardiana, propuesta por el economista estadunidense Robert Barro[17], no tiene en cuenta el hecho de que en la práctica una gran parte de la deuda pública está en manos de una minoría de la población —por ejemplo, en el Reino Unido en el siglo XIX, pero no solamente—, de tal manera que, en realidad, la deuda provoca importantes redistribuciones en el interior del país, tanto en los casos en los que se paga como también en el caso contrario. Tomando en cuenta la enorme concentración que siempre caracterizó la distribución de la riqueza, y cuya evolución analizaremos en la tercera parte de este libro, estudiar estas cuestiones ignorando las desigualdades entre los grupos sociales equivale de facto a pasar por alto una buena parte del objeto de estudio y de las realidades en juego.
FRANCIA: UN CAPITALISMO SIN CAPITALISTAS EN LA POSGUERRA
Retomemos el hilo de la historia de la riqueza pública e interesémonos por los activos propiedad del poder público. Comparados con las deudas, los activos tienen una historia al parecer menos tumultuosa.
A modo de simplificación: puede decirse que el valor total de los activos públicos creció, tanto en Francia como en el Reino Unido, pasando en ambos países de apenas 50% del ingreso nacional en los siglos XVIII y XIX a aproximadamente 100% a finales del siglo XX y principios del XXI (véanse las gráficas III.3 y III.4).
En una primera aproximación, este crecimiento corresponde a la constante expansión del papel económico del Estado a lo largo de la historia, sobre todo con el desarrollo en el siglo XX de servicios públicos cada vez más extendidos en los campos de la educación y la salud (que requieren importantes edificios y equipamientos públicos) y de infraestructuras públicas o semipúblicas en los transportes y las comunicaciones. Dichos servicios públicos e infraestructuras son más extensos en Francia que en el Reino Unido, lo que al parecer se traduce en el hecho de que el valor total de los activos públicos a principios de los años 2010 se aproximaba a 150% del ingreso nacional en Francia, frente a apenas 100% del otro lado del Canal de la Mancha.
Sin embargo, esta visión simplificada y apacible de la acumulación de activos públicos a largo plazo omite una parte importante de la historia del siglo recién transcurrido, a saber, la constitución de activos públicos significativos en los ámbitos industriales y financieros entre los años cincuenta y setenta, seguida por importantes oleadas de privatización de esos mismos activos a partir de 1980-1990. Se observa este mismo cambio total, con amplitudes variables, en la mayoría de los países desarrollados, en particular en Europa, así como en un gran número de países en vías de desarrollo.
El caso de Francia es emblemático; para entenderlo, retrocedamos unos años. En Francia, como en todos los países, la crisis económica de 1930 y los cataclismos resultantes sacudieron violentamente la fe puesta en el capitalismo privado. La Gran Depresión, desencadenada en octubre de 1929 por el colapso bursátil de Wall Street, golpeó a los países ricos con una brutalidad inigualada hasta ese momento: a partir de 1932, el desempleo afectó a la cuarta parte de la población activa tanto en los Estados Unidos como en Alemania, el Reino Unido y Francia. La doctrina tradicional de «dejar hacer» (laissez faire) y de no intervención del poder público en la vida económica, que prevalecía en todos los países en el siglo XIX y en gran medida hasta principios de los años de 1930, quedó desacreditada por mucho tiempo. Casi por todas partes se produjo un cambio hacia un mayor intervencionismo. Fue moneda corriente que los gobiernos y las opiniones públicas pidieran cuentas a las élites financieras y económicas que se habían enriquecido al tiempo que llevaban al mundo al borde del abismo. Se idearon diversas formas de economía «mixta», que ponían en juego diferentes grados de propiedad pública de las empresas junto a formas tradicionales de la propiedad privada, o por lo menos una regulación y una supervisión pública del sistema financiero y del capitalismo privado en su conjunto.
La victoria de la Unión Soviética al lado de los aliados en 1945 fortaleció además el prestigio del sistema económico estatal implantado por los bolcheviques. ¿No permitió ese sistema industrializar a marchas forzadas a un país notablemente retrasado, que en 1917 salía apenas de la esclavitud? En 1942, Joseph Schumpeter consideró inevitable el triunfo del socialismo sobre el capitalismo. En 1970, en la octava edición de su famoso libro de texto, Paul Samuelson seguía prediciendo una posible superación del PIB estadunidense por el PIB soviético entre 1990 y 2000[18].
En Francia el clima general de desconfianza hacia el capitalismo privado se vio, además, fuertemente fortalecido en 1945 debido a la sospecha de que buena parte de las élites económicas colaboraron con la ocupación alemana y se enriquecieron de manera indecente entre 1940 y 1944. En esta atmósfera eléctrica se lanzaron las grandes oleadas de nacionalización de la Liberación, que atañían sobre todo al sector bancario, las minas de carbón y la industria automotriz, en particular con la famosa nacionalización sancionadora de las fábricas Renault: en septiembre de 1944 el empresario Louis Renault fue detenido por colaborar con el nazismo; en enero de 1945 el gobierno provisional embargó y nacionalizó sus fábricas[19].
En 1950, según las estimaciones disponibles, el valor total de los activos públicos rebasaba un año de ingreso nacional en Francia. Tomando en cuenta el hecho de que el valor de las deudas públicas se redujo mucho debido a la inflación, el patrimonio público neto no distaba de alcanzar un año de ingreso nacional, en una época en que el total de los patrimonios privados era de apenas dos años del ingreso nacional (véase la gráfica III.6). Una vez más, la precisión de las estimaciones no debería confundirnos: es difícil evaluar el valor del capital para este periodo en el que los precios de los activos eran históricamente bajos, y es posible que los activos públicos estuvieran un poco infravalorados con respecto a los activos privados. Se pueden considerar, en cambio, los órdenes de magnitud como significativos: en 1950 el poder público poseía en Francia entre 25 y 30% del patrimonio nacional, tal vez un poco más.
Se trata de una proporción considerable, sobre todo si consideramos que la propiedad pública casi no tocó a las pequeñas y medianas empresas o a la agricultura, y siempre permaneció netamente minoritaria (menos de 20%) en lo relativo al sector inmobiliario de la vivienda. En los sectores industriales y financieros, afectados de manera más directa por las nacionalizaciones, la participación del Estado en el patrimonio nacional rebasó el 50% entre 1950 y 1970.
Esta experiencia histórica, incluso cuando fuera relativamente breve, es importante para comprender la compleja relación que todavía hoy en día mantiene la opinión pública francesa con el capitalismo privado. Durante todo el periodo de los Treinta Gloriosos, a lo largo del cual el país, en plena reconstrucción, tuvo un muy fuerte crecimiento económico (el más grande en la historia nacional), Francia vivió en un sistema de economía mixta, en cierta manera un capitalismo sin capitalistas, o por lo menos un capitalismo de Estado en el que los propietarios privados habían dejado de controlar las empresas más grandes.
Desde luego, hubo oleadas de nacionalizaciones en el mismo periodo en muchos otros países, incluso en el Reino Unido, donde el valor de los activos públicos rebasaba también un año de ingreso nacional en 1950, es decir, el mismo nivel que en Francia. La diferencia era que la deuda pública británica rebasaba entonces dos años de ingreso nacional, de tal manera que el patrimonio público neto era muy negativo en 1950 y el patrimonio privado era bastante más elevado. El patrimonio público se volvería finalmente positivo en el Reino Unido entre 1960-1970, sin por ello rebasar 20% del patrimonio nacional (lo que era ya sustancial)[20].
La particularidad de la trayectoria francesa era que, tras haber conocido horas fastuosas en los años 1950-1970, la propiedad pública recayó en periodos de sequía a partir de 1980-1990, cuando los patrimonios privados, inmobiliarios y financieros alcanzaban niveles aún más altos que en el Reino Unido: casi seis años de ingreso nacional a principios de la década de 2010, es decir, 20 veces más que el patrimonio público. Tras haber sido el país del capitalismo de Estado en la década de los cincuenta, Francia se convirtió en la tierra prometida del nuevo capitalismo patrimonial privado en el siglo XXI.
El cambio fue aún más sorprendente porque nunca se asumió como tal. El movimiento de privatización, liberalización de la economía y desregulación de los mercados financieros y de los flujos de capitales, que afectaba al conjunto del planeta desde 1980, tenía orígenes múltiples y complejos. El recuerdo de la depresión de los años treinta y de sus catastróficas consecuencias se fue difuminando. La «estanflación» (mezcla de estancamiento e inflación) de los setenta mostró los límites del consenso keynesiano de la posguerra. Con el final de la reconstrucción y del elevado crecimiento de los Treinta Gloriosos, el proceso de expansión indefinida del papel del Estado y de los gravámenes obligatorios que operaba en los años 1950-1970 es naturalmente cuestionado. El movimiento de desregulación se inició en 1979-1980 con las «revoluciones conservadoras» en los Estados Unidos y en el Reino Unido, donde se soportaba menos haber sido alcanzados por los demás países (incluso cuando ese proceso de alcance fuera muy mecánico, como vimos en el capítulo II). Al mismo tiempo, el fracaso cada vez más evidente de los modelos estatales soviéticos y chinos en los años setenta conducía a los dos gigantes comunistas a aplicar a principios de los ochenta una liberalización gradual de su sistema económico, con la introducción de nuevas formas de propiedad privada de las empresas.
En este paisaje internacional convergente, en 1981 los electores franceses tomaron decisiones a contracorriente de la historia (es cierto que cada país tiene su propia historia, su propio calendario político), ya que llevaron al poder a una nueva mayoría social-comunista, cuyo programa consistía sobre todo en amplificar el proceso de nacionalización de los sectores bancarios e industriales iniciado en 1945. Sin embargo, este intermedio sería de corta duración ya que, a partir de 1986, una mayoría liberal lanzó un movimiento muy importante de privatización en todos los sectores, retomado y amplificado entre 1988-1993 por una nueva mayoría socialista. La corporación pública Renault se convirtió en una sociedad por acciones en 1990, al igual que la administración de las telecomunicaciones, transformada en France Telecom, cuyo capital se abrió en 1997-1998. En un contexto de menor crecimiento, desempleo elevado y fuertes déficits presupuestarios, la venta progresiva de las participaciones públicas durante los años 1990-2000 permitió obtener algunos ingresos suplementarios para los gobiernos sucesivos, sin por ello impedir el aumento regular de la deuda pública. El patrimonio público neto cayó a niveles muy bajos y, durante ese tiempo, los patrimonios privados recobraron progresivamente los niveles que tenían antes de los choques del siglo XX. Así es como el país, sin realmente haber comprendido las causas, transformó completamente en dos ocasiones, y en direcciones opuestas, la estructura de su patrimonio nacional a lo largo del siglo pasado.