Hice con mi capa una especie de alforja y me la colgué del hombro con la latita y el escudo de mi casa dentro, y salí del Acre sin más dificultades. Pero esperé a estar bien lejos de los límites de aquella zona antes de sacar el escudo y colocármelo en el brazo y tanto antes de eso como después tuve buen cuidado en imitar el ángulo de cabeza vorriano, la forma de andar y la posición de mis dedos.
Tomé sin novedad el autobús de regreso. Una vez en el asiento trasero, con una hora da viaje ante mí, me fue posible empezar a pensar en lo que me había ocurrido.
La cosa más extraordinaria de un conjunto de cosas extraordinarias era esta. ¿Por qué —siendo como yo lo era y reconociéndoseme por cuanto sabía leal a los terrestres— por qué no me había aprovechado de mi posición privilegiada tal y como dejé comprender a Marijane que me estaba aprovechando?
Nunca me había fijado, pero todos comprendían que existía una única razón para aprovechar cualquier oportunidad de ir a Qalavarra. La razón era poder actuar en la retaguardia de Vorra.
No hay que decirlo en voz alta. Uno se daba cuenta de que los habitantes del Acre no estaban allí por gusto, o para hacer fortuna y regresar a la Tierra. Se pasaban el tiempo imaginando medios de vencer a los conquistadores y derribarles. Por mí mismo había visto el éxito alcanzado ya —Pwill de la Casa de Pwill, él en persona, saliendo del despacho de Olafsson furioso, enrabiado porque, con toda seguridad, le habían negado alguna de sus demandas.
¿Cómo podía un puñado de terrestres explotar las debilidades de los vorrianos? No lo sabía hasta aquel momento, pero una vez pude reflexionar acerca de ello me di cuenta de que tenía de primera mano la experiencia de una posible técnica: la de Kramer.
Sopesé la lata del “filtro de amor” envuelta en mi capa.
Aun no siendo un punto esencial, Shavarri era una ignorante. Incapaz de leer y escribir su propio lenguaje, menos aún podría leer un idioma de la Tierra. Probablemente seria también supersticiosa. Los vorrianos entraban en combate con cánticos, encantamientos y ritos; había una docena de cultos contrapuestos que reclamaban la fidelidad de sus adeptos en la hacienda de Pwill como pude comprobar por mí mismo. Swallo, el portero, pertenecía a uno de ellos y proclamaba a voz en grito que ese culto supersticioso fue el que le salvó la vida en la Batalla de la Cuarta Orbita.
Los nobles de alto rango profesaban tales creencias, y aunque en público las trataban despectivamente, no obstante cualquiera de ellos habría dudado bastante en extirparlas por completo de sus súbditos. Y sus esposas, mucho menos educadas y menos expuestas al mundo exterior, habían percibido el indefinible respeto que los varones sentían hacia la Tierra y las cosas terrestres especialmente en la Casa de Pwill, cuyo cabeza estaba convencidísimo de que la Tierra escondía algún secreto que él podría usar.
Casi me caigo del asiento por causa de la excitación. Por fortuna nadie se dio cuenta de mi sobresalto. ¡Oh, había cientos de maneras en que uno podría explotar las supersticiones de una dama noble! E indirectamente eso influiría en el esposo de ella y en su parentela; las esposas jóvenes puede que no gozaran de un estado muy oficial, pero indudablemente tenían alguna influencia.
¡Y aquí estaba yo llevando un “filtro de amor” a Shavarri! ¿Con quién querría ella utilizarlo? ¿Para algún amante de la hacienda, quizás el capataz u oficial de alguna tripulación espacial? ¿O con el propio Pwill? no era descabellado; una joven esposa con ambiciones, celosa de sus hermanas-esposas más antiguas en el estado civil, podía muy bien tratar de utilizar el filtro para conseguir que su esposo la dedicase una mayor atención.
Cuanto más lo pensaba, más probable me parecía. Era un verdadero pasatiempo para las jóvenes esposas tener amantes; sólo la propia Llaq era capaz de viajar con su esposo y participar en los asuntos mundiales, mientras que el resto, excepto cuando se las permitía visitar otras casas, lo que no sucedía muy a menudo, por regla general permanecía en el hogar, dentro del serrallo y entretenían el tiempo peleándose mutuamente.
No, no era probable que Shavarri quisiera emplear una droga para persuadir a un hombre que la gustaba para que fuese su amante. Ella era, sin contar otra esposa, la más joven pero según los gustos vorrianos una de las más atractivas sub-damas de los Pwill (bajo mi punto de vista terrestre ella era con mucho la más guapa, pero los gustos vorrianos las prefieren con cara de luna llena, tipo de belleza también preferido por muchas civilizaciones de la Tierra que también permitieron los harenes en el pasado; para los vorrianos, Shavarri tenía rasgos demasiado delgados, aunque estaba, por otra parte, muy bien formada.
Mi mente errante pasó de Shavarri a Marijane y una nueva peculiaridad me sorprendió. Marijane —y su hermano y Gustav, para el caso daba igual— se habían mostrado vehementes en su disgusto contra las gentes como yo que tenían cómodos trabajos o empleos en las casas nobles, llamándolos esclavos e insultándonos. ¿Qué opinaban de eso allá en la patria? Fruncí el ceño mientras trataba de recapacitar. Mirándolo así, yo era un hombre normal para mi concepto —ciertamente lo bastante normal para que mi imaginación trabajase en Marijane después de no haber visto ninguna mujer terrestre desde mi llegada a Qalavarra. Es de presumir que durante los cinco años pasados como tutor con la familia Pwill en la Tierra yo no había sido un joven para quien la castidad era la joya más preciada. Tuve amigas y contactos sociales...
Y si allí estaban, claros en mi recuerdo.
Seguramente, sin embargo, allá en la Tierra en donde el paso de dos generaciones no había sido suficiente para borrar las cicatrices de la derrota, una persona como yo en privilegiada posición viviendo como vivían los vorrianos lejos del núcleo del planeta, ¿me habrían odiado aún más vigorosamente y me habrían tachado de traidor?
Pero por lo que podía recordar nadie me había acusado de eso. Disfruté de mis cinco años como tutor, dejando aparte aquella imposibilidad de meter ciencia en la cabeza dura del joven Pwill.
Paradoja. No podía resolverla. Renuncié a hacerlo al cabo de un momento y dejé que mi mente errara, al azar.
Marijane. Shavarri. La eterna cuestión de las mujeres. Parecía haber pasado un siglo desde que me preocupé de una mujer. Me imaginé a Savarri para mí y asentí dando mi aprobación crítica. Sí, era definitivamente bonita para los gustos de cualquiera. Empíricamente, cómo cosa interesante, no había razón física alguna para que los vorrianos y los terrestres no pudieran hacer el amor juntos. La diferencia era mayor entre los machos que entre las hembras, pero las funciones esenciales eran idénticas. Debes notar, seguí informándome yo mismo, que no es fácil confundir una raza con otra estando desnudos y que ninguna unión híbrida podría ser fértil y en la actualidad los humanos no encontraban atractivos en los vorrianos porque a ellos les faltaba alguna secreción cutánea con fragancia particular que formaba parte de las normas humanas normales del estímulo sexual. Pero los soldados de Vorra eran iguales a los demás soldados y durante los años que siguieron al armisticio cuando en la Tierra había fuertes guarniciones y ningún lujo, con rameras de su raza en los alrededores de cada campamento militar, entonces, sin lugar a dudas, demostraron la posibilidad de relacionarse sexualmente con las terrestres...
Me di cuenta de lo que pensaba y solté una risita maliciosa. La historia que yo le endosé a Marijane para tranquilizarla estaba trabajando demasiado rápidamente en mi imaginación. ¡Allí estaba, yo considerando seriamente la posibilidad de seducir a Shavarri con el fin de utilizarla para imponer a Pwill mis ideas! Eso era grotesco, principalmente porque yo no tenía ninguna clase de ideas que valieran la pena de ser impuestas a nadie,
Y en seguida me volví a poner serio. ¿Por qué no? ¿Por qué estaba desperdiciando una oportunidad inapreciable como la que tenía al alcance de la mano? Yo era una avanzada de la Tierra en el mismísimo corazón de Qalavarra, en la segunda más poderosa gran casa y que probablemente no tardaría en ser la primera, si los planes que ahora formaba Pwill no caían por los suelos.
Entonces, lo antes posible, tendría que regresar al Acre. Me entrevistaría con Olafsson, le expondría la idea con toda franqueza y le diría que me daba cuenta de que había estado descuidando mi deber como terrestre y le preguntaría qué uso se podría dar a mi persona para que fuese una pieza valiosa en el complot general de mis hermanos de raza.
De todas maneras, para seguir adelante sin pérdida de tiempo podría improvisar algo siguiendo las instrucciones veladas que Kramer me había enseñado. Podría hacerme más el “misterioso terrestre”, podría inventarme unos cuantos poderes místicos para impresionar... incluso me sería posible comenzar con Shavarri, porque sabía que ella ya estaba un poco seducida por la falsa magia; luego, alguna de las otras esposas y quizás algún oficial de alto grado y algún sirviente de los que eran mis colegas. ¿Y por último a la propia Llaq?
Gruñí. Eso sería” mucho” trabajo. La vieja Llaq era con toda probabilidad la mujer más testaruda de todo el planeta. Estaba convencida de que la mitad cuando menos de los progresos de su marido se debían a su iniciativa femenina.
Pero no era necesario empezar con Llaq.
Los planes empezaron a florecer en mi mente, como si hubieran estado aguardando en el subconsciente y necesitasen sólo el impulso adecuado para desarrollarse.
* * *
Subí por el camino hacia la casa, admirando cómo sus cúpulas de vidrio y sus ventanas captaban el inclinado sol del tardecer. En su estilo era todo un invento; existía en todas las casas, en especial comparado con los pueblos chapuceros y malformados que sustituían aquí a las ciudades. Una casa era un complejo de barracones, fábricas, locales de recreo, de palacios con toda clase de servicios desde los de aprovisionamiento y vestido hasta los de educación v medicina —¡ de todo había en este planeta!—. Desde cierta distancia daba la clara impresión de formar una unidad, organizada por completo dedicada a un importante propósito.
Eso hacía pensar más desalentadoramente que yo había estado mucho tiempo dentro de esa fortaleza sin aprovecharme de mi ventaja.
Llegué a la puerta y me di cuenta de que Swallo me había visto ya mediante su sistema de espejos espías, porque al encontrarme a veinte pasos de las grandes puertas dobles, éstas crujieron y se abrieron cosa de un metro por el centro, dejando sitio para que pasase entre ambas hojas. Naturalmente no continué atravesando el patio principal hasta mis habitaciones en el bloque familiar, sino que entré en el despacho de Swallo.
Al instante me di cuenta de que algo iba mal. Porque Swallo había sacado su talismán de la buena suerte de debajo de la mesa —el talismán que decía el buen portero que le salvó la vida en la Batalla déla Cuarta Orbita— y lo tenia delante, plenamente visible. Sólo lo hacia cuándo había algún jaleo.
Me miró pétreo.
—Eres un problema —me dijo sin rencor—, si hubieras estado aquí las cosas habrían ido mucho mejor.
—¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
—Pwill volvió de la ciudad con un humor de mil diablos y preguntó por tí. ¡Y hoy precisamente, de todos los días, se te ocurre no estar presente!
El corazón me dio un vuelco.
—¿Dónde está él ahora? —pregunté.
—Descargando su cólera en la Gran Terraza —me respondió Swallo lacónico—. O allí estaba la última vez que me informaron. Si ves a alguien por ahí con el rabo entre las piernas, ya sabes la razón.
—¡Pues no debía haber vuelto hasta una hora antes de ponerse el sol! —dije.
—Pwill no hace mucho caso a los relojes —repuso Swallo.
Acaricié la lata que estaba envuelta en mi capa. Estaría más segura con Swallo que con cualquier otra persona, pensé. Se la entregué a través de la ventana de su despacho.
—Guárdeme esto hasta que vuelva —le pedi—. Creo que es mejor que vaya a presentarme, a El en persona inmediatamente.
Swallo se encogió de hombros y cogió la capa, dándose cuenta de que había algo en sus pliegues pero sin hacerme ninguna pregunta. Estaba convencido de que nada más irme miraría por curiosidad qué era aquello, pero la latita no tenía etiqueta alguna y por más que la destapase le sería imposible discernir para qué podría servir el líquido que contenía. Claro que podía probar el filtro a impulsos de una irrefrenable curiosidad y de repente encontrarse con que se había convertido en irresistible para todas las mujeres, quizás, de la hacienda. Pero eso no era muy probable.
Una vez puesto a salvo, relativamente, el filtro, de amor, partí a la carrera.
Todo el camino a través del patio principal, escaleras arriba, por los corredores, hasta llegar al piso superior donde estaba la Gran Terraza, situada cara al sol poniente, fue una continua sucesión de gentes con caras tan tristes como la de Swallo, pero el portero me había puesto sobre aviso y no me extrañó que al verme todos extendieran sus manos en gesto de alivio. Alguno me gritó, preguntándome dónde había estado todo aquel tiempo. No contesté y ninguno trató de detenerme. Pensando que mi amo había vuelto directamente a casa después de su infructuosa entrevista con Olafsson, Pwill en persona habría tenido dos horas para desahogarse con su séquito y servidumbre y lo más seguro sería que alguno de sus siervos afortunados habría gustado de la mordedura del látigo del amo.
Se me ocurrió a mí que ayer simplemente yo habría acudido a presencia del amo cabizbajo y temeroso, como los demás; Pwill rara vez se encolerizaba en realidad, a pesar de que sólo para impresionar a sus inferiores algunas veces fingía montar en cólera. Pero hoy, habiéndole visto salir de casa de Olafsson como le vi escasas horas antes —derrotado, de la menos manera posible, pero derrotado, por un terrestre— sentí una boyante confianza. Me bailaba preparado para enfrentarme a él, para responderle y, si era preciso, para sobreponerme a su propia personalidad.
Cuando llegué a las puertas de la Gran Terraza, los centinelas de servicio en ellas por poco tropiezan en su ansia de franquearme el paso con toda rapidez y alejarse del causante del mal humor de El mismo.