LA LOCURA EN LA ÉPOCA DEL ENSAYO

Se considera que la psiquiatría en su sentido actual, como especialidad médica que implica un conocimiento teórico y una práctica asistencial, así como un desarrollo institucional, surge en la segunda mitad del XVIII, fruto de una encrucijada de desarrollos teóricos y asistenciales, en el contexto de los profundos cambios que promueve la Ilustración (Dörner, 1974; Ackernecht, 1979). Si bien ya antes se había comenzado a discutir el carácter mítico y demoníaco atribuido a la locura, en esa época se comienza a hacer de una forma sistemática y empiezan a darse cambios en los modos institucionales en que las sociedades se manejan con los locos o alienados. La locura se naturaliza y se hace objeto de indagación racional de una forma muy clara y específica en este período de tiempo, considerado a este respecto como auténtica bisagra del pensamiento psiquiátrico,[4] como por otra parte lo es en la historia de Occidente.

Desde la antigüedad grecolatina se puede hablar de una «psiquiatría» de médicos y otra de filósofos (cf. Ackernecht, 1979; Pewzner, 1995, y Pigeaud, 1989), dicotomía que para Pewzner seguirá en paralelo la ya establecida por el pensamiento cristiano entre alma y cuerpo que conducirá a la moralización de la locura.[5] Esas dos líneas de pensamiento correrán en paralelo, con puntos de conflicto[6] o de encuentro, pero con la Ilustración esa batalla entre las dos concepciones va a llegar a un punto clave, en el que podemos decir que se agudizará el conflicto entre la facultad de medicina frente a la de filosofía, y del que surgirá también la posibilidad del nuevo enfoque psicopatológico. Pewzner señala una primera convergencia de esos dos caminos en Galeno; convergencia que Pinel retomaría al final del XVIII, con su tesis de que las pasiones están en el origen de la locura, algo que este autor relaciona con la idea galénica de que el temperamento del alma depende del temperamento del cuerpo. Pinel pone también en la preocupación pedagógica el punto de encuentro entre medicina y filosofía, compartido por estos dos autores tan distantes. Este otro aspecto «positivo» de ese conflicto lo refiere también Ackernecht: en la medida que el concepto de alma inmortal pasa a segundo plano, se hace posible el estudio de la enfermedad mental, la «patología del aparato pensante mortal», sobre base científica, desde un punto de vista estrictamente psicológico.[7]

También en este medio siglo se inicia la reforma asistencial que conducirá a la aparición del «tratamiento moral» y con ello de una visión nueva de la locura y los locos, en un largo y ambivalente proceso que los llevaría desde ser considerados «marginados peligrosos» a verlos como «pacientes». Así comienza la creación de nuevas condiciones en las instituciones donde los alienados eran confinados, un proceso que es promovido en los principales países europeos por figuras pioneras (Battie y Tuke en Inglaterra, Chiaruggi en Italia, Pinel en Francia, Reil en Alemania) y que tiene su hito en la liberación de las cadenas que llevó a cabo Pinel en la Francia de la Revolución. Ya con el cambio de siglo ese proceso de desarrollos teóricos, prácticos e institucionales, desemboca en la aparición de la psiquiatría como paradigma científico orientado a abordar el objeto denominado «locura» (el nombre fue acuñado por Reil, un médico alemán de principios del siglo XIX), considerado en ese momento como especialidad dentro de la medicina.

Para Dörner (1974), es en concreto en el lapso entre 1750 y 1785, en Gran Bretaña, cuando se da el nacimiento de lo que más tarde vino a ser llamado «psiquiatría» y que él pone en relación con los otros grandes movimientos coetáneos: el nacimiento del capitalismo industrial, el primer intento de sociología en la filosofía moral escocesa o la primera cumbre del romanticismo. Sería en relación con estos movimientos como se acelera y condiciona un proceso más largo, el que va de la marginación de la irracionalidad a la constatación de la presencia social de los locos, que se convierten ya en objeto de preocupación diferenciada de otros marginados. Para este autor la dialéctica fundamental en juego es la que se da entre la emancipación y la integración (adaptación) de los «locos pobres» a las necesidades de las coordenadas sociales del momento. Pero a la vez, esto se articula sobre un proceso social de toma de conciencia, que en principio vehicula el interés por el tema de la naciente burguesía.[8] Se establece así una relación entre la temática que tratan los escritores y en general las élites cultas de la época, y la opinión pública que con ello se va creando. Así, en Inglaterra exponentes literarios de ese interés por los locos serían Defoe o Swift,[9] así como, en otro plano, lo serían las preocupaciones de los médicos del XVII por la histeria y el malestar que se vendría a denominar «neurosis», y que prepara el terreno para el interés por la locura, por la alteración de la razón, en el XVIII. En este trasfondo juega un importante papel la filosofía moral escocesa, con la relevancia dada al sentimiento y la «simpatía», enlazando con Shaftesbury y el common sense de Hutcheson o Reid.[10] Este proceso también afectaría a Alemania, sólo que con sus peculiares condiciones sufriría una evolución distinta, con cierto retraso en la práctica respecto a Francia o Inglaterra.[11]

La nueva visión que se empieza a fraguar de los locos ya no será irreductiblemente la de la incurabilidad, como aún en el siglo XVII se mantenía. En los debates, la explicación de la locura comenzará a situarse entre lo somático y lo psicológico, hecho favorecido precisamente por la naturalización de la locura y de lo moral. En función del espíritu sistematizador de la época hay un gran caudal de desarrollos teóricos en todas las ciencias siguiendo el modelo de Linneo. Aparecen así múltiples clasificaciones sobre la locura, con el añadido de ser elaboraciones teóricas, en gran parte desconectadas de la observación y experiencia con los locos. Ese otro aspecto es el que empezarán a desarrollar algunos médicos y el que eclosiona al final del siglo XVIII e inicios del XIX con el despegue de la psiquiatría y con el hecho de que los grandes pioneros, como Pinel, rehúyan la especulación teórica y se propongan centrar el foco en la observación y la experiencia clínica. De esta forma, esa eclosión fue mayor en el ámbito de la praxis que en el de la teoría, que aún debería esperar para constituirse de manera más sólida a partir de la observación acumulada.

En el siglo XVIII nos encontramos, por tanto, con una peculiar situación: en su primera mitad no hay obra alguna sobre el conjunto de las enfermedades mentales, sino múltiples materiales sobre aspectos concretos y dispersos en monografías o libros de filosofía. Lo más relevante sobre la comprensión de lo mental se está produciendo en el terreno filosófico, tras la psicología racionalista de Descartes, con la importante influencia de Locke y los empiristas ingleses, así como en Francia con el sensualismo de Condillac. Esta influencia será fundamental en el proceso de naturalización de lo psicológico, del pensamiento o de la razón, cada vez más entendida a partir de la sensación. Por esta vía se van abriendo las puertas de la locura a los avances en el estudio del cuerpo, y más concretamente, del sistema nervioso.[12]

Como exponente de este proceso hallamos al inglés Battie, cuya obra A treatise of Madness, de 1758, es considerada como el primer tratado de psiquiatría. Pero Battie no sólo fue un teórico, sino un médico que modificó la asistencia a los asilados. Para Dörner (1974, 63) es precisamente él quien ofrece el primer paradigma propiamente psiquiátrico para abordar la locura, comenzando el proceso en virtud del cual los locos se acabarán convirtiendo en pacientes y la locura en objeto científico de la medicina. Tras ser governor del hospital Bedlam, un famoso asilo de alienados cuyo funcionamiento pretendió reformar, creó una nueva institución en Londres, el Hospital de San Lucas, con el fin de atender mejor a los locos pobres, y criticó las prácticas carcelarias y de extrema violencia, habituales en la época, hablando por primera vez de la necesidad de medios para «curar» y de formar adecuadamente a quienes cuidan de los locos, así como para formar psiquiátricamente a los estudiantes de medicina. Su tratado estaba basado en su experiencia.

En esta obra la sensación se explica anatómicamente. Su sede son los nervios y el cerebro. Las causas más alejadas, estímulos externos e internos, objetos, se distinguen de las causas esenciales e íntimas, que desconocemos, pero que adjudica a la constitución misma de la sustancia nerviosa. El último eslabón conocido de la acción de los objetos es la presión en la sustancia nerviosa. Ahora bien, Battie plantea que no pueden ser los objetos la causa íntima de la sensación, puesto que los locos pueden percibir aun sin la presencia de los objetos correspondientes, hecho clínico en el que sitúa el aspecto central de la locura.[13]

El giro hacia la sensación que da Battie es clave e ilustra cómo se hunde gradualmente el modelo imperante de la locura como alteración de la razón, pero de una razón separada de lo corporal en sus fundamentos, lo que daba pie a la refutación racional del error y, si esa reconducción de la razón fracasaba, a la marginación de lo irracional, considerado entonces como lo no tratable. La somatización de la locura será también lo que permita la expansión de lo psicológico.[14] Pero nos encontramos ahí con la paradoja de que, para esa autonomía, primero debía ser combatida la «psicologización» de la enfermedad mental que por entonces (y hasta bien entrado el siglo XIX) seguía siendo un riesgo de teologización y moralización de la misma, como se ve en las disputas entre somatistas y psicologistas de la primera mitad del XIX en Alemania.

El trabajo de los «avanzados», como Battie, no debe hacer perder de vista que en la práctica médica de la época, que aún no se ha apropiado plenamente de la asistencia a los alienados, se da una amalgama en la que perviven desde ideas de la antigüedad clásica, como la citada de la incurabilidad,[15] o el mantenimiento de la teoría humoral[16] y la hipótesis de la etiología visceral y en concreto digestiva, mantenida aún entrado el siglo XIX por autores de prestigio,[17] hasta tópicos populares sin ninguna fundamentación sólida, atribuyéndose la etiología de la locura a excesos o determinadas conductas más o menos vituperables, que conducen a especulaciones estrambóticas y, lo que es peor, a prácticas terapéuticas en ocasiones brutales, en consonancia con aquéllas. Uno de los «padres» de la moderna psiquiatría, Kraepelin, resumía así la situación asistencial de aquella época con la perspectiva de un siglo de distancia:

A finales del siglo XVIII, la situación de los enfermos mentales era espantosa en gran parte de Europa. Es probable que muchos de ellos, a los que se consideraba maleantes, vagabundos y criminales, cayeran entre las manos punitivas de la justicia, que no solía tratarles con demasiados miramientos. Otros, mendigos o idiotas inofensivos, podían llevar una existencia lastimosa gracias a la caridad de sus semejantes. Los enfermos agitados, perturbadores o peligrosos, eran dominados y encerrados en una habitación o en un cuartucho de su propia casa, en «cajones para alienados», en jaulas o en cualquier otro lugar seguro que resultara adecuado para aislarles e impedir que hicieran daño a los demás. Sólo algunos recibían ayuda, cuidados y asistencia médica en ciertos hospitales (Kraepelin, 1999, 28).

Situación que Kraepelin pondrá en relación con dos ideas arrastradas por prejuicios, como la de la incurabilidad de esos enfermos o la que propone como etiología una tara personal. Estas ideas eran para él causa y efecto de la ausencia de médicos dedicados a los locos, así como de la presencia de teorías desvinculadas de la observación. Precisamente en su crítica de las ideas recibidas, Kraepelin manifiesta su reconocimiento a Kant, al igual que a Hegel, que a la hora de abordar el tema de la locura mostrará un modo de hablar fundado al menos en la experiencia cotidiana, si no en el trato directo con los locos.