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a piscina de mosaicos negros y agua rosada en la que danzan los tobillos de Emmanuelle es la del Royal Bangkok Sports Club. Las esposas y las hijas admitidas en este círculo varonil vienen, los sábados y los domingos por la tarde, a mostrar sus piernas y sus senos a través de la transparencia de su ropa, mientras pasean por las instalaciones deportivas y los demás días de la semana los muestran al descubierto sobre el borde de la piscina. Con la cabeza apoyada sobre los brazos doblados, estirada cerca de Emmanuelle (que de vez en cuando siente la caricia de sus cabellos cortos sobre su muslo), una joven con cuerpo de potranca, cuyos músculos bajo la piel cobriza parecen dibujar a la sanguina un croquis de escultor, no deja de hablar. Su risa alegre resuena sobre la superficie del agua. La belleza de su voz adorna sus confidencias.
—A Gilbert le parece de buen tono hacerse el ofendido desde lo del Filibustero: me reprocha mis tres noches de fuga. Sin embargo volví sensatamente a casa a la cuarta noche… ¡Cuando el Filibustero se fue!
Emmanuelle sabía que aquella era Ariane, mujer del conde de Saynes, consejero de la Embajada de Francia, y que tenía veintiséis años.
—¿Qué mosca le ha picado a tu marido? —preguntó otra, ocupada en peinar, sobre una tumbona de lona roja, a una perra aburrida a la que llamaba O—. ¿Estaban flaqueando sus principios?
—Lo que le molestó, no es que pasase mis noches en la cabina del comandante, sino que no se lo dijese. Cree haber hecho el ridículo buscándome por todas partes, incluso en la policía.
Las jóvenes lanzaron pequeñas exclamaciones. Tendidas sobre la parrilla de las baldosas, en un aturdimiento casi estupefaciente (no obstante estar entrenadas en tal forma de cocción), formaban una estrella de carne ardiente alrededor de Ariane, echada boca arriba, y de Emmanuelle. Esta última las oía más que verlas, ya que los reflejos geométricos del agua tibia alrededor de sus piernas parecían, de momento, interesarle más que el espectáculo de los cuerpos dorados.
—¿Dónde quería que estuvieras? No hacía falta ser brujo para adivinarlo.
—Sobre todo cuando confiesa haberme visto por última vez al final de aquella fiesta a bordo: sin armadura ni defensa entre dos fieros gavieros que parecían decididos a repartirse mis despojos.
—¿Lo hicieron?
—¿Cómo voy a saberlo?
Irguió el busto para interpelar a Emmanuelle. Esta no pudo evitar admirar una vez más la facilidad y la astucia con las que aquellas bañistas de cerámica desataban en su espalda la tira de su sostén, en teoría para evitar cualquier raya blanca sobre su bronceado, en realidad para enrolar al servicio de su silueta las leyes de la gravedad cuando, con una aparente inocencia, se incorporaban sobre los codos para saludar a un amigo que pasaba junto a ellas.
—Querida —proclamaba Ariane—, se ha perdido la ocasión del siglo, ya que algo así no se presenta dos veces en cien años en Bangkok, como Chouffie acaba de decir. Un barco de guerra atracó el fin de semana pasado en el río, con el pretexto de devolver no sé qué servicio a la marina siamesa. Me habría gustado que lo viera: ¡una tripulación de sátiros! ¡El comandante era dionisíaco! Durante tres días, todo fueron cocktails, cenas, bailes, ¡y lo demás!
La indiscreción, el tono desenvuelto, la risa aguda de las jóvenes francesas que la rodeaban intimidaban a Emmanuelle: se asombraba de que su experiencia de parisina le fuera de tan poca ayuda para enfrentarse a aquella sociedad excesiva. La ociosidad y el lujo de esas desarraigadas le parecían mucho más exagerados que el tiempo más perdido, que el dinero menos modesto de Auteuil y de Passy. Parecían vivir su ocio con intensidad, en un alarde sin improvisación ni descanso. Y todo indicaba que no tenían más preocupación a lo largo de su vida, cualquiera fuese el lugar y cualquiera fuese su edad, su apariencia y su condición que seducir y ser seducidas.
Una de ellas, cuya melena leonada descendía con abundantes rizos sobre los hombros y hasta las caderas, se levantó indolente y se acercó al borde de la piscina, donde permaneció de pie, desperezándose y bostezando, las piernas en V, la parte de su bikini blanco junto a las ingles estrecha como una cinta, dejando irrumpir la frondosidad soleada de su vello dorado y descubriendo, a los ojos repentinamente atentos de Emmanuelle, la moldura del sexo: un sexo fuerte, ejercitado, del que la pureza del rostro y la gracia de las facciones de la joven acrecentaban su impudor.
—Jean no es tan tonto —opinó—. Antes de hacer venir a su mujer, se informó de la partida del Filibustero.
—Lástima —constató Ariane con tono de sincero disgusto—. Habría tenido un éxito loco.
—Sin embargo no veo por qué iba a pensar que Emmanuelle estaría más segura en París —ironizó una de las muchachas semidesnudas. —¡No creo que le faltaran proposiciones!
Ariane miró a Emmanuelle con mayor interés. Una de las acolitas comentó con flema: —Es verdad. Su marido no debe ser celoso, para dejarla todo un año sola.
—¡Un año no, seis meses! —rectificó Emmanuelle.
Ahora escrutaba el relieve labiado de la vulva, tan cerca de ella que habría podido, con sólo inclinarse, tocarla con la boca.
—Encuentro que ha hecho bien en no pedirle que viniera al mismo tiempo que él —intervino la dueña de O—. Estos últimos meses los ha pasado prácticamente todos en el norte; todavía no tenía casa y debía alojarse en el hotel cada vez que venía a Bangkok. No habría sido una vida agradable para usted.
Y añadió enseguida:
—¿Qué le ha parecido su villa? He oído decir que es preciosa.
—Oh, está recién terminada: todavía faltan los muebles. Lo que más me gusta es el jardín, con esos enormes árboles. Tendrán ustedes que venir a verlo —concluyó educadamente Emmanuelle.
—De todas formas no pensará quedarse sola en Bangkok las tres cuartas partes del año —quiso informarse alguien del séquito de Ariane.
—Claro que no —replicó Emmanuelle con una ligera irritación—. Ahora que los ingenieros están instalados, Jean ya no tiene por qué ir a Yarn Hee: tendrá bastante que hacer aquí. Se quedará todo el tiempo conmigo.
—¡Bah! —dijo la condesa con una risa tranquilizadora—; la ciudad es grande.
Como Emmanuelle no parecía comprender para qué podía servir esta extensión, Ariane explicó: —La oficina va a acaparar la mayor parte de su tiempo, ya verá. Tendrá todo el espacio y el ocio necesario para manejar a sus admiradores. ¡Es una suerte que los hombres que valen la pena en este país no estén siempre tan ocupados como nuestros maridos! ¿Sabe usted conducir?
—Sí, pero no me atrevo a lanzarme por este laberinto de calles imposibles. Jean me dejará el chófer, hasta que aprenda a orientarme.
—Enseguida conocerá lo esencial. Yo le haré de guía.
—Dicho de otra manera, ¡Ariane se encargará de pervertirla!
—¡Cuentos! Emmanuelle no tiene necesidad de mí para eso. Más bien soy yo la que tiene ganas de que me cuente sus venalidades: Minoute tiene razón, sólo en París se organizan verdaderas orgías.
—Pero si no tengo nada que contar —objetó débilmente Emmanuelle.
De repente se sentía casi miserable.
—No se preocupe —se apresuró a decir la que parecía más ansiosa por conocer sus secretos. —Puede hacernos las confidencias más impúdicas: ¡seremos una tumba!
—¿Qué quieren que les diga? Durante todo el tiempo que he estado en Francia —afirmó Emmanuelle con una fuerza y una serenidad repentinas—, nunca he engañado a mi marido.
Por un momento el silencio reinó entre las mujeres. Parecían valorar el alcance de aquella declaración. El tono de sinceridad de Emmanuelle las había impresionado. La condesa miraba a la recién llegada con un cierto disgusto. ¿Acaso era esa chica una mojigata? Sin embargo, a juzgar por su traje de baño…
—¿Cuánto tiempo hace que está casada? —le preguntó.
—Casi un año —respondió Emmanuelle.
Y añadió, para darles celos de su juventud:
—Me casé a los dieciocho años.
Bruscamente, por miedo a dejarles recuperar la ventaja, agregó: —¡Un año de matrimonio y la mitad separados! Imagínense ustedes lo feliz que me siento de volver a estar con Jean.
Sus ojos, para sorpresa propia, se empañaron antes de que pudiera desviarlos.
Las muchachas sacudieron la cabeza como para expresar su simpatía. En realidad, pensaban: «Esta no es de las nuestras».
—¿Quiere venir a casa a tomar un batido?
Emmanuelle no ha reparado aún en la que acaba de levantarse de un salto. Pero enseguida la expresión de firmeza, la seguridad casi protectora del nuevo rostro la divierten, porque este rostro es al mismo tiempo el de una niña.
No tan pequeña, se corrige, mientras la adolescente se planta ante ella, pareciendo tomarla bajo su tutela. No más de trece años, sin duda, pero casi tan alta como Emmanuelle. La diferencia está en la madurez de sus cuerpos: éste posee algo todavía en bruto, incompletamente sutil. Tal vez se deba a la textura de la piel, que se remite más a la infancia: una piel sobre la que la pátina del sol no se deposita —cuyo tono no es cálido, civilizado, elegante como el de Ariane—. Emmanuelle la juzga, a primera vista, incluso un poco rugosa… Pero no exactamente: más bien áspera, como una finísima carne de gallina. En los brazos, sobre todo. Parece más aterciopelada en las piernas. Hermosas piernas de varón, a causa de los tobillos con tendones vigorosos, de las rodillas y las pantorrillas duras, de los muslos nerviosos. Agradables de mirar por sus proporciones logradas y su fuerza ligera más que por la emoción suavemente turbadora que suelen despertar las piernas de las mujeres. A éstas, Emmanuelle se las imagina más fácilmente corriendo por la arena o tensándose sobre el trampolín de una piscina, que, desfallecidas por la caricia de una mano, abriendo a un cuerpo impaciente la puerta de un cuerpo dócil.
Recibe la misma impresión del vientre de deportista cóncavo, surcado por el movimiento, palpitante como un corazón, de la tensión de los músculos, y que el reducido triángulo de tela —no mayor que el que lleva en escena una bailarina desnuda— no llega a hacer indecente.
Los pequeños senos puntiagudos tampoco lo son, a pesar de estar poco disimulados bajo la simbólica tira del bikini. «Es bonito», se dice Emmanuelle, «pero, realmente, ¿por qué no ir con el torso desnudo?, sería más bello y estoy segura de que no despertaría malos pensamientos». (meditándolo ya no está tan segura). Se pregunta cuál puede ser la sensualidad de unos senos tan jóvenes, luego se acuerda de los suyos y de los placeres que le dispensaban cuando apenas marcaban su perfil, incluso menos abultados, reconoce, que éstos, ya que conforme más los mira menos desdeñables le parecen. Tal vez sea el contraste con los de Ariane lo que al principio influenció su opinión. O bien las caderas estrechas, o la cintura de colegiala…
O tal vez sean esas largas y gruesas trenzas que juguetean sobre su pecho sonrosado. Esas trenzas son lo que más parece fascinar a Emmanuelle. Jamás ha visto cabellos parecidos. Tan rubios, tan finos que son casi invisibles. Ni paja, ni lino, ni arena, ni oro, ni platino, ni plata, ni ceniza… ¿Con qué podrían compararse? Con algunas hebras de seda cruda, pero no completamente blanca sin embargo, de las que se utilizan para bordar. O con el cielo de la aurora. O con el pelaje de los linces de las nieves… Emmanuelle tropieza con sus ojos verdes y olvida todo lo demás.
Oblicuos, alargados, ascendiendo hacia las sienes en un movimiento tan extraño que parecerían fuera de lugar sobre esas mejillas claras de europea —¡pero tan verdes, es cierto, tan luminosos!—. Emmanuelle ve pasar por ellos sucesivamente, como la luz de un faro que gira y desaparece, destellos de ironía, de seriedad, de razón, de extraordinaria autoridad; luego, de repente, de solicitud, de compasión, y también de burlona malicia, de fantasía, de ingenuidad: destellos de embrujo.
—Me llamo Marie-Anne.
Y, sin duda porque Emmanuelle, ocupada en contemplarla, ha olvidado responder, repite su invitación: —¿Quiere acompañarme a mi casa?
Esta vez Emmanuelle le sonríe y, a su vez, se levanta. Explica que hoy no puede aceptar, porque Jean va a venir a buscarla al club y llevarla a hacer algunas visitas. Volverá a casa tarde. Pero estaría encantada si Marie-Anne fuese a verla al día siguiente. ¿Sabía su dirección?
—Sí —dice brevemente Marie-Anne—. De acuerdo. ¡Hasta mañana por la tarde!
Emmanuelle aprovecha la distracción para escabullirse. Alega que no quiere hacer esperar a su marido. Se dirige presurosa a su guardarropa.
—¿Crees que el cuarto de invitados podrá estar listo dentro de algunos días? —preguntó a Emmanuelle su marido cuando se sentaron a la mesa.
Los paneles correderos, en aquel momento adosados a la pared, se abrían sobre un pequeño estanque donde unos lotos, por la mañana rosas, malvas, blancos o azules, columpiaban por la noche sus cálices verdes.
—Ya se puede utilizar, si queremos. Sólo faltan las cortinas y los cojines de colores que quiero poner sobre la cama. ¡Ah, sí! Y también una lámpara.
—Me gustaría que estuviese totalmente terminada dentro de diez días.
—Seguramente así será. No hacen falta diez días para hacer esos arreglos. ¿Pero qué quieres hacer con ella? ¿Tiene que venir alguien?
—Sí: Christopher. Ya sabes… Está en Malasia. Desde hace un mes. Le invité antes de que tú llegases. Todo coincide perfectamente: la empresa le envía a hacer un recorrido por Thailandia. Así pues, podrá pasar varias semanas con nosotros. Ya verás, es un tipo simpático. Casi hará tres años que no nos veíamos.
—¿Fue él, verdad, el que estuvo contigo en Asuán, después de la construcción de la presa?
—Sí, el único que aguantó hasta el final.
—Ahora me acuerdo. Me contaste que es muy serio…
Jean se rió de la mueca de su mujer.
—Muy serio, es cierto, ¡pero a pesar de todo nada siniestro! Es un tipo que me gusta. Y estoy seguro de que a ti también te va a gustar.
—¿Qué edad tiene?
—Seis o siete años menos que yo. Entonces acababa de graduarse en Oxford.
—¿Es inglés?
—No. Bueno, sí, a medias. Por parte de madre. Pero su padre es uno de los fundadores de la empresa. Sin embargo no pienses que es el típico niño de papá. Al contrario, es un hombre muy trabajador. Se puede confiar en él.
Emmanuelle se sentía un poco decepcionada por tener que compartir tan pronto la intimidad reconquistada. No obstante, decidió inmediatamente dispensar una buena acogida a aquel invitado tan apreciado por su marido. Recordaba algunas fotos en las que Christopher aparecía como un explorador atlético y bronceado, dueño de una sonrisa apacible; se dijo que a fin de cuentas le prefería como invitado en lugar de los viejos inspectores estirados que probablemente, más tarde, se vería obligada a acompañar a través de las curiosidades de la ciudad, protegiéndolos de la insolación y los mosquitos.
Emmanuelle quiso conocer más detalles, ávida de imágenes de los años peligrosos, cuando todavía no conocía a Jean. Si le hubieran matado entonces, jamás se habría convertido en su mujer: esta idea le oprimía el corazón, no pudo probar bocado.
El boy circulaba en torno a la mesa, trayendo nueces de coco envueltas en flan y azúcar quemado, después del arroz helado y los buñuelos de flores que la vieja cocinera de dientes rojos había tardado tres días en preparar en honor de la nueva patrona. Caminaba de puntillas deteniéndose alternativamente, cogiendo cada vez impulso como para saltar. A Emmanuelle le daba un poco de miedo. Se movía con demasiado sigilo, era demasiado fuerte y demasiado ligero, demasiado oportuno, demasiado presente —demasiado parecido a un gato.
Marie-Anne llegó en un coche americano blanco, conducido por un chófer indio con turbante y barba negra que volvió a marcharse tan pronto la hubo dejado.
—¿Podrás llevarme luego a casa, Emmanuelle? —preguntó Marie-Anne.
A Emmanuelle le sorprendió el tuteo. Observó también, mejor que el día anterior, que la voz armonizaba con las trenzas y la piel. En un primer momento, tuvo ganas de besar a la niña en las dos mejillas, pero algo le hizo retenerse. ¿Tal vez los pequeños senos puntiagudos bajo la camisa azul? ¡Era absurdo! Marie-Anne se mantenía muy cerca de ella.
—No te creas lo que cuentan esas idiotas —dijo—. Son unas pedantes. No hacen ni la décima parte de lo que pretenden.
—¡Claro! —convino Emmanuelle, tras un segundo de incomprensión: Marie-Anne evidentemente, se refería a las mujeres de la piscina mayores que ella—. ¿Quiere que vayamos a la terraza?
En el acto se arrepintió del «usted», instintivamente empleado. Marie-Anne aceptó la invitación con un movimiento de cabeza. Subieron al primer piso. Al pasar junto a la puerta de su habitación, Emmanuelle recordó de pronto la gran foto de ella desnuda que Jean tenía en su cabecera y temió que su invitada la viese. Apresuró el paso, pero Marie-Anne ya se había detenido frente a la celosía con mosquitero que separaba la pieza del pasillo.
—¿Es tu habitación? —dijo—. ¿Puedo verla?
Empujó la puerta, sin esperar la respuesta. Emmanuelle la siguió. La visitante se echó a reír.
—¡Qué cama tan inmensa! ¿Cuántos cabéis ahí dentro?
Emmanuelle se sonrojó.
—Son dos camas gemelas, en realidad. Están colocadas una junto a otra.
Marie-Anne contemplaba la foto.
—Estás muy guapa —dijo—. ¿Quién te la ha hecho?
Emmanuelle quiso mentir, decir que había sido Jean, pero no pudo.
—Un artista, un amigo de mi marido —contestó.
—¿Tienes más fotos? No será la única que te hizo. ¿No hay ninguna donde estés haciendo el amor?
Emmanuelle sintió un ligero vértigo. ¿Qué clase de niña era aquélla, que la miraba con sus enormes ojos claros, con una sonrisa fresca, haciéndole con semejante tono de camaradería, sin emoción aparente, tan sorprendentes preguntas? Y lo peor era que, tal vez a causa de esa mirada, Emmanuelle sentía que no podría mentir, que la niña tenía el poder de arrancarle, si lo quería, las confesiones más íntimas. Abrió bruscamente la puerta, como si ese gesto pudiera defenderla.
—¿Viene? —dijo.
Una vez más había olvidado el «tú».
Marie-Anne esbozó una sonrisa fugaz. Salieron a una terraza, protegida del sol por un toldo a rayas amarillas y blancas. El río, a escasa distancia de allí, exhalaba una cálida brisa. Marie-Anne exclamó: —¡Qué suerte tienes! En Bangkok no hay ninguna casa con una situación parecida. ¡Qué maravillosa vista y qué agradable sensación de confort!
Permaneció un momento inmóvil frente al paisaje de cocoteros y ceibos. Luego, con un gesto natural, desabrochó el ancho cinturón de rafia que le ceñía la cintura y lo arrojó sobre uno de los sillones de mimbre. Sin más dilación, abrió la cremallera de su falda abigarrada, que cayó rápidamente a sus pies. Luego, dando un saltito, abandonó el círculo de tela que había quedado sobre las baldosas. La blusa le llegaba hasta las caderas, más abajo del borde lateral de las braguitas, de manera que lo único que se veía de éstas, por delante y por detrás era una estrecha franja vertical carmesí adornada de puntillas. Se dejó caer sobre una de las tumbonas, cogió una revista, sin perder un minuto.
—¡Hacía tiempo que no hojeaba revistas francesas! ¿De dónde han salido éstas?
Se arrellanó, las piernas estiradas modosamente una junto a otra. Emmanuelle dejó escapar un suspiro, alejó los pensamientos confusos que la asaltaban, se instaló frente a Marie-Anne. Esta se echó a reír.
—¿Qué es esta historia del «aceite de hurón»? ¿No te molesta que me ponga a leer?
—Claro que no, Marie-Anne.
La muchacha se enfrascó en la lectura. El volumen abierto ocultaba su rostro.
No permaneció mucho tiempo inmóvil: su cuerpo enseguida se animó con sobresaltos rápidos, parecidos a las espantadas de un potrillo. Levantó una rodilla, y su muslo izquierdo, al abandonar el nivel en que se había mantenido hasta entonces, pegado al otro, se apoyó suavemente sobre el brazo del asiento. Emmanuelle intentó deslizar una mirada por la abertura de las braguitas. Una mano de Marie-Anne abandonó el libro y fue a posarse, directamente, entre las piernas abiertas, apartando el nylon y buscando, muy abajo, un punto que pareció encontrar sobre el cual se detuvo unos instantes. Luego volvió a ascender, descubriendo a su paso la ranura entre las carnes labiadas. Jugó con la protuberancia que tensaba el tejido, luego volvió a bajar, desapareció bajo las nalgas y empezó de nuevo su periplo. Pero esta vez, sólo el anular estaba bajado, los demás dedos, levantados con gracia, lo enmarcaban como élitros abiertos: acarició la piel hasta que la muñeca, bruscamente doblada, se quedó en reposo. Emmanuelle sentía latir su corazón con tanta fuerza que temía que se oyera. La punta de la lengua le asomaba entre los labios entreabiertos.
Marie-Anne continuó con su juego. Su dedo central se introdujo más profundamente, separando la carne. Volvió a detenerse, dibujó un círculo, titubeó, tamborileó, vibró con un movimiento casi invisible. La garganta de Emmanuelle soltó un sonido incontrolado. Marie-Anne bajó su libro y le sonrió.
—¿Tú nunca te acaricias? —dijo sorprendida. (Inclinó la cabeza sobre su hombro, mirándola con picardía.)— Yo siempre me acaricio mientras leo.
Emmanuelle aprobó con la cabeza, incapaz de hablar. Marie-Anne apartó el libro, arqueó la cintura, se llevó las manos a las caderas y, con un rápido gesto, hizo descender las braguitas encarnadas hasta los muslos. Agitó las piernas en el aire hasta liberarse de ellas por completo. Luego se relajó, cerró los ojos y, con dos dedos separó las mucosas sonrosadas.
—Es muy agradable, aquí —dijo—. ¿No te parece?
Emmanuelle opinó nuevamente con la cabeza. Con un tono de conversación banal Marie-Anne explicó: —Me gusta hacerlo muy largo. Por eso apenas toco la parte de arriba. Es mejor subir y bajar por la raja.
El gesto ilustraba el precepto. Al final sus riñones dibujaron una curva y dejó escapar un quedo suspiro.
—¡Oh! —dijo—. ¡No puedo aguantar más!
Su dedo temblaba sobre el clítoris como una libélula. El suspiro se convirtió en grito. Sus muslos se abrieron violentamente, cerrándose de golpe sobre la mano prisionera. Emitió un largo aullido, casi desgarrador, y se dejó caer jadeando. Luego, recuperando el aliento a los pocos segundos, abrió los ojos.
—¡Da demasiado gusto! —musitó.
Y, con la cabeza nuevamente inclinada, introdujo el anular en su sexo, con suma precaución, delicadamente. Emmanuelle se mordía los labios. Cuando el dedo hubo desaparecido del todo, Marie-Anne profirió un largo suspiro. Resplandecía de salud, de buena conciencia, de satisfacción por el deber cumplido.
—Acaríciate tú también —le animó.
Emmanuelle dudó, como buscando una salida. Pero su turbación duró muy poco. Levantándose bruscamente, abrió su short. Dejó que se deslizara a lo largo de sus piernas. No llevaba nada debajo. Su suéter naranja realzaba el brillo de su pubis negro.
Cuando Emmanuelle se recostó de nuevo, Marie-Anne fue a sentarse a sus pies, sobre un puf de felpa. Ahora se hallaban las dos en las mismas condiciones, el torso tapado, el bajo vientre y las nalgas desnudas. Marie-Anne miraba desde muy cerca el sexo de su amiga.
—¿A ti como te gusta acariciarte? —preguntó.
—¡Pues como a todo el mundo! —dijo Emmanuelle, a la que el cálido aliento de Marie-Anne sobre sus muslos estaba a punto de hacer perder la cabeza.
La mano de la muchacha, de haberse posado sobre ella, la habría liberado de la tensión de sus sentidos y a la vez de su embarazo. Pero Marie-Anne no la tocaba.
—Déjame ver —dijo tan sólo.
Al menos, la masturbación fue para Emmanuelle un alivio inmediato. Le pareció que una cortina se levantaba entre ella y el mundo y, a medida que sus dedos realizaban entre sus piernas su misión habitual, la paz se apoderó de ella. No intentó, esta vez, prolongar el placer de la espera. Tenía necesidad de encontrar enseguida una base, un terreno conocido; y no conocía nada mejor que el deslumbrante refugio del orgasmo.
—¿Cómo aprendiste a gozar, Emmanuelle? —preguntó Marie-Anne una vez que su amiga hubo vuelto en sí.
—Completamente sola. Mis manos lo descubrieron sin ayuda de nadie —dijo Emmanuelle riéndose.
Se sentía de buen humor y, a partir de ese momento, con ganas de hablar.
—¿Ya sabías hacerlo a los trece años? —preguntó Marie-Anne, incrédula.
—¡Pues claro! ¡Desde hacía mucho tiempo! ¿Tú no?
Marie-Anne se abstuvo de contestar y prosiguió su encuesta.
—¿Y en qué sitio prefieres tocarte?
—¡Oh, en muchos! La sensación es diferente en la punta, o en el tallo, o cerca de la base. ¿A ti no te pasa lo mismo?
Tampoco esta vez Marie Anne tuvo en cuenta la pregunta. Dijo: —¿Sólo te acaricias el clítoris?
—¡No, por favor! Ese agujerito minúsculo, sabes, justo debajo: la uretra. También es muy sensible. Basta tocarla con la punta de los dedos para que se excite.
—¿Qué más haces?
—Me gusta acariciarme dentro de los labios, donde está más mojado.
—¿Con los dedos?
—Y también con plátanos —la voz de Emmanuelle cobró un acento de orgullo—: los hago penetrar hasta el fondo. Primero los pelo. No tienen que estar maduros. Los largos, verdes, que aquí se encuentran en el mercado ambulante… ¡Oh, qué agradable!
Con sólo evocar aquella voluptuosidad se sentía desfallecer. Estaba tan cautivada por las imágenes de sus placeres solitarios que casi había olvidado la presencia de la otra. Se acarició la vulva con los dedos. En aquel momento hubiera deseado que algo la penetrara. Se volvió de lado, hacia Marie-Anne, con los párpados cerrados, las piernas muy abiertas. Necesitaba ferozmente volver a gozar. Frotó con los dedos unidos la cara interior de los labios de su sexo, con grandes movimientos rápidos, muy regulares, durante varios minutos, hasta quedar saciada.
—Ves, puedo acariciarme varias veces seguidas, una detrás de otra.
—¿Lo haces a menudo?
—Sí.
—¿Cuántas veces al día?
—Depende. Sabes, en París, estaba fuera la mayor parte del tiempo: en la facultad, o de tiendas. Casi nunca podía hacerlo más de una o dos veces por la mañana: cuando me despertaba, mientras me bañaba. Y luego dos o tres veces por la noche, antes de dormirme. Pero cuando estoy de vacaciones, no tengo nada mejor que hacer: puedo acariciarme mucho más. Y, aquí, ¡todo el tiempo van a ser vacaciones!
Permanecieron unos instantes sin decir nada, muy cerca una de otra, saboreando la amistad que nacía de su franqueza. Emmanuelle estaba contenta de haber podido hablar de estas cosas superando su timidez. Contenta, en especial, y sin atreverse del todo a confesárselo, de haberse masturbado delante de aquella muchacha a la que le gustaba mirar, que sabía gozar. En el fondo de su alma comenzaba a adornarla con todas las virtudes. ¡Y ahora la encontraba tan bonita! Aquellos ojos de elfo… Y aquella ranura soñadora que dibujaba una mueca en el rostro inferior. ¡Tan expresiva, tan distante, tan carnosa como la otra! Y aquellos muslos abiertos, sin embarazo, indiferentes a su desnudez… Preguntó: —¿En qué piensas, Marie-Anne? ¡Tienes un aspecto tan serio!
Y, para jugar, tiró de una de sus trenzas.
—Pienso en los plátanos —dijo Marie-Anne.
Arrugó la nariz y las dos se echaron a reír hasta no poder más.
—Es muy práctico no ser virgen —comentó la mayor—. Antes, ¡nada de plátanos! No sabía lo que me perdía.
—¿Cómo empezaste con los hombres? —quiso saber Marie-Anne.
—Fue Jean —dijo Emmanuelle—, quien me desfloró.
—¿Antes de él no tuviste a nadie? —exclamó Marie-Anne, tan manifiestamente escandalizada que su interlocutora adoptó un tono de disculpa.
—No. En fin, no realmente. Como es lógico, los chicos me acariciaban. ¡Pero no sabían muy bien cómo seguir!
Recuperó su seguridad para decir:
—Jean me hizo el amor enseguida. Por eso lo amé.
—¿Enseguida?
—Sí, al segundo día de conocernos. El primero, vino a mi casa; era amigo de mis padres. Me estuvo mirando durante todo el tiempo, con un aire divertido, como si quisiera hacerme rabiar. Se las arregló para quedarse a solas conmigo, me hizo toda clase de preguntas: cuántos flirts había tenido, ¡si me gustaba hacer el amor! Yo estaba terriblemente azorada, pero no podía resistirme a decirle la verdad. ¡Un poco como me pasa contigo! También él quería saber toda clase de detalles. Al día siguiente, por la tarde, me invitó a dar un paseo en su flamante coche. Me dijo que me sentara muy pegada a él e inmediatamente empezó a acariciar mis hombros, luego mis senos, sin dejar de conducir. Finalmente paró el coche en un camino del bosque de Fontainebleau y me besó por primera vez. Me dijo, con un tono que, no sé por qué, me tranquilizó completamente: «Eres virgen. Voy a poseerte». Y así permanecimos mucho tiempo sin hablar ni movernos, muy juntos. Mi corazón acabó por latir un poco menos fuerte. Era feliz. Ocurría exactamente de la forma en que habría podido soñarlo, aunque en realidad jamás lo hubiera soñado. Jean me dijo que me quitara yo misma el pantalón, y yo me apresuré a obedecerle, ya que quería cooperar en mi desfloramiento, no someterme a él pasivamente. Me hizo acostar en el asiento del coche, cuya capota estaba bajada: veía la copa de los árboles. Él permanecía de pie junto a la puerta abierta. No empezó por caricias. Penetró en mí enseguida, de tal forma, sin embargo, que no recuerdo haber sentido dolor. Al contrario, gocé tanto que me desvanecí, o me dormí, ya no lo sé. En cualquier caso, no recuerdo nada más salvo el restaurante en el bosque donde cenamos. ¡Era maravilloso! Luego Jean pidió una habitación. Y seguimos haciendo el amor hasta la medianoche. ¡Aprendí enseguida!
—¿Qué dijeron tus padres?
—¡Oh, nada! Al día siguiente, yo iba dando gritos diciendo que ya no era virgen y que estaba enamorada. Me parece que lo encontraron normal.
—¿Y Jean te pidió en matrimonio?
—¡En absoluto! Ni él ni yo pensamos en casarnos. Yo ni siquiera tenía diecisiete años. Acababa de terminar el bachillerato. Y estaba encantada de tener un amante, de ser la «querida» de un hombre.
—¿Por qué te casaste, entonces?
—Un buen día, Jean me anunció, tranquilamente como siempre, que su empresa le mandaba a Siam. Creí que iba a caerme al suelo de abatimiento. Pero no me dio tiempo. Sin más preámbulos prosiguió: «Voy a casarme contigo antes de irme. Te reunirás conmigo más tarde, cuando tenga una casa donde instalarte».
—¿Qué impresión te hizo?
—Me pareció un cuento de hadas, demasiado hermoso para ser verdad. Me reía como una loca. Al cabo de un mes estábamos casados. A mis padres les había parecido de lo más natural que fuese la amante de Jean, pero pusieron el grito en el cielo cuando habló de casarse. Intentaron hacerle ver que era demasiado viejo, que yo era demasiado joven, ¡«demasiado inocente», incluso! ¿Qué me dices? Pero él los convenció. Me gustaría saber qué les dijo. Mi padre debió resistirse todo lo que pudo: no podía resignarse a que abandonase las mates superiores.
—¿Las qué? —dijo Marie-Anne.
—El curso de matemáticas superiores que había empezado en la facultad.
—¡Vaya ocurrencia!
Marie-Anne se echó a reír.
—Una idea de papá. Jean iba a marcharse después de nuestra boda. Pero, por suerte, no se fue hasta que pasaron seis meses. Gracias a eso no tuvimos que separarnos enseguida. Pude ser su mujer legítima tanto tiempo como había sido su amante. Y encontré que estar casada era tan divertido como ser pecadora. Aunque, al principio, me pareció extraño hacer el amor de noche.
—¿Y luego? ¿Dónde viviste durante su ausencia? ¿En casa de tus padres?
—¡Oh no! En su apartamento, en fin en nuestro apartamento, en la rue Docteur Blanche.
—¿No le daba miedo dejarte sola?
—¿Miedo? ¿De qué?
—¡No sé! ¡De que le engañases!
Emmanuelle soltó una carcajada.
—No creo. Jamás hemos hablado de eso. No se le debió ocurrir. Ni a mí tampoco.
—¿Pero no lo has hecho de todas formas?
—¿Por qué? No. Montones de hombres corrían detrás de mí. Yo los encontraba ridículos…
—Entonces, ¿lo que les has dicho a las otras no era una broma?
—¿A las otras?
—Ayer, ¿ya no te acuerdas? Les dijiste que nunca te habías acostado con otro hombre que no fuera tu marido.
Emmanuelle dudó durante una fracción de segundo. Fue suficiente para que, instantáneamente, Marie-Anne se pusiese en guardia. Dándose la vuelta, se puso de rodillas y se apoyó en el brazo de la silla con aire suspicaz.
—No hay ni una palabra de verdad en todo lo que has dicho —denunció justiciera—. No hay más que mirar la cara que pones. ¡Deberías ver qué expresión de sinceridad!
Emmanuelle, sin demasiada convicción, intentó zafarse.
—En primer lugar, nunca dije nada parecido…
—¿A no? ¿Acaso no le dijiste a Ariane que no engañabas a tu marido? Por eso quería hablar contigo. Porque no te creía. ¡Afortunadamente!
Emmanuelle mantuvo su casuística:
—Pues bien, te has equivocado. Y vuelvo a repetirte que no dije eso como tú lo explicas. Dije simplemente que fui fiel a Jean durante todo el tiempo que estuve en París. Eso es todo.
—¿Cómo que eso es todo? ¿Y entonces?
Marie-Anne escrutó el rostro de Emmanuelle, que intentaba aparentar desenvoltura. Bruscamente, la muchacha cambió de táctica. Su voz se tornó mimosa.
—Además, ¿por qué ibas a serle fiel, me pregunto? No había ninguna razón para que te reprimieses.
—No me reprimía: no me gustaba nadie. Así de sencillo.
Marie-Anne hizo una mueca, reflexionó, luego preguntó: —¿Eso significa que, si te hubiera gustado alguien, habrías hecho el amor con él?
—Desde luego.
—¿Cómo puedes demostrarlo? —dijo desafiante Marie-Anne, con el tono ácido de un niño descarado.
Emmanuelle la contempló con aire inseguro; luego, de repente, dijo: —Lo he hecho.
Marie-Anne pareció electrizada. Se levantó de un salto, volvió a sentarse, cruzó las piernas, puso las manos sobre las rodillas.
—Lo ves —moralizó con expresión sombría, y un acento de pena—. ¡Y querías hacerme creer que no!
—No lo hice en París —explicó Emmanuelle, en tono paciente—. Fue en el avión. El avión que me traía aquí. ¿Comprendes?
—¿Y con quién? —la apremió Marie-Anne, que parecía no fiarse de nada.
Emmanuelle reflexionó un rato, luego reveló:
—Con dos hombres, que ni siquiera sé cómo se llaman.
Si pensaba causar sensación, debió decepcionarse, ya que Marie-Anne prosiguió su interrogatorio sin chistar.
—¿Te penetraron para gozar?
—Sí.
—¿Entraron profundamente dentro de ti?
—¡Oh, sí!
Emmanuelle se llevó instintivamente la mano al vientre.
—Acaríciate mientras me lo cuentas —ordenó Marie-Anne.
Pero Emmanuelle sacudió negativamente la cabeza. De pronto pareció sufrir un ataque de afasia. Marie-Anne la examinó con una mirada crítica.
—¡Vamos! —la intimó—. ¡Habla!
Emmanuelle obedeció, primero con desgana y un cierto azoramiento, luego, enseguida, excitada por su propia historia, sin hacerse rogar y, al contrario, esforzándose por no olvidar ningún detalle. Se detuvo después de contar cómo le había gustado la estatua griega. Marie-Anne la había escuchado con aire absorto, cambiando varias veces de postura… Sin embargo no parecía particularmente impresionada.
—¿Se lo has dicho a Jean?
—No.
—¿Has vuelto a ver a esos dos hombres?
—¡Claro que no!
Daba la impresión de que, por el momento, Marie-Anne no deseaba saber nada más.
Emmanuelle llamó a una joven sirvienta —que parecía salida, con su negra cabellera adornada de flores, su cuerpo ocre y su túnica escarlata, de un sueño de Gauguin— para que les hiciera té. Volvió a ponerse el short y Marie-Anne las bragas. La falda multicolor quedó en el suelo. La muchacha quería ver todas las fotos de Emmanuelle desnuda y ésta fue a buscarlas. Marie-Anne recuperó enseguida su mordacidad.
—¡Oye! No vas a decirme que no hiciste nada con el fotógrafo…
—¡Pero es el colmo! —se rebeló Emmanuelle—. ¡Si ni siquiera me tocó!
Y añadió, simulando despecho:
—Por otra parte, no tenía ninguna posibilidad, era homosexual.
Marie-Anne hizo una mueca. Se mostraba escéptica. Volvió a estudiar las fotos.
—Encuentro —le confió—, que un artista debería hacer el amor con su modelo antes de hacer su retrato. Tuviste una idea descabellada al dirigirte a alguien a quien no le gustaban las mujeres.
—Yo no lo elegí —protestó Emmanuelle, que empezaba a sentirse realmente molesta—. Fue él quien propuso hacerme fotografías. Ya te lo he dicho, es un amigo de Jean.
Marie-Anne hizo un gesto como para borrar ese dato.
—Realmente tendrías que hacerte retratar por alguien que estuviese bien. Cuando seas vieja será demasiado tarde.
La imagen de lo que Marie-Anne podía entender por «alguien que estuviese bien» y la de la inminencia de su propia decrepitud hicieron reír a Emmanuelle a carcajadas.
—No me gusta posar. Ni siquiera para una foto. ¡Imagínate para un cuadro!
—Y, desde que estás aquí, ¿no has hecho nada con los hombres?
—¡Tú estás loca! —se indignó Emmanuelle.
Marie-Anne parecía inquieta, casi apesadumbrada.
—Sin embargo, un día u otro tendrás que encontrarte un amante —suspiró.
—¿Te parece tan indispensable? —dijo Emmanuelle, más bien divertida.
Pero su interlocutora no parecía estar de humor para las bromas. Encogió los hombros con irritación.
—Eres extraña, Emmanuelle —dijo.
Luego, tras una pausa:
—¿No tendrás la intención de seguir viviendo como una solterona?
Y repitió, sacudida por una especie de cólera:
—¡Eres realmente extraña!
—Pero —se quejó Emmanuelle tímidamente— ¡yo no soy una solterona, tengo un marido!
Esta vez Marie-Anne se conformó con responder con una mirada fría. Según todos los indicios el tema la enervaba. Parecía decidida a no seguir discutiendo. Pero era Emmanuelle, ahora, quien no tenía ganas de cambiar de conversación, e intentó recrear la atmósfera.
—¿No quieres quitarte el pantalón, Marie-Anne?
Esta sacudió sus trenzas.
—No, tengo que marcharme —se levantó—. ¿Me acompañas a casa?
—¿Tanta prisa tienes? —se alarmó Emmanuelle.
Pero ya había comprendido que las decisiones de Marie-Anne eran inapelables.
En el coche, la muchacha clavó en ella su mirada preocupada.
—Sabes —dijo—, no quiero que desperdicies tu vida, eres demasiado guapa. Es una idiotez que seas tan púdica.
Emmanuelle no pudo evitar echarse a reír. Pero Marie-Anne no le dio tiempo a ironizar.
—Es increíble que hayas podido llegar a tu edad con sólo esas aventuras insignificantes en un avión sin ventanas. Realmente te has comportado como una idiota.
Sacudió la cabeza con tristeza.
—Te lo aseguro: tú no eres normal.
—Marie-Anne…
—¡Oh, no! En fin, no vale la pena lamentar lo que no tiene remedio.
La luz verde emitió un destello de autoridad.
—A partir de ahora, ¿harás al menos lo que yo te diga?
—¿Pero qué, en concreto?
—Todo lo que te diga.
—¡Oh! —dijo Emmanuelle—. Casi nada…
—¿Lo juras?
—¡Oh! bueno. Si eso te divierte.
Seguía riéndose, pero Marie-Anne persistió en su seriedad.
—¿Quieres que te dé un consejo?
—¡No, gracias!
La mirada de elfo analizó la gravedad del caso.
Emmanuelle simulaba desenvoltura, sin hacerse demasiadas ilusiones sobre su capacidad de hacer frente a Marie-Anne. Cuando el coche se detuvo frente al edificio del banco que dirigía su padre, la chica dijo: —Esta noche, a medianoche en punto, vuelve a acariciarte. Yo también lo haré a la misma hora.
Emmanuelle le dirigió un guiño en señal de complicidad. Se asomó para lanzar un beso. La muchacha gritó desde lejos: —¡No lo olvides!
Una vez se hubo alejado, Emmanuelle se dio cuenta de que no había podido hacer ninguna pregunta a Marie-Anne. Si la muchacha de trenzas sabía prácticamente todo sobre la vida íntima de su nueva amiga, ésta ignoraba por completo en qué podía consistir la de ella. Incluso había olvidado preguntarle si era virgen.
Aquella noche, cuando su marido acaba de ducharse y entra en la habitación, encuentra a Emmanuelle esperándole, sentada sobre los talones y completamente desnuda, en el borde de la gran cama baja. Ella le rodea las caderas con sus brazos y acoge la verga en su boca. Apenas la ha chupado unos segundos cuando el asta se hincha y se endereza. Emmanuelle juega con ella sosteniéndola entre sus labios hasta que está muy dura. Luego la lame en toda su extensión, inclinando la cabeza, oprimiendo la vena azulada que corre a flor de piel y cuya congestión y relieve aumentan bajo el beso. Jean le dice que parece estar royendo una mazorca de maíz y ella mordisquea suavemente para completar el parecido. Enseguida, se lo hace perdonar aspirando dulcemente la piel satinada de los testículos; los levanta en sus manos, desliza la punta de su lengua entre ellos, acaricia otra vena, se sacia de una sangre caliente que siente palpitar más fuerte al contacto de sus labios, se adentra cada vez más íntimamente, explora, va, vuelve, sube bruscamente hasta el final del falo, lo lleva hasta el fondo de su garganta, tan lejos que está a punto de ahogarse; allí, sin retirarlo, irresistiblemente succiona con un lento movimiento, mientras su lengua envuelve y acaricia.
Sus brazos enlazan la cintura de su marido con una pasión que aumenta a medida que mama más regularmente la verga y la excitación de sus labios y de su lengua se comunica a sus senos y a su sexo. Siente que entre sus muslos apretados se desliza un líquido abundante como la saliva con la que humedece el miembro apoplético. Para poder gemir voluptuosamente y concederse un orgasmo parcial que le permita continuar su felación, expulsa un momento el pene de sus labios, aunque sin dejar de acariciar el meato entreabierto con pequeños y suaves movimientos de su lengua. Luego vuelve a tragar el puente de carne palpitante que los une.
Jean ha cogido entre sus manos las sienes de su mujer, pero no para guiar los movimientos ni regular el ritmo. Sabe que sale ganando al confiar en ella y dejarla refinar a su manera el placer común. El estilo que dará a este abrazo lo distinguirá una vez más de todos los anteriores. Algunos días, Emmanuelle juega a hacer languidecer a su marido: no se detiene en ningún lugar, liba de un punto sensible a otro, arranca suspiros de la garganta de la víctima, súplicas que ignora, la hace sobresaltarse, jadear, la lleva hasta el delirio, hasta el momento en que, con un último gesto, preciso e intenso, perfecciona su obra. Pero hoy quiere ser dispensadora de una satisfacción más serena. Sin apretar en exceso la verga vibrante, añade la presión de sus dedos y el movimiento regular de su mano a la succión de sus labios, aplicados a liberar armoniosamente al órgano de su semen, a vaciarlo lo más completamente posible. Cuando Jean se rinde, ella traga a lentas bocanadas la substancia que consigue extraer de lo más profundo de él; pero al último chorro lo deja fundirse ronroneando sobre su lengua amorosa.
Ella misma está tan cerca del orgasmo que basta que su marido comprima su clítoris entre los labios para que acabe de gozar.
—Enseguida te tomaré —dice él.
—¡No, no! ¡Quiero beberte otra vez! ¡Prométemelo! Prométeme que vendrás otra vez a mi boca. ¡Ah, te derramarás otra vez en mi boca! ¡Di que sí, di que sí, por favor! ¡Es tan delicioso! ¡Me gusta tanto!
—¿Tus amigas te han acariciado igual de bien cuando yo no estaba? —le pregunta ella más tarde, mientras descansan.
—¿No sabes que eso es imposible? ¡No existe una sola mujer que pueda compararse a ti!
—¿Ni siquiera las siamesas?
—Ni siquiera ellas.
—¿No lo dices para ponerme contenta?
—Sabes muy bien que no. Si no fueras la mejor de las amantes, te lo diría para ayudarte a serlo. Pero realmente no veo qué más podrías aprender. Al fin y al cabo también el arte de amar debe tener sus límites.
Emmanuelle parece ensoñarse.
—No sé.
Sus cejas se acercan. El sonido de su voz demuestra que la duda no es fingida.
—En todo caso, ¡seguramente todavía estoy muy lejos!
Jean exclama:
—¿Qué te hace pensar eso?
Ella no contesta. Él insiste:
—¿No me consideras un buen juez?
—¡Oh, sí!
—¿Un mal profesor, entonces? Parece como si de pronto no estuvieras satisfecha de tu educación amorosa.
—¡Querido! Nadie en el mundo podía enseñarme mejor que tú. Pero es difícil de explicar… Tengo la impresión de que, en el amor, debe haber algo más importante, más inteligente que simplemente saberlo hacer bien.
—¿Te refieres al afecto, a la simpatía, a la ternura?
—¡No, no! Estoy segura de que tiene que ver con el amor físico. Pero eso no quiere decir que sea cuestión de conocimientos suplementarios, ni de mayor habilidad, ni de mayor ardor: tal vez sea más bien un estado de espíritu, una mentalidad.
Recupera su inspiración:
—No sé, en el fondo, si es una cuestión de límites. ¿Y si en cambio fuera una cuestión de ángulo, de manera de ver?
—¿Una manera diferente de considerar el amor?
—No únicamente el amor. ¡Todo!
—¿No puedes explicarte con más claridad?
Ella frunce los labios tristemente, enrosca en torno a sus largas uñas nacaradas los bucles de su vello púbico, como para ayudarse a meditar.
—No —concluye—. Ni siquiera en mi cabeza está claro. Seguramente tengo que progresar, hay algo que debo encontrar, algo que todavía me falta para ser una verdadera mujer, tu mujer de verdad. ¡Pero no sé qué es!
Ahora parece desconsolada.
—Creía saber tantas cosas, ¿pero qué son, comparadas con lo que ignoro?
Frunce el ceño con impaciencia.
—Lo que tengo que hacer, en primer lugar, es ser más inteligente. Sabes, yo no sé nada, soy demasiado inocente, soy demasiado virgen. ¡Ha sido horrible, esta tarde, lo virgen que me he llegado a sentir! Virgen por todas partes, erizada de virginidad: hasta sentir vergüenza.
—¡Mi ángel puro!
—¡Oh no, puro no! En absoluto. Una virgen, no es necesariamente pura. Pero es necesariamente tonta.
Él la besa, encantado. Ella insiste:
—Está llena de prejuicios.
—¡Qué adorable es oírte quejar de tu inocencia, cuando acabo de ser tratado maravillosamente por tus castos labios!
Ella se desentiende; pero, ¿está convencida?
—¡Ah, si realmente es así como la inteligencia llega a las mujeres —dice con un gran suspiro—, no voy a dejar pasar ni un minuto más sin sorbértela!
La evocación produce en Jean un efecto que Emmanuelle no tarda en descubrir; inmediatamente, quiere ejecutar su promesa, se levanta y su lengua asoma como una flecha entre los dientes húmedos… pero él la retiene.
—¿Quién te ha dicho que lo espiritual entra únicamente por esta boca? No lo olvides: el espíritu sopla por donde quiere.
Jean se acuesta sobre ella y Emmanuelle siente enseguida tantas ganas de ser poseída como él de poseerla. Emmanuelle abre ella misma su sexo, con la punta de los dedos. Guía al glande, le ayuda a introducirse en ella. Sus rodillas se levantan, ciñen el cuerpo masculino, se separan, mientras que el órgano endurecido se sumerge en su vientre como antes lo había hecho en su garganta. Para ella, que desearía al mismo tiempo sentirlo en su boca, la exuberancia de la imaginación suple a la realidad, y los labios de él, que su lengua lame, creen saborear el dulzor del esperma; sueña con beberlo, el placer de su vientre colma su garganta, implora: —¡Goza conmigo!
Siente que el orificio de su matriz, al fondo de la vagina, está soldado al falo y lo aspira como a un caramelo. Desea que Jean eyacule, intenta, con toda la persuasión de su vientre y de sus nalgas, arrancarle el licor: cada músculo de su cuerpo contribuye a hacer de ella un animal elástico y ágil, que se adhiere al hombre y le hace estremecerse de placer. Pero Jean quiere vencerla, hacerla gozar primero; la apuñala con embates rápidos, violentos, con toda la longitud y amplitud de su verga, sin manipulaciones, apretando los dientes, con la avidez de escuchar su jadeo, de sentirla perfumada y caliente, y de verla debatirse, saltar como a efectos de un látigo; ella le araña la espalda, grita, grita tan fuerte, durante tanto rato, que acaba quedándose sin voz y sin aliento hasta que finalmente se calma y enmudece, aturdida, vencida, serena, sin apenas sentir su cuerpo, pero ya deseosa de que la excitación renazca en su espíritu y su cerebro se congestione y palpite nuevamente como un sexo.
Ella desea, durante unos instantes, que él no se mueva. Él lo sabe y permanece inmóvil. Ella murmura: —Me gustaría dormirme así, contigo dentro.
Él apoya su mejilla contra la de ella. La marea nocturna de sus cabellos le acaricia los labios. Permanecen así no saben cuánto tiempo. Luego él oye que ella le susurra al oído: —¿Me he muerto?
—No. Vives de mí.
La estrecha con fuerza y ella se estremece.
—¡Oh, mi amor! Es verdad que los dos somos uno. No soy más que un pedazo de ti.
Ella acerca sus labios a los de él, le besa con toda la fuerza y la ternura de su boca.
—¡Poséeme otra vez! ¡Más profundamente! Ábreme. Desgárrame… ¡Goza en mi corazón!
Ella suplica y se ríe al mismo tiempo de su propia sinrazón: —¡Deshónrame! ¡Ah, cómo te amo! ¡Deshónrame!
Él entra en el juego.
—Entrégate más. Cede. Sé complaciente. Préstate a lo que yo quiera.
Ella murmura: «¡Sí!», embriagada de sumisión.
—Sí —repite—. Haz todo lo que quieras. No me preguntes: ¡haz!
Ella desearía poder entregarse todavía más, tener conciencia más completa de estar a merced del que la posee, a su disposición, de no ser consultada, de ser débil, frágil, de no hacer nada más que obedecer activamente y abrirse… ¿Acaso existe —se exalta ella en secreto— mayor felicidad que la de consentir?
Esta idea es suficiente para acabar de precipitarla en el orgasmo.
Luego, animal abatido, la cerviz trunca, las piernas muertas, el destino consumado, trofeo feliz a la sombra satisfecha del cazador, pregunta: —¿Crees que soy la mujer que deseas?
Él se limita a besarla.
—¡Pero quiero serlo más todavía!
—Cada día lo eres más.
—¿Estás seguro?
Él le sonríe con confianza. Ella deja de inquietarse. Una corriente nocturna circula por sus venas, la adormece, le cierra los labios. Intenta luchar contra el placer que consume su espíritu.
—Debe ser Marie-Anne lo que me consume —se oye murmurar para su propio asombro, ya que no era esto lo que quería decirle a Jean.
Él, en efecto, parece sorprenderse.
—¿Por qué Marie-Anne?
—Es extrañamente desinhibida.
Emmanuelle no tiene ganas de seguir hablando. Esta planta que no deja de crecer en ella, con sus raíces, sus infinitas ramas, su savia, más urgente que el pensamiento… Pero su marido insiste, mientras lentamente empieza a moverse de nuevo en ella y se prepara a ofrecerle su substancia.
—¿Crees que va a ser ella quien te revele los arcanos de la vida?
—¿Por qué no?
La idea divierte a Jean:
—¿Ya has tenido una muestra de sus talentos?
Ella parece dudar, acaba por murmurar, sin importarle que puedan creerle o no, demasiado ocupada en otro mundo: —No.
Luego sonríe a una imagen, no muy alejada de las orillas en las que recala su sueño.
—¡Pero me encantaría!
Jean le obsequia su resto de indulgencia:
—Ya veo —dice.
La mece.
—Mi pequeña desea hacer el amor con Marie-Anne, ¿no es verdad? ¿Es eso lo que te atormenta?
Emmanuelle sacude la cabeza de arriba a abajo, metódicamente, con la exageración que alguien pone en los gestos y las palabras cuando quiere dar a entender sin abrir los ojos.
—Seguramente no es sólo eso, pero es eso también —confirma.
Él se burla dulcemente:
—¡Con esa criatura!
Pero ella hace una mueca de niña mimada que esboza ya su rostro nocturno, y su voz protesta, desde lejos, amortiguada, remota, como desde la profundidad del vacío: —Tengo derecho a desearlo, ¿no?
Jean se derrama en ella, maravillándose de tener tanto para darle, de horadarla tan profundamente, de poder gozar tanto.
Permanecen acostados uno junto a otro, rozándose los hombros y las caderas. Ella no se mueve, para que ninguna gota salga de su interior.
—Duerme —dice Jean.
—Espera…
Desde una estancia alejada, las notas regulares de un reloj de pared. Lentamente, la mano de Emmanuelle desciende hacia su vientre, sus dedos tocan su clítoris, penetran en su sexo colmado de esperma. Los muslos de Marie-Anne se entreabren ante los ojos cerrados de Emmanuelle, que, a cada gesto contemplado en sueños, responde con una idéntica caricia. Cuando sabe que su amiga va a rendirse, grita, con mayor fuerza incluso que entre los brazos de su marido. Él, apoyado en un codo, sonríe al verla gozar, desnuda y como iluminada de placer, una mano cautiva en el vientre, la otra acariciando sucesivamente los senos, y las piernas todavía sacudidas por estremecimientos después de que la frente, los párpados, los labios queden velados por la inmóvil suavidad del sueño.