El lobanillo

Acabada mi carrera de médico, y obligado a sacar inmediato producto de ella, me refugié, en espera de más amplio horizonte, en Peñascales de Arriba, donde con la iguala y el sueldo del Ayuntamiento podría reunir obra de unas tres mil pesetejas. El pueblo, situado en lo más áspero de la sierra, era de lo peor que usted se puede imaginar; pero el acicate de la necesidad hízome apechugar con él, sin pararme en tiquismiquis.

En el trayecto de Madrid a Peñascales de Arriba trabé conocimiento con un individuo, entre cosario y chamarilero, que charlaba a cántaros y que acerca de mi próxima residencia me dio tales informes que a punto me hallé de volver el paso atrás.

—¿Es usted soltero? —me preguntó mi acompañante.

—Completamente soltero —le contesté.

—Mal negocio —díjome, frunciendo el entrecejo.

—¿Por qué? —repuse, curioso.

—Porque en Peñascales no agradan los médicos solteros.

—¡Qué raro!… ¿Qué les importa a los peñascalenses?…

—Verá usted —me interrumpió—. Peñascales de Arriba es enemigo acérrimo de Peñascales de Abajo. En el de Abajo domina el elemento republicano rabioso, con todas las exageraciones del sistema más radical, y en el de Arriba manda y gobierna a su antojo el clericalismo más intransigente. En el de Abajo funciona de cacique el alcalde, don Demófilo Valiente, y en el de Arriba ejerce de Pontífice Máximo el cura, don Pedro Quieto y Sentado, que tiene a sus feligreses en un puño, y digo poco.

—Pero, hombre —atajé a mi locuaz compañero—. A mí, ¿qué más me da del clericalismo ni de don Pedro Quieto y Sentado, si soy católico, apostólico y hasta romano a macha martillo?

—Pare usted la jaca, y no sea súpito —interpuso mi hombre—. Don Pedro entiende que los profesionales de la medicina han de ser casados, no a media carta sino de veras, porque no está bien que un jovenzuelo entre y salga en las casas donde habitan respetables señoras o tímidas doncellas, y a esta le ponga una ayuda y a la otra le aplique una ventosa en parte recóndita, ítem más si tiene que operar de ginecólogo.

—Me deja usted turulato —hablé, sumamente preocupado—. Si llego a saberlo, me caso con mi patrona, aunque el casorio entrase de rondón y no por la vía cordial.

—No se burle, amigo, y tome muy en cuenta lo que acabo de manifestarle. ¡Ah!… Se me olvidaba decirle lo más importante. Báilele el agua al señor cura y no le irá mal; pero sobre todo procure intimidad con don Juan Pasagonzalo, un señor bueno si los hay, aunque algo arrimado a la cola, que hizo gran fortuna en América y que se vino al pueblo de su nacimiento a pasar el resto de sus días.

Y como en estas y las otras, habíamos llegado a Peñascales de Abajo, allí se quedó el charlatán y yo proseguí mi peregrinación.

No me engañó el informante. El pueblo era mucho peor de lo que pude soñar. Entonces maldije la hora en que solicité la plaza, y tentado estuve de tirarme por uno de los despeñaderos que bordean el camino, pues el Tajo de Ronda, la sima de Cabra y el salto de Léucade serán, sin duda, un juguete en comparación con los que a mi vera se aparecían; tales eran de profundos y peligrosos.

Pues habrá usted de saber, amigo don Teodosio, que en Peñascales caí de pie; que la suerte me favoreció en dos o tres casos de mi profesión, y que los peñascalenses me traían en palmitas, sin exceptuar al cura mandón y al famoso Pasagonzalo.

De seguro al llegar aquí de mi historia, tiene usted en los labios la pregunta natural en cuanto a la enemiga del pueblo al médico célibe. Claro es que durante el primer año de mi residencia en Peñascales, las insinuaciones para que entrara en el gremio no pasaron de tímidas indirectas; mas, poco a poco, fueron tomando cuerpo, manifestáronse en estudiados desvíos y me convencí de que, al cabo, tendría que marcharme o cerrar con el matrimonio.

Por fortuna, el azar, que todo lo arregla a su antojo, vino en mi pro, y fue que di, manos a boca, con una muchacha que era una perita en dulce, cuyos andares dejaban rastro de garbo, muy pulcra y bien trajeada, aunque a lo pueblerino; pero sin arambeles en los bajos ni toba en el nácar de los dientes. Un buen partido, según el cura y don Juan Pasagonzalo. Los plácemes con que me obsequiaron los peñascalenses, juzgándome ya casado con Marianita, que tal era la gracia de mi novia, fueron infinitos. El Ayuntamiento acordó bautizar una calle con mi esclarecido nombre, y don Juan me brindó un salón de su casa-palacio, donde se celebraría un espléndido gaudeo el día de mi boda.

Y me casé. Sí, señor, me casé…, y nunca lo hiciera, porque mi señora, en quince años de matrimonio, me dio diez vástagos, diez sanguijuelas que chuparon el misérrimo producto de mi enorme trabajo. Pero tropezando allí y cayendo allá, salimos avante, y lo más curioso del caso fue que di carrera a mi Periquín, el chico más listo que ha nacido de madre. Y ahora entra la figura de don Juan Pasagonzalo, base firmísima de mis planes y puntal de mis aspiraciones.

Imagine usted el hombre más aprensivo y medroso que Dios pudo criar, y aún se quedará corto. Si le dolía un dedo…, que llamen al médico. Si carraspeaba un poco…, que venga inmediatamente el doctor. Y en una de estas llamadas, todo asustado y compungido, se me quejó de grandes dolores de cabeza en el lado izquierdo, conforme se va desde la oreja al ojo, haciendo escala en la sien y hasta parándose en ella. Le examiné detenidamente, y descubrí, detrás de su pabellón auricular izquierdo, un quiste del tamaño de una avellana. Le receté una inocente cataplasma, y salí de la casa pensando para mi sayo que como aquel lobanillo durase y no me diera la broma de estallar solo y sin ayuda de instrumento quirúrgico, él me proporcionaría las necesarias pesetas para que mi Periquín fuese médico.

¡Qué había de reventar el bendito bulto! Al contrario, amigo don Teodosio. El muy socarrón iba creciendo cual si yo le alimentase, y de avellana se convirtió en nuez; de nuez en naranja, y no llegó a melón por un casual, como lloraba el paciente cuando se lo palpaba.

¿Inverosímil la duración que yo deseaba? Nada de eso. Piense usted que don Juan tenía en mí una fe ciega, y que jamás le vino a las mientes salir del pueblo para consultar a otro médico, y añada usted que todos los peñascalenses juraban por el doctor, y que lo que él decía, como si lo dijera el Santo Padre, que es infalible.

Por este solapado camino —lo confieso— logré apoderarme del ánimo de don Juan y que transcurrieran, mediante sus dádivas, los años que mi Periquín tardó en ser licenciado en Medicina y Cirugía.

Naturalmente; en cuanto mi hijo y colega llegó a Peñascales de Arriba, lo primero que se le ocurrió fue visitar a don Juan, con objeto de expresarle su gratitud; y a mí, con la alegría de tenerle en el pueblo, se me marchó el santo al cielo y se me olvidó advertirle lo del lobanillo. Y para que se dé usted cuenta exacta de la plática habida entre don Juan y mi heredero, se la voy a contar tal como me la refirió el ama de gobierno de mi cliente, una mujer a quien yo tenía muy de mi parte, porque con frecuencia se solía ir de cámaras y yo le curé el corrimiento.

Pregunta Periquín a don Juan por su preciosa salud, y este le responde:

—¡Ay, hijo mío!… Estoy muy mal… Hace cuatro años que tu buen padre lucha con un gravísimo tumor que tengo detrás de la oreja izquierda y que seguramente me llevará al sepulcro, si Dios no lo remedia.

—¿Un tumor? —interpuso Periquín.

—Sí; un tumor maligno.

—¿Me permite usted verlo? —interrogó el chico, con ese afán que los neófitos ponen en mostrar su ciencia.

—Míralo si es tu gusto; pero cuando tu padre, que sabe más que tú, no ha podido vencerlo, ¿qué has de hacer tú?

—Pues mi padre no se ha enterado bien… ¡Si está más claro que la luz! Lo que usted tiene es un quiste sencillísimo de extirpar, y yo le prometo que, si me permite operarle, en muy breve tiempo queda usted sin bulto y tan campante.

—¿Tú te atreves?

—¿Pues no me he de atrever?; pero con la condición de que no diga nada a mi padre, para darle esta grata sorpresa.

—¿Y me dolerá?

—No; porque previamente le inyectaré un anestésico muy poderoso y de muy reciente invención.

Así lo convinieron, y aprovechando la ocasión de mi salida a un pueblo inmediato, para asistir a un parto, Periquín me cogió la vez y le quitó el lobanillo a don Juan Pasagonzalo.

Figúrese usted, amado don Teodosio, cómo me quedaría cuando al volver a Peñascales me llama aparte mi hijo y me dice:

—¡Pero, papá!… ¿Cómo has dejado al pobre don Juan, nuestro excelente protector, en la creencia de que tenía un tumor maligno, si se trata no más que de un quiste sebáceo sin importancia alguna?

—¡A ver, a ver!… ¿Qué estás diciendo, desdichado? —interrumpí al mediquillo.

—Pues que yo, mientras has estado fuera, y pensando en lo que debemos a ese buen hombre y en que tú me lo agradecerías, le he extirpado el quiste con toda felicidad, y nuestro amigo ha quedado más contento que unas pascuas.

—¿Tú has hecho eso, infeliz? —grité, aterrado.

—Claro. Yo mismo.

—Pues, hijo mío, has metido una de tus extremidades inferiores, por no decir las cuatro; y para que toda tu vida lo tengas muy presente, sabe que gracias a ese lobanillo providencial eres médico y no tienes que quedarte en Peñascales para escardar cebollinos. Y en lo sucesivo, cuando veas que cualquiera hace una cosa que a ti te parezca tontería, fácil de remediar mediante tu intervención, cállate y no metas baza, porque en los actos ajenos siempre hay lo que solo ve el que los ejecuta.

Indudablemente querrá usted saber, querido don Teodosio, lo que luego aconteció. Aconteció que don Juan, cuando se hubo enterado de mi manejo, pues no falló un alma caritativa que le pusiera al tanto de mi bellaquería, nuestra amistad se concluyó, y tuve que largarme de aquel pueblo, que fue mi salvación. Pero los de Peñascales de Abajo, así que se enteraron del caso, y para dar vaya y cantaleta a sus vecinos rivales, tiraron de mí y me doblaron el sueldo. ¿Qué le parece a usted, amigo don Teodosio?

—Que Dios me libre de un lobanillo perpetuo.