12

El tiempo pasa muy rápido cuando estás entretenida. Y si ese entretenimiento, además, viene en forma de un perseverante e imaginativo bombón italiano, no puedo estar más a gusto con ello. Las semanas parecían volar de mi calendario.

Al día siguiente de recibir su extraño presente, Cosimo apareció en el parque vestido de sport, como quien no quiere la cosa. Se puso a mi lado mientras yo hacía como que lo ignoraba en vez de observar, disimuladamente, el movimiento en ese culo prieto enfundado en licra al agacharse y tocarse las puntas de los pies. Intentó entablar conversación, pero gracias a mi Ipod, lo deseché con calma.

Como soy buena persona y no estaba realmente enfadada con él, lo esperé hasta que terminó de estirar para echarme a correr a un ritmo no muy rápido. No me di cuenta que no estaba a mi lado hasta que un manchón negro me adelantó y me fijé en que no se encontraba a mi vera. Llevé la vista al frente y me sorprendí al ver a Cosimo corriendo de espaldas al mismo tiempo que jugaba a abrir y cerrar las solapas de un sobretodo de cuero negro. De la impresión de verlo al más puro estilo Matrix, me tropecé y caí al suelo de bruces.

Pensaréis que el estar despatarrada en el suelo, comiendo tierra, me causó algún tipo de bochorno, ¿verdad? Pues así era, hasta que el hombre de negro se acercó a mi corriendo al grito de: ¡Simonetta! y me cubrió el cuerpo con la chaqueta.

—Sabía que cargar con esto —me dijo muy serio agarrando con dos dedos la esquina del chaquetón—, serviría para algo… —Me arropó bien con el frío tejido sintético, y con la voz más melodramática y falsa que he oído, me susurró—: ¡No dejaré que te enfríes, nena!

¡Joder! Mis carcajadas hacían eco en todo el maldito parque. No podía parar. Agarrada a su brazo, me levanté como buenamente pude del duro suelo, para ver dibujada en su cara una gran sonrisa. Sobra decir que ya no tuve fuerzas para fingir ignorarlo.

Durante los siguientes días, cada mañana que venía a la heladería a traer el reparto de sus sabrosos pasteles, me asombraba con diversos y extravagantes regalitos, y sus respectivas notas:

— Un bastón con cabeza de águila súper hortera: para no volver a caer.

— Mi propio abrigo (todavía más hortera que el bastón) Matrix: para no perder el calor corporal o para cuando me apetezca hacer exhibicionismo.

— Semillas de un limonero: para sembrar la paz.

— Un cactus: porque absorben las radiaciones electromagnéticas, son fáciles de cuidar y (por lo visto) tengo pinta de ser una asesina de plantas.

Esto último, no sé a qué vino…

— Un vale para cualquier cosa. Incluido el sexo tántrico.

Eso sí que llamó mi atención, aunque me harían falta algunas clases de yoga. Relajarme y hacer las cosas despacio con un Cosimo desnudo… no creo que pudiera sin practicar antes algún mantra.

— Un acuerdo de esclavitud culinaria: solo incluye postres.

— Una foto de él poniendo morritos: para inspirar mi compasión.

Fue lo que más ilusión me hizo, y lo guardé en mi cajón de la ropa interior, donde nadie que no fuera yo la vería. Bueno, pensándolo mejor, la ladrona de mi mejor amiga tiene tendencia a desvalijarme cada vez que me compro nuevos tangas. «Mejor me busco otro escondite».

Y ahora, diecisiete días después del momento limonero, me encuentro donde todo empezó. Casi a última hora esperando a que entre alguien, apoyada en el mostrador, inmersa en mis pensamientos, cuando noto que uno de los chicos más guapos que he visto en mucho tiempo ha entrado en el local.

Alto y macizo, rubio casi blanco en contraste con su brillante piel morena. No le veo los ojos porque lleva puestas unas gafas de sol y tampoco su sonrisa, pero sé, por propia experiencia, que son magníficos.

Esta vez, no me preparo físicamente ni recreo en mi mente locas fantasías sobre seducción. Esta vez, me conformo con sonreírle. Le ofrezco una sonrisa sincera, y él, a su vez, me paga quitándose las gafas, dejándome ver su expresión y con su propia sonrisa, gemela a la mía.

Aunque nos hemos visto todos los días, y prácticamente lo único que hacemos es intercambiar insinuaciones y pullas, lo he extrañado. Al principio, lo trataba de manera hostil intentando molestarlo y hacerlo sufrir y trabajárselo un poco. No obstante, a medida que pasaba el tiempo, me di cuenta que disfruto inmensamente con nuestros enfrentamientos. Me siento relajada a su alrededor, aunque, en apariencia, solo hagamos discutir.

—Hola, acosador —saludo—. Me ha extrañado no verte por aquí esta mañana.

—¿Me has echado de menos? —pregunta con la arrogancia de alguien que sabe que la respuesta es afirmativa.

—Echaba de menos tu fea cara y lo molesto que eres. Me he acostumbrado al fastidioso zumbido que emites a mí alrededor.

—Creo que te gusta que te moleste. Te has acostumbrado a mí y a mis zumbidos…

—O tal vez has desarrollado una vena masoquista y disfrutas con mis desplantes. Un día te presentarás ante mí vestido totalmente de cuero y con un látigo en la mano deseando que te fustigue —digo con sorna—. Lo que no sabes es que puede que no me niegue a hacerlo.

—No te hace falta un látigo, con la lengua ya lo haces bastante bien —replica—. Pero si la cosa va de azotes, tal vez me presente voluntario.

Nos quedamos mirándonos mientras mi imaginación (y estoy segura de que la de él) toma el mando. Imágenes eróticas invaden mi mente: Cosimo y yo en medio de una lucha cuerpo a cuerpo, desnudos… No existirán los complementos entre nosotros, no los necesitaremos. Se me ocurren algunas cosas con las que dejaría que me azotara, y todas son parte de su anatomía…

Noto que sus pupilas se han dilatado y que pasea su peso de un pie a otro en un gesto nervioso. Yo me cubro el pecho con los brazos, en un mal intento de cubrir mis pezones duros como piedras, y me paso la lengua por los labios resecos.

—¡Eh, Cosimo! Eres un hombre muy malo —la voz de Sandra interrumpe nuestro estado de ensoñación.

«Yo sí que quiero que sea malo conmigo. Eso, Cosimo, pórtate mal… en la cama».

Ya está, estoy perdida. Mi mente calenturienta se ha hecho cargo de la zona racional de mi cerebro. La ha secuestrado y la bombardea con representaciones de sexo explícito impidiendo que consiga pensar con coherencia. Necesito masturbarme con urgencia. Me he estado privando del placer carnal de una manera prohibitiva y ahora me está pasando factura. No he querido quedar más con Germán, aunque ha insistido en ello, porque no me apetece probar el whisky. Tengo antojo de limoncello20… Menos mal que mañana es mi día. Mi día hedonista, DH, o día del placer de Simonetta… Cualquiera de esos nombres o parecidos me vale.

—¿Qué se supone que he hecho ahora? —le pregunta a mi amiga sin apartar esos ojos penetrantes de mí—. Acabo llegar, aún no me ha dado tiempo de molestar a tu amiga.

«Pero sí de ponerme cachonda».

—No te hagas el inocente conmigo, señorito. Tu crueldad llega a límites insospechados. —Cosimo, intrigado, pasa su atención a Sandra—. ¿Cómo has sido capaz de permitir que Óscar haga el reparto en taxi?

—Eso le pasa por jugar con fuego. Tiene que aprender a mantener la boca cerrada.

—Se más explícito, por favor —le pide con voz tranquila. A mí no me engaña, estoy segura que se muere por saber todos los detalles. Lo sé porque me ocurre lo mismo. Muero de curiosidad.

—Digamos que decidió hacerse el listillo y que por eso ha acabado en un taxi —dice enigmático. Niega con la cabeza y empieza a hablar, esta vez, con voz dura—. Que se dé con un canto en el pecho por solo tener que hacer el reparto de esa forma. Camina sobre una línea muy delgada: no tiene carnet, una cosa imprescindible (y una de las razonas por la que lo contraté), y se mete en asuntos que no le incumben… que no me cabree porque lo echo a la calle.

Su tono de voz es serio, sin embargo, durante este tiempo he aprendido a diferenciar su pequeños matices. Sus ojos desmienten la rotundidad de su voz. No está tan enfadado como aparenta. Tal vez esté molesto, pero eso no le impide reírse con y de las travesuras de Óscar. Sea lo que sea lo que haya hecho, solo merece una reprimenda o un incómodo viaje en taxi.

—Lo hemos captado alto y claro, míster amo y señor del universo —le digo con ironía—. Lo que acabas de decir es que Óscar, alias el chico caramelo, se ha reído de ti de alguna forma que te avergüenza confesar. —Noto como sus mejillas enrojecen, y ese gesto es como pólvora para mi deslenguada personalidad—. ¿Te pilló viendo videos para adultos en internet, te robó el papel de wáter, te interrumpió en un momento íntimo contigo mismo, te envió a una masajista tailandesa a la pastelería con la intención de darte un final feliz?

Lanzo las preguntas al azar, rápido y sin tomar aire. Mi objetivo es hacerlo sentir incómodo, y por cómo ha entrecerrado los ojos, creo que voy por el buen camino.

—¿Te has dado cuenta que casi todas las opciones que me has dado tienen que ver con el sexo? Me parece que alguien está un pelín obsesionada con el tema.

—¡No lo sabes tú bien! —exclama Sandra—. Tiene una mente calenturienta, sobre todo, desde que no lo práctica…

Estoy del color del pelo de mi amiga. Rezo en silencio para que se calle y acabe de una vez con mi humillación. No me apetece que Cosimo sepa sobre mi inexistente contacto piel con piel.

Para más bochorno, Cosimo se ríe y Sandra se le une. Se están riendo de mí, los muy cerdos.

—¿De qué coño te ríes? —le pregunto directamente al hombre frente a mí. De Sandra me ocuparé más tarde. Creo que la especialidad heladera de hoy será sorbete de pelirroja.

—Me parece que tu último yogurín no cumple adecuadamente —me contesta sin dejar de reírse.

—Para tu información, chulito, Germán cumplió estupendamente. —«Qué mentirosa que soy».

—¿Cumplió? Pasado. —Ya no se ríe. Es más, se ha erguido en toda su magnífica estatura y tiene toda su atención puesta en mí—. ¿Hace cuánto que no lo ves?

—Hemos hablado varias veces. Es un chico muy agradable.

—Dirás que te ha estado incordiando telefónicamente muchísimas veces —dice Sandra. «¡Cállate la boca, joder!».

—No he preguntado si es agradable. Contéstame, es una pregunta simple —me pide de manera tajante.

—No lo veo desde aquella noche en que vino a buscarme… —murmuro con la boca pequeña.

—Y no será porque no lo ha intentado… —susurra Sandra

—¡Te quieres callar de una vez! —le grito exasperada a mi mejor amiga. Hago una inspiración profunda y me obligo a tranquilizarme—. Lo siento —me disculpo—. Sandra, ¿me harías el enorme favor de cerrar el pico y dejar de meterme donde no te llaman?

—Tienes una forma curiosa de pedir perdón. —La aludida se encoge de hombros—. No te preocupes, lo comprendo. Últimamente has estado sometida a mucha presión: se acerca el aniversario, regalos sorpresa… —dice esto último dedicándole a Cosimo una mirada, movimiento de cejas incluido—. Yo, en tu situación, también estaría de un humor de perros.

Me acerco a mi pelirroja amiga y le doy un abrazo de oso. Ella me conoce como nadie.

—No quiero cortar el momento romántico, pero continúo aquí y aún tengo dudas que están esperando una respuesta.

Joder con Cosimo, albergaba la esperanza de que al ver a dos bombones entrelazadas se habría olvidado del tema. Pero no. El señor limón no se deja engañar con ardides femeninas.

—Si esas preguntas son sobre Germán, te las puedes ahorrar —digo intentando sonar segura de mí misma en vez de a punto de sufrir una crisis de histeria—. No hay nada interesante que contar. Estas fechas no son buenas para mí y no me siento capacitada a ningún nivel para aguantar a un hombre en estos momentos.

Muy bien, Netta. Da un aspecto profesional y distante cuando hablas del tema. Que se note tu indiferencia.

El rubio que tengo delante no parece muy convencido por mis palabras, pero asintiendo con la cabeza, deja pasar el tema. «¡Menos mal». O eso creía yo…

—Qué raro me resulta oírte hablar de esa forma. Tú, que presumes de ser toda espontaneidad… esa mierda que acabas de soltar por la boca es un discurso aprendido —me reclama muy serio—. Si no me lo quieres contar, dímelo directamente. No me creas tan estúpido como para tragarme esa sarta de mentiras que acabas de escupir con una voz de presentadora de noticias. No te pega.

—No te atrevas a juzgarla —me defiende Sandra—. Si no te quiere decir la verdad, será por algo. A veces, una mentira piadosa hace milagros en una relación.

—Una mentira piadosa no arregla nada. Solo pospone lo inevitable —asevera con la confianza de una persona que sabe de lo que habla.

—Vale. Está bien. No tendría que haberte soltado ese rollo —claudico—. En mi favor, tengo que añadir que no mentía cuando dije todo eso. —Tal vez, he omitido cosas «como que estoy casi obsesionada contigo», pero nunca he mentido. Mi mente, en este momento, es un inmenso caos.

—Estoy confuso, Simonetta. Creía que nuestra nueva relación implicaba confianza. Aunque ya veo que no hemos llegado tan lejos en esa cuestión. No pasa nada. Mi error.

—¿Sabes cuál es tu problema? Pides algo que no estás dispuesto a dar —le recrimino repentinamente furiosa—. Todavía sigo esperando que me expliques el porqué de tu pésima actitud hacia mí desde el primer instante en que me viste.

Estoy que ardo. ¿Cómo se atreve a volver a cuestionarme?

—Este no es el momento ni el lugar adecuado —me dice, apuntando con el dedo a la sospechosamente silenciosa pelirroja.

—¿Ahora te importa que haya alguien delante? —me río sarcástica—. ¡Ah! Ya lo comprendo. Si se trata de reprenderme como si fuera una niña, no importa el dónde ni quién esté delante, pero si es a ti al que se cuestiona, la situación cambia.

—Yo mejor me voy —murmura Sandra casi tropezándose con sus propios pies en su camino hacia la trastienda—. Iré recogiendo atrás.

Una parte de mi mente registra que mi amiga ha salido huyendo como alma que lleva el diablo, pero la otra, la no tan racional, ha cogido carrerilla y no hay quien la desvíe de la furia que siente. No hay quien me pare.

—Eres un puto cínico —le reprocho al hombre frente a mí—. Mírate ahí, tan perfecto y estirado… Seguro que escondes más fantasmas en tu armario que cualquiera. ¿Qué te hace pensar que eres apto para juzgar a las personas?

—Ya me he disculpado por eso. Aunque me acabo de dar cuenta que no lo suficiente…

—Sí, Cosimo, lo hiciste. Pero una disculpa no borra las humillaciones que me has hecho sentir.

—Perdón, ¿vale? ¡Perdón! —grita—. Volqué mi frustración en ti y no lo merecías. Te vi y no supe cómo lidiar contigo…

—No me conocías y, aun así, me juzgaste culpable. Eso no se perdona fácilmente.

—Lo sé —admite derrotado—. El día en que te conocí, al llegar, me asomé a través del escaparate y te estuve observando durante un rato; hablabas y te reías con los clientes. Me confundiste. Aún lo haces. —Me mira con ojos interrogantes. Lo que no sé es si esa mirada va dirigida a mí o es por algo que está pensando—. Sabía que me volverías loco… y no me he equivocado.

Emboza una sonrisa que no le llega a los ojos, pero que a mí me destroza el corazón.

Me obligo a tomar una aspiración profunda mientras cuento hasta diez. Esto se me ha ido de las manos.

—Lo siento, Cosimo. He descargado sobre ti meses de ira deprimida. Perdóname.

—¿Ves? No me equivocaba al pensar que me volverías loco.

—No debería presionarte para que me cuentes cosas que no estás preparado para compartir —le confieso—. Es solo que la curiosidad me puede.

—¿Amigos? —me pregunta, tendiéndome la mano.

—Amigos —afirmo, aceptando su ofrenda de paz—. Pero para ya con los regalos. Me pones de los nervios. —«Y me impiden dejar de pensar en ti».

—No te prometo nada —me dice misterioso y todavía con nuestras manos unidas—. Puede que aún me queden algunos ases bajo la manga…

Y me sonríe. Esta vez es una sonrisa auténtica, de esas que le iluminan la cara y me obligan a sonreírle con igual o mayor entusiasmo. Seguro que parecemos dos idiotas parados en medio del comedor, agarrados de las manos y con expresión de tontos. Lo más asombroso de todo es que me no importa. Podría entrar por esa puerta el maldito rey, y yo no movería ni un músculo. Me siento muy cómoda donde estoy. Para lo que no estoy preparada es para la entrada triunfal de mi hermano y la mirada asesina en su cara. Con su vieja cámara Polaroid 600 colgada del cuello, no debería de verse tan amenazante, pero lo hace.

—¿Dónde está la mentirosa de tu amiga? —me pregunta con voz dura.

—¿Qué te pasa ahora con ella? —lo interrogo a mi vez. En todos estos años, he sido testigo de pequeñas peleas entre los dos, pero nunca he oído a Marco emplear ese tono para dirigirse a mi amiga. Es muy, pero que muy raro, ver a mi hermano perder los estribos.

—Es una inconsciente y una mentirosa. Eso es lo que me pasa —contesta—. Dime ahora donde está, no responde a mis llamadas.

—Está dentro limpiando.

Mi hermano se encamina como un rayo hacia las puertas batientes y desde que las traspasa, empieza a chillar como un energúmeno. Las palabras mentirosa, policía y segura llegan a mis oídos en cada movimiento de las puertas, hasta que, ya cerradas del todo, enmudecen la sala otra vez.

—Eso ha sido corto pero intenso —me dice Cosimo.

Todavía entrelazados, noto como su dedo pulgar traza pequeños círculos placenteros en el dorso de mi mano. Repentinamente vergonzosa, la retiro de su agarre y llevo los brazos a mi espalda.

—Mmm, bueno… —acierto a decir.

—Creo que debería irme —murmura Cosimo—. Se está haciendo tarde y tengo algunas cosas que hacer.

Se acerca y, como todas las últimas veces que nos hemos visto, me da un suave beso en la mejilla.

—Hasta mañana, Simonetta.

—Hasta mañana, limón.

Tras su marcha y después de recoger por encima la zona de la barra, decido que ya he tenido suficiente drama por un día y que no me apetece nada lidiar con la extraña pelea de mi hermano con mi amiga. Me asomo a la puerta y sin pararme ni siquiera a esperar que me hagan caso, les grito:

—¡Me voy! Terminen de recoger y no se olviden de activar la alarma cuando salgan. Hasta pasado mañana.

Nadie me contesta. No estoy segura de que me hayan oído entre tantos berridos como se lanzan el uno al otro. Decido cerrar por fuera. Ya se apañarán como puedan.

Camino a mi casa, pero hago una parada en el súper a comprar lo que necesito para mañana y algo por si acaso mi niño mimado no haya cenado. Al final, como siempre, llego a casa cargada como una burra y lo descargo todo en la cocina.

Le envió un mensaje al hombre de mi vida preguntándole si quiere cenar, pero no recibo respuesta.

Me hago un bocadillo de atún y planto mi culo delante de la tele. Son las 21:34, quedan exactamente dos horas sesenta y seis minutos para que comience mí día especial y no dejaré que nada me lo estropee.

Al abrir los ojos, me encuentro en una postura muy rara sobre mi sofá. Tengo la boca seca por haber dormido sin lavarme los dientes, pero me siento muy bien conmigo misma. Alzo la cabeza para alcanzar a ver el reloj de la cocina y descubro asombrada que son más de las seis de la mañana. He dormido como un muerto durante toda la noche y me siento fenomenal.

He soñado que un hombre rubio y de espaldas anchas me hacía el amor de una manera salvaje y que me adoraba con su mirada… De repente, me siento más activa que nunca y también más caliente. Voy a paso seguro hacia mi habitación y abro el último cajón de mi mesita de noche. Saco todo el arsenal que hay dentro y mientras los coloco con sumo cuidado y en fila en mi cama, pienso en cuál de todas estas maravillas voy a utilizar primero.

Me decanto por empezar poco a poco, así que, por ahora, solo utilizaré mis dedos, aunque dejaré mis aparatos cerca de mi mano. Dejo que mi cuerpo se llene de las sensaciones que sentía durante el húmedo sueño que tuve esa misma noche y me dejo llevar…

El día no podría haber empezado mejor.

20 Licor dulce típico de la región italiana de Campania.