—Dios le conserve sus ilusiones, madame. En cuanto a mi opinión, es que dentro de tres años tendremos guerra.
Henriette me comunicó, alarmada, la sombría profecía de su vecino de mesa. No me sorprendió demasiado. Sin embargo, al igual que Henriette, no creía en una guerra inminente, pues me hallaba firmemente convencido de que Hitler quería la paz. De todos modos, comprendía que las Olimpíadas de Berlín despertaran en los visitantes extranjeros una cierta ansiedad.
Mucho tiempo antes de que se celebraran los Juegos había intentado por mi parte y en unión del jefe de los deportes del Reich, Hans von Tschammer und Osten, convencer a Hitler para que aquellas celebraciones deportivas que durarían dos semanas, tuvieran un aspecto lo más civil posible. Tchammer-Osten había llegado incluso a proponerle que apareciera con traje de verano. Pero Hitler se decidió por el uniforme y la tribuna de honor del Estadio Olímpico adquirió el aspecto de un arengario militar. En torno al estadio y en sus accesos aparecían formaciones de las S.A. y las S.S.
No sólo los uniformes, sino la perfecta organización impresionó a los visitantes extranjeros. El programa se cumplió con la precisión de un mecanismo de relojería y no hubo un solo fallo. La masa de los visitantes extranjeros no salían de su asombro. No faltaron así observadores advertidos, como el conde belga Baillet-Latour, capaces de la siguiente deducción: una potencia que organiza con tanta perfección el mayor festival deportivo del mundo, no se revelaría menos perfecta en una movilización.
Estrella principal de los Juegos Olímpicos de 1936 fue el "sprinter" Jesse Owens, un americano de color. Cuando Hitler estaba presente en el estadio, acostumbraba a felicitar en su tribuna al vencedor de las pruebas. Al vencer Jesse Owens en la carrera de los cien metros, exclamó:
—Los americanos deberían avergonzarse de que los negros tengan que ganar sus medallas. No daré la mano a ese negro.
Fue inútil que Tschammer-Osten le rogara que recibiera, en interés del deporte, al héroe de los Juegos. Unas horas más tarde traté, en la Cancillería del Reich, de conseguir idéntico objetivo con argumentos políticos.
—América considerará inamistoso el trato dado a Jesse Owens — dije —. Es ciudadano americano y no somos nadie para juzgar a quien promocionan los americanos. Además, es un hombre muy cortés y educado, un estudiante en un "college".
Por segunda vez en los once años que conocía a Hitler, me habló a gritos.
—¿Cree usted que voy a fotografiarme estrechando la mano de un negro? — dijo.
Ni que decir tiene que encontré totalmente incorrecta aquella actitud; ante un problema racial, no admitía siquiera el espíritu de unión y fraternidad que informaba la Olimpíada.
Entre los invitados de honor presentes en la tribuna de Hitler en el estadio olímpico se sentaban, día tras día, dos jóvenes inglesas: las hermanas Diana y Unity Mitford. Hijas del miembro de la Cámara Alta, lord Redesdale, eran ambas fervorosas admiradoras de Hitler.
Unity Valkyrie Mitford, la más joven de ambas hermanas, había ya dicho a sus padres en 1932: "Me marcho a Alemania para conocer a Hitler." Poco antes de la conquista del poder, se dirigió a Munich para estudiar allá germanística. Escribió a Hitler y no recibió respuesta. Le llamó por teléfono a su número particular, pero él no se puso nunca al aparato. Finalmente trabó conocimiento con el peluquero de Hitler, en Munich-Bogenhausen, se hizo ondular allá sus rubios cabellos y se enteró de que Hitler almorzaba con frecuencia en un local del barrio de Schwabing, la "Ostería Bavaria". A partir de aquel instante, Unity estuvo presente allá cada mediodía y cada noche. Se sentaba en la mesa inmediata a la de Hitler, hasta que éste preguntó finalmente un día:
—¿Quién es esa imagen de Germania?
No tardó en invitar a la muchacha a que se sentara en su mesa. Se maravilló de que hubiera aprendido alemán en un período de tiempo tan corto y no dejó de sentirse orgulloso de que una damita perteneciente a las más altas clases inglesas hubiera hecho, por su causa, el viaje a Alemania. También desarrolló en presencia de la rubia Unity uno de los temas preferidos: Alemania e Inglaterra eran pueblos hermanos llamados a ser conjuntamente los dueños del mundo.
La rubia Unity viajó por toda Europa en un automóvil adornado con banderas de la cruz gamada y la Unión Jack entrelazadas, hizo propaganda en favor de Hitler y regresó a Munich para seguir estando cerca de su ídolo. Hasta poco antes de la Olimpíada, sólo conocía a Unity por los relatos de mi suegro. Cada vez que Unity volvía a aparecer por Munich, éste se veía obligado a escuchar irónicos comentarios sobre el ideal británico de belleza que tenía el Führer por parte de su empleada Eva Braun, una de las más apasionadas admiradoras de Hitler.
En julio de 1936, cuando iba a inaugurar las sesiones de un congreso de las HJ. en Weimar, recibí una urgente llamada de Hitler: me reclamaba con urgencia a Munich. Era tanta su prisa, que me mandó su avión personal con su piloto Baur. En el aeropuerto, me esperaba ya el ayudante Brückner, quien me llevó inmediatamente a la vivienda de la Prinzregentenplatz, número 16. En el domicilio de Hitler me presentaron a dos encantadoras muchachas, que no eran otras que Unity y Diana Mitford. Hitler me había hecho acudir para que hiciera las veces de intérprete y tradujera la conversación con las dos entusiastas damitas, que se efectuaría en gran parte en idioma inglés. Diana estaba separada desde 1934 de su primer marido, el escritor Bryan Walter Guiness. Al igual que su hermana por Hitler, ella se había entusiasmado por el jefe de los fascistas ingleses, Sir Oswald Mosley. La tercera hermana Mitford había ido, por contra, a España en unión de un comunista inglés para luchar allá contra el general Franco. El apurado padre, Lord Redesdale, se esforzaba en unión de sus dos hijas fascistas, en salvar a la "oveja roja" de la familia. Y por afecto hacia Unity y Diana, el propio Hitler influyó luego sobre el nacionalista general Franco para conseguir el retorno de la más joven de las hermanas Mitford.
Tras nuestro primer encuentro en el domicilio de Hitler, volví a ver muchas veces a Unity y Diana. Consideraba a ésta como la más interesante de las dos. Poco después se casó con Sir Oswald Mosley. La ceremonia se celebró en casa del editor de Munich, Bruckmann y en la más estricta intimidad. Hitler fue testigo de la ceremonia.
A través de Diana conocí asimismo a Mosley. Apareció una mañana en el hotel "Kaiserhof".
Unos días después, Hitler me preguntó qué impresión me había causado y la opinión que tenía sobre las posibilidades de su partido en Inglaterra. Mi respuesta fue la siguiente:
—Mosley es una excelente persona, pero considero completamente imposible que los ingleses puedan inclinarse un día hacia el fascismo. En Inglaterra, cada cual tiene la oportunidad de propagar las ideas que desea. Y cada inglés puede fundar su propio movimiento político. Puede subirse en una silla en Hyde Park y tratar de conseguir adeptos para su credo. Se permite todo, pero se toma en serio muy poco. Y los fascistas de Mosley, a pesar de alcanzar efectivos de diez mil personas, son para los ingleses más una fuente de regocijo que un factor político a tener seriamente en cuenta. Para nosotros, los alemanes, tiene que ser el partido político más fuerte, el que representa el premier, aquel que cuente a la hora de nuestros cálculos, y no cualquier secta política que simpatice con nosotros. Nuestro interlocutor no tiene que ser sir Oswald Mosley, sino el gabinete británico.
Hitler me escuchó con una displicente sonrisa asomada a los labios. La veneración de las hermanas Mitford había contribuido a fortalecer en él la idea de que había dos Inglaterras: una dominada "por judíos y anquilosados parlamentarios" y otra "convencida de su parentesco de sangre con los alemanes, que un día se sacudiría la dominación judía y formaría con Alemania la gran comunidad de pueblos germánicos".
—A pocas mujeres les ha sido permitido entregarse a una tarea tan grande — dijo un día Unity Mitford ante Heinrich Hoffmann —. Por semejante ideal estaría dispuesta a dar incluso mi vida.
La ilusión de la "segunda Inglaterra" feneció al declarar Gran Bretaña la guerra a Alemania tras el ataque de Hitler a Polonia. Aquel día, Unity compareció, derrumbada, ante el gauleiter de Munich, Adolf Wagner. Le comunicó que era desde aquel momento una extranjera enemiga y que, por tanto, estaba encargado de velar por su seguridad. Luego añadió que a pesar de todo, podía seguir viviendo en Alemania sin ser molestada o bien regresar a Inglaterra, si así lo deseaba. Sin decir una sola palabra, Unity depositó un sobre cerrado sobre la mesa del gauleiter y se marchó.
Requerido por otras tareas, Wagner olvidó el sobre. No lo abrió hasta el anochecer. Contenía una fotografía dedicada a Hitler, un distintivo del Partido y una carta de despedida dirigida a Hitler. Unas horas más tarde encontraron a Unity, gravemente herida, en el Jardín Inglés. Se había querido quitar la vida con un disparo en la sien. Durante meses permaneció internada en una clínica de Munich, paralizada, hasta que por orden expresa de Hitler fue trasladada en un vagón especial de ferrocarril a Suiza, desde donde siguió viaje a Inglaterra. Poco después de la guerra aparecieron en varias publicaciones inglesas fotografías de Unity Mitford asistiendo a representaciones teatrales y otros actos sociales en Londres. Parecía completamente restablecida de la parálisis sufrida como consecuencia del disparo en la cabeza. En 1948, los periódicos dieron la noticia de su muerte.