29

Entró en el apartamento de Noah con el juego de llaves que aún conservaba; le temblaba el cuerpo y no conseguía dominarse, pero era tarde para arrepentimientos.

No encendió la luz, conocía el camino.

Se había dejado convencer por Alexa. Según ésta, si no quería perderlo del todo era imperioso que saliera a buscar a Noah y le explicara la verdad de por qué había regresado con Murray.

Pero lo cierto era que la degradación que sintió después de que todos los invitados se hubiesen marchado fue lo que la hizo decidirse a hacerlo.

Olivia, con la poca energía que le quedaba, se quitó la ropa de fiesta y también el maquillaje. Como sabía que le costaría conciliar el sueño, tras enfundarse en un pijama de raso azul salió hacia la cocina para proveerse de un vaso de leche tibia con miel, como su nana Eustaquia hacía cuando ella era niña y tenía pesadillas. Cerró los ojos y le dedicó un cálido recuerdo a esa mujer que le había demostrado verdadero cariño; no pudo contener un suspiro cargado de frustración, pues había muerto muy joven a causa de una enfermedad pulmonar.

Al pasar por el despacho de Wheels vio luz bajo la puerta y se extrañó; ella suponía que ya se habría ido a acostar, lo había visto entrando en el dormitorio principal, que ahora ocupaba solo. Miró la hora en el reloj que le había regalado su hermano y eso la sumió en otro intrincado pensamiento; recordó a Brian y los líos en que estaba metido, pero se exhortó a seguir su camino y a deshacerse de esas cavilaciones que sin duda la atormentaban, aunque no tanto como la mirada de desilusión que Noah le había manifestado esa noche. De pronto, le pareció oír voces y una risa de mujer, y estuvo segura de no haberse equivocado.

«¿Con quién está Murray? Si se han ido todos...», se preguntó.

Con sigilo se aproximó a la puerta y arqueó el cuerpo para espiar por la rendija de la cerradura; recordó la cámara de vigilancia que en su recorrido apuntaba al despacho y la evitó antes de agazaparse.

No le sorprendió lo que vieron sus ojos, sino que confirmó lo que ella sospechaba: Olivia siempre había intuido que entre ellos había algo. Aun así, no pudo evitar sentir náuseas al ver a Murray entre las piernas de Samantha, que echaba la cabeza hacia atrás mientras él le apresaba un pezón con la boca y se enterraba en ella con furia desatada.

Se olvidó por completo del vaso de leche que había ido a buscar y regresó resuelta a su dormitorio, donde se vistió rápidamente con un pantalón de chándal, una camiseta de algodón ceñida al cuerpo y un impermeable ligero con capucha, pues oía que ya había comenzado a llover. Se calzó las zapatillas de deporte que utilizaba en casa cuando Murray no estaba, y con el mismo apremio con que se había vestido, se dirigió a su estudio, donde buscó entre las pinturas que estaban apiladas en un rincón y se hizo con un sobre que había adherido en la parte trasera de una de ellas. Lo metió en su bolso y, de puntillas, salió de la mansión evitando las cámaras de vigilancia.

Noah continuaba sin pegar un ojo, con los brazos bajo la nuca y mirando el techo. El sonido de la lluvia, que arreciaba esa noche en la ciudad, amortiguaba los otros ruidos de la noche, engulléndolos de manera ensordecedora; pero no fue suficiente para acallar el ruido de la llave en la cerradura de la puerta de entrada. Eva, extenuada, dormía a su lado ajena a todo.

Alertado por los particulares ruidos que oyó, se incorporó en la cama a oscuras, buscó a tientas la Beretta 92 FS 9mm Parabellum que descansaba en su mesilla de noche y la empuñó sin que le flaqueara la mano. Se abrió la puerta del dormitorio y la claridad de la noche neoyorquina, que se colaba por los ventanales del salón, permitió ver una figura, asegurándole que no se había equivocado. Preparado para recibir al intruso que se había escabullido dentro de su vivienda, apuntó con firmeza al objetivo mientras accionaba el interruptor de la luz para ver el rostro de quien estaba entrando.

Suerte que encendió la luz y no disparó a oscuras. Ella casi se muere de un síncope al encontrarse con el cañón de la semiautomática de Noah, y él por caer en la cuenta de que casi dispara contra Olivia.

Miller bajó el arma de inmediato y exhaló el aliento contenido.

Pasado el pánico por haberse encontrado apuntada con el cañón del arma, dedicó una mirada a la acompañante que dormía ajena a todo cuanto acontecía en esa habitación; la mujer que estaba con la espalda desnuda y tapada a medias parecía cansada, sin duda a causa de la noche de sexo que Noah le había concedido.

Demudada, atónita y sin fuerzas, Olivia creyó que se caía al suelo, las piernas le flaquearon (por suerte estaba agarrada al picaporte de la puerta), sintió que la tierra se abría bajo sus pies y un terrible dolor le recorría el pecho y la dejaba sin aliento. Habría querido proferir un grito, pero lo acalló mordiéndose el puño, y por más que lo intentó no pudo disimular el gesto de pasmo y congoja.

Noah se había puesto los bóxer y había salido tras ella, pero Olivia no se detuvo, había escapado del apartamento sin siquiera pensarlo.

Abatida, desilusionada, recapacitó de inmediato que no era lícito recriminarle nada: lo había perdido y ella era la única culpable, había abierto la mano como quien la abre para soltar un pájaro, propiciándole la ansiada libertad.

Noah cogió sus prendas, que estaban esparcidas en el dormitorio, y comenzó a vestirse para salir tras ella. En contra de su razón, su voluntad y la atracción que sentía por Olivia lo hacían actuar como un inconsciente para buscarla. Salió al pasillo colocándose la camisa y fijó la vista en el ascensor que descendía. Sin demora y por instinto, bajó por la escalera esperando poder interceptarla antes de que ella llegara a la calle, bajó desquiciado los escalones de tres en tres, saltando en cada descanso para tomar un nuevo tramo de escalera, hasta que por fin llegó a la planta baja. En el mismo instante en que entró en el vestíbulo del edificio la vio desaparecer tras la puerta de entrada. Corrió escasos metros por la calle, salió despedido y la vio apresurarse a la esquina de la Cincuenta y Nueve con la avenida Ámsterdam, y con la última gota de aliento que le quedaba, la llamó por su nombre:

—¡Olivia! —Sonó tan extraño llamarla de esa forma que se paró en seco mientras se amonestaba por haberla perseguido.

Ella se detuvo, se volvió y lo miró a los ojos, buscó empaparse de su mirada de color café, esa que la calmaba, esa que extrañaba y necesitaba tanto como el aire para respirar, pero no la encontró; por el contrario, se topó con una despojada de emociones. Le dolió profundamente la manera en que él la miraba, nuevamente con desprecio, como había hecho en la fiesta, y entonces se dijo que ya no quedaba nada, ya no valía la pena permanecer allí, no tenía sentido explicar nada. Con el rabillo del ojo vio que un taxi se aproximaba, y sin dejar de mirar a Noah extendió la mano para detenerlo. No iba a privarse de los últimos minutos que tenía para admirarlo, lo recorrió de pies a cabeza, lo admiró devorándolo: soberbio, inaccesible, tan masculino. Estaba erguido, con las piernas entreabiertas y la camisa sin abotonar, sus pectorales marcados se veían en la abertura, y deseó sus labios con desesperación mientras él apretaba las mandíbulas.

«Te amo, tú eres mi hombre, mi amor, el único que me hace sentir viva», se dijo.

La lluvia caía sobre ellos, que permanecían mirándose obstinados.

Noah no atinó a nada, sólo la observaba con rencor, de una forma apática y con un profundo reproche que no mermaba, por el contrario, se acrecentaba mientras más la veía. Ella entonces se permitió flaquear, recordando la espalda desnuda de aquella mujer a su lado, y sus lágrimas brotaron y traspasaron la muralla que se había impuesto esa noche, cuando lo descubrió entrando en su casa con Brian. La lluvia confundía sus lágrimas, por lo que quizá él ni se dio cuenta de ellas. El taxi se detuvo, y sin que Miller tratara siquiera de detenerla, Olivia se montó en él y se alejó del lugar.

No quiso darse la vuelta para ver si él se quedaba mirando cómo se alejaba, no tenía sentido.

Rompe tu silencio
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