24
—Sandra, estás loca. No pienso volver a salir contigo sola ni aunque se tratase de tu última voluntad.
Estar dentro de la cámara frigorífica, muerta de frío, viendo qué es lo que hace falta para hacer los pedidos más tarde, y escuchar ese trozo de conversación no tiene precio.
«¿Por qué no tendré una grabadora a mano en momentos como este?».
Salgo de la nevera, me quito el chaquetón y me dirijo, con suma curiosidad, a la causante de que mi vena periodista de Telecinco se active. La voz indignada de Tazia y las carcajadas de Sandra me indican el camino.
—Pero, mujer… ¡si fue divertidísimo! —le dice mi amiga a la furiosa rubia.
—Lo habrá sido para ti. Eres una perra —le recrimina esta.
—¿Alguien puede explicarme qué es lo que causa tanto alboroto? Porque tengo la impresión de que me estoy perdiendo algo importante —las interrogo—. No es normal verte —señalo a la rubia— tan cabreada. Lo tuyo sí es normal —le digo a la divertida pelirroja.
—Nada —contesta esta última—. Aquí, la señorita Pepis, que no aguanta una bromita inocente.
Sus bromas inocentes ya me las conozco yo. A ver qué le habrá hecho a la pobre Tazia. «Su hermano me va a matar».
—¡¿Cómo?! —chilla la aludida—. ¿Que no aguanto una broma? ¿Ma mi prendi per i fondelli?28 —respira hondo y pasa su atención a mí—. A tu amiga no se le ocurrió otra cosa mejor que dedicarse toda la noche a decirle a todo el que la escuchara (y al que no, también): «¿Sabes?, mi amiga es bailarina. Puede levantar las piernas muy alto. Tiene una flexibilidad tremenda» —repite, imitando a Sandra—. Todo eso acompañado por diferentes movimientos de cejas.
—¿A que hace gracia? —insta, con recochineo, Sandra.
Espero que sea una pregunta retórica. Porque sí, hace muchísima gracia y no me atrevo a decirlo en alto. No quiero sufrir lesiones severas.
Lucho por no reírme. Lo intento con todas mis fuerzas, pero de verdad, de verdad de la buena, que no puedo evitarlo. Empiezo a imaginármelo con total nitidez y las risotadas escapan de mi garganta.
—No te rías, por favor. Es humillante —me ruega Tazia—. Algunos chicos se acercaron y tuvieron la cara dura de pedirme al oído un baile privado… ¡Se pensaban que era un stripper!
Se cubre la cara con las manos, frustrada.
—Yo, una stripper. ¡Qué degradación! —se lamenta dramática—. Veintidós años de ballet clásico para verme reducida a una, una… mujer que se dedica a bailar encima de una tarima para que le llenen el tanga de billetes.
—A ver, Pávlova. No seas exagerada, por Dios —la reprende mi amiga—. Nos lo pasamos muy bien. No puedes negarlo.
—¿Cómo es que te sabes el nombre de una bailarina? —la interrogo, metiéndome en la conversación.
—Por asociación. La tarta Pávlova me encanta —me contesta.
—Ah —digo, dando por satisfecha mi curiosidad con la respuesta y cambiando mi atención a la rubia—. ¿Conociste hombres o no? —la sondeo—. Los métodos de Sandra pueden ser dudosos, no obstante, efectivos un ochenta y cinco por ciento de las veces.
—Sí que conocí —confirma al mismo tiempo que abre su bolso y saca un puñado de servilletas de bar, dejándolas sobre la mesa—. Pero no del tipo de chicos en los que me fijaría normalmente.
—¡Coño, Tazia! —exclamo sorprendida al ver la cantidad de papeles escritos—. Solo con este montón, ya puedes crearte tu propia chorvo-agenda.
—Estoy segura que el noventa y nueve por ciento de los dueños de esos números pensaban que aparte del baile en barra, también me dedicaba a asuntos más exclusivos y solo buscaban hacerlo gratis con una profesional.
—Eres una exagerada. No será para tanto. Alguno habría agradable —niego con la cabeza al oír sus palabras—. Pienso que eras tú la que no estabas receptiva. Por eso no te llamó ninguno la atención.
—Netta, intenté explicarle que por las noches no se puede pedir demasiado. Buscas un príncipe y te encuentras con un orco… —La pelirroja está disfrutando con esta conversación. Se le nota. Le gusta ejercer de maestra de ceremonias. Ahora mismo empezará con su rollito de psicóloga—. No te creas todo lo que sale por la tele, Tazia. Quítate de la cabeza el momento en el que Carrie conoce a Aleksandr Petrovsky29, y busca algo más normal. Vive la vida según venga y no te guíes por objetivos imposibles. Si sigues haciéndolo, lo único que conseguirás será infelicidad.
—Espera un momento —la corto—, ¿acabas de citar a Sexo en Nueva York en un consejo? ¿Y tú eres la profesional? Joder, Sandra. Te superas a ti misma cada día. La próxima vez que te oiga puede que te pille citando a los Pokemon…
—No haces gracia, estúpida. Lo nombro porque ayer se pasó, lo que tardó en beberse tres copas, contándome lo estupendo que era ese hombre, lo bien que le quedaban las mallas cuando bailaba, y lo zorra y suertuda que era la Carrie por tenerlo como novio en la serie. Y perdona que te diga, pero esta chica bebe muy, pero que muy lento —se lamenta—. Gracias a que hubo un momento en el que desconecté porque si no, habría sido capaz de citar su biografía de pe a pa.
—¿Quién es la exagerada ahora? —se queja Tazia—. Tan solo lo nombré de pasada y como ejemplo práctico de cómo sería mi hombre ideal.
—¿Exagerada yo? Entonces, por qué sé que una vez fue llamado «el bailarín más perfecto que haya conocido el mundo»? —cita en alto con voz melodramática—. O que tiene una hija con la actriz esa, la Longe30, y que en un principio solo se comunicaban básicamente en francés porque él no hablaba bien el inglés… Por favor, chica, esos datos sobraban en mi cabeza. Mi disco duro de datos absurdos estaba completo ya sin saber ese tipo de cosas.
—Bueno, tal vez sí que lo nombrara en alguna ocasión…
El bufido que suelta la pelirroja hace que se calle. Me alegra que su sentido de supervivencia siga intacto.
—Está bien. Lo nombré mucho. Muchísimo —admite—. ¡Dios! ¡Soy tan aburrida! —solloza, abrazándose con fuerza a mi cuerpo.
—No lo eres, Taz —la consuelo, brindándole una caricia en la cara—. Tan solo tienes un fetiche sexual por los bailarines de ballet… —me mofo—. Aunque viendo los bultos que marcan enfundados en esas licras que usan, yo también lo tendría.
Al final, consigo lo que buscaba y la oigo reír. Como también lo hacemos Sandra y yo.
—¿Quién lo iba a pensar de la mosquita muerta, eh? —ironiza mi amiga—. Por lo que veo, ya de pequeña eras una pervertidilla, elegiste el baile que te iba a dejar ver hasta las venas más ocultas en los hombres…
—¡Qué asco! —gimotea entre risas la aludida.
—Me alegro que hayas pillado el chiste. ¿Ves? No eres tan inocente después de todo, y para nada eres aburrida —la anima la pelirroja—. Es más, estoy deseando repetir. Todavía me debes la experiencia troupe de hombres flexibles. Imagina lo que podría hacer con mi cuerpo un macho con esos talentos… —termina, temblando de forma exagerada.
—Ya te he dicho que la mayoría son gays…, pero sí, se les marca todo. Por lo menos el tamaño —se carcajea—. A nadie le amarga un dulce.
—¿De verdad tu hombre ideal tiene que ser bailarín? ¿No te conformas con un ser humano, masculino y normal, que sepa mover las caderas medianamente bien?
—Yo nunca he dicho que quisiera eso. Es más, no me gustaría que se dedicara al baile. No sé… —dice dubitativa sobre continuar la frase o no—, tal vez que sea dentista o algo parecido.
—¡Callista! —vocifera Sandra, riendo.
—Bueno, por lo menos tendrías los pies impolutos —comento, uniéndome a la broma.
—¡Argh! No, gracias. Me refería a algo como que ejerza la odontología o que sea alergólogo —aclara Tazia—. Alguien con una profesión estable, con una conversación fluida, que llegue a casa relativamente temprano, con alguna historia divertida y curiosa que contar, y que sea familiar; al que le gusten los pasteles, la música clásica y los niños. Un hombre sólido y equilibrado.
—Aburrido —la interrumpo. Ahora entiendo lo que Cosimo quería decir con que su hermana era diferente—. Respeto tus gustos y opiniones, pero de todo lo que acabas de decir, solo he escuchado una cosa: estable. ¿Qué hay de la diversión, de la pasión…? —cuestiono—. ¿Qué pasaría si un día conoces a un chico totalmente opuesto a ese esquema sobre el hombre perfecto que tienes montado en tu cabeza? ¿Lo dejarías marchar y esperarías hasta que tu príncipe de los dientes hiciera su gran aparición?
—Eso no me preocupa. Nunca me fijaré más allá de algo físico en un hombre diferente. Tengo muy claro lo que quiero para mi vida, y lo que quiero y necesito es a alguien con esas características. Simplemente, ese es mi tipo —contesta—. Y respondiendo a tu segunda cuestión: me quedaría esperando.
—Pues ya te veo como a la vieja loca de los gatos que aparece en los Simpsons —murmuro—. En esa espera, ¿tienes permitido un poco de diversión o solo te limitarías a permanecer sentada en un rincón, como la más fea del baile, rogando a alguien que te saque, pero sin tener las agallas suficientes para levantarte y hacerlo por ti sola? Porque eso es lo que te ocurrirá. Verás la vida pasar sin haberla vivido —le explico.
—Claro que puedo divertirme. No soy ninguna monja de clausura ni nada parecido. He hecho mis cositas por ahí. —Se saca la camisa por fuera del pantalón y comienza a desabrocharlo. Se lo baja un poco y nos enseña la zona de la ingle, en donde tiene tatuada la silueta de una bailarina con tutú y todo—. ¿Ven? No soy tan mojigata como parezco. Que tenga planeado cómo y con quién quiero pasar mi futuro, no significa que deje pasar la vida. He disfrutado, a mi manera, de todas las oportunidades que me han brindado.
Tengo que reconocer que me ha sorprendido. La observo colocarse la ropa en su sitio y me pregunto qué otras sorpresas tendrá escondidas bajo ese aspecto cándido y dulce. Todo en ella rezuma inocencia. Desde su pelo liso como una tabla con el flequillo ladeado, hasta las puntas redondeadas de sus manoletinas de piel de serpiente beige. La sigo mirando, y el brillo de sus ojos me hace recordar al de un niño y, ¿qué hay más dado a las travesuras y a explorar cosas nuevas que un crío? En el caso de Tazia solo hace falta que alguien la anime a hacerlo.
—Como ahora me digas que tienes un piercing en el clítoris, me desmayaré por la impresión —le digo—. Por supuesto, cuando recobre el conocimiento, te obligaré a tumbarte en mi escritorio, abrirte de piernas igual que en el ginecólogo y enseñármelo.
—Hasta ahí no he llegado —dice con una media sonrisa—. Buff, eso tiene que doler, ¿no?
—Más que el dolor al hacerlo, imaginen que se te infecta. Toda la carne ahí abajo hinchada y supurando… —añade Sandra estremeciéndose—. Caminaríamos igual a los antiguos cowboys del oeste durante una temporada o, lo que es peor, podríamos perder nuestro orgasmo.
—¡Uy! —exclamamos las tres a la vez, llevando las manos a esa parte del cuerpo, protegiéndola inconscientemente de ese hipotético sufrimiento.
—Hagamos una promesa aquí y ahora —les pido—. Nunca, pero nunca jamás, nos haremos nada allí abajo. Bastante tenemos con darnos la cera.
—Hecho —se apresura a decir Sandra.
—Prometido —jura Tazia—. De todas formas, no soy muy fan del dolor. Ya he sufrido mi cuota al mantenerme sobre las puntas de mis pies.
—¿Tenemos que pincharnos un dedo para sellar el trato? —consulto.
—Mejor nos escupimos en la mano. Menos doloroso —sugiere la pelirroja.
—¿Qué tal sí, simplemente, nos limitamos a fiarnos de nuestra palabra? —pregunta Taz—. La sangre me marea, y los escupitajos me dan repelús.
—Bueno… —cedo, aliviada porque lo haya sugerido—. No es como si no nos fuéramos a enterar si ocurriera. A Sandra la veo todos los días, y a ti, cuñada, un tanto de lo mismo.
—Solo advierto una cosa: me tomo las promesas muy en serio —amenaza mi amiga—. Al menor síntoma sospechoso que notemos, como el caminar raro sin tener diagnosticada una enfermedad vaginal o ir sin bragas a diario sin ningún motivo sexual aparente de por medio, cualquiera de nosotras podrá pedir a la susodicha una prueba visual. —Respira hondo y sigue hablando, ahora con una sonrisa—: Así que, por si acaso ocurriera (y advierto que puedo hacer simulacros aleatorios), tenemos que asegurarnos de tener la zona en perfecto estado de revista: rasuradita la que lo haga, y la que no, con el vello de la zona suave y esponjoso (aconsejo usar un tratamiento de queratina), y por supuesto, limpia —suelta de una vez, sin tener que coger aire—. Vayan pensando en comprarse un ambientador en forma de pino para colgárselo ahí abajo. Soy sensible a los olores fuertes…
—Sandra, en serio, ¿por qué soy tu amiga? —Esta chica está loca, pero no le cambiaría ni un pelo de la cabeza—. Sabes que el pino me da alergia —termino, siguiéndole la broma.
—A ella le va más el olor a limón —aporta Tazia, riendo—. Mi hermano ya se encarga de dejarle la zona bien perfumada.
—Verdad. Me van más lo aromas cítricos —confirmo. ¿Por qué negar lo evidente?—. Es más, creo que me he hecho adicta.
Y ya echo de menos mi dosis.
Como si lo hubiera invocado con el pensamiento, recibo un mensaje suyo. Me aparto de las chicas, que siguen riéndose de la cara de felicidad que se me ha puesto al comprobar quién me escribe.
Lo abro y leo:
Te echo de menos.
Una sonrisa se graba en mi rostro y mi corazón da un vuelco al leerlo. No me demoro en responder.
Y yo a ti.
¿Nos vemos luego en tu casa?
Tú también tienes casa, ¿sabes? No hace falta que nos quedemos siempre en la mía.
Tarda en responder, y eso me extraña. Normalmente es rápido como el rayo al escribirme.
¿Puedo ser sincero?
Me extraña que me haga esa pregunta. Si hay una cosa que caracteriza a Cosimo, es su, a veces, aplastante sinceridad.
Me ofendería si no lo fueras. Habla de una vez, me estás poniendo de los nervios. No sueles pedir permiso, y me tienes realmente intrigada con lo que puede estar pasando por esa cabecita tuya.
Tengo miedo a que si dejo de dormir en tu cama, no volverás a dejarme entrar en tu habitación.
Mi dulce Cosimo. Mi tonto y dulce Cosimo. No se ha dado cuenta que cuando yo hago algo, lo hago con todas las consecuencias. Además, he descubierto que me encanta tenerlo en mi cama, en mi cuarto y en mi vida. Parece encajar como un guante a mi alrededor, y no me refiero solo al sexo, sino a todo él. Me temo que soy demasiado egoísta como para renunciar a lo que me hace sentir con su cercanía.
Sospecho que con todo lo que ha pasado, con todos los sentimientos y experiencias vividas en mi piso durante estos últimos días (en especial, estas pasadas veinticuatro horas) mi casa se vería vacía sin su presencia.
Tengo que dejarle claro que no existe esa opción. No puedo, «ni quiero», simplemente echarlo.
Déjate de darle vueltas a tu atractiva cabeza y limítate a traerte esta noche contigo un cepillo de dientes. La ropa es opcional.
Ya veo tu punto. Me dejas quedar en tu cama a cambio de convertirme en tu esclavo sexual.
Te confundes, limón. Yo soy la tuya.
Estoy que me salgo. Me siento segura, cómoda, hablando con él, así que le envío otro mensaje.
Y no solo me tienes fascinada entre las sábanas. Me he dado cuenta que haría cualquier cosa por ver en tu cara una de esas sonrisas que me encantan. Me haces feliz.
Mientras espero su respuesta, me voy dando patadas en el culo mentales por este arranque de romanticismo. No sabía que pudiera llegar a ser tan empalagosa. En este momento, rezumo tanto azúcar que podría embotellar mi sudor como caramelo líquido.
El teléfono comienza a sonar y, del susto que me llevo, casi se me resbala de las manos. Lo descuelgo y con un tímido «¿sí?» respondo a la llamada.
—¿Te he dicho ya que te amo?
La voz de Cosimo hace que mi piel se erice. El tono de adoración en sus palabras hace que mi corazón lata más rápido, más fuerte… desbocado.
—No es que no me lo hayas dicho lo suficiente —contesto—. Soy yo la que no termino de creérmelo. —Me asombro por la veracidad que vierto en esta última frase. Porque es la pura verdad, no me lo creo.
—Un gran fallo por mi parte. Tendré que esforzarme más —dice—. No quiero que tengas dudas de ningún tipo respecto a mis sentimientos.
—No es tu culpa, Cosimo. No dudo de ti, en serio. No has fallado en nada. Conmigo eres perfecto —le digo frustrada por no saber explicarme—. No sé… tan solo no estoy acostumbrada a que me quieran, a querer… me falta práctica.
—Bueno, ante eso, el tiempo será el que dé las respuestas.
—Sí —coincido. Respiro hondo y doy un gran paso en nuestra relación—. Por ahora, y en pos a adelantar los acontecimientos… tráete un cepillo de dientes y lo que necesites tener en mi casa. Si hacemos las cosas, vamos a hacerlas bien.
El silencio al otro lado de la línea me asusta un poco y decido darle alguna salida de esta incómoda situación.
—No era una orden, Cosimo. Si es demasiado rápido para ti, lo entiendo —comento de forma racional, aunque por dentro me esté quemando viva por la vergüenza de su rechazo—. Aunque no esperes usar el mío. Es personal e intransferible —acabo la frase con una risita nerviosa.
—Simonetta —murmura con voz ronca—. ¿A qué hora acabarás? Paso a buscarte y vamos a tu piso. Tengo unas ganas tremendas de verte y agradecerte el que me dejes entrar en tu vida. Soy consciente de lo difícil que es todo esto para ti.
—¿Te ha gustado, eh?
—No solo gustado, Fragola, me ha encantado. Que sepas que estoy duro como una piedra. Así de feliz me has puesto.
—Eres un guarro —lo acuso riendo—. Pero no puedo dejar que eso se desperdicie. Saldré en una hora más o menos. No llegues tarde. Yo también estoy deseando verte.
El explosivo sonido de unas carcajadas rompe la pequeña burbuja de felicidad en la que me encontraba. Giro la cabeza y me encuentro con Sandra y con Tazia agachadas en el marco de la puerta fingiendo ser invisibles. Cosa que, aunque parezca mentira, habrían conseguido si no les hubiera entrado un ataque de risa. Las muy perras están totalmente descojonadas, se ríen tanto que han acabado revolcándose por el suelo.
Se están riendo a mi costa, un grave error. No saben con quién se meten…
—Limón, tengo que dejarte. Parece ser que una chica no puede estar tranquila ni en su propio negocio —me quejo.
—¿Sandra?
—Y tú querida hermana —contesto—. Se han gozado toda nuestra conversación y están revolcándose por el suelo partidas de la risa. Tengo ganas de matarlas.
—¡Oh, Cosimo! No podemos desaprovechar eso que tienes entre las piernas… —recita Sandra en alto entre carcajada y carcajada.
—Eres un guarro. Te mereces unos azotes en el culo —sigue con la bromita Tazia.
—Cosimo, pesándolo mejor, ¿puedes venir a buscarme ya? —le digo alto y claro para que estas dos me oigan—. Hoy saldré antes. Acabo de encontrar un par de voluntarias para cerrar por mí.
—¡Mierda! —farfulla Tazia—. Te dije que era una mala idea escuchar a escondidas.
—Pero ha sido divertidísimo —replica mi amiga, levantándose del suelo y ayudando a la rubia a incorporarse—. Todo ese amor…
—Ya te tocará a ti, Sandra. Algún día caerás, y yo estaré ahí para burlarme. No lo dudes —le recrimino con una sonrisa sin colgar el teléfono. Pasando mi atención a mi novio, le pregunto—: ¿Te parece bien si pillamos algo para cenar de camino a casa? Podemos llamar a Iván y pedirle que se nos una. Podremos seguir con las clases de baile.
—Perfecto —responde—. ¿Quieres que lo llame yo y te vamos a recoger los dos juntos? Podemos ir a tomar algo. No hace falta que nos metamos en casa tan pronto.
—Me encantaría —contesto con el corazón cargado de emoción. Que acepte que Iván es parte de mi vida y que lo incluya en nuestros planes con total naturalidad, me conmueve a límites insospechados—. No todos los días se tiene la oportunidad de tener una cita con dos hombres guapos…
—No te pongas tan contenta, Simonetta. —Se ríe—. Cuando hayamos pasado cuarenta y cinco minutos hablando de futbol sin parar mientras tú, aburrida, te dedicas a mirar a las musarañas, no estarás tan feliz.
—No me importa. Aún y así, estaré acompañada por dos de mis tres hombres favoritos. Seré la envidia de todo el mundo.
—Llamo a Iván y te envío un mensaje con lo que hacemos —explica—. Espéranos fuera, por favor. Si entro y veo a mi hermana, tendría que explicarle, de no muy buenas maneras, las consecuencias de escuchar a escondidas, y no tengo ganas de pelear con ella, y muchos menos contigo cuando empieces a quejarte por cómo la trato.
—Está bien, hermano mayor —claudico—. Esperaré fuera. Pero solo porque me has hecho muuuuuuuy feliz al aceptar a mi niño sin protestar.
—¿Por qué no habría de hacerlo? Que tengas a ese muchacho en tu vida es una de las cosas que me encantan y me enamoraron de ti.
Siento mariposas en el estómago, y un poco más abajo, también. Me estoy volviendo una panoli, pero es que escuchar lo que dice me llena el alma.
—Hasta dentro de un ratito, Limón.
—Ci vediamo dopo, Fragola31.
Cuelgo y me enfrento a las miradas de mis dos amigas. Al notar sus medias sonrisas, mis mejillas empiezan a enrojecer. Me siento extrañamente tímida. Como si me hubieran pillado haciendo algo indebido. Que no lo es, pero sí es algo nuevo, diferente, extraño… maravilloso.
—Estás pillada —afirma con rotundidad Sandra.
—Sí —digo sin intentar decorarlo o justificarme por lo que siento.
—¡Me alegro tanto por ti, Netta! —exclama, arrojándose a mis brazos—. Por fin has encontrado a alguien que te hace feliz.
Otro par de brazos me achucha por detrás, y yo me dejo hacer.
—¡Me encanta que seas mi cuñada! —farfulla Tazia contra el hueco de mi cuello—. Mi hermano es otro desde que te conoció, Simonetta. Sigue siendo un stronzo32 —se burla—, pero ahora se lo ve radiante, parece un maldito Gusiluz… cada vez que lo veo con la cara de tonto enamorado, me dan ganas de estrujarlo.
—Yo sí que lo tengo bien estrujado… —añado con cachondeo, interrumpiendo el momento romántico y zafándome de su abrazo de oso—. Y ahora, si me disculpáis, chicas, tengo que prepararme, mi novio pasará en nada a recogerme, y ustedes todavía tienen mucho trabajo que hacer. Las cosas no se limpian solas.
—Eres una abusadora —me acusa la pelirroja
—No es justo. Yo ni siquiera trabajo aquí —se queja la italiana.
—Elige: recoger o aguantar el sermón que te echará el pesado de tu hermano. Te dejo elegir.
—¿Dónde guardas los productos de limpieza? —me pregunta como respuesta.
—Buena elección —la felicito.
Recojo mis cosas y decido esperar fuera. Estoy impaciente. Mi amor viene a recogerme.
28 ¿Me tomas el pelo?
29 Personaje masculino de la serie Sexo en nueva York, interpretado por el ex bailarín clásico Mikhail Baryshnikov.
30 Sandra se refiere a la actriz Jessica Lange, con la que el bailarín tuvo una hija.
31 Hasta luego, Fresa.
32 Capullo.