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«¿Qué nuevo sabor disfrutaré hoy?».
Es la frase con la que me despierto cada mañana. Frase que mi abuelo utilizaba como un mantra.
Heladero de corazón y profesión, dueño de la gelateria artigianale1 italiana Los sabores de Copano, comparaba todo a su alrededor con sus exquisitos helados, alegando que cada emoción o circunstancia equivalía a un sabor. Si tenía un día duro, la menta era lo que le venía a la cabeza. Si, por el contrario, el día le sonreía, la fresa era su sabor… La fresa que lo había acompañado en sus más bellos momentos: su boda con mi abuela, el nacimiento de mi padre, mi hermano o el mío… su fresa Simonetta, como a él le gustaba llamarme. Tanto era así, que incluso bautizó a su helado de fresas con trocitos de esa misma fruta en el interior, «mmm… ¡exquisito!», con ese mismo nombre.
Ahora, yo, veintisiete años después, he heredado su pasión por los helados y su negocio, convirtiendo mi sueño en realidad.
He tenido que adaptarme a los tiempos que corren, por lo que he modernizado el negocio. Ahora, no solo servimos maravillas congeladas, también ofertamos desayunos y meriendas dulces, cafés y tés… Tener un negocio propio y regentarlo es duro, pero es lo mejor que me ha podido pasar.
Me visto con ropa deportiva y salgo para correr mis obligados diez kilómetros diarios. Si quiero conservar este cuerpo, tengo que cuidarme, o trabajar diariamente rodeada de azúcar sucumbiendo a la tentación afectará directamente a mi barriga y a mis caderas.
Corro con la música a tope. Hoy me siento eufórica y el ritmo de la música que escucho es un reflejo de ello. Empezando por el I want to be free, de Queen, pasando por el Happy, de Pharrell Williams, y terminando por el mítico Elvis y el remix de A Little less conversation, entre otras.
Soy fiel creyente de que los pensamientos positivos repercuten en la vida diaria, y eso es lo que intento (a veces con más éxito que otras) hacer todos los días. «Hoy será un día estupendo», me digo mientras estoy en la ducha deshaciéndome de los restos sudorosos de la carrera de mi cuerpo.
Al llegar a mi pequeño negocio, dedico unos minutos a observarlo a través de las pequeñas cristaleras del escaparate que dejan entrever su fabuloso y remodelado interior.
Tonos rosa, blanco, amarillo, verde y plata dan color al interior de estilo retro. El único punto oscuro lo da el viejo sillón orejero de cuero negro que pertenecía a mi abuelo, que uso para relajarme y pensar, y del cual no he podido deshacerme. Siempre que me siento en él, rememoro las interminables tardes que pasaba aquí, junto a mi querido nonno2, y que tanta satisfacción me traían.
El movimiento en las puertas de persiana, tipo vaivén, atrae mi atención. De ellas sale, con su acostumbrada gracia, mi mejor amiga y empleada, Sandra, quien tiene que estar oyendo música porque, aun teniendo las manos ocupadas, sus caderas no dejan de mecerse de un lado al otro en un sexi contoneo.
Recuerdo, como si fuera ayer, cómo, hace once años, nos conocimos en clase de salsa. Nos odiamos al instante, ya que a simple vista, nos catalogamos como contrincantes en seducir al sexi y cubano profesor de baile… que, para nuestra absoluta y más sincera decepción, resultó ser gay. Entre baile y baile, obligadas a juntarnos como pareja por la falta de chicos, comenzamos a conocernos mejor… desde ese momento somos inseparables.
Es como la hermana que nunca tuve (mi hermano varón no cuenta). Demasiado parecidas en nuestra forma de ser para nuestro propio bien; siempre de acuerdo en participar en cualquier plan rocambolesco que se nos ocurra, sin importar las consecuencias… Nos apoyamos en todo. Así ha sido durante todo este tiempo. Sin peleas, sin discusiones fuertes… todo risas y felicidad. Si tuviera pene, «y lo usara conmigo», sería mi persona favorita en todo el mundo.
Físicamente antagonistas, aunque las dos delgadas y llenas de curvas, somos la noche y el día. Sandra tiene una mata de pelo color caoba preciosa, ojos verdes esmeralda y piel blanca y perfecta, al contrario que yo, que tengo el pelo y los ojos negros (regalo de mi ascendencia italiana), y la piel bronceada llena de pecas… Gracias a Dios, no hay nada que un kilo de maquillaje no oculte.
Somos guapas, y lo peor es que lo sabemos y nos aprovechamos de ello a la menor oportunidad… Si para que me hagan la declaración de la renta gratis y rápido tengo que batir las pestañas, enseñar un poco de escote y parecer un mínimo interesada, ¿por qué no hacerlo? Seria tonta si no me beneficiara… eso también se aplica, «por supuesto», a que me cambien la rueda, me lleven las bolsas, me inviten a fiestas y copas gratis.
No me odies por ser hermosa. Yo no inventé las reglas, solo soy una jugadora más. Además, no es culpa mía que los hombres (y algunas mujeres) sean tan simples.
Embozo una mueca de desagrado cuando, al entrar, lo primero que oigo es a Sandra en pleno apogeo artístico cantando, en su inglés con necesidad de subtítulos, Chandelier, de Sia. Su voz es horrorosa, y si encima le sumamos su pésimo dominio del idioma, mejor lo dejamos ahí…. Después se pregunta por qué nunca vamos a un karaoke.
Me dirijo a la pequeña cocina y me la encuentro girando sin parar con una espátula en la mano. Al darse cuenta de que ya no está sola, se para en seco, con los ojos llenos de pánico… Y yo no puedo evitar la carcajada que sale de mis labios. Aunque la risa me dura poco; al recordar la letra de la canción, todo rastro de regocijo se esfuma.
—Tu madre otra vez, ¿no? —le pregunto.
—Sí —suspira resignada—. Me estoy hartando de cuidar de ella. Algún día no contestaré a sus llamadas…
—¡Ojalá fuera cierto! —replico—. Soy consciente de que tiene un problema con la bebida, pero si la sigues auxiliando cada vez que tiene algún contratiempo, nunca aprenderá. Se aprovecha de tu debilidad, te hace sentir culpable cuando no has hecho nada malo. No puedes seguir de esta forma… estás casi en la ruina.
Los ojos se le cuajan, y yo me arrepiento de haber dicho esas (ciertas) palabras.
Sé cuánto le duele la situación en la cual se encuentra su madre, pero no puede cuidar de ella durante toda su vida. Lo peor de todo es que Marta (ese es su nombre) la exprime y utiliza sin cortarse ni un pelo, incluso da su nombre como aval para sus acreedores. Puede ser su madre, pero no se comporta como tal. Yo no la aguantaría y tampoco llego a entender el por qué lo hace ella. La ha llevado a reuniones de alcohólicos anónimos, ha intentado ingresarla en algún centro, pero no coopera en nada. Solo la hace sufrir.
—Cambio de tema —exclama, de repente, una excitada Sandra—. Tengo una noticia importante: ¡He creado un nuevo sabor!
—Miedito me das… Aún recuerdo la última vez que creaste —digo, enfatizando las comillas con los dedos— un nuevo sabor, plátano mentolado…
Me estremezco solo con recordarlo.
—No seas así, Netta. Por lo menos te dejaba en la boca un aliento fresco… —dice Sandra en uno de sus habituales discursos positivos. Puede sacar el lado bueno de casi cualquier cosa—. Vale, reconozco que no estaba muy sabroso, pero este nuevo experimento te alucinará.
Se acerca a la cámara de congelación industrial y saca un recipiente de plástico.
—¡Tachán! —grita, abriendo el envase—. Plátano y caramelo, con virutas de chocolate. Lo he llamado: ¡Placalate!
Me acerca a la boca una cucharilla con un poco y lo pruebo con cuidado. Al paladearlo, me sorprendo al comprobar que está muy bueno.
—Está delicioso —afirmo, saboreando—. Y, Sandra…, ¿te has dado cuenta de que tienes un pequeño y obsesivo problema con los plátanos? No sé si me entiendes… El último sabor que creaste, que, por cierto, era asqueroso, también llevaba esa fálica fruta.
—Eres muy observadora, pero ¿no te has parado a pensar que tal vez lo hice porque teníamos plátanos para dar y regalar, y no quería que se estropeasen? —pregunta—. Aunque ahora que lo mencionas, sí que tienen forma de falo… ¡Dios! Estoy tan mal que ya ni me fijo en esos pequeños detalles que tanto me divierten.
Suelta el helado y declara:
—Decidido, hoy salimos. Necesito algo, o mejor dicho a alguien que me distraiga de mis problemas.
Asiento emocionada. Hace mucho que no nos pegamos una juerga juntas, y me hace falta algo de acción.
Me acerco a su Ipod y busco la canción que necesito que suene en este momento. Un tema que nos recuerde al verano y a la diversión que trae con él. Al tiempo que los primeros acordes de Danza Kuduro resuenan en la sala, me acerco a ella moviendo el cuerpo de una manera que incita al desenfreno. La agarro de las caderas, animándola a que siga mi ritmo, y le digo:
—Cariño, ya tienes cita para esta noche.
La mañana pasa lentamente. Los últimos días del mes pasan de esta forma. Contar los minutos para cerrar es casi lo único que nos entretiene. Si no fuera por las cuatro parejas de señoras que acuden rigurosamente todas las mañanas a comerse unos cannolis3 o un pedazo de crostata4, no habría movimiento alguno. Tal vez, si pudiera convencer a mi mejor (y única) empleada de que promocionara el negocio por las calles desnuda entre dos carteles de propaganda, a lo mejor, se animaba un poco la cosa… pero no creo que acceda, y menos aún sin estar borracha.
Me acerco hasta el teléfono y le hago una seña a Sandra para que me siga. Me apetece algo dulce, y mi chico sabor caramelo nunca defrauda. Nos animará y nos levantará la moral con sus frases picantes y divertidas.
Óscar, el comercial y chico para todo de nuestro principal proveedor en pastelería, la pasticceria Dolce Sapore5, otro negocio familiar de origen italiano, regentado por una pareja de hermanos de los que solo sé que son mujer y hombre, y su apellido, Olivetti.
Todos los trámites los realizamos vía correo electrónico, y si necesitamos hablar con alguien, lo hacemos con su atractivo y explotado (sus palabras, no las mías) empleado.
Marco su número y activo el manos libres. Responde al tercer tono.
—¿Cuál de mis dos bombones helados me ha alegrado la tarde con esta llamada? —dice a modo de saludo al descolgar— ¿Mi particular y tentadora italiana Mónica Belluci, o mi ardiente y provocadora Isla Fisher? Bueno, no soy exigente. Me conformo con cualquiera de las dos…
—¡Hola! —decimos entre risas las dos a la vez.
Óscar y su fetiche por las actrices extranjeras siempre consiguen subirnos la moral. Es bueno para la autoestima de una chica que la comparen con mujeres que copan las portadas…
—Decidme que estáis desnudas mientras habláis conmigo y me haréis el hombre más feliz de la tierra.
—Caramelito, relájate. Esta es una llamada de trabajo. Necesitamos de tus servicios de reparto de repostería exprés —le explico—. Por casualidad, ¿no tendrás algo nuevo que ofrecernos por ahí?
—Di que sí —le pide Sandra—. Necesitamos probar algo nuevo. Además, nos aburrimos y queremos verte.
—¡Ay, chicas! Con todo el dolor de mi alma y más después de escuchar estas palabras que me acaban de dedicar… siento decirles que estoy de día libre. Otra cosa resultaría si esta llamada fuera personal… podría pasarme por ahí en un momento y dejarles probar todo el helado que quieran sobre mi cuerpo.
—¡Eres un guarro, Óscar! —le grito entre risas al auricular.
—Wow. No culpes a un hombre por intentarlo… De todas formas, ya que mi seducción parece no surgir efecto, intentaré que alguien se pase por allí durante la tarde. Si no, me verán mañana, señoritas.
—Te lo agradecemos mucho, cariño —dice Sandra.
—Gracias, caramelito. Y, Óscar… —me doy un beso húmedo en mi brazo lo suficientemente fuerte como para que el sonido le llegue a través del aparato—, no solo estamos desnudas… desde que cuelgue, nos vamos a empezar a enrollar y será tan sexi como te imaginas. —Y le cuelgo, no sin antes escuchar un gemido ahogado de su parte.
La tarde se anima bastante gracias a los grupos de estudiantes de la academia de idiomas que tenemos casi al lado. Me encanta ver y oír cómo interactúan entre ellas; (casi) todo son risas y fiestas cuando eres joven, y yo me contagio con su actitud. Sus charlas sobre estudios, padres, ropa y chicos nunca me son indiferentes, haciéndome añorar o alegrarme de haber dejado esa época atrás.
Tengo que decir que mi vida no siempre fue como ahora. Yo era la chica rarita que llevaba aparatos y gafas, y que se sentaba al fondo de la clase, la que prefería leer un buen libro que hablar de los chicos de la revista Superpop, la que pasaba las tardes con su abuelo en una heladería y casi no tenía ni una amiga, y por las noches se acostaba llorando… A los quince años, eso cambió. Y como sucedía en las películas de chicas de los 80 que tanto me gustaba ver, por fin me harté de que se metieran conmigo y ser una paria social. Cambié por completo.
Me quitaron los aparatos y me pusieron lentillas. Ya no me sentaba en la última fila, sino en la del medio, haciéndome notar poco a poco. Me seguía (y sigue) encantando leer, pero lo hacía en mi casa. Llené mi carpeta de clase con fotos de Brad Pitt y de Johnny Depp, y me dejé llevar por la corriente. Ya no pasaba todas las tardes con mi querido abuelo, me apunté en diversas actividades extraescolares.
De buenas a primeras me volví popular, y me encantaba. Las chicas me imitaban, y lo chicos babeaban a mi paso… creo que para esto último tuvo mucho que ver el que, por fin, se me desarrollaran los pechos. Bueno, me daba igual los porqués, los chicos empezaron a fijarse en mí, y eso era lo único importante… Y yo, como cualquier otra adolescente ávida de aceptación, me dejé querer.
Estoy tan metida en mis pensamientos que casi (he dicho casi) se me pasa la entrada al local de uno de los hombres más guapos que he visto. Alto y macizo, rubio casi blanco en contraste con su brillante piel morena. No le veo los ojos porque lleva puestas unas gafas de sol, ni tampoco su sonrisa (ya que no sonríe), pero estoy segura de que ambos serán magníficos. Me recuerda a un jugoso y brillante limón. Refrescante y, sobre todo, un nuevo sabor que paladear.
¿He dicho ya que, al igual que mi abuelo, yo también comparo las cosas con los sabores? Pero en vez hacerlo con los días, lo hago con los hombres… He probado un poco de todo. Mi chico menta, Rafa, un profesor de filosofía muy intenso. Naranja, Kirk, mi highlander, verlo era como el amanecer, con todos sus tonos anaranjados y rojizos… fue un verano maravilloso. Vainilla, como Arturo, un hombre de cuarenta y tres años, familiar y seguro.
No todos mis sabores han sido buenos. Está mi tomate, Francisco. Solo decir que cuando me visitaba mi amiga la de rojo, se entusiasmaba… arrgg. Solo lo vi durante un mes. El chico moka, Daniel, serio, aburrido, adorador de pies y de ponerse mis zapatos... Podría seguir y seguir, mi vida sexual ha sido muy prolífera. Pero prefiero concentrarme en este chico limón que camina hacia mí.
Me arreglo el pelo disimuladamente y me apoyo en el mostrador, dejándole ver un poco de escote. Solo un poco, dándole una muestra de lo que tendrá si se porta bien. Dejo que mis ojos paseen por su cuerpo de abajo arriba, en un descarado escáner visual. Cuando al fin llego a su cara, maldigo el que tenga las gafas puestas, mataría por ver su expresión, sus ojos dilatados al verme.
Me imagino en su mente: una chica morena y exuberante, con una mirada que promete diversión de la buena, y una boca que rogaría por tener en cualquier parte de su cuerpo… Se detiene justo delante, y yo me preparo para que me rieguen los oídos.
—Si ya terminaste el examen, me gustaría hablar con el propietario —anuncia limón.
—¿Eh? —acierto a farfullar sorprendida y rezando por no estar con la boca abierta como una boba.
—Lo siento —me dice—. No me había dado cuenta que detrás de esta pose de devora hombres eras, además, un poco cortita. Te he dicho que quiero hablar con el dueño. Si puede ser, hoy.
¿Cómo dice? Este tío es tonto… y yo lo llamé refrescante. Un limón agrio, eso es lo que es.
—Mira, guapo, no sé quién eres ni de dónde coño has salido, pero de lo que sí estoy segura es de que a la dueña —declaro enfatizando el femenino de la palabra— no se le pierde nada hablando con un impresentable y maleducado como tú.
—Por suerte para mí, lo que tú sepas o no, no me interesa. Quiero hablar con la propietaria, no seguir perdiendo el tiempo contigo.
Nos dedicamos a retarnos con la mirada durante un instante. Por lo menos eso es lo que hago yo, ya que a él, al llevar puestas las dichosas gafas de espejo, no se le ven los ojos.
—¿Cómo tengo que anunciar al señor ante la ama? —le pregunto sarcástica al ver que no ha pillado mi «no eres bienvenido, así que… ¡lárgate!».
—Dile que vengo con las muestras de la pasticceria Dolce Sapore —pide en un perfecto italiano—, me está esperando.
Ahora que no estoy cegada por la lujuria puedo ver que lleva colgado al hombro una especie de contenedor, tipo nevera de playa. Me acerco a la puerta de la cocina y le digo a Sandra:
—Señora —Sandra me mira asombrada al oír que la llamo por un nuevo título—, el repartidor de la pastelería ha llegado.
Le guiño un ojo y articulo, sin emitir sonido, esperando que me lea los labios:
—Sígueme la corriente.
El revoltijo que es su cabeza se asoma por entre las puertas.
—Puedes pasar —le dice al limón, y vuelve meterse dentro.
El señor en cuestión me sonríe descaradamente al escucharla.
—Sabía que para encontrar un poco de eficiencia, solo tenía que tratar con la jefa —murmura al pasar por mi lado.
—¡Netta, ven tú también! —Se oye de fondo la voz de Sandra.
—Sí —murmuro con una media sonrisa—. La jefa es muy eficiente.
1 Heladería artesanal.
2 Abuelo.
3 Dulce típico de Sicilia.
4 Tarta italiana.
5 Pastelería Dulce sabor.