Epílogo

 

Veinte años pasaron desde aquellos trágicos acontecimientos, veinte años en los que jamás se escuchó el nombre de Damián, veinte años llevando flores a las tres mismas tumbas de siempre de aquel viejo panteón. Dos jóvenes conversaban frente a esas tumbas. Érick Rosales Salinas de 17 años y Clara Rosales Salinas de 15 años, los dos hermanos.

—¡¿Por qué tenemos que venir todas las semanas a dejar flores?! No hemos podido ir con el tío Javier a Chiapas desde hace mucho tiempo – reprochaba la joven adolecente.

—¡Porque es tu abuela! Y si mamá dice, más vale que no te escuche quejándote o te quitará todas tus tarjetas de crédito – contestó el mayor de los dos.

—No me quejo por venir, pero al menos que sea cada mes. A veces ni las flores anteriores están todavía marchitas.

—¿Qué es ese papel rojo allá en la tumba de la tía Cecy? – preguntó Érick señalando algo que estaba pegado con cinta.

—Parece una rosa, aunque está muy maltratada – Clara se acercó para mirarla de cerca e intentó tocarla pero un grito a lo lejos la detuvo.

—¡No la toques!

Una Leticia madura y elegante se acercó lentamente temblando de la emoción, miró más de cerca el papel y comenzó a llorar. Sus hijos no entendían lo que pasaba. La rosa de Damián y Cecilia se veía muy maltratada, la servilleta que daba forma a sus pétalos estaba rota y deforme.

—¿Mamá estás bien? – preguntó Érick acercándose a ella.

Leticia miró a su alrededor, y se acercó a la flor de papel tocándola suavemente; fue inevitable que la flor perdiera su forma.

—Sí, hijo, no te preocupes… Estoy bien. Vayan al auto, en un momento los alcanzo.

Leticia depositó los restos de la flor de papel en la tumba de Cecilia, los cuales volaron de inmediato por una ráfaga de aire.

—Adiós, amigo… Creo que finalmente el destino te dio el lugar que buscabas – dijo Leticia en voz baja y sonriendo con lágrimas en sus ojos.

Leticia se marchó con su familia sintiendo una alegría en su interior y una tranquilidad que buscó durante muchos años.

Lejos de ahí, en un departamento pequeño y oscuro, un hombre que pasaba los cincuenta años, pero que en su apariencia era mayor, leía un papel. Apenas podía caminar y parecía muy enfermo. El papel contenía los resultados de unos estudios que se había hecho meses atrás, y no le daban mucho tiempo. El hombre se sentó en su cama para tomar el frasco de pastillas, la forma de temblar era impresionante, y su intento por abrir el frasco fue inútil, no tenía fuerza para hacerlo.

Años atrás, a Damián se le había detectado un cáncer maligno y jamás se atendió como debía, no tenía tiempo de hacerlo. Se había mudado a Estados Unidos y era el escolta de mayor confianza para un empresario estadounidense. El tiempo para él era muy corto y no tenía oportunidad de ir a las quimioterapias y visitas al médico. Al menos esa escusa daba él, pero muy en el fondo deseaba la muerte. Damián regresó a México cuando su estado de salud empeoró, y lo único que deseaba era ver por última vez la tumba de su amada y entregarle lo que él pensaba le pertenecía; apenas y pudo pegar esa flor de papel sin ser visto. Se recostó en su cama y tomó una foto en la que aparecía Leticia, su esposo y sus dos hijos paseando en un parque de la ciudad; todos sonriendo, parecían felices, y Damián también sonrió al verla.

—Gracias… – dijo en voz baja viendo a Leticia. 

Dejó la foto en su buró y su mirada se perdió en la nada. De pronto, una luz muy fuerte apareció frente a él y despertó en un lugar vacío… Se sentía fuerte de nuevo y miró sus manos... El paso del tiempo en ellas había desaparecido.

—¿No crees que tardaste un poco? – dijo una voz muy suave y familiar para él.

Damián tenía 32 años de edad de nuevo y estaba vestido de blanco, se volteó para ver quien le hablaba, y la encontró sonriendo. Cecilia se veía radiante, sus ojos miel brillaban de felicidad, portaba un vestido largo del mismo color, estaba descalza y tenía su abdomen abultado.

—Tenía cosas qué hacer… – respondió Damián.

Cecilia estiró su mano tomando la de él, y Damián se acercó para abrazarla y darle un beso. Con sus manos acariciaba su vientre, y no dudó en agacharse para besarlo mientras ella le acariciaba su larga cabellera. Después lo puso de pie mostrándole una flor roja de pétalos hermosos y radiantes.

—Tenemos una historia pendiente que continuar… – dijo Cecilia.

Ambos se fundieron en un beso. Un gran destello apareció a su alrededor, y la luz los fue consumiendo poco a poco hasta desaparecer por completo, dando lugar a dos tumbas bellísimas en un lugar especial de aquel viejo panteón. Una rosa posaba ahí junto a ellas mostrando su belleza, una de las tumbas tenía ya el nombre de Cecilia Montesinos Díaz, y en la otra fue grabado el nombre de quien nos mostró que, a pesar de las adversidades, del odio y la traición, siempre habrá un lugar para el amor.


Damián Romero Garza (1980 — 2032) 

“Tu homenaje será la vida misma de otros”