EL FIN DE TODAS LAS COSAS
1794
Es una expresión corriente, especialmente en el lenguaje pío, hablar del tránsito de un moribundo a la eternidad.
Expresión que no querría decir nada si se quisiera dar a entender con la palabra eternidad un tiempo que se prolonga sin término; porque, en ese caso, el hombre nunca saldría del tiempo, sino que seguiría pasando de un tiempo a otro. Por lo tanto, parece aludirse a un fin de todos los tiempos, perdurando el hombre sin cesar pero en una duración (considerada su existencia como magnitud) que sería una magnitud inconmensurable con el tiempo (duratio noumenon), de la que ningún concepto podemos formarnos (fuera del negativo). Este pensamiento encierra algo de horrible: porque nos conduce al borde de un abismo de cuya sima nadie vuelve («con fuertes brazos le retiene la eternidad en un lugar sombrío, de donde no se vuelve.» Haller); y, al mismo tiempo, algo de atrayente: porque no podemos dejar de volver a él nuestros espantados ojos (nequeunt expleri corda tuendo, Virgilio.) Lo terrible sublime, en parte a causa de su oscuridad, pues ya se sabe que en ella Ja imaginación trabaja con más fuerza que a plena luz. Hay que pensar que esa visión se halla entretejida misteriosamente con la razón humana; porque tropezamos con ella en todos los pueblos, en todas las épocas, ataviada de un modo o de otro. Si seguimos este tránsito del tiempo a la eternidad (con independencia de que esta idea, considerada teóricamente, como ampliación de conocimiento, tenga o no realidad objetiva, al modo como la razón misma lo hace al propósito práctico), tropezamos con el fin de todas las cosas como seres temporales y objetos de posible experiencia; final que, en el orden moral de los fines, significa el comienzo de su perduración como seres suprasensibles, que no se hallan, por consiguiente, sometidos a las determinaciones del tiempo y que, por lo tanto, tampoco puede ser (lo mismo que su estado) apto de ninguna otra determinación de su naturaleza que la moral.
Los días son como hijos del tiempo, porque el día que sigue, con todo lo que trae, es engendro del anterior. Así como el benjamín es el hijo más nuevo para sus padres, el día último del mundo (ese momento del tiempo que lo cierra) se puede llamar novísimo. Este día final pertenece aún al tiempo, pues en él sucede todavía algo (que no pertenece a la eternidad, donde nada sucede, pues ello significaría perduración del tiempo), a saber, rendición de cuentas que harán los hombres de su conducta durante toda su vida. Es el día del juicio; la sentencia absolutoria o condenatoria del juez del mundo constituye el auténtico fin de todas las cosas en el tiempo y, a la vez, el comienzo de la eternidad (beata o réproba) en la que la suerte que a uno le cupo permanece tal como fué en el momento de la sentencia. Por eso el día final, es también, el día del juicio final. Pero en el fin de todas las cosas habría que incluir asimismo el fin del mundo, en su forma actual, es decir, la caída de las estrellas del cielo como de una bóveda, la precipitación de este mismo cielo (o su enrollamiento como un libro), el incendio de cielo y tierra, la creación de un nuevo cielo v una nueva tierra, sedes de los santos, y de un infierno para los réprobos; en ese caso, el día del juicio no sería el día novísimo o final, pues le seguirían otros días. Pero como la idea de un fin de todas las cosas no tiene su origen en una reflexión sobre el curso físico de las mismas en el mundo, sino de su curso moral y sólo así se produce, tampoco puede ser referida más que a lo suprasensible (no comprensible más que en lo moral), que es a lo que corresponde la idea de eternidad; por eso la representación de esas cosas últimas que han de llegar a seguida del novísimo día hay que considerarla como sensibilización de aquella con todas sus consecuencias morales, por lo demás no comprensibles teóricamente por nosotros.
Hay que observar, sin embargo, que, desde la más remota antigüedad, encontramos dos sistemas referentes a la eternidad venidera: uno, el de los unitarios, que reservan a todos los hombres (purificados por expiaciones más o menos largas) la beatitud eterna; otro el de los dualistas[1], que reservan la beatitud para unos cuantos elegidos, mientras al resto la eterna condenación. Porque un sistema según el cual todos estuvieran destinados a ser condenados no es posible, pues no habría manera de justificar por qué habían sido creados; la aniquilación de todos revelaría una sabiduría deficiente, que, descontenta con su propia obra, no encontraba remedio mejor que destruirla. Los dualistas tropezaron siempre con la misma dificultad que les impidió figurarse una eterna condenación de todos; porque, ¿a qué bueno que hubieran sido creados unos pocos, o uno solo, si su destino no era otro que ser condenados?, lo que es bastante peor que no ser.
En la medida que se nos alcanza, allí hasta donde podemos explorar, el sistema dualista (pero sólo con el supuesto de un primer ser sumamente bueno) encierra un motivo superior en el sentido práctico, para cada hombre, para cómo se tiene que regir él mismo (no para cómo tiene que regir a los demás); porque, en la medida que se conoce, la razón no le presenta ninguna otra perspectiva de la eternidad que la que su propia conciencia le abre a través de la vida que lleva. Pero, como mero juicio de razón, no se puede convertir en dogma, es decir, en proposiciones teóricas objetivas y válidas en sí mismas. Pues ¿qué hombre se conoce a sí mismo, o conoce a los demás con tanta transparencia como para decidir: que si él apartara de entre las causas de su presente vivir honrado todo aquello que se designa como debido a la suerte, por ejemplo, su buena índole, el vigor natural de sus fuerzas superiores (las del entendimiento y la razón para dominar sus impulsos), amén de la circunstancia de que el azar le ahorró muchas ocasiones seductoras que otros conocieron; si pudiera separar todo esto de su carácter real (como debe hacerlo si quiere estimarlo en lo que vale, pues son cosas que, regalo de la suerte, no pueden entrar en la cuenta de su propio mérito), quién pretenderá decidir entonces, digo yo, si ante los ojos omnividentes de un juez universal guarda en su valor moral interior alguna ventaja sobre los demás, y no será más bien de una presunción absurda pretender, a base de un conocimiento superficial de sí mismo, establecer un juicio sobre el valor moral propio (y el destino merecido) o el de los demás? Por otra parte, tanto el sistema de los unitarios como el de los dualistas, considerados como dogmas, parecen exceder por completo el poder especulativo de la razón humana y todo parece conducirnos a considerar esas ideas de la razón simplemente como limitadas a las condiciones del uso práctico. Pues nada tenemos delante que nos pudiera instruir desde ahora sobre nuestra suerte en un mundo venidero fuera del juicio de nuestra propia conciencia, es decir, lo que nuestro estado moral presente, en la medida que lo conocemos, nos permite enjuiciar razonablemente: a saber, que aquellos principios que hayamos encontrado como prevaleciendo en nuestro vivir hasta su final (ya sean del bien o del mal) también seguirán prevaleciendo después de la muerte; sin que tengamos el menor motivo para asumir un cambio de los mismos en aquel futuro. Y con esto, tenemos que esperar para la eternidad las consecuencias adecuadas al mérito o la culpa derivados de aquellos principios; a cuyo respecto es prudente obrar como si la otra vida y el estado moral con el que terminamos la presente, con sus consecuencias, al entrar en aquélla, fueran invariables; al propósito práctico el sistema que habrá que adoptar será, por consiguiente, el dualista, y sin que por ello decidamos a quién de los dos corresponde la palma en el aspecto teórico y puramente especulativo; aunque parece que el sistema unitario se mece demasiado en una seguridad indiferente.
Pero ¿por qué los hombres esperan, en general, un fin del mundo?, y si es que éste se les concede ¿por qué ha de ser precisamente un fin con horrores (para la mayor parte del género humano)?… El motivo de lo primero parece residir en que la razón les dice que la duración del mundo tiene un valor mientras tanto los seres racionales se conforman al fin último de su existencia, pero que si éste no se habría de alcanzar la creación les aparece como sin finalidad —como una farsa sin desenlace y sin intención alguna—. El motivo de lo segundo se basa en la opinión de la corrompida constitución del género humano[2], de tal grado que lleva a desesperar; y prepararle un fin, y que sea terrible, parece ser la única medida que corresponde a la sabiduría y justicia (para la mayoría de los hombres) supremas. Por esto los presagios del día del juicio (porque, ¿qué imaginación excitada por una gran expectativa es escasa en signos y prodigios?), son todos del género espantoso. Algunos piensan en la injusticia desbordada, en la opresión de los pobres por el fasto arrogante de los ricos, y en la pérdida total de la lealtad y de la fe; o en las guerras sangrientas que estallarán por toda la faz de la tierra, etc., etc., en una palabra, en la caída moral y el rápido incremento de todos los vicios con sus consecuentes males, tales como no los conoció ningún tiempo anterior. Otros piensan en inusitadas catástrofes naturales, terremotos, tempestades e inundaciones, o cometas y fenómenos atmosféricos.
De hecho, y no sin causa, los hombres sienten el peso de su existencia, aunque ellos mismos son esa causa. La razón parece residir aquí. De modo natural la cultura del talento, de la destreza y del gusto con su consecuencia: la abundancia, se adelanta en los progresos del género humano al desarrollo de la moralidad; y este estado es el más agobiante y peligroso, lo mismo para la moralidad que para el bienestar físico; porque las necesidades crecen mucho más de prisa que los medios de satisfacerlas. Pero su disposición moral que (como el poena, pede claudo de Horacio) le sigue cojeando dará alcance al hombre que, en su curso acelerado, no pocas veces se enreda y a menudo tropieza; y así, más si tenemos en cuenta las pruebas de la experiencia que nos ofrecen las ventajas morales de nuestro tiempo sobre todas las anteriores, podemos abrigar la esperanza de que el día final se parecerá más al viaje de Elías que a un viaje infernal al estilo del tropel Korah y de ese modo introducirá sobre la tierra el fin de todas las cosas. Ahora que esta fe heroica en la virtud no parece que, subjetivamente, tenga un poder de conversión tan fuerte sobre los ánimos como esa entrada acompañada de horrores que se cree precederá a las últimas cosas.
Observación. Como nos las habemos con ideas (o jugamos con ellas) que la misma razón se crea, cuyos objetos (si es que los tienen) radican fuera totalmente de nuestro horizonte, y como, aunque hay que considerarlas vanas para el conocimiento especulativo, no por eso tienen que ser vacías en todos los sentidos, sino que la misma razón legisladora nos las pone a nuestro alcance al propósito práctico, no para que nos pongamos a cavilar sobre sus objetos, sobre lo que sean en sí y según su naturaleza, sino para que las pensemos en provecho de los principios morales, enderezados al fin último de todas las cosas (con lo cual, esas ideas, que de otro modo serían totalmente vacías, reciben práctica realidad objetiva), así tenemos delante de nosotros un campo de trabajo libre: dividir este producto de nuestra propia razón, el concepto general de un fin de todas las cosas, según la relación que guarda con nuestra facultad cognoscitiva y establecer la clasificación subsiguiente.
A este temor, el todo lo dividimos en 1) el fin natural[3] de todas las cosas, según el orden de los fines morales de la sabiduría divina, que podemos comprender muy bien (al propósito práctico); 2) el fin místico (sobrenatural) de las mismas, según el orden de las causas eficientes, del que no comprendemos nada; 3) el fin antinatural (invertido) provocado por nosotros mismos al comprender equivocadamente el fin último; y lo presentaremos en tres secciones; la primera acaba de ser estudiada, así que nos quedarán las dos siguientes.
Dice el Apocalipsis (X, 5.6); «Y el ángel que vi estar sobre la tierra levantó su mano al cielo, y juró por el que vive para siempre jamás, que ha criado el cielo, etc.; que el tiempo no será más». De no suponer que el ángel «con su voz de siete truenos» (V. 3) ha proclamado una insensatez, ha querido decir que ya no habrá, en adelante, ningún cambio; pues de haber todavía algún cambio en el mundo seguiría existiendo el tiempo, ya que aquél no se puede dar más que en éste, y no es posible pensarlo si no presuponemos el tiempo.
En este caso tenemos un fin de todas las cosas figurado como objeto de los sentidos, de lo cual ningún concepto podemos formarnos: porque nos vemos cogidos en contradicciones en el mismo momento que intentamos dar el primer paso del mundo sensible al inteligible —lo que ocurre porque el momento que constituye el fin del primero constituye también el comienzo del otro, lo que quiere decir que fin y comienzo se hallan colocados en la misma serie temporal, lo cual es contradictorio.
Pero también decimos que pensamos una duración como infinita (como eternidad): no porque poseamos algún concepto determinable de su magnitud —cosa imposible, pues que le falta por completo el tiempo como medida de dicha magnitud—; sino que se trata de un concepto negativo de la duración eterna, pues donde no hay tiempo tampoco hay fin ninguno, concepto con el cual no avanzamos ni un solo paso en nuestro conocimiento, sino que expresa únicamente que la razón, al propósito (práctico) del fin último, no puede obtener satisfacción por la vía del perpetuo cambio; aunque, por otra parte, si tantea con el principio del reposo y la inmortalidad del estado del mundo, encontrará igual insatisfacción por lo que respecta a su uso teórico, y desembocará en una total ausencia de pensamiento: como no le queda otro remedio que pensar en un cambio que se prolonga indefinidamente (en el tiempo) como progreso constante hacia el fin último, en el cual se mantiene y conserva idéntico el sentir (que no es, como el cambio, un fenómeno, sino algo suprasensible, que, por lo tanto, no cambia en el tiempo). La regla del uso práctico de la razón, a tenor de esta idea, no quiere decir otra cosa que: tenemos que tomar nuestra máxima como si en todos los infinitos cambios de bien a mejor, nuestro estado moral, ateniéndose al sentir (el homo noumenon «cuya peregrinación está en el cielo»), no estuviera sometido a ninguna mudanza en el tiempo.
Pero figurarse que llegará un momento en el que cesará todo cambio (y, con ello, el tiempo mismo), he aquí una representación que irrita a la imaginación. Porque, según ella, toda la Naturaleza quedará rígida y como petrificada, el último pensamiento, el último sentimiento, perdurarán en el sujeto pensante, sin el menor cambio, idénticos a sí mismos. Una vida semejante, si es que puede llamarse vida, para un ser que sólo en el tiempo puede cobrar conciencia de su existencia y de la magnitud de ésta (como duración), tiene que parecerle igual al aniquilamiento: porque, para poderse pensar a sí mismo en semejante estado, tiene que pensar en algo; ahora bien, el pensar contiene al reflexionar, que no puede ocurrir más que en el tiempo. Por esto los habitantes del otro mundo suelen ser representados entonando, según el lugar que habitan (el cielo o el infierno), el sempiterno Aleluya o la interminable lamentación (XIX, 1-6; XX, 15): con lo que se quiere dar a entender la ausencia total de cambio en su estado.
Sin embargo, por mucho que exceda a nuestra capacidad de comprensión, esta idea se halla muy emparentada con la razón en el aspecto práctico. Aunque admitamos que el estado físico-moral del hombre en la vida presente descansa en el apoyo más firme, a saber, un progresar y acercarse continuos al bien sumo (que le ha sido fijado como meta); no puede, sin embargo (aun con la conciencia de la invariabilidad de su sentir), unir el contento a la perspectiva de un cambio perdurable de su estado (tanto moral como físico). Porque el estado en que se encuentra de presente es siempre un mal por comparación con el estado mejor al que se prepara a entrar; y la representación de un progreso indefinido hacia el fin último equivale a la perspectiva de una infinidad de males que, aunque son más que contrapesados por bienes mayores, no permiten que se produzca el contento, que no se puede pensar sino en el caso de que el fin último sea logrado, por fin, alguna vez.
Sobre este particular el hombre caviloso da en la mística (porque la razón, que no se contenta fácilmente con su uso inmanente, es decir, práctico, sino que lleva a gusto su osadía a lo trascendente, tiene también misterios), donde su razón ni se comprende a sí misma ni aquello que quiere, sino que prefiere fantasear, cuando estaría más a tono con el habitante intelectual de un mundo sensible mantenerse dentro de los límites de éste. Así se produce ese sistema monstruoso de Laotseo sobre el sumo bien, que consiste en nada, es decir, en la conciencia de sentirse absorbido en la sima de la divinidad por la fusión con la misma y el aniquilamiento de su personalidad; y para anticipar la sensación de ese estado hay filósofos chinos que se esfuerzan, dentro de un oscuro recinto, en pensar y sentir esta nada cerrando los ojos. De aquí el panteísmo (de los tibetanos y de otros pueblos orientales) y el espinocismo extraído por sublimación filosófica de aquél; hermanándose ambos con el primitivo sistema emanantista según el cual todas las almas humanas emanan de la divinidad (con reabsorción final por ella). Y iodo para que los hombres puedan disfrutar, por fin, de un reposo eterno que es igual a ese pretendido fin beatífico de todas las cosas; concepto que, en verdad, sirve de punto de partida a la razón y, a la vez, pone término a todo pensamiento.
Imaginar el fin de todas las cosas que pasan por las manos del hombre, es locura a pesar de su buena finalidad: porque significa el empleo de medios tales, para alcanzar los fines, que repugnan precisamente a éstos. La sabiduría, es decir, razón práctica en la adecuación de las medidas totalmente congruentes con el sumo bien suyo, es decir, con el fin último de todas las cosas, sólo en Dios reside; y no actuar de manera patente contra su idea es lo que se podría llamar sabiduría humana. Pero este seguro contra la locura, que el hombre no puede prometerse más que a fuerza de ensayos y de frecuentes cambios de plan, es más bien «un tesoro que ni siquiera el mejor de los hombres puede hacer más que perseguirlo y no alcanzarlo»; aunque tampoco tiene que hacerse nunca la interesada consideración de que le es permitido perseguirlo menos porque ya lo tiene alcanzado. De aquí esos proyectos, que cambian de tiempo en tiempo y que a menudo se contradicen, de encontrar las medios adecuados para que la religión se depure y sea pujante en todo un pueblo; de suerte que podemos exclamar: ¡pobres mortales, nada hay entre vosotros constante más que la inconstancia!
Cuando estos intentos han dado tanto de sí que la comunidad es ya capaz y propensa a prestar oídos no sólo a las piadosas doctrinas tradicionales sino también a la razón práctica alumbrada por ellas (como es, por otra parte, de necesidad para una religión); cuando los sabios (a la manera humana) del pueblo hacen proyectos, no por conciliábulos entre sí (como un clero) sino como conciudadanos, coincidiendo en la mayor parte, con lo cual demuestran de manera intachable que lo que les importa es la verdad; y cuando el pueblo toma interés en el conjunto (aunque no, todavía, en los más pequeños detalles) por un sentimiento general de la necesidad de edificación de sus disposiciones morales, y no por autoridad: en este caso nada parece más aconsejable que dejar a aquellos que hagan y continúen en su labor, ya que se hallan en el buen camino de la idea que persiguen; pero en lo que se refiere al éxito de los medios escogidos para el mejor fin último, pues resulta incierto cómo ha de ocurrir conforme al curso de la Naturaleza, abandonémoslo a la Providencia. Pues por muy incrédulo que se sea, cuando es sencillamente imposible predecir con certeza el éxito a base de unos medios escogidos con arreglo a la máxima sabiduría humana (que, si ha de merecer ese nombre, tiene que referirse únicamente a lo moral), no hay más remedio que creer al modo práctico en una concurrencia de la sabiduría divina en el decurso de la Naturaleza, a no ser que se prefiera renunciar a su fin último. Se objetará: muchas veces se ha dicho que el plan actual es el mejor; esto es ya para siempre, ahora es un estado para la eternidad. «El que (según este concepto) es justo sea todavía justificado y el que es sucio (contrario a ese concepto), ensúciese todavía». (Apoc. XII, II); como si la eternidad y, con ella, el fin de todas las cosas, se hubieran presentado ya —y, sin embargo, vuelven a aparecer nuevos planes, siendo con frecuencia el último de la serie la restauración de alguno de los viejos, y tampoco parece que han de faltar futuros proyectos definitivos.
Me percato tan perfectamente de mi incapacidad de encontrar por mi parte otro ensayo nuevo y feliz que preferiría, aunque para ello no hace falta una gran inventiva, aconsejar lo siguiente: dejar como estaban las cosas que durante una generación han mostrado por sus consecuencias ser soportables. Como ésta acaso no sea la opinión de un gran espíritu o de un espíritu emprendedor, permítaseme indicar modestamente, no lo que tengan que hacer, sino aquel tropiezo que deben evitar para no obrar contra su propia intención (así fuera la mejor del mundo).
El cristianismo, además del máximo respeto que la santidad de sus leyes inspira forzosamente, tiene algo amable en sí. (No me refiero a la amabilidad de la persona que nos lo ha adquirido con grandes sacrificios, sino de la cosa misma: a saber, la constitución moral por El establecida, pues aquélla se deriva de ésta). El respeto es lo primero, sin duda, pues sin él tampoco se da el amor; aunque es verdad que se puede abrigar un gran respeto por una persona sin necesidad de amor. Pero cuando se trata, no sólo de representarse el deber sino de procurarlo, cuando se pregunta por los motivos subjetivos de las acciones, de los cuales, si hay que presuponerlos, habrá de esperarse, en primer lugar, lo que el hombre hará, y no, como por los motivos objetivos, lo que debe hacer; en este caso el amor, como aceptación libre de la voluntad de otro entre las máximas propias, representa un complemento insustituible de la imperfección de la naturaleza humana (en lo que respecta a tener que ser constreñido a lo que la razón prescribe mediante ley): porque lo que uno no hace a gusto lo hace tan mezquinamente, y con tales quites sofísticos al mandato del deber, que no hay mucho que esperar de este solo móvil si no le acompaña aquel otro.
Pero si ahora, para hacer las cosas mejor, se añade al cristianismo alguna autoridad cualquiera (aunque sea la divina), por muy buena que fuere la intención y excelente el fin, se acabó con la amabilidad de aquél; porque es una contradicción mandarle a alguien no sólo que haga algo sino que lo haga también a gusto.
El propósito del cristianismo es fomentar el amor para el negocio del cumplimiento del deber y lo consigue; porque el Fundador no habla en calidad de quien manda, de voluntad que exige obediencia, sino como un amigo de los hombres que lleva en el fondo de su corazón la voluntad bien entendida de los hombres, es decir, aquella que actuarían libremente si se examinaran como es debido.
Del espíritu liberal —distanciado tanto de lo servil como de lo anárquico—, es de donde el cristianismo espera un efecto favorable a su doctrina, aquello por lo cual puede ganar para sí el corazón de los hombres, cuyo entendimiento está iluminado ya por la representación de la ley de su deber. El sentimiento de libertad en la elección del fin último es lo que a los hombres hace amable la legislación. Aunque el Maestro anuncia también castigos, no hay que entenderlos, sin embargo, o por lo menos no es adecuado a la genuina naturaleza del cristianismo explicarlos como si se tratara de los móviles para cumplir con sus mandamientos: pues en ese mismo momento dejaría de ser amable. Mas bien hay que interpretarlos como amorosa advertencia, que surge de la benevolencia del legislador, para que nos guardemos de los males que tienen que seguir inevitablemente a la transgresión de la ley (porque: lex est res sur da et inexorabilis, Livius); pues no es el cristianismo, como máxima de vida libremente escogida, quien amenaza, sino la ley que, como orden inmutable radicado en la naturaleza de las cosas, no deja ni al arbitrio del Creador que las consecuencias sean éstas o aquéllas.
Cuando el cristianismo promete recompensar (p. e. «sed alegres y contentos, que todo os será contado en el cielo») no hay que interpretarlo, contrariamente al espíritu liberal, como si se tratara de un ofrecimiento para interesal a los hombres en el buen comportamiento: pues, en ese mismo momento, dejaría el cristianismo de ser digno de amor. Sólo la propuesta de aquellas acciones que proceden de móviles desinteresados puede inspirar respeto por parte de los hombres hacia aquel que las propone; y ya sabemos que sin respeto no hay verdadero amor. Por lo tanto, no hay que prestarle a esa recomendación el sentido de tomar las recompensas como móviles de las acciones. El amor que liga a un espíritu liberal con un benefactor no se inspira en el bien que recibe el necesitado sino en la bondad de la voluntad del que está dispuesto a repartirlo; aunque fuera incapaz de llevarlo a efecto u otros motivos, que pueden surgir de la consideración del bien cósmico universal, le impidieran la realización.
He aquí algo que no hay que olvidar jamás: la amabilidad moral que el cristianismo lleva consigo, la cual, a pesar de las varias imposiciones que le han sido añadidas de fuera en el frecuente cambio de las opiniones, se trasluce siempre y le mantiene contra la aversión que de otro modo hubiera provocado y, lo que es más asombroso, se patentiza con mayor brillo en la época de la máxima ilustración que conocieron los hombres y es lo único que, a la larga, ata sus corazones.
Si ocurriera alguna vez que el cristianismo dejara de ser digno de amor (lo cual puede ocurrir si en lugar de su dulce espíritu se armara de autoridad impositiva), en ese caso, ya que en cuestiones de moralidad no cabe lugar a la neutralidad (y menos coalición de principios contrarios), el pensamiento dominante de los hombres habría de ser la animadversión y la oposición contra él; y el Anticristo, que se tiene como precursor del día del juicio, comenzaría su breve reinado (probablemente asentado en el temor y el egoísmo); pero, entonces, como el cristianismo, destinado a convertirse en religión universal, no sería favorecido por el destino para llegar a serlo, se produciría el fin (inverso) de todas las cosas en el sentido moral.