3. LA CAPTURA DE JOSÉ GENOINO

Las calles de arena de Xambioá estaban todavía vacías y silenciosas cuando Júlio y Cícero salieron de la pensión. Eran las cinco de la mañana del martes 28 de marzo. Un todoterreno del ejército los esperaba en la puerta de la casa. Un chico con uniforme verde oliva iba sentado al volante, y el comisario Carlos Marra, al lado del conductor. Emprendieron camino hacia el río Araguaia, donde había atracada una canoa a motor capaz de acomodar a doce hombres. Además del barquero —un habitante de la región dueño de la canoa—, subieron a la embarcación Júlio, Carlos Marra y tres hombres más. Dos de ellos, constató Júlio después, eran tan jóvenes como él o solo unos pocos años mayores. Ninguno vestía uniforme militar, lo que era una pena, pues a Júlio le habría encantado ponerse aquella ropa verde, tan elegante, con camisa de manga larga y boina de líneas rectas. Durante el trayecto de la pensión al río, Júlio no dejó de mirar los botines negros del conductor. Estaba deseando calzarse unas botas como esas. El único par de zapatos que tenía —unas zapatillas deportivas Conga azul marino que le regalaron cuando cumplió dieciséis años— todavía estaba como nuevo. Solo se las ponía para ir a misa los domingos. Seguro que Ritinha y doña Marina se sentirían muy orgullosas al verlo con unas botas así.

Cuando la canoa partió, las primeras luces del día ya iluminaban las aguas fangosas del río Araguaia. El destino sería algún punto en las cercanías del río Gameleira. La vegetación era muy parecida a la que cubría el interior de Marañón, donde había crecido Júlio, con árboles que se elevaban a cincuenta metros de altura y diversos brazos de río que se adentraban en la selva. Los ojos atentos del joven advirtieron que la fauna también era la misma. Pudo distinguir perezosos, monos, garzas, aves tropicales y una gran proliferación de caimanes descansando a la orilla del río. Sin embargo, no había ido allí a ver animales. Su misión era ayudar al comisario Carlos Marra a capturar a los comunistas. Según las declaraciones de algunos habitantes locales a los hombres del ejército, había varios guerrilleros escondidos en el interior de esa región.

De acuerdo con los planes del comisario, el grupo pasaría una semana en la selva a la caza y captura de comunistas. Durante ese tiempo dormirían en las barracas de las que disponía el ejército y se asearían en el río. Para los primeros días de la operación, llevaban cinco kilos de carne seca, dos latas de salchichas, un kilo de azúcar moreno, un kilo de harina de mandioca y otro de sal gorda. Cuando se acabasen las provisiones, comerían lo que pescasen y cazasen. Por todo lo que Cícero le había dicho sobre Júlio, Carlos Marra estaba convencido de que la excelente puntería del muchacho y su habilidad para desplazarse por la selva serían fundamentales para conseguir alimento. Todos iban armados. El comisario y los otros tres hombres llevaban, cada uno, una escopeta calibre 20 y un revólver del 38. Durante el recorrido hasta el lugar en el que desembarcarían, el comisario dio las orientaciones que creyó necesarias.

—Tenemos que ser amables con los habitantes locales. Solo nos dirán dónde se esconden los comunistas si confían en nosotros. Cuando lleguemos a una población o a una casa, no digáis nada. ¡Aquí quien habla soy yo! Y si nos encontramos con un guerrillero, hay que capturar vivo al cabrón. ¡No hay que matar a nadie! ¡Los quiero vivos para que me cuenten dónde se esconden los demás! —mandó Carlos Marra, orden que alivió a Júlio.

La semana pasó más rápido de lo que Júlio había imaginado. Y también más tranquila de lo que había creído. En su primera incursión a la espesura de la selva al mando del comisario Marra, Júlio se sintió importante por primera vez en la vida. Su misión era encontrar el rastro de personas. Llegó a abordar a siete hombres que dijeron ser campesinos. A partir del cuarto día, cuando los víveres se acabaron, pasó a tener también la responsabilidad de encontrar comida para el grupo. Mató un mono, una garza y, el último día de la operación, un jaguar. La carne musculosa y repleta de nervios del felino no gustó a nadie, pero era lo único que tenían para comer.

Durante los siete días que pasaron explorando la selva, encontraron cerca de diez casas. En todas, los habitantes —nativos de la región— confirmaron haber visto comunistas por allí, pero no sabían dónde se escondían. El discurso de Carlos Marra a los habitantes era siempre el mismo. El comisario les decía que ayudar a los comunistas era cometer un delito gravísimo y que quien colaborase con el ejército recibiría una estupenda recompensa: dinero, armas, herramientas y medicamentos. Incluso así, no obtenían información alguna. Así que, sin ninguna evidencia física de la presencia de guerrilleros en los alrededores, volvieron a Xambioá el miércoles 5 de abril de 1972.

Ya era de noche cuando llegaron a la ciudad. A Júlio todavía le impresionó más el intenso ajetreo de vehículos militares y gente. Todo el mundo iba y venía. Había un griterío ensordecedor. En los bares, la música salía de unas grandes cajas iluminadas. Xambioá era completamente diferente de la mañana en que Júlio se fue a la primera operación en la selva del Araguaia. Carlos Marra acompañó a Júlio a la pensión y le dijo con su particular voz serena: «Hijo mío, me has ayudado mucho, ¿sabes? Si necesitas algo, solo tienes que llamarme». Más tarde, el muchacho cayó en la cuenta de que no sabría cómo llamar al comisario en caso de que lo necesitase. En la pensión lo recibió la dueña, una mujer enjuta de aproximadamente un metro sesenta de estatura, de nariz larga y afilada y pelo encrespado, cuyo nombre nunca se preocupó en averiguar.

—Eres el sobrino del soldado de Imperatriz, ¿no? —le preguntó refiriéndose al policía militar Cícero.

—Sí, señora. ¿Por qué?

—Tu tío me ha encargado que te diga que se ha tenido que ir a Imperatriz, pero que volverá el sábado.

—¿Y yo dónde me voy a quedar? —preguntó Júlio con la mirada asustada y perdida.

—Aquí mismo. Tu tío me ha dejado pagados cinco días.

—¿Y cuando pasen los cinco días?

—Me dijo que ya estarás trabajando para los militares y que tendrás dinero para pagarme de tu propio bolsillo.

Júlio, de solo diecisiete años, estaba desorientado. Nunca había tenido que pagar nada de su propio bolsillo. En realidad, nunca había tenido dinero. Quedarse solo en medio de la confusión que para él era esa gran ciudad le dio miedo. Cogió la llave del cuarto y se marchó a la parte trasera de la casa, donde un cubículo de cuatro metros cuadrados con paredes de madera y suelo de tierra batida le serviría de dormitorio los días siguientes. Lo peor de todo era tener que dormir en una cama. Estuvo varias veces tentado de pedirle una hamaca a la dueña de la pensión, pero la mirada sombría de la mujer lo intimidaba y acabó por no decirle nada. Estaba tan asustado por tener que pasar esa noche en Xambioá, lejos del tío, que no salió de la pensión ni para comer. Se durmió llorando, acurrucado en la cama y con la barriga rugiendo de hambre.

Al día siguiente se despertó sobre las siete de la mañana. Tenía un hambre atroz, pero seguía sin atreverse a salir de la habitación. No conocía a nadie por allí. Deseó con todas sus fuerzas que el tío estuviese cerca. En un momento determinado, abrió la puerta, no más de un palmo, y miró hacia fuera. Vio a un hombre caminando hacia la entrada de la pensión y pensó en hacer lo mismo para hablar con la dueña, pero le faltó valor. Volvió a echarse en la cama. Se puso a llorar de nuevo. Habría dado lo que fuera por estar en casa, en la placidez de la selva amazónica, a orillas del río Tocantins. ¡Ese sí que era su sitio! Todavía estaba llorando cuando oyó tres o cuatro golpes en la puerta de madera. La voz que llegaba de fuera era estridente.

—¡Despierta, chico, despierta! —Era la dueña de la pensión.

—Estoy despierto —respondió Júlio al cabo de unos segundos sin saber qué decir.

—¡Es casi mediodía! ¡No has salido de ahí desde ayer! El comisario te ha dejado aquí un dinero.

El joven se animó. Con dinero podría salir a comer algo y acabar con aquella hambre canina. Abrió la puerta y recibió ciento cuarenta cruceiros en billetes sujetos con una cinta roja de nailon. Era el pago por los siete días de trabajo en la jungla del Araguaia. El muchacho nunca había visto tanto dinero junto, ni siquiera tenía noción de qué podía hacer y comprar con todo aquello. Le dio las gracias a la dueña de la pensión, que le pareció más simpática que el día anterior.

—¿Cuánto cree que necesito llevarme para comer? —preguntó.

—¿Te refieres al dinero? ¿A cuánto dinero te vas a gastar en comer?

—Sí, señora. ¿Cuánto?

—¡Hijo mío, con diez cruceiros puedes comer hasta reventar! —respondió la mujer.

Júlio sacó diez cruceiros y se los metió en el bolsillo. Envolvió el resto en un trozo de papel que recogió del suelo de la habitación y se lo metió en los calzoncillos. Nada lo separaría de ese paquete. Se puso la camiseta y salió de la pensión. Iba caminando por la calle cuando vio algo que no olvidaría jamás. Era un monstruo de hierro enorme de una forma parecida a la de una libélula. Lo más increíble era que no tenía alas. «¿Cómo puede volar ese trasto?», pensó. Alguna vez había visto aviones surcar el cielo de la selva, pero aquello realmente no era un avión. Siguió con la vista aquel monstruo hasta que desapareció en el horizonte. En un bar a unos doscientos metros de la pensión, comió un arroz pasado con judías y pollo asado. El arroz de doña Marina era infinitamente más sabroso. Para acompañar la comida tomó dos botellas de Coca-Cola. Mientras comía, no dejó de pensar en el extraño objeto que acababa de ver sobrevolando Xambioá. Estaba pagando los cuatro cruceiros de la comida —hasta le pareció barata— cuando un chico vestido con uniforme del ejército lo abordó.

—¿Eres el sobrino del soldado Cícero?

—Sí —respondió Júlio, que se alegró de hablar con alguien que parecía conocerlo.

—El comisario Marra te está esperando en la comisaría. ¿Vamos?

Júlio se pasó el resto de la tarde acompañando a Marra por la ciudad y así fue como se enteró de que toda aquella tropa de militares que infestaba Xambioá pertenecía a las tres Fuerzas Armadas: ejército, marina y aviación. Todos estaban allí para luchar contra los comunistas. Visitó las bases militares improvisadas por la ciudad. El campo de fútbol se había transformado en una pista de aterrizaje con una garita grande, capaz de albergar hasta treinta hombres. También hacía las veces de ambulatorio y servía de dormitorio para algunos reclutas. Allí aprendió que el monstruo volador que había visto antes tenía el complicado nombre de helicóptero. «Un día volarás en un trasto de esos, Julão», le dijo el comisario. Al joven le pareció una idea interesante, aunque no sabía si se atrevería a montarse en aquel armatoste.

Los cinco días siguientes, la rutina de Júlio no fue muy diferente. Se pasaba la mayor parte del tiempo deambulando por la ciudad, casi siempre solo. Todavía no se había acostumbrado al intenso vaivén de todoterrenos y camiones militares. Diariamente hacía una visita de diez o quince minutos al comisario Marra en la comisaría para saber si ya se había decidido el día de la siguiente incursión del grupo en la selva del Araguaia. Un día, al final de la tarde, Júlio se encontraba junto a la pista de aterrizaje viendo cómo se posaba un helicóptero y preguntándose cómo podría volar aquel trasto con tanta elegancia sin tener alas. Por primera vez, se acercó para ver el aterrizaje de cerca. El helicóptero estaba a unos diez metros del suelo de tierra cuando sus hélices levantaron una densa cortina de polvo rojizo. Angustiado, Júlio cerró los ojos con fuerza, a la vez que se sacudía el polvo con las manos. Tosía nerviosamente. El sabor a tierra en la boca era algo nuevo para él. Estuvo salivando y escupiendo con náuseas hasta poco antes de llegar a la pensión, veinte minutos después.

En el trayecto desde la base militar hasta el hostal paró en una panadería y compró cuatro panecillos franceses, doscientos gramos de queso y dos botellas de Coca-Cola. Esa era su cena de cada noche. Beberse los dos refrescos era un lujo del que jamás había disfrutado en Porto Franco. Sus padres siempre le decían que había cosas más importantes que comprar, como alubias, sal, azúcar y aceite. «La Coca-Cola es para los ricos», repetía el señor Jorge. Ahora, gracias al trabajo que realizaba para el ejército, podía beberse cuantas quisiese. Se sentía rico, pero seguía estando triste. No pasaba una noche sin pensar en Ritinha. Habría dado cualquier cosa por ver a su chica o, al menos, por hablar con ella. Los labios carnosos, los senos firmes, la piel lisa y el culo torneado de la joven no se le borraban de la cabeza. Con todo, aquel sufrimiento tenía una razón. Después de la misión en el Araguaia, volvería a la región en la que había nacido con el dinero suficiente para casarse con Ritinha.

A la mañana siguiente se despertó con unos golpes que parecían querer derribar la puerta de madera de su habitación. Reconoció la voz del comisario Carlos Marra.

—¡Vamos, Julão! ¡Levántate, chico, que ya son las seis! —gritaba el comisario.

—¡Ya voy! —respondió el muchacho saltando de la cama y sin entender qué hacía Marra tan temprano en la pensión.

Era el martes 11 de abril de 1972. Exactamente una semana después, Júlio Santana protagonizaría un episodio que ha entrado en los anales de la historia contemporánea de Brasil: la captura del guerrillero José Genoino Neto, quien, diez años después, sería elegido diputado federal por el Partido de los Trabajadores (PT) en São Paulo y se convertiría en uno de los políticos más influyentes y respetados del país.

Ya despierto por la llamada del comisario, Júlio cogió una bolsa de plástico con una muda de ropa —unos pantalones y una camiseta— y salió de la habitación comiéndose un panecillo que le había sobrado la noche anterior. En la calle, un todoterreno lo esperaba con el motor en marcha. La expresión que leyó en los ojos de Marra no le gustó. Todavía se estaba acomodando en el asiento trasero cuando el comisario dijo:

—Julão, si quieres trabajar con nosotros tienes que ser más responsable.

—No lo entiendo, comisario —respondió, frotándose los ojos por el sueño y con el coche ya en movimiento.

—Te dije que estuvieras preparado a las cinco y media. Hemos llegado a la pensión a las seis y todavía estabas durmiendo. Eso no puede ser.

—No me dijo nada, señor.

—Mandé al soldado Santos para que te avisara.

—Entonces, échele la bronca a él porque a mí nadie me ha dado ningún recado, señor. No sé quién es ese tal soldado Santos.

Tras la explicación del muchacho, Marra ordenó al conductor del vehículo que se dirigiese a la comisaría. Al llegar, se apeó y le dijo a Júlio que hiciera lo mismo. Entraron. El soldado Santos, convencido de que el comisario ya se había ido a la selva, descansaba con los pies encima de la mesa. Al ver entrar a Marra, Santos se incorporó de un salto y se cuadró.

—¿Qué postura es esa, soldado? ¿Acaso te crees que estás en tu casa? —se quejó Carlos Marra.

El soldado no dijo nada, solo bajo la cabeza. El comisario prosiguió:

—¿Qué fue lo que te mandé hacer anoche?

—Que fuera a la pensión a dejar un recado al sobrino de Cícero —respondió el soldado, que seguía mirando al suelo.

—Muy bien. Pues acabo de venir de la pensión y sé que no apareciste por allí. El chico no sabía que tenía que estar listo a las cinco y media. Ahora, dime: ¿qué debo hacer contigo? —le preguntó Marra, que, aunque claramente irritado, seguía hablando con esa voz tan serena que lo caracterizaba.

—No sé, señor.

—¡Pues yo sí que lo sé! ¡Te vas quedar en el calabozo hasta que vuelva de la selva y después desaparecerás de aquí! ¡No quiero volver a verte por Xambioá!

—Pero, comisario, yo…

—¡No hay peros que valgan, desgraciado! Y si vuelves a decir otra tontería, será peor para ti…

Dada la mesura que siempre había demostrado Carlos Marra, Júlio no se imaginaba que pudiera ser tan duro e incluso tan cruel. Meter al soldado Santos en la cárcel y después echarlo de Xambioá solo porque se había olvidado de dar un recado le pareció un castigo demasiado duro. Con todo, no estaba allí para replicar las decisiones de Marra. Había otro asunto que lo intrigaba más.

—Señor comisario, ¿por qué el soldado Santos se ha cuadrado al verlo? Eso de cuadrarse solo es cosa de militares, ¿no? —preguntó.

—Así es, Julão —respondió Marra, sonriendo—. Es que yo también soy militar; soy sargento del ejército.

—¿De verdad? ¿Y por qué no lleva uniforme?

—Porque no me gusta y para el trabajo que hago en Xambioá no es necesario. En la operación que desplegamos en la selva, llevar uniforme puede asustar a los habitantes de la región. Por eso prefiero ir así, de paisano.

—¡Qué curioso! ¡Y yo que lo daría todo por poder llevar esa ropa de militar!

—¿Ah, sí? Cuando ya te vayas de Xambioá te daré un uniforme.

—¿Me lo dice en serio? —preguntó Júlio inclinándose hacia delante en el asiento trasero del coche y acercándose al hombro izquierdo de Marra.

—Claro. ¡Cuenta con ello!

Llegaron a orillas del río Araguaia. Los estaban esperando el mismo barquero de hacía una semana, sentado en la misma canoa a motor, y cuatro hombres más. Los tres que habían participado en la primera misión —Ricardo, Emanuel y Forel— y uno nuevo, cuyas canas y patas de gallo hicieron suponer a Júlio que tendría entre treinta y cuarenta años. «Julão, este es Tonho», dijo Ricardo. Los dos se saludaron con un gesto con la cabeza. Durante el recorrido hasta la zona del río Gameleira, el grupo charlaba sobre mujeres, fútbol y comunistas. Tonho no decía ni mu. Se reía bastante y demostraba interés por los asuntos que se comentaban, pero no emitía opinión alguna. Era un negro musculoso, casi calvo, de ojos saltones y nariz ancha, cuyos brazos llamaron la atención de Júlio. «El brazo de ese tío es dos veces el mío», le comentó Júlio al comisario. El silencio de Tonho intrigó tanto al muchacho que llegó a preguntar a Ricardo si el nuevo integrante del equipo era mudo. «¡Qué va! Sí que habla, sí. Tú mismo comprobarás después por qué se muestra tan callado», respondió Ricardo, y soltó una larga carcajada.

En la embarcación había un saco de estopa grande con las vituallas: cinco kilos de carne seca, dos latas de salchichas, un kilo de azúcar moreno, un kilo de harina de mandioca, dos de arroz y uno de sal gorda. Según los planes del comisario Carlos Marra, esa misión acabaría el 17 de abril. Serían seis días de caza y captura de comunistas. Además de los alimentos y de las armas, también llevaban algunos medicamentos y media docena de camisas del ejército, todas de manga larga. Las medicinas y la ropa las usarían para convencer a los habitantes de la región de pasarles información sobre la localización de los guerrilleros.

La primera noche de la operación, Júlio descubrió la razón del silencio de Tonho. Después de montar la tienda en la que dormirían, todos fueron a darse un baño al río, excepto Tonho, que se quedó preparando la cena: arroz con carne seca. Por vergüenza a que lo vieran desnudo, Júlio era siempre el primero en entrar al agua y el último en salir. Cuando el grupo ya había empezado a comer, a Tonho le tocó el turno de bañarse. Justo en ese momento, Júlio se preparaba para salir del río de aguas tibias. Tonho estaba a pocos metros de Júlio cuando el delegado le gritó desde lejos, a unos treinta metros de distancia.

—¡Tonho, tráeme el reloj, que me lo he olvidado ahí! —dijo Marra.

—¿Dónde está, comisario? —preguntó Tonho con una voz fina y áspera.

—Está cerca de una piedra grande, a la izquierda del camino.

—De acuerdo, después del baño se lo llevo.

Además de una voz estridente, Tonho tenía otro problema: era gangoso. A Júlio le entraron unas ganas locas de reír, pero no quería inhibir al compañero. Nunca había oído hablar a nadie con un tono de voz tan raro y divertido. Mucho menos aún procedente de un tipo del tamaño y del porte de Tonho. La «b» que salía de su boca tenía un sonido mucho más cercano a la «m». «Parece un pato hablando», le diría Júlio a Ricardo más tarde. Mordiéndose los labios para disimular las ganas de reírse, Júlio salió del agua, se puso los pantalones atropelladamente y echó a correr hacia el campamento sin ni siquiera mirar a Tonho. En la tienda cogió la camiseta que acababa de lavar y se la metió en la boca para desternillarse con ganas sin llamar la atención del grupo. Se rio tanto que hasta se le saltaban las lágrimas. Forel, que estaba cenando con los demás, oyó un ruido raro procedente de la tienda y fue a mirar. Creyó que Júlio lloraba. «¿Qué te pasa, chico? ¿Por qué lloras?», le preguntó. Fue suficiente para que Júlio no aguantase más. Se quitó la camiseta de la boca y se carcajeó como pocas veces volvería a hacerlo en la vida. Se encogió en el suelo en posición fetal con las manos en la barriga: «¡Ay, Dios mío. Ay, Dios mío!», exclamaba el muchacho, casi sin aliento entre una carcajada y otra.

—¿Qué pasa ahí dentro, Forel? —quiso saber el comisario.

—Nada, señor. ¡Al parecer, el chaval ha oído a Tonho hablar y se está descojonando! —respondió, dándole una colleja a Júlio. Antes de regresar a la hoguera donde el resto del grupo cenaba, le advirtió—: Lo mejor es que te rías ahora todo lo que puedas porque, si lo haces delante de Tonho, te matará.

Ni la advertencia amenazadora pudo contener las risotadas de Júlio, que siguió tronchándose hasta perder las fuerzas. A partir de esa noche, evitaría mirar de frente a Tonho. No le dirigía la palabra por nada y, siempre que el gangoso amenazaba con abrir la boca, él se alejaba.

Los cinco días siguientes, la rutina del grupo se mantuvo sin alteraciones: días enteros de caminatas por la densa espesura del Araguaia bajo un calor insoportable y los ataques constantes de los insectos. Ya habían hablado con algunos habitantes de la región —la mayoría campesinos— e incluso los habían sobornado con medicinas y ropa. Muchos les prometieron mantenerse atentos para ayudarlos en operaciones futuras. Pero, en aquel momento, declararon que no sabían nada.

El domingo 16 de abril, se les acabó la comida. Los hombres estaban exhaustos y desanimados al ver que el trabajo no surtía efecto. Ni siquiera habían visto un solo guerrillero. Júlio, que guiaba al equipo por la selva, ya había empezado a pensar que esas historias de los comunistas no eran más que habladurías. Al final de la tarde, bajo las órdenes del comisario Marra, el muchacho guio al grupo hasta la casa de Pedro Mineiro, un campesino y pequeño propietario de unas tierras en las que ya habían estado hacía dos días. Mineiro era uno de los que se habían comprometido a ayudar al ejército en la busca y captura de los guerrilleros. En el camino hasta las tierras del agricultor, Marra se torció un pie con la raíz de un árbol y empezó a andar con dificultad. Aquella noche, él y sus hombres cenarían y dormirían en casa de Pedro Mineiro. El campesino, nacido en el estado de Minas Gerais, vivía en la región del río Gameleira desde hacía unos diez años. Tenía cuarenta y dos años, era esbelto, medía casi un metro noventa de altura y tenía un pelo fino y rubio que se peinaba hacia atrás. La barbilla alargada y puntiaguda le proporcionaba al rostro una forma triangular. En sus tierras criaba media docena de vacas y unos cuantos cerdos y gallinas.

—¡Hola, Mineiro! —lo saludó el comisario al acercarse a la casa de madera en la que vivía con su mujer y dos hijos pequeños.

—¡Hola, comisario! ¿Busca alojamiento? —preguntó el hombre adivinando la intención de Marra.

—Eso mismo. Enseguida caerá la noche y estamos muertos de cansancio y sin comida. ¿Nos puedes echar una mano?

—Por supuesto, ya sabe que siempre puede contar conmigo.

—Gracias, Mineiro.

—De nada. ¿Después me podrá dar algo más de ropa del ejército? Es estupenda para andar por la selva.

—¡Claro, hombre! La próxima vez que aparezca por aquí, te traeré dos pantalones y dos camisas.

Esa noche cenaron pollo guisado con patatas y arroz. Júlio se comió tres platos. Durante la cena, Carlos Marra comentó que sus hombres y él regresarían a Xambioá a la mañana siguiente. Sin embargo, Pedro Mineiro dijo algo que al comisario le hizo cambiar de idea.

—Creo que debería quedarse unos días más por aquí —afirmó Mineiro.

—¿Por qué? —preguntó Marra.

—Un vecino me ha dicho que ha visto a unos guerrilleros por Caianos —respondió el campesino, refiriéndose a una pequeña población de la zona.

—¿Cuándo, Mineiro?

—Ayer, comisario. Por eso le he dicho que creo que, si usted y sus hombres exploran directamente esa zona, atraparán a esos sinvergüenzas.

—Si decido quedarme unos días más, ¿nos proporcionarás techo y comida? Después te lo pagaré todo.

—Claro, comisario. Pero no tiene que pagarme nada. Ya sabe que estoy aquí para ayudar a expulsar a esos comunistas.

Marra y su grupo ataron sus hamacas en el porche de la casa. Poco antes de dormirse, el comisario les recordó que, en caso de que viesen algún guerrillero, no debían, de ninguna manera, disparar a matar. El objetivo era capturar a los comunistas para interrogarlos. Solo así sabrían dónde se localizaban las bases de apoyo al movimiento y el ejército podría, entonces, acabar de una vez por todas con la guerrilla. «Por eso, disparad solo si estáis completamente seguros de que no vais a matar a nadie», ordenó el comisario.

A las siete de la mañana del día siguiente, Carlos Marra decidió probar la puntería de sus hombres. Quería saber quién de ellos tenía mejor tino. Pusieron una lata de aceite a unos veinte metros de distancia y empezaron a disparar de uno en uno. El que fallara, saldría del juego. Todos acertaron en la lata con el primer disparo. Aumentaron la distancia a veinticinco metros. Forel y Ricardo fallaron. El juego continuó entre Júlio, Emanuel y Tonho, el gangoso. A treinta metros de distancia de la lata, Emanuel, el primero en disparar, falló. A Júlio, después del sorteo de posiciones, le había tocado el segundo. Como les había contado muchas historias de sus cacerías en la selva en las que mataba animales a más de cincuenta metros de distancia, no quería fallar. Además, se sentía en la obligación de demostrarle al comisario que su tío no lo había recomendado para ese trabajo porque sí.

Se apoyó la culata de madera de la escopeta calibre 20 en el hombro derecho. Respiró profundamente y contuvo la respiración. Apretó el gatillo y vio la lata salir por los aires lejos del tronco en el que estaba apoyada. Júlio se sintió aliviado y orgulloso. Tonho también acertó. Entonces la lata se colocó a treinta y cinco metros para los dos últimos tiradores. Júlio sería el primero. Hasta entonces solo había disparado de pie, pero en ese momento le preguntó a Carlos Marra si podía hacerlo agachado, como hacía cuando iba de caza. «Hijo mío, si aciertas en el blanco, puedes incluso tirar cabeza abajo», respondió el comisario, lo que desató las carcajadas del grupo. El muchacho hincó la rodilla izquierda en el suelo y apuntó al centro de la lata. Sin saber por qué, se acordó del día en que había matado a Amarelo ocho meses antes.

Júlio apuntaba y veía el cuerpo del pescador ensangrentado. La vegetación cerrada que se levantaba por detrás de la lata como una muralla verde lo remitía al escenario en el que había matado a Amarelo. Tenía que calmarse. Sabía que, si disparaba en ese estado, no daría en el blanco. Cuanto más intentaba tranquilizarse, más tenso se ponía. Estaba de rodillas, apuntando a la lata desde hacía dos o tres minutos cuando oyó la voz chillona y gangosa de Tonho: «¡Madre mía! ¡El chico se ha frenado!». Júlio intentó contenerse, pero no pudo. Tiró la escopeta al suelo y se echó a reír. A Tonho, situado dos metros por detrás del muchacho, no le gustó la escena. «¡Te estás riendo de mí! ¿Eh? ¿Te estás riendo de mí?», le gritó. Pero Júlio no podía parar. Tendido en el suelo, se sujetaba la barriga y se retorcía a carcajada tendida. Y lo peor para Tonho fue que todos los otros hombres del grupo también empezaron a reírse.

—Tiraré primero, mientras ese idiota sigue riéndose ahí —dijo Tonho inclinándose para coger la escopeta que Júlio había tirado al suelo.

—¡No! ¡Yo dispararé primero! —dijo el muchacho y estiró el brazo hasta alcanzar la culata del arma, sin parar de reír.

La manera de hablar de Tonho le resultaba a Júlio tan rara y graciosa que, de repente, se olvidó del día en que había cometido el primer homicidio de su vida. Todavía riéndose, pero de manera más controlada, retomó la posición anterior. Miró fijamente la lata y disparó. El tiro fue certero. Júlio escuchó que el comisario Marra, situado unos metros más atrás, comentó con alguien: «Este muchacho es muy bueno; Cícero ya me lo había dicho», y se sintió halagado por el elogio. Tonho, molesto por las risotadas de sus compañeros, tomó el arma rápidamente, apuntó y disparó. La lata ni se movió. «¡He fallado por culpa de ese chaval, que me ha estado tocando los huevos!», dijo. «¡Es un…!». Antes de que Tonho siguiese insultando al chico, el comisario lo interrumpió.

—¡Escuchadme todos! ¡Ya basta! —ordenó Carlos Marra—. Quiero que prestéis mucha atención a lo que voy a decir ahora. Como ha quedado probado, Julão es el que mejor puntería tiene del grupo. Si nos encontramos con algún comunista y hay que disparar, quien tirará primero será él.

—Pero, señor comisario… —refunfuñó Tonho.

—¡No hay peros que valgan, Tonho! ¡No hay más que hablar! ¡Y ay de quien me desobedezca! Julão disparará primero. Si falla, cada uno de vosotros tendrá su oportunidad. ¡No quiero oír a nadie quejándose ni ver malas caras! Tenemos que trabajar coordinados y ayudarnos los unos a los otros.

Júlio lo escuchaba todo mirando al suelo, pero se sentía orgulloso.

Después de la disputa del tiro al blanco, Marra y su grupo desayunaron y abandonaron la casa de Pedro Mineiro. Al irse, el comisario dio una orden al campesino: «Dile al personal del ejército que necesito un helicóptero mañana a primera hora de la tarde. Si no estamos aquí de vuelta, en tu casa, deberán ir a buscarme a mí y a mis hombres a la selva». Mineiro no preguntó nada, solo le dijo que haría lo que le pedía. Júlio escuchó la conversación callado, pero quiso saber para qué quería el helicóptero el comisario.

—El dolor de pie me está matando, Julão. No quiero pasarme dos días más caminando por la selva hasta llegar a Xambioá. En helicóptero volveremos a casa rápido y sin esfuerzo —dijo Marra.

—Si puede ser, ¿me dejará volver igual que vinimos, caminando y en barco?

La pregunta del muchacho hizo sonreír al comisario.

—Claro, chico. Puedes hacer lo que quieras, pero te aseguro que viajar en helicóptero no tiene ningún peligro. Confía en mí.

—No sé, señor comisario. No sé.

—Además… ni siquiera sé si ese helicóptero aparecerá. A lo mejor Mineiro no puede dar el recado a los hombres del ejército y puede que no haya ningún helicóptero disponible.

—¡Dios lo quiera!

Por si tenían que pasar la noche en la selva —lo que ninguno de ellos quería—, llevaban las hamacas y una gran olla de hierro llena de arroz, harina de mandioca frita con huevo y unos trozos de carne seca asada. En la mochila de Tonho había un poco de café, un puñado de sal gorda, media docena de limones y tres latas de sardinas que Pedro Mineiro había ofrecido al grupo. El comisario iba montado en un caballo que también le había prestado el agricultor. Júlio sabía que, con esa barriga que no le cabía en los pantalones, Carlos Marra no podría aguantar el día entero caminando por la selva cerrada tal y como habían decidido hacer. Alrededor de las dos de la tarde encontraron huellas recientes en las proximidades del río Gameleira. Por el tamaño y la distancia entre una huella y otra, Júlio dedujo que eran de un hombre de un metro ochenta de estatura aproximadamente. El hecho de que el individuo llevase zapatos llamó la atención del comisario. «La gente de aquí suele ir descalza», afirmó. Siguieron el rastro, que se alejaba cada vez más del río Gameleira. En determinados puntos, la vegetación densa y las hojas secas que tapizaban el suelo dificultaban el trabajo de Júlio. En esas circunstancias, tomaba como referencia para la persecución las ramas rotas o torcidas, indicadoras de que alguien había pasado por allí. A continuación, un poco más adelante, volvía a identificar las huellas del hombre a quien querían encontrar.

Serían alrededor de las cuatro de la tarde cuando una lluvia fina empezó a lavar la selva. Un problema añadido. En poco tiempo, el agua borraría las huellas. Para seguir el rastro o, al menos, llegar lo más cerca posible del sospechoso, Júlio aceleró el paso. Menos de media hora después, el comisario se quejó de cansancio.

—¡Nadie puede seguir tu carrera, Julão! —dijo Marra.

—¡Yo sí puedo! —respondió Tonho.

Júlio estaba tan concentrado en seguir el rastro que esta vez la voz gangosa y estridente de su compañero no le hizo gracia.

—Comisario, ¿puedo hacerle una sugerencia? —preguntó Júlio.

—Claro, muchacho.

—Quédese aquí con el grupo y yo seguiré las huellas para ver si encuentro a ese tipo. Después volveré y le cuento qué he visto.

—No sé, chico. ¿Y si te encuentras con ese cabrón y resulta ser un comunista?

—No pasará nada, le diré que soy un habitante de la región, que soy sobrino de Mineiro. Después volveré aquí y entonces lo perseguiremos todos —dijo Júlio tranquilo y seguro.

—Muy bien, Julão. Me gusta la idea. Puedes perseguirlo. Mientras tanto, nosotros montamos las hamacas y encendemos fuego para calentar la comida. No tardes mucho. Si consideras que ese cabrón está muy lejos, vuelve aquí.

—De acuerdo, comisario —dijo Júlio y echó a correr, aunque aún pudo oír a Ricardo decir: «Ese chaval es un hacha».

Júlio corría como había aprendido a hacer desde pequeño en la selva de Porto Franco. Miraba hacia delante y mapeaba la disposición de los árboles de los diez metros siguientes. A continuación, dirigía la mirada al suelo en busca de huellas y de raíces grandes que pudieran derribarlo. Estaba completamente convencido de que el hombre a quien perseguía no podría desplazarse a la misma velocidad que él. Estaba decidido a regresar donde se habían quedado el comisario Marra y los otros hombres con la noticia de que había encontrado al sospechoso. La lluvia seguía cayendo, fina e impertinente. Cuanto más se mojaba la tierra, más dificultades tenía para identificar el rastro de los pasos del hombre al que perseguía. Ya empezaba a oscurecer cuando divisó un claro de unos veinte metros cuadrados abierto en plena selva con una barraca de madera y paja construida en el centro. Cuando comprobó que no había nadie en la cabaña —solo un perro tumbado debajo de un taburete de madera—, siguió con la persecución. Menos de dos kilómetros después avistó un poblado con media docena de casas de madera. En la primera, un hombre de pelo y barba canosos se encendía un cigarrillo asomado a la ventana. La luz tímida del quinqué colgado en el techo no permitía que el muchacho distinguiera su cara con nitidez. Antes incluso de que Júlio se dirigiera a él, como era su intención, el anciano dijo con voz grave:

—¡Sal de la lluvia, chico, que acabarás pillando un resfriado!

—No puedo. Estoy buscando a un amigo —respondió, secándose el agua de los ojos y sacudiéndose el pelo empapado con las manos.

—¿Tienes un amigo por aquí?

—No es de aquí. Estábamos cazando y lo he perdido.

—¿Cazando? ¿Y cómo es que cazas sin arma, chico?

Solo entonces Júlio se dio cuenta de que con las prisas se había dejado la escopeta donde estaban el comisario y el resto del grupo. No sabía qué decir. Miró al hombre que tenía delante sin decir ni mu. Avergonzado, bajó la mirada al suelo.

—A ver, chaval, a mí no me engañas —le dijo el anciano, y Júlio levantó la cabeza rápida y nerviosamente.

—¿Cómo dice? —preguntó Júlio.

—Sé lo que quieres saber. Y lo que quieres saber es el paradero de tu amigo comunista, ¿no?

Júlio no supo reaccionar. Estaba bloqueado.

—Hace unos veinte o treinta minutos, uno de esos chavales comunistas ha pasado por aquí y me ha preguntado si alguien sabía dónde estaban los paulistas de Caianos.

Júlio ya sabía que «paulistas» era la forma en que los habitantes del Araguaia designaban a los guerrilleros debido a que la mayoría era de São Paulo. Sin embargo, no tenía ni idea de lo que eran esos «Caianos» y tampoco se atrevía a preguntarlo. Si lo hacía, le revelaría al anciano que no formaba parte del movimiento contra la dictadura militar.

—Tiene razón, así es. Perdone que le haya mentido. ¿Sabe hacia dónde ha ido mi amigo? —dijo el muchacho.

—No, hijo mío. Como nadie supo decirle dónde estaban los paulistas de Caianos, volvió a adentrarse en la selva y se marchó.

—¿En qué dirección? ¿Pudo verlo?

—Fue hacia el mismo sitio del que has venido tú. ¡Si la selva no fuese tan grande, creo que os habríais cruzado! —dijo el anciano.

—Gracias. Me ha ayudado mucho. Solo una cosa más.

—Dime.

—¿Puede darme un vaso de agua?

Una vez saciada la sed, Júlio retomó la senda, corriendo más rápido aún que cuando había venido. Temía que el comunista llegase donde estaban sus amigos y los sorprendiera o que el grupo capturase al guerrillero sin que él estuviese cerca. Incluso bajo la luz penumbrosa de la noche, Júlio se manejaba por la selva sin dificultad. Reconocía cada metro del recorrido que había hecho. Sin parar ni siquiera a orinar, como el cuerpo le pedía con insistencia, llegó donde estaban acampados Marra y los demás hombres. A diferencia de lo que había imaginado —y, por extraño que parezca, hasta lo deseaba—, no se topó con el comunista por el camino. Sin embargo, se sentía orgulloso, satisfecho. Traía una información que creía muy útil para el comisario. Entusiasmado, le contó al grupo lo sucedido. Lo narraba todo de pie, haciendo aspavientos. Y hasta exaltó sus cualidades como conocedor de la selva al decir que había corrido como un jaguar. También dijo algo que impacientó al grupo aún más de lo que estaba.

—Me parece que ese cabrón está volviendo al mismo sitio del que salió. Creo que pasará por aquí.

—¿Y si ya ha pasado? ¿Y si ha hecho el trayecto corriendo como tú? —preguntó Emanuel.

—Lo dudo —puntualizó Júlio—. No sabe que lo están siguiendo y, aunque lo supiera, dudo que pudiera correr más deprisa que yo.

—No sé —replicó Emanuel.

—Los hombres son como los animales, Emanuel. Solo corren si saben que los persiguen o que están en peligro. Como ese comunista no sabe que vamos detrás de él, seguro que está la mar de tranquilo. Debe de haber parado para dormir y retomará la marcha por la mañana —dijo Júlio con una firmeza tal que hasta él mismo se sorprendió.

—Creo que el chico tiene razón —decidió el comisario—. Vamos a cenar ahora mismo y a intentar dormir. Mañana nos despertaremos muy temprano.

Poco antes de las cinco de la mañana del martes 18 de abril de 1972, Carlos Marra y su grupo ya estaban de pie. Tonho encendió el fuego para recalentar el café. Comieron arroz con harina de mandioca frita y carne seca, descolgaron las hamacas de los árboles, lo guardaron todo en el saco de estopa y empezaron la caza y captura del guerrillero. El comisario acató una sugerencia de Emanuel y ordenó a sus hombres que caminasen lado a lado dejando entre sí una distancia aproximada de cinco metros. De ese modo, cubrirían un área mucho más grande que en fila india. Ricardo era el último a la izquierda y tiraba de la cuerda del caballo. Júlio, considerado por Marra como el experto conocedor de la selva, iba en el centro con el comisario a la derecha.

La tierra todavía estaba húmeda por la lluvia de la víspera. A Júlio le encantaba el olor a tierra mojada. Se sentía como en casa. Sus ojos escudriñaban cada metro de la selva. Un poco más adelante, a la izquierda, oyó un ruido y levantó el brazo izquierdo para indicar, como habían establecido antes, que todos debían pararse. Júlio señaló hacia donde venía el ruido. Con las palmas de las manos vueltas hacia abajo siguió avanzando a pasos lentos y silenciosos. Miró hacia atrás y, con la mano derecha, pidió que todos se agacharan. Júlio siguió avanzando en cuclillas, lentamente y en silencio. Cuando Marra se acercó a él, el joven señaló la parte de atrás de un árbol, una caoba de unos treinta metros de altura. El comisario dijo que no veía nada y Júlio volvió a señalar. Era un tapir, de los grandes.

—¿Y a mí qué me importan los tapires, Julão? —le espetó Carlos Marra.

—Solo quería enseñárselo para que comprobase que lo veo todo. Si fuese el comunista, también lo habría visto —le explicó el muchacho.

—Muy bien, pero olvídate de los bichos. ¡Lo que quiero es que encuentres a ese cabrón!

No pasó mucho tiempo antes de que la orden del comisario se cumpliese. Menos de treinta minutos después, alrededor de las seis de la mañana, Júlio volvió a levantar el brazo izquierdo. Todos pararon. Miró al comisario y susurró: «Veo a un tío por ahí delante». Cojeando, Marra se acercó al chico. El hombre caminaba por una senda a unos cien metros por delante de ellos. Vestía un pantalón oscuro y una camisa clara de un tono azulado, de manga larga, arremangada hasta un poco por encima del codo. Era delgado y medía cerca de un metro ochenta de estatura. Llevaba el pelo corto, desgreñado, y una barba rala en una cara fina y cuadrada. En la mano derecha sostenía una bolsa de plástico. Caminaba despacio, cosa que al comisario le pareció una señal de tranquilidad. «Tal y como dijiste, Julão, no tiene la menor idea de que lo están siguiendo», dijo Marra. Persiguieron al hombre hasta llegar a una zona de vegetación baja. Había llegado el momento de abordarlo. El comisario, Júlio y Emanuel iban a la cabeza. Tonho y Ricardo, que tiraba del caballo, iban un poco más atrás. Cuando se acercaron, Marra le dijo a Júlio: «Conozco a ese tío». Esa afirmación confundió al muchacho. ¿Cómo era que el comisario conocía a un comunista fugitivo en la selva? Sin embargo, no era momento para preguntar.

—¡Buenos días, Geraldo! —dijo Carlos Marra con su voz serena de siempre. El hombre se volvió, sorprendido.

—¡Buenos días, comisario! ¿Qué está haciendo por aquí? —respondió.

Marra y Geraldo se conocían de Xambioá. De vez en cuando, Geraldo, un joven de veinticinco años, aparecía por la ciudad para comprar víveres y munición para su escopeta y su revólver. A todos les había dicho que era agricultor y que vivía en una casa de madera cubierta de paja a orillas del río Gameleira desde hacía dos años. Geraldo había nacido en Quixeramobim, en el interior del estado de Ceará, y era, en realidad, José Genoino Neto, estudiante de Filosofía y Derecho en la Universidad Federal de Ceará. Estaba afiliado al Partido Comunista de Brasil (PCdoB) y había abandonado su vida en Fortaleza para luchar en el movimiento armado contra la dictadura militar. Era uno de los cerca de setenta guerrilleros que actuaban en la selva del Araguaia. Aquella identidad falsa era imprescindible para poder circular entre los habitantes de la región sin ser reconocido como comunista y capturado por el ejército. Su acento nordestino ayudaba bastante en ese sentido.

—Estamos buscando a un comunista que anda por aquí —dijo el comisario.

—Usted ya sabe que yo no tengo nada que ver con eso, solo soy agricultor —dijo Genoino.

—Pues yo creo que estás implicado con esos comunistas. Vas a venirte con nosotros a Xambioá. Quiero que nos acompañes.

—¿Y por qué, comisario?

—Si no has hecho nada malo, no tienes de qué preocuparte. Ricardo, ¡ata a ese hombre! —ordenó Marra.

Con un extremo de la cuerda, Ricardo ató las manos de Genoino; el otro se lo entregó al comisario, que se subió al caballo. Carlos Marra echó a andar tirando del guerrillero por una senda de la selva. Júlio, Ricardo, Emanuel, Tonho y Forel caminaban por delante del caballo, felices de poder regresar a Xambioá. Ya estaban hartos de caminar tantos días por la jungla bajo nubes de insectos, de dormir al raso y de malcomer. Sin embargo, cinco minutos después de haberlo amarrado, Genoino logró soltarse de la cuerda de Carlos Marra y, con las manos aún amarradas, echó a correr y se adentró en la espesura de la selva. El comisario lo mandó parar una, dos, tres veces. Pero no sirvió de nada.

—¡Voy a ordenar abrir fuego, Geraldo! —gritó el comisario.

—¡Puede disparar! —respondió Genoino sin volver la vista atrás.

Entonces el comisario golpeó fuerte a Júlio en el hombro.

—¡Julão, derriba a ese cabrón!

—¿Cómo? —preguntó el muchacho.

—¡Que dispares a ese cabrón inmediatamente antes de que huya, pero recuerda que lo quiero vivo!

Rápidamente, Júlio cogió la escopeta que llevaba colgada al hombro y se agachó. Apoyó la rodilla izquierda en la tierra húmeda y el codo derecho en la otra pierna. Ya tenía al hombre en el punto de mira, pero Genoino corría zigzagueando y Júlio no quería errar el tiro o, peor aún, matarlo. El fugitivo seguía corriendo. Nervioso, Marra preguntó a Júlio si iba a disparar o a dejar que el comunista se escapara. El muchacho no respondió. Apuntó a la espalda de Genoino, un poco por debajo de la línea del cuello, a la derecha, y esperó el momento perfecto para el disparo. Tenía que esperar el instante exacto en que ningún árbol pudiese servir de escudo al guerrillero. Cerró el ojo izquierdo, inspiró hasta que sintió que los pulmones se le llenaban de aire y contuvo la respiración. Al apretar el gatillo, vio que su presa se movía hacia la izquierda. La bala le dio de refilón en el hombro derecho.

Genoino sintió como si una navaja le rajase el brazo. Estaba tan aturdido que no estaba seguro de lo que le había pasado. Soltó la bolsa de plástico que llevaba y se llevó la mano izquierda a la herida. La manga de la camisa se le empapó de sangre. Jadeante, corrió unos veinte metros más y se dejó caer en unos matorrales con la esperanza de esconderse de sus perseguidores. Apretando los ojos y los dientes de dolor, se echó unos matojos y unas hojas por encima. Júlio, después del disparo, todavía se mantenía inmóvil con la mirada clavada en el fugitivo.

—¿Le has dado a ese cabrón, Julão? —preguntó Carlos Marra.

—Sí, señor comisario —respondió el chico—. Está tirado en medio de los matorrales.

—¡Vamos a coger a ese condenado!

Encontraron al guerrillero encogido entre la vegetación, presionándose la herida con la mano izquierda y retorciéndose de dolor. El comisario ordenó a Tonho que recogiera la bolsa que llevaba Genoino y se acercó al comunista.

—Un agricultor no huye, Geraldo. ¿No serás un comunista?

—Soy un campesino, comisario —dijo Genoino.

—Vamos a ver, quiero saber hasta cuándo vas a seguir mintiendo.

Tonho interrumpió el diálogo cuando se acercó con la bolsa del guerrillero. Dentro había una camisa, un medicamento para las picaduras de serpiente, un puñado de harina, un poco de sal y un revólver del calibre 38. Para Carlos Marra, el arma era un indicio evidente de la implicación de Genoino en el movimiento rebelde.

—¿Ato al hombre de nuevo, comisario? —preguntó Ricardo.

—¡Átalo, pero ahora con las manos a la espalda! —exclamó Marra.

Retomaron la senda. El comisario iba montado a caballo y los cinco hombres caminaban alrededor de Genoino. Como Júlio les había hablado de una cabaña que había encontrado la noche anterior, Marra ordenó al chico que los condujese hasta allí. Anduvieron cerca de treinta minutos. En la barraca encontraron una olla de hierro, dos azadas, un taburete de madera, restos de comida y de pólvora. El comisario estaba seguro de que esa cabaña era una de las bases de apoyo que utilizaban los comunistas.

—¿Conoces este sitio, Geraldo? —preguntó el comisario.

—No, señor. Nunca he estado aquí —mintió Genoino.

—Esto es un escondite de los comunistas, ¿verdad?

—No lo sé, comisario. Ya le he dicho que no lo sé.

Carlos Marra no creía en las palabras del prisionero; estaba seguro de que intentaba engañarlo cuando el perro que había en la cabaña se acercó al joven guerrillero y, moviendo el rabo, le lamió los pies. El chucho de pelo ralo y rojizo y orejas caídas acababa de delatar a José Genoino. Para el comisario quedaba todo claro. El agricultor al que conocía por el nombre de Geraldo era un comunista. No había más que hablar. A partir de ahora, usaría todos los medios a su alcance para arrancarle la información que necesitaba.

Ese momento fue el inicio de lo que José Genoino considera los peores momentos de su vida, momentos que permanecerán marcados para siempre en su memoria y su cuerpo. Convencido de que formaba parte de la guerrilla, el comisario le preguntaba por la localización de las otras bases del movimiento armado, una información fundamental para reprimir las acciones de los rebeldes. Carlos Marra quería saber, también, cuántos guerrilleros actuaban en el Araguaia, qué armamento usaban, cómo se comunicaban. A todas las preguntas, la respuesta de Genoino era siempre la misma: «No lo sé». Al comisario, torturar al prisionero le pareció la mejor manera de que confesara. Empezaron a golpearlo, propinándole patadas y puñetazos por todo el cuerpo. Genoino sentía un dolor agudo en el estómago y un gusto amargo de sangre en la boca. Seguía con las manos atadas a la espalda y se encogía llevándose las rodillas al pecho con la intención de protegerse de los golpes.

Marra no tocaba al comunista. De pie, solo daba órdenes para la tortura. Júlio también se mantuvo al margen de la paliza. Le había dicho al comisario que no quería pegar al prisionero y presenciaba el apaleamiento sentado en el suelo y abrazado a su escopeta. Por cada golpe que Genoino recibía, el muchacho hacía una mueca de sufrimiento. No podía entender cómo Ricardo, Emanuel, Tonho y Forel, con quienes había convivido los últimos siete días, sentían placer en ello. Ya pasaba de mediodía cuando los hombres dejaron de golpear al detenido. Desfallecido, Genoino quedó tendido en el suelo cubierto de hojas con el cuerpo inmundo de tierra. Marra ordenó a Tonho que preparase algo para comer. La comida consistió en el arroz y la harina de mandioca frita que habían sobrado y tres latas de sardinas. Comieron todos sentados en el suelo, metiendo las manos en la olla de hierro. José Genoino seguía en el suelo. Parecía desmayado, pero solo descansaba de la somanta de palos que le había dejado la espalda, las piernas y la barriga llena de hematomas.

Dos cosas preocupaban a Carlos Marra: dónde estaría el helicóptero que había pedido para llevarlos de vuelta a Xambioá y cómo podría sonsacar al guerrillero la información que quería. Con respecto al primer problema, no podía hacer nada a no ser esperar. Con respecto al segundo, retomar las sesiones de tortura le pareció la mejor opción. El sol se estaba poniendo por detrás de la floresta y el cielo les regalaba un crepúsculo rojizo cuando el comisario ordenó a sus hombres que volviesen a apalear al prisionero. Genoino no quería creer que iban a empezar de nuevo. Júlio se dio la vuelta para no presenciar la paliza; solo oía los gemidos de dolor. Poco después, Marra tuvo una idea que a Júlio le pareció aún más cruel que lo que había visto hasta el momento. Obedeciendo las órdenes del comisario, Ricardo cogió dos latas de sardinas vacías y las puso en el suelo con la parte que habían abierto a cuchillo hacia arriba. Tonho, Emanuel y Forel forzaron al joven comunista a ponerse de pie sobre las latas. Genoino sentía cómo el borde puntiagudo le rajaba la planta de los pies. Apretaba los dientes y los ojos de dolor. Forel agarraba al guerrillero del pelo.

—Y ahora, Geraldo, ¿vas a hablar? —preguntó Carlos Marra.

—No sé nada, comisario, ya se lo he dicho —respondió.

—Sí que sabes. Por mí nos podemos quedar aquí hasta que te mueras de sufrimiento. Si yo estuviese en tu lugar, ya habría cantado.

—¡No tengo nada que decir! —dijo Genoino entre gemidos.

El tiempo pasaba y el prisionero no revelaba información alguna. Un poco antes de que se hiciera de noche, el comisario ordenó a Júlio que consiguiese algo para que el grupo comiera. El muchacho también tenía hambre y le pareció que salir a cazar lo distraería, aunque temía que al volver pudiese encontrar al joven comunista muerto. No era que su presencia pudiese evitar la tragedia, pero no saber lo que sucedía en la cabaña le parecía una pésima idea. Para él, el guerrillero no mentía al decir que no sabía nada. Matarlo no tenía el menor sentido, pero Júlio no estaba allí para pensar si aquella tortura era o no lo correcto. Tenía que obedecer las órdenes de Carlos Marra. Cogió la escopeta y salió a cazar la cena. Los últimos rayos de sol del día solo iluminaban la copa de los árboles y Júlio, a pesar de su experiencia en cacerías en plena selva, tenía dificultades para avistar posibles presas. A esas horas, muchos animales ya estaban en sus madrigueras o en la copa de los árboles, donde dormían. Divisó un perezoso agarrado a una rama y pensó en abatirlo. La carne de ese animal no le gustaba, pero en esas circunstancias no podía darse el lujo de escoger. Con todo, cuando se acercó al animal, desestimó la idea de matarlo al ver que tenía una cría agarrada a la espalda.

Júlio siguió escudriñando la selva con atención hasta que avistó un mono araña de unos sesenta centímetros tumbado en una rama a quince metros de altura. El tiro fue certero en la cabeza del primate. El disparo rompió el silencio de la selva y provocó el revuelo de unos guacamayos. Júlio cogió el mono del suelo cubierto de hojas y regresó donde estaba el grupo. Durante los cerca de treinta minutos que duró la caza, no dejó de pensar en lo que estaría pasando en la cabaña. ¿Qué tipo de tortura estaría sufriendo el comunista? ¿Acaso el comisario habría perdido la paciencia y mandado matar al guerrillero? Ya era de noche cuando llegó. Genoino estaba tendido a cielo descubierto maniatado a la espalda y aparentemente desmayado. Carlos Marra y los demás hombres descansaban sentados en el suelo alrededor de una hoguera que Emanuel acababa de encender.

Júlio se acercó y lanzó el mono al suelo, cerca de la hoguera. «Ahí está la cena», dijo. Todos habían comido mono alguna vez, pero ninguno quería preparar el animal antes de asarlo. «Cuando se ha desollado, ese bicho parece un bebé y da una pena horrible», dijo el comisario. Así que a Júlio también le tocó esa tarea. Caminó hasta un recodo del río, a unos quinientos metros de la cabaña, y empezó el trabajo. Metió el mono en el agua y con un machete lo desolló empezando por el buche y acabando por la cabeza. Solo entonces se apercibió de que Carlos Marra tenía razón. Sin piel ni pelo, el animal se asemejaba mucho a un recién nacido, sobre todo por su piel clara, medio rosada, y los brazos y las piernas tan pequeños. Cortó la cabeza del mono, le arrancó las tripas, cortó las patas y lo lavó con esmero frotándolo con las uñas. Aprovechó que estaba allí para darse un baño y descansar un poco. De vuelta a la cabaña, entregó el mono a Tonho, el cocinero del grupo. Tonho despedazó el animal en varios trozos y, antes de ponerlo a asar, lo condimentó con limón y sal gorda. La carne estaba tierna, pero todo el mundo se quejó de que Tonho lo había salado demasiado. El perro olisqueó el banquete y se acercó. Marra le lanzó un pedazo grande de carne.

—¿Le damos un poco de carne al comunista, comisario? —preguntó Ricardo cuando ya todos parecían satisfechos, demostrando una preocupación que sorprendió a Júlio.

—¡De eso, nada! ¡Deja que ese desgraciado se muera de hambre! ¡Que no se hubiera metido a guerrillero! —respondió Carlos Marra.

—Entonces, ¿me puedo comer el resto? —volvió a preguntar Ricardo dejando claras sus verdaderas intenciones.

—No, Ricardo. Vamos a dejar el resto de carne para mañana. Nos quedaremos aquí hasta que llegue el helicóptero del ejército y no sé cuándo será. Puede que sea mañana, pero puede que tarde dos o tres días más. ¡Me duele muchísimo el pie! No estoy dispuesto a pasarme horas caminando por la selva de nuevo.

Júlio escuchaba todo con atención y solo pensaba que prefería pasar una semana caminando por la selva que cinco minutos dentro de un helicóptero o de cualquier otro aparato que se levantase del suelo. Después de cenar, el grupo permaneció alrededor de la hoguera comentando los mismos temas de siempre: guerrilla, mujeres y fútbol. Carlos Marra, Forel, Tonho, Ricardo y Emanuel explicaban sus aventuras en Vietnam, como se llamaba la calle de tierra donde estaban los prostíbulos de Xambioá. La calle tenía ese nombre por las constantes reyertas que se enzarzaban allí. Invariablemente, las riñas tenían como motivo central el sexo, el alcohol o el dinero. En las más cruentas —las que derivaban en muerte—, los tres elementos aparecían conjugados. Mientras escuchaba a los hombres narrar sus aventuras sexuales con las prostitutas de Vietnam, Júlio se acordaba de Ritinha. Incluso le dieron ganas de contar lo delicioso que había sido hacer el amor con la chica una semana antes de viajar hasta Araguaia, pero prefirió no mencionar a su novia.

Mientras conversaban, fueron de uno en uno a bañarse al río. Hacia las ocho de la noche empezaron a colgar las hamacas en las que dormirían. En ese momento, Carlos Marra, que se había quedado sentado cerca de la hoguera, se levantó y caminó, cojeando bastante, hasta la cabaña. El comisario acababa de volver de darse un baño e iba sin camisa, lo que hacía que la barriga pareciese más gorda todavía. Se sentó en el taburete de madera y, cruzando los brazos y apoyándolos en la barriga, dijo a sus hombres que aún era pronto para irse dormir, que antes de acostarse tenían que torturar otra vez al prisionero. A nadie le gustó la idea; estaban demasiado cansados para volver a dar patadas y puñetazos al comunista. Además, para ellos estaba claro que el joven guerrillero no sabía dónde se localizaban las otras bases rebeldes. Y si lo sabía, seguro que no lo diría, o ya lo habría hecho.

—¡Comisario, ya no podemos apalear más a ese condenado! ¡Hemos molido a palos a ese infeliz y no canta nada! —dijo Emanuel.

—Lo sé, pero ahora no quiero que le peguéis —dijo Carlos Marra.

—¿Y qué vamos a hacer? —preguntó Ricardo.

—Vais a coger algunas teas de la hoguera y le vais a quemar las piernas hasta que confiese. En una hora, ese desgraciado abrirá el pico.

Para Júlio, el habla serena y acompasada del comisario no casaba con una idea tan truculenta. El resto de los hombres del grupo demostraron que lo que acababan de oír les gustaba. Fueron todos a la hoguera —Júlio incluido— y cada uno cogió una tea por la parte aún intacta por el fuego. En el otro extremo, la madera estaba al rojo vivo. José Genoino seguía en el suelo, encogido y con los ojos cerrados. Estaba despierto. Hacía ya cerca de catorce horas que había sido capturado. Durante todo ese tiempo había sufrido muchas horas de golpes, no había comido ni bebido nada. De tan estresado emocionalmente, ni siquiera habría podido echar una cabezada. Júlio aceleró el paso y se acercó a él antes de que llegaran los demás.

—¡Tío, cuenta todo lo que sepas o morirás de tanto golpe! —le dijo Júlio.

—¡Yo no sé nada, no estoy mintiendo! —respondió el guerrillero con los ojos cerrados.

José Genoino jamás olvidaría ese corto diálogo. Lo confundió notar una cierta preocupación del que, a sus ojos, parecía ser el más joven del grupo de sus captores. Ante semejante sufrimiento y agonía, la idea de que al menos uno de sus verdugos se preocupase por su integridad le gustó. Pensaba en eso cuando sintió una fuerte patada en la espalda. Abrió los ojos y vio a los seis hombres de pie, rodeándolo. Pensó que le iban a volver a pegar. Al ver en sus manos las teas encendidas iluminando la oscuridad de la selva presintió que iba a sufrir más que si lo apalearan.

—¡Que tres lo sujeten de la cabeza y los otros dos le quemen las piernas! —ordenó Marra.

Júlio fue el primero el tirar su tea al suelo. Prefería sujetar al comunista que quemarlo. Tonho y Forel hicieron lo mismo. Cuando se agacharon para inmovilizar al guerrillero, sintieron un fuerte olor a orina. Impedido de ir a hacer sus necesidades, Genoino se había meado encima. Ricardo y Emanuel arremangaron las perneras del pantalón del prisionero y empezaron con la tortura. Genoino sentía las teas al rojo vivo quemándole las pantorrillas. Gritaba y se retorcía de dolor. Para causarle aún más sufrimiento, Ricardo y Emanuel presionaban las teas en sus piernas hasta que la piel se quemaba en carne viva. El joven comunista sacudía las piernas agonizando, pero Júlio, Tonho y Forel lo contenían. Aun hoy, José Genoino tiene las cicatrices de aquellas quemaduras. El comisario Marra lo presenciaba todo sentado en el suelo.

—Entonces, Geraldo, ¿vas a hablar o no? ¿Me vas a decir dónde se esconden tus amigos o prefieres seguir sufriendo? —preguntó Carlos Marra.

—¡No sé nada! ¡Se lo he dicho mil veces! ¡No sé nada! —respondió a gritos.

Júlio miró al comisario con la esperanza de que este ordenara acabar con la tortura, pero Marra dijo que siguiesen quemando las piernas de Genoino y él mismo fue a buscar más palos ardiendo a la hoguera. La expresión de satisfacción que adivinó en la cara del comisario mientras el comunista bramaba de dolor extrañó a Júlio. Para un joven de diecisiete años, por muy importante que fuese el problema que un guerrillero causaba al ejército, no justificaba tamaña crueldad. Se sintió aliviado cuando Marra mandó que maniatasen al preso en un árbol. «Tenemos que dormir», dijo, tras advertir a sus cinco comandados que tendrían que dormir por turnos para que siempre hubiera alguien vigilando a Genoino. Júlio, Tonho, Forel, Emanuel y Ricardo decidieron, entre sí, el orden de la guardia. Emanuel sería el primero y Júlio, el último. Marra quedaba fuera del guion. Antes de irse a dormir, llevaron al guerrillero desfallecido hasta un árbol a diez metros de la cabaña. Lo ataron con las manos atrás, el tronco del árbol entre la espalda y las manos. Eran alrededor de las nueve cuando todos, excepto Emanuel, entraron a dormir a la cabaña. La noche pasó sin contratiempos.

El 19 de abril por la mañana se despertaron sobre las siete bajo un calor inclemente. Júlio, el último en el turno de guardia, ya estaba de pie hacía unas dos horas. Había permanecido todo el tiempo tumbado en la hamaca extendida en el suelo con la mirada fija en el prisionero, que parecía dormir. Pero Genoino, con todo el cuerpo dolorido y quemaduras profundas en las piernas, no había pegado ojo. Solo descansaba. Marra y su grupo se comieron la carne de mono que había sobrado la noche anterior y volvieron a la cabaña, donde estuvieron conversando. El comisario se quejaba de dolores en el pie y de que el maldito helicóptero no aparecía. Emanuel sugirió que dos o tres hombres fuesen al río a intentar pescar algo para comer y cenar en caso de que tuvieran que quedarse una noche más allí.

—Si quiere puedo ir yo, comisario. Soy muy bueno pescando —dijo Júlio.

—Vamos a esperar un poco más. Si el ejército no aparece a mediodía, entonces sí —dijo Carlos Marra.

Cuando el reloj del comisario —el único reloj que había en el grupo— marcaba las doce en punto, llamó a Júlio y a Tonho. A Tonho le pidió que volviese a encender la hoguera para preparar la comida. A Júlio le ordenó que solo volviera del río cuando tuviera, al menos, dos kilos de pescado. Tonho se fue a buscar leña para el fuego y Júlio cogió el machete para cortar la rama que le serviría de arpón de pesca. Cuando afilaba la punta del arpón, el muchacho oyó un ruido ensordecedor procedente de lo alto de la selva. Miró hacia arriba y no vio nada, pero pudo imaginar lo que aquel estruendo significaba. El helicóptero del ejército aterrizó levantando hojas y mucho polvo. Carlos Marra dio un brinco desde el taburete de madera y fue, cojeando, a saludar a los militares. Júlio estaba inquieto. Había decidido pedirle al comisario que lo dejase volver a Xambioá en barco, pero sabía que tendría que acatar la decisión de Marra. Genoino no sabía si la llegada del ejército sería mejor o peor para él. Los militares podrían llevarlo de vuelta a la ciudad y, después, liberarlo. Pero también podrían descubrir que era militante del Partido Comunista de Brasil y convertir su vida en un tormento aún peor.

Carlos Marra hablaba con los militares junto al helicóptero sin que Júlio pudiese descifrar lo que decían. Por la expresión circunspecta de los cinco hombres con pantalones y camisas verdes y botas negras llenas de polvo, adivinaba que estaban muy irritados. Uno de los militares entró en el helicóptero y salió cargado con un barril enorme. El comisario ordenó a Ricardo que acompañase al soldado con el tonel al río. Poco después, volvieron con el barril lleno de agua. Los militares se acercaron a Genoino. Además de Marra, solo Ricardo presenció todo de cerca. Júlio, Tonho —que ya había vuelto de buscar leña—, Forel y Emanuel asistieron a la escena a distancia. «¡Vamos a ver si ahora habla o no habla!», exclamó el hombre que parecía liderar a los militares con sus ojos clavados en los de Genoino, que lo escuchaba completamente aterrorizado.

Desataron al guerrillero del árbol, pero lo volvieron a atar con las manos atrás. Dos hombres lo agarraban de los brazos y le hundían la cabeza en el barril lleno de agua. Fue el peor trance por el que Genoino ha pasado en su vida. Con el agua hasta el cuello y sin poder respirar, emitía un grito silencioso. Se tragaba el agua lodosa del río e intentaba sacar la cabeza, pero dos manos se lo impedían. De repente, sintió un fuerte tirón de pelo. Podía respirar de nuevo. Escupió el agua e inspiró aterrado, como si los pulmones le fuesen a explotar de tanto aire. Uno de los militares lo cogió de la nuca y le preguntó: «¿Dónde están los otros comunistas, eh? ¿Vas a hablar ahora o quieres morir ahogado?». La respuesta fue la misma que le había dado las veces anteriores a Carlos Marra: «No sé nada». Y volvieron a sumergirle la cabeza en el agua. Con los ojos cerrados, Genoino sentía cómo una mano le sacudía la cabeza de un lado a otro del barril; la frente chocaba contra los laterales de aluminio del recipiente.

Perdió la cuenta de las veces que le hundieron la cabeza en el agua. En la última, estaba seguro de que iba a morir. No podía pensar en nada. Solo en sobrevivir. Forcejeaba en un intento desesperado por conseguir un poco de oxígeno. Le temblaba todo el cuerpo, unas sacudidas que asustaron a Júlio, que lo presenciaba todo a diez metros de distancia. Rogó a Dios que librase al joven guerrillero de aquella agonía. Creyó que sus súplicas habían sido escuchadas al ver a uno de los militares sacar la cabeza de Genoino del barril. El comunista cayó al suelo, escupiendo agua y tosiendo sin cesar. El trauma de aquella tortura fue tal que Genoino pasó cerca de diez años con pavor a bañarse en un río o en el mar. «¡Vámonos! En la ciudad seguiremos con el interrogatorio», gritó el hombre que parecía comandar a los militares.

El comisario Carlos Marra miró a sus hombres y sin pronunciar una palabra señaló el helicóptero. Todos entendieron el recado y se dirigieron hacia la aeronave. Antes de embarcar, los militares esposaron por delante las manos del joven comunista y le ataron los pies con una cadena oxidada. Lo forzaron a sentarse en el suelo y le hicieron una foto que se convertiría en una de las imágenes más famosas de la guerrilla del Araguaia. El ambiente era tan tenso que Júlio renunció a pedirle al comisario que lo dejase volver a Xambioá en barco. Rezó una última oración, subió al helicóptero y se acurrucó en un rincón. A Genoino lo arrastraron dos hombres cuya apariencia convenció a Júlio de que eran tan jóvenes como él. Antes de despegar, Júlio vio cómo Ricardo ayudaba a dos de los militares a prender fuego a la cabaña y a todo lo que había en ella. También vio al perro echar a correr huyendo despavorido del fuego en dirección al río. Cuando el helicóptero levantó el vuelo, Júlio, sentado en el suelo de hierro de la aeronave, pegó las rodillas al pecho, se abrazó a las piernas y cerró los ojos con fuerza. Solo volvería a abrirlos cuando estuviese en tierra de nuevo. A José Genoino aún le dio tiempo a ver cómo las llamas devoraban la barraca que había servido de base a sus compañeros de guerrilla.

Diez minutos después ya estaban en Xambioá. A Júlio le impresionó la velocidad con la que llegaron a la ciudad. Por muy peligroso que pareciera, el helicóptero era realmente mucho más rápido y práctico. Al escuchar a Ricardo y Emanuel comentar lo bonita que era la selva vista desde arriba, lamentó no haber tenido valor para abrir los ojos durante el viaje. Pasaba de las dos de la tarde cuando Carlos Marra, todo su grupo, José Genoino y dos militares llegaron al centro penitenciario de Xambioá. Los interrogatorios y las torturas duraron tres días más, pero el preso siguió negando ser un guerrillero y alegaba no saber nada de lo que se le preguntaba. El ejército ató los cabos de las evidencias encontradas en la selva y las declaraciones de algunos habitantes de la región, que dijeron que Genoino formaba parte del movimiento armado, y decidió trasladar al supuesto guerrillero —cuya identidad seguía siendo un secreto— a Brasilia, donde estaría bajo custodia del Pelotón de Investigaciones Criminales (PIC).

El traslado se produjo el 22 de abril de 1972 en un avión militar modelo Buffalo. En la capital federal se comprobó la identidad real de José Genoino Neto. Era, de hecho, un comunista afiliado al PCdoB que, además, ya había sido detenido en octubre de 1968 por su actuación política en la ciudad paulista de Ibiúna. A continuación, se concluyó que ese muchacho era uno de los líderes de la guerrilla del Araguaia. Un mes después lo volvieron a enviar a Xambioá, donde permaneció detenido en la base del ejército, un lugar improvisado en el campo de fútbol de la ciudad. Tras dos semanas más de torturas —sobre todo palizas y descargas eléctricas— e interrogatorios, el comunista fue enviado de nuevo a Brasilia.

Genoino estuvo encarcelado allí hasta enero de 1973, fecha en que lo trasladaron definitivamente a una prisión militar en São Paulo. No recuperaría la libertad hasta el 18 de abril de 1977, exactamente cinco años después del día en que un disparo de Júlio Santana lo hiriera en la selva del Araguaia. Una vez fuera de cárcel, José Genoino retomó su vida como profesor de historia. Cinco años más tarde fue elegido diputado federal por el Partido de los Trabajadores (PT) en São Paulo, con cincuenta y ocho mil votos. En 1998 resultó reelegido para el mismo cargo, pero esta segunda vez con trescientos mil votos. Fue en esa época cuando, al ver un reportaje en la televisión sobre el éxito del militante del PT en el que aparecía la foto de Genoino capturado en el Araguaia, Júlio Santana fue consciente de que el hombre al que había disparado en abril de 1972 se había convertido en un influyente político brasileño. Júlio y Genoino jamás volvieron a hablar.