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ORIGINALES QUE IMPORTAN

En este capítulo examinaremos los métodos que los estudiosos han concebido para identificar la forma «original» del texto neotestamentario (o, al menos, la forma «más antigua asequible») y la forma que representa una alteración introducida por un escriba posterior. Tras exponer estos métodos, me centraré en tres variantes que nos ofrece la tradición manuscrita del Nuevo Testamento para ilustrar cómo se utilizan. He elegido esas tres variantes porque cada una de ellas es clave para la interpretación del libro que las contiene y, sin embargo, ninguna de ellas aparece recogida en la mayoría de las traducciones modernas del Nuevo Testamento. Es decir, desde mi punto de vista, gran parte de las traducciones disponibles para los lectores contemporáneos se basan en el texto equivocado, y tener el texto equivocado incide de manera real en cómo se interpretan esos libros.

Sin embargo, antes que todo, debemos considerar los métodos que los especialistas han desarrollado para tomar decisiones sobre qué variantes textuales representan la redacción original y cuáles, en cambio, se deben a la intervención de los copistas. Como veremos, establecer la forma más antigua del texto no siempre es un asunto sencillo; de hecho, puede ser un ejercicio especialmente exigente.

LOS MÉTODOS MODERNOS DE LA CRÍTICA TEXTUAL

La mayoría de los críticos textuales de nuestros días se autodenominan eclécticos racionales en lo que respecta al modo en que toman las decisiones en relación a la forma más antigua del texto del Nuevo Testamento. Esto significa que, a partir de diversas lecturas textuales, ellos «eligen» (tal es el significado original de la palabra ecléctico) la que mejor representa la forma más antigua del texto, utilizando un abanico de argumentos textuales (racionales). Estos argumentos se basan en pruebas que, por lo general, se clasifican como externas o internas según su naturaleza[1].

Pruebas externas

Los argumentos que se basan en las pruebas externas se relacionan con los manuscritos conservados que apoyan una u otra lectura. ¿Qué manuscritos atestiguan esta lectura? ¿Son tales manuscritos fiables? ¿Qué los hace o no fiables?

Al pensar en los manuscritos que respaldan una variante textual en lugar de otra, uno podría sentir la tentación de contar cabezas, por decirlo de algún modo, y determinar así qué variante cuenta con más testimonios conservados. Sin embargo, la mayor parte de los estudiosos contemporáneos no cree en absoluto que hallar el mejor texto disponible consista en saber cuál es el que cuenta con el respaldo de la mayoría de los manuscritos. La razón para ello puede explicarse con facilidad mediante un ejemplo.

Supongamos que después de producir el manuscrito original de un texto se realizan dos copias de él, a las que llamaremos A y B. Estas dos copias, por supuesto, diferirán entre sí de algún modo, ya sea en mayor o menor medida. Supongamos ahora que de A un escriba realiza una copia, mientras que de B realizan copias cincuenta escribas. Luego, el manuscrito original y las copias A y B se pierden, de manera que todo lo que la tradición conserva son las cincuenta y una copias de segunda generación, una hecha a partir de A y cincuenta a partir de B. Si la lectura de un pasaje presente en cincuenta manuscritos (los que tuvieron como modelo la copia B) difiere de la lectura que recoge uno solo (la copia de A), ¿qué posibilidades hay de que la primera lectura sea necesariamente más fiel a la versión original? Ninguna, ninguna en absoluto, incluso a pesar de que, por simple conteo, ésta esté atestiguada en cincuenta veces más manuscritos. De hecho, en última instancia, la diferencia entre los manuscritos que apoyan una u otra lectura no es de cincuenta a uno, sino de uno a uno: A contra B. Por tanto, la simple cuestión numérica de cuántos manuscritos respaldan una versión sobre otra no necesariamente está vinculada con la cuestión de cuál representa mejor la forma original (o más antigua) del texto[2].

Los especialistas están convencidos, en general, de que otro tipo de consideraciones son muchísimo más importantes en el momento de determinar qué lectura ha de ser vista como la forma más antigua del texto. Una de esas otras consideraciones es la edad del manuscrito que respalda una lectura dada. Partiendo de la premisa de que un texto cambia con mayor frecuencia con el paso del tiempo, tenemos que es más probable que la forma más antigua del texto sea la que recogen los manuscritos más antiguos. Esto no significa, por supuesto, que el estudioso deba, en todos los casos, atenerse ciegamente a los manuscritos más antiguos. Y hay dos razones para ello, la primera es una cuestión de lógica, la segunda de historia. En términos de lógica, supóngase que un manuscrito del siglo V propone una lectura, mientras que uno del siglo VIII recoge otra. ¿Es la versión recogida por el primero necesariamente la forma más antigua del texto? No, no necesariamente. Podría ocurrir, por ejemplo, que el manuscrito del siglo V hubiera tenido como modelo una copia del siglo IV, mientras que el manuscrito del siglo VIII hubiera sido realizado a partir de una del siglo III En tal caso, el manuscrito del siglo VIII sería el que preserva la lectura más antigua.

La razón histórica por la que no podemos limitarnos a confiar en lo que el manuscrito más antiguo dice, sin tener en cuenta otros factores, es que, como hemos visto, el primer período de la transmisión textual del Nuevo Testamento fue también el menos controlado. Fue en esa época cuando la transmisión del texto estuvo a cargo, en su mayoría, de copistas no profesionales, que cometían montones de errores.

Y así, tenemos que la edad de los testimonios, aunque importa, no puede considerársela un criterio absoluto. Éste es el motivo por el cual los críticos textuales son, en su mayoría, eclécticos racionales. Creen que deben tener en cuenta un abanico de argumentos para elegir una lectura u otra, no simplemente contar los manuscritos que las sustentan o confiarse a la forma recogida en los más antiguos. Con todo, si la mayoría de los manuscritos más antiguos coinciden en respaldar una lectura sobre otra, se considera que la combinación de factores inclina la balanza cuando hay que tomar una decisión textual.

Otro criterio externo es el alcance geográfico de los manuscritos que privilegian una lectura sobre otra. Supongamos que determinada variante se halla presente en una buena cantidad de manuscritos, pero es posible demostrar que todos ellos fueron realizados, por decir algo, en Roma, mientras que existe otra lectura recogida en un amplio número de manuscritos procedentes de Egipto, Palestina, Así Menor y Galia. En ese caso, el crítico textual puede sospechar que la primera versión es una variante «local» (las copias de Roma contendrían todas el mismo error) y que es más probable que la otra sea más antigua y preserve mejor el texto original.

Para los estudiosos el criterio externo más importante quizá sea el siguiente: para que una lectura se considere «original», normalmente ésta ha de encontrase en los mejores manuscritos y en los mejores grupos de manuscritos. Ésta es una formulación un tanto complicada, pero no resulta tan difícil explicar cómo funciona: es posible demostrar que algunos manuscritos son, por diversas razones, superiores a otros. Por ejemplo, siempre que las pruebas internas (a las que nos referiremos a continuación) resultan prácticamente decisivas para privilegiar una lectura, estos manuscritos casi siempre contienen esa lectura, mientras que otros (por lo general, de composición posterior) recogen la versión alternativa. El principio implícito en este criterio sostiene que si algunos manuscritos han demostrado ser superiores en lecturas en las que la forma más antigua resulta obvia, es muy probable que también sean superiores cuando se trata de lecturas que las pruebas internas no sustenta con total claridad. En cierto sentido, es como contar con testigos en un tribunal de justicia o tener amigos en cuya palabra se puede confiar. Cuando sabes que una persona es propensa a mentir, nunca puedes estar seguro de si es posible o no confiar en ella; pero si sabes que esa persona es digna de fiar, entonces puedes confiar en ella incluso cuando te dice algo que no tienes otro modo de comprobar.

Lo mismo ocurre en el caso de los grupos de testimonios. En el capítulo anterior vimos que Westcott y Hort desarrollaron la idea de Bengel de que los manuscritos podían agruparse en familias textuales. Algunos de estos grupos de textos, se descubrió luego, eran más fiables que otros, ya que preservaban lo mejor y más antiguo de los testimonios conservados y, cuando se los sometió a pruebas, proporcionaron lecturas superiores. En particular, muchos eclécticos racionales piensan que el denominado texto Alejandrino (en el que se incluye el texto «Neutral» de Hort), vinculado originalmente con las cuidadosas técnicas de copiado de los escribas cristianos de Alejandría, en Egipto, es la forma superior del texto neotestamentario que tenemos a nuestra disposición, y que, en la mayoría de los casos, dondequiera que existan variantes, nos proporciona su forma más antigua u «original».

Por otro lado, es menos probable que los textos «Bizantino» y «Occidental» preserven las mejores lecturas en aquellos casos en los que éstas no están atestiguadas también en los manuscritos alejandrinos.

Pruebas internas

Los críticos textuales que se consideran a sí mismos eclécticos racionales eligen entre las distintas variantes a partir de diversas pruebas. Además de las pruebas externas que nos ofrecen los manuscritos, existen dos tipos de pruebas internas que se usan comúnmente. El primer tipo consiste en lo que se conoce como probabilidades intrínsecas, esto es, probabilidades basadas en lo que se considera más verosímil que el autor del texto efectivamente haya escrito. Los críticos textuales, por supuesto, estamos preparados para estudiar el estilo, el vocabulario y la teología de un autor. Cuando los manuscritos conservados presentan dos o más lecturas alternativas, y una de ellas emplea palabras o características estilísticas ajenas al resto de la obra de ese autor, o si ofrece un punto de vista que no concuerda con el que el autor adopta en otras ocasiones, se considera que es improbable que tal lectura sea lo que el autor escribió originalmente; más aún si se conservan testimonios de otra lectura que coincide a la perfección con lo que el autor escribió en otras partes.

El segundo tipo de pruebas internas es lo que se denomina probabilidad de transcripción. La pregunta no es aquí qué variante tiene más probabilidades de ser obra del autor del texto, sino qué variante tiene más probabilidades de ser creación de un escriba. En última instancia, este tipo de evidencia se remonta a la idea de Bengel de que la lectura «más difícil» tiene más posibilidades de ser la original. Esta idea se fundamenta en el hecho de que se considera más probable que los escribas intentaran corregir lo que consideraban errores, armonizar pasajes que les parecían contradictorios y adecuar la teología del texto a sus propias concepciones. Por tanto, es más probable que un escriba hubiera intentado cambiar aquellas redacciones que, en la superficie, parecían contener un «error», carecer de armonía u ofrecer una teología peculiar, que introducir modificaciones en lecturas «fáciles». Este criterio en ocasiones se formula así: La lectura que mejor explica la existencia de las otras tiene más probabilidades de ser la original[3].

Me he detenido a esbozar las distintas formas de pruebas externas e internas que han de considerar los críticos textuales, no porque espere que cualquier lector de estas páginas llegue a dominar estos principios y pueda aplicarlos al estudio de la tradición manuscrita del Nuevo Testamento, sino porque me parece importante mostrar que, cuando intentamos establecer cómo era el texto original, resulta necesario tener en cuenta una amplia gama de aspectos y tomar muchas decisiones apelando a nuestra propia capacidad de juicio. Hay ocasiones en las que las distintas pruebas chocan entre sí; por ejemplo, cuando la lectura más difícil (probabilidad de transcripción) no parece estar bien atestiguada en los manuscritos más antiguos (pruebas externas), o cuando la lectura más difícil no coincide con el estilo del autor (probabilidades intrínsecas).

En resumen, determinar cuál era el texto original no es una tarea simple o sencilla. Requiere mucha reflexión y saber tamizar con cuidado las pruebas. Una consecuencia de ello es que estudiosos diferentes invariablemente llegan a conclusiones diferentes, no sólo en cuestiones de menor importancia, sin implicación alguna para el significado de un pasaje (como la ortografía de una palabra o un cambio en el orden de las palabras en griego imposible de reproducir en una traducción), sino también en cuestiones muy significativas, capaces de incidir en la interpretación global de un libro del Nuevo Testamento.

Para ilustrar la importancia de algunas decisiones textuales, me concentraré a continuación en tres variantes del texto de este último tipo, en las que la determinación del escrito original tiene una importante influencia en el modo en que se entiende el mensaje de algunos de los autores del Nuevo Testamento[4]. Como veremos, en cada uno de estos casos mi opinión es que la mayoría de los traductores han elegido la lectura equivocada y, por tanto, no ofrecen una traducción del texto original sino del texto que los escribas crearon al alterar el texto original. El primero de estos pasajes lo encontramos en Marcos y se relaciona con el hecho de que Jesús se enfada cuando un pobre leproso le ruega que lo cure.

MARCOS Y EL JESÚS AIRADO

El problema textual de Marcos 1:41 se enmarca en la historia de la curación de un hombre con una enfermedad cutánea por parte de Jesús[5]. Los manuscritos con que contamos preservan dos versiones diferentes del versículo 41; ambas lecturas se recogen a continuación entre corchetes.

39 Y recorrió toda Galilea, predicando en sus sinagogas y expulsando los demonios. 40 Se le acerca un leproso suplicándole y, puesto de rodillas, le dice: «Si quieres, puedes limpiarme». 41 Y [compadecido (en griego: SPLANGNISTHEIS)/ furioso (griego: ORGISTHEIS)], extendió su mano, le tocó y le dijo: «Quiero; queda limpio». 42 Y al instante, le desapareció la lepra y quedó limpio. 43 Le reprendió severamente y le echó de inmediato: 44 «Mira, no digas nada a nadie, sino vete, muéstrate al sacerdote y haz por tu purificación la ofrenda que prescribió Moisés para que les sirva de testimonio». 45 Pero él, así que se fue, se puso a pregonar con entusiasmo y a divulgar la noticia, de modo que ya no podía [Jesús] presentarse en público en ninguna ciudad.

La mayoría de los traductores vierten el comienzo del versículo 41 de tal modo que enfatice el amor de Jesús por este pobre marginado, lo presenta «compadecido» (o bien «apiadado», otra posible traducción de la palabra en cuestión). Al hacerlo, estas traducciones siguen el texto griego que recogen la mayoría de los manuscritos conservados. Y ciertamente es fácil apreciar por qué la situación suscita compasión. No sabemos la naturaleza exacta de la enfermedad de este hombre; muchos comentaristas prefieren pensar que se alude a un desorden que involucraba algún tipo de descamación cutánea y no al tipo de putrefacción de la carne que comúnmente asociamos con la lepra. En cualquier caso, es probable que su enfermedad le obligara a someterse a los dictados de la Torá, que prohibía a los «leprosos» de cualquier tipo llevar una vida normal; considerados impuros, los afectados por esta clase de males debían apartarse de la comunidad y vivir aislados (Levítico 13-14). Movido por la piedad que le despierta alguien en semejante situación, Jesús extiende su mano con ternura, toca su piel enferma y le cura.

El patetismo simple de la escena y el carácter poco problemático de las emociones involucradas quizá expliquen el hecho de que los traductores e intérpretes de este episodio, por regla general, no hayan tenido en cuenta la versión alternativa que nos ofrecen algunos testimonios. Pues la redacción de uno de los más antiguos, el llamado Codex Bezae, al que respaldan tres manuscritos latinos, es a primera vista desconcertante y dolorosa. Aquí, el texto no dice que Jesús sienta compasión por el enfermo, sino que se enfurece. En griego, se trata de una diferencia entre las palabras SPLANGNISTHEIS y ORGISTHEIS. Dado que se trata de un testimonio presente tanto en fuentes griegas como latinas, los especialistas en crítica textual consideran, por lo general, que esta lectura alternativa se remonta por lo menos hasta el siglo II. ¿Es posible que esto sea en verdad lo que el autor de Marcos escribió?

Como hemos anotado antes, cuando una vasta mayoría de manuscritos recogen determinada lectura y sólo un par la versión alternativa, nunca podemos estar completamente seguros de que la mayoría tiene la razón. En ocasiones, unos pocos manuscritos pueden contener la versión correcta a pesar de que todos los demás no coincidan con ellos. Esto se debe, en parte, a que la gran mayoría de los manuscritos que han llegado hasta nosotros se produjeron centenares y centenares de años después de los originales, y no tuvieron como modelo a los originales mismos sino copias tardías de éstos. Una vez que un cambio ha conseguido colarse en la tradición manuscrita, puede ocurrir que se perpetúe hasta el punto de que se lo transmita con mayor frecuencia que la redacción original. En el caso que nos interesa, se cree que ambas alternativas parecen ser muy antiguas. ¿Cuál es la original?

Si a los lectores cristianos de nuestra época se les pidiera elegir entre una versión y otra, no hay duda de que casi la totalidad elegirían la más común en las fuentes manuscritas: Jesús sintió piedad por el enfermo y por ello le sanó. La otra posibilidad es difícil de comprender; ¿qué significa decir que Jesús se enfureció? ¿No es ésta acaso razón suficiente para dar por sentado que el autor de Marcos debió de escribir que Jesús sintió compasión?

Sin embargo, el hecho de que una de las versiones parezca tan lógica y fácil de entender es precisamente lo que ha llevado a algunos estudiosos a sospechar que ésa es la elección equivocada. Pues, como hemos visto, los escribas también habrían preferido que el texto no fuera problemático y pudiera ser entendido con facilidad. Por tanto, la pregunta que es necesario formular es la siguiente: ¿qué es más probable, que al copiar el texto un escriba lo hubiera alterado para que dijera que Jesús reaccionó con ira en lugar de con compasión, o para que dijera que Jesús reaccionó con compasión en lugar de con ira? ¿Qué versión explica mejor la existencia de la otra? Cuando el problema se examina desde esta perspectiva, la última opción parece obviamente la más probable. La redacción que indica que Jesús se enfureció es la «más difícil» y, por tanto, es más probable que se trate de la «original».

Con todo, hay mejores pruebas que esta pregunta especulativa sobre qué lectura tiene más probabilidades de ser invención de los escribas. Pues aunque no tenemos manuscritos griegos del Evangelio de Marcos que contengan este pasaje hasta finales del siglo IV, casi trescientos años después de que el libro fuera escrito, sí contamos con el testimonio de dos autores que copiaron esta historia en un lapso de veinte años después de su composición.

Los estudiosos han advertido desde hace mucho tiempo que Marcos fue el primero de los evangelios en escribirse, y que los autores de Mateo y Lucas usaron el relato de Marcos como fuente para sus propias versiones sobre la historia de Jesús[6]. Esto significa que podemos examinar Mateo y Lucas para ver cómo cambiaron el texto de Marcos, dondequiera que cuenta la misma historia pero de forma (más o menos) diferente. Cuando hacemos esto, descubrimos que Mateo y Lucas utilizaron ambos este episodio de Marcos, su fuente común. Un hecho llamativo es que los textos de Mateo y Lucas sean casi palabra por palabra idénticos al de Marcos en los versículos 40 y 41, donde se recogen la solicitud del leproso y la respuesta de Jesús. Y, ¿qué palabra utilizan para describir la reacción de Jesús? ¿Siente compasión o ira? Por extraño que parezca, Mateo y Lucas omiten por completo la palabra.

Si el texto de Marcos utilizado por Mateo y Lucas describía a Jesús sintiendo compasión, ¿por qué los autores de ambos evangelios omitieron la palabra? Tanto Mateo como Lucas describen a Jesús compadeciéndose en otros momentos, y siempre que Marcos explícitamente menciona la compasión de Jesús en una historia, uno u otro mantiene esta descripción en su propia versión[7].

¿Qué podemos decir a propósito de la otra opción? ¿Qué hubiera ocurrido si los autores de Mateo y Lucas leen en el Evangelio de Marcos que Jesús se enfureció? ¿Se habrían sentido inclinados a eliminar esa emoción? De hecho, existen otras ocasiones en las que Jesús siente ira en el texto de Marcos. Y lo que resulta interesante es que en cada uno de esos casos, Mateo y Lucas han modificado sus versiones. En Marcos 3:5 Jesús mira «con ira» a quienes esperan al acecho para ver si cura al hombre con la mano paralizada. En Lucas, el versículo prácticamente es el mismo que en Marcos, pero la referencia a la ira de Jesús se ha omitido. En Mateo esta sección de la historia está completamente reescrita y la furia de Jesús no se menciona. Algo similar sucede con Marcos 10:14, donde Jesús se enfada con sus discípulos (la palabra griega usada aquí es diferente) por no permitir que la gente le presente sus niños para que los bendiga. Tanto Mateo como Lucas reproducen la historia, con frecuencia usando las mismas palabras, pero ambos prefieren pasar por alto la referencia a la furia de Jesús (Mateo 19:14; Lucas 18:16).

En resumen, Mateo y Lucas no tienen inconveniente en describir a un Jesús compasivo, pero nunca le describen como airado. Dondequiera que una de sus fuentes (Marcos) lo hizo, ambos optaron, de forma independiente, por eliminar el término de sus respectivas versiones. Por tanto, mientras que es difícil entender por qué habrían optado por eliminar un «compadecido» del relato de la curación del leproso, es muy fácil entender qué motivos pudieron haber tenido para querer omitir el «furioso». Este hecho, sumado a la circunstancia de que el segundo término está presente en testimonios de una corriente muy antigua de nuestra tradición manuscrita y de que es improbable que los escribas lo hubieran creado para enmendar un «compadecido» mucho más comprensible, hace que resulte cada vez más evidente que el texto de Marcos en realidad describía a Jesús como enfurecido cuando se acercó al leproso para curarle.

Antes de seguir adelante, hay algo más sobre lo que debemos hacer hincapié. Como he indicado, mientras Mateo y Lucas tienen dificultades para atribuir sentimientos de ira a Jesús, Marcos no tiene inconveniente en hacerlo. Incluso en el episodio que estamos considerando, y aparte del problema textual del versículo 41, Jesús no trata al pobre leproso con guantes de seda. Después de haberle curado, le «reprendió severamente» y le «echó» de inmediato. Éstas son versiones literales de las palabras griegas, que usualmente las traducciones suavizan. Se trata de términos duros, que Marcos utiliza siempre en contextos de conflictos violentos y agresiones (por ejemplo, cuando Jesús expulsa demonios). Y mientras resulta difícil entender por qué Jesús habría de reprender severamente y echar a una persona por la que siente compasión, su reacción parece más comprensible si se nos dice que estaba furioso.

Pero ¿por qué habría de estar furioso? Éste es el punto en que la relación entre texto e interpretación se vuelve crucial. Algunos expertos, que han preferido la versión del texto en la que Jesús se «enfurece» en este pasaje, han propuesto interpretaciones sumamente inverosímiles para justificar esta descripción. Su propósito parece haber sido el de exonerar esta emoción haciendo que Jesús se muestre compasivo a pesar de advertir que el texto dice que está furioso[8]. Un comentarista, por ejemplo, arguye que la ira de Jesús se dirige contra el estado del mundo, lleno de enfermedad; en otras palabras, ama al enfermo, pero odia la enfermedad. Semejante interpretación carece de base textual, pero posee la virtud de hacer que Jesús parezca bueno. Otro intérprete sostiene que lo que enfurece a Jesús es el hecho de que este leproso haya sido apartado de la vida en sociedad, algo que sólo puede afirmarse si se pasa por alto que el texto no menciona que el hombre fuera un marginado y que, incluso si se diera por sentado que lo era, la falta no es atribuible a la sociedad de la época sino a la Ley de Dios (específicamente al Levítico). Otro comentarista argumenta que, en realidad, es eso lo que ofende a Jesús, es decir, el que la Ley de Moisés fomente este tipo de marginación. Esta interpretación supondría ignorar que al final del pasaje (v. 44), Jesús respalda la Ley de Moisés e insta al leproso a cumplir con ella.

Todas estas interpretaciones tienen en común el deseo de exonerar la ira de Jesús y para conseguirlo deciden eludir el texto. En caso de que optáramos por no hacerlo, ¿qué habríamos de concluir? A mi modo de ver, tenemos aquí dos opciones, una se centra en el contexto inmediato en que el episodio se enmarca, la otra, en su contexto más amplio del evangelio al que pertenece.

Examinemos primero el contexto más inmediato: ¿por qué nos choca la forma en que se presenta a Jesús al principio del Evangelio de Marcos? Si ponemos momentáneamente entre paréntesis nuestras ideas preconcebidas sobre quién fue Jesús y nos limitamos a leer lo que dice este texto en particular, tenemos que Jesús no se nos muestra como el buen pastor de las vidrieras de colores, indulgente, manso y apacible. Marcos inicia su evangelio describiendo a Jesús como una figura de autoridad poderosa, tanto en términos físicos como espirituales, con la que no hay que entrometerse. Lo presenta como un profeta salvaje que vive en el desierto y se aparta de la sociedad para enfrentarse a Satanás y las bestias; luego, regresa proclamando que es necesario arrepentirse porque el juicio de Dios es inminente; separa a sus seguidores de sus familias; abruma con su autoridad a quienes le escuchan; reprende y domina a las fuerzas demoníacas que consiguen someter por completo a los meros mortales; rehúsa acceder a las demandas del pueblo e ignora a quienes le buscan. La única historia de este primer capítulo de Marcos que sugiere algo de compasión personal es la curación de la suegra de Simón Pedro, que se encuentra en cama con fiebre. Pero incluso ese acto de aparente compasión es objeto de discusión. Algunos comentaristas irónicos no han dejado de observar que después de que Jesús alivia su fiebre, la mujer se levanta para servirles, trayéndoles la cena, es de suponer.

¿Es posible que en las primeras escenas del Evangelio de Marcos se presente a Jesús como un personaje poderoso con una voluntad fortísima y unos objetivos propios, una autoridad carismática a la que no le gusta que la molesten? Esto, sin duda, sería coherente con su respuesta al leproso curado, a quien reprende severamente y luego echa.

Con todo, hay otra explicación. Como he indicado antes, Jesús realmente se enfurece en varias ocasiones en el Evangelio de Marcos. La siguiente vez que esto ocurre es en el tercer capítulo, en un episodio que, sorprendentemente, relata otra historia de sanación. Aquí se dice de forma explícita que Jesús mira con ira a los fariseos, que piensan que carece de la autoridad para curar en sábado al hombre de la mano paralizada.

En cierta forma, tenemos un episodio todavía más parecido en una historia en la que la ira de Jesús no se menciona de manera explícita, pero donde, no obstante, es evidente. En Marcos 9, cuando Jesús desciende del monte en el que ha tenido lugar la Transfiguración, acompañado por Pedro, Santiago y Juan, se topa con una multitud que rodea a sus discípulos. En medio de la gente, se encuentra un hombre desesperado cuyo hijo está poseído por un demonio y quien tras explicarle la situación le ruega: «si algo puedes, ayúdanos, compadécete de nosotros». Jesús le replica enfurecido: «¡Qué es eso de si puedes! ¡Todo es posible para quien cree!». El padre del endemoniado se muestra aún más desesperado y grita: «¡Creo, ayuda a mi poca fe!». Después, Jesús expulsa al demonio.

Lo que resulta llamativo de estas historias es que la ira de Jesús se desencadena cuando alguien duda de su disposición, habilidad o autoridad divina para curar. Quizá esto sea también lo que sucede en el episodio del leproso. Como ocurre en el relato de Marcos 9, este episodio trata de alguien que con cautela se acerca a Jesús para pedirle: «Si quieres, puedes limpiarme». Lo que enfurece a Jesús porque, por supuesto, quiere, del mismo modo en que puede y tiene autoridad para hacerlo. Entonces cura al hombre y, todavía algo ofendido, le reprende severamente y le echa.

La historia se percibe de modo diferente desde esta perspectiva, la que adquiere cuando la construimos a partir del texto tal y como al parecer el autor de Marcos lo escribió. Marcos, en ciertos lugares, retrata a un Jesús airado[9].

LUCAS Y EL IMPERTURBABLE JESÚS

A diferencia de Marcos, el Evangelio de Lucas nunca afirma explícitamente que Jesús se enfurezca. De hecho, en este evangelio Jesús nunca parece molestarse por nada en absoluto, en ningún sentido. En lugar de un Jesús airado, Lucas nos presenta a un Jesús imperturbable. Hay sólo un pasaje en este libro en el que Jesús parece perder la compostura. Y, lo que es aún más interesante, se trata precisamente de un pasaje cuya autenticidad es un tema candente de discusión entre los expertos en crítica textual[10].

El contexto en el que se presenta el pasaje es la oración de Jesús en el monte de los Olivos, justo antes de su traición y arresto (Lucas 22:39-46). Después de ordenar a sus discípulos orar, «pedid que no caigáis en la tentación», Jesús se aparta de ellos, se pone de rodillas y reza: «Padre, si es tu voluntad, aparta de mí esta copa; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya». En un gran número de manuscritos a la oración le sigue un pasaje, que no se halla en ninguno de los demás evangelios, en el que se subraya la agonía de Jesús y se menciona el denominado sudor de sangre: «Entonces se le apareció un ángel venido del cielo que le confortaba. Y sumido en agonía, insistía más en su oración. Su sudor se hizo como gotas espesas de sangre que caían en tierra» (vv. 43-44). La escena finaliza cuando, una vez terminada la oración, Jesús se incorpora y regresa junto a sus discípulos y los encuentra dormidos; entonces les despierta y les repite su mandato inicial: «Levantaos y pedid que no caigáis en la tentación». De inmediato llega Judas con la multitud y Jesús es arrestado.

Una de las características curiosas del debate sobre este pasaje es el modo en que han oscilado los argumentos a favor y en contra de que los versículos en discusión (vv. 43-44) sean obra del autor de Lucas o, en cambio, una adición de un escriba posterior. Los manuscritos más antiguos que conocemos, considerados los mejores por la mayoría de los estudiosos (el texto «Alejandrino»), no incluyen, por regla general, estos versículos. Así que quizá se trate de una adición introducida por un escriba. Por otro lado, los versículos se encuentran en varios otros testimonios antiguos y gozan de una gran difusión en toda la tradición manuscrita del Nuevo Testamento, lo que nos obliga a preguntamos si fueron añadidos por escribas que querían incluirlos u omitidos por escribas que querían eliminarlos. Una cuestión difícil de resolver sólo a partir de los propios manuscritos.

Algunos estudiosos han propuesto que, para ayudarnos a tomar una decisión, consideremos otras características de los versículos. Un especialista, por ejemplo, ha sostenido que el vocabulario y el estilo de ambos versículos es muy similar al que encontramos en otros pasajes de Lucas (se trata de una argumentación basada en «probabilidades intrínsecas»): las apariciones de ángeles son comunes en este evangelio y varias palabras y expresiones utilizadas en el pasaje (como el verbo traducido aquí por «confortar») aparecen en otras partes de Lucas, pero no en el resto del Nuevo Testamento. Sin embargo, esta argumentación no ha logrado convencer a todos, pues muchas de esas ideas, construcciones y expresiones «características de Lucas» o bien se formulan en formas poco características de Lucas (por ejemplo, los ángeles nunca aparecen en este evangelio sin hablar), o son comunes en textos judíos y cristianos no incluidos en el Nuevo Testamento. Además, en estos versículos existe una concentración desproporcionadamente alta de palabras y expresiones inusuales: por ejemplo, tres de las palabras clave (agonía, sudor y gotas) no aparecen en ningún otro lugar de Lucas y tampoco en Hechos de los Apóstoles (escrito por el mismo autor y que originalmente era un segundo volumen de su obra). En conclusión, resulta difícil tomar una decisión sobre la autenticidad de estos versículos a partir de su vocabulario y estilo.

Otro argumento propuesto por los expertos está relacionado con la estructura literaria del pasaje. La idea, en pocas palabras, es que el pasaje parece haber sido estructurado de forma deliberada de acuerdo a lo que en retórica se conoce como quiasmo. Cuando un pasaje se estructura de este modo, la primera afirmación del pasaje se corresponde con la última; la segunda con la penúltima; la tercera con la antepenúltima, y así sucesivamente. En otras palabras, se trata de una organización intencionada, cuyo propósito es centrar la atención en el núcleo del pasaje, su punto clave.

Y así tenemos que: Jesús (a) les dice a sus discípulos «pedid que no caigáis en la tentación» (v. 40). Luego (b) los deja (v. 41a) y (c) se arrodilla para orar (v. 41b). El centro del pasaje es (d) la oración de Jesús, una oración que se enmarca en sus dos peticiones de que se haga la voluntad de Dios (v. 42). Jesús luego (c) se levanta (v. 45a), (b) regresa junto a sus discípulos (v. 45b), y (a) al encontrarlos dormidos, se dirige de nuevo a ellos usando las mismas palabras que había usado al comienzo del pasaje: «pedid que no caigáis en la tentación» (vv. 45c-46).

La mera presencia de esta clara estructura retórica no es en realidad el argumento central de la discusión. El argumento clave es cómo el quiasmo contribuye al significado del pasaje. El relato empieza y termina con Jesús ordenando a los discípulos orar para evitar caer en la tentación. Desde hace tiempo, se ha advenido que la oración es un motivo importante en el Evangelio de Lucas (más que en los demás evangelios); y aquí se destaca de forma especial, pues el núcleo del pasaje lo constituye la oración del propio Jesús, una oración en la que expresa su deseo, enmarcado en su deseo aún mayor de que se haga la voluntad del padre (vv. 41c-42). Al ser el centro del quiasmo, esta oración constituye el foco de atención del pasaje y, por consiguiente, es la clave para su interpretación. Desde esta perspectiva, el pasaje es una lección sobre la importancia de la oración para hacer frente a la tentación. Los discípulos, a pesar de la insistencia de Jesús, se quedan dormidos en lugar de orar. De inmediato, la multitud llega y Jesús es arrestado. ¿Qué pasa entonces? Los discípulos, que no han sabido orar, caen efectivamente en la tentación; abandonan la escena y dejan que Jesús afronte su destino solo. ¿Qué pasa con Jesús, el único que ha orado antes de que comiencen sus tribulaciones? Cuando la multitud llega, se somete con calma a la voluntad del Padre, entregándose al martirio que le ha sido preparado.

Desde hace tiempo, la narración de la pasión que nos ofrece Lucas ha sido vista como un relato sobre el martirio de Jesús, un martirio que, al igual que muchos otros, sirve de ejemplo a los fieles sobre cómo mantenerse firme al enfrentarse a la muerte. El martirologio de Lucas muestra que sólo la oración prepara adecuadamente para la muerte.

¿Qué sucede cuando los versículos objeto de debate (vv. 43-44) se introducen en el pasaje? A nivel literario, el quiasmo que concentra la atención del pasaje en la oración de Jesús se destruye por completo. Ahora el núcleo del pasaje, y por tanto su centro de atención, pasa a ser la agonía de Jesús, una agonía tan terrible que requiere la intervención de un ser sobrenatural que le conforte y le ayude a soportarla. Es significativo que en esta versión más larga, la oración de Jesús no consiga producir ese aplomo tranquilo que demuestra a lo largo del resto del relato; de hecho, es sólo después de que insiste más en su oración que su sudor toma la apariencia de gotas de sangre que caen al suelo. Mi argumento no es simplemente que al añadir estos versículos se pierde una bonita estructura literaria, sino que se cambia por completo el núcleo del pasaje, que concentra la atención en la profunda y desgarradora agonía de Jesús, una agonía tal que necesita una intervención milagrosa que la haga tolerable.

Esto no sería un problema insalvable si no advirtiéramos que en ningún otro lugar del Evangelio de Lucas se describe a Jesús de esta manera. Todo lo contrario, el autor de Lucas hace todo lo posible por rebatir la imagen de Jesús que estos versículos encarnan. En lugar de afrontar la pasión temblando, lleno de angustia y miedo ante el destino que le aguarda, el Jesús de Lucas se dirige hacia la muerte tranquilo, sin perder el control, confiando en la voluntad del Padre hasta el último momento. Un hecho llamativo, de particular relieve para el problema textual que estamos examinando, es que Lucas sólo pudo conseguir ofrecer esta imagen de Jesús eliminando las tradiciones que la contradecían recogidas por sus fuentes (por ejemplo, el Evangelio de Marcos). Sólo el pasaje de Lucas 22:43-44 sobresale como anómalo.

Una simple comparación con la versión que nos ofrece Marcos del episodio en cuestión resulta instructiva en este sentido (Marcos, como hemos anotado, fue una de las fuentes de Lucas, fuente que éste modificó para crear el énfasis que distingue a su evangelio). Lucas omitió por completo que Jesús «comenzó a sentir pavor y angustia» (Marcos 14:33), así como el comentario que dirige a sus discípulos: «Mi alma está triste hasta el punto de morir» (Marcos 14:34). En lugar de caer en tierra angustiado (Marcos 14:35), el Jesús de Lucas se arrodilla (Lucas 22:41). En Lucas, Jesús no pide que de ser posible pase para él esa hora (cf. Marcos 14:35); y en lugar de rezar tres veces para que se aparte de él la copa (Marcos 14:36, 39, 41), lo pide sólo una (Lucas 22:42) y precediendo su oración con una importante salvedad, sólo presente en este evangelio: «si es tu voluntad». Y así, mientras la fuente de Lucas, el Evangelio de Marcos, describe a un Jesús orando angustiado en el jardín, Lucas remodela por completo la escena para mostrar a un Jesús que afronta su destino en paz. La única excepción es el relato sobre su «sudor de sangre», un relato que no recogen los mejores y más antiguos testimonios con los que contamos. ¿Por qué motivo se habría esforzado Lucas por eliminar el retrato de un Jesús angustiado si en realidad quería hacer de su angustia el aspecto central de este pasaje?

Es claro que Lucas no comparte la visión de Marcos de un Jesús angustiado, al borde de la desesperación. En ningún otro lugar es esto más evidente que en sus descripciones de la crucifixión de Jesús. Marcos retrata a un Jesús que recorre en silencio su camino hacia el Gólgota. Los discípulos han huido, e incluso las mujeres que le seguían le miran «desde lejos». Todos los presentes se burlan de él: la gente en general, los sacerdotes judíos y los dos ladrones. Golpeado, ridiculizado, desamparado, el Jesús de Marcos no sólo es abandonado por sus seguidores sino también, en última instancia, por Dios mismo. Sus únicas palabras en todo el proceso aparecen justo al final, cuando grita con fuerza: «Eloí, Eloí, ¿lema sabactaní?» («¡Dios mío! ¡Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?»). Después de lo cual, lanza un grito y expira.

Esta descripción, insisto, contrasta radicalmente con la que encontramos en Lucas. En su versión, Jesús está lejos de permanecer en silencio, y cuando habla, demuestra que no ha perdido el control, que confía en Dios su Padre, que está seguro de su destino y preocupado por lo que les espera a los demás. Según Lucas, de camino a la crucifixión, Jesús ve a un grupo de mujeres que se lamentan por su desgracia y les dice que no deben llorar por él, sino por ellas mismas y por sus hijos, por los desastres que pronto caerán sobre ellos (23:27-31). Mientras lo clavan a la cruz, en lugar de permanecer callado, se dirige a Dios: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (23:34). En la cruz, en la agonía de la pasión, entabla una conversación inteligente con uno de los ladrones crucificados junto a él, al que asegura que ese mismo día ambos estarán en el paraíso (23:43). Y lo que resulta aún más revelador, en lugar de pronunciar el patético grito de abandono que cita Marcos, el Jesús de Lucas, absolutamente seguro de su relación con Dios, encomienda su alma a su amado Padre: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu» (23:46).

Es difícil exagerar lo significativos que resultan, para la comprensión del problema textual que nos ocupa en esta sección, los cambios que realizó Lucas en relación con su fuente (Marcos). Jesús no pierde el control en ningún punto del relato sobre la pasión que nos ofrece este evangelio; nunca se lo describe presa de una angustia profunda y extenuante respecto de su destino. Todo lo contrario: conoce ese destino y sabe lo que debe hacer y lo que le ocurrirá una vez lo haga. Es un hombre en paz consigo mismo, que afronta la muerte con serenidad.

¿Qué hemos de decir entonces sobre los versículos en discusión? Se trata de los únicos versículos de todo el Evangelio de Lucas que socavan este retrato. Sólo en ellos el destino que le aguarda sume a Jesús en la agonía; sólo en ellos se muestra incapaz de soportar el peso de su misión. ¿Por qué iba Lucas a eliminar todo rastro de la agonía de Jesús si se proponía hacer hincapié en ella en este pasaje con una descripción todavía más contundente? ¿Por qué prescindir del material compatible con esta perspectiva que su fuente le ofrecía, tanto antes como después de los versículos en cuestión? Al parecer, el relato sobre el «sudor de sangre» de Jesús, ausente en los manuscritos más antiguos que se conservan, no es original de Lucas sino una adición introducida por un escriba[11].

HEBREOS Y EL JESÚS DESAMPARADO

La imagen de Jesús que nos propone Lucas no sólo contrasta con la que nos ofrece Marcos, sino también con la de otros autores del Nuevo Testamento, incluido el desconocido autor de la Epístola a los Hebreos, que parece presuponer un conocimiento de las tradiciones sobre la pasión en las que la perspectiva de la muerte aterra a Jesús, que expira sin ningún tipo de apoyo o socorro divino, como puede observarse en la resolución de uno de los problemas textuales más interesantes del Nuevo Testamento[12].

El pasaje relevante se encuentra en un contexto en el que se describe el sometimiento final de todas las cosas a Jesús, el Hijo del Hombre. En esta ocasión, he colocado nuevamente entre corchetes las variantes textuales objeto de discusión.

Al someterle [Dios] todo, nada dejó que no le estuviera sometido. Más al presente, no vemos todavía que le esté sometido todo. Y a aquel que fue hecho inferior a los ángeles por un poco, a Jesús, le vemos coronado de gloria y honor por haber padecido la muerte, pues [por la gracia de Dios/aparte de Dios] gustó la muerte por el bien de todos (Hebreos 2:8-9).

Aunque la mayoría de los testimonios conservados afirma que Jesús murió «por la gracia de Dios» (CHARITI THEOU), un par de ellos declaran, en cambio, que murió «aparte de Dios» (CHÕRIS THEOU). Sin embargo, tenemos buenos motivos para pensar que esta última alternativa era la redacción original de la Epístola a los Hebreos.

No es necesario entrar a detallar los entresijos de las fuentes manuscritas que respaldan la lectura «aparte de Dios», bastará con señalar que únicamente aparece en dos documentos del siglo X, uno de los cuales (el Manuscrito 1739), sabemos, fue realizado a partir de una copia por lo menos tan antigua como nuestros mejores manuscritos. Todavía más interesante es el hecho de que Orígenes, el erudito cristiano del siglo III a quien ya hemos tenido ocasión de mencionar, afirma que ésta era la versión que contenía la mayoría de los manuscritos de su época. Otras pruebas también sugieren que era muy popular en los primeros siglos del cristianismo: la recogían manuscritos que conocieron Ambrosio y Jerónimo en el Occidente latino, y la cita una amplia gama de escritores eclesiásticos hasta el siglo XI. Por tanto, es posible decir que, a pesar de no contar en la actualidad con muchos testimonios, se trata de una variante que en otro tiempo estaba apoyada por sólidas pruebas externas.

Cuando pasamos de las pruebas externas a las internas, no hay duda sobre la superioridad de esta variante tan escasamente atestiguada. Como hemos visto, los escribas tendían más a alterar un pasaje difícil de entender para hacerlo más comprensible, que a cambiar un pasaje fácil de entender para hacer su comprensión más difícil. Esta variante nos ofrece un ejemplo de manual de este fenómeno. Los cristianos de los primeros siglos velan la muerte de Jesús como la manifestación suprema de la gracia de Dios. Sostener, en cambio, que Jesús murió «aparte de Dios» no era tan sencillo: la frase puede significar muchas cosas diferentes, la mayoría de ellas inadmisibles. Dado que los escribas tuvieron que haber creado una de estas versiones a partir de la otra, apenas puede haber discusión sobre cuál de las dos tiene más probabilidades de ser una corrupción.

Ahora bien, ¿fue esta alteración deliberada? Los partidarios del texto más común en los testimonios conservados («por la gracia de Dios»), por supuesto, están obligados a sostener que el cambio no pudo ser intencionado (de otro modo, el texto que privilegian sería casi con certeza la versión modificada). Haciendo de la necesidad virtud, estos estudiosos han ideado escenarios alternativos para explicar el origen accidental de la lectura más difícil. La solución más común es dar por sentado, simplemente, que debido a la apariencia similar de las palabras involucradas (XARITI/XWRIS), un escriba convirtió por descuido la palabra gracia en la preposición aparte de.

No obstante, no parece muy probable que esto fuera lo que ocurrió. ¿Qué es más probable: que un escriba negligente o distraído alterara el texto que copiaba escribiendo una palabra usada con cierta frecuencia en el Nuevo Testamento («aparte de») o que lo hiciera escribiendo una palabra usada con muchísima frecuencia en el Nuevo Testamento («gracia», cuatro veces más común que «aparte de»)? ¿Que hubiera creado una frase que no se encuentra en ningún otro lugar del Nuevo Testamento («aparte de Dios») o una que aparece más de veinte veces en él («por la gracia de Dios»)? ¿Que hubiera producido, incluso de forma accidental, una afirmación que es extraña y desconcertante o una que resulta sencilla y familiar? La opción, sin duda, es siempre la última: lo típico es que los lectores confundan las palabras inusuales por palabras comunes y que simplifiquen lo que es complejo, más aún cuando se encuentran distraídos y sus mentes están en otro lado. Por tanto, incluso la hipótesis del escriba descuidado respalda la idea de que la lectura menos atestiguada («aparte de Dios») es la original.

La teoría más popular entre quienes piensan que la frase aparte de Dios no figuraba originalmente en Hebreos es que ésta empezó siendo una nota al margen: un escriba leyó en Hebreos 2:8 que «todo» se sometía al señorío de Cristo y de inmediato pensó en 1 Corintios 15:27:

Porque ha sometido [Cristo] todas las cosas bajo sus pies. Mas cuando diga que «todo está sometido», es evidente que esto significa todas las cosas excepto Aquel que ha sometido todas las cosas [esto es, Dios, que no se encuentra entre las cosas sometidas a Cristo al final].

Según esta teoría, el escriba que copiaba Hebreos 2 quería aclarar allí también que cuando el texto indica que todo ha de someterse a Cristo, esto no incluye a Dios Padre. Para impedir que el texto se tergiversara, el escriba insertó entonces una nota explicativa al margen de Hebreos 2:8 (una especie de remisión a 1 Corintios 15:27) en la que señalaba que nada deja de someterse a Cristo «excepto Dios». Posteriormente, un copista distraído habría introducido esta anotación en el texto en el siguiente versículo, Hebreos 2:9, pensando que pertenecía a él.

A pesar de la popularidad de esta solución, es probable que sea demasiado rebuscada, ya que requiere demasiados pasos dudosos para funcionar. No hay ningún manuscrito que atestigüe la presencia de ambas lecturas dentro del texto (esto es, la corrección en el margen o en el texto del versículo 8, a donde habría pertenecido, y el texto original del versículo 9). Además, si un escriba pensó que era una corrección al margen que pertenecía al versículo 9, ¿por qué no la halló junto a éste sino junto al versículo 8? Por último, si el escriba que creó la nota, lo hizo en referencia a la Primera Epístola a los Corintios, ¿no habría escrito «excepto Dios» (EKTOS THEOU, la frase utilizada realmente en el pasaje de esa epístola) en lugar de «aparte de Dios» (CHÕRIS THEOU, una frase que no se encuentra en ella)?

En resumen, es extremadamente difícil explicar la existencia de la frase aparte de Dios si la frase original de Hebreos 2:9 era por la gracia de Dios. Al mismo tiempo, mientras apenas hay motivos por los que un escriba podría haber dicho que Cristo murió «aparte de Dios», hay toda clase de razones para pensar que esto fue, precisamente, lo que escribió el autor de Hebreos. Pese a ser la variante menos atestiguada, esta lectura es más coherente con la teología de Hebreos («probabilidades intrínsecas»). En toda la epístola no hay ninguna ocasión en que se utilice la palabra gracia (CHARIS) en referencia a la muerte de Jesús o a los beneficios de la salvación derivada de ella. En lugar de eso, se la vincula con el don de la salvación que aún ha de ser otorgado al creyente por la bondad de Dios (véase en especial Hebreos 4:16; y también 10:29; 12:15; 13:25). Es cierto que, históricamente, otros autores del Nuevo Testamento han ejercido una influencia mayor sobre los cristianos que el autor de Hebreos, en particular Pablo, que consideraba el sacrificio de Jesús en la cruz como la manifestación suprema de la gracia de Dios. Pero Hebreos no emplea el término en este sentido, por más que los escribas que pensaban que era obra de Pablo así lo creyeran.

Por otro lado, la afirmación de que Jesús murió «aparte de Dios», enigmática cuando se la lee fuera de contexto, resulta bastante coherente en el marco que le proporciona la Epístola a los Hebreos. Mientras que el autor no se refiere nunca a la muerte de Jesús como una manifestación de la «gracia» divina, sí hace hincapié repetidas veces en que Jesús padeció una muerte vergonzosa, plenamente humana, apartado por completo del ámbito divino al que pertenecía, el reino de Dios; su sacrificio, por ende, se consideraba la expiación perfecta del pecado. Además, Dios no intervino en la pasión de Jesús y no hizo nada para minimizar su dolor. Así, por ejemplo, en Hebreos 5:7 se describe a Jesús, al acercarse su muerte, suplicando a Dios con gritos y lágrimas. En 12:2 se dice que soportó la «ignominia» de su muerte, no porque Dios le ayudara, sino porque esperaba el perdón. A lo largo de toda esta epístola, se dice que Jesús experimentó un dolor y una muerte humanos, como cualquier otra persona «en todo sentido». Su agonía no se vio atenuada por ningún tipo de dispensa especial.

Más significativo aún es el hecho de que éste sea uno de los principales motivos del contexto inmediato de Hebreos 2:9, que subraya que Cristo se puso por debajo de los ángeles para compartir, en carne y hueso, la experiencia del sufrimiento humano y padecer una muerte humana. Es indudable que el autor considera que su muerte trae la salvación, pero el pasaje no dice una palabra acerca de que la gracia de Dios se manifieste en la obra de expiación de Cristo. En lugar de ello, se centra en la cristología, en el hecho de que Cristo condescienda al ámbito transitorio del sufrimiento y la muerte. Jesús experimenta la pasión como un ser plenamente humano, lejos de cualquier auxilio que hubiera podido tener a su alcance como ser superior. La obra que empezó descendiendo a la tierra, la completa con su muerte, una muerte padecida «aparte de Dios».

Tenemos entonces que la fórmula «aparte de Dios», que a duras penas puede explicarse como una alteración introducida por un escriba, se adecúa a las preferencias lingüísticas, el estilo y la teología de la Epístola a los Hebreos, mientras que la versión alternativa, «por la gracia de Dios», que en absoluto habría causado problemas a los escribas, parece no concordar con lo que el texto dice sobre la muerte de Cristo y con la forma en que lo dice. Todo indica que Hebreos 2:9 originalmente decía que Jesús murió «aparte de Dios», desamparado, como lo describe el relato de la pasión del Evangelio de Marcos.

CONCLUSIÓN

En cada uno de los tres casos que hemos comentado, existe una variante textual importante que desempeña una función significativa en la forma en que el pasaje que la contiene se interpreta. Es obvio que resulta importante saber si en Marcos 1:41 se dice que Jesús sintió compasión o ira; si en Lucas 22:43-44 estaba tranquilo y sosegado o sumido en una profunda angustia; si en Hebreos 2:9 se dice que murió «por la gracia de Dios» o «aparte de Dios». Y nos habría resultado igualmente fácil detenernos en otros pasajes para captar cuán importante es conocer las palabras de un autor si queremos interpretar su mensaje.

Con todo, el estudio de la tradición textual del Nuevo Testamento implica mucho más que intentar establecer qué fue lo que sus autores escribieron en realidad. También es relevante saber por qué se cambiaron sus palabras, y cómo esos cambios afectaron el significado de sus escritos. La forma en que se modificaron las Escrituras en los primeros siglos de la Iglesia será el tema de los dos próximos capítulos, en los que intentaré mostrar cómo los escribas que no estaban del todo satisfechos con lo que decían los libros del Nuevo Testamento modificaron el texto para conseguir que respaldaran con más claridad el cristianismo ortodoxo y se opusieran con mayor contundencia a los herejes, las mujeres, los judíos y los paganos.