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Jugando a la guerra

No hay ninguna razón para visitar Kutno. Es una localidad que no aparece en prácticamente ninguna guía del país, incluyendo la célebre Lonely Planet. No hay monumentos ni iglesias dignas de mención; la ciudad es fea sin paliativos: calles anchas, comercios, bloques de edificios en serie típicos de la arquitectura soviética. La plaza mayor es una extensión de tierra sin césped, aderezada con unos cuantos árboles, las vallas de una obra y una fuente medio seca, a veces abierta, a veces cerrada, que recuerda sobre todo a un charco después de la lluvia. Había un monumento que simbolizaba la amistad entre Polonia y Rusia: un enorme bajorrelieve donde un soldado ruso y un soldado polaco se daban la mano. Del monumento no queda más que un pedestal de cemento donde alguna gente, de vez en cuando, deja flores.

Kutno está en el corazón mismo de Polonia y sobre el mapa parece un importante nudo ferroviario. La estación, sin embargo, es poca cosa: un edificio feo y desabrido con puertas de madera que cierran mal, incómodos bancos de madera, paredes con manchas de humedad y un bar desangelado. Carol nos dijo que había una canción famosa sobre un tipo que se pasa una noche en la estación de Kutno, esperando el tren que va a llevarle al lado de su amor. Pero el tipo se queda dormido en un banco de la estación, pierde el tren y tiene que esperar toda la noche, muerto de frío y de fatiga. Cuando amanece —sigue la canción— al tipo se le ha enfriado el amor y decide regresar a casa. El estribillo dice algo así como: qué tendrá Kutno, que hace que el amor se marchite.

Ciertamente, la estación de Kutno debe de ser un lugar horrible donde pasar una noche. Sin embargo, tampoco está tan mal comparada con algunas otras estaciones de pueblo. Con la de Małkinia, sin ir más lejos, o con cualquiera de esas pequeñas estaciones destartaladas, todo maderos y hierros, donde el abandono oxida los andenes y parece que ningún tren va a volver a pasar por allí, nunca. Me habría gustado ver al amante impaciente de la canción pasar una noche en la estación de Małkinia.

Aśka se tomó muy en serio el estribillo tarareado por Carol en Varsovia: por algo, había nacido y crecido en Kutno. Habló con orgullo de la batalla del Bzura, el heroico e inútil contraataque que el ejército polaco lanzó contra el ejército alemán en los alrededores de la ciudad; de los enlaces ferroviarios que comunican Kutno con las principales ciudades de Polonia. Si Varsovia y Poznań fuesen los brazos de una cruz, y Gdańsk y Cracovia, los extremos, Kutno estaría situada justo en el centro. Sin embargo, ni los trenes ni los horarios ni los enlaces ferroviarios obedecen aquel privilegio geográfico. Es mucho más sencillo, digamos, desplazarse hasta Varsovia y viajar desde allí hasta Cracovia que esperar que tu amor se marchite para siempre en la destartalada estación de Kutno.

No, no hay ninguna razón para detenerse en Kutno, pero tampoco hay ninguna para no hacerlo. Es una ciudad de trabajadores, un buen lugar donde tomar el pulso a la realidad polaca, lejos de los grandes centros financieros, los escaparates de los grandes almacenes, las catedrales, los museos, las populosas avenidas. Es la vida tal cual, sin adornos, sin cebos turísticos, un lugar de donde el viajero regresará sin ninguna medalla. Sólo hay mercados callejeros y colegios públicos; comercios de barrio y bloques de viviendas; farolas e iglesias de ladrillo.

Como curiosidades que, al parecer, tampoco merecen una mención ni siquiera de refilón en las guías turísticas, hay un pequeño museo dedicado a la batalla del Bzura, un tanque ruso donde juegan los niños y un estadio de béisbol en las afueras de la ciudad. Cuando Aśka me habló de él, yo había imaginado una especie de descampado pintado con tiza donde jugarían los críos, pero cuando pasábamos en coche me sorprendió descubrir un señor estadio con las medidas reglamentarias, graderíos, césped recién regado y pantallas de focos para la iluminación nocturna.

—Fue un capricho de un emigrante de Kutno que hizo una fortuna en Estados Unidos.

—Sabía que los polacos erais proamericanos, pero no hasta el punto de jugar al béisbol.

—No creo que en Polonia se juegue mucho al béisbol, pero en Kutno sí. Aquí se juegan algunos campeonatos infantiles y juveniles europeos.

—¿Cuándo se construyó?

—A comienzos de los noventa. Entonces todos nos alegramos mucho, porque pensábamos que el estadio iba a dar trabajo a mucha gente. Incluso yo pensaba que vendrían muchos extranjeros y que necesitarían traductoras de inglés.

—¿Y las necesitaban?

—Sí. Una. Una vez al año.

Muy cerca del estadio de béisbol se encuentra el hospital de Kutno. Hace años era un hospital importante donde acudían muchos pacientes de toda la provincia e incluso de provincias cercanas. Hoy en día, a pesar de que cuenta con algunos de los más sofisticados aparatos de análisis de la medicina estatal polaca, es un perfecto desastre. La sangría económica, los escándalos y, sobre todo, una pésima administración ejercida minuciosamente durante años, han dejado al hospital varado en la más absoluta bancarrota. Hubo temporadas en que no quedaba dinero ni para pagar el sueldo de médicos y enfermeras, y el personal emprendió una serie de huelgas casi continuas.

La situación llegó a ser crítica cuando la administración del hospital decidió ahorrar suprimiendo temporalmente la distribución de algunos medicamentos muy caros, entre ellos, algunos imprescindibles para la supervivencia de los enfermos de diálisis. El escándalo fue mayúsculo, aunque no tanto como cuando se descubrió que en el hospital de Łódź los conductores de ambulancia estaban confabulados con las empresas funerarias. Los conductores avisaban bajo cuerda cuándo y dónde iba a producirse un fallecimiento, e incluso, algunas veces, si el óbito se retrasaba, echaban una mano. Un buen ejemplo de los extremos a los que ha llegado la corrupción en la Polonia poscomunista es contemplar el hospital de Kutno hecho una ruina y, al lado, el gran estadio de béisbol con su césped flamante.

—Es una historia curiosa —comenté, mientras dejábamos atrás el estadio—. Un hombre que al volver a su ciudad natal, siente nostalgia del béisbol y entonces…

—¿Quién ha dicho que volviera? —interrumpió Aśka—. No volvió. Nadie vuelve a Kutno.

Como tantas otras familias polacas, la de Aśka ha sufrido los vaivenes de la economía polaca en los tiempos del comunismo y el poscomunismo. Su madre, Maria, que trabajaba de enfermera en el hospital, tuvo que aceptar una jubilación anticipada ante los incesantes escándalos.

—Me contó —dice Aśka— que, poco antes de irse, cuando estaba cuidando a los ancianos, no le daban ni sábanas limpias para cambiar las camas.

Su padre, Stanisław (léase «Stánisuav»), era soldador en una empresa siderúrgica del estado. Le recompensaron sus varias décadas de entrega absoluta a la empresa echándolo a la calle a la primera de cambio. Sin embargo, Stanisław, Stasiek para los amigos, sigue creyendo en el principio comunista de la fidelidad a la empresa y no entiende que su hija no quiera un empleo fijo. Hoy se gana la vida con una tienda de piezas de recambio para automóviles, un negocio que podía haber funcionado en tiempos del comunismo, cuando los coches tenían que durar toda la vida. Es un pequeño comercio que vende desde arandelas hasta tubos de escape y que apenas le da lo justo para mantener su casa, a su esposa y a su suegra, una anciana de noventa años con demencia senil y completamente paralizada. Con todo, como la mayoría de los polacos, Stanisław y Maria aceptan su suerte con resignación y buen humor: la sonrisa casi nunca se les cae de la cara.

Buscar trabajo en la Polonia poscomunista no es nada fácil. Piotrek, el hermano de Aśka, ha tenido la suerte de encontrar un puesto en una empresa de informática en Varsovia. Es un joven de veintiséis años, pero el sueldo que le dan, en cualquier lugar de Europa equivaldría al de un aprendiz; apenas le alcanza para el alquiler de un pequeño piso que comparte con otros dos jóvenes en el centro de la capital. Como casi todos los informáticos vive con la nariz pegada a la pantalla del ordenador, en un mundo virtual de programas y juegos en red. Cuando Aśka me lo presentó, pensé que Piotrek no había cumplido los veinte. Luego caí en la cuenta de que era una impresión falsa producida por un bigote novicio, casi adolescente, que le sombreaba la parte superior de los labios.

—Le habré dicho que se afeite mil veces, por lo menos —dice Aśka, moviendo la cabeza—. Pero él se empeña en dejarse bigote como papá. Así nunca encontrará novia.

Como buenos hermanos, Aśka y Piotrek discuten a cada momento por los motivos más triviales. Por ejemplo, el bigote. De hecho, Piotrek es la única persona capaz de sacar a Aśka de quicio y de hacer que el polaco, en sus labios, suene como un arma arrojadiza. Entonces, a medida que la discusión avanza, ella sube el tono y el volumen de la voz, mientras que Piotrek, imperturbable, sigue hablando sin apenas despegar los labios, a través de un sordo murmullo nasal, preciso y continuo, como el ronroneo de una máquina. A Aśka, que estudió filología, y ama el cine y la literatura, le exaspera casi tanto como le divierte el espíritu científico de Piotrek; su capacidad para medir, pesar y valorar las experiencias en términos matemáticos; su tendencia a expresarlo todo en valores estadísticos.

—¿Te gustó el concierto de ayer, Piotrek?

—Estuvo bien en un cuarenta y cinco por ciento.

—¿Había chicas guapas en la fiesta?

—Un dieciocho por ciento.

—¿Cuándo vas a afeitarte esa birria de bigote?

—Deja mi bigote en paz.

Ciertamente hay algo lógico (y casi patriótico) en el empeño de Piotrek por dejarse el bigote. Los polacos son uno de los pueblos del mundo con mayor tendencia a poblarse la boca de pelos. Según sus estatuas y retratos, el mariscal Piłsudski gastaba un mostacho nietzscheano, y Lech Wałęsa, desde los tiempos de Solidarność, llevaba el bigote al estilo galo. Adam Małysz (léase «Maus»), el campeón de saltos de esquí, también posee un bigote característico, una especie de marca metafísica, seña de virilidad eslava y decimonónica que los polacos parecen haber heredado desde los tiempos heroicos de los regimientos de lanceros. To be or not to be, la desternillante película de Lubitsch ambientada en Varsovia, está plagada de bigotes falsos. En otra extraordinaria comedia reciente, Man on the moon, de Milos Forman, dedicada al estrafalario bufón estadounidense Philip Kaufman, hay una anécdota real que ilustra sobre lo extendido de la creencia en los polacos bigotudos. Kaufman solía culminar uno de sus arriesgados números humorísticos arrojando un vaso de agua a la cara de uno de los espectadores. Una noche lo hizo sobre un polaco, un pobre hombre que durante varios minutos fue el blanco idóneo para una sarta de chistes fáciles. El número, un auténtico alarde de racismo y mal gusto, escandalizó a George Saphiro, el representante de Kaufman, que se apresuró a dirigirse a los camerinos. Allí se encontró al supuesto polaco: uno de los colaboradores habituales de Kaufman. «¿De verdad no eres polaco?», le preguntó Saphiro. Para demostrarlo, el compinche del cómico sólo tuvo que hacer una cosa: quitarse el bigote postizo.

Aunque las jóvenes generaciones no siguen a rajatabla tales muestras de nacionalismo capilar, si uno se fija atentamente en los niños polacos, parecen predispuestos genéticamente a lucir bigote, como si bajo la nariz ya tuviesen preparado el terreno donde crecerá la pelusilla. Piotrek debe de ser una de las pocas excepciones a la regla: no ha heredado ni uno sólo de los filamentos del sólido, respetable mostacho de Stasiek. Durante semanas, incluso meses, cultiva un vello lacio sobre los labios, lo deja crecer, lo mima y lo acaricia, pero el efecto final es similar al que produciría una docena de hormigas aplastadas entre la nariz y la boca. Sin embargo, es mejor no mencionar el asunto. Piotrek no acepta bromas sobre su bigote en un noventa y nueve por ciento de los casos.

En Kutno no hay teatros ni librerías, aunque en algunas papelerías y jugueterías se suele dedicar una mesa a la exposición y venta de libros. Sorprendentemente, en una de ellas, Aśka encontró un ejemplar de Katar, de Stanisław Lem (literalmente, «catarro», aunque en España fue traducida como La fiebre del heno: al traductor o al editor, un simple catarro les debió de parecer poca cosa para un título). Antes en la ciudad había dos cines, pero uno fue transformado en discoteca. Los fines de semana, por las noches, vienen muchos jóvenes de los pueblos cercanos. Acudir al otro cine, ubicado en un centro de cultura, supone una verdadera apuesta contra el azar: la película se emite únicamente si hay más de diez personas en la cola. Si a la hora de empezar la sesión hay menos de diez espectadores, se devuelve el importe de las entradas y se acabó la película.

—¿El propietario del cine es judío? —pregunté.

—No, que yo sepa —dijo Aśka—. ¿Por qué?

—Porque ese quorum recuerda al minian, el número mínimo de varones exigido en los ritos judíos. Para celebrar un servicio religioso, la ley exige que haya al menos diez varones mayores de trece años.

Una de las pocas diversiones aseguradas en Kutno es la bebida. Una mañana particularmente fría (el termómetro marcaba diez grados bajo cero) bajé con toda la familia para ayudarles en las compras. Mientras Stasiek arrancaba la nieve del parabrisas, descubrí al otro lado de la calle a un hombre de pie, la cabeza agachada, la mano izquierda apoyada en una farola y la cabeza inclinada contra el pecho para protegerse del frío. La gente que pasaba a su alrededor no le hacía el menor caso. Le dije a Aśka si aquel hombre no estaría enfermo y si no debíamos hacer algo. Piotrek me oyó y preguntó a Aśka qué había dicho yo. Su padre siguió limpiando el cristal. Piotrek se encogió de hombros.

—Es una enfermedad polaca —dijo Piotrek.

—Está sujetando la farola —dijo Stasiek.

Un par de horas después, cuando volvíamos con las compras, el hombre seguía en la misma farola y casi en la misma postura. La barba se le había congelado y largos carámbanos de hielo colgaban de ella como estalactitas. La nariz goteaba igual que un grifo en una helada. No llevaba guantes, y la piel de las manos y la cara estaban enrojecidas por el frío. El tipo llevaba horas a la intemperie, probablemente más si, como era lógico, se había agarrado la curda de madrugada. Sin embargo, el vodka parecía preservarle de la congelación, dotarle de alguna especie de calefacción interna. Al pasar a su lado, caí en la cuenta de que el hombre daba señales de vida: emitía un murmullo continuo, casi inaudible, una especie de chasquido de estática, como una radio en un dial fantasmagórico. Una media hora después, mientras María preparaba la comida, me asomé por la ventana de la cocina y vi que al fin había logrado empezar a moverse: estaba a una docena de pasos de la farola, tambaleándose azorado: un escalador en medio de la ventisca. De hecho, su grado de deterioro físico me recordó algunas historias que había leído sobre supervivencia en alta montaña. Kutno se encuentra prácticamente al nivel del mar, pero, por la lentitud a la que se movía aquel borrachuzo y la tortura que le costaba cada paso, era como si aquella cuesta suavemente empinada fuese la rampa final del Everest.

Durante la comida, comentando la profundidad y la duración de aquella borrachera, le pregunté a Stasiek por el Spirytus, el legendario aguardiente polaco de 95° de graduación alcohólica.

Tak, tak. Cuando bebes Spirytus te quemas la garganta y sientes que te arde toda la cara. Después se te duerme la boca y crees que la bebida se derrama por la comisura de los labios.

—Una vez me lo recomendaron para desinfectar los granos de acné —dijo Aśka—. Mucho mejor que el alcohol.

Hay que reconocer que un país que cuenta con más de mil marcas nacionales de vodka, se toma la bebida muy en serio. En español tenemos una infinidad de términos para nombrar la borrachera, pero sólo conocemos uno para ese estado de dolorosa postración que sigue a la mañana siguiente de una buena trompa y que tanto se parece a la tristeza insondable del alma eslava. Hay casi una página entera de Insaciabilidad, la novela de Witkiewicz que nunca pude acabar, dedicada a la fraseología de la resaca en polaco: podchmielenie, popijackie darcie w duszy, popijnik, popijawka, popijny sumienioból, piciowyrzut, glatwa, glen…

—Tenemos otra palabra: klin, literalmente «cuña» —dice Aśka—. El klin es la copa mañanera con que los polacos se quitan la resaca: la cuña rompe la piedra, del mismo modo que el klin abre el cráneo.

—Un clavo saca otro clavo.

—Más o menos.

En ocasiones, la filología comparada produce esos hallazgos. El amor puede fácilmente equipararse a una borrachera pero yo nunca había oído de ningún poeta que comparase el sufrimiento amoroso a una resaca. A mi regreso a Madrid tendría que comentárselo a Álvaro.

Tras los postres, después de tres vasitos de Żubrówka, tenía que reconocer que mi interés por la cultura polaca estaba yendo demasiado lejos. Ya fuese en Kutno, en Varsovia o en Gdynia, bebía más vodka que la mayoría de mis anfitriones. Me prometí que, en adelante, debería limitar el espectro de mis investigaciones filológicas. Por la tarde, cuando Stasiek nos invitó a unas copas en una taberna de Kutno, decidí imitarle y pasarme a la cerveza.

En Polonia hay varias marcas, casi todas excelentes. La cerveza nos ayudó a afinar en la sesión de chistes que se desarrolló entre Aśka, sus padres y yo. Aśka ponía los subtítulos y las risas marchaban a destiempo, como en una película muda donde, algún tiempo después, alguien ha añadido la banda sonora. Stasiek contaba la primera parte de un chiste; se detenía, con ojos expectantes, para que Aśka me tradujera las frases; después proseguía y la operación se repetía hasta que Maria se echaba a reír, tapándose la boca. Pero yo tenía que esperar hasta que Aśka, entrecortada por las carcajadas, contaba el final del chiste: mis risotadas llegaban cuando ellos ya bebían otro trago de cerveza. Eran risas en fuga.

De vez en cuando, un hilo de espuma orlaba el bigote de Stasiek, que parecía quitarse años de encima cada vez que se relamía los labios. A medida que disminuía el nivel de las jarras de cerveza, los chistes fueron subiendo de tono. Aśka empezó a pasarlo mal cuando se vio obligada a traducir a sus padres algunos chistes ibéricos verdaderamente fuertes; en especial, el del tipo que va al médico porque tiene un dolor insoportable en los genitales. Al poco rato me di cuenta, con algo de tristeza y un mucho de resignación, que casi todos los chistes españoles tratan sobre el sexo y la muerte (que son prácticamente lo mismo), mientras que casi todos los chistes polacos son historias de borrachos. El mejor de todos era el del pescador que pesca un pez de oro en un lago. El pez le dice que si le suelta, le concederá tres deseos. El pescador, más pobre que las ratas y desconfiado como él solo, no se fía y le pide que haga una prueba. El pez dice: «Bueno, pide un deseo.» El pescador dice: «Una botella de vodka,» De pronto, de la nada, hace su aparición en la barca una botella de vodka. Sin soltar el pez, el pescador la abre y bebe un trago para comprobar la calidad de la bebida. Hace un gesto de asentimiento y bebe otro trago. Bebe y bebe, hasta terminar la botella. La arroja a la barca y le pide otro deseo al pez: «Haz que todo el lago se convierta en vodka.» Un relámpago de luz y, de repente, la barca está flotando sobre un lago de vodka. Incrédulo, el pescador mete una mano en el lago y luego se chupa los dedos. Su cara de felicidad no deja lugar a dudas. Arroja el pez al lago y se pone a beber a grandes sorbos, arrodillado sobre la barca. El pez de oro asoma la cabeza del vodka y le dice: «Eh, te queda el último deseo.» El pescador para de beber, se rasca la cabeza un rato y luego se encoge de hombros. «Bueno, dame otra botella.»

Por pura casualidad encontré dos referencias literarias a Kutno que lograron sorprender a Aśka. Una está en un poema de Günter Grass, Pan Quixot, «Don Quijote», en un verso donde hay una referencia oblicua a la batalla del Bzura. La otra, en la sección final de la extraordinaria novela de Roberto Bolaño 2666, cuando la unidad en que milita el protagonista, un joven soldado alemán, se topa con el contraataque polaco en los alrededores de Kutno. La novela de Bolaño es magnífica pero la veracidad histórica de este episodio es más bien dudosa:

El primer combate propiamente dicho en que participó Reiter fue en las cercanías de Kutno, en donde los polacos eran pocos y estaban mal armados pero no mostraban ningún deseo de rendirse. El encuentro duró poco, pues al final resultó que los polacos sí que tenían deseos de rendirse y lo que pasaba era que no sabían cómo hacerlo.

En realidad, el combate al que se refiere Bolaño debe de ser uno de los coletazos finales de la batalla del Bzura, donde los polacos lograron tomar varías cabezas de puente y lucharon encarnizadamente varios días. Del 15 al 18 la resistencia polaca llegó a romper tres veces el formidable cerco impuesto por el XIV Ejército. En la estampa más gloriosa y anacrónica de toda la guerra, los regimientos de lanceros del general Bortnowski cargan a caballo contra los carros de combate de Guderian. El 20 de septiembre, Bortnowski, cercado en Kutno bajo una lluvia de bombas, fue obligado a capitular. No parecía que buscaran rendirse, desde luego. El fácil paseo militar con que los historiadores bélicos suelen calificar la invasión de Polonia no fue tan paseo ni tan fácil, comparado, por ejemplo, con la campaña de Francia.

El museo dedicado a la batalla del Bzura se alza en la entrada del parque de Kutno, detrás de un viejo cañón desdentado. Flanqueando el templete, un muro de piedra sostiene varias placas conmemorativas en homenaje a los diversos regimientos que participaron en el combate. Pero cuando queremos entrar, encontramos la puerta cerrada. Una mujer que trabaja en el parque, amontonando nieve con una pala, nos observa, deja la pala apoyada en un árbol y se acerca hacia nosotros. Saca un manojo de llaves del delantal, abre la puerta de madera y nos invita a pasar. El museo resulta tan pequeño que la señora que lo custodia es la misma que despacha las entradas y también la misma que hace la limpieza todas las mañanas. Al lado de la mesa baja donde deja nuestros zlotys, hay un cubo y una fregona.

El museo consiste en una sala circular de la que cuelgan insignias, uniformes de oficiales alemanes y polacos, un par de rifles máuser, una ametralladora herrumbrosa entre unos sacos terreros, una pistola destripada, cascos reventados y agujereados a balazos. Unas escaleras conducen a un sótano de forma y dimensiones similares donde hay más uniformes y más cachivaches: una cantimplora rota, unos gemelos de campaña, unas botas descosidas, cartas de soldados, órdenes selladas. En la pared, una serie de mapas que señalan la evolución de los ejércitos durante la batalla, el garabato gris del río Bzura, las flechas y bandas que indican los desplazamientos de tropas. Jamás he sabido leer un mapa militar, así que, como escritor, tengo que atenerme a los detalles. Los detalles hablan el lenguaje de una época desvanecida y cenicienta, incomprensible, tan lejana ya como el Imperio romano. Los uniformes apolillados, los cascos rotos, las cartas escritas a mano y depositadas bajo una urna de cristal no parecen documentos históricos sino restos arqueológicos. La tinta desvaída no guarda sólo el polvo de medio siglo, sino también las ceremonias inexplicables del heroísmo y el fango, las lámparas de una cultura destruida, la sangre encanecida de otra raza. Siento un abismo infranqueable entre nosotros y los hombres que empuñaron estas ropas y vistieron estas armas, un estupor semejante al que me invade al contemplar un cuenco amazónico o una punta de lanza tallada en la edad de piedra. No es sólo la vejez, las mordeduras del tiempo, sino el tamaño: las ropas, los objetos, los papeles, todo parece más pequeño, como si los hombres de hace medio siglo tuviesen la talla de guerreros medievales, de pigmeos.

El museo entero desprende un aroma de irrealidad, de tremenda fragilidad: los cascos abollados y los uniformes polvorientos parecen sacados de un baúl de disfraces; las granadas, las cucharas y las pistolas parecen de juguete, parte del decorado de una obra de teatro en una escuela. Verdaderamente, es como si los hombres de cincuenta años atrás fuesen incomparablemente más bajitos y endebles que nosotros, como si formasen parte de otra especie, una rama de la humanidad destruida después de un cataclismo, unos niños pequeños, mortíferos e insensatos.

Al contemplar aquellas urnas, experimenté una sensación parecida a la que tuve cuando regresé por primera vez a mi primer colegio: todo parecía construido a otra escala, muebles y accesorios de una casa de muñecas. La discordia entre mi estatura de niño y mi estatura adulta había magnificado los recuerdos, y con los años mi memoria había jugado a agrandar pizarras y pupitres. Los pasillos que todavía cartografían algunas de mis pesadillas más antiguas y que formaban laberintos inaccesibles, con muros fantasmales que se perdían en la oscuridad y techos que se abismaban hacia lo alto, apenas daban ahora para un par de pasos. Casi tuve que agacharme para cruzar la puerta del despacho de profesores que, en mis días de colegial, prácticamente era un arco catedralicio. Todo parecía precario y diminuto, como si sólo se sostuviera por el empeño de la nostalgia y pudiera caerse al menor soplido, igual que las casas de los cuentos infantiles.

Ahora, en el museo del Bzura, era una vez más como si el recuerdo mirase todo desde arriba, pero yo no tenía ningún recuerdo físico de aquellos objetos. Yo no había luchado en el Bzura. El prisma de polvo con el que contemplaba esos fósiles del pasado me había hecho creer que, en otra vida, yo hubiera sido capaz de caminar en el fango con tales botas, de cargar al galope, hacia la polvareda alzada por una brigada de tanques, en busca de la muerte. No era verdad: quienes empuñaron esos fusiles y se cubrieron con esos cascos, quienes hicieron guardia con esos guantes de lana y escribieron esas letras a sus familiares y a sus novias la noche antes de entrar en combate, eran hombres de otra raza.

El domingo por la tarde, después de regresar del lago Skrzynki en el viejo Skoda de su padre, Aśka me llevó a un lugar que estaba muy cerca de su antiguo colegio. Los chicos de mi barrio teníamos el parque de San Blas, con sus bancos roñosos, sus columpios, sus yonquis y sus jeringuillas rotas entre la hierba, y los críos de Kutno tenían un tanque. No una imitación chapucera, no un tanque de juguete, sino todo un T-34 soviético, anclado en una plataforma de cemento y pintado de verde. Aśka me contó que sus amigos y ella no se perdían ni un episodio de una serie de televisión polaca: Cuatro tanquistas y un perro, y cada semana escenificaban en casa el episodio correspondiente. Era una serie ambientada en la Segunda Guerra Mundial que intentaba expresar la confraternización entre los diversos aliados de la Europa del Este. Cada uno de los tripulantes del tanque provenía de una nación distinta, como si el tanque simbolizara la nave feliz del comunismo: había un ruso, un polaco, un georgiano, una chica ucraniana y un gran perro lobo.

—Me imagino que el ruso era el comandante del tanque.

—No. El comandante era polaco.

—Ah, entonces, era ciencia ficción.

Trepé hasta la torreta del tanque. Las cadenas estaban heladas, atenazadas por esa triple escarcha que suministraban la baja temperatura, la distancia histórica y la rigidez del acero. Las sucesivas capas de alegres colores no habían logrado disfrazar las primitivas pinturas de guerra. El verde se descascarillaba bajo la acción del óxido, como las nubes desgarradas bajo la oscuridad creciente. Me asomé al interior y vi latas de refrescos, vidrios rotos, trozos de revistas y papeles, colillas, porquerías acumuladas por generaciones de chavales que se habían guarecido en su interior, jugando a la guerra. Probablemente, un día se sintieron demasiado grandes para seguir escondiéndose en esa placenta de metal, incluso con los cigarrillos colgando de la boca, y tuvieron que salir a campo abierto. El frío del invierno se entrometía en la penumbra, evocándome todos los escondrijos abandonados de mi infancia.

Cuando salté de nuevo al césped, la luz ya había caído sobre la tierra. El cielo de Kutno era un amasijo de harapos malvas y azules sacudidos por el viento. Toda la pesadumbre de un viejo domingo por la tarde —otro más— se abatió sobre nosotros. Regresamos a casa; todavía teníamos que hacer el equipaje y mañana, muy temprano, salíamos hacia Cracovia. El tanque quedó atrás como un juguete abandonado, un herrumbroso fantasma bélico, un antecesor directo de los regimientos de blindados que los rusos ocultaron en ciertos bosques de Polonia durante los tiempos duros de la guerra fría. El cañón aún apunta desafiante hacia occidente.