1. EL PRIMER ENCARGO
Hacía aproximadamente tres horas que Júlio Santana acechaba al pescador Antônio Martins en plena selva amazónica, en la frontera entre Marañón y el norte de Goiás, actual estado de Tocantins, fundado en octubre de 1988. El calor era intenso, pero Júlio sentía un frío extraño y un nudo en el estómago. Agazapado entre árboles seculares, algunos de más de cuarenta metros de altura, mantenía al pescador en el punto de mira de su escopeta. Entre la vegetación, Júlio podía observar a Antônio sentado en su canoa, que flotaba en un brazo del río Tocantins. Sabía perfectamente qué tenía que hacer. «Solo tengo que dispararle un balazo al corazón y ya está», pensaba. Sin embargo, para un chaval que acababa de cumplir diecisiete años y que nunca había disparado a nadie, la tarea no resultaba tan fácil.
Júlio era delgado, medía 1,76 metros de altura y pesaba 65 kilos. Su rostro aún era imberbe, tenía la nariz ancha, los labios finos y el pelo crespo y oscuro. La piel morena realzaba unos ojos marrón claro. Aquella tarde del 7 de agosto de 1971 intentaba hacer lo que su tío, el policía militar Cícero Santana, le había ordenado la noche anterior: «Apunta al corazón y piensa que vas a disparar a un animal, que vas de caza». Sin embargo, disparar a un hombre provocaba en el muchacho una extrañeza incómoda. No era igual que matar pacas, pecaríes, monos y venados, lo que Júlio estaba acostumbrado a hacer para llevar alimento a casa. Aquella insólita situación lo perturbaba, así que se sentó en el suelo todavía húmedo por la lluvia de la noche anterior. Acomodó la escopeta entre las piernas y, con la espalda recostada en un castaño, pensó en cómo había llegado hasta allí.
Todo había empezado dos días antes. Júlio regresaba de la selva hacia las cinco de la tarde. Después de casi cuatro horas de caza, volvía a casa con un cervatillo cargado en los hombros. La carne del animal serviría para alimentar a la familia durante al menos una semana. El muchacho se sentía orgulloso. Había matado al venado de un único tiro certero en la frente. Júlio vivía con sus padres —el señor Jorge, de cuarenta y tres años, y doña Marina, de treinta y ocho— y sus dos hermanos menores, Pedro, de catorce, y Paulo, de once. La familia habitaba una casa de madera en una comunidad ribereña a orillas del río Tocantins, en el municipio de Porto Franco, en el suroeste de Marañón. A principios de los años 1970, esta región estaba totalmente aislada y rodeada de selva virgen, y Porto Franco contaba con unos dos mil habitantes. Hoy, el municipio suma dieciocho mil residentes.
La casa no tenía divisiones internas. La cocina de leña quedaba delante y a la izquierda de quien entraba. Una tabla atravesada en el suelo separaba la cocina y los utensilios de cocina —tres cazuelas, algunos cubiertos, dos machetes y cinco vasos de cristal— de un mueble de madera hecho por el señor Jorge que hacía las veces de armario. No había ni mesa ni sillas. La electricidad todavía no había llegado a aquella zona; incluso hoy, muchas comunidades de la región siguen sin acceso a la energía eléctrica. Había cinco hamacas que siempre estaban extendidas y en las que dormían los integrantes de la familia. Júlio tenía, además, un hermano mayor, Joaquim, de veintiún años, que había abandonado el hogar paterno a los dieciocho para viajar a São Luís, la capital del estado, donde pensaba conseguir una vida mejor. La familia jamás volvió a tener noticias del primogénito.
Al volver de cazar, y antes incluso de avistar su casa, Júlio pudo distinguir la canoa a motor de aluminio de su tío Cícero amarrada al tronco de un árbol. Cícero, que en aquella época tenía treinta y un años, había crecido en la misma región. Al cumplir los quince se marchó a la ciudad de Imperatriz, también en Marañón, para ganarse la vida. Un día apareció en Porto Franco vestido de soldado y diciendo que había ingresado en la Policía Militar. Era el orgullo de la familia. A Cícero le gustaba cazar, pescar, caminar por la selva. Fue con él con quien Júlio aprendió a disparar. A los once años, el chiquillo ya podía acertar de lleno a un animal «desde el otro lado del río», a una distancia de aproximadamente cien metros. Las muchas horas que pasaban juntos recorriendo la selva, afinando la puntería, cazando, pescando y nadando por las aguas lodosas del río Tocantins sellaron una fuerte amistad que todos admiraban.
Al ver la canoa del tío, Júlio sacudió el venado que cargaba en los hombros y apuró el paso. Hacía ya unas semanas que Cícero no visitaba a la familia. Era habitual que, al menos una vez al mes, el policía militar pasase unos días descansando en casa de Júlio. Antes de entrar, el joven soltó el animal en la puerta y corrió hacia el tío, orgulloso.
—¡Tío, mira el animal que he traído! Es un cervatillo. Lo he matado de un balazo en la cabeza, como me enseñaste. Su carne debe de estar deliciosa —exclamó Júlio.
—¡Muy bien, chico! —respondió Cícero, sonriendo al hermano, el señor Jorge—. Vamos a ver ese bicho —dijo, abrazando al sobrino.
Aquella noche la luna llena iluminaba la selva por completo. La luz de la luna que se reflejaba en el río Tocantins daba la impresión de que estuviera amaneciendo. Durante la cena —pescado frito con arroz y harina de mandioca—, Cícero habló de la presencia de militares venidos desde São Paulo, Brasilia y Pará en la región que iba desde Porto Franco hasta Marabá, en el sureste de Pará. Las pequeñas poblaciones de la zona estaban atestadas de hombres del ejército.
—Dicen que van buscando a los comunistas escondidos por la selva, cerca del río Araguaia, y por aquí también —dijo el policía militar.
—Por aquí no se habla de otra cosa —comentó el señor Jorge. El muchacho no mostraba el más mínimo interés por aquel tema de conversación.
—Los hombres del ejército dicen que esos comunistas quieren arruinar Brasil y que no podemos dejar que eso pase. El ejército está haciendo un llamamiento a la población de la región para que los ayude en esta guerra.
—¿Y cómo se los puede ayudar, Cícero? —preguntó doña Marina al cuñado.
—Un amigo que es comisario de policía en Xambioá —ciudad al norte de Tocantins, a orillas del río Araguaia— dice que el ejército necesita gente que conozca muy bien la zona para hacer de guía en las operaciones por el interior de la selva y que sepa disparar para ayudar a capturar a los comunistas —respondió Cícero.
Al oír la respuesta del tío, Júlio, que hasta el momento no se había interesado por lo que decían, se manifestó:
—¡Yo sé disparar y conozco bien la selva! ¿Me llevas a ese trabajo, tío?
—¡No digas tonterías, hijo! ¿Acaso te crees que es una broma? —dijo doña Marina de forma severa para reprender a su hijo.
Para aplacar el calor ardiente, Cícero y Júlio salieron a dar un paseo en la canoa del tío justo después de cenar. Eran poco más de las siete. Se adentraron por un brazo del río Tocantins y veinte minutos después pararon la embarcación en una playa de unos cien metros de extensión en pleno corazón de la selva. Se sacaron la ropa y se metieron en el agua tibia. Alcanzaban a oír la algarabía de los animales dentro de la selva. Los tucanes y guacamayos no paraban de gritar; incluso oyeron el himplar de un jaguar. Acostumbrados como estaban a la vida en el Amazonas, sabían que no tenían que preocuparse por aquella fiera. Un jaguar jamás entraría en el río para atacar a una persona y mucho menos en plena selva, donde un predador de aquel porte no tenía dificultades para encontrar alimento.
Cícero cogió la botella de aguardiente que llevaba en la canoa y se la entregó a Júlio. «No bebas demasiado, no sea que te emborraches. No quiero que tu madre me vuelva a dar lecciones de moralidad», le dijo Cícero, a quien doña Marina había regañado varias veces por ofrecer alcohol al sobrino. Sin embargo, a Júlio le gustaba el aguardiente. Desde pequeño había aprendido a apreciar la bebida espirituosa con el tío y no llegaba a acostumbrarse al sabor de la cerveza. Nunca rechazaba un trago de aguardiente. Durante más de una hora, los dos se quedaron conversando dentro del agua. Los temas dominantes eran el fútbol, las cacerías y las mujeres. Cícero era el único de la familia a quien Júlio le había contado la relación que mantenía con Ritinha, una chiquilla de catorce años de piel morena, ojos grandes y boca carnosa, que vivía en una comunidad a una hora de canoa a remo desde su casa. Aquel noviazgo pueril había empezado hacía dos meses.
—¡Es muy guapa, tío! —dijo Júlio.
—¿Y también tiene un cuerpo bonito?
—¡Ni que lo digas! ¡Ritinha tiene unas piernas y un culo que me vuelven loco!
—¿Ya lo habéis hecho?
—¿El qué, tío?
—¡Ya lo sabes, Julão! —exclamó Cícero dirigiéndose al sobrino con el sobrenombre que le había puesto por el casi metro ochenta que medía. Nadie más lo llamaba así.
—¡No, tío! ¡No lo hemos hecho aún! —respondió el muchacho con una sonrisa quebrada—. No lo hemos hecho porque ella no me ha dejado, pero yo ya lo he intentado dos veces. Me deja que le toque las tetas y el culo, pero cuando estoy a punto de llegar ahí, Ritinha me aparta la mano y me dice que todavía es pronto.
—Muy bien. ¡Sigue intentándolo, que cualquier día de estos se abrirá de piernas!
Júlio recuerda que no le gustó nada la forma en que el tío habló de la chica. Aun así, aquel comentario le hizo cierta gracia y se convenció de que tarde o temprano perdería la virginidad con Ritinha. Todavía estaban dentro del agua cuando Cícero comentó que empezaba a sentir frío.
—¿Es que estás enfermo, tío? ¿Hace un calor de mil demonios y me dices que tienes frío? —le preguntó Júlio.
—Es que estamos metidos en el agua desde hace ya mucho rato, Julão. Volvamos a la arena.
Salieron del agua y volvieron a la playa. Después de secarse con la camisa, Cícero seguía quejándose de frío. También dijo que le empezaba a doler la cabeza. «Creo que el baño no me ha sentado bien, volvamos a casa». Cuando llegaron, Cícero fue directo a tenderse en la hamaca. El señor Jorge y los otros dos hijos —Pedro y Paulo— ya estaban durmiendo. Doña Marina, que estaba tendida en otra hamaca al lado de la del marido, se levantó. Lo primero que hizo fue oler la boca del hijo. No detectó el aguardiente, pero sabía que Júlio y Cícero habían bebido. Ambos habían masticado jengibre para combatir el olor a alcohol y doña Marina sabía perfectamente que mascar jengibre de noche después de un paseo en canoa solo tenía un objetivo.
—Habéis disimulado el aliento a aguardiente con el jengibre, ¿verdad? ¿Os creéis que me engañáis? —dijo—. ¡Al menos tú no pareces estar tan borracho como la última vez! —exclamó dirigiéndose a su hijo.
—¡Solo he dado dos tragos, madre! —dijo Júlio, que siempre era muy respetuoso con sus padres.
—Muy bien, aunque parece que tu tío se ha bebido el resto de la botella. ¡No puede ni mantenerse en pie!
—No es eso, madre. Está malo, dice que le duele la cabeza y que tiene frío.
Doña Marina se acercó al cuñado, que gemía y se quejaba de dolores por todo el cuerpo. Le puso la mano derecha en la frente y luego la deslizó por la cara hasta llegar al cuello. Ciertamente, tenía fiebre alta.
—¿Qué te duele, Cícero?
—Todo el cuerpo, Marina. Todo el cuerpo —respondió.
Doña Marina tapó al cuñado con dos sábanas —la suya y la de Júlio—, le puso un paño empapado en aguardiente en la frente y decretó: «Es malaria». Cícero la oía, preocupado, pero no tenía fuerzas para pronunciar ni una palabra siquiera. Doña Marina volvió a su hamaca y dejó a Júlio con la responsabilidad de cuidar del tío. «Si empeora, me llamas», le dijo. El muchacho se pasó el resto de la noche al lado de Cícero, que no paraba de temblar. En plena madrugada, Júlio se quedó dormido sentado en el suelo de madera y apoyado en la hamaca del tío.
A las siete de la mañana todo el mundo estaba despierto. Cícero seguía en la hamaca quejándose de fiebre, dolores en el cuerpo y mareos. La familia desayunó pan, mandioca, pescado frito y café. El señor Jorge llevó un poco de pan y un vaso de café a Cícero, que no quería comer, pero el hermano lo obligó. Cícero estaba seguro de que había contraído malaria en uno de sus viajes de trabajo por algún rincón de la selva. Ahora ya no había nada que hacer, a no ser esperar a que los síntomas de la dolencia pasasen —hasta hoy, no hay medicamento contra la malaria—. Doña Marina se ocupaba de trocear el ciervo que Júlio había traído el día anterior. El señor Jorge había salido a pescar algo para la comida. Pedro y Paulo habían ido, remando en canoa, a la escuela pública de la comunidad: una casa de madera erguida en una población a treinta minutos de distancia en barco de la casa familiar. En la escuela se impartían clases hasta sexto de primaria, que Júlio acabó a los catorce años. Con Cícero enfermo, el sobrino se sintió obligado a permanecer al lado del tío.
Estaban los dos solos en casa. En ese momento, Cícero inició una conversación que jamás ha dejado de atormentar la cabeza de Júlio. Tendido en una hamaca al lado del tío, el muchacho se quejaba del intenso calor que hacía esa mañana cuando Cícero le dijo:
—Julão, necesito que me hagas un favor muy serio e importante, pero no se lo puedes contar a nadie. Ni a tus padres ni a tus hermanos. Ni siquiera a Ritinha. Absolutamente a nadie.
—Dime, tío.
—Es algo muy serio, Julão.
—¡Que sí, tío! ¡Ya te lo he dicho, dímelo, puedes confiar en mí!
—Sé que puedo confiar en ti, por eso es a ti a la única persona a quien se lo puedo pedir.
—¡Vamos, tío, qué misterio! ¡Suéltalo ya!
Primero Cícero le hizo una revelación que lo sorprendió y asustó. Para completar sus ingresos, el tío conciliaba su trabajo en la Policía Militar con una actividad poco usual. Era sicario. Había entrado en el mundo de los asesinos a sueldo hacía casi dos años. Júlio no quería creer lo que acababa de oír. ¡El tío al que él tanto quería era un asesino! ¡Un hombre que mataba gente por dinero! Escuchaba aquella confesión con los ojos abiertos de par en par y el corazón acelerado. Incluso llegó a pensar que su tío estaba bromeando o delirando por efecto de la fiebre. Pero Cícero hablaba con tanta frialdad y seguridad que no cabía duda. Todo era verdad. Lo más inusitado era, además, la manera en que Cícero había entrado en el hampa.
Le contó a Júlio que, una vez, en octubre de 1969, durante una operación de la Policía Militar, el batallón del que formaba parte detuvo a tres hombres sospechosos de ser los asesinos de cuatro trabajadores rurales en los alrededores del municipio de São Francisco do Brejão, al oeste de Marañón. Para sorpresa de Cícero, que había entrado en la policía dos años antes, uno de los sospechosos era un conocido suyo, Arnaldo da Silva, un vendedor de fruta de Imperatriz. Cuando le preguntó a Arnaldo por qué se había metido en el mundo del hampa, Cícero escuchó algo que despertó su interés. Los contratantes de los asesinatos pagaban cerca de mil cruceiros al sicario —cuatro veces más que el salario mínimo de la época, que era de 225 cruceiros—. Era más del doble de lo que Cícero ganaba en un mes de trabajo en la policía.
—¿Te has hecho bandido por dinero, tío? —preguntó Júlio, aturdido.
—¡No soy un bandido, chico! Si no soy yo el que hace ese trabajo, seguro que hay gente dispuesta a hacerlo. O sea que ese infeliz moriría de cualquier manera. Así que, al menos, yo gano un poco de dinero más.
—¡Pero tú eres policía! ¿Cómo puedes ser policía y bandido a la vez?
—Júlio, ya te lo he dicho: ¡no soy un bandido! Y gracias a esos encargos que hago por ahí, me gano un dinerillo extra para comprarme algunas cosas. ¿O con qué te crees que me he comprado la canoa a motor?
Las palabras salían de la boca de Cícero entrecortadas. Respiraba con dificultad, lentamente. Con todo, Cícero reanudó la conversación. Dijo que había ido por trabajo. Que había viajado de Imperatriz a Porto Franco —una distancia de 97 kilómetros— no solo para visitar a su hermano y su sobrino. Lo habían contratado para matar a un pescador de la zona. La víctima era Antônio Martins, de treinta y ocho años, nacido en São Geraldo do Araguaia, en el sureste del estado de Pará. De ascendencia gaucha, el pescador era conocido como Amarelo debido a su pelo rubio y su piel clara. Antônio solía contar, vanagloriándose, que había huido de São Geraldo do Araguaia después de matar a cuchillazos al hombre con quien su novia le ponía los cuernos. Todo el mundo en la región lo conocía por esa historia. Hasta Júlio, cosa que aún le aterrorizaba más.
—Entonces, ¿vas a matar a Amarelo, tío? —preguntó el muchacho jadeando y levantándose de la hamaca.
—¡Siéntate, Júlio! ¿Por qué estás tan asustado?
—¿Que por qué estoy tan asustado? ¿Estás loco? ¡Solo puede ser eso, tío! ¿Vas a matar a Amarelo y quieres que me tranquilice? —siguió diciendo Júlio mientras deambulaba de un lado a otro de la casa de poco más de seis metros cuadrados.
—¡Baja la voz, muchacho! ¿Quieres que tu madre nos oiga?
—Mi madre está allí enfrente, a la orilla del río, desollando el ciervo. No nos puede oír.
—Si sigues hablando así, seguro que nos oye. ¡Siéntate ahí en la hamaca y tranquilízate! ¡Yo no voy a matar a Amarelo! ¡Ni siquiera tengo fuerzas para levantarme de aquí, imagínate para matar a ese sinvergüenza!
—¡Menos mal! —exclamó Júlio, volviendo a sentarse.
El muchacho todavía se estaba acomodando en la hamaca, que se balanceaba, cuando Cícero soltó una frase que retumbó en su cabeza.
—¡Quien va a matar a Amarelo eres tú!
Júlio enmudeció. Sintió que se le congelaba el alma. No sabía qué pensar. No sabía qué decir. Recuerda que el tío siguió hablándole, pero sus palabras no le entraban en los oídos. Desvió la mirada hacia la puerta trasera de la casa. La vegetación brillaba bajo un sol inclemente. Sus ojos, entrenados y acostumbrados a largas cacerías en la selva, entrevieron un oso perezoso agarrado a un árbol. El pelaje grisáceo del animal sobresalía en medio de la verdosa vegetación. Llegó a sentir envidia de la vida tranquila que parecía llevar el animal. Sacó la pierna izquierda de la hamaca y, dándose un ligero empujón en el suelo, empezó a mecerse. Escuchaba el rechinar de la red como si de música se tratase y sin perder de vista al perezoso. Intentaba imaginarse lo bueno que sería vivir como un animal salvaje cuando Cícero interrumpió bruscamente el balanceo de su hamaca agarrándola con la mano derecha.
—¿Has oído lo que acabo de decirte, Júlio?
—¡No quiero oírlo! —respondió el joven, amenazando con levantarse de la hamaca.
Cícero lo asió del brazo. Le dijo que comprendía su reacción. Un muchacho bueno como él no podía aceptar matar a nadie. Hasta le dijo que se sentía muy orgulloso de su actitud al demostrar tanta animadversión por lo que le había pedido, pero que la situación era mucho más compleja de lo que se podía imaginar. A Cícero lo habían contratado para matar a Amarelo y había cobrado por adelantado setecientos cruceiros como parte del pago. Además del dinero por el servicio, también ganaría treinta kilos de arroz, veinte de alubias, diez de café, diez de azúcar, cinco de queso, diez latas de aceite y doce botellas de aguardiente. La parte del pago en alimentos y aguardiente resultaba del trato hecho entre él y el hombre que lo había contratado para matar a Amarelo: Marcos Lima, otro conocido de Júlio. Lima ejercía una profesión todavía hoy muy común e importante en las comunidades ribereñas de la Amazonia. Era un regatão, una especie de vendedor ambulante que, a bordo de un barco, suministra productos industrializados a los habitantes de las zonas más aisladas. Como no disponía de los mil reales que Cícero le había pedido por matar a Amarelo, Lima le sugirió pagarle parte del servicio con algunos de los alimentos que distribuía por la región.
—¡Y toda esa comida se quedará aquí, en tu casa! —dijo Cícero a Júlio—. Yo solo quiero el aguardiente y el queso.
—¡Tío, yo no quiero saber nada de esa historia! ¡No voy a matar a nadie! ¡Todavía no puedo creerme que me estés pidiendo algo así! ¿Quieres que me convierta en un asesino como tú? ¡Dios me libre!
—¡No te vas a convertir en un asesino, Julão! —exclamó Cícero de manera cariñosa y agarrando del brazo a su sobrino—. Vas a hacer ese encargo por mí y nunca más volverás a hacer nada parecido.
—¡No quiero hacerlo! ¡No quiero!
—Lo sé. Y me parece muy bien. Pero, si no me haces ese favor, el que va a acabar muerto voy a ser yo.
—¿Por qué?
—¡Porque Lima ya me ha pagado, Julão! Y este negocio es así. Cuando se recibe el dinero, hay que cumplir el servicio. Si no, quien acaba asesinado es el propio sicario. ¿Quieres que me maten?
—¡Claro que no, tío!
—Pues, entonces, haz lo que te pido.
El tiempo pasaba y la conversación no avanzaba. Cícero intentaba convencer al sobrino de que tenía que matar a Amarelo y Júlio se negaba a hacerlo vehementemente. Sin embargo, tal fue la insistencia de Cícero que, en un momento determinado, el muchacho consideró la posibilidad de atender la petición del tío.
—Si fuese para matar a un extraño, a lo mejor me pensaría lo que me pides. Pero Amarelo vive y pesca por aquí. Sé que es una mala persona y que se mete en muchos líos, pero matar a un tipo solo porque sea una mala persona no está bien. ¿Qué ha hecho para que Lima te haya mandado asesinarlo?
—Julão, Amarelo ha hecho algo muy grave. Mucho más grave de lo que te puedas imaginar.
—¿Qué?
Entonces Cícero le explicó que hacía dos semanas Amarelo había abusado de la hija de Lima, Lúcia, de trece años. Una tarde de cielo nublado, Amarelo pasó por delante de la casa del vendedor ambulante a bordo de su canoa. La chiquilla se bañaba en el río en pantalones cortos y camiseta con su hermano José, de siete años. El barco a motor que Lima utilizaba para trabajar no estaba allí, lo que indicaba que el padre había salido a vender sus mercancías. Amarelo remó hasta situarse a pocos metros de Lúcia y la invitó a acompañarlo a un lago cercano, donde afirmaba que había una familia de delfines rosados. Como a casi todos los niños de la región, a Lúcia le encantaban esos animales. Había visto varios grupos de esa especie, pero siempre le resultaba muy divertido volver a verlos, tan bonitos, pasearse por el río. A José también le gustó la idea —como le contó a sus padres más tarde—, pero Amarelo le dijo que era demasiado pequeño para ir hasta el lago. A pesar de las órdenes de sus padres de no acercarse a Amarelo, Lúcia se subió a la canoa del pescador. Cuando vio a su hijo solo en el río, doña Lívia, de treinta y dos años, le preguntó por Lúcia.
—¡Ha ido a ver los delfines rosados! —respondió el niño.
—¿Con quién?
—Con Amarelo.
Doña Lívia, preocupada, ordenó al niño que saliera del río y entrara en casa. Todo el mundo en la comunidad conocía el interés del pescador por Lúcia. Amarelo había elogiado tanto el cuerpo fuerte y bien formado de la niña que Lima ya había discutido varias veces con él. Doña Lívia pensó en coger la canoa familiar y salir en busca de la hija, pero no quiso dejar solos a José y al hijo más pequeño —Moisés, de dos años—. Se sentó en la puerta de la casa, rezando, sin quitar la vista del río con el bebé en los brazos. La espera de Lúcia duró poco. Aproximadamente quince minutos después apareció la niña, caminando despacio y cabizbaja. Amarelo había parado la canoa un poco antes de llegar a la comunidad en la que vivía la chiquilla y le había ordenado bajarse e ir a casa.
Cuando se encontró con la madre —que al ver a su hija acercarse volvió a dejar al bebé en la hamaca—, Lúcia la abrazó con fuerza. Doña Lívia le preguntó qué le había pasado, pero la chiquilla estaba muda. Su mirada asustada y perdida hizo sospechar a la madre la desgracia que podría haber ocurrido. La acompañó a la orilla del río y juntas entraron hasta que el agua les llegó a la cintura. Cuidadosamente, doña Lívia le quitó el pantalón. Lúcia permanecía callada y cabizbaja. Miró la ropa de la niña y vio manchas de sangre en la parte interna del pantalón. Tocó, suavemente, la vagina de la hija. Por fin, la niña dijo, con la voz empañada: «Me duele mucho, mamá». Amarelo había violado a Lúcia en la canoa. «Me dijo que, si no lo dejaba o si gritaba, me ataría en medio de la selva para que me comieran las fieras», confesó Lúcia. Doña Lívia abrazó a su hija con una fuerza que no sabía que tenía, y no se reconoció al desear la muerte de una persona. Fue ella la que convenció al marido de que contratase a un sicario que acabase con Amarelo.
—Eso fue lo que Lima me contó cuando me dijo que quería que matase a Amarelo —dijo Cícero al sobrino.
—¡Dios mío! ¿Cómo ha hecho algo así Amarelo, tío? ¡Lúcia es una niña muy buena! —dijo Júlio, que conocía a Lúcia del colegio.
—¿Lo ves? ¡Ese sinvergüenza merece morir! Pero, como ves, yo no estoy en condiciones de cumplir con el encargo, Julão. Tienes que ser tú. ¡Si no lo haces, quien puede acabar muerto soy yo!
Hasta hoy, Júlio Santana no puede olvidar lo que sintió aquella mañana del 6 de agosto de 1971, poco antes de decirle al tío que mataría a Amarelo. Recuerda haber pensado varias veces qué palabras emplearía. No quería pronunciar la palabra «muerte» ni ninguna otra que estuviese relacionada con «la parca». Creyó encontrar la manera adecuada.
—De acuerdo, tío, haré ese encargo por ti, pero nunca más me pidas una cosa de esas —dijo Júlio, entristecido y sin mirar al tío.
Con un enorme esfuerzo, Cícero se levantó de la hamaca. Con los músculos de las piernas y los brazos doloridos, dio dos pasos y se arrodilló a los pies del sobrino. Estrechó la cara del joven entre sus largas manos y lo besó en la frente.
—¡Muchas gracias, Julão! Perdona que te meta en este aprieto, pero eres la única persona que ahora mismo me puede ayudar.
—Está bien, tío —respondió Júlio sin mirarlo a la cara, pero clavando los ojos en el perezoso que seguía tranquilo e incólume en el árbol. «Qué bueno sería haber nacido animal», pensó.
El día pasó lentamente. A Doña Marina y el señor Jorge les extrañaba la quietud de Júlio. Pedro y Paulo habían vuelto del colegio y habían ido a jugar al río. Normalmente, Júlio habría acompañado a sus hermanos pequeños. Sin embargo, ese día solo se levantó de la hamaca sobre las cuatro de la tarde para ir a pasear por la selva. Pedro, el hermano de trece años, quiso acompañarlo, pero Júlio le dijo que prefería estar solo. Por la cercanía que el joven tenía con Cícero, todos en la familia pensaron que se sentiría triste y preocupado por la enfermedad del tío. La noche previa al día del crimen, Júlio probó un único trozo de la tierna carne del ciervo que él mismo había cazado la víspera después de que su madre le insistiera mucho. Un poco después de cenar, todo el mundo dormía, si bien él no lograba relajarse. No dejaba de pensar en cómo sería matar a una persona. Por más cruel y violento que fuese Amarelo y por más que se mereciese pagar por haber abusado de una niña tan inocente como Lúcia, el único que podía castigar al pescador era Dios. Así lo había aprendido de sus padres, ambos devotos de san Jorge, que todos los domingos iban a misa en la pequeña iglesia de madera de la comunidad. Quien desobedeciera a Dios, sería castigado e iría al infierno. Y Júlio no quería ni una cosa ni la otra. La idea le parecía tan perturbadora que decidió hablar con Cícero al respecto. Se levantó de la hamaca y caminó hacia el tío, de puntillas sobre el suelo de tablas para evitar hacer ruido.
—Tío, ¿estás despierto?
—Sí. ¿Quién podría dormirse con semejante dolor en todo el cuerpo?
—Tío, ya te he dicho que voy a cumplir tu encargo, pero hay algo que me preocupa mucho.
—¿Qué, Julão?
—Si lo hago —se seguía negando a pronunciar la palabra «muerte» o alguna otra que tuviera que ver con ella—, Dios me castigará y a lo mejor me manda al infierno. No quiero que me castigue y me mande allí.
Cícero entendió el recelo del sobrino y empleó el mismo argumento, la fe, para convencerlo de que asesinase a Amarelo.
—Julão, sé perfectamente que matar a alguien es un pecado. De la misma manera que es pecado mentir y desobedecer a los padres, lo que haces cuando bebes aguardiente conmigo, por ejemplo. En la iglesia también nos enseñan que las cosas que haces con Ritinha son pecado antes del matrimonio —dijo Cícero haciendo que el muchacho bajase la mirada al suelo. Luego, prosiguió—: ¿Qué haces después de desobedecer a tus padres, después de beber aguardiente o después de darte el lote con Ritinha?
—Llego a casa y pido perdón a Dios —respondió Júlio.
—Eso mismo. ¿Qué hemos aprendido en la iglesia? Que solo hay que pedir perdón para que Dios nos perdone, ¿verdad?
—Sí.
—Entonces, Julão, después de matar a Amarelo solo tendrás que pedir perdón a Dios y te perdonará.
—¿De verdad? —preguntó el joven con las cejas arqueadas y el ceño fruncido.
—¡Pues claro! ¡Dios lo perdona todo, Julão! Todo.
—Sí, el cura lo ha dicho en misa.
—Mañana, después de matar a Amarelo, vuelves a casa y rezas diez avemarías y veinte padrenuestros. Te aseguro que así estarás perdonado.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque así lo hago yo y siempre funciona. Me lo enseñó un cura de Imperatriz. Me dijo que, si rezas diez avemarías y veinte padrenuestros, Dios te redime de cualquier pecado. Ahora, tranquilízate y vete a dormir.
Júlio se quedó dormido escuchando el tintineo de la lluvia en el tejado de paja y repitiendo, incansable y en silencio, las dos plegarias. Quería asegurarse de que al día siguiente, tras ejecutar las órdenes del tío, no se equivocaría ni en una sola palabra de las oraciones.
A diferencia de lo que sucedía todos los días sin excepción, Júlio se despertó por sí solo, sin notar el empujón que siempre le daba el padre en la hamaca y sin oír la voz de la madre llamándolo. El sol aún no había salido del todo, cubierto por la vegetación cerrada de la selva. Júlio cogió su escopeta, que estaba apoyada en un rincón de la habitación, se guardó un puñado de balas en el bolsillo del pantalón de algodón y se puso la camiseta apresuradamente. Mientras se ataba un machete en el cinturón de cuero, miró a Cícero. No sabía si el tío estaba realmente dormido o si fingía dormir para no tener que mirar al sobrino en aquel trance tan difícil.
—¿Qué prisa llevas, hijo? —le preguntó doña Marina.
—Voy a cazar, madre —respondió Júlio, nervioso, pero doña Marina estaba tan afanada preparando el desayuno de la familia (justo en ese momento se disponía a cocer la mandioca) que no se apercibió de la congoja del hijo.
Júlio salió de casa con paso apresurado. En plena selva oyó el griterío enloquecedor de los monos aulladores que, a pesar de su escaso tamaño —un animal adulto no sobrepasa los ochenta centímetros de altura—, emiten un aullido aterrador. El chillido de los monos siempre había divertido al joven. Sin embargo, esa mañana el vocerío lo ponía aún más nervioso. Al cabo de cuarenta minutos de caminata por el corazón de la selva amazónica, Júlio llegó al lugar en el que debería esperar a la víctima. Era un brazo del río Tocantins, el sitio preferido de Amarelo para pescar surubíes, pintados y bagres. El hecho de que el pescador no hubiera llegado aún alimentó en el joven una ligera esperanza. «Si Amarelo no viene ya, volveré a casa y le diré a Cícero que no lo intentaré de nuevo», pensó. Con cada minuto que pasaba, Júlio se sentía más aliviado. Amarelo no aparecía. Dios evitaría que se convirtiese en asesino. Recuerda incluso haber sentido un ápice de felicidad. Se sentía ligero.
Apoyó la escopeta en un árbol y se tumbó en el suelo. Con las manos entrelazadas, estiró los brazos por encima de la cabeza lo máximo que pudo. Por fin, sus músculos se habían relajado. Con la mirada clavada en la copa de los árboles, divisó un mono araña colgado de una rama. Se sentía tan libre y tan feliz como aquel animal. En ese instante se llenó de convencimiento: Dios no permitiría que Amarelo apareciese. Cerró los ojos y aspiró el aroma a tierra mojada por la lluvia caída la víspera. Estaba tan cansado por el duermevela de la noche que se quedó dormido. Se despertó no sabe cuánto tiempo después. Había olvidado el motivo que lo había llevado allí. Al levantarse, sintió la camiseta pegada a la espalda por la humedad del suelo. Contrariado, echó un último vistazo al río para ver si Amarelo estaba por allí. No obstante, antes le rogó a Dios: «Por favor, Señor, que no haya nadie».
Su mirada, lenta y ansiosa, atravesó los árboles hasta posarse en la arena amarillenta de la orilla del río. Le daba miedo alzar la vista, pero lo hizo. Nada. Allí no había nadie pescando. Ni Amarelo ni nadie. A Júlio le embargó una alegría que jamás había sentido antes. Estaba tan excitado que se quitó los pantalones y la camiseta y echó a correr hacia el río esquivando árboles y saltando por encima de las raíces que alfombraban el camino. La arena caliente le quemó las plantas de los pies antes de entrar al río, salpicando agua por todas partes en una carrera enloquecida. Nadó unos minutos hasta que decidió volver a casa. Le resultaría muy difícil mirar al tío y decirle que no había podido cumplir el encargo, pero la culpa no era suya. «Amarelo no ha venido», le diría a Cícero. Salió del río y, mientras caminaba de vuelta a la selva, oyó una voz grave:
—¿Qué te trae por aquí, chico?
Era Amarelo, que se acercaba remando en su canoa. Júlio sintió como si le dispararan un tiro en el pecho. Se quedó sin palabras. Saludó con la mano al pescador, como si se despidiese, y echó a correr para adentrarse en la selva. Con el cuerpo chorreando, tuvo dificultades para ponerse los pantalones. Cogió la camiseta con la mano izquierda, se colgó la escopeta en el hombro derecho y siguió corriendo de vuelta a casa. La culata de la escopeta golpeaba acompasadamente en su espalda, acompañando el ritmo de la carrera. Se acordó de lo que el tío le había dicho: «Si tú no matas a Amarelo, quien puede acabar muerto soy yo». Por otro lado, Dios le había dado la oportunidad de volver a casa en paz. Si no se hubiese entretenido y se hubiese marchado enseguida, no habría visto a Amarelo. Pero había decidido esperar y ahora tenía que cumplir su promesa. Así que regresó al lugar establecido. Sería rápido. En cuanto llegara, dispararía al corazón del pescador y se desharía del cuerpo. Cícero también le había dado indicaciones de cómo borrar las pruebas del crimen. Después de matarlo, tendría que rajarle la barriga con el machete y tirar el cuerpo al río para que las pirañas lo devorasen. Sería rápido.
Hacía tres horas que Júlio estaba allí, en mitad de la selva cerrada, sin valor para disparar al pescador. Aun así, no le quitaba la vista de encima. Con cada movimiento del hombre cuya vida iba a ser arrebatada, Júlio pensaba: «Ahora». Y nada. En algún momento llegó incluso a apoyar la culata de la escopeta en el hombro derecho y apuntar a la izquierda del pecho del pescador. Sabía que bastaría con apretar el gatillo para ejecutar el encargo. Sentado en la espesura, con la escopeta entre las piernas, contemplaba la sombra de los árboles mecerse sobre las aguas lodosas del río Tocantins. Hasta que las sombras desaparecieron por debajo de los propios árboles. Ya era mediodía y, ciertamente, Amarelo no se quedaría por allí mucho más tiempo. «Ahora o nunca», decidió.
Agazapado entre árboles de hasta dos metros de diámetro, dio media docena de pasos hacia la orilla del río. Igual que hacía para matar pacas y ciervos, hincó la rodilla izquierda en el suelo y usó el muslo de la otra pierna para apoyar el codo derecho. Cerró el ojo izquierdo y apuntó al corazón del pescador, que estaba sentado en la canoa justo delante de él. Antes de apretar el gatillo, imploró perdón a Dios. A aquella distancia —no más de cuarenta metros— sabía que no erraría el tiro. Estaba tan concentrado y nervioso que ni siquiera oyó el disparo. Solo vio a su víctima llevarse las manos al pecho y desplomarse lentamente en la canoa de madera con la mirada aterrada. Júlio sintió algo que jamás olvidaría: una extraña sensación de poder. Había conseguido vencer sus miedos y cumplir su promesa. Además, para quitarle la vida a un hombre se requería mucho más valor y sangre fría que para matar a un animal. El trabajo, no obstante, aún no estaba del todo acabado; tenía que deshacerse del cuerpo.
Enrolló el cañón de la escopeta en la camiseta y dejó el arma de pie, apoyada en el mismo castaño en el que se había recostado él. Se quitó los pantalones y entró en el río con el machete en la boca. Eximio nadador, no tuvo dificultades en llegar a la canoa de Amarelo. Apoyó los brazos en la embarcación y vio el cuerpo del pescador. Tenía los ojos abiertos y el pecho bañado en sangre. Júlio sacudió la canoa una, dos, tres veces hasta darse el impulso necesario para entrar en ella. Un escalofrío le recorrió la espalda cuando rozó con la barriga la cara del muerto. Soltó el machete en la canoa y se restregó las manos por el abdomen repetidas veces en un intento desesperado por librarse de aquella sensación. No le sirvió de nada; tenía que concluir el trabajo.
Frunció el ceño y apretó los labios con fuerza. Agarró el mango del machete con la mano derecha, cerró los ojos y asestó innumerables puñaladas en la barriga de la víctima. No se dio cuenta de los estragos que estaba causando en el cuerpo de Amarelo hasta que notó que metía la mano en la barriga del pescador. Era como introducirla en un terreno fangoso, repleto de gusanos y bichos asquerosos. Cuando sacó la mano de la barriga de Amarelo, Júlio abrió los ojos. Tenía vísceras y trozos de carne pegados a los dedos. Sacudió las manos con agonía; no soportaba más esa situación. Se agachó junto al pescador, con las rodillas pegadas a la cintura de la víctima. Colocó las manos por debajo del cuerpo y lo empujó hasta verlo caer al río. En menos de un minuto, un banco de pirañas devoraba al hombre que acababa de matar. Cuanta más sangre se extendía por el río Tocantins, más pirañas se sumaban al banquete. Con el remo, empujó el cadáver lejos de la canoa y remó hasta la orilla, donde había dejado sus cosas y la escopeta. Antes de irse, limpió la canoa con el agua del río para eliminar las huellas del crimen: vísceras, trozos de carne y mucha sangre. Escondió la canoa en la selva, se vistió, volvió a colgarse la escopeta en el hombro derecho y tomó la senda de vuelta a casa.
Mientras corría por la selva, lloraba angustiado. Un dolor lacerante le encogía el corazón. Le pesaba en el alma. Había hecho lo que su tío le había pedido, pero sabía que no tendría que haber asesinado a Amarelo. No podía dejar de pensar en la expresión de pavor que había leído en los ojos del muerto. «Parecía que me mirase», le dijo al tío más tarde. Antes de llegar a casa tenía que calmarse. Si sus padres lo veían así, tan angustiado, seguro que sospecharían algo. A quinientos metros de la casa se sentó en plena selva bajo la sombra espesa de la copa de los árboles. Trató de relajar la respiración y, solo entonces, se dio cuenta de por qué estaba tan afligido. Era el peso del pecado. Y es que todavía no había rezado las diez avemarías y los veinte padrenuestros —obligatoriamente en ese orden— que limpiarían su alma. Descargó la escopeta y se alejó del arma. Se arrodilló e inició sus oraciones poniendo la máxima atención para no equivocarse en el recuento. Cuando terminó el vigésimo padrenuestro abrió los ojos con la esperanza de sentirse más ligero, pero su alma seguía atormentada. «Debe de ser porque he acabado de rezar ahora mismo; seguro que más tarde me encontraré mejor», pensó, y se dirigió a casa.
Ya pasaban de las dos de la tarde. Doña Marina estaba a la orilla del río lavando ropa. El señor Jorge había ido a por madera a la selva. Sus hermanos, Pedro y Paulo, jugaban en el río. Nadie se percató de Júlio cuando llegó. Cícero Santana, que había encargado al sobrino el asesinato de Amarelo, dormitaba en la hamaca. A Júlio le molestó la apariencia relajada del tío mientras él acababa de pasar por la peor experiencia de su vida. Cícero parecía disfrutar de una paz inquebrantable. Colgó la escopeta detrás de la puerta y dio una patada a la hamaca del tío con el pie derecho. Cícero abrió los ojos.
—¿Ya está? —preguntó—. ¿Has matado a Amarelo?
—Sí, tío. El mal ya está hecho —respondió Júlio.
—¿Lo has hecho todo conforme te dije?
—Sí, todo. Hasta he tirado el cuerpo al río para que se lo coman las pirañas.
—Perfecto. ¿Y su canoa?
—La he limpiado y escondido en medio de la selva.
—Muy bien, Julão. Ahora ya puedo descansar en paz.
—¡Pues parece que estás descansando desde hace mucho tiempo!
—Julão, estoy enfermo, ¿lo entiendes? Todavía ardo de fiebre y me duele todo el cuerpo. Te he metido en este compromiso porque no he tenido más remedio.
—Solo quiero olvidarme de esta desgracia. ¡Nunca más vuelvas a hablarme de este tema de matar gente para ganar dinero! ¡No quiero ni oír hablar de este tipo de historias! —exclamó el muchacho con firmeza y el dedo en ristre.
—Puedes estar tranquilo, no volverá a pasar.
Las horas transcurrían y Júlio no se deshacía del peso de la culpa. Tenía un nudo en el estómago; no tenía ganas de comer. Aquella noche doña Marina preparó arroz con la carne asada del ciervo que él mismo había cazado. Era su plato favorito. Apenas pudo probar dos cucharadas y fue a acostarse en la hamaca. Doña Marina, preocupada, se acercó a charlar con el hijo, que le manifestó que se encontraba mareado, sin fuerza en el cuerpo y con dolor de cabeza. Al ponerle la mano en la frente, doña Marina comprobó enseguida que Júlio tenía fiebre. «¡Pobre hijo mío, también tiene malaria!», exclamó para que toda la familia lo oyera. Pero Júlio no tenía malaria; la fiebre, el mareo y los dolores eran el reflejo de una crisis nerviosa. En la casa todo el mundo dormía menos Júlio, que, tendido en la hamaca y tapado con dos sábanas, no podía dejar de pensar en Amarelo. Cuando intentaba dormir y cerraba los ojos, veía el cuerpo despedazado del pescador. Pasaría dos semanas sin disfrutar de una noche de sueño tranquilo. El día del crimen solo pudo quedarse dormido después de repetir incansablemente el ritual de rezar las diez avemarías y los veinte padrenuestros hasta que perdió la cuenta. Insistía en poner más énfasis en un trozo concreto del padrenuestro. «Perdona nuestras ofensas», imploraba al cielo con los puños cerrados. Jamás olvidaría las últimas palabras que pronunció aquel día. Acurrucado en la hamaca, le hizo una promesa a Dios: «Nunca más volveré a matar a nadie en mi vida, Señor. Nunca más».