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A primera hora del
día siguiente volví a comisaría para informar a don Claudio del
fracaso de mis negociaciones. De los cuatro policías, sólo dos
ocupaban sus mesas: el viejo y el flaco.
-El jefe aún no ha
llegado -anunciaron al unísono.
-¿A qué hora suele
venir? -pregunté.
-A las nueve y media
-dijo uno.
-O a las diez y media
-dijo el otro.
-O mañana.
-O nunca.
Rieron los dos con
sus bocas babosas y yo noté que me faltaban las fuerzas para
soportar a aquel par de cabestros un minuto más.
-Díganle, por favor,
que he venido a verle. Que he estado en Tánger y no he podido
arreglar nada.
-Lo que tú mandes,
reina mora -dijo el que no era Cañete.
Me dirigí a la puerta
sin despedirme. A punto estaba de salir cuando oí la voz de quien
sí lo era.
-Cuando quieras te
hago otro pase, corazón.
No me detuve. Tan
sólo apreté los puños con fuerza y, casi sin ser consciente de
ello, rescaté un ramalazo castizo del ayer y giré la cabeza unos
centímetros, los justos para que mi respuesta le llegara bien
clara.
-Mejor se lo vas
haciendo a tu puta madre.
La suerte quiso que
me encontrara con el comisario en plena calle, lo suficientemente
lejos de su comisaría como para que no me pidiera que le acompañara
de nuevo a ella. No era difícil cruzarse con cualquiera en Tetuán,
la cuadrícula de calles del ensanche español era limitada y por
ella transitábamos todos a cualquier hora. Llevaba, como de
costumbre, un traje de lino claro y olía a recién afeitado, listo
para empezar su jornada.
-No tiene buena cara
-dijo nada más verme-. Imagino que las cosas en el Continental no
han ido del todo bien. -Consultó el reloj-. Ande, vamos a tomar un
café.
Me condujo al Casino
Español, un edificio en esquina, hermoso, con balcones de piedra
blanca y grandes ventanales abiertos a la calle principal. Un
camarero árabe bajaba los toldos accionando una barra de hierro
chirriante, otros dos o tres colocaban sillas y mesas en la acera
bajo su sombra. Comenzaba un nuevo día. En el fresco interior no
había nadie, tan sólo una amplia escalera de mármol al frente y dos
salas a ambos lados. Me invitó a entrar en la de la
izquierda.
-Buenos días, don
Claudio.
-Buenos días, Abdul.
Dos cafés con leche, por favor -ordenó mientras con la mirada
buscaba mi asentimiento-. Cuénteme -pidió entonces.
-No lo conseguí. El
gerente es nuevo, no es el mismo del año pasado, pero estaba
perfectamente al tanto del asunto. Se cerró a cualquier
negociación. Dijo sólo que lo acordado había sido más que generoso
y que si no efectuaba el pago en la fecha establecida, me
denunciaría.
-Entiendo. Y lo
siento, créame. Pero me temo que ya no puedo ayudarla.
-No se preocupe,
bastante hizo ya en su momento consiguiéndome el plazo de un
año.
-¿Qué va a hacer
ahora entonces?
-Pagar
inmediatamente.
-¿Y lo de su
madre?
Me encogí de
hombros.
-Nada. Seguiré
trabajando y ahorrando, aunque puede que para cuando consiga reunir
lo que necesito, ya sea demasiado tarde y hayan terminado las
evacuaciones. De momento, como le digo, voy a zanjar mi deuda.
Tengo el dinero, no hay problema. Precisamente para eso iba a
verle. Necesito otro pase para cruzar el puesto fronterizo y su
permiso para mantener mi pasaporte un par de días.
-Quédeselo, no hace
falta que me lo devuelva más. -Se llevó entonces la mano al
bolsillo interior de la chaqueta y sacó una cartera de piel y una
estilográfica-. Y respecto al salvoconducto, esto le servirá -dijo
mientras extraía una tarjeta y destapaba la pluma. Garabateó unas
palabras en el anverso y firmó-. Tenga.
La guardé en el bolso
sin leerla.
-¿Piensa ir en La
Valenciana?
-Sí, ésa es mi
intención.
-¿Igual que hizo
ayer?
Le sostuve unos
segundos la mirada inquisitiva antes de responder.
-Ayer no fui en La
Valenciana.
-¿Cómo se las arregló
para llegar a Tánger entonces?
Yo sabía que él lo
sabía. Y también sabía que quería que yo misma se lo contara.
Bebimos ambos antes un sorbo de café.
-Me llevó en su coche
una amiga.
-¿Qué amiga?
-Rosalinda Fox. Una
clienta inglesa.
Nuevo trago de
café.
-Está al tanto de
quién es, ¿verdad? -dijo entonces.
-Sí, lo estoy.
-Pues tenga
cuidado.
-¿Por qué?
-Porque sí. Tenga
cuidado.
-Dígame por qué
-insistí.
-Porque hay gente a
la que no le gusta que ella esté aquí con quien está.
-Ya lo sé.
-¿Qué sabe?
-Que su situación
sentimental no resulta grata para algunas personas.
-¿Qué personas?
Nadie como el
comisario para apretar, estrujar y sacar hasta la última gota de
información; cómo nos íbamos ya conociendo.
-Algunas. No me pida
que le cuente lo que usted ya sabe, don Claudio. No me haga que sea
desleal a una clienta tan sólo por oír de mi boca los nombres que
usted ya conoce.
-De acuerdo. Sólo
confírmeme algo.
-¿Qué?
-Los apellidos de
esas personas ¿son españoles?
-No.
-Perfecto -dijo
simplemente. Terminó su café y consultó de nuevo el reloj-. Debo
irme, tengo trabajo.
-Yo también.
-Es verdad, olvidaba
que es usted una mujer trabajadora. ¿Sabe que se ha ganado una
reputación excelente?
-Usted se informa de
todo, así que tendré que creérmelo.
Sonrió por primera
vez y la sonrisa le quitó cuatro años de encima.
-Sólo sé lo que tengo
que saber. Además, seguro que usted también se entera de cosas:
entre mujeres siempre se habla mucho y en su taller atiende a
señoras que tal vez tengan historias interesantes que contar.
Era cierto que mis
clientas hablaban. Comentaban acerca de sus maridos, de sus
negocios, de sus amistades; de las personas a cuyas casas iban, de
lo que unos y otros hacían, pensaban o decían. Pero no le dije que
sí al comisario, tampoco que no. Simplemente me levanté sin hacer
caso a su apunte. Él llamó al camarero y trazó una rúbrica al aire.
Asintió Abdul: no había problema, los cafés quedaban cargados a la
cuenta de don Claudio.
Saldar la deuda de
Tánger fue una liberación, como dejar de andar con una cuerda al
cuello de la que alguien podría tirar en cualquier momento. Cierto
era que aún tenía pendientes los turbios asuntos de Madrid pero,
desde la distancia africana, aquello me parecía tremendamente
lejano. El pago de lo debido en el Continental me sirvió para
soltar el lastre de mi pasado con Ramiro en Marruecos y me permitió
respirar de otra manera. Más tranquila, más libre. Más dueña ya de
mi propio destino.
El verano avanzaba,
pero mis clientas aún parecían tener pereza para pensar en la ropa
de otoño. Jamila seguía conmigo encargándose de la casa y de
pequeñas tareas del taller, Félix me visitaba casi todas las
noches, de cuando en cuando me acercaba a ver a Candelaria a La
Luneta. Todo tranquilo, todo normal hasta que un catarro inoportuno
me dejó sin fuerzas para salir de casa ni energía para coser. El
primer día lo pasé postrada en el sofá. El segundo en la cama. El
tercero habría hecho lo mismo si alguien no hubiera aparecido
inesperadamente. Tan inesperadamente como siempre.
-Siñora Rosalinda
decir que siñorita Sira levantar de la cama inmediatamente.
Salí a recibirla en
bata; no me molesté en ponerme mi sempiterno traje de chaqueta, ni
en colgarme al cuello las tijeras de plata, ni siquiera en
adecentarme el pelo revuelto. Pero si le extrañó mi desaliño, no lo
dejó entrever: venía a resolver otros asuntos más serios.
-Nos vamos a
Tánger.
-¿Quién? -pregunté
moqueando tras el pañuelo.
-Tú y yo.
-¿A qué?
-A intentar
solucionar lo de tu madre.
La miré a medio
camino entre la incredulidad y el alborozo, y quise saber
más.
-A través de
tu…
Un estornudo me
impidió terminar la frase, algo que agradecí porque aún no tenía
claro cómo denominar al alto comisario a quien ella nombraba
siempre con sus dos nombres de pila.
-No; prefiero
mantener a Juan Luis al margen: él tiene otros mil asuntos de los
que preocuparse. Esto es cosa mía, así que sus contactos quedan
out, fuera. Pero tenemos otras opciones.
-¿Cuáles?
-A través de nuestro
cónsul en Tetuán, intenté averiguar si están haciendo gestiones de
este tipo en nuestra embajada, pero no hubo suerte: me dijo que
nuestra legación en Madrid siempre se negó a dar asilo a refugiados
y, además, desde la marcha del gobierno republicano a Valencia,
allí se han instalado también las oficinas diplomáticas y en la
capital tan sólo queda el edificio vacío y algún miembro subalterno
para mantenerlo.
-¿Entonces?
-Probé con la iglesia
anglicana de Saint Andrews en Tánger, pero tampoco pudieron
servirme de ayuda. Después se me ocurrió que tal vez alguien en
alguna entidad privada pudiera al menos saber algo, así que me he
informado por un sitio y por otro, y he conseguido a tiny bit of
information. No es gran cosa, pero vamos a ver si hay suerte y
pueden ofrecernos algo más. El director del Bank of London and
South America en Tánger, Leo Martin, me ha dicho que en su último
viaje a Londres oyó hablar en las oficinas centrales del banco de
que alguien que trabajaba en la sucursal de Madrid tiene algún tipo
de contacto con alguien que está ayudando a gente a salir de la
ciudad. No sé nada más, toda la información que pudo darme es muy
vaga, muy imprecisa, tan sólo un comentario que alguien realizó y
él oyó. Pero ha prometido hacer averiguaciones.
-¿Cuándo?
-Right now.
Inmediatamente. Así que ahora mismo te vas a vestir y nos vamos a
ir a Tánger a verle. Estuve allí hace un par de días, me dijo que
volviera hoy. Imagino que habrá tenido tiempo para averiguar algo
más.
Intenté darle las
gracias por sus esfuerzos entre toses y estornudos, pero ella restó
importancia al asunto y me urgió para que me arreglara. El viaje
fue un suspiro. Carretera, secarrales, pinadas, cabras. Mujeres de
faldón rayado con sus babuchas camineras, cargadas bajo los grandes
sombreros de paja. Ovejas, chumberas, más secarrales, niños
descalzos que sonreían a nuestro paso y levantaban la mano diciendo
adiós, amiga, adiós. Polvo, más polvo, campo amarillo a un lado,
campo amarillo al otro, control de pasaportes, más carretera, más
chumberas, más palmitos y cañaverales y en apenas una hora habíamos
llegado.
Volvimos a aparcar en
la plaza de Francia, volvieron a recibirnos las amplias avenidas y
los edificios magníficos de la zona moderna de la ciudad. En uno de
ellos nos esperaba el Bank of London and South America, curiosa
aleación de intereses financieros, casi tanto como la extraña
pareja que formábamos Rosalinda Fox y yo.
-Sira, te presento a
Leo Martin. Leo, ésta es mi amiga Miss Quiroga.
Leo Martin bien
podría haberse llamado Leoncio Martínez de haber nacido un par de
kilómetros más allá de donde lo hizo. De estampa bajita y morena,
sin afeitado ni corbata habría podido pasar por un afanoso labriego
español. Pero su rostro resplandecía limpio de cualquier sombra de
barba y sobre la barriga reposaba una sobria corbata rayada. Y no
era español ni campesino, sino un auténtico súbdito de la Gran
Bretaña: un gibraltareño capaz de expresarse en inglés y andaluz
con idéntica desenvoltura. Nos saludó con su mano velluda, nos
ofreció asiento. Dio orden de no ser interrumpido a la vieja urraca
que tenía por secretaria y, como si fuéramos las clientas más
rumbosas de la entidad, se dispuso a exponernos con todo su empeño
lo que había logrado averiguar. Yo no había abierto una cuenta
bancaria en mi vida y probablemente Rosalinda tampoco tuviera ni
una libra ahorrada de la pensión que su marido le enviaba cuando el
viento soplaba de su lado, pero los rumores sobre los devaneos
amorosos de mi amiga debían de haber llegado ya a los oídos de
aquel hombre pequeño de curiosas habilidades lingüísticas. Y, en
aquellos tiempos revueltos, el director de un banco internacional
no podía dejar pasar por delante la oportunidad de hacer un favor a
la amante de quien más mandaba entre los vecinos.
-Bien, señoras, creo
que tengo noticias. He conseguido hablar con Eric Gordon, un viejo
conocido que trabajaba en nuestra sucursal en Madrid hasta poco
después del alzamiento; ahora está ya reubicado en Londres. Me ha
dicho que conoce personalmente a una persona que vive en Madrid y
está implicada en este tipo de actividades, un ciudadano británico
que trabajaba para una empresa española. La mala noticia es que no
sabe cómo contactar con él, le ha perdido la pista en los últimos
meses. La buena es que me ha facilitado los datos de alguien que sí
está al tanto de sus andanzas porque ha residido en la capital
hasta hace poco. Se trata de un periodista que ha regresado a
Inglaterra porque tuvo algún problema, creo que resultó herido: no
me ha dado detalles. Bien, en él tenemos una posible vía de
solución: esta persona podría estar dispuesta a facilitarles el
contacto con el hombre que se dedica a evacuar refugiados. Pero
antes quiere algo.
-¿Qué? -preguntamos
Rosalinda y yo al unísono.
-Hablar personalmente
con usted, Mrs Fox -dijo dirigiéndose a la inglesa-. Cuanto antes
mejor. Espero que no lo considere una indiscreción pero, en fin,
dadas las circunstancias, he creído conveniente ponerle en
antecedentes sobre quién es la persona interesada en obtener de él
esa información.
Rosalinda no replicó;
sólo le miró atentamente con las cejas arqueadas, esperando que
continuara hablando. Carraspeó incómodo, con toda probabilidad
había anticipado una respuesta más entusiasta ante su
gestión.
-Ya saben cómo son
estos periodistas, ¿no? Como aves carroñeras, siempre esperando
conseguir algo.
Rosalinda se tomó
unos segundos antes de responder.
-No son los únicos,
Leo, querido, no son los únicos -dijo con un tono remotamente
agrio-. En fin, póngame con él, vamos a ver qué quiere.
Cambié de postura en
el sillón intentando disimular mi nerviosismo y volví a sonarme la
nariz. Entretanto, el director británico con cuerpo de botijo y
acento de banderillero dio orden a la telefonista para que le
pusiera la conferencia. Esperamos un rato largo, nos trajeron café,
retornó el buen humor a Rosalinda y el alivio a Martin. Hasta que
por fin llegó el momento de la conversación con el periodista. Duró
apenas tres minutos y de ella no entendí una palabra porque
hablaron en inglés. Sí advertí, en cambio, el tono serio y cortante
de mi clienta.
-Listo -dijo ella tan
sólo a su término. Nos despedimos del director, le agradecimos su
interés y volvimos a pasar por el intenso escrutinio de la
secretaria con cara de grulla.
-¿Qué quería?
-pregunté ansiosa nada más salir de la oficina.
-A bit of blackmail.
No sé cómo se dice en español. Cuando alguien dice que hará algo
por ti sólo si tú haces algo a cambio.
-Chantaje
-aclaré.
-Chantaje -repitió
con pésima pronunciación. Demasiados sonidos contundentes en una
misma palabra.
-¿Qué tipo de
chantaje?
-Una entrevista
personal con Juan Luis y unas semanas de acceso preferente a la
vida oficial de Tetuán. A cambio, se compromete a ponernos en
contacto con la persona que necesitamos en Madrid.
Tragué saliva antes
de formular mi pregunta. Temía que me dijera que por encima de su
cadáver iba alguien a imponer una miserable extorsión al más alto
dignatario del Protectorado español en Marruecos. Y, menos aún, un
periodista oportunista y desconocido, a cambio de hacer un favor a
una simple modista.
-¿Y qué le has dicho
tú? -me atreví por fin a preguntar.
Se encogió de hombros
con un gesto de resignación.
-Que me mande un
cable con la fecha prevista para su desembarco en Tánger.