¡Diga!

Mi amigo Alcestes me dijo en el cole:

—Mi padre ha puesto teléfono casa. ¡Esta noche te llamo!

—Genial —le dije yo.

Estábamos ya en plena cena en casa cuando sonó el teléfono.

—¿Y ahora qué pasa? —dijo papá, tirando la servilleta sobre la mesa.

—Es para mí —dije yo, pero papá, en vez de dejarme ir, se rio, se levantó y fue él.

Descolgó el teléfono y dijo:

—¿Diga? —y apartó el teléfono de su oreja—. ¡No grite tan fuerte! —gritó.

Yo oía desde el teléfono la voz de Alcestes que decía:

—¡Oiga! ¡Oiga! ¿Nicolás? ¡Oiga! ¡Oiga! ¡Oiga!

Papá me llamó y me dijo que tenía razón, que era para mí, y que le aconsejara a mi amigo que no berrease de esa forma.

Yo estaba contentísimo cuando cogí el aparato, porque mi amigo Alcestes me cae muy bien, pero también porque era la primera vez que iba a oírle hablar por teléfono. En realidad, recibo muy pocas llamadas telefónicas. Cuando me llaman es la abuela que me pregunta si soy bueno y me dice que soy su chicarrón precioso, y me da besos por el teléfono y quiere que yo también se los dé.

—¿Sí? ¿Alcestes? —dije yo.

Y es verdad que Alcestes grita muy fuerte, porque me hizo daño en el oído, así que hice lo mismo que papá y me puse el teléfono lejos de la cara.

—¡Oiga! —gritaba Alcestes—. ¿Nicolás? ¡Oiga! ¡Oiga!

—¡Sí, Alcestes! ¡Soy yo! —dije yo—. Es genial poder oírte.

—¡Oiga! —gritó Alcestes—. ¡Oiga! ¿Nicolás? ¡Habla más fuerte! ¿Oye?

—¡Dime! —grité—. ¿Me oyes, Alcestes? ¿Oye?

—¡Sí! ¡Es genial! ¡Ahora cuelgo yo y me llamas tú! ¡Lo vamos a pasar bomba! ¿Oye? —gritó Alcestes. Y colgó.

—Era Alcestes —le expliqué a papá cuando volví al comedor.

—Eso me ha parecido entender —me dijo papá—. Y, por cómo gritabais los dos, no necesitabais teléfono. Os podíais oír sin él. Ahora vas a estarte tranquilo y a tomarte esa sopa, que se te va a enfriar.

—Sí —dijo mamá—. Daos prisa o el asado se va a pasar.

Y sonó el teléfono.

—¿Diga? —dijo papá, y enseguida se apartó el teléfono de la oreja y me llamó.

—Es para ti —dijo, y me dio la impresión de que empezaba a ponerse serio.

Cogí el teléfono y Alcestes gritó:

—Bueno, ¿qué pasa? ¿Me llamas o no?

—Es que no podía, Alcestes. No me habías dado tu número —le expliqué.

—¿Oye? —gritó Alcestes—. ¿Oye? ¿Qué número? ¿Oye? ¡Habla más fuerte!

—¡Ya basta! —gritó papá—. ¡Me estáis volviendo loco! ¡Cuelga y ven a tomarte la sopa!

—¡Voy a tomarme la sopa, Alcestes! —grité—. ¡Adiós!

Y colgué.

En la mesa, papá estaba de muy mal humor y me dijo que me tomase la sopa inmediatamente para que mamá pudiera traer el segundo, pero no pude obedecer porque sonó el teléfono.

Fui a contestar, pero papá me siguió y nunca le había visto tan enfadado. Terrible.

—¡Cuelga enseguida o te vas a llevar una azotaina! —gritó.

Me entró miedo y colgué inmediatamente.

—Bueno, ¿venís a la mesa? —preguntó mamá—. Os advierto que el asado ya no puede esperar más.

Y sonó el teléfono.

—¡Diga! —gritó papá—. ¿Vas a dejarlo ya de una vez, pedazo de gamberro? —y luego abrió muchísimo la boca y los ojos y dijo muy bajito—. Disculpe, señor Moucheboume… Sí, señor Moucheboume, un amiguito de Nicolás, que… Sí, por eso mismo… Ah, que era usted, que acababa de… Desde luego… Sí… Sí… Hasta mañana, señor Moucheboume.

Papá colgó el teléfono y se pasó la mano por la cara.

—Bueno —dijo—, vamos a cenar.

Y sonó el teléfono.

—¡Diga! —dijo papá—. ¡Ah, eres tú, Alcestes…!

En el teléfono sonaron montones de ruidos y papá se puso todo rojo y gritó:

—¡No! ¡Nicolás no puede hablar contigo porque está tomándose la sopa…! ¡Y si tarda un montón de tiempo, no es asunto tuyo…! ¡No grites de esa forma! Y deja de llamarnos por teléfono, porque si no, te advierto que voy a ir a tu casa y voy a darte yo mismo una azotaina, ¿entendido? ¡Bueno!

Y papá colgó.

—Yo —dijo mamá— no asumo ninguna responsabilidad. Nicolás se tomará su sopa fría y, por lo que respecta al asado, se ha hecho carbón.

—¿Y acaso es culpa mía? —gritó papá.

—En todo caso, no soy yo quien se dedica a jugar con el teléfono —dijo mamá.

—¡Esta sí que es buena! —dijo papá—. ¡Ahora resulta que soy yo el que…!

Y sonó el teléfono.

Fui yo quien contesté.

—¡Suelta ese auricular! —gritó papá.

—Es para ti, papá —le dije.

Y papá se calmó y dijo que debía de ser su jefe, el señor Moucheboume, que estaba muy preocupado por un contrato que no estaba listo.

—¿Diga? —dijo papá—. ¿Quién…? ¿El padre de Alcestes…? ¿Sí…? Buenas noches, sí, señor… Soy el padre de Nicolás… ¿Qué…? ¿Qué no tengo ningún derecho a amenazar a su hijo…? ¿Y a él, quién le da el derecho a impedirme comer…? ¡Eh, un momento, tenga usted educación…! ¿Su puño en mi cara? ¡Me encantaría verlo! ¡Vamos, hombre! ¡Desvergonzado! ¡Ya le enseñaré yo modales! ¡Sí, señor!

Y, clac, papá colgó.

—Ahora, el asado, además de quemado, está frío —dijo mamá.

—¡Me da igual! ¡Me importa un rábano! ¡Ya no tengo hambre! —gritó papá, y mamá se echó a llorar y dijo que cuánta injusticia, que hubiera debido hacer caso a su mamá (mi abuela) y que era muy desgraciada.

—Pero, pero, pero —dijo papá—, ¿qué es lo que he hecho yo?

—Voy a llamar por teléfono a mamá para avisarle de que vuelvo a su casa con Nicolás —dijo mamá.

—¡Que no vuelva yo a oír la palabra teléfono! —gritó papá.

Y llamaron a la puerta.

El que llegaba era el padre de Alcestes. Había tardado poco porque Alcestes vive muy cerca de nuestra casa, y eso es estupendo.

—¡Y ahora repítamelo! —dijo el padre de Alcestes.

—¿Repetirle, qué? —dijo papá—. ¿Que ese mocoso suyo me está volviendo loco con el teléfono?

—No sabía yo que necesito que usted me dé su autorización para instalar mi teléfono —dijo el padre de Alcestes.

Y entonces sonó el teléfono y papá se echó a reír.

—Ahí lo tiene —le dijo papá al padre de Alcestes—, conteste usted mismo y tendrá el placer de oír berrear a su hijo.

El padre de Alcestes descolgó el teléfono y dijo:

—¡Dime! ¿Alcestes…? ¿Quién…? ¡No!

Y colgó.

—Ya ve usted que no era él —dijo el padre de Alcestes—. En todo caso, a lo que he venido es a advertirle de que, si vuelve usted a amenazar a mi chico, le denunciaré. ¡Buenas noches!

Y el padre de Alcestes iba ya a marcharse cuando papá le preguntó:

—Por cierto, ¿quién ha llamado?

—¡Yo qué sé! —dijo el padre de Alcestes—. Algún amigo de usted, un tal Mocha o algo así. De todas formas, no era mi chico.

Y se marchó.

Después de aquello, las cosas se arreglaron muy bien en casa. Papá le dio un beso a mamá, le dijo que le gustaba mucho el asado chamuscado, mamá dijo que había sido culpa suya y que iba a hacernos una tortilla de jamón, yo le di un beso a papá y otro a mamá y todos nos pusimos la mar de contentos.

Lo que es una pena es que Alcestes ya no va a poder llamarme por teléfono porque papá ha hecho que desconecten el nuestro.