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P

mmanuelle toma en Londres el avión que debe llevarla a Bangkok. El olor a piel nueva, parecido al que conservan, al cabo de los años, los coches británicos, el espesor y el silencio de las moquetas, una iluminación de ultratumba son las cosas que más le llaman la atención de este decorado en el que penetra por vez primera.

No comprende lo que le dice el hombre sonriente que la conduce; sin embargo, no se inquieta. Tal vez su corazón late más aprisa, pero no es de aprensión, sólo de desconcierto. El uniforme azul, las señales de atención, la autoridad del personal encargado de recibirla y de iniciarla, todo contribuye a instalarla en un sentimiento de seguridad y de euforia. Sabe que los ritos que le han hecho llevar a cabo, frente a las ventanillas en cuyo misterio ni siquiera ha intentado penetrar, tenían como objeto darle acceso al universo que será suyo durante doce horas de su vida: un universo con leyes diferentes de los códigos conocidos, más exigentes también, pero, por eso mismo, tal vez más deleitables. Esta arquitectura de metal alado, curva y cerrada sobre la transparencia del atardecer del verano inglés, coarta tanto los gestos habituales como la voluntad. Al sobresalto de la libertad suceden ahora el ocio y la tranquilidad de la sujeción.

Se le indica un asiento: el más próximo a la pared. Pero la pared está uniformemente tapizada de tela, sin ventanillas; la viajera no verá nada más allá de la pared aterciopelada. ¡Qué importa! Su única preocupación es entregarse a los poderes de esas profundas butacas, adormecerse entre los brazos acolchados, contra el respaldo mullido y las largas piernas de sirena.

Sin embargo, todavía no se atreve a estirarse, como le sugiere el camarero, mostrándole la palanca que hay que accionar para inclinar el asiento. El camarero aprieta un botón y el foco liliputiense traza una elipsis luminosa sobre las rodillas de la pasajera.

Acude una azafata, cuyas manos revolotean, para disponer en un maletero situado sobre los asientos el ligero neceser de piel color miel que es todo el equipaje de mano de Emmanuelle, ya que no piensa cambiarse de traje durante el viaje y no tiene intención de escribir ni de leer. La azafata habla francés y el ligero aturdimiento que la extranjera experimenta desde hace dos días (llegó a Londres la víspera) se disipa.

La joven está inclinada sobre ella y sus rubios cabellos hacen parecer todavía más nocturna la larga cabellera de Emmanuelle. Las dos van vestidas casi igual: falda de otomán azul y camisa blanca, o falda estrecha de seda cruda y blusa de shantung. Sin embargo el sostén adivinado a través de la camisa de la inglesa basta, por ligero que sea, para privar a su silueta de la movilidad en la que se adivina que el pecho de Emmanuelle está desnudo bajo su blusa. Y, mientras el reglamento de la compañía obliga a la primera a llevarla abrochada hasta el cuello, la blusa de la segunda está lo bastante entreabierta para que un espectador atento pueda descubrir el perfil de un seno mediante la oportunidad de un gesto o la complicidad de una corriente de aire.

A Emmanuelle la alegra que la azafata sea joven y tenga unos ojos parecidos a los suyos —salpicados de diminutas motas de oro.

El compartimento, oye decir, es el último del avión, el más próximo a la cola. Este lugar expondría a Emmanuelle a sacudidas en cualquier otro aparato, pero (y la voz de la joven adquiere un acento de orgullo), a bordo del Unicornio volador, el confort es el mismo en todas partes —al menos (se corrige) en los compartimentos de lujo, ya que, evidentemente, los pasajeros de clase turista no disponen ni de tanto espacio en derredor, ni de asientos tan suaves, ni de la intimidad de las cortinas de terciopelo entre cada fila de butacas.

Emmanuelle no se avergüenza de estos privilegios, ni de la fortuna que ha debido costar el procurárselos. Al contrario, siente una ternura casi física al pensar en el exceso de consideración de que es objeto.

La azafata alaba ahora la decoración de los cuartos de aseo, que hará visitar a su pasajera apenas haya comenzado el vuelo. Existen en cantidad suficiente, en diferentes puntos del aparato, para que Emmanuelle no tema ser importunada por idas y venidas. Si así lo desea, prácticamente sólo tendrá que encontrarse con las tres personas que van a alojarse en su compartimento. Pero si prefiere, en cambio, un poco de vida social, no le será difícil coincidir con otros viajeros paseándose a lo largo de los pasillos o sentándose en el bar. ¿Desea alguna lectura?

—No —dice Emmanuelle—. Muchas gracias, es usted muy amable. De momento no tengo ganas de leer.

Piensa qué podría preguntar para ser gentil. ¿Interesarse por el avión? ¿A qué velocidad vuela?

—A más de mil kilómetros por hora de velocidad media; y su radio de acción le permite no aterrizar más que cada seis horas.

Con una única escala intermedia, el viaje de Emmanuelle sólo durará pues algo más de medio día. Pero, puesto que perderá tiempo (en apariencia) girando en el mismo sentido de la tierra, no llegará a Bangkok hasta las nueve de la mañana siguiente, hora local. En total, apenas tendrá la posibilidad de hacer nada más que cenar, dormir y despertarse.

Dos niños, varón y mujer, tan parecidos que deben ser gemelos, descorren la cortina. Emmanuelle repara enseguida en su forma de vestir, convencional y falta de gracia, de colegiales ingleses, sus cabellos de un rubio casi pelirrojo, su expresión de fría afectación y la arrogancia con la que se dirigen, mediante frases breves y cortantes, al empleado de la compañía. Aunque no parecen tener más de doce o trece años, la seguridad de sus gestos garantiza, entre aquél y ellos, una distancia que el primero no intenta franquear. Se arrellanan tranquilamente en los asientos que el pasillo separa de Emmanuelle. Antes de que ésta haya podido examinarlos con detalle, entra el último de los cuatro pasajeros a los que está reservado el compartimento y la atención de la joven se dirige hacia él.

Por lo menos una cabeza más alto que ella, nariz y barbilla prominentes, pelo y bigote negros, sonríe a Emmanuelle, inclinándose ligeramente sobre ella para guardar una cartera de cuero ligero y oscuro, que huele bien. Su traje de color ámbar, su camisa de lino gustan a Emmanuelle. Le juzga elegante y bien educado, lo que constituye, a fin de cuentas, lo esencial de las cualidades que pueden esperarse de un compañero de viaje.

Intenta adivinar su edad: ¿cuarenta, cincuenta años? Debe de haber vivido mucho, a juzgar por esos pliegues de indulgencia en las esquinas de los ojos… Su presencia resulta más atractiva, piensa, que la de esos pretenciosos colegiales. Pero enseguida se ríe por dentro de la simpatía y la aversión precipitadas. Y a la vez inútiles: ¡por una noche!… Y se sumerge de nuevo en la indiferencia.

O, más bien, olvida lo bastante a los niños y al hombre para que emerja la sensación de despecho que, desde hace un momento, flotaba entre las aguas de su conciencia, estropeándole en parte el placer del despegue: la azafata, aprovechándose del revuelo que han creado los recién llegados, ha abandonado su sitio y Emmanuelle entrevé, por la abertura de la cortina, su cadera azul recostada contra un viajero invisible. Se reprocha los celos, intenta desviar la mirada. Una frase oída no sabe dónde le da vueltas en la cabeza sobre unos compases de canto gregoriano desolado: En la soledad y en el abandono. Intenta sacudirse la obsesión, los cabellos negros le azotan las mejillas, se le deslizan sobre el rostro… Pero la joven inglesa se incorpora; se dirige hacia el fondo del aparato; aparece entre el cortinaje, abriendo paso con las dos manos a las piernas perezosas; está junto a Emmanuelle.

—¿Quiere que le presente a sus compañeros de viaje? —pregunta; y, sin esperar respuesta, anuncia el nombre del caballero.

A Emmanuelle le parece entender «Eisenhower», lo que le da risa y le impide oír cómo se llaman los gemelos.

Ahora, el hombre le habla. ¿Cómo saber lo que dice? La azafata nota el embarazo de Emmanuelle, interroga a sus compatriotas, se ríe descubriendo la punta de la lengua.

—Qué mala suerte —dice sonriendo—. Ninguno de estos tres viajeros habla una palabra de francés. ¡Buena ocasión para refrescar su inglés!

Emmanuelle quiere protestar, pero la joven ya se ha escabullido, agitando los dedos en dirección a sus pasajeros, en un signo hermético y gracioso. La azafata se aleja. Emmanuelle vuelve a su abandono. Tiene ganas de dar rienda suelta a su mal humor, de desinteresarse de todo.

Su vecino persevera sin darse por vencido, articulando frases cuya vana buena intención la hace sonreír. Ella esboza una mueca compungida, confiesa con voz infantil: «¡No comprendo!» y él se resigna a callarse.

Ahora, un altavoz se anima, oculto en algún recoveco de la tapicería. Cuando el locutor inglés enmudece, Emmanuelle reconoce, hablando francés (para ella, se dice), la voz de su azafata, apenas distorsionada por el amplificador. La azafata da la bienvenida a los pasajeros del Unicornio, la hora, la lista de los miembros de la tripulación, advierte que el despegue tendrá lugar dentro de pocos minutos, que deben atarse los cinturones de seguridad (un camarero aparece en ese momento para encargarse él mismo de ajustar el de Emmanuelle) e invita a los pasajeros a no fumar ni desplazarse mientras la luz roja permanezca encendida.

Apenas algo más que un murmullo, un estremecimiento de las paredes insonorizadas, traduce el despertar de los reactores. Emmanuelle ni siquiera se da cuenta de que el avión ha empezado a deslizarse a través de la pista. Pasará todavía un buen rato antes de darse cuenta de que está volando.

No lo adivina, de hecho, hasta que la señal roja se apaga y el hombre, levantándose, le ofrece, por gestos, desprenderse de la chaqueta del traje, que Emmanuelle ha conservado, no se sabe por qué, sobre sus rodillas. Ella le deja hacer. Él vuelve a sonreír, abre un libro y deja de mirarla. Ahora entra un camarero, trayendo una bandeja con vasos. Emmanuelle elige un cocktail que cree reconocer por el color, pero que no es el que se esperaba sino uno más fuerte.

Lo que, al otro lado de las suaves paredes debía ser un atardecer, pasó sin que Emmanuelle tuviera tiempo de hacer otra cosa que mordisquear pastelitos, beber té y hojear, sin leerla, una revista que la azafata le había prestado (rechazó un segundo ofrecimiento para no distraerse de la novedad de «volar»).

Un poco más tarde instalaron frente a ella una mesita y le sirvieron, en unos recipientes de forma insólita, numerosos platos difíciles de identificar. Una botellita de champagne aparecía encajada en una cavidad de la bandeja, Emmanuelle llenó varias veces una copa en miniatura. Esta breve cena le pareció prolongarse por horas, pero no tenía prisa porque se acabara, tan contenta estaba con el descubrimiento de aquel juego. Hubo numerosos postres, café en tacitas de muñeca y licores en vasos inmensos. Cuando vinieron a recoger las bandejas, Emmanuelle había adquirido la certeza de saber aprovechar su aventura, de saborear la dulzura de la vida.

Se sentía ligera y algo somnolienta. Comprobó que hasta había perdido sus prevenciones respecto a los gemelos. La azafata iba y venía, sin dejar de lanzarle, al pasar, una palabra animada. Cuando desaparecía, Emmanuelle no se impacientaba.

Se preguntó qué hora sería y si habría llegado el momento de dormir. Pero, en realidad, ¿no se tenía la libertad de dormir a cualquier hora, en esta cuna alada, tan lejos ya de la superficie de la tierra, al haber alcanzado una parte del espacio en la que ya no hay vientos ni nubes y en la que Emmanuelle ni siquiera estaba segura de que siguieran existiendo el día y la noche?

Las rodillas de Emmanuelle están desnudas bajo la luz dorada que cae de las pantallas. Su falda las ha descubierto y los ojos del hombre permanecen fijos en ellas.

Ella tiene conciencia de que sus rodillas se hallan expuestas a la mirada complacida del hombre. Pero ¿no sería ridículo pretender tapárselas —y además, cómo iba a hacerlo? No puede alargar la falda. ¿Por qué, por otra parte, iba a tener de pronto vergüenza de sus rodillas, ella, quien normalmente suele jugar a dejarlas asomar bajo sus vestidos? Detrás del nylon invisible, el movimiento de sus hoyuelos tachona de sombras ágiles el color tostado de su piel. Sabe muy bien la turbación que provocan. A fuerza de mirarlas, más desnudas por estar apretadas una contra otra como a la salida de un baño de medianoche bajo el foco de una lámpara, ella misma, en aquel momento, siente sus sienes latir más aprisa y sus labios cargarse de sangre. Muy pronto sus párpados se cierran y Emmanuelle se ve, no ya parcialmente desnuda, sino por completo entregada a esta tentadora contemplación narcisista, frente a la que, una vez más, se sabe indefensa.

Se resistió, pero sólo para saborear mejor, gradualmente, las delicias del abandono. Este se hizo anunciar por una languidez difusa, una especie de conciencia tibia de todo el cuerpo, un deseo de relajamiento, de abertura, de plenitud, todavía exento de fantasía precisa o emoción identificable: nada muy distinto a la satisfacción física que habría experimentado tumbada al sol sobre una playa de arena caliente. Luego, poco a poco, a medida que la superficie de sus labios se volvía más brillante, que sus senos se hinchaban y que sus piernas se tensaban, atentas al menor contacto, su cerebro proyectó imágenes, al principio casi sin forma, mucho tiempo inconexas, pero que bastaban para humedecerle las mucosas y hacerle arquear la cintura.

Casi imperceptibles, pero sin desfallecimientos, las vibraciones amortiguadas del fuselaje de metal acunaban a Emmanuelle en su frecuencia, buscando armonía en los ritmos de su cuerpo. Una ola ascendía por sus piernas, partiendo de las rodillas (epicentros quiméricos de este temblor de sensaciones sin contornos), remontando inexorablemente, hasta la superficie de los muslos, cada vez más arriba, sacudiéndole el cuerpo con estremecimientos.

Ahora, obsesivos, acudían los fantasmas: labios que se posaban sobre su piel, órganos de hombres y de mujeres (cuyos rostros permanecían ambiguos), falos ansiosos de tocarla, de restregarse contra ella, de abrirse paso entre sus rodillas, forzando sus piernas, abriendo su sexo, penetrándola con esfuerzo, con un denuedo que la colmaba de placer. Su movimiento era el de un progreso continuo: ninguno retrocedía; uno tras otro, se hundían en lo desconocido del cuerpo de Emmanuelle, por el estrecho camino que no se cansaban de reconocer, pareciendo no encontrar límites en su recorrido, avanzando indefinidamente hacia el interior, saciándola de carne e, interminablemente, vaciando en ella sus jugos.

La azafata creyó que Emmanuelle dormía y, con precaución, reclinó el respaldo, transformando el asiento en una suerte de cama. Extendió una manta de cachemira sobre las largas piernas languidecientes, que la inclinación del sillón había descubierto hasta medio muslo. El hombre, entonces, se levantó y realizó él mismo la maniobra que colocaba su asiento al nivel del de su vecina. Los niños se habían dormido. La azafata deseó las buenas noches sin dirigirse a nadie en particular y apagó las luces centrales. Únicamente dos lamparillas de noche malvas impedían a los objetos y a los seres perder sus contornos.

Emmanuelle se había abandonado sin abrir los ojos a las atenciones que se le prodigaban. Su ensoñación, sin embargo, no había perdido intensidad ni urgencia en el curso de estos movimientos. Su mano derecha descendía ahora a lo largo de su vientre, muy lentamente, conteniéndose, hasta alcanzar el nivel del pubis, bajo la manta ligera que el avance hacía ondular. Pero, en esta penumbra, ¿quién podía verla? Con la punta de los dedos exploraba, sondeaba la seda suave de su falda, cuya estrechez se oponía a que sus piernas se entreabriesen: en su esfuerzo por separarse, las piernas tensaban la tela; finalmente, pudo abrirlas lo bastante como para que los dedos sintieran, a través de la delgadez del tejido, el botón de carne en erección que buscaban y que presionaron con ternura.

Durante unos segundos Emmanuelle dejó apaciguar la agitación de su cuerpo. Intentaba retardar el desenlace. Pero muy pronto, sin poder contenerse más, empezó, con suspiros ahogados, a dar a su dedo corazón el movimiento minucioso y suave que debía llevarla al orgasmo. Casi al mismo tiempo la mano del hombre se posó sobre la suya.

Perdida la inspiración, Emmanuelle sintió que se le agarrotaban los músculos y los nervios, como si un chorro de agua helada la hubiese azotado en pleno vientre. Permaneció inmóvil, no vacía, pero sí con todas las sensaciones y todas las imágenes detenidas, como una película cuyo desarrollo se suspende sin que se desvanezca la imagen. No tuvo miedo, ni a decir verdad, pareció sorprenderse. Tampoco creyó que la hubieran pillado en falta. En realidad, en aquel momento no era capaz de formular juicios, ni sobre el gesto del hombre, ni sobre su propia conducta. Había tomado constancia del hecho, luego su conciencia se había paralizado. Ahora, evidentemente, se preguntaba cuál podía ser la continuación de sus sueños truncados.

La mano del hombre no se movía. Tampoco, sin embargo, estaba inactiva. Por su simple peso, ejercía una presión sobre el clítoris, sobre el que reposaba la mano de Emmanuelle. Durante bastante tiempo no ocurrió nada más.

Luego Emmanuelle percibió que otra mano levantaba la manta y la apartaba, para aferrar sin impedimentos una de sus rodillas y palpar sus cavidades y relieves. Sin embargo no perdió el tiempo y fue ascendiendo, con un movimiento lento, a lo largo del muslo, rebasando enseguida el final de la media.

Cuando la mano tocó su piel desnuda, por primera vez Emmanuelle tuvo un sobresalto e intentó escapar al sortilegio. Pero, en parte porque no sabía exactamente qué deseaba hacer, en parte porque las manos del hombre le parecían demasiado fuertes para tener la menor oportunidad de huir de su sujeción, apenas consiguió levantar torpemente el busto, acercar a su vientre, como para protegerlo, la mano que le quedaba libre, y volverse de lado. Se daba cuenta de que hubiera sido igualmente sencillo y más eficaz apretar las piernas una contra otra, pero, sin poder explicarse por qué, este gesto le parecía de pronto tan inconveniente y cómico que no se atrevía a hacerlo, por lo que acabó renunciando a dominar una situación que la confundía, dejándose vencer por la parálisis que sólo había logrado superar durante un breve instante y de forma bastante ridícula.

Como si, para instrucción de Emmanuelle, quisieran extraer una moraleja de aquella vana resistencia, las manos del hombre la abandonaron bruscamente… Pero ella apenas tuvo tiempo de preguntarse qué significaba ese repentino cambio, ya que, de nuevo, volvían a estar sobre ella, esta vez a la altura de la cintura, seguras, rápidas, desabrochando el cierre de la falda, bajando la cremallera, deslizando la tela sobre las caderas, hasta la rodilla. Luego volvieron a subir. Una de ellas penetró bajo las bragas de Emmanuelle (ligeras y transparentes, como toda la ropa interior que acostumbra a llevar —poco numerosa, a decir verdad: un liguero, a veces unas enaguas bajo las faldas anchas, jamás sostén ni faja, aunque en las tiendas del Faubourg Saint Honoré donde compra su lencería se haga enseñar, por una u otra de las dependientas rubias, morenas, hermosas, semirreales, que se arrodillan a sus pies descubriendo sus largas piernas, innumerables modelos de sostenes, corsés, braguitas o picardías, que sus dedos graciosos hacen subir a lo largo de sus senos o de sus muslos, y con los que la acarician, pacientemente, con gestos repetidos y suaves, hasta que Emmanuelle cierra los ojos y dobla dulcemente las rodillas, posándose sobre el suelo cubierto de nylon como una vela se amaina, abierta, cálida y entregada a la perfecta y placentera habilidad de las manos y los labios).

El cuerpo de Emmanuelle volvió a la posición de la que el principio de resistencia la había apartado momentáneamente. El hombre acarició con la palma, como pasando la mano por el cuello de un caballo de pura sangre, su vientre plano y musculado, hasta la prominencia del pubis. Sus dedos recorrieron los pliegues de la ingle, luego bordearon el vello, dibujando los lados del triángulo cuyo aire parecían respirar. El ángulo inferior era muy abierto, disposición bastante rara que, no obstante, perpetuaron los escultores griegos.

Cuando la mano que recorría el vientre se hubo saciado de proporciones, obligó a los muslos a separarse un poco más; la falda enroscada alrededor de las rodillas les estorbaba: acabaron cediendo, sin embargo, abriéndose todo lo que podían. La mano tomó en su cuenco el sexo caliente y mojado, acariciándolo como para apaciguarlo, sin prisas, con un movimiento que seguía los pliegues de los labios, introduciéndose —primero ligeramente— entre ellos, para pasar al clítoris prominente y reposar finalmente sobre los bucles espesos del pubis. Luego, a cada nuevo paso entre las piernas, que, deshaciéndose de la falda, se separaban cada vez más, los dedos del hombre, partiendo cada vez desde más lejos, se hundieron más profundamente entre las mucosas húmedas, ralentizando su progresión, pareciendo dudar a medida que la tensión de Emmanuelle aumentaba. Mordiéndose los labios para contener el sollozo que ascendía por su garganta, la cintura arqueada, Emmanuelle jadeaba por el deseo del espasmo al que el hombre parecía querer acercarla de continuo sin permitirle jamás alcanzarlo.

Con una sola mano, jugaba con su cuerpo al ritmo y con el tono que más parecían complacerle, indiferente a sus senos, a su boca, sin dar muestras de desear besar ni abrazar, permaneciendo, en medio de la voluptuosidad incompleta que dispensaba, despreocupado y distante. Emmanuelle agitó la cabeza a derecha y a izquierda, dejó escapar una serie de gemidos ahogados, de sonidos que parecían una plegaria. Sus ojos se entreabrieron y buscaron el rostro del hombre. Empezaron a brillar las lágrimas.

Entonces, la mano se inmovilizó, oprimiendo toda la parte del cuerpo de Emmanuelle que había enardecido. El hombre se inclinó ligeramente hacia la pasajera y tomó, con su otra mano, una de las suyas, que atrajo hacia él e introdujo dentro de su ropa. La ayudó a detenerse sobre la verga rígida y guió los movimientos, regulando la amplitud y la cadencia de acuerdo a su deseo, haciéndolos más lentos o más rápidos según el grado de su excitación, hasta adquirir la convicción de que podía entregarse a la intuición y al experto deseo de Emmanuelle y dejarla acabar a su manera la manipulación a la que al principio se había entregado con espíritu ofuscado y docilidad infantil, pero que poco a poco iba perfeccionando con una solicitud insospechada.

Emmanuelle había adelantado el torso de forma que su mano desempeñase mejor su función y el hombre a su vez se acercó, para que ella pudiera ser rociada por el esperma que sentía brotar del fondo de sus glándulas. Todavía durante bastante tiempo, sin embargo, logró contenerse, mientras los dedos de Emmanuelle subían y bajaban, menos tímidos a medida que la caricia se prolongaba, sin limitarse ya a un elemental vaivén, sino entreabriéndose, repentinamente expertos, para deslizarse a lo largo de la gran vena hinchada, sobre la combadura de la verga, hundiéndose (arañando imperceptiblemente la piel con sus uñas limadas) lo más abajo posible —todo lo cerca de los testículos que la estrechez del pantalón les permitía, luego volviendo atrás con una torsión lasciva, hasta que los pliegues de piel móvil en el hueco de la palma húmeda hubiesen recubierto la punta del miembro, lo que, dado el crecimiento, parecía no poder ocurrir jamás. Desde allí, oprimiendo de nuevo con fuerza, la mano volvía a bajar hacia el cuello de la verga, estirando el prepucio, ya apretando la carne tumescente, ya aflojando su abrazo, rozando apenas la mucosa u hostigándola, envolviéndola con amplios movimientos de la muñeca o provocándola con breves intervalos despiadados… El glande, dos veces mayor, se enardecía, pareciendo a cada instante más próximo a estallar.

Emmanuelle recibió, con una exaltación extraña, sobre los brazos, sobre el vientre desnudo, la garganta, el rostro, sobre la boca, en los cabellos, los largos chorros blancos de olor penetrante que brotaban finalmente del miembro satisfecho. Amenazaban no llegar a agotarse nunca. Emmanuelle creía sentirlos deslizarse por su garganta, como si los bebiera… Una embriaguez desconocida la embargaba. Un deleite sin pudor. Cuando dejó caer su brazo, el hombre cogió con la punta de los dedos su clítoris y la hizo gozar.

Un ronroneo indicó que el altavoz iba a ser utilizado. La voz de la azafata, voluntariamente apagada para que los pasajeros no se despertaran con excesiva brusquedad, anunció que el aparato aterrizaría en Bahrein dentro de veinte minutos. Volvería a despegar a medianoche, hora local. En el aeropuerto les sería servida una cena.

La luz renacía progresivamente en el compartimento, imitando la lentitud de un amanecer. Emmanuelle usó la manta (que había caído a sus pies) para enjugar el esperma que la había salpicado. Se subió la falda, cubrió sus caderas. Cuando entró la azafata, Emmanuelle, sentada en la butaca, de la que no había levantado el respaldo, intentaba poner orden en su aspecto.

—¿Ha dormido bien? —preguntó alegremente la joven.

Emmanuelle terminó de abrocharse el cinturón:

—Tengo la blusa toda arrugada —dijo.

Miraba las manchas húmedas que se extendían a ambos lados de la abertura del cuello. Volvió hacia fuera las solapas de la blusa, lo que hizo asomar el pezón encarnado de uno de sus senos. El escote permaneció así abierto y las miradas de los cuatro ingleses fueron atraídas por el perfil prominente de un seno desnudo.

—¿No tiene nada para cambiarse? —preguntó la azafata.

—No —dijo Emmanuelle.

Esbozó una mueca que parecía contener la risa. Los ojos de las dos mujeres se encontraron y reconocieron su complicidad. Su turbación era parecida. El hombre las observaba. Su traje no presentaba la menor arruga, su camisa estaba limpia como al principio, su corbata no se había movido.

—Venga conmigo —decidió la azafata.

Emmanuelle se levantó, rodeó a su vecino (había sitio de sobra) y siguió a la joven inglesa hasta el cuarto de aseo, todo espejos, pufs, adornos de piel blanca, anaqueles repletos de frasquitos y de lociones.

—¡Espéreme!

La azafata se eclipsó, para regresar al cabo de algunos minutos trayendo un maletín; levantó la tapa de pergamino, sacó de un compartimento minúsculo un maillot color hoja seca, tejido con hilos de orlón, de lana y de seda tan ligeros que cabía entero en un puño. Cuando lo sacudió pareció de pronto hincharse como un globo y Emmanuelle, maravillada, aplaudió.

—¿Me lo presta? —preguntó.

—No, es un regalo que le hago. Estoy segura de que le sentará muy bien: es su estilo.

—Pero…

La azafata posó un dedo sobre los labios que iban a abrirse para protestar. Sus ojos dulces brillaban. Emmanuelle no podía dejar de mirarlos. Acercó su rostro hacia ella. Pero la azafata ya se había alejado; le tendía un agua de colonia: —Fricciónese con esto. ¡Es una delicia!

La viajera se refrescó la cara, los brazos y el cuello, sumergió entre sus senos el algodón que había impregnado del líquido perfumado y luego, cambiando de opinión, desabrochó rápidamente los últimos botones de su blusa.

Con los brazos echados hacia atrás, dejó caer sobre la alfombra blanca su camisa de seda y respiró hondo, súbitamente aturdida por su semidesnudez. Se volvió hacia la azafata y la contempló con inocente júbilo. Esta se agachó para recoger la blusa arrugada; la oprimió contra su rostro: —¡Oh, qué bien huele! —exclamó, riendo maliciosamente.

Emmanuelle perdió la cabeza. La evocación de la increíble escena de la hora anterior le parecía carente de sentido en este momento. Su único pensamiento, que le daba vueltas en la cabeza como en una jaula, era deshacerse de la falda, de las medias, estar enteramente desnuda para aquella hermosa joven. Sus dedos jugueteaban con la hebilla del cinturón.

—¡Qué negros y abundantes son sus cabellos! —se extasió la azafata, divertida mientras pasaba un cepillo por las largas ondas de Emmanuelle, que cubrían hasta más abajo de la cintura su espalda desnuda—. ¡Qué reflejos! ¡Qué pelo más sedoso! Cómo me gustaría tener un pelo tan bonito.

—A mí en cambio me gusta el suyo —contestó Emmanuelle.

¡Oh, si su compañera quisiera, también ella, desnudarse! Emmanuelle lo deseaba tanto que su voz sonó ronca. Imploró: —¿No se puede tomar un baño en el avión?

—Por supuesto que sí. Pero será mejor que espere un poco: los cuartos de baño del aeropuerto donde haremos escala son todavía más confortables. Por otra parte no tendría tiempo, vamos a aterrizar dentro de cinco minutos.

Emmanuelle no conseguía resignarse. Sus labios temblaban. Tiró del cierre de su falda.

—Dese prisa en ponerse mi maillot —regañó la joven inglesa, tendiéndole el jersey a Emmanuelle.

Ella le ayudó a pasar la cabeza por la estrecha abertura. El jersey elástico era tan ceñido y tan fino que los pezones quedaban marcados en relieve, tan visibles como si, en lugar de haber estado cubiertos por un suéter, hubiesen estado simplemente pintados de rojo. La azafata pareció reparar en ello por primera vez.

—¡Está usted muy atractiva! —exclamó.

Y apoyó, riéndose, la punta del dedo índice sobre uno de los pezones erectos, como si hubiera pulsado el botón de un timbre. Los ojos de Emmanuelle centellearon: —¿Es verdad —preguntó— que todas las azafatas del aire son vírgenes?

La muchacha se echó a reír como un pájaro canoro; luego, antes de que Emmanuelle pudiera reaccionar, abrió la puerta, arrastrando a su pasajera.

—¡Aprisa! Vuelva a su asiento. Está encendida la luz roja, vamos a aterrizar.

Pero Emmanuelle ponía mala cara. No tenía ningunas ganas, además, de encontrarse codo con codo con su vecino de compartimento.

La escala le resultó aburrida. ¿De qué servía saber que se hallaban en el desierto árabe, si no se veía nada? El aeropuerto, aséptico y cromado, con una iluminación demasiado cruda, refrigerado, hermético, insonorizado, se parecía increíblemente al interior del satélite artificial que mostraban, en aquel momento, las noticias televisadas sobre la pantalla de la sala de espera para viajeros. Emmanuelle se bañó con desgana; bebió té; mordisqueó algunos pasteles en compañía de cuatro o cinco pasajeros, entre los que se hallaba el «suyo».

Ella le miraba con asombro, intentando comprender lo que había pasado entre ellos hacía una hora. Aquel episodio no cuadraba con el resto de la historia de Emmanuelle. ¿Estaba segura de que había ocurrido realmente? ¡Oh! ¡Meditarlo era demasiado complicado! Demasiado arriesgado, además. Lo más sencillo y prudente era negarse a darle más vueltas. Se esforzó en vaciar aquella parte de su cerebro que persistía en hacer preguntas.

Cuando el movimiento de los demás, antes que las palabras incomprensibles del altavoz, le indicó que debía volver a bordo, había conseguido no saber muy bien qué era lo que se esforzaba en olvidar.

No bien los pasajeros volvieron a subir al avión, observaron que había sido limpiado, ordenado, ventilado. Una fresca fragancia flotaba en los pasillos. Los asientos habían sido provistos de nuevas mantas. Grandes cojines rellenos de plumas, de una luminosa blancura, hacían más tentador aún el terciopelo azul oscuro sobre el que estaban dispuestos. El camarero vino a preguntar si deseaban bebidas. ¿No? Pues entonces ¡buenas noches! La azafata vino también a desearles un feliz descanso. A Emmanuelle todo aquel ceremonial le encantaba. Se sintió nuevamente contenta —de manera positiva, con fuerza, con certeza—. Quería que el mundo fuese exactamente como era. Todo, sobre la tierra, estaba definitivamente bien.

Se acostó de espaldas. No tenía miedo, esta vez, de mostrar sus piernas; sentía ganas de moverlas. Las levantó sucesivamente, doblando y alargando las rodillas, haciendo trabajar los músculos de sus muslos, restregando, con un suave crujido del nylon, los tobillos uno contra otro. Saboreó minuciosamente el placer físico que le causaba este ejercicio de sus extremidades. Para poder moverse mejor, se subió la falda más arriba, deliberadamente, sin esconderse, tirando de la tela con las dos manos.

«Después de todo», se dijo, «no son únicamente mis rodillas las que merecen ser contempladas, son todas mis piernas. Hay que reconocer que son realmente bonitas; parecen dos pequeños ríos cubiertos de hojas secas y repletos de malos espíritus que se divierten pasando uno por encima del otro. Y no es eso lo único que tengo bonito. También me gusta mi piel, que se broncea al sol como un grano de maíz, sin enrojecer jamás; y también me gustan mis nalgas. Y también las pequeñas frambuesas en la punta de mis senos, con su collarcillo de azúcar rojo. Me encantaría poder lamerlas».

Las luces indirectas se debilitaron y Emmanuelle atrajo hacia sí, con un suspiro de bienestar, la manta fragante de agujas de pino que la compañía aérea le ofrecía para velar sus sueños.

Cuando sólo seguían encendidas las luces de noche, se dio vuelta e intentó distinguir a su compañero, al que no se había atrevido a mirar de frente desde que de nuevo se acostara junto a él. Para su sorpresa, encontró la mirada del hombre clavada en ella y pareciendo esperarla, visible a pesar de la casi total oscuridad. Durante algún tiempo, permanecieron así, mirándose a los ojos, sin más expresión que la de una perfecta tranquilidad. Emmanuelle reconocía el destello de afecto ligeramente divertido, un poco protector, que había observado en el momento en que se encontraran por primera vez (¿cuándo, exactamente?, ¿hacía apenas siete horas?) y se decía que era eso lo que le gustaba en él.

Como esta proximidad, de repente, se le hacía agradable, sonrió cerrando los ojos. Sentía confusamente tener deseos de algo —pero no sabía de qué—. No encontró otra distracción que recrearse de nuevo en su belleza: su propia imagen le acudía a la mente como un refrán favorito. Con el corazón palpitante, buscaba mentalmente la caleta invisible que sabía soterrada bajo un promontorio de negra vegetación, en la confluencia de los dos ríos: sentía cómo la corriente acariciaba sus orillas. Cuando el hombre se incorporó sobre un codo y se inclinó hacia ella, Emmanuelle abrió los párpados y le dejó besarla. El sabor de los labios sobre sus labios tenía la frescura y la sal del mar.

Enderezó el torso y levantó el brazo, a fin de facilitarle la tarea cuando quiso quitarle el suéter. Saboreó la turbación de ver aparecer bajo la lana dorada los senos que la penumbra hacía parecer aún más redondos y voluminosos que de día. Para dejarle intacto el placer de desvestirla, no le ayudó cuando buscaba el cierre de su falda: sin embargo, levantó las caderas para que pudiera quitársela sin esfuerzo. Esta vez, no la dejó enroscada en torno a sus rodillas: se liberó completamente de ella.

Las manos activas del hombre la despojaron de sus diminutas bragas. Cuando soltaron el liguero, Emmanuelle se quitó ella misma las medias y las tiró junto a la falda y el suéter a los pies del asiento.

Sólo al quedar enteramente desnuda, él la estrechó contra su cuerpo y empezó a acariciarla, desde el cabello a los tobillos, sin olvidar nada. Ahora ella tenía tantas ganas de hacer el amor que el corazón le dolía y sentía un nudo en la garganta: creía que jamás podría volver a respirar, ver la luz del día. Tenía miedo, habría querido llamar, pero el hombre la abrazaba con enorme fuerza, con una mano en el surco de sus nalgas, dilatando la pequeña hendidura temblorosa, y un dedo hundido hasta el final. Al mismo tiempo la besaba con avidez, lamiendo su lengua, bebiendo su saliva.

Ella se quejaba con pequeños gemidos, sin saber muy bien por qué, ¿era el dedo que la registraba, dirigiéndose hacia el fondo de sus entrañas, o la boca que se alimentaba de ella, tragando cada soplo de aliento, cada sollozo? ¿Era el tormento del deseo o la vergüenza por la lujuria? El recuerdo de la larga forma combada que había tenido en el cuenco de su mano la atormentaba, magnífica y erecta, arrogante, dura, roja, ardiente hasta no poder soportarlo. Gimió tan fuerte que el hombre se apiadó: finalmente sintió el miembro desnudo, fuerte como había esperado, posarse sobre su vientre, y ella se estrechó contra él con toda la suavidad de su cuerpo.

Así permanecieron largo rato sin moverse; luego el hombre pareció decidirse bruscamente, la cogió en sus brazos y la hizo pasar por encima suyo, con lo que se encontró acostada sobre la litera que daba al pasillo. Menos de un metro la separaba de los niños ingleses. Había olvidado incluso su existencia. De pronto se dio cuenta de que no dormían y la estaban mirando. El niño era el que estaba más cerca pero la hermanita se había acurrucado junto a él para ver mejor. Inmóviles y conteniendo la respiración, miraban fijamente a Emmanuelle con dilatadas pupilas en las que sólo se leía una curiosidad fascinada. La sola idea de ser poseída bajo su mirada, de entregarse, ella, Emmanuelle, a este exceso de impudicia le produjo una especie de vértigo. Pero a la vez, tenía prisa por que ocurriera y ellos lo vieran todo.

Estaba acostada sobre el lado derecho, los muslos y las rodillas doblados, ofreciendo la espalda. El hombre la había cogido por las caderas, por detrás. Introdujo una pierna entre las de Emmanuelle y penetró en ella con una acometida rectilínea, irresistible, que facilitaron tanto la absoluta rigidez de su pene como la humedad del sexo de Emmanuelle. Sólo después de alcanzar el punto más profundo de su vagina, y de detenerse el tiempo necesario para suspirar de placer, empezó a mover adelante y atrás su miembro con grandes embates regulares.

Emmanuelle, liberada de su angustia, jadeaba, más líquida y más caliente a cada nueva embestida del falo. Como si se alimentase de ella, éste aumentaba de tamaño y extendía sus movimientos en amplitud y actividad. A través de la bruma de su felicidad, Emmanuelle consiguió maravillarse de que el ariete pudiera adentrarse tanto en su vientre. Sus órganos, pensaba complacida, no parecían haberse atrofiado en los largos meses que no habían sido estimulados por un aguijón masculino. Ahora deseaba aprovechar esa voluptuosidad lo más completamente y durante el mayor tiempo posible.

El viajero, por su parte, no parecía cansado de taladrar el cuerpo de Emmanuelle. A ella le habría gustado saber, en un momento dado, cuánto tiempo hacía que estaba dentro de ella; pero ningún punto de referencia le permitía apreciarlo.

Se contenía para no ceder al orgasmo, sin que ello le supusiera esfuerzo ni frustración, ya que estaba entrenada, desde la infancia, a prolongar el placer de la espera, y más que el espasmo apreciaba esa sensibilización creciente, esa extrema tensión del ser que sabía procurarse sólo cuando sus dedos acariciaban durante horas, con la ligereza del arco, el tallo tembloroso de su clítoris, negándose a rendirse a la súplica de su propia carne, hasta que finalmente la presión de su sensualidad la vencía, sacudiéndola con estremecimientos tan terribles como las convulsiones de la muerte, pero de los que Emmanuelle renacía en el acto más fresca y ligera.

Miraba a los niños. Sus rostros habían perdido toda expresión altanera. Ahora parecían humanos. Ni excitados, ni burlones, sino atentos y casi respetuosos. Intentó imaginar lo que debía pasarles por la cabeza, el desconcierto en que debía sumirles el acontecimiento que estaban presenciando, pero sus ideas parecían deshilacharse, su cerebro estaba recorrido por demasiadas turbaciones y se sentía demasiado feliz para preocuparse realmente de los demás.

Cuando por la aceleración de los movimientos, por una cierta rudeza de las manos que oprimían sus nalgas y, también, por una brusca hinchazón y por las pulsaciones del órgano que la atravesaba, comprendió que su compañero iba a eyacular, también ella se dejó arrastrar. El latigazo de esperma llevó su placer al paroxismo. Mientras se derramaba en ella, el hombre no se movió del fondo de su vagina, pegado como estaba al cuello de su matriz, e incluso en pleno espasmo Emmanuelle conservó la imaginación suficiente para gozar representándose el cuadro del meato desbordado por los ríos cremosos —que aspiraba, activa y glotona como una boca, la abertura oblonga de su útero.

El viajero concluyó su orgasmo y Emmanuelle a su vez se calmó, embargada por un bienestar sin remordimientos, al que todo contribuía: el roce del macho que se retiraba, el contacto de la manta que sentía extender sobre ella, el confort de la litera y la opacidad creciente y tibia del sueño que la invadió.

El avión había atravesado la noche como un puente, ciego a los desiertos de la India, a los golfos, a los estuarios, a los arrozales. Cuando Emmanuelle abrió los ojos, un amanecer que no podía ver irisaba los contornos de la Cadena Birmana, aunque en el interior del compartimento el resplandor malva de las luces de noche no permitía adivinar nada del cambio de paisaje ni de la hora del día.

La manta blanca había caído al suelo y Emmanuelle estaba acostada, desnuda, sobre el lado izquierdo, hecha un ovillo como un niño friolero. Su vencedor dormía.

Emmanuelle iba recuperando la conciencia gradualmente, sin moverse. Nada de lo que pudiera pensar se traslucía en su rostro. Al cabo de un tiempo bastante largo, estiró lentamente las piernas, arqueó la cintura, se volvió de espaldas, buscando a tientas con qué cubrirse. Pero su gesto quedó interrumpido: un hombre, de pie en el pasillo, la estaba mirando.

El desconocido, en la posición que ocupaba respecto a ella, le pareció de una estatura gigantesca y la joven se dijo que era increíblemente bello. Sin duda esta belleza le hizo olvidar su desnudez, o al menos la privó de sentirse molesta. Pensaba: es una estatua griega. Semejante obra maestra no puede estar viva. Un fragmento de poema, que no era griego, cruzó por su mente: Deidad del templo en ruinas… Habría deseado ver prímulas, hierbas amarillentas, profusamente esparcidas a los pies del dios, zarcillos en torno a su zócalo, y que una brisa ligera agitase los cortos cabellos rizados que caían en bucles sobre sus orejas y su frente. La mirada de Emmanuelle recorrió la arista rectilínea de la nariz, se posó sobre los labios perfilados, sobre la barbilla de mármol. Dos rígidos tendones esculpían la línea del cuello hasta la camisa entreabierta sobre un pecho sin vello. Los ojos de la mujer proseguían su estudio. Una protuberancia desmesurada tensaba el pantalón de franela blanca, muy cerca de la cara de Emmanuelle.

La aparición se inclinó y recogió la falda y el jersey que yacían en el suelo. Recogió también las bragas y el portaligas, las medias y los zapatos desperdigados, luego se incorporó y dijo: —Venga.

La viajera se sentó en el sillón, apoyó los pies en la moqueta y cogió la mano que le tendían. Luego, levantándose con un ligero esfuerzo, avanzó, desnuda como si hubiese cambiado de mundo en las alturas y en la noche.

El desconocido la condujo al cuarto de aseo en el que ya había estado con la azafata. Se puso de espaldas al tabique acolchado de seda y colocó a Emmanuelle frente a él. Ella dejó escapar un grito cuando vio el reptil hercúleo que se erguía ante ella asomando entre la maleza dorada. Como era sensiblemente más menuda que el hombre, el glande trigonocéfalo le llegaba a la altura de los senos.

El héroe cogió a Emmanuelle por la cintura y la levantó sin esfuerzo. La joven rodeó entrelazando los dedos la nuca masculina, cuyos músculos sintió endurecerse bajo sus palmas, y separó sus piernas para que el miembro escarlata sobre el que su secuestrador la hacía caer pudiese penetrarla. Algunas lágrimas cubrieron sus mejillas, mientras el hombre entraba en ella con precaución, desgarrándola. Emmanuelle, apoyando las rodillas contra la pared, sobre las caderas de su compañero, ayudaba como podía a la serpiente fabulosa a avanzar por las profundidades de su cuerpo. Se contorsionaba, arañando el cuello al que se aferraba, sollozando, musitando con voz ronca palabras ininteligibles. Ni siquiera se dio cuenta, en su extravío, de que el hombre gozaba, enseguida, con una embestida tan salvaje de su pelvis que parecía realmente querer abrirse camino a través de ella, hasta su corazón. Cuando se retiró, con el rostro iluminado, la contempló de pie, apretada contra él. El falo mojado refrescaba la piel dolorida de Emmanuelle.

—¿Has amado? —preguntó.

Emmanuelle posó la mejilla sobre el pecho del dios griego. Sentía su semen removerse en ella.

—Le amo —murmuró.

Luego:

—¿Quiere poseerme de nuevo?

Él sonrió.

—Enseguida —dijo—. Volveré. Ahora vístete.

Se inclinó, depositándole un beso tan casto en la frente que ella no se atrevió a decir nada más. Antes de poder darse cuenta se encontró sola.

Con gestos sumamente lentos, como si se tratase de una ceremonia (o quizá porque todavía no había encontrado del todo el ritmo de la realidad), hizo caer sobre ella el agua de la ducha, cubrió su cuerpo de espuma, se aclaró con meticulosidad, frotó su piel con cálidas y perfumadas toallas que sacó de un distribuidor eléctrico, vaporizó su nuca y su garganta, sus axilas y el vello de su pubis con un perfume que evocaba la frescura de una floresta, se cepilló el cabello. Su imagen se la devolvían a tres bandas largos espejos: le pareció que jamás había estado tan fresca ni tan resplandeciente de belleza. Aquel desconocido ¿volvería como había prometido?

Esperó hasta que el altavoz anunció que se acercaban a Bangkok. Entonces, con una mueca de disgusto, el corazón turbado, se vistió, volvió a su compartimento, retirando su bolso y su chaqueta de la redecilla de equipaje y poniéndolos sobre sus rodillas, para al fin sentarse en la butaca, de la que una mano previsora había modificado nuevamente la forma y junto a la cual habían colocado una taza de té y una bandeja de brioches. Su vecino, sobre el que depositó una mirada distraída, tuvo una reacción de sorpresa.

But… aren't you going on to Tokyo? —inquirió con un velo de contrariedad en su voz.

Emmanuelle adivinó sin dificultad lo que había querido decir y sacudió negativamente la cabeza. El rostro del hombre se ensombreció. Le hizo otra pregunta, que ella no comprendió y, por otra parte, no tenía ningunas ganas de responder. Miraba al frente con una expresión afligida.

El viajero había sacado una agenda y se la tendió a Emmanuelle, indicándole que escribiera. Sin duda quería que le dejase su nombre, o una dirección donde pudiera volver a verla. Pero ella se negó meneando la cabeza, obstinada. Se preguntaba si el desconocido de rostro de hiedra y olor a piedra caliente, el genio caprichoso del templo en ruinas, abandonaría con ella el avión en Bangkok o volaría hacia Japón. De ser así, si al menos pudiera volver a verle en la escala…

Le buscó con la mirada entre los pasajeros que, tras descender del aparato, esperaban, agrupados bajo sus alas, en la mañana del aeropuerto tropical, que les transportasen a los edificios de cemento y cristal cuya silueta futurista se recortaba sobre un cielo ya blanco de calor. Pero no reconoció a nadie con su talla ni sus cabellos de otoño. La azafata le sonreía: apenas pudo verla. Ahora, la empujaban hacia las rejas de la aduana. Alguien franqueó una barrera, mostrando un pase, y llamó a Emmanuelle. Ella echó a correr y se arrojó, con un grito de alegría, en los brazos abiertos de su marido.