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P

mmanuelle quiere ir al club para nadar, no para escuchar chismes. Por tanto decide ir a primera hora. Recorre diez veces la longitud de la piscina, suavemente, sin preocuparse del tiempo que emplea, ni de las miradas de los raros hombres presentes a esas horas. El movimiento repetido de sus brazos por encima de su cabeza ha hecho asomar sus senos fuera del traje de baño sin tirantes. Cuando avanza de costado, el destello del agua hace resaltar su relieve y satina su piel. Un fino ribete circular se ha ahondado alrededor de sus puntas; los bordes de las areolas parecen, por ello, levantados, dibujando un atolón. Sin este detalle, que sugiere la vulnerabilidad de su pulpa y evoca en la boca un sabor jugoso, su curva sería quizás demasiado perfecta para conmover, darían demasiado la impresión de ser senos de estatua.

Cuando, jadeante después del ejercicio, Emmanuelle se agarró con las dos manos a los pasamanos cromados de la escalera, vio que la salida estaba vigilada. Ariane de Saynes, inclinada sobre ella, de pie sobre el borde pintado, se estaba riendo a carcajadas.

—¡Prohibido el paso! —exclamó—. ¡Identifíquese!

A Emmanuelle la contrariaba que una de las «idiotas» la hubiese encontrado. No obstante sonrió lo mejor que pudo.

—¿Qué es eso? ¿Jugando a las náyades cuando las mujeres decentes hacen la compra? ¿Qué significan estos misterios?

—Pero también usted está aquí —observó Emmanuelle.

Emmanuelle hizo el gesto de querer subir.

Ariane no se daba ninguna prisa en cederle el paso.

—¡Ah! en mi caso no es lo mismo —dijo, afectando un aire de misterio.

Pero Emmanuelle no le pidió aclaraciones.

La condesa pasaba revista tranquilamente a los encantos de su prisionera.

—¡Está usted divinamente torneada! —admiró.

Había pronunciado su sentencia con aire de convicción y Emmanuelle se dijo que en definitiva no parecía mal intencionada. Tal vez estuviera un poco loca, pero no cabía duda de que a la vez era tónica, fortificante. Emmanuelle no tuvo que hacer más esfuerzos para ser amable.

Ariane finalmente se apartó de la escalera. La nadadora trepó hasta el borde. Lentamente, con la punta de los dedos, introdujo sus senos, o más exactamente, la mitad inferior de sus senos, en su traje de baño (casi todo el pezón permanecía visible) y se sentó junto a Ariane. Dos espigados jóvenes de aspecto nórdico se acercaron y entablaron conversación en inglés. La condesa respondía de buen humor. A Emmanuelle le preocupaba poco no entender nada. Ariane se volvió bruscamente hacia ella y preguntó: —¿Le dicen algo estos dos?

Emmanuelle arrugó la nariz y Ariane se encargó de comunicar a los pretendientes el fracaso de su candidatura. Aparentemente sin rencor, ambos se rieron ruidosamente. Pero no por ello parecían dispuestos a irse. Emmanuelle les encontraba increíblemente necios. Al cabo de un rato, su compañera se levantó con determinación y la tomó del brazo.

—Son unos pesados —declaró—. Venga conmigo al trampolín.

Las dos jóvenes treparon los ocho metros y se instalaron boca abajo, una junto a otra, sobre la plataforma cubierta por una estera. Ariane se desprendió enseguida de su sujetador y su slip.

—Puede ponerse en cueros —informó—. Desde aquí, tenemos tiempo de ver venir a todo el personal.

Pero en aquel momento Emmanuelle no tenía ganas de desnudarse ante Ariane. Esgrimió una explicación poco plausible: que su traje ceñido era incómodo de quitar y poner; que el sol era demasiado fuerte…

—Tiene razón —admitió Ariane—. Es mejor ir acostumbrándose gradualmente.

Después de lo cual se dejaron embargar por un semiletargo. Emmanuelle pensó que después de todo la condesa tenía su lado bueno. Le gustaba la gente con la que podía permanecer sin hablar. Sin embargo fue ella quien, al cabo de un rato, rompió el silencio.

—¿Qué se puede hacer aquí, aparte de la piscina, los cocktails y las veladas en casa de Juan o de Pedro? ¿No acaba siendo un poco aburrido, a pesar de todo?

Ariane emitió un silbido, como ante una barbaridad.

—¡Oh! Pasatiempos no faltan. No hablo de los cines, de las discotecas, de todas esas tonterías. Pero se puede montar a caballo, jugar al golf, al tenis, hacer squash, esquí náutico en el río; o ponerse melancólico contemplando los canales; y visitar las pagodas, ¿por qué no? Hay casi mil: a razón de una por día, tiene en qué ocupar el tiempo durante tres años. Lástima que el mar —me refiero al verdadero mar, el mar para bañarse— esté a ciento cincuenta kilómetros. Pero el viaje vale la pena. Las playas son extraordinarias, largas y anchas hasta el infinito, rodeadas de cocoteros, desiertas y alfombradas de conchas marinas. De noche el agua es fabulosamente fosforescente: trepidante de millares de puntos diminutos. Los corales cosquillean los pies. Y los tiburones vienen a comer de la mano.

—¡Me gustaría verlo! —dijo Emmanuelle riéndose.

—También, si hace el amor sobre sus tierras, le cantan serenatas. De día, bajo el sol, con la arena acariciante, o a la sombra de las cañas de azúcar. Siempre encontrará a un chiquillo dispuesto a abanicarla por un tical, mientras su caballero le hace la corte. Y, por la noche, acostada sobre la playa, junto a las olas, la espalda acariciada por su lengua y los ojos protegidos de las estrellas por un rostro enamorado, ¡ah, una se alegra de ser mujer!

—Si lo he entendido bien, ¿es ése el deporte preferido en este país? —inquirió Emmanuelle, sin escandalizarse.

Ariane la contempló con una sonrisa enigmática y no respondió hasta al cabo de algunos segundos.

—Dígame, pequeña…

Se interrumpió, como sopesando alguna probabilidad misteriosa. Emmanuelle se dirigió a ella riéndose: —¿Qué quiere que le diga?

Ariane reflexionó en silencio, luego decidió de pronto que la recién llegada merecía su confianza. Su voz perdió el retintín mundano que había adoptado hasta entonces. Dirigió a su vecina un guiño de amistad.

—Estoy segura —dijo— de que tiene usted temperamento. No es la mosquita muerta que pretende aparentar. Afortunadamente, por otra parte. Para serle sincera, usted me ha interesado enseguida.

Emmanuelle no sabía muy bien qué pensar de esa declaración. Permanecía, casi a pesar suyo, a la defensiva; más bien molesta que halagada, ya que no le gustaba que se pusiera en duda su franqueza. ¿Y por qué se empeñaban todas ésas en considerarla una mojigata? Primero le había causado gracia, pero ahora empezaba a irritarla.

—¿No tiene ganas de divertirse? —prosiguió Ariane, en un tono que iba bastante más allá que las palabras.

—Sí —dijo Emmanuelle. (Era consciente de aventurarse por un camino peligroso, pero más le asustaba que pudieran tacharla de virtuosa). La sonrisa afectuosa de Ariane sólo la recompensó a medias.

—Entonces, encanto, venga conmigo una noche. Puede decirle a su marido que va a una cena de mujeres. ¡Ya verá lo que le tengo reservado! No hay, a cincuenta años luz a la redonda, donjuanes más galantes y osados que los caballeros de Ariane. Inteligentes, jóvenes, apuestos y diestros en el manejo del estoque. No tiene por qué tener miedo. ¿De acuerdo?

—Pero —intervino Emmanuelle— usted apenas me conoce. ¿Es que no…?

Ariane se encogió de hombros:

—¡La conozco lo suficiente! No necesito someterla a una observación prolongada para darme cuenta de que su belleza puede cautivar a hombres y a mujeres. Y éstos de los que le estoy hablando son unos entendidos en lo que a belleza se refiere. No se me ocurriría presentárselos si no estuviera segura de ellos y de usted. Eso es todo.

—¿Y… —preguntó Emmanuelle con un ligero titubeo— su marido?

Ariane estalló en una franca carcajada:

—Un buen marido desea que su mujer se sienta satisfecha —dijo.

—No sé si Jean lo encontrará tan normal.

—Entonces, no le cuente nada —concluyó Ariane, de buen humor.

De un salto, se acercó a Emmanuelle, le rodeó la cintura con un brazo y la estrechó contra su cuerpo: —¿Jura decirme la verdad?

Emmanuelle pestañeó, sin comprometerse demasiado. Los senos sólidos y calientes contra su hombro le hacían perder pie ligeramente, a pesar de todo.

—No intentará hacerme creer que jamás ha recibido en su cuerpo cautivador a otros hombres que no sean su marido, ¿no es verdad? Y bien, ¿se lo ha confesado en cada ocasión?

A Emmanuelle aquello le parecía un suplicio. ¡Vuelta a empezar con el asunto de las confesiones! ¿Pero por qué tenía que defenderse? ¿Y por qué pasar por más ingenua de lo que era? Sacudió la cabeza para responder negativamente a la pregunta de Ariane. Esta la besó alegremente en la oreja.

—Lo ves —dijo triunfalmente. La contempló con orgullo—. ¡Te prometo que no lamentarás haber venido a Bangkok!

El tono parecía implicar que Emmanuelle había aceptado firmar un pacto. Intentó zafarse.

—¡No, escuche! Esto me molesta.

Se envalentonó bruscamente y afirmó:

—No crea que es por puritanismo, o por razones morales. No es eso. Pero… deme al menos el tiempo de acostumbrarme a la idea poco a poco.

—Por supuesto —dijo Ariane—. No hay ninguna prisa. Como con el sol…

Como impulsada por una súbita inspiración, sus labios dibujaron una sonrisa y se incorporó.

—Ven —la intimó—. Vamos a que nos den un masaje.

Volvió a ponerse el bikini. Luego, con un tono ligeramente despectivo, como si se dirigiera a un bebé, añadió: —No tengas miedo, nena, sólo hay mujeres.

Emmanuelle dejó su coche en el club y acompañó a Ariane en su descapotable. Circularon durante una media hora, entre los triciclos y las motos-taxi que llenaban de humo las calles bordeadas de letreros chinos. Se detuvieron frente a un edificio nuevo, de una sola planta, flanqueado por comercios de seda, restaurantes y agencias de viajes. Una inscripción en caracteres desconocidos para Emmanuelle adornaba la fachada. Empujaron una puerta de cristal esmerilado y se encontraron en el vestíbulo de recepción de una casa de baños, muy parecida de aspecto a lo que podía haber sido en Europa. Una japonesa con kimono de flores las recibió educadamente, inclinándose varias veces ante ellas, con las manos cruzadas sobre el pecho, antes de conducirlas a través de pasillos que olían a vapor y a agua de colonia. Se detuvo frente a una puerta, haciendo de nuevo una reverencia. Emmanuelle se preguntó si sería muda.

—Puedes entrar aquí —dijo Ariane—. Todas las masajistas están bien. Yo cogeré la cabina de al lado. Nos encontramos dentro de una hora —añadió.

Emmanuelle no esperaba que Ariane la dejase sola. Se sentía ligeramente desamparada. La puerta que la japonesa había entreabierto daba acceso a una sala de baños pequeña y limpia, con un techo muy bajo, donde una joven asiática con bata blanca de enfermera permanecía de pie, menuda, entre una bañera y una mesa de masaje. Tenía una cara de pájaro que ha realizado muchos viajes. También ella le hizo una reverencia, pronunció algunas palabras, sin conceder aparente importancia a que la comprendiesen o no, dio algunos pasos en dirección a Emmanuelle, y, con mano experta, empezó a desabrochar su blusa.

Cuando Emmanuelle estuvo desvestida, le hizo señas de entrar en la bañera, que estaba llenando de un agua azulada, fragante y caliente. Pasó un trapo húmedo por el rostro de su clienta, luego le enjabonó metódicamente los hombros, la espalda, el pecho, el vientre. Emmanuelle se estremeció cuando la esponja llena de espuma circuló entre sus piernas.

Cuando terminó de bañarla y la hubo secado con una toalla tibia, la siamesa invitó a Emmanuelle a echarse sobre la mesa acolchada. Primero le propinó pequeños golpecitos precipitados con el canto de la mano, luego le pellizcó los músculos, cayó sobre sus pantorrillas y sobre sus riñones, estiró las falanges de los dedos de sus pies, le dio un masaje en la nuca y otra serie de golpecitos en la cabeza. Semiaturdida, Emmanuelle se sentía sin embargo, relajada y contenta.

La masajista sacó entonces de un armario dos aparatos del tamaño de un paquete de cigarrillos, que sujetó en la palma de cada una de sus manos y que enseguida emitieron un ronroneo metálico. Sus palmas vibrantes recorrieron lentamente la superficie del cuerpo desnudo, hundiéndose allí donde se presentaba una cavidad o un hueco, deslizándose por la concavidad del cuello, bajo las axilas, entre los senos, entre las nalgas, con una competencia irresistible. Luego buscaron sobre la superficie interior de los muslos los puntos más receptivos. Emmanuelle temblaba en toda la extensión de su carne. Separando las piernas, levantó ligeramente el pubis, ofreciéndose con un movimiento de inimitable gracia, que estiraba los labios de su sexo como para un beso infantil. Pero las manos se alejaron y volvieron a trepar hacia el pecho, yendo y viniendo con profesionalidad, volviendo sobre sus pasos, como una plancha aplicada a lustrar un percal. Cuando Emmanuelle empezó a gemir, con una voz apenas perceptible, treparon hasta los pechos, dieron vueltas en torno a ellos, tan pronto rozando su cúspide como aplastando los pezones y haciéndolos sumergirse en el espesor de los senos. Las oleadas recorrían a Emmanuelle hasta los riñones. Arqueada, gritó quejumbrosamente, durante largos minutos. Las manos proseguían su cometido sobre los puntos sensibles de su pecho hasta que el orgasmo decreció, se calmó, la dejó inerte y blanda.

Sin perder tiempo, la masajista dirigió su atención a los hombros, brazos, tobillos. Emmanuelle volvía lentamente en sí. Abrió finalmente los ojos, esbozó una sonrisa. La joven siamesa se la devolvió con aire grave, luego le hizo lo que parecía una pregunta. Al mismo tiempo movió sus dedos delgados hacia el bajo vientre de Emmanuelle, mirándola, con las cejas arqueadas, como a la espera de un permiso. Emmanuelle dijo «sí» con la cabeza. La mano, ahora equipada con el vibrador, ejecutó minuciosamente, sobre la superficie y entre los pliegues del sexo, los movimientos en los que era una experta, sabiendo exactamente lo que había que hacer en cada momento para brindar mayor placer. No tomaba ninguna precaución de suavidad, ni se daba tregua, segura del resultado, añadiendo el virtuosismo de sus palpitaciones, frotamientos y arañazos al poder de las vibraciones eléctricas.

Emmanuelle se contenía con todas sus fuerzas, pero su resistencia fue de breve duración. Gozó nuevamente, y con tal violencia que hasta el rostro de la masajista reflejó un cierto horror. Mucho después de que las manos se hubieran retirado de su cuerpo, Emmanuelle seguía contorsionándose, gimiendo, aferrándose con los dedos crispados al borde de la tabla blanca.

—Aunque las paredes estén insonorizadas —dijo Ariane cuando se encontraron a la salida—, al estar dentro se oye todo. Ahora no me irás a decir que prefieres las matemáticas.

Marie-Anne volvió cuatro tardes seguidas a casa de Emmanuelle. Cada vez la sometía a un interrogatorio más minucioso, reclamando —y obteniendo— nuevas precisiones, tanto sobre los gestos que su amiga intercambiaba con su marido como sobre la incontinencia de su fantasías cotidianas.

—Si te hubieras entregado en la realidad a todos los hombres con los que lo has hecho en tu fantasía —observó un día—, serías una mujer realizada.

—Querrás decir que estaría muerta —replicó Emmanuelle riéndose.

—¿Por qué dices eso?

—¿Crees que una puede hacerse amar por los hombres tan a menudo como se hace gozar ella sola?

—¿Por qué no?

—¡Pero, oye, es muy cansado ser poseída por un hombre!

—¿Y tú nunca te cansas acariciándote?

—No.

—¿Cuántas veces lo haces, ahora?

Emmanuelle esbozó una púdica sonrisa:

—Ayer, muchas veces, sabes. Creo que por lo menos quince.

—Hay mujeres que lo hacen el mismo número de veces con hombres.

Emmanuelle sacudió la cabeza.

—Sí, ya lo sé —dijo.

Pero la posibilidad no parecía tentarla.

—Sabes, argumentó, los hombres, no siempre son tan excitantes. Es pesado, es duro, a veces llega a hacer daño. No está comprobado que sea ésa la manera en que prefieren gozar las mujeres…

Paradójicamente, había una sola clase de confidencia que Emmanuelle no se atrevía a hacer francamente a su amiga. Sólo de vez en cuando hacía alguna torpe alusión, sin conseguir adivinar si Marie-Anne la entendía o no. Ni ella misma alcanzaba a explicarse una timidez y una discreción que nada, en la conducta de su visitante, parecía sin embargo justificar. Nada más llegar, Marie-Anne se desnudaba; no tuvo tampoco ninguna dificultad en desprenderse de su camisa cuando Emmanuelle se lo sugirió, y las dos jóvenes a partir de entonces charlaban completamente desnudas en la terraza rodeada de vegetación. Sin embargo, la emoción que sentía Emmanuelle sólo se traducía por la multiplicación de las caricias que practicaba sobre sí misma: no se atrevía a tocar a su amiga, ni a invitarla a tocarla, aunque lo deseara hasta el extremo de quitarle el sueño. Un extraño pudor y un impudor aún más raro se disputaban su alma. Terminaba preguntándose —confusamente, sin embargo, negándose a reflexionar demasiado a fondo— si esa insólita reserva no sería en realidad un refinamiento superior y nuevo, inventado sin darse cuenta por la intuición de sus sentidos, y si la privación del cuerpo de Marie-Anne, a la que se sometía, contra todo instinto y toda razón, no tendría finalmente un sabor más sutil, un atractivo más perverso que el que podría tener un abrazo físico. Hasta el punto que Emmanuelle descubría, en aquella situación que normalmente habría debido hacerle sufrir —en la que una adolescente disponía de ella a placer sin conceder nada a sus preferencias— una imprevista fuente de deleite sensual.

De la misma manera que una voluptuosidad desconocida parecía surgir de la frustración de aquél de todos los deseos carnales que siempre le había parecido el más natural, y al que había concedido la mayor importancia, otro valor erótico parecía revelársele a resultas del secreto que su joven amiga mantenía sobre su propia vida sexual. Emmanuelle se daba cuenta, constatando la facilidad con la que se resignaba a no saber nada —o casi nada— de Marie-Anne, que sentía más placer cerebral y físico ofreciendo a otra el espectáculo de la lujuria que el que hubiera tenido siendo espectadora. Y, por más que cada día se sintiese impaciente por ver a su amiga, a partir de ahora ello no se debía tanto a la excitación de contemplarla desnuda o presenciar sus juegos lascivos, como a la otra, infinitamente más escandalosa y, por consiguiente, más deliciosa, de acariciarse a sí misma, echada sobre su tumbona, bajo la atenta mirada de Marie-Anne. No porque se marchara, sin embargo, rompíase el encanto: Emmanuelle volvía a ver mentalmente los ojos verdes clavados en su sexo y, hasta el anochecer, seguía masturbándose.

El miércoles siguiente a su primer encuentro, Emmanuelle fue invitada a tomar el té a casa de la madre de Marie-Anne. En un salón amueblado con pretensiones, se encontró con una docena de «señoras» que le parecieron perfectamente insignificantes. Ya estaba echando de menos no poder estar a solas con su confidente, a la que veía modosamente sentada sobre la alfombra, entregada por entero a sus obligaciones de jovencita modelo, cuando su interés se vio reavivado por la llegada de una mujer joven y elegante, a primera vista tan fuera de lugar en aquella reunión como ella misma.

La recién llegada recordaba a Emmanuelle las modelos parisinas que más había admirado. Poseía su esbelta cintura, su imponderable lasitud, su distancia ilusoria y sus pliegues de escultura. La boca entreabierta «como una rosa», las cejas de ámbar dispuestas sobre unos ojos enormes, la curva caprichosa de las pestañas, modelaban sobre aquel rostro una ingenuidad tan improbable que adquiría el tono de un desafío. Emmanuelle se decía con intolerancia que ella era indudablemente la única, en aquel lugar, que, debido a lo que llamaba su «experiencia», podía comprender lo que en realidad albergaba de modesto una búsqueda tan absoluta, de meritorio una concepción tan exigente de los deberes de la belleza, de embrujador tanta pasión oculta bajo la indiferencia de la mirada de nácar. Recordaba haber descubierto así, bajo la máscara de sus amigas, «a semejanza de los más orgullosos momentos», lo que debió querer decir Baudelaire al condenar «el movimiento que desplaza las líneas». Las diosas de alabastro se hicieron carne, pero el hombre conservó el deseo de las estatuas, el hombre que sólo cree en los paraísos inaccesibles y en los dioses inanimados, y la carne adorada volvió a convertirse en piedra.

Esta evocación se cargaba en aquel momento de una emoción ambigua, en la que participaban por igual el sabor todavía fresco de sus arrebatos de colegiala y los vértigos más adultos de los probadores. Pensaba que le gustaría convertirse en obra de arte, que, llegada a Bangkok como un trozo de arcilla, quizá pudiera encontrar una forma (pensaba menos en la forma del cuerpo —ya que no tenía motivos para querer cambiar— que en la del espíritu). Y, aunque no conseguía imaginar concretamente en qué consistiría tal perfeccionamiento, deseaba que su vida se convirtiese un día en algo tan precioso y perfecto como el corte complicado de esos cabellos de bronce, tan triunfante como esos ojos grises, y tan indiferente al juicio de la muchedumbre como ese traje de chaqueta cuyo diseño desafiaba las líneas del cuerpo y cuyo escote sólo parecía poder cerrarse mediante un difícil gesto del brazo, pero que no obstante era seductor imaginar sin más sentido que el de demostrar, por una reacción friolera bajo aquel clima tórrido, la derrota de los elementos y el fracaso de las convenciones frente a la soberana fantasía del humor de las mujeres.

Antes de que su madre tuviera tiempo de presentar a la recién llegada, Marie-Anne se levantó y arrastró a Emmanuelle hasta un rincón del salón, donde no las podían oír.

—Tengo un hombre para ti —dijo con la expresión satisfecha que emana de una misión cumplida.

Emmanuelle no pudo evitar reírse:

—¡Vaya una noticia! ¡Tienes una manera de anunciarlo! ¿Qué quiere decir, «un hombre para mí»?

—Es un italiano muy guapo. Le conozco desde hace tiempo, pero no estaba segura de que fuera lo que necesitabas. He reflexionado. Y creo que es justamente lo que te hace falta. Tienes que conocerle cuanto antes.

Esta nota de urgencia, muy en el estilo de Marie-Anne, divirtió una vez más a Emmanuelle. No estaba nada segura de que el candidato, a pesar de no conocerlo, fuese «lo que necesitaba», pero no quería decepcionar a su tutora. Se esforzó en mostrar interés por el proyecto, ya que no gratitud por tanta solicitud: —¿Cómo es, tu Adonis? —preguntó.

—Un perfecto marqués florentino. Seguramente nunca has encontrada nada igual. Delgado, alto, con nariz aguileña, ojos negros, sagaces y profundos, tez oscura, rostro afilado…

—¡No está mal!

—Pues no me creas, si así lo prefieres. Pero estoy segura de que te reirás menos tontamente cuando le veas. Él también ha nacido bajo el signo de Leo.

—¿Y quién más?

—Ariane y yo.

—¡Ah! entonces…

—Pero tiene el pelo negro y brillante, como el tuyo. Con algunas mechas plateadas que aumentan su distinción.

—¡Pelo gris! ¡Entonces es un viejo!

—Naturalmente. Tiene la edad que necesitas: exactamente el doble que tú, treinta y ocho años. Por eso te digo que tienes que darte prisa: el año que viene serás demasiado vieja. Y además, el año que viene, ya no estará aquí.

—¿Qué hace en Bangkok?

—Nada. Es muy inteligente. Viaja por el país, conoce todos los rincones. Escarba en las ruinas, estudia la edad de los budas. Ha llegado a encontrar cosas en el museo que el vigilante no había visto nunca. Creo que está escribiendo un libro sobre ello. Pero, como te decía, sobre todo no hace nada.

Emmanuelle interrumpió bruscamente a Marie-Anne:

—Dime, ¿quién es esta mujer fantástica?

—¿Mujer fantástica?

—Sí, la que acaba de llegar.

—¿Llegar adonde?

—¡Pues aquí, Marie-Anne! ¿Te has vuelto boba? Ahí, mira, delante de ti…

—¿Te refieres a Bi?

—¿Cómo dices?

—¡Digo Bi! Eres tú la que no entiende nada.

—¿Se llama Bi? ¡Qué nombre más extraño!

—¡Oh! no es un nombre. En inglés quiere decir abeja. Se escribe con b y dos e. Yo prefiero escribir b, i. Es más claro.

—Pero ella, ¿cómo lo escribe?

—Como se lo diga yo.

—¡Por favor, Marie-Anne!

—Haces bien en pensar que no es su verdadero nombre. Se lo he puesto yo. Ahora todo el mundo ha olvidado el otro.

—Dímelo de todas formas.

—¿Qué más te da? No podrás repetirlo, es una palabreja impronunciable, un nombre inglés completamente grotesco.

—¿Tampoco puedo llamarla Bi?

—No tienes necesidad de llamarla.

Emmanuelle miró a Marie-Anne con asombro, titubeó, luego se conformó con preguntar: —¿Es inglesa?

—No, americana. Pero tranquilízate, habla francés como tú y como yo. Sin ningún acento, no es nada pintoresca.

—No parece gustarte mucho.

—¿Ella? ¡Es mi mejor amiga!

—¡Esta sí que es buena! ¿Por qué no me has hablado nunca de ella?

—No puedo hablarte de todas las chicas que conozco.

—Pero ya que a ésta la quieres tanto, podrías al menos haberme dicho algo.

—¿Qué te hace suponer que la quiero tanto? Es mi amiga, eso es todo. No tengo por qué quererla.

—¡Marie-Anne!… ¿Cómo quieres que te entienda? Lo que pasa es que tú no quieres decirme nada de lo que te concierne. Y tampoco quieres que conozca a tus amigas. ¿Estás celosa, acaso? ¿Tienes miedo de que te las quite?

—No veo de qué te podría servir perder el tiempo con una pandilla de chicas.

—¡No seas ridícula! Mi tiempo no es tan precioso. Quien te oyera, creería realmente que mis días están contados.

—¡Pues más o menos!

Marie-Anne parecía creerlo tan seriamente que Emmanuelle se sintió turbada. Protestó: —Todavía no me siento decrépita.

—Pues, ¿sabes?, eso llega enseguida.

—¿Y esta Bi, esta Bee —prefiero la ortografía inglesa, al menos quiere decir algo—, tiene también un pie en la tumba, según tus cálculos?

—Tiene veintidós años y ocho meses.

Emmanuelle siguió preguntando:

—¿Está casada?

—No.

—¿Entonces todavía más vejestorio que yo? ¡Lo que debe tener que oír!

Marie-Anne no hizo comentarios.

—Por lo que he podido entender, no tienes intención de presentármela —dijo nuevamente Emmanuelle.

—¡Te bastará con venir! En lugar de decir idioteces.

Marie-Anne le hizo señas a Bee, que se dirigió a su encuentro.

—Esta es Emmanuelle —dijo Marie-Anne como si hubiera revelado al autor de una fechoría.

Los enormes ojos grises, vistos de cerca, daban una impresión de inteligencia y de libertad. Bee no debía preocuparse tanto por dominar a los demás como por dejarse gobernar fácilmente ella misma. Emmanuelle pensó, para sí, que Marie-Anne debía mantener con ella algún contencioso. Se sintió vengada.

Intercambiaron inofensivas banalidades. La voz de la recién llegada armonizaba con su mirada. Tenía la palabra fácil y jamás dudaba. Una alegría íntima la animaba. Emmanuelle se dijo que aquella mujer detentaba el rostro y el tono de la felicidad.

Quiso saber cómo ocupaba Bee su tiempo. Sobre todo paseando por la ciudad, parecía. ¿Vivía sola en Bangkok? No, había venido, hacía un año, a visitar a su hermano, que ejercía las funciones de agregado naval de la embajada de Estados Unidos. Su primera intención había sido quedarse sólo un mes, pero, de momento, seguía allí. No tenía ninguna prisa por volver.

—Cuando me canse de estas vacaciones prolongadas —dijo—, me casaré y regresaré a los Estados Unidos. No tengo ganas de trabajar. Adoro estar sin hacer nada.

—¿Está usted prometida? —preguntó Emmanuelle.

Esta pregunta la llevó a descubrir la risa de Bee. Era muy franca y muy bonita.

—Sabe, en mi país, nos prometemos el día antes de casarnos; y, dos días antes, todavía no sabemos con quién. Como no me retiraré mañana ni pasado mañana, me resultaría realmente embarazoso decirle quién va a ser el elegido.

—Pero, casarse no significa forzosamente retirarse —protestó Emmanuelle.

Bee esbozó una sonrisa indulgente. Dijo simplemente: «¡Oh!» en tono de duda. Añadió: —Tampoco retirarse es una desgracia.

Emmanuelle hubiera querido preguntar: «¿Retirarse de qué?». Pero temió ser indiscreta. Fue Bee la que preguntó: —¿Está contenta de haberse casado tan joven?

—¡Oh, sí! —dijo Emmanuelle—. Seguramente es lo mejor que he hecho en mi vida.

Bee volvió a sonreír. Emmanuelle se sintió atraída por el aura de bondad que emanaba de ella. La belleza de esmalte de su rostro (que daba la impresión de estar totalmente exento de maquillaje, si bien, para conseguir una simulación tan perfecta de la naturaleza, Emmanuelle sabía cuánta aplicación y paciencia eran necesarias, cuántas horas de experta manipulación de los pinceles y de las cremas), pese a lo que en él había de casi molesto por su exceso de perfección, quedaba relegada al olvido en cuanto la jovialidad irrumpía a través de ella como el sol a través de un cristal. Entonces ya no se deseaba exclamar: «¡Qué hermosa es esta mujer!», sino: «¡Qué aspecto más simpático tiene!». Emmanuelle, sin embargo, prefería pensar: «¡Qué feliz parece!». Sentía que ese estado las acercaba, ya que también ella tenía conciencia de ser feliz. Y la infelicidad la asustaba hasta el punto de hacerla incapaz de amar sinceramente a alguien que sufriese, que estuviese enfermo, fuese pobre u oprimido. A veces se avergonzaba de aquel rasgo de su carácter, que sin embargo no denotaba dureza de corazón sino una pasión tenebrosa, casi obsesiva, por la belleza.

Mientras Marie-Anne daba conversación a las señoras, Emmanuelle no se separó de Bee. No hablaron de nada importante, pero estaba claro que ambas se complacían en permanecer juntas. Emmanuelle llegó a alegrarse de que su joven amiga pareciera olvidarla. Cuando Jean vino a buscarla, lamentó tener que marcharse. Marie-Anne, al despedirse, le lanzó un apresurado: «¡Ya te llamaré!». Emmanuelle pensó, demasiado tarde, que también ella debería haber pedido a Bee su número de teléfono. Estaba tan consternada por este olvido que no atinó a responder a las preguntas de su marido.

Sin poder explicarse exactamente por qué, Emmanuelle rehuía encontrarse de nuevo con Ariane. Para no exponerse a encontrarla en el Sports Club, renunció a las sesiones de natación matutinas. Había preguntado a su marido lo que opinaba de la joven condesa y él había contestado que la encontraba muy atractiva. Le gustaba su fogosidad y su ausencia de cursilería. ¿Había hecho el amor con ella?, quiso saber Emmanuelle. No, pero de haberse presentado la ocasión, la hubiera aprovechado encantado. Emmanuelle, que generalmente solía enorgullecerse de que su marido tuviera éxito con otras mujeres, esta vez sintió —contra toda lógica, ya que, de hecho, no lo había tenido con Ariane— un violento escozor de celos, que se cuidó bien de ocultar a Jean, pero que no por ello dejó de envenenarle el día.

Poco tiempo después de esa conversación, recibió una llamada telefónica de Ariane. La condesa le dijo que se sentía embrutecida por la lluvia que caía desde hacía dos días, pero que había tenido una «idea genial». Quería enseñarle squash a Emmanuelle. ¿Qué es eso? Una especie de tenis al que, justamente, se puede jugar incluso cuando llueve, porque se practica a cubierto. A Emmanuelle le encantará. Ariane llevará las raquetas y las pelotas, todo lo que Emmanuelle tiene que hacer es conseguir un short, ponerse unas zapatillas y encontrarse con ella en el Sports Club dentro de media hora.

La condesa había colgado antes de dar tiempo a Emmanuelle de inventarse una excusa. Se dijo que al fin y al cabo aquel deporte, del que jamás había oído hablar, podía ser divertido y se dispuso a acudir a la cita de buen talante.

Cuando se encontraron en el club, las dos mujeres descubrieron que se habían vestido igual: jersey de algodón amarillo sobre shorts negros. Se echaron a reír.

—¿Llevas sostén? —quiso saber Ariane.

—Nunca —respondió Emmanuelle—. No tengo ni uno solo.

—¡Muy bien! —se entusiasmó su compañera, que cogió con las dos manos por la cintura a Emmanuelle, levantándola ligeramente del suelo. Emmanuelle estaba atónita: no había imaginado que Ariane tuviese tanta fuerza.

Esta última proclamaba:

—No hay que creer ni una palabra de todos esos cuentos sobre el tenis o el montar a caballo, que dejan el seno caído si no se le comprime en esos cubiletes de ilusionista. Es justamente al contrario. El deporte los fortifica y, cuanto más ejercicio se les obliga a hacer, más duros se vuelven. No tiene más que ver los míos.

Levantó su jersey, en medio de la explanada, por la que circulaban otros jugadores. Emmanuelle no fue la única en admirar el busto de cazadora.

Encontró que una cancha de squash era, a primera vista, la cosa más banal del mundo: un suelo, cuatro tabiques de madera y un techo. Desde las gradas donde se encontraban, semejaba una especie de foso. Descendieron por una escalera, que giró en torno a su barrote superior hasta pegarse al techo, automáticamente levantada por unas poleas, en cuanto pusieron un pie en el suelo. Para salir del foso había que hacer bajar la escalera tirando de una cuerda. Ariane explicó que el juego consistía en lanzar, por tumo una pelota de goma dura contra el tabique, utilizando una raqueta de escaso diámetro y mango largo.

La pelotita negra, bajo los impactos, se movía con tal velocidad que obligaba a Emmanuelle a correr como una loca de una pared a otra, riéndose a carcajadas cuando sus sueltos cabellos le azotaban el rostro. Al cabo de una media hora, podía devolver bastante bien las pelotas, pero sus piernas vacilaban y apenas le quedaba aliento. Todo su cuerpo chorreaba sudor. Ariane dio la señal de descanso e hizo bajar la escalera. De una bolsa que había amarrado a los barrotes extrajo dos toallas. Se quitó el jersey y se friccionó enérgicamente, luego se acercó a Emmanuelle y con la toalla secó el pecho y la espalda de su amiga, que se dejaba hacer, jadeante. Su jersey, empapado, estaba enroscado bajo sus axilas, no tenía fuerza para levantar los brazos y quitárselo. Ariane la apoyó contra la escalera inclinada, sobre la que Emmanuelle, juguetona, fingió dejarse crucificar, separando brazos y piernas.

Su compañera le friccionaba los senos con ligereza y siguió haciéndolo aún después de que estuvieran secos. A las sensaciones acres de ahogo, de cansancio y de sed que hacían arder la laringe de Emmanuelle, se había añadido una congestión no carente de atractivo. De pronto, Ariane dejó caer la toalla y, deslizando sus brazos bajo los de su amiga, se recostó contra ella con todo su cuerpo. Emmanuelle sintió los pezones buscando los suyos (en cuanto los encontraron, se abandonó al placer, demasiado intenso para ofrecer resistencia) y un pubis activo que la oprimía a través de la tela de los shorts. Al estar echada hacia atrás recuperaba los escasos centímetros de altura que tenía de menos, de forma que ambas bocas se hallaban exactamente al mismo nivel. Ariane la besó como nunca habían besado a Emmanuelle: profundamente, explorando sucesivamente, sin olvidar la menor superficie, sus labios, su lengua, todas las cavidades y las prominencias de su boca, su paladar, sus dientes, durante tanto tiempo que jamás supo si aquel beso había durado varios minutos o varias horas. Había dejado de sentir la sed que, hacía un momento, irritaba su garganta. Se removía suavemente, para que su clítoris pudiera expanderse, endurecerse y buscar refugio en la solidez del otro vientre. Cuando la erección se hizo tan potente que Emmanuelle no fue más que un enorme capullo a punto de explotar, comprimió entre sus piernas, sin siquiera darse cuenta, uno de los muslos de Ariane, contra el que empezó a restregar su sexo con un suave movimiento de toda su pelvis. Ariane la dejó hacer durante algunos minutos, sabiendo que Emmanuelle tenía necesidad de aquel derivativo para la tensión excesiva de sus sentidos. Luego retiró sus labios y contempló a su pupila con aquella sonrisa que exhibía tan a menudo y que parecía traducir la alegría de haber inventado un buen chiste. Emmanuelle se sintió molesta por aquella mirada y a la vez tranquilizada al constatar que Ariane ponía tan escaso sentimentalismo en sus abrazos. Deseaba ser besada de nuevo; y no quería que los senos de Ariane la abandonasen. Pero ésta la cogió bruscamente por la cintura, como había hecho cuando se encontraron, y, con un impulso atlético, la levantó subiéndola a la escalera. Los pies de Emmanuelle se enlazaron a un barrote. Creyó que Ariane querría besar sus senos, pero la responsable del juego mantenía la cabeza a distancia y sus ojos burlones no se separaron de los de la víctima. Antes de que Emmanuelle tuviera tiempo de hacerse una idea clara de lo que le estaba ocurriendo, la mano de Ariane se había introducido por la pierna de su short y tomaba posesión de su sexo húmedo.

Los dedos de Ariane eran tan expertos, ejercitados y eficaces como su lengua. Pasaron rozando el clítoris, luego dos de ellos, pegados uno a otro, se introdujeron decididamente hasta lo más hondo de la carne, dilatando las paredes de la mucosa, ablandando la protuberancia resistente de la matriz, desplegando una actividad, un discernimiento admirables. Emmanuelle se dejó arrastrar al orgasmo sin resistencia, haciendo acopio de fuerzas para gozar lo máximo posible, abriéndose y ofreciéndose a la mano que la excavaba. Tuvo la sensación de que una lava la desbordaba y discurría, espesa y caliente, por el cuerpo de Ariane. Cuando finalmente desfalleció a los pies de la escalera, su amiga la recogió en brazos y la estrechó contra su cuerpo. Si Emmanuelle hubiera visto en aquel momento los ojos de Ariane, tal vez le habría sorprendido descubrir que ya no reían.

Sin embargo, cuando recobró el conocimiento su compañera ya había recuperado su aire travieso y su vivacidad de siempre. La tenía cogida por los hombros, con los brazos estirados. Con una carcajada, pero amablemente, preguntó: —¿Todavía te quedan fuerzas para subir la escalera?

Emmanuelle sintió de pronto una confusión intensa y permaneció cabizbaja. La otra le cogió la barbilla con los dedos. Se encontraban de nuevo muy cerca.

—Dime —murmuró en un tono grave, casi ronco, que Emmanuelle nunca le había oído—, ¿te habían hecho esto otras mujeres?

Emmanuelle exteriormente permanecía impasible, pero, en realidad, su espíritu era víctima de una turbación que a duras penas comprendía. Optó por hacerse la sorda. Sin embargo, Ariane insistía, perentoria y mimosa a la vez: —¡Contesta! ¿Nunca has hecho el amor con mujeres?

Imagen del respeto humano y de la mala voluntad, Emmanuelle se obstinaba en su silencio. Ariane se acercó para mover los labios contra los de su amiga.

—Ven a mi casa —susurró—. ¿Quieres?

Pero Emmanuelle sacudió negativamente la cabeza.

Ariane contempló durante unos instantes la barbilla rebelde que albergaba su mano, pero no dijo nada más. Cuando, finalmente, se separó, nada en su mirada risueña y su expresión juguetona permitía adivinar si estaba decepcionada por la negativa de Emmanuelle, si se lo reprochaba.

—¡Arriba! —dijo, después de hacerle cosquillas en la punta de la nariz.

Emmanuelle se dio la vuelta y trepó por los peldaños. Ariane la siguió. Emmanuelle hizo bajar hasta la cintura su jersey, que seguía mojado.

—¡Oh, te has dejado el jersey abajo! —observó. Y propuso enseguida—: ¿quieres que vaya a buscarlo?

Un instante después se dio cuenta de que acababa de tutear a Ariane por primera vez.

Pero ésta hizo un gesto de soberano desprecio:

—¡Déjalo! No vale la pena; está hecho un asco.

Se echó una toalla sobre los hombros, sin molestarse en cruzarla sobre su pecho. Hacía oscilar en una mano las raquetas y la abigarrada bolsa de lona, mientras se encaminaba hacia el garaje. Con la otra mano cogía la de Emmanuelle. Algunos grupos les hicieron señas al pasar; Ariane les devolvió alegremente el saludo, descubriendo aún más la desnudez de sus senos. Emmanuelle tenía de pronto la impresión de que todo el mundo las miraba. Lo único que sentía era pudor y alarma. Tenía prisa por alejarse de Ariane y estaba decidida, una vez más, a no volver a verla.

Al llegar junto a los coches, Ariane soltó la mano de su compañera y la miró de frente, mientras al fin hacía un nudo con las puntas de la toalla. La contemplaba con una expresión inquisitiva y expectante, cuya elocuencia irónica no necesitaba apelar a las palabras. Nuevamente, Emmanuelle bajó la cabeza; su azoramiento, el desorden de sus pensamientos, no eran fingidos. Ariane no se mostró insistente. Inclinándose, besó ligeramente a su amiga en la mejilla.

—Hasta pronto, cabritilla —dijo alegremente.

Se metió en el coche y arrancó con un gesto de despedida.

Cuando hubo desaparecido, Emmanuelle lamentó no haber hecho nada para retenerla. Habría deseado volver a verle los senos. Sobre todo, habría deseado sentirlos sobre su cuerpo. De pronto deseaba estar desnuda y que Ariane estuviese desnuda y echada sobre ella, las dos muy desnudas, desnudas como nunca lo habían estado. Deseaba sentir los senos de ella contra los suyos y los sexos pegados. Deseaba ser acariciada por manos de mujer, por piernas, labios, un cuerpo de mujer… Si Ariane en aquel momento hubiese vuelto sobre sus pasos, ¡ah, con qué ardor se le habría entregado Emmanuelle!

Christopher llegó aquel mismo día. Era mucho más guapo que en las fotos, tenía el porte y la risa abierta de un jugador de rugby anglosajón; su pelo rubio rudamente peinado parecía luchar contra un huracán. Emmanuelle enseguida se sintió en confianza, como con un viejo amigo. Mientras le mostraba su jardín, enlazó un brazo con el de su marido, y el otro bajo el de Christopher. Ya se estaba disputando con Jean la compañía del recién llegado: —¡No irás a hacer trabajar a Christopher todo el día! Quiero llevarle a los khlongs, enseñarle el mercado de los ladrones…

—Pero es que no he venido de vacaciones —se defendía Christopher encantado.

El doble placer de volver a ver a Jean y de descubrirle tan bien casado confería para él a aquel domingo las apariencias más faustas. No ocultaba la admiración que le inspiraba Emmanuelle: —¡De veras que este bandido ha tenido demasiada suerte! —exclamó envolviendo a su anfitriona en una mirada de entusiasmo—. ¡Y no ha hecho nada para merecérsela!

—Afortunadamente —bromeó ella—. ¡No podría soportar a un marido lleno de méritos!

Prolongaron la velada hasta tarde; alegres y bulliciosos, no se acostaron hasta que el sueño venció a Emmanuelle, cerrándole los ojos en el sillón donde se había enroscado, bajo la buganvilla que cubría la terraza de la planta baja. No llovía. Los sapos se habían callado. Las estrellas mostraban su color de estación seca. El mes de agosto ofrece a menudo estas treguas engañosas.

Emmanuelle duerme desnuda. Pero, para desayunar con Jean en el ancho balcón de su habitación, se pone uno de esos camisones muy cortos que (en parte por el placer de probárselos) compró en gran cantidad antes de abandonar París. El que lleva esta mañana es transparente y plisado y su color es casi idéntico al de su piel. El borde no llega más abajo de la ingle. Tres botones lo abrochan en la cintura. La brisa más ligera lo levanta. Emmanuelle de pronto se echa a reír.

—¡Dios mío! Había olvidado que tenemos un invitado. Será mejor que me ponga algo más decente.

Y se levanta para ir a cambiarse. Pero Jean interviene: —De ninguna manera —decreta—. Estás mucho mejor así.

Ella, en el fondo, no tiene ningún inconveniente en mostrarse tal como está, acostumbrada desde hace mucho tiempo a aparecer desnuda entre toda clase de gente. En este sentido, la actitud de su marido prolonga la de su infancia. La idea de tener que ponerse una bata para aparecer ante ellos habría sido considerada absurda tanto por sus padres como por ella. Si ha comprado camisones después de su boda ha sido por coquetería y no por pudor.

Christopher, en cambio, no parece sentirse tan cómodo como sus anfitriones. Sentado frente a Emmanuelle, no consigue apartar los ojos de los senos que el sol anima a través de los pliegues: sus pezones dibujan una mancha de sangre. Cuando ella se levanta y le trae galletas, fruta, miel, la brisa matinal entreabre hasta el ombligo la lencería calada y el triángulo de astracán se aproxima a él, tan cerca de su rostro que puede aspirar su perfume de lilas.

No se atreve a llevarse a los labios la taza de té, por miedo a que sus manos tiemblen. Piensa con pánico: «¿Qué pasará si tengo que levantarme? ¿O si alguien quiere retirar el mantel?».

Emmanuelle, por suerte, vuelve a su habitación antes de que los hombres hayan terminado sus desayunos. Con lo que Christopher tiene tiempo de serenarse.

No volverían hasta la hora de cenar. Emmanuelle no tenía ganas de quedarse todo el día sola en casa. Cogió su coche y partió hacia el centro de la ciudad. Durante una hora circuló sin rumbo, despistándose a menudo, deteniéndose de vez en cuando para entrar en una tienda, o perdiéndose en la contemplación horrorizada de un leproso: sentado en la acera, se desplazaba a trompicones, apoyándose sobre sus muñones y arrastrando por el suelo mugriento sus muslos carcomidos. Emmanuelle se sintió tan trastornada por este espectáculo que no podía poner el motor en marcha. Permanecía allí, paralizada, sin recordar adónde quería ir ni las maniobras que debía hacer, con sus pies enteros, sus manos sanas y frágiles… En aquel momento, y no muy lejos de ella, divisó saliendo de una tienda china una silueta que reconoció. Su grito sonó como una llamada de auxilio: —¡Bee!

La joven se volvió e hizo un gesto de regocijada sorpresa. Se acercó al coche.

—La estaba buscando —dijo Emmanuelle.

En el mismo instante se dio cuenta de que decía la verdad.

—¿Ah sí? Pues ha tenido suerte en encontrarme —bromeó Bee—. Porque no vengo muy a menudo por aquí.

«Evidentemente, no me cree», pensó tristemente Emmanuelle.

—¿Quiere que comamos juntas? —propuso con una voz de súplica tan apremiante que Bee, durante unos instantes, no supo qué contestar.

Emmanuelle prosiguió:

—¡Tengo una idea! Venga a mi casa. Usted todavía no la conoce, y hay un montón de cosas para comer.

—¿No prefiere que le haga probar algunas curiosidades locales? —se ofreció Bee—. Muy cerca de aquí hay un pequeño restaurante siamés de lo más pintoresco. Yo la invito.

—¡No, no! —se obstinó Emmanuelle—. Eso será otra vez. Ahora que la he encontrado, prefiero llevarla a mi casa.

—Como usted quiera.

Bee abrió la portezuela y se sentó a su lado.

A Emmanuelle se le ensanchó el corazón. De pronto tenía la sensación de haberse reencontrado, segura de sus deseos, orgullosa de lo que amaba, tan incapaz de simular como de esperar. Poco faltó para que no se pusiera a gritar de alegría mientras conducía, contra toda prudencia, a través del hormiguero de la ciudad. Se reía a carcajadas, sin motivo. Parecía irradiar haces de luz. Un canto de esperanza resonaba en su cabeza. ¡Oh mi tierra firme! ¡Oh mi belleza de nombre alado, oh tú, belleza mía, mi dulce hermosura! ¡Oh mi bahía prometida de nombre alado, mi beldad, oh mi dulce hermosura! ¡Mi beldad, mi tierra, mi bahía, mi ala!

Tendía los brazos con una ternura de náufraga, sacudiendo sus largos cabellos húmedos de olas, besando con sollozos de felicidad el hermoso rostro de tierra suave. ¡Por fin, por fin! Tan dulce era la tierra donde la ola la depositaba, vestida con sus cabellos mojados, tan dulces para su torso alterado y para sus piernas desnudas, tan acogedora para su cuerpo liberado. Todo caía en el olvido, lo que había aprendido y desaprendido desde que zozobrara de un mundo a otro, en los sortilegios de la noche de agosto. La aurora de siempre doraba sus labios.

Bee la miraba con admiración y cierta perplejidad.

La elegancia y la actualidad de la decoración agradaron a la visitante. Elogió la disposición de las flores, destreza japonesa que Emmanuelle había adquirido en París; los muebles de cerámica; los centros de mesa de piedra traslúcida adornados de corales y conchas marinas; y el gran móvil de hierro forjado que se alzaba en medio de la sala, estorbando, provocando, tintineando con un insólito follaje de hierro.

Comieron con rapidez. Emmanuelle se había quedado sin habla. Su mirada de júbilo no se apartaba de Bee.

Luego visitaron el jardín, a pesar del sol abrasador. Emmanuelle llevaba a su amiga de la mano a través de esquejes y de plantones, para hacerle presentir lo que sería la belleza del paisaje cuando los arbustos estuviesen en flor.

Emmanuelle cogió una rosa de largo tallo y se la ofreció a Bee. Esta rodeó la corola roja con sus dedos y la acercó a su mejilla. Emmanuelle acercó a su vez los labios y dio un beso a la rosa.

Cuando volvieron a la casa, el sudor cubría sus rostros, y sus cuellos.

—¿Y si nos duchamos? —sugirió Emmanuelle.

Bee reconoció que era una buena idea.

En cuanto estuvieron en su cuarto, Emmanuelle se desprendió de su ropa tan apresuradamente como si estuviera ardiendo. Bee sólo empezó a desvestirse cuando Emmanuelle se hubo quitado la última pieza de su traje. Primero dijo: —¡Qué cuerpo más bello tiene!

Luego desabrochó lentamente su cuello. Cuando entreabrió su camisa, que, al igual que Emmanuelle, llevaba directamente sobre la piel, ésta no pudo contener una exclamación: el busto de Bee parecía el de un chico.

—Fíjese qué plana soy —dijo la joven.

No parecía sentirse humillada. Saboreaba la sorpresa de Emmanuelle. Esta inspeccionaba los pezones rosados, tan pequeños y pálidos que parecían impúberes. Bee quiso saber, más bien en broma: —¿Lo encuentra feo?

—¡Oh, no! Al contrario, ¡es maravilloso! —exclamó Emmanuelle, con tal fervor que su interlocutora se enterneció.

—Sin embargo tendría todo el derecho a mostrarse severa. Con esos senos admirables… —observó—. Ofrecemos un contraste asombroso, ¿no le parece?

Pero Emmanuelle parecía convertida y fanática.

—¿Qué tiene de interesante poseer senos grandes? —volvió a rebatir—. Se ven todos los días en las portadas de las revistas. Usted, en cambio, es distinta de las demás mujeres. ¡Es tan bonito!

Su voz bajó ligeramente de tono:

—Es lo más excitante que he visto en mi vida, de verdad. No se lo digo en broma.

—Debo confesarle que a mí me divierte bastante —dijo Bee mientras deslizaba la falda a lo largo de sus piernas—. Seguramente no me gustaría tener un pecho demasiado pequeño; pero nada de pecho en absoluto, tiene gracia, ¿no le parece? —De pronto parecía más locuaz. Emmanuelle no recordaba haberle oído pronunciar un discurso tan largo—. Durante mucho tiempo, viví con el temor de que mis senos aumentaran de tamaño. Habría tenido la impresión de perder toda mi personalidad. Y rezaba cada noche: «¡Dios mío, haz que nunca llegue a tener verdaderos senos!». ¡Me porté tan bien que al parecer Dios me escuchó!

—¡Qué suerte! —exclamó Emmanuelle—. Habría sido terrible que sus senos creciesen. ¡Me gustan muchísimo así!

También las piernas de Bee le parecían admirables, tan largas y de líneas tan puras que parecían salidas de los figurines de un diseñador de modas, de no ser del todo reales. Las caderas estrechas, la delgadez flexible de la cintura contribuían asimismo a la impresión de elegancia y de raza. Pero lo que sorprendió más aún a Emmanuelle cuando Bee se quitó las bragas, fue la extraordinaria protuberancia del pubis afeitado. Jamás había visto un pubis cuyo relieve se destacase de aquella manera sobre la superficie del vientre, ni que estuviera, como aquél, tan henchido de sexualidad femenina. Creía no haber visto nada en el mundo más hermoso ni digno de ser amado. La ausencia de pelos permitía divisar la abertura del sexo, que llegaba hasta arriba y se hundía, profunda y neta, ofreciéndose inequívocamente a la mirada. El contraste con el torso de efebo y el hecho de que el cuerpo de Bee estuviera uniformemente bronceado (de manera que era inevitable pensar que había sido expuesto completamente al sol y que otros habían podido contemplar a su antojo su desnudez hermafrodita) tenían algo de desafío. Y, a pesar de la gracia distante de Bee, la turgencia lisa y rasgada de su bajo vientre era tan sensual, desprendía tal sensación de invitación, que Emmanuelle sentía su propio sexo como escarbado por una mano. Era absolutamente necesario, se decía a sí misma, poseer a Bee allí mismo, que se le abriera aquella estela voluptuosa, aquella ranura… ¡Oh, aquella ranura! ¡Aquella ranura!, cuya contemplación la hacía temblar. Abrió la boca para decirle a Bee lo que deseaba, pero en el mismo momento, la joven se dirigió al cuarto de baño.

—¿Y esa ducha? —recordó la invitada.

Ahora el artificio le parecía a Emmanuelle superfluo. Ordenó, para cortar en seco el movimiento de Bee: —Venga a la cama.

La visitante se detuvo frente a la puerta, titubeante, luego optó por reírse.

—Pero es que tengo ganas de refrescarme, no de dormir —dijo.

Emmanuelle se preguntó si Bee pensaba realmente que era una invitación a la siesta lo que le había propuesto, o si su inocencia era fingida. Clavó su mirada en la de su amiga desnuda y renunció a encontrar en ella ningún sobreentendido. Se acercó a Bee y abrió la puerta: —Entonces, haremos el amor bajo la ducha —dijo con firmeza.