13
—¡Ya voy, ya voy! —grito mientras me pongo mi camisola a toda prisa. No me paro a mirar mi aspecto (que tiene que ser de lo peor), así mismo abriré a quien quiera que esté llamando. Espero que, como mínimo, se haya producido un incendio.
DING-DONG, DING-DONG. Oigo que vuelven a llamar.
—¡Qué ya voy, leche! —grito otra vez.
Llego a la puerta y la abro sin ni siquiera preguntar quién es. Al hacerlo, veo a Cosimo con una mano sosteniendo una bolsa de plástico y la otra puesta en el timbre, preparado para tocar otra vez.
—¿Qué haces aquí? —le pregunto confusa y curiosa por su inesperada visita—. ¿Quién te ha dicho dónde vivo?
—Hola —murmura sin apartar la vista del mensaje escrito en mi camiseta: El sexo solo es sucio cuando no te lavas. Madonna.
Sin levantar la cabeza, me dice:
—Bonito eslogan. —Mientras noto como recorre con la mirada la piel expuesta de mis piernas, ya que no llevo pantalones.
Sintiendo una repentina timidez, intento bajar el dobladillo de la maxi camiseta que me llega a medio muslo, pero no lo consigo.
—Hoy te esperé en el parque. Al ver que no aparecías, creí que seguías enfadada por lo de ayer, y como no tengo tu número —explica sin dejar de observar mis piernas—, fui a la heladería y me quedé en la puerta hasta que apareció Sandra y me dijo que estabas enferma. Le pedí tu dirección, espero que no te importe. —Levanta la mano en la que lleva la bolsa—. Te he traído sopa.
Cuando por fin eleva la vista, sé lo que ve y lo que parecía que estaba haciendo. Pelo alborotado, ojos brillantes y mejillas sonrosadas.
—¿Llego en mal momento? ¿Interrumpo algo? —pregunta mientras se pasa la mano por el cuello en un gesto de incomodidad—. Lo siento. Tendría que haber avisado, pero no tengo tu número y tampoco se me ocurrió pedírselo a Sandra. Hasta luego.
Me tiende la bolsa y se da la vuelta.
—Cosimo, no te vayas —lo detengo—. Estoy sola. —Me hago a un lado dejándole espacio—. Pasa, por favor. Y gracias por la sopa.
—Es de sobre —comenta divertido al entrar en mi pequeño piso—. Es demasiado temprano para encontrar algún sitio en donde poder comprar una de verdad.
—De todas formas, te lo agradezco. Lo importante es el detalle. —Lo guío hasta la pequeña sala de estar—. Espera un momento aquí, voy a ponerme algo encima —«y a guardar mis juguetitos sexuales».
Llego casi corriendo a mi habitación en donde me pongo unos negros calzoncillos, tipo bóxer anchos, que tienen estampados unos grandes corazones rosas, y me apresuro a coger todos mis aparatos y llevarlos al baño para dejarlos caer despreocupadamente dentro de la bañera.
Al regresar al salón, me encuentro a Cosimo sentado en el sofá observando todo con atención. No sé por qué, e incluso me siento un poco estúpida al pensarlo, pero espero que le guste lo que ve.
—Me gusta este espacio —dice al sentarme en el extremo contrario a donde está él—. Es muy colorido, alegre… trasmite calidez.
Intento mirar mi pequeña sala desde su perspectiva: una pared decorada con papel en colores anaranjados y las demás pintadas de color blanco, sofá extra-largo en tonos cálidos que van desde el amarillo al rojo; es uno de los pocos muebles que poseo junto con una mesita de centro, una librería y un mueble para la televisión, todos en líneas rústicas blanco mate. Las paredes están adornadas con fotos hechas por mi hermano, algunas imágenes de paisajes de diversas vacaciones, pero sobre todo imágenes de la familia: mi abuelo, Marco, Sandra y yo. El único cuadro que tengo es uno tipo Pop art de un cucurucho de helado de tres bolas colocado justo encima del sofá, regalo de mi hermano de cuando experimentaba con el Photoshop. Puede decirse que no es un hogar convencional, pero me encanta vivir aquí.
—¿De verdad estás enferma? —La voz de Cosimo me saca del ensimismamiento—. Porque yo te noto muy bien.
—No estoy enferma, es tan solo una excusa —le contesto—. Me he tomado el día libre. Necesitaba tiempo para mí.
—¿Por qué?
—Hoy es el aniversario del día en que mi madre nos abandonó —le suelto de sopetón sin ni siquiera pensar en las palabras que han salido disparadas de mi boca—. Me tomo este día todos los años para celebrar el que no me haya criado. Ella era, o es (no estoy segura ni de que siga con vida), una vividora cuya única preocupación era ella misma y que se aprovechaba de la gente, así que yo lo celebro a su manera: dedicándome por completo a mí, pero sin pisotear a nadie —le explico—, es mi forma de decirle que no soy como ella y que me alegro por ello.
—¡Ah! Con que he interrumpido tu día hedonista. Lo siento —se disculpa con una sonrisa—. Y yo que te traje sopa… te tendría que haber traído champagne o algo igual de glamoroso.
—No te preocupes, la sopa me la tomaré esta noche. Irse con el estómago lleno y el cuerpo caliente es una de las cosas que hago hoy.
No me pasa desapercibida lo sugerente que ha sonado la frase y, por su ceño fruncido, puedo decir que a Cosimo tampoco.
—¡No ha sido una insinuación! —me apresuro en aclarar—, no vayas a empezar con tus pensamientos extraños.
—Simonetta, hace tiempo que me rendí ante tu colorida forma de expresarte.
—Mira, no puedo estar siempre vigilando mi forma de hablar, es imposible. De modo que se me ha ocurrido una idea: intenta ignorar mis palabras, aunque te incomoden, porque no me estoy vendiendo a ti. Que sepas que cuando quiero algo, no me insinúo, yo voy directa y lo agarro con las dos manos. Por lo tanto, respira tranquilo. No me interesas.
—Vale. Lo intentaré —dice—. Dime qué haces los días como hoy.
—Me dedico a mí misma: devoro comida basura, leo, veo películas, me masturbo, me pinto las uñas… lo que me apetezca hacer en ese momento, no tengo ningún patrón establecido.
—¿Que te qué? —farfulla.
¡El pobre! Algunas veces es tan inocente…
—Me pinto las uñas de las manos y pies, no te extrañes tanto. Las mujeres lo hacemos todo el rato —digo con una sonrisa, ignorando deliberadamente el tema que lo asombró—. Eres libre de quedarte si quieres. Estarías muy guapo con los deditos pintados de rojo.
—No sé qué decirte… lo que me ofreces no me tienta lo suficiente: comida basura, libros, pelis, que me quites los callos de los pies, masturbación… bueno, si almorzamos pizza y la pagas tú, soy todo tuyo.
—Yo nunca te tocaré los pellejos de los pies. ¡Puaj, qué asco! —exclamo con una mueca—. Pero voto un gran sí a lo de la pizza.
Coge el teléfono y envía un mensaje. Espera a que le contesten y me dice:
—He despejado mi apretada agenda matinal. Tendrás el placer de disfrutar de mi compañía por el módico precio de una pizza familiar sabor barbacoa.
—Si vas a estar aquí hasta la hora de comer, puedes ponerte cómodo —le digo mientras un sentimiento de felicidad me recorre el cuerpo—. Eso sí, déjalas en el balcón. No quiero tener que echarte por contaminación olorosa…
—Simpática, a mí no me huelen los pies. Por lo menos no ahora que tengo puesto un polvo corrector del olor. —Se quita los zapatos y los calcetines, y levanta un pie hasta acercarlo a mi cara—. Compruébalo tú misma.
—¡Cerdo! ¡Aleja esas zarpas de mí! Haces algo como eso de nuevo y puerta, ¿lo entiendes? —le reclamo riendo.
—¿Algo como esto? —pregunta colocando otra vez su pezuña en mi cara.
—No tienes remedio, Cosimo. Te salvas porque huelen…
Me acerco al mueble de la televisión y cojo dos DVD´s. Los sostengo en alto para que pueda leer los títulos: Braveheart y El diario de Noah.
—Elige —le pido.
—Dada la gran variedad que me has dado a elegir, tendré que quedarme con el querido, psicótico y misógino del viejo Mel Gibson… la otra no sé ni cuál es, pero viendo la carátula, ya se nota que es una de esas películas pastelosas… paso.
—¡Uy! Qué pena que este sea mi día y no el tuyo —le comento como quien no quiere la cosa—. Prepárate para ver cómo un hombre debería de amar a una mujer.
—¡Ey, tú! Me dijiste que eligiera —se queja.
—Sí. Que eligieras estar de acuerdo con mi elección, si no lo has hecho, es tu culpa.
—Eres una tramposa. Lo tendré en consideración —dice muy serio, para después añadir—. La venganza es un plato que se sirve frío, Simonetta, tenlo en cuenta.
—Me das tanto miedo… —me burlo fingiendo temblar mientras me agacho para colocar el DVD—. Te lo advierto, tengo una regla irrompible: en el cine no se habla.
Me levanto y lo agarro del brazo obligándolo a ponerse en pie y a seguirme.
—Esta es la cocina. Si tienes hambre o sed, sírvete tú mismo. —Lo conduzco hasta otra habitación—. El baño, a no ser que uses pañales, no necesitas mi ayuda aquí tampoco. Cuarto de invitados, está hecho un desastre, mejor no entres. Mi despacho, si te aburres, mi ordenador está encendido. Si vas a ver porno, cierra la puerta —le digo mientras pasamos esa habitación en dirección a otra—. Este es mi cuarto. Lo siento, pero ningún hombre tiene la entrada permitida, así que si tienes sueño, recuéstate en el sofá u opérate de cambio de sexo.
—¿Cómo es eso de que no se admiten especímenes masculinos? No me lo creo…
—Es la pura verdad. El único hombre hecho y derecho que ha entrado es Marco y solo porque a él lo veo más como un incordio inevitable que como a un hombre —le digo de vuelta a la sala—. Ten por seguro que si no hubiera necesitado su ayuda para armar los muebles, no habría entrado nunca.
—Nunca dejas de asombrarme, Simonetta —lo oigo murmurar.
—Aunque pienses que soy una loca que se va con cualquiera (que a veces lo soy), mis ligues no pasan de aquí. —Señalo a donde está sentado—. Mi dormitorio es sagrado.
—Ahora mismo siento la necesidad casi compulsiva de salir en busca de una luz ultravioleta y ver me qué encuentro en este sillón…, pero como no quiero asustarme, y lo estoy pasando muy bien, mejor lo dejo para otro día.
—Eres un tipo retorcido y asqueroso, ¿verdad? Tú sí que no dejas de asombrarme… —le reprocho—. ¿Dónde te criaste, en el circo de los horrores?
—Siéntate, anda —me dice alegremente—, y pon de una vez la dichosa peli. Tengo sueño y seguro que me ayudará a dormir.
Me acomodo en el sillón mientras coloco las opciones de sonido, y después de darle al play, murmuro:
—¿Dónde estará mi Noah?
—¿Qué has dicho?
—Que ya sé con qué rubio fantasearé en cuanto te vayas… una pista: no será contigo.
—Eres una mujer muy rara, Simonetta.
—¡Shhh!
Las primeras palabras del narrador se oyen, y yo me sumerjo en una hermosa y romántica historia de amor. De esas de las que, por lo que parece, solo Hollywood consigue hacerlas (a su manera) realidad.
A medida que la película se desarrolla, me voy acomodando en el sillón. Tanto que incluso apoyo mis pies en el regazo de Cosimo. No lo hago adrede, me sale sin pensar y cuando voy a apartarlos, asustada por la confianza que mi cuerpo se toma, él me los sujeta para impedirlo.
Poco a poco vuelvo relajarme, sintiendo como Cosimo me acaricia con suavidad. Empieza con el empeine y, pasados unos minutos, como no le rechisto, sube la mano hasta los gemelos. «Menos mal que me di la cera el otro día».
No hay nada sexual en su forma de tocarme. Más bien parece un movimiento destinado a relajar al que lo da y al que lo recibe. Hace que mi piel se erice y que desee que sus calmantes caricias se extiendan por toda la longitud de mi pierna.
«Vivan las mujeres precavidas (me alegro de ser una de ellas), que se cuidan el cuerpo incluso cuando no es verano o no tienen a nadie que se dé cuenta de la longitud de sus vellos. ¡Viva la depilación!», no puedo evitar agradecer mentalmente.
Cuando llega a la escena del lago, me siento y apoyo los codos en las rodillas.
—Por esto es una de mis películas preferidas —murmuro.
Al acabar la escena, ya con los protagonistas saciados y más enamorados que nunca, me vuelvo a recostar.
—Perfecto —suspiro.
Cosimo se adelanta, agarra el mando a distancia y le da al pause.
—¿Qué haces? —me apresuro a preguntar.
—Ilústrame del por qué lo que acabamos de ver es perfecto.
—Ahora no, Cosimo —le pido.
—No. Explícamelo, por favor —me ruega juntando sus palmas delante de su pecho—. Tengo la vaga impresión de que no hemos visto la escena del mismo modo.
—Puede que sea verdad… —digo de acuerdo con él—. A ver, ¿qué has visto tú?
—Sexo. Sutil pero desenfrenado al mismo tiempo. No muy realista…, pero es lo que se supone que pasa en este tipo de películas.
—Ahí está la diferencia: donde tú ves sexo de fantasía, yo veo amor —le explico—. Dos personas que no solo se desean, sino que también se aman con desesperación. Y eso, amigo mío, para mí se llama perfección.
—Eres una romántica, no me esperaba eso de ti. —Se ríe—. Me encantaría verte con alguno de tus novios, a ver si con ellos te comportas de forma melosa.
—Pues cuando lo veas, me enteraré yo al mismo tiempo. —Miro su cara de desconcierto y añado—: Nunca he tenido novio.
Levanta una ceja interrogante y me es curioso como ese simple gesto puede derrochar tantísima ironía.
—En serio. He tenido rollos, amigos, novietes… llámalo como quieras, pero nada fue serio. Diversión, sexo… montones de sexo, sí, pero nunca he tenido novio.
—¿Te has enamorado alguna vez? —pregunta, y puedo notar la genuina curiosidad en su voz.
—No. Mis sentimientos están intactos, será por eso que soy tan romántica —comento—. Aún no me han roto el corazón, no he sentido mariposas por nadie y, si te digo la verdad, no creo que lo haga nunca. Pero como fantasear es gratis, lo hago a todas horas. Es mi premio de consolación.
—No lo comprendo, la verdad. Todos, como mínimo en la adolescencia, nos hemos creído enamorados, aunque solo sea una vez.
—Yo no. Tienes que entender que no soy como los demás. Crecí con un padre obsesionado con una mujer que lo abandonó, dejándolo destrozado y casi sin cariño para darle a sus hijos… perdona que desconfíe de ese sentimiento, pero creo que es justificado.
Incómoda con el cariz que ha tomado la conversación, le arrebato el mando y le doy al play.
—Ninguna interrupción más. Recuerda las normas.
La película acabó como ya intuía: conmigo con la cara roja e hinchada por las lágrimas. Me remuevo irritada al recordar que no estoy sola. Tras nuestra pequeña charla sobre el amor, Cosimo no hizo ninguna pregunta más (ni tampoco ningún sonido), y yo me sumergí en la historia como hago cada vez que veo la peli, y esas serían muchas más veces de las que estoy dispuesta a admitir… vale, lo reconozco: soy adicta a las películas románticas, entre más pastelosas sean mejor que mejor. «I love Mr. Darcy».
Compruebo el reloj y me doy cuenta de que todavía es muy temprano. Son solo las 10.30 de la mañana, el día solo acaba de comenzar y todavía me quedan muchas cosas por hacer.
Intento buscar en mi mente algunas delicadas palabras con las que invitar a Cosimo a irse de mi casa, pero al oír la siguiente frase de mi invitado, me doy cuenta que mi pequeño dilema se ha resulto (y no precisamente a mi favor):
—¿Qué toca ahora: las uñas o la masturbación? Estoy 100% preparado para cualquiera de las dos opciones.
—¿No estás cansado de estar aquí? —lo interrogo curiosa—, si estás preocupado por mí o algo parecido, no lo hagas. En serio. Es mi día narcisista, no mi día suicida.
—La preocupación es lo menos que me retiene aquí —responde tranquilo—. Se da el caso de que necesito un descanso, y tú me has ofrecido la alternativa perfecta. Tenía que elegir entre estar aquí u oír a mi hermana y a Óscar discutir a todas horas hasta por el más mínimo detalle. La balanza se inclina peligrosamente a tu favor. Además, me debes una pizza.
—Está bien. Puedes quedarte —acepto resignada—. Pero después no te quejes.
—No lo haré. Lo prometo —dice, posando su mano sobre el corazón en una pose solemne. Sonríe y exclama—: ¡Venga, no te cortes! He ocupado tu casa, es verdad, pero que ese pequeño detalle no te impida disfrutar de tu día. Haz lo que tengas en mente.
Lo observo fijamente y decido que tiene razón. Voy a disfrutar.
—Normalmente, después de ver la peli lacrimosa de turno, bailo. Bailo mucho. —Me levanto del sofá y aparto la mesa de centro para hacer hueco. Me acerco hasta mi Ipod—. No puedes elegir ni tratar de cambiar la música, ¿capisci?21 Es otra norma.
Gracias al sistema de altavoces bluetooth que tengo integrado por gran parte de mi pequeña casa, la música empieza a oírse alta y clara al momento en que le doy al botón play. Los primeros acordes de la versión cantada por Paolo Nutini de Bang Bang (My baby shot me down), resuenan, y empiezo a mover mi cuerpo al ritmo. Me doy la vuelta mientras contoneo mi cuerpo lento y seguro, notando como la voz grave del cantante se va apoderando de mí. Abro los ojos y me encuentro a Cosimo observándome casi sin parpadear.
—Baila conmigo, Cosimo —le pido mientras me acerco a él con la mano extendida.
Duda entre aceptar o no. Lo noto en su mirada y en cómo ha tensado los hombros. Al final, niega con la cabeza despacio. Bajo la mano y encojo los hombros, para nada ofendida por su negativa y devolviéndole en cambio una sonrisa de aceptación en vez de un reproche.
Me aparto y empiezo a mover mi cabeza y mis hombros al ritmo rápido que ha tomado la canción. Lo veo sonreírme y me animo con algunos pasos de baile. Locos, sin lógica, pero que me hacen relajarme y divertirme.
Me sorprendo cuando Cosimo me toma de la mano y me empieza a dar vueltas hasta que creo que me voy a marear. Bailamos, entre risas, nuestra peculiar versión del rock and roll hasta que la canción acaba y comienza Locked out of heaven, de Bruno Mars. Seguimos meciéndonos al nuevo ritmo, cogidos de la mano; el ritmo y la letra de la canción me sobrecoge y siento que a Cosimo le pasa lo mismo. Me empuja hacia su cuerpo y seguimos bailando en los brazos del otro, mirándonos a los ojos mientras Bruno, en su canción, pregunta si se puede quedar aquí.
Nuestras cabezas se acercan. Nuestros alientos se mezclan en un gesto más íntimo que el sexo. «Nos vamos a besar», pienso entusiasmada y aterrada a la vez.
De repente, el DING-DONG de mi puerta interrumpe nuestro momento y nos separamos algo… incómodos. Apago la música, me atuso el pelo con ambas manos y lo observo, viendo reflejado en su rostro la misma confusión que, estoy segura, tiene el mío.
Si no nos llegan a interrumpir, a estas alturas ya estaría en el sofá sentada encima de Cosimo restregándome contra él como una gata salvaje «y en celo». Me separo la camiseta del pecho porque estoy segura de que mis pezones erectos son visibles aunque tenga una blusa suelta. Veo a Cosimo seguir el movimiento de mi mano y sonreír. No sé porque me he molestado en hacerlo, por lo que veo, ya se había dado cuenta. «Maldito cuerpo traidor».
21 ¿Comprendes?