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P

l gran cuarto de baño blanco está equipado con varias clases de duchas. Una fija en el techo, otra en la pared, una tercera, más pequeña, al final de un largo tubo flexible, que es posible sujetar con la mano y orientar como se quiera. Muy cerca una de otra bajo las lluvias cruzadas, las dos mujeres lanzan exclamaciones de frío. Para proteger su pelo, Emmanuelle lo ha recogido sobre la parte más alta de la cabeza y esta construcción la hace parecer tan alta como su compañera.

Le dice a Bee que va a mostrarle para qué sirve la ducha flexible. Coge el tubo con la mano derecha, rodea con su brazo izquierdo las caderas de su amiga y le ordena que entreabra las piernas.

Bee sonríe y obedece. Emmanuelle dirige oblicuamente, de abajo a arriba, el chorro tibio hacia el sexo de su invitada, luego se lo va acercando poco a poco, imprimiéndole tan pronto un ligero temblor como un movimiento en espiral. Parece conocer a fondo las reglas de este juego. El agua cae como una cascada entre las piernas de Bee. Emmanuelle levanta la mirada: —¿Es agradable? —pregunta.

Bee parece considerar incongruente la pregunta: duda un momento, parece querer decir algo, cambia de parecer, finalmente se conforma con inclinar afirmativamente la cabeza. Un instante después, confiesa sin embargo: —Sí, muy agradable.

Sin dejar de dirigir la ducha con mano firme, Emmanuelle se inclina e introduce uno de los pezones en su boca. Siente que una mano de Bee se posa sobre sus cabellos. ¿Es para rechazarla? ¿Es para estrecharla contra su cuerpo? Emmanuelle comprime entre sus labios el pezón de muñeca, lo estimula con la punta de su lengua, lo chupa. Enseguida se vuelve duro, aumenta su tamaño a más del doble. Emmanuelle se incorpora, triunfante: —Ve usted…

Pero calla: las facciones de Bee han perdido su máscara de serenidad. Sus bellos ojos grises son más inmensos todavía, sus labios han aumentado su grosor y esplendor. El rostro casi infantil, purificado, una Bee que Emmanuelle no conocía hasta aquel momento, arrolladora de intensidad y de belleza, goza sin un grito, sin un estremecimiento, sin que el ritmo de su cuerpo traicione la violencia de su placer.

El éxtasis se prolonga durante tanto tiempo que Emmanuelle se pregunta si su amiga sigue siendo consciente de su presencia. Luego, poco a poco, la expresión maravillosa se borra y Emmanuelle se apena de que semejante voluptuosidad no pueda durar siempre. Se siente tan intimidada por la transfiguración de la que ha sido testigo que no se atreve a hablar. Bee le sonríe.

Emmanuelle coloca sus brazos en torno al cuello de su amiga y la besa en los labios. Gime de placer cuando el cuerpo de Bee se pega al suyo: la frescura chorreante de sus dos pieles es, por sí sola, una caricia. La estrecha contra su cuerpo, frota lentamente su pubis contra el suyo.

Bee adivina el placer que persigue Emmanuelle; coloca la mano sobre sus riñones, presiona suavemente sobre sus nalgas, la incrusta sobre su vientre. En su boca entreabierta, penetra un sabor singular, jugoso y dulce como una fruta exótica. Siente el espasmo que asciende por el hermoso cuerpo que mantiene abrazado al suyo. La ayuda con todas sus fuerzas. Oye a sus labios murmurar palabras que tienen el sonido del amor.

—Emmanuelle es inteligente, muy curiosa y está siempre de buen humor. Pero no me he casado con ella por eso —dice Jean a Christopher, en el jeep que deja dos estelas encarnadas.

El sudor baña sus cuerpos, la pesadez del aire irrita sus gargantas. Cruzan un pequeño puente: niños y niñas juegan en el agua, desnudos y salpicándose con grandes carcajadas.

—Mira. ¿No es este el Oriente que has visto en el cine?

Jean para el motor. Descienden hasta el arroyo y se refrescan la cara. Los niños saltan de entusiasmo, señalándoles con el dedo, repitiendo a coro: —¡Farang!

—¿Qué dicen? —pregunta inquieto Christopher.

—Precisamente: «¡Europeos! ¡Europeos!». Como los niños de nuestro país gritan: «¡Chinos! ¡Chinos!».

Una niña, cuyos cabellos mojados acariciaban sus hombros con largos bucles negros, se acercó a ellos. Había recogido del suelo un sarong azul marino, que contrastaba con el ámbar de su piel, e iba anudándolo en torno a su cintura conforme avanzaba.

Than yák sü som-ó mal tja? —preguntó, dirigiendo a los extranjeros una encantadora sonrisa.

—No sé qué quiere —confesó Jean.

La chiquilla señaló con la mano un cesto de enormes pomelos, que se hallaban a la sombra de un árbol del pan.

—¡Ah! Ya veo. Nos ofrece pomelos. No es mala idea.

Jean movió afirmativamente la cabeza, articulando:

Ao ko dai!

La niña corrió hacia el cesto, volvió con una fruta mayor que su cabeza. Levantó una mano con los cinco dedos separados: —Ha baht.

—De acuerdo, guapa —dijo Jean.

Le tendió un billete de cinco ticales, que la niña examinó meticulosamente.

—¿Estamos en paz? —preguntó Jean.

Kha!

La chiquilla no parecía en absoluto embarazada por aquella conversación bilingüe. Christopher se asombró.

—¿Comprende el francés?

—Ni soñarlo. Pero eso no le impide entablar conversación.

La niña levantó la fruta hasta la altura de su cara, con expresión inquisitiva: —Pok hai mal tja?

Jean separó los brazos en señal de incomprensión. La mano libre de la niña describió en torno a la piel granulosa unas circunferencias imaginarias, luego hizo el gesto de pelar.

—¡Oh, sí! ¿Por qué no? —asintió Jean—. Sería muy amable de tu parte.

La chiquilla volvió a su cesto y sacó un cuchillito con hoja de bronce curva y afilada; luego se sentó, poniendo el pomelo sobre su falda, que las piernas cruzadas mantenían tirante.

Los dos hombres se instalaron sobre la hierba, a su lado.

—Si no te has casado con Emmanuelle por sus cualidades intelectuales, como tú dices, supongo que habrá sido por su belleza —insistió Christopher.

—Quizás, pero eso no habría sido suficiente para seducirme.

—¿Entonces? ¿Qué fue lo que te conquistó? ¿Sus talentos domésticos?

—No, su genio carnal. No conozco a nadie en el mundo a quien le guste tanto hacer el amor. Y que lo haga tan bien.

Christopher pareció sorprendido. Esa clase de confidencias le parecían de mal gusto. Sin embargo, ardía en deseos de saber más cosas.

—Seguramente has tenido suerte —dijo con visible esfuerzo—. Pero ¿no corres también un riesgo? Ese… ¿Cómo lo llamas tú…? Ese don que posee podrían adivinarlo otros… Sentirse tentados… Pretender aprovecharse. Querer quitártela.

—Nadie me puede quitar lo que no es mío —dijo Jean con el tono de quien entrega una evidencia—. No es un bien que me pertenezca, no es mi belleza.

El rostro de Christopher reflejó incomprensión. Jean añadió: —Y no me he casado con ella para privarla de nada.

La chiquilla ofreció las rodajas de pomelo sobre sus palmas unidas. Jean aceptó una, tras una pequeña inclinación de cabeza, y la saboreó con evidente placer.

—¿Tú no quieres? —le preguntó a Christopher.

Este tomó maquinalmente la fruta que se le ofrecía. Contemplaba la escena con aire ausente. Jean prosiguió: —Emmanuelle y yo estamos interesados por el mundo. Y a los dos nos gusta saber más.

Se rió, observó con animación:

—¡Nos queda mucho todavía!

Cogió otra rodaja de manos de la niña.

—Incluso para dos —concluyó—. Y bastante para justificar el trabajo en equipo.

Christopher se preguntaba si las intenciones de Jean tenían algo que ver con su propia pregunta. Los niños permanecían en cuclillas en torno a ellos y los contemplaban en silencio, dándose codazos de vez en cuando, hasta estallar en unas sonoras carcajadas que les hicieron saltar las lágrimas.

—Tienen toda la pinta de estar riéndose de nosotros —observó Christopher.

La pulpa dulzona había refrescado su lengua, pero curiosamente seguía sintiendo un nudo en la garganta. Intentó luchar contra la imágenes que se imponían a su imaginación, con una insistencia rebosante de dulzura, y le horrorizaban.

«¡He aquí», constató, «cómo pienso en la mujer de un amigo!».

La visión, sin embargo, no se desvanecía. Sugirió, con voz ronca, comprar otro pomelo. Pero mientras la pequeña siamesa lo preparaba y él se las ingeniaba para hablar de esclusas y kilovatios, su imaginación reconstruía infatigablemente los senos redondos de Emmanuelle, sus nalgas nerviosas, la desnudez tentadora de su vientre… Jean se puso en pie de un salto, anunciando que era hora de proseguir la marcha. Sólo entonces se percató de la emoción de Christopher, espectacular bajo el delgado short de dril blanco. Frunció los labios sorprendido, se echó a reír: —¡Eh! —dijo regocijado—. No te conocía esas aficiones. No volveré a presentarte niñas.

Puso como testigo, guasón, a su anfitriona, quien no parecía hacerse cargo de la situación en absoluto.

—¡Oye! —continuó Jean—. Espera a que no estén tan verdes. ¡Esta ni siquiera tiene ocho años!

Emmanuelle ha querido enjabonar el cuerpo de su invitada. Sabe hacerlo tan bien, deslizando su mano entre las piernas de Bee, que ésta tiene que defenderse: —¡No, no, descanse un poco, Emmanuelle! Es demasiado agotador. Déjeme recuperar mis fuerzas.

Su amiga le permite aclararse y secarse. Le propone, juguetona: —¡Venga a mi cama!

Bee se calla y Emmanuelle, enseguida se turba. Entonces, la hermosa joven la besa en los párpados.

—Vayamos a su habitación —dice.

Emmanuelle obliga a Bee a tumbarse en diagonal sobre la gran cama, se acuesta sobre ella, cubre de besos su frente, sus pómulos, su cuello, mordisquea los lóbulos de sus orejas, su pecho. Se deja resbalar sobre la alfombra, se arrodilla, sumerge su rostro en el vientre desnudo.

—¡Oh! —gime—. ¡Qué dulzura!

Restriega sus mejillas, una tras otra, su nariz, sus labios, contra la prominencia elástica del pubis.

—¡Cariño! ¡Cariño!

Bee no se mueve, permanece en silencio. Emmanuelle se inquieta: —¿Está usted bien así?

—Sí.

—¿Querrá usted, verdad, querrá usted ser mi amante?

—Pero, Emmanuelle…

Se interrumpe, acaricia los cabellos sueltos, espera.

Las manos de Emmanuelle separan sus largas piernas, rozan la abertura que las separa, penetran en ella suavemente. Bee suspira, deja caer sus brazos a lo largo del cuerpo, cierra los ojos. Emmanuelle acerca a la hendidura, estrecha y neta como un sexo de virgen, la punta de su lengua. Humedece los bordes de la vulva, lame su interior, luego busca el clítoris, lo aspira, lo estimula con vibraciones, lo ablanda con saliva, lo agita entre sus labios como un falo minúsculo. Al mismo tiempo introduce en su propia vagina su dedo mayor doblado. Con la mano libre, sigue estimulando el sexo de su amiga. Sus dedos están mojados. Los desliza entre las nalgas. Estas se levantan para que Emmanuelle pueda penetrar más fácilmente por el orificio más estrecho. El dedo se hunde hasta el final. Sólo entonces, Bee grita. Continúa gritando todo el tiempo mientras Emmanuelle la lame, la chupa y traslada su mano de una a otra de las aberturas de su cuerpo. Emmanuelle es la primera que debe confesarse cansada. Se acuesta nuevamente sobre el cuerpo de su amante. Ninguna de las dos parece tener fuerzas para hablar.

Más tarde, cuando Bee, a pesar de los ruegos de Emmanuelle, ya se ha vuelto a vestir, ésta, rodeándole el cuello con los brazos, la obliga a sentarse de nuevo sobre la cama.

—Quiero que me diga una cosa. ¡Pero júreme que será la verdad!

Bee se conforma con sonreír afirmativamente.

Emmanuelle dice:

—Te quiero.

Bee busca en el fondo de los ojos dorados lo que debe responder, qué clase de verdad se espera de ella. Pero, ya, la expresión grave, casi patética de Emmanuelle se ha transformado en un mohín mimoso. Apoya la mejilla en el hombro de su amiga.

—¿Estás segura de que te gusto? Quiero decir, no, espera, primero escúchame. ¿De que te gusto tanto, o más, que ninguna de tus demás amigas? ¿Te han dado el mismo placer que yo?

Esta vez, Bee se ríe abiertamente. Emmanuelle se enfada.

—¿Por qué se burla de mí? —protesta.

—Escuche, pequeña Emmanuelle —murmura Bee, y se acerca hasta casi rozar los labios de su compañera—. Voy a decirle un secreto. Nunca había hecho lo que hemos hecho hoy.

—Quiere decir, la ducha, el…

—¡Todo! Nunca había hecho el amor, como usted dice, con otra mujer.

—¡Oh! —se queja Emmanuelle. Arruga la frente—. ¡No le creo!

—Puede creerme, porque es verdad. Y voy a confesarle otra cosa. Hasta esta tarde, hasta que la he conocido, incluso lo encontraba un poco ridículo.

—Pero… —balbuceó Emmanuelle, cortada—. ¿Quiere decir que no le gustaba hacerlo?

—Ni me gustaba, ni me dejaba de gustar, porque jamás lo había probado.

—Es imposible —exclama Emmanuelle, tan decepcionada que Bee se echa a reír.

—¿Por qué? ¿Tan experta te he parecido? —pregunta Bee, en voz baja. Con un tono de complicidad casi guasona, completamente nuevo, que desconcierta a Emmanuelle.

A la vez se da cuenta de que Bee la ha tuteado.

—Usted… tú no parecías asombrada.

—No lo estaba. Porque era usted.

—¿Ah, sí? —dice Emmanuelle.

Reflexiona. Luego pregunta, como saliendo de un sueño, como si hubiese olvidado toda la conversación precedente: —¿No le gusto, Bee?

Esta la mira sin sonreír.

—Me gusta mucho, sí.

Emmanuelle esperaba otra cosa. Decide hacer otra pregunta, no tanto porque le conceda importancia como para romper el silencio: —¿Y… le ha gustado la experiencia? ¿Está contenta?

Bee adopta de pronto un aire decidido.

—Esta vez —dice—, seré yo quien te acaricie.

Emmanuelle no tiene tiempo de contestar. Bee, con firmeza, la coge por la cintura y la obliga a acostarse. Besa su sexo como lo haría con su boca. Hace reposar la cabeza de lado, para que sus propios labios queden paralelos a los otros labios. Introduce la lengua, deslizándola en el surco dócil, tan profundamente como puede. Con una única oleada, Emmanuelle, se siente inundada, a la vez, de amor y de voluptuosidad. Bee no puede intentar otras caricias: sorprendida por la inmediatez de este orgasmo, en un primer momento se retira. Pero, al ver que Emmanuelle continúa sacudida por estremecimientos, aplica nuevamente su boca y lame minuciosamente el jugo que fluye de su enamorada. Mientras se incorpora, dice riéndose: —¡Nunca habría pensado que un día me podría gustar beber de esta fuente! ¡Pues bien! Ya ves, ahora, me gusta.

El timbre del teléfono rompe el encanto. Es Marie-Anne que anuncia su visita. Normalmente, Emmanuelle estaría encantada; en aquel momento, la noticia la deja consternada. Bee debe echar mano de todo su buen humor para hacerla sonreír. Ninguna de las dos tiene interés en enfrentarse en común con Marie-Anne. Deciden por tanto volver a verse al día siguiente. Bee irá a casa de Emmanuelle por la mañana. El chófer la lleva a su casa.

Emmanuelle esperó a la visitante sin molestarse en cubrirse con algo. Lo asombroso era, sin embargo, que no tenía en aquel momento la menor intención de corromper a su joven amiga.

Era demasiado incapaz de disimular sus emociones para que la perspicacia de Marie-Anne no se viese alertada.

—¿Qué te pasa? —preguntó—. Pareces una joven que acaban de pedir en matrimonio.

Emmanuelle intentó eludir las confesiones, pero no pudo resistir mucho tiempo.

—Tengo una noticia que te va a interesar —acabó anunciando—. Prepárate a caerte de espaldas.

—¿Estás encinta?

—No seas tonta. Intenta adivinarlo.

—No. Dímelo tú. ¿Qué estás maquinando?

—Nada. Lo que tengo que contarte es que he hecho el amor con Bee.

Emmanuelle había soltado su confidencia, sin estar muy segura del efecto que iba a producir. Con todo, no esperaba que la reacción de Marie-Anne fuese tan descorazonadora.

—¿Eso es todo lo que tenías que explicarme? —preguntó la joven, con tono aburrido—. No se merecía tanto preámbulo. ¿Qué tiene de extraordinario?

—Pero, es que… —dijo Emmanuelle desconcertada—. ¡Bee es fascinante! ¿Vas a decirme que a ti no te lo parece?

Marie-Anne encogió los hombros.

—Qué patosa puedes llegar a ser, mi pobre Emmanuelle. Realmente no veo qué gloria puede haber en acostarse con una chica. Lo dices como si fuera una hazaña. ¡Me das risa!

Emmanuelle se sentía molesta. Además, ahora casi empezaba a sentirse culpable. ¿Pero de qué? Intentó hacer un poco de luz.

—Me pregunto qué mosca te ha picado. ¿Qué tienes contra el hecho de que Bee y yo hagamos el amor?

La sentencia de Marie-Anne sonó lapidaria.

—Con las mujeres no se hace el amor —dijo.

—¿Ah no? —dijo Emmanuelle.

—El amor se hace con los hombres.

Y añadió, con un tono de fatigada autoridad:

—Por si todavía no te has enterado, te repito que conozco a alguien capaz de enseñártelo. Como las palabras no parecen hacerte efecto, lo mejor será que te ponga en manos de Mario sin perder más tiempo.

Pareció consultar mentalmente un calendario.

—Hoy estamos a 16. Supongo que el 18 estás invitada a la embajada, ¿no es así? Bien. Aprovecharé esa recepción para presentártelo. Si no os las arregláis para hacer el amor esa misma noche, tendrá que ser al día siguiente.

Ya no soportaba esperar más. Se había arrodillado sobre una butaca y permanecía acodada contra el balcón de su cuarto, la barbilla en el cuenco de las manos, escrutando el trozo de calle que podía distinguirse a través de la frondosidad del jardín. La ansiedad le hacía temblar los labios. ¿Vendría? ¿Por qué tardaba tanto? Tal vez encontrara una excusa para no verla. Emmanuelle temía que el teléfono sonase repentinamente.

Fue ella, sin embargo, la que tomó la decisión de llamar, cuando hubieron pasado las horas y la espera se tornó demasiado dolorosa. Era casi mediodía. Una voz de hombre respondió al teléfono que le había dado Bee. Sin duda era un sirviente. Sólo en aquel momento, Emmanuelle se dio cuenta de que no sabía cómo informarse, no sólo por ignorancia de las lenguas sino porque ni siquiera conocía el verdadero nombre de su amiga. ¿Podía designarla con un sobrenombre a un doméstico? A pesar de todo se arriesgó, pero no supo si había sido entendida. Al final renunció.

Si Bee no había contestado personalmente, ¿podía significar que se hallaba en camino? Si así era, llegaría de un momento a otro. Emmanuelle montó de nuevo la guardia. ¿Y si había tenido un accidente? Otra idea la asaltó: ¿y si Bee no encontraba la casa y erraba buscándola, desde hacía horas, a través del laberinto de los barrios residenciales? Todas las calles se parecían, sus nombres eran impronunciables, redactados, además, en caracteres siameses: no sería nada extraño que Bee se hubiese perdido.

Sin embargo, objetaba una voz más fuerte que la esperanza de Emmanuelle, en el año que Bee llevaba en Bangkok, había debido aprender a conocer sus vericuetos: ¿no empezaba ella misma, tras dos escasas semanas, a orientarse medianamente bien? ¿Cómo pensar que Bee hubiese podido perderse definitivamente? Todo lo más podría llegar con cierto retraso. Y hacía más de dos horas que debía estar allí. ¿Quién le impedía, si había olvidado dónde vivía Emmanuelle, telefonear para avisarle, pedir que fuera a buscarla?

De hecho, ¿por qué no iba ella a casa de Bee? En aquel momento reparó en que había olvidado pedir la dirección a su amiga. Hermana del agregado naval americano, había dicho Marie-Anne. Era algo vago. De todas formas, Emmanuelle no iba a llamar a la embajada de Estados Unidos para informarse. ¿Y por qué no, después de todo? Pero, una vez más, ¿por quién iba a preguntar?

¡El chófer que, la víspera, había acompañado a Bee a su casa…! Emmanuelle, temblando de impaciencia, le hizo llamar. Fue imposible encontrarle. Sin duda habría ido a comer. O a jugar a los dados.

¡Qué tonta era! ¿Cómo no se le había ocurrido antes? No tenía más que llamar a Marie-Anne. Pero nada más concebir esta idea algo le hace retroceder: ¿va a confesar a su joven amiga de ojos verdes que está esperando a Bee y exponerse de esta forma a nuevos sarcasmos? Sobre todo, su orgullo herido le desaconseja permitir que Marie-Anne adivine que Bee no ha acudido puntual a la cita, que quizás el amoroso ardor de Emmanuelle no es pagado con la misma moneda y que la tierna amante de la víspera ya empieza a dar muestras de inconstancia.

Emmanuelle, ahora, está segura de que Bee no vendrá. No vendrá tampoco por la tarde, ni mañana. Ayer cedió a un hechizo más fuerte que ella, pero, lejos de la presencia de Emmanuelle, se ha recuperado, no la quiere, no le gustan las mujeres, el juego le parece absurdo y la aburre; se ha considerado, después de los hechos, para emplear sus propias palabras, «ridícula». O bien se avergüenza de haberse abandonado a los placeres de la carne. Emmanuelle se dice que Bee, sin duda, profesa creencias religiosas, tiene una concepción de la moral que hoy le hace arrepentirse de la lujuria a la que se abandonó. Después de todo, Emmanuelle no sabe nada de ella: vive sola, probablemente sin ningún amante, ya que se aloja en casa de su hermano; y sin ninguna amante, eso era evidente.

A menos que… la hipótesis contraria se apodera ahora de la mente de Emmanuelle: ¿no tendrá Bee, en realidad, otra amante? ¿Y si hubiese mentido ayer? Pero no; esto, decididamente, Emmanuelle no puede creerlo… ¿Un amante, entonces, a quien habría confesado su «falta», y que está celoso, le ha hecho una escena, le ha exigido que renuncie a reunirse con su cómplice? Es esto, ahora Emmanuelle está convencida. ¡Pero no va a darse por vencida tan fácilmente! Luchará para reconquistarla, la ampara la fuerza del amor.

Al cabo de un instante, sólo siente debilidad y dolor. Una amargura desconocida sofoca poco a poco en ella todo lo que quedaba de confianza, todo lo que se negaba a rendirse. Bee no vendrá nunca más, no quiere volver a verla. ¡Qué importan las razones! Lo único que cuenta es el abandono y la soledad de Emmanuelle. ¡Le gustaba tanto! Tenía la impresión de haber llegado a este país del último rincón del mundo sólo para encontrarla. Nada más verla, la había reconocido como la que esperaba desde siempre. La habría seguido dónde ella hubiera querido llevarla. Lo habría dejado todo por ella, si ése hubiera sido su deseo. Pero Bee no va a pedirle nada. Y Emmanuelle, nunca, nunca más, le ofrecerá lo que había estado dispuesta a darle. ¡Sí, la borrará de sus recuerdos! Olvidará el rostro de cristal y los cabellos de fuego, olvidará la voz ronca que le decía: —También a mí me gusta mucho.

Por primera vez desde que era pequeña, verdaderas lágrimas, grandes lagrimones, se deslizan por el rostro de Emmanuelle, bañan sus labios y salan su lengua, caen sobre la balaustrada de la terraza, que no se decide a abandonar. Emmanuelle llora con los brazos abiertos —vanamente vuelta hacia el claro de vegetación en el que, en cualquier momento, esta noche, tal vez mañana, quién sabe en qué momento, cuando ella quiera, Bee aparecerá y la saludará con la mano…

Por la noche, Jean y Christopher la llevaron al teatro. No se enteró de lo que se representaba. Su rostro sólo dejaba traslucir aflicción. Su marido no le hizo preguntas. Christopher, que no entendía qué pasaba, ponía una cara casi tan triste como la de Emmanuelle. Luego, en brazos de Jean, en su cama, ella lloró nuevamente hasta quedarse sin lágrimas. Se sintió algo aliviada. Pudo confiarle con menos desesperación la historia de su desdichado amor.

Jean opinó que Emmanuelle se tomaba esta aventura demasiado a pecho. En primer lugar, nada aseguraba que la deserción de Bee, hoy, no fuera debida a circunstancias fortuitas y que la ausente no reapareciese al día siguiente con una excusa perfectamente válida. Si, no obstante, se confirmaba que no quería volver a ver a Emmanuelle, ¡pues bien!, quería decir que no merecía el desvelo que estaba provocando. Era preferible que su relación cesara de inmediato, ya que, probablemente, sólo iba a deparar a Emmanuelle decepciones y disgustos aún mayores. De todas formas, Emmanuelle debía pensar en sí misma como en alguien a quien se corteja y no como alguien que corre detrás de los demás. Por hermosa que pudiera ser esa Bee, a la que Jean, por otra parte, jamás había visto, y de la que nunca había oído hablar hasta entonces, estaba segurísimo de que no podía poseer ni la cuarta parte de la belleza y las cualidades de su mujer. Por tanto no le permitiría humillarse ante ella. La única respuesta que se merecía la infiel, si creía poder regatear sus favores a Emmanuelle, era que ésta tomase la revancha en otros brazos. Emmanuelle encontraría sin esfuerzo compañeras más dignas que ella. Tenía que demostrárselo a Bee sin más tardanza.

Emmanuelle le escuchaba dócilmente. Tiene razón, pensaba, sin por ello mitigar su dolor. En la medida, sin embargo, en que aceptaba aunque sólo fuese escuchar a otro hablarle de consolarse o de vengarse, Emmanuelle conseguía distraer ligeramente su angustia. Ahora ya le parecía más vaga. Tal vez se debiera simplemente al efecto del sueño. Jamás supo si su último pensamiento, antes de perder la conciencia, había sido para la amante fugitiva o para aquéllas, todavía sin rostro, que un día la sustituirían.

Ninguno de los trajes que Emmanuelle se había hecho hacer en Francia era considerado por Jean lo bastante escotado para su gusto.

—¡Pero si soy la mujer más descocada de París! —había protestado ella riéndose.

—Lo que en París llaman descocado es demasiado cubierto para Bangkok —había dictaminado su marido—. Toda esta gente tiene que saber que tienes el pecho más hermoso del mundo: el medio más seguro para convencerlos sigue siendo el de exhibirlo.

El vestido que se puso Emmanuelle para ir a la recepción de la embajada cumplía perfectamente esa función. El escote redondo, que se ceñía a la caída de sus hombros, subrayando con su amplia curva la belleza del cuello de Emmanuelle, sólo recubría la punta de sus senos: bastaba que se inclinase un poco hacia delante, o que se sentase, para que sus pechos apareciesen por entero. Además, el tejido de lamé era tan delgado y se ceñía tanto a la piel que cualquier ropa interior se habría transparentado o habría marcado su relieve: Emmanuelle por tanto no llevaba nada debajo de aquel vestido, ni siquiera una de sus diáfanas braguitas. Ya en París, desde su boda, rara vez solía ponerse bragas cuando se «vestía» para salir por la noche: sentirse desnuda de aquella forma le causaba un placer tan físico como una caricia. Esta sensación era aún más viva si debía bailar, o si llevaba una falda muy vaporosa.

Aquella noche, su vestido era estrecho como un guante desde la cintura hasta la ingle, pero se ensanchaba bruscamente más abajo, en una especie de espiral de sorprendente vuelo. Emmanuelle se dejó caer en un sillón para mostrar cómo al sentarse se le levantaba automáticamente la falda, desvelando sus muslos dorados. El espectáculo así ofrecido era tan graciosamente impúdico que Jean se inclinó de pronto, buscando bajo la axila la invisible cremallera de nylon que, con mano firme, hizo deslizar hasta la altura de la cadera. Con la otra, se esforzaba por despojar al cuerpo desnudo de su mujer de su estuche de seda.

—Jean —protestó ella—. ¿Qué haces? ¡Estás loco! Vamos a llegar tarde. Tenemos que salir enseguida.

Renunció a desvestirla, la alzó en vilo, la acostó sobre la mesa del comedor.

—¡No! ¡Oh, no! Se me va a arrugar el vestido. ¡Me haces daño! ¿Y si baja Christopher? ¡Nos verán los criados!

La colocó de espaldas, de forma que sus nalgas asomasen ligeramente por el borde de la mesa: ella misma tiró del vestido, para descubrir su vientre lo más arriba posible. Sus piernas, semidobladas, colgaban en el vacío. Jean, de pie, penetró en ella de un solo golpe, hasta el fondo. Ambos se reían de la improvisación. La prisa de Jean procuraba a Emmanuelle un placer nuevo, que dejaba en su garganta el ardor que se siente al final de una larga carrera. Sus manos oprimían la carne de sus senos, como para exprimir su néctar: su propia caricia la hacía delirar, tanto como los violentos embates de su marido. A sus primeros gritos acudió el criado, creyendo que lo habían llamado. Se detuvo, vacilante, en la puerta de la habitación, las manos educadamente cruzadas ante el pecho. Los gritos de Emmanuelle debían de llegar bastante más allá de las casas más próximas.

Cuando Jean volvió a ponerla de pie, ordenó al criado que limpiase la mesa, que habían ensuciado, y llamase a Ea, la pequeña camarera de Emmanuelle, para que ayudase a su ama a arreglarse de nuevo. Sólo llegaron a la embajada con un ligero retraso.

El salón, sin embargo, se hallaba ya bastante concurrido. El embajador, llegado al término de su mandato, ofrecía aquella recepción a modo de despedida.

—¡Encantadora! —apreció antes de besar la mano de Emmanuelle—. ¡Mis felicitaciones, amigo mío! —añadió, dirigiéndose a Jean—. Espero que sus ocupaciones le permitirán disfrutar un poco.

Una señora de pelo blanco, a la que recordaba haber visitado, observaba a la recién llegada con furibundo aire de reprobación. Ariane de Saynes llegó oportunamente para agravar las cosas.

—¡Pero si no me equivoco —exclamó tendiendo las dos manos— tenemos aquí a nuestro viviente atentado público al pudor! ¡Aprisa, que se la enseñen a nuestros mejores esgrimidores!

Llamó la atención de un hombre elegante que conversaba con un obispo: —¡Gilbert, mira! ¿Qué te parece?

Emmanuelle no tuvo más remedio que afrontar a la vez el juicio del consejero y el del prelado. Sintió que salía mejor parada de la primera prueba que de la segunda. Más o menos se había esperado que el esposo de Ariane fuese una especie de pasmarote circunspecto y pomposo. En lugar de ello, las primeras palabras del conde consiguieron hacerla reír a carcajadas y le encontró físicamente muy atractivo.

Ahora la rodeaban algunos señores de distintas edades, dirigiéndole requiebros con la mirada. Pero ella estaba distraída: escrutaba a distancia los rostros desconocidos, deseando y a la vez temiendo divisar el de Bee. El cuerpo diplomático al completo debía estar presente, ¿y sería posible que hubiesen invitado a su hermano y no a ella? Tal vez sí, después de todo. Emmanuelle no sabía cuál sería su actitud de encontrarse de pronto frente a la joven norteamericana.

Esperaba con todas sus fuerzas no tener que cruzársela. Cada grupo le parecía ocultar una trampa. ¿Qué había venido a hacer aquí? ¿Cuándo podría escaparse o, al menos, encontrar la protección de su marido?

Este último, sin embargo, había sido engullido por la muchedumbre. Ariane acaparó de nuevo a Emmanuelle, la arrastró a un torbellino de presentaciones. La admiración de los hombres la seguía por doquier. Este cortejo, al que estaba acostumbrada, le devolvió la confianza en sí misma. Su rostro afectaba indiferencia, pero todos los ojos que la desvestían le hacían sentir por lo menos tanto calor como los cocktails que la condesa le hacía beber. Ariane la observó largamente y en silencio, frente a un póker de aviadores, inclinando ligeramente hacia adelante los hombros y el torso. Bruscamente, se la llevó a un rincón.

—¡Eres magnífica! —exclamó. Sus ojos centelleaban. Tomó delicadamente entre dos dedos el pezón de uno de los senos prominentes—. Ven conmigo —le pidió con vehemencia—. Al salón, allí al fondo: ¡no hay nadie!

—¡No, no! —dijo Emmanuelle irritada.

Antes de que Ariane pudiera detenerla, escapó, se mezcló entre la masa de invitados, no se sintió segura hasta que un caballero más bien anciano la condujo al borde de la terraza, con el pretexto de hacerle admirar las lámparas chinas de vejiga de cerdo pintadas de colores. Marie-Anne la descubrió entregada a este tête-à-tête.

—Discúlpeme, comandante —dijo con su habitual aplomo—, tengo que hablar con mi amiga.

Cogió del brazo a Emmanuelle sin preocuparse de las protestas del vejete.

—¿Qué hacías con ese viejo chocho? —dijo indignada, apenas se hubieron alejado algunos pasos—. Te he buscado por todas partes, Mario te espera desde hace más de media hora.

Emmanuelle había olvidado aquella cita. No se sentía muy bien dispuesta. Mientras el viejo le hacía la corte, al menos podía pensar tranquilamente en otra cosa. Intentó salir en defensa de su libertad.

—¿Es absolutamente necesario?…

—¡Oh, escucha, Emmanuelle! —La voz de la joven revelaba cansancio—. Espera a verlo, antes de hacerte la difícil.

La expresión sonaba tan cómicamente llena de promesas que devolvió a Emmanuelle su buen humor. Sin darle tiempo a ironizar sobre la confianza que su joven amiga tenía depositada en los encantos del héroe, éste compareció ante ella.

—¡Qué bella sonrisa! —dijo inclinándose levemente—. Cómo me gustaría que hubiese servido usted de modelo a los pintores de mi país. ¿No le parece que esas sonrisas contenidas, esos sobreentendidos florentinos son pura mueca, a la larga? Niegan el arte. Yo condeno todo lo que se retiene. El arte, después de tantos siglos escatimándonos los favores de sus estatuas, sólo existe verdaderamente en un rostro que se abre.

Esta entrada en materia ha desconcertado ligeramente a Emmanuelle.

—Marie-Anne insiste en hacerme pintar —reflexiona en que la joven ni siquiera se ha molestado en presentarlos—. ¿Es usted el artista que mi amiga ha considerado digno de esta tarea?

Mario sonríe. Emmanuelle reconoce que esa sonrisa posee un atractivo extraño.

—Aunque sólo dispusiera de una centésima parte del talento que me permito discutir a los demás, señora, se lo ofrecería: el genio del modelo haría el resto. Desgraciadamente carezco incluso de ese poco. Mi única riqueza es el arte de los demás.

Marie-Anne interviene:

—¡Es coleccionista, tienes que verlo! En su casa no sólo tiene esculturas de por aquí, sino objetos antiguos que ha traído de México, de África, de Grecia. Cuadros…

—Que no tienen más valor que el de servir de mementos inmóviles para el arte verdadero, cuyo riesgo y movimiento desafían a las figuras muertas. Marie-Anne mía —añade—, no creas en esas cortezas caídas del árbol de la vida. Sólo las conservo como recuerdo de los que sufrieron y se destruyeron para arrancarlas de su tronco o de sus ramas —hasta el límite vertiginoso de sus ramas más frágiles, hasta sus minúsculos retoños— de los que perdieron en ellas su aliento y su razón, su honor y su sangre: a veces el pintor, pero, más a menudo, aquello que éste pintaba. El arte está hecho de la pérdida del ser. Lo que cuenta no es el Retrato oval, es la mujer del retratista.

—¿Una vez muerta? —pregunta Emmanuelle.

—No, mientras se muere.

—¿Pero el cuadro se ha hecho vivo?

—¡Tonterías! Una curiosidad de pacotilla; todo lo más, un artefacto o un juego del ingenio. El arte sólo ha existido en lo que se perdía: en la mujer que se consumía. El arte, era la disgregación de su cuerpo. No puede haber belleza en lo que se conserva ni en lo que subsiste. Todo objeto concebido nace muerto.

—Me habían enseñado lo contrario —dijo Emmanuelle—: que el arte robusto es el único en alcanzar la eternidad

—¿Y quién, dígame, se preocupaba por la eternidad? —interrumpió violentamente Mario—. La eternidad no es artística, es fea: su rostro es el de los monumentos a los muertos. El busto es el cadáver de la ciudad.

Se lleva un fino pañuelo a las sienes y prosigue, con voz más suave: —¿Conoce usted la exclamación de Goethe? ¡Detente, instante: eres tan bello! Pero cuando el instante se inmoviliza, ¡se acabó su belleza! En cuanto se intenta eternizar la belleza, la belleza muere. Lo que es hermoso no es lo que está desnudo, sino lo que se desnuda. No el sonido de la risa, sino la garganta que ríe. No el trazo sobre el papel, sino el momento en que se desgarra el corazón del artista.

—Usted decía hace un momento que el artista era menos importante que el modelo.

—Lo que yo llamo artista no es necesariamente el escultor o el pintor. Este puede serlo algunas veces: si se apodera de su tema y lo deshace. Pero, las más de las veces, el modelo cumple él solo este destino, el pintor no es más que un testigo.

—¿Y en dónde coloca la obra de arte? —pregunta Emmanuelle, con repentina ansiedad.

—La obra maestra es lo que pasa. ¡Pero no! No me explico bien. La obra maestra es lo que ha pasado.

Toma en las suyas una mano de Emmanuelle:

—Permítame responder a su cita de hace un momento con otra cita. Es de Miguel de Unamuno: La mayor de las obras de arte no vale lo que la más pequeña de las vidas humanas. El único arte que no es fútil, es la historia de su carne.

—¿Quiere decir que lo que importa es la forma en que uno triunfa? ¿Que hay que concebirse como una obra de arte si se quiere sobrevivir?

—No —dice Mario—. No creo en nada parecido. Sea lo que sea lo que se intente hacer, es perder el tiempo. Al menos, mientras se quiera construir con solidez.

Esboza una sonrisa desencantada:

—Pero también, a decir verdad, cuando se intenta construir con la frágil materia del sueño. —Prosiguió tras unos instantes—: Si tuviese el menor derecho a darle un consejo —dice con un tono educado un tanto despectivo—, no sería a sobrevivirse sino a vivir a lo que la invitaría.

Mario se volvió. Parecía dar la conversación por terminada. Emmanuelle no tenía la impresión de que se requiriese su presencia por más tiempo. Era bastante desagradable. Se dirigió a Marie-Anne con una pizca de humor: —¿No habrás visto a Jean, por casualidad? Desapareció nada más llegar.

Otras mujeres acaparaban al italiano; Emmanuelle aprovechó para eclipsarse. Pero Marie-Anne se unió enseguida a ella.

—¿Así, pues, has secuestrado a Bee? —le interpeló, sin dar la impresión de conceder demasiada importancia a su pregunta—. Cada vez que la llamo por teléfono, me dicen que está en tu casa.

Dejó escapar una risita bastante amable:

—Y como no quiero interrumpir vuestros retozos…

Emmanuelle caía de las nubes. ¿Marie-Anne se estaba burlando de ella? Pero no, parecía creer en lo que decía. ¡Qué ironía! Estuvo a punto de quejarse en voz alta. Una vez más, el respeto la contuvo. ¿Podía confesar a Marie-Anne que también ella había perdido el rastro de su amante de un día? Prefería mantener las ilusiones que la joven de trenzas se hacía sobre el poder de su amiga mayor. Desgraciadamente, Emmanuelle, callándose, se privaba de un medio de encontrar a Bee. Decidió que más bien le preguntaría a Ariane. Pero no veía por ninguna parte sus cabellos cortos ni oía sus carcajadas. ¿Había encontrado otra víctima que llevar al saloncito?

Marie-Anne volvía a hablar de la ilocalizable americana.

—Hubiera querido despedirme. Ella se lo pierde: la saludarás de mi parte.

—¿Por qué? ¿Se va?

—No. Me voy yo.

—¿Tú? No me lo habías dicho. ¿Adónde te vas?

—¡Oh, tranquilízate! No muy lejos. Voy a pasar un mes a orillas del mar. Mamá ha alquilado un bungalow en Pattaya. Tienes que venir a vernos. No es imposible, incluso con las carreteras abarrotadas: ciento cincuenta kilómetros. Ya verás qué playas: son una maravilla.

—Ya lo sé: uno de esos lugares paradisíacos donde los tiburones vienen a comer de tu mano. No te volveré a ver.

—¿Quién te ha contado ese cuento?

—Vas a aburrirte, sola y tan lejos.

Emmanuelle, para su propia sorpresa, se sentía triste. Iba a echar de menos a Marie-Anne, a pesar de lo insoportable que podía llegar a ser. Pero no quería revelarle su tristeza. Esbozó una sonrisa forzada.

—Yo nunca me aburro en ningún sitio —la cortó su amiga—. Tomaré baños de sol durante horas, haré esquí náutico. Además, me llevo una maleta entera de libros: tengo que trabajar de cara al nuevo curso.

—Es verdad —dijo, ligeramente provocativa, Emmanuelle—. Olvidaba que tienes que volver a la escuela.

—No todo el mundo tiene tu ciencia infusa.

—¿No te llevarás a Pattaya a ninguna de tus amigas?

—No, gracias. Tengo ganas de estar tranquila.

—¡Eres muy amable! Espero que tu madre no te pierda de vista y no te deje corretear con los hijos de los pescadores.

Los ojos verdes se conformaron con emitir una sonrisa enigmática.

—¿Y tú? —prosiguió la muchacha—. ¿Qué vas a hacer sin mí? Volverás a caer en tu avidez natural.

—Qué va —bromeó Emmanuelle—. Sabes perfectamente que voy a entregarme a Mario.

Marie-Anne pareció perder de repente las ganas de bromear.

—En eso —dijo— no tienes escapatoria. ¡Lo has prometido, no lo olvides! Ya no eres libre.

—Te equivocas. Haré lo que quiera.

—De acuerdo, siempre que quieras ver a Mario. ¿No tendrás la intención de escabullirte, espero?

Marie-Anne tenía un aspecto tan abatido que Emmanuelle casi sintió vergüenza de sí misma. Sin embargo no quería rendirse.

—No es tan irresistible como pretendías. Le encuentro un poco afectado. Hace frases y le gusta escucharse: no necesita auditorio de refuerzo.

—En lugar de tantos remilgos, deberías considerarte dichosa de que un hombre como él esté interesado en ti. ¡Te diré que es más bien difícil!

—¿Ah sí? ¿Y está interesado en mí? ¡Es un gran honor!

—Exactamente. De todas formas me ha alegrado ver que le causabas bastante buena impresión. Debo confesarte que no las tenía todas conmigo.

—Muchas gracias. ¿Y de qué deduces, si se puede saber, el efecto que le he causado? Yo he tenido más bien la sensación, por lo que a mí se refiere, de que sólo se ocupaba de sí mismo.

—Yo lo conozco un poco mejor que tú; espero que al menos admitirás eso.

—¡Claro! Presumo, por otra parte, que eres tú quien le concede desde hace tiempo los últimos favores. Podrías confiarme tus impresiones, eso me ayudaría a no parecer demasiado perpleja a la hora del sacrificio.

—Será mejor que no te hagas la tonta si no quieres que te mande a paseo. La tontería le horroriza.

Bruscamente conciliadora, Marie-Anne añadió:

—Pero sé muy bien que en realidad en tu caso es sólo una pose. De lo contrario, no te lo habría presentado.

Luego, afectuosa y perentoria:

—Estoy segura de que os entenderéis muy bien. Te sentirás dichosa. Y cuando vuelva a verte serás todavía más hermosa. Quiero que seas cada vez más hermosa.

La mirada de jade emanaba tanta dulzura que Emmanuelle se sintió turbada.

—Marie-Anne —murmuró—, es una pena que te vayas.

—Volveremos a vernos pronto. ¡No voy a olvidarte! Tranquilízate.

Se intercambiaron una mirada de amistad, de pronto casi intimidadas. Luego Marie-Anne volvió a la carga, como para encontrar un terreno que se prestase menos al enternecimiento.

—¿Me prometes que te comportarás con Mario como te he dicho?

—¡Oh, sí! De acuerdo, si tanto lo deseas.

Por primera vez desde que se conocían, Marie-Anne acercó su rostro al de Emmanuelle y depositó un beso rápido en la mejilla de su amiga. Esta hizo un gesto para retener contra ella la cabeza sedosa, pero ya se había alejado.

—¡Hasta pronto, gatita huraña! Te telefonearé mañana, antes de irme. Y vendrás a verme a la playa.

—Sí —dijo Emmanuelle con un hilo de voz.

—Ahora, vamos a reunimos con los demás.

Se habían alejado del tumulto de la multitud y tuvieron que introducirse en él de nuevo. Emmanuelle transitó de grupo en grupo, sin dejarse acaparar. Buscaba a Ariane. Fue ella quien la descubrió primero.

—¡Dichosos los ojos, inmaculada Virginia! —exclamó—. La creía entregada a las mortificaciones en algún retiro de penitencia.

Emmanuelle observó que la condesa no la tuteaba en público.

—Al contrario —respondió en el mismo tono—. Un príncipe de las tinieblas estaba comparando mi risa al arte del strip-tease.

—¿Quién es ese entendido?

—Sólo conozco su nombre: Mario. Pero usted debe saber quién es…

Ariane se echó a reír:

—¡Oh! ¡A ése las galanterías le dejan frío! Su virtud estaría más amenazada de ser usted un guapo muchacho.

—Quiere decir que es…

—No se lo diría si él hiciera de ello un misterio. ¿Todavía no le ha expuesto sus teorías favoritas? Veo que no se ha hecho realmente merecedora de su confianza: para mí tiene menos secretos. Por otra parte, es un hombre exquisito al que adoro.

—¿Quizás me oculta algunos de sus gustos porque le inspiro otros? —replicó Emmanuelle contrariada.

Se sentía resentida contra Marie-Anne por haberle ocultado aquel rasgo de su héroe. ¿Podía ignorarlo, ella que lo sabía todo?

Lasciate ogni speranza, voi ch'entrate! —declaró Ariane—. Su esteta es hombre de principios: no se dejará apartar de sus virtudes ni de sus caminos.

—¿Sabe usted? ¡No sería el primero al que pervierto! —fanfarroneó Emmanuelle.

Estaba casi furiosa. Su agresividad encantó a Ariane, que se aplicó a echar leña al fuego: —Mucho me temo que ése se muestre incorruptible.

—Ya lo veremos.

—¡Muy bien! La que convierta a Mario se ganará un príapo de oro. —Bajó la voz—. Pero si estuviera en tu lugar no perdería el tiempo en causas desesperadas: hay formas mucho más cómodas de divertirse. Vuelvo a decirte que conozco a cientos de hombres tan seductores como ése y que no desean otra cosa que dejarse hacer. ¿Quieres que te presente a unos cuantos?

—No —dijo Emmanuelle—. Me gustan las victorias difíciles.

—¡Pues bien, buena suerte! —concluyó Ariane, burlona.

Contempló a Emmanuelle como lo había hecho en el club.

—¿Te has divertido, estos últimos días? —preguntó susurrante.

—Sí —dijo Emmanuelle.

Ariane la observó un momento en silencio.

—¿Con quién?

—Me niego a decirlo.

—¿Pero has hecho el amor con alguien, verdad?

—Sí.

Ariane le sonrió amistosamente.

—Esta noche, te he preparado algo, si quieres.

—¿Qué es? —preguntó Emmanuelle, curiosa, a pesar suyo.

—Me niego a decirlo.

Emmanuelle puso cara larga. Ariane se dejó conmover: —Dos parisinos, que sólo se quedan un día. Primero te los dejaré a los dos para ti sola.

—¿Y tú?

—¡Oh, ya me dejarás algo!

Emmanuelle se rió, de buen humor. Ariane preguntó:

—¿No llevas nada bajo el vestido?

—No.

—Déjame ver.

Esta vez Emmanuelle se hallaba demasiado turbada para resistirse.

Se habían ido alejando paulatinamente de los invitados, de los que las separaba un biombo. Cogió entre sus dedos el borde de la falda y la levantó.

—Bien —dijo Ariane, la mirada anclada en el vientre negro y ocre.

Emmanuelle sentía que aquellos ojos le ablandaban el sexo, como si la tocasen, como si fuesen dedos o una lengua. Se acercó para que la mirada de Ariane pudiese lamerla.

—¡Déjame ver más! —ordenó Ariane.

Emmanuelle se esforzó en obedecer, pero el vestido no quería subir más.

—Quítatelo —exigió Ariane.

Emmanuelle movió la cabeza afirmativamente. Tenía prisa por hallarse desnuda. Las puntas de los senos exigían ofrecerse, igual que la de su sexo. Dejó caer los tirantes de los hombros, tiró de la cremallera bajo la axila.

—¡Caray! —exclamó Ariane—. ¡Ya vienen a estorbarnos!

El encanto se rompió: Emmanuelle se sintió como salida de un sueño. Volvió a abrocharse el vestido, sacudió sus cabellos. Ariane la cogió del brazo y la arrastró más lejos. Apareció un criado con una bandeja: tanto una como otra bebieron una copa de champagne, de un solo trago.

Ariane llamó al sirviente y cambiaron las copas vacías por otras llenas. Emmanuelle tenía mucha sed. No sabían muy bien qué decirse y miraban, frente a ellas, sin distinguirlas claramente, a toda aquella gente que parloteaba ruidosamente, haciéndose innumerables reverencias. Les parecía que había aumentado la temperatura. Tal vez se avecinaba una tormenta.

—¿No crees que se prepara una tormenta?

—Seguramente.

—¡Qué calor!

«Este vestido es absurdamente caluroso», pensó Emmanuelle.

Alguien llamó a Ariane y ésta se alejó unos pasos. Bruscamente, Emmanuelle recordó que le quería preguntar algo.

—Oye —le dijo, cogiéndola por un pliegue de la falda—. ¿Conoces a una americana pelirroja, de un pelirrojo oscuro, muy cobrizo? Es la hermana del agregado naval. Ella…

—¿Bee? —interrumpió Ariane.

A Emmanuelle le dio un vuelco el corazón. Habría encontrado normal que nadie conociese a la extranjera y, aunque precisamente quería saber cosas sobre ella, por una contradicción que revelaba claramente el desorden de sus pensamientos se sintió contrariada al oír su nombre en los labios de la condesa.

—Sí —admitió—. ¿Está en la fiesta?

—Tendría que estar, pero no la he visto.

—¿Por qué no habría de venir, si estaba invitada?

—No lo sé.

Ariane se había vuelto súbitamente evasiva y como deseosa de cambiar de tema. Un proceder extraño en ella. Emmanuelle insistió: —¿Qué tipo de mujer es, en tu opinión?

—¿Cómo la conociste?

—La encontré en un té, en casa de Marie-Anne.

—¿Ah sí? Es natural: es amiga suya.

—¿Y tú, la ves a menudo?

—Bastante.

—¿Qué hace en Bangkok?

—Lo mismo que tú y yo: ¡hacerse desear!

—¿Por qué la mantiene su hermano?

—No creo que la mantenga. Ella tiene mucho dinero. No necesita a nadie.

La frase resonó lúgubremente en el corazón de Emmanuelle. ¿No necesita a nadie? De eso no cabía la menor duda.

No supo qué más preguntarle. Sin poder explicárselo, temía preguntar la dirección de Bee, como si fuese algo inconveniente.

—¿Y bien? —dijo Ariane.

Emmanuelle sabía a qué se refería, pero se hizo la que no entendía. Su interlocutora precisó: —¿Te llevo, esta noche?

—No puedo. Mi marido…

—¡No tendrá inconveniente en dejarte en mis manos!

Pero la tentación ya había cedido. Ariane era consciente de ello.

—De acuerdo —dijo—. ¡Está bien! Me los guardaré para mí sola.

Sin embargo, su buen humor sonaba a falso: también ella parecía haber perdido las ganas de correrse una juerga. Emmanuelle tuvo la intuición de que, terminada la recepción, Ariane se iría a dormir. La oyó clamar: —¡Ahí está tu Mario! Parece que busca a alguien. ¡A ti, estoy segura! No le dejes languidecer.

Cogió a Emmanuelle del brazo.

Pero el italiano ya las había visto y se dirigía hacia ellas. La condesa pretextó que iba a buscar algo de beber: no volvieron a verla.

—Marie-Anne me ha hablado mucho de usted —dijo él.

No era la mejor manera de tranquilizar a Emmanuelle.

—¿Qué es lo que ha podido decirle?

—Lo bastante para que desee conocerla más. ¿Aceptaría venir a cenar a mi casa, una de estas noches, para charlar con comodidad? Con este barullo no tendremos oportunidad de hacerlo.

—Es usted muy amable —dijo Emmanuelle—. Pero en este momento tenemos a un amigo en casa. Difícilmente…

—¿Por qué no? Déjele por una noche al cuidado de su marido. Tiene permiso para salir sola espero…

—Por supuesto —dijo Emmanuelle.

Se preguntaba qué pensaría Jean. Añadió, no sin cierta malicia: —¿Pero no preferiría que fuese con mi marido?

—No —dijo Mario, en absoluto molesto—. Quiero invitarla a usted sola.

Eso se llamaba ser franco. Emmanuelle, sin embargo, estaba un poco asombrada. El estilo de la invitación no encajaba con la fama que Ariane adjudicaba a Mario. Hubiera deseado no tener ninguna duda.

—No es muy decoroso para una mujer casada —dijo burlona— cenar en casa de un caballero que vive solo. ¿No cree?

—¿Decoroso? —articuló Mario, como si oyese aquella palabra por primera vez y la encontrase, como mínimo, difícil de pronunciar—. ¿Considera usted que debemos ser decorosos? ¿Es ésa una de sus reglas?

—¡Oh, no! —se defendió Emmanuelle, alarmada.

Intentó, sin embargo, una nueva aproximación:

—Pero para una mujer es más excitante que le adviertan por adelantado de los riesgos que corre.

—Todo depende de lo que entienda usted por riesgos. ¿Cuál es, en este caso, su concepción del peligro?

Emmanuelle no supo qué contestar. Si apelaba a los deberes del matrimonio, o a los hábitos de la gente o a las buenas costumbres, la respuesta de Mario era fácil de prever. Por otra parte, no tenía el valor o la soltura necesarias para confesar en sus propios términos lo que la preocupaba. Sólo pudo decir, con aire sumiso: —No soy miedosa.

—No le pido nada más. ¿Vendrá usted mañana por la noche?

—Ni siquiera sé dónde vive usted.

—Deme su dirección: haré que vayan a recogerla en taxi. —Sonrió de forma encantadora—. No tengo coche.

—¿No podría coger yo el mío?

—No, se perdería. El taxi estará en su casa a las ocho. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Emmanuelle indicó el barrio, el número y la calle.

Mario la observó durante largo rato, inescrutable. Finalmente se pronunció: —Es usted hermosa —dijo sin ningún énfasis.

—Eso no tiene importancia —respondió cortésmente Emmanuelle.