CAPÍTULO 2
Al día siguiente, el sonido de la lluvia despertó a Duncan. La luz entraba por la ventana cuya contraventana permanecía ligeramente abierta. Se apoyó en el codo y observó a Holly. La niña estaba acostada de espaldas a él. Así que Duncan se levantó intentando no moverse más de la cuenta. Rodeó la cama con sumo cuidado y descubrió a Holly despierta. Con los ojos nuevamente abiertos sumidos en la tristeza.
― Buenos días dormilona― la saludó con cariño―. ¿Has dormido mucho?
Pero ella no respondió. Duncan ya se había acostumbrado al silencio de su hermana. Desde que su padre bebía y los trataba tan mal, Holly no hablaba prácticamente nada. Se había recluido en su interior. Algunas veces, si Duncan la espiaba podía escuchar como chapurreaba con Chet, en su habitación o en el jardín trasero de la casa. Eran los momentos más felices del chico, cuando podía ver a su hermana pequeña olvidarse de su padre.
Duncan desconocía el comportamiento de Adam. Que cambió el mismo día que su madre los dejó asolas con él y ya no regresó. Fue el peor día de sus vidas, tanto de los tres hermanos como de su padre.
El chico se asomó por la ventana.
― Llueve mucho― le dijo a Holly―. Pero bueno, hoy es domingo, podemos jugar en la habitación con Chet, ¿verdad?
Tras aquellas palabras Holly salió de la cama y Chet la saludó efusivo moviendo el pequeño rabito.
― Mira qué contento se ha puesto― rió Duncan―. Esperad aquí, voy a traer el desayuno. Besó a Holly y se marchó de la habitación.
Abajo, parecía que un tornado hubiera entrado en la casa. Su padre se había desahogado a base de bien. El salón permanecía en penumbra. Cuando avanzó por él sus pies pisaron el resto del botellín de cerveza. Y el rancio olor del líquido seco en la pared le recordó la escena de la noche anterior. Duncan llegó hasta la cocina. Abrió uno de los muebles de madera y extrajo un cartón de leche, todavía quedaban dos. El martes tendría que volver a la tienda a comprar. Pedir dinero a su padre era complicado. Una subida de adrenalina le subió por el pecho y aceleró su corazón. Sintió miedo.
Pero todavía quedaba tiempo hasta el martes. Preparó dos vasos de leche caliente en el microondas y unos croissants en una bandeja y subió a la habitación.
Los dos hermanos pasaron la mañana en la habitación de Holly. Pintaron y jugaron con los peluches. A Duncan le suponía todo un reto jugar con los muñecos, puesto que ya tenía doce años. Le gustaba más la mecánica, así que aprovechó para coger un coche teledirigido roto que guardaba en su habitación y varios destornilladores y, junto a Holly, trasteó con el cacharro mientras ella pintaba cielos azules y a Chet.
Pasada la una del mediodía, Beth apareció por la puerta de la habitación.
― ¿Qué hacéis?― preguntó con la voz ronca y el pelo alborotado.
Duncan quiso sonreír pero no fue capaz.
― Jugamos, ¿verdad, Holly?
La niña no levantó la mirada del folio coloreado.
Beth se marchó y la tristeza inundó a Duncan. Necesitaba a su hermana mayor. Más de mil noches había soñado con que ella recapacitaba, se daba cuenta de que sus hermanos estaban solos, de que Duncan cargaba con todas las responsabilidades y se echaba la familia a la espalda. Pero aquello no ocurría nunca. Día tras día, cuando Beth parecía interesarse por ellos, luego se marchaba como si con aquel gesto, su papel como hermana mayor quedara saldado.
Beth era guapa. Duncan la veía como a una de aquellas modelos de las revistas. A pesar del aspecto que presentaba cada mañana, y del olor a tabaco de su ropa y habitación, su hermana era la más bella. Le dolía ver a los chicos que la traían a casa. La miraban como él miraba su medalla de atletismo, conseguida en una carrera del colegio. Un trofeo del que poder fardar con los amigos.
Holly tenía el pelo castaño, como lo tenía también Beth antes de tintárselo. Y sus rostros eran como dos gotas de agua, salvando la distancia de la edad.
¿Por qué Adam no veía a sus hijas como Duncan? Como dos hermosas flores de pétalos delicados. Bellas y únicas.
Hubo un tiempo en que su hermana mayor tenía amigas, y las traía a casa. Hacían participar a Duncan en sus juegos y le decían lo guapo que era. Pero desde lo ocurrido con su madre, allí ya no había vuelto nadie. Tan sólo borrachos amigos de Adam que se juntaban para ver el fútbol, insultar a los árbitros y jugadores. Chillaban, cantaban los himnos. Más de una vez lo habían querido hacer partícipe de aquellas costumbres, pero Duncan jamás dejaba sola a Holly.
Preparó macarrones con queso y tras comer junto a Holly, guardó las sobras en el frigorífico. Beth o su padre se los zamparían cuando les apeteciera.
Lo único bueno de las borracheras que se cogía Adam era que no se despertaba hasta pasado el mediodía. Y cuando lo hacía se recostaba en el sillón y no tenía ganas de enfadarse.
Holly se comió un yogur de postre, luego Duncan limpió lo que habían ensuciado y se sentó junto a la niña en la cocina.
― ¿Te han gustado los macarrones?― le preguntó mesándole el pelo.
Ella asintió mostrando una leve sonrisa. Duncan se puso en pie y se asomó a la ventana de la cocina. Miró al patio trasero repleto de hierbajos, donde Chet había salido a comer. Todavía chispeaba. De no ser por su obligación con Holly, Duncan utilizaría el ordenador portátil de Beth para ver alguna película de superhéroes, aprovechando que esta había vuelto a acostarse. Miró a su hermana pequeña y no pudo evitar volver a sentir una pena inmensa. Maldijo a sus padres, tanto a su madre como a Adam. Holly era dulce, frágil.
Duncan no podía darle todo lo que necesitaba en la vida. Jamás su amor podría reemplazar al de unos padres. Pero así sucedía. Beth vivía su vida de forma egoísta. Sólo pensaba en pasarlo bien junto a sus amigos, en no preocuparse por nada. Duncan pensó qué ocurriría si a él le sucediera algo. Si por lo que fuese se rompía una pierna o algo peor. Pero se apartó la idea de la cabeza abofeteando su propia consciencia. No podía permitirse pensar en semejante situación.
Holly, a pesar de no hablar casi nunca, a pesar de no mostrar su cariño, lo necesitaba. Confiaba en él, y sin su ayuda, la niña viviría mucho más apenaba. Él lo sabía, y si todo su esfuerzo se traducía en una vida, un poco mejor para Holly, estaba más que dispuesto a tal sacrificio.
― Mira, Holly. Ha parado de llover ¿salimos fuera a jugar con Chet?
Ella le cogió la mano y los dos salieron al exterior de la cocina.
Un pequeño rellano daba al patio, y tres escalones descendían a nivel del jardín descuidado. Enormes hierbajos crecían por todo el terreno. A su izquierda había un pequeño cobertizo de madera, donde Adam guardaba todo tipo de herramientas y alguna bici medio oxidada. Descendieron cogidos de la mano y recibieron la bienvenida de Chet, que correteó junto a ellos, encabritándose sobre Holly, que reía con timidez, divertida, contemplando la reacción del perro.
― Chet te quiere un montón, ¿verdad?
Ella sonreía.
Duncan cogió una pelota de tenis deshilachada y se la dio a Holly.
― Toma, lánzasela.
Una vez Holly entretenida, Duncan se sentó y la observó jugar con Chet, el único miembro de la familia dispuesto a echarle una mano. Luego miró más allá de su hermana, más allá de los límites del jardín. Donde acababa la parcela de los Stone y comenzaba la zona boscosa.
A pesar de tener tan cerca los límites salvajes del Parque de Caingorms, Duncan jamás se había adentrado en la espesura. Aquel bosque era oscuro. Sentía congoja cuando se asomaba hacia su interior. No se escuchaba nada, no veía animales. Tenía la sensación de estar mirando la enorme boca de un monstruo de proporciones gigantescas. Holly parecía indiferente ante la presencia de aquellos árboles grandes y frondosos. Simplemente no se acercaba y punto. Tampoco a Chet parecía gustarle aquella zona inóspita.
El sonido de la puerta de la cocina que daba al rellano del patio se abrió con un sonido desgastado.
Las pulsaciones de Duncan se aceleraron cuando vio a su padre asomarse.
Se rascaba un costado, todavía vestía la misma ropa que la noche anterior, y un cigarro acabado de encender colgaba de la comisura de sus labios.
― ¿Qué hacéis?― preguntó sin asomo de interés.
― Nada, jugando con Chet― respondió Duncan―. Tienes macarrones en la nevera.
Adam gruñó y entró en la casa.
El viento se intensificó y el chico no tuvo más remedio que llamar a Holly para que entrara en casa.
― Amiguita, vamos dentro que hace frío y seguro que lloverá de un momento a otro.
Holly pareció no escucharlo, pero a la siguiente llamada, dejó de jugar con Chet y se volvió hacia la escalera que daba a la cocina. Se pegó a Duncan con la intención de esconderse de su padre.
― Tranquila, nos vamos directamente arriba. A tu habitación.
Aquel domingo, Adam no levantaba cabeza. Era día de fútbol, y la programación deportiva lo tenía abstraído. A las siete de la tarde Beth entró en el cuarto de baño y se encerró allí. Salió a las ocho secándose el pelo con una toalla. Pasó por la habitación de Holly, donde ella y Duncan peinaban muñecas.
La niña miró a su hermana mayor y esta le sonrió forzada.
― Hola Holly ¿estás jugando?
La pequeña asintió sonriendo. Sus mofletes marcaron dos hoyuelos y sus labios dibujaron una fina línea con las comisuras apuntando hacia el techo.
― ¿Te vas?― le preguntó Duncan.
― Sí, he quedado. Tenéis comida en la nevera.
Duncan no dijo más. Claro que había comida en la nevera. La había comprado él el viernes.
Beth volvió al baño y se encerró de nuevo para encender el secador.
A las nueve de la noche, Duncan y Holly habían recogido la habitación y dejado todo en su sitio.
― Vamos a prepararte la mochila para el cole, que mañana es lunes. ¿Tienes ganas de ver a tus amigos?
Holly asintió.
La profesora de Holly era una mujer amable, de unos cincuenta años. Su rostro mostraba una expresión bondadosa.
Hacía dos semanas que había llamado a casa con la intención de reunirse con Adam, pero este dijo que no quería saber nada de Holly. Así que el jueves anterior, Rosse, que así se llamaba la profesora, se acercó a Duncan aprovechando un descanso entre clases. El colegio de Advie era pequeño, y todo el mundo se conocía. Rosse sabía de sobra quién era el hermano de Holly, así que ese día aprovechó para hablar con él.
― Hola Duncan ¿Cómo estás?
El chico la miró y bajó la cabeza.
― Bien.
Rosse se arrodilló frente a él.
― ¿Sabes qué le sucede a Holly? No atiende en clase. Le damos folios y lápices de colores para que pinte junto a sus compañeros pero no parece interesarle. Antes no era así.
Duncan se encogió de hombros con tristeza. No sabía cómo explicar a la señorita Rosse que su padre les pegaba y Holly vivía atemorizada, como él y Beth, aunque ellos eran mayores.
― No lo sé.
― Tu madre ya no ha vuelto, ¿verdad?
Duncan negó.
― ¿Y qué tal tu padre? ¿Se porta bien con vosotros?
Sin saber por qué, el niño mintió y asintió con la cabeza.
Hubo unos momentos de silencio que hicieron pensar a Duncan que la señorita Rosse no se lo había creído.
― Está bien. Pero Duncan, si tenéis problemas en casa debes contármelos. Mírame.
Este obedeció.
― ¿Lo harás?
― Sí, señorita Rosse.
La noche del domingo hubo tregua. Nuevamente, Adam se había quedado dormido en el sofá y los dos niños habían aprovechado para irse a la cama sin hacer ruido. Beth vino pronto e hizo lo mismo.