La medicina

La noche del domingo estuve muy enfermo y, el lunes por la mañana, mamá llamó por teléfono al cole para decirles que yo no iba a ir.

Pero eso no me alegró nada, porque mamá también llamó al médico para decirle que íbamos a ir a verle. A mí no me gusta ir al médico. Y es que es verdad, te dicen que no van a hacerte daño y van y, paf, te vacunan.

—¡Pero no llores, tontorrón! —me dijo mamá—. ¡Si el doctor no va a hacerte daño!

Todavía estaba yo llorando cuando llegamos a la consulta del médico y nos sentamos a esperar en la sala. Luego, una señora vestida de blanco nos dijo que nos tocaba entrar a nosotros; yo no quería ir, pero mamá me tiró del brazo.

—¿Es Nicolás quien está armando todo ese jaleo? —preguntó el médico, mientras se lavaba las manos y se reía—. Pero, muchacho, ¿qué te propones? ¿Quieres espantarme a toda la clientela? Vamos, no seas bobo, que no voy a hacerte daño.

Mamá le explicó lo que me pasaba y el médico dijo:

—Bien, pues vamos a ver eso. Desnúdate, Nicolás.

Me desnudé y el médico me cogió en brazos y me acostó en una especie de tumbona alta, tapada con una sábana blanca.

—¡Pero bueno —dijo el médico—, qué manera de temblar! ¡Venga, Nicolás, que ya eres un hombre! ¡Y además ya me conoces, y sabes muy bien que no voy a comerte!

El médico me puso una toalla por encima, me auscultó, me hizo sacarle la lengua, me apretó con sus manos casi por todos lados y luego me pinzó con los dedos la punta de la nariz.

—¡Ánimo! ¡No es nada grave! Vamos a hacer que no tengas más pupa. Y, por cierto, ¿te he hecho mucho daño? ¿Has sufrido un montón?

—No —dije yo, y me eché a reír. La verdad es que el médico es genial.

Entonces el médico me dijo que me vistiera y él fue a sentarse detrás de su escritorio y habló con mamá mientras escribía cosas en un papel.

—No es realmente nada —dijo el médico—. Hágale tomar esta medicina; cinco gotas en un vaso de agua antes de cada comida, incluido el desayuno. Y vuelvan a verme dentro de tres o cuatro días.

Luego, el médico me miró, se rio y me dijo:

—¡Pero no pongas esa cara, Nicolás! ¡Ya sabes que no voy a envenenarte! Esa medicina es muy buena y no tiene ningún sabor. Solo se la receto a los amigos.

Y el doctor me dio un cachete suave en plan de broma, y él se rio, pero yo no, porque no me gustan las medicinas. Son de lo más malas y, cuando no quieres tomártelas, te arman bronca en casa.

—¡Ay, doctor, cuánta paciencia tiene usted que tener! —dijo mamá.

—La verdad es que uno se acostumbra, ¿sabe? —dijo el médico, mientras nos acompañaba a la puerta—. Al cabo de unos años de práctica, acaba uno conociendo a fondo a estos chavalines… ¡Superhéroe, como no dejes de llorar, te voy a poner una inyección!

Cuando salimos de la consulta, le dije a mamá que no tomaría la medicina, que prefería estar enfermo.

—Escucha, Nicolás, vas a ser razonable —me dijo mamá—. Vamos a comprar esa medicina y te la vas a tomar como el chicarrón valiente que eres. Porque tú eres valiente, ¿o no?

—Pues sí —dije yo.

—¡Pues claro! —dijo mamá—. De modo que vas a portarte como un hombre. Y papá se sentirá orgulloso cuando vea que su Nicolás se toma la medicina sin hacer aspavientos. Me pregunto, incluso, si no te llevará al cine el domingo que viene.

Fuimos a la farmacia y mamá compró la medicina, una botellita muy bonita en una caja azul preciosa con, ¿lo adivináis?…, ¡un cuentagotas!

Llegamos a casa antes que papá, que venía a comer.

—¿Qué tal ha ido? —preguntó papá.

—No es nada, ya te contaré —le dijo mamá—. ¿Y sabes qué? El doctor me ha mandado comprar una medicina para Nicolás. Solo para él, como una persona mayor.

—¿Una medicina? —dijo papá, mirándome, mientras se frotaba la barbilla—. Bien, bien, bien.

Y fue a quitarse el abrigo.

Ya en la mesa, mamá trajo un vaso de agua, cogió la medicina, echó cinco gotas en el vaso con el cuentagotas, revolvió con una cucharilla y me dijo:

—¡Vamos! ¡Bébetela de un trago, Nicolás! ¡Pumba!

¡Y me la bebí! No sabía a nada y papá y mamá me dieron un beso.

Por la tarde me quedé en casa y fue genial, porque jugué con mis soldados, y cuando mamá puso la mesa para cenar, colocó la medicina al lado de mi plato.

—¿Puedo tomármela ya? —pregunté.

—Espera a que nos sentemos a la mesa —dijo mamá.

Y cuando ya estuvimos sentados a la mesa, mamá me dejó que echara las gotas yo solo, y papá dijo que estaba orgulloso de mí y que se estaba preguntando si no iríamos al cine el domingo que viene.

Cuando me levanté por la mañana, le dije a mamá que no se olvidara de darme mi medicina, y mamá se rio y dijo que no se le había olvidado. Cogí la medicina, eché las cinco gotas en el vaso de agua, las bebí y luego puse la medicina en mi cartera.

—Pero Nicolás, ¿qué haces? —me preguntó mamá.

—Pues llevarme la medicina al colegio —le contesté.

—¿Al colegio? Pero ¿tú estás loco? —me preguntó mamá.

Yo le expliqué que no estaba loco, que lo que estaba era enfermo y podría necesitar la medicina en el colegio, y que quería enseñársela a mis compañeros. Pero mamá no quiso saber nada del asunto, sacó la medicina de mi cartera y, cuando empecé a llorar, me dijo que ya estaba bien de numerito y que, si seguía así, nunca volvería a tomar la medicina.

Cuando llegué al cole, los compañeros me preguntaron por qué no había ido al cole la víspera.

—Estaba enfermo —les dije—. Así que fui al médico, y me dijo que era una cosa la mar de grave y me dio una medicina.

—¿Y está muy mala la medicina esa? —me preguntó Rufo.

—¡Asquerosa! —dije yo—. Pero a mí no me importa porque soy la mar de valiente. Es una medicina para personas mayores, y va dentro de una caja azul.

—¡Bah! El año pasado yo tomé una medicina mucho más asquerosa que la tuya —dijo Godofredo—. Eran vitaminas.

—Conque sí, ¿eh? —le dije—. Pues seguro que tu medicina no traía cuentagotas, ¿a que no?

—¿Y eso qué más da? —preguntó Godofredo.

—Pues da que tu medicina me parece de risa —le contesté—. Porque la mía sí tiene cuentagotas.

—Nicolás tiene razón —le dijo Eudes a Godofredo—. Tu medicina nos parece de risa a todos.

Y, mientras Godofredo y Eudes se pegaban, Alcestes nos contó que, una vez, el médico le había recetado una medicina para quitarle el apetito, y que su madre le había prohibido que volviera a tomarla desde el día en que le pilló bebiéndosela a escondidas entre comida y comida.

En clase, la profe me preguntó si me encontraba mejor, y yo le dije que estaba tomando una medicina sensacional, y la profe me dijo que le parecía muy bien y nos dictó un dictado.

El jueves, mamá y yo volvimos al médico, y esta vez yo no le tenía ningún miedo.

—Me gusta más verte así —dijo el médico—. Desnúdate, majete.

Me desnudé, el médico me auscultó, me hizo sacarle la lengua, le preguntó a mamá si yo había vuelto a tener problemas y luego me dijo que me volviera a vestir.

—Se acabó —dijo el médico—. Por mí puede usted suspender el tratamiento.

Y luego, mientras se reía, hizo como que me daba un puñetazo en la barbilla.

—Tengo una buena noticia para ti, mozo —me dijo—. ¡Estás curado y ya no volverás a tomar la medicina!

Y entonces me eché a llorar y el médico no nos acompañó hasta la puerta.

Se quedó sentado detrás de su escritorio sin decir nada.