Capítulo 6

Durante un rato, Chase se quedó mirando hacia el sitio por el que Franny había desaparecido. Cuando se despejó lo suficiente como para volver a casa andando, vio que había una luz débil que salía de la ventana de la planta baja de la casa de sus padres. Faro de bienvenida. Su madre, que Dios la bendijese, había dejado la luz encendida para él. Como se había saltado la cena, supuso que habría comida sobre la mesa esperándole. Incluso aunque se la hubiese saltado por estar emborrachándose en el jardín.

Algunas veces desearía que sus padres fueran un poco menos tolerantes. Sería más fácil para él. De esta forma, él se sentía tremendamente culpable por cómo se había comportado esa noche e incluso peor por todas las estupideces que había dicho a su padre. A veces se hubiese merecido unos buenos azotes. Pero esa no era la manera de actuar de Cazador Lobo: nunca lo había sido y nunca lo sería.

El hogar. Cuando Chase cerró la puerta principal tras él, se apoyó sobre ella y miró a su alrededor. A su izquierda estaba el preciado piano Chickering de su madre, comprado en Boston y traído de Crescent City por su padre en un carromato de ruedas anchas. La madera de palo de rosa brillaba a la luz de la lámpara, como testimonio de las horas que Loretta Lobo había pasado protegiendo su cubierta con cera.

Era una casa en la que todo era querido, como lo eran todos los que vivían en ella. Allá donde mirase, veía pruebas de las hacendosas manos de su madre, desde las alfombras tejidas que se extendían en mil colores sobre los suelos de madera aclarada hasta los pañitos de ganchillo que había sobre los muebles de crin. En la pared de encima del sofá colgaba su foto de familia, tomada años atrás por un fotógrafo llamado Britt en Jacksonville.

Lleno de nostalgia, Chase se movió para mirarla de cerca. Índigo y él eran tan pequeños cuando se hizo la foto que apenas se acordaba del día. Poco más que una niña también, su tía Amy posaba de pie junto a él con las manos en sus hombros, su cabeza rubia inclinada como si quisiera entender algo que el fotógrafo estaba diciendo, y con sus grandes ojos risueños. Nunca había dejado de asombrar a Chase lo mucho que se parecía a su madre. No eran en realidad hermanas, solo primas hermanas, pero al mirarlas, cualquiera hubiese podido confundirlas con gemelas.

A la izquierda del retrato había una foto de Amy y su marido, Antílope López, un mexicano de nacimiento que había sido adoptado por los comanches cuando era niño. Era una de las personas a las que Chase más admiraba. Junto a la foto de la tía Amy y el tío Antílope estaban las de sus hijos, dos pequeños bribones de ojos grandes y expresivos con el pelo negro como el azabache. Al otro lado del retrato de familia había una foto de Índigo y Jake con sus hijos.

Solo Chase no se había casado. Estaba seguro de que su madre le tenía reservado un espacio en la pared, en la que esperaba colgar algún día una foto de él con su esposa y sus hijos.

Recorrió la pared para hacer un repaso de los recordatorios que ella había enmarcado en vitrinas durante años. Había un dibujo de Navidad que él había hecho cuando tenía unos ocho años. Había escrito «Te quiero» debajo y «Feliz Nabidad». En otro marco estaba el primer diente que Índigo y él habían perdido, pequeños granos amarillentos por el paso del tiempo. Chase no pudo evitar preguntarse si su madre no estaría perdiendo un tornillo. ¿Quién si no colgaría los dientes de sus hijos en la pared del salón?

Mientras Chase estudiaba las otras reliquias, sintió que su sentido de la pertenencia se hacía más profundo. Tantos recuerdos, y tanto amor. Supuso que eso era lo que significaba la familia: recuerdos, vínculos inquebrantables.

Cerrando los ojos, dejó que la familiaridad de lo que le rodeaba le embriagase. Quizá, como había especulado antes, el alcohol le estaba jugando una mala pasada, pero sentía que estos últimos años solo había vagado dando tumbos y que justo ahora había encontrado una salida. El hogar y los placeres sencillos que este implicaba. De algún modo había olvidado lo buena que podía ser la vida y, ahora que volvía a recordarlo, también la quería para él.

En los últimos días, verse obligado a permanecer allí le había resultado un suplicio. Pero ahora, se sentía contento sin saber muy bien el porqué de haber tenido que volver a casa por un tiempo prolongado. Por mucho que los sermones de Cazador le resultasen irritantes algunas veces, en lo básico tenía razón. A partir de ahora, sería bueno que se dejase guiar por su corazón, costase lo que costase.

Casi lo primero que vio Chase a la mañana siguiente desde la ventana de su habitación fue la zapatilla rosa de Franny colgada del tejado del Lucky Nugget. Con una sonrisa soñolienta, echó agua en la palangana y se dispuso a ejecutar sus abluciones matinales. Una vez vestido, se apresuró a bajar las escaleras del altillo.

Su madre estaba de pie junto a la estufa, con el pelo rubio iluminado por la luz del sol que entraba por la ventana. El bol verde gigante para mezclar que llevaba en un brazo era el mismo con el que llevaba mezclando los ingredientes para tortitas desde hacía veinte años, tenía los bordes descascarillados y su capa de barniz ajada por el uso. Antes de poner la masa en la parrilla caliente, se giró para sonreírle, con unos ojos azules tan claros como el cristal reluciente de la ventana que había detrás de ella. Cogido por sorpresa, Chase se detuvo a medio camino y la miró fijamente. La sensación de que podía adivinar lo que tenía en el corazón era algo que no había experimentado desde hacía mucho tiempo. Por un instante, se quedó rígido. Después se vio invadido por un sentimiento de armonía.

Su madre se tocó un rizo de la sien.

—Me peiné rápido esta mañana para poder empezar pronto a hacer el desayuno, pero no pensé que hubiese quedado tan mal.

Chase sintió una sonrisa involuntaria en los labios.

—Está preciosa, madre.

Era cierto. Para una mujer de su edad, seguía siendo increíblemente encantadora, esbelta como una jovencita, vestida con su conjunto de cuerpo camisero y falda, su pelo levemente canoso y su cara delicada y tersa. Pero sus palabras iban más allá de la apariencia. Mucho más allá. El amor por él que vio brillar en sus ojos le conmovió profundamente. Tenía el presentimiento de que era un amor que había estado ahí desde su regreso a casa, pero por alguna razón él no lo había visto hasta ahora. O quizá fuese más acertado decir que se había aislado de él.

Ese pensamiento hizo que Chase se detuviese y volviese atrás para encontrar sin éxito en qué momento exactamente había empezado a cambiar algo en él la noche anterior, mientras estaba con Franny. Solo sabía que se había levantado esa mañana por primera vez en años sintiéndose alegre y listo para enfrentarse al día. Cuando recordó a Gloria, la pequeña prostituta que le había limpiado no solo los bolsillos sino también el corazón, no se sintió enfadado como otras veces. Ni amargado. Solo inexplicablemente triste, no ya por él mismo, sino por ella. Si hubiese sido un poco más viejo y sabio en aquel entonces, tal vez las cosas hubiesen sido diferentes. Si no se hubiese dado por vencido con ella, si no hubiese aceptado una negativa como respuesta, tal vez ella se hubiese quedado a su lado. Eso era algo que nunca sabría, pensó. Lo importante, lo que debía recordar ahora, era que solo un estúpido cometería el mismo error dos veces.

La puerta trasera se abrió y Chase se dio la vuelta para ver a su padre que entraba en la cocina, con los huevos frescos del gallinero cargados en el hueco de su musculoso brazo. Sus miradas azul oscuro se encontraron. En ese momento de contacto visual, Chase se sintió desnudo, y comprendió que su recién recuperada intuición podía ser un arma de doble filo con este hombre, y seguramente también con Índigo. Cazador dudó un momento, y olvidó la frágil carga de su brazo mientras miraba profundamente a Chase. Con esa única mirada, se intercambiaron una multitud de mensajes.

—Es una mañana excelente —terminó por decir en señal de saludo.

Chase supo que su padre hablaba de algo más que del tiempo. La intuición de su padre no era algo desconocido para él. Cazador siempre había parecido entenderle mejor que lo que él se entendía a sí mismo.

—Sí, una mañana excelente —asintió él con voz ronca.

Cazador siguió su camino hacia el fregadero, donde empezó a lavar los huevos.

—Tenemos miel fresca para las tortitas. Índigo encontró un árbol con panal la semana pasada y se la robó a las abejas.

—Sin que le picara una sola —añadió Loretta—. Te juro que esa chica y sus extravagancias van a llevarme a la tumba un día. Ayer me estaba contando que había leído en el periódico que existe una especie de veneno antídoto para las picaduras de serpiente. Quiere empezar a coger serpientes y ordeñarlas. —Poniendo los ojos en blanco, Loretta envió a su marido una mirada esclarecedora—. ¡Y no creas que pretende ganar dinero con ello! Demonios, no. Lo quiere hacer para salvar a esas serpientes del diablo. ¿Y crees que tu padre ha tratado de disuadirla? Ni una sola vez.

Chase contuvo una carcajada.

—¿Salvar a las serpientes dices? ¿De qué?

—De que las maten, claro. Piensa que si desarrollan una cura para los mordiscos, la gente dejará de temerlas y dejará de matarlas.

—La gente tiende a odiar a las serpientes. Tiene razón en pensar que un antídoto podría cambiar eso.

—También podría terminar muerta.

—A ella nunca le ha picado una serpiente, madre.

—Ah, siempre hay una primera vez. Eso es lo que me preocupa. Con las criaturas salvajes, esa joven cree que es invencible. Además, no es lo mismo tener a una serpiente como mascota que cogerla y ordeñarla. No creo que sea muy agradable para la serpiente, y podría morder en defensa propia.

—No a Índigo. Si no puede ordeñarlas sin hacerles daño, no lo hará. —A juzgar por la expresión de su madre, Chase supuso que sería mejor cambiar de tema. Ya tenía bastante con sus propias excentricidades como para cargar con las de su hermana. Miró a la jarra que había sobre la mesa y se frotó las manos—. Hummm, tortitas con miel. Se me hace la boca agua solo de pensarlo. Ningún hombre puede esperar nada mejor.

Su padre asintió, recordando, como Chase pretendía, la conversación que habían mantenido la noche anterior. Una vez más, sus miradas se encontraron y, en el intercambio, Chase supo no solo que su padre había entendido lo mucho que sentía sus palabras sino que le había perdonado. Era lo único que Chase necesitaba saber para que su mañana fuera perfecta.

Su madre puso un buen cucharón de mezcla en la parrilla. La grasa caliente chisporroteó y la cocina se llenó de un agradable olor.

—Si quieres afeitarte antes de comer, será mejor que te des prisa. Es domingo, y tengo un montón de cosas que hacer antes de las dos.

Chase se frotó la barbilla.

—¿Ah? ¿Es que el padre O’Grady dice misa en el pueblo?

Su madre le miró.

—Si así fuera, hubiese estado ayer detrás de ti para que te confesases. Solo tenemos la reunión del domingo y una comida en el salón municipal. Hay un baile esta noche. ¿Te gustaría ir?

—Humm, quizá. —Chase imaginó a su madre instándole a que bailara con todas las mujeres solteras del pueblo y no le gustó nada la idea. Sabía cuándo retirarse, y pensó que debía hacerlo de la cocina. Lo último que quería era que ella empezase a sermonearle sobre su vida social y las mujeres de las que se acompañaba. A continuación, empezaría a hablar de la iglesia y del tiempo que hacía que no iba a misa regularmente.

—Después de desayunar, ¿te gustaría venir a la mina conmigo? —preguntó su padre de repente—. Tenemos tiempo suficiente antes de que empiece la reunión. ¿Están tus costillas en condiciones para ir?

Desde su llegada, Chase no había ido a la mina, aunque tampoco había querido hacerlo. Ahora deseaba hacerlo. Pero esa zapatilla rosa en el tejado de la taberna le llamaba con mucha más fuerza.

—Mis costillas están bien, pero tengo algo que hacer esta mañana. ¿Puedo tomarte la palabra?

Cazador asintió.

—Cuando quieras, aquí estaré.

A Chase se le hizo un nudo en la garganta.

—Sé que así será.

Ignorando el tono solemne de su conversación, Loretta preguntó:

—¿Qué tienes que hacer esta mañana?

Chase sintió que el sonrojo le subía por la nuca.

—Hay una potrilla del pueblo en la que estoy interesado.

Cazador le miró fijamente. Chase contuvo una sonrisa. Loretta parecía perpleja.

—¿Para qué diablos quieres tú otro caballo? Diría que uno ya da suficientes problemas, trabajando como trabajas en los campamentos madereros, donde no hay establos. ¿Y una potra? No tienes tiempo para domar caballos, no trabajando como lo haces.

—Pero, madre, esta es una potra especial. La más bonita que he visto nunca. Conseguirla puede llevarme mi tiempo, pero creo que merecerá la pena.

—No se puede estar en misa y repicando. Y ¿no eras tú el que quería ahorrar dinero para comprar tierra? Comprar otro caballo va a ser un despilfarro.

Chase se encogió de hombros.

—Mirar no puede hacerme daño.

—No sabía que había una potra en venta en este pueblo —añadió ella sin dar su brazo a torcer. Después se volvió hacia la parrilla con las tortitas.

Dedicándole otra sonrisa a su padre, Chase dijo:

—Oí hablar de ella en la taberna.

—Ah. —Loretta arrugó la nariz—. Señor, espero que su dueño no sea un borracho al que desplumaste anoche jugando a las cartas.

Chase se dirigió hacia el retrete que su padre había construido en una de las esquinas de la habitación. Dejando la puerta abierta, echó agua en el lavamanos para afeitarse. Mientras se rociaba la cara con agua para suavizarse el bigote, reprendió a su madre.

—¿Mamá, por quién me tomas? ¿Crees que jugaría con un borracho al póquer y me quedaría con su caballo?

Su madre le miró preocupada, con una expresión que indicaba más claramente que las palabras que últimamente no hubiese puesto la mano en el fuego por él. Después de observarle un momento, su expresión se suavizó y sonrió.

—No, claro que no. Lo que pasa es que no puedo imaginarte dando dinero por un caballo en estos momentos, y pensé que quizás… ¡Anda, no he dicho nada!

Abriendo la navaja, Chase dijo:

—Supongo que estoy reordenando mis prioridades un poco. Gastar algo de dinero de vez en cuando no va a impedirme que compre la tierra. Solo me llevará más tiempo, es todo.

Cazador llevó la cesta metálica de lavar huevos a los fogones y, como era su costumbre, empezó a cascarlos en la sartén. A diferencia de otros hombres, no dudaba en ayudar a su mujer dentro de casa.

Mientras Chase se rociaba la mandíbula con el compuesto para el afeitado de bergamota, observó a sus padres trabajar, codo con codo para no estorbarse, los dos a gusto con la cercanía. La unidad de sus movimientos le recordó a una pareja de bailarines, en los que cada uno de ellos seguía los pasos del otro. Algo tan simple, y, sin embargo, Chase vio en ello una belleza que envidiaba. La noche anterior su padre le había preguntado si el hombre podía pedir algo más que eso. La respuesta era que no había nada más.

Chase hizo una mueca al agacharse para mirarse en el espejo que su madre había colgado de una punta en la pared. ¡Condenadas costillas! ¿O quizá debía culpar al espejo? El cristal ovalado había sido colgado en ese sitio porque era donde su madre podía verse, y su padre había accedido cuando construyó el baño, otra señal más de la negociación que había entre sus padres. Nunca había oído a su padre quejarse por tener que agacharse cada vez que quería mirarse en el espejo. Aunque Cazador, que era mitad comanche, no tenía que afeitarse muy a menudo. Pero sí se lavaba por las mañanas y por las noches.

Chase sonrió. Cuando eligiese a una mujer, se aseguraría de que fuese más alta que su madre, porque no quería tener que estar agachándose para afeitarse durante los próximos sesenta años. A diferencia de su padre, su barba era la de un hombre blanco y tenía que afeitarse todos los días.

En su mente apareció una imagen fugaz de Franny. Era sin duda demasiado baja. Pensando en la zapatilla que colgaba del tejado, recordó su aspecto al quedarse colgada del alero la noche anterior. Lo que le faltaba de estatura lo compensaba sobradamente con sus curvas.

Sonriendo para sí, Chase decidió que siempre se podían colgar dos espejos en el baño.

Chase golpeó la barra del bar con la zapatilla. Después del esfuerzo que le había supuesto bajarla del condenado tejado, no estaba de humor para tonterías.

—¿Qué demonios quieres decir con lo de que no puedo verla?

Gus, el hombre gordo que regentaba el local, se quitó el eterno trapo blanco del hombro. Inclinado sobre la barra, se puso a limpiar a conciencia una gota de agua que ensuciaba su esmaltada superficie.

—Lo que te acabo de decir. Que no acepta visitas hasta que se hace de noche, sin excepciones.

Chase no tenía intención de aceptar un no por respuesta.

—Mira, Gus —dijo tratando de ser razonable—. Yo no soy cualquier visita. Franny es una amiga de la familia.

Gus arqueó una ceja, incrédulo.

—Esa es una excusa que no había oído antes.

—Es la verdad. Índigo y ella son así —juntó los dedos en el aire—. Solo quiero devolverle la zapatilla, por el amor de Dios.

Gus vertió el contenido de un cenicero en la basura.

—Dámela a mí, yo se la daré.

Chase decidió que tenía que cambiar de táctica.

—¿Puedo subir entonces a ver a May Belle? Se la daré a ella.

Gus hizo una señal con el dedo hacia la escalera.

—Como quieras. La segunda puerta a la derecha. Pero sin rodeos, Chase. Franny es de verdad muy especial con sus reglas, y no quiero tener problemas con ella.

Reglas. Chase nunca había oído algo así. ¿Cómo podía una chica de su condición esperar ganarse la vida aceptando solo a clientes por la noche y terminando el turno a la una de la mañana? Estaba perdiendo dinero. Y no es que a él le importase. Si conseguía lo que se proponía, podría dejar este trabajo por completo.

Subió las oscuras escaleras y se detuvo en el rellano, con la mirada fija en la primera puerta, en la que sabía que estaba Franny porque Gus le había dicho que May Belle estaba en la segunda. Tenía un gran cartel colgado del pomo. Prestó atención a las letras en negrita. «OCUPADO», decía. Después, más abajo, en letras pequeñas, leyó:

«Por favor, dele la vuelta al cartel para que la siguiente persona en la cola pueda entrar».

A Chase le picó la curiosidad y dio un paso para acercarse al cartel y leer lo que había al otro lado.

«No necesita llamar. Limítese a darle la vuelta al cartel de “Ocupado” cuando entre. Son diez dólares los treinta minutos. Las reglas son las siguientes:

  1. Las visitas están prohibidas antes de que oscurezca.

  2. Deje la lámpara apagada.

  3. No hable.

  4. No extras.

  5. No se devuelve el dinero.

  6. Deposite los diez dólares en la cómoda antes de marcharse.»

La nota terminaba con un «gracias» y la firma de Franny. Su escritura era elegante y precisa, exactamente como era ella. Después de darle la vuelta al cartel, Chase cerró el puño, tentado de llamar a la puerta, sabiendo que debía de estar dentro.

—¡Demonios, Chase! —gritó Gus—. Esa no es la segunda puerta, y lo sabes.

Viendo otra manera de llamar la atención de Franny, Chase levantó la voz para que se oyese a través de la barandilla.

—¡No te sulfures, Gus! No voy a molestarla. No entiendo por qué te pones así. Lo único que quiero es devolverle la zapatilla y darle un mensaje de mi hermana.

Como Chase esperaba, un segundo más tarde el pomo de la puerta giró. Al oírlo, se volvió y observó la puerta que se abría un milímetro. Una porción de la cara de Franny apareció por la rendija.

—¿Índigo me envía un mensaje? —preguntó suavemente.

Chase relajó los hombros y se acercó a ella para susurrar.

—Sí, así es. Pero no quería que nadie lo oyese. ¿Puedo entrar un minuto?

Un ojo verde le miró con suspicacia. Chase notó que no era la primera vez que un hombre trataba de violar su santuario diurno.

—Solo un segundo —la tranquilizó él mostrándole la zapatilla—. ¿Me recuerdas? El tipo que te bajó del tejado anoche. Vamos, Franny. Déjame entrar. Me habré ido antes de que pestañees.

—De acuerdo —accedió finalmente—, pero solo un minuto.

Para su sorpresa, la puerta se cerró. Oyó ruido de muebles moviéndose en el interior. Cuando volvió a abrirse la puerta, Franny no estaba visible. Con un cosquilleo en el cuello, Chase atravesó cuidadosamente el quicio de la puerta. Cuando estuvo completamente dentro, la puerta se cerró y él se dio la vuelta para verla de pie detrás de él, la espalda contra la madera y sus blanquecinas manos cogidas en el regazo.

Podía notar su incomodidad en las líneas de su boca y las sombras de sus hermosos ojos verdes. Chase se moría por preguntarle por qué la ponía tan nerviosa. Pero pensó que era mejor dejarlo para después. Tenía la sospecha de que, en algún momento de su vida, alguien la había tratado mal. Tal vez un cliente. Posiblemente más de uno.

—¿Índigo está bien? —preguntó ella.

Sintiéndose algo avergonzado por haberle mentido de esa manera, se apresuró a tranquilizarla.

—Ah, sí, ella está bien; es… —Le ofreció la zapatilla—. Acabo de venir de su casa y me dijo que te saludase cuando te viese.

—¿Qué?

—Dijo que te saludase.

—¿Ese es el mensaje?

Él intentó sonreír.

—Muy malo, lo sé. Pero de verdad quería devolverte la zapatilla en persona. Ese Gus es lo que se dice un verdadero sabueso, ¿verdad? —Ella no sonreía—. Intenté decirle que éramos amigos, pero no hace excepciones.

—¿Amigos? —lo repitió con el mismo tono que había utilizado la noche anterior. Incrédula, perpleja—. ¿Que tú y yo somos amigos?

Chase intentó como pudo parecer inofensivo.

—Bueno, sí. Te considero mi amiga. ¿Tú no? Por no decir que tengo tu zapatilla y tú tienes mi camisa. —Le acercó la zapatilla una vez más—. ¿Quieres que hagamos un intercambio?

—Quería lavar y planchar tu camisa antes de dártela.

—Ah. —Chase estuvo a punto de decirle que no era necesario, pero entonces pensó que era otra excusa para verla—. Eres muy amable.

Pensándolo mejor, le gustaba la idea de que le planchase la camisa. Al imaginar que utilizaría sus pequeños dedos para estirar y doblar su camisa, pensó que cuando se la devolviese, no querría dejar de llevarla puesta. Era una locura, una auténtica locura.

Como ella no había aceptado la zapatilla, optó por guardársela. Sin duda le mostraría la puerta en el instante en que la tuviera. Sonriendo, se dispuso a mirar a su alrededor. Un biombo escondía uno de los extremos de la habitación, y sospechó que esa era la pieza del mobiliario que había oído moverse. ¿Qué había detrás del biombo? Cosas que no quería que él viese, desde luego. Él deseaba echar un vistazo, pero eso hubiese sido tremendamente maleducado.

En vez de eso, fijó la vista en la pequeña mesa redonda que había junto a la ventana. En ella, había un platillo con una tostada a medio comer y una taza de café medio vacía. Supuso que pedía la comida a la cocina de la taberna. Gus había remodelado el Lucky Nugget poco después de comprarlo y, entre otras cosas, había añadido un pequeño restaurante para que sus clientes no tuvieran que ir al hotel que había más abajo a comer.

—Qué bonito —comentó, aunque su verdadera reacción al ver la habitación fuese la contraria. No pudo evitar pensar en lo sola que debía de ser su vida confinada como estaba a estas cuatro paredes, donde comía, dormía y trabajaba. Ahora podía entender mejor por qué Índigo se había enfadado tanto con él el día anterior. Sin una amiga, ¿escaparía alguna vez Franny de esta prisión?

Volviendo la atención a ella, Chase decidió que con el pequeño y limpio vestido de cuerpo camisero que llevaba parecía más una maestra que una mujer de mala vida. Contra toda lógica, ese gris monótono casaba con su piel de marfil y el rosa sonrojado de sus mejillas y labios. El cuello de encajes sobrepuestos y de color crema combinaba con los mechones plateados de su pelo dorado, que ella había recogido en una pulcra trenza en la coronilla esa mañana, sin rastros ya del almidón para lavar.

La vista de Chase se detuvo en los puños ajados de sus mangas. El vestido de dos piezas había vivido tiempos mejores. Vislumbrando las botas de niña que sobresalían por debajo del dobladillo de la falda, comprendió que gastaba poco en su atuendo. Incómoda con la inspección, Franny se frotó las manos en la falda.

—Bien… —dijo, dejando la frase en el aire.

Chase sabía reconocer una invitación a que se marchase, pero no tenía prisa por obedecerla. La victoria pocas veces se servía a los débiles. Él le dedicó lo que pensó que era una sonrisa tranquilizadora y volvió su atención hacia la habitación. A la izquierda del biombo, casi escondido por el borde, vio una bolsa de agua de dos litros colgada de la pared, con una manguera de goma en uno de los extremos que terminaba con un irrigador vaginal. En el lavamanos que había junto a él se hallaban el habitual aguamanil y el barreño, además de una tinaja con esponjas y una jarra con vinagre Knight. Había también un recipiente farmacéutico de glóbulos marrones, seguramente un mejunje casero para evitar el embarazo.

Imaginar a Franny usando estas cosas, o viéndose obligada a utilizarlas, hizo que a Chase se le revolviese el estómago. Sin embargo, resultaba de lo más natural. ¿Qué esperaba si no? ¿Una habitación llena de parafernalia religiosa, quizás? Por mucha dulzura e inocencia que emanara, esta chica vendía su cuerpo para ganarse la vida. Si enfrentarse a la cruda realidad de esto le ponía enfermo, sería mejor que saliese de allí mientras aún estaba a tiempo.

Se volvió hacia ella. Un sonrojo escarlata le coloreaba las mejillas de marfil, lo que le indicó que estaba muy avergonzada de que él estuviese viendo sus cosas. Avergonzada y culpable. A la luz de la mañana, no había lugares de ensueño a los que escapar.

Chase tragó saliva y encontró su mirada. Dios, ¡cómo deseaba sacarla de allí! No pertenecía a un sitio como este y, aunque fuese lo último que hiciese, la ayudaría a encontrar la manera de dejarlo. Era algo que tenía que hacer, no solo por ella, sino por él. Y quizá, de alguna manera, por Gloria. No podía darles la espalda esta vez.

Sin pensar en cómo ella lo interpretaría, Chase se frotó la punta bordada de la zapatilla rosa contra su mejilla. Las pupilas de Franny se dilataron hasta que sus ojos parecieron casi negros. Una consciencia eléctrica les atravesó a los dos. Una consciencia que Chase no quiso reconocer. No todavía.

Se odió por lo que estaba a punto de decir. Pero a partir de ahora, las cosas no iban a ser fáciles, y se vería obligado a hacer y decir cosas que a ella le parecerían crueles.

—He visto por tu cartel de la puerta que cobras diez dólares por media hora de tu tiempo, ¿no? ¿Cuántos clientes tienes normalmente cada noche?

Ella se puso pálida al oír la pregunta. Mirando a la cómoda, arrugó el entrecejo. Chase pudo ver que estaba tan nerviosa como humillada. Supuso que estaba intentando recordar cuánto dinero solía haber en la cómoda cada noche, una prueba más de que Índigo tenía razón: hasta donde le era posible, Franny se mantenía aparte del feo negocio de la prostitución que ejercía.

—Humm, esto… —Se mordió el labio y levantó un hombro—. Tres, a veces cuatro, supongo. ¿Por qué lo preguntas?

—¿Entonces cincuenta cubrirían toda la noche?

—¿Toda la qué?

Casi se rio al ver la expresión horrorizada de su rostro.

—Toda la noche —repitió—. Si un tipo desease tu compañía por ese tiempo, ¿cincuenta cubrirían con creces lo que podías haber perdido en otro negocio?

Por un momento interminable, ella le miró fijamente como si hubiese perdido la razón. Y Chase se preguntó si en efecto no era así. Ninguna mujer sobre la faz de la tierra valía cincuenta dólares la noche. Excepto, quizá, una rubia frágil de ojos verdes y asombrados y una boca tan dulce que al mirarla solo provocaba ser besada.

—No trabajo toda la noche —se esforzó en recordarle—. Solo hasta la una, sin excepciones.

—Entiendo. —Chase le extendió una vez más la zapatilla—. Tendré eso en cuenta y te traeré de vuelta a la una.

—¿De vuelta?

Él puso la zapatilla sobre la mano de ella y le cerró los dedos para que la cogiera.

—Sí, de vuelta. Si pago por la noche, no hay razón para que nos quedemos aquí. Sería más divertido salir y hacer algo.

Suspicaz, Franny preguntó:

—¿Como qué?

Chase sabía que ella trataba de evitar a la gente del pueblo, por lo que no podía esperar que aceptase ir al baile aquella noche. Además, tampoco la gente «decente» del pueblo la hubiese aceptado.

—No sé. ¿De pícnic, quizá?

—¿Por la noche?

—Si la luna no brilla lo suficiente, siempre podemos llevar una lámpara.

Ella sacudió la cabeza.

—No, lo siento. No acepto a clientes para toda la noche.

Chase arqueó una ceja.

—¿De verdad? No vi que tuvieras esa regla escrita en el cartel de fuera.

—Es un descuido que no esté escrito. Tendré que remediarlo.

Chase le tocó la barbilla con el dedo y levantó su cara levemente.

—Espero que no.

No había duda de que la ansiedad de sus ojos era real. Supuso que se sentía a salvo en su habitación, donde Gus podía oírla pedir ayuda. Si dejaba la taberna con alguien, no tendría protector. Aunque tampoco lo necesitaría estando con él. Pero ella no podía saberlo.

—Estaré deseando verte de nuevo, Franny —dijo, mientras la soltaba y daba un rodeo para alcanzar el pomo de la puerta—. ¿Puedo esperar que tú también?

A juzgar por la expresión de su cara, ella deseaba que llegase ese momento con tanto entusiasmo como hubiese esperado coger la gripe.

Chase salió con una sonrisa en la boca.

Franny estaba temblando. En el momento en que la puerta se cerró tras él, se giró para mirarla, con la mente corriendo tan locamente como su corazón. Un cartel nuevo. Tenía que hacer un cartel nuevo y decirle a Gus que lo cambiase inmediatamente. «Un cliente no puede reservar toda la noche.» Tras tomar la decisión, Franny se sintió algo mejor, pero no mucho. No sabía qué se traía entre manos Chase Lobo, pero ese hombre la asustaba con una sola mirada. Irradiaba problemas. Podía sentirlo en lo más profundo.

¿Quería verla de nuevo? La idea le parecía tan absurda que le dieron ganas de reír. ¿De verdad creía que iba a dejar la taberna e ir a pelar la pava con él en medio de la oscuridad? De ninguna manera. Cualquier hombre que quisiera pasar toda la noche con una mujer de la calle tenía una carta escondida bajo la manga. Sería una estúpida si confiase en él, y la experiencia la había curado de la estupidez mucho tiempo atrás.