I. Ingreso y producción
I. INGRESO Y PRODUCCIÓN
EL 16 DE agosto de 2012 la policía sudafricana intervino en el conflicto que opuso a los obreros de la mina de platino de Marikana, cercana a Johannesburgo, con los dueños de la explotación, los accionistas de la compañía Lonmin, con base en Londres. Las fuerzas del orden dispararon contra los huelguistas. Saldo: 34 mineros muertos[1]. Como sucede a menudo en semejantes casos, el conflicto social se centraba en la cuestión salarial: los mineros exigían que su salario pasara de 500 a 1000 euros por mes. Después del drama, la compañía propuso finalmente un incremento de 75 euros por mes[2].
Este episodio reciente nos recuerda, si ello fuera necesario, que la distribución de la producción entre los salarios y los beneficios, entre los ingresos por trabajo y los del capital, siempre ha constituido la primera dimensión del conflicto distributivo. Ya en las sociedades tradicionales, la oposición entre el propietario de bienes inmuebles y el campesino, entre quien posee la tierra y quien le aporta su trabajo, quien recibe la renta de los bienes raíces y quien la paga, era el fundamento de la desigualdad social y de todas las rebeliones. La Revolución industrial parece haber exacerbado el conflicto capital-trabajo, tal vez porque aparecieron formas de producción más intensivas en capital (máquinas, recursos naturales, etc.) que en el pasado, o bien quizá porque también se frustraron las esperanzas de una distribución más justa y un orden social más democrático —volveremos a ello.
En todo caso, los trágicos acontecimientos de Marikana nos remiten inevitablemente a actos de violencia más antiguos: en Haymarket Square, en Chicago, el 1.º de mayo de 1886; luego de nuevo en Fourmies, en el norte de Francia, el 1.º de mayo de 1891, las fuerzas del orden dispararon mortalmente contra obreros en huelga que pedían aumentos de salario. ¿Pertenece al pasado el enfrentamiento capital-trabajo, o será una de las constantes del siglo XXI?
En las dos primeras partes de este libro nos enfocaremos en el tema de la distribución global del ingreso nacional entre trabajo y capital, y en sus transformaciones desde el siglo XVIII. Olvidaremos temporalmente el asunto de las desigualdades en los ingresos por trabajo (por ejemplo, entre el obrero, el ingeniero y el director de la fábrica), o en los ingresos del capital (por ejemplo, entre pequeños, medianos y grandes accionistas o dueños), a cuyo examen volveremos en la tercera parte. Desde luego, cada una de estas dimensiones de la distribución de la riqueza —tanto el reparto llamado «factorial», que opone a los dos «factores» de la producción: el capital y el trabajo, considerados artificialmente bloques homogéneos, como la distribución llamada «individual», que atañe a la desigualdad en los ingresos por trabajo y del capital en el nivel de los individuos— en la práctica tiene un papel fundamental, y es imposible lograr una comprensión satisfactoria del problema de la distribución sin analizarlas conjuntamente[3].
En realidad, en agosto de 2012 los mineros de Marikana no sólo estaban en huelga contra los beneficios considerados excesivos del grupo Lonmin, sino también por la desigualdad en los sueldos entre obreros e ingenieros, y por el sueldo al parecer extraordinario del director de la mina[4]. De hecho, si la propiedad del capital se distribuyera de manera rigurosamente igualitaria y si cada asalariado recibiera la misma participación de los beneficios como complemento de su sueldo, la distribución beneficios/sueldos no interesaría a (casi) nadie. Si el reparto capital-trabajo suscita tantos conflictos, se debe primero y ante todo a la extrema concentración de la propiedad del capital. De hecho, en todos los países, la desigualdad en la riqueza —y en los ingresos del capital que se derivan de ella— es siempre mayor que la desigualdad en los salarios y en los ingresos por trabajo. Analizaremos este fenómeno y sus causas en la tercera parte. En un primer momento, tomaremos como dada la desigualdad en los ingresos por trabajo y de capital, y concentraremos nuestra atención en el reparto global del ingreso nacional entre capital y trabajo.
Que quede claro: mi propósito aquí no es abrir un proceso de los trabajadores en contra de los propietarios, sino más bien ayudar a cada uno a tener una mejor perspectiva. Desde luego, la desigualdad capital-trabajo es sumamente violenta desde el punto de vista simbólico. Choca de lleno contra las concepciones más comunes de lo que es justo y de lo que no lo es, y no sorprende que, a veces, eso resulte en violencia física. Para quienes no poseen más que su trabajo, y que a menudo viven en condiciones modestas (o incluso muy modestas, tanto en el caso de los campesinos del siglo XVIII como en el de los mineros de Marikana), es difícil aceptar que los poseedores del capital —quienes lo son a veces por herencia, por lo menos en parte— puedan apropiarse, sin trabajar, de una parte significativa de las riquezas producidas. Ahora bien, la participación del capital puede alcanzar niveles considerables, a menudo entre la cuarta parte y la mitad de la producción, a veces más de la mitad en sectores intensivos en capital, como la extracción minera e incluso más cuando los monopolios locales permiten a los dueños apropiarse de una proporción aún más elevada.
Al mismo tiempo, cualquiera puede comprender que si el total de la producción se destinara a los salarios, y no se dedicara nada a los beneficios, resultaría, sin duda, difícil atraer capitales que permitieran financiar nuevas inversiones, por lo menos en el actual modo de organización económica (desde luego, uno puede imaginar otros modos), sin olvidar que no necesariamente está justificado suprimir toda remuneración a quienes eligen ahorrar más que otros —suponiendo, desde luego, que el ahorro es una importante fuente de la desigualdad en la riqueza, cuestión que también examinaremos—. Tampoco hay que olvidar que una parte de aquello que se llama «ingresos del capital» a veces corresponde a una remuneración del trabajo «empresarial», por lo menos en parte, y que sin duda debería ser tratada como las demás formas de trabajo. Este argumento clásico también tendrá que ser estudiado en detalle. Tomando en cuenta todos esos elementos, ¿cuál es una distribución «adecuada» entre capital y trabajo? ¿Estamos seguros de que el «libre» funcionamiento de una economía de mercado y de propiedad privada conducirá siempre y en todo lugar a ese nivel óptimo, como por arte de magia? ¿Cómo debería organizarse la distribución capital-trabajo en una sociedad ideal, y cómo realizarla?
EL REPARTO CAPITAL-TRABAJO EN EL LARGO PLAZO: NO TAN ESTABLE
A fin de avanzar —modestamente— en esta reflexión, e intentar por lo menos precisar los términos de un debate al parecer sin salida, es útil empezar por establecer los hechos con tanta precisión y minuciosidad como sea posible. ¿Qué se sabe exactamente de la evolución de la distribución capital-trabajo desde el siglo XVIII? Durante mucho tiempo, la tesis más difundida entre los economistas, propagada de manera muy apresurada en los libros de texto, fue la de una enorme estabilidad de la distribución del ingreso nacional entre trabajo y capital, en general en torno a dos tercios/un tercio[5]. Merced a la perspectiva histórica y a los nuevos datos de los que disponemos, vamos a demostrar que la realidad es claramente más compleja.
Por una parte, a lo largo del siglo pasado, el reparto capital-trabajo enfrentó cambios de gran magnitud, a la medida de la caótica historia política y económica del siglo XX. En comparación con esto, los movimientos del siglo XIX —ya evocados en la introducción (alza de la participación del capital en la primera mitad del siglo, ligera baja y estabilización después)— parecen muy apacibles. En resumen, los choques de la primera parte del siglo XX (1914-1945) —a saber, la primera Guerra Mundial, la Revolución bolchevique de 1917, la crisis de 1929, la segunda Guerra Mundial, y las nuevas políticas de regulación, tributación y control público del capital resultantes de esos trastornos— llevaron a los capitales privados a niveles históricamente bajos en la década de 1950-1960. Muy rápido, se inició el movimiento de reconstitución de los capitales, luego se aceleró con la revolución conservadora anglosajona de 1979-1980, el desplome del bloque soviético en 1989-1990, la globalización financiera y la desregulación de la década de 1990-2000. Estos acontecimientos marcaron un hito político en sentido inverso al anterior, y permitieron que los capitales privados, a pesar de la crisis de 2007-2008, recuperaran a principios de los años de 2010 una prosperidad no vista desde 1913. No todo fue negativo en esa evolución y en ese proceso de reconstitución de los patrimonios —en parte natural y deseable—. Pero ello cambia singularmente la perspectiva que se puede tener sobre la distribución capital-trabajo en este inicio del siglo XXI, y sobre su posible evolución en los decenios por venir.
Por otra parte, más allá de este doble cambio del siglo XX, si ahora se adopta una perspectiva a muy largo plazo, entonces la tesis de una completa estabilidad del reparto capital-trabajo choca con el hecho de que la naturaleza misma del capital se transformó radicalmente (del capital de tenencia de la tierra del siglo XVIII al capital inmobiliario, industrial y financiero del siglo XXI) y, sobre todo, con la idea según la cual el crecimiento moderno se caracterizaría por un aumento del «capital humano», tesis muy difundida entre los economistas y que, de entrada, parece suponer un incremento tendencial de la participación del trabajo en el ingreso nacional. Veremos que, a muy largo plazo, semejante tendencia tal vez opera en la actualidad, pero en proporciones relativamente modestas: la participación del capital (no humano) en este inicio del siglo XXI parece ser apenas más pequeña de lo que era a principios del siglo XIX. Los niveles muy elevados de capitalización patrimonial observados en la actualidad en los países ricos parecen explicarse ante todo por el regreso a un régimen de bajo crecimiento de la población y de la productividad —aunados al retorno a un régimen político objetivamente muy favorable para los capitales privados.
Para comprender bien estas transformaciones, veremos que el enfoque más fecundo consiste en analizar la evolución de la relación capital/ingreso (es decir, la relación entre el stock o acervo total de capital y el flujo anual de ingreso o producto), y no sólo la distribución capital-trabajo (es decir, el reparto del flujo del ingreso y de la producción entre los ingresos del capital y por trabajo). Esta última ha sido más clásicamente estudiada en el pasado, en gran parte debido a la falta de datos adecuados.
Pero, antes de presentar todos esos resultados de manera detallada, vamos a proceder por etapas. El objetivo de la primera parte de este libro es introducir las nociones fundamentales. En la continuación de este capítulo I, comenzaremos por presentar los conceptos de producción interna y de ingreso nacional, ingresos del capital y por trabajo, así como de la relación capital/ingreso. Luego examinaremos las transformaciones en la distribución mundial de la producción y del ingreso desde la Revolución industrial. En el capítulo II analizaremos la evolución general de las tasas de crecimiento a lo largo de la historia, evolución que desempeñará un papel central para el resto del análisis.
Una vez planteados esos requisitos, en la segunda parte de este libro podremos estudiar la dinámica de la relación capital/ingreso y del reparto capital-trabajo, procediendo de nuevo por etapas. En el capítulo III examinaremos las transformaciones en la composición del capital y de la relación capital/ingreso desde el siglo XVIII, empezando por los casos del Reino Unido y de Francia, para los cuales tenemos los mejores datos de largo plazo. El capítulo IV introducirá después el caso de Alemania, y sobre todo el de los Estados Unidos, que complementa de modo útil el prisma europeo. Por último, los capítulos V y VI intentarán ampliar esos análisis al conjunto de los países ricos y, en la medida de lo posible, al conjunto del planeta, y sacar de ellos lecciones para la dinámica de la relación capital/ingreso y del reparto capital-trabajo en el ámbito mundial en este inicio del siglo XXI.
LA NOCIÓN DE INGRESO NACIONAL
Vale la pena empezar por presentar la noción de «ingreso nacional», a la que recurriremos a menudo en este libro. Por definición, el ingreso nacional mide el conjunto de ingresos de los que disponen los residentes de un país a lo largo de un año, sin importar la forma jurídica de dichos ingresos.
El ingreso nacional se vincula estrechamente con la noción de «producto interno bruto» (PIB), a menudo utilizado en el debate público, aunque hay dos diferencias importantes. El PIB mide el conjunto de bienes y servicios producidos a lo largo de un año en el territorio de un país dado. Para calcular el ingreso nacional, hay que empezar por sustraer del PIB la depreciación del capital que permitió llevar a cabo esa producción, es decir, el desgaste de los edificios, equipos, máquinas, vehículos, computadoras, etc., utilizados a lo largo de un año. Esta considerable cantidad, que equivale en la actualidad a aproximadamente el 10% del PIB en la mayoría de los países, en realidad no constituye un ingreso para nadie: antes de distribuir sueldos a los trabajadores, dividendos a los accionistas o de llevar a cabo inversiones verdaderamente nuevas, es imperativo empezar por remplazar o reparar el capital desgastado. Y si no se hace, entonces equivale a una pérdida de patrimonio, y posteriormente a un ingreso negativo para los dueños. Una vez deducida la depreciación del capital del producto interno bruto, se obtiene el «producto interno neto», al que llamaremos simplemente «producción interna» o «producción doméstica», y que suele ser igual al 90% del PIB.
Luego hay que añadir los ingresos netos recibidos del extranjero (o sustraer los ingresos netos pagados en el extranjero, según la situación del país). Por ejemplo, es probable que un país cuyo conjunto de empresas y del capital pertenezca a dueños extranjeros tenga una producción interna muy elevada pero un ingreso nacional mucho menor, una vez que se han deducido los beneficios y las rentas que se envían al extranjero. Por el contrario, un país que posee una buena parte del capital de otros países puede disponer de un ingreso nacional muy superior a su producción interna.
Volveremos más adelante a ejemplos de estos dos tipos de situaciones, tomados de la historia del capitalismo y del mundo actual. Precisemos de entrada que este tipo de desigualdades internacionales puede ser generador de altas tensiones políticas. No es anodino que un país trabaje para otro y le pague durante mucho tiempo una proporción significativa de su producción en forma de dividendos o de rentas. Para que semejante sistema pueda sostenerse —hasta cierto punto—, a menudo debe acompañarse de relaciones de dominación política, como sucedió en la época del colonialismo, cuando Europa en realidad poseía una buena parte del resto del mundo. Uno de los temas centrales de nuestra investigación es saber en qué medida y bajo qué condiciones es susceptible de reproducirse este tipo de situación a lo largo del siglo XXI, eventualmente bajo otras configuraciones geográficas; por ejemplo, con Europa en el papel del poseído, más que del poseedor (temor muy difundido en la actualidad en el Viejo Continente —tal vez demasiado, según veremos—).
En esta etapa nos contentaremos con señalar que, en la actualidad, la mayoría de los países ricos o emergentes se encuentran en situaciones mucho más equilibradas de lo que uno a veces puede imaginarse. Hoy en día, en Francia como en los Estados Unidos, en Alemania como en el Reino Unido, en China como en Brasil, en Japón como en Italia, el ingreso nacional no difiere en más de 1 o 2% de la producción interna. Dicho de otra manera, los flujos de beneficios, de intereses, de dividendos, de rentas, etc., que entran en esos países más o menos se equilibran con los flujos que salen. En países ricos, los ingresos netos recibidos del extranjero son, en general, ligeramente positivos. En una primera aproximación, los residentes de esos diferentes países poseen, gracias a sus inversiones inmobiliarias y financieras, más o menos tanta riqueza en el resto del mundo como la que posee el resto del mundo en sus países. Contrario a una leyenda tenaz, Francia no pertenece a los fondos de pensiones californianos ni al Banco de China, no más de lo que los Estados Unidos son propiedad de los inversionistas japoneses o alemanes. El temor ante semejantes situaciones es tan fuerte que a menudo en ese aspecto los fantasmas se anticipan a la realidad. Hoy en día, la realidad es que la desigualdad del capital es mucho más doméstica que internacional: enfrenta más a los ricos y a los pobres en el seno de cada país que a los países entre sí. Pero no siempre sucedió así a lo largo de la historia, y es perfectamente legítimo preguntarse bajo qué condiciones podría evolucionar esta situación durante el siglo XXI, tanto más porque algunos países —Japón, Alemania, los Estados petroleros y, en menor grado, China— acumularon recientemente créditos nada despreciables (aunque hasta ahora muy inferiores a los créditos récord de la era colonial) en comparación con el resto del mundo. Veremos, asimismo, que un incremento muy fuerte en las participaciones cruzadas entre países (en las que cada uno es poseído en gran proporción por los demás) puede incrementar legítimamente la sensación de desposesión, incluso si las posiciones netas son cercanas a cero.
En resumen, en el nivel de cada país, el ingreso nacional puede ser superior o inferior a la producción interna, dependiendo de si los ingresos netos recibidos del extranjero son positivos o negativos:
ingreso nacional = producción interna + ingresos netos recibidos del extranjero[6].
En el ámbito mundial, los ingresos recibidos y pagados del y al extranjero se equilibran, de tal manera que el ingreso es por definición igual a la producción:
ingreso mundial = producción mundial[7].
Esta igualdad entre los flujos anuales de ingreso y de producción es una evidencia conceptual y contable, pero refleja una importante realidad. A lo largo de un año específico, es imposible distribuir ingresos por encima de la nueva riqueza que ha sido producida (salvo si hay un endeudamiento con otro país, lo que no es posible en el nivel mundial). Por el contrario, toda la producción debe ser distribuida en forma de ingresos —de una u otra manera: es decir, en forma de sueldos, remuneraciones, honorarios, primas, etc., pagados a los asalariados y a las personas que aportaron el trabajo utilizado en la producción (ingresos por trabajo); o en forma de beneficios, dividendos, intereses, rentas, regalías, etc., correspondientes a los dueños del capital empleado en la producción (ingresos del capital).
¿QUÉ ES EL CAPITAL?
Recapitulemos. En el ámbito de las cuentas de una empresa, de un país o de la economía mundial en su conjunto, la producción y los ingresos resultantes pueden descomponerse en la suma de los ingresos del capital y los ingresos por trabajo:
ingreso nacional = ingresos del capital + ingresos por trabajo.
Pero ¿qué es el capital? ¿Cuáles son exactamente sus límites y sus formas, y cómo se transformó su composición a lo largo del tiempo? Esta pregunta, central para nuestra investigación, será examinada de manera más detallada en los siguientes capítulos. Sin embargo, vale la pena precisar desde ahora algunos puntos.
Primero, a lo largo de este libro, cuando hablemos de «capital», sin más precisión, excluiremos siempre lo que a menudo los economistas llaman —en nuestro sentir, de modo bastante inapropiado— el «capital humano», es decir, la fuerza de trabajo, las calificaciones, la capacitación y las habilidades individuales. En el marco de este libro, el capital se define como el conjunto de los activos no humanos que pueden ser poseídos e intercambiados en un mercado. El capital incluye sobre todo el conjunto del capital inmobiliario (inmuebles, casas) utilizado como vivienda, y el capital financiero y profesional (edificios, equipos, máquinas, patentes, etc.) utilizado por las empresas y las agencias gubernamentales.
Existen numerosas razones para excluir al capital humano de nuestra definición del capital. La más evidente es que este capital no puede ser poseído por otra persona ni intercambiado en un mercado, o por lo menos no de modo permanente. Esto constituye una diferencia esencial respecto de las demás formas de capital. Desde luego, es posible rentar los servicios de su trabajo, en el marco de un contrato laboral. Pero, en todos los sistemas legales modernos, esto sólo puede hacerse sobre una base temporal y limitada en el tiempo y en el uso, exceptuando, desde luego, las sociedades esclavistas, en las que es posible poseer de manera plena y completa el capital humano de otra persona, incluso de sus eventuales descendientes. En semejantes sociedades es posible vender a los esclavos en un mercado y transmitirlos por sucesión, y es frecuente sumar el valor de los esclavos a los otros elementos del patrimonio de los propietarios. Veremos esto al estudiar la composición del capital privado en el sur de los Estados Unidos antes de 1865. Pero fuera de esos casos muy particulares, y a priori superados, no tiene mucho sentido pretender sumar el valor del capital humano al del capital no humano. A lo largo de la historia estas dos formas de riqueza desempeñaron papeles fundamentales y complementarios en el proceso de crecimiento y desarrollo económico, y sucederá lo mismo en el siglo XXI. Mas, para entender bien este proceso y la estructura de las desigualdades que engendra, es importante distinguirlas y abordarlas por separado.
El capital no humano, al que llamaremos simplemente «capital» en el marco de este libro, reúne pues todas las formas de riqueza que, a priori, pueden ser poseídas por individuos (o grupos de individuos) y transmitidas o intercambiadas en un mercado de modo permanente. En la práctica, el capital puede pertenecer ya sea a individuos privados (se habla entonces de capital privado), o bien al Estado o a la administración pública (capital público). También existen formas intermedias de propiedad colectiva por parte de personas morales que persiguen objetivos específicos (fundaciones, iglesias, etc.), a las cuales volveremos. Es evidente que la frontera entre lo que puede ser poseído por individuos privados y lo que no puede serlo evoluciona mucho en el tiempo y en el espacio —como lo ilustra en forma extrema el caso de la esclavitud—. Sucede lo mismo con el aire, el mar, las montañas, los monumentos históricos y los conocimientos. Algunos intereses privados desearían poder poseerlos, haciendo a veces hincapié en factores de eficiencia, y no sólo de su propio interés. Pero no es nada seguro que este interés coincida con el interés general. El capital no es un concepto inmutable: refleja el estado del desarrollo y las relaciones sociales que rigen a una sociedad dada.
CAPITAL Y RIQUEZA
A fin de simplificar la exposición, utilizaremos las palabras «capital» y «riqueza» (o «patrimonio») de manera intercambiable, a manera de sinónimos perfectos. Según algunas definiciones, habría que reservar el uso de la palabra «capital» para las formas de riqueza acumuladas por el ser humano (edificios, máquinas, equipos, etc.), excluyendo pues la tierra o los recursos naturales, que la especie humana heredó sin haber tenido que acumularlos. La tierra sería entonces un componente de la riqueza y no del capital. Lo difícil es que no siempre resulta evidente separar el valor de los edificios del de los terrenos sobre los que están construidos. Aún más grave, veremos que es muy difícil separar el valor de las tierras «vírgenes» (como las descubiertas por el ser humano hace siglos o milenios) del de las múltiples mejoras —drenaje, irrigación, barbecho, etc.— aportadas por el ser humano a las tierras agrícolas. Se plantean los mismos problemas respecto de los recursos naturales —petróleo, gas, «tierras raras», etc.—, cuyo valor puro resulta a menudo complejo distinguir del de las inversiones que permitieron descubrir los yacimientos y explotarlos. Incluiremos entonces todas esas formas de riqueza en el capital, lo que desde luego no nos dispensará de interesarnos de manera minuciosa en el origen de la riqueza y, en particular, en la frontera entre lo que proviene de la acumulación o de la apropiación.
Según otras definiciones, habría que reservar la palabra «capital» para los elementos de la riqueza directamente utilizados en el proceso de producción. Por ejemplo, habría que considerar el oro como un elemento de la riqueza o del patrimonio, pero no como un elemento del capital, pues no sirve más que como simple reserva de valor. Una vez más, semejante exclusión no nos parece ni practicable —el oro es a veces utilizado como factor de producción, tanto en la joyería como en la electrónica o en las nanotecnologías— ni deseable. Todas las formas de capital siempre han desempeñado un doble papel: por una parte, como reserva de valor y, por la otra, como factor de producción. Por ello nos pareció más simple no imponer una distinción rígida entre el concepto de riqueza y el de capital.
Asimismo, estimamos poco pertinente excluir los bienes inmuebles destinados a vivienda de la definición del «capital», aduciendo que esos bienes serían «no productivos», a diferencia del capital «productivo» utilizado por las empresas y por el gobierno: plantas industriales, edificios de oficinas, máquinas, equipos, etc. En realidad, todas estas formas de patrimonio son útiles y productivas y corresponden a las dos grandes funciones económicas del capital. Si se olvida por un momento su función como reserva de valor, el capital inmobiliario es útil por una parte para alojarse (es decir, para producir «servicios de alojamiento», cuyo valor se mide por el valor de arrendamiento de las habitaciones) y, por la otra, como factor de producción para las empresas públicas y privadas que producen otros bienes y servicios (y que requieren edificios, oficinas, máquinas, equipos, etc., para llevar a cabo esa producción). Más adelante veremos que esas dos grandes funciones representan, cada una, alrededor de la mitad del acervo de capital de los países desarrollados en este inicio del siglo XXI.
En resumen, definiremos el «patrimonio nacional», la «riqueza nacional» o el «capital nacional» como el valor total, estimado a los precios de mercado, de todo lo que poseen los residentes y el gobierno de un país dado en un momento determinado, siempre y cuando pueda ser intercambiado en un mercado[8]. Se trata de la suma de los activos no financieros (viviendas, terrenos, negocios, edificios, máquinas, equipos, patentes y demás activos profesionales en propiedad directa) y los activos financieros (cuentas bancarias, planes de ahorro, obligaciones, acciones y demás participaciones en sociedades, inversiones financieras de todo tipo, contratos de seguro de vida, fondos de pensión, etc.), menos los pasivos financieros (es decir, todas las deudas)[9]. Si nos limitamos a los activos y pasivos propiedad de individuos privados, se obtiene la riqueza privada o capital privado. Si se consideran los activos y pasivos propiedad del Estado y la administración pública (organismos públicos de orden local, administraciones del seguro social, etc.), se obtiene la riqueza pública o capital público. Por definición, la riqueza nacional es la suma de estos dos conceptos:
riqueza nacional = riqueza privada + riqueza pública.
En la actualidad, la riqueza pública es muy baja en la mayoría de los países desarrollados (o incluso negativa, cuando las deudas públicas superan a los activos públicos), y veremos que, en muchas partes, la riqueza privada representa casi la totalidad de la riqueza nacional. Pero esto no siempre fue así, por lo que es importante distinguir las dos nociones de riqueza.
Precisemos que si bien el concepto de capital que utilizamos excluye desde luego al capital humano (que no puede ser intercambiado en un mercado, por lo menos en las sociedades no esclavistas), no por ello se limita al capital «físico» (terrenos, edificios, equipos y demás bienes con una existencia material). En nuestra definición incluimos también el capital «inmaterial», por ejemplo, en forma de patentes y demás derechos de la propiedad intelectual, que se cuentan ya sea como activos no financieros (si los individuos poseen directamente las patentes), o como activos financieros (cuando las personas son dueñas de acciones en sociedades poseedoras de patentes, lo que es más común). De manera más general, se toman en cuenta numerosas formas de capital inmaterial mediante la capitalización bursátil de las corporaciones. Por ejemplo, a menudo, el valor de mercado de una compañía depende de su reputación y de la de sus marcas, de sus sistemas de información y de sus modos de organización, de las inversiones materiales e inmateriales realizadas para incrementar la visibilidad y el atractivo de sus productos y de sus servicios, de sus gastos en investigación y en desarrollo, etc. Todo eso se toma en cuenta en el precio de las acciones y de otros activos financieros y, por consiguiente, en el valor del patrimonio nacional.
Desde luego, hay un lado muy arbitrario e incierto en el precio que los mercados financieros atribuyen en un momento dado al capital inmaterial de una compañía particular o hasta de todo un sector, como lo atestiguan el estallido de la burbuja de Internet de 2000, la crisis financiera en curso desde 2007-2008 y, de modo más general, la enorme volatilidad bursátil. Pero es importante percatarse desde ahora de que se trata de una característica común a todas las formas de capital y no sólo del capital inmaterial. Sin importar si se trata de un inmueble o de una empresa, de una compañía industrial o de servicios, siempre es muy difícil poner un precio al capital. Y, sin embargo, veremos que el nivel de la riqueza nacional, en el ámbito de un país tomado en su conjunto, y no de tal o cual activo en particular, sigue cierto número de leyes y regularidades.
Precisemos por último que, en el nivel de cada país, la riqueza nacional puede dividirse en capital interno y capital extranjero:
riqueza nacional = capital nacional = capital interno + capital extranjero neto.
El capital interno mide el valor del acervo de capital (inmobiliario, empresas, etc.) localizado en el territorio del país considerado. El capital extranjero neto —o activos extranjeros netos— mide la posición patrimonial del país respecto del resto del mundo, es decir, la diferencia entre los activos en el resto del mundo que son propiedad de los residentes del país y los activos pertenecientes al resto del mundo en el país en cuestión. En vísperas de la primera Guerra Mundial, el Reino Unido y Francia poseían activos extranjeros netos considerables en el resto del mundo. Veremos que una de las características de la mundialización financiera operante desde la década de 1980-1990 es que muchos países pueden tener posiciones patrimoniales netas bastante cercanas al equilibrio, pero posiciones brutas sumamente elevadas. Dicho de otro modo, los juegos de participaciones financieras cruzadas entre compañías hacen que cada país posea una proporción importante del capital doméstico de otros países, sin que por ello las posiciones netas de los países sean muy importantes. Es evidente que, en el ámbito mundial, todas las posiciones netas se equilibran, de tal manera que la riqueza mundial se reduce al capital interno de todo el planeta.
LA RELACIÓN CAPITAL/INGRESO
Ahora que hemos definido los conceptos de ingreso y de capital, podemos presentar la primera ley elemental que vincula esas dos nociones. Empecemos por precisar lo que es la relación capital/ingreso.
El ingreso es un flujo. Corresponde a la cantidad de riqueza producida y distribuida a lo largo de un periodo dado (se suele escoger un año como periodo de referencia).
El capital es un acervo o stock. Corresponde a la cantidad total de riquezas poseídas en un punto dado en el tiempo. Ese acervo resulta de las riquezas apropiadas o acumuladas a lo largo de todos los años previos.
La manera más natural y útil de medir la importancia del capital en una sociedad dada consiste en dividir el acervo de capital entre el flujo anual del ingreso. Esta razón o relación capital/ingreso será denotada por β.
Por ejemplo, si el valor total del capital de un país representa el equivalente de seis años de producto o ingreso nacional, entonces se escribe β = 6 (o β = 600%).
Hoy en día, en los países desarrollados la relación capital/ingreso suele situarse entre cinco y seis, y el acervo de capital consiste casi exclusivamente en el capital privado. Así, tanto en Francia como en el Reino Unido, en Alemania como en Italia, en los Estados Unidos como en Japón, el ingreso nacional llega a ser de alrededor de 30 000-35 000 euros por habitante a principios de la década de 2010, cuando el total de la riqueza privada (neta de deudas) solía ser del orden de 150 000-200 000 euros por habitante, es decir, entre cinco y seis años del ingreso nacional por habitante. Existen interesantes variaciones entre los países, dentro y fuera de Europa: la relación β es superior a seis en Japón y en Italia, e inferior a cinco en los Estados Unidos y en Alemania. La riqueza pública es apenas positiva en algunos países y ligeramente negativa en otros, y así sucesivamente. Lo estudiaremos de manera detallada en los próximos capítulos. En esta fase, basta con tener en mente estos órdenes de magnitud, que permiten fijar las ideas de manera útil[10].
Desde luego, el hecho de que el ingreso nacional en los países ricos de la década de 2010 sea del orden de 30 000 euros por habitante al año (2500 euros por mes) no significa que cada uno dispone de esa suma. Como todos los promedios, este ingreso medio esconde enormes disparidades: en la práctica, muchas personas tienen un ingreso muy inferior a 2500 euros por mes, mientras otras tienen ingresos por varias decenas de veces esa cantidad. Las disparidades en el ingreso resultan, por una parte, de la desigualdad en los ingresos por trabajo y, por la otra, de la aún mayor desigualdad en los ingresos del capital, que se origina a su vez en la enorme concentración de la riqueza. Este ingreso nacional promedio significa simplemente que si se pudiera distribuir a cada uno el mismo ingreso, sin modificar el nivel total de la producción y del ingreso nacional, entonces ese ingreso sería del orden de 2500 euros por mes[11].
Asimismo, una riqueza privada del orden de 180 000 euros por habitante, es decir, seis años de ingreso promedio, no implica que cada uno disponga de semejante capital. Muchos tienen menos que eso, pero algunos otros poseen varios millones o decenas de millones de euros de capital. Para buena parte de la población, a menudo la riqueza se reduce a muy poca cosa, mucho menos que un año de ingreso: por ejemplo, algunos miles de euros en una cuenta bancaria, lo que equivale a algunas semanas o meses de sueldo. Algunos incluso tienen un patrimonio negativo, cuando el valor de los bienes que poseen es inferior a sus deudas. A la inversa, otros disponen de patrimonios o riquezas considerables, que representan el equivalente de 10 o 20 años de su ingreso, e incluso más. La relación capital/ingreso medida en el nivel de un país en su conjunto no nos habla de las desigualdades en el seno de ese país. Pero esa relación β mide la importancia global del capital en una sociedad, y su análisis constituye entonces una condición previa indispensable para el estudio de las desigualdades. El objetivo central de la segunda parte de este libro es justamente entender por qué y cómo varía la relación capital/ingreso entre países y cómo evoluciona en la historia.
Con la finalidad de ayudar a visualizar la forma concreta que adquiere la riqueza en el mundo actual, es útil precisar que el acervo de capital en los países desarrollados se divide hoy en día en dos partes aproximadamente iguales: capital inmobiliario, por un lado, y capital productivo utilizado por las empresas y el gobierno, por el otro. Para simplificar, en los países ricos de los años de 2010, cada habitante gana en promedio 30 000 euros de ingreso anual y posee alrededor de 180 000 euros de patrimonio, de los cuales 90 000 son en forma de capital inmobiliario y 90 000 en acciones, obligaciones y demás participaciones, planes de ahorro o inversiones financieras[12]. Hay variaciones interesantes entre países, que analizaremos en el próximo capítulo; pero, en un primer análisis, la idea de la división del capital en dos partes con un valor comparable constituye un punto de referencia útil.
LA PRIMERA LEY FUNDAMENTAL DEL CAPITALISMO: α = r × β
Ahora podemos presentar la primera ley fundamental del capitalismo, que permite asociar el acervo de capital con el flujo de los ingresos del capital. En efecto, la relación capital/ingreso β se vincula de manera simple con la participación de los ingresos del capital en el ingreso nacional, la cual se denota como α, por medio de la siguiente fórmula:
α = r × β,
en donde r es la tasa de rendimiento promedio del capital.
Por ejemplo, si β = 6 (es decir, 600%) y r = 5%, entonces α = r × β = 30%[13].
Dicho de otra manera, si el patrimonio o capital representa el equivalente a seis años de ingreso nacional en una sociedad dada, y si la tasa de rendimiento promedio del capital es de 5% por año, entonces la participación del capital en el ingreso nacional es de 30%.
La fórmula α = r × β es una simple igualdad contable. Por definición, se aplica en todas las sociedades y en todas las épocas. Aunque tautológica, debe ser, sin embargo, considerada como la primera ley fundamental del capitalismo, pues permite vincular de manera simple y transparente los tres conceptos más importantes para el análisis del sistema capitalista: la relación capital/ingreso, la participación del capital en el ingreso y la tasa de rendimiento del capital.
La tasa de rendimiento del capital es un concepto central en múltiples teorías económicas, en particular en el análisis marxista, con la tesis de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia —predicción histórica que, como veremos, se reveló errónea, aun si da origen a una intuición interesante—. Este concepto tiene asimismo un papel central en todas las demás teorías. En todos los casos, la tasa de rendimiento del capital mide lo que produce un capital a lo largo de un año, sin importar la forma jurídica de esos ingresos (beneficios, rentas, dividendos, intereses, regalías, plusvalías, etc.), y se expresa como porcentaje del valor del capital invertido. Se trata pues de una noción más amplia que la de «tasa de beneficio o de ganancia»[14] y mucho más amplia que la de «tasa de interés»[15], aunque abarca ambas.
Desde luego, la tasa de rendimiento puede variar mucho en función de los tipos de inversiones. Algunas empresas pueden generar tasas de rendimiento superiores al 10% anual, mientras que otras pueden incluso tener pérdidas (una tasa de rendimiento negativo). La tasa de rendimiento promedio de largo plazo de las acciones llega a 7-8% en muchos países. A menudo, las inversiones inmobiliarias y en bonos no superan el 3-4%, y a veces la tasa de interés real sobre la deuda pública es aún más baja. La fórmula α = r × β no nos informa sobre esas sutilezas, pero nos indica la manera en que esas tres nociones se vinculan entre sí, lo que permite acotar de modo útil la discusión.
Por ejemplo, en los países ricos de la década de 2010, se observa que los ingresos del capital (beneficios, intereses, dividendos, rentas, etc.) suelen gravitar en torno al 30% del ingreso nacional. Con una relación capital/ingreso del orden de 600%, esto significa que la tasa de rendimiento promedio del capital es de aproximadamente 5%.
Concretamente, hoy en día en los países ricos el ingreso nacional de alrededor de 30 000 euros por habitante se divide aproximadamente en 21 000 euros de ingreso por trabajo (70%) y 9000 euros de ingreso del capital (30%). Cada habitante posee un patrimonio promedio de 180 000 euros, y el ingreso del capital de 9000 euros por año que recibe cada uno de ellos corresponde a un rendimiento promedio de 5% anual.
Una vez más, se trata de promedios: algunas personas obtienen ingresos del capital muy superiores a 9000 euros por año, mientras que otras no reciben nada y se contentan con pagar rentas al dueño o intereses a sus acreedores. Además, existen variaciones nada despreciables entre países, sin contar que la medición de la participación de los ingresos del capital plantea importantes dificultades prácticas y conceptuales, pues existen categorías de ingresos —en particular los ingresos por actividades no asalariadas, o el ingreso «empresarial»— que a menudo es difícil dividir con precisión entre trabajo y capital. A veces esto puede distorsionar las comparaciones. En estas condiciones, el método menos imperfecto para calcular la participación del capital en el ingreso puede ser la aplicación de una tasa de rendimiento promedio factible a la relación capital/ingreso. Más adelante volveremos a estos temas delicados y esenciales de manera detallada. En esta fase, los órdenes de magnitud dados anteriormente (β = 6 o 600%, α = 30%, r = 5%) pueden ser considerados puntos de referencia útiles.
Para fijar las ideas, también se puede señalar que la tasa de rendimiento promedio de la tierra en las sociedades rurales suele ser del orden de 4-5%. En las novelas de Jane Austen y de Balzac, el hecho de que la renta anual aportada por un capital rural —o también por títulos de deuda pública— fuera igual a aproximadamente 5% del valor de ese capital, o bien que el valor de un capital correspondiera aproximadamente a 20 años de renta anual, era tan evidente que a menudo omitían precisarlo de manera explícita. Cada lector sabía bien que se requería un capital del orden de un millón de francos para producir una renta anual de 50 000 francos. Tanto para los novelistas del siglo XIX como para sus lectores, la equivalencia entre patrimonio y renta anual era evidente, y se pasaba constantemente de una escala de medida a otra, sin más ni menos, como si fueran sinónimos perfectos o dos lenguas paralelas conocidas por todos.
Se observa ese mismo tipo de rendimiento —alrededor de 4-5%— en lo tocante a los bienes inmuebles en este inicio del siglo XXI, a veces un poco menos, en particular cuando los precios han subido demasiado sin que las rentas los hayan seguido por completo. Por ejemplo, a principios de la década de 2010, un departamento grande en París con un valor de un millón de euros se renta a menudo por apenas 2500 euros por mes, es decir, 30 000 euros por año, lo que corresponde a un rendimiento anual de sólo 3% desde el punto de vista del dueño. Sin embargo, este monto representa un desembolso considerable para el arrendatario, si no dispone más que del ingreso de su trabajo (se le desea que tenga un sueldo elevado), y un ingreso apreciable para el arrendador. La mala noticia —o la buena, según se mire— es que esto siempre ha sido así, e incluso ese tipo de renta tiende a aumentar para aproximarse a un rendimiento arrendatario del orden de 4% por año (lo que corresponde, en el ejemplo elegido aquí, a más o menos 3000-3500 euros de renta mensual, es decir, 40 000 euros de renta anual). Es, pues, probable que la renta de ese inquilino aumente en lo sucesivo. Además, una eventual plusvalía a largo plazo puede completar para el dueño ese rendimiento arrendatario anual. Se observa ese mismo tipo de rendimiento, a veces un poco más elevado, con departamentos más pequeños. Uno que valga 100 000 euros puede rentarse en 400 euros por mes, es decir, casi 5000 euros por año (5%). Poseer semejante bien y elegir habitarlo permite asimismo ahorrar una renta equivalente y destinar esa suma a otros usos, lo que equivale a un rendimiento similar.
En cuanto al capital invertido en empresas —por naturaleza más riesgoso—, a menudo el rendimiento promedio es más elevado. La capitalización bursátil de las empresas cotizadas en los diferentes países suele representar entre 12 y 15 años de beneficio anual, lo que corresponde a una tasa de rendimiento anual —en general antes de impuestos— de entre 6 y 8%.
La fórmula α = r × β permite analizar la importancia del capital en el nivel de un país en su conjunto o hasta de la totalidad del planeta. Pero también puede ser utilizada para estudiar las cuentas de una empresa en particular. Por ejemplo, consideremos una empresa que utiliza un capital (oficinas, equipos, máquinas) con un valor de cinco millones de euros y realiza una producción anual de un millón de euros, que se divide entre 600 000 euros de masa salarial y 400 000 euros de beneficios[16]. La relación capital/producto de esta sociedad es β = 5 (su capital representa el equivalente de cinco años de producción). La participación del capital en su producción es α = 40% y la tasa de rendimiento de su capital es r = 8%.
Imaginemos otra compañía que emplea menos capital (tres millones de euros), pero realiza la misma producción (un millón de euros), con más personal (700 000 euros en sueldos y 300 000 de beneficios). Para esta sociedad, tenemos entonces: β = 3, α = 30%, r = 10%. La segunda sociedad es menos intensiva en capital que la primera, pero es más rentable (la tasa de rendimiento de su capital es sensiblemente superior).
En todos los países, las magnitudes β, α y r varían mucho según las empresas. Algunos sectores son más intensivos en capital que otros —el metalúrgico y el energético son más intensivos en capital que el textil o el agroalimentario, y la industria es más intensiva en capital que los servicios—. También se dan variaciones significativas entre las empresas de un mismo sector, según las elecciones de técnicas de producción y de posicionamiento en el mercado. Los niveles alcanzados por β, α y r en tal o cual país dependen también de la importancia relativa de los bienes inmobiliarios usados como vivienda, por una parte, y los recursos naturales, por la otra.
Conviene insistir en el hecho de que la ley α = r × β no nos indica cómo se determinan estas tres magnitudes y, en particular, no nos dice cómo se establece la relación capital/ingreso en un país, relación que mide en cierta manera la intensidad capitalística de una sociedad dada. A fin de avanzar en esta dirección, habremos de introducir otros mecanismos y otras nociones, en particular la tasa de ahorro y de inversión, así como la tasa de crecimiento. Esto nos conducirá a la segunda ley fundamental del capitalismo, conforme a la cual la relación β de una sociedad es tanto más elevada cuanto su tasa de ahorro es importante y su tasa de crecimiento es baja. Lo veremos en los próximos capítulos. En esta fase, la ley α = r × β nos indica simplemente que cualesquiera que sean las fuerzas económicas, sociales y políticas que determinan los niveles alcanzados por la relación capital/ingreso β, por la participación del capital α y por la tasa de rendimiento r, estas tres magnitudes no pueden fijarse independientemente unas de otras. Desde un punto de vista conceptual, existen dos grados de libertad, pero no tres.
LA CONTABILIDAD NACIONAL, UNA CONSTRUCCIÓN SOCIAL EN PROCESO DE FORMACIÓN
Una vez que hemos establecido los conceptos esenciales de producción e ingreso, capital y riqueza, relación capital/ingreso y tasa de rendimiento del capital, ha llegado el momento de empezar a examinar con más detalle la manera en que pueden medirse esas nociones abstractas, y lo que esas mediciones nos enseñan sobre la evolución histórica de la distribución de la riqueza en las diferentes sociedades. Vamos a resumir brevemente las principales etapas de la historia de la contabilidad nacional, luego presentaremos las principales líneas de transformación del reparto mundial de la producción y el ingreso, así como la evolución de las tasas de crecimiento demográfico y económico desde el siglo XVIII. Esta evolución desempeñará un papel esencial en el análisis.
Como ya lo señalamos en la introducción, las primeras tentativas de medición del producto y del capital nacional datan de finales del siglo XVII y principios del XVIII. Alrededor de 1700 salieron a la luz varias estimaciones aisladas, al parecer de forma independiente, en el Reino Unido y en Francia. Se trató sobre todo de los trabajos de William Petty (1664) y Gregory King (1696) acerca de Inglaterra, y de Boisguillebert (1695) y Vauban (1707) sobre Francia. Estas estimaciones se refieren tanto al acervo de capital nacional como al flujo anual de ingreso nacional. En particular, uno de los objetivos principales de esos trabajos era calcular el valor total de las tierras, que por mucho fue la fuente más importante de riquezas en las sociedades agrarias de la época, al mismo tiempo que vinculan ese patrimonio en tierras con el nivel de la producción agrícola y la renta de la tierra.
Es interesante señalar que a menudo esos autores persiguieron un objetivo político muy preciso, en general disfrazado de proyecto de modernización fiscal. Al calcular el ingreso nacional y el patrimonio nacional del reino, pretendieron demostrar a su soberano que era posible obtener ingresos considerables con tasas relativamente moderadas, siempre y cuando se incluyera al conjunto de las propiedades y de las riquezas producidas, y se aplicaran esos impuestos a todos, en particular a los terratenientes, fueran o no aristócratas. Este objetivo se evidenció en el Projet de dîme royale [Proyecto de diezmo real] publicado por Vauban, pero también quedó claro en los textos de Boisguillebert y de Gregory King (es menos nítido en William Petty).
A finales del siglo XVIII, se realizaron nuevas tentativas de ese tipo de medición, en particular en tiempos de la Revolución francesa, especialmente a partir de las estimaciones de la Richesse territoriale du royaume de France [Riqueza territorial del reino de Francia] publicadas por Lavoisier en 1791 y que se refieren al año de 1789. De hecho, el sistema fiscal que se instauró en ese momento se basó sobre todo en la supresión de los privilegios de la nobleza y en un impuesto territorial relativo al conjunto de las propiedades; además se inspiró mucho en esos trabajos, que ahora son muy utilizados para estimar los ingresos de los nuevos impuestos.
Pero fue sobre todo en el siglo XIX cuando se multiplicaron las estimaciones del patrimonio nacional. Desde la década de 1870 y hasta 1900, Robert Giffen actualizó regularmente sus cálculos sobre el acervo del capital nacional del Reino Unido, que comparó con las estimaciones realizadas por otros autores en el transcurso de 1800-1810, en particular por Colquhoun. A Giffen le maravilló el considerable nivel alcanzado tanto por el capital industrial británico como por los activos extranjeros adquiridos desde las guerras napoleónicas, incomparablemente superiores a todas las deudas públicas legadas por esas mismas guerras[17]. Las estimaciones de la «fortuna nacional» y de la «fortuna privada» publicadas en Francia en la misma época por Alfred de Foville, y luego por Clément Colson, participaron de la misma admiración frente a la considerable acumulación del capital privado en el siglo XIX. La prosperidad de los patrimonios privados en los años de 1870 a 1914 fue evidente para todos. Para los economistas de esa época, el reto era medir, calibrar y, desde luego, comparar la riqueza de los países (la rivalidad franco-inglesa siempre estuvo presente). De hecho, hasta la primera Guerra Mundial, las estimaciones del acervo de riqueza llamaron mucho más la atención que las del flujo de ingreso o de producción, y en realidad fueron más numerosas en el Reino Unido y en Francia, así como en Alemania, los Estados Unidos y las demás potencias industriales. En esa época, ser economista significaba ante todo ser capaz de estimar el capital nacional de su país: se trataba casi de un rito iniciático.
Sin embargo, hubo que esperar el periodo de entreguerras para que las cuentas nacionales se establecieran sobre una base anual. Antes siempre se trataba de estimaciones en años aislados, a menudo con intervalos de por lo menos unos 10 años, como los cálculos de Giffen sobre el capital nacional del Reino Unido en el siglo XIX. En la década de 1930-1940, gracias al mejoramiento de las fuentes estadísticas primarias, surgieron las primeras series anuales de ingreso nacional, que solían remontarse hasta principios del siglo XX o a los últimos decenios del XIX. Kuznets y Kendrick establecieron las de los Estados Unidos; Bowley y Clark, las del Reino Unido, y Dugé de Bernonville, las de Francia. Posteriormente, tras la segunda Guerra Mundial, las oficinas públicas de economía y estadística tomaron el relevo de los investigadores y empezaron a consagrarse a la confección y publicación de series oficiales anuales del producto interno bruto y del ingreso nacional. Esas series oficiales se prolongan hasta nuestros días.
En comparación con el periodo previo a la primera Guerra Mundial, las preocupaciones cambiaron por completo. A partir de las décadas de 1940-1950, se trató de responder ante todo a los traumas de la Gran Depresión de la década de 1930, durante la cual los gobiernos no disponían de una estimación anual confiable del nivel de producción. Hubo que implementar herramientas estadísticas y políticas que permitieran supervisar muy de cerca la actividad económica, y evitar que se reprodujera la catástrofe —de ahí la insistencia en series anuales, incluso trimestrales, respecto de los flujos de producción e ingreso—. Las estimaciones del acervo de la riqueza nacional, tan apreciadas hasta 1914, pasaron a un segundo plano, y esto tanto más porque el caos económico y político de los años de 1915-1945 complicó su sentido. En particular, los precios de los activos inmobiliarios y financieros cayeron a niveles sumamente bajos, hasta el punto de que parecía que hubiera desaparecido el capital privado. En las décadas de 1950-1970, periodo de reconstrucción, se intentó sobre todo medir el formidable crecimiento de la producción en las diferentes ramas industriales.
A partir de la década de 1990-2000, la cuantificación de la riqueza volvió a un primer plano. Cualquiera percibe claramente que no se puede analizar el capitalismo patrimonial de principios del siglo XXI con las herramientas de 1950-1970. Los institutos estadísticos de los diferentes países desarrollados, en colaboración con los bancos centrales, se dedicaron entonces a establecer y publicar series anuales coherentes relativas a los acervos de activos y pasivos propiedad de unos y otros, y ya no sólo de los flujos de ingreso y producción. Esas cuentas patrimoniales siguen siendo muy imperfectas (por ejemplo, no miden bien el capital natural ni los daños causados al medio ambiente), pero se trata de un verdadero progreso respecto a las cuentas de la posguerra, cuando lo único que importaba era medir la producción y su incremento ilimitado[18]. Éstas son las series oficiales que utilizamos en este libro para analizar la riqueza promedio por habitante y la relación capital/ingreso vigente hoy en día en los países ricos.
De esta breve historia de la contabilidad nacional se deduce una conclusión clara. Las cuentas nacionales son una construcción social, en perpetua evolución, y reflejan siempre las preocupaciones de una época[19]. Los números que arrojan no deben ser manejados como fetiches. Cuando se dice que el ingreso nacional de un país dado es de 31 000 euros por habitante, es evidente que semejante cifra, al igual que todas las estadísticas económicas y sociales, debe ser considerada una estimación, una construcción, y no una certeza matemática. Sencillamente, se trata de la mejor estimación de la que disponemos. Las cuentas nacionales constituyen la única tentativa sistemática y coherente de análisis de la actividad económica de un país. Deben ser consideradas una herramienta de análisis, limitada e imperfecta, una manera de reunir y ordenar datos muy inconexos. Hoy en día, en todos los países desarrollados, quienes establecen las cuentas nacionales son las oficinas estadísticas gubernamentales y los bancos centrales, que reúnen y confrontan el conjunto de los balances y de las cuentas detalladas de las compañías financieras y no financieras, así como muchas otras fuentes y expedientes estadísticos. No tenemos ninguna razón a priori para pensar que los funcionarios interesados no se esfuerzan por descubrir las incoherencias entre las diferentes fuentes y llegar a las mejores estimaciones posibles. A condición de utilizarlas con precaución y pensamiento crítico, y de completarlas cuando sean erróneas o incompletas (por ejemplo, respecto a los paraísos fiscales), las cuentas nacionales constituyen una herramienta indispensable para estimar los ingresos y la riqueza totales.
En particular, en la segunda parte de este libro veremos que, al reunir y comparar minuciosamente las estimaciones de la riqueza nacional realizadas por muchos autores desde el siglo XVIII hasta inicios del XX, y al vincularlas con las cuentas oficiales de la riqueza de fines del siglo XX y principios del XXI, es posible llegar a un análisis coherente de la evolución histórica de la relación capital/ingreso. Además de esta falta de perspectiva histórica, el otro gran límite de las cuentas nacionales oficiales es que, desde luego, sólo se interesan en totales y promedios, y no en la distribución ni en la desigualdad. Deben utilizarse otras fuentes para medir la distribución de los ingresos y la riqueza y estudiar las desigualdades (éste será el objeto de la tercera parte). Al complementarse de esta manera, en el sentido histórico de la riqueza y de las desigualdades, las cuentas nacionales constituyen un elemento esencial de los análisis presentados en este libro.
LA DISTRIBUCIÓN MUNDIAL DE LA PRODUCCIÓN
Empecemos por examinar la evolución de la distribución mundial de la producción, que se conoce relativamente bien, por lo menos a partir de inicios del siglo XIX. En cuanto a los periodos más antiguos, las estimaciones son más aproximadas, pero es posible trazar sus grandes líneas, sobre todo merced a los trabajos históricos de Maddison, especialmente porque la evolución de conjunto es relativamente simple[20].
Entre 1900 y 1980, Europa y América concentraron entre 70 y 80% de la producción mundial de bienes y servicios, indicio de un dominio económico indiscutible sobre el resto del mundo. Este porcentaje ha disminuido con regularidad desde la década de 1970-1980 y llegó a poco más de 50% a principios de la década de 2010 (alrededor de un cuarto para cada continente), es decir, aproximadamente al nivel de 1860. Con toda probabilidad, este porcentaje debería seguir bajando y llegar, durante el siglo XXI, a un nivel del orden de 20-30%. Este nivel era el que tenían hasta principios del siglo XIX, y correspondería a lo que siempre fue el peso de Europa y América en la población mundial (véanse gráficas I.1 y I.2).
GRÁFICA I.1. La distribución de la producción mundial, 1700-2012
El PIB europeo representaba 47% del PIB mundial en 1913, bajó a 25% en 2012.
FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.
GRÁFICA I.2. La distribución de la población mundial, 1700-2012
Europa reunía 26% de la población mundial en 1913, frente a 10% en 2012.
FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.
GRÁFICA I.3. La desigualdad mundial, 1700-2012: ¿divergencia luego convergencia?
El PIB por habitante en Asia-África pasó de 37% del promedio mundial en 1950 a 61% en 2012.
FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.
Dicho de otra manera, el adelanto logrado por Europa y los Estados Unidos durante la Revolución industrial les permitió durante mucho tiempo pesar en la producción de dos a tres veces más que su peso en la población, simplemente porque su producción por habitante era de dos a tres veces superior al promedio mundial[21]. Todo permite pensar que ya terminó esta fase de divergencia de la producción por habitante en el nivel mundial, y que hemos entrado en una fase de convergencia. Sin embargo, este fenómeno de alcance dista mucho de haber terminado (véase gráfica I.3). Sería muy prematuro anunciar su fin con precisión, en especial porque, evidentemente, la posibilidad de una reversión económica o política en China, o en otra parte, no puede ser descartada.
DE LOS BLOQUES CONTINENTALES A LOS BLOQUES REGIONALES
Este esquema general es muy conocido, pero merece ser precisado y afinado en varios puntos. Primero, el reagrupamiento de Europa y América en un solo «bloque occidental» tiene el mérito de simplificar las representaciones, pero es muy artificial. En particular, el peso económico de Europa llegó a su apogeo en vísperas de la primera Guerra Mundial (cerca de 50% del PIB mundial) y desde entonces no dejó de declinar, mientras que el peso económico de América alcanzó su cima en la década de 1950-1960 (casi 40% del PIB mundial).
CUADRO I.1. La distribución del PIB mundial en 2012
Nota: el PIB mundial, estimado en paridad de poder adquisitivo, en 2012 era de 71.20 billones de euros. La población mundial era de 7050 millones de habitantes, de ahí un PIB por habitante de 10 100€ (equivalente a un ingreso per cápita de 760€ por mes). Todas las cifras fueron redondeadas a la decena o centena más cercana.
FUENTES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.
Además, cada uno de los dos continentes puede dividirse en dos subconjuntos muy desiguales: un centro hiperdesarrollado y una periferia medianamente desarrollada. De manera general, se justifica más analizar la desigualdad mundial en términos de bloques regionales que continentales; esto se pone de manifiesto claramente al consultar el cuadro I.1, en el que se indica la distribución del PIB mundial en 2012. Desde luego, recordar todas esas cifras no tendría ningún interés, pero no es inútil familiarizarse con los principales órdenes de magnitud.
En el ámbito mundial, la población es casi de 7000 millones de habitantes en 2012, y el PIB supera ligeramente los 70 billones de euros por año; de ahí un PIB por habitante casi exactamente igual a 10 000 euros. Si se resta 10% por concepto de la depreciación del capital y si se divide entre 12, se advierte que esa cifra es equivalente a un ingreso mensual promedio de 760 euros por habitante, lo que es tal vez más comprensible. Dicho de otro modo, si la producción mundial y los ingresos que origina se repartieran de manera perfectamente igualitaria, cada habitante del planeta dispondría de un ingreso del orden de 760 euros por mes.
Europa tiene una población de 740 millones de habitantes, de los cuales alrededor de 540 millones viven en la Unión Europea, cuyo PIB por habitante supera los 27 000 euros por año. Otros 200 millones habitan en el bloque Rusia/Ucrania, cuyo PIB por habitante es de más o menos 15 000 euros por año, apenas 50% por encima del promedio mundial[22]. La propia Unión Europea es relativamente heterogénea, ya que consta, por una parte, de 410 millones de habitantes en la antigua Europa Occidental (de los cuales las tres cuartas partes viven en los países más poblados: Alemania, Francia, Reino Unido, Italia, España), con un PIB promedio que alcanza los 31 000 euros, y por la otra 130 millones de habitantes en la antigua Europa del Este, con un PIB promedio del orden de 16 000 euros, no muy diferente del bloque Rusia/Ucrania[23].
América también está dividida en dos conjuntos muy distintos y todavía más desiguales que el centro y la periferia europeos: el bloque Estados Unidos/Canadá, con 350 millones de habitantes y un PIB por habitante de 40 000 euros, y América Latina, con 600 millones de habitantes y un PIB por habitante de 10 000 euros, es decir, exactamente el promedio mundial.
El África Subsahariana, con 900 millones de habitantes y un PIB de sólo 1.8 billones de euros (inferior al PIB francés: dos billones), es la zona económica más pobre del mundo, con 2000 euros de PIB por habitante. La India está apenas por encima de eso, África del Norte bastante más y China aún más: con un PIB por habitante de casi 8000 euros, la China de 2012 no dista mucho del promedio mundial. Japón tiene un PIB por habitante equivalente al de los países europeos más ricos (alrededor de 30 000 euros), pero su población es tan minoritaria en Asia que casi no influye en el promedio del continente, que es muy cercano al de China[24].
LA DESIGUALDAD MUNDIAL: DE EUROS POR MES A 3000 EUROS POR MES
En resumen: la desigualdad en el nivel mundial va de países cuyo ingreso promedio por habitante es del orden de 150-250 euros por mes (el África Subsahariana, la India), hasta otros donde el ingreso per cápita alcanza 2500-3000 euros por mes (Europa Occidental, América del Norte, Japón), es decir, entre 10 y 20 veces más. El promedio mundial, que corresponde aproximadamente al nivel de China, se sitúa en alrededor de 600-800 euros por mes.
Estos órdenes de magnitud son significativos y merecen recordarse. Pero hay que precisar que incluyen un margen de error no despreciable: siempre es mucho más difícil medir las desigualdades entre países (o de hecho entre diferentes épocas) que en el interior de una sociedad dada.
Por ejemplo, la desigualdad mundial sería sensiblemente mayor si se utilizaran tasas de cambio corrientes y no las paridades de poder adquisitivo, como lo hemos hecho hasta aquí. Para presentar estas dos nociones, consideremos primero el caso de la tasa de cambio euro/dólar. En 2012, un euro valía en promedio 1.30 dólares en el mercado cambiario. Un europeo que dispone de un ingreso de 1000 euros puede ir a su banco y obtener 1300 dólares. En efecto, si gastara ese dinero en los Estados Unidos su poder adquisitivo sería de 1300 dólares. Pero según las encuestas oficiales del Programa de Comparación Internacional (o ICP, por sus siglas en inlgés), los precios en la zona euro son en promedio 10% más elevados que en los Estados Unidos, de tal manera que el poder adquisitivo de ese europeo —si gastara su dinero en Europa— sería más parecido a un ingreso estadunidense de 1200 dólares. Se diría entonces que la «paridad del poder adquisitivo» es de 1.20 dólares por euro. Ésta es la paridad que utilizamos para convertir el PIB estadunidense en euros en el cuadro I.1; hicimos lo mismo para los demás países. De esta manera se comparan los PIB de los diferentes países sobre la base del poder adquisitivo que en la realidad pueden tener sus habitantes —quienes suelen gastar su ingreso en su país y no en el extranjero[25].
La otra ventaja de utilizar las paridades del poder adquisitivo es que, en principio, son más estables que las tasas de cambio corrientes. En efecto, estas últimas reflejan no sólo el estado de la oferta y la demanda de los bienes y servicios intercambiados por los diferentes países, sino también los sobresaltos de las estrategias de inversión internacionales, las cambiantes anticipaciones de la estabilidad política y financiera de tal o cual país, por no hablar de la a veces caótica evolución de la política monetaria aplicada en diversos lugares. Por consiguiente, las tasas de cambio normales pueden ser sumamente volátiles, como lo ilustran las enormes fluctuaciones del dólar a lo largo de los últimos decenios: la tasa de cambio pasó de más de 1.30 dólares por euro en los años de 1990 a menos de 0.90 de dólar en 2001, antes de volver a subir rápidamente y acercarse a 1.50 dólares en 2008, y luego bajar de nuevo hacia 1.30 dólares en 2012. Durante ese tiempo, la paridad del poder adquisitivo aumentó tranquilamente, de alrededor de un dólar por euro a inicios de los años 1990, a aproximadamente 1.20 dólares por euro a principios de los años 2010 (véase la gráfica I.4)[26].
Sin embargo, cualesquiera que sean los esfuerzos de las organizaciones internacionales involucradas en las investigaciones del ICP, se debe reconocer que esas paridades del poder adquisitivo siguen siendo relativamente inciertas, con márgenes de error sin duda de un 10%, o hasta un poco más, incluso entre países con niveles de desarrollo comparables. Por ejemplo, en la última encuesta disponible se observa que, en efecto, ciertos precios son más elevados en Europa (como la energía, la vivienda, los hoteles y los restaurantes), pero otros son netamente inferiores (como la salud y la educación)[27]. En principio, las estimaciones oficiales ponderan esos diferentes precios en función del peso de los diversos bienes y servicios dentro del presupuesto promedio de cada país, pero es evidente que semejantes cálculos no pueden ser totalmente precisos, sobre todo porque es muy difícil medir las diferencias de calidad en lo que se refiere a muchos servicios. De todas formas, es importante subrayar que cada uno de estos índices de precio mide distintos aspectos de la realidad social. El precio de la energía calcula el poder adquisitivo para la energía (superior en los Estados Unidos), y el precio de la salud, el poder adquisitivo de ésta (más elevado en Europa). La realidad de la desigualdad entre países es multidimensional, y sería ilusorio pretender que todo se resuma a un indicador monetario único, que permitiera llegar a una clasificación unívoca, sobre todo entre países con ingresos promedio relativamente similares.
GRÁFICA I.4. Tasa de cambio y paridad de poder adquisitivo: euro/dólar
En 2012, el euro valía 1.30 dólares según la tasa cambiaria normal, pero 1.20 dólares en paridad de poder adquisitivo.
FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.
En los países más pobres son enormes las correcciones introducidas por las paridades del poder adquisitivo: tanto en África como en Asia, el orden de precios es dos veces inferior al de los países ricos, de tal manera que el PIB es aproximadamente dos veces superior cuando se pasa de la tasa de cambio normal a la paridad del poder adquisitivo. Esto se debe principalmente al hecho de que los precios de los servicios y de los bienes no intercambiables en el ámbito internacional son inferiores —más fáciles de producir en los países pobres, pues son relativamente más intensivos en mano de obra poco calificada (un factor bastante más abundante en los países menos desarrollados)—, y menos intensivos en trabajo calificado y en capital (factores relativamente menos abundantes)[28]. La corrección suele ser tanto más elevada cuanto más pobre es el país: en 2012, el coeficiente corrector fue de 1.6 en China y de 2.5 en la India[29]. Al escribirse este libro, el euro valía ocho yuanes chinos, tomando como referencia la tasa de cambio normal, y cinco yuanes según la paridad del poder adquisitivo. La diferencia disminuyó a medida que China se desarrolló y revaluó el yuan (véase la gráfica I.5). Sin embargo, algunos autores, entre ellos Maddison, consideran que la diferencia ha disminuido menos de lo que parece, y que las estadísticas oficiales subestiman el PIB chino[30].
GRÁFICA I.5. Tasa de cambio y paridad de poder adquisitivo: euro/yuan
En 2012, el euro valía alrededor de ocho yuanes según la tasa cambiaria normal, pero cinco yuanes en paridad de poder adquisitivo.
FUENTES Y SERIES: véase piketty.pse.ens.fr/capital21c.
La incertidumbre respecto de las tasas de cambio y de las paridades del poder adquisitivo debe incitar a manejar los ingresos promedio antes indicados (150-250 euros por mes en los países más pobres, 600-800 euros en los países promedio, 2500-3000 euros en los más ricos) como aproximaciones y no como certezas matemáticas. Por ejemplo, el porcentaje de los países ricos (la Unión Europea, los Estados Unidos/Canadá, Japón) en el ingreso mundial alcanza 46% en 2012 si se coloca en paridad de poder adquisitivo, contra 57% en tasa de cambio normal[31]. La «verdad» se sitúa tal vez entre esas dos cifras, y es sin duda más parecida a la primera. Pero, en todo caso, los órdenes de magnitud se mantienen, así como el hecho de que la participación de los países ricos en el ingreso mundial disminuye regularmente desde la década de 1970-1980. Sin importar la medición utilizada, el mundo parece haber entrado en una fase de convergencia entre países ricos y pobres.
LA DISTRIBUCIÓN MUNDIAL DEL INGRESO: MÁS DESIGUAL QUE LA PRODUCCIÓN
A fin de simplificar la exposición, hasta aquí hemos supuesto que el ingreso nacional y la producción interna coinciden en el seno de cada bloque continental o regional: los ingresos mensuales indicados en el cuadro I.1 se obtuvieron simplemente disminuyendo los PIB en 10% —para tomar en cuenta la depreciación del capital— y dividiéndolos entre 12.
En realidad, esta igualdad entre ingreso y producción sólo es válida en el ámbito mundial, no así en el ámbito nacional o continental. A grandes rasgos, la distribución mundial del ingreso es más desigual que la de la producción, pues los países con mayor producción por habitante tienden a poseer, asimismo, un porcentaje del capital de los demás países y, por consiguiente, a recibir un flujo positivo de ingresos del capital procedente de los países cuya producción por habitante es más baja. Dicho de otro modo, los países ricos lo son doblemente, tanto en producción interna como en capital invertido en el exterior, lo que les permite disponer de un ingreso nacional superior a su producción —lo contrario ocurre para los países pobres.
Por ejemplo, hoy en día, los principales países desarrollados (los Estados Unidos, Japón, Alemania, Francia, el Reino Unido) tienen un ingreso nacional ligeramente superior a su producción interna. Como ya habíamos señalado, los ingresos netos procedentes del extranjero son apenas positivos y no modifican radicalmente el nivel de vida de esos países: representan entre 1 y 2% de la producción interna en los Estados Unidos, Francia y el Reino Unido, y entre 2 y 3% en Japón y Alemania. Se trata, a pesar de todo, de un complemento del ingreso no despreciable, sobre todo para estos dos últimos países, que, gracias a sus excedentes comerciales, acumularon reservas importantes en comparación con el resto del mundo a lo largo de los últimos decenios, lo que en la actualidad les produce un rendimiento considerable.
Si ahora nos alejamos de los países más ricos para examinar los bloques continentales considerados en su conjunto, se observan situaciones muy cercanas al equilibrio. Tanto en Europa como en América y Asia, los países más ricos —en general del norte del continente— reciben un flujo positivo de ingreso del capital, anulado en parte por el flujo pagado por los demás países —en general, más al sur o al este—, de tal manera que, a nivel continental, el ingreso y la producción interna son casi exactamente iguales, con una diferencia en general de menos del 0.5%[32].
El único continente en situación de desequilibrio es África, donde una parte sustancial de su capital es propiedad de extranjeros. Concretamente, según las balanzas de pagos a nivel mundial establecidas cada año desde 1970 por Naciones Unidas y otras organizaciones internacionales (Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional), el ingreso nacional del que disponen los habitantes del continente africano es sistemáticamente inferior en alrededor de un 5% a su producción interna (la diferencia supera el 10% en algunos países)[33]. Con un porcentaje de capital en la producción del orden de 30%, eso significa que, hoy en día, cerca de 20% del capital africano pertenece a extranjeros, como los accionistas londinenses de la mina de platino de Marikana de la que hablamos al principio de este capítulo.
Es importante entender lo que significa en la práctica dicha cifra. Considerando que ciertos elementos de la riqueza (por ejemplo, los bienes inmobiliarios para la vivienda o el capital agrícola) son en contadas ocasiones propiedad de inversionistas extranjeros, el porcentaje del capital en manos de extranjeros puede superar el 40-50% en la industria manufacturera, incluso más en ciertos sectores. Aun si las balanzas de pagos oficiales tienen muchas imperfecciones —volveremos a ello—, no hay ninguna duda de que se trata de una realidad importante del África actual.
Si retrocedemos en el tiempo, es posible observar desequilibrios internacionales aún más marcados. En vísperas de la primera Guerra Mundial, el ingreso nacional del Reino Unido, primer inversionista mundial, era del orden de un 10% superior a su producción interna. La diferencia superaba el 5% en Francia, segunda potencia colonial e inversionista mundial, y era casi igual en Alemania, cuyo imperio colonial era insignificante, pero cuyo desarrollo industrial le permitía una fuerte acumulación de créditos sobre el resto del mundo. Una parte de esas inversiones británicas, francesas y alemanas se realizaba en los demás países europeos o en América, y otra parte en Asia y África. En resumidas cuentas, se puede estimar que en 1913 las potencias europeas poseían entre la tercera parte y la mitad del capital doméstico asiático y africano, y más de tres cuartas partes de su capital industrial[34].
¿QUÉ FUERZAS PERMITEN LA CONVERGENCIA ENTRE PAÍSES?
En principio, este mecanismo, mediante el cual los países ricos poseen una parte de los países pobres, puede tener efectos virtuosos en términos de convergencia. Si los países ricos rebosan de ahorro y capital, hasta el punto de que ya no sirve de gran cosa construir un edificio más o instalar otra máquina en sus fábricas (se dice entonces que la «productividad marginal» del capital —es decir, la producción suplementaria aportada por una nueva unidad de capital, «en el margen»— es muy baja), entonces puede ser colectivamente eficiente que inviertan una parte de su ahorro en los países pobres. De esta manera, los países ricos —o por lo menos sus habitantes que poseen capital— obtendrán una mejor tasa de rendimiento por su inversión, y los países pobres podrán reducir su rezago en la producción. Según la teoría económica clásica, se supone que este mecanismo, basado en la libre circulación de los capitales y en la igualación de la productividad marginal del capital a nivel mundial, es el fundamento del proceso de la convergencia entre países y de la reducción tendencial de las desigualdades a lo largo de la historia, gracias a las fuerzas del mercado y de la competencia.
Sin embargo, esta teoría optimista tiene dos importantes defectos. En primer lugar, desde un punto de vista estrictamente lógico, dicho mecanismo no garantiza para nada la convergencia de los ingresos por habitante a nivel mundial. En el mejor de los casos, podría llevar a la convergencia de la producción por habitante, a condición, sin embargo, de suponer una perfecta movilidad del capital y, sobre todo, una igualación completa de los niveles de calificación de la mano de obra y del capital humano entre los países —lo que no es nada fácil de cumplir—. Pero, en todo caso, esta eventual convergencia de la producción de ninguna manera implica la de los ingresos. Una vez realizadas las inversiones, es muy posible que los países ricos sigan poseyendo a los países pobres de manera permanente, y eventualmente en proporciones mayores, de tal manera que el ingreso nacional de los primeros sea siempre más elevado que el de los segundos, quienes seguirán pagando, permanentemente, una proporción importante de lo que producen a sus poseedores (como lo hace África desde hace decenios). Para determinar con qué amplitud es susceptible de producirse este tipo de situación, veremos que es necesario comparar sobre todo la tasa de rendimiento del capital que los países pobres deben reembolsar a los ricos con las tasas de crecimiento de unos y otros. Para avanzar en esta senda, primero habremos de entender la dinámica de la relación capital/ingreso al nivel de un país específico.
Luego, desde un punto de vista histórico, este mecanismo de la movilidad del capital no parece ser el factor que permitió la convergencia entre países, o por lo menos no el factor principal. Ninguno de los países asiáticos que se han acercado a los países más desarrollados, ya sea Japón, Corea o Taiwán, o más recientemente, China, gozó de inversiones extranjeras masivas. En lo esencial, todos esos países financiaron por sí mismos la inversión en capital físico que requerían y, sobre todo, la inversión en capital humano —la elevación general del nivel educativo y de formación—, que son las que explican lo sustancial del crecimiento económico a largo plazo, como lo han demostrado las investigaciones contemporáneas[35]. A la inversa, los países poseídos por otros, sin importar si se considera el caso de la época colonial o del África actual, tuvieron menos éxito, en particular debido a que se especializaron en áreas sin muchas perspectivas y a una inestabilidad política crónica.
Nada impide pensar que, en parte, esta inestabilidad se explica por la siguiente razón: cuando un país está en gran parte en manos de propietarios extranjeros, la demanda social de expropiación es recurrente y casi irreprimible. Otros actores de la escena política responden que sólo la protección incondicional de los derechos de propiedad iniciales permite la inversión y el desarrollo. El país se encuentra entonces atrapado en una interminable alternancia de gobiernos revolucionarios (con un éxito a menudo limitado en lo que concierne a la mejora real de las condiciones de vida de su población) y de gobiernos que protegen a los dueños en funciones y preparan la siguiente revolución o golpe de Estado. Si la desigualdad de la propiedad del capital es ya algo difícil de aceptar y de organizar de manera apacible en el marco de una comunidad nacional, a escala internacional es algo imposible (salvo si se considera una relación de dominio político de tipo colonial).
Desde luego, la inserción internacional en sí misma no tiene nada negativo: la autarquía jamás ha sido fuente de prosperidad. No hay duda de que, para lograr su avance, los países asiáticos se beneficiaron de la apertura internacional, pero sobre todo contaron con la apertura de los mercados de bienes y servicios y con una excelente inserción en el comercio internacional, y mucho menos con la libre circulación de los capitales. China, por ejemplo, sigue practicando el control de capitales: los extranjeros no pueden invertir libremente, pero eso de ninguna manera obstaculiza la acumulación de capital, pues el ahorro interno es más que suficiente. Tanto Japón como Corea o Taiwán financiaron su inversión con su propio ahorro. Los estudios disponibles muestran también que la inmensa mayoría de las ganancias producidas por la apertura comercial resulta de la difusión de los conocimientos y de las ganancias dinámicas de productividad permitidas por la apertura, y no de las ganancias estáticas vinculadas con la especialización, que parecen ser bastante modestas[36].
En resumen, la experiencia histórica sugiere que el principal mecanismo que permite la convergencia entre países es la difusión de los conocimientos, tanto en el ámbito internacional como en el nacional. Dicho de otra manera, los países más pobres alcanzan a los más ricos en la medida en que logran llegar al mismo nivel de conocimiento tecnológico, de calificaciones, de educación, en lugar de volverse propiedad de los más ricos. Este proceso de difusión de los conocimientos no cae del cielo: a menudo se ve acelerado por la apertura internacional y comercial (la autarquía no facilita la transferencia tecnológica), y depende sobre todo de la capacidad de los países para movilizar el financiamiento y las instituciones que permiten invertir masivamente en la formación de su población, al tiempo que se garantiza un marco legal previsible para los diferentes actores. Por consiguiente, el proceso de difusión está íntimamente vinculado con el proceso de construcción de un poder público legítimo y eficiente. Rápidamente resumidas, éstas son las principales enseñanzas derivadas del examen de la evolución histórica del crecimiento mundial y de las desigualdades entre países.