Capítulo 7

Recién bañado y afeitado, Chase se sentó en el porche de sus padres esa noche esperando a que se hiciera de noche. Podía sentir el peso de las cinco piezas de oro de diez dólares que llevaba en los bolsillos. Su inversión iba a dañar seriamente sus reservas en metálico pero, al mirar a la ventana superior del Lucky Nugget e imaginar la noche que iba a pasar con Franny, pensó que era un gasto bien empleado.

Al día siguiente sería lunes. El banco estaría abierto. Si iba por la mañana, podría firmar un cheque y sacar dinero suficiente para la siguiente semana. Dependiendo de cómo fueran las cosas esa noche con Franny, podría sacar dinero suficiente como para monopolizar sus noches hasta el fin de semana. Esto provocaría que se elevasen muchas cejas, en especial las del señor Villen, presidente del banco. Chase ya casi veía la cara que pondría.

Con un suspiro, miró al cielo, deseando que anocheciese ya. Dios. ¿Sabía acaso en lo que se estaba metiendo? ¿Lo había pensado bien? O, mejor aún, ¿lo había pensado al menos un poco? Rescatar a un alma descarriada… sonaba bien. Pero hacerlo… Tendría que ofrecer una alternativa a Franny. No había muchos trabajos bien pagados para las mujeres, y no estaba seguro de cuáles eran las necesidades financieras de Franny. ¿Qué pasaría si necesitaba ganar tanto dinero como ganaba ahora? Chase no podía pensar en un solo empleo para mujeres, aparte de la prostitución, en el que el sueldo fuera aceptable.

¿Y no era eso algo vergonzoso? Como Índigo decía, los hombres blancos no habían dado a sus mujeres muchas opciones para mantenerse por sí mismas. Estas mujeres que encontraban la desgracia no recibían ninguna ayuda. En vez de ello, se convertían en presas. Víctimas, como las llamaba su padre, y quizás tenía razón. La sociedad estaba llena de hombres que hacían cola ante la puerta de estas víctimas.

La posibilidad de estar el segundo en la cola ante la puerta de Franny esa noche hizo que se le encogiese el estómago. La simple idea de que algún bastardo sucio y medio borracho le pusiese las manos encima le repugnaba. Señor. Le ponía enfermo. Y sabía que era absurdo. Franny llevaba trabajando en esa habitación desde mucho antes de que él se preocupase por ella. Un cliente más no suponía nada nuevo. Pero sí para él. No quería que ningún otro hombre la tocase.

Cuando trató de analizar sus sentimientos e interpretarlos, todo lo que sintió fue confusión. Por definición, Franny era propiedad pública, disponible para cualquiera que tuviese una moneda para pagar sus favores y, hasta que ella decidiese cambiar eso, él tenía muy poco que decir.

Una imagen de sus cándidos ojos azules y su rostro expresivo pasó ante los ojos de Chase, y sus manos se cerraron en puños. ¿Qué le estaba pasando? Tenía que tranquilizarse antes de ir a verla, pero cuanto más lo intentaba, más nervioso se ponía. Una cosa parecía clara: quería ayudarla. Se había convertido en una obsesión. Quizás estuviese tratando de expiar sus propios pecados, de apartar viejos demonios. O quizá sus sentimientos hacia ella eran mucho más profundos. No lo sabía. Lo único que sabía era que tenía que ir a verla y que no descansaría hasta que la sacase de ese maldito lugar.

Cuando Chase entró en el Lucky Nugget unos cuantos minutos más tarde, la música del piano retumbó en sus oídos. Trató de bloquear el sonido, pero, cuando se dirigía hacia las escaleras, la voz de Gus le devolvió a la realidad. Girándose, trató de ver algo a través de la pobre luz de la lámpara y la intensa nube de tabaco que le rodeaba. Agitando su trapo blanco, Gus dirigió a Chase hacia la barra.

Sorteando las mesas, Chase trató de no golpear los codos de los jugadores de póquer con la cesta que llevaba. El fuerte olor a tabaco, puros y sudor le revolvió las tripas. No podía evitar pensar en Franny, trabajando en ese lugar, noche tras noche. Ese pensamiento hizo que tuviera aún más ganas de verla. Cuando llegó a la barra, Gus le sirvió una jarra de cerveza.

—Paga la casa.

En todos los años en que Chase había conocido a Gus Packer, nunca había oído que invitase a nadie. Algo pasaba y, si estaba relacionado con la cerveza gratis, Chase tuvo el presentimiento de que no iba a gustarle. Cogió el asa de la jarra que se balanceaba como un barco y después se sacudió la espuma derramada de la mano.

—Gracias. —Dudando, Chase añadió—: Creo.

Gus tuvo la cortesía de parecer avergonzado.

—Mira, Chase, no quiero que te lo tomes a mal, pero tenemos un problema.

Poniendo la cesta en el suelo, Chase apoyó el talón de la bota en el reposapiés de metal.

—Escúpelo, Gus.

El tabernero limpió una miga de comida seca que había en el borde de la barra.

—Se trata de Franny —empezó suavemente—. Por algún motivo, está determinada a permanecer lejos de ti.

—Entiendo.

Gus terminó por levantar la vista.

—Me ha pedido que no te deje acercarte a su habitación.

Chase sorbió lentamente de la jarra. Después de limpiarse la boca con la parte trasera de la manga, puso el cristal sobre la barra con un golpe decisivo.

—Voy a subir a verla, Gus.

—Hazlo, y tendré que enviar a alguien en busca del sheriff.

—Supongo que esa es tu obligación.

—No te enzarces con la ley, Chase.

—No sería la primera vez y seguramente no será la última. Provengo de un gran linaje de renegados, ¿recuerdas?

—No merece la pena. Ninguna mujer lo merece.

—Eso es algo que debo decidir yo.

Gus apretó la mandíbula.

—Si causas problemas, no habrá un hombre en este lugar que dude en saltar contra ti y ayudarme.

Chase se dio la vuelta para mirar a la colección de indeseables que había en el salón. Por muy cansados y ruines que pareciesen los mineros, no sería él quien los desestimase. Ningún hombre podía ganarse la vida trabajando en un agujero en la tierra sin desarrollar un lado duro. Por la misma razón, los leñadores tampoco eran unos angelitos, y Chase sabía por experiencia que eran incluso más crueles. Estos tipos no tenían nada que dar que él no hubiese dado antes, y a manos llenas. Él tenía un punto débil a su lado, no había duda de ello, y eso le ponía en desventaja. Pero en cuanto empezase a dar el primer golpe, sabía que recuperaría su carácter.

Cuando devolvió la mirada a Gus, sonrió ligeramente.

—Las peleas destruyen el negocio. Los daños cuestan caros. Si empiezo una pelea, tengo la costumbre de pagar por los desperfectos, pero no estoy tan seguro de hacerlo si es otro el que da el primer golpe. ¿Estás seguro de que estos tipos tienen dinero para pagar las mesas y las sillas rotas, por no hablar de los vasos, las jarras y todo lo demás?

—No quiero problemas, Chase.

—Problemas es mi apellido.

—Hablas muy alegremente para ser un hombre con las costillas rotas.

—Será un farol o no, pero no creo que quieras averiguarlo.

—Ah, he oído lo que dicen de ti —admitió Gus—. ¿Un juerguista habitual, eh? Pero eso es cuando estás fuera de tu pueblo natal. Pondría la mano en el fuego a que te lo pensarías dos veces antes de empezar nada que pudiese llegar a los oídos de tus viejos y hacer llorar a tu mami.

En cualquier otro momento, la amenaza hubiese surtido efecto en Chase. Pero esa noche eran las lágrimas de Franny las que le importaban, no las de su madre. Si ocurría lo peor, estaba seguro de que sus padres lo entenderían.

—Gus, te lo advierto. No me pongas a prueba.

—Tu padre debería haberte sacado a palos la maldad que llevas dentro cuando aún eras pequeño.

—Tal vez sea así. Pero pegar a los niños nunca fue el punto fuerte de mi padre.

—Nunca te puso la mano encima, si no me equivoco. Si lo hubiese hecho, no serías ahora tan gallito. —La mirada de Gus vaciló—. Franny no quiere verte. ¿Por qué no puedes simplemente respetar sus deseos y dejarla en paz?

—Porque no creo que sepa lo que es mejor para ella. —Chase devolvió la jarra casi llena al propietario del local, de la misma manera en la que se la había servido, como si fuera una barca en mar revuelta. No quería que el alcohol le nublase el juicio. Lo que tenía pendiente con Franny era ya bastante difícil de por sí—. No tienes derecho a negarme el acceso a las habitaciones de arriba, Gus, y ella tampoco. Tal vez sea un mestizo, y te aseguro que no negaré que puedo tener bastante mal genio cuando se me tuerce el día, pero, sea como sea, suelo comportarme siempre como un caballero con las mujeres. No encontrarás a nadie en Tierra de Lobos o en ningún otro sitio que te diga otra cosa.

—Caballero o no, ella no quiere nada de ti.

—Y yo digo que es parte de su negocio aceptar a clientes que no le gustan. Si pasa algo esta noche porque me contradecís en esto, y yo termino en la cárcel por escándalo, ese será el argumento que mi abogado utilizará en mi defensa. Una prostituta no puede rechazar a un cliente sin razón aparente, y yo no le he dado ninguna.

—¿En serio? Pues recuerda esto, socio. Mientras esperas a que el juez aparezca por aquí, te pudrirás en la cárcel.

—Y tú tendrás que cerrar para reparar el local —respondió Chase—. Unas reparaciones que yo no pienso pagar. Si tú empiezas algo, te comerás el coste de los daños.

La cara de Gus se puso roja como el carmesí.

Chase arqueó una ceja, desafiándole.

—Además, si hablamos de leyes, ¿acaso es legal la prostitución? ¿O está haciendo la ley en este sentido la vista gorda?

—En este establecimiento no hay prostitutas. Solo bailarinas.

—Y una mierda. —Chase soltó una carcajada y sacudió la cabeza—. ¿Y vas a arrojarme a estos perros y después meterme en la cárcel por pedirle que baile? Explícaselo al juez, Gus.

Con esto, Chase se apartó de la barra y empezó a caminar hacia las escaleras. Así que era de este modo como soplaba el viento. Muy bien, pues tenía buenas noticias para la señorita Franny: esta vez había infravalorado a su oponente. No iba a darse por vencido tan pronto. Y en lo que se refería a juego sucio, él era todo un maestro.

El enfado aligeró sus pasos y afianzó sus movimientos. Con miedo a intimidarla con su mal humor, pensó que tal vez fuese una buena idea esperar un poco en el rellano de la escalera y calmarse, pero temía que si lo hacía otro hombre pudiese tomarle la delantera. Como prueba de ello, en el rellano se encontró con un minero que tomaba la misma dirección, con una botella de whisky en la mano y el dinero en la otra. Chase le puso la mano con fuerza sobre el hombro y tiró de él para detenerle.

—Lo siento, amigo. La señorita no acepta visitas esta noche.

—¿Quién lo dice?

—Yo lo digo —le informó Chase con suavidad.

A pesar de la música alta del piano, Franny oyó el crujido de la puerta. Un momento después, escuchó el ruido de la taberna que se adentraba por el aire sin puerta que se lo impidiese, una indicación de que alguien entraba en su habitación. Un rayo anémico de luz se coló por la puerta e iluminó el motivo de margaritas del papel que cubría la pared. Como siempre le ocurría con el primer cliente de la noche, el nerviosismo la invadió. Afortunadamente, la experiencia le había enseñado a separarse de ello con facilidad.

Margaritas, un campo de margaritas.

Tratando de ignorar el sonido de botas que se aproximaba a la cama, cerró los ojos. Todo era cuestión de concentrarse. Ahora no solo veía el campo de margaritas sino que se sumergía en él, sentía el cosquilleo de la hierba sobre su falda al caminar, la calidez del sol sobre sus hombros. Podía incluso oír el murmullo de la brisa. Y los olores. Ah, esos maravillosos olores. Nada olía tan dulce como un campo lleno de flores. Uno por uno, cada uno de sus cinco sentidos fue sumergiéndose en el mundo de sueños que había construido hasta no tener ya consciencia de lo que pasaba a su alrededor.

No estaba segura de cuánto tiempo había pasado antes de que empezase a notar que algo iba mal. Lentamente, capa a capa, resurgió, intensamente consciente de que estaba tumbada en la cama sola, todavía sin desvestir y con la luz de sus sueños encendida en la realidad. Una calidez dorada presionaba sobre sus párpados cerrados.

Confusa, levantó las pestañas lentamente. ¿Se había quedado dormida? ¿Era ya por la mañana? Al fijarse en la luz, se percató de que su tono era demasiado dorado para ser la luz del sol. Entonces oyó el suave y chisporroteante siseo de la lámpara.

Todos sus clientes sabían que encender la lámpara estaba estrictamente prohibido y, a excepción de dos hombres años atrás, siempre habían respetado esta regla.

Alarmada, se recostó sobre el codo y parpadeó para aclarar su visión.

—¿May Belle? —dijo, esperanzada.

Su mirada terminó posándose en la mesa, donde vio a un hombre oscuro sentado. Reconoció a Chase Lobo casi al instante. Con los pies cruzados por los tobillos y apoyados en el borde de la mesa, su postura era insolente, con la silla inclinada hacia atrás sobre sus patas traseras. En vez de llevar las botas de goma de leñador que solía llevar, esa noche llevaba unas vaqueras, prácticas pero bastante de vestir para Tierra de Lobos. Además llevaba unos pantalones vaqueros negros y una camisa verde azulada de seda en rejilla con un sobrecuello y tachuelas doradas en el pecho y en los bolsillos. Como había comprado recientemente ropa para su hermano Frankie, sabía que una camisa como esa costaba al menos dos dólares y medio en el catálogo Montgomery Ward, un precio extravagante cuando una camisa de franela o de paño Melton podía conseguirse por cuarenta y cinco centavos. Era evidente que se había vestido para la ocasión, y, a juzgar por su expresión intensa, ella era la ocasión.

Rígida, la miró fijamente a sus penetrantes ojos azules, incómoda al comprobar que sus bruñidas facciones estaban formadas de líneas duras e implacables. No había duda de que Chase Lobo estaba enfadado. La emoción salía de él como la electricidad que se percibe antes del rayo de tormenta, y el aire se había vuelto tan pesado que le hacía cosquillas en la piel. Lo peor es que sabía por qué estaba tan furioso. Básicamente porque Gus había estado desempeñando su papel de perro guardián y había intentado alejarlo de ella.

—¿Qué estás haciendo aquí?

Con un movimiento lento y deliberado, hizo una pila sobre la mesa con las diez piezas de oro, sin apartar ni un segundo la vista de ella.

—¿Por qué vienen normalmente aquí los hombres?

Nerviosa y dispuesta a camuflar esta reacción con la ira, se aseguró de que su echarpe estaba atado y se sentó. Balanceando las piernas hasta el borde de la cama, deslizó sus pies entre las zapatillas.

—Sal de aquí.

Él rio en voz baja, con un gesto de marcial arrogancia.

—Bien, cariño, ¿por qué no intentas sacarme de aquí?

—Puede que me falten músculos, señor Lobo, pero le aseguro que sé echar mano de mis refuerzos. Si me incomoda, lo único que tengo que hacer es llamar a Gus. ¿Por qué no se evita problemas y se marcha antes de que no le quede más remedio que hacerlo?

No parecía intimidado. De hecho, si acaso, parecía estar divirtiéndose con la situación. Sus ojos azul oscuro la recorrieron de arriba abajo, lentamente, deteniéndose primero en sus piernas y después en sus pechos.

—«Problemas» es una palabra muy de moda esta noche. Me divierte que todo el mundo piense que estoy dispuesto a salir corriendo solo para evitarlos. —Levantó la pila de monedas y empezó a tirarlas, una por una, en la mesa—. Soy un buscador de peleas, Franny. Lo he sido desde pequeño. No hay nada que me guste más que una buena reyerta, a menos, claro, que contemos a las mujeres y a la bebida.

Franny apartó la vista.

—Tengo todo el derecho del mundo a rechazar a cualquiera, sin dar explicaciones. Me gustaría que te marchases.

—Y a mí me gustaría quedarme. Ya que te he sobrepasado económica y tácticamente, es eso justamente lo que voy a hacer —subrayó esta frase tirando la última moneda de la pila—. Cincuenta dólares. ¿No dijiste que solías tener entre tres y cuatro clientes por noche? Supongo que cincuenta debería cubrir lo que sueles ganar, más extras.

—No hay extras —respondió con voz indignada—. Si te hubieses dignado a leer el cartel lo sabrías.

—Ah, claro que lo he leído. Pero soy un firme creyente de que las reglas se han hecho para desobedecerlas.

Sus ojos brillaban con arrogancia mientras se puso lentamente en pie. Estirado en toda su altura, parecía aún más intimidante. Franny dio un paso atrás y miró hacia la puerta. Horrorizada, vio que el cerrojo había sido cerrado desde dentro. No habría llegado ni al rellano de la escalera antes de que la cogiese.

Se abrazó la cintura y escondió sus temblorosas manos bajo las mangas espaciosas de su echarpe. Dos veces antes había tenido que enfrentarse a una situación como esa, y sabía que revelar debilidad era un error que podía costarle caro.

Los recuerdos. Se colaron en su mente con una claridad espantosa. Sabía bien el daño que un hombre de la talla y la fuerza de Chase Lobo podía infligir en una mujer. Sabía también lo rápido que podía ocurrir.

—Te he pedido de buenas maneras que te vayas —consiguió decir por fin.

—Y yo me he negado. De buenas maneras.

La ayuda estaba solo a un grito de distancia. Sabía que Gus subiría en un momento las escaleras si le necesitaba. Pero con la música del piano retumbando contra las paredes, ¿podrían oírse sus gritos? Sabía por experiencia que solo tendría tiempo para gritar una vez, dos si tenía suerte. Después, él estaría sobre ella y, con solo una de sus grandes y curtidas manos, acallaría sus gritos.

La boca de Chase se torció en una leve sonrisa y levantó con el dedo una moneda de la pila, haciéndola girar sobre la mesa antes de cogerla.

—Tú vendes, cariño. Y yo compro. ¿No es así como funciona?

Eso dolía. Y era muy cruel de su parte, de una crueldad sin corazón. Pero era también una verdad que no podía negar.

—No hago negocios a la manera habitual. Sin garantías, sin reembolsos. Y me reservo el derecho a rechazar a cualquiera. —Se volvió hacia la puerta, rezando a cada paso para que no la detuviese—. Voy a contar hasta tres. Si al terminar no te has ido, llamaré a Gus.

—No creo que quieras hacerlo.

Su tono hizo que los dedos se le quedaran inmóviles alrededor del cerrojo. Le miró por encima del hombro.

Lanzó la moneda de oro sin ningún cuidado sobre la mesa y se guardó los pulgares en el cinturón de piel hecho a mano que sujetaba sus pantalones. Con la cadera a un lado y una de sus largas piernas dobladas, parecía como si estuviera buscando pelea. A pesar de ello, no podía negarse lo atractivo que resultaba, con el cuello de su camisa mostrando la oscuridad de su piel y la luz de la lámpara cubriendo su pelo color caoba.

Después suavizó la expresión y dijo:

—No tienes nada que temer, Franny. Te lo prometo. No si cooperas conmigo.

—¿Y si no?

—Entonces el infierno caerá sobre nosotros. Gus subirá las escaleras, seguramente con refuerzos, y habrá una pelea tan violenta como nunca hayas conocido.

—Es todo un farol. Con tres costillas rotas, no estás en condiciones de empezar ninguna pelea.

—Cierto. Pero antes de salir de aquí, me llevaré a unos cuantos hombres por delante. Y en el proceso, destruiré este lugar —entrecerró un ojo, como si estuviese pensando—. La reja que rodea el lugar desaparecerá, eso seguro. Y la puerta caerá. La ventana se romperá en mil pedazos. —Se encogió de hombros—. Así es como funciona cuando un puñado de hombres empieza a darse puñetazos. Otra cosa que no deberías olvidar es lo contagiosas que son las peleas en una taberna. Lo más seguro es que si empieza aquí arriba se extienda al salón de abajo y por último a toda la taberna.

Detestándose a sí misma porque le temblaba la voz, dijo:

—Tendrás que ser tú el que pague los desperfectos si no quieres terminar en la cárcel.

Él le lanzó una sonrisa perezosa.

—No, si no soy yo quien empieza. Ese es el truco, querida. No tienes ninguna razón para negarte a bailar conmigo. Si Gus y los otros suben aquí, seré un perfecto caballero hasta que alguien me pegue. Eso me convertirá en la parte ofendida. Si terminamos ante el juez, ¿qué vas a decir, que no te gustaba mi aspecto? Lo siento. Pero las mujeres que hacen tu trabajo no pueden ser tan selectas.

—Mentiré. Diré que te pasaste de la raya. Que fuiste un bruto y un pervertido.

Él volvió a encogerse de hombros.

—Como quieras.

—Los daños que describes costarán más de lo que puedes permitirte. Hazme caso, terminarás en la cárcel, y el sheriff tirará la llave al río.

—No. Ahí es donde te equivocas. Tengo dinero de sobra para cubrir los desperfectos. Si las cosas siguen igual, podría permitirme cubrir los mismos desperfectos mañana por la noche. Y la siguiente. Lo mires como lo mires, Gus se verá obligado a cerrar el local mientras lo repara. —Sacando los pulgares del cinturón, colocó las manos sobre la cadera—. Si sigo viniendo, lo que prometo que haré, y tú persistes en negarme tus servicios, seguiré armando jaleo. Y más. Antes o después Gus va a empezar a preguntarse quién es el origen de todas sus miserias.

—Tú.

—Y tú. Por mucho que seguramente le gustes, el negocio es el negocio, y tú no eres indispensable. Antes de ver cómo su taberna se viene abajo, te dará los papeles de despido, corazón. Y cuando esto ocurra, estarás en la calle.

—Eso es despreciable.

—Sé que lo es. Soy verdaderamente resbaladizo y despreciable si me lo propongo.

—Necesito este trabajo.

Él sonrió.

—Contaba con eso.

—Eres un sinvergüenza que ni siquiera merece mi desprecio.

—Eso también lo sé. Pero hasta que consiga lo que quiero, no puedo permitirme ser encantador. —Inclinó la cabeza en dirección al cerrojo cerrado—. Tú eliges. O abres la puerta y llamas a Gus, o admites que he ganado esta mano.

Franny temblaba tanto que apenas podía tenerse en pie. Dejó caer las manos del cerrojo y se dio la vuelta para apoyar la espalda sobre la puerta.

—¿Por qué haces esto?

—No estoy seguro de poder explicártelo.

—No puedo perder este trabajo.

—Coopera conmigo y tu trabajo estará perfectamente a salvo.

—No trabajo con las luces encendidas. No lo haré, ni por ti ni por nadie más.

—No espero que lo hagas.

Con las piernas hechas un flan, Franny empezó a caminar hacia la cama.

—Entonces baja la lámpara y haz lo que tengas que hacer.

—La lámpara se queda encendida.

Ella se quedó helada.

—Pero acabas de decir que…

—Lo único que quiero es pasar algo de tiempo contigo. Hablar, nada más. —Se inclinó y cogió una cesta que ella no había visto de debajo de la mesa—. ¿Ir de pícnic, te acuerdas?

Franny se quedó boquiabierta.

—¿Estás loco? ¿Vas a gastarte cincuenta dólares para llevarme de pícnic? ¿Y de noche? No soy tan estúpida, señor Lobo. Cualquier hombre dispuesto a gastarse ese dinero tiene en mente algo más que hablar y comer conmigo. Sería una imbécil si saliese de aquí contigo.

—Mi nombre es Chase. Y por la misma regla de tres, sería un estúpido si te tocase un pelo de la cabeza cuando estás conmigo. Todos los que están abajo nos verán salir juntos. Si te ocurriese cualquier cosa, vendrían a pedirme cuentas a casa.

Franny supuso que era cierto. Aún indecisa, le miró fijamente, preguntándose si se atrevía a creerle. Por razones que no alcanzaba a comprender, tenía el horrible presentimiento de que todo lo que decía era cierto. Si los hombres subiesen, él bajaría dando bandazos y provocando todos los desperfectos que pudiese a su paso. No tenía sentido. Ningún sentido. Y aun así el brillo de determinación que había en sus ojos era inconfundible. Quería algo de ella, y estaba determinado a conseguirlo.

¿El qué? Esa era la cuestión.

Como si le leyese la mente, sonrió de nuevo, con una expresión más amistosa esta vez.

—Cariño, nunca he puesto la mano encima a una mujer, y no pienso empezar ahora. Solo quiero pasar la noche contigo. ¿Qué hay de malo en ello si Gus sabe con quién estás? Yo tengo lo que quiero y tú consigues el sueldo de esta noche. A mí me parece que es justo.

—Si querías llevarme de pícnic, ¿no hubiese sido más sencillo que me lo pidieses sin más? Te hubieses podido ahorrar cincuenta dólares.

Sus ojos se llenaron de un brillo de reconocimiento.

—Si te lo hubiese pedido, ¿hubieses aceptado?

Él sabía muy bien la respuesta. En vez de mirarle, Franny se miró la punta de las zapatillas. Trató de encontrar en su mente una explicación a todo este sinsentido, pero no la encontró.

¿Tenía curiosidad por ella? ¿Era eso? Quizá nunca hubiese conocido a una mujer como ella, y eso le fascinaba. Mirándole a hurtadillas, se convenció de que no era así. Chase Lobo había estado en muchos burdeles. Hubiese apostado a que así era.

¿Creía que la quería? Franny había recibido bastantes proposiciones de hombres, algunos sencillamente porque se sentían solos y no podían encontrar a nadie más, algunos porque querían ser héroes y rescatar a una mujer desgraciada de su pecaminosa existencia. Gracias a la experiencia de May Belle, Franny sabía muy bien cómo terminaban estos cuentos de hadas. El héroe se despertaba una mañana y se daba cuenta de que se había casado con una puta. Fin del cuento. La cosa se ponía fea después. Muy fea. Y era algo por lo que no tenía intención de pasar.

Excepto que no tenía elección. Gus le pediría que se marchase antes de que sus pérdidas fueran irreversibles. Y Franny no podía culparle por ello. Esta taberna era su medio de vida.

—¿Y bien? —dijo Chase en voz baja.

Ella asintió lentamente.

—Supongo que voy de pícnic.

—Esa es mi chica. —Puso la cesta sobre la mesa y se volvió hacia la ventana, dándole a ella la espalda—. Lávate la cara, cepíllate el pelo para quitarte ese almidón y vístete, ¿de acuerdo? Hace una noche preciosa. Sería una pena que la desperdiciáramos.

Mientras Franny se vestía, escondida y a salvo detrás del biombo, Chase empezó a interrogarla, sutiles preguntas al principio, a las que ella se cuidó mucho de responder, y después otras más evidentes, a las que ella respondió con vaguedades. Al final, él pareció frustrado con sus evasivas y dijo:

—Cuéntame algo de ti.

No había nada que contarle. La vida de Franny en Tierra de Lobos era bastante aburrida, y Francine Graham no existía a menos que estuviese en Grants Pass visitando a su familia. Sin embargo, dudaba de que él tuviese suficiente con esta respuesta, y, aunque lo hubiese estado, no tenía intención de abrirle la caja de Pandora. Nadie sabía de la existencia de Francine Graham, ni siquiera Índigo.

—No soy una persona muy interesante.

—Deja que sea yo el que juzgue eso.

Con dedos temblorosos, se abotonó el cuello alto de su blusa blanca.

—De verdad, no hay mucho más que contar. Trabajo, voy a ver a Índigo, duermo, como. Es todo.

—¿No tienes secretos, Franny?

El tono burlón de su voz hizo que se le pusiera la carne de gallina.

—No tengo secretos. Nada tan interesante como para mantenerlo en secreto.

—¿Cuál es tu apellido?

Se estiró la cinturilla.

—No tengo.

—¿Te encontraron bajo una hoja de repollo entonces?

—No, en un huerto de fresas. —Se sentó en la mecedora para ponerse los botines. Cogiendo el abotonador de la mesa, se echó hacia delante y a punto estuvo de empalarse el tobillo al ver la sombra de él sobre ella. Levantó los ojos, furiosa de que hubiese invadido su santuario—. ¿Y tú? ¿Te encontraron en el corral, quizá? ¿Bajo una boñiga petrificada de vaca?

Al oírla, Chase soltó una risotada. Agachándose ante ella, le quitó el abotonador de sus rígidos dedos y puso su pie entre las rodillas.

—Eres un peligro para ti misma con esta cosa —dijo, y después empezó a empujar entre los botones.

Franny pensó que él era el verdadero peligro. A sus ojos, parecía tener unos hombros inusualmente anchos, y sus músculos se adivinaban bajo la camisa con cada movimiento que hacía. Entre las sombras, su rostro parecía aún más moreno, como una escultura de caoba pulida, su pelo brillante más negro, sus pestañas increíblemente largas y envolventes sobre sus mejillas. Su boca era totalmente masculina, con el labio inferior sensualmente carnoso y el superior estrecho y definido. Su distintiva mandíbula cuadrada hacía que su cara pareciese ruda e invulnerable. El nudo de su nariz, gentileza de una rotura que nunca había sido totalmente curada, reforzaba esta imagen. Y, sin embargo, esta imperfección solo mejoraba su atractivo.

Incapaz de apartar la vista de él, Franny se preguntó qué planes le tendría reservados. Sus pestañas se movieron en un arco sedoso hasta encontrarse con sus cejas castañas, y sus ojos azul oscuro la atravesaron. Después de estudiarla un momento, le pasó una mano bajo la falda y las enaguas, cogiéndole la pantorrilla con unos dedos cálidos, mientras le ponía el pie en el suelo. Incluso a través de la tela de las enaguas, el calor de su caricia hizo que se le encogiera el estómago. Él, sin embargo, no parecía afectado. Levantó su otro pie y lo encerró entre sus rodillas. Con destreza, metió el gancho por el ojal, sujetó uno de los botones y lo empujó hasta meterlo en el agujero. No era la primera vez que vestía a una mujer.

—Veo que coses —apuntó con voz sedosa—. ¿Para quién es el cojín de payaso? ¿Para Cazador o para Amelia Rose?

Franny dirigió la vista hacia la mesa de coser. Este era su lugar privado, el lugar donde podía olvidarse de su vida en Tierra de Lobos y ser ella misma. Tenerle aquí hacía que se sintiera violentada.

Al ver que no respondía a su pregunta, volvió a levantar la mirada hacia ella.

—Me gusta ese vestido que estás haciendo. El rosa te irá bien con tu color pálido, por no hablar de lo bien que te vendrá tener por fin un vestido con volantes y encajes. Los que llevas ahora son más apropiados para una viuda pobre dos veces mayor que tú.

¿Cómo se atrevía a criticar su guardarropa? Franny apretó los dientes.

—¿Y esos zapatos? —carraspeó él con disgusto—. Han tenido tiempos mejores. ¿Qué porcentaje de lo que ganas se llevan Gus y May Belle, por el amor de Dios? Con treinta o cuarenta por noche, creo que podrías permitirte tener un calzado decente.

—Mis ingresos no son de tu incumbencia.

Él accedió a su puntualización con una risa baja, lo que hizo que se pusiera furiosa. Nada de lo que dijese o hiciese parecía alterarle. Él le puso el pie en el suelo y se inclinó hacia delante para trazar sus mejillas con el abotonador. El corazón le dio un brinco al notar el contacto. Como si él percibiese el efecto que producía en ella, le rozó suavemente el labio inferior con el gancho un momento sin quitarle la vista de la boca. Por un momento, fue como si hubiese dejado de respirar. Franny sabía que ella sí lo había hecho.

—Eres tan dulce —susurró—. ¿Cómo es posible?

Era una pregunta que no merecía respuesta. Mucho más cuando él era el único con ganas de hablar, pensó amargamente. Había visto esa mirada en los ojos de un hombre antes, y sabía lo que significaba. Apartando la cara, dijo:

—Señor Lobo, ¿hay algo que pueda decir para hacerle cambiar de idea acerca del pícnic? Preferiría…

—Chase —le corrigió—, y no, nada de lo que digas me hará cambiar de idea. Acéptalo y disfruta de la velada… Ese es mi consejo.

Se puso en pie de repente y devolvió el abotonador a la mesa. Vio que sus ojos azul oscuro escudriñaban las páginas de la Biblia, y a ella le dieron ganas de darse un bofetón por haberla dejado abierta.

—¿La historia de María Magdalena, Franny?

Leía esos pasajes al menos una vez al día. Esto le reconfortaba. Pero nunca lo hubiese admitido. Porque tampoco se había visto obligada a hacerlo. La mirada de reconocimiento que vio en sus ojos le dijo que había adivinado la razón por la que leía esa historia en particular.

—Estoy lista para salir.

Él cogió uno de sus rizos almidonados entre los dedos.

—No del todo. —Acercándose a su lavamanos, Chase mojó un trapo y cogió su cepillo. Después volvió junto a ella y puso el cepillo a un lado antes de frotarle la cara. Al primer contacto con la tela, Franny escupió indignada, algo que pareció divertirle.

—No seas rebelde.

Ella trató de librarse de su mano.

—Me vas a arrancar la piel.

Él suavizó la presión.

—Entonces, deja de ponerte esta mierda en la cara. Te pareces más a un payaso que ese dibujo que estás bordando en el cojín.

Franny se negaba a servirle de diversión. Después de limpiarle la cara, cogió el cepillo y, antes de que ella pudiera detenerle, empezó a pasarle las púas por los tiesos mechones rizados. Lo hizo con un cuidado sorprendente, tratando por todos los medios de no darle tirones.

—No peina demasiado bien —dijo, divertido.

Ningún hombre había cepillado nunca su pelo. Parecía una cosa demasiado personal, algo que un marido haría por su mujer. Franny tenía dificultades para respirar, una condición que se hacía más pronunciada con cada cepillado. Después de quitarle todo el almidón, le pasó el cepillo por toda su cabellera con sensual lentitud. Ella observó fascinada cómo los pelos escapaban con facilidad por entre las cerdas del cepillo. A las sombras de color ámbar, el pelo le caía sobre el regazo como fibras de oro.

—Muy hermoso —susurró—. Como rayos de sol líquido tocados de gotas de plata.

Franny le obligó a soltarle el pelo y le apartó el cepillo de un aspaviento.

—Tengo que recogérmelo y después estaré lista para irme.

Dada la pequeñez del cuarto, escapar fuera sería un alivio. Al menos tendría espacio para respirar. Franny se puso de pie, forzándole a él a sentarse hacia delante. Deseó que se hubiese caído al suelo con su postura arrogante, pero Chase Lobo era más ágil que los demás, hasta con las costillas rotas. No le pasó desapercibida la sonrisa que atravesó su boca.

Así que la encontraba divertida, ¿eh? Pensó que sería mejor evitar hacerse una trenza, para ahorrar tiempo, así que reunió su pelo y le dio varias vueltas. De frente al espejo que había sobre el lavamanos, cogió unas horquillas que había junto al lavabo y las clavó a conciencia en el moño que se había hecho en lo alto de la cabeza. Con muchas de ellas erró en el emplazamiento. ¿Rayos de sol líquido? Hombres. Todos eran iguales. Cogiendo el sombrero de la percha que había en la pared, se lo puso y tiró con fuerza de los lazos para atárselo. Como resultado, le dolió la barbilla.

Él la miró con una sonrisa burlona.

—¿Temes que te salgan pecas?

Franny rugió como respuesta y pasó ante él con un gran aspaviento. Podía reírse lo que quisiera. No le importaba. No estaba dispuesta a explicarle por qué tenía pensado llevar el sombrero durante toda la noche. Que pensase lo que quisiese.