Capítulo 1
El calor de julio cubría el jardín como una manta. Un enjambre de abejas revoloteaba comiendo de las gotas de suero que caían de la malla de mantequilla colgada en la verja. En el establo adyacente a la casa, la vaca mugía de vez en cuando en consonancia con el agudo y esporádico gruñido de los cerdos. Para no ser menos, las gallinas del corral cloqueaban y se sacudían cada vez que soplaba algo de viento, que no era nunca suficiente, dadas las temperaturas.
Después de desabrocharse la camisa de cambray azul hasta el pecho, Chase Lobo recolocó el hombro contra el pino y cerró los ojos para absorber los olores. Sonrió al rememorar imágenes de su niñez y de otros días de julio cuando corría salvajemente por el arroyo que bordeaba el terreno de sus padres.
Este verano veía poco probable que pudiese correr mucho. La sonrisa de su boca se cerró en una fina línea. Pensó en hacerse un cigarrillo y cambió de opinión por temor a que pudiera darle la tos. Toser, como el resto de actividades que requerían movimientos musculares, era un lujo que no podía permitirse, no con las tres costillas rotas que tenía. Así aprendería a no volver a dejar que creciese musgo bajo sus pies la próxima vez que dos troncos tratasen de emparedarle.
Si no se movía, el dolor no era tan malo. Moverse, ese era el problema. Hasta hace poco, Chase nunca se había dado cuenta de lo activo que era. Tal vez era su sangre comanche, pero, a diferencia de otros, no era muy dado a la ociosidad. Como ahora, por ejemplo. ¿Cuánto tiempo hacía que no se había sentado en el jardín de su madre bajo este viejo árbol, escuchando el zumbido de las abejas? Mucho. Cumpliría veinticinco años en marzo y llevaba trabajando la madera desde los dieciocho. Desde entonces no había tenido mucho tiempo para holgazanerías. Ahora tenía todo el tiempo del mundo en sus manos y no sabía qué hacer con él.
Poniéndose una mano en las costillas, Chase apoyó la cadera sobre la colcha de pinocha y dobló una pierna. Un mechón de pelo color caoba le caía sobre los ojos. Fijó la mirada en lo que tenía delante de él un momento tratando de adquirir una nueva perspectiva de las cosas. Después, se dedicó a contar los arañazos del talón de su bota, hasta llegar a veintidós, y se detuvo a considerar cómo se los habría hecho. Mientras hacía rodar los troncos, pensó, lo que le condujo por un agradable camino de recuerdos que le tuvieron ocupado durante unos minutos más.
Cuando volvió al tiempo presente, se lio un cigarrillo, con costillas o sin ellas, encendió una cerilla e inhaló el humo. Sabía a boñiga seca de vaca. Necesitaba tabaco fresco. Quizás al final de la tarde podría dejarse caer por la tienda de abastos. «Dejarse caer», nunca mejor dicho. Andar le dolía una barbaridad.
Con una mueca de disgusto, apagó el cigarrillo con los dedos y guardó la parte que aún le quedaba sin fumar. Después cerró los ojos y, sin nada mejor que hacer, decidió que bien podía echarse una siesta. Un poco más tarde, se despertó al oír el sonido de unas risas femeninas provenientes del arroyo. Al aguzar el oído, distinguió la risa de su hermana Índigo. Un año menor que él, Índigo tenía ya marido y dos hijos. Sonrió. Solo ella se iba al arroyo a jugar para vencer este calor. Las otras mujeres del pueblo, su madre incluida, se quedaban en casa haciendo labores domésticas, más de una horneando pan si su olfato no le engañaba.
Chase se puso en pie, siguiendo el sonido de las risas en dirección al arroyo. Tal vez no estaba listo para saltar al agua, pero observarlas desde la orilla sería sin duda más entretenido que quedarse sentado allí solo en el jardín de sus padres.
Sujetándose el costado con una mano, se movió lentamente hacia el bosque sombreado. Las ramas de cornejo y arrayán se enredaban sobre su cabeza. Las hojas verde brillante de las mahonias y los arbustos de roble venenoso formaban una densa maleza a los pies de los árboles y las flores blanco cremoso del cornejo y las rosadas de los rododendros salpicaban de colores vivos el conjunto. Las fresas silvestres invadían el camino, y sus ramas verdes contrastaban con el rojo de la arcilla. Al verlas se le hizo la boca agua. De niños, Índigo y él se empachaban de fresas al menos una vez al año. Recorrió con cariño el lugar con los ojos, triste de que aquellos días se hubiesen terminado para siempre. En su cabeza persistían los ecos de voces y risas pasadas. Supuso que no había ningún otro lugar como el hogar de uno.
Una calidez ámbar atravesaba las ramas de roble y pino que había sobre su cabeza, cubriéndole la frente de sudor y haciendo que el cambray de su camisa se le pegara a los hombros. Se apartó un mechón de pelo de los ojos y apretó los ojos al sentir la punzada de dolor en el estómago. Pensando cada lugar en el que ponía las botas, llegó por fin a las rocas que bordeaban Shallows Creek. Se detuvo a la sombra de dos robles entrelazados y disfrutó de la frescura del aire húmedo. Qué estúpido había sido por no venir aquí antes. Las riberas de Shallows Creek siempre habían sido un lugar de respiro durante el calor del verano.
Siguiendo las voces, Chase rodeó un recodo del río. Esperaba ver el pelo leonado de su hermana, por lo que se sorprendió de ver en su lugar a una mujer de pequeña estatura y pelo rubio. Si vivía en Tierra de Lobos, Chase no la había visto nunca. Era hermosa como en un cuadro, con una belleza difícil de olvidar. Inclinó un hombro sobre un roble, feliz de poder disfrutar de la vista sin ser visto.
El perro de Índigo, Sonny, que dormitaba a la sombra cerca del río, levantó la cabeza y olisqueó el aire. Un momento después, localizó a Chase. En sus ojos dorados apareció un brillo de reconocimiento y, después de un rato, volvió a bajar la cabeza y reanudó el sueño. El instante de reconocimiento visual con el animal hizo que Chase se sintiese extrañamente vacío. Había habido un tiempo en el que había tenido el mismo don que su hermana para comunicarse con los animales. Pero ya no. Era el precio que había tenido que pagar por permanecer siete años alejado de su casa. En algún momento había perdido el contacto con esa parte de sí mismo.
Chase apartó ese pensamiento y volvió a interesarse por la mujer del arroyo. En camisa interior y pololos, retozaba en el agua con su sobrino de cuatro años, Cazador. La gasa de su ropa interior se había vuelto transparente con el agua y le caía por la piel como la capa de una cebolla. Los pezones rosados de sus pequeños pechos estaban duros por el frío y empujaban contra la tela como dos crestas impertinentes. Algunos hombres hubiesen dicho que tenía poco pecho, pero él era de los que opinaba que más de un bocado era un desperdicio. Además, tenía una cintura y unos miembros tan pequeños, que esos pechos rosados eran el complemento justo para un cuerpo perfecto.
Contento de encontrarse donde estaba, Chase descendió al suelo con cuidado y se abrazó las rodillas. En un día caluroso como este, sería una crueldad anunciar su presencia y arruinar así su baño. Y él era una persona considerada…
Al parecer, la chica libraba una especie de competición con su sobrino para cazar salamandras, conocidas en esta zona como perros de agua. En los últimos años, las mujeres que Chase conocía se habían preocupado por cazas más carnales, y dominaban bien la práctica de exhibir sus encantos y ejercitarlos al ritmo de la música de las tabernas. Con una sonrisa en la boca, se acomodó un poco más en el lugar que ocupaba. Esta imagen era infinitamente mejor que la del suero goteando en casa de su madre.
Fuera quien fuese, parecía un ángel. Un rayo de sol iluminaba su pelo dorado de manera que parecía tener una aureola divina sobre la cabeza. Su piel era de pétalos blancos, tan impecable como el marfil y muy diferente a su piel india. Tenía unas facciones delicadas y perfectas excepto por su pequeña nariz, que se levantaba en la punta como si se hubiese ahogado en una tormenta. Chase decidió que le gustaba así. Le daba un aire de niña pequeña traviesa.
Bajó la vista a su cintura y siguió hacia abajo. En ese momento caminaba con dificultad por el agua y se abalanzaba para atrapar un perro de agua. Con su entusiasmo de niño pequeño, Cazador se hundió en el agua para alcanzar su presa antes que ella, en medio de un chapoteo de agua. Ella gritó y se tambaleó, riéndose mientras se limpiaba el agua de los ojos.
—¡Mío! —gritó Cazador.
—¡De eso nada! ¡Yo lo vi primero!
Cazador miró hacia abajo triunfante, sujetando con sus pequeñas y morenas manos el escurridizo animal.
—Tengo ya… —Se detuvo y frunció el ceño—. ¿Cuántos tengo?
—Tres —dijo ella con una risa traviesa.
—¡No señor! ¡Estás haciendo trampas!
—Si prestases atención a tu madre cuando te enseña a contar no podría hacerte trampas.
Sosteniendo el perro de agua en el aire, Cazador arremetió contra ella. Con otro chillido, chapoteó por el agua para alejarse de él, con una risa tintineante como el cristal.
—¡Ni se te ocurra, pequeño vándalo! Como pongas esa cosa en mis calzones, ¡te ahogo!
Sin inmutarse, Cazador le cogió el pololo. La rubia se apretó la cinturilla y se alejó un poco para escapar de su alcance. Tenía un trasero perfecto, con firmes y rosadas nalgas que se movían lo suficiente como para despertar la imaginación de cualquier hombre y hacerle preguntarse por la sensación de su tacto. Cuando volvió a mirar hacia él, Chase pudo ver el triángulo dorado que sobresalía entre sus esbeltos muslos. Después le miró los pechos, y su boca salivó como si estuviese chupando un limón.
Era tarde para preguntarse si estar sentado allí era una buena idea. Hacía ya tiempo que no estaba con ninguna mujer. De repente, sus pantalones vaqueros resultaron más pequeños en la entrepierna. Por muy frustrado que se hubiese sentido al contemplar el suero de la leche en casa de su madre, al menos no se había muerto por probarlo. Odiaba el requesón con pasión. Lástima que no pudiese decir lo mismo de esos pequeños pezones que suplicaban ser besados.
Como todos los niños de cuatro años, Cazador se cansó pronto de ese juego y volvió a centrar su atención en un perro de agua que pasaba junto a él. El ángel con la nariz levantada se quedó extrañamente callado. Chase dejó de mirar sus pechos y se encontró sin proponérselo con los ojos más grandes y del verde más sorprendente que hubiese visto nunca. No era un verde azulado o grisáceo, sino el verde de las hojas nuevas de la primavera.
Ella gimió y se tapó los pechos con las manos. A continuación, se arrodilló en el agua para esconder sus partes bajas. Chase la miró fijamente, sin saber qué decir. «Hola», tal vez, pero no parecía apropiado. «¿Cómo está?», pero tampoco se lo parecía.
Al final se decantó por un «Hace calor hoy, ¿verdad?».
Ella se encogió al oír su voz, y su pequeño rostro se volvió de rojo carmín. Chase hubiese jurado que cada una de las gotas de su riego sanguíneo se agolpaba ahora en sus mejillas, pero después de examinarla mejor, ese era un fenómeno que no merecía mayor especulación. En las pocas ocasiones de su vida que se había sonrojado, nadie se había dado cuenta. Esta chica se encendía como la lámpara de un prostíbulo.
Al ver que se quedaba en la misma posición inmóvil por varios segundos, Chase empezó a sentir vergüenza de sí mismo. La sensación comenzó con un tenso sentimiento en el pecho que le subió a la región de la garganta. Supuso que a ella no debía de hacerle muy feliz descubrir que tenía compañía masculina cuando iba vestida solo con su ropa interior, y encima mojada hasta los huesos. No iba a culparla por ello.
—¿Chase Kelly? ¿Eres tú?
Índigo salió de detrás de una mata de arbustos con su hija Amelia Rose adormecida en los brazos. Índigo llevaba solo la camiseta interior y los pololos, pero, al ser su hermano el que estaba allí, no se sonrojó en un principio. Le llevó algún tiempo darse cuenta de qué era lo que había hecho su hermano. Sus ojos plateados echaron chispas.
—¿No te da vergüenza, Chase Kelly Lobo? ¿Qué haces ahí escondido? ¿Estás espiándonos? ¿Acaso no te ha enseñado madre algo de educación?
Si lo había hecho, Chase parecía haberlo olvidado. Empezaba a sentirse como un canalla del peor pelaje. Consciente de esos ojos increíblemente verdes que le miraban, olvidó sus costillas rotas y se encogió de hombros. El movimiento le hizo guiñar los ojos. Pensó en inventar una excusa rápida, pero, incluso después de siete años de práctica, mentir era aún algo que le costaba.
—Estaba aburrido —admitió—. Cuando os oí aquí abajo, no pensé que os importara que me uniese a vosotras.
—Y no nos importa. Si te hubieses unido a nosotras. —Índigo fue orilla arriba de dos zancadas, flexionando ágilmente las piernas debajo de los calzones. Entregó a Chase su adormilada sobrina—. Haz algo útil mientras yo voy a buscar las ropas de Franny.
Correteó orilla abajo y gritó:
—¡Qué vergüenza, qué vergüenza! Perdónale, Franny. Decir que es un cabeza de chorlito es un cumplido.
¿Chase Kelly? Sonaba como si tuviese diez años. ¿Un cabeza de chorlito? Las mujeres eran unas expertas en hacer a un hombre sentirse miserable. Hacía mucho tiempo que nadie se atrevía a meterse con Chase.
Acarició el pelo rizado de Amelia Rose y trató de sentirse cómodo con ella en brazos. Con dieciocho meses, era un bebé regordete y rosado de los pies a la cabeza. Tenía el pelo y las pestañas negras de su padre, y las facciones delicadas de su madre. Su camiseta interior de encaje estaba aún mojada por haber jugado en el río. Chase le pasó la mano por su culito desnudo y sonrió. Ahora sabía de dónde venía la expresión «suave como el culito de un bebé». Tenía la piel como el terciopelo.
—¡Ei, tío Chase! —Cazador llegó a él balanceándose, con su pequeño y huesudo cuerpo reluciente como el bronce mojado a la luz del sol. Tocayo de su abuelo, el chico era más comanche que blanco, con el pelo tan negro y liso como una bala en un día sin viento—. ¿Quieres coger perros de agua?
Chase miró por encima de la cabeza del chico para ver a Franny, el ángel de ojos verdes que trataba de salir del arroyo sin mostrar sus encantos. Dado que había visto todo lo que tenía que ver, bien hubiese podido ahorrarse el trabajo. Sin embargo, se cuidó mucho de decir algo así delante de su hermana.
—Tengo las costillas demasiado doloridas como para coger perros de agua, Cazador. Tal vez la próxima vez.
—¡Venga, por favor! Jugar con chicas no es divertido.
Chase pensó que eso dependía de la forma en que fuesen vestidas esas chicas y de quién participase en el juego. Por supuesto, Cazador era demasiado joven para apreciar las formas femeninas, lo que explicaba por qué su madre y su amiga Franny se movían con toda libertad ante él en ropa interior.
Mantuvo educadamente los ojos lejos de las mujeres mientras observaba a Cazador de vuelta al río. En unos segundos, el chico se recuperó de su desilusión y se hundió en el agua en busca de otro perro de agua. Cuando Chase pudo volver a mirar en dirección a las mujeres, vio que Franny estaba de pie en el borde con una blusa blanca de mangas largas y cuello cerrado, y una falda azul de vuelo, ambas prendas pegadas a su cuerpo mojado. Con las mejillas aún sonrosadas, se recogió infructuosamente el pelo, tratando de sujetarlo con horquillas en la trenza que coronaba su cabeza.
—Franny, me gustaría presentarte a mi hermano, Chase Kelly Lobo —dijo Índigo secamente—. Como recordarás, te dije el otro día que estaba en casa recuperándose de un accidente con la madera.
El tono de Índigo hizo que Chase se sintiera como un enfermo de gripe. Arrastró la vista de la parte trasera de la falda de la mujer rubia y dijo:
—Encantado de conocerla, Fanny, quiero decir, Franny. Siento haber interrumpido su baño.
Su rostro se puso rojo una vez más.
—No tenga cuidado —dijo con una voz tan baja que tuvo dificultades para entenderla. Se sacudió la falda y evitó su mirada—. Bueno, Índigo, creo que será mejor que me vaya.
Con esto, hizo un gesto de saludo en dirección a Chase, sin mirarle. A continuación, se puso un sombrero de ala ancha y ocultó con él su cara. Después de atarse el lazo a la barbilla, cogió sus zapatos y sus medias enrolladas y empezó a subir por el camino. Como Chase estaba sentado en medio de él con la niña cogida en brazos, ella se detuvo después de dar varios pasos y levantó sus ojos verdes hacia él. Chase sabía muy bien que no se atrevería a pasar por el bosque para rodearle, a menos que quisiese toparse con el roble venenoso. En estas colinas, esa mala hierba crecía tan espesa como el pelaje en el lomo de un perro, y la mayoría de la gente era alérgica a su tacto. Sobre todo los que tenían la piel más blanca.
Incluso ensombrecida por el ala del sombrero, esos ojos suyos le hicieron perder el aliento. Chase le sonrió perezosamente y se alegró de estar en medio. De repente, la idea de quedarse la mayor parte del verano en Tierra de Lobos sin otra cosa que hacer que holgazanear no le pareció una cruz tan difícil de soportar.
—No hay prisa, Franny.
La punta de su nariz volteada se puso roja.
—De verdad que tengo que irme. Creo que puedo rodearle. Por favor, no tiene por qué molestarse.
Chase no tenía intención de mover ni un solo músculo. Mientras le rodeaba, le miró los pies desnudos y se regodeó con la atractiva visión del tobillo que ofrecía su falda levantada. Tenía unos dedos pequeños y esbeltos, y unas uñas delicadas que le recordaron a unos pétalos translúcidos. Una amplia red de huesos frágiles y bien delineados formaban la parte superior de cada pie. Él elevó la vista hasta su cara.
Sus ojos se encontraron y, por un instante, Chase sintió como si le hubiesen emparedado entre dos troncos de nuevo. En lo que a belleza se refiere, esta joven daba una nueva definición al término. No era tanto que su cara fuera perfecta. Lo que más sorprendía a Chase era la dulzura e inocencia que emanaba, algo que impulsaba a un hombre a enfrentarse a pumas y ganarlos. Se olvidó por completo de sus costillas.
Para no asustarla, graduó su voz y dijo:
—Espero que vuelva, Franny. Quizá la próxima vez se quede un rato en casa y pruebe la limonada que hace mi madre. Es la mejor de Tierra de Lobos.
Por un momento, ella se quedó inmóvil allí, mirándole fijamente. No podía creer lo que estaba oyendo. Después, volvió a sonrojarse. Sin decir nada, se puso a andar y desapareció entre los árboles, sin volver a mirar atrás.
—Eso no ha sido muy amable —dijo Índigo con voz temblorosa—. ¿Cómo te atreves, Chase? Nunca pensé que pudieras ser tan malo.
La sonrisa perpleja de Chase desapareció y se volvió para mirar a su hermana, que estaba de pie junto al agua, las manos en las caderas y la cabeza ladeada con enfado. A Chase no le importaba que le acusasen de ser malo cuando se lo merecía, algo que admitía ser la mayoría de las veces, pero sentía que en este caso era injustificado.
—¿He sido malo por invitarla a limonada?
—Sabes muy bien que nunca pondría a nuestra madre en un compromiso. Aunque sé que madre la recibiría con los brazos abiertos, igual que padre. Pero Franny es demasiado buena como para ponerles en semejante aprieto. Ya sabes como son los puritanos de este pueblo. Las malas lenguas estarían hablando durante semanas si una mujer con la profesión de Franny llamase a la puerta de nadie.
Chase digirió esto.
—¿Me he perdido algo? —Miró a su alrededor para asegurarse de que Cazador seguía preocupado en coger perros de agua—. A juzgar por cómo hablas, es como si estuvieras refiriéndote a la prostituta del pueblo.
Índigo abrió mucho los ojos.
—Deberías referirte a ella de una forma más suave, y no me parece nada divertido que actúes como si no lo supieras. Te juro que trabajar con esos rudos leñadores hace imposible convivir con la gente respetable.
La cara dulce de Franny pasó por la mente de Chase. Con esos ojos gigantes e inocentes que tenía, era imposible que… No, era imposible. Chase no presumía de ser un gran conocedor de la mentalidad femenina, pero, después de vivir en un campo maderero tantos años, estaba seguro de que reconocería a la legua a una mujer de vida alegre.
—Índigo, ¿intentas decirme que Franny es una prostituta?
Ella hizo un sonido frustrado.
—Que no la llames así, te digo. Es mi mejor amiga y no voy a permitir que la insultes. Si tienes que llamarla de alguna manera, llámala desgraciada.
A Chase le importaba un pimiento cómo la llamase Índigo. Una prostituta era una prostituta. La imagen de una flamante rubia con rizos y excesivo maquillaje en la taberna pasó por su cabeza. Por respeto a sus padres, Chase nunca había frecuentado las habitaciones superiores del Lucky Nugget en sus breves visitas, por lo que no había prestado atención a las almas descarriadas que trabajaban allí. Pero ahora que pensaba en ello, recordó a una mujer que respondía al nombre de Franny. Entrecerró los ojos.
—Esa chica es la prosti… —Se detuvo y tragó saliva—. ¿Esa es la desgraciada que trabaja en el Lucky Nugget?
—Algo así.
—¿Cómo que algo así? —Chase miró fijamente a su hermana. Debía de estar gastándole una broma. Era muy propio de Índigo tratar de tomarle el pelo—. ¿Qué quieres decir con «algo así»?
Ella arrugó la nariz, visiblemente impaciente por lo que consideraba una falta de intuición masculina.
—Ella no está exactamente presente cuando tiene un cliente —se encogió de hombros—. Es difícil de explicar. Pero te pido que no seas cruel con ella. ¿Me lo prometes, Chase?
¿Algo así como una prostituta que no estaba allí cuando los clientes la visitaban? Chase veía que eso parecía ser de lo más normal para Índigo, pero por Dios que no entendía nada de lo que le estaba diciendo.
—No es culpa suya que esté metida en ese tugurio —siguió Índigo—. Salvo las almas buenas, el resto de las mujeres de este pueblo piensan que sí lo es. Los hombres no nos habéis dado muchas opciones en lo que se refiere a ganarnos el pan. Franny es de verdad un alma desgraciada.
Chase entendió que Índigo hablaba en serio. Clavó la vista en el lugar por el que Franny, el ángel, había desaparecido. Después volvió a mirar a su hermana, incapaz de creer lo que estaba oyendo.
Franny, ese ángel ruborizado de ojos verdes, ¿una prostituta?