3
Cuando Hannah llegó a su apartamento aún tenía una sonrisa en los labios.
Esa llamada a lo John Wayne había sido una de las cosas más sexys que le habían ocurrido en la vida. Aunque a decir verdad tal vez fuera la única. Y qué más daba, se dijo a sí misma. Tampoco era para tanto, se recordó. Pero no, no había nada que pudiera borrarle la sonrisa o apaciguar el latido de su corazón. John tenía ya de por sí una voz muy profunda, de esas que son como si unos dedos te recorrieran la espalda muy, muy despacio. Pero por teléfono, y en plan enigmático, era como si todo su cuerpo se hubiera hundido en una bañera de agua caliente llena de espuma. Fue a su habitación para colgar el abrigo y dejar los trastos y después entró en la cocina. Era una lástima que él no se hubiera animado a ir a cenar, pero seguro que se lo pasaría muy bien con sus amigos.
Hacía semanas que tenían organizada esa cena; una especie de venganza contra Cupido por mantenerlos solteros y desparejados el fin de semana de san Valentín. Preparó la mesa y se aseguró de tener todos los ingredientes necesarios para que Lola, una de sus amigas, preparara su famosa tortilla de patatas. A la cena también iban a asistir, Adam, Chase, Vanesa y Laura. Los seis se habían conocido en la residencia de estudiantes en la que habían estado alojados durante el primer año de sus respetivas carreras. Se hicieron amigos en seguida, y, por desgracia, como solía decir Adam, no se sentían atraídos los unos por los otros ni por casualidad. Adam tenía la teoría de que en una vida pasada había sido, como mínimo, un dictador, porque el destino no podía ser tan cruel como para hacerle tener tan buenas amigas y no enamorarse de ninguna. La verdad era que su grupo era de lo más peculiar, todos estudiaban carreras distintas y todos tenían a su vez amigos en sus correspondientes facultades, pero sus cenas eran sagradas y Hannah sabía que siempre podía contar con ellos. Pensó en John y lamentó que no fuera a estar allí. A lo largo de los años, ella nunca había presentado a ningún «novio» a sus amigos; tenía la sensación de que hacerlo lo convertiría en oficial, y ella nunca había tenido una relación que se mereciera tal calificativo.
Al llegar a su piso, John, que se prohibió a sí mismo analizar los motivos de esa llamada, se sentó en el escritorio y se puso a estudiar. O mejor dicho, a ver cómo desfilaban las letras delante de sus narices. Pasadas un par de horas llamó a su abuelo, quien le contó que él y la abuela estaban ansiosos por irse de crucero.
Celebraban un montón de años de casados y ése era el regalo que ambos habían decidido hacerse. Charlar con sus abuelos siempre le ponía de buen humor, así que cuando colgó estaba ya menos tenso, pero aun así, le fue imposible concentrarse.
En un intento por solucionar la situación, John pensó que podría ducharse; el agua caliente solía fallar mucho en su edificio, y ducharse con agua fría, o helada, seguro que le espabilaría. Puso el plan en marcha, y bajo el chorro de agua no pudo evitar tatarear la canción de Titanic. Decididamente iba a matar al que había elegido la música del centro comercial. Cerró el grifo y cuando se giró en busca de la toalla resbaló y perdió el mundo de vista. La caída debió de durar apenas unos segundos, pero para John sucedió a cámara lenta y lo primero que sintió al abrir los ojos fue un indescriptible dolor en el hombro. Trató de moverlo pero la punzada que sintió casi consiguió dejarlo inconsciente, así que se levantó como pudo del suelo del baño, apoyándose sólo en una mano. Hacía meses que pensaba que tenía que cambiar esas baldosas, y que se repetía que la alfombra que estaba junto a la ducha no absorbía el agua, pero nunca tenía tiempo y ahora estaba pagando las consecuencias. Fue a su habitación y se puso con torpeza unos calzoncillos y unos pantalones de chándal, pero fue incapaz de levantar el brazo y ponerse también una camiseta. No hacía falta ser médico para saber que se había roto algo o, como mínimo, dislocado el hombro. Tenía que ir al hospital, pero antes necesitaba que alguien lo ayudara a terminar de vestirse y que lo acompañara hasta allí. Llamar a sus abuelos sólo serviría para preocuparlos, ellos estaban en Nueva York y desde allí no podían hacer nada, así que armándose de valor llamó a la única persona que se veía capaz de pedirle ayuda, a pesar de que sólo hacía un día que la conocía.
Cuando Hannah oyó sonar su teléfono móvil se sorprendió, nadie llamaba a esas horas, pero cuando vio el nombre que salía por la pantalla creyó estar alucinando. Tardó unos segundos en reaccionar, de hecho, si no hubiera sido por Lola, que le preguntaba si pensaba responder, tal vez no lo habría hecho.
—¿Si? —dijo ella al deslizar la tapa.
—¿Hannah? Soy John. —Apretó los dientes del dolor que sentía y debió de hacer algún ruido porque ella en seguida preguntó: —¿Estás bien?
—No. —Le contó lo que le había sucedido—. Sé que es mucho pedir, pero ¿podrías venir a mi piso y acompañarme al hospital?
—Claro. —Hannah se puso de pie y caminó hacia la cocina para coger un papel y un bolígrafo—. Dame tu dirección. En veinte minutos estoy allí.
—Gracias. —Volvió a cerrar los ojos de dolor y colgó.
Hannah les contó a sus atónitos amigos lo sucedido y Adam se ofreció a acompañarla, así que pronto los dos, abrigados hasta las cejas, abandonaron la partida de cartas que estaban jugando y fueron a auxiliar a John. El que Adam hubiera decidido acompañar a Hannah se debía a varios motivos; uno, no quería que fuera sola a esas horas por la ciudad, dos, ¿qué sabían de ese tal John, tal vez fuera un maníaco?, y tres, si de verdad se había hecho daño quizá él podría ayudarlo y evitarle la visita al hospital. Adam estaba en el último año de medicina y algo sabía sobre huesos rotos. Tal y como había prometido Hannah, veinte minutos después de la llamada estaban frente a la puerta de su piso. Llamaron y segundos más tarde un John con el pelo húmedo, sin camiseta, y con cara de estar pasándolo muy mal les abrió la puerta.
—Gracias por venir —fue lo primero que dijo al ver a Hannah y a su acompañante.
La visión de ese torso desnudo le dejó claro a Hannah que John hacía algo más que estudiar, pero al ver el dolor que se reflejaba en sus ojos se olvidó de frivolidades, por deliciosas que fueran, y se centró en lo importante.
—Ese hombro tiene muy mal aspecto. —Le colocó un dedo encima y en ese mismo instante John se apartó de la puerta para dejarlos entrar—. Éste es Adam.
—Hola. —John se ruborizó al pensar que tal vez había mal interpretado lo sucedido esa tarde.
—Soy amigo de Hannah —soltó Adam al intuir lo que pensaba el otro hombre—. Estudio medicina, ¿por qué no te sientas allí y dejas que te examine el hombro?
John se sentó en el sofá y echó la cabeza hacia atrás, pero tan pronto como Adam le tocó la clavícula se tensó de dolor.
—Me temo que te has roto la clavícula y la muñeca —confirmó al apartarse— . Será mejor que te vistas y te llevemos al hospital. Voy a llamar a un taxi. Hannah —se dirigió a su amiga, que se había sentado al lado de John y le apretaba la mano que tenía ilesa sin él darse cuenta—, ¿por qué no le ayudas a ponerse una camiseta?
—Claro. Vamos, John. —Tiró de la mano para ayudarlo a levantarse—.
¿Dónde está tu habitación?
—Es esa de allí. —Vio que ella no le soltaba la mano y eso le reconfortó mucho más que cualquier otra cosa—. Siento haberte metido en esto.
—No digas tonterías. Creía que me costaría mucho más verte desnudo. —Al ver que había conseguido hacerle sonreír añadió—. Además, luego tendrás que compensarme por todo, seguro que se me ocurrirá algo con lo que torturarte, no sé, tal vez incluso te obligue a acompañarme al cine a ver una reposición de LoveStory.
—Eso sí que no. —John se sentó en la cama y le sonrió—. Gracias, de verdad.
—Vamos, déjalo ya, o tu reputación de tío duro se irá por los suelos.
—¿Aún no lo está?
—No, tranquilo. ¿Dónde tienes las camisetas? —preguntó ella para cambiar de conversación y ver si así se le pasaban las ganas de recorrerle ese torso con las manos.
—En el primer cajón.
Hannah lo abrió y vio que estaban perfectamente ordenadas y alineadas las unas con las otras.
—Vaya, si mi madre viera este cajón se pondría a llorar de emoción —dijo cogiendo una camiseta.
Se acercó a él y se colocó entre sus rodillas. John estaba en silencio, con la cabeza gacha y la mirada fija en el suelo, y, aunque sabía que podía hacerlo él, Hannah le quitó las gafas. Ese gesto consiguió que él levantara el rostro y Hannah vio que él estaba tan perdido como ella. Sólo hacía un día que se habían conocido, apenas habían hablado, pero los dos sabían que iban a ser muy importantes el uno para el otro. Sin abandonar ese pensamiento, Hannah le deslizó la camiseta por la cabeza y le colocó primero el brazo ileso y, luego, con muchísimo cuidado el otro.
Después se aseguró de que la camiseta le cubriera el torso y el estómago y no pudo evitar darse cuenta de que él tenía la respiración acelerada y que los pantalones de deporte le apretaban más que antes. Levantó la vista, volvió a colocarle las gafas y le acarició el pómulo con los nudillos.
—El taxi ya está aquí —gritó Adam desde el pasillo.
Hannah se apartó y cogió el anorak que John había dejado antes en el respaldo de la silla de su habitación. Lo ayudó a ponérselo, y, entrelazando los dedos con los de él, y sin decir ni una palabra, lo acompañó hacia fuera.
Media hora más tarde llegaban a urgencias, y una hora y cuarenta minutos después seguían allí sentados.
—Gracias a Dios que no estoy desangrándome, o a estas alturas ya estaría muerto —se quejó John.
Hannah estaba sentada a su lado dándole la mano, y trataba de distraerlo contándole tonterías. En ese instante por fin apareció Adam que había ido a ver si encontraba a alguien que pudiera atenderlos.
—Vendrán en seguida. Al parecer es una noche muy concurrida, pero por uno de los pasillos me he cruzado con un compañero de clase y me ha dicho que ahora manda a alguien.
Y como si con esa frase hubiera conjurado a los enfermeros, dos chicos con uniforme entraron en la sala de urgencias y se acercaron a John. Tras las preguntas pertinentes se lo llevaron a hacer una radiografía que por desgracia confirmó el diagnóstico de Adam. John se había roto la clavícula y se había dislocado la muñeca. El doctor, un hombre con cara de agotamiento, le vendó el hombro y le inmovilizó el brazo. Al terminar, lo acompañó hasta donde Hannah y Adam estaban esperándolo.
—John tiene que hacer reposo —le explicó el doctor a Hannah, dando por hecho que era su novia—. Cuanto menos mueva el hombro y el brazo antes se curará. Voy a recetarle unas pastillas para el dolor, y venid a verme dentro de tres semanas. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —contestaron John y Hannah a la vez, pero fue ella la que cogió la receta del médico.
—Vamos —dijo Adam—. De camino a tu piso podemos pararnos en una farmacia —le explicó a John, ayudándolo a ponerse el abrigo por encima del cabestrillo.
Los tres se subieron en un taxi y, como era de madrugada, pudieron ver despertar la ciudad. Llegaron al piso de John, y Hannah le dijo a Adam que podía irse; sabía que su amigo tenía previsto pasarse el domingo trabajando en un nuevo proyecto y no quería entretenerlo más. John le dio las gracias a Adam por su ayuda y después de que Hannah le prometiera que lo llamaría si sucedía algo, el estudiante de medicina se fue a dormir un rato.
Las pastillas le tenían un poco atontado, y el dolor y el cansancio no contribuían demasiado a su agudeza mental, pero John sabía que tenía que dejar que Hannah se fuera. El problema era que no quería estar sin ella, tal vez fuera por lo que había sucedido antes de ir hacia el hospital, o por el modo en que ella le había dado la mano en urgencias, pero fuera lo que fuese, John quería que ella siguiera allí con él. Hannah abrió la puerta del piso y lo ayudó a quitarse el abrigo.
—Deberías irte —dijo él, a pesar de que en realidad deseaba todo lo contrario—. Es muy tarde.
—No te preocupes —respondió ella, esforzándose por no bostezar.
—Si te estás durmiendo de pie. Vete tranquila, ya has hecho más de lo que era necesario. —Se colocó bien las gafas con la mano que no tenía lesionada—.
Siento muchísimo haberte llamado. —Levantó la mitad superior del labio en una sonrisa burlona—. Seguro que ahora te arrepientes de haberme dado tu número, la verdad es que no sabía a quién llamar. —John optó por callarse. Esas pastillas le estaban soltando la lengua y a este paso seguro que terminaría por contarle lo de sus padres. Algo que él nunca compartía con nadie.
—No digas tonterías. —Volvió a cogerlo por la mano y tiró de él hacia su habitación—. Vamos, será mejor que te acuestes un rato. El doctor ha dicho que tenías que hacer reposo.
John se dejó llevar, ver a Hannah guiándolo por el pequeño pasillo era de lo más erótico que le había sucedido en la vida. Vaya, esas pastillas eran en verdad un peligro. Respiró hondo y sacudió la cabeza. Al llegar a la habitación, ella le soltó la mano y se acercó a la cama para colocar bien los cojines y apartar la colcha.
John estaba tan hipnotizado con los movimientos de Hannah que apenas se dio cuenta de que ella volvía a enlazar los dedos con los de él y lo llevaba hasta la cama. Una vez estuvo sentado, vio que le quitaba las gafas y que con delicadeza las colocaba encima de la mesilla de noche.
—Duerme un poco —le susurró, pasándole una mano por el pelo.
John se echó hacia atrás y se tumbó despacio.
—No te vayas —dijo con los ojos cerrados.
Ella no respondió, sino que se agachó y le dio un cariñoso beso en los labios.
Fue un susurro, un suspiro, pero al apartarse vio que él, completamente dormido, sonreía.
Hannah dejó a John durmiendo y salió de la habitación. Lamentaba tener que curiosear por el apartamento, pero si quería saber qué le hacía falta no tenía más remedio que investigar un poco. Limitó su inspección a la cocina y vio que John, además de no salir con amigos, tampoco visitaba el supermercado con demasiada frecuencia. Faltaban pocas horas para las diez de la mañana, y aunque era domingo un par de establecimientos abrían para abastecer a los rezagados y despistados como John. Ella también estaba cansada, pero se conocía lo suficiente como para saber que le sería imposible dormir. No con todo lo que le estaba pasando por la cabeza y el corazón. Ella jamás había tenido tantas ganas de abrazar a nadie como cuando vio a John sentado en la cama esperando a que ella lo ayudara a vestirse, y tampoco había querido tanto cuidar de nadie como de él.
Debían de ser sus ojos, pensó, esos ojos tristes y asustadizos. Sonrió para sí misma, si él supiera lo que estaba pensando seguro que levantaría esa ceja y le diría que no dijera tonterías. Él y sus frases monosilábicas. Decidida a no seguir dándole más vueltas al tema, y fiel a su convicción de que la vida hay que vivirla, Hannah cogió un papel y un bolígrafo y le escribió una nota: «He ido a comprar.
Regresaré en seguida. Hannah.»
Iba a ponerle algo más pero se abstuvo. Al fin y al cabo, John era un hombre de pocas palabras.
Dos horas más tarde, y cargada con comida y su mochila llena de libros, Hannah regresó al piso de John. Abrió la puerta despacio para hacer el menor ruido posible pero le bastó con dar un solo paso para ver que él seguía durmiendo. Se acercó a la mesa y cogió la nota que había resultado ser del todo innecesaria, y después se dirigió a la diminuta cocina para guardar las cosas. Finalizadas las tareas domésticas, optó por sentarse en el sofá y empezar a leer el libro que el viernes había sacado de la biblioteca.
John se despertó y al tratar de incorporarse el dolor que le atenazó el hombro le recordó todo lo sucedido. Se levantó y se puso las gafas, el cabestrillo le pesaba y la cabeza aún le daba vueltas por la medicación, pero de entre todos los pensamientos que cruzaban por su mente en ese instante había uno que destacaba por encima del esto. ¿Hannah le había dado un beso? ¿O esas drogas eran mejores de lo que los propios médicos creían? Salió de su habitación decidido a llamar a Hannah para darle de nuevo las gracias por todo, aunque pronto descubrió que no iba a necesitar el teléfono para hacerlo. Allí, dormida en el sofá estaba su precioso ángel. Se acercó a ella y con cuidado apartó el libro que aún tenía en las manos. La tapó como pudo con una manta que siempre tenía allí por si a caso y antes de apartarse inclinó la cabeza y le dio un beso en los labios. Se dijo a sí mismo que sólo lo hacía para saber si de verdad había estado soñando antes, se repitió que no tenía importancia, pero al sentir los labios de Hannah bajo los suyos descubrió que ni lo de antes había sido un sueño y que sin duda era la caricia con más significado de toda su vida. Con el corazón en un puño, se sentó junto a ella y le acarició el pelo con la mano que tenía libre. Una hora más tarde Hannah entreabrió los ojos y con una sonrisa en los labios dijo:
—Hola.
—Hola —respondió él ensimismado—. Aún estás aquí —añadió, como si quisiera asegurarse de que no estaba imaginándosela. Aunque si eso fuera un sueño no tendría que enfrentarse a los sentimientos que esa chica le estaba despertando ni tampoco tendría que hacer frente a sus miedos.
—Claro. —Hannah se desperezó y se incorporó para sentarse junto a John—.
¿Cómo tienes el hombro?
—Roto.
Ella sonrió.
—Espero que no te moleste —dijo ella al levantarse—. Pero antes he salido un momento y he ido a comprar cuatro cosas. Tenías la nevera más triste que he visto nunca.
—Gracias —respondió él un poco incómodo—. No deberías preocuparte tanto.
—Tranquilo, ya encontraré el modo de que me compenses, ¿te apetece desayunar?
John iba a decir algo pero su estómago se le adelantó.
—Ya veo que sí. Vamos —Hannah le tendió la mano—, ven a la cocina conmigo y cuéntame algo más sobre ti mientras yo preparo el café.
Él obedeció pero no le contó nada, sino que se limitó a escucharla hablar acerca de su trabajo en la escuela infantil y de lo mucho que le gustaba hacer esas prácticas allí.