28
—Iván, date prisa de una vez —lo apremio parada en la puerta abierta del baño—. Quiero llegar al centro antes que tu madre, y tu repentina obsesión por tu flequillo hará que lleguemos tardísimo.
—Quiero estar guapo, Netta —me explica al tiempo que se rocía por toda la cabeza el equivalente en laca de un agujero en la capa de ozono—. Voy a estar semanas sin ver a mi madre y quiero lucir lo mejor que pueda para ella. Que tenga un buen recuerdo de mí.
—Tu madre te ama, ¡por Dios! Le dará exactamente igual cómo tengas el tupé de elevado —me quejo exasperada—. Como sigas así, solo conseguirás parecerte a la versión masculina de Snooki34.
Eso parece hacerlo recapacitar porque, agachándose frente al lavamanos, abre el grifo y se quita todo ese potingue de encima. Se seca el pelo frenéticamente con una toalla y lo arregla un poco con los dedos hasta parecer satisfecho con el resultado.
—Bueno, con esto tendrá que bastar…
—Tienes el pelo liso como una tabla, Iván. Desde que lo dejes secar al aire, se convertirá en una cortina sedosa (por la cual te envidio y odio profundamente) y parecerás un modelo de portada.
—Ya… —dice, sonrojándose—. Tan solo quiero que note que estoy bien, que me alegro por ella y que, mientras esté ingresada, no tiene que preocuparse por nada… mucho menos por mi causa. Que se centre en recuperarse.
—Bueno, después podríamos hacer algo para celebrarlo. No podemos dejar que todo ese tiempo arreglándote se malgaste con solo dar una vuelta en coche —me burlo—. Vámonos al cine o algo. Hace tiempo que no vemos una buena película sangrienta.
—Mmmm… no puedo. —Lo veo dudar entre continuar hablando o no—. He quedado.
—Primero: ¿con quién? Segundo: ¿cuándo pensabas decírmelo y pedirme permiso para hacerlo? —le pregunto, desconcertada con que me haya ocultado un dato tan importante.
—Con Noelia. No la conoces… Es la hermana de un chico de mi equipo… —revela con una tímida sonrisa—. Hemos estado hablando por WhatsApp. Me gusta mucho.
Lo abrazo con fuerza
—Me alegro mucho de que por fin conocieras a alguien que te guste, Iván. —Y de verdad que lo hago. Empezaba a preocuparme que con quince años no se hubiera fijado en ninguna chica (o chico), como cualquier adolescente—. No tenías que esconderlo.
—No me sentía cómodo diciéndolo. No sé... con mi madre y sus cosas, y ahora en el hospital y eso. No lo veía bien.
—La vida sigue, Iván. Bastante has pasado en estos años. Te mereces hacer cosas como cualquier otro chico, y ligotear es una de ellas —digo acompañando mis palabras con movimientos de cejas—. Que sepas que no te perdono que me hayas escondido algo como esto… así que me debes algunas respuestas.
—Está bien —asiente resignado. Conoce lo pesada que puedo llegar a ser—. Dispara.
—¿La conoces hace mucho?
—Desde la barbacoa del equipo. ¿Te acuerdas de que podía ir la familia, no? Tu no pudiste ir porque trabajabas, pues allí.
—Pero eso fue hace meses… —Estoy estupefacta. Recuerdo ese día con exactitud: fue una de las raras veces en las que mi niño mimado se animó a salir por ahí y porque llegó a casa más feliz de lo habitual. Una actitud que cambió al instante que entró en su piso y lo encontró destrozado. Su madre había montado otra de sus fiestas.
—Siete —me dice con una rapidez asombrosa, que me demuestra lo ilusionado que está con esta chica—. Solo nos hemos visto después de algún partido. Hoy es la primera vez que quedaremos ella y yo solos —me explica—. Antes, nunca quise quedar con ella.
—¡Tu primera cita! —exclamo con entusiasmo—. Con razón te has puesto tan guapo. Ya me extrañaba a mí que con lo guapo que eres, no tuvieras a alguna chavala detrás de ti. Lo que no comprendo es cómo has tardado tanto tiempo.
Lo observo morderse el interior del carrillo y estallarse los nudillos de ambas manos. Solo hace eso cuando está nervioso.
—Ahora que mi madre va a ingresar, puedo relajarme… —comienza a hablar con lentitud. Sopesando sus palabras—. No quería conocer a nadie y arriesgarme a que vieran y me hicieran preguntas que no estaba dispuesto a contestar o tener que poner excusas para no invitarlos a casa y que vieran a mi madre. —No me mira a los ojos mientras me cuenta algo que estoy segura que lo venía arrastrando dentro hace mucho tiempo—. La verdad es que me daba vergüenza, Netta.
—Cariño —le digo mientras lo aprieto contra mi cuerpo—. No te culpes por cosas inevitables. Eras un niño lidiando con cosas incompresibles, incluso para personas mucho mayores que tú. Ahora eres un adolescente que lo único que quiere es sentir normalidad, pero que, lamentablemente, no lo consigue. No te fustigues por ser humano.
—Pero es mi madre…
—Una madre que practicaba el nudismo en casa, teniendo compañía o no —lo disculpo. Me separo y me concentro en retocarme el maquillaje—. Espero que con la desintoxicación también olvide esa molesta manía. —Le guiño un ojo a través del espejo y para quitarle hierro al asunto, añado—: Si tengo que verla otra vez practicando el karaoke naturista, me suicidaré.
Invoco uno de los pocos recuerdos alegres que tengo junto a Mónica. El día que intentó convencerme de que me despojara de mis ropas y sintiera la música en mi piel desnuda mientras se movía de un lado a otro al ritmo de Sugar, Sugar, de The Archies. No la conocía mucho y todavía no sabía de sus problemas. Pensaba que era solo una vecina excéntrica, pero cuando me quise dar cuenta, me vi dando vueltas (vestida) por toda la sala, con ella y con Iván. Nos reímos tanto esa tarde que siempre que oigo esa canción acabo desternillándome de la risa. Es un buen recuerdo. Una tarde digna de mención.
—Hazme un favor, Iván, y llama a mi novio —demando—. Explícale el por qué, por una vez, no es culpa mía el que lleguemos tarde a los sitios. Pon énfasis en tu momento Hairspray y en como yo insistí en que te dieras prisa.
—Mandona —me dice y va hacia mi teléfono para hacer lo que le pedí—. No sé ni cómo te aguanto —lo oigo farfullar.
—¡Te he oído!
Al momento vuelve y me dice:
—Hecho y, Netta… Sugar, titititi. Oh, honey, honey —comienza a cantar y a mover los brazos de arriba abajo delante del pecho, con los índices extendidos.
—Te odio —le digo, acusándolo con la mirada.
Ahora no me podré sacar esa maldita canción de la cabeza.
Camino del hospital voy pensando en cómo cambiará (a mejor) la vida de Iván si todo sale bien. También soy consciente de que una transformación como esta no será algo rápido. De lo que si estoy segura es de que valdrá la pena.
Nos encontramos con una muy nerviosa Mónica todavía en su habitación sentada a los pies de la cama. Lleva puesto un chándal con estampado de camuflaje que le viene muy bien porque, por su postura encorvada, parece que se quiere fundir con el entorno. Con la capucha cubriendo casi toda su cara, solo dejando ver la punta de su nariz y los mechones de pelo moreno que le derraman por fuera del gorro. No acierto a ver su expresión, sin embargo, apostaría lo que fuera porque no es una cara alegre lo que se esconde detrás de eso gorro.
—Hola, mamá —la saluda su hijo, acercándose a ella y dándole un beso en la mejilla. Se sienta a su lado y le coge la mano. Su madre, sin decir palabra, se apoya contra su hombro y entrelaza sus dedos con los de él. Es un gesto cariñoso de una persona que está baja en práctica. Me gusta verlo.
Me acerco hasta pararme frente a la pareja, en concreto, ante la encogida mujer que parece querer estar en cualquier otro sitio menos en este.
—Hola, Mónica. ¿Preparada?
—No, Netta. No lo estoy… —contesta con una sonrisa. Me alegro por su sinceridad, aunque me desconcierta un poco. Espero que no se eche hacia atrás—. Pero soy consecuente de que si no lo hago ahora, nunca lo haré. Así que: adelante mis valientes.
Se pone de pie de un salto, sin soltar la mano de su hijo, y dice:
—¿Nos vamos?
—Tranquilo, chaval. Tu madre va a estar bien.
Mi novio consuela a Iván mientras estamos en el hall de la gran casona reconvertida en clínica esperando a que Mónica salga de una entrevista personal con el director del centro, Aleksandr Glazunov, el tío que confundí con un jardinero macizorro y resultó ser el mandamás.
El chico se retuerce en el asiento, nervioso, sin apartar la mirada de donde debe aparecer de un momento a otro su madre. Junto a él, sentados en fila, nos encontramos Sandra, Cosimo y yo.
A mi amiga la he traído porque, aparte de ser psicóloga, es un gran apoyo moral para todos. Su carácter distendido y su profesión hacen que me sienta segura de poder manejar cualquier situación. Siempre es bueno tener una persona como ella de nuestro lado por si acaso las cosas se tuercen en el último momento y hay algún ataque de lágrimas imprevisto (cualquiera de los cuatro aquí presentes) o algún otro de histeria (seguramente, mío).
A mi novio, el limón, aunque quisiera (que no es el caso), no se lo hubiera podido impedir. Se ha tomado como misión personal estar a nuestro lado en cada paso que demos. Ha adoptado a Iván como hermano menor y se toma muy a pecho ese papel. Este hecho, su proteccionismo y fidelidad hacia un chico al que no conoce hace tanto tiempo, hace que me piense en cómo se comportará con sus propios hijos… será un padre maravilloso. «No como el mío», me digo con amargura. Incluso en mis pensamientos sueno resentida.
De repente, la puerta del despacho se abre y de ella sale una Mónica con los ojos hinchados por las lágrimas que parece que ha derramado dentro y, sin embargo, eso no le resta protagonismo a la expresión decidida que tiene grabada en el rostro. No hay sombra de duda en su mirada.
Se dirige hacia nosotros despacio, viéndose, en su extrema delgadez, más joven y pequeña de lo que es en realidad.
—Gracias por venir a acompañarme. Sin vuestro apoyo y confianza, seguro que me habría echado para atrás.
Se acerca hasta su hijo (que no puede controlar el llanto silencioso) y lo abraza con dulzura:
—Esto lo hago por nosotros. Pero, ante todo, lo hago porque necesito ser una buena madre para ti. —Le acaricia la cara con las dos manos de forma suave, siguiendo el contorno de sus rasgos con un dedo, como si ese gesto le ayudara a memorizar hasta el más mínimo detalle—. Quiero que me prometas que te vas a portar bien. Hazle caso a Netta, estudia y haz deporte…, pero no olvides comportarte como un adolescente. Ahora que no tienes que cuidar de mí podrás hacerlo con total libertad y sin remordimientos.
—Sí, mamá. Lo haré —contesta emocionado.
—Bueno… pesándolo mejor, te doy permiso para que seas un poco malo. —Se gira hacia mí y me dedica un guiño—. Haz que la tía Simonetta sude un poco.
La mirada de horror que le dedica Iván no tiene precio.
—Son bromas, hijo —reconoce divertida—. Al igual que tu padre, eres demasiado bueno. —Parpadea varias veces mientras contiene un sollozo—. Estaría tan orgulloso de ti y en lo que poco a poco te estás convirtiendo.
Lo besa una última vez y me dice:
—Simonetta, ¿podemos hablar un momento a solas?
—Por supuesto —respondo convencida de que me pedirá que cuide bien de su hijo.
Me aparto del grupo y espero a que me siga. Me detengo a algunos metros de distancia de ellos, donde creo que no oirán nuestro intercambio de palabras.
—Mónica, Iván estará bien. Lo juro —comienzo a decir una vez que la tengo en frente—. Desde que puedas recibir visitas, lo traeré y lo comprobarás por ti misma. Lo cuida…
—De eso no tengo dudas —me interrumpe—. No es de eso de lo que quería hablarte.
—Vale. Te escucho —acierto a decir, sorprendida.
—Voy a darte derechos sobre Iván. Voy a hacerte su custodia legal. —Tengo la boca abierta. Lo sé. Esto no me lo esperaba—. Ya lo he hablado con mi abogado y ya ha empezado con los trámites.
—No hace falta. En serio. Podemos seguir como antes —le digo eso porque no quiero que se sienta como que pierde mucho más terreno con su hijo, aunque por dentro se lo agradezco. Todo será más fácil de esta forma. Se acabarán las mentiras y, con ellas, los miedos a que nos pillen.
—Sí, lo hace —contesta de forma tajante—. No quiero que tengan ningún problema en el futuro o que le falte cualquier cosa… —me explica—. No te voy a engañar, Netta. Estoy muy mal.
—No digas eso, mujer. Estás mejorando. Poco a poco irás recuperando el peso, y la medicación te va estupendamente —la animo—. Y por la adicción no te preocupes, por eso estás aquí. Te enseñarán a sobrellevarlo.
—No estoy tan segura de ello… —farfulla.
—No seas negativa. Solo con venir aquí, estás dando un paso hacia la recuperación. Lo conseguirás.
—Al firmar los papeles del ingreso, se llevaron mi maleta. Encontraron drogas dentro —confiesa de repente.
—Pero… ¡¿qué coño?! —grito desconcertada. Luego me acuerdo que no estamos tan lejos como para que ignoren mi tono y levanto la vista hacia el grupo. Veo a Iván mirándonos preocupado. Le saco la lengua para quitarle importancia a mi momento síndrome de Tuareg y cuando desvía su atención de nosotros, supuestamente apaciguado, bajo la voz y sigo hablando con su madre—. ¿Cómo las conseguiste? En el hospital estabas casi aislada, joder.
Me viene a la mente su extraño comportamiento en el hospital y ya lo entiendo todo. Su sonrisa ya tiene sentido para mí: no venía a rehabilitarse, sino a callarnos la boca.
—Casi. Esa es la palabra clave —me dice arrogante. Como queriendo decir que no soy tan lista como creía ser. Y le creo, aunque yo no me llamaría «listilla», más bien, ilusa—. Digamos que no todo el mundo en el sector sanitario es respetable, y yo conozco algunos secretos que no pueden permitirse que salgan a la luz… —me explica—. Puedo ser muy convincente cuando se me mete algo en la cabeza.
—Creía que querías mejorar. Ahora veo que me has engañado. Si no te hubieran pillado los del centro, aún seguirías haciéndolo —mi tono de voz suena tan derrotado como yo me siento por dentro.
—Y quiero hacerlo. Solo me apetecía una pequeña juerga de despedida. Ya sabes… salir por la puerta grande y todo eso.
—No. No sé. Eres una hipócrita —la acuso—. ¿Y todo lo que me has dicho, lo que le acabas de decir a tu hijo…? ¿Es qué no tienes sentimientos? Le vas a romper el corazón.
—Todo eso iba en serio. Por lo menos lo era en ese instante… —la voz baja casi hasta convertirse en un susurro. Espero que sea por la vergüenza—. Ahora todo es diferente. Estoy convencida. Voy a conseguirlo, solo me llevará más tiempo del que yo pensaba.
—No te creo.
—Lo comprendo. Yo tampoco me creería. Y si te digo la verdad, no creo que lo haga. Solo el tiempo nos dirá la verdad a las dos.
Oyendo sus palabras, se me pasa un poco el enfado que siento. Tengo que cambiar de táctica. Enfrentándome a ella, achacándole su actitud, no conseguiré nada. Sobre todo, tengo que dejar la negatividad de lado.
—No te des por vencida, Mónica. Por favor —le suplico—. Si todo lo que me has contado es verdad. Si la determinación que veo en tus ojos no es fingida, lucha. Lucha por tu hijo y por ti. Por que puedas llevar una vida feliz a su lado.
—Quiero hacerlo, Netta. Pero es tan difícil…
—Lo lograrás si pones todo tu empeño en ello.
—Estoy decidida a intentarlo. Sin embargo, tengo una cosa clara: esta va a ser mi última oportunidad.
—¿Cómo que tu última oportunidad?
—Lo que has oído. Si después de esto no mejoro, si sigo con esta ansia dentro, desapareceré para siempre. No quiero ver a mi hijo marchitarse por mi culpa. Y menos ahora que soy consciente de todo lo que le he hecho pasar.
—Vas a mejorar —me reafirmo en la positividad—. Verás a Iván hacerse un hombre. De eso no tengas duda. No serás un lastre para él, serás un pilar en el cual apoyarse.
—Lo que digas…
—Estás bonita si te piensas que me voy a rendir. —Mi enfado vuelve a cobrar fuerza—. Si tengo que venir aquí cada día con pancartas de ánimo para ti, lo haré. Aunque no lo creas, todo esto, este insistir al que te he sometido… es por él. Y ni muerta me daré por vencida contigo porque eso significaría fallarle a ese que tienes ahí.
—Por eso estoy tranquila. Pase lo que pase en el futuro, sé que serás una fabulosa madre para Iván.
—Te lo he dicho por activa y por pasiva, pero veo que te lo voy a tener que repetir: no quiero ser su madre. Para eso ya te tiene a ti —le recuerdo.
—Pero tú eres mejor madre que yo.
—Si maduraras un poco y dejaras de mirar solo por tu propio bien, todo sería diferente. —Ya me he cansado de juegos. Estoy harta de todo esto—. ¿Vas a tomarte todo este asunto en serio? Dímelo de una vez para darnos la vuelta y largarnos de aquí.
—Voy a quedarme —responde con seguridad—. Solo quiero estar segura que cuidarías de mi niño.
—¿Y qué pasa con tu última fiesta? Te advierto que no creo que aquí te vayan a dar siquiera una Aspirina sin que lo apruebe un médico…
—Estoy segura. Me quedo —repite. Y no sé por qué, esta vez me la creo.
—¿Qué te ha hecho cambiar de idea?
—Digamos que el director me ha dado unos muy buenos argumentos para convencerme de que ingresarme es lo mejor.
Le dedico unas gracias silencioso a Aleksandr. Ni todo el oro del mundo pagará lo que ha hecho por nosotros.
—¿Qué te ha dicho? —le pregunto curiosa.
—Me ha mostrado un futuro que espero que ni tú ni yo tengamos que sufrir nunca —responde—. Me ha enseñado lo que le puede pasar a mi hijo si no cambio. Y es algo desolador.
Desconcertada con la conversación anterior y su misterioso y catastrófico final, me despido de Mónica con la mente en otra parte. Cosimo necesita llamar al trabajo, así que Sandra, Iván y yo nos dirigimos a la oficina del director a tener una última charla sobre los procedimientos y que el muchacho la oiga para que se quede tranquilo.
Encontramos la puerta abierta y a Aleksandr de pie y mirando por la ventana de espaldas a nosotros.
—¿Se puede? —le pregunta Sandra.
Se gira y nos pide que pasemos. Tiene una expresión extraña que parece empeorar cuando ve a Iván entrar a su despacho.
—Hola, Aleksandr —lo saludo—. Este es Iván, el hijo de Mónica —le presento al muchacho, que le dedica un movimiento de cabeza—. Nos preguntábamos si no te importaba contarle un poco cómo va el centro.
—Sin problemas —accede.
Parece ponerse una máscara profesional y cuando comienza hablar, ya no hay rastro de esa mueca tan rara de antes. Parece tan serio y seguro de sí mismo que casi me pasa desapercibida su camiseta en la que pone: Machete.
«Le debe gustar mucho el cine», pienso mientras lo oigo relatar (otra vez) todo sobre el funcionamiento y los diferentes procedimientos que usa la clínica con sus pacientes. Mi chico lo oye como si estuviera en trance, imaginando, seguro, cómo será la estancia de su madre aquí dentro.
—Muchas gracias por explicármelo todo —le dice mi niño al hombre que tiene sentado en frente—. Me siento mucho mejor ahora. Más tranquilo.
—Te voy a dar mi número de teléfono —le dice el director del centro, sorprendiéndome—. Si tienes alguna otra duda o quieres saber cómo está tu madre… simplemente, llámame o escríbeme. Que no te dé apuro. Es más, si no me preguntas, me ofenderás.
—Está bien —contesta mi muchacho con las mejillas rojas. Lo ha pillado. No pensaba ponerse en contacto con él. Le parecería mal molestarlo con sus problemas.
—Bueno… pues parece que ya hemos terminado aquí, y yo tengo que ir a trabajar. Mi jefa no me da un día libre ni muerta —se queja mi amiga, dirigiéndose a la puerta.
—Espera un momento —la detengo antes de que se vaya—. Aleksandr, tengo que pedirte un favor. —El aludido enmarca una ceja a la espera de que siga hablando—. No sé si aceptas voluntarios, pero esta que está aquí —señalo a Sandra—, es psicóloga y una experta en adicciones, además, tiene experiencia de primera mano. —«Por desgracia. De muy primera mano».
—Netta, para. —Sandra está de los nervios. Esto no se lo esperaba. Pero yo me tomo muy en serio su vida y su bienestar. No quiero que desperdicie su talento.
—¿Tal vez le podrías hacer un hueco? —sigo hablando, ignorándola—. Si quieres, te puedo enviar su currículum.
—Ya está. La psicóloga puede hablar por sí misma —me interrumpe—. Si estás interesado, te lo puedo enviar yo, junto con algunas referencias.
—Lo estoy —afirma Aleksandr. La inesperada respuesta coge a mi amiga (y a mi) desprevenida—. Nuestra psicóloga residente está a punto de dar a luz, y estoy buscando a alguien que la sustituya. Si de verdad estás interesada, te puedo hacer una entrevista.
—Lo estoy —dice mi amiga, imitando su anterior respuesta. Parece estupefacta, pero se la ve contenta. Es una gran oportunidad—. Si me das una dirección, te enviaré todos mis datos.
—Tengo una idea mejor. ¿Por qué no lo hacemos de una vez? Puedes decirme lo que quiero saber y si me interesa, ya tendrás tiempo para mandármelo todo.
—Estaremos en el coche —digo con rapidez por si acaso alguno de los dos cambia de idea—. Vamos, Iván. Tenemos que saquear la máquina expendedora que vi en la entrada.
Salimos del cuarto de forma apresurada y con una sonrisa en la cara. Como esto salga bien, tendré que ir pensando en buscarme otra empleada. «Y no puedo estar más feliz por ello».
34 Personaje del reality show, Jersey Shore, famosa por su gran cardado y sus borracheras.