Capítulo 15. El traidor

 

El sol deslumbraba desde lo más alto del cielo. Vigilante e impasible, abrasaba la ciudad; un calor sofocante hacía mella en los vecinos gaditanos, todos amparados en la sombra o aguardando en sus casas a la espera de que entrase el crepúsculo que acompañaba la brisa del céfiro y refrescara el ambiente.

Ya aseados y bien vestidos, nos presentamos en el edificio de Capitanía media hora antes de lo previsto. Estábamos nerviosos y paseábamos de un lado a otro esperando a que nos avisaran. Antonio y yo charlábamos en una esquina del edificio, arropados por la sombra del arco de la entrada principal.

—Ayer me encontré al carnicero del pueblo —le dije.

—¿Cómo está?

—Se los ve mal, sucios y tristes; echan de menos sus casas.

—Sí, pero si no defienden la tierra no tendrán casa; deben hacer un esfuerzo —repuso mi amigo con una asombrosa madurez.

—Ya, pero me dio pena verlos de esa manera, no sé —dije, entristecido.

—Tiempo al tiempo, todo volverá a su cauce. No me imagino cuánto durará, pero todo esto terminará algún día.

—Sí, algún día —repetí pensando en María.

Un soldado muy bien uniformado se acercó a nosotros preguntando por Miguel. Parecía un secretario, con las manos impolutas y muy educado; poco campo de batalla había pisado aquel hombre. De inmediato le contesté que era yo y me ordenó que lo acompañase para reunirme con el general De la Campana, pues quería verme antes de la pequeña ceremonia. Al oír aquella palabra, todos se miraron sonriendo, sobre todo Daniel, que no cabía de gozo en su enorme cuerpo.

Acompañé al soldado al despacho, antaño la estancia del general Solano. Allí estaba, sentado en el enorme sillón abotonado rojo, detrás del hermoso escritorio del capitán general. Del balcón entró otro hombre, mayor, de unos sesenta años. Iba muy bien vestido, con un uniforme impoluto azul oscuro con unos decorados dorados en la pechera, los pantalones a juego y unas botas altas que le llegaban por debajo de las rodillas; tenía el pelo completamente blanco. Parecía uno de los superiores.

Miré al general y rápidamente me lo presentó: era el general Tomás de Morla, el nuevo capitán general de Cádiz. Había destacado en la retirada del almirante inglés Kert en el sitio a Cádiz por parte de los navíos ingleses, el mismo que había mandado a Cillian a nuestra pequeña compañía. Estaba preparando un cuerpo de milicianos gaditanos, los voluntarios honrados de Cádiz, dispuesto a intervenir en cualquier conflicto.

Me miró y me dijo que habíamos realizado una gran labor al apresar al más buscado de todos los espías franceses, Dominique, así como al aportar tal cantidad de información requisada, una ayuda incalculable para sus tropas. Tras felicitarme, se despidió de nosotros, tenía otros menesteres que atender: debía preparar la rendición de Rosily y contratacar al general Dupont, que venía en su ayuda. Nos quedamos solos el general y yo.

—Joven, toma asiento —me ordenó.

—Sí, mi general.

—En breve, Rosily se rendirá, seguro. Pero el general Dupont vendrá en su ayuda; eso es lo que se indica en los informes. Debemos cortarle el paso antes de que penetre más en Andalucía. Hace unos días, después de lo ocurrido en Valdepeñas, este, enfurecido, arrasó la ciudad de Córdoba. Los milicianos y los bandoleros están haciendo mella en su ejército; buena parte de sus huestes se han retirado a Toledo, pero volverán a intentar entrar en Andalucía —me explicaba, como si hablásemos de oficial a oficial.

—¿Qué quiere decir con eso? —pregunté, intrigado.

—Nada, necesitaba contárselo a alguien, y el general De Morla…

—¿Usted también lo ha notado?

—Sí, pero si estuviese en el bando francés vendría en la lista que me diste, ¿no? —dudó.

—Claro, mi general —asentí escuetamente.

—Antes de que cambiemos de tema: esta tarde, antes de que se oculte el sol, se ahorcará a los traidores. Deberías estar allí.

—Eso haré, mi general —afirmé.

—Haz pasar a tus hombres. Os convertiremos en una unidad militar ahora mismo —me ordenó, y llamó a su mayordomo.

Llamé a mis amigos, que entraron uno por uno en el despacho. El general Álvarez de la Campana se situó en pie detrás del escritorio y dos soldados entraron detrás de nosotros. Uno portaba una caja de madera, decorada con greca de color dorado, y el otro una bandera española. Nos situaron en línea enfrente de los soldados; el general se acercó a sus oficiales y una simple mirada bastó para que el portador de la caja la abriese.

Entonces se giró y, mirándonos, comenzó a nombrarnos. Me llamó el primero, por mi nombre. Me acerqué a él y me colocó una pequeña insignia en la solapa de la chaqueta, con la que me otorgaba el rango. Yo no entendía de eso, así que tuve que esperar a que terminase la ceremonia para saber qué rango tenía. Después de entregarnos las insignias, nos hacía besar la bandera y jurar que la defenderíamos por encima de nuestras vidas, que salvaríamos nuestra patria del enemigo invasor y que estaríamos a sus órdenes el resto de nuestras vidas. Uno por uno fuimos pronunciando el juramento, y entonces nos homenajeó con un gran discurso muy patriótico y bastante halagador para nosotros. Todos esperábamos serios a que terminase aquel largo discurso; una vez concluido, nos felicitó uno por uno y nos ordenó que antes de marchar hablásemos con su mayordomo, pues nos tenía preparada una pequeña sorpresa.

Salimos del despacho lentamente y buscamos al mayordomo del general, que nos esperaba en la planta baja del edificio de Capitanía. Bajamos las escaleras y nos indicó que debíamos acompañarlo a una pequeña habitación. Allí nos miró de arriba abajo y, a continuación, nos entregó a cada uno un saco bastante pesado; nos recomendó que no lo abriésemos hasta que hubiésemos llegado donde nos hospedábamos. Después de agradecérselo, me disponía a despedirme de él cuando sacó algo de su bolsillo, me miró y me lo entregó. Dijo que le había costado conseguirla, pero que ya la tenía: el favor personal del general estaba cumplido. Me había entregado una carta, y por la letra pude ver que era de María. Estaba ansioso por abrirla, pero prefería leerla en la intimidad de la habitación de El Errante, así que la dejé para esa misma noche.

Busqué a Daniel, necesitaba saber qué rango me había otorgado el general. Les pedí que nos sentáramos para hablar de lo ocurrido y encontramos un murete que separaba el parque de la calle, cerca del paredón desde el que habíamos oído, aquel fatídico día, a las masas enfurecidas en busca del general Solano.

—Creeréis que soy medio idiota, pero ¿qué significan las insignias? —pregunté a los exmilitares.

—Pues que eres el nuevo capitán de la compañía de la muerte —contestó Manuel.

—¿De verdad? —pregunté sonriendo, sin creerme aún quién pasaba a ser en ese momento.

—Sí. Pepe es teniente; Daniel, sargento; yo soy cabo, y Fabio y Antonio, soldados de primera —continuó explicando Manuel.

—Sabéis que esto no es más que burocracia; seguiremos siendo lo que hasta ahora: una pequeña democracia dentro de la compañía. Si algo funciona, ¿por qué cambiarlo? Y es una orden —dije riendo.

Me sentía feliz por los acontecimientos: se reconocía nuestra labor dentro de la guerra con los gabachos y acababa de recibir la tan ansiada carta de mi amada. No veía el momento de tenerla entre mis brazos, de acariciar aquella larga melena negra y mirar la profundidad de sus ojos negros. Necesitaba besarla y decirle que la quería, que la amaba más que a mi vida y que, conforme pasaba el tiempo, más la quería, porque sabía que era la mujer de mi vida y que sin ella sería una persona sin alma, vacía por dentro.

Mientras pensaba en María llegamos a El Errante. Mis compañeros estaban ansiosos por abrir los sacos. Subimos todos a mi habitación y cada uno comenzó a abrir el suyo: contenía unos uniformes, negros como los estorninos, de pantalón y chaqueta corta, una camisa del mismo color, unas botas altas negras y fuertes, y un cinto ancho en el que enganchar nuestras armas. Era el mismo uniforme que había llevado la Compañía de la Muerte lombarda; ese general era todo un sabio. También había dos pañuelos, uno completamente negro y otro del mismo color con la mandíbula de una calavera dibujada en blanco. Antonio fue el primero en probárselo, y la verdad es que daba miedo verlo con aquel atuendo. Algo metálico sonaba en el saco: agité el mío hasta que cayó al suelo una pequeña calavera de plata con dos espadas cruzadas; en la parte trasera tenía un pequeño imperdible para sujetarla a la chaqueta. Como no podíamos llevar una coraza con aquel símbolo, el general se las había ingeniado para que llevásemos algo similar, pero menos pesado.

Me asomé por la ventana de la habitación y vi que ya había pasado el mediodía. Miré a mis compañeros y les dije que la hora de los traidores llegaba por fin: esa misma tarde, con el crepúsculo, los ahorcarían; debíamos ir a ver cómo morían. Todos asintieron: después de todo lo sufrido para capturarlos, no podíamos dejar de ver su fin.

Una vez terminado el almuerzo, compuesto de un gazpacho fresquito de verduras y un conejo asado delicioso, llegó a la hospedería la hija de Carlos, Maribel, que nos buscaba desesperada hasta que al fin dio con nosotros.

—¡Miguel, Miguel! No sé dónde está mi padre, debería haber llegado anoche y no ha dormido en casa —nos dijo, desconsolada.

—¿Cómo? —preguntó Pepe, incrédulo.

—No te preocupes, lo encontraremos antes de que el ocaso invada la ciudad —le juré.

—Solo he encontrado una nota debajo de mi puerta; decía que, con la muerte del Abisinio, la desgracia llegaría a la casa de los Pignatelli —contó Maribel.

—Muchachos, debemos encontrarlo a toda costa. Nos dividiremos en dos grupos, uno conmigo y otro con Pepe. Somos los únicos que lo conocemos, ¿no? —propuse.

—Sí. Daniel y Manuel, conmigo —ordenó Pepe.

—Venga, los demás venís conmigo —añadí yo—. Subid, cambiaos los uniformes y preparad las armas. Dentro de cinco minutos nos veremos en el establo, allí decidiremos el plan. Maribel, quédate aquí, ellas te protegerán mientras buscamos a tu padre —le dije mientras miraba a la niña y a su madre, la tabernera.

En un santiamén nos reunimos en el establo de El Errante. Miré a mis amigos y les ordené que encontraran a aquel buen hombre; ya habíamos perdido a un hombre de honor en aquella ciudad y no queríamos perder a otro. Fabio aconsejó dividir la ciudad para que cada grupo buscase en un sitio. Me miró y me recordó al hombre que nos había seguido hasta la casa de Carlos. «¡Maldición!», pensé. Nosotros habíamos llevado a los malhechores a su casa.

A nuestro grupo le tocó el puerto, la zona más peligrosa de la ciudad. Fabio la conocía como la palma de su mano. Volví a mirar a mis compañeros y les rogué que se esforzasen por encontrarlo. Les deseé suerte y les indiqué que antes del ocaso debíamos reunirnos en la plaza del edificio de Capitanía, donde serían ahorcados los traidores. No debíamos levantar sospechas sobre lo ocurrido. Nos separamos y cada grupo tomó su dirección.

Antonio corría detrás de Fabio; yo me había retrasado y corría por una calle contigua que conducía también al puerto. La única manera de hallar a nuestro amigo era encontrar al hombre que nos estaba siguiendo desde que llegamos a Cádiz. Caminaba por una calle paralela a la de mis amigos cuando me paré en seco: me pareció ver a un hombre que los seguía. Vestía completamente de blanco, con unos pantalones bombachos y una camisa corta que dejaba entrever su musculoso torso. Ese atuendo lo había visto antes. «Claro —pensé—, en la casa de Abdel»; el gordo abisinio lo llevaba puesto el día que lo conocí.

Me situé detrás acechando al vigilante; caminaba sigilosamente a unos pasos de distancia para no ser descubierto e intentaba no perder de vista a mis amigos. Nos encontrábamos en el puerto, y un ir y venir de individuos de todas las nacionalidades invadía los muelles; no era el momento de atrapar al moro, debía ser cauto y no dejar que me sorprendiera. Me aposté detrás de un puesto de venta de verduras cuyo tendero gritaba a pleno pulmón los precios de su mercancía, agaché un momento la vista y, al levantarla, lo había perdido. Por más que miraba, no lo encontraba.

Salí de mi escondite y vi una calle. No había nadie, solo un hombre que miraba hacia mí. Cerré un poco los ojos y pude comprobar que era mi hombre. Me había visto, y comenzó a correr de nuevo hacia la ciudad. Yo no encontraba a mis amigos, pero daba igual: no podía dejar escapar al único hombre que podía decirme dónde estaba Carlos. Empecé a correr tras él. Era corpulento, pero bastante rápido, aunque no más que yo, y en breve me puse casi a su altura. Al ver que estaba demasiado cerca, el fugitivo cambió de rumbo y se dirigió hacia donde más gente había; allí sería difícil atraparlo. Apartaba a los transeúntes como trapos; yo los esquivaba como podía.

El moro empezó a coger una ligera ventaja, pero no podía dejarlo escapar, así que apreté los dientes y empecé a correr velozmente, sorteando todos los obstáculos que me lanzaba, y, de nuevo, conseguí situarme a su vera. Era mi oportunidad, la única que tendría de atraparlo antes de llegar al mercado principal de la ciudad. Me acerqué cuanto pude y me abalancé sobre él. Caímos los dos al suelo, pero enseguida nos incorporamos. Me doblaba en altura y tenía unos brazos fuertes. No podía dejar que me golpease, porque con un solo golpe me dejaría inconsciente.

Entonces recordé el consejo de mi amigo Fabio y me fijé en sus rodillas: debía golpearlas primero. Él me miraba y se reía, y hablaba en su lengua mientras se quitaba la corta camisa y dejaba al descubierto su enorme y musculoso pecho. No me amedrentaba, pero sabía que si no acertaba a la primera no tendría más oportunidades. Lo observaba detenidamente, debía intuir por dónde me vendría el primer golpe. De repente, me lanzó un puñetazo con la mano derecha. Lo esquivé como pude y me pegué a su cuerpo, casi abrazándolo, le aplasté el tobillo con una de las piernas y con la otra le pisé fuertemente la rodilla derecha. La pierna se le dobló por completo hacia atrás y se oyó un crujido: se la había partido.

Lo dejé tumbado en el suelo intentando incorporarse sin fortuna, saqué mi pistola y se la puse en la cabeza. Tiré del pedernal hacia atrás y le dije que contaría hasta tres; si no me decía dónde se encontraba mi amigo Carlos, moriría allí mismo. Comencé a contar, miré a mi alrededor y vi como la gente salía despavorida al ver la escena. «¡Uno!», respiré hondo; «¡Dos!»… En ese instante, llegaron mis amigos.

—¿Qué haces? —preguntó Fabio.

—¡Dos…! —repetí.

—No lo hagas, amigo —insistió el brasileño.

—¿¡Dónde está!? —grité.

—¡Hazlo!, ¡mátalo! —exclamó Antonio.

—Tr… —comencé, pero el moro me interrumpió.

—Te lo diré —dijo con un marcado acento árabe.

Lo levantaron entre todos y lo llevamos a un rincón donde pasaríamos desapercibidos. Allí, sin dejar de apuntarle con la pistola, le volví a preguntar por Carlos. Confesó que se encontraba en casa de Abdel; un grupo de mamelucos, liderado por Zaid, el Egipcio, quería intercambiar a su amigo por su líder, Abdel. Casi no se le entendía; hablaba poco español, pero lo suficiente para que supiéramos que lo tenían cautivo en casa de Abdel. Miré a Fabio y le dije que, si habíamos asaltado aquella casa entre dos, ahora que éramos seis podíamos hacerlo de nuevo.

Miré al moro y le dije que era su día de suerte, no había llegado su hora. Me giré y entonces pensé que no podíamos dejar que avisara a sus amigos; volví a girarme y le apunté de nuevo a la cabeza, bajé la pistola hacia su rodilla sana y disparé. El alarido de dolor se oyó en toda la isla. Le ordené a Fabio que lo ocultase en la taberna de su amigo el indígena, que se encontraba a la vuelta de la esquina.

El moro se había desmayado de dolor. Fabio le hizo un torniquete en la rodilla, se lo echó al hombro y lo llevó a la taberna. Allí lo dejamos, inconsciente y amordazado, recluido en una pequeña despensa que el indígena tenía en una diminuta buhardilla de la taberna. Dijo que si al cabo de un par de días no habíamos ido a por él lo arrojaría al mar, que el gran sabio mar sabría qué hacer con él.

El sol se dirigía hacia su escondite entre las montañas. Debíamos darnos prisa para llegar a la plaza donde serían ahorcados los traidores; teníamos que ver con nuestros propios ojos cómo acababan con aquellos malnacidos.

 

 

Llegamos a la plaza. Había un tumulto impresionante. Se había dado a conocer un bando por el que se anunciaba que el poder de la justicia caería sobre los traidores a la patria; debían dar un escarmiento, sabíamos de muchos afrancesados y de muchos traidores, y todo gracias al diario de Dominique. En medio de la plaza se alzaba una gran plataforma con dos palos y un tercero que los atravesaba unido a ellos, con cinco cuerdas que pendían del travesaño. Aquellas cinco horcas presidían la plaza, y enfrente de ella se encontraba la tribuna de los más altos cargos del Ejército presentes en Cádiz. El general Álvarez de la Campana estaba en un rincón, y presidía la tribuna el general Tomás de Morla, además de otros mandos del Ejército español y algún representante de la Junta Suprema de Sevilla, por la que ahora se regían el Ejército y todos sus altos mandos.

Los presos llegaron escoltados por soldados del general De Morla, encapuchados, con grilletes en manos y pies y caminando con paso lento. La gente los increpaba y les lanzaba verdura podrida; al grito de «¡Traidores!», los más atrevidos les arrojaban hasta piedras, una de ellas le dio en la cabeza a uno de los prisioneros y la sangre traspasó la capucha que le cubría la cara.

Nos parapetamos tras un muro colindante con la plaza, que la separaba de un gran parque con hermosos jardines. Qué paradoja: a un lado del muro, la belleza de la naturaleza, y al otro, la muerte y la desolación. Allí estaban los otros compañeros. Me senté junto al Gitano; dejaríamos para después nuestra pequeña encomienda. Veíamos impertérritos cómo llegaba la hora de aquellos traidores. Yo no podía dejar de mirar al nuevo capitán general, De Morla, que reía señalando a los presos. Mientras, nuestro general guardaba silencio muy serio y ni siquiera comentaba nada con sus colegas.

Un soldado recio y fuerte acompañó a los prisioneros a la plataforma, que tenía un mecanismo que, al tirar de una palanca, abría una trampilla en el suelo de modo que los prisioneros quedaban colgados, ahorcados por una gruesa cuerda. El verdugo los colocó, uno a uno, enfrente de las sogas, las dispuso en sus cuellos y apretó el nudo. En ese instante, alzó la vista y miró al general De Morla.

El capitán general se levantó y pronunció un pequeño discurso en el que explicaba que ese era el camino de los traidores. Alzó la vista y, mirándolos profundamente, les gritó que si tenían una última voluntad era el momento de decirla, o que callarían para siempre. Un silencio sepulcral invadió la plaza. La gente ni siquiera murmuraba, impaciente por ver cómo morirían aquellos traidores. Se oyó algo, una voz proveniente de uno de los presos: dijo que se arrepentirían de lo que iban a hacer. Aquella voz me era muy familiar, parecía la de la joven Louise.

El general terminó el discurso con un viva al rey Fernando, se dirigió al verdugo y, mirando al cielo, señaló que era la hora. Este, sin pensarlo, tiró de la palanca y el suelo se abrió bajo los prisioneros, que cayeron y quedaron suspendidos de la soga. A algunos se les rompió el cuello y murieron al instante, pero otros agonizaron lentamente, asfixiados; se retorcieron intentando liberarse de la soga hasta que sus fuerzas menguaron y dejaron de moverse.

Intenté mirar para otro lado, pero no pude. Algo en mi interior me decía que allí había algo extraño.

—¿Por qué no les han quitado la capucha? —le pregunté a Daniel.

—No lo sé, lo habrán pedido ellos —contestó.

—Será —asentí, extrañado.

El sol se ocultaba lentamente en el horizonte, casi podía tocar el suelo; aún quedaba una intensa claridad. Llamé a mis amigos y les indiqué que teníamos que ir a El Errante; allí les contaría lo ocurrido y el plan para rescatar a Carlos.

Llegamos a la hospedería. Le pedí a la niña que nos acomodase en una mesa retirada del gentío y nos instaló en un rincón, al lado de un ventanal que daba a la parte trasera de la hospedería. Desde allí podíamos ver el establo, donde el niño cepillaba uno de nuestros caballos. Nos sentamos. La niña nos sirvió una gran jarra de cerveza con seis vasos de barro, los llenó y retiró la jarra. Le pregunté por Maribel; estaba con su hermano. Volví a mirar por el ventanal: allí estaba la hija de Carlos, ayudando al niño a cepillar los caballos.

Conté a mis compañeros lo ocurrido con el moro: había dicho que Carlos estaba en casa de Abdel y que sus guardias querían el rescate del Abisinio, pero ya lo habían ahorcado. La única posibilidad de salvar a nuestro amigo era entrar en la casa, matar a todos los guardias y rezar por que aún siguiese con vida. Daniel se relamía, llevaba demasiado tiempo sin entrar en acción; aquel hombre necesitaba una dosis diaria de violencia para no entrar en depresión.

Entonces miré a Pepe: ahora era el sargento de la compañía y necesitaba su consentimiento; además, él también era amigo de Carlos y de su hija, y una de las pocas personas que habían entrado en el palacete de Abdel. Dijo que si lo habíamos hecho una vez nosotros solos, por qué no íbamos a repetirlo ahora que estaba la compañía al completo; que arrasaríamos el palacete como los Jinetes del Apocalipsis hasta encontrar a nuestro amigo. Brindamos por la compañía de la muerte, subimos a cambiarnos y preparamos las armas: sería una noche movida.

 

 

Estaba oscureciendo cuando entramos en la casa del cónsul francés, contigua a la de Abdel. Reunidos en la segunda planta del caserón, contemplábamos los jardines del palacete y nos movíamos entre las sombras buscando al enemigo. El nuevo uniforme nos quedaba perfecto: nos colocamos la calavera de plata a modo de placa y los pañuelos con la media calavera en la cara, tapándonos el rostro y dejando entrever únicamente los ojos. Estábamos irreconocibles.

Miraba a mis amigos, ansiosos por entrar en acción. Un hormigueo recorría todo mi cuerpo. Ya no me asfixiaba el nerviosismo de las primeras misiones, sino que respiraba tranquilamente, concentrado en la misión. No debía fallar, no podía fallarle a Maribel; rescataríamos a su padre a toda costa. No queríamos nuevos prisioneros, no dejaríamos a ninguno con vida. No me reconocía a mí mismo: empezaba a gustarme mi nuevo trabajo. Volví a mirar a mis compañeros, que acariciaban sus armas como si de un hijo se tratase, sabiendo que su vida dependería de ellas.

El silencio invadía la noche. Esperamos a que la oscuridad fuese completa y planeamos entrar en parejas. Los pastores accederían al palacio por la parte trasera; Daniel y Fabio, por la entrada principal, y Antonio y yo subiríamos por la fachada a la segunda planta y atacaríamos desde arriba. No apartaba la vista de la terraza: había un gran salto desde el balcón en el que nos encontrábamos hasta allí. Casi siete pies nos separaban, pero sabíamos que éramos los únicos capaces de lograrlo. Arrimamos varios muebles al balcón y los alineamos para poder coger impulso en el salto. Sabía que lo lograríamos, pero me preocupaba la caída; una torcedura del pie podía condenar al fracaso nuestra encomienda y hacer peligrar la vida de los demás. Sin embargo, aquella era la única forma de salvar a Carlos, y había que intentarlo.

Los reuní dentro. Había llegado la hora: cuando sonaran las campanas de la iglesia entraríamos al rescate. Les deseé suerte y recé por ellos. Cada uno se situó en su posición, miré al Gitano y le indiqué que había que saltar. Cogí carrerilla y brinqué: un salto espectacular y una caída perfecta. Era el turno de Antonio, que me sorprendió con un salto perfecto, igual que la caída: casi no hicimos ruido y el repique de las campanas amortiguó el nuestro. La suerte volvía a aliarse con nosotros: el ventanal estaba entreabierto. Entramos sigilosamente, primero Antonio y detrás yo, apuntando con el Baker. Nos encontrábamos en una de las alcobas del palacete. Nos acercamos a la puerta; no se oía nada. Bajé el Baker, me lo colgué a la espalda, desenvainé el cuchillo de los ojos de serpiente y saqué la francisca. Debíamos hacer el menor ruido posible, por lo menos hasta que hubiésemos encontrado al prisionero.

Antonio, con la rodilla en el suelo, giró despacio el pomo. Yo me situé detrás de la puerta. El Gitano, pistola en mano, me miraba. Entreabrió la puerta y se asomó, pero enseguida la cerró: me dijo con señales que había un guardia rondando el pasillo. Lo miré y le hice un gesto para que guardase silencio. Acerqué el oído a la puerta: el silencio sepulcral hacía posible oír los pasos del guardia. Esperé a que cruzase la puerta, la abrí sigilosamente y me situé detrás de él. Con una mano le tapé la boca y la nariz, y con la otra le hendí el cuchillo entre el cuello y el hombro; sabía que un corte en ese lugar le provocaría la muerte al instante. Así fue: el guardia se desplomó en mis brazos. Entre el Gitano y yo lo arrastramos hasta la alcoba donde nos habíamos refugiado. Habíamos acordado entre todos que quien diese con el preso debía gritar que lo había localizado para que los demás dejáramos el sigilo y pasáramos todos a la acción; no obstante, aún no habíamos oído nada, por lo que supusimos que nadie lo había encontrado todavía.

Caminábamos en silencio pasillo adelante. Antonio no dejaba de apuntar con su pistola mirando hacia atrás; si salía algún guardia de una de las habitaciones que dejábamos atrás, seríamos hombres muertos. De repente oímos un murmullo procedente de una de las habitaciones. Un halo de luz salía por debajo de la puerta: había gente allí. Me descolgué el Baker y miré por la cerradura: había por lo menos cuatro guardias y una persona sentada en una silla, de espaldas a la puerta, atada a ella con una gruesa cuerda. Tenía que ser Carlos. Miré al Gitano y le señalé que había cuatro. Le pedí que mirase él también para que conociera la situación exacta de cada guardia: había dos de pie junto al prisionero y uno en cada rincón. Le señalé que los primeros a los que debíamos matar eran los que rodeaban a Carlos. No podíamos fallar; con los otros dos ya haríamos lo que pudiésemos.

El Gitano se tumbó en el suelo apuntando con su Baker; mientras, yo, de pie, cogí mi fusil con las dos manos. En una de ellas mantenía la francisca apoyada en el lateral del Baker, mucho menos pesada que la pistola. Debía derribar la puerta de una patada y eliminar a los guardias. Miré a mi gran amigo y asentí con la cabeza: era el momento. Respiré hondo, besé mi crucifijo, tomé impulso y, de una violenta patada, abrí la puerta. Dos disparos certeros eliminaron a los guardias más cercanos al prisionero; arrojé el Baker al suelo y, con la francisca en la mano, me giré y miré a uno de los guardias, la lancé y se la clavé en la cara. Cayó desplomado. El Gitano se puso en pie ágilmente, cogió la pistola y no falló: un tiro en el corazón acabó con el otro guardia.

No hizo falta gritar: una batalla campal comenzó de repente en la planta baja del palacete. Se oían disparos atronadores por todos los rincones de la casa; mientras, nosotros entramos en la habitación y la cerramos. Me acerqué a la silla y la giré: allí estaba mi amigo Carlos, con signos de violencia en la cara, amordazado pero consciente. Sangraba por una de las cejas. Lo soltamos rápidamente y nos dio las gracias. Le dije que lo sacaríamos de allí. Por suerte, no me reconoció al dirigirme a él. Se oían gritos provenientes de la zona baja del palacete. Teníamos que sacarlo de allí como fuera; ya que lo habíamos encontrado, no podíamos perderlo.

Miré a través de la cerradura: no se veía a nadie. Estaba oscuro, aunque con cada disparo se iluminaba el pasillo; los fogonazos de los Baker alumbraban la casa por completo. Abrí despacio la puerta. Colocamos a Carlos entre nosotros dos, así estaría más seguro. Asomé la cabeza: seguía sin haber nadie. Lo llevamos a la alcoba del balcón por el que habíamos entrado y le dijimos que se ocultase en un gran armario que presidía una de las paredes. Abrió la puerta, entró en él y lo encerramos con llave, que Antonio guardó junto a su rosario. Luego decía que no era creyente, pero, en esos momentos en los que uno se juega la vida, hay que creer en algo.

Salimos de la alcoba; debíamos ayudar a nuestros compañeros. Caminábamos despacio por el pasillo apuntando con nuestros rifles cuando, de repente, salió alguien de una habitación. La silueta era de alguien gordo. En uno de los fogonazos pudimos comprobar quién era.

—¡Maldición! —grité.

—¡Ha vuelto de entre los muertos! —exclamó Antonio.

—Pues hay que mandarlo de vuelta al Tártaro, de donde nunca debió salir —sentencié.

Apunté bien, cerré los ojos un instante y respiré profundamente. Antonio gritó y la silueta se giró hacia nosotros; apreté el gatillo y el individuo cayó al suelo fulminado. Un disparo entre los ojos lo había mandado de vuelta al averno. Nos acercamos. Antonio, asombrado, me preguntó cómo era posible que Abdel siguiese vivo si lo habíamos visto ahorcado esa misma tarde. Le puse la mano en el hombro y le dije que había notado algo extraño en aquella ejecución. Lo sabía: había un traidor entre los altos mandos del Ejército español.

De repente, los disparos dejaron de oírse en la planta baja. Nos acercamos a las escaleras: había dos guardias desarmados en el centro del recibidor. Fabio y Daniel los apuntaban con sus rifles mientras Pepe ayudaba a Manuel a ponerse en pie. Este último parecía estar herido y taponaba con la mano una herida en su hombro. Fabio sacó su enorme hacha y le dijo a Daniel que acabaría con los dos guardias. Estos, pese a ser mucho más grandes que él, musculosos y fuertes, no sabían con quién se enfrentaban. Sacaron dos enormes sables anchos y curvos, parecidos a los de los mamelucos. Mi amigo el brasileño se quitó la chaqueta y, orgulloso, dejó al descubierto la placa con la calavera de plata; el pañuelo lo conservaba. Parecía la muerte, pero en vez de la guadaña llevaba un hacha.

Los moros se miraron riéndose. De repente, los dos atacaron a la vez. Fabio se zafaba de los espadazos como si pudiese preverlos, tenía una facilidad pasmosa para librarse de ellos, y utilizaba su hacha para repeler los continuos golpes de las espadas árabes. Daniel le gritó que terminase, que tenía ganas de volver y cenar algo; Fabio, sin pensarlo, pasó al ataque: cogió el hacha por la parte más baja y atacó. Primero le lanzó a uno un salvaje golpe que le tiró la espada al suelo; lo golpeó con una violenta patada, se giró sobre sí mismo tomando impulso y le clavó el hacha en el cuello: le había separado parcialmente la cabeza del resto del cuerpo. Con la misma violencia, retiró el hacha y se la lanzó al otro, que estaba unos cinco pies retirado de él. El golpe lo desplazó varios pasos y lo tumbó en el suelo; murió al instante con el hacha clavada en el pecho. Fabio era muy sosegado, hasta que entraba en combate y se volvía una bestia.

Daniel se acercó a Fabio para tranquilizarlo: ya se había acabado todo y podíamos marcharnos. Me asomé por la barandilla de las escaleras e informé que teníamos a Carlos vivo. Mandé a Antonio a recogerlo; mientras, bajé para ver el estado de Manuel: una bala le había alcanzado el hombro. Fabio lo examinó: era una herida limpia, la bala había entrado y había salido, y al parecer no había tocado ningún nervio ni músculo. Si se limpiaba la herida, al cabo de pocos días estaría como nuevo.

Al poco apareció Antonio con el prisionero; antes de que bajasen las escaleras, nos colocamos los pañuelos, pues no debía vernos las caras. Le dijimos que era libre y que podía volver a casa; su hija estaba bajo custodia y se encontraba bien, pero hasta el alba no podría verla, debía descansar y reponer fuerzas. Le ordené a Daniel que lo siguiese, no me fiaba, podía quedar algún guardia de Abdel; cuando llegase Maribel por la mañana, debía volver a la hospedería. Mi amigo obedeció sin rechistar. Mi nueva graduación en la compañía se notaba: en otros tiempos, por esa orden habríamos tenido una buena discusión.

Llamé a Pepe para que contemplase el cadáver de Abdel.

—Pero ¿a este no lo habían ahorcado esta tarde? —preguntó, incrédulo.

—Hay algún traidor entre los mandos, seguro —le contesté.

—¿Y quién crees que es? El nuevo general, al que mencionaste en la plaza, ¿cómo se llama?

—Tomás de Morla. Es el nuevo capitán general.

—Pero no hay pruebas, y su nombre no aparece en el diario de Dominique —objetó Pepe.

—Dominique… Si Abdel seguía vivo, ¿qué habrá pasado con Dominique? —me pregunté en voz alta.

—Deberías hablar mañana con nuestro general, él sabrá qué hacer —sugirió mi amigo.

Partimos de inmediato hacia El Errante, había que curar la herida de Manuel. Pretendíamos salir por la entrada principal, pero en ella se aglomeraba una multitud de ojos fisgones. El escándalo había atraído a gran cantidad de curiosos; se oía: «La muerte ha entrado en la casa del Moro». Miré a mis amigos y les ordené salir por detrás.

Llegamos a la hospedería. Ocultamos las armas y los pañuelos y subimos discretamente a las habitaciones. Manuel estaba débil, había perdido bastante sangre. Lo acostamos en una de las camas. Fabio abrió su hatillo y colocó numerosas hierbas y brebajes en una mesita al lado de la cama, abrió una pequeña navaja y descorchó una botella de ron que guardaba de la noche anterior. Le dio un palo a Manuel y le dijo que lo mordiese; los demás teníamos que sujetarlo por los brazos y las piernas, no debía moverse mientras Fabio desinfectaba la herida. Le dio un trago de ron al herido, le hizo morder el palo y comenzó a limpiar la herida.

A Manuel parecía dolerle mucho y se agitaba, enfurecido. Fabio abrió la herida un poco más con la navaja, la mojó con el ron y esta comenzó a supurar. Sacó su pistola, vació un poco de pólvora sobre la herida y le prendió fuego con una vela que había encendido. Un fogonazo salió del agujero de la bala. Casi no pude sujetar a Manuel, pero de repente cayó desplomado: el dolor le había hecho perder el conocimiento. Lo soltamos, asustados. Fabio nos tranquilizó: no pasaba nada, era normal. Mezcló unas hierbas hasta formar una pequeña pasta y se la colocó sobre la herida; según él, además de desinfectarla, le aliviaría el dolor. Debíamos dejarlo dormir hasta que se recuperase por completo. Podía tardar un día o varios, pero con su remedio seguro que sanaría.

Teníamos los uniformes manchados de sangre; era sangre árabe, de los guardias. Debíamos asearnos, había sido una noche ajetreada y estábamos cansados. Pepe quiso quedarse con su amigo y compañero pastor; se sentó enfrente del herido, sacó su gran pipa de marfil blanco y la encendió. Fabio debía quedarse, ya que al cabo de una hora debía volver a aplicarle el ungüento en la herida, así que Antonio y yo fuimos a nuestra habitación para descansar un rato.

Mi amigo se tumbó en la cama y en un suspiro empezó a roncar como un oso. Yo me quité el uniforme, me miré en el espejo del aguamanil y suspiré. Alcé la vista y contemplé mi rostro: parte de él estaba cubierto de sangre mezclada con la pólvora de mi Baker. Comenzaba a experimentar un sentimiento de amor-odio hacia mi nuevo yo. En parte, estaba asustado por la persona en la que me estaba convirtiendo: disfrutaba matando al enemigo, y los nervios y las dudas del principio se habían transformado en ansiedad por matar a todo enemigo de mi patria; todo lo que pusiera en peligro mi vida y la de mis seres queridos había que eliminarlo.

Me eché agua en la cara. Vi cómo pendía el crucifijo que me había regalado el hermano y pensé que yo no era así: amaba la paz y la tranquilidad. Aunque mi otro yo dijese lo contrario, la verdad era que, mientras estuviese en esa situación, sería mi mejor aliado; debía sobrevivir para poder encontrar un remanso de paz y de amor. El objetivo seguía siendo el mismo: sobrevivir para poder estar al lado de María.

No podía dormir, así que decidí salir a la calle. Abrí la ventana y subí al tejado. Necesitaba estar solo. Llevaba conmigo la carta, necesitaba leerla. Cogí un pequeño candil con el que poder alumbrar y me senté en una parte del tejado en la que pude apoyar las piernas contra la fachada. Un pequeño respiradero situado justo encima me valió como apoyo para el candil. Saqué la carta de mi bolsillo y la abrí.

«Querido Miguel: Te escribo para darte una noticia importante, quizá la más importante de nuestras vidas. Te he esperado durante mucho tiempo, prefería darte esta noticia en persona, pero al ver que pasaban los días y no venías he pensado en escribirte esta carta. Ya no sé si me sigues queriendo; yo a ti sí, te echo de menos cada instante del día, incluso de la noche. Tu marcha se me está haciendo demasiado larga.

»La gran noticia es que estoy encinta. Sí, has leído bien: vas a tener un hijo.

»El único inconveniente es que no sé qué haré cuando comience a notarse. El señor Mendoza me echará y no querrá saber nada de mí ni de nuestro hijo. He decidido que, cuando eso ocurra, me marcharé con tu tío a Sevilla, supongo que a finales de julio; así que, si no has venido por el pueblo para esas fechas, búscame allí, en casa de tu tío. Te quiero, sobrevive.»

Conforme leía la carta, las lágrimas recorrían mi rostro y las secaba con el puño para poder seguir leyendo. No podía creerme lo que me contaba: iba a ser padre. Necesitaba verla, pero el general no me dejaría marchar a Granada, tenía una misión para nosotros y había sido tajante: lo único en lo que podíamos pensar era en salvar nuestra tierra, todo lo demás no tendría razón de ser si nos dejábamos invadir por el enemigo. El general era un hombre sabio: ¿cómo podría mirar a mi mujer y a mi hijo si no luchaba contra los invasores? Si España pasaba a estar en manos de Napoleón, mis seres queridos correrían peligro. No podía dejar que eso ocurriese, me debía a mi patria y a nuestro general. María era una mujer fuerte e inteligente, sabría qué hacer y cómo sobrevivir hasta que nos encontrásemos.

Me guardé la carta en el bolsillo y volví a la habitación. Allí seguía el Gitano, roncando en un sueño profundo. Me tumbé en mi cama. No podía dejar de pensar en la carta: iba a ser padre. Miré a mi amigo, me acerqué a él y lo desperté.

—¿Qué quieres? —preguntó Antonio con un mal despertar.

—He recibido una carta de María.

—¿No me lo puedes contar mañana?

—Amigo, voy a ser padre —le anuncié.

—¡Padre! Pero ¡qué dices! —exclamó, sobresaltado.

—Has oído bien: voy a ser padre —repetí.

—¡Enhorabuena! Habrá que celebrarlo, ¿no?

—Prefiero que los demás no lo sepan, ahora no es el momento. Cuando llegue, se lo contaré —le dije.

—Como quieras. Es tu noticia, tú sabrás cuál es el momento oportuno —asintió con una sonrisa.

Se dio la vuelta y al instante comenzó otra vez a roncar. Volví a tumbarme y, con la claridad que entraba por la ventana, estuve releyendo la carta hasta que el cansancio pudo conmigo y me dormí.

 

 

Me desperté antes del alba. Debía buscar a Maribel para decirle que encontraría a su padre sano y salvo en su casa. Me lavé la cara en aquella pequeña jofaina y me puse el traje negro; el uniforme estaba sucio de sangre y de polvo, así que lo dejé allí para que la dueña de la hospedería lo recogiera, ella sabía a quién dárselo para que lo lavase. Me coloqué la placa en la camisa, la tapé con la chaqueta y bajé al comedor.

Allí se encontraba la niña, ese día le tocaba el primer turno. Nada más verme, se acercó y me dijo lo mucho que había madrugado, no podía seguir durmiendo. Le pregunté por Maribel y contestó que estaba acostada, pero que si quería la despertaba. Preferí que siguiese descansando mientras yo desayunaba algo. La niña me trajo algunas sobras de la noche anterior, pan redondo y un trozo de tocino. Tenía mucha hambre, así que aquel manjar me pareció perfecto.

Mientras desayunaba llegó Maribel. Se sentó a mi vera y me preguntó por su padre; le respondí que un buen amigo mío lo había encontrado y llevado a su casa. Le dije que estaba un poco lastimado, pero que con una buena enfermera como ella se pondría bien en pocos días. Me miró sonriendo, se acercó a mí y me besó en la cara dándome las gracias; luego salió corriendo hacia su casa. Me quedé sentado con una sonrisa en el rostro: sabía que habíamos realizado una buena acción; aunque hubiesen muerto hombres, merecía la pena el rencuentro entre padre e hija. Ahora que sabía que al cabo de unos meses iba a ser padre, me alegré mucho más; la paternidad comenzaba a correr por mis venas.

Me quedé pensativo recordando la carta de mi amada. Casi podía oler a María; al llegar el estío, su olor se confundía con el de las grandes rociadas que humedecían las flores de azahar, las mismas que decoraban los naranjos de mi pueblo. Sus gotas caían en un manto morado formado por las espigas de la lavanda, que se movían al compás de la suave brisa del céfiro.

En ese momento oí un pequeño crujido en la puerta de entrada. Estaba absorto en mis recuerdos, pero mis sentidos me mantenían alerta: me llevé la mano a la pistola, me giré para ver quién entraba tan temprano al comedor y volví a empujar el arma a su sitio en el cinto: era Daniel; Maribel ya habría llegado a su casa. Se acercó a mi mesa y se sentó.

—Amigo, ya se han rencontrado, ha sido emocionante —dijo.

—¿No habrás llorado? Un tipo tan grande como tú… —ironicé con una sonrisa.

—Yo también tengo mi corazoncito, ¿qué te crees? —replicó, irritado.

—Lo sé. Sé que tienes un corazón que no te cabe en el pecho, y eso que es un pecho grande. Sube y descansa. Toma la llave, el Gitano está en mi habitación; en la otra están los pastores y Fabio.

Se levantó de la silla y, antes de subir, me preguntó por el estado de Manuel: no tenía nada que una botella de ron no pudiese curar. Me sonrió y subió a la habitación.

Me sentía feliz: por fin mi vida comenzaba a encaminarse. Ahora tenía una pequeña compañía a mi cargo, estaba felizmente casado y esperaba un hijo, y los malos estaban apresados o muertos. Bueno, esto último no lo podía afirmar en ese momento, pero por lo menos el comerciante abisinio ya no daría más problemas.

Necesitaba estirar las piernas, así que decidí hacerle una visita a Bucéfalo: tenía que contarle la gran noticia. Llegué a los establos; el niño ya estaba en pie cepillando el shire. Me acerqué a mi amigo, que, al verme, relinchó de alegría. Le ofrecí un trozo de zanahoria que había cogido de una gran caja al entrar en el establo, encontré un peine con los dientes bien separados y comencé a atusarlo suavemente, como a él le gustaba, mientras le susurraba lo que había ocurrido aquella noche y la buena nueva.

El sol se desperezaba lentamente entre las montañas y un pequeño rayo de luz entraba por la minúscula ventana de la cuadra de Bucéfalo: era hora de partir hacia el edificio de Capitanía. Necesitaba hablar con mi general: algún alto mando trabajaba para Napoleón, y sabíamos en qué dirección mirar. Antes de marchar debía subir a la habitación de Manuel, no podía irme sin saber cómo se encontraba; al pasar por el comedor, me encontré con Fabio y le pregunté por el pastor. Me dijo que, como buen español, era fuerte como un toro, y que sanaría en varios días, pero que necesitaba reposo; si no, la herida podía infectarse y provocarle la muerte.

Mientras hablábamos llegó Pepe, cambiado y aseado. Le ordené que me acompañase; Daniel se quedaría de oficial al mando: era el sargento de la compañía y, en ausencia del capitán y del teniente, su graduación era la más alta. Fabio me preguntó qué hacer en nuestra ausencia; les ordené que cuidasen de Manuel y que salieran a recabar información, a escuchar a la gente de Cádiz y a anotar los rumores que corrían por las calles; todo ello nos sería útil.

Pepe cogió un trozo de pan y se lo fue comiendo por el camino. Le revelé todas mis sospechas; debíamos hablar con los soldados que habían custodiado a los presos antes de que los ejecutaran, y teníamos que ver sus cadáveres. Si Abdel había logrado escapar, ¿quién nos decía que Dominique no había hecho lo mismo? Este sí que nos conocía y podía arremeter contra nuestros seres queridos.

Llegamos a la entrada principal del edificio, custodiada por dos soldados. Nos echaron el alto: no nos permitían subir, tenían órdenes de arriba de no dejar pasar a nadie, y menos a desconocidos. Pepe comenzó a discutir con ellos y les dijo que no sabían con quiénes hablaban; yo, sin decir nada, me limité a poner los brazos en jarras. Entonces me di cuenta de que uno de los soldados se me quedaba mirando el pecho; enseguida le propinó un codazo a su compañero y nos invitó a entrar. Me quedé asombrado. No sabíamos qué había ocurrido, pero debíamos aprovecharlo. Entramos a toda prisa antes de que cambiasen de opinión y nos presentamos en la puerta del general.

Llamé discretamente, y al instante nos abrió el mayordomo, que nos miró con desprecio y señaló un gran sofá. Debíamos esperar sentados; el general llegaría de inmediato. Efectivamente, en breve el general entró por la puerta. Nos pusimos rápidamente en pie para saludarlo como era debido, con todo el rigor militar, pero nos dijo que entre nosotros no debíamos saludarnos de ese modo y que un simple «Buenos días» bastaba. Nos invitó a tomar asiento y sacó una pequeña caja de madera vieja pintada de blanco, adornada con unas grecas doradas y plateadas; me resultaba muy familiar. La abrió y sacó unos puros. Yo rechacé la invitación recordando a mi otro general, pero Pepe no pudo resistirse y cogió uno. El general le ofreció lumbre y los encendieron. Mientras fumaban, el mayordomo le sirvió una pequeña copa de coñac; nos ofreció bebida, pero en esta ocasión los dos la rechazamos.

—Os estáis haciendo populares por aquí —dijo.

—¿Cómo? —pregunté.

—Me han llegado rumores de que anoche la muerte entró en casa del Moro y acabó con unos cuantos abisinios —explicó.

—Sí, debíamos hacerlo —repuse.

—No quería ofenderos, sé por qué lo hicisteis. Lo único que quiero es que nadie sepa quiénes sois; me ha costado mucho trabajo convencer a la Junta Suprema de Sevilla para que forméis parte de mi ejército. Nadie sabe quiénes sois, solo yo, y solo respondéis ante mí —dijo, serio.

—Sí, señor —asentimos al unísono.

—Nadie conoce vuestras identidades, pero sí la compañía de la muerte. La calavera que os entregué ayer os dará permisos que nadie más posee; es vuestra seña, y con ella tenéis libertad de movimientos, me he encargado de comunicárselo a todos los regimientos del ejército español.

—Por eso nos han dejado entrar, han visto la placa —pensé en voz alta.

—Exactamente. No pienso mandaros cada día a una nueva misión, solo os voy a encomendar una: coged la lista que me entregasteis e id a por los traidores del país por orden alfabético. Me da igual que los capturéis vivos o muertos, lo único que os pido es eso, pero con discreción; nadie debe saber quiénes sois, hay mucho traidor entre nosotros —insistió.

—Y tanto; por eso estamos aquí, señor —asentí.

Le relaté lo sucedido la noche anterior, aunque evité mencionar que Manuel había resultado herido. No sabíamos cómo había podido llegar al palacete uno de los ahorcados, era inexplicable. El general se ruborizó: sabía que uno de los mandos era un traidor, pero no tenía constancia de ello en los informes que le había entregado. Nos dio permiso para que investigásemos lo ocurrido y para que hablásemos con quien fuese necesario, había que desenmascarar al traidor. Antes de que nos marcháramos nos recordó que debíamos ser discretos, era el único modo de acabar con todos los espías gabachos. Se despidió deseándonos suerte en nuestra encomienda, no resultaría nada fácil.

Salimos de Capitanía y nos dirigimos hacia los calabozos, en un edificio cercano, más reciente, con una planta baja con sótano y una alta torre vigía, donde encerraban a los peores presos. En el sótano había una gran estancia donde almacenaban los cadáveres de los ahorcados; normalmente los dejaban allí un par de días por si alguien los reclamaba. Varios soldados custodiaban aquel edificio, pero en esa ocasión no necesitamos las placas para poder entrar en las mazmorras, como las llamaban los militares.

Aquella enorme estancia ocupaba todo el sótano del edificio. Había numerosos cadáveres, y varios médicos con pañuelos en la cara examinaban algunos de los cuerpos. Pepe y yo nos colocamos nuestros pañuelos negros y buscamos a los presos. Allí estaban, tumbados en unas largas mesas de madera, perfectamente alineados en el mismo orden en que habían sido ejecutados. Seguían con las capuchas puestas. Le ordené al soldado que los custodiaba que se las retirara y este lo hizo con recelo. Mis dudas se confirmaron al comprobar que faltaban cuerpos: para ser exactos, no estaban ni el de Marguerite ni el del fallecido Abdel; quedaban el de Louise, a la que habíamos oído hablar ante la multitud; el del potentado de Almuñécar, con la cara morada y la lengua fuera, asfixiado, y el de nuestro mayor enemigo, Dominique. Me asaltó una gran duda: si habían salvado a la Francesa y al Moro, ¿por qué no habían hecho lo mismo con Dominique? Era el más destacado de los espías franceses y el que más sabía. «Quizá lo que lo condujo a la muerte fue precisamente que sabía demasiado», pensé. Sus propios hermanos lo habían abandonado a su suerte.

Miré a mi amigo. Teníamos un pequeño problema: debíamos encontrar a Marguerite antes de que saliese de Cádiz. Pepe me recordó que nos llevaba un día de ventaja, era demasiado. Aun así, al menos teníamos que intentarlo, pero ¿por dónde empezar? Teníamos que hablar con los guardias que habían custodiado a los presos el día de la ejecución. Entonces me acordé de que habíamos dejado a un abisinio en la taberna del indígena; debíamos darnos prisa, porque este había dicho que si no lo recogíamos pronto lo tiraría al mar. Salimos rápidamente de las mazmorras; teníamos que separarnos: Pepe interrogaría a los guardias y yo iría a la taberna del puerto.

 

 

Corría lo más rápido posible. El indio no se andaba con chiquitas y lo había dicho muy en serio: si no íbamos a por el guardia de Abdel, él mismo se encargaría de hacerlo desaparecer. Había un gran gentío en el puerto, formado por soldados, marinos y vendedores. Todos se mezclaban, algo estaba a punto de ocurrir: los infantes de marina corrían hacia sus navíos de guerra; los milicianos, hacia las torres vigías y hacia las baterías. Paré a uno de ellos y le pregunté por lo ocurrido: De Morla había comunicado en un bando que Rosily se rendiría en breve, y que estuviésemos en guardia por si se trataba de una estrategia para salvar sus naves. El general Álvarez de la Campana había ordenado a todos los soldados y milicianos reparar las armas, cañones, rifles y mosquetes que se encontraban en mal estado en los barcos y en las baterías de defensa de la isla de Cádiz; el Gobierno se olvidó en su día que nos acechaban navíos ingleses y ni siquiera mandaban dinero para mantener los cañones. De Morla se había reunido con los almirantes ingleses y estos le habían entregado barriles de pólvora para nuestros cañones y armas; la rendición del general francés era inminente.

Me mezclé con el bullicio. Mi misión era otra muy distinta: teníamos poco tiempo para averiguar quién era el traidor, y solo lo conseguiríamos atrapando a Marguerite, la espía francesa. Caminaba rápido hacia la taberna pensando en Ramón, o Dominique: no había resultado tan difícil acabar con él; demasiado fácil, en mi opinión. Quizás el jefe de los espías franceses no era él, incluso podía serlo la Francesa.

Anduve pensando, y cuando me di cuenta me encontraba en la puerta de la taberna. Estaba llena de marinos, habían llegado hacía poco de su faena y estaban emborrachándose; era temprano, pero aquellos hombres llevaban muchas horas despiertos. Busqué con ahínco al indio. Había otro tabernero; me abrí paso entre la multitud hasta llegar a la barra y le pregunté por su compañero. Estaba en la despensa, preparando algo, no sabía muy bien qué era. Yo lo supe al vuelo: iba a deshacerse del moro.

Salté por encima de la barra y me dirigí hacia la buhardilla donde estaba encerrado el abisinio. Antes de llegar oí a alguien quejándose; miré en la cocina de la taberna y allí estaba el indio, maldiciendo y golpeando al moro: intentaba arrastrarlo, pero sin fortuna, pues pesaba demasiado para él.

—¿Qué vas a hacer? —le pregunté, serio.

—¿Tú qué crees? Deshacerme de este malnacido —respondió, enfadado.

—¿Delante de toda esa gente? Muy discreto por tu parte.

—A la gente del puerto le da igual lo que ocurra aquí, saben lo que les espera a los borrachos y a los ladrones —repuso.

—Necesito un lugar donde poder hablar con este a solas —le pedí.

—Entra en la despensa, pero después te desharás tú de él.

Entré en la despensa que me había indicado: era una habitación pequeña, maloliente y mugrienta. Había salpicaduras de sangre por todas las paredes, a saber para qué se utilizaba aquella despensa; por allí eran muy conocidas las peleas de gallos. Arrastré el cuerpo hasta allí. El moro estaba pálido, casi moribundo. Lo senté como pude en una silla y lo até a ella. Lo espabilé arrojándole un cubo de agua por encima, abrió los ojos y me preguntó qué quería. Si me decía quién le había pagado por liberar a Abdel y a la Francesa, viviría; de lo contrario, aquello sería lo último que haría en su vida.

Me miró y escupió al suelo. Sin pensarlo, le propiné un gran puñetazo en la nariz y se la partí en mil pedazos; había tenido un gran maestro. Chillaba como un cerdo antes de la matanza, sabía cuál era su destino. Volvió a escupir al suelo, pero esta vez escupió sangre. Le agarré la nariz con dos dedos y se la retorcí. Gritaba de dolor, hasta que no pudo más y me reveló un nombre, solo un nombre: Luis de Aramburu. Conocía a aquel hombre, era el capitán vasco tan amigo de Abdel y de su judío; debí haberlo matado cuando pude.

Ya sabía lo que quería, así que salí en busca del indio y le dije que ya no necesitaba al abisinio para nada. Saqué de una pequeña bolsa dos doblones de oro y le pregunté qué era capaz de hacer por ellos; dijo que él se encargaría de tirarlo al mar. Le entregué las monedas y me marché en busca de Pepe, teníamos que comprobar la información recabada.

Salí de la taberna por la puerta de atrás y miré al cielo: era ya casi mediodía, el sol coronaba la ciudad. La Francesa cada vez tenía más ventaja. Corrí hacia Capitanía en busca de mi amigo. La gente, curiosa, se acercaba al puerto: todos querían ver cómo Rosily rendía sus navíos ante la flota hispanobritánica; sin embargo, al parecer, el vicealmirante no daba su brazo a torcer. Pequeños barcos españoles comenzaron a cañonear sus navíos, y unas cuantas baterías también dispararon sus cañones contra ellos. La muchedumbre gritaba como loca consignas contra los franceses y a favor de Fernando VII, nuestro rey, como decía la Junta Suprema de Sevilla.

Sorteé a la gente como pude hasta llegar al edificio de Capitanía. Sentado a la sombra de un pequeño naranjo, mi amigo Pepe me esperaba, impaciente, fumando sin contemplaciones aquel puro que le había entregado el general, mediante grandes caladas con las que consumía rápidamente el regalo.

—¿Has averiguado algo? —le pregunté.

—Sí. Hemos detenido a uno de los soldados por alta traición: la noche anterior a la ejecución sacó al Moro y a la Francesa, y en su lugar puso a dos indigentes; será ejecutado esta tarde. También ha confesado que, según órdenes de arriba, bajo ningún concepto podían quitarles las capuchas a los presos —explicó.

—Uno de esos mandos es Luis de Aramburu —le revelé.

—Ese nombre me suena. El soldado ha asegurado que no conoce al hombre con el que hizo el trato; le ofrecieron veinte reales de a ocho por cada uno de los presos y no preguntó nada.

—Te suena porque lo conocimos el primer día que llegamos a Cádiz, en El Errante, ¿te acuerdas?

—Sí, ya sé quién es, pero es un simple capitán —objetó Pepe.

—Pero es el intermediario. Si lo encontramos a él, daremos con el verdadero traidor, y seguro que.

Debíamos almorzar algo antes de ir a hablar, de nuevo, con el general. Mi amigo Pepe encontró una pequeña taberna cercana: Las Torres de Hércules; allí almorzaríamos. Era una tasca regentada por un gaditano gordo llamado Elías, el Griego; se decía que era un gran conocedor de la mitología griega. Antaño había sido un aventurero historiador, pero, al parecer, había tenido un pequeño problema con la justicia y había comprado la tasca para retirarse.

Entramos en la taberna: era muy pequeña, tres mesas con cuatro sillas cada una ocupaban todo el comedor, y una pequeña barra de madera presidía la entrada. Había numerosas estanterías repletas de antigüedades. Me quedé maravillado ante aquel tesoro: la historia era una de mis grandes pasiones y había leído multitud de libros, sobre todo acerca de la civilización griega y de la antigua Roma.

Me acerqué a la barra. Estaba ansioso por mantener una pequeña tertulia con alguien que compartiese mi afición. La tasca estaba vacía; habíamos oído que se llenaba por la noche, cuando unos amigos del dueño tocaban el violín y cantaban canciones antiguas. Elías era un hombre mayor, de unos sesenta años, y estaba bien entrado en carnes. Tenía una larga barba blanca, al igual que su pelo, que llevaba recogido en una cola.

Con la voz ronca nos preguntó qué íbamos a tomar. Sacó tres vasos, los rellenó con una especie de aguardiente y nos pidió que lo bebiésemos, era de elaboración propia y necesitaba saber si estaba en perfecto estado para servirlo esa misma noche. Nos lo tomamos de un trago, estaba muy dulzón y apenas si quemaba al tragarlo, pero al instante comenzó a arderme el estómago. Le hice una señal con el pulgar hacia arriba y se rio con una risa bronca, parecía forzada.

Elías nos invitó a sentarnos en una mesa. Gritó hacia una pequeña ventana que quedaba detrás de la barra y ordenó que trajesen algo de comer para dos. Allí no se escogía qué comer, se servía lo que había preparado la cocinera. Se sentó con nosotros y nos preguntó qué nos llevaba por allí, pero cambié rápidamente de tema y me interesé por aquellas antigüedades. Se le iluminaron los ojos y comenzó a contarnos la historia de algunas de sus piezas más valiosas.

Así estuvimos durante todo el almuerzo, consistente en unas gachas gaditanas a base de harina de arroz, seguidas de un delicioso cordero asado acompañado por papas cocidas. Elías almorzó con nosotros mientras debatíamos sobre qué institución había influido más en nuestra sociedad, si la democracia griega o el parlamento romano. Estaba absorto en la discusión cuando me di cuenta de lo aburrido que estaba Pepe, que miraba el techo buscando algo que mirar fijamente e intentaba no escucharnos.

Pasaron las horas sin que me diera cuenta. Aquel hombre era una gran persona, además de un gran sabio. Pepe se había retirado a otra mesa para fumar su gran pipa de marfil; el tabernero, al verlo, comenzó a contarme una gran historia sobre unos indios que vivían en un remoto cañón en el norte de las Américas, que firmaban la paz fumando en una gran pipa. Yo estaba asombrado ante tanto conocimiento, era increíble cómo una persona era capaz de almacenar en su memoria tal cantidad de información.

Pepe se levantó y, con un gesto, me llamó la atención sobre la hora: debíamos ir a hablar con el general. La tertulia con Elías me había animado mucho, necesitaba desconectar de todo lo que estaba ocurriendo y gracias a aquel hombre lo había conseguido.