INTRODUCCIÓN

El adjetivo Politiká, que da título a esta obra, es en griego una forma del plural neutro, que sobrentiende el nombre de biblía («libros», en referencia evidente a los ocho que componen el conjunto del texto), o bien postula un artículo neutro («cosas de»). Libros políticos o las cuestiones de política, así en plural, habría resultado una traducción más exacta que el singular ya consagrado por la tradición. A diferencia de la Poética o de la Retórica, donde el adjetivo griego en femenino singular advierte que se trata de una Téchne poietiké o una Téchne rhetoriké, aquí el plural nos pone en la pista de que no se trata de un «arte político», sino de unas consideraciones varias sobre temas políticos lo que se nos ofrece. Si fue el propio Aristóteles quien así reunió y ensambló estos libros en el orden en que se editan o si fue algún discípulo o erudito posterior, se ha discutido desde el estudio crítico de W. Jaeger[1].

Pero ese es un problema menor. Lo importante es notar la diversidad de los temas enfocados y discutidos en la obra, y es justo subrayar que la perspectiva y el estilo de análisis aristotélico confiere una unidad al conjunto de los ocho libros. Aunque sea dudoso que el gran filósofo se hubiera propuesto redactar una única obra sobre la política, tal como aquí se nos da, sus preocupaciones y reflexiones se encuadran muy bien en este marco común, delimitado por la herencia platónica y por su propio sistema de pensamiento. La vinculación de estas meditaciones con otros temas de su filosofar se nos aparece evidente. Todo filósofo avizora la realidad desde una perspectiva sistemática propia, y, desde luego, así lo hace Aristóteles. La reflexión política —y, en un cierto sentido, social y antropológica— es una continuación y un complemento de su teorización en el campo de la Ética[2].

Las últimas líneas de su Moral, a Nicómaco remiten, en efecto, a un programa de estudios sobre leyes y constituciones políticas que sería el complemento definitivo de su «filosofía de los asuntos humanos». Y en ellas se concluye: «Ante todo, pues, intentemos recorrer aquellas partes que han sido bien estudiadas por nuestros predecesores; luego, partiendo de las constituciones que hemos coleccionado, intentemos ver qué cosas salvan o destruyen las ciudades, y cuáles a cada uno de los regímenes, y por qué causas unas ciudades son bien gobernadas y otras al contrario. Después de haber investigado estas cosas, tal vez estemos en mejores condiciones para percibir qué forma de gobierno es mejor, y cómo ha de ser ordenada cada una, y qué leyes y costumbres ha de usar. Comencemos a hablar de esto».

En este párrafo final parece anunciarse nuestra POLÍTICA. Pero es interesante, además, advertir que en esas líneas parece aludir a otra de sus empresas: la recopilación de una serie extensa de constituciones políticas, politeíai, de ciudades y pueblos que permitieran al investigador una cierta panorámica histórica y un cierto enfoque comparativo. Sabemos que en esa obra, fruto sin duda de un trabajo en equipo del Liceo, logró reunir hasta ciento cincuenta y ocho constituciones políticas diversas. Tan sólo una de ellas hemos conservado, gracias a un hallazgo fortuito, la Constitución de los atenienses. Aunque probablemente redactada por algún discípulo, ya que el estilo difiere algo del aristotélico, este opúsculo refleja bien el carácter de la colección, un repertorio histórico interesantísimo que para nosotros ha quedado reducido a este único ejemplo[3].

No sólo la preocupación ética y la especulación metafísica configuraban el estudio de la POLÍTICA, sino también el atento examen de la realidad histórica en su diversidad. Hay, en el estilo aristotélico, un constante recurrir de lo general a lo particular, de lo teorizado según los principios abstractos a las prácticas institucionalizadas y atestiguadas concretamente.

Ese vaivén de lo general a lo particular, de la regla abstracta a los ejemplos históricos, es característico. Y da una peculiar vivacidad a los razonamientos y críticas del texto aristotélico. Este modo de tratar los temas, ese progresivo análisis de la realidad conjugado con ciertos principios generales, avanza de acuerdo con un programa bien trazado. Eso que podríamos denominar como «estilo aristotélico» confiere una cierta unidad a los varios temas debatidos, que hubieran podido presentarse como unas monografías con títulos propios, pero que tenemos ahora, por azares de la tradición, reunidos en este tratado.

Podemos distinguir los siguientes bloques temáticos:

  • I) Libro I. Estructuras fundamentales de la sociedad humana. La familia, las relaciones sociales, la economía. Sirve de introducción general.
  • II) Libro II. Sobre los teóricos del gobierno ideal. Crítica de las utopías (de Platón, de Faleas y de Hipódamo). Otras constituciones en esbozo.
  • III) Libro III. La ciudad, el ciudadano, y los tipos de constitución: las tres formas buenas y las desviadas. La ley.
  • IV) Libros IV-VI[4]. Morfología de las constituciones. Democracia, oligarquía, clases sociales, revoluciones y sus causas.
  • V) Libros VII-VIII. Sobre la constitución ideal. La búsqueda de la felicidad. La educación más conveniente.

En estas cinco secciones podría analizarse la POLÍTICA[5]. Se ha indicado que los libros VII y VIII, de cierta coloración platónica, podrían ser anteriores al bloque central (libros IV a VI) y al libro I, que vale como introducción a todos los demás, y que tal vez fue redactado al final. Pero, como en otros tratados de Aristóteles, debemos ver aquí una serie de notas y apuntes que el filósofo podía ir ampliando en sus cursos con sucesivas correcciones y aditamentos. Todos estos tratados menores fueron revisados en plena madurez de Aristóteles[6].

Hay que situar la composición de la mayor parte de la POLÍTICA en el segundo período de residencia de Aristóteles en Atenas, esto es, entre los años 335 y 323 a. C. Al asignar la redacción definitiva del grueso de la obra a este período de madurez no se pretende negar el temprano interés del Estagirita por los asuntos políticos. Probablemente el afán por el estudio y la discusión de estos temas surgiera ya en los años de estudiante en la Academia platónica. La crítica a las teorías de su maestro es uno de los ejes de su planteamiento, más conservador que el de Platón, más afecto a la democracia moderada que a las esperanzas utópicas del idealismo. Esa crítica queda claramente expresada en algunos capítulos de su libro II.

Sin embargo, el enfrentamiento a las propuestas idealistas de Platón, en puntos muy claros, no debe hacernos olvidar cuánto debe Aristóteles a su maestro, y cuántos postulados comparte con él. También Aristóteles es, en política, un conservador, que critica los avances de la democracia avanzada y trata de defender una ciudad unitaria donde la justicia proporcional ofrezca a cada ciudadano un puesto para actuar y ser feliz. La conexión entre ética y política, la búsqueda de la estabilidad en el dominio razonable del poder por las clases medias, la importancia de la educación cívica, son trazos marcadamente conservadores del pensamiento de este filósofo que, a diferencia de Platón, no era un noble ateniense, sino un meteco afincado en Atenas. Sin ser un ciudadano de pleno derecho, Aristóteles resulta el más claro defensor de la pólis como centro civilizador y base del desarrollo cultural. Aunque vive en una época de graves crisis políticas, se empeña en defender el marco de la Ciudad-Estado como el mayor logro de la convivencia humana, con la gran conquista de la razón helénica y el ámbito de la óptima convivencia. Busca la seguridad, la aspháleia, como gran valor de la civilidad, y no se recata en defender la superioridad por naturaleza de los amos sobre los esclavos y de los griegos sobre los bárbaros[7].

Basta la mención de su actitud ante estos problemas para recordarnos cómo incluso una figura intelectual tan extraordinaria puede estar limitada en sus apreciaciones por los horizontes y prejuicios de su tiempo. Aunque contemporáneo de las grandes conquistas asiáticas de Alejandro, su alumno durante un breve período, Aristóteles no se para a pensar en un horizonte político más extenso que la pólis helénica, ni concibe un mundo donde griegos y bárbaros pudieran hermanarse y confundirse en una cultura cosmopolita. No hay ninguna mención del conquistador macedonio en sus escritos políticos. En la víspera del helenismo, Aristóteles permanece aferrado a los viejos moldes de la pólis y se erige en defensor de los ideales más clásicos de la misma, como en otro plano hará el orador Demóstenes[8].

Desde el comienzo de su obra —desde ese libro I compuesto a modo de introducción sociológica— Aristóteles se opone a quienes hacen de la ciudad un escenario convencional de la cultura helénica. Para él la ciudad es una entidad natural y una entelequia; la pólis es anterior al individuo como el todo es anterior a las partes, y no existe por un mero acuerdo, sino por naturaleza. Como la desigualdad entre los sexos, también la que hay entre libres y esclavos, griegos y bárbaros es, según él, y contra lo que algunos sofistas habían ya declarado, una diferencia natural. Supone un orden engendrado por la propia constitución del mundo, en que hay hombres y mujeres, libres y esclavos, griegos y bárbaros. Los unos han nacido para mandar y los otros para obedecer; y el buen funcionamiento de la sociedad exige que se ejerzan esas funciones de acuerdo con la ordenación natural. Desde la familia al poblado aldeano y desde la aldea a la ciudad se va cumpliendo un programa de perfeccionamiento natural. En la visión finalista del mundo cada ser tiene su puesto asignado naturalmente, para desarrollarse hasta su perfección, su télos. La perfección del hombre se cumple en la ciudad; en su condición de ciudadano libre se realiza en su plenitud.

Conviene detenernos un momento en la famosa definición aristotélica del hombre como un «ser cívico por naturaleza» (zóon politikón… physei). Porque no se trata tan sólo de afirmar que el ser humano es un ser social —cosa que también postula Aristóteles, al subrayar la importancia del lógos como atributo específicamente humano y la importancia de la comunicación de los significados por medio de ese lógos, pensamiento y palabra—. Nuestro texto no dice que el hombre sea un zóon koinonikón, como afirmarán luego los pensadores estoicos, creyentes en una comunidad —koinonía— más amplia que la proporcionada por la ciudad. Lo que Aristóteles dice es que el hombre es por naturaleza un animal de ciudad, un animal cívico.

El hombre no es autosuficiente; sólo un dios o una bestia puede vivir al margen de la sociedad humana. Pero es en la ciudad donde el hombre puede alcanzar su plena condición humana. En la ciudad, con su cultura y su política, se humaniza del todo. También de las abejas dice en algún lugar Aristóteles que son «animales políticos», porque también ellas necesitan de su enjambre para vivir conforme a su destino natural. Pero una abeja es un zóon politikón sólo metafóricamente, en cuanto la colmena evoca una ciudad. Pero lo que funda la ciudad históricamente es la voluntad humana de convivir y comunicarse mediante el lógos.

Ahí el ser cívico del hombre se hace político, en cuanto participa del gobierno de los asuntos de la colectividad. Importa considerar el sentido de lo «político» para estos griegos que fueron, como destaca C. Meier, «los inventores de la política», no como una profesión o una bandería, sino como un quehacer del ciudadano libre, como la actividad esencial de todo ciudadano libre[9]. «Los atenienses politizaron sus existencias mismas, mientras nosotros damos, cuando mucho, una dimensión política a nuestros intereses privados»[10]. Los ciudadanos no están al servicio del Estado, ellos mismos son el Estado: la Polis. En el mundo griego no pudo concebirse un Estado distinto del pueblo: la pólis es el conjunto de sus ciudadanos. Por eso politeía significa tanto «constitución política» como «ciudadanía». Y no se dice la «constitución de Atenas», sino «la constitución de los atenienses».

Es en tal sentido como hay que entender la definición aristotélica. Aunque no deja de plantear problemas esa definición de la humanidad, porque ¿cuál es entonces el valor humano de las mujeres, de los esclavos, de los niños, es decir, de todos aquellos que están excluidos de la participación plena en la ciudadanía? El mismo Aristóteles, un meteco, es decir, un extranjero albergado de modo provisional en la democrática Atenas, no era allí un ciudadano cabal[11].

Pero destaquemos los grandes beneficios de la pólis, en los que indudablemente pensaba Aristóteles. Sólo la Ciudad-Estado es autónoma y autosuficiente. En ella puede el hombre encontrar cuanto le es necesario para su plena satisfacción; sólo en ella es posible esa «buena vida», el eu zên, que es el objetivo de la ética, tan estrechamente vinculada a la política. Lo cierto es que, incluso cuando las viejas ciudades dejaron de ser autosuficientes económica y políticamente, después de Alejandro Magno, siguieron siendo los centros de la vida cultural y de la civilización más elevada[12].

Por otro lado, en esa vida cívica y política donde el Estado no tiene organismos propios y donde no hay delegación de la participación ciudadana en las grandes cuestiones de gobierno, el ciudadano libre actúa a sus anchas como individuo y se siente un elemento imprescindible de la ciudad. Las épocas posteriores no han conocido una participación semejante, una «militancia» cívica (según el término de P. Veyne[13]) que pueda compararse. Ni en las democracias actuales hay nada parecido, cuando el voto queda limitado a unas elecciones periódicas y sirve para delegar la decisión y opinión popular en ciertos representantes de partidos políticos más o menos bien definidos. La «muchedumbre solitaria» de las naciones modernas sólo hace política de un modo vicario y distante.

Por otra parte, no deja de ser cierto que, en la época en que Aristóteles escribe, muchas ciudades griegas veían amenazada su libertad, bien por enemigos externos o por luchas internas; las revueltas sociales y los ejércitos mercenarios hacían estragos, y en la misma Atenas la participación cívica estaba limitada a aquellos ciudadanos que poseían una sólida renta. La economía complica y entrampa esas libertades ciudadanas —y Aristóteles es el primero en advertir esos condicionamientos económicos, aunque sin desarrollar sus análisis, al final del libro I de la POLÍTICA.

Lo que define al ciudadano es su capacidad para participar en las magistraturas, en los tribunales y asambleas democráticas. Una vez más conviene insistir, como ha hecho C. Meier, en la significación que tuvo en las democracias antiguas ese asumir por turno el oficio de mandar y ser mandado, de decidir y tomar decisiones sobre los asuntos públicos. Esa función del ciudadano ateniense estuvo condicionada históricamente y pronto, ya en el siglo IV a. C., se vio duramente restringida. Pero fue una de las más notables conquistas e invenciones de la Atenas clásica, desde Clístenes a Pericles. Ya Aristóteles señala que entre los tipos de politeíai, la democracia moderada —que justamente no tiene otro nombre sino ese de politeía, ya que el término de democratía se reserva para su forma extrema y demagógica— es el gobierno menos malo, y más firme.

Tanto Platón como Aristóteles eran conscientes de que una constitución realmente ajustada a una actuación auténtica de los ciudadanos necesita unos determinados límites. Por eso se preocuparon del tamaño de la ciudad y también de la condición de sus ciudadanos. Por eso señalaron la enorme importancia que tiene la educación en la pólis. Uno y otro querían dejar al margen de la politica a quienes no tenían ocio suficiente para actuar con libertad y elevación de miras, a quienes gastaban su tiempo en trabajar y no en adquirir cultura y formación, como los artesanos y los comerciantes. Ambos fueron un tanto reaccionarios frente a los ideales de la Atenas periclea con su fisonomía y su libertad popular[14].

No podemos tratar aquí con la extensión debida la repercusión que las circunstancias históricas de su momento tienen en la obra de Aristóteles. Pero está claro que, como en la de cualquier pensador, su teoría se perfila sobre un trasfondo histórico, un contexto que confiere sentido a muchos de sus asertos de modo muy concreto. A diferencia de Platón, Aristóteles no pretende construir, ni siquiera en la imaginación utópica, el diseño de una ciudad ideal. Desconfía de tales proyectos idealistas. Se conforma con proponer un aprovechamiento de los mejores logros políticos y una sagaz combinación de los recursos disponibles: así surge su proyecto de una constitución mixta (que recogería lo mejor de cada tipo de politeía) y su confianza en la clase media, como la más capaz de evitar los excesos[15]. He ahí el camino hacia la areté y la aspháleia, muy de acuerdo con sus concepciones en el terreno de la ética. La felicidad —eudaimonía— está en alcanzar esa virtud, que no resulta muy espectacular ni muy extremada, pero al menos es estable, ponderada y al alcance de muchos[16].

A Aristóteles como pensador político hay que reconocerle sus méritos: plantea los problemas con una visión genérica amplia y va siempre al fondo de las cuestiones, no evita los temas difíciles y suele presentar buenos ejemplos concretos, y está más atento a una exposición precisa que a la brillantez de sus conclusiones, y no le importa volver de nuevo a cuestionar los temas poco debatidos. Con todo, su enfoque no carece de un cierto sesgo lastrado por ciertos prejuicios. Así, por ejemplo, está determinado por su concepción teleológica de la naturaleza y de la sociedad humana, y por su afán de defender el orden tradicional de la sociedad helénica. De ahí su tenaz apología de instituciones como la familia patriarcal y la esclavitud, que intenta fundamentar en la naturaleza misma como si existieran desde siempre (phýsei) y no por convención o ley (nómõi). Ya algunos sofistas habían cuestionado la justicia de tales estructuras de poder; Aristóteles es un defensor del orden establecido, aunque no deja de advertir que hay situaciones históricas en que la violencia ha desfigurado los planes de esa naturaleza ordenadora.

Por la amplitud de sus planteamientos y la seriedad de sus argumentaciones, la POLÍTICA de Aristóteles es una de las grandes obras de teoría política del mundo antiguo, y de la tradición clásica europea. Son muchos los temas que trata, son muchas las ideas que expone, y muchas las sugerencias que ofrece al lector atento. Se puede estar de acuerdo con su autor, o discrepar de sus conclusiones, pero es imposible no advertir con qué claridad se plantean aquí los grandes temas del pensamiento político y sociológico.

Si la lectura de los diálogos de Platón puede seducir al lector de modo que éste prolonga la lectura embelesado por el estilo poético y el dramatismo de la discusión vivaz e irónica sin mantener siempre la distancia crítica conveniente, el estilo expositivo de Aristóteles, un tanto cortante y escueto, le obliga a permanecer en constante alerta, por la agudeza de sus apuntes y la multitud de sus anotaciones desde variadas perspectivas. Los escolásticos hicieron un flaco servicio a la inteligencia del Estagirita al insistir en sus fórmulas y sus definiciones, como si de recetas se tratara. Aristóteles es todo lo contrario de un pensador dogmático; es un escritor denso, perspicaz, que muchas veces se corrige y retoca sus planteamientos; es un teorizador de ideas muy abstractas, pero un observador muy despierto de la realidad de su entorno. En claro contraste con Platón, no pretende que el mundo se adapte a los paradigmas ideales, sino que quiere explicar la realidad mediante unas ideas adecuadas a la realidad. De ahí su actitud ante la historia y ante los hechos sociales.

Pero conviene que el lector esté también en guardia ante otro riesgo: el de una fácil aproximación a los antiguos a partir de un léxico político que nos es común, pero que ahora tiene unas referencias bastante lejanas a las de su origen helénico. Términos como pólis (que traducimos por «ciudad» y también por «Estado»), como politeía (que traducimos por «constitución» o «régimen político», y otras veces como «democracia» o «república»), tienen en Grecia un sentido histórico preciso que conviene no preterir del todo. De igual modo, palabras como «democracia», «ciudad», «ley», «libertad», etc., tienen unas connotaciones distintas en el contexto griego y en nuestra época. Los demócratas griegos habrían encontrado muchos elementos extraños en nuestras democracias, como nosotros encontraríamos muchos factores extraños en el sentir político de los atenienses. Conviene contemplar a los griegos con mirada de antropólogo y no con una familiaridad excesiva, demasiado confiada en nuestro léxico común[17].

Lo que no quiere decir que haya que privilegiar un enfoque arqueológico en nuestra lectura. De ningún modo. Los asuntos tratados y los argumentos empleados en la investigación aristotélica, esa «filosofía de los asuntos humanos» que Aristóteles intenta —en esa filosofía política que se presenta como una continuación de la Ética—, no son cuestiones de interés histórico o arqueológico, en modo alguno. Las precisiones históricas o filológicas están bien para afinar el enfoque crítico o para extremar el rigor de los términos con que se expresa un planteamiento en su contexto preciso. Pero las ideas de Aristóteles rebasan cualquier marco; es un clásico del pensamiento por su hondura y su temática. El alcance de sus planteamientos y la vivacidad de sus ideas trasciende su contexto histórico y muy justamente ha marcado la reflexión posterior sobre el hombre y la sociedad civil. La enorme influencia de este tratado está en consonancia con el interés de sus análisis y reflexiones. Como antropólogo, sociólogo, filósofo y pensador político, Aristóteles presenta numerosas perspectivas y sugerencias al lector actual, al margen de todas las precisiones que los estudiosos y eruditos puedan aportar en notas de pie de página.

Frente a la mayor calidad literaria de Platón, el idealista y utópico, su discípulo Aristóteles puede esgrimir los méritos de su mayor realismo crítico y su temperamento liberal y moderado, con su enorme inteligencia abierta a todas las cuestiones sociales.

Hay varias traducciones de la POLÍTICA en nuestra lengua. Desde la de María Araujo y Julián Marías de 1951 (edición bilingüe, del Instituto de Estudios Políticos, reeditada luego), hasta la más reciente que conozco (por M. García Valdés, en la Biblioteca Clásica Gredos, 1989), una media docena.

Esta que aquí se reedita, la de Patricio de Azcárate, un buen conocedor de la obra completa de Aristóteles, es de 1874.

La primera versión al castellano fue la de Pedro Simón Abril, en 1584. (Se ha reeditado hace pocos años, en «Biblioteca de Política, Economía y Sociología», Barcelona, Orbis, 1985, 2 tomos).

Pero entre las traducciones de esta obra conviene recordar la que hizo un ilustre humanista español, Juan Ginés de Sepúlveda, al latín, editada en París en 1548, que tanta repercusión tuvo en las discusiones sobre los derechos de los indios y la esclavitud en los tiempos de la conquista de América[18].

CARLOS GARCÍA GUAL