6
El bolígrafo del Papa
El 31 de agosto de 1980, cuando Lech Wałęsa firmó en los astilleros de Gdańsk el tratado que anunciaba el nacimiento de Solidarność, lo hizo con un llamativo bolígrafo de color rojo y casi medio metro de largo. El bolígrafo era una pieza genuinamente kitsch, concebida como recuerdo para celebrar la elección de Karol Wojtyła, arzobispo de Cracovia, al trono de Pedro. El rostro sonriente de Juan Pablo II se movía a la vez que la mano de Wałęsa iba firmando los documentos que suponían la primera herida mortal del sistema comunista. Aquella rúbrica había costado ríos de sangre, decenios de lucha callejera, encarcelamientos, palizas, asesinatos, destierros, hambre, huelgas, cierres de fábricas. Unos simples trazos en un papel y toda la tremenda maquinaria de la dictadura comunista, herencia directa de Stalin, empezó a resquebrajarse. La grieta se extendió mucho más allá de Polonia, fue avanzando y ramificándose por todos los países de Europa Oriental. El derrumbe tardaría diez años más en producirse y costaría más sangre, más hambre, más muertos en las cunetas, llegarían más golpes desde otros sitios, desde Checoslovaquia, desde Alemania Oriental, desde la misma Rusia, pero el primer tajo ya estaba dado.
Al pasear hoy día por los astilleros de Gdańsk, todavía se siente vivo el soplo del viento que derribó el Muro. Hay flores a los pies de las tres vertiginosas cruces de acero clavadas a la entrada, homenaje a las víctimas de la huelga de 1970. Las autoridades comunistas no dudaron en utilizar cualquier medio para reprimir las manifestaciones. El 17 de diciembre, en Gdynia, ordenaron disparar descargas de fusilería contra una muchedumbre de trabajadores que se dirigía a sus puestos de trabajo. Fue una auténtica matanza que levantó una oleada de protestas en todo el norte de Polonia. El régimen se tambaleó, pero la rebelión todavía no estaba lo bastante madura para dar sus frutos. En 1980, los líderes sindicales acordaron crear un único sindicato nacional llamado Solidarność (Solidaridad), un verdadero ejemplo de asociación dinámica regida mediante estructuras democráticas. Unos meses después contaba con nada menos que ocho millones de afiliados: un tercio de la población adulta del país. Las banderas, las pintadas con las apretujadas letras rojas se convirtieron en parte del paisaje cotidiano de Polonia: una dura espina clavada en la misma garganta del león soviético.
Bajo las altas cruces de acero cayeron las tres primeras víctimas de las revueltas de 1970. Diez años después se convirtió en el lugar de reunión donde empezaban las manifestaciones de Solidarność. Hoy los astilleros de Gdańsk están en bancarrota y su actividad ha sido reducida al mínimo después de que fuesen adquiridos por el vecino astillero de Gdynia. El precio de la libertad, por el que tanto se luchó tras estas vallas, ha sido demasiado alto: los raíles de acero se herrumbran entre las hierbas, las oficinas van perdiendo postigos y ventanas, las grúas alzan inútilmente sus brazos a un cielo encapotado.
Donde quiera que uno mire, florece el abandono. Unos pocos trabajadores cruzan la verja de la entrada, con mochilas y tarteras en las manos. A la izquierda, se abre la exposición permanente de Solidarność: un impresionante archivo documental y fotográfico de los años setenta y ochenta. El visitante curioso puede contemplar la sala y la mesa donde se firmaron los acuerdos históricos que permitieron la legalización de los sindicatos libres, las películas de los informativos de televisión, los grupos de obreros arrollados por los chorros de las mangueras, un joven manifestante atropellado bajo las ruedas de una furgoneta, la cara de jabalí hervido del general Jaruzelski mientras lee el comunicado por el que se establece el estado de sitio en Polonia. No es casualidad que Jaruzelski, un dictador de extrema izquierda, lleve el mismo modelo de gafas negras que Pinochet, un dictador de extrema derecha: al fin y al cabo, los extremos se tocan. En una urna, preservado como un tesoro, está el grotesco bolígrafo con el que Wałęsa firmó los acuerdos, para dejar claro quién firmaba con él y de qué lado estaba Dios.
Compré un mechero barato con el lema de Solidarność grabado en rojo. Al lado de la tienda de recuerdos se alzaba una recreación de un supermercado polaco en el paraíso comunista. Estanterías vacías, polvo, unas botellas de vinagre, más estanterías vacías, una barra de pan duro, una cesta metálica de seis unidades con una sola botella de leche.
—Es exactamente igual que cuando bajaba a comprar el pan de niña en Kutno —dijo Aśka—. La época del vinagre. No había más que vinagre en las estanterías, botellas y botellas. Sólo falta una cola de gente dando la vuelta a la manzana.
Al salir de nuevo al exterior nos golpeó una ola de aire frío que llevaba encima algo más profundo que la simple tristeza invernal. Un largo viento épico todavía sacude los almacenes desvencijados y la plegaria de las grúas al cielo sordo. Esto no es un museo ni un lugar de trabajo: es un campo de batalla, otro más, como siempre en Polonia. Aquí se alzaron los gritos y pancartas; aquí se luchó con las manos desnudas contra porras, tanquetas y fusiles; aquí se levantaron la razón y el hambre y el sentido común contra la opresión y la fuerza bruta. La pintura anaranjada se cae a capas, como la costra de una herida reciente, y el óxido de los hierros tiene el color de la sangre seca.
Dos grandes mapas, situados uno junto a otro en las verjas de la entrada a los astilleros, muestran cómo cambió el rostro de la Europa del Este en ese decenio homérico. El primero de los mapas parece la página inicial con la que se abren todos los tebeos de Astérix: Hungría, Bulgaria, Checoslovaquia, Polonia, Rumanía, Ucrania, Yugoslavia, Letonia, Estonia, Lituania, Bielorrusia, todo un inmenso territorio, desde Albania hasta el mar Báltico, se halla bajo el poder del águila soviética. ¿Todo? No, en la esquina superior del mapa, unos pequeños astilleros resisten la hegemonía del despiadado invasor. El hombre que los conduce, un electricista de treinta y siete años, es un tipo valiente y bajito, al igual que el cabecilla de los galos. Verdaderamente Wałęsa parecía, con su bigote, su sonrisa y sus mofletes, un pequeño y rechoncho Astérix polaco.
No hay un político en la actualidad, ni siquiera Nelson Mándela, que me despierte más simpatía que Lech Wałęsa. Muchos rostros de políticos e intelectuales, trascendentales para la historia moderna, caben en esa década gloriosa, pero en mi recuerdo el rostro más vivo y más puro es el suyo. Sus enormes mostachos tienen más fuerza incluso que los densos y tristes ojos de Havel, o que la rosácea mancha de Gorbachov, plasmación cutánea de la URSS en su calva. Sin embargo, hoy día, cuando preguntas a un polaco, de cualquier clase social, por Wałęsa, las respuestas pueden variar desde un bufido de desprecio hasta una sonrisa de lástima. Quien más, quien menos recordará alguna pifia monumental, alguna de sus meteduras de pata en la radio o en la tele. En un bar de Gdynia, una camarera nos contó que una vez, cuando Kwaśniewski, su sucesor en el cargo de presidente de la república, quiso hacer las paces y le dijo que ahí estaba su mano, Wałęsa respondió que ahí estaba su pie. Uno de los viejos jubilados que merodeaba por los astilleros de Gdańsk se rió y dijo que Wałęsa no tiene estudios y ni siquiera sabe hablar bien polaco.
—Es cierto —reconoció Aśka—. Cometía muchos errores gramaticales y su acento era el típico de los chistes de paletos.
Nuestros anfitriones en Gdynia, Kasia y Artur, nos dijeron también que Wałęsa era un oportunista que aprovechó muy bien un vacío de poder entre las filas de los sindicatos ilegales, cuando otros líderes, con más preparación y más experiencia que él, fueron a parar a la cárcel. Es posible que todo esto sea verdad, pero, si lo es, no resta un ápice a la grandeza de un personaje que supo hacerse con las riendas del poder no gracias a la inteligencia o a la astucia, sino fundamentalmente a su sinceridad brutal, su carisma y su coraje.
—No olvides la tozudez —añadió Aśka—. Wałęsa era terco como él solo. Por eso llegó tan lejos como llegó. Porque era bruto y desconfiado y jamás daba su brazo a torcer. No negociaba nada.
Para Wałęsa una negociación con las autoridades consistía básicamente en dar cabezazos contra la pared. Repetir y repetir las mismas demandas, sin ceder en un solo punto, hasta la saciedad. Lo lógico hubiese sido que se hubiese roto la cabeza, pero el líder de Solidaridad no obedecía a la lógica y además tenía la cabeza demasiado dura. Lo que se rompió fue el Muro. Aquella reedición de la lucha desigual entre David y Goliat llevó de repente a Polonia al centro de los informativos y despertó una enorme simpatía por el pueblo polaco en todo el mundo. En diciembre de 1980, el comité sueco acertó a soplar la flauta y concedió el Premio Nobel de Literatura al gran poeta polaco Czeslaw Miłosz. Tres años después, en 1983, Lech Wałęsa honraba el Premio Nobel de la Paz. Después de la firma de los acuerdos en los astilleros y de su estancia en la cárcel tras el estado de sitio, el prestigio del joven electricista sólo era comparable al de su compadre, el papa Juan Pablo II, que reunía muchedumbres de cientos de miles de personas en sus visitas periódicas al santuario de Czȩstochowa. Una vez pasada la tormenta, Wałęsa dijo que Wojtyła era la persona más importante que jamás había conocido y definió su relación en términos de catecismo católico: «Yo era la acción, sí, pero él era la palabra, la inspiración, el espíritu.»
Desde luego, su fuerte no eran las palabras. Apenas tenía estudios y su dicción sonaba palurda y torpe, pero Wałęsa compensaba todas aquellas deficiencias con su carácter campechano y su abrumadora confianza en sí mismo. Puede que no fuese un gran orador en el sentido clásico del término, pero cuando hablaba, cuando cogía un micrófono y soltaba aquellas frases cortas y contundentes con su basto acento pueblerino, incendiaba a las masas.
El momento en que, desafiando la prohibición de las autoridades, saltó la verja de los astilleros de Gdańsk, mientras una multitud de obreros coreaba el diminutivo de su nombre, es algo así como el paso del Rubicón en la historia contemporánea de Polonia. Todavía puede contemplarse ese momento extraordinario, tal cual sucedió, en la exposición permanente de Solidarność sobre la rebelión de los trabajadores navales. Es una de esas escenas que no parece verdad, que pone los pelos de punta, al igual que esa otra, cuando Wałęsa salió de las oficinas de los astilleros después de la firma y avanzó abriendo un pasillo entre la muchedumbre que gritaba y lloraba de alegría. Son instantes donde se siente el peso inmenso de la Historia gravitando sobre la espalda de un solo hombre, un hombre que da un paso tras otro entre riadas de gente, que levanta de vez en cuando las manos, las junta en un gesto de triunfo, y de vez en cuando sonríe y vuelve la cabeza, y luego la baja, acomplejado por la responsabilidad, agobiado ante tanto y tanto cariño. «¡Lechu! ¡Lechu! ¡Lechu!», clamaba de nuevo una sola voz trenzada con miles de gargantas. Wałęsa subió a la tarima y con su estilo rudo y directo anunció la victoria del sindicato, el final de aquel largo pulso con las autoridades que había durado meses y que era la prolongación de un duelo que se remontaba años, décadas atrás. Un grito imponente, un clamor de alivio y de alegría, no le dejó acabar. Luego Wałęsa alzó la mano, armada aún con el grotesco bolígrafo, y dijo: «Ya os dije el primer día que triunfaríamos. Salgo el último. Dios os lo pague. Voy a trabajar.»
Esos gestos, esas frases simples y grandiosas, no eran sólo fruto del oportunismo y de la inspiración del momento, sino de su sagacidad, su pragmatismo, su visceral sentido de la política. Cuando ganó las primeras elecciones presidenciales en 1990, decidió recibir el relevo no de manos del general Jaruzelski, sino de Ryszard Kaczorowski, último presidente en el exilio, tendiendo un lazo directo con los herederos de la Segunda República desterrados en Londres. Con ese insólito cambio de poderes dejó claro que el medio siglo de gobierno comunista no había sido más que un fraude, una pesadilla tediosa y aborrecible.
Hay una diferencia esencial entre Wałęsa y los demás líderes políticos occidentales, todas esas caretas intercambiables que hoy abarrotan los periódicos y los telediarios, esas jetas de plástico y cartón piedra, esas sonrisas prefabricadas en las oficinas de publicidad y esos apretones de mano diseñados por los asesores de imagen: él es de verdad. No tiene nada que ver con esos listillos que han ascendido en el escalafón del partido pisando cabezas y lamiendo culos, esos dirigentes que nada dirigen y que nunca podrán quitarse de la cara la vergüenza de seguir siendo el chivato, el hijo de papá, el adulador, el eterno delegado de clase. El carisma de Wałęsa es auténtico y está hecho de una pieza. No se puede desbastar sin romperlo, igual que no se puede lijar una pieza de madera batida por el mar para convertirla en un escritorio, ni refinar una amarga cerveza de montaña para hacer vino espumoso. Los asesores de imagen no podían hacer nada por él, ni enseñarle dicción ni peinarle el bigote. Por eso mismo no resistió el desgaste del primer mandato presidencial y cayó derrotado en las segundas elecciones ante Kwaśniewski.
Hoy, en Gdańsk, cerca de la plaza de Neptuno, está la oficina de Wałęsa, primer presidente electo de la Tercera República, líder honorario de Solidaridad. Una vez pasados los primeros instantes del peligro, la patria ya no lo necesitaba: se había ganado merecidamente el descanso del guerrero, aunque él, tan terco como siempre, no quisiera reconocerlo. Porque, como Piłsudski, como Kościuszko, no era un político para tiempos de paz sino un luchador, un hombre de emergencias y de límites que supo llevar las riendas de Polonia durante el cruce de las grandes aguas.
Los héroes no envejecen bien. Sólo la muerte, la muerte justa en el momento justo, les sienta como un guante. Después de matar a Fafner, Sigfrido se sentó en el sillón real y empezó a echar tripa. Wałęsa también engordó lo suyo y durante el mandato presidencial, más que Astérix, parecía Obélix. Su mandato fue un cúmulo de despropósitos y errores del que su imagen política no ha salido indemne. Wałęsa ha sido derrotado por la realidad, mientras, en los tebeos, Astérix sigue luchando contra los romanos. Probablemente tampoco Astérix saldría muy bien parado si los galos triunfaran, al fin, y tuviera que formar gobierno.
El Trójmiasto (es decir, el conglomerado de ciudades formado por Gdańsk, Sopot y Gdynia) es un dragón de tres cabezas hundidas en el mar y una larga cola de vía férrea. Gdańsk y Gdynia son poblaciones volcadas en la industria naval. Artur y Kasia, los jóvenes amigos de Aśka, viven en las afueras de Gdynia, en una colonia de casas construidas para oficiales de la marina polaca. La terraza de la casa cuelga sobre un magnífico bosque de abedules pero, cuando llegamos, ya había anochecido y los árboles se perdían en una inmensidad negra. De inmediato comprendí que, aparte de la edad y del idioma, iba a tener un problema de comunicación con mis anfitriones. La conversación de Kasia giraba casi exclusivamente en torno a su próxima maternidad y Artur, en cuanto llegó a casa, encendió el ordenador y se enchufó unos cascos en la cabeza, como si en vez de marino fuese el piloto de un helicóptero. En la pantalla del ordenador apareció una falsa perspectiva de bosques verdes, cascos grises, humos y disparos. Se trataba de un juego de guerra ambientado en Normandía. El objetivo del juego consistía, básicamente, en matar el mayor número posible de enemigos. La sangre y los cuerpos de los soldados muertos salpicaban toda la pantalla. Me sorprendió descubrir que Artur jugaba del lado de los alemanes.
—Algunas veces lucho con los alemanes, otras con los americanos.
Eso es todo lo que pude entender de su larga parrafada en inglés. Luego se abismó en la pantalla y se puso a dar indicaciones en voz alta. Pensé si se trataría de algún nuevo sistema de entrenamiento de la marina de guerra polaca y me fui a la cocina, donde Aśka y Kasia preparaban la cena mientras charlaban sobre algo, probablemente relacionado con ecografías y pañales. Pregunté si podía ayudar pero ni siquiera me oyeron. Nuevamente me sentí como en una reunión con editores. Me dirigí al salón y curioseé un rato entre los vídeos de la pareja. Casi todo eran películas de guerra, incluyendo una versión pirata de la serie Band of brothers, producida por Steven Spielberg, una especie de secuela televisiva de Salvar al soldado Ryan. Puse uno de los discos pero no logré encontrar el comando de idiomas. Todo eran gritos en inglés, explosiones y miembros volando por los aires: igual que en el ordenador de Artur.
Apagué la tele con un suspiro y miré en la estantería. Me alivió descubrir, en la hilera de arriba, el nombre de un autor que conocía: Sapkowski. Cuando Aśka y Kasia entraron con la bandeja de la cena, me encontraron con el libro en las manos. En la portada, un fornido guerrero se liaba a espadazos con una horda de demonios.
—Kasia pregunta si has leído a Sapkowski.
—No, pero lo conocí en Gijón, durante la Semana Negra. Mejor dicho, en el tren que iba de Madrid a Gijón, junto a otro montón de escritores.
Les conté que Sapkowski se había sentado solo, muy serio, y luego había preguntado algo al traductor. El traductor buscó a uno de los organizadores y preguntó si podían servirle vodka. El hombre se rascó la cabeza y respondió que lo sentían mucho, pero que, después de las experiencias de años pasados, habían decidido suprimir el alcohol del Tren Negro. El traductor se volvió hacia Sapkowski y le explicó lo que pasaba. Sapkowski asintió muy serio, se colocó otra vez las gafas que se le descolgaban de la nariz y murmuró algo en polaco. El traductor carraspeó y le dijo al organizador si no podían conseguirle algo de alcohol.
—No me ha entendido —dijo el organizador—. No hay una gota de alcohol en todo el tren.
—Ya, ya —dijo el traductor, un tanto nervioso—. Pero dice si no podrían traerle alcohol de un botiquín. O un poco de colonia. Es para mezclar con los refrescos.
Kasia se echó a reír a carcajadas cuando Aśka le tradujo la anécdota. Añadí que nadie, ni siquiera el traductor, supo si Sapkowski hablaba en serio. No perdió en ningún momento su serio rostro de profesor de matemáticas. Me cayó muy bien. Desde que había aterrizado en Polonia, me sentía identificado con él, no por el ostracismo alcohólico sino por el lingüístico.
—¿Y Artur? —preguntó Aśka—. ¿No viene a cenar?
—Cenará algo luego. Tiene que entrenarse para la sesión de esta noche.
—¿Entrenarse?
—Juega en red con sus amigos. Un campeonato estatal.
Al día siguiente, durante el desayuno, vimos que Artur tenía los ojos enrojecidos y bostezaba ostensiblemente. Kasia nos explicó que la sesión de juego se había alargado hasta las seis de la mañana. Artur tomó un vaso de zumo de grosella y luego una taza de café de un solo trago. Se untó una tostada mientras su mujer se levantaba para preparar más café. Después hubo más zumo, queso, ensalada, té, más café. A la tercera ronda de café empecé a preocuparme. Yo sabía que los polacos desayunan fuerte, pero aquello me parecía demasiado, casi una escena de los hermanos Marx. Era como si nos hubiéramos anclado en un bucle temporal, como en uno de los viajes espaciales de Ijon Tichy, el chusco astronauta inventado por Lem, y no fuéramos a salir nunca de aquella cocina. La comida no se acababa nunca, Artur se levantaba para ir al frigorífico, los platos volvían a la mesa cargados de queso fresco, lechuga y tomate. Miré el reloj con disimulo: eran casi las once de la mañana. En los libros de viajes siempre debe haber un respeto a la realidad, pero hasta cierto punto. Si tuviera que contar aquel desayuno con todos los detalles, todos los quesos, zumos de grosella, manzana y naranja, todas las tazas de té verde y té de frambuesa, los infinitos cafés y las infinitas tostadas, tendría para una tetralogía.
Llevábamos casi dos horas desayunando. Le pregunté a Aśka alegremente, aprovechando que nuestros anfitriones no sabían español, cuándo coño íbamos a salir de allí. Ella sonrió alegremente y se encogió de hombros. No teníamos más que un par de días para visitar Gdańsk y me preocupaba que cuando saliéramos de aquella cocina ya hubiera anochecido; al fin y al cabo, durante el invierno polaco anochece a las cuatro de la tarde y estábamos al norte del país. Cuando dejé caer, como quien no quiere la cosa, una pregunta sobre la historia de los astilleros, Artur esgrimió su enésima tostada y se enfrascó en una discusión con Aśka. Gracias a la posterior traducción, pude reconstruirla a trozos, entre rodajas de tomate y migas de pan.
—Toda la historia de Solidaridad se ha exagerado mucho. Nada de aquello habría resultado de no ser por la CIA.
—No niego que los americanos tuvieran mucho que ver —replicó Aśka—. Pero ¿cuántas veces y en cuántos países había intentado la CIA algo parecido?
—En 1980, el ejército ruso no entró en Polonia porque Cárter amenazó con aplicar sanciones a la URSS. Incluso llegó a descolgar el teléfono rojo.
—Sí, pero durante el estado de sitio las cosas fueron todavía a peor. Entonces Jaruzelski tranquilizó a los rusos, les dijo que él arreglaría las cosas. Fue una suerte que un militar estuviera en el poder. Los rusos confían demasiado en los uniformes.
—Bah, la caída del Muro fue cosa de Reagan.
—No vi a Reagan en Berlín ni tampoco lo vi jugándose el cuello en los astilleros de Gdańsk. Muchos familiares de amigos míos acabaron en la cárcel, como Wałęsa.
—Wałęsa es un paleto y un aprovechado que no vale para nada. No hay más que ver su primer mandato. Mírale ahora, se dedica a guía turístico.
—¿En serio?
—Claro que en serio. Es guía turístico para ricos, banqueros, presidentes de compañías y cosas así. Les enseña Gdańsk y cobra a quince mil dólares la visita.
—Bueno, por lo menos trabaja. Además, Wałęsa ha adoptado muchos huérfanos. Tiene muchas bocas que alimentar.
Volví a mirar el reloj. La paciencia nunca ha sido mi fuerte. Al fin, a las doce menos cuarto de la mañana, Artur se sacudió las manos de migas y, al parecer, dio por terminado el desayuno. Cuando subimos al coche, colocó música disco a todo volumen. En el puente colgante que daba sobre la ría, la neblina de la mañana se apareaba con el humo de los grandes barcos y las chimeneas de las factorías. Empezó a llover —o más bien a flotar— un vapor sutil y pertinaz que parecía una emanación del Báltico. Mientras los limpiaparabrisas se abrían paso entre la llovizna, medité en las palabras de Artur. Su argumento era más que una simple manera de restar prestigio a Wałęsa y al poder de los sindicatos. No sólo se trataba de demoler aquel concepto, tan romántico, del pueblo como sujeto histórico, sino de definir la historia en términos absolutos. Sí o no, blanco y negro. Es cierto que la intervención extranjera pudo ser determinante, pero lo que verdaderamente llamaba la atención es que, por una vez, favoreciera la causa de Polonia.
En 1944, uno de los grandes luchadores polacos en el exilio, el general Anders, se quejó amargamente ante Churchill de que los aliados iban a entregar Polonia con las manos atadas a Stalin, a la vez que criticaba la falta de realismo de sus compatriotas. Anders vio en el heroísmo inútil del levantamiento de Varsovia nada más que una nueva ocasión para la matanza, un sacrificio que no tenía la menor posibilidad de éxito. Del mismo modo, las huelgas de Solidaridad en los ochenta no parecían más que una reedición de las rebeliones contra los zares, de la insurrección de Cracovia en 1794, dirigida por Kosciuszko; de la fallida conspiración de Mierosiawski en 1846; de la guerra de guerrillas de 1863, estrangulada por la falta de apoyo de las potencias extranjeras. Pero, al menos por una vez, Polonia había jugado bien sus cartas. Ya iba siendo hora.
Bajo una pátina de humedad, las calles del centro de Gdańsk parecían el decorado de una ópera. Terrazas escalonadas, fachadas de colores, bulbos, agujas, pináculos. A pesar de que buena parte de los edificios han sido reconstruidos tras los destrozos de la Segunda Guerra Mundial, no dan la misma impresión pueril, como de decorado de Disneylandia, que afean Múnich y otras ciudades alemanas. En muchos sitios se oye hablar alemán y en algunos comercios y bares cuelgan letreros alemanes. Es fácil tropezar con grupos de turistas alemanes que confabulan en círculo, como si planearan invadir de nuevo la ciudad.
La herencia germánica resuena a cada paso: la ciudad cayó bajo el control de la Orden Teutónica en 1308; en 1466 los polacos la recuperaron, aunque la perdieron en 1793, después de la Segunda Partición, en que pasó al dominio prusiano. En Versalles, Polonia tuvo que conformarse con que rebautizaran su salida natural al mar con el nombre de Danzig, ciudad que se convirtió en una ciudad libre bajo el gobierno de la Sociedad de Naciones. Finalmente, el corredor polaco fue la excusa que buscó y obtuvo Hitler para la invasión de Polonia. Es difícil de creer, mientras pisamos estas calles charoladas por la lluvia, que estemos en una ciudad del fin del mundo: aquí, al borde del Báltico, empezó la mayor catástrofe que la humanidad ha conocido y después se abrió la primera grieta en el sistema soviético. Durante el siglo XX, en Gdańsk, el mundo tal y como lo conocíamos terminó dos veces.
Dejó de llover y un sol tímido asomó entre las nubes. Subimos a uno de los pequeños barcos que recorren de arriba abajo el Stara Motława, uno de los azules brazos del Vístula en su delta final. Íbamos solos, sentados en uno de los bancos de atrás, mientras desde un altavoz situado en la cabina una cinta grabada iba desgranando en polaco frases con la cadencia desganada de un guía turístico. El barco viró al lado de la gran grúa medieval, con su aspecto de castillo siniestro y su ladrillo rojizo resplandeciendo bajo los primeros rayos de luz. Luego pasó junto a los muros desdentados y las viejas ruinas del canal, hasta coquetear con un petrolero inmenso varado en dique seco. Sobre el metal descascarillado se veía la línea de flotación, la obra viva y la obra muerta del casco como las marcas de un bañador en la piel de una mujer desnuda. Sentados en un andamio de madera, unos obreros estaban reparando la gigantesca hélice y las chispas de la soldadura caían a las aguas oscuras del río en una cabellera de fuego. Oímos un gruñido que salía de la ventana de la cabina. El piloto del barco, un viejo de piel arrugada, asomó la cabeza y nos dijo que en los astilleros ya no se fabricaban más buques, que seguían en funcionamiento únicamente por las reparaciones.
—Kurwa —dijo de pronto y lanzó un escupitajo al río—. Skurwysyny Koreańczycy.
Conocía suficiente polaco para descifrar la primera palabra: la maldición polaca por excelencia. Vale tanto por «puta» como por «joder» o «mierda». Le pregunté a Aśka por las siguientes. «Hijos de puta coreanos», susurró. El piloto siguió perorando y soltando kurwas sobre la peste del libre mercado que había arruinado los astilleros polacos y por los coreanos de mierda que trabajaban con sueldo y horario de esclavos. Me fijé en el tatuaje casero que llevaba en el antebrazo. Pretendía ser, me imagino, un águila o un halcón, pero la tinta se había desvaído con los años y lo que quedaba era un pajarraco vagamente azul enjaulado entre unos cuantos pelos canosos.
Aśka me señaló, a la orilla derecha del río, una especie de enorme hacha de cemento hincada en una pradera y señalando al ciclo. Era el monumento a los defensores de Westerplatte, los heroicos soldados de la guarnición del mayor Henryk Sucharski, que resistieron durante siete días el ataque de las fuerzas alemanas que pretendían tomar la plaza en cuestión de horas. Casi todos procedían de Kielce, una pequeña y hermosa ciudad del sur de Polonia. Carol, que también era de Kielce, nos había contado que en su ciudad había una réplica más pequeña del monumento. A su colegio iban de vez en cuando algunos venerables viejecitos a contar a los niños la primera batalla de la guerra.
El barco atracó en un pequeño muelle y el piloto nos preguntó si no queríamos bajar a ver el museo, pero negué con la cabeza. En la ventanilla de billetes nos habían explicado que habría que esperar un par de horas hasta que el barco pasara de nuevo. El piloto recogió a unos cuantos viajeros y luego soltó amarras. En el banco de al lado se sentó una pareja de jubilados británicos. El hombre llevaba una gorra roja y una buena cámara de fotos colgada al pecho. A pesar del frío, ambos vestían un atuendo casi veraniego. La mujer tenía el pelo blanco, pantalones cortos y botas de montaña con unos gruesos calcetines subidos hasta las corvas. La piel de los muslos estaba amoratada por el frío. En contraste con la palidez de ella, el hombre lucía el moreno de sus brazos bajo la camisa arremangada. Me fijé en que sólo llevaba una camiseta blanca debajo y me sentí como un idiota con mis dos pares de jerséis y mi forro polar. El sol se había ido entonando a lo largo de la mañana e iba señalando rastros de petróleo sobre las aguas, leves arañazos de luz en las planchas de los astilleros y en los exhaustos costados de los navíos.
Al regreso, el piloto quitó la cinta grabada y puso la radio a todo volumen. Chirriando desde el altavoz, la música pop daba un barniz hortera a las verdes praderas de la desembocadura del Vístula, a la colina de Westerplatte y a los buques inválidos. Me entró sueño y decidí bajar a una sala cubierta donde eché una cabezada acunado por el vaivén del barco. Cuando desperté, decapitando bruscamente un sueño, me sentí perdido durante unos instantes, sentado en un sillón de cuero raído en un lugar desconocido, lleno de asientos y vigas de madera, con las paredes agujereadas de ojos de buey. Froté el vaho del cristal y vi al otro lado las tablas del embarcadero que se iban acercando lentamente.
Volvimos a encontrarnos a la pareja de ingleses en el local donde fuimos a comer. Era demasiado tarde y ya no teníamos muchos sitios donde elegir. Me empeñé en comer carne a la plancha, a pesar de los consejos de Aśka, y me sirvieron una especie de filete hervido, crudo por fuera y cocido por dentro. Supuse que los ingleses se sentirían como en casa. Cuando le pedí un poco de pan para poder pasar aquel cadáver recién salido del microondas, la camarera me miró muy seria y dijo que en ningún restaurante de Polonia servían pan.
—¿Cómo que no? Hemos estado en más de una docena de restaurantes y en todos tenían pan.
Le pedí a Aśka que me tradujera. La camarera —una chica joven, morena, con coletas— soltó un bufido de incredulidad y una carcajada. Empecé a mosquearme. Normalmente los camareros me hacen el mismo caso que los editores, es decir, ninguno, pero aquello ya era pasarse de la raya.
—Aquí los restaurantes no tienen pan y en los hoteles hay que pagar por adelantado. Creí que esto era Europa.
En vez de traducir directamente mis palabras, Aśka prefirió levantarse, salir a la calle y comprar una barra de pan en la pastelería de enfrente.
—El servicio es un verdadero problema en Polonia —dijo cuando volvió, sorbiendo una tibia y desangelada sopa de barszcz—. Herencia comunista, claro.
Pudimos corroborarlo en la terraza del Mariacka, un café de la calle Mariacka donde nos sentamos para disfrutar de la súbita bonanza en los últimos rayos de sol. La mujer que nos atendió parecía una malvada y gorda ama de llaves en una película inglesa. Lo que siguió, de hecho, bien pudo haberlo dirigido Hitchcock. Aśka pidió un capuchino y le sirvieron (por decirlo así) un café aguado con un estrujón de nata de bote. Yo pedí un Żubrówka muy frío y la señora replicó, con desprecio profesional, que el vodka se bebía del tiempo. Nos recordó a la dueña de Pod Samsonem, un célebre restaurante judío de Varsovia donde Carol y Marcin se empeñaron en invitarnos. Por poco acabamos todos ardiendo: un cliente se dejó encendida su pipa dentro de un abrigo y el guardarropa empezó a echar humo. A Carol se le quemó el abrigo y la dueña (otra gorda hitchcockiana y maleducada) no quiso ni oír hablar de reclamaciones. Para colmo, la comida era un asco. La camarera del Mariacka debía de ser prima hermana suya, porque, cuando Aśka le preguntó si tenían teléfono, se echó a reír con una cadencia indudablemente malévola y sólo le faltó lanzar un escupitajo al suelo, al estilo marinero del Vístula. No había teléfono, por supuesto, qué creíamos. Me levanté de mala gana para dejarles, al menos, un charco en los servicios, pero las fotos que vi colgadas en una de las paredes del local me borraron el disgusto y me disuadieron de la venganza. El que debía de ser el dueño del local (otro primo de la gorda, es decir, un tío feo, con tripa, perilla, peluquín y cara de mala uva que en ese momento hacía como que fregaba un vaso tras la barra) aparecía en todas las fotografías, al lado de la celebridad de turno, esgrimiendo una sonrisa profesional que no iba incluida en la carta. Vi a Gérard Depardieu, a Grażyna Szapołowska e incluso a Günter Grass, con su bigote metafísico, sus grandes ojeras y su pinta de oso bueno, acongojado ante el abrazo intempestivo y la meliflua sonrisa de cartón piedra. Había una instantánea impagable en la que Wałęsa y Bush padre paseaban por el exterior del local con una cohorte de guardaespaldas, cortesanos y periodistas. Más delgado, con menos canas y pelo probablemente autóctono, el dueño se asomaba a la terraza del local —más o menos donde estábamos sentados nosotros— mostrando a la cámara todos los dientes. Pero la joya de la corona era un fotomontaje donde Kwaśniewski, el sucesor de Wałęsa, y el canciller alemán Schröeder, juntos en un retrato sacado de una revista, soportaban la intromisión espuria y ubicua del gordo: una chapuza de distinta luz y color, recortada y pegada sin ningún empacho en el hueco entre los hombros de ambos.
—No te pierdas la galería de fotos —le dije a Aśka cuando regresé a nuestra mesa—. Sólo falta Rubinstein.
O Chopin, por qué no. Qué más le daba hacerse un retrato al carboncillo, recortarlo y pegarlo en un grabado del siglo XIX, aporreando un piano a cuatro manos junto al cadavérico Frederyk. Aśka volvió muerta de risa. Pagué la cuenta y abandonamos la terraza. Al bajar los peldaños de piedra nos sobrecogió la violenta despedida de la luz encajonada en la calle. El atardecer hincaba las uñas en las ventanas, arañaba los remates de las fachadas, los adoquines húmedos de lluvia, las joyas de ámbar de los escaparates. Toda Ulica Mariacka ardía como una melancólica y dorada muchacha de Klimt, y tuvo lugar entonces lo que mi amigo, el poeta Álvaro Muñoz Robledano, denomina con melancólica precisión un ataque de belleza: una revelación venida de no se sabe dónde y hecha de no se sabe qué, una fulgurante, inefable sensación de felicidad y de nostalgia. No nos quedó otro remedio que sentarnos en una de las mesas del siguiente café, a pesar del frío y de que el camarero nos dijo que estaban a punto de retirar las mesas. Pero el escalofrío que bajaba por mi espina dorsal era de otra clase, se despeñaba desde épocas remotas, desde aquel día perdido en que vi por primera vez el mar o probé el sabor de la nieve: el tiempo de los descubrimientos y las dádivas. Al fondo, el arco ojival se abría directamente sobre el canal; a nuestra espalda, amordazadas por el atardecer, las torres de la catedral apuntalaban un cielo abrumado de nubes sombrías. Era una visión de una belleza casi insoportable, agotadora. Encendí una pipa para disfrutar más de aquel instante, para alargarlo, aunque sabía que era inútil, que pronto no quedarían más que cenizas en las manos. Cuando la última luz del ocaso ya había muerto y la calle permanecía varada en la oscuridad como una sirena muerta —la piel de piedra húmeda, recorrida de escamas doradas—, entonces se encendieron las luces de la catedral y las torres flamearon. Incrustada en uno de los muros, flotando en medio de la oscuridad, surgió una vidriera llameante, pintada con los amarillos, los verdes, los azules y los rojos de un naipe de baraja.
Al día siguiente tropezamos de nuevo con la herencia comunista. Habíamos decidido levantarnos temprano y rechazar el desayuno pantagruélico de nuestros anfitriones para tomar el tren que iba de Gdynia a Gdańsk. Compramos los billetes, pero nadie nos avisó que había que validarlos en una de las máquinas del andén. Cuando apenas llevábamos diez minutos de viaje, apareció un tipo enorme y calvo embutido en una gabardina gris que parecía sacada de unos saldos del KGB. El también. Nos pidió los billetes, los miró con un gesto de desprecio y negó con la cabeza. No lo había visto en la vida pero me resultaba familiar. Aśka estuvo un buen rato discutiendo con él, tanto que pude estudiar el recorrido de las gotas de sudor que bajaban de su calva y esquivaban sus cejas.
—Dice que tenemos que pagar una multa.
—¿Cuánto?
—Dice que la multa son quinientos złotys, pero que podría dejarlo en cincuenta sin hacernos recibo.
Miré al tipo de frente y de pronto descubrí un vago parecido con uno de los tres comunistas tránsfugas de la película de Billy Wilder Uno, dos, tres. El parecido iba más allá del físico: no era más que un funcionario corrupto. Negué con la cabeza.
—Dile que no tenemos dinero.
Aśka discutió otro buen rato con él. Las gotas de sudor empezaban a echar carreras por sus burocráticas mejillas.
—Dice que le enseñemos los documentos.
—Ni se te ocurra. Dile que no llevamos documentos encima.
El tipo discutió, colérico, pero Aśka se mantuvo firme. Al final, sacó un pañuelo y se lo pasó por la cara empapada. Mientras tanto, yo, para disimular, no dejaba de mirar por la ventanilla: los postes y los árboles cruzaban despacio, entre una fina cortina de agua. Al fin comprendió que no iba a sacar nada de nosotros, gruñó algo, se metió las manos en su mugrienta gabardina y siguió vagón adelante.
Cuando bajamos del tren, ya había dejado de llover. La mañana se iba abriendo entre claros y nubes ceñudas. Vientos gélidos mordisqueaban las calles, acorralando los papeles en alegres jaurías. Una horrible torre de oficinas con ventanas verdes señalaba el barrio de los astilleros, pero tomamos el camino hacia la Ciudad Vieja. En el canal Raduna, entre los molinos medievales y la telaraña de agua helada, se alza la iglesia de Santa Brígida, el santuario de Solidaridad durante los años ochenta. Una música amortiguada emanaba del interior y cuando empujamos la pesada puerta de madera, los acordes del órgano nos golpearon con el sonido incomparable de los pulmones de Dios. Salvo por el organista, que tocaba tras la barandilla del piso de arriba, parapetado por los tubos de metal, estábamos solos en el templo. El hombre ensayaba para el oficio del domingo, tocaba entradas falsas y escalas repetidas, pero aquel ventarrón majestuoso era capaz de tapar todos los errores, de acallar todas las disonancias, fundiéndolas en un espesor dorado. La iglesia estaba prácticamente vacía, pero había banderas rojas y blancas colgadas en las capillas, ramos de flores, recuerdos de los tiempos heroicos de la lucha sindical. En el suelo vimos el monumento fúnebre al capellán de Solidaridad, asesinado por los comunistas en 1984.
—Popiełuszko —murmuró Aśka.
No hace falta ser católico, ni siquiera cristiano, para comprender la emoción humana que destilan las piedras y los altares de Santa Brígida. Al igual que los galos tenían el caldero de la poción mágica para resistir el asedio de las legiones romanas, los polacos contaban con el cáliz de Cristo. Esto parece algo difícil de creer, sobre todo si uno viene de un país donde la Iglesia ha sido aliada oficial de las fuerzas represoras, donde el catolicismo ha fomentado casi siempre la esclavitud, la estupidez y el oprobio. Pero en Polonia, sobre todo durante la segunda mitad del pasado siglo, fue justamente lo contrario: una escuela de esperanza. En realidad, patriotismo y religión formaron un explosivo cóctel durante el siglo largo de dominación rusa. En 1861, ante las revueltas por la disolución de varias instituciones civiles de Varsovia, las tropas rusas dispararon contra la multitud indefensa, aterrada y enfervorizada, que se había reunido para rezar en la plaza del Castillo. Mataron a más de un centenar de inocentes, pero la gente siguió rezando de rodillas, chapoteando entre charcos de sangre, y las oraciones se mezclaron en un caos de disparos y gritos. Todas las iglesias de Varsovia fueron cerradas, muchas mujeres guardaron luto durante años, e incluso los judíos de la ciudad, animados por el rabino Beer Meisels, se sumaron al duelo nacional por las víctimas de la masacre.
Tras la Segunda Guerra Mundial, con los herederos legítimos de la Segunda República en el exilio y el país acogotado tras el telón de acero, la Iglesia católica se convirtió en la única institución nacional de oposición directa al régimen comunista. El arzobispo Stefan Wyszyński (léase «Visinski»), futuro cardenal prelado de Polonia, fue un símbolo vivo de resistencia a la tiranía y de autoridad moral durante los largos y oscuros decenios en que regresó, cual pálido espectro del circo romano, la amenaza de la persecución para los seguidores de la fe de Cristo. Se clausuraron monasterios y templos, muchos obispos y clérigos acabaron en la cárcel, y el mismo Wyszyński fue detenido e incomunicado, pero las autoridades comunistas no lograron minar la alianza secular entre la Iglesia y el pueblo polacos.
Más bien sucedió al revés. El 3 de mayo de 1966, el infatigable cardenal desafió abiertamente al gobierno al oficiar la conmemoración de los mil años de cristiandad en Polonia. Cientos de miles de fieles acudieron al monasterio de Jasna Góra, en Czȩstochowa, mientras que unas celebraciones paralelas, organizadas a toda prisa por el partido, apenas contaron con apoyo popular y no hicieron sino demostrar el prestigio y la penetración crecientes de las instituciones católicas en el tejido social. Aprovechando su enorme popularidad, Wyszyński fue hilando, con astucia, paciencia y determinación implacables, una vasta malla de oposición al régimen que juntó sindicatos, agrupaciones obreras e intelectuales católicos y seculares bajo la bandera de la Iglesia. Con todo, la jugada maestra del cardenal llegó el 16 de octubre de 1978, cuando Karol Wojtyła, arzobispo de Cracovia, fue elegido Papa. Con suma habilidad, Wyszyński se apartó a segundo término para dejar el centro del escenario a una figura casi desconocida que muy pronto iba a demostrar un carisma y un poder de convocatoria prácticamente inéditos en la historia del catolicismo. En 1979 más de seis millones de compatriotas acudieron a saludar al sucesor de Pedro durante su peregrinaje de ocho días por el territorio polaco. Con la elección de Juan Pablo II, Wyszyński había puesto punto final a su telaraña. Para comprender hasta qué punto había crecido su prestigio entre el clero y el pueblo de Polonia, basta recordar el hecho de que, al ir a arrodillarse ante Wojtyła, ya vestido de blanco y revestido de la dignidad papal, el flamante Papa se lo impidió y fue él, con su eterna sonrisa en los labios, quien se arrodilló y besó la mano del cardenal.
Todo estaba preparado para que la chispa de Solidarność, el sindicato católico dirigido por Lech Wałęsa, prendiera como un reguero de fuego por todo el territorio polaco. Desde los tiempos de Bierut y Gomułka, las autoridades comunistas sabían que se enfrentaban a un enemigo formidable, que no en vano había sorteado persecuciones centenarias y sobrevivido dos milenios, un enemigo que, desde siglos atrás, había echado hondas raíces en la cultura y la tradición del país. Pero no comprendieron hasta dónde alcanzaba el poder de la Iglesia hasta que Wojtyła no fue elegido Papa. Es fama que, al enterarse de la noticia, el primer ministro, Edward Gierek, exclamó: «¡Por los clavos de Cristo! ¿Qué vamos a hacer ahora?» Sí, ahora tenían dos frentes abiertos: Wyszyński dentro y Wojtyła fuera. El cardenal murió poco después, pero cada visita del infatigable y jovial Juan Pablo II a sus paisanos era una impresionante demostración de fervor popular que se convertía en una multitudinaria manifestación pública, y cada misa, cada oración, en una inquietante consigna de resistencia política. Una comunión consagrada por el Papa, en medio del silencio atronador de Czȩstochowa valía por una ración de poción mágica impartida por el druida en los tebeos de Astérix. No es de extrañar que, en su Historia de Polonia, los historiadores Jerzy Lukowski y Hubert Zawadzki definan a Juan Pablo II como «una bomba de relojería andante».
De repente, el órgano calló y un acorde inmenso se quedó flotando entre las altas bóvedas. Una mujer mayor, con un pañuelo blanco atado a la cabeza, entró en la iglesia, se arrodilló ante el altar mayor y se puso a rezar en uno de los últimos bancos. En El hombre de acero, Wajda había filmado la boda del protagonista en la iglesia de Santa Brígida. Hasta consiguió que el propio Wałęsa hiciera el papel de padrino y dijera unas frases ante la cámara. La película, rodada poco después de la firma del tratado de los astilleros, consiguió en 1981 la Palma de Oro en el Festival de Cannes y reveló al mundo la grandeza de la lucha a pie de calle desencadenada en Polonia. Mezcla de ficción y realidad, de perspectivas y de tiempos, es un documento honesto, grandioso y conmovedor que narra las huelgas en los astilleros de Gdańsk en la década de 1970. Con ella, Wajda consiguió transformar el cine en un testimonio de primera mano, un formidable alegato moral donde los protagonistas y los figurantes de la Historia se funden en una sola tormenta de puños, cruces y pancartas. Una mujer se tapa la boca con las manos, un hombre aprieta los dientes y tensa las mandíbulas con resolución inflexible. De hecho, quizás el pasaje más emocionante de la película sea una concatenación de rostros anónimos (un joven subido a una bicicleta, una anciana preocupada, un niño pequeño que mira con asombro al objetivo, un viejo obrero con gorra y gafas), un montaje que empieza con un montón de velas encendidas, al pie de una cruz de piedra de la que cuelga una corona fúnebre, y termina con un primer plano de un ramo de flores rojas depositadas junto a las vallas de alambre de los astilleros.
La mujer del pañuelo en la cabeza se santiguó, se levantó y, antes de irse, encendió una vela que depositó bajo el pedestal del monumento a Jerzy Popiełuszko: una plancha de mármol oscuro donde reposaba, como un guiñapo de bronce, una réplica del cuerpo desmadejado del sacerdote.
—Lo mataron como a un perro —comenta Aśka cuando salimos a la calle—. Lo golpearon hasta la muerte y luego lo arrojaron al Vístula, atado de pies y manos.
Una luz pálida acaricia las torres de las iglesias y los ladrillos rojizos del molino. Los obispos y clérigos afectos a Solidarność estaban en el punto de mira de las autoridades desde que, en la capilla de Santa Brígida, se pronunciaron las primeras homilías incendiarias contra el régimen. Después del estado de sitio, el general Jaruzelski jugó la carta de la moderación, liberó a algunos presos políticos (entre ellos, al propio Wałęsa, cuyo prestigio en Occidente era ya inmenso), pero no pudo frenar la pobreza ni el paro, agravados por la corrupción generalizada, la creciente deuda externa, la falta de créditos y las sanciones económicas impuestas por Estados Unidos. Miles de polacos se desplazaban cada semana a Gdańsk, muchos de ellos con banderas de Solidaridad, para acudir a los servicios religiosos donde Jerzy Popiełuszko soltaba verdades como puños.
En octubre de 1984, el capellán de Solidarność se empeñó en parar el coche donde regresaba a casa para recoger a unos hombres que hacían autoestop en el arcén de la carretera. El chófer le advirtió que lo mejor era pasar de largo. Cuando los desconocidos subieron, sacaron las armas y obligaron al chófer a cambiar de asiento. Uno arrancó el coche mientras los otros comenzaban a golpear al joven sacerdote. Viéndose perdido, el chófer accionó la manilla de la portezuela y se arrojó del coche en marcha. Logró escapar y llegó a una casa desde donde llamó a la parroquia. Al día siguiente, cuando se publicó la versión oficial del asesinato de Popiełuszko, la Iglesia ya había movido sus hilos: toda Polonia sabía la verdad. Fueron cientos de miles de manifestantes los que acudieron al entierro y su tumba en Varsovia —una impresionante cruz de piedra tumbada sobre la nieve— se convirtió en un centro de peregrinaje. Lo único que consiguió el Partido con aquel asesinato brutal fue crear un nuevo mártir, cuyo rostro empezó a circular en miles de fotografías, carteles y pancartas.
Lo que siguió al martirio de Popiełuszko fue un largo y dramático paréntesis en que la crisis económica continuó carcomiendo las gastadas estructuras del sistema comunista. En junio de 1987, Juan Pablo II volvió a visitar Polonia y de nuevo millones de polacos tomaron su ración de poción mágica. Otra oleada de huelgas sacudió el país durante la primavera del año siguiente y Jaruzelski volvió a declarar la ley marcial. Sin embargo, en la Unión Soviética, la llegada de Gorbachov al poder había cambiado mucho las cosas. El régimen se vio obligado a dialogar con la oposición y Wałęsa —demostrando una inteligencia y un sentido de la oportunidad que, por desgracia, le serían esquivas durante su chusco mandato— logró terminar con la campaña de huelgas antes de reunirse con los comunistas. Fueron necesarios largos meses de negociaciones, templando los ánimos de los extremistas de ambos bandos, antes de que se llegara a un acuerdo. A pesar de la abstención de más de un tercio del electorado, las elecciones del 4 de junio de 1989 supusieron una victoria abrumadora para el Comité de Ciudadanos apoyado por Solidaridad. Era una cuchillada hundida en el corazón mismo de la URSS, y Gorbachov removió el cuchillo cuando declaró que Polonia era libre para elegir a sus gobernantes. El imperio soviético, ese horrendo y gélido invierno que había congelado el este de Europa durante medio siglo, que había torturado, acallado y esclavizado naciones enteras, enviado a docenas de millones de seres humanos a morir en los campos de trabajo siberianos, se fue rajando como una quebradiza capa de hielo. Uno tras otro, los países del Pacto de Varsovia fueron recobrando la libertad, desmoronándose en un frágil juego de dominó, y en Polonia recayó el honor de haber sido la primera ficha.
Todavía resuena en mis oídos el eco del derrumbe. Estaba haciendo la mili en Burgos (probablemente borracho) cuando vi en la tele a aquel tío gordo con bigote que se parecía a Astérix sonriendo y alzando las manos en un gesto inequívoco de triunfo. Al año siguiente, todas las televisiones del mundo difundieron las imágenes de la caída del muro de Berlín: los cientos, miles de manifestantes que salieron a la calle con picos y piquetas para derribar la pared que había separado dos ciudades, dos sistemas, dos mundos durante décadas; la multitud que bailó y cantó durante toda la noche; la alegría de los países que iban desgajándose, mes a mes, año a año, de las garras del imperio —Checoslovaquia, Bulgaria, Hungría, Rumania— para nacer de nuevo a la vida. Con los años, con las lecturas, con la revelación lenta e implacable de lo que quiso ser y lo que fue realmente la utopía comunista en la Unión Soviética, esa emoción se ha ido tiñendo de un aura mitológica. Quizás el desplome del comunismo sea el acontecimiento histórico más importante de nuestra época, y todo empezó en este lugar, en Gdańsk, junto a las cruces metálicas de los astilleros, los costados de los petroleros heridos, bajo los arcos de Santa Brígida y las grises y lluviosas bóvedas de un cielo cristiano.
Veintitantos años después las nubes se han herrumbrado, los astilleros se han arruinado, de la fe apenas quedan rescoldos. Una vez desmembrado el Imperio, la poción mágica —ese placebo formidable— ya no sirve de mucho. En la iglesia de Santa Brígida resonaba el eco del órgano. Los astilleros de Gdańsk (que, por pura paradoja del destino, se llaman «Lenin») están prácticamente desiertos. Después de su lamentable actuación presidencial, Wałęsa se ha convertido en un chiste de polacos. Afianzada en el poder, la Iglesia ha engordado, ha echado culo, dejando que los músculos entrenados en los largos años de persecución se transformen en grasa.
Unos días después, en Kutno, Maria, la madre de Aśka, nos contó cómo el cura de la parroquia ni siquiera le había preguntado por la abuela cuando fue a recoger la limosna navideña. Como en los tiempos de la Edad Media, el cura va de puerta en puerta pidiendo el diezmo, apuntando en una libreta el nombre de quién le da y cuánto le da. Al parecer, en la libreta no había sitio para el nombre de una pobre anciana enferma, inválida y desmemoriada que ni siquiera tiene fuerzas para levantarse del lecho.
—Se le olvidó y eso que hace poco, cuando pensábamos que tu abuela iba a morir, el mismo cura vino a darle los santos óleos —dijo Maria—. Claro que eso es porque la abuela no tiene un zloty. Si fuese millonaria, seguro que no se habría olvidado.
La Iglesia polaca siempre ha tenido fama de liberal en cuestiones de moral. Sin embargo, en los últimos años también eso parece estar cambiando. En la Dlugi Targ, en Gdańsk, un comité de mujeres por la decencia (o algo así) decidió que las partes pudendas de la estatua de Neptuno que preside la plaza estaban demasiado a la vista. Exigieron, y finalmente consiguieron, la erección de una rama o un alga que tapa al respetable la visión de tanta virilidad esculpida en bronce. En Varsovia, una amiga de Carol comentó que había dejado de ir a la iglesia desde que, en el transcurso de una confesión, el cura le había preguntado cómo y cuántas veces practicaba el sexo con su novio.
—Ni siquiera escuchó los otros pecados. Lo único que quería saber es si yo le dejaba que me tocara en ciertas partes. Incluso llegó a decirme si yo hacía samogwalt. —Las mejillas se le incendiaron, no sé si de vergüenza o de indignación. Carol y Aśka también enrojecieron, pero de risa antes de lanzar al unísono una carcajada.
—Es difícil de traducir —dijo Aśka—. Sería algo así como si practicaba «autoviolaciones».
Hay que reconocer que, en cuanto a fantasías sexuales, la imaginación de un sacerdote no tiene límites. Cuando yo me confesaba de niño, en la parroquia de San Blas, el cura siempre me preguntaba por algún nuevo pecado que a mí ni siquiera se me había ocurrido. Era mucho mejor que una enciclopedia. Fue en el confesionario donde oí por primera vez la palabra «tocamiento» y donde intuí vagamente para qué servía. Fue en el confesionario donde supe que también se podía pecar en grupo, en familia y con animales. En cuanto a lo de autoviolaciones, es un concepto que hubiera envidiado el marqués de Sade.
A pesar del descrédito del catolicismo en los últimos años, la Iglesia en Polonia todavía sigue siendo un poder formidable, sostenido ante todo por el prestigio de Juan Pablo II, quien acabó por transformarse en algo así como el embajador oficial de Polonia ante el mundo. Cuando murió en abril de 2005, más de dos millones de polacos se desplazaron a Roma, el duelo nacional se prolongó durante siete días, la radio y la televisión no dejaron de emitir más que noticias y música religiosa. Incluso se dice que Wojtyła consiguió un último milagro después de muerto: que Wałęsa se reconciliara por fin con Kwaśniewski y aceptara darle la mano.
Poco después de la muerte del Papa, conocí en Madrid a un hombre alto, joven, vestido con una llamativa camisa rosa a rayas blancas (o viceversa) que resultó ser un descendiente de los Zaleski, una familia noble de Cracovia. Me contó que su padre había estado prisionero en un campo de concentración nazi y que los rusos, en cuanto lo liberaron, se lo llevaron a uno especial para aristócratas. Logró llegar a España donde había rehecho su vida. Ahora su familia estaba negociando con el gobierno para recuperar algunas de sus posesiones. Cuando le pregunté por Wałęsa, un desprecio infinito —aristocrático, podríamos decir— le asomó a los labios.
—Wałęsa era un incompetente, un mafioso, como todos los de Solidaridad. Llegó a exigir dinero a las familias que estaban en el exilio. Nos hubiera ido mucho mejor con Jaruzelski.
—¿Habla en serio?
—Por supuesto que hablo en serio. Jaruzelski era mucho más inteligente que Wałęsa. Fue gracias a él que los rusos no entraron en Polonia. Mi padre lo conoce bien, es amigo suyo.
Cuando le conté a Aśka mi encuentro con aquel hombre se indignó.
—¿Cómo alguien puede ser amigo de Jaruzelski? Es un auténtico criminal, con un montón de procesos abiertos desde hace años, pero aún tiene demasiados amigos en el poder. Es intocable. ¿Y no le preguntaste cómo exigía Wałęsa dinero a las familias? ¿Les amenazaba con cortarles la luz?
Ni Aśka ni el joven aristócrata habían conocido los hechos de primera mano, así que decidí consultar a otro polaco, un hombre que se encontraba en los astilleros en el agosto legendario de 1980 y que no estaba personalmente implicado ni con el gobierno ni con la huelga. Ryszard Kapuściński, el hombre al que John Le Carré llamó «el enviado de Dios», había viajado a Gdańsk (el lugar justo en el momento justo) guiado por su impecable olfato de reportero. Kapuściński no sólo es un periodista de pura raza (tal vez, el mejor reportero del mundo), sino también un escritor de primera línea, un hombre que, gracias a su profesión, su sentido de la oportunidad y a su coraje personal, había sido testigo directo de algunos de los acontecimientos trascendentales de nuestra época: la revolución iraní, la caída del comunismo, las matanzas tribales en Ruanda… Entre las páginas de El mundo de hoy encontré este fragmento:
Al escribir siempre nos exponemos al peligro de «achatar» el pasado, de «diluir» la historia, que, al fin y al cabo es un proceso extraordinariamente diversificado y que aúna un sinfín de elementos. Cuando contemplamos éste desde una perspectiva temporal distante, surge el peligro de verlo todo aplanado, romo. Y entonces todos los componentes —extraordinarios e insignificantes, buenos y malos— crearán un cierto término medio. Por eso mismo, la escritura que me parece más próxima a la vida, a la realidad, es aquella que relata unos determinados hechos tal como se han vivido en el momento de producirse y no como se nos revelan al cabo del tiempo, pasadas —digamos— varias décadas. En este último caso, se pierde su especificidad, su color, su clima. Su sentido. Por ejemplo, el del «agosto polaco» estribó en que los hechos acaecidos en la costa supusieron una ruptura radical con el gris paisaje de los años setenta, dominado por la insustancialidad, el envilecimiento, la zafiedad y la dipsomanía del obrero. Voy al astillero de Gdańsk y ¿qué veo? A los mismos hombres que he visto hace dos semanas pero de repente convertidos en ángeles: no se emborrachan, no roban, se ayudan mutuamente. Es un momento inolvidable.
Asegura Kapuściński que durante aquellos días, los obreros de Gdańsk recuperaron palabras olvidadas. Las palabras «honor», «igualdad», «dignidad». Es posible que luego, incluso antes de tomar el poder, también se corrompieran; que Wałęsa hiciera el payaso en sus viajes a la Casa Blanca, hinchado de orgullo como un niño con zapatos nuevos. Pero no importa. Kapuściński tiene razón: fue una lección histórica, un momento inolvidable, uno de los pocos —quizás otro tuvo lugar durante los primeros balbuceos de la revolución mexicana, cuando Zapata y Villa empezaron a reclutar hombres— en que el proletariado dejó oír su voz, por encima tanto de los tiranos como de los intelectuales y agitadores profesionales que siempre pretenden hablar en su nombre.
Aquella noche, cuando regresamos en el autobús de línea, vimos una telaraña de luces sobre la ría de Gdynia. Un gran petrolero cabeceaba bajo la caricia de las grúas; más allá, la ciudad y el puerto se derramaban junto a la negra oscuridad del Báltico. El autobús torció a la izquierda y tomó el camino de las afueras. Cuando se detuvo, dos paradas más allá, las puertas se abrieron con una bocanada invernal. Bajamos y anduvimos el camino hasta la casa de Artur y Kasia en la cima de la colina, bordeando una tapia desde la que el bosque se derramaba en una ingente, ávida y enmarañada negrura. No había luna y todas las farolas de la calle estaban apagadas. Del océano subía un viento frío, exultante, salvaje, que traía en su regazo sonidos de hierro, golpes sordos, fragores, viejas canciones, roncos lamentos de cuerdas atadas a los mástiles. Me detuve para oírlo mejor. En algún lugar, cerca del puerto, estaba la estatua de Joseph Conrad, que no había podido visitar, y que tal vez también murmuraba, en aquella noche cargada de presagios, otra historia del capitán Marlow. Saqué la pipa cargada hasta la mitad y busqué mi encendedor por todas partes. No lo encontré ni en los bolsillos ni en la bolsa de viaje. Aśka recordó de pronto y sacó de su bolso el mechero blanco con las letras apaisadas de Solidarność pintadas en rojo. Lo accioné con el pulgar y un par de chispas lúcidas rasgaron por un instante la oscuridad. Pero la llama no quería salir, de manera que apreté más fuerte, hasta que saltaron la piedra, un pequeño muelle y una ruedecilla que se perdió entre los guijarros.