El altar y el escorpión

 

 

 

Robert E. Howard

 

 

 

 

 

 

 

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   – ¡Dios de las sombras reptantes, concédeme tu ayuda!

            Un joven delgado se hallaba arrodillado en la penumbra, con su tembloroso cuerpo blanco como el marfil. El pulido suelo de mármol era frío bajo sus rodillas, pero su corazón estaba aún más frío que la piedra.

            Por encima de él, en lo alto, fundido con las enmascaradas sombras, se cernía el gran techo de lapislázuli, sostenido por paredes de mármol. Ante él relucía un altar dorado, y sobre éste refulgía una enorme imagen de cristal: un escorpión, tallado con una habilidad que superaba al arte.

            – Gran escorpión – continuó el joven con su invocación –, ¡ayuda a tu siervo! Tú sabes bien cómo en tiempos pasados Gonra el de la espada, mi gran antepasado, murió ante tu altar, a manos de un puñado de bárbaros asesinos que intentaban profanar tu santidad. A través de las bocas de tus sacerdotes, prometiste ayuda a la raza de Gonra en todos los años futuros. ¡Gran escorpión! jamás un hombre o mujer de mi sangre te ha recordado antes tu promesa! Pero ahora, en mi hora de más amarga necesidad, acudo ante ti y te conjuro para que recuerdes tu juramento, por la sangre bebida por la espada de Gonra, por la sangre derramada de las venas de Gonra. ¡Gran escorpión! Thuron, el sumo sacerdote de la sombra negra, es mi enemigo. Kull, rey de Valusia, cabalga desde su ciudad de chapiteles púrpura, para arrasar a fuego y acero a los sacerdotes que le han desafiado y que siguen ofreciendo sacrificios humanos a los dioses antiguos de las sombras. Pero antes de que el rey pueda llegar y salvarnos, yo y la mujer que amo seremos colocados desnudos sobre el altar negro del templo de la oscuridad eterna. ¡Thuron lo ha jurado! Entregará nuestros cuerpos a las antiguas y horrendas abominaciones, y nuestras almas al dios que habita para siempre en las sombras negras. Kull se sienta en el trono de Valusia y ahora acude en nuestra ayuda, pero Thuron gobierna esta ciudad de las montañas y me persigue. ¡Ayúdanos, gran escorpión! Recuerda a Gonra, que entregó su vida por ti cuando los salvajes atlantes llevaron la espada y la antorcha a Valusia.

            La delgada figura del muchacho se postró. y la cabeza se hundió sobre su pecho, en un gesto de desesperación. La gran imagen reluciente del altar le devolvió un brillo helado bajo la débil luz, y no mostró ninguna señal ante su devoto que indicara haber oído aquella invocación apasionada.

            De repente, el joven se irguió, sobresaltado. Unos pasos rápidos sonaron sobre los anchos escalones, en el exterior del templo. Una joven se precipitó por la puerta envuelta en las sombras, como una llamarada blanca soplada por el viento.

            – ¡Thuron... viene hacia aquí! – balbuceó, arrojándose en los brazos de su amado.

            El rostro del joven palideció y su abrazo se apretó alrededor de la muchacha, al tiempo que miraba receloso hacia la puerta. Unos pasos, pesados y siniestros, resonaron sobre los escalones de mármol y una figura amenazadora apareció bajo el dintel.

            Thuron, el sumo sacerdote, era un hombre alto y flaco, como un gigante cadavérico. Sus ojos brillaban como feroces manchas, por debajo de las pobladas cejas, y la delgada línea de su boca se abrió en una risa silenciosa. La única vestimenta que llevaba era un taparrabos de seda, a través del cual se había introducido una cruel daga curvada, y portaba un látigo corto y pesado en su mano, delgada y poderosa.

            Sus dos víctimas se aferraron la una a la otra, y miraron con los ojos muy abiertos a su enemigo, como pájaros que miraran hipnotizados a una serpiente. Y los movimientos lentos y ondulantes de Thuron al avanzar hacia ellos no fueron muy distintos del sinuoso deslizamiento de una serpiente.

            – ¡Thuron, lleva cuidado! – exclamó el joven con valentía aunque con voz vacilante, debilitada por el terror que se apoderaba de él –. Si no temes al rey, ni tienes piedad por nosotros, no te atrevas a ofender al gran escorpión, bajo cuya protección nos encontramos.

            Thuron lanzó una risotada, poderoso y arrogante.

            – ¡El rey! – se mofó –. ¿Qué significa el rey para mí, cuando soy más poderoso que cualquier rey? ¿El gran escorpión? ¡Jo, jo! Un dios olvidado, una divinidad que ya sólo recuerdan los niños y las mujeres. ¿Te atreves a oponer tu escorpión contra la sombra negra? ¡Estúpido! ¡Ahora ya no podría salvarte ni el propio Valka, el dios de todos los dioses! Estás destinado a ser sacrificado al dios de la sombra negra.

            Avanzó hacia los acobardados jóvenes y les agarró por los hombros, hundiendo en la carne blanda sus uñas, fuertes como garras. Trataron de resistirse, pero él se echó a reír y, con una fortaleza increíble, los levantó en el aire y los sostuvo así, con los brazos extendidos, como un hombre podría balancear a un bebé. Sus risotadas chirriantes y metálicas llenaron la estancia, arrancando ecos de maligna burla.

            Sostuvo al joven entre las rodillas, al tiempo que ataba la mano y el pie de la muchacha, que sollozaba bajo sus garras crueles. Luego, tras dejarla despiadadamente en el suelo, ató del mismo modo al joven. Retrocedió entonces, y contempló su obra. Los sollozos asustados de la muchacha resonaban en el silencio, rápidos y jadeantes. Tras un momento de silencio, el sumo sacerdote habló:

            – ¡Habéis sido unos estúpidos al pensar que podríais escapar de mí! Los hombres de tu sangre siempre se me han enfrentado en el consejo y en la corte. Ahora, tú vas a tener que pagar por ello, y la sombra negra beberá tu sangre. ¡Jo, jo! Yo gobierno ahora la ciudad, sea quien fuere el rey. Mis sacerdotes pululan por las calles, armados hasta los dientes, y ningún hombre se atreve a desafiarme. Si el rey pudiera montar a caballo ahora mismo, no podría abrirse paso entre mis hombres y llegar a tiempo para salvaros.

            Sus ojos recorrieron el interior del templo y se posaron finalmente sobre el altar dorado y el silencioso escorpión de cristal.

            – ¡Jo, jo! ¡Qué estúpidos sois al haber depositado vuestra fe en un dios al que los hombres han dejado de adorar desde hace mucho tiempo! Un dios que ni siquiera tiene un sacerdote que lo atienda, y al que sólo se le ha permitido tener un santuario debido al recuerdo de su antigua grandeza. Un dios al que sólo reverencian las gentes sencillas y las mujeres estúpidas. ¡Los verdaderos dioses son oscuros y sangrientos! Recordad mis palabras cuando os encontréis, muy pronto, sobre un altar de ébano, tras el cual anida para siempre una sombra negra. Antes de morir, conoceréis a los verdaderos dioses, a los dioses poderosos y terribles que llegaron procedentes de mundos olvidados y de los ámbitos perdidos de la negrura. Dioses que nacieron en las gélidas estrellas, y que habitan en soles negros, mucho más allá de la luz de cualquier estrella. Conoceréis la terrible verdad del innombrable ante cuya realidad no se encuentra similitud terrenal alguna, pero cuyo símbolo es la sombra negra.

            La muchacha dejó de sollozar, helada, y guardó un aturdido silencio, como el joven. Por detrás de aquellas amenazas ambos percibían un foso horrible e inhumano de sombras monstruosas.

            Thuron avanzó un paso hacia ellos, se inclinó y extendió las manos como garras para apoderarse de ellos y levantarlos sobre sus hombros. Lanzó una risotada cuando ellos trataron de retorcerse para alejarse de él. Sus dedos se cerraron como garfios sobre el delicado hombro de la muchacha...

            Un grito agudo conmocionó el silencio de cristal, convirtiéndolo en añicos, al tiempo que Thuron daba un salto en el aire y caía de bruces al suelo, retorciéndose y rechinando los dientes. Una pequeña criatura se alejó, escurridiza, y desapareció por la puerta. Los gritos de Thuron se convirtieron en un gemido que se interrumpió en su nota más alta. Luego, el silencio cayó sobre ellos como una bruma mortal.

            Finalmente, el joven habló en susurros, impresionado.

            – ¿Qué ha sido eso?

            – Un escorpión – fue la respuesta de la muchacha, pronunciada en voz baja y trémula –. Se arrastró sobre mi pecho desnudo, sin hacerme el menor daño y, cuando Thuron me agarró, le picó.

            Volvió a hacerse el silencio. Luego, el joven volvió a hablar, con voz vacilante.

            – No se ha visto en esta ciudad ningún escorpión desde hace más tiempo del que pueden recordar los hombres.

            – El gran escorpión llamó a éste para que acudiera en nuestra ayuda – susurró la muchacha –. Los dioses nunca olvidan, y el gran escorpión ha cumplido su juramento. ¡Demostrémosle nuestro agradecimiento!

            Y atados como estaban, de pies y manos, los jóvenes amantes volvieron los rostros desde donde estaban y alabaron al gran escorpión silencioso y brillante que había sobre el altar. Permanecieron así durante mucho rato, hasta que el distante sonido de muchos cascos plateados y el fragor de las espadas les indicó la llegada del rey.

El altar y el escorpión
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