II. El crecimiento: ilusiones y realidades

II. EL CRECIMIENTO: ILUSIONES Y REALIDADES

HOY EN día, parece cierto que se ha puesto en marcha un proceso de convergencia a escala mundial en el que los países emergentes están «alcanzando» a los países desarrollados. Esto ha ocurrido aun cuando las desigualdades entre países ricos y pobres siguen siendo enormes. Además, nada indica que este proceso se deba principalmente a las inversiones de los primeros en los segundos; muy por el contrario: la inversión de los segundos en sus propios países parece más prometedora, a juzgar por experiencias pasadas. Sin embargo, más allá de la cuestión central de la convergencia, ahora debemos insistir en el hecho de que lo que se juega en el siglo XXI es un posible retorno a un régimen histórico de bajo crecimiento. Más precisamente, veremos que el crecimiento, fuera de periodos excepcionales o de fenómenos de convergencia, siempre ha sido bastante bajo, y todo indica que sin duda será aún más débil en el futuro, por lo menos en lo que se refiere a su componente demográfico.

Para comprender a fondo esta cuestión, y la manera en que se articula con el proceso de convergencia y con la dinámica de las desigualdades, es importante dividir el crecimiento de la producción en dos aspectos: por una parte, el crecimiento de la población y, por otra, el incremento de la producción por habitante. Dicho de otro modo, el crecimiento siempre consta de un componente puramente demográfico y uno propiamente económico, el cual permite la mejora de las condiciones de vida. Se olvida con frecuencia esta división en el debate público, en el que a veces se supone que la población ha dejado de aumentar por completo —lo que todavía no sucede (estamos lejos de eso, aun si todo indica que vamos lentamente hacia allá)—. Por ejemplo, en 2013-2014, la tasa de crecimiento de la economía mundial será sin duda superior a 3%, merced al muy rápido crecimiento observado en los países emergentes. Sin embargo, hoy en día, el incremento de la población mundial es todavía cercano a 1% por año, de tal manera que la tasa de crecimiento de la producción mundial por habitante (o del ingreso mundial por habitante) será en realidad apenas superior a 2%.

EL CRECIMIENTO EN UN PERIODO MUY LARGO

Antes de abordar las tendencias actuales, remontémonos en el tiempo e intentemos familiarizarnos con las etapas y los órdenes de magnitud del crecimiento mundial desde la Revolución industrial. Primero, examinemos las tasas de crecimiento en un periodo muy largo indicadas en el cuadro II.1, de donde se desprenden varios hechos relevantes.

CUADRO II.1. El crecimiento mundial desde la Revolución industriala

a Tasa de crecimiento promedio anual.

Nota: entre 1913 y 2012, la tasa de crecimiento del PIB mundial fue en promedio de 3.0% anual. Esta tasa se divide en 1.4% para la población mundial y 1.6% para el PIB por habitante.

FUENTES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.

Se observa, en primer lugar, que el vertiginoso incremento del crecimiento a partir del siglo XVIII fue un fenómeno que implicó tasas de crecimiento anuales relativamente moderadas, y, en segundo lugar, que se trató de un fenómeno cuyos componentes demográficos y económicos tenían más o menos la misma magnitud. Según las mejores estimaciones disponibles, la tasa de crecimiento del PIB mundial entre 1700 y 2012 fue en promedio de 1.6% anual, de la cual 0.8% se debió al incremento de la población y 0.8% al concepto de aumento de la producción por habitante.

Semejantes niveles pueden parecer bajos en relación con los debates actuales, en los que a menudo se consideran insignificantes las tasas de crecimiento inferiores a 1% anual, y en los que a veces se imagina que un crecimiento digno de ese nombre debe ser de por lo menos 3 o 4% anual, o incluso mayor, como sucedió en Europa durante los 30 años posteriores a la segunda Guerra Mundial, o en la China actual.

Sin embargo, cuando se sostiene durante un periodo muy largo, un ritmo de crecimiento del orden de casi 1% anual, tanto en la población como en la producción por habitante —como el que se observó desde 1700—, ha de considerarse como sumamente rápido y sin comparación con los crecimientos casi nulos observados a lo largo de los siglos anteriores a la Revolución industrial.

De hecho, según los cálculos de Maddison, las tasas de crecimiento demográfica y económica eran inferiores a 0.1% anual entre el año 0 y el año 1700 (más exactamente: de 0.06% por año en la población y de 0.02% en la producción por habitante)[1].

Desde luego, la precisión de semejantes estimaciones es ilusoria: los conocimientos de los que disponemos acerca de la evolución de la población mundial entre el año 0 y 1700 son muy limitados —y los que atañen a la producción por habitante, casi nulos—. Sin embargo, sin importar cuánta incertidumbre exista respecto del número exacto (que de hecho no tiene gran importancia), no hay ninguna duda de que los ritmos de crecimiento fueron muy bajos desde la Antigüedad hasta la Revolución industrial, y en todo caso inferiores a 0.1-0.2% por año, por una simple razón: ritmos de crecimiento superiores supondrían una población microscópica —y poco probable— a principios de nuestra era, o bien niveles de vida muy inferiores a los umbrales de subsistencia comúnmente aceptados. Sin duda, el crecimiento de los siglos venideros, por la misma razón, está destinado a volver a niveles muy bajos, por lo menos en lo relativo al componente demográfico.

LA LEY DEL CRECIMIENTO ACUMULADO

Con el objetivo de entender claramente este razonamiento, vale la pena hacer un breve rodeo por lo que podemos llamar la ley del «crecimiento acumulado», esto es, el hecho de que un bajo crecimiento anual acumulado durante un periodo muy largo lleva a un incremento considerable.

Concretamente, en promedio, entre 1700 y 2012 la población mundial creció en apenas un 0.8% anual, pero ese crecimiento, acumulado en tres siglos, permitió que la población se multiplicara por más de 10 veces. Dicho de otro modo, el planeta contaba con alrededor de 600 millones de habitantes hacia 1700, y más de 7000 millones en 2012 (véase la gráfica II.1). Si este ritmo se mantuviera en los próximos tres siglos, la población mundial rebasaría los 70 000 millones hacia 2300.

Para que todos puedan familiarizarse con los efectos explosivos de la ley del crecimiento acumulado, en el cuadro II.2 indicamos la correspondencia entre las tasas de crecimiento calculadas para un año (el modo de presentación común) y los crecimientos obtenidos para periodos más largos. Por ejemplo, una tasa de crecimiento de 1% anual corresponde a un incremento de 35% al cabo de 30 años, una multiplicación por casi tres al cabo de 100 años, por 20 al cabo de 300 años, y por más de 20 000 al cabo de 1000 años. La conclusión simple, resultante de este cuadro, es que las tasas de crecimiento superiores a 1-1.5% anual no son sostenibles eternamente, salvo si se consideran incrementos vertiginosos.

GRÁFICA II.1. El crecimiento de la población mundial, 1700-2012

La población mundial pasó de 600 millones de habitantes en 1700 a 7000 millones en 2012.

FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.

Con lo analizado, vemos hasta qué punto diferentes temporalidades pueden llevar a percepciones contradictorias del proceso de crecimiento. Durante un periodo de un año, un crecimiento de 1% parece poca cosa, casi imperceptible, y de hecho las personas involucradas pueden no percatarse de ello a simple vista y tener la impresión de un completo estancamiento, de que un año es una reproducción casi idéntica del anterior. El crecimiento, en este caso, parece ser una noción relativamente abstracta, una simple construcción matemática y estadística. Sin embargo, en el horizonte de una generación, es decir, aproximadamente 30 años —escala de tiempo, en nuestra opinión, más significativa para evaluar los cambios que operan en una sociedad determinada—, este mismo crecimiento corresponde a un incremento de más de un tercio, lo que representa una transformación sustancial. Es menos espectacular que si hubiera sido de 2-2.5% anual, lo que llevaría a una duplicación en cada generación, pero es suficiente para renovar profunda y regularmente una sociedad, y para transformarla de manera radical a muy largo plazo.

La ley del «crecimiento acumulado» es idéntica en principio a la ley de los «rendimientos acumulados», conforme a la cual una tasa de rendimiento anual de algunos puntos porcentuales, acumulada sobre varias décadas, lleva mecánicamente a un muy significativo incremento del capital inicial —bajo la condición de que el rendimiento sea constantemente reinvertido, o por lo menos que la parte consumida por el poseedor del capital no sea demasiado elevada, sobre todo en comparación con la tasa de crecimiento de la sociedad considerada.

La tesis central de este libro es justamente que una diferencia aparentemente limitada entre la tasa de rendimiento del capital y la tasa de crecimiento puede producir a largo plazo efectos muy potentes y desestabilizadores en la estructura y la dinámica de las desigualdades en una sociedad determinada. En cierta manera, esta situación sería el resultado de la ley del crecimiento y del rendimiento acumulados, por lo que vale la pena familiarizarse desde ahora con estas nociones.

CUADRO II.2. La ley del crecimiento acumulado

Nota: una tasa de crecimiento de 1% anual equivale a un crecimiento acumulado de 35% por generación (30 años), una multiplicación por 2.7 cada 100 años, y por más de 20 000 cada 1000 años.

LAS ETAPAS DEL CRECIMIENTO DEMOGRÁFICO

Reanudemos el examen de las etapas del crecimiento de la población mundial.

Si el ritmo del crecimiento demográfico observado entre 1700 y 2012 —es decir, de 0.8% anual en promedio— se hubiera dado desde la Antigüedad, la población mundial se habría multiplicado por casi 100 000 entre el año 0 y el año 1700. Al considerar que se estima que la población de 1700 comprendía aproximadamente 600 millones de habitantes, para ser coherentes habría que suponer una población ridículamente escasa en la época de Cristo (menos de 10 000 habitantes para el conjunto del planeta). Incluso una tasa de 0.2%, acumulada en 1700 años, supondría una población mundial de apenas 20 millones de habitantes a principios de nuestra era, mientras que la mejor información disponible sugiere que entonces había una población superior a 200 millones, de los cuales unos 50 millones vivían en el Imperio romano. Dejando a un lado las imperfecciones de las fuentes históricas y de las estimaciones de la población mundial en esas dos fechas, no hay duda alguna de que el incremento demográfico promedio entre el año 0 y 1700 fue claramente inferior a 0.2% anual, y casi con certeza inferior a 0.1%.

En contra de una idea extendida, ese régimen malthusiano de muy bajo crecimiento no correspondía a una situación de total estancamiento demográfico. Desde luego, el ritmo de crecimiento era muy lento, y el crecimiento acumulado a lo largo de varias generaciones a menudo se anulaba en algunos años, debido a una crisis sanitaria o alimentaria[2]. La población, en cambio, parece haber aumentado en una cuarta parte entre 0 y 1000, luego en un 50% entre 1000 y 1500, y de nuevo en un 50% entre 1500 y 1700, periodo durante el cual el incremento de la población se acercó al 0.2% anual. Es sumamente probable que la aceleración del crecimiento demográfico sea un proceso muy gradual, a medida que progresan los conocimientos médicos y las condiciones sanitarias, es decir, con gran lentitud.

A partir de 1700 se aceleró ostensiblemente el incremento demográfico, con tasas de crecimiento del orden de 0.4% anual en promedio en el siglo XVIII, y más tarde de 0.6% en el XIX. Europa, que junto con su extensión en el continente americano vivió el mayor incremento demográfico entre 1700 y 1913, vio invertirse el proceso en el siglo XX: la tasa de crecimiento de la población europea cayó a la mitad, con 0.4% por año entre 1913 y 2012, frente a 0.8% entre 1820 y 1913. Se trató del conocido fenómeno de la transición demográfica: ya no bastó con la incesante prolongación de la esperanza de vida para compensar la caída de la natalidad, y el ritmo de crecimiento de la población volvió lentamente a niveles bajos.

En Asia y en África, en cambio, la natalidad siguió siendo elevada mucho más tiempo que en Europa, de tal manera que, en el siglo XX, el crecimiento demográfico llegó a niveles vertiginosos: 1.5-2% anual, lo que multiplicó la población por cinco veces en el curso de un siglo, y en algunos casos incluso más. Egipto tenía apenas más de 10 millones de habitantes a principios del siglo XX; hoy en día, su población es de 80 millones. Nigeria o Pakistán rebasaban por poco los 20 millones de habitantes; hoy, cada uno cuenta con más de 160 millones.

Es interesante señalar que los ritmos de crecimiento demográfico alcanzados por Asia y África en el siglo XX —es decir, de 1.5-2% anual— son aproximadamente los mismos que los observados en los Estados Unidos en los siglos XIX y XX (véase el cuadro II.3), los cuales pasaron de menos de tres millones de habitantes en 1780 a 100 millones en 1910 y a más de 300 millones en 2010, es decir, una multiplicación por más de 100 en algo más de dos siglos. Desde luego, la diferencia crucial es que el crecimiento demográfico en el Nuevo Mundo se explica en gran medida por las migraciones procedentes de los demás continentes, en particular de Europa, mientras que el incremento demográfico anual de 1.5-2% alcanzado por Asia y África en el siglo XX es totalmente imputable al crecimiento natural (un excedente de nacimientos con respecto a los fallecimientos).

CUADRO II.3. El crecimiento demográfico desde la Revolución industriala

a Tasa de crecimiento promedio anual.

Nota: entre 1913 y 2012, la tasa de crecimiento de la población mundial fue de 1.4% anual; por continentes: 0.4% en Europa, 1.7% en América, etcétera.

FUENTES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c. Las previsiones indicadas para el periodo 2012-2100 corresponden al escenario central de la ONU.

Como consecuencia de este desbocamiento demográfico, en el siglo XX la tasa de crecimiento de la población mundial alcanzó la cifra récord de 1.4% anual, cuando no había sido más que de 0.4-0.6% en los siglos XVIII y XIX (véase el cuadro II.3).

Es importante notar que apenas estamos saliendo de ese proceso de aceleración indefinida del ritmo de crecimiento demográfico. Entre 1970 y 1990, la población mundial creció en más de 1.8% anual, es decir, casi tanto como el récord histórico absoluto observado entre 1950 y 1970 (1.9%). Entre 1990 y 2012, el ritmo siguió siendo de 1.3% anual, lo que es sumamente rápido[3].

Conforme a las previsiones oficiales, la transición demográfica mundial (es decir, la estabilización de la población del planeta) debería ahora acelerarse. Según el escenario central de las Naciones Unidas, la tasa de crecimiento de la población podría caer al 0.4% anual desde nuestro presente a 2030-2040 y quedarse en alrededor de 0.1% a partir de 2070-2080. Si se realizan estas previsiones, se trataría de un retorno al muy bajo régimen de crecimiento demográfico que prevalecía antes de 1700. La tasa de crecimiento demográfico del planeta habría formado entonces una gigantesca curva en forma de campana durante el periodo 1700-2100, con una cima espectacular cercana al 2% anual entre 1950 y 1990 (véase la gráfica II.2).

GRÁFICA II.2. La tasa de crecimiento de la población mundial desde la Antigüedad hasta 2100

La tasa de crecimiento de la población mundial superó el 1% anual de 1950 a 2012 y debería volver a 0% hacia finales del siglo XXI.

FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.

Además, hay que precisar que el incremento demográfico previsto para la segunda mitad del siglo (0.2% entre 2050 y 2100) se debe por completo al continente africano (con un crecimiento de 1% anual). En los otros tres continentes, la población debería o estancarse (0.0% en América) o disminuir (−0.1% en Europa y −0.2% en Asia). Semejante situación de crecimiento negativo prolongado, en tiempos de paz, constituiría una experiencia hasta ahora desconocida en la historia (véase el cuadro II.3).

¿UN CRECIMIENTO DEMOGRÁFICO NEGATIVO?

Es evidente que estas previsiones son relativamente inciertas. Dependen, por un lado, de la esperanza de vida (y en parte, por consiguiente, de los descubrimientos científicos en el ámbito médico) y, por el otro, de las elecciones de las futuras generaciones respecto de su fecundidad. Para una esperanza de vida dada, el crecimiento demográfico resulta mecánicamente de la fecundidad. Hay que ser conscientes del siguiente aspecto central: pequeñas variaciones en el número de hijos que unos y otros deciden tener pueden provocar efectos considerables en toda una sociedad[4].

Ahora bien, toda la historia demográfica demuestra que las elecciones de fecundidad son en gran medida imprevisibles; dependen de consideraciones tanto culturales como económicas, psicológicas e íntimas, vinculadas con los objetivos de vida que cada individuo se fija. También pueden depender de las condiciones materiales que los diferentes países deciden instaurar —o no— para conciliar vida familiar y profesional (escuelas, guarderías, igualdad entre los sexos, etc.), tema que, sin lugar a dudas, estará cada vez más presente en los debates y las políticas públicas en el siglo XXI. Más allá de la trama general antes descrita, en la historia de las poblaciones se observa todo tipo de especificidades regionales y de cambios espectaculares, a menudo vinculados con las particularidades de cada historia nacional[5].

El cambio más espectacular atañe sin duda alguna a Europa y a Norteamérica (Estados Unidos y Canadá). En 1780, cuando los países de Europa Occidental reunían ya más de 100 millones de habitantes, y Norteamérica apenas tenía tres millones, nadie habría podido imaginar que el equilibrio se trastocaría tanto. A principios de la década iniciada en 2010, Europa Occidental superó por poco los 410 millones, frente a 350 millones en América del Norte. Según las previsiones de Naciones Unidas, el proceso de alcance concluirá hacia 2050, cuando Europa Occidental llegue a duras penas a los 430 millones de habitantes, frente a más de 450 millones en América del Norte. Es interesante señalar que este cambio se explica no sólo por los flujos migratorios, sino también por una fecundidad sensiblemente más elevada en el Nuevo Mundo que en la vieja Europa, diferencia que, de hecho, se prolonga hasta nuestros días, incluso entre las poblaciones de origen europeo y que, en gran medida, es un misterio para los demógrafos. En realidad, es un hecho que la mayor fecundidad estadunidense no se explica por políticas familiares más generosas: estas últimas son casi inexistentes en ese lado del Atlántico.

¿Debe verse en ello una fe ciega en el porvenir, un optimismo propio del Nuevo Mundo, una mayor propensión a proyectarse, a uno mismo y a sus descendientes, en un mundo en perpetuo crecimiento? Tratándose de elecciones tan complejas como las decisiones de fecundidad, no puede excluirse a priori ninguna explicación psicológica o cultural; el futuro no está escrito: el incremento demográfico estadunidense ha empezado a disminuir, y todo podría cambiar si los flujos migratorios en dirección a la Unión Europea siguen aumentando, si la fecundidad progresa o si la esperanza de vida europea se diferencia mucho de la estadunidense. Las previsiones de la ONU no son certezas.

Se observan también cambios demográficos espectaculares en el seno mismo de cada continente. En Europa, Francia fue el país más poblado en el siglo XVIII (como ya señalamos, Young y Malthus vieron en ello el origen de la miseria de la campiña francesa, incluso el origen de la Revolución francesa); se caracterizó también por una transición demográfica inusualmente precoz, con una disminución abrupta de los nacimientos y casi un estancamiento de la población a partir del siglo XIX (fenómeno que suele atribuirse a una descristianización también muy precoz) y, por último, por un rebote igual de inusual de la natalidad en el siglo XX (rebote asociado a menudo con la política familiar instaurada tras los conflictos militares y el trauma de la derrota de los años cuarenta). De hecho, esta apuesta está a punto de lograrse, ya que, según las previsiones de Naciones Unidas, la población francesa debería superar a la de Alemania en 2050, sin que se puedan discernir fácilmente las razones —económicas, políticas, culturales, psicológicas— de esta reversión[6].

A una mayor escala, todos conocemos las consecuencias de la política china del hijo único (instaurada en la década de 1970, en un momento en que el país temía no lograr salir del subdesarrollo, y actualmente en vías de flexibilizarse). La población china está hoy en día a punto de ser superada por la de la India, cuando era 50% más elevada antes de que se adoptara esa política radical. Según la ONU, la población india debería ser la más numerosa del mundo de 2020 a 2100, pero, una vez más, nada es definitivo: la historia de la población conjugará siempre elecciones individuales, estrategias de desarrollo y psicologías nacionales, motivaciones íntimas y voluntades de poder. Nadie en su sano juicio puede prever lo que serán los vuelcos demográficos del siglo XXI.

Por ello, sería muy presuntuoso considerar las previsiones oficiales de Naciones Unidas como algo más que un «escenario central». De hecho, la ONU también establece otros dos conjuntos de previsiones, y las diferencias entre las distintas proyecciones para 2100 son, no sorprendentemente, muy importantes[7].

Sin embargo, el escenario central es, por mucho, la previsión más factible en el estado actual de nuestros conocimientos. Entre 1990 y 2012, el conjunto de la población europea ya se hallaba en un estancamiento casi completo, y disminuía en varios países. La fecundidad alemana, italiana, española y polaca era inferior a 1.5 hijos por mujer en la primera década del siglo XXI, y sólo la prolongación de la esperanza de vida, aunada a fuertes flujos migratorios, permite evitar una rápida caída de la población. En estas condiciones, prever, como lo hace la ONU, un crecimiento demográfico nulo en Europa hasta 2030, con tasas ligeramente negativas desde 2030, no tiene nada de excesivo y, en efecto, parece ser la previsión más razonable. Sucede lo mismo con las evoluciones previstas en Asia y en otras partes del mundo: las generaciones que nacen actualmente en Japón o en China son un tercio menos numerosas que las que vinieron al mundo en 1990. En gran medida, la transición demográfica ya ha ocurrido. Los cambios en las alternativas individuales y en las políticas seguidas pueden, sin ninguna duda, modificar marginalmente esas evoluciones —por ejemplo, las tasas apenas negativas (como en Japón o en Alemania) pueden convertirse en ligeramente positivas (como en Francia o en los países escandinavos), lo que ya constituye una diferencia importante—, pero no ir más allá, por lo menos en unas cuantas décadas.

En lo tocante al muy largo plazo, desde luego todo es mucho más incierto. Sin embargo, se puede recordar que si durante los siglos venideros se mantuviera el mismo ritmo de crecimiento demográfico que el observado entre 1700 y 2012 —es decir, de 0.8% anual—, se llegaría a una población mundial del orden de 70 000 millones de habitantes en 2300. Desde luego, nada puede excluirse, ni en el ámbito de los comportamientos de fecundidad ni en el de los avances tecnológicos (que tal vez permitirán un día un crecimiento mucho menos contaminante del que podemos imaginar en la actualidad, con nuevos bienes y servicios casi totalmente desmaterializados, producidos con fuentes de energía renovables y carentes de toda traza de carbono). En este momento, sin embargo, no es exagerado decir que una población mundial de 70 000 millones de habitantes no parece ni especialmente factible ni muy deseable. La hipótesis más probable es que la tasa de crecimiento de la población mundial en los próximos siglos será claramente inferior a 0.8%. A priori, la previsión oficial a muy largo plazo, con un crecimiento demográfico positivo pero bajo —de 0.1-0.2% anual—, parece bastante razonable.

EL CRECIMIENTO, FUENTE DE IGUALACIÓN DE LOS DESTINOS

De todas formas, el objetivo de este libro no es hacer previsiones demográficas, sino más bien tomar nota de estas diferentes posibilidades y analizar sus implicaciones en la evolución de la distribución de la riqueza. El crecimiento demográfico en este caso no sólo tiene consecuencias en el desarrollo y la potencia comparada de las naciones: también repercute en la estructura de las desigualdades. En efecto, siempre y cuando la coyuntura no varíe, un fuerte incremento demográfico tiende a desempeñar un papel igualador, puesto que disminuye la importancia de la riqueza originada en el pasado y, por consiguiente, de las herencias: de cierta manera, cada generación debe construirse a sí misma.

Tomemos un ejemplo extremo: en un mundo en el que cada uno tuviera 10 hijos, sería evidente que más valdría —como regla general— no contar mucho con la herencia, pues en cada generación la riqueza familiar se dividiría entre 10. En semejante sociedad, el peso global de la herencia se encontraría muy reducido y, en la mayoría de los casos, sería más realista poner las esperanzas en el propio trabajo o en el propio ahorro.

Sucede lo mismo cuando la población se ve constantemente renovada debido a las migraciones, como en los Estados Unidos. En la medida en que la mayoría de los migrantes llega sin un patrimonio importante, el monto de la riqueza proveniente del pasado es, desde luego, relativamente limitado en estas sociedades, en comparación con el monto de la nueva riqueza acumulada mediante el ahorro. Sin embargo, el incremento demográfico debido a la migración conlleva otras consecuencias —sobre todo en términos de desigualdades entre los migrantes y los autóctonos, y en el seno de esos dos grupos— y, por consiguiente, no puede compararse totalmente con la situación de una sociedad en la que el dinamismo de la población resulta sobre todo del aumento natural (es decir, por natalidad).

Veremos que, en cierta medida, la intuición acerca de los efectos de un fuerte incremento de la población puede generalizarse a sociedades con un muy rápido crecimiento económico —y no sólo demográfico—. Por ejemplo, en un mundo en el que la producción por habitante se multiplicara por 10 en cada generación, más valdría contar con el ingreso y el ahorro como resultado del trabajo propio: los ingresos de las generaciones anteriores son tan bajos en comparación con los actuales que los patrimonios acumulados por los padres o los abuelos no representan gran cosa.

A la inversa, el estancamiento de la población —y, más aún, su disminución— incrementa el peso del capital acumulado por las generaciones anteriores. Sucede lo mismo con el estancamiento económico. Además, con un crecimiento bajo, es bastante posible en apariencia que la tasa de rendimiento del capital supere con claridad la tasa de crecimiento, condición que —como señalamos en la introducción— es la principal fuerza que impulsa hacia una gran desigualdad en la distribución de la riqueza a largo plazo. Veremos que las sociedades patrimoniales del pasado —muy estructuradas por la riqueza y la herencia, independientemente de que sean sociedades rurales tradicionales o las sociedades europeas del siglo XIX— sólo pueden surgir y perdurar en mundos de bajo crecimiento. Examinaremos en qué medida el probable retorno a un bajo crecimiento, si se realizara, tendría consecuencias importantes en la dinámica de la acumulación del capital y en la estructura de las desigualdades. Esto atañe sobre todo al posible regreso de la herencia, fenómeno de largo plazo cuyos efectos ya se hacen sentir en Europa y que, llegado el caso, podría extenderse a otros países del mundo. He aquí por qué es tan importante, en el marco de nuestra investigación, familiarizarnos desde ahora con la historia del crecimiento demográfico y económico.

Mencionemos asimismo otro mecanismo —potencialmente complementario, aun cuando es menos importante y más ambiguo que el primero— por medio del cual el crecimiento puede ir en el sentido de la reducción de las desigualdades, o por lo menos de una rápida renovación de las élites. Cuando el crecimiento es nulo o muy bajo, las distintas funciones económicas y sociales, los diferentes tipos de actividades profesionales se reproducen de manera casi idéntica de una generación a otra. Por el contrario, un crecimiento continuo, aunque sea únicamente de 0.5, 1.0 o 1.5% anual, significa que constantemente se crean nuevas funciones, se requieren nuevas competencias en cada generación. En la medida en que los gustos y las capacidades humanas no se transmiten más que de forma muy parcial a lo largo de las generaciones —o por lo menos de modo mucho menos automático y mecánico de lo que se puede transmitir mediante herencia el capital rural, inmobiliario o financiero—, el crecimiento puede entonces llevar a facilitar la ascensión social de personas cuyos padres no formaban parte de la élite. Este posible aumento de la movilidad social no implica necesariamente una disminución de la desigualdad en los ingresos, sino que, en principio, limita la reproducción y la amplificación en el tiempo de la desigualdad de la riqueza, y por consiguiente, en cierta medida, la extensión a largo plazo de la desigualdad en los ingresos.

Sin embargo, hay que desconfiar de la idea un poco convencional según la cual el desarrollo moderno actuaría como un incomparable revelador de los talentos y las aptitudes individuales. Este argumento tiene su parte de verdad, pero desde principios del siglo XIX fue utilizado muy a menudo para justificar todas las desigualdades, sin importar su amplitud y su verdadero origen, y para ensalzar con todas las virtudes a los ganadores del nuevo régimen industrial. En 1845, Charles Dunoyer, economista liberal y prefecto durante el periodo conocido como la Monarquía de Julio (1830-1845), escribió de este modo en su libro titulado De la liberté du travail [De la libertad del trabajo] (en el que, naturalmente, se oponía a toda legislación social restrictiva): «El efecto del régimen industrial es destruir las desigualdades artificiales; pero para que resalten mejor las naturales». Para Dunoyer, estas desigualdades naturales incluyen las diferencias en las capacidades físicas, intelectuales y morales, y se encuentran en el corazón de la nueva economía de desarrollo y de innovación que el autor atisba por doquier a su alrededor, provocando que rechace toda intervención del Estado: «Las superioridades son la fuente de todo lo que es grande y útil. Reducid todo a la igualdad y habréis reducido todo a la inacción»[8]. En los años 2000-2010, se pretendió en ocasiones considerar esta misma idea, conforme a la cual la nueva economía de la información permitiría a los más talentosos multiplicar su productividad. Cabe señalar que este argumento se utiliza a menudo para justificar las desigualdades extremas y defender la situación de los ganadores, sin gran consideración hacia los perdedores, mucho menos por los hechos mismos, y sin intentar verdaderamente comprobar si este principio tan cómodo permite o no explicar las evoluciones observadas. Volveremos a ello más adelante.

LAS ETAPAS DEL CRECIMIENTO ECONÓMICO

Abordemos ahora el incremento de la producción por habitante. Como ya señalamos anteriormente, el crecimiento durante todo el periodo de 1700-2012 fue exactamente del mismo orden que el de la población: de 0.8% anual en promedio, es decir, una multiplicación por más de 10 en tres siglos. En la actualidad, el ingreso promedio por habitante a nivel mundial es de alrededor de 760 euros por mes; en 1700, era inferior a 70 euros por mes, esto es, aproximadamente el mismo nivel que en los países más pobres del África Subsahariana de 2012[9].

Esta comparación es sugerente, pero no debe exagerarse su alcance. Cuando se intenta establecer un paralelo entre sociedades y épocas tan diferentes, es ilusorio pretender que todo pueda resumirse a una cifra única, del tipo: «el nivel de vida en tal sociedad es 10 veces superior al de tal otra». Cuando se llega a semejantes proporciones, el incremento de la producción por habitante es una noción mucho más abstracta que el de la población, puesto que esta última, al menos, corresponde a una realidad más tangible (es más fácil contar a los habitantes que los bienes y servicios). La historia del crecimiento económico es ante todo la de la diversificación de los modos de vida y de los tipos de bienes y servicios producidos y consumidos. Se trata, pues, de un proceso multidimensional, que por su naturaleza no puede resumirse correctamente mediante un único indicador monetario.

Tomemos el ejemplo de los países más ricos. En Europa Occidental, en América del Norte o en Japón, el ingreso promedio pasó de apenas más de 100 euros por mes y por habitante en 1700 a más de 2500 euros por mes en 2012, es decir, se multiplicó más de 20 veces[10]. En realidad, el crecimiento de la productividad, es decir, de la producción por hora trabajada, fue aún más elevado, puesto que la duración promedio del trabajo por habitante disminuyó mucho: todas las sociedades desarrolladas, a medida que se enriquecían, eligieron trabajar menos horas, con el objetivo de disponer de más tiempo libre (jornadas laborales más cortas, vacaciones más largas, etcétera)[11].

Este crecimiento espectacular debe mucho al siglo XX. A nivel mundial, el incremento promedio de 0.8% anual en la producción por habitante entre 1700 y 2012 se dividía en apenas 0.1% en el siglo XVIII, 0.9% en el XIX y 1.6% en el XX (véase el cuadro II.1). En Europa Occidental, el crecimiento promedio de 1.0% entre 1700 y 2012 se dividía en 0.2% en el siglo XVIII, 1.1% en el XIX y 1.9% en el XX[12]. El poder adquisitivo promedio en el Viejo Continente apenas creció entre 1700 y 1820, luego se multiplicó por más de dos entre 1820 y 1913, y por más de seis entre 1913 y 2012. En el fondo, el siglo XVIII se caracterizó por el mismo estancamiento económico que los siglos anteriores. El siglo XIX conoció por primera vez un crecimiento sostenido de la producción por habitante, pero no lo aprovecharon amplios segmentos de la población, por lo menos hasta el último tercio del siglo. Habría que esperar al siglo XX para que el desarrollo económico se volviera en verdad una realidad tangible y espectacular para muchos. En la Bella Época, hacia 1900-1910, el ingreso promedio de los europeos era de apenas 400 euros por mes, frente a 2500 euros por mes a principios de la década de 2010.

Ahora bien, ¿qué significa un poder adquisitivo multiplicado por 20, por 10 o incluso por 6? Desde luego no supondría que los europeos de 2012 producían y consumían cantidades seis veces más importantes de todos los bienes y servicios que las que producían y consumían en 1913. Por ejemplo, es evidente que los consumos promedio de productos alimenticios no se han multiplicado por seis. Además, eso no habría tenido ningún interés, ya que hace mucho tiempo se habrían satisfecho las necesidades alimentarias. En Europa, al igual que en todos los países, el incremento del poder adquisitivo y del nivel de vida a largo plazo se basa ante todo en la transformación de las estructuras de consumo: el consumo constituido mayoritariamente por productos alimenticios fue poco a poco sustituido por uno mucho más diversificado, rico en productos industriales y en servicios.

Además, aun cuando los europeos de 2012 desearan multiplicar por seis —con respecto a 1913— su consumo de bienes y servicios, no podrían hacerlo: en efecto, algunos precios aumentaron más rápido que el «promedio» de los precios, mientras otros lo hicieron menos, de suerte que el poder adquisitivo no se multiplicó por seis en todos los tipos de bienes y servicios. En un periodo breve, se pueden pasar por alto esos problemas de «precios relativos», y se puede considerar que los índices de precios «promedio» establecidos por los institutos de estadísticas económicas permiten medir correctamente el crecimiento del poder adquisitivo. A largo plazo, en cambio, cuando la estructura de los consumos y de los precios relativos se modifica radicalmente —sobre todo debido a la aparición de nuevos bienes y servicios—, los índices de precios promedio no permiten evaluar correctamente la naturaleza de las transformaciones operadas. Por ello, en estos casos poco importa la sofisticación de las técnicas utilizadas por los especialistas en estadísticas para tratar los miles de interpretaciones de precios a su disposición y el cuidado que ponen en la valoración de las mejoras en la calidad de los productos.

¿Q SIGNIFICA UN PODER ADQUISITIVO MULTIPLICADO POR DIEZ?

En realidad, la única manera concreta de valorar el espectacular crecimiento que han experimentado los niveles y los modos de vida desde la Revolución industrial consiste en referirse a los niveles de ingreso expresados en moneda normal, comparándolos con los niveles de precios de los diferentes bienes y servicios vigentes en distintas épocas. Contentémonos con resumir aquí las principales enseñanzas de semejante ejercicio[13].

Se suele distinguir entre tres tipos de bienes: los bienes industriales, para los cuales el desarrollo de la productividad fue mucho más rápido que el promedio de la economía, aunque sus precios disminuyeran con respecto al promedio de los precios; los bienes alimenticios, para los cuales el crecimiento de la productividad fue continuo y determinante a muy largo plazo (lo que permitió sobre todo alimentar a una población con un fuerte crecimiento, al tiempo que se liberaba para otras tareas a una proporción creciente para las funciones de mano de obra agrícola), pero mucho menos rápido que el de los bienes industriales, razón por la cual sus precios evolucionaron más o menos dentro del promedio de los precios, y, por último, los servicios, para los cuales el incremento de la productividad fue en general relativamente bajo (incluso nulo en ciertos casos, lo que de hecho explica por qué este sector tiende a absorber una proporción siempre creciente de mano de obra), y cuyos precios aumentaron más rápido que el promedio.

Este esquema general es bien conocido. Globalmente, es cierto en sus grandes líneas, pero merece ser afinado y precisado. En efecto, hay una gran diversidad de situaciones en el seno de cada sector. En lo que se refiere a muchos productos alimenticios, los precios aumentaron tanto como el promedio. Por ejemplo, en Francia, el precio de un kilo de zanahorias aumentó a la misma tasa que el índice general de precios entre 1900-1910 y 2000-2010, de tal manera que el poder adquisitivo expresado en zanahorias evolucionó como el poder adquisitivo promedio (es decir, más o menos una multiplicación por seis). El asalariado medio podía comprar apenas 10 kilos de zanahorias por día a principios del siglo XX, y en este inicio del siglo XXI puede adquirir casi 60 kilos[14]. Respecto de otros productos, como la leche, la mantequilla, el huevo, los lácteos, que gozaron de progresos técnicos importantes en el campo de la ordeña, la fabricación, la conservación, etc., se observan relativas bajas de precio y, por consiguiente, incrementos del poder adquisitivo superiores a seis. Sucedió lo mismo con los productos que gozaron de una disminución considerable en los costos del transporte: en un siglo, el poder adquisitivo francés en términos de naranjas se multiplicó por 10, y el de los plátanos por 20. Por el contrario, el poder adquisitivo medido en kilos de pan o carne se multiplicó por menos de cuatro, aunque, es cierto, con un fuerte aumento en la calidad y la variedad de los productos ofrecidos.

La diversidad de las situaciones es aún mayor entre los bienes industriales, sobre todo debido a la aparición de productos radicalmente nuevos y al espectacular perfeccionamiento de sus cualidades técnicas. El ejemplo típico para el periodo reciente es la electrónica y la informática. Los progresos realizados por las computadoras y los teléfonos celulares en la década de 1990-2000, después por las tabletas y los teléfonos inteligentes (smartphones) en la década de 2000-2010, a veces corresponden a multiplicaciones por 10 del poder adquisitivo en unos pocos años: el precio de un producto cae a la mitad, aun cuando sus cualidades técnicas se multiplican por cinco.

Debemos ser conscientes de que es fácil detectar ejemplos igual de espectaculares a lo largo de toda la historia del desarrollo industrial. Tomemos el caso de la bicicleta. En la década de 1880-1890, el modelo menos caro disponible en los catálogos de venta y los documentos comerciales costaba en Francia el equivalente a seis meses de un sueldo promedio. Además, se trataba de una bicicleta relativamente rudimentaria, «cuyas llantas no están revestidas más que por una banda de caucho compacto, tiene un solo freno y acción directa sobre la llanta delantera». El progreso técnico permitió la caída del precio a menos de un mes de sueldo promedio en la década de 1910-1920. Los progresos continuaron y, en los catálogos de la década de 1960-1970, se podían adquirir bicicletas de calidad (con «rueda libre, dos frenos, cubrecadena y guardabarros, portaequipajes, luces, reflector») por menos de una semana de salario. En resumidas cuentas, sin siquiera considerar el vertiginoso crecimiento de la calidad y la seguridad del producto, el poder adquisitivo en términos de bicicletas se multiplicó por 40 entre 1890 y 1970[15].

Se podrían multiplicar los ejemplos al examinar la evolución de los precios de los focos eléctricos, los equipos electrodomésticos, las sábanas y los platos, las prendas de vestir y los automóviles, tanto en los países desarrollados como en los emergentes, comparándolos con los sueldos vigentes.

Asimismo, todos estos ejemplos muestran hasta qué punto es vano y reductivo pretender que se puede resumir el conjunto de las transformaciones mediante un solo indicador del tipo: «el nivel de vida entre tal y cual época se multiplicó por 10». Cuando tanto los modos de vida como la estructura de los presupuestos de los hogares se modifican tan radicalmente y el crecimiento del poder adquisitivo varía tanto en función de los bienes considerados, la cuestión de la cifra promedio no tiene mucho sentido, puesto que el resultado exacto se ve determinado de forma concreta por las ponderaciones elegidas y las medidas de calidad consideradas —que son, tanto unas como otras, bastante inciertas, sobre todo cuando se trata de establecer comparaciones entre varios siglos.

Desde luego, esta reflexión así planteada no pone en duda la realidad del crecimiento, más bien al contrario: es evidente que las condiciones materiales de existencia mejoraron de manera espectacular desde la Revolución industrial, lo que permitió a los habitantes del planeta una mejor alimentación, ropa, transporte, acceso a la información, atención médica, y así sucesivamente. Por otra parte, tampoco se cuestiona el interés del cálculo de las tasas de crecimiento relativas a periodos más breves; por ejemplo, a escala de una o dos generaciones. En un periodo de 30 o 60 años, tiene sentido saber si la tasa de crecimiento fue de 0.1% anual (3% por generación), de 1% anual (35% por generación) o de 3% anual (143% por generación). Sólo cuando se presentan acumuladas en periodos muy amplios y se llega a multiplicaciones espectaculares, las tasas de crecimiento pierden parte de su sentido y se convierten en cantidades relativamente abstractas y arbitrarias.

EL CRECIMIENTO: UNA DIVERSIFICACIÓN DE LOS MODOS DE VIDA

Para terminar, examinemos el caso de los servicios, donde la diversidad de las situaciones es sin duda la más extrema. En principio, las cosas se presentan con relativa claridad: la productividad se desarrolló con menos fuerza en este sector, por lo que el poder adquisitivo expresado en servicios aumentó menos. Se supone que el caso típico del servicio «puro» que no ha tenido ninguna innovación técnica notoria a lo largo de los siglos es el de los peluqueros: un corte de cabello sigue requiriendo el mismo tiempo de trabajo que a principios del siglo, de tal suerte que el costo de un peluquero se multiplicó por el mismo coeficiente que su incremento de sueldo, que aumentó a su vez al mismo ritmo que el sueldo promedio y el ingreso promedio (en una primera aproximación). Dicho de otro modo, al trabajar una hora, el asalariado medio de principios del siglo XXI puede pagar aproximadamente el mismo número de cortes de cabello que el de principios del siglo XX: de hecho, se observa que el poder adquisitivo expresado en términos de cortes de cabello no aumentó, e incluso disminuyó un poco[16].

En realidad, la diversidad de los casos es tan extrema que la misma noción de sector de servicios no tiene mucho sentido. La división en tres sectores de actividad —primario, secundario, terciario— fue concebida a mediados del siglo XX en sociedades en que cada uno reunía proporciones similares —o por lo menos comparables— de la actividad económica y la fuerza laboral (véase el cuadro II.4). Sin embargo, a partir del momento en que los servicios requieren un 70-80% de la mano de obra en todos los países desarrollados, esta categoría estadística ya no es realmente pertinente: proporciona poca información sobre la naturaleza de los oficios y los servicios producidos en la sociedad considerada.

CUADRO II.4. El empleo por sector de actividad en Francia y los Estados Unidos, 1800-2012 (en porcentaje del empleo total)

Nota: en 2012 la agricultura representaba 3% del empleo total en Francia, frente 21% para la industria y 76% para los servicios. La construcción, 7% del empleo en Francia en 2012, como en los Estados Unidos, se incluyó en la industria.

FUENTES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.

Para orientarse en medio de este enorme agregado de actividades, cuyo desarrollo ha representado gran parte de la mejora de las condiciones de vida desde el siglo XIX, vale la pena distinguir varios bloques. Primero se pueden considerar los servicios de salud y educación, que reúnen por sí solos a más del 20% del total del empleo en los países más adelantados (es decir, tanto como el conjunto de los sectores industriales reunidos). Todo permite pensar que esa proporción seguirá aumentando, si se consideran los progresos médicos y el continuo desarrollo de la enseñanza superior. Los empleos del comercio, los hoteles, cafés y restaurantes, la cultura y las actividades recreativas —también en fuerte crecimiento— suelen representar más de 20% del empleo total (incluso más de 25% en algunos países). Los servicios a las empresas (asesoría, contabilidad, diseño, informática, etc.), combinados con los servicios inmobiliarios y financieros (agencias inmobiliarias, bancos, seguros, etc.) y de transporte, también rayan el 20% del empleo total. Si se añaden los servicios estatales y de seguridad (administración general, justicia, policía, fuerzas armadas, etc.), que se acercan al 10% del empleo total en la mayoría de los países, se llega aproximadamente al 70-80% indicado en las estadísticas oficiales[17].

Precisemos que un porcentaje importante de esos servicios, en particular los de salud y educación, suele ser financiado a través de impuestos y suministrado gratuitamente a la población. Las modalidades de financiación varían según los países, así como el nivel exacto del porcentaje financiado mediante impuestos (por ejemplo, es más elevado en Europa que en los Estados Unidos y Japón), siendo, en cualquier caso, muy significativo en todos los países desarrollados, donde, en general, supone por lo menos la mitad del costo total de los servicios de salud y de educación, y más de tres cuartas partes en muchos países europeos. Esto introduce potencialmente nuevas dificultades e incertidumbres acerca de la medición y las comparaciones del incremento del nivel de vida en un amplio periodo y entre diferentes países. El tema dista de ser anecdótico: además de que estos dos sectores representan más de 20% del PIB y del empleo en los países más desarrollados, y que sin duda crecerán en un futuro, la salud y la educación representan tal vez las mejoras más reales y notorias de las condiciones de vida a lo largo de los últimos siglos. Las sociedades cuya esperanza de vida era de apenas 40 años y en las que casi toda la población era analfabeta fueron sustituidas por sociedades en las que suele vivirse más de 80 años y donde todos disponen de un acceso mínimo a la cultura.

En las cuentas nacionales siempre se estima el valor de los servicios públicos gratuitos a partir de los costos de producción pagados por las administraciones públicas —y, al final, por los contribuyentes—. Esos costos incluyen en particular la masa salarial pagada al personal de la salud y a los docentes que laboran en hospitales, escuelas y universidades públicas. Este método tiene sus defectos, pero lógicamente es coherente, y en todo caso es más satisfactorio que el que excluye lisa y llanamente los servicios públicos gratuitos del cálculo del PIB y se concentra sólo en la producción mercantil. Semejante exclusión sería económicamente absurda, pues llevaría a subestimar de modo totalmente artificial el nivel de producción interna y de ingreso nacional de un país que escoja un sistema público de salud y de educación en lugar de un sistema privado, incluso si los servicios disponibles son rigurosamente los mismos en ambos casos.

El método empleado por las cuentas nacionales permite al menos corregir ese sesgo. Sin embargo, no es perfecto: en particular, no se fundamenta, por el momento, en ninguna medición objetiva de la calidad de los servicios prestados (se prevén mejoras en esa dirección). Por ejemplo, si un sistema de seguro de gastos médicos privado cuesta más que un sistema público, sin aportar una mejora efectiva en la calidad —como permite pensarlo la comparación entre los Estados Unidos y Europa—, se sobrevalorará artificialmente el PIB en los países que descansan más en un sistema privado. Asimismo, hay que señalar que las cuentas nacionales eligen por convención no contabilizar ninguna remuneración por el capital público, como el de las construcciones y equipos de hospitales públicos o de escuelas y universidades[18]. La consecuencia es que un país que privatizara sus servicios de salud y de educación vería aumentar artificialmente su PIB, incluso si los servicios producidos y los sueldos pagados a los empleados que los prestan se mantuvieran idénticos[19]. También se puede considerar que este método de valoración por medio de los costos lleva a subestimar el «valor» fundamental de la educación y la salud, y por consiguiente el desarrollo alcanzado durante los periodos de amplia expansión educativa y sanitaria[20].

Por consiguiente, no hay ninguna duda de que el crecimiento económico permitió una considerable mejora de las condiciones de vida a largo plazo y, según las mejores estimaciones disponibles, una multiplicación por más de 10 del ingreso promedio a nivel mundial entre 1700 y 2012 (de 70 a 760 euros por mes), y por más de 20 en los países más ricos (de 100 a 2500 euros por mes). Teniendo en cuenta las dificultades vinculadas con la medición de transformaciones tan radicales, sobre todo si se intenta resumirlas a base de un solo indicador, estas cifras no deben ser fetichizadas sino más bien consideradas como simples órdenes de magnitud.

¿EL FINAL DEL CRECIMIENTO?

Abordemos ahora la cuestión del porvenir: ¿en el siglo XXI está destinado a desacelerarse inexorablemente el espectacular incremento de la producción por habitante, cuya realidad acabamos de recordar? ¿Nos dirigimos hacia el final del crecimiento por razones tecnológicas, ecológicas, o por ambas al mismo tiempo?

Antes de intentar responder a esta pregunta, es esencial empezar por recordar que el crecimiento del pasado, por espectacular que sea, se hizo casi siempre a ritmos anuales relativamente lentos (en general no más de 1-1.5% anual). Los únicos ejemplos históricos de un desarrollo sensiblemente más rápido —por ejemplo, de 3 o 4% anual, o a veces más— atañen a los países que convergieron de manera acelerada con otros, proceso que por definición concluye cuando ha terminado el alcance y, por consiguiente, sólo puede ser transitorio y limitado en el tiempo. En consecuencia, es imposible aplicar semejante proceso de alcance al planeta en su conjunto.

A nivel planetario, la tasa de incremento de la producción por habitante fue en promedio de 0.8% anual entre 1700 y 2012, del cual 0.1% entre 1700 y 1820, 0.9% entre 1820 y 1913, y 1.6% entre 1913 y 2012. Como indicamos en el cuadro II.1, se observa esa misma tasa de incremento promedio de 0.8% anual entre 1700 y 2012 en la población mundial.

En el cuadro II.5 indicamos las tasas de crecimiento económico por separado para cada siglo y cada continente. En Europa, el incremento de la producción por habitante fue de 1.0% entre 1820 y 1913, luego de 1.9% entre 1913 y 2012. En los Estados Unidos alcanzó 1.5% entre 1820 y 1913, y de nuevo 1.5% entre 1913 y 2012.

CUADRO II.5. El crecimiento de la producción por habitante desde la Revolución industriala

a Tasa de crecimiento promedio anual.

Nota: entre 1913 y 2012, la tasa de crecimiento del PIB por habitante fue de 1.6% anual en promedio a nivel mundial; por continentes: 1.9% para Europa, 1.5% para América, etcétera.

FUENTES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.

Poco importa el detalle de esas cifras: el punto relevante es que, en la historia, no existe ningún ejemplo de un país que se encuentre en la frontera tecnológica mundial y cuyo incremento de la producción por habitante sea constantemente superior a 1.5%. Si se examinan las últimas décadas, se observan ritmos aún más bajos en los países más ricos: entre 1990 y 2012, el incremento de la producción por habitante es de 1.6% en Europa Occidental, de 1.4% en América del Norte y de 0.7% en Japón[21]. Es importante empezar por recordar esa realidad, pues en gran medida seguimos impregnados de la idea según la cual el crecimiento debe ser de al menos 3 o 4% anual. Ahora bien, esto es una ilusión desde la perspectiva de la historia y de la lógica.

Tras haber presentado las bases de nuestro planteamiento, ¿qué podemos decir de las tasas de desarrollo del futuro? Para algunos economistas, por ejemplo Robert Gordon, el ritmo de incremento de la producción por habitante está destinado a aminorarse en los países más adelantados, empezando por los Estados Unidos, y podría ser inferior a 0.5% anual en el horizonte de 2050-2100[22]. El análisis de Gordon se basa en la comparación de las diferentes oleadas de innovaciones que se sucedieron desde la máquina de vapor y la electricidad, y en la comprobación de que las olas más recientes —en particular las tecnologías de la información— tienen un potencial de crecimiento sensiblemente inferior: trastocan menos radicalmente los modos de producción y mejoran con menor intensidad la productividad de conjunto de la economía.

Al igual que en el caso del crecimiento demográfico, no me compete predecir aquí lo que será el desarrollo en el siglo XXI, sino más bien extraer las consecuencias de las diferentes proyecciones posibles respecto de la dinámica de la distribución de la riqueza. El ritmo de las innovaciones futuras es igual de difícil de prever que el de la fecundidad. Sobre la base de la experiencia histórica de los últimos siglos, me parece bastante poco probable que, a largo plazo, el incremento de la producción por habitante en los países más adelantados pueda ser superior a 1.5% anual. A pesar de esta afirmación, soy incapaz de decir si será de 0.5, de 1.0 o de 1.5%. La previsión media, presentada más adelante, se basa en un crecimiento a largo plazo de la producción por habitante de 1.2% anual en los países ricos, lo que es bastante optimista comparado con las predicciones de Gordon —que me parecen un tanto sombrías, incluso demasiado—. Este escenario no podrá alcanzarse a menos de que nuevas fuentes de energía permitan sustituir los hidrocarburos, en vías de agotamiento. Sólo se trata, en cualquier caso, de una previsión entre otras posibles.

CON EL 1% DE CRECIMIENTO ANUAL, UNA SOCIEDAD SE RENUEVA PROFUNDAMENTE

El aspecto que me parece más importante, por ser más significativo que el detalle de la predicción del crecimiento —como se vio antes, resumir el crecimiento a largo plazo de una sociedad mediante un número único es, en gran medida, una ilusión estadística—, y sobre el cual ahora debemos insistir, es que un ritmo de crecimiento de la producción por habitante del orden de 1% anual resulta, en realidad, sumamente rápido, mucho más de lo que a menudo se piensa.

La manera correcta de considerar el problema es, de nuevo, situarse a nivel generacional. En 30 años, un crecimiento de 1% anual corresponde a un incremento acumulado de más de 35%; en cambio, un crecimiento de 1.5% por año corresponde a más de 50% acumulado. En la práctica, eso implica transformaciones considerables de los modos de vida y de los empleos. Concretamente, el incremento de la producción por habitante fue de apenas 1-1.5% anual a lo largo de los últimos 30 años en Europa, América del Norte y Japón. Ahora bien, nuestras vidas se transformaron mucho: a principios de la década de 1980, no existían ni Internet ni los celulares, los transportes aéreos eran inaccesibles para muchísimas personas, la mayoría de las tecnologías médicas de punta disponibles hoy en día no existían, y sólo una minoría de la población podía realizar estudios universitarios. En el campo de las comunicaciones, los transportes, la salud y la educación, los cambios fueron profundos. Estas transformaciones también afectaron mucho a la estructura de los empleos: cuando la producción por habitante aumenta en promedio 35-50% en un lapso de 30 años, eso significa que una fracción importante de la producción realizada en la actualidad —entre la cuarta parte y un tercio— no existía hace 30 años y, por consiguiente, que entre la cuarta parte y un tercio de los empleos, y de las tareas realizadas hoy en día, tampoco existían hace 30 años.

Se trata de una diferencia considerable respecto de las sociedades del pasado, en las que el desarrollo era casi nulo, o bien de apenas un 0.1% anual, como en el siglo XVIII. Una sociedad en la que el crecimiento es de 0.1 o 0.2% por año se reproduce de manera casi idéntica de una generación a la siguiente: la estructura de los oficios es la misma, así como la de la propiedad. Una sociedad cuyo desarrollo es de 1% anual, como sucede en los países más adelantados desde principios del siglo XIX, es una sociedad que se renueva profundamente y de manera constante. Veremos que esto conlleva consecuencias importantes en la estructura de las desigualdades sociales y de la dinámica de la distribución de la riqueza. El crecimiento puede dar origen a nuevas formas de desigualdad —por ejemplo, se pueden amasar fortunas muy rápidamente en los nuevos sectores de actividad—, y al mismo tiempo provoca que la desigualdad de los patrimonios originados en el pasado sea menos importante y que las herencias sean menos determinantes. Desde luego, las transformaciones ocasionadas por un incremento de 1% anual son mucho menos considerables que las que supone un crecimiento de 3 o de 4% anual; por ello existe un gran riesgo de desilusión, comparable con la esperanza puesta en un orden social más justo, particularmente grande desde el Siglo de las Luces. Sin duda, el crecimiento económico es por sí mismo incapaz de satisfacer esa esperanza democrática y meritocrática, que debe fundarse en instituciones específicas para ese propósito y no sólo en las fuerzas del progreso técnico y del mercado.

LA POSTERIDAD DE LOS TREINTA GLORIOSOS: DESTINOS CRUZADOS TRASATLÁNTICOS

La Europa continental —y en particular Francia— vive en gran medida con la nostalgia de los Treinta Gloriosos, ese periodo de 30 años, del final de la década de los cuarenta a los últimos años de los setenta, en los que el crecimiento fue excepcionalmente elevado. Todavía no se comprende qué genio malévolo nos impuso un desarrollo tan bajo desde finales de los años setenta y principios de los ochenta. Todavía hoy día imaginamos a menudo que el mal paréntesis de los «Treinta Penosos» (que pronto serán, en realidad, 35 o 40) se cerrará pronto, y que esa pesadilla terminará, volviendo todo a ser como antes.

En realidad, si se plantean las cosas desde una perspectiva histórica, se manifiesta con claridad lo excepcional del periodo de los Treinta Gloriosos, simplemente porque entre 1914 y 1945 Europa había acumulado un enorme rezago en su crecimiento respecto de los Estados Unidos, el cual fue subsanado a gran velocidad durante los Treinta Gloriosos. Concluido ese alcance, Europa y los Estados Unidos se encontraron juntos en la frontera mundial, y crecieron al mismo lento ritmo que es, estructuralmente, el de la frontera mundial.

La evolución comparada de las tasas de crecimiento europea y estadunidense representada en la gráfica II.3 demuestra el planteamiento de manera evidente. En América del Norte no existe la nostalgia de los Treinta Gloriosos, simplemente porque jamás existieron: la producción por habitante creció aproximadamente a un mismo ritmo a lo largo del periodo comprendido entre 1820 y 2012, aproximadamente 1.5-2% anual. Desde luego, el ritmo disminuye ligeramente durante 1913-1950, a no más de 1.5%; luego se sitúa por encima de 2% en 1950-1970, y cae por debajo de 1.5% durante el periodo de 1990-2012. En Europa Occidental, mucho más duramente dañada por las dos guerras mundiales, las variaciones son incomparablemente más grandes: la producción por habitante se estanca de 1913 a 1950 (con un crecimiento de apenas más de 0.5% por año), luego salta de 1950 a 1970 a más de 4% de crecimiento anual, antes de caer brutalmente y situarse con precisión en los niveles estadunidenses —apenas por encima— durante los años 1970-1990 (un poco más de 2%) y entre 1990 y 2012 (apenas 1.5%). Europa Occidental tuvo una edad de oro del crecimiento entre 1950 y 1970, luego una caída a la mitad —o hasta de un tercio— durante las siguientes décadas. Sin embargo, es necesario precisar que la gráfica II.3 subestima esta ruptura, puesto que incluimos —como se debe— al Reino Unido en Europa Occidental, cuando la experiencia británica en materia de crecimiento en el siglo XX es en realidad mucho más semejante a la casi estabilidad norteamericana. Si nos concentráramos en la Europa continental, se observaría un crecimiento promedio de la producción por habitante superior a 5% anual entre 1950 y 1970, totalmente ajena a cualquier experiencia conocida en los países ricos a lo largo de los últimos siglos.

GRÁFICA II.3. La tasa de crecimiento de la producción por habitante desde la Revolución industrial

La tasa de crecimiento de la producción por habitante superó el 4% anual en Europa de 1950 a 1970, antes de regresar a los niveles estadunidenses.

FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.

Esas experiencias colectivas tan diferentes del crecimiento durante el siglo XX explican en gran medida la razón por la que, hoy, las opiniones de los diversos países son tan diferentes ante la globalización comercial y financiera, incluso ante el capitalismo en general. En la Europa continental, y sobre todo en Francia, es muy natural que se sigan viendo las primeras décadas de la posguerra, marcadas por un muy fuerte intervencionismo estatal, como un periodo bendito del crecimiento, y a menudo se considera que el movimiento de liberalización económica iniciado hacia 1980 es responsable de su disminución.

En el Reino Unido y en los Estados Unidos, la interpretación de la historia de la posguerra se hizo de manera muy diferente. En el periodo de 1950-1970, los países anglosajones fueron rápidamente alcanzados por los que habían perdido la guerra. A fines de los años de 1970, en los Estados Unidos se multiplican las primeras planas de las revistas que denuncian la decadencia estadunidense y los éxitos de las industrias alemanas y japonesas. En el Reino Unido, el PIB por habitante cae por debajo de los niveles de Alemania, Francia y Japón, e incluso Italia es superada. Nada impide pensar que ese sentimiento de alcance —hasta de rebasamiento, en el caso británico— tuvo un papel fundamental en la emergencia de la «revolución conservadora». Primero Thatcher en el Reino Unido, luego Reagan en los Estados Unidos, prometieron cuestionar ese Estado de bienestar (welfare state) que reblandeció a los empresarios anglosajones, y volver al capitalismo puro del siglo XIX, lo que permitiría al Reino Unido y a los Estados Unidos rehacerse. Todavía hoy, en esos dos países, a menudo se considera que las revoluciones conservadoras fueron un franco éxito, ya que ambos dejaron de crecer menos rápido que la Europa continental y Japón.

En realidad, ni el movimiento de liberalización iniciado hacia 1980 ni el intervencionismo estatal instaurado en 1945 merecen ese exceso de honor o de indignidad. Es probable que Francia, Alemania y Japón hubieran recuperado su retraso de crecimiento posterior a la caída de 1914-1945 (casi) sin importar las políticas seguidas. Lo único que se puede decir es que el intervencionismo estatal no perjudicó. Asimismo, una vez alcanzada la frontera mundial, no debe sorprender que esos países hayan dejado de crecer más rápido que los anglosajones, y que todas las tasas de crecimiento se hayan alineado, como indica la gráfica II.3 (tendremos oportunidad de volver a ella). En una primera aproximación, las políticas de liberalización no parecen haber afectado esta simple realidad, ni al alza ni a la baja.

LA DOBLE CURVA EN FORMA DE CAMPANA DEL CRECIMIENTO MUNDIAL

Recapitulemos. A lo largo de los últimos tres siglos, el crecimiento mundial habrá trazado una curva en forma de campana de gran amplitud. Sin importar si se trata del incremento de la población o del de la producción por habitante, el ritmo de crecimiento se aceleró progresivamente a lo largo de los siglos XVIII, XIX y sobre todo del XX, y es muy probable que se prepare a volver a niveles mucho más bajos durante el siglo XXI.

Sin embargo, las dos curvas en forma de campana presentan diferencias bastante claras. En lo que se refiere al incremento de la población, el alza se inició mucho antes, a partir del siglo XVIII, y la disminución también empezó claramente antes. Es el fenómeno de la transición demográfica, que en gran medida ya ha ocurrido. El ritmo de crecimiento de la población mundial alcanzó su cenit en 1950-1970, con casi 2% anual, y desde entonces no ha dejado de disminuir. Incluso si no se puede estar seguro de nada en ese ámbito, es probable que este proceso continúe, y que la tasa de crecimiento demográfico a nivel mundial vuelva a niveles casi nulos en la segunda mitad del siglo XXI. La curva en forma de campana es clara y nítida (véase la gráfica II.2).

En lo que se refiere al incremento de la producción por habitante, las cosas son más complejas. Este crecimiento propiamente «económico» tardó más en despegar: se mantuvo casi nulo en el siglo XVIII, alcanzó un nivel más significativo en el XIX y sólo en el siglo XX se volvió verdaderamente una realidad compartida. El crecimiento de la producción mundial por habitante superó incluso el 2% anual entre 1950 y 1990, principalmente gracias al alcance de Europa, y de nuevo entre 1990 y 2012 gracias al alcance de Asia, y sobre todo de China (donde el crecimiento rebasó el 9% anual entre 1990 y 2012 según las estadísticas oficiales, un nivel jamás observado en la historia)[23].

¿Qué sucederá después de 2012? En la gráfica II.4 mostramos una previsión de crecimiento «mediano» pero que, en realidad, es relativamente optimista, ya que supusimos un incremento de 1.2% anual para los países más ricos —Europa Occidental, América del Norte y Japón— de 2012 a 2100 (es decir, un nivel sensiblemente más elevado que el previsto por numerosos economistas). Para los países pobres y emergentes supusimos que continuaría ininterrumpidamente el proceso de convergencia, con un crecimiento de 5% anual de 2012 a 2030 y de 4% de 2030 a 2050. Si estas previsiones se concretaran, el nivel de producción por habitante, a partir de 2050, habría alcanzado en casi todas partes el de los países más ricos, tanto en China como en Europa del Este, en Sudamérica, África del Norte y Oriente Medio[24]. A partir de esa fecha, la distribución de la producción mundial descrita en el primer capítulo se acercaría entonces a la de la población[25].

En esta proyección mediano-optimista, el crecimiento mundial de la producción por habitante rebasaría ligeramente el 2.5% anual entre 2012 y 2030, luego de nuevo entre 2030 y 2050, antes de caer a una tasa inferior a 1.5% a partir de 2050, y de dirigirse hacia un 1.2% en el último tercio del siglo. En comparación con la curva en forma de campana seguida por la tasa de crecimiento demográfico (véase la gráfica II.2), esta segunda curva en forma de campana tendría la doble particularidad de alcanzar su cima mucho más tarde que la primera (casi un siglo después: a mediados del siglo XXI y no del XX), y de decrecer no hacia un crecimiento nulo o casi nulo, sino a un nivel ligeramente superior al 1% anual, es decir, un nivel claramente más elevado que el de las sociedades tradicionales (véase la gráfica II.4).

GRÁFICA II.4. La tasa de crecimiento de la producción mundial por habitante desde la Antigüedad hasta 2100

La tasa de crecimiento de la producción por habitante superó el 2% de 1950 a 2012. Si el proceso de convergencia se mantiene, rebasará el 2.5% de 2012 a 2050, luego caerá por debajo de 1.5%.

FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.

Si se agregan estas dos curvas, se obtiene la evolución de la tasa de crecimiento de la producción mundial total (véase la gráfica II.5). Hasta 1950, ésta siempre había sido inferior a 2% anual, antes de brincar a 4% entre 1950 y 1990, nivel excepcional de la coyuntura con mayor crecimiento demográfico de la historia y con el más significativo crecimiento histórico de la producción por habitante. Entre 1990 y 2012, el ritmo de incremento de la producción mundial empezó a disminuir y estaba ligeramente por debajo de 3.5%, a pesar del muy fuerte crecimiento de los países emergentes, y sobre todo de China. Según nuestro escenario mediano, este ritmo debería mantenerse entre 2012 y 2030, para luego pasar a 3% entre 2030 y 2050, antes de descender aproximadamente a 1.5% durante la segunda mitad del siglo XXI.

Ya indicamos en qué medida estas previsiones «medianas» son hipotéticas. El aspecto esencial es que, sin importar los «detalles» del calendario y de las tasas de crecimiento —desde luego esos detalles son muy importantes—, en gran medida la doble curva en forma de campana del crecimiento mundial ya está determinada. La previsión mediana representada en las gráficas II.2-II.5 es optimista por dos razones: por una parte, porque supone un incremento sostenido de la productividad en más de 1% anual en los países ricos (lo que sugiere considerables progresos tecnológicos, sobre todo en materia de energías limpias) y, por la otra, quizá más importante, porque supone que los países emergentes continuarán el proceso de convergencia hacia los países ricos sin tropiezos políticos o militares. Este proceso concluiría hacia 2050, lo que resulta sumamente rápido. Es fácil imaginar escenarios menos optimistas, en cuyo caso la curva en forma de campana del crecimiento mundial podría caer más rápidamente y hacia niveles más bajos que los indicados en las gráficas.

GRÁFICA II.5. La tasa de crecimiento de la producción mundial total desde la Antigüedad hasta 2100

La tasa de crecimiento de la producción mundial total superó el 4% de 1950 a 1990. Si el proceso de convergencia se mantiene, caerá por debajo de 2% de aquí a 2050.

FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.

LA CUESTIÓN DE LA INFLACIÓN

Este panorama del crecimiento desde la Revolución industrial estaría muy incompleto si no evocáramos la cuestión de la inflación. Se podría pensar que esta última es un fenómeno simplemente monetario, del que no habría que preocuparse. De hecho, todas las tasas de crecimiento que hemos mencionado hasta aquí corresponden a las llamadas tasas «reales», es decir, las que se obtienen después de haber deducido del crecimiento «nominal» de las variables (en precios al consumidor) la tasa de inflación (el incremento del índice promedio de los precios al consumidor).

En realidad, la inflación desempeña un papel central en nuestra investigación. Ya señalamos que la noción misma de índice «promedio» de los precios planteaba problemas, puesto que el crecimiento se caracteriza siempre por la aparición de nuevos bienes y servicios, y por enormes movimientos en los precios relativos, muy difíciles de resumir en una única cifra. De ello se desprende que los propios conceptos de inflación y de crecimiento no siempre están muy bien definidos: la separación del crecimiento nominal (el único que se puede observar a simple vista, o casi) entre un componente real y uno inflacionario es en parte arbitraria, y además da lugar a múltiples controversias.

Por ejemplo, si la tasa de crecimiento nominal es de 3% anual, se considerará que el crecimiento real es de 1% si se estima que el incremento de los precios es de 2%. Pero, si se revisa a la baja la estimación de la inflación porque, por ejemplo, se considera que el precio real de los smartphones y de las tabletas bajó más de lo que se pensaba antes (tomando en cuenta las considerables mejoras en calidad y desempeño, que los especialistas en estadísticas miden con mucho cuidado, lo que no es simple), y se estima que el incremento de los precios es únicamente de 1.5%, se llegará entonces a la conclusión de que el crecimiento real es de 1.5%. En realidad, sobre todo tratándose de diferencias tan leves, es difícil distinguir con certeza las dos cifras, y de hecho cada una tiene su parte de verdad: sin duda, el crecimiento fue más cercano a 1.5% para los aficionados a los smartphones y las tabletas, y casi de 1% para todos los demás.

Los movimientos de los precios relativos pueden tener un papel aún más decisivo en el marco de la teoría de David Ricardo y de su principio de escasez: si algunos precios, como el de la tierra, los bienes inmuebles o incluso el petróleo, adquieren valores extremos durante periodos prolongados, pueden afectar de manera duradera la distribución de la riqueza en beneficio de los poseedores iniciales de esos recursos escasos.

Más allá de estas cuestiones de precios relativos, veremos que la inflación propiamente dicha, es decir, el alza generalizada de todos los precios, también puede desempeñar un papel fundamental en la dinámica de la distribución de la riqueza. En particular, es la inflación la que, en lo esencial, permitió a los países ricos liberarse de su deuda pública después de la segunda Guerra Mundial. La inflación engendró todo tipo de redistribuciones entre los grupos sociales a lo largo del siglo XX, de manera a menudo caótica y descontrolada. Por el contrario, la sociedad patrimonial que floreció en los siglos XVIII y XIX es indisociable de la enorme estabilidad monetaria que caracterizó a ese periodo tan amplio.

LA GRAN ESTABILIDAD MONETARIA DE LOS SIGLOS XVIII Y XIX

Retrocedamos en el tiempo: el primer hecho central que conviene tener en mente es que, en gran medida, la inflación fue un invento del siglo XX. A lo largo de los siglos anteriores, y hasta la primera Guerra Mundial, la inflación era nula o casi nula. En ocasiones, los precios podían subir o bajar mucho durante algunos años, incluso durante unas cuantas décadas, pero esos movimientos al alza o a la baja solían acabar por compensarse. Así sucedió en todos los países para los cuales disponemos de series de precios para un periodo largo.

En particular, si se hace el promedio del alza de los precios en los periodos de 1700-1820 por una parte, y 1820-1913 por la otra, se observa una inflación insignificante tanto en Francia y el Reino Unido como en los Estados Unidos y Alemania: a lo sumo un 0.2-0.3% anual. A veces hasta se advierten niveles ligeramente negativos, como en el Reino Unido y en los Estados Unidos en el siglo XIX (−0.2% por año en promedio en ambos casos entre 1820 y 1913).

Desde luego, hubo algunas excepciones a esta gran estabilidad monetaria, pero en cada ocasión fueron de corta duración y muy rápidamente se regresó a la normalidad, como si no hubiera otra opción. Un caso particularmente emblemático fue el de la Revolución francesa. Desde finales de 1789, los gobiernos revolucionarios emitieron los famosos «asignados», que se convertirían en una verdadera moneda de circulación e intercambio a partir de 1790-1791 (una de las primeras monedas en papel de la historia) y que generarían una fuerte inflación —medida en asignados— hasta 1794-1795. Sin embargo, el aspecto importante fue el regreso a la moneda metálica: al crearse el «franco germinal» se hizo con la misma paridad que la moneda del Antiguo Régimen. La ley del 18 germinal año III (7 de abril de 1795) rebautizó la antigua libra tornesa —que recordaba demasiado a la realeza— y la sustituyó por el franco, que, en lo sucesivo, sería la nueva unidad monetaria oficial del país, pero con la misma composición en metal que la anterior. La moneda de un franco debía contener exactamente 4.5 gramos de plata fina (al igual que la libra tornesa desde 1726), lo que confirmó la ley de 1796, luego la de 1803, que instituyó definitivamente el bimetalismo plata-oro[26].

Al final, los precios calculados en francos en 1800-1810 se situarían aproximadamente en el mismo nivel que los expresados en libras tornesas en los años 1770-1780, de suerte que, con este cambio de unidad, la Revolución no modificó en absoluto el poder adquisitivo de la moneda. De hecho, los novelistas de principios del siglo XIX, empezando por Balzac, pasaban continuamente de una unidad a otra para describir los ingresos y las fortunas: para todos los lectores de la época, el franco germinal (o «franco-oro») y la libra tornesa constituían una sola y misma moneda. Para el pobre Goriot, es perfectamente equivalente poseer «mil doscientas libras» de renta o bien «mil doscientos francos», lo que volvía superfluo precisarlo.

El valor en oro del franco fijado en 1803 fue modificado oficialmente por la ley monetaria del 25 de junio de 1928. En realidad, el Banco de Francia no estaba obligado, desde agosto de 1914, a devolver sus billetes en oro o plata, y de hecho el «franco-oro» ya se había vuelto un «franco-papel» entre 1914 y la estabilización monetaria de 1926-1928. De todas maneras, la misma paridad metálica se aplicó de 1726 a 1914, lo que dista de ser despreciable.

Se observa la misma estabilidad monetaria en el Reino Unido con la libra esterlina. A pesar de leves ajustes, la tasa de conversión entre las monedas de Francia y el Reino Unido fue muy estable durante dos siglos: la libra esterlina seguía valiendo alrededor de 20-25 libras tornesas o francos germinal en el siglo XVIII como en el XIX, y hasta 1914[27]. Para los novelistas británicos de la época, la libra esterlina y sus extrañas subdivisiones en chelines y guineas parecían tan sólidas como una roca, al igual que la libra tornesa y el franco-oro para los novelistas franceses[28]. Al parecer, todas esas unidades medían magnitudes invariables en el tiempo, puntos de referencia que permitían dar un sentido eterno a las magnitudes monetarias y a los diferentes estatus sociales.

Sucedía lo mismo en los demás países: las únicas modificaciones importantes estaban relacionadas con la definición de las nuevas unidades o la creación de nuevas monedas, como el dólar estadunidense en 1775 y el marco-oro en 1873. Sin embargo, una vez fijadas las paridades metálicas, ya nada varió: en el siglo XIX y a principios del XX se sabía que una libra esterlina valía alrededor de 5 dólares, 20 marcos y 25 francos. El valor de las monedas no cambió en décadas, y no había ninguna razón para pensar que sucediera algo diferente en el futuro.

EL SENTIDO DEL DINERO EN LA NOVELA CLÁSICA

En efecto, en las novelas de los siglos XVIII y XIX, el dinero estaba por todas partes, no sólo como fuerza abstracta, sino también y sobre todo como magnitud palpable y concreta: los novelistas siempre indicaban los montos en francos o libras de los niveles de ingresos y fortunas de los diferentes personajes, no para aturdirnos con cifras, sino porque esas cantidades permitían fijar en la mente del lector estatus sociales muy determinados, niveles de vida por todos conocidos.

Estas referencias monetarias parecen ser algo más estables cuando el desarrollo es relativamente lento, de suerte que los montos en cuestión se modificaban de manera muy gradual a lo largo de las décadas. En el siglo XVIII, el incremento de la producción y del ingreso per cápita era muy bajo. En el Reino Unido, el ingreso promedio era del orden de 30 libras por año hacia 1800-1810, cuando Jane Austen escribía sus novelas[29]. Este ingreso casi no había cambiado respecto del de 1720 o 1770: se trataba, pues, de puntos de referencia muy estables, con los cuales la novelista creció. Ella sabía que, para vivir cómodamente y con elegancia, para poder transportarse y vestirse, alimentarse y divertirse, con un mínimo de ayuda doméstica, era necesario disponer —según sus criterios— de por lo menos 20 o 30 veces más: sólo a partir de un ingreso anual de 500 o 1000 libras, los personajes de sus novelas consideraban ya no tener carencias.

Volveremos a tratar ampliamente la estructura de las desigualdades y de los niveles de vida que sirven de base a esas realidades y a esas percepciones, en particular a la estructura de la distribución de la riqueza y de los ingresos que resultan de ellos. En este momento, el aspecto importante es que, a falta de inflación, y tomando en cuenta el muy bajo crecimiento, esos montos remiten a realidades muy concretas y muy estables. De hecho, medio siglo después, en los años de 1850-1860, el ingreso promedio alcanzaba a duras penas 40-50 libras por año: los lectores quizá encontraban los montos mencionados por Jane Austen ligeramente bajos, pero no les parecían tan extraños. En la Bella Época, hacia 1900-1910, el ingreso promedio alcanzaba 80-90 libras en el Reino Unido: el crecimiento era notable, pero los ingresos anuales de 1000 libras —o a menudo de mucho más— de los que habla la novelista siempre representaban un punto de referencia significativo.

Se observa la misma estabilidad de las referencias monetarias en la novela francesa. En Francia, el ingreso promedio era del orden de 400-500 francos anuales hacia 1810-1820, la época del pobre Goriot (Balzac). Expresado en libras tornesas, el ingreso promedio era apenas más bajo durante el Antiguo Régimen. Balzac, al igual que Austen, describió un mundo en el que se necesitaba por lo menos 20 o 30 veces esa suma para vivir decentemente: por debajo de 10 000 o 20 000 francos de ingreso anual, el héroe de Balzac se sentía miserable. Una vez más, esos órdenes de magnitud sólo cambiaron muy gradualmente a lo largo del siglo XIX y hasta la Bella Época: durante mucho tiempo, los lectores se familiarizaron con ellos[30]. De este modo, esos montos permitían en pocas palabras esbozar con agudeza un entorno, modos de vida, rivalidades, una civilización.

Podrían multiplicarse los ejemplos en la novela estadunidense, alemana, italiana, y en todos los países que conocieron esa gran estabilidad monetaria. Hasta la primera Guerra Mundial, el dinero tenía un sentido, y los novelistas lo explotaron, lo exploraron e hicieron de él un tema literario.

EL FINAL DE LAS REFERENCIAS MONETARIAS EN EL SIGLO XX

Ese mundo se desplomó definitivamente con la primera Guerra Mundial. Para financiar los combates, de una violencia y una intensidad inusitadas, y para pagar a los soldados y el armamento utilizado, cada vez más costoso y sofisticado, los gobiernos se endeudaron en extremo. A partir de agosto de 1914, las principales partes en conflicto pusieron fin a la convertibilidad de su moneda en oro. Después de la guerra, todos los países recurrirían, en diferentes grados, a la emisión de billetes con el objetivo de reducir el enorme endeudamiento público. Las tentativas de reintroducción del patrón oro en los años de 1920 no sobrevivieron a la crisis de los años treinta (el Reino Unido abandonó el patrón oro en 1931; los Estados Unidos, en 1933; Francia, en 1936). El patrón dólar-oro de la posguerra sería apenas más duradero: instaurado en 1946, desapareció en 1971, con el final de la convertibilidad del dólar a oro.

Entre 1913 y 1950, la inflación superó el 13% anual en Francia (es decir, los precios se multiplicaron por un factor de 100), y alcanzó el 17% por año en Alemania (es decir, una multiplicación de los precios por más de 300). En el Reino Unido y en los Estados Unidos, menos gravemente afectados por las guerras, y menos desestabilizados desde el punto de vista político, la tasa de inflación era mucho más baja: apenas 3% anual entre 1913 y 1950. Esta situación suponía, sin embargo, una multiplicación por tres, cuando los precios no se habían movido durante los dos siglos anteriores.

En todos los países, los choques bélicos del periodo 1914-1945 enturbiaron profundamente las referencias monetarias que prevalecían en el mundo de la preguerra, tanto más porque desde entonces el proceso inflacionario nunca ha cesado realmente.

Esto aparece muy claramente en la gráfica II.6, que representa la evolución de la inflación en subperiodos para los cuatro países, de 1700 a 2012. Se observará que la inflación se situaba entre 2 y 6% anual en promedio entre 1950 y 1970, luego empezó de nuevo con una fuerte alza en las décadas posteriores a 1970, hasta tal punto que su promedio alcanzó 10% en el Reino Unido y 8% en Francia entre 1970 y 1990, a pesar del fuerte movimiento de desinflación, prácticamente generalizado a nivel mundial, iniciado a partir de los años ochenta. En comparación con las décadas anteriores, sería tentador considerar que el periodo de 1990-2012, con una inflación promedio alrededor de 2% anual en los cuatro países (un poco menos en Alemania y Francia, un poco más en el Reino Unido y en los Estados Unidos), se caracterizó por un movimiento de regreso a la inflación cero anterior a la primera Guerra Mundial.

GRÁFICA II.6. La inflación desde la Revolución industrial

La inflación en los países ricos era nula en los siglos XVIII y XIX, elevada en el siglo XX y desde 1990 ha sido del orden de 2% anual.

FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.

Sin embargo, expuesto así, nuestro razonamiento equivaldría a olvidar que una inflación de 2% anual es muy diferente de una de 0%. Si se añade a la inflación anual de 2% un crecimiento real de 1-2% por año, eso significaría que todos los montos —producciones, ingresos, salarios— tienden a progresar en un 3-4% anual, de tal manera que al cabo de 10 o 20 años todos los montos en cuestión ya nada tendrían que ver entre sí. ¿Quién se acuerda de los sueldos vigentes a finales de los años de 1980 o principios de los de 1990? Además, es muy posible que esta inflación de 2% anual tienda a elevarse un poco en los próximos años, tomando en cuenta la evolución de las políticas monetarias desde 2007-2008, en particular en el Reino Unido y los Estados Unidos. Una vez más, trátase de una diferencia considerable respecto del régimen monetario vigente hace un siglo. También es interesante señalar que Alemania y Francia, los dos países que más recurrieron a la inflación en el siglo XX, sobre todo entre 1913 y 1950, parecen ser hoy en día los más reticentes a ella. Ambos edificaron una zona monetaria —la zona euro— construida casi por completo en torno al principio de lucha contra la inflación.

Volveremos más adelante al papel desempeñado por la inflación en la dinámica de la distribución de la riqueza, y en particular a la acumulación y la distribución de los patrimonios a lo largo de estos diferentes periodos.

En esta fase, insistamos simplemente en el hecho de que la pérdida de las referencias monetarias estables en el siglo XX constituyó una ruptura notable con los siglos anteriores, no sólo desde el punto de vista económico y político, sino también social, cultural y literario. Sin duda no es casualidad que el dinero, o más precisamente la evocación concreta de las sumas y los montos, casi haya desaparecido de la literatura después de los choques bélicos del periodo de 1914-1945. Los ingresos y las fortunas estaban omnipresentes en la literatura hasta 1914, salieron de ella poco a poco entre 1914 y 1945, y jamás reaparecieron totalmente. Esta situación se comprueba no sólo en la novela europea o estadunidense, sino también en la de los demás continentes. Las novelas de Naguib Mahfouz, o por lo menos las que se desarrollan en El Cairo del periodo de entreguerras, donde los precios aún no se habían desfigurado debido a la inflación, daban espacio a los ingresos y al dinero para ilustrar las situaciones y angustias de los personajes. No estábamos lejos del mundo de Balzac o de Austen: desde luego sus estructuras sociales no tienen mucha relación, pero es posible anclar las percepciones, las expectativas y las jerarquías en puntos de referencia monetarios. Las novelas de Orhan Pamuk, que se desarrollan en el Estambul de los años de 1970-1980, en un momento en el que la inflación había anulado desde hacía mucho tiempo todo el sentido del dinero, no mencionan ningún monto. En Nieve, Pamuk puso en boca del personaje principal, escritor como él, que definitivamente no había nada más tedioso para un novelista que hablar de dinero y de los precios e ingresos vigentes el año pasado. Decididamente, el mundo ha cambiado mucho desde el siglo XIX.