II
Traté de mirar el asunto de manera objetiva. Éramos una raza sumisa y derrotada. Ahí estaba el punto crucial. No importaba cuanto tratásemos de disfrazar la desagradable verdad de nosotros mismos... fingiendo que la guerra entre la Tierra y Qalavarra había sido una especie de ensayo, ni por referirnos al fin de ella como un armisticio en lugar de la conquista como la llamaban los vorrianos... era preciso hacer frente a los hechos eventuales.
Yo era quince años demasiado joven para acordarme de la guerra, pero sabía bien lo fuerte que el Gran Dogal apretaba cuando yo tenía diez o quince años. Claro, estudié la guerra —versión oficial— en el colegio había tenido ocasiones en abundancia de hablar con los ancianos y con los que lucharon en ellas. Además, desde mi venida a Qalavarra yo había logrado reunir el punto de vista vorriano de la batalla más importante —la Batalla de la Cuarta Orbita— gracias a mis conversaciones con el portero Swallo.
Toda clase de cosas sutiles me recordaban nuestra derrota. Por ejemplo, nosotros mismos llamamos ahora aquella Batalla, la de la Cuarta Orbita en lugar de su título original terráqueo, la Batalla de la Esfera Marciana. Los vorrianos, naturalmente, designaban a los planetas solares por números, no por nombres.
No siendo un físico del súper espacio, yo nada sabia de la razón por qué las batallas de aquella guerra habían tenido lugar en tan bien definidos volúmenes del espacio excepto las frases repetidas incesantemente que constituían las lecciones de historia: tenia algo que ver con las relaciones armónicas keplerianas en la vecindad de los soles lo que imposibilitaba que una gran cantidad de naves saliesen de manera simultánea al espacio real excepto a distancias toscas de los planetas representados por las órbitas de los astros mayores. Siendo y sintiendo ansiedad por tomar la máxima posible ventaja de este hecho, ellos poseían impulsión subespacial y nosotros, no, por eso las fuerzas vorrianas siempre concentraban sus ataques en los puntos vulnerables de llegada.
En su espacio era meramente una hipótesis para los físicos de la Tierra cuando ocurrió la matanza de los vorrianos. Nuestras naves marchaban en torno al sistema con motores iónicos y de algún modo con la errática forma inversa de la gravedad por la que la inercia negativa permitía velocidades muy próximas a la de la luz, pero que hacía estallar las naves a veces inesperadamente. Aun más raro, pudimos encontrar uno de nuestros pocos puntos de consuelo en ese asunto. La primera vez que abordé el sujeto de la guerra con él, Swallo me lo mencionó sin que yo tuviese que hacerle preguntas ni apremiarle.
A pesar de la brecha en apariencia desastrosa que la técnica entre nuestras naves y las de los vorrianos había abierto, logramos obtener un análisis del cerebro electrónico de sus sistemas de ataque y descubrimos esta relación entre distancias planetarias y los puntos de emergencia. Así cuando la Gran Flota apareció en la Cuarta Orbita los estábamos esperando y logramos alcanzarles, además, efectivamente. Claro que nos sobrepasaban en número y nuestra arma principal era el rayo destructor con un alcance d« apenas cincuenta mil kilómetros; no obstante, gracias a llegar allí primero y ser capaces de aventajar la desventaja mecánica que sufría el equipo electrónico tras haberse sumergido en subespacio, destruimos casi un seis por ciento de sus fuerzas totales antes de vernos arrollados. Por otra parte, perdimos el ochenta y cinco por ciento de nuestros efectivos y no teníamos nada con que reemplazarlos, mientras que los vorrianos, sí.
Se descubrió que eran luchadores lógicos; que se aplicaban al asunto con toda su potencia hasta salir de él, y mientras estaban preparados para hacer de la Tierra un planeta ampliamente desierto si insistíamos, se dieron cuenta de que sería un mal negocio. Así, actuando bajo el principio de que quien pelea y lucha...
Claro que nunca lograron apaciguarnos por completo. Pero tras quince o veinte años de sabotajes, de resistencia clandestina, de asesinatos y de otros golpes en donde dolía, llegamos a una tolerancia mutua tácita. En el lado vorriano esto quedaba templado por una especie de asombro. Me sorprendió enterarme de tal cosa, pero no me quedaba lugar a dudas, porque lo averigüé directamente de mi amo, Pwill, de la Casa de Pwill mismo.
En conversaciones, los de Vorra nos turbaban. Una de las cosas se relajaron basta el punto que en donde los terrestres recibíamos derechos menores en la propia Qalavarra, tuvimos oportunidades en abundancia para estudiar su sociedad, y lo que nos sorprendió fue que era prácticamente feudal. Toda la potencia residía en las grandes casas, que combinaban en sí mismas las funciones de las naciones, grupos étnicos y corporaciones comerciales. Había unas sesenta de estas casas, cuyas sedes estaban en el continente temperado meridional, pero cuya influencia era algo más que planetaria. En cualquier temporada quizás media docena de los sesenta compartían una ascendencia sobre el resto. Corrientemente la Casa de los Shugurra era la más poderosa de todas, pero la Casa de los Pwill podía en su momento deshacer el equilibrio si las cosas así lo requerían. Por eso era por lo que Pwill, de la Casa de Pwill vino a la Tierra como teniente gobernador para un período de cinco años, llevando consigo a la mitad de su ejército particular, a los tres cuartos de su flota espacial, a un enorme séquito de criados y a sus cuatro esposas decanas.
Para nuestra mayor confusión, Pwill decidió a su llegada que quería un tutor terrestre para su heredero, el hijo mayor. Me eligieron a mí por una confluencia peculiar de motivos. Yo era cinco centímetros más alto, podía correr, nadar, luchar y sobrepasar en pensamiento al heredero aparente de Pwill. Y lo que más importaba, por coincidencia, yo tenía el doble de edad de la del muchacho el día en que me contrataron, hasta el mismísimo día. Para Pwill, eso era muy /importante.
Poco a poco descubrí que Pwill creía que podía encontrar sobre la Tierra el secreto de hacer de su casa la fuerza dominante en Qalavarra; por eso se había dedicado al peligroso juego de ausentarse de Casa durante cinco años. Quería que su heredero viese las cosas del mismo modo, pero aquel joven bastardo (en sentido figurado; las nobles familias vorrianas se aseguraban muy bien de que su heredero fuese legítimo) prefería pasar el tiempo peleándose, jugando y corriendo tras las mujeres. Así que no logré enseñarle mucho.
Sin embargo Llaq me tomó cariño. Cuando llegó el momento de que la familia regresase a Qalavarra, ella me pidió que me uniese a su séquito personal durante un par de años.
Yo no podía engañarme a mí mismo diciéndome que era del calibre de los independientes que habían conseguido ir a Qalavarra porque tenían personales habilidades que vender. Aquella constituía mi única posibilidad concebible de hacer un viaje que todo el mundo deseaba. Así que acepté.
¿Qué era lo que había causado tan súbito interés entre los vorrianos respecto de la gente de la Tierra... un planeta que habían conquistado, cuya población habían reducido eficientemente y por completo al estado de una satrapía dependiente?, yo presumí que los propios vorrianos lo sabrían.
Pero sorprendió muchísimo descubrir que no.
Estaban ellos sólo convencidos de que debíamos tener algo que les faltaba, de que carecían, que nos permitía, mejor dicho, nos permitió causar un daño inmenso a la flota vorriana contra todas las previsiones posibles, lo que nos permitía también reunirnos de nuevo y recuperamos tras el armisticio. La comparación más cercana que se me ocurría era que como los romanos, respecto a los griegos después de añadir Grecia a su imperio, los vorrianos experimentaban lo mismo por la Tierra. Los griegos habían sido bien y definitivamente derrotados: no obstante dieron la impresión de conservar algún secreto que los romanos no podían arrebatarles porque eran demasiado torpes v materialistas para averiguar qué secreto codiciado poseían todos los griegos en general.
Y así los esclavos griegos alcanzaron los más altos precios: una familia acomodada compraría a un griego educado para preceptor de sus hijos y el griego mismo se convirtió en un idioma elegante con el que salpicar la conversación normal.
Bien tuviésemos ese importante y misterioso algo o no, nos dimos rápida cuenta de que podríamos aprovecharnos de esa creencia vorriana en lo que nosotros teníamos. Allá en Casa un hombre que había pasado bastante tiempo en Qalavarra vino a verme cuando se enteró de que iba a ser el tutor del Heredero Aparente dé Pwill. Me dijo que la principal característica de la sociedad vorriana era su ruido. No un ruido actual, verdadero, que molestase a los oídos, sino un ruido en el sentido técnico de esfuerzos desperdiciados de potencia mal usada y sin razón.
—Puede que tengan motores subespaciales —me dijo ese hombre—. ¡Pero sus organizaciones sociales prácticamente neolíticas! Mira el tiempo que ellos pasan tratando de alcanzar una buena posición y de derribarse mutuamente. Otra cosa. ¿Cuántos vorrianos has visto llevando reloj? Sólo los nobles y los oficiales. Me enteré de que tenían que enseñarles a sus soldados a leer un cronómetro cuando los alistaban en el ejército. Las cosas son así. Y la medicina... en eso son ignorantes. Y las ciencias sociales no las tienen, por ser únicamente nociones empíricas de cómo mantener reducida a la impotencia a un pueblo concruistado y cómo explotar su productividad.
—Expresado así —dije interrogador—, parece imposible que nos hayan conquistado. Y sin embargo, lo hicieron.
* * *
Conquistados o no, les causamos gran impresión. Se estaba haciendo de moda entre los nobles leer traducciones de literatura terrestre y de adquirir alguna habilidad en cualquier instrumento musical de la tierra. El violín era el más popular porque podía ser con facilidad afinado a la escala vorriana en lugar de la nuestra.
Había toda clase de campos en los que los vorrianos habían en apariencia considerado como por debajo de su digna atención y en los que nosotros éramos soberbiamente eficientes. Aquel autobús en el que yo viajaba, por ejemplo, estaba construido en la Tierra y funcionaba con células solares terrestres; quince años atrás los vorrianos tenían navíos subespaciales pero en su patria empleaban animales como elementos de transporte para cualquier habitante que tuviese un rango inferior al de noble y coches movidos a vapor, bastante ineficientes, para el resto. Aquella misma carretera había sido proyectada, trazada y construida con máquinas terrestres que fundían la sílice del suelo —aquella parte de Qalavarra era arenosa— en una superficie áspera pero utilizable como carretera. Con ese sistema habían construido la autopista del Sahara.
Yo tenía una buena cantidad de razones para alegrarme de que los vorrianos estuviesen tan impresionados. De otro modo no habría estado yo allí.
No, pensándolo bien, no es que la estancia me hiciese mucho bien. Yo había tenido sueños de ser capaz de llegar a Qalavarra y ver aquel mundo extraño. En vez de eso, yo había visto —después de casi siete meses- la hacienda de la Casa de Pwill, una o dos otras casas en donde Llaq me había llevado en visita de cortesía y parte dé la capital.
Oh, me sentía muy contento. El salarlo era bueno; tenía habitaciones cómodas. Mis obligaciones consistían principalmente en tareas administrativas y en la instrucción ocasional de los hijos más jóvenes a los que enseñábamos unos cuántos cumplidos terrestres para hacerles ir adelante unos cuantos pasos, y llegar a ser el equivalente vorriano de los Pérez. Pero no tenia amigos y de repente me di cuenta de que eso me estaba desmoralizando.
La hacienda, claro, era enorme. Había tres grandes casas situadas cerca de la ciudad, Pwill, Shugurra y otra de menos categoría. Cada Casa era casi propiamente una ciudad; la población de Pwill sobrepasaba los ocho mil en un gran complejo de edificios rodeados por un muro y más allá de él había unos doce mil vasallos villanos, el ejercito, las tripulaciones espaciales, todo el personal técnico desde los mineros hasta los metalúrgicos cuyos chalecitos desparramados en los quinientos mil kilómetros cuadrados de la hacienda llegaban hasta el borde del mar a trescientos sesenta kilómetros de la casa. Ninguna de las haciendas controladas por las seis casas mayores era más pequeña que aquella. Y no se detenía en el mar, claro; en otros continentes el sello de Pwill aparecía en las minas, plantaciones y en todas las fuentes de poder humano.
Casi dos millones y medio de personas estaban directamente relacionadas con la Casa de Pwill. Y por lo menos otros tantos tenían concesiones de individuos particulares, pero pagando sus instalaciones una contribución crecida, precio de su manumisión.
Casi el noventa por ciento de la población de Qalavarra era libre, nominalmente; controlaban sus propias vidas y nada más. Los ligados a una casa tenían que saltar cuando se les ordenaba, pero vivían mejor en el sentido de que tenían información y parte de cuanto ocurría antes que cualquiera otra persona lo tuviese. La gente en las ciudades era casi toda libre y los celos mutuos de las casas aseguraban esa libertad. Unos cuantos siglos antes, las casas poderosas habían tratado de apoderarse de las ciudades prósperas para si mismas, pero el hábito murió en favor de la exploración de otros mundos. De cuantos, no podíamos estar seguros: pensábamos que eran cuatro, además de la Tierra y, posiblemente, otros controlados por pequeñas alianzas de casas, guardadas en celoso secreto.
La Tierra era la única que tuvo que ser reducida por todas las casas trabajando al unísono. Eso era otro punto que les molestaba cuando pensaban en nosotros.
Y por eso es por lo que los terrestres eran sólo una raza sometida de los Vorra a la que permitían caminar ocasionalmente sobre la superficie de Qalavarra. Eso es porque había allí un Acre de Tierra y no un Acre de cualquier otro planeta. Por eso es por lo que corrían los rumores de que los terrestres habíanse apoderado literalmente de los bloques ciudadanos en los que vivían hasta hacer que la policía vorriana no se atreviese a entrar en las calles. Los nobles de Vorra tenían que venir en persona si querían negociar y sólo se hablaban lenguas humanas.
Pero me dije a mí mismo que después de diez años tales nociones eran increíbles. Me preparé para llevarme un completo desencanto; estaba dispuesto a no encontrar ni un grano de verdad en todos aquellos relatos.
Por eso me sorprendió descubrir que eran absolutamente ciertos.