W.G. SEBALD

LOS ANILLOS DE SATURNO

El escritor emprende un viaje a pie por el condado de Suffolk, en la costa este de Inglaterra, para llenar el vacío que se ha propagado en su interior al haber concluido un trabajo importante. A la vista de paisajes solitarios y pequeñas poblaciones costeras se topa con vestigios de un pasado que le remite a la totalidad del mundo, enmarcado en multitud de épocas, espacios y personajes diferentes. Sebald funde magistralmente la autobiografía con la descripción y redacción de historia e historias, anécdotas, conjeturas y recuerdos a caballo entre la realidad y la ficción, en los que la civilización y la naturaleza se muestran en sus variedades más amplias. Son muchos los personajes que acompañan a Sebald en su viaje interno y externo y a los que se les concede la palabra: Thomas Browne, Chateaubriand, Swinburne, Joseph Conrad, etc.

Título original: Die Ringe des Saturn Versión castellana de

CARMEN GÓMEZ Y GEORG PICHLER

Good and evil we know in the field of this world grow up together almost inseparably.

John Milton, Paradise Lost II faut surtout pardonner á ees ames malheureuses qui ont élu de faire le pélerinage à pied, qui cótoient le rivage et regardent sans comprendre l'horreur de la lutte et le profond désespoir des vaincus.

Joseph Conrad a Marguerite Poradowska están formados por cristales de hielo y por lo que se supone partículas de polvo de meteorito que giran en torno al planeta en trayectorias circulares, describiendo una órbita que se sitúa a la altura de su Ecuador. Probablemente se trata de los fragmentos de una luna anterior que, demasiado cercana al planeta, se desintegró por la acción de las mareas de Saturno (límite de Roche).

Enciclopedia Brockhaus

I

En agosto de 1992, cuando la canícula se acercaba a su fin, emprendí un viaje a pie a través del condado de Suffolk, al este de Inglaterra, con la esperanza de poder huir del vacío que se estaba propagando en mí después de haber concluido un trabajo importante. Esta esperanza se cumplió hasta cierto punto, ya que raras veces me he sentido tan independiente como entonces, caminando horas y días enteros por las comarcas, en parte pobladas sólo escasamente, junto a la orilla del mar. Por otra parte, sin embargo, ahora me parece como si la antigua creencia de que determinadas enfermedades del espíritu y del cuerpo arraigan en nosotros bajo el signo de Sirio, preferentemente, tuviese justificación.

En cualquier caso, en la época posterior me mantuvo ocupado tanto el recuerdo de la bella libertad de movimiento como también aquel del horror paralizante que varias veces me había asaltado contemplando las huellas de la destrucción, que, incluso en esta remota comarca, retrocedían a un pasado remoto. Tal vez este era el motivo por el que, justo en el mismo día, un año después del comienzo de mi viaje, fui ingresado, en un estado próximo a la inmovilidad absoluta, en el hospital de Norwich, la capital de la provincia, donde después, al menos de pensamiento, comencé a escribir estas páginas. Aún recuerdo con exactitud cómo justo después de que me ingresaran, en mi habitación del octavo piso del hospital, estuve sometido a la idea de que las distancias de Suffolk, que había recorrido el verano pasado, se habían contraído definitivamente en un único punto ciego y sordo. De hecho, desde mi postración, no podía verse del mundo más que el trozo de cielo incoloro en el marco de la ventana.

A lo largo del día me acometía con frecuencia un deseo de cerciorarme mediante una mirada desde la ventana del hospital, cubierta extrañamente por una red negra, de que la realidad, como me temía, había desaparecido para siempre. Este deseo cobraba tal fuerza con la irrupción del crepúsculo, que después de haber conseguido, medio de bruces y medio de costado, des-lizarme por el borde de la cama hasta el suelo y alcanzar la pared a gatas, lograba incorporarme pese a los dolores que me producía, irguiéndome con esfuerzo contra el antepecho de la ventana. Con los ademanes convulsivos propios de un ser que por primera vez se ha levantado de la horizontalidad de la tierra, me apoyaba de pie, contra el cristal, pensando involuntariamente en la escena en la que el pobre Gregor Samsa, aferrándose al respaldo del sillón con patitas temblorosas, mira fuera de su habitación hacia un recuerdo impreciso, según el libro, de la liberación que para él había supuesto mirar por la ventana. Y exactamente como Gregor, con los ojos empañados, no reconocía la tranquila Charlottenstraße, donde vivía con los suyos desde hacía años, y la tenía por un páramo gris, también a mí la ciudad familiar, que desde los antepatios del hospital se extendía hacia el horizonte, me era completamente ajena. No podía imaginarme que en los muros entreverados de allí abajo aún se moviera cualquier cosa, sino que, desde un arrecife, creía estar mirando un mar de piedra o una cantera donde sobresalían las masas tenebrosas de los aparcamientos como enormes bloques erráticos. A estas horas macilentas del anochecer no se veía a ningún transeúnte por las cercanías; únicamente a una enfermera, que justo en ese momento estaba atravesando el césped desolador que hay delante de la entrada para acudir a su turno de noche. Desde el centro de la ciudad, una ambulancia de luces azules, torciendo lentamente por varias esquinas, se dirigía al servicio de urgencias. El sonido de la sirena no penetraba en mi habitación. A la altura a la que me encontraba estaba rodeado de un silencio casi absoluto, artificial, por así decirlo. Sólo podía oírse cómo la corriente de aire, que acariciaba los campos, chocaba fuera, contra la ventana, y, a menudo, cuando también este ruido se había apaciguado, el zumbido en los oídos propios que nunca cesaba por completo.

Hoy, el día que comienzo a poner mis apuntes en limpio, más de un año después de que me hayan dado de alta en el hospital, me viene forzosamente la idea de que entonces, cuando desde la octava planta miraba la ciudad sumergiéndose en el crepúsculo, Michael Parkinson seguía vivo en su estrecha casa de la calle Portersfield, posiblemente ocupado, como casi siempre, en la preparación de un seminario o en su estudio sobre Ramuz, al que ya había dedicado mucho esfuerzo. Michael tenía cerca de cincuenta años, estaba soltero, y, según creo, era uno de los seres humanos más inocentes con los que me he topado en mi vida. Nada le era más ajeno que el interés personal, nada le preocupaba tanto como cumplir con su deber, lo cual era cada vez más difícil debido a las circunstancias que prevalecían desde hacía algún tiempo. Pero lo que más le caracterizaba, con mucho, era una sobriedad de la que muchos afirmaban que rayaba en lo excéntrico. En una época en que la mayoría de las personas debe ir constantemente a comprar para la preservación de su existencia, Michael no ha salido de compras prácticamente nunca. En todos los años, desde que le conocí, llevaba por turnos una chaqueta azul oscura y otra de color hierro, y cuando se le gastaban las mangas o tenía raídos los codos, él mismo cogía aguja e hilo y se cosía un parche de cuero. Sí, incluso parece que daba la vuelta a los cuellos de sus camisas. En las vacaciones de verano, Michael solía hacer a pie largos viajes, relacionados con sus estudios sobre Ramuz, a través de Valais y el país de Vaud y a veces también por el Jura o por los Cevenas.

Cuando regresaba de uno de estos viajes o cuando admiraba en él la seriedad con la que desempeñaba su trabajo, me parecía como si él, a su modo, hubiese encontrado la felicidad en una forma de modestia que entre tanto es casi inimaginable. Pero de repente, el pasado mayo, me dijeron que Michael, al que nadie había visto desde hacía un par de días, había sido encontrado muerto en su cama, tumbado de lado y ya completamente rígido, con unas extrañas manchas de color rojo en la cara. La investigación judicial notificó that he had died of unknown causes, un veredicto al que para mí añadí: in the dark and deep part of the night.

Probablemente a quien más conmovió el escalofrío de espanto que nos recorrió tras la muerte de Michael Parkinson, con la que no contábamos nadie, fue a Janine Rosalind Dakyns, la profesora de románicas, también soltera, incluso se puede decir que tan mal soportó la pérdida de Michael, a quien le unía una especie de amistad de la infancia, que un par de semanas después de su defunción murió de una enfermedad que destrozó su cuerpo en un tiempo mínimo. Janine Dakyns vivía en una pequeña callejuela contigua al hospital, y había estudiado en Oxford, como Michael. A lo largo de su vida había desarrollado una ciencia de la novela francesa del siglo XIX, libre de toda presunción intelectual y particular, en cierto modo, que siempre parte de un detalle oscuro, nunca de uno obvio, especialmente con relación a Gustave Flaubert, a quien con mucho apreciaba en mayor medida, y de cuya correspondencia, de miles de páginas, me citaba, en la ocasión más dispar, largos pasajes que cada vez volvían a despertar mi asombro. Por lo demás, Janine, que, a menudo, cuando exponía sus pensamientos, caía en un estado de entusiasmo casi preocupante, intentaba indagar a fondo los escrúpulos literarios de Flaubert con el mayor interés personal posible, esto es, en su miedo a la falsedad que, como solía decir, lo encadenaba semanas y meses enteros a su canapé y le hacía temer que nunca más podría escribir siquiera media línea sin comprometerse de la forma más embarazosa. En esa época, decía Janine, no sólo le parecía absolutamente impensable cualquier forma posterior de escritura, sino que más aún estaba convencido de que todo lo que había escrito hasta entonces se reducía a una yuxtaposición de los errores más inexcusables, de consecuencias trascendentales y de embustes. Janine afirmaba que los escrúpulos de Flaubert habían de ser atribuidos al embrutecimiento progresivo e incontenible que había observado y que, según creía, ya se estaba propagando por su propia cabeza. Una vez debió de decir que era como hundirse en la arena. Es posible que por este motivo, pensaba Janine, la arena tuviera un papel tan importante en todas sus obras. La arena lo conquistaba todo.

Constantemente, seguía Janine, pasaban ingentes nubes de polvo a través de sus sueños diurnos y nocturnos, y arremolinadas sobre las áridas llanuras del continente africano, corrían hacia el norte, sobre el Mediterráneo y sobre la península Ibérica, hasta que en algún momento caían, como cenizas de fuego, sobre el jardín de las Tullerías, sobre un arrabal de Ruán o sobre un pequeño pueblo de Normandía, penetrando en los intersticios más diminutos. Flaubert veía el Sahara entero, decía Janine, en un grano de arena oculto en el dobladillo de un vestido de invierno de Emma Bovary, y, según él, cada átomo pesaba tanto como la cordillera del Atlas. A menudo, al finalizar el día, conversábamos sobre la visión del mundo de Flaubert en el despacho de Janine, donde había una cantidad tal de apuntes de clase, cartas y escritos de todo tipo, que uno podía imaginarse estar en medio de una marea de papel. Con el paso del tiempo, encima del escritorio, originariamente punto de partida o lo que es lo mismo, punto de convergencia de la asombrosa proliferación de papel, había surgido un verdadero paisaje con montañas y valles, que entre tanto, como un glaciar cuando alcanza el mar, se rompía en sus bordes, formando sobre el suelo en derredor nuevos sedimentos, que a su vez se deslizaban imperceptiblemente hacia el centro de la habitación. Ya hacía años, las masas de papel en constante crecimiento habían obligado a Janine a buscar refugio en otras mesas. Estas, sobre las que sucesivamente se habían ido consumando procesos semejantes de acumulación, representaban, por así decirlo, épocas tardías en el desarrollo del universo papelero de Janine. También la alfombra había desaparecido desde hacía mucho tiempo bajo unas cuantas capas de papel, que incluso, desde un suelo, al que descendía desde una media altura, había comenzado a escalar las paredes, cubiertas hasta el marco superior de la puerta con folios y documentos aislados, cada uno de ellos sujeto por una esquina con una chincheta y en parte unos sobre otros sin apenas espacio entre sí.

Sobre los libros de las estanterías, donde fuera posible, había montañas de papeles, y en todo este papel, a la hora del crepúsculo, se reunía el reflejo de la luz que se disipaba, de la misma forma que antaño, pensé una vez, la nieve se congregaba sobre los campos bajo el cielo de la noche, negro como la tinta.

El último lugar de trabajo de Janine fue un sillón, más o menos emplazado hacia el centro del cuarto, en el que se la veía sentada cuando se pasaba por delante de su puerta, abierta constantemente, inclinada hacia delante garabateando sobre una carpeta que sostenía sobre la rodilla, o bien recostada y perdida en pensamientos. En una ocasión, cuando le dije que entre sus papeles se parecía al ángel de la Melancolía, de Durero, resistiendo inmóvil entre los instrumentos de destrucción, me contestó que el aparente caos de sus cosas representaba en realidad algo así como un orden perfecto o que aspiraba a la perfección. Y en efecto, por lo general podía encontrar al instante cualquier cosa que buscara en sus papeles, en sus libros o en su cabeza. También fue Janine la que inmediatamente me recomendó a Anthony Batty Shaw, famoso cirujano al que conocía de la Oxford Society, cuando, poco después de darme de baja del hospital, comencé mis investigaciones sobre Thomas Browne, que en el siglo XVII ejerció de médico en Norwich y dejó una serie de escritos de los que apenas se puede encontrar algo equiparable. En aquel tiempo había hallado por casualidad una entrada en la Enciclopedia Británica, según la cual, el cerebro de Browne se conservaba en el museo del hospital de Norfolk amp; Norwich. Esta afirmación me pareció tan indudable, como ineficaces fueron mis intentos por examinar el cerebro en el mismo lugar en el que yo había estado hasta hacía poco tiempo, ya que entre las damas y los caballeros de la administración actual no había nadie que supiese algo de la existencia de tal museo. Cuando presenté mi petición inusual, no sólo se me miró con la incomprensión más absoluta, sino que incluso me pareció que algunos de los que había preguntado me consideraban un pesado tipo raro. Pues bien, es sabido que en la época en que, en el marco de las reformas sociales, se instalaron los denominados hospitales municipales, había, en muchos de estos edificios, un museo o, para mayor exactitud, una cámara de los horrores donde, en recipientes con formalina, se conservaban abortos, criaturas deformes, hidrocéfalos, órganos hipertrofiados y demás singularidades por el estilo, para fines de demostración médica, y que ocasionalmente eran expuestos al público. Únicamente cabía preguntarse dónde había ido a parar todo esto. En cuanto al hospital de Norwich y al paradero del cráneo de Browne, el departamento de historia local de la biblioteca central, destrozado hasta la fecha por un incendio, no pudo darme ningún tipo de información. Fue el contacto con Anthony Batty Shaw, que me había procurado Janine, el que finalmente me reveló la aclaración que deseaba. Tal como Batty Shaw afirmaba en un artículo que me envió y que había aparecido recientemente en el Journal of Medical Biography, Thomas Browne, después de su muerte acaecida en 1682, el día que cumplía 77 años, había sido enterrado en la iglesia parroquial de San Pedro Mancroft, donde descansaron sus restos mortales hasta el año 1840, cuando, durante los preparativos para un sepelio cerca del mismo lugar del coro, deterioraron su ataúd, sacando a la luz partes de su contenido. A consecuencia de este incidente, el cráneo de Browne y un rizo de su cabello pasaron a ser posesión de Lubbock, médico y presbítero, quien a su vez legó en testamento las reliquias al museo del hospital, donde hasta 1921 pudieron contemplarse entre todo tipo de extravagancias anatómicas bajo una campana de cristal construida especialmente para este fin. Hasta entonces no se había transigido con la solicitud que la parroquia de San Pedro Mancroft había dirigido en reiteradas ocasiones en cuanto a la devolución del cráneo de Browne y casi un cuarto de milenio después de su primer entierro, fue señalada una fecha para el segundo con la máxima solemnidad. Es el mismo Browne quien en su famoso tratado, mitad arqueológico, mitad metafísico, sobre la práctica de la incineración y el enterramiento en urnas, nos ha proporcionado el mejor comentario a la posterior odisea de su propio cráneo, en el lugar donde escribe que escarbar en la tumba de un muerto para sacarlo es una tragedia y una atrocidad. Pero, añade, quién conoce el destino de sus propios huesos y sabe cuántas veces van a ser enterrados.

Thomas Browne, hijo de un comerciante de seda, nació en Londres el 19 de octubre de 1605. De su niñez se sabe poco, y en sus biografías apenas hay una explicación del tipo de formación médica que recibió después de su licenciatura en Oxford. Únicamente está comprobado que desde los veinticinco hasta los veintiocho años asistió a las por aquel entonces eminentes academias en ciencias hipocráticas de Montpellier, Padua y Viena, y que finalmente, antes de su regreso a Inglaterra, obtuvo en Leiden el grado de doctor en medicina. En enero de 1632, durante su estancia en Holanda, y por consiguiente en una época en la que Browne se había enfrascado más que nunca en los secretos del cuerpo humano, se practicó en el Waagebouw de Amsterdam una autopsia pública en el cuerpo del maleante de la ciudad, Adriaan Adriaanszoon, alias Aris Kindt, ahorcado pocas horas antes por robo. Pese a no haber documento alguno que lo justifique claramente, es más que probable que Browne no se hubiera sustraído a la notificación de la autopsia y que haya presenciado el espectacular acontecimiento preservado por Rembrandt en su retrato del gremio de cirujanos, sobre todo en tanto que la clase de anatomía del doctor Nicolaas Tulp, que se celebraba anualmente en pleno invierno, era del mayor interés no sólo para un médico novicio, sino que también era una fecha significativa en el calendario de la sociedad de aquel tiempo, convencida de estar saliendo de la oscuridad a la luz. Sin duda alguna, en el espectáculo ofrecido ante un público de pago procedente de las clases favorecidas se trataba, por un lado, de una demostración de un intrépido afán investigador de la ciencia moderna, por otro, no obstante, aunque seguramente esta afirmación la hubieran rechazado con firmeza, de un ritual arcaico de desmembración de un ser humano, de la mortificación de la carne del malhechor hasta más allá de la muerte, que, como antaño, seguía formando parte del registro de los castigos habituales que se infligían. El solemne carácter que se infiere de la representación de Rembrandt del despedazamiento del muerto -los cirujanos lucen sus mejores galas, y el doctor Tulp incluso lleva un sombrero en la cabeza- así como el hecho de que tras la consumación del procedimiento se celebró un banquete ceremonioso, simbólico en cierto sentido, habla en favor de que en la clase de anatomía de Amsterdam se trataba de algo más que de un conocimiento más hondo de los órganos internos del ser humano. Cuando hoy día nos hallamos en el Mauritshuis ante el cuadro de anatomía de Rembrandt, de más de dos metros por uno y medio, estamos justo en el lugar de aquellos que en el Waagebouw de entonces siguieron el proceso de la disección, creyendo ver lo que ellos han visto: el cuerpo verdoso de Aris Kindt tendido en un primer plano, con el cuello partido, el pecho horriblemente abombado hacia fuera y con la rigidez de la muerte. Y sin embargo, es cuestionable que alguien haya visto este cuerpo, ya que el por aquel tiempo nuevo y próspero arte de la anatomización estaba no en último lugar al servicio de ocultar el cuerpo culpable. Es significativo que las miradas de los colegas del doctor Tulp no se fijen en este cuerpo como tal, sino que, casi rozándolo, la pasen por alto para dirigirse hacia el atlas abierto de anatomía, en el que la espantosa corporalidad está reducida a un diagrama, a un esquema del ser humano, tal como se imaginaba Rene Descartes, apasionado anatomista aficionado, al parecer también presente aquella mañana de enero en el Waagebouw. Como es sabido, Descartes, en uno de los capítulos principales de la historia de la sumisión, explica que se ha de prescindir de la carne incomprensible y dedicarse a la máquina que ya está esbozada en nuestro interior, a lo que puede entenderse en su totalidad, a aquello que puede aprovecharse íntegramente para el trabajo y, en caso de defecto, puede repararse o desecharse. Al extraño aislamiento del cuerpo expuesto al público le corresponde que la muy alabada aproximación a la realidad del cuadro de Rembrandt resulta no ser más que aparente cuando se observa con mayor exactitud. Esto es, en contra de toda costumbre, la autopsia que aquí se representa no comienza con la disección del abdomen y con la extracción de las vísceras que más rápidamente entran en estado de descomposición, sino (y es posible que también esto remita a un acto de penitencia) con la disección de la mano que había incurrido en el delito. Y esta mano tiene una característica peculiar. No sólo está desproporcionada de una forma grotesca en comparación con la que está más próxima a la persona que ve el cuadro, sino que también desde el punto de vista anatómico está a la inversa. Los tendones abiertos que, según la posición del pulgar, deberían ser de la palma de la mano izquierda, son los del dorso de la derecha.

De modo que se trata de una colocación puramente educativa, sacada sin más de un atlas anatómico, a través de la que el cuadro, si así puede decirse, que por lo demás reproduce con exactitud la vida real, se echa a perder justo en el punto de mayor significado, allí donde ya se han hecho los cortes, y se convierte en una construcción fallida. Es casi imposible que Rembrandt se haya equivocado. La ruptura de la composición me parece aún más premeditada, si cabe. La mano informe es la señal de la violencia que se ha practicado en Aris Kindt. El artista se equipara con él, con la víctima, y no con el gremio que le había hecho el encargo. El es el único que no tiene la mirada absorta, cartesiana, es el único que percibe el cuerpo extinguido, verdoso, ve la sombra en la boca entreabierta y sobre el ojo del muerto.

No hay ningún indicio de la perspectiva desde la que Thomas Browne siguió de cerca la disección, como tampoco de lo que vio, si es que, según creo, se encontraba entre los espectadores en el anfiteatro de anatomía de Amsterdam. Quizá fuera ese el vapor blanco del que afirma, en una nota posterior donde hace referencia a la niebla que se extendía por vastas zonas de Inglaterra y de Holanda el 27 de noviembre de 1674, que emergía de las cavidades de un cuerpo recién abierto, mientras que ese mismo vapor, decía Browne en el mismo párrafo, nubla nuestro cerebro a lo largo de nuestra vida, cuando dormimos y soñamos. Recuerdo claramente cómo mi propia conciencia estuvo cubierta de semejantes velos nebulosos cuando, después de la operación que se me practicó a últimas horas de la tarde, yacía de nuevo en mi habitación del octavo piso del hospital. Bajo la influencia prodigiosa de los sedantes girando en mi interior, me sentía en mi cama de barrotes de hierro como un viajero en globo, deslizándose, ingrávido, a través de las montañas de nubes que se amontonan a su alrededor. De vez en cuando se separaban las telas ondeantes, y miraba hacia las anchuras de tonos índigos y sobre el abismo donde yo, inextricable y negro, presentía la tierra. Arriba, sin embargo, en la cúpula celeste, las estrellas, diminutos puntos dorados, estaban diseminadas en el yermo. A través del vacío fragoroso penetraban en mi oído las voces de las dos enfermeras que me tomaban el pulso y a veces me humedecían los labios con una pequeña esponja rosácea, sujeta a una varilla que me recordaba los caramelos con forma de dado de miel turca que antes se podían comprar en la feria anual. Los seres que pululaban a mi alrededor se llamaban Katy y Lizzie, y creo que pocas veces he sido tan feliz como aquella noche bajo su custodia. No entendía ni una palabra de los asuntos cotidianos de los que hablaban entre ellas.

Solamente oía subir y bajar los tonos, sonidos naturales como los que articulan las gargantas de los pájaros, un sonido acabado a flauta y campanillas, entre música de ángeles y canto de sirenas. Lo único que se me ha quedado en la memoria de todo lo que Katy dijo a Lizzie y Lizzie a Katy es un fragmento extremadamente singular. Pertenecía a una historia de unas vacaciones en la isla de Malta y Katy, o Lizzie, afirmaba que los malteses, con un desprecio incomprensible hacia la muerte, no conducían a derecha ni a izquierda, sino siempre por el lado de la calle cubierto de sombra. Hasta el amanecer, cuando relevaron a las enfermeras del turno de noche, no comprendía dónde estaba. Empecé a sentir mi cuerpo, el pie entumecido, el lugar doloroso en mi espalda, registré el tintineo de los platos con el que, fuera, en el pasillo, empezaba una jornada de hospital, y cuando la primera luz de la mañana iluminaba el firmamento, vi cómo, al parecer por su propia fuerza, la estela de un avión cruzaba el trozo de cielo enmarcado por mi ventana. En aquel entonces tuve estas huellas por una señal favorable, pero ahora, al mirar hacia atrás, me temo que ha sido el comienzo de una grieta que desde entonces ha surcado mi vida. La máquina situada al extremo de la trayectoria era tan invisible como los pasajeros en su interior. La invisibilidad e intangibilidad de aquello que nos impulsa también constituía para Thomas Browne, para quien nuestro mundo sólo era mera sombra de otro, un acertijo en definitiva insondable. Por eso siempre intentó, pensando y escribiendo, observar la existencia terrestre, tanto las cosas que le eran más próximas como las esferas del universo, desde el punto de vista de un marginado, incluso podría decirse que las contemplaba con los ojos del creador. Y para él sólo se podía alcanzar el grado necesario de excelsitud con el lenguje, el único medio capaz de un peligroso vuelo de altura. Como los demás escritores del siglo XVII inglés, también Browne lleva siempre consigo toda su erudición, un ingente tesoro de citas y los nombres de todas las autoridades que le habían precedido, trabaja con metáforas y analogías que se desbordan ampliamente y erige constructos oracionales laberínticos que a veces se extienden en más de una, dos páginas, semejantes a procesiones o cortejos fúnebres por su ampulosidad. Bien es cierto que, a causa de este enorme lastre, no siempre consigue despegar de la tierra, pero cuando él, junto con su cargamento, es elevado cada vez más alto a las esferas de su prosa como un velero sobre las corrientes cálidas del aire, una sensación de estar levitando se apodera incluso del lector actual. La imagen se vuelve más clara cuanto mayor se hace la distancia. Con la máxima claridad posible se distinguen los menores detalles. Es como si, al mismo tiempo, se mirase por un telescopio en posición inversa y por un microscopio. Y sin embargo, decía Browne, cada conocimiento está rodeado de una oscuridad impenetrable. Lo que percibimos son únicamente luces aisladas en el abismo de la ignorancia, en el edificio de un mundo traspasado por profundas sombras. Estudiamos el orden de las cosas, pero lo que está esbozado en este orden, dice Browne, no lo concebimos. Por eso no podemos escribir nuestra filosofía más que en pequeñas letras, en las abreviaturas y los taqui-gramas de la naturaleza transitoria, sobre los que únicamente asoma un destello de eternidad. Fiel a su propósito, Browne detalla los modelos recurrentes en una aparente multiplicidad de formas, por ejemplo, el denominado quincunx en su tratado sobre el jardín de Ciro, que se construye con los ángulos de un cuadrado regular y el punto en que coinciden sus diagonales. Por todas partes, en la materia viva y en la muerta, Browne descubre esta estructura, en ciertas formas cristalinas, en estrellas y erizos de mar, en la columna vertebral de los mamíferos, de los pájaros y en la espina dorsal de los peces, en la piel de varias especies de serpientes, en las huellas de los cuadrúpedos, en las configuraciones de los cuerpos de las orugas, mariposas, gusanos de seda y mariposas nocturnas, en las raíces de los heléchos de agua, en las vainas de los girasoles y de los pinos de sombra, en el interior de los brotes de los robles o de los pecíolos de los equisetos, en las obras de arte de los humanos, en las pirámides egipcias y en el mausoleo de Augusto así como en el jardín del rey Salomón equipado con granados y lilas blancas, como prescribía la ley. Es infinito todo lo que podría añadirse en este capítulo, dice Browne, y es infinito todo lo que podría mostrar la elegancia con que la mano de la naturaleza dibuja formas geométricas, pero - concluyendo su escrito con un hermoso giro- la constelación de las Híadas, la quincunx del cielo, ya se sumerge detrás del horizonte and so it is time to close the five ports of knowledge. We are unwilling to spin out our thoughts into the phantasmes of sleep, making cables of cobwebs and wildernesses of handsome groves. Prescindiendo por completo, añade aún pensativo, de que, en sus observaciones sobre el insomnio, Hipócrates ha hablado tan poco del milagro de las plantas que uno apenas se atreve a soñar con el paraíso, máxime cuando en la práctica nos ocupan particularmente las anomalías que engendra la naturaleza sin interrupción, sea en forma de tumores enfermizos, sea por mediación de la apenas menos enfermiza riqueza inventiva con la que colma cada uno de los lugares vacíos en su atlas con todo tipo de extravagancias. En efecto, nuestro estudio de la Naturaleza contemporáneo quiere, por una parte, llegar a la descripción de un sistema que se rige por sus leyes, sin embargo, por la otra, nuestra atención se fija preferentemente en las criaturas que destacan del resto por su figura insólita o su comportamiento estrambótico. En consecuencia, en el libro de Brehm Vida animal los puestos de honor correspondieron al cocodrilo y al canguro, al oso hormiguero, al armadillo, al caballito de mar y al pelícano, y hoy día lo que aparece en televisión es, por ejemplo, una multitud de pingüinos, inmóvil a lo largo de toda la oscuridad del invierno, en las tormentas de hielo de la Antártida, con el huevo que han puesto en la estación más cálida sobre los pies. Sin ninguna duda, en semejantes programas titulados Nature Watch o Survival, que se suelen tener por especialmente instructivos, es mucho más fácil ver a cualquier monstruo apareándose en los abismos del lago Baikal que a un mirlo corriente.

La curiosa observación de fenómenos singulares y la redacción de una patología extensa también distrajeron a Thomas Browne de su investigación sobre la línea isomorfa de la signatura de quincunx. Entre otras cosas parece que mantuvo largo tiempo un avetoro en su habitación de estudio porque quería averiguar cómo se produce el grito, único en toda la naturaleza y similar a los tonos más graves de un fagot, de este animal de plumas ya por fuera raro en extremo, y en su compendio Pseudodoxia Epidémica, que trata de la eliminación de prejuicios y leyendas ampliamente extendidos, se ocupa de todo tipo de seres en parte reales, en parte imaginarios, como el camaleón, la salamandra, el avestruz, el grifo y el fénix, el basilisco, el unicornio y amphisbaena, la serpiente de dos cabezas.

Efectivamente, Browne, en la mayoría de los casos, refuta la existencia de seres fabulosos, sin embargo los extraños engendros, de los que se sabe que existen en realidad, permiten que de algún modo parezca posible que las bestias que nos hemos inventado no sean pura fantasía. Sea como fuere, de las descripciones de Browne se desprende que la imaginación de las mutaciones ilimitadas de la naturaleza, que pasan por alto todos los límites de la razón, es decir, las quimeras que surgen de nuestro pensamiento, le fascinaron tanto como trescientos años después a Jorge Luis Borges, el autor de El libro de los seres imaginarios, publicado por primera vez en versión completa en Buenos Aires, en 1967. Entre los seres imaginarios reunidos por orden alfabético en esta obra, también se encuentra, cosa que no me había llamado la atención hasta hace poco tiempo, el llamado Baldanders, con quien Simplicius Simplicissimus se tropieza en el libro sexto de la historia de su vida. Baldanders yace en medio del bosque como una figura petrificada, tiene el aspecto de un antiguo héroe alemán y lleva un traje de soldado romano con un gran peto suabo. Él, Baldanders, así explica su procedencia, tiene sus orígenes en el paraíso, ha estado todo el tiempo al lado de Simplicius sin ser reconocido y no puede abandonarle hasta que éste no se haya convertido de nuevo en aquello de lo que provenía. Entonces Baldanders se transformará ante los ojos de Simplicius en un secretario que escribe las siguientes líneas:

Ich bin der Unfang und das End unb gelte an allen Drinen.

Manoha. gilos, timad, isaler, sale, lacob, salet, enni nacob idil dadele neuaco ide eges Eli neme meodi eledid emonatan desi negogag editor goga naneg eriden, hoheritatan auilac, hoheilamen eriden diledi sisac usur sodaled anar, amusalifononor macheli retoran; Vlidon dad amu ossosson, Gedal amu bede neuavv, alijs, dilede ronodavv agnoh regnoh enitatae hyn lamini celotah, ifis toloftabas oronatah assis tobulu, V Viera saladid egrivi nanon aegar rimini-sisac, heliofole Ramelu ononor vvindelishi timinitur, bagoge gagoe hananor elimitat. y después, sucesivamente, en una gran encina, en una cerda, en una salchicha, en estiércol de campesinos, en césped de tréboles, en una flor blanca, en una morera y en una alfombra de seda. De un modo análogo a ese proceso constante de devorar y ser devorado, tampoco para Thomas Browne hay algo que tenga permanencia.

Sobre cada forma nueva ya se cierne la sombra de la destrucción. Esto es, la historia de cada uno, la de todos los estados y la del mundo entero, no transcurre sobre un arco que se alza cada vez más lejos y de forma más bella, sino sobre una trayectoria que, una vez que se ha alcanzado el meridiano, desciende a la oscuridad.

En opinión de Browne, la propia ciencia de desaparecer en la oscuridad está inseparablemente ligada a la creencia de que el día de la Resurrección, cuando, como en un teatro, se hayan llevado a cabo las últimas revoluciones, volverán a aparecer en el escenario todos los actores to complete and make up the catastrophe of this great piece. El médico, que ve crecer las enfermedades en los cuerpos, y devastarlos, comprende mejor la mortalidad que el florecimiento de la vida. Le parece un milagro que podamos durar un solo día siquiera. Contra el opio del tiempo que transcurre, escribe, no ha crecido hierba alguna. El sol de invierno presagia la presteza con la que se extingue la luz en las cenizas y nos envuelve la noche. Las horas se van hilvanando una tras otra. Incluso el mismo tiempo envejece. Pirámides, arcos de triunfo y obeliscos son columnas de hielo que se derriten. Ni siquiera aquellos que encontraron un lugar entre las imágenes del cielo han podido mantener su fama eternamente. Nimrod se ha perdido en Orion, Osiris en Sirio. Las mayores estirpes apenas han sobrevivido a tres robles. Dar el propio nombre a cualquier obra no asegura a nadie el derecho al recuerdo, pues quién sabe si precisamente las mejores no habrán desaparecido sin dejar huella. Las semillas de la amapola crecen por doquier, y si de improviso un día de verano nos sobreviene la miseria como si de nieve se tratase, no deseamos más que ser olvidados en un futuro. Tales son los círculos en los que giran los pensamientos de Browne, que quizá se encuentren, con mayor insistencia, en su discurso, publicado en 1658 bajo el título Hydriotaphia, sobre las vasijas de urnas funerarias que entonces se hallaron en un campo cerca de Walsingham, en Norfolk, lugar de peregrinaje. Con la ayuda de las fuentes históricas y de la historia natural más diversas, Browne se explaya sobre los preparativos que hacemos cuando alguien de nuestro entorno se dispone a emprender su último viaje. Comenzando por algunas observaciones sobre los cementerios de las grullas y de los elefantes, sobre las celdas de enterramiento de las hormigas y la costumbre de las abejas de ofrecer a sus muertas una comitiva fúnebre fuera de la colmena, a continuación describe los rituales de sepelio de varios pueblos hasta el punto donde la religión cristiana, que da sepultura al cuerpo pecaminoso en su totalidad, acaba definitivamente con la cremación de los cadáveres. Browne emplea el testimonio mudo de abetos, tejos, cipreses, cedros y otros árboles perennes, con cuyas ramas se atiza el fuego del muerto principalmente en señal de esperanza eterna, para concluir que de la práctica de la incineración, que en la era precristiana bien puede considerarse universal, no puede deducirse, como sucede con frecuencia, la ignorancia de los paganos en cuanto a la futura vida del más allá. Por lo demás, dice Browne, no es difícil, en contra de la suposición general, hacer arder a un ser humano. A Pompeyo le bastó un barco viejo y el rey de Castilla consiguió, casi sin leña, hacer una llamarada visible a lo lejos con un cuantioso número de sarracenos. Sí, añade Browne, si realmente el fardo que cargó Isaac hubiera bastado para un holocausto, cada uno de nosotros podría portar sobre sus hombros su propia hoguera. De nuevo retoma la reflexión sobre lo que salió a la luz en las excavaciones de los campos de Walsingham. Es sorprendente, dice Browne, el tiempo tan largo durante el que, medio metro bajo tierra, se han conservado intactas las vasijas de las urnas funerarias de paredes tan finas, mientras por encima de ellas pasaban rejas de arado y guerras, y grandes edificios y palacios y torres tan altas como nubes se derrumbaban y desmoronaban a su alrededor. Con rigor se examinan los restos de la incineración contenidos en las urnas; la ceniza, los dientes sueltos, los fragmentos de huesos, ceñidos por las raíces macilentas de la hierba como por una corona, las monedas destinadas al barquero elíseo.

Browne también registró cuidadosamente lo que él sabe que se les agregaba a los muertos en calidad de armas y adornos. El catálogo que presenta comprende todo tipo de curiosidades: el cuchillo de la circuncisión de Josué, el anillo de la amada de Propercio, grillos y lagartos tallados en ágata, un enjambre de abejas de oro, ópalos azules, hebillas y fíbulas de plata, peines, tenazas y agujas de hierro y de cuerno y un birimbao de latón que resonó por última vez en el viaje sobre las aguas negras. No obstante, la pieza más extraordinaria de una urna cineraria romana de la colección del cardenal Farnese es una copa completamente intacta, tan clara como si se la hubiese acabado de soplar. Según la forma de pensar de Browne, este tipo de cosas respetadas por el flujo del tiempo devienen en símbolos de la indestructibilidad del alma humana prometida en las Escrituras, de la que el médico, pese a saberse sujeto a su fe cristiana, tal vez dude en su interior. Y como la más pesada losa de la melancolía es el miedo al final desesperanzado de nuestra naturaleza, Browne busca bajo aquello que se escapaba de la destrucción, busca las huellas de la misteriosa capacidad de la transmigración que tan a menudo estudió en las orugas y en las mariposas. El pequeño jirón de seda de la urna de Patroclo, sobre la que hace una exposición, ¿qué si no es lo que significa?

II

Era un día completamente cubierto de nubes cuando, en agosto de 1992, bajé a la costa en el viejo automotor diesel, embadurnado hasta la parte superior de las ventanillas de hollín y de aceite, que entonces hacía el recorrido entre Norwich y Lowestoft. Mis pocos compañeros de viaje estaban sentados en la semioscuridad sobre los cojines gastados color lila, todos en el sentido de la marcha, lo más lejos posible unos de otros y tan silenciosos como si sus labios nunca hubieran proferido una sola palabra. La mayor parte del tiempo, el coche, tambaleándose sobre los raíles, iba rodando en punto muerto, ya que el camino que conducía hasta el mar discurría casi siempre en un ligero descenso. Sólo a ratos, cuando el motor, de una vez, se ponía en marcha sacudiendo todo el cárter, podía oírse por un momento la molienda de las ruedas dentadas antes de que continuáramos rodando, como antes, bajo palpitaciones uniformes, pasando por patios traseros y colonias de pequeños jardines, escombreras y lugares de almacenaje, para salir a los campos de regadío que se extienden por los suburbios del este de la ciudad. A través de Brundall, Brundall Gardens, Buckenham y Cantley, donde, como un buque de vapor atracado en el muelle, al final de un camino sin salida en un campo verde, se levanta una refinería de remolacha azucarera con una chimenea humeante, el trayecto sigue el recorrido del río Yare hasta que cruza la corriente en Reedham, y describiendo un amplio arco, se introduce en la llanura que en dirección sureste se extiende hasta la orilla del mar. Aquí no se puede ver más que, de vez en cuando, la casa solitaria de un guarda de río, hierba y cañaverales oscilantes, un par de mimbreras caídas y conos de ladrillos desmoronándose, semejantes a monumentos de una civilización desaparecida, los restos de innumerables bombas y molinos de viento, cuyas velas blancas giraban sobre los campos de regadío de Halvergate y por doquier detrás de la costa hasta que, en los decenios posteriores a la primera guerra mundial, fueron inmovilizadas, una tras otra. Ya casi no somos capaces de imaginarnos, me decía uno cuya niñez se remontaba a la época de los molinos de viento, que una vez, cada molino de viento era al paisaje lo que el brillo en un ojo pintado. Cuando este brillo empalidecía, se desdibujaban con él todas las inmediaciones. Aveces, cuando miro al horizonte, creo que ya está todo muerto.

Después de Reedham paramos en Haddiscoe y Herringfleet, dos poblaciones aisladas de las que apenas se podía ver algo. Me apeé en la siguiente estación, perteneciente al castillo de Somerleyton. Inmediatamente el automotor volvió a arrancar de una sacudida y desapareció, arrastrando un manto de humo, en la curva que se cerraba con sutileza poco más adelante. Aquí no había estación, sólo un pequeño refugio al aire libre. Caminé a lo largo del andén vacío, a la izquierda, la anchura aparentemente interminable de los campos de regadío, a la derecha, detrás de un muro bajo de ladrillo, los matorrales y los árboles del parque. Ningún ser humano por ninguna parte al que poder preguntar por el camino.

Antes, pensaba para mis adentros mientras me colgaba la mochila y echaba a andar sobre la vía de madera de los rieles, todo habrá sido distinto, porque seguro que antes, en los vagones de mercancías del tren de vapor esmaltado en verde aceituna, llegaba a esta estación casi todo lo que se necesitaba en una residencia como Somerleyton para dar los últimos retoques a la propiedad, así como lo que había de ser provisto en el extranjero para el mantenimiento de la posición nunca del todo asegurada: objetos de decoración de todo tipo, el piano nuevo, visillos y cortinas, azulejos italianos y la grifería para los cuartos de baño, las calderas de vapor y las tuberías de los invernaderos, los suministros de los establecimientos de horticultura, cajas de vino del Rin y Burdeos, máquinas cortacésped y grandes cartones de Londres de corpinos reforzados con ballenas y miriñaques. Y ahora nada más y nadie, ningún jefe de estación con gorra de uniforme reluciente, ningún empleado, ningún carruaje, ningún huésped, ninguna partida de caza, ni caballeros en tweed indestructible ni damas en elegantes trajes de viaje.

Una décima de segundo, pienso a menudo, y se ha acabado toda una época. Actualmente, Somerleyton, al igual que la mayoría de las casas importantes de la nobleza de provincia, se ha hecho accesible al público de pago durante los meses del estío. Pero esa gente no viene con el automotor diesel, sino que entra por el portal principal conduciendo su propio automóvil. Todo el trasiego de visitantes está, naturalmente, a su disposición. Pero el que, como yo, llegue a la estación de trenes, debe, si no quiere comenzar dando una vuelta por la mitad de los dominios, trepar los muros como un ladrón y batirse con la maleza antes de alcanzar el parque. Me produjo el efecto de una extraña lección de antropogénesis, que oportunamente recapitula sus estadios anteriores con cierta autoironía, ver, mientras hacía mi aparición por entre los árboles, cómo a través de los campos humeaba un pequeño tren de miniatura en el que se acurrucaba un grupo de personas que recordaban a perros o a focas disfrazadas de circo.

Delante del todo, sobre el pequeño tren, iba sentado, con la cartera de cobrador colgada en torno a sí y haciendo las veces de revisor, conductor de locomotora y jefe de los animales disfrazados en uno, el actual lord Somerleyton, Her Majesty's, The Queen's Master of the Horse.

Con el transcurso de los siglos, los dominios de los Somerleyton, que durante la Alta Edad Media se encontraban en posesión de los FitzOsbert y de los Jernegan, fueron pasando por una serie de familias vinculadas entre sí sea por los lazos matrimoniales o bien por los de la sangre. De los Jernegan pasó a los Wentworth, de los Wentworth a los Garney, de los Garney a los Alien y de los Alien a los Anguish, cuya línea se extinguió en 1843. Aún en el mismo año lord Sydney Godolphin Osborne, un pariente lejano de la estirpe extinguida que no quiso aceptar su herencia, cedió todos los terrenos a un tal sir Morton Peto. Peto, que procedía de la clase más humilde y que había tenido que medrar trabajando de peón y ayudante de albañil, tenía exactamente treinta años cuando obtuvo Somerleyton, y, sin embargo, ya era uno de los empresarios y especuladores más importantes de su tiempo. Estableció nuevas pautas, desde todos los puntos de vista, en la planificación y ejecución de proyectos prestigiosos en Londres, a los que, entre otros, pertenecía la instalación del Hungerford Market, la construcción del Reform-Club, la columna de Nelson y varios teatros de Wes-tend. Además de ello, sus participaciones financieras en el ensanche del ferrocarril en Canadá, Australia, África, Argentina, Rusia y Noruega le habían producido una fortuna verdaderamente enorme en un muy breve plazo de tiempo, de manera que ahora había llegado el momento en que tenía que coronar su ascensión a las clases más elevadas de la sociedad erigiendo una residencia en el campo que ensombreciera en bienestar y extravagancia a todo lo existente hasta entonces. Efectivamente, al cabo de pocos años Morton Peto había concluido la obra de sus sueños, un palacio principesco en el llamado estilo angloitaliano con toda su decoración interior, sobre el lugar de la vieja casa señorial que había sido demolida. Ya en 1852 se encuentran en el Illustrated London News y en otras revistas importantes reportajes exaltadísimos del resurgimiento de Somerleyton, cuya fama singular parecía consistir en que el tránsito del interior al mundo del exterior se efectuaba casi de un modo imperceptible. Los visitantes no eran capaces de decir dónde terminaba lo impuesto por la naturaleza y dónde comenzaba lo artesano. Los salones se alternaban con invernaderos, salas aireadas de descanso con miradores.

Había corredores que convergían en una gruta de he- lechos con fuentes que murmuraban sin interrupción, senderos tapizados de follaje en el jardín que se cruzaban bajo la cúpula de una mezquita fantástica.

Ventanas graduables abrían el espacio hacia el exterior mientras que en el interior se revelaba el paisaje en las paredes cubiertas de espejos. Invernaderos de naranjos y palmeras, el césped semejante a una tela de terciopelo verde, el revestimiento de las mesas de billar, los grandes ramos de flores en las salas de descanso y en las que pasar la mañana, y los jarrones de mayólica en la terraza, aves del paraíso y faisanes dorados en los tapices de seda, los jilgueros en las pajareras y los ruiseñores en el jardín, los arabescos de las alfombras y los arriates de flores ribeteados por setos de boj, todo ello combinado de tal forma que se evocaba la ilusión de una armonía perfecta entre crecimiento natural y manufactura. Cuando más maravilloso estaba Somerleyton, según una de las descripciones de la época, era en las noches de verano, cuando los incomparables invernaderos de cristal, que, soportados por columnas y refuerzos de hierro fundido producían con su aspecto de filigrana un efecto de ingravidez, relucían y resplandecían hacia fuera desde el interior. Incalculables lámparas de Argand, en cuya llama blanca se consumía el gas venenoso susurrando quedo, propagaban, con ayuda de sus reflectores plateados, una luz palpitante, prodigiosamente clara, semejante a la corriente vital de nuestra tierra. Ni siquiera Coleridge hubiera podido figurarse, en el arrullo del opio, un escenario más fascinante para su príncipe mongol, Kublai Kan. Y ahora imagínense, continúa el narrador, que en algún momento, durante el transcurso de una velada, han subido al campanario de Somerleyton en compañía de una persona muy cercana, y que están en lo más alto de la galería, acariciados por el ala silenciosa de un pájaro nocturno que acaba de pasar deslizándose a su lado. Una brisa eleva el aroma embriagador de las flores de tilo de la gran avenida.

Bajo ustedes los tejados que descienden abruptos, cubiertos de pizarra azul oscura, y, en el reflejo de los invernaderos que despiden una luz blanca como la nieve, ven las negras superficies regulares del césped.

Más lejos, en el parque, se mecen las sombras de los cedros del Líbano; en el parque de venados, los animales, recelosos, duermen con un ojo abierto, y más allá del cercado más lejano, hacia el horizonte, se extienden las tierras de regadío y ondean las telas de las aspas de los molinos al viento.

A los visitantes actuales, Somerleyton ya no les causa la impresión de un palacio de cuento oriental. Las galerías de cristal y el invernadero de palmeras, cuya elevada bóveda antaño iluminaba la noche, se quemaron en 1913, después de una explosión de gas, derrumbándose a continuación, y los empleados que mantenían todas las instalaciones, los mayordomos, cocheros, chóferes, jardineros, cocineras, costureras y camareras, habían sido despedidos hacía ya mucho tiempo. Ahora, la serie de habitaciones producen en cierto modo la sensación de estar desaprovechadas y polvorientas. Las cortinas de terciopelo y los quitasoles de rojo vino están desteñidos por el sol, los muebles tapizados gastados por el uso, las escaleras y los corredores por los que se es conducido, abarrotados de trastos inútiles fuera de circulación. En un arca de ultramar de madera alcanforada, con la que tal vez un antiguo habitante de la casa haya viajado a Nigeria o a Singapur, yacen antiguos mazos de croquet y bolas de madera, palos de golf, tacos de billar y raquetas de tenis, la mayoría tan pequeños como si hubieran sido pensados para niños o se hubieran encogido con el paso de los años. En las paredes cuelgan calderas de cobre, orinales, sables de húsares, máscaras africanas, jabalinas, trofeos de safari, grabados a colores de una batalla de la guerra anglo-bóer - Battle of Pieters Hill and Relief of Ladysmith: A Bird's-Eye View from an Observation Balloon - y algunos retratos familiares realizados probablemente entre 1920 y 1960 por algún artista que había entrado en contacto con el Modernismo, en los que las caras de color yeso de los representados exhiben horribles manchas escarlatas y violetas. En el vestíbulo hay un oso polar disecado de más de tres metros de alto. Como un fantasma vencido por el desconsuelo, fija su mirada desde su piel amarillenta, roída por las polillas. De hecho, cuando uno está deambulando por las salas de Somerleyton abiertas a los visitantes, a veces no sabe con certeza si se encuentra en una residencia veraniega en Suffolk o en un lugar muy apartado, cuasi extraterritorial, en la costa del mar del Norte, o en el corazón del continente negro.

Tampoco puede decirse sin la menor dificultad el decenio o siglo en el que se está, ya que aquí se han superpuesto muchas épocas que se perpetúan en yuxtaposición. Cuando aquella tarde de agosto atravesé Somerleyton Hall junto con la manada de visitantes que se demoraba un poco por aquí y por allá, tuve que pensar en una institución de préstamo. Pero precisamente lo superfluo, pendiente ya en cierta medida del día de la subasta de las cosas acumuladas a través de las generaciones, ha sido lo que ha granjeado mi benevolencia hacia esta posesión integrada, en definitiva, de cosas puramente absurdas. Qué poco acogedor debió de ser Somerleyton en tiempos del gran empresario y diputado parlamentario Morton Peto, pensaba, cuando todo, desde el sótano hasta el tejado, desde la vajilla hasta los retretes, era enteramente nuevo, todo sintonizado entre sí hasta en los detalles más insignificantes y de un buen gusto sin tregua. Y qué hermosa me parecía ahora la casa señorial aproximándose inapreciablemente al borde de la disolución y a la ruina silenciosa. Pero por otra parte, cuando después de la visita salí de nuevo al aire libre, me deprimió ver en una de las pajareras, en su mayoría abandonadas, una codorniz china que -en evidente estado de demencia- corría una y otra vez, de un lado a otro, junto a la reja lateral de la derecha de su jaula, y siempre, antes de darse la vuelta, agitaba la cabeza como si no comprendiese cómo había llegado a esa situación desesperada.

A diferencia del edificio, avanzando con lentitud hacia el ocaso, las instalaciones que lo rodeaban se hallaban ahora, un siglo después del resplandor de Somerleyton, en el apogeo de su evolución. Si bien es cierto que los arriates y los macizos de flores pudieron haber estado antes más coloridos y mejor cuidados, los árboles plantados por Morton Peto colmaban ahora el espacio sobre el jardín, y los cedros, ya admirados por los visitantes de aquel entonces y de los que alguno extendía su ramaje sobre casi un cuarto de yugada, constituían, entre tanto, mundos enteros por sí mismos. Había secoyas que superaban los sesenta metros y extraños sicómoros, cuyas ramas más externas se habían hundido sobre la hierba, y ahí donde tocaban la tierra habían echado raíces para florecer de nuevo en perfecto círculo.

Fácilmente podía imaginarse que estas especies de plátanos se extendían sobre la tierra como círculos concéntricos en el agua, y que, al conquistar de esta suerte su entorno, se debilitaban más y más, crecían los unos dentro de los otros y se consumían en su interior. Alguno de los árboles más luminosos flotaba sobre el parque como si fuera una nube. Otros eran de un verde profundo, impenetrable. En forma de terrazas se elevan unas coronas por encima de otras, y cuando se ajustaba solamente un poco la agudeza visual era como si se mirase en el interior de una montaña cubierta por bosques gigantescos. Sin embargo, lo que más espeso y verdoso me parecía era el laberinto de tejos de Somerleyton, emplazado en el centro del terreno misterioso, donde me perdí tan a fondo que no pude encontrar la salida hasta después de haber hecho una línea con el tacón de las botas en la arena blanca, delante de cada uno de los pasillos de setos que habían resultado ser caminos falsos. Más tarde, en uno de los largos invernaderos que estaba adosado al muro de ladrillos del jardín de la cocina, entré en conversación con William Hazel, el jardinero que, junto con un par de ayudantes sin formación, cuida actualmente de Somerleyton. Cuando se enteró de dónde procedo comenzó a contarme que durante sus últimos años de colegio y su posterior época de aprendiz nada le había mantenido ocupado tanto tiempo como la guerra aérea que después de 1940 se llevaba a Alemania desde los sesenta y siete campos de aviación instalados en East Anglia. Ya apenas es posible hacerse una idea aproximada, decía Hazel, de las dimensiones de esta empresa. Sólo la octava flota aérea consumió, en los mil y nueve días en que se prolongó la campaña, tres mil ochocientos millones de litros de gasolina, arrojó setecientas treinta y dos mil toneladas de bombas, perdió casi nueve mil aviones y cincuenta mil hombres.

Todas las tardes veía pasar la escuadrilla de bombarderos sobre Somerleyton y todas las noches, antes de quedarme dormido, me imaginaba cómo las ciudades alemanas se consumían en llamas, cómo las torres de fuego despedían llamaradas hacia el cielo y los supervivientes se revolvían entre los escombros. Un día, decía Hazel, lord Somerleyton, mientras, para entretenerse, me ayudaba a podar las cepas de este invernadero, me contó con todo detalle la estrategia seguida por los aliados en el ataque de superficie, y poco después me trajo un gran mapa en relieve de Alemania, en el que, con unos caracteres extraños, estaban escritos todos los nombres de los lugares que me eran conocidos por los noticieros junto a las imágenes simbólicas de las ciudades que, en relación con el número de habitantes, mostraban más o menos gabletes, almenas y torres y además, en caso de plazas más significativas, se indicaban incluso los emblemas correspondientes, por ejemplo, la catedral de Colonia, el Romano de Frankfurt o el Orlando de Bremen. Las imágenes de estas ciudades, del tamaño aproximado de un sello de correos, parecían castillos románticos de caballeros andantes, y de hecho me imaginaba el imperio alemán como un país medieval, enormemente enigmático.

Una y otra vez volvía a estudiar en mi mapa las diferentes regiones que se extendían desde la frontera polaca hasta el Rin, de las verdes llanuras del norte hasta los Alpes de marrón oscuro, en parte cubiertos de hielo eterno y nieve, y deletreaba los nombres de las ciudades cuya destrucción acababa de darse a conocer:

Brunswick y Wurz-burgo, Wilhelmshaven, Schweinfurt, Stuttgart, Pforzheim, Duren y unas docenas más. Así es como me aprendí el país entero de memoria, hasta podría decirse que se me ha grabado con fuego. Sea como fuere, desde aquel tiempo intento averiguar todo lo que guarda relación con la guerra aérea. Más aún, cuando, al comienzo de los años cincuenta, estuve en Luneburgo con las tropas de ocupación, aprendí algo de alemán porque pensaba que iba a poder leer los informes escritos por los propios alemanes sobre los ataques aéreos y sobre su vida en las ciudades aniquiladas. Para mi asombro comprobé que la búsqueda de tales informes transcurría sin resultado. Nadie parecía haber escrito o recordar algo en aquel tiempo. E incluso cuando se le preguntaba a la gente, en privado, era como si todo se hubiese borrado de sus cabezas. Pero todavía no puedo cerrar los ojos sin ver las formaciones de los bombarderos Lancaster y Halifax, de los Liberators y de las denominadas fortalezas volantes sobrevolando el grisáceo mar del Norte rumbo a Alemania, y regresar de nuevo, al amanecer, muy distantes entre sí. Al comienzo de abril de 1945, poco antes del final de la guerra, dijo Hazel, mientras estaba barriendo los brotes cortados de las cepas, fui testigo de cómo aquí, en Somerleyton, cayeron dos Thunderbolts de las fuerzas aéreas de Estados Unidos. Era una hermosa mañana de domingo. Había tenido que echar una mano a mi padre que estaba haciendo una reparación urgente en el campanario de la casa, en realidad una torre de agua. Cuando acabamos el trabajo subimos a la plataforma panorámica desde la que se puede divisar toda la comarca situada tras la costa. Apenas habíamos vuelto la cabeza cuando ambos aviadores, que regresaban de una patrulla, emprendieron de pura alegría, según creo, un dog fight sobre la finca de Somerleyton. Podíamos distinguir claramente las caras de los pilotos en sus cabinas de cristal. Las máquinas, con los motores rugiendo, se perseguían, una detrás de la otra o al lado, a través del resplandeciente aire de primavera, hasta que las puntas de las alas se rozaron cuando empezaron a subir.

It had seemed like a friendly game, dijo Hazel, and yet now they fell, almost instantly. Cuando desaparecieron detrás de los álamos blancos y de los sauces, todo en mí se tensó a la espera del impacto. Pero no se elevaban ni llamas vivas ni nubes de humo. El lago se los había tragado sin un solo sonido. It was years later that we pulled them out. Big Dick one of them was called and the other Lady Loreley. The two pilots, Flight Officers Russel P.Judd from Versailles/Kentucky and Louis S. Davies from AthenslGeorgia, or what bits and bones had remainded of them, were buried here in the grounds.

Después de haberme despedido de William Hazel, necesité más de una hora para ir a pie de Somerleyton a Lowestoft por la carretera, pasando por la gran cárcel de Blundeston, que como una ciudad amurallada se extiende sobre la llanura, donde suelen expiar su condena en torno a mil doscientos presos. Eran ya más de las seis de la tarde cuando llegué a las afueras de Lowestoft. En las largas calles principales por las que tenía que caminar no se me aparecía ningún alma, y cuanto más me acercaba al centro, más me angustiaba lo que veía. Puede que la última vez que haya estado en Lowestoft haya sido hace quince años, un día de junio, con dos niños en la playa, y yo me había figurado acordarme de un lugar algo rezagado, pero por lo demás muy agradable. De modo que ahora, al entrar en Lowestoft, me parecía incomprensible lo mucho que había podido venirse abajo en un tiempo proporcionalmente tan breve. Por supuesto sabía que la degeneración de Lowestoft había sido incontenible desde las agudas crisis económicas y depresiones de los años treinta, si bien alrededor de 1975, cuando comenzaron a crecer las plataformas petrolíferas de sondeo en el mar del Norte, hubo esperanzas de un cambio a mejor, esperanzas, que en la era prescrita al capitalismo real de la baronesa Thatcher, se inflaron cada vez más, hasta que por fin cayeron en la fiebre de la especulación y se desplomaron en la nada. Como un incendio subterráneo y después como un reguero de pólvora, el daño se había extendido engulléndolo todo, se cerraron astilleros y fábricas, uno tras otro, hasta que en favor de Lowestoft sólo hablaba el hecho de que en el mapa marcaba el punto más oriental de las islas británicas.

Hoy día en algunas calles de la ciudad casi una de cada dos casas está a la venta, empresarios, gente de negocios y particulares se sumen cada vez más en sus deudas, todas las semanas se ahorca un trabajador o un insolvente, el analfabetismo ha alcanzado ya a un cuarto de la población, y de ningún modo se concibe un final de la depauperación en crecimiento constante.

Pese a que todo ello me era conocido, no estaba preparado contra el desconsuelo que inmediatamente le sobrecoge a uno en Lowestoft, ya que una cosa es leer informes en los periódicos sobre los llamados unemployment blackspots, y otra muy distinta caminar una tarde sin luz por entre las filas de casas adosadas, con sus fachadas estropeadas y sus grotescos jardines delanteros, y cuando por fin se llega al centro de la ciudad no hay más que salas de juego, salones de bingo, betting shops, tiendas de vídeo y pubs desde cuyas oscuras entradas huele a cerveza agria, supermercados baratos y dudosos establecimientos de Bed amp; Break-fast con nombres como Ocean Dawn, Beachcomber, Balmoral, Albion y Layla Lorraine. No era fácil imaginarse cómo es que veraneantes y viajantes de comercio solitarios habían querido alojarse aquí, así como, mientras subía las escaleras pintadas al óleo azul marino de la entrada, tampoco podía imaginarse sin dificultad alguna que el Victoria, según mi guía impresa poco después de principios de siglo XX, fuese un hotel en el paseo marítimo of a superior description. Durante un buen rato estuve en el vestíbulo deambulando por las salas completamente abandonadas incluso en temporada alta -si es que en Lowestoft se puede hablar de temporada- antes de toparme con una joven asustada que, después de rebuscar infructuosamente en el registro de la recepción, me tendió una llave imponente enganchada a una pera de madera. Me llamó la atención que la mujer vestía a la moda de los años treinta y evitaba mirarme. Su mirada siempre estaba fija en el suelo o pasaba a través de mí, como si no estuviese delante. También fue la misma persona asustada la que más tarde, en el gran comedor, en el que me senté aquella noche como único huésped, se hacía cargo de mi pedido, y la que poco después me traía un pescado seguramente enterrado en el congelador desde hacía años y en cuya coraza rebozada, chamuscada a trozos en el grill, torcí los dientes de mi tenedor.

Me costó tanto esfuerzo abrirme paso hacia el interior de aquella cosa, la cual, como se demostró más tarde, no consistía nada más que en los tabiques que lo envolvían, que después de esta operación mi plato ofrecía un aspecto lamentable. La salsa tártara que tuve que sacar aplastando la bolsita de plástico se había descolorido en un tono grisáceo por las migajas de pan ennegrecidas, y la mitad de este mismo pescado, o aquello que debía representarlo, yacía destrozada debajo de guisantes ingleses verdes como la hierba y restos de patatas fritas relucientes de grasa. Ya no sé cuánto tiempo estuve sentado en la sala tapizada entera en rojo vino, hasta que la joven aturdida, que desempeñaba evidentemente todos los trabajos de la casa, salió apresurada de las sombras del interior, cada vez más espesas, a quitar la mesa. Tal vez vino en cuanto dejé los cubiertos a un lado o tal vez no viniera hasta después de una hora. Sólo recuerdo las manchas de rojo escarlata que por el escote de la blusa vi encaramarse a su cuello cuando se agachó a recoger mi plato. Después de que se hubiera escabullido, me levanté y fui a la ventana semicircular. Fuera, en algún lugar entre la claridad y las sombras, se extendía la playa, y no se movía nada, ni en el aire ni en la tierra, tampoco en el agua. Incluso las olas blancas, encallando en la bahía, me parecían estar quietas.

Cuando a la mañana siguiente abandoné el Hotel Victoria con la mochila al hombro, Lowestoft, bajo un cielo sin nubes, había vuelto a la vida. Tras pasar por la dársena, en la que estaban amarradas docenas de balandras fuera de uso y desocupadas, caminé en dirección sur por las carreteras de la ciudad, por el día obstruidas por la circulación y atestadas del humo azulado de la gasolina. De pronto, cerca de la estación central, que desde su construcción en el pasado siglo no ha vuelto a ser renovada ni tan siquiera una vez, se deslizó a mi lado una limusina negra fúnebre, cubierta con coronas de flores, pasando por entre otros vehículos. Dentro, con una expresión adusta, iban sentados dos empleados de la funeraria, el chófer y su acompañante, y detrás de ellos, en la superficie de carga, por decirlo de algún modo, en su ataúd reposaba, como debía suponerse, alguna persona que se había despedido de la vida hacía poco tiempo, con el traje de los domingos, la cabeza apoyada en un pequeño almohadón, los párpados cerrados, las manos juntas y las puntas de los zapatos señalando hacia el cielo.

Mientras seguía al coche fúnebre con la mirada, me vino a la memoria el aprendiz de Tuttlingen, que en Amsterdam, hacía muchos años, se había unido al cortejo fúnebre de un negociante, al parecer conocido por todo el mundo, y que en el sepelio había escuchado con recogimiento y compasión el sermón en holandés, del que no entendía ni una palabra. Aunque antes había estado admirando con envidia los maravillosos tulipanes, alhelíes y ámelos de las ventanas y las cajas, fardos y toneles de las lejanas Indias Orientales que llegaban al puerto cargadas de té, azúcar, especias y arroz, siempre, a partir de entonces, cuando de tarde en tarde se preguntaba por qué no había conseguido casi nada en su peregrinación por el mundo, pensaba en el comerciante de Amsterdam, a quien un día le había acompañado por última vez, en su gran casa, en su rico barco y en su tumba estrecha. Con esta historia en mente tomé el camino hacia fuera de la ciudad marcada por las huellas de un marasmo insidioso, la cual, en la época de su esplendor, no sólo había sido uno de los puertos pesqueros más importantes del Reino Unido, sino también una playa marítima ponderada más allá de las fronteras del país como most salubrious. En aquel entonces, en la segunda mitad del siglo XIX, bajo el gobierno de Morton Peto, surgió, al otro lado del río Waveney, la llamada Ciudad del Sur, que contaba con una serie de hoteles que podían satisfacer los deseos de los círculos londinenses más distinguidos, y junto a los hoteles se erigían galerías y pabellones, iglesias y capillas para cada confesión, se construyó una biblioteca de préstamo, una sala de billar, una casa de té con forma de templo y un tranvía con una terminal suntuosa. Se instalaron una vasta explanada, avenidas, bowling greens, jardines botánicos y playas y baños de agua dulce y se instituyeron sociedades de conservación y de fomento. Lowestoft, según una descripción de la época, se había encumbrado al primer puesto de la valoración pública en el más breve plazo de tiempo que se puede imaginar, y gozaba de todas las instalaciones que requiere un balneario de renombre. Quien mire a su alrededor por entre los edificios erigidos en la playa del sur, continúa el artículo, por la elegancia y perfección de lo que aquí se ha llevado a cabo, advertirá ineludiblemente las consecuencias beneficiosas de una razón predominante en todo, desde el plan completo hasta el último detalle. El muelle nuevo, que sobresalía cuatrocientos metros hacia el mar del Norte, al parecer el más hermoso de toda la costa este, estaba considerado como la coronación de la empresa, ejemplar en todos los aspectos. Sobre la cubierta de paseo, ensamblado sobre un tablazón de caoba africana, se elevaban las construcciones blancas, iluminadas por las reverberaciones de gas tras la irrupción de la noche, en las que, junto con otras habitaciones, había una sala de lectura y conciertos dotada de altos espejos de pared. Aquí, a finales de septiembre, como me contó mi vecino Frederick Farrar, muerto hace pocos meses, se organizaba todos los años, como colofón a la regata, un baile benéfico patrocinado por un miembro de la casa real. Frederick Farrar, tal como me dijo una vez, había venido al mundo con demasiado retraso, en 1906, en Lowestoft, donde había crecido, había sido cuidado y protegido por sus tres bellas hermanas, Violet, Iris y Rose, hasta que a comienzos de 1914 se le envió a una tal Prep School cerca de Flore, en Northamptonshire. El profundo dolor de la separación que me invadió durante mucho tiempo, sobre todo antes de quedarme dormido y cuando recogía mis cosas, se transformó en mi pecho, decía Frederick Farrar sumido en sus recuerdos, en una especie de orgullo perverso cuando una noche, justo al comienzo de mi segundo año escolar, teníamos que formar filas en la plaza oeste delante de la escuela oyendo un discurso patriótico sobre los motivos y el elevado sentido de la guerra que había estallado durante las vacaciones, a cuyo término, decía Frederick Farrar, un cadete infantil, llamado Francis Browne, del que todavía me acuerdo, tocó una retreta con el cornetín. Entre 1924 y 1928, Frederick Farrar, por deseo de su padre que había sido notario en Lowestoft y cónsul en Dinamarca y del imperio otomano durante muchos años, había estudiado derecho en Cambridge y en Londres, y, a continuación, como una vez me dijo con cierto espanto, había empleado más de medio siglo en bufetes de abogados y tribunales.

Puesto que en Inglaterra los jueces suelen permanecer en su cargo hasta una edad avanzada, Frederick Farrar no se había jubilado hasta 1982, cuando adquirió la casa en nuestro vecindario para allí dedicarse por completo al cultivo de raras variedades de rosas y violetas. No creo que sea necesario añadir que la íride era una de sus favoritas. El jardín que Frederick Farrar, junto con un ayudante que le echó una mano todos los días durante diez años, iba trazando en torno de estas flores que criaba en docenas de variedades, pasaba por ser el más hermoso de toda la región, y, a menudo, en los últimos tiempos, después de haber sufrido un leve ataque al corazón y haberse vuelto muy frágil, me sentaba allí con él y le hacía hablarme de Lowestoft y del pasado. Fue en este jardín donde Frederick Farrar encontró su muerte, un precioso día de mayo, cuando, en su paseo matinal, consiguió de alguna manera prender en llamas su bata de dormir con el mechero que siempre llevaba en el bolsillo. El ayudante del jardín le descubrió una hora más tarde, inconsciente y con graves quemaduras por todo el cuerpo, en un lugar fresco, a media sombra, donde la diminuta Viola Labradorica, de hojas casi negras, se había extendido hasta convertirse en una verdadera colonia. Frederick Farrar murió de sus quemaduras aquel mismo día. Durante su entierro, en el pequeño cementerio de Framingham Earl, tuve que pensar en el niño del cornetín, Francis Browne, que en el verano de 1914 tocó hasta entrada la noche en el patio de la escuela de Northamptonshire y en el muelle blanco de Lowestoft, que en aquel entonces se internaba tan lejos dentro del mar. Frederick Farrar me había contado que en la noche del baile de beneficencia, la gente normal, que naturalmente no tenía acceso a un acto de este tipo, salía remando en más de cien lanchas y botes hasta el borde del muelle, para allí fuera, desde una espera en lento balanceo y a veces algo a la deriva, ver cómo la alta sociedad giraba en círculos al son de la orquesta y, en una ola de luz, se suspendía por encima de aguas oscuras como la noche y ya en este tiempo de otoño temprano tapizadas de vapores de niebla. Cuando vuelvo la vista atrás, me dijo una vez Frederick Farrar, lo veo todo como tras de velos blancos ondeando al viento: la ciudad desde el lado del mar, las villas rodeadas de árboles y arbustos verdes que descienden hasta las orillas, la luz de verano y la playa, sobre la que ahora regresamos a casa de una excursión, al padre por delante con uno u otros dos señores con pantalones arremangados, a la madre sola con el parasol, las hermanas con sus faldas arregazadas y por detrás los criados con el burrito, entre cuyos capachos yo tenía mi asiento. Una vez, hacía años, decía Frederick Farrar, incluso he soñado con esta escena, y nuestra familia me parecía como antaño la pequeña corte de Jacobo II en el destierro de la costa de La Haya.

III

Cinco o seis kilómetros al sur de Lowestoft, la costa discurre en un arco amplio, ligeramente disminuido tierra adentro. Desde el sendero que conduce hasta allí por las dunas de hierba y los bajos acantilados, se ve la playa en la parte inferior, atravesada por bancos lisos de arena, en la que, a todas horas del día y de la noche y en todas las estaciones del año, de lo que me he podido cerciorar ya en diferentes ocasiones, hay todo tipo de refugios en forma de tienda de varillas y cordaje, lona y encerado. En una larga hilera y a una distancia bastante uniforme prolongan el curso de la orilla del mar. Es como si los últimos vestigios de un pueblo nómada se hubiesen asentado aquí, en el último confín de la tierra, a la espera del milagro que todos han anhelado desde siempre y que justifique a la postre todas sus privaciones y extravíos. Pero los que acampan bajo el cielo abierto no han venido, evidentemente, atravesando lejanos países y desiertos hasta alcanzar esta orilla, sino que se trata de gente de las cercanías, que, según una vieja costumbre, miran desde sus lugares de pesca hacia el mar en permanente transformación ante sus ojos. Su número, curiosamente, siempre se mantiene más o menos igual. Por cada pescador que se va pronto acude otro, de modo que la sociedad de pescadores adormecida durante el día y en vela por las noches no se modifica con el paso de los años, al menos en apariencia, que supuestamente retrocede más allá del recuerdo. Parece que sólo en raras ocasiones uno de los pescadores entra en contacto con su vecino, pues a pesar de que todos ellos estén mirando fijamente hacia el este y vean ascender en el horizonte el crepúsculo vespertino y el alba, y a pesar de que, según creo, a todos les conmuevan los mismos sentimientos inexplicables, cada uno de ellos está completamente solo y no tiene confianza más que consigo mismo y con sus pocos aparejos, con su pequeña navaja, por ejemplo, con su termo o con su pequeño transistor, del que se escapa un sonido áspero apenas audible, como si las piedras que ruedan hacia atrás con las olas hablaran entre ellas. No creo que estos hombres estén sentados a la orilla del mar durante días y noches enteras para, como afirman, no perderse el momento en que pasen las bacaladillas, suban las platijas o el bacalao nade en dirección hacia la costa, lo que creo es que sencillamente les gusta demorarse en un lugar en el que tienen el mundo tras de sí y ante ellos nada más que vacío. Lo cierto es que, en la actualidad, apenas se pesca algo desde la orilla. Los botes en que los pescadores antiguamente se hacían a la mar desde las playas han desaparecido desde que el negocio no es rentable, los propios pescadores se han extinguido.

Nadie tiene interés por su legado. De vez en cuando es posible encontrar un cementerio de barcos donde se desintegran las lanchas sin dueño, y los cabrestantes con que antaño se las había remolcado hacia la tierra se oxidan en el aire salado. Fuera, en alta mar, la pesca continúa, aun cuando allí el rendimiento sea cada vez menor, por no mencionar que lo pescado no puede emplearse más que para harina. Ríos pequeños y grandes expulsan al océano alemán, año tras año, miles de toneladas de mercurio, cadmio y plomo, montañas de fertilizantes y pesticidas. Una gran parte de los metales pesados y de otras sustancias tóxicas se deposita en las aguas poco profundas del banco de Dogger, donde un tercio de los peces llega ya al mundo con extrañas protuberancias y deformaciones. Se ha hecho habitual avistar, delante de la costa, colonias de algas venenosas que se propagan a lo largo de varios kilómetros cuadrados y que cuelgan hasta nueve metros de profundidad, a las que sucumben manadas enteras de animales marinos. Algunos de los tipos más extraños de acedías, carpas doradas y besugos, de las que cada vez más hembras desarrollan órganos sexuales masculinos en una mutación caprichosa, ejecutan sus rituales ligados a la reproducción sólo como una danza de la muerte, que constituye el revés del concepto de la asombrosa autorrepro-ducción y multiplicación de la vida orgánica con el que hemos crecido. No en vano el arenque siempre ha sido un objeto de estudio especialmente apreciado por las clases más bajas, el emblema principal, por así decirlo, de la indestructibilidad dogmática de la naturaleza. Recuerdo perfectamente que una de aquellas breves películas atravesadas por los temblores de un sinfín de líneas negras, que los maestros de escuela podían sacar de las fototecas del distrito en los años cincuenta, mostraba una balandra de Wilhelmshaven navegando entre olas oscuras que se amontonaban hasta el borde superior de la imagen. Parecía que era de noche cuando se echaban las redes y que era otra vez de noche cuando se volvían a recoger. Todo sucedía en la oscuridad más estéril. Sólo los cuerpos de los peces que poco después yacían hacinados en la borda y la sal con la que se los mezclaba eran de un blanco resplandeciente. En los recuerdos que tengo de esta película escolar veo trabajar a los hombres como héroes, envueltos en sus negros encerados relucientes, bajo la oleada que sin pausa irrumpía sobre ellos -la pesca del arenque como uno de los escenarios ejemplares en la lucha del ser humano contra la superioridad de la naturaleza--. Hacia el final, cuando el barco navega rumbo al puerto de matrícula, los rayos del sol de la tarde atraviesan las nubes y extienden su brillo sobre el mar ahora calmo. Uno de los marineros, recién lavado y peinado, toca la armónica. El capitán está al timón y contempla la lejanía, consciente de su responsabilidad.

Por último, el desembarco del cargamento, el trabajo en las lonjas, donde manos de mujer destripan los arenques, seleccionados según tamaño y embalados en barriles. Después, los vagones de mercancías del ferrocarril (así lo cuenta el folleto explicativo de la película rodada en 1936 que he conseguido encontrar hace poco) recogen al viajero sin tregua de los mares para llevarlo a donde su destino en esta tierra se cumpla definitivamente. En otra fuente, una historia natural del mar del Norte publicada en Viena en 1857, leo que el arenque, durante los meses de primavera y de verano, emerge de las oscuras profundidades en unas cifras insospechadas, que ascienden a millones, para desovar a modo de capas superpuestas en las aguas costeras y en los fondos del mar poco profundos. Y hay que subrayar con un signo de admiración que cada hembra de arenque deposita setenta mil huevos, que, en el caso de que cada uno de ellos se reprodujese sin impedimento alguno, según los cálculos de Buffon, correspondería en breve a una cantidad de pescado equivalente a veinte veces el volumen de la tierra. Las crónicas registran con frecuencia los años en que toda la pesca del arenque amenazaba con venirse abajo por su catastrófico exceso. Incluso se informa de que el viento y las olas impelían enormes bancos de arenques contra la costa y los arrojaban a la tierra, donde cubrían la playa por un trecho de unas cuantos kilómetros y de medio metro de profundidad. La población de las localidades limítrofes sólo podía recoger con la pala una cantidad mínima de semejantes cosechas de arenques que después almacenaba en cestas y cajas. El resto se descomponía al cabo de pocos días y ofrecía la imagen más espantosa de la naturaleza asfixiándose en su propia profusión.

Por otro lado, era frecuente que los arenques evitasen los lugares acostumbrados, empobreciendo, en consecuencia, regiones costeras en su totalidad. Hasta el día de hoy, las rutas que describen los arenques por el mar no se han podido constatar con exactitud. Se suponía que las condiciones de la luz y del viento, o quizá el magnetismo terráqueo o las líneas isotérmicas del agua en continuo desplazamiento, determinan los caminos por los que circulan, pero todas estas suposiciones no han demostrado ser decisivas, de forma que los pescadores de arenques siempre han tenido que guiarse por el saber que les ha sido transmitido, que en parte se fundamenta en leyendas, y por sus propias observaciones, por ejemplo, que los peces, que se mueven formando una cuña regular, envían al cielo un reflejo intermitente cuando se encuentran en un determinado ángulo de incidencia de los rayos del sol.

Otro indicio fiable de la presencia de arenques lo proporcionan las miríadas de escamas que se han desprendido por el roce, y que, flotando en la superficie del agua, centellean como pequeñas láminas de plata durante el día, y que a veces, en el crepúsculo, se asemejan a nieve o a ceniza. Una vez divisado el banco de arenques, se capturaba mayormente por la noche, y como indica la historia natural del mar del Norte ya citada, con redes de sesenta metros de largo que atrapaban casi un cuarto de millón de peces, y confeccionadas en gruesa seda persa y teñida en negro, ya que se sabía por experiencia que un color más claro espantaba al arenque. Y es que las redes no rodean la presa, sino que se mantienen rectas en el agua, como una pared contra la que los peces nadan llenos de desesperación hasta que las branquias se enredan en las mallas, para después estrangularse durante la extracción y recogida de las redes, que dura unas ocho horas. Por esta razón, la mayoría de los arenques ya está muerta cuando se la iza fuera del agua. Antiguos biólogos, como M. de Lacépede, tendían por ello a la suposición de que los arenques mueren en el momento en que. son sacados del agua, bien a consecuencia de cierto tipo de infarto, o bien por cualquier otra causa. Esta singular característica que pronto todos los expertos oficiales en biología adscribían a los arenques llevó, por otra parte, a que se dedicara durante mucho tiempo una atención especial a los informes de testigos oculares sobre los arenques que continúan vivos fuera del agua. De esta forma, por ejemplo, está demostrado que un misionero canadiense llamado Pierre Sagard vio agitarse un montón de arenques largo tiempo a bordo de un bote de pesca delante de la costa de Nueva Zelanda, y que un tal señor Neucrantz registró en Stralsund con gran precisión los últimos espasmos de un arenque sacado del agua hacía una hora y siete minutos (hasta el momento de su muerte). Asimismo, Noel de Mariniére, inspector del mercado de pescado de Ruán, percibió un día, para su asombro, que se estaban moviendo un par de arenques que ya llevaban fuera del agua unas dos o tres horas, por lo que se sintió motivado a averiguar con mayor exactitud la capacidad de supervivencia de estos peces cortándoles las aletas y mutilándolos de otras formas diversas. Un procedimiento tal, inspirado en nuestro afán por saber, es, por así decirlo, la culminación de la historia de sufrimiento de una especie en constante amenaza por las catástrofes. Lo que no es devorado por los gádidos acaba en el interior de un congrio, de un bacalao o de uno de los otros muchos cazadores de arenques, a los que, no en último lugar, tenemos que sumarnos nosotros mismos. Ya alrededor de 1670, más de ochocientos mil holandeses y frisios, una parte considerable de la población total, se dedicaban exclusivamente a la pesca del arenque. Cien años después, la cantidad de arenques capturados al año se estima en sesenta mil millones. Ante estas cantidades apenas imaginables, los biólogos se tranquilizaban pensando que el ser humano es responsable de una mera fracción de la aniquilación que se perpetúa en el círculo vital, y en cuanto al resto se despreocupaban suponiendo que la particular organización fisiológica de los peces los protege de la sensación del miedo y de los dolores que recorren los cuerpos y las almas de los animales más desarrollados en su lucha con la muerte.

Pero en realidad, no sabemos nada de las sensaciones de los arenques. Lo único que sabemos es que su armazón interno se compone de más de doscientos cartílagos y huesos ensamblados de una manera muy complicada. De su aspecto externo llama la atención la vigorosa aleta caudal, la cabeza estrecha, el maxilar inferior un poco saliente y los ojos grandes, en cuyo iris blanco-plata flota una pupila negra. Por la parte superior de los costados, el arenque tiene un color verde azulado. Cada una de las escamas de sus costados y del abdomen relumbra en tonos dorados y anaranjados, y, sin embargo, en su totalidad tienen un brillo metálico puramente blanco. Sostenidos contra la luz, la parte posterior brilla en un color verde oscuro con una belleza que no se ve en ninguna otra parte. Cuando la vida abandona al arenque, éste muda sus colores. El costado se torna azul, las mandíbulas y las branquias rojas inyectadas en sangre. Entre las particularidades del arenque también cuenta que su cuerpo muerto comienza a fulgurar en el aire. Esta curiosa fuerza lumínica, parecida a la fosforescencia y sin embargo radicalmente distinta, alcanza su apogeo pocos días después de la aparición de la muerte, y mengua según el pez va descomponiéndose. Durante mucho tiempo, incluso creo que aun el día de hoy, sigue siendo inexplicable la razón de la luminosidad de los arenques muertos.

Alrededor de 1870, cuando en todo el mundo se estaba trabajando en proyectos para el completo alumbrado de nuestras ciudades, dos científicos ingleses, con los nombres curiosamente apropiados a su investigación, Herrington y Lightbown, estudiaron este singular fenómeno de la naturaleza con la esperanza de que de la sustancia luminosa segregada por los arenques muertos pudiera hacerse derivar la fórmula de la producción de una sustancia luminosa orgánica, en constante regeneración propia. El fracaso de este excéntrico plan fue, según lo que he leído hace poco en una monografía sobre la historia de la luz artificial, un retroceso apenas digno de ser mencionado en la supresión, por lo contrario incontenible, de la oscuridad.

Había dejado a los pescadores de la playa tras de mí hacía ya tiempo cuando a primera hora de la tarde llegué a Benacre Broad, el lago de aguas salobres, a mitad de camino entre Lo-westoft y Southwold, detrás de un banco de arena. El lago está ribeteado por la corona verde de un bosque de follaje que se va extinguiendo poco a poco a causa de la erosión continua de la costa que se produce desde el lado del mar. Con toda certeza, el resquebrajamiento del banco de arena en el transcurso de una noche de temporal, y la posterior transformación del aspecto de toda la zona, es sólo cuestión de tiempo. Pero el día que estuve sentado en la orilla en calma, hubiera podido creer estar contemplando la eternidad. Los velos de niebla que en la mañana se habían introducido tierra adentro se habían diluido, la bóveda celeste estaba vacía y azul, en el aire no se agitaba ni un soplo de viento, los árboles se erguían como en un lienzo y ni un solo pájaro volaba sobre el agua marrón aterciopelado. Era como si el mundo se hubiera recogido bajo una campana de vidrio hasta que del oeste ascendieron las poderosas nubes fluidas extendiendo lentamente una sombra gris sobre la tierra. Tal vez fuera este oscurecimiento el que me recordó que hacía unos cuantos meses había recortado un artículo del Eastern Daily Press sobre la muerte del mayor George Wyndham Le Strange, cuyo domicilio había sido la gran casa residencial de piedra de Henstead, más allá del lago de aguas salobres. Según el artículo, Le Strange, durante la última guerra, había servido en el regimiento de defensa antitanques que el 14 de abril de 1945 había liberado el campo de Bergen Belsen, pero que, justo después del armisticio, había regresado de Alemania para hacerse cargo de la administración de los bienes de su tío abuelo en el condado de Suffolk, los cuales, como sé por otras fuentes, administró ejemplarmente por lo menos hasta la mitad de los años cincuenta. También en aquel tiempo ocurrió que Le Strange tenía a su servicio al ama de llaves, a la que finalmente legó la totalidad de su fortuna, tanto las tierras de Suffolk como los bienes inmuebles en el centro de Birmingham, estimada en varios millones de libras. Según el artículo del periódico, Le Strange había contratado a esta ama de llaves, una sencilla mujer llamada Florence Barnes de la pequeña localidad de Beccles, con la expresa condición de que tomara con él las comidas que ella había preparado bajo un mutismo absoluto. A juzgar por las declaraciones que la señorita Barnes debió de haber hecho al periódico, mantuvo fielmente el contrato acordado incluso después de que la forma de vida de Le Strange comenzara a tornarse cada vez más excéntrica. A pesar de que la señorita Barnes, sin duda alguna interrogada con insistencia por el reportero del periódico, se había expresado de la manera más reservada, mis propias pesquisas realizadas desde entonces descubrieron que Le Strange, a partir de los últimos años cincuenta, había ido despidiendo a todo el personal de la casa así como a sus campesinos, jardineros y administradores, que desde ese momento vivió solo en la gran casa de piedra con la cocinera muda de Beccles y que, como consecuencia, toda la propiedad, los jardines y el parque, se tornaban a ojos vistas cada vez más silvestres y ruinosos, y los campos baldíos se cubrían desde sus lindes de matorrales y maleza. Dejando aparte apreciaciones de este tipo, motivadas por la observación de los hechos reales, en los pueblos colindantes con sus dominios circulaban algunas historias concernientes al mayor, de una credibilidad probablemente limitada. Se basan en los pocos rumores que, con el paso de los años, habían trascendido al público desde las profundidades del parque y lo que, como consecuencia, preocupaba especialmente a la población que vivía en los alrededores. Así, por ejemplo, oí decir en una taberna de Henstead, que como Le Strange, en edad avanzada, había desgastado todo su vestuario y ya no quería comprarse ninguna prenda más, había andado por ahí, con ropa de otro tiempo, que sacaba según la iba necesitando de las cajas que guardaba en el desván.

Había gente que afirmaba haberle visto de vez en cuando con una levita de un amarillo canario o en una especie de abrigo de luto de tafetán, de un violeta desteñido, con muchos botones y ojales. También se decía que Le Strange siempre había tenido un gallo domesticado en su habitación, más tarde se había rodeado por una corte de todo tipo de aves de corral, gallinas pintadas, faisanes, palomas y codornices y pájaros de jardín y cantores que en parte correteaban por el suelo a su alrededor, y en parte le cercaban volando. Una vez, en verano, contaban algunos, Le Strange excavó una cueva en su jardín en la que estuvo sentado durante días y noches como san Jerónimo en el desierto. Pero lo más curioso de todo era la leyenda que me imagino originó el personal de la funeraria de Wrentham, que decía que la piel clara del mayor, en el momento de su muerte, se volvió verde aceituna, sus ojos de un tono gris oca profundamente oscuros y su pelo, de una blancura nivea, negro como un cuervo. Todavía no sé qué pensar de estas historias. Lo único seguro es que, el otoño pasado, un holandés adquirió en una subasta el parque y demás terrenos pertenecientes, y que Florence Barnes, la fiel ama de llaves del mayor, vive, tal como ella se había propuesto, con su hermana Jemima en un búngalo de Beccles, su pueblo natal.

Un cuarto de hora al sur de Benacre Broad, donde la playa se hace más angosta y comienza un trozo de acantilado, yacen entremezclados de una forma confusa un par de docenas de árboles muertos que ya hace años debieron de despeñarse de los arrecifes de Covehithe.

Blanqueados por el agua salada, por el viento y por el sol, la madera partida, sin corteza, tiene el aspecto de los huesos de cualquier animal de una especie más grande incluso que mamuts y dinosaurios, que pereció hace mucho tiempo en esta orilla solitaria. El sendero, que discurre a través de un talud de retama, rodea los despojos hacia una elevación de rocas de barro, y allí, a una distancia mínima del borde de la tierra firme que amenaza con desprenderse, conduce por entre heléchos, de los que algunos, los más grandes, me llegaban hasta los hombros. Fuera, sobre un mar plomizo, me acompañaba un velero, para ser más exactos me parecía como si él estuviera parado y yo mismo avanzase, paso a paso, tan poco como el invisible conductor fantasma en su barca inmóvil. Sin embargo, los heléchos se iban separando poco a poco ofreciendo una vista abierta sobre un campo que se extiende hasta la iglesia de Covehithe. Detrás de una baja alambrada eléctrica, sobre la tierra marrón cubierta por un par de matas delgadas de manzanilla, había acampado una piara de unos cien cerdos. Salté la alambrada y me acerqué a uno de aquellos animales grávidos que, inmóviles, dormían. Lentamente, cuando me agaché hacia él, abrió su pequeño ojo ribeteado de claras pestañas y me miró inquisitivamente. Le pasé la mano por el lomo, cubierto de polvo, que se estremeció bajo aquel contacto inusual, le acaricié el hocico y la cara, y le rasqué, suavemente, la oquedad que se forma detrás de la oreja, hasta que empezó a gemir como un ser humano martirizado por penas infinitas. Cuando me incorporé de nuevo, volvió a cerrar el ojo en un gesto de profunda devoción. Me quedé un rato más sentado en la hierba que crecía entre la valla eléctrica y el borde de los acantilados. Los tallos ralos, ya amarillentos, se inclinaban debido al viento que se estaba levantando. El cielo se oscurecía a ojos vistas.

Unos bancos de nubes se empujaban hacia la lejanía sobre un mar ahora surcado por líneas blancas. El barco, que entre tanto no se había movido, había desaparecido de repente. Todo esto me recordaba la historia que cuenta san Marcos, el evangelista, sobre la región de los gerasenos, que entronca directamente con la parábola, mucho más conocida con diferencia, del apaciguamiento de la tormenta sobre el lago de Genesaret. En la misma medida se adaptaba al catecismo escolar la imagen de los discípulos de poca fe que espabilan a su maestro dormitando despreocupadamente mientras las olas golpeaban la barca, que tan poco se conocía la importancia de la historia del poseso geraseno. En cualquier caso, no podía acordarme de que la historia de los gerasenos se nos había leído alguna vez en lo que se llamaba clase de religión o en misa, por no decir que incluso la habíamos analizado. El poseso del que se dice que salió al encuentro del nazareno desde los sepulcros en los que tenía su morada, estaba, al parecer, dotado de una fuerza desmedida de forma que nadie era capaz de sujetarlo.

Había roto todas las cadenas, reducido a polvo todas las ataduras. Siempre, escribe san Marcos, estaba en el lugar de los muertos por los montes, gritando, llorando e hiriéndose con piedras. Cuando se le preguntó por su nombre, respondió: mi nombre es Legión, porque somos muchos, y os pedimos que no nos expulséis de nuestro territorio. Pero el Señor ordena a los malos espíritus introducirse en la piara de cerdos que había en aquel mismo prado. Y los cerdos de los que habla el evangelista, que eran unos dos mil, se precipitan por la pendiente y se ahogan en las aguas. ¿Esta cruel historia trata, me preguntaba entonces sobre el océano alemán, del informe de un testigo fidedigno? Y en el caso de que así fuere, ¿no querrá decir que a nuestro Señor se le ha escapado un grave error artístico en la curación del geraseno? ¿O es que, me preguntaba, estamos ante una mera parábola que se ha inventado un evangelista sobre el origen de la supuesta suciedad de los cerdos, que, pensándolo detenidamente, acaba en que debemos descargar nuestro entendimiento humano enfermo en una especie distinta, que consideramos más baja y sólo digna de ser destruida? Mientras lo estaba pensando, fuera veía las golondrinas precipitarse sobre el mar como proyectiles. Profiriendo sin cesar sus minúsculos chillidos, surcaban su campo de vuelo, cada vez más rápido, como si se pudiera seguirlas con la vista. Ya antes, cuando era niño, contemplaba al atardecer desde el fondo del umbroso valle a estos voladores, en aquel tiempo en un número incluso mayor, girando allí arriba, en la última luz, y me imaginaba que el mundo sólo se sostenía por las trayectorias que las golondrinas esgrimen en el espacio. Muchos años después leí el escrito publicado en Salto Oriental, Argentina, 1940, Tlön, Uqbar, Orbis Tertius sobre la salvación de un anfiteatro entero por un par de pájaros. Entonces me percaté de que las golondrinas cazaban exclusivamente en la llanura que se extendía desde la elevación en la que estaba sentado hacia el vacío. Ni siquiera una sola de ellas subía más alto que las demás o se sumergía más profundamente hacia el agua. Y cuando, como una ráfaga, se acercaban a la orilla, algunas desaparecían siempre justo bajo mis pies, como si el suelo de la tierra se las hubiese tragado. Me acerqué al borde del acantilado y vi que habían excavado los agujeros de sus nidos, uno junto al otro, en la capa superior de barro de lo que se había quebrado ya. Por así decirlo, yo me encontraba sobre un trozo de tierra perforada que hubiera podido ceder en cualquier momento. Sin concederle importancia, igual que una vez, como prueba de valor, me había tumbado sobre el tejado liso de hojalata del enjambre de abejas de dos pisos, me estiré tanto como era posible, con la cabeza en la nuca, dirigí mi mirada hacia el cénit, dejé que descendiera del cielo, deslizándose lentamente y después, sobre el agua, la retiré del horizonte hasta la estrecha playa que había a unos veinte metros por debajo de mí. Mientras dominaba la sensación de mareo que se levantaba en mi interior espirando con calma y dando un paso atrás, me pareció haber visto que en la línea de la playa se movía algo de un color extraño. Me puse en cuclillas y miré sobre el borde hacia abajo, presa de un pánico repentino. Pensé que era una pareja de personas lo que yacía ahí abajo, sobre el fondo del foso; un hombre, estirado sobre el cuerpo de otro ser, del que no había nada visible sino las piernas en ángulo, vueltas hacia fuera. Y en la eternidad de una décima de segundo, en la que me había pasado esta imagen, me parecía como si un espasmo hubiera sacudido los pies del hombre igual que los de un recién ahorcado. En cualquier caso, ahora estaba quieto, y quieta e inmóvil estaba también la mujer. Deformes, semejantes a un gran molusco arrojado a la tierra yacían allí, con el aspecto de un solo cuerpo, un monstruo marino bicéfalo, polimorfo, empujado desde muy lejos tierra adentro, como el último ejemplar de una especie monstruosa, que espera cansado su final con una respiración débil que sale por las fosas nasales.

Profundamente consternado, me incorporé de nuevo con tanta inseguridad como si me levantara de la tierra por primera vez, y me alejé de aquel lugar que ahora se me había vuelto inquietante, descendiendo desde los acantilados por el camino que con suavidad bajaba a la playa, cada vez más ancha hacia el sur. Ante mí, en lontananza, se acurrucaba la ciudad de Southwold, una porción de casas diminutas, islas de árboles, un faro blanco como la nieve bajo el cielo oscuro. Aun antes de que yo llegara empezaron a caer las primeras gotas. Me giré, volví la vista atrás, al camino vacío por el que había venido, y ahora ya no sabía si había visto en realidad al pálido monstruo marino a los pies del acantilado de Covehithe o sólo en mi imaginación. El recuerdo de la inseguridad que sentí en aquel entonces me lleva de nuevo al escrito argentino que ya he mencionado, y que principalmente trata de nuestros intentos por inventar mundos de segundo o incluso tercer grado. El narrador cuenta una cena que tuvo junto con un tal Bioy Casares en una casa de campo de la calle Gaona, en Ramos Mejía, una noche del año 1935, y de cómo a continuación de esta cena se habían perdido en una conversación muy disipada sobre la composición de una novela que había de atentar contra hechos obvios y enredarse en diferentes contradicciones, de tal modo que facilitase a pocos lectores -muy pocos lectores- intuir la realidad, por una parte cruel, por otra insignificante, oculta en lo narrado. Al final del pasillo que conducía a la habitación en la que estábamos sentados, sigue el escritor, colgaba un espejo oval, medio ciego, del que emanaba una especie de intranquilidad. Nos sentíamos acechados por este testigo mudo, y además descubrimos -en la profundidad de la noche descubrimientos de este tipo son casi inevitables-, que los espejos tienen algo terrible.

Bioy Casares recordó entonces que uno de los heresiarcas de Uqbar había explicado que lo que causa espanto de los espejos, y en general también en el acto del apareamiento, consiste en que multiplican el número de seres humanos. Pregunté a Bioy Casares, continúa el autor, por el origen de esta sentencia que me parecía memorable, y dijo que la Anglo-American Cyclopaedia la incluía en su artículo sobre Uqbar. Pero este artículo, lo que se hace evidente en el posterior desarrollo de lo narrado, no se puede encontrar en la mencionada enciclopedia, mejor dicho, sólo y únicamente es posible encontrarlo en el ejemplar que Bioy Casares había adquirido hace años, cuyo tomo vigésimo sexto acusa cuatro páginas más que todos los demás ejemplares de la edición en cuestión, publicada en 1917. Con ello queda inexplicado si Uqbar ha existido o si en la descripción de esta tierra desconocida no se trata, al igual que en el caso del proyecto enciclopédico Tlön, al cual está dedicada la parte principal del escrito objeto de este asunto, de llegar poco a poco a una realidad nueva a través de lo que es puramente irreal. La construcción laberíntica de Tlön, advierte una anotación del año 1947, está a punto de extinguir el mundo conocido. Ya ha penetrado en las escuelas el idioma de Tlon, que hasta ahora no dominaba nadie, ya la historia de Tlön recubre todo lo que una vez supimos anterior a ella o creíamos saber, en la historiografía ya se señalan las ventajas indiscutibles de un pasado ficticio. Casi todas las ramas del saber se han reformado, y las pocas disciplinas no reformadas aguardan su renovación. Una dinastía dispersa de ermitaños, la dinastía de los inventores, enciclopedistas y lexicógrafos de Tlön, ha transformado la faz de la tierra. Todas las lenguas, incluso el castellano, el francés y el inglés, desaparecerán del planeta. El mundo será Tlön. Pero a mí, concluye el narrador, no me preocupa, en la serena ociosidad de mi casa de campo sigo perfeccionando una traducción del Urn Burial de Thomas Browne adiestrada a tientas por Quevedo (que no pienso imprimir aquí).

IV

Las nubes de lluvia habían desaparecido cuando después de cenar me di un primer paseo por las calles y callejuelas de la ciudad. Ya estaba comenzando a oscurecer por entre las líneas de las casas de ladrillo. Únicamente el faro, con su cabina de cristal luminosa, alcanzaba el interior de la claridad que grado a grado se desprendía de la tierra. Con los pies cansados del largo camino que baja de Lowestoft, me senté en seguida en un banco de la vasta pradera llamada Gunhill para contemplar el mar calmo de cuyas profundidades ahora las sombras ascendían hasta la superficie. Los últimos paseantes de la tarde habían desaparecido. Me sentía como en un teatro vacío, y no me hubiera causado el menor asombro si de pronto se hubiese levantado el telón ante mí y sobre el proscenio, por ejemplo, apareciera de nuevo el 28 de mayo de 1672, aquel día memorable en que la flota holandesa, con la luz radiante de la mañana tras de sí, surgió del vapor arrastrado sobre el mar y abrió fuego contra los barcos ingleses reunidos en la bahía de Southwold. Es probable que los entonces habitantes de Southwold, en cuanto que se hubieran disparado los primeros cañonazos, se precipitasen a las afueras de la ciudad y siguieran el extraño espectáculo desde la playa. Protegiéndose los ojos con las manos de un sol cegador, habrán visto cómo los barcos, aparentemente sin ningún tipo de estrategia, se movían de un lado a otro, cómo las velas se hinchaban con el viento ligero del noreste y se caían de nuevo durante las torpes maniobras de dirección. Seguramente no habrán podido distinguir ninguna persona a esa distancia, ni siquiera a los almirantes holandeses e ingleses en sus puentes de mando. Más tarde, cuando la batalla siguiera su curso, cuando explotaran los almacenes de pólvora y estuviesen ardiendo algunos de los cascos calafateados de los barcos hasta la línea de flotación, todo habrá estado envuelto en un humo corrosivo de un negro amarillento que arrollaba toda la bahía, el cual sustraería toda observación al desarrollo de los sucesos del combate. Si los informes de aquellas batallas, resueltas en los llamados campos de honor, siempre han sido inexactos, en las representaciones pictóricas de los grandes combates navales se trata, sin excepción alguna, de puras ficciones. Incluso célebres pintores de batallas navales como Storck, Van der Velde o De Loutherbourg, de los que con mayor atención he estudiado algunas de sus producciones dedicadas a la Battle of Sole Bay en el Museo de la Marina en Greenwich, no son capaces, pese a una evidente intención realista de transmitir una impresión verídica de lo que debió de haber sucedido en un barco sobrecargado hasta el máximo de tropas y maquinaria cuando se estaban derribando los mástiles y las velas ardiendo, o cuando las bolas de cañón atravesaban los entrepuentes rebosantes de un hervidero de gente inaudito. Sólo en el Royal James, incendiado por un buque faro, pereció casi la mitad de una tripulación de mil personas. No se han conservado datos más precisos del ocaso de este buque de tres palos. Diferentes testigos presenciales dicen haber visto por última vez al duque de Sandwich, el comandante de la flota inglesa de casi tres quintales de peso, cercado por las llamas y gesticulando en el puente de popa preso de la desesperación. Lo único cierto es que su cadáver hinchado fue arrojado a la playa, cerca de Harwich, un par de semanas más tarde. Las costuras de su uniforme se habían reventado y los ojales estaban desgarrados, pero las condecoraciones de los pantalones refulgían con una magnificencia que no había menguado aún. En aquel tiempo no podía haber más que unas cuantas ciudades con tantas almas como las que se extinguieron en aquel combate. La realidad del dolor sufrido y toda la labor de destrucción supera con mucho nuestra fantasía de la misma forma que no es concebible el enorme trabajo empleado -desde cortar y aprestar los árboles, la extracción y tratamiento metalúrgico de los minerales y la forja del hierro, hasta el hilado y cosido de las velas- en todo aquello que haya tenido que ser necesario para construir y equipar las embarcaciones, en su mayoría destinadas de antemano a la aniquilación. Estos extraños seres, bautizados con nombres como Stavoren, Resolution, Victory, Groot Hollandia y Olyfan, no llevaban más que poco tiempo deslizándose sobre el mar, impelidos por la respiración de la tierra, cuando ya habían vuelto a desaparecer.

Por cierto, nunca se ha logrado esclarecer cuál de ambos partidos resultó vencedor de esta batalla naval que se sostuvo ante Southwold por la obtención de ventajas económicas, no obstante se ha llegado a la conclusión de que la derrota holandesa, valorada en el gasto total del combate, comenzó con un desplazamiento de fuerzas apenas estimable, mientras que, por otro lado, el gobierno inglés, casi en bancarrota, aislado desde el punto de vista diplomático y gravemente humillado por la invasión holandesa en Chatham, pese a una aparente y completa falta de estrategia y una gerencia de la marina al borde de la desaparición, pudo, quizá sólo gracias a los juegos del viento y de las olas, preludiar una supremacía inquebrantable en los mares durante tanto tiempo. Aquella tarde, en Southwold, sentado en aquel punto frente al océano alemán, me pareció sentir claramente el lento girar del mundo sobre sí mismo en la oscuridad. En América, decía Thomas Browne en su tratado sobre los enterramientos de urnas, los cazadores se levantan cuando los persas se sumergen en el sueño más profundo. Como la cola de un vestido, las sombras de la noche se arrastran sobre la tierra, y, continúa diciendo, dado que tras la caída del sol se acuesta casi todo lo que habita en el espacio intermedio entre dos cinturones terráqueos, se podría contemplar, siempre acompañando al sol poniente, la esfera que habitamos llena de cuerpos extendidos, como si hubieran sido derribados y cosechados por la guadaña de Saturno -el cementerio infinito de una iglesia para una humanidad epiléptica-. Estuve mirando en la lejanía, hacia el mar, allí donde la oscuridad se tornaba más espesa y donde, apenas apreciable, se extendía un banco de nubes con una forma muy extraña, la otra cara de la tormenta que por la tarde se había precipitado sobre Southwold. Las cumbres más elevadas de esta montaña color tinta continuaron resplandeciendo como los campos helados del Cáucaso, y mientras las veía extinguirse lentamente se me ocurrió que una vez, hacía años, en sueños, había caminado a lo largo de toda una cordillera igual de extraña y distante. Tuvo que haber sido un trecho de más de seiscientos kilómetros a través de despeñaderos, gargantas y valles, por collados, laderas y corrientes, por la linde de grandes bosques, por campos pedregosos, piedra picada y nieve. Y recordé que en mi sueño, al final del camino, eché una mirada hacia atrás y eran justo las seis de la tarde. Las cumbres dentadas de las montañas de las que había salido se destacaban con una nitidez sorprendentemente angustiosa de un cielo teñido de azul turquesa, en el que se suspendían dos o tres nubes rosáceas. Me resultaba una imagen de una familiaridad insondable que no se me fue de la cabeza durante semanas. Acabé siendo consciente de que coincidía, hasta el último detalle, con la imagen del macizo de Vallüla que había visto desde el ómnibus un par de días antes de mi es-colarización, al regresar, por la tarde, de una excursión al Montafon en un estado de agotamiento absoluto. Probablemente son recuerdos soterrados que generan la curiosa suprarrealidad que se ve en los sueños. Pero tal vez sea algo diferente, algo nebuloso y misterioso, a través de lo que, en sueños, paradójicamente, todo aparece con mucha mayor claridad.

Un poco de agua se convierte en un lago, un soplo de viento en una tormenta, un puñado de polvo en un desierto, un pequeño grano de azufre en la sangre en un fuego volcánico. ¿Qué clase de teatro es éste en que somos escritores, actores, tramoyistas, escenógrafos y público, todo en uno? En la travesía de los espacios oníricos, ¿hace falta más o menos entendimiento del que uno se lleva consigo a la cama?

Todo esto me había parecido desde siempre tan incomprensible, como difícil era aquella tarde sobre el Gunhill de Southwold creer que hacía exactamente un año había estado mirando hacia Inglaterra desde una playa de Holanda. En aquel entonces me había dirigido a La Haya tras haber pasado una mala noche en el Baden suizo, y después de haber dejado atrás Basilea y Amsterdam, me había hospedado en uno de los hoteles de dudoso prestigio en el camino a la estación. Ya no sé si era Lord Asquith, el Aristo o el Fabiola. En cualquier caso, en la esquina de la recepción, donde incluso a los viajeros más modestos les acometía inmediatamente un sentimiento de profunda desazón, estaban sentados dos hombres ya no del todo jóvenes, al parecer juntos desde hacía mucho tiempo y entre ellos, en lugar de un niño, por decirlo de alguna manera, un perro de lanas color albaricoque. Una vez que hube descansado un poco en la habitación que se me había asignado, fui a dar un paseo con la intención de comer algo en cualquier sitio subiendo por la calle de la estación hacia el centro de la ciudad, pasando por el Bristol Bar, el Yuksels Café, por una Videoboetik, por las tiendas de pizza de Aran Turk, por un Euro-Sex- Shop, una carnicería islámica y un comercio de alfombras, en cuyo escaparate un fresco naïf, dividido en cuatro partes, mostraba una caravana cruzando el desierto. Las letras rojas en la fachada del edificio venido abajo, en cuyos pisos superiores todos los cristales de las ventanas estaban embadurnados de pintura blanca calcárea anunciaban Perzenpaleis.

Mientras estaba mirando la parte superior de esta fachada, se deslizó junto a mí, de forma que nuestros codos se tocaron, un hombre de barba oscura que por encima de sus largas ropas llevaba la chaqueta vieja de un traje, y que luego entró por una puerta a través de cuyo orificio, de la anchura de una grieta, mi mirada, durante un instante inolvidable, completamente desligado del tiempo, había recaído sobre una estantería de madera en la que había ordenados, unos encima o al lado de otros, tal vez cien pares de zapatos gastados de calle. Más tarde, desde el patio trasero de la casa, vi el minarete elevarse hacia el cielo azul de la tarde holandesa. Anduve merodeando más de una hora por esta zona en cierto modo extraterritorial. Las ventanas de los callejones laterales se habían cerrado en su mayoría con tablas clavadas, y en las paredes de ladrillo, ennegrecidas por el hollín, se leían sentencias como: Help de regenwouden redden y Welcome to the Royal Dutch Graveyard. Ahora ya no podía decidirme a entrar en cualquier sitio para tomar algo, así que me metí en un McDonald's, ante cuyo mostrador, iluminado y de colores chillones, tenía la sensación de ser un criminal buscado en todos los países desde hacía mucho tiempo, y me compré una bolsa de patatas fritas que comí poco a poco en el camino de vuelta a mi hotel. Ante las entradas de los diversos restaurantes y locales de diversión en el camino a la estación de trenes, se habían reunido entre tanto pequeños grupos de hombres de países orientales, de los que su mayoría fumaba en silencio mientras el uno o el otro parecía liquidar un negocio con un cliente. Cuando llegué al pequeño canal que cruza el camino a la estación, a mi lado, atravesando la calzada, pasó de pronto, como si hubiera emergido de la nada, una limusina americana de cromo resplandeciente, recubierta de luces, con la capota abierta, y en la que estaba sentado un chulo en traje blanco, con unas gafas de sol engastadas en oro y un ridículo sombrero tirolés en la cabeza. Y mientras yo, lleno de asombro, seguía con la mirada esta aparición casi sobrenatural, por la esquina de la calle se precipitó hacia mí un hombre de piel oscura que llevaba el puro espanto en el rostro y que me esquivó de un salto al mismo tiempo que me embutía en la trayectoria de su perseguidor, del que por su aspecto tenía que tratarse de uno de sus compatriotas. El perseguidor, con los ojos brillantes de sed de sangre y de rabia, debía de ser cocinero u hombre de cocina, pues llevaba atado un delantal y un cuchillo largo y reluciente en la mano, que me pasó tan cerca que casi creí sentir cómo se hundía entre mis costillas. Permanecí echado en la cama de mi habitación del hotel, aturdido por las consecuencias de este episodio. Fue una mala noche, pesada, tan sofocante que era imposible dejar la ventanas cerradas. Y cuando se abrían se oía ascender el ruido de la circulación del cruce y, cada dos minutos, el horroroso chirriar del tranvía afanándose por el bucle de rieles de la terminal. Por eso estaba de un humor pésimo cuando, a la mañana siguiente, me hallaba en el Mauritshuis delante del gran retrato de grupo Lección de anatomía del doctor Tulp de casi cuatro metros cuadrados. Pese a haber venido a La Haya exclusivamente por este cuadro al que aún me dedicaría los años siguientes, en mi estado de trasnochado no lograba en modo alguno concebir cualquier tipo de pensamiento frente al sujeto de prosección que yacía estirado bajo las miradas del gremio de cirujanos. Sin saber exactamente por qué, me sentí tan agredido por la representación que después necesité casi una hora hasta que volví a tranquilizarme delante de la Vista de Haarlem con los campos de batán de Jacob van Ruisdael.

La llanura que se extiende hacia Haarlem se ve desde lo alto, desde las dunas, como generalmente se suele afirmar, sin embargo la impresión del panorama desde una perspectiva de pájaro es tan poderosa, que estas dunas marinas habrán tenido que ser de un verdadero país montañoso cuando no un pequeño macizo escarpado.

Van Ruisdael, en realidad, no estuvo pintando sobre las dunas, sino en un punto artificial, imaginario, por encima del mundo. Sólo así podía ver todo al mismo tiempo, el enorme cielo nublado que invade dos tercios del cuadro, la ciudad, que, excepto la catedral de San Bavón, despuntando por entre todos los edificios, apenas es más que una especie de deshilachado del horizonte, los oscuros arbustos y los pequeños bosques, la propiedad en primer plano y el campo diáfano, en el que se despliegan los lienzos brillantes para que se blanqueen al sol y donde pude contar siete u ocho figuras trabajando, de apenas medio centímetro. Después de salir de la galería me senté un rato al sol, en las escaleras del palacio que, según la guía que me había comprado, Johann Maurits, el gobernador, había mandado construir y decorar en su patria, durante sus siete años de estancia en Brasil, como una residencia cosmográfica alusiva a su lema personal «Tanto como abarque el mundo entero», reflejo de las maravillas de las regiones más apartadas del mundo. Parece que en la inauguración de la casa, en mayo de 1644, es decir, justo trescientos años antes de mi nacimiento, once indios que el gobernador había traído de Brasil ejecutaron una danza sobre la plaza adoquinada delante del nuevo edificio, dando una idea a los ciudadanos que allí se habían reunido de los países extranjeros hasta los que ahora se dilataba el poder de su Estado. Ya hacía mucho que estos bailarines, de los que no se ha conservado ninguna otra información, habían desaparecido mudos como sombras, silenciosos como la garza que, cuando me puse de nuevo en camino, vi volar con un batir de alas uniforme, rozando la superficie del agua resplandeciente sin turbarse por la circulación de coches que con lentitud se arrastraba junto a la orilla del Hofvijver. ¿Cómo habrá sido hace tiempo? En su informe de viaje Diderot describió Holanda como el Egipto de Europa, donde los campos pueden cruzarse en barca y donde, tan lejos como alcanza la vista, apenas hay algo que destaque de las llanuras anegadas. En este maravilloso país, escribe, la mínima elevación proporciona la mayor sensación de excelsitud. Y para Diderot no había nada que satisficiera tanto el espíritu como las ciudades holandesas, limpias, ejemplares en todo punto, con sus canales rectos, festoneados de hileras de árboles. Como si una noche hubieran surgido de una mano artista ajustándose a un plan preconcebido hasta el último detalle, las poblaciones se iban colocando en fila, unas junto a otras, e incluso en el centro de la mayor de ellas, escribe Diderot, uno se figuraba seguir en el campo. Diderot define La Haya, que en aquel tiempo albergaba a cuarenta mil habitantes, como el pueblo más hermoso de la tierra, y al camino que sale de la ciudad a la playa de Scheveningen lo califica como un paseo que no tiene parangón. No me era fácil compartir estas opiniones cuando estaba caminando a lo largo de la Parkstraat, en dirección a Scheveningen. De vez en cuando había una hermosa villa en un jardín, pero de lo contrario apenas había nada que me quitase el aliento.

Como tantas otras veces en ciudades extrañas, es posible que haya ido por los caminos equivocados. En Scheveningen, donde había contado con ver el mar ya desde lejos, tuve que caminar a la sombra de edificios de viviendas de muchos pisos como por el fondo de un desfiladero. Cuando por fin llegué a la playa, estaba tan cansado que me tumbé y me quedé dormido hasta bien entrada la tarde. Escuchando el murmullo del mar, entendía, medio en sueños, todas las palabras en holandés, y por primera vez en mi vida creí haber llegado, estar en casa. Incluso al despertar me siguió pareciendo durante unos instantes que mi pueblo había hecho un alto en la travesía del desierto, a mi alrededor. La fachada del balneario se elevaba ante mí como un gran caravasar, a lo que se adecuaba perfectamente que el hotel-palacio, enclavado en medio de la arena en torno al cambio de siglo, estuviese rodeado de numerosas construcciones, obviamente erigidas hacía poco y con techos en forma de tienda, que albergaban quioscos de prensa, tiendas de recuerdos y restaurantes de comida rápida. En uno de ellos, en el Massada-Grill, donde las fotos de la placa luminosa situada sobre la barra reproducían platos preparados según el rito judío en lugar de las combinaciones habituales de hamburguesas, tomé una taza de té, antes de mi regreso a la ciudad, contemplando a una pareja de abuelos, radiante de dicha, rodeada de una animada cuadrilla de nietos que festejaba en el local, por lo demás vacío, alguna celebración familiar.

Hacia la noche, en Amsterdam, sentado en el tranquilo salón decorado con muebles, cuadros y espejos antiguos de un hotel privado en el Vondelpark, que ya conocía de antes, estuve tomando notas diversas de las estaciones de mi viaje que casi había concluido: los días transcurridos en Bad Kissingen con todo tipo de investigaciones, el ataque de pánico en Badén, el viaje en barco sobre el lago de Zúrich, la racha de suerte en el casino de Lindau, la visita a la Antigua Pinacoteca y a la tumba de mi santo, san Sebaldo, en Núremberg, quien según la leyenda había sido hijo de un rey de Dacia o de Dinamarca que se había desposado en París con una princesa de Francia. Pero parece que durante la noche de bodas le dio un arrebato de la futilidad más profunda. Mira, se cuenta que le dijo a su novia, hoy nuestros cuerpos están engalanados y mañana serán pasto de los gusanos. Se dio a la fuga aun antes de rayar el alba, peregrinó hacia Italia y allí estuvo retirado hasta que sintió crecer en su interior la fuerza de hacer milagros. Después de haber salvado de morir de hambre a Winnibald y Wunibald, los hijos del rey anglosajón, con un pan cocido de cenizas que les fue llevado por medio de un mensajero celestial, y de una famosa predicación en Vicenza, regresa a Alemania por los Alpes. En Ratisbona vadea el Danubio montado en su abrigo, en la ciudad hace de un vaso de cristal roto uno enteramente nuevo, y en el hogar de un carpintero de carretas, avaro con la madera, atiza un fuego con carámbanos de hielo. Siempre me ha parecido que esta historia de la combustión de la esencia de vida congelada es especialmente significativa, y con frecuencia me he preguntado si la congelación o la desertización interna no será acaso la premisa para hacer creer al mundo, mediante una especie de exhibicionismo fraudulento, que el pobre corazón no ha dejado de latir. En cualquier caso, parece que mi santo hizo aún muchos milagros más y curó a muchos enfermos en su ermita de Reichswald, entre Regnitz y Pegnitz, antes de que su propio cadáver, tal como él había dispuesto, fuese llevado, en una carreta tirada por dos magníficos bueyes, al lugar en el que todavía se encuentra su tumba. Siglos más tarde, en mayo de 1507, el patriciado de Núremberg encarga al fundidor Peter Vischer construir un sarcófago de latón para san Sebaldo, el santo príncipe del cielo. En junio de 1519, tras los últimos retoques de un trabajo de doce años, el monumento, que, de varias toneladas y de casi cinco metros de altura, transportado por doce caracoles y cuatro delfines arqueados, representa todo el cosmos de la historia de la salvación espiritual, fue expuesto en el coro de la iglesia que estaba consagrado al santo patrono de la ciudad. En el zócalo del monumento funerario se aprietan faunos, sirenas, seres fabulosos y animales de todas formas imaginables en torno a las virtudes cardinales femeninas de la inteligencia, mesura, justicia y valentía. Más arriba pueden verse figuras legendarias -Nimrod el cazador, Hércules con la porra, Sansón con la quijada de burro y el dios Apolo entre dos cisnes- junto a representaciones del milagro del hielo, de la comida de los hambrientos y de la conversión de un hereje. A continuación, vienen los apóstoles con sus instrumentos de martirio y sus emblemas, y, por encima de todo, Jerusalén, la ciudad sagrada de tres montes con sus innumerables viviendas, la novia ardientemente esperada, la morada de Dios entre los humanos, la imagen de una vida nueva. Y en la parte más interna del receptáculo, fabricado de una sola pieza y rodeado por ochenta ángeles, dentro de un relicario chapado en láminas de plata, descansan los huesos del muerto ejemplar, predecesor de un tiempo en que se nos secarán las lágrimas de los ojos y no habrá penas, dolor o lamento.

Había caído la noche en Amsterdam. Sentado en mi habitación del desván del hotel en el Vondelpark, oía las ráfagas de la tormenta combar las copas de los árboles. Los truenos retumbaban desde la lejanía. Un relampagueo descolorido recorría el horizonte.

Alrededor de la una, cuando oí repicar las primeras gotas sobre el tejado de chapa delante de la ventana de mi buhardilla, me acerqué al antepecho y me incliné hacia fuera en el airé cálido, fragoroso. Pronto la lluvia empezó a caer ruidosamente a grandes chorros en las frondosas profundidades del parque, que de vez en cuando se iluminaba como con luces de Bengala. Los canalones producían sonidos guturales semejantes a los de un arroyo en las montañas. Cuando un nuevo relámpago cruzó por el cielo, miré hacia el jardín del hotel, muy por debajo de donde yo me encontraba, y vi en la ancha fosa que separa el jardín del parque, bajo la protección de las ramas de un sauce llorón que pendían hacia el suelo, una pareja de patos, inmóvil sobre la superficie del agua tapizada en su totalidad de cebada verde color hierba. Tan perfecta fue la nitidez de este cuadro surgido de la negrura en una décima de segundo, que aun ahora me imagino ver cada una de las hojas de sauce, los matices más finos en las plumas de ambas aves, incluso los puntos de los poros de la piel de los párpados que se hundía sobre sus ojos.

A la mañana siguiente, el edificio del aeropuerto de Schiphol estaba repleto de una atmósfera que el vapor difuminaba tan maravillosamente, que uno podía creer encontrarse un poco más allá del mundo terrestre. Muy despacio, como si estuvieran bajo el efecto de un sedante o se movieran en un tiempo dilatado, los pasajeros deambulaban por las terminales o fluctuaban, inmóviles sobre las escaleras mecánicas, en dirección a sus diferentes lugares de destino, en las alturas y en los abismos. Hojeando el libro sobre los Tristes trópicos en el tren que salía de Amsterdam, me había topado con una descripción de los Campos Elíseos, una calle en Sao Paulo donde antaño los ricos, en una especie de estilo suizo fantasía, habían construido villas de madera pintadas con colores vistosos y castillos hechos con tablones, dice Lévi-Strauss de su época en Brasil, que se desmoronaban paulatinamente en medio de jardines en los que los eucaliptos y mangos crecían sin mesura. Quizá por este motivo el aeropuerto surcado por un leve murmullo me pareció aquella mañana como la antesala de un país desconocido del que no regresa nunca ningún viajero. De cuando en cuando, las voces incorpóreas de las anunciadoras, entonando como los ángeles sus buenas nuevas, llamaban a algún pasajero. Passagiers Sandberg en Stromberg naar Copenhagen. Mr. Freeman to Lagos. La señora Rodrigo, por favor. Tarde o temprano le llegaría el turno a cada uno de los que nos habíamos congregado allí. Tomé asiento en uno de los bancos-sofá en los que por todas partes seguían durmiendo sin conocimiento, estirados o enroscados, algunos de los que habían pasado la noche en esta estación de paso. No muy lejos de mí había un grupo de africanos, envueltos en amplios ropajes blancos como la nieve, y justo enfrente tenía a un hombre llamativamente atildado, que llevaba una cadena de reloj de oro en su chaleco y leía un periódico cuya portada la abarcaba casi por completo la reproducción fotográfica de una ingente masa de humo, que brotaba de su interior hacia fuera y parecía un hongo atómico sobre un atolón. El titular rezaba: De aswolk boven de Vulkaan Pinatubo. Fuera, sobre las superficies de cemento, el calor de verano resplandecía mientras, ininterrumpidamente, circulaba todo tipo de coches pequeños en todas las direcciones posibles y de la pista de despegue se elevaba en el aire azul, de una forma incomprensible, una pesada máquina tras otra con cientos de personas a bordo. Pero yo debí de quedarme adormilado contemplando este espectáculo, porque de pronto penetró en mi oído mi nombre, desde muy lejos, y a continuación el aviso: immediate boarding at Gate C4 please.

El pequeño avión de hélice, que cubre el trayecto de Amsterdam y Norwich, ascendió primero hacia el sol antes de cambiar el rumbo con dirección oeste. Bajo nosotros, desplegada, una de las regiones de Europa con mayor densidad de población, infinitas hileras de casas adosadas, poderosas ciudades satélite, business parks e invernaderos relucientes que como grandes témpanos de hielo cuadrados parecían flotar sobre una tierra aprovechada hasta el último rincón. Una actividad de regularización, cultivo y construcción prolongada durante siglos había transformado la totalidad de la superficie en un muestra geométrica. En líneas rectas y suaves curvas discurren las vías de circulación, las vías fluviales y los trazados del ferrocarril atravesando pastos y parcelas de bosque, piscinas y depósitos de agua. Como en un abaco inventado para el cálculo de la infinitud, los vehículos se deslizaban a lo largo de sus estrechos carriles, mientras que los barcos que navegaban corriente arriba o corriente abajo causaban la impresión de haberse quedado quietos para siempre. Encerrados en un tejido uniforme, como residuos de un tiempo anterior, se extendían unos dominios rodeados de islas de árboles. Vi la sombra de nuestro avión apresurarse sobre arbustos y vallas, hileras de álamos y canales. Un tractor se arrastraba trabajosamente, tan recto como si siguiera un tendel, atravesando perpendicular un campo ya cosechado que dividía en una mitad clara y en otra más oscura. Sin embargo, por ninguna parte se veía a una sola persona.

Da igual si se sobrevuela Terranova o el hervidero de luces que se extiende desde Boston a Filadelfia al caer la noche, los desiertos de Arabia relumbrantes como nácar, la cuenca del Ruhr o los alrededores de Frankfurt, siempre es como si no hubiera personas, como si únicamente existiese lo que han creado y el lugar donde se ocultan. Se ven los lugares donde viven y los caminos que los unen, se ve el humo que se eleva de sus casas y lugares de producción, se ven los vehículos en los que se sientan, pero a los propios seres humanos nunca se los ve. Y sin embargo, están presentes por doquier sobre la faz de la tierra, continúan multiplicándose a cada hora, se mueven por entre los panales de sus torres que se elevan hacia lo alto y en una proporción creciente están presos en redes de una complejidad que supera con mucho la fantasía de cualquier persona, como antiguamente las minas de diamantes de Suráfrica entre miles de tornos de cables, o bien como los vestíbulos de oficinas de las bolsas y agencias de la época actual, inmersos en la corriente de información constante que brota a borbotones de todo el globo terráqueo. Cuando nos contemplamos desde tal altura es horrible lo poco que sabemos de nosotros mismos, de nuestra finalidad y de nuestro fin, pensaba para mí mientras dejábamos atrás la costa y volábamos sobre el mar verde gelatinoso.

Más o menos estos habrán sido los recuerdos de mi estancia en Holanda, un año atrás, cuando aquella noche estuve sentado solo en el Gunhill de Southwold. He de añadir que en Southwold hay una pequeña casa en la parte superior del paseo donde se aloja la llamada Sailors' Reading Room, una institución de utilidad pública que, desde que los marineros están en extinción, hace en primer lugar las funciones de una especie de museo marítimo, en el que se ha recopilado y conservado todo lo existente que guarda relación con el mar y con la vida en el mar. En las paredes cuelgan barómetros e instrumentos de navegación, mascarones de proa y modelos de barcos en cajas de cristal y en botellas. Sobre las mesas hay registros antiguos de la capitanía del puerto, cuadernos de bitácora, tratados sobre la navegación en vela, diversas revistas náuticas y libros con ilustraciones a color, en las que se reproducen legendarios clíperes de alta mar y transatlánticos, como el Conte di Savoia y el Mauretania, gigantes construidos de acero y de hierro, con más de trescientos metros de largo y chimeneas que a menudo desaparecen en las nubes más bajas, en las que hubiese cabido el Capitolio entero de Washington. El Reading Room en Southwold se abre todos los días (con la única excepción de la Navidad) a las siete de la mañana y permanece abierto sin interrupción hasta alrededor de la medianoche. Como mucho acuden un par de visitantes durante las vacaciones, y los pocos que vienen suelen marcharse inmediatamente después de haber echado una rápida ojeada a su alrededor con la incomprensión que caracteriza a estos visitantes de ocio. De modo que la Reading Room casi siempre está vacía menos por los pocos pescadores o navegantes que aún siguen vivos, que sin pronunciar palabra se sientan en una de las sillas con respaldo y dejan pasar el tiempo. Por las tardes juegan en la parte trasera, de cuando en cuando, una partida de billar. Entonces se oye el tintineo de las bolas acompañando al murmullo del mar que penetra suave desde fuera, y, a veces, cuando está especialmente calmo, se oye cómo uno de los jugadores frota la tiza contra la punta de los tacos y sopla el polvo. Cuando estoy en Southwold, el Sailors'

Reading Room es, con mucho, mi lugar preferido. Aquí, mucho mejor que en cualquier otro sitio, se puede leer, escribir cartas, estar absorto en los propios pensamientos o, durante la larga época invernal, mirar sencillamente afuera, al mar tempestuoso que de súbito rompe contra el paseo. Por eso también esta vez, conforme a mi costumbre, ya la primera mañana después de llegar a Southwold fui a la Reading Room con la intención de tomar unos cuantos apuntes respecto a lo vivido el día anterior. Primero estuve hojeando, como ya había hecho alguna vez, el cuaderno de navegación del Southwold, el buque de guardia, anclado en el muelle desde el otoño de 1914. En las grandes páginas apaisadas, cada una con una fecha diferente, se encuentran anotaciones sueltas rodeadas de mucho blanco, como Maurice Farman Bi-Plane n'ward inland o White steam-yacht flying white ensing cruising on horizon to S. Siempre que descifro una de estas notas me quedo asombrado de que una estela ya hace tiempo extinguida en el aire o en el agua pueda seguir siendo visible aquí, en el papel. Cuando aquella mañana, meditando sobre la misteriosa perdurabilidad del escrito, cerré cuidadosamente la tapa jaspeada del cuaderno de bitácora, llamó mi atención un libro grueso tamaño folio, deshojado, apartado en la mesa y que no había visto en mis anteriores visitas al Reading Room.

Resultó ser una historia fotográfica de la primera guerra mundial, compilada y publicada en el año 1933 por la redacción del Daily Express en memoria a la desgracia pasada, o bien como advertencia de lo que se cernía. Todos los escenarios de la guerra están documentados en el vasto compendio, desde el Vall'Inferno en el frente alpino ítalo-austriaco hasta los campos de Flandes, y se muestran todas las formas posibles de muerte violenta, desde la caída de un solo pionero aéreo sobre la desembocadura del Somme hasta la muerte en masa en los pantanos de Galitzia. Se pueden ver las ciudades francesas reducidas a escombros, los cadáveres pudriéndose entre las trincheras en tierra de nadie, los bosques segados por el fuego de artillería, acorazados hundiéndose entre nubes negras de petróleo, cuerpos del ejército en marcha, corrientes interminables de refugiados y zepelines reventados, imágenes de Przemysl y de St. Quentin, de Montfaucon y Gallípoli, imágenes de destrucción, de mutilación, de profanación, de hambre, de fuego, de frío glacial. Los rótulos, casi sin excepción, están impregnados de una amarga ironía: When Cities Deck Their Streets for War!

This was a Forest! This was a Man! There is a Corner in a Foreign Field that is Forever England! Un capítulo especial del libro está dedicado a la caótica situación de los Balcanes, una región del mundo que en aquel tiempo estaba más lejos de Inglaterra que Lahore u Omdurman. En una página tras otra se alinean fotografías de Serbia, Bosnia y Albania, retratos de la población dispersa y de personas aisladas que bajo el calor del verano, por carreteras polvorientas, intentan esquivar los llamados sucesos de la guerra en carros de bueyes o a pie atravesando remolinos de nieve, con un pequeño caballo ya agotado hasta el desfallecimiento.

Lo que ocupa el primer lugar en esta crónica de desgracias es, evidentemente, la instantánea de Sarajevo, famosa en todo el mundo. Princip Lights the Fuse! pone encima de la foto. Es el 28 de junio de 1914, un día claro de sol, a las diez horas cuarenta y cinco minutos, junto al Puente Latino. Se ve a un par de bosnios, algunos militares austriacos y al autor del atentado en el instante de su detención. La página de enfrente muestra la chaqueta agujereada del uniforme de Francisco Fernando, empapada de sangre archiducal. Al parecer, esta prenda de vestir fue fotografiada expresamente para la prensa después de que se la hubieran quitado al difunto sucesor del trono, y me imagino que, en un recipiente propio, habrá sido trasladada por ferrocarril a la capital del imperio, donde aún hoy puede visitarse en un relicario enmarcado en negro del Museo de la Historia del Ejército, junto con su sombrero de ala vuelta y sus pantalones. Gavrilo Princip, que acababa de cumplir diecinueve años en el momento del atentado, era hijo de un granjero del valle del Grahovo, que hasta hacía poco había estudiado en el Instituto de Belgrado; tras su condena fue encerrado en las casamatas de Theresienstadt, donde en abril de 1918 sucumbió a la tuberculosis ósea que le corroía desde su juventud. En 1993 los serbios celebraron el septuagésimo quinto día de su muerte.

Por la tarde, hasta la hora del té, permanecí solo, sentado en el bar-restaurante del Hotel Crown. Ya hacía un buen rato que se había atenuado el tintineo de los platos en la cocina, en el reloj de pared, equipado de un sol saliente y poniente y una luna que aparece al atardecer, las ruedas dentadas se prendían las unas en las otras, la péndola se movía regularmente de un lado a otro, la aguja grande del reloj iba dando su vuelta a impulsos ininterrumpidos y por un momento me sentí ya en la paz eterna cuando en mi lectura más bien distraída del dominical del Independent, me topé con un largo artículo que guardaba relación directa con las imágenes de los Balcanes que había estado mirando por la mañana en el Reading Room. El artículo, que trataba de las denominadas limpiezas étnicas que los croatas habían llevado a cabo hace cincuenta años en Bosnia, bajo el consentimiento de alemanes y austríacos, comenzaba con la descripción de una fotografía sacada por uno de los milicianos de la ustachá croata, evidentemente para la posteridad, en la que los camaradas, de un humor excelente y en parte adoptando poses heroicas, cortan la cabeza a un serbio llamado Branco Jungic con un serrucho. Una segunda fotografía, tomada como en bromas, muestra el cuerpo ya separado de la cabeza con un cigarrillo entre los labios medio abiertos del último grito de dolor. El lugar de este hecho era Jasenovac, el campamento emplazado junto al Sava, en el que sólo setecientos mil hombres, mujeres y niños fueron asesinados con métodos que a los expertos del gran imperio alemán, como se comentaba en un círculo más íntimo, les hubieran puesto los pelos de punta. Serruchos y sables, hachas, martillos y puños de piel que se ceñían en el antebrazo con cuchillos inmóviles fabricados en Solingen exclusivamente para cortar cuellos, eran sus instrumentos de ejecución preferidos además de un tipo de patíbulo transversal en el que, como si fueran cornejas o urracas, ahorcaban en fila a quienes no pertenecían al pueblo croata, ya fueran serbios, judíos o bosnios que habían acorralado.

No muy lejos, a no más de quince kilómetros de Jasenovac, existían los campos de Prijedor, Stara Gradiska y Banja Luka, donde la milicia croata, con las espaldas cubiertas por las fuerzas armadas alemanas y con la bendición de la Iglesia católica, terminaba su jornada diaria de una forma similar. La historia de esta masacre de varios años está documentada en cincuenta mil actas que alemanes y croatas dejaron tras de sí en 1945, que hasta hoy, según el autor del artículo publicado en 1992, se conservan en el archivo Bosanske Krajine, de Banja Luka, que está o estuvo instalado en un antiguo cuartel del imperio austrohúngaro, donde la central de información del grupo E del ejército tenía su cuartel general en 1942.

Sin ninguna duda, allí estaban informados de lo que entonces pasaba en los campos de los ustachá así como de los hechos inauditos que acaecían, por ejemplo, en el transcurso de la campaña de Kozara, dirigidas contra los partisanos de Tito, en la que murieron entre sesenta y noventa mil personas por las llamadas acciones militares, ejecutadas o a consecuencia de las deportaciones. La población femenina de Kozara fue transportada a Alemania y una vez allí desguazada en su mayor parte mediante el sistema de trabajos forzados que se hacía extensivo a toda la zona del Reich. De los niños que habían quedado, de una cifra inicial de veintitrés mil, la milicia asesinó inmediatamente a la mitad, la otra fue deportada a Croacia, a diferentes puntos de reunión, y de ellos no fueron pocos los que, aun antes de que los vagones de ganado alcanzaran la capital croata, perecieron de tifus, agotamiento y terror. Muchos de aquellos que todavía seguían vivos, destrozaron con los dientes, de puro hambre, la pequeña placa de cartón que llevaban al cuello con sus datos personales, borrando así, en la desesperación más absoluta, su propio nombre. Más tarde fueron educados al catolicismo en el seno de familias croatas, se les envió a confesar y a tomar la primera sagrada comunión.

Como todos los demás aprendieron en la escuela la tabla de multiplicar socialista, se pusieron al frente de una profesión, se convirtieron en trabajadores del ferrocarril, vendedoras, constructores de herramientas o libreros. Pero hasta el día de hoy nadie sabe qué clase de sombras merodean en su interior. Por lo demás, en este punto hay que añadir que en aquel tiempo, entre los oficiales del servicio de información del grupo E del ejército, había un joven jurista vienes que era el máximo responsable de redactar los memorandos concernientes a los desplazamientos de la población que por razones humanitarias habían de ser organizados con la mayor urgencia posible. Por estos trabajos meritorios de escritura le fue otorgada, de manos del jefe del Estado Croata, Ante Pavelic, la medalla de plata con hojas de roble de la corona del rey Zvonomir.

En los años posteriores a la guerra, parece que el oficial, ya tan prometedor al comienzo de su trayectoria y sumamente versado en el mecanismo de la administración, fue ascendido a diversos altos cargos, entre otros incluso al de Secretario General de las Naciones Unidas. En esta última función fue supuestamente él, quien, para posibles habitantes extraterres-tres del universo, dejó grabado un mensaje de salutación en una cinta magnetofónica que ahora, junto con otros hechos representativos de la humanidad, navega a bordo de la sonda espacial Voyager II por el extrarradio de nuestro sistema solar.

V

Por la noche del segundo día después de mi llegada a Southwold, la BBC, a continuación de las últimas noticias, emitió un documental sobre Roger Casement, a quien yo desconocía hasta ese momento, ejecutado en 1916 en una cárcel inglesa por alta traición. Aunque las imágenes de esta película parcialmente compuesta de extrañas tomas históricas captaron mi atención de inmediato, al cabo de poco tiempo me sumí en un profundo sueño en el sillón de terciopelo verde que había arrimado junto al televisor. A través de mi conciencia, que se diluía paulatinamente, me parecía estar oyendo con la mayor claridad cada una de las palabras pronunciadas por el narrador de la historia de Casement, y aunque me parecían dirigidas a mí expresamente, no podía comprenderlas. Gira, molino, gira, al final me recorría la cabeza sin cesar, tú sólo giras para mí. Y cuando horas más tarde, al rayar el alba, desperté de un sueño pesado y vi tremolar ante mí la carta de ajuste en la caja muda, sólo recordaba que al comienzo del programa se había hablado de cómo el escritor Joseph Conrad había conocido a Casement en el Congo y de cómo le había tenido por la única persona franca de entre los europeos corruptos, en parte por el clima tropical y en parte por su propia codicia y avidez, que allí se había encontrado. Según una cita del Diario del Congo de Conrad, que se me ha quedado grabada, le he visto armado únicamente con un bastón, y con la sola compañía de un joven loanda y de Biddy y Paddy, sus bulldogs ingleses, ponerse en marcha hacia la gran selva, que en el Congo envuelve cada poblado. Y algunos meses después le vi surgir de nuevo de la selva, blandiendo su bastón, con el joven que llevaba el fardo y con los perros, algo más delgado quizá, pero por lo demás tan ileso como si acabara de regresar de su paseo de la tarde por Hyde Park. Como me había olvidado de todo, menos de este par de líneas y de algunas vagas imágenes de Conrad y de Casement, lo que el narrador había relatado a continuación, como debía suponerme, sobre las vidas de ambos hombres, he intentado desde entonces reconstruir medianamente la historia que en Southwold me había perdido durmiendo (lo que yo mismo considero una falta de responsabilidad) partiendo de sus fuentes.

Al final del verano de 1862, la señora Evelina Korzeniowska salió de viaje con su hijo Teodor Josef Konrad, que en aquel entonces aún no tenía cinco años, de la pequeña ciudad polaca de Zitomir a Varsovia, para unirse a su esposo, Apollo Korzeniowski, quien ya en primavera había abandonado su escasamente retribuida existencia de administrador con la intención de ayudar a preparar, con una actividad literaria y conspiradora, la sublevación que tantos anhelaban contra la tiranía rusa. A mediados de septiembre tuvieron lugar las primeras asambleas del Comité Nacional ilegal polaco en el piso en Varsovia de los Korzeniowski, y, en el transcurso de las semanas siguientes, el pequeño Konrad habría visto entrar y salir de la casa de sus padres indudablemente a numerosas personas llenas de misterio.

Los rostros adustos de las señorías que conversaban con voces veladas en el salón blanco y rojo le habrán permitido intuir, cuando menos, el significado del momento histórico. Probablemente en aquel tiempo estuviera incluso iniciado en la finalidad conspiradora de los procesos y sabría que mamá -aun estando prohibido- vestía de color negro en señal de duelo por su pueblo, que desfallecía bajo un poder extranjero. De no ser así, a más tardar hubieran tenido que hacerle confidente cuando, a finales de octubre, su padre fue detenido y encerrado en la ciudadela. La sentencia, después de un rápido procedimiento ante el juzgado militar, le condenaba al destierro en Vologda, un lugar abandonado en alguna parte de un paraje desértico detrás de Nizhni Novgorod. Todo Vologda, escribe Apollo Korzeniowski a su primo en el verano de 1863, es un agujero pantanoso aislado cuyas calles y caminos consisten en troncos de árboles tendidos en el suelo.

Las casas, y también los palacios de la nobleza de provincias que se construían en tablas pintadas de colores, se erigen sobre postes colocados en medio del lodo. Todo se hunde alrededor, todo se pudre y se descompone. Solamente hay dos estaciones, un invierno blanco y un invierno verde. Durante nueve meses desciende el aire glacial desde el mar del Norte. El termómetro se hunde hasta profundidades inverosímiles.

Todo está rodeado de una oscuridad inagotable. Durante el invierno verde llueve sin interrupción. El fango se cuela por las puertas. La rigidez mortal se convierte en un marasmo cruento. En el invierno blanco todo está muerto, en el invierno verde todo está a punto de morir.

La tuberculosis que padece Evelina Korzeniowska desde hace años se desarrolla en estas circunstancias de una forma poco más o menos incontrolable. Los días que le quedan están casi contados. Para ella, la muestra de benevolencia de las autoridades zaristas que hace posible una prolongada estancia para el restablecimiento de su salud en la casa de campo ucraniana de su hermano, al final no es más que una mortificación adicional puesto que al expirar el plazo que se le había concedido, no obstante todas las peticiones y solicitudes y pese a que estaba más cercana a la muerte que a la vida, debe regresar con Konrad al exilio. El día de la partida, Evelina Korzeniowska, rodeada por multitud de parientes, personal de servicio y amigos venidos de las inmediaciones, está de pie sobre la escalinata de la residencia señorial de Novofastov. Todos los congregados, a excepción de los niños y de los que visten librea, llevan ropas de paño negro o seda negra.

No se pronuncia una sola palabra. La abuela, medio ciega, fija su mirada sobre la triste escena hacia la tierra vacía. En el camino curvo de arena que conduce alrededor de la rotonda de boj, se detiene un coche extravagante que producía la impresión de estar extrañamente alargado. Demasiado lejos se eleva la lanza del coche, demasiado lejos del final, emplazado en la parte posterior del vehículo sobrecargado con baúles de viaje y bultos de equipaje de todo tipo, parece estar distanciado el pescante con el cochero.

Incluso la carrocería del coche tiene una suspensión muy baja entre las ruedas, como si estuviese entre dos mundos separados para siempre. La portezuela está abierta y dentro, en el asiento acolchado de cuero rasgado, lleva algún tiempo el pequeño Konrad, viendo desde la oscuridad lo que describirá más adelante.

Desconsolada, la pobre mamá mira otra vez al corro, después desciende cuidadosamente las escaleras del brazo del tío Tadeusz. Los que se quedan atrás mantienen la compostura. Hasta la prima favorita de Konrad, que con su falda a lo escocés parece una princesa entre la sociedad ennegrecida, se lleva sólo las puntas de los dedos a la boca como expresión de horror por la partida de los dos desterrados. Y Durand, la fea señorita suiza, que con la mayor entrega se ha ocupado de la educación de Konrad durante todo el verano y que de lo contrario rompe a llorar en cada ocasión, grita valientemente a su pupilo mientras agita su pañuelo como despedida: n'oublie pas ton français, mon chéri! El tío Tadeusz cierra la puerta del coche y da un paso atrás. El coche se pone en marcha. Ya están desapareciendo los amigos y los familiares queridos del pequeño recorte de la ventana. Cuando Konrad mira por el otro lado hacia fuera, ve cómo mucho más adelante, al otro lado de la rotonda de boj, se pone en marcha el pequeño coche del comandante de la policía del distrito, tirado, a la manera rusa, por tres caballos, y cómo el comandante de policía, con la mano enguantada, se cala profundamente en los ojos su gorra de visera plana, ajustada con una cinta de color rojo fuego.

A comienzos de abril de 1865, dieciocho meses después de la partida de Novofastov, a la edad de treinta y dos años, muere Evelina Korzeniowska en el exilio de las sombras que la tuberculosis ha propagado por su cuerpo y de la nostalgia que desmoronaba su alma. También la voluntad de vivir de Apollo está casi extinta por completo. Apenas era capaz de dedicarse a la instrucción de su hijo, oprimido por tanta desgracia.

Ya casi no atiende a su propio trabajo. Como máximo modifica una línea de su traducción de Los trabajadores del mar de Víctor Hugo. Este libro infinitamente aburrido le parece ser el espejo de su propia vida.

C'est un livre sur des déstinées dépaysées, dice una vez a Konrad, sur des individus expulses et perdus, sur les éliminés du sort, un livre sur ceux qui sont seuls et évités. En 1867, poco antes de Navidad, Apollo Korzeniowski es dispensado del exilio ruso. Las autoridades han llegado a la conclusión de que ya no puede ocasionar más daños y le expiden un pasaporte, a fin de que se recupere, válido para un único viaje a Madeira. Pero emprender un viaje semejante no lo permiten ni las finanzas de Apollo ni lo consiente su estado, entre tanto extremadamente frágil. Tras una breve estancia en Lvov, que se le antoja demasiado austriaco, se instala en un par de habitaciones en Cracovia, en la calle Poselska. Aquí pasa la mayoría del tiempo inmóvil, en su silla con respaldo, afligido por la esposa que ha perdido, por toda la vida malograda y por el pobre niño solitario que acaba de escribir una obra de teatro patriótica con el título Los ojos de Jan Sobieski. El, Apollo, ha quemado todos sus manuscritos en el fuego de la chimenea. A veces se desprendía un copo de hollín etéreo semejante a un jirón de seda negra y, llevado por el aire, flotaba a la deriva por la habitación durante un tiempo antes de descender a algún lugar del suelo o disolverse en la oscuridad. Como a Evelina, a Apollo le llegó la muerte en primavera, cuando fuera comenzaba el deshielo, sin embargo, no le fue concedido despedirse de la vida el mismo día del aniversario de su muerte. Hasta muy avanzado mayo, consumiéndose cada vez más, tuvo que permanecer postrado en su cama. Durante estas últimas semanas, Konrad, a última hora de la tarde, después del colegio, siempre se sentaba a una pequeña mesa iluminada por una lámpara verde en un gabinete sin ventanas y hacía sus tareas. Las manchas de tinta en el cuaderno y en las manos procedían del miedo en su corazón. Cuando se abría la puerta hacia la habitación contigua oía la respiración plana del padre. Dos monjas con tocas blancas como la nieve cumplían el servicio al enfermo. Silenciosamente se deslizaban de aquí para allá, despachaban esto o aquello y de cuando en cuando miraban llenas de preocupación cómo el niño, que pronto se quedaría huérfano de padre y madre, enhebraba letras, sumaba números o leía durante horas gruesos libros polacos y franceses de aventuras, descripciones de viajes y novelas.

El entierro del nacionalista Apollo Korzeniowski se convirtió en una gran manifestación silenciosa. A lo largo de las calles cortadas al tráfico, permanecían de pie, presos de una solemne emoción, trabajadores con la cabeza descubierta, niños de escuela, estudiantes universitarios y ciudadanos con sombrero de copa alta en la mano, y por doquier, en las ventanas de los pisos superiores abiertas hacia fuera, se apiñaban grupos de personas vestidas de negro. El cortejo fúnebre con Konrad, de doce años, al frente como principal familia del difunto, salía del estrecho callejón y atravesaba el centro de la ciudad pasando por las torres desiguales de la iglesia de Santa María con dirección a la Puerta de Florian. Era una tarde hermosa. El cielo azul se abovedaba sobre los tejados de las casas y la nubes pasaban muy altas, empujadas por el viento, como una escuadra de veleros. Quizá durante el sepelio, mientras el sacerdote embutido en pesados ornamentos bordados en plata murmuraba palabras mágicas que acompañaban al muerto a la fosa, Konrad alzara la mirada una vez y viera este espectáculo de veleros de nubes como no lo había visto antes en toda su vida, y quizá en ese momento le sobreviniera la idea absolutamente desacertada para el hijo de un hidalgo polaco de provincias, de querer hacerse capitán, idea que expresa por primera vez tres años después frente a su tutor y de la que más tarde no se deja disuadir por nada en el mundo, tampoco cuando el tío Tadeusz le envía a Suiza con Pulman, su profesor particular, en un viaje de verano de varias semanas. Pulman, a la mínima ocasión, debía mostrarle cuántas carreras diferentes hay además de la profesión de marinero, pero Konrad, sin tener en cuenta nada de lo que decía en presencia del salto del Rin, cerca de Schaffhausen, en Hospenthal, visitando las obras del túnel de San Gotardo o más arriba, en el paso de Furka, insistió firmemente en el plan ya concebido. Tan sólo un año después, el 14 de octubre de 1874 -todavía no tiene diecisiete años-, se despide en la estación de Cracovia, ya al otro lado de la ventana del tren, de su abuela Theophila Bobrowska y de su fiel tío Tadeusz. El billete a Marsella que tiene en el bolsillo ha costado 137 florines y 75 céntimos. Además de esto sólo lleva consigo lo que le cabe en su pequeña maleta de mano, y pasarán dieciséis años antes de que, de visita, regrese a su país natal, que todavía no ha sido liberado.

En 1875 Konrad Korzeniowski cruza por primera vez el océano Atlántico en el Mont Blanc, el buque de tres palos. A finales de julio está en Martinica, donde el barco permanece anclado dos meses. El viaje de vuelta a casa dura casi un cuarto de año. Hasta el día de Navidad el Mont Blanc, duramente golpeado por las tormentas invernales, no arriba en El Havre. Sin turbarse por esta ardua iniciación en la vida del mar, Konrad Korzeniowski sigue haciendo más viajes a las islas de las Indias Occidentales, a Cabo Haití, Puerto Príncipe, a Santo Tomás y a San Pedro, poco después destrozado por la erupción del Mont Pelee. Hacia aquel lado se llevan armas, máquinas de vapor, pólvora y munición. A éste se trae azúcar en toneladas y madera cortada de los bosques tropicales. El tiempo que Korzeniowski no está en el mar, lo pasa en Marsella, tanto con sus camaradas de profesión como con gente más distinguida. En el Café Boudol de la rue Saint-Ferréol y en el salón de la mayestática esposa del banquero y naviero Delestang, se interna en una extraña sociedad mezclada de nobles, bohemios, mecenas, aventureros y legitimistas españoles. Los últimos coletazos de la caballerosidad se unen a las maquinaciones sin escrúpulos, se tienden complicadas intrigas, se fundan sindicatos de contrabandistas y se cierran negocios turbios. Korzeniowski está enredado de muchas maneras, gasta con creces más de lo que tiene y sucumbe a las seducciones de una dama misteriosa, aproximadamente de la misma edad que él, y, sin embargo, ya en estado de viudedad. Esta dama, cuya verdadera identidad no ha podido averiguarse nunca con certeza, era conocida en los círculos de los legitimistas, donde desempeñaba un papel prominente, bajo el nombre de Rita, y se afirmaba que había sido la amante de Don Carlos, el príncipe de los Borbones, al que, de una u otra forma, se quería llevar al trono español. Más adelante se divulgó el rumor de que la Doña Rita residente en una villa en la calle Sylvabelle y una tal Paula de Somoggy eran la misma persona. Conforme a esta historia Don Carlos, cuando en noviembre de 1877 regresaba a Viena de una visita a las posiciones del frente de la guerra ruso- turca, pidió a una tal señora Hannover que le consiguiera a una joven corista llamada Paula Horváth de Pest que, como debe suponerse, le había deslumhrado a causa de su belleza. Desde Viena Don Carlos viajó con su acompañante recién adquirida a Graz, a casa de su hermano, y desde allí a Venecia, Módena y Milán, donde la presentó en sociedad como baronesa de Somoggy. El rumor sobre la identidad de ambas amantes tuvo probablemente su origen en que Rita desapareció de Marsella precisamente en el momento en que la baronesa de Don Carlos, al parecer con motivo de una crisis de conciencia desatada por la primera comunión inminente de su hijo Jaime, fue abandonada, es decir, fue entregada en matrimonio al tenor Ángel de Trabadelo, con quien parece que vivió en Londres feliz y contenta hasta su muerte en el año 1917. Debe quedar en tela de juicio si Rita y Paula eran realmente la misma persona, pero el que el joven Korzeniowski intentara obtener los favores de una de estas damas, ya sea criada como cabrera en las montañas de Cataluña, ya como pastora de gansos en el lago Balatón, es de igual forma incuestionable como el hecho de que la historia de amor, que en algunos aspectos roza lo fantástico, alcanzó su punto culminante a finales de febrero de 1877, cuando Korzeniowski se disparó al pecho o bien fue disparado por un rival. De hecho, hasta el día de hoy aún no se ha aclarado si la herida, no mortal, afortunadamente, fue consecuencia de un duelo, como Korzeniowski afirmó más tarde, o, como suponía el tío Tadeusz, de un intento de suicidio. El gesto dramático, en virtud del cual el joven, stendhalista de corazón, quería resolver su situación amorosa, estaba inspirado en la ópera que por aquel entonces determinaba las costumbres y, especialmente, la impronta de las penas de amor en la sociedad marsellesa al igual que en el resto de las ciudades europeas. Korzeniowski había conocido en el Teatro de Marsella las creaciones musicales de Rossini y de Meyerbeer y estaba cautivado sobre todo por las operetas de Jacques Offenbach, que entonces seguían estando muy en boga, entre las que podría haberse hallado un libreto con el título Konrad Korzeniowski y la conjuración de los carlistas en Marsella como una sugerencia más. En realidad, los años franceses de aprendizaje de Korzeniowski terminaron de forma muy distinta, abandonando Marsella en el vapor Mavis el 24 de abril de 1878, rumbo a Constantinopla.

La guerra ruso-turca había llegado a su fin, pero como Korzeniowski relataría más tarde, desde el barco podía ver, como una fata morgana deslizándose por delante de él, San Stefano, la ciudad de tiendas de campaña en la que se había firmado el tratado de paz. El vapor zarpó desde Constantinopla rumbo a Yeisk, emplazado en la parte más aislada del mar de Azov, adonde se llevaba a bordo un cargamento de aceite de linaza con el que el SS. Mavis, según está indicado en los libros de la capitanía del puerto de Lowestoft, arribó en la costa este inglesa el 18 de junio de 1878.

Entre julio y principios de septiembre, momento de su partida a Londres, Korzeniowski hace media docena de viajes como marinero en la fragata Skimmer of the Seas, que navega entre Lowestoft y Newcastle. Se sabe poco de cómo pasó la segunda mitad de junio en el puerto marítimo y balneario de Lowestoft, que supone el mayor contraste imaginable a Marsella. Habrá alquilado una habitación y se habrá procurado la información necesaria para sus planes venideros. Al anochecer, cuando la oscuridad se cernía sobre el mar, paseaba seguramente por la explanada, un extranjero de veintiún años, solo entre nada más que ingleses e inglesas. Le veo, por ejemplo, fuera, en el muelle, donde una banda está tocando la obertura del Tannhäuser como música nocturna. Y cuando, entre los otros oyentes, se encamina lentamente a casa envuelto en la suave brisa que sopla sobre el agua, se asombra de la facilidad con que le acude de pronto la lengua inglesa, que hasta entonces le había sido absolutamente ajena, en la que escribiría las novelas que más tarde cobrarían fama universal, y de cómo comienza a colmarle de una seguridad y resolución completamente nuevas. Las primeras lecturas inglesas de Korzeniowski fueron, según sus propias referencias, el Lowestoft Standard y el Lowestoft Journal, en los que, en la semana de su llegada, se pusieron al conocimiento del público la siguiente mezcla de noticias, característica de estos dos órganos: una terrible explosión en las minas de Wigan se ha cobrado la vida de doscientas personas; en Rumelia se han sublevado los mahometanos; han de reprimirse los disturbios de los cafres en Suráfrica; lord Grenville se despacha sobre la educación del sexo femenino; parte un aviso hacia Marsella para llevar a Malta al duque de Cambridge donde inspeccionará las tropas indias; en Whitby, una muchacha de servicio se quema viva porque su vestido, en el que ha derramado aceite de pa-rafina por un descuido, ha prendido fuego al arrimarse a la chimenea; el vapor Largo Bay abandona Clyde con 352 emigrantes escoceses a bordo; una tal señora Dixon, de Silsden, ha sufrido un ataque de apoplejía causado por la alegría de ver de repente a su hijo Thomas, que ha estado casi diez años en América, a la puerta de su casa; la joven reina de España cada día está más débil; los trabajos en las obras de estabilización de Hong Kong, en las que están empleados más de dos mil culis, rapidly approach completion and in Bosnia all highways are infested with bands of robbers, some of them mounted. Even the forests around Sarajevo are swarming with marauders, deserters and franc-tireurs ofall kinds. Travelling is, therefore, at a stand-still.

En febrero de 1890, es decir, doce años después de su llegada a Lowestoft y más de quince tras la despedida en la estación de Cracovia, Korzeniowski, que entre tanto ha adquirido la nacionalidad británica y la patente de capitán y ha estado en las regiones más apartadas del mundo, regresa por primera vez a Kazimierowska a casa de su tío Tadeusz. En unas notas que tomó mucho más tarde describe cómo después de breves estancias en Berlín, Varsovia y Lublin, llega a la estación ucraniana en la que el cochero y el mayordomo de su tío le están aguardando en un trineo tirado por cuatro caballos bayos, que por lo demás es muy pequeño, casi de juguete. Quedan ocho horas de viaje hasta llegar a Kazimierowska. Cuidadosamente, escribe Korzeniowski, el mayordomo, antes de que tomara sitio a mi lado, me envolvió en un abrigo de piel de oso que me llegaba hasta las puntas de los pies, y me encasquetó un enorme gorro de piel provisto de orejeras en la cabeza. Cuando el trineo arrancó, comenzó para mí un viaje invernal de retorno a la infancia, acompañado del suave tintineo uniforme de los cascabeles. Con un seguro instinto, el joven cochero, de dieciséis años quizá, encontraba el camino a través de campos interminables, cubiertos de nieve. A una observación por mi parte, continúa Korzeniowski, sobre el admirable sentido de la orientación del cochero, que nunca titubeaba y ni siquiera perdió el camino una sola vez, el mayordomo dijo que él, el joven, era hijo de Josef, el viejo cochero que había llevado siempre a mi abuela Bobrowska, que en paz descanse, y que más tarde había servido con la misma fidelidad al pane Tadeusz hasta que la cólera se lo hubo llevado. También su mujer, dijo el mayordomo, había muerto de la enfermedad que se había presentado al romper el hielo, y también una casa entera llena de niños de la que solamente ha sobrevivido este joven sordomudo, que está sentado delante de nosotros, en el pescante. Nunca se le había mandado a la escuela y nunca se había contado con que alguna vez pudiera servir para algo, hasta que se comprobó que los caballos le seguían como a ningún otro criado. Y cuando tenía once años, aproximadamente, se demostró que en su cabeza tenía el mapa de todo el distrito, con cada una de las revueltas de los caminos, con la misma precisión que si hubiera nacido con él.

Jamás, escribe Korzeniowski a continuación del relato de su acompañante que él mismo vuelve a transmitir, me han llevado mejor que aquella vez hacia el crepúsculo extendiéndose a nuestro alrededor. Como antes, hacía mucho tiempo, vi el sol caer por encima de la llanura.

Un disco grande, rojizo, se hundía en la nieve como si cayera sobre el mar. Velozmente nos dirigíamos hacia la oscuridad que ahora irrumpía, hacia el blanco desierto inconmensurable, contiguo al cielo estrellado, en el que como islas de sombras emergían los pueblos rodeados de árboles.

Ya antes de su viaje a Polonia y a Ucrania, Korzeniowski había buscado un empleo en la Societé Anonyme pour le Commerce du Haut-Congo. Inmediatamente después del regreso de Kazimierowska fue a visitar otra vez al gerente Albert Thys en la administración central de la sociedad en la rue de Brederode, de Bruselas.

Thys, con su cuerpo gelatinoso metido a la fuerza en una levita que le venía demasiado escasa, se hallaba en una oscura oficina debajo de un mapa de África que cubría la superficie entera de la pared, y sin más preámbulos ofreció a Korzeniowski, apenas hubo formulado su deseo, el comando de un vapor que cubría la travesía por el curso superior del Congo, probablemente porque a su capitán, un alemán o danés llamado Freiesleben, lo acababan de asesinar los nativos. Después de dos semanas de preparativos precipitados y un reconocimiento somero de su aptitud para vivir en los países tropicales a cargo del médico de confianza de la Societé, que tenía el aspecto de un esqueleto fantasmagórico, Korzeniowski viaja con el ferrocarril hasta Burdeos y se embarca en el Ville de Maceio, que a mediados de mayo parte para Boma. Ya en Tenerife le acometen malos presentimientos. La vida, escribe a su hermosa tía Marguerite Poradowska en Bruselas, recientemente enviudada, es una tragicomedia - beaucoup des rêves, un rare éclair de bonheur, un peu de colère, puis le désillusionnement, des années de souffrance et la fin -, en la que, bien o mal, cada uno ha de representar su papel. A partir de este pésimo estado de ánimo, Korzeniowski descubre paulatinamente, a lo largo de la gran travesía, la locura de toda la empresa colonial. Día tras día la orilla del mar permanece inalterada, como si no se moviera de su sitio. Y sin embargo, escribe Korzeniowski, hemos dejado atrás diferentes zonas de desembarco y factorías con nombres como Gran' Bassam o Little Popo, y todas ellas parecen proceder de una grotesca farsa cualquiera. Una vez pasamos frente a un barco de guerra que estaba amarrado delante de un litoral desolador, en el que no se podía ver la más mínima señal de colonización alguna. Tanto como abarcaba la vista, solamente había océano y cielo y una delgada franja de vegetación tupida. La bandera pendía lánguida desde el mástil, la pesada embarcación de hierro se elevó perezosamente y se hundió en la resaca de fondo sucio y, a intervalos regulares, los largos cañones de quince centímetros hacían fuego, obviamente sin blanco fijo y sin razón, hacia dentro del desconocido continente africano.

Burdeos, Tenerife, Dakar, Conakry, Sierra Leona, Cotonú, Libreville, Loango, Banane, Boma… después de cuatro semanas en el mar, Korzeniowski llegó por fin al Congo, una de las metas soñadas más lejanas de su infancia. Por aquel entonces el Congo no era más que una mancha blanca en el mapa de África, sobre la que, murmurando en voz baja los nombres pintados de colores, a menudo se sentaba inclinado durante horas. No había casi nada inscrito en el interior de esta parte del mundo, ninguna línea de ferrocarril, ninguna carretera, ninguna ciudad, y como los cartógrafos en tales espacios vacíos gustaban de dibujar algún animal exótico cualquiera, un león rugiendo o un cocodrilo con las fauces abiertas, hacían del río Congo, del que sólo se sabía que su nacimiento quedaba miles de kilómetros alejado de la costa, una culebra serpenteando a través del inmenso país. Entre tanto, el mapa, por supuesto, estaba completo. The white patch had become a place of darkness. Efectivamente, en toda la historia del colonialismo, en su mayor parte aún no escrita, apenas hay un capítulo más lóbrego que el de la colonización del Congo. En septiembre de 1876, bajo la proclamación de las mejores intenciones imaginables y bajo la supuesta posposición de todos los intereses nacionales y privados, se crea la Association Internationale pour l'Exploration et la Civilisation en Afrique.

Personalidades ilustres de todos los sectores de la sociedad, representantes de la alta aristocracia, de las iglesias, de la ciencia y del mundo de la economía y las finanzas participan de la junta constitutiva, en la que el rey Leopoldo, el patrocinador de la modélica empresa, explica que los amigos de la humanidad no podrían perseguir una meta más noble que aquella que hoy les une: la apertura de la última parte de nuestra tierra que, hasta ahora, había permanecido intacta a las bendiciones de la civilización. Se trata, decía el rey Leopoldo, de abrirse camino a través de la oscuridad de la que aún hoy pueblos enteros son víctimas, se trata incluso de una cruzada, que como ningún otro propósito se presta a conducir el siglo del progreso a su apogeo. Como es natural, más adelante se volatilizaría el elevado sentido expresado en esta declaración. Ya en 1885, Leopoldo, que ahora ostenta el título de Souverain de l'Etat Indépendent du Congo, es el único señor, no obligado a rendir cuentas a nadie, del territorio situado a orillas del segundo río más largo de la tierra, que abarca un millón y medio de kilómetros cuadrados y por tanto cien veces la superficie de la madre patria, del que comienza a explotar sus inagotables riquezas ahora ya sin ningún tipo de consideración. Los instrumentos de la explotación son compañías de comercio como la Societé Anonyme pour le Commerce du Haut-Congo, cuyos balances, en breve legendarios, residen en un sistema de esclavitud y trabajos forzados aprobado por todos los accionistas y por todos los europeos activos en el Congo. En algunas regiones del Congo, la jornada de trabajo, sometida a la extorsión, diezma la población aborigen hasta unos niveles mínimos, y también los que han sido secuestrados en otras partes de África o en ultramar mueren a manadas de disentería, paludismo, viruelas, beriberi, ictericia, hambre, agotamiento físico y extenuación. Entre 1890 y 1900, se dejan la vida aproximadamente quinientas mil de estas víctimas sin nombre, que no aparecen registradas en ningún informe anual. En el mismo tiempo las acciones de la Compagnie du Chemin de Fer du Congo suben de 320 a 2.850 francos belgas.

Después de su llegada a Boma, Korzeniowski cambia de la Ville de Maceio a un pequeño vapor, con el que arriba a Matadi el 13 de junio. A partir de aquí tiene que seguir por tierra, ya que entre Matadi y Stanley Pool el Congo no es navegable a causa de sus numerosas cascadas y rápidos. Matadi es una colonia yerma, llamada por sus habitantes la ciudad de las piedras, que como una llaga cubre las inmundicias que desde hace milenios expulsa la máquina de la caldera infernal, con su ruido incesante, a la salida de este trayecto, inexpugnado hasta hoy, de cuatrocientos kilómetros de longitud. Entre escoriales y barracas, cubiertas de herrumbrosa hojalata ondulada, dispuestas arbitrariamente por toda la región bajo los elevados peñascos desde los que se abre paso la corriente, así como en las pendientes escarpadas de las orillas, se ven por todas partes figuras negras trabajando en cuadrillas y columnas de portadores avanzando en largas hileras por un terreno intransitable. Solamente de vez en cuando hay entre ellos un vigilante en traje de color claro y con un casco blanco en la cabeza.

Korzeniowski lleva ya un par de días en este campo de batalla colmado de un estruendo ininterrumpido que le recordaba una enorme cantera, cuando, como más adelante hace contar a Marlow, su portavoz en El corazón de las tinieblas, se topa con un lugar más apartado a las afueras del área colonizada, donde los devastados por la enfermedad y los mermados por el hambre y el trabajo se tumban para morir. Igual que después de una masacre yacen en la penumbra grisácea al fondo del despeñadero.

Evidentemente no se detiene a estos seres de sombras cuando se escurren hacia la selva. Ahora son libres, libres como el aire que los rodea y en el que poco a poco se disolverán. Pausadamente, relata Marlow, desde la oscuridad penetra el brillo de unos ojos que se dirigen hacia mí desde el más allá. Me inclino y junto a mi mano veo una cara. Con lentitud se elevan los párpados. Al cabo de un rato, en algún lugar, muy por detrás de la mirada vacía, se mueve una llamarada ciega que vuelve a extinguirse inmediatamente. Y mientras un ser humano apenas salido de la adolescencia emana su último aliento, aquellos que todavía no han llegado a su final portan pesadísimos sacos de alimentos, cajas de herramientas, cargas explosivas, objetos de implemento de todo tipo, partes de máquinas y cuerpos de barcos desmontados a través de los pantanos y bosques y sobre la tierra montañosa abrasada por el sol, o bien trabajan al pie de la montaña Pala-baila y junto al río M'pozo en el trazado del ferrocarril, que conectará Matadi con el curso superior del Congo. Bajo grandes fatigas, Korzeniowski deja atrás este tramo en el que pronto surgen las poblaciones de Songolo, Thumba y Thysville. Cuenta con treinta y un portadores y con un francés obeso llamado Harou, poco deseable como compañero de viaje, que siempre pierde el sentido cuando están precisamente a muchos kilómetros del próximo lugar con sombra, de manera que ha de ser transportado en una hamaca durante largos trayectos del camino. La marcha dura casi cuarenta días y en este tiempo Korzeniowski empieza a comprender que los esfuerzos que tiene que padecer no le liberan de la culpa que, por su mera presencia en el Congo, carga a sus espaldas. Desde Leopoldville remonta la parte superior de la corriente hasta las cataratas de Stanley en un vapor, el Roi des Belges, pero el plan originario que había perseguido, hacerse aquí cargo de un comando para la Societé Anonyme, sólo le llena de repugnancia.

La humedad del aire que todo lo descompone, la luz del sol que palpita al ritmo de los latidos del corazón, la lejanía, siempre igual y cubierta de los mismos vapores que emanan de la vía fluvial, la compañía en el Roi des Belges que cada día le parece más demente; sabe que va a tener que dar la vuelta. Tout m'est antipathique ici, escribe a Marguerite Poradowska, les hommes et les choses, mais surtout les hommes. Tous les boutiquiers africains et marchands d'ivoire aux instincts sordides.

Je regrette d'être venu ici. Je le regrette même amêrement. De vuelta en Leopoldville, Korzeniowski está tan enfermo de cuerpo y alma que desea la muerte para sí. Pero todavía va a tardar un cuarto de año hasta que él, que desde este momento sufre con asiduidad ataques prolongados de desesperación alternos con su actividad literaria, pueda emprender su viaje de regreso a casa desde Boma. A mediados de enero de 1891 llega a Ostende, el mismo puerto que, al cabo de unos pocos días, abandona un tal Joseph Loewy a bordo del Belgian Prince, un vapor que se dirige a Boma. Loewy, un tío de Franz Kafka, que por aquel entonces tenía siete años, sabe exactamente, como antiguo panamista, lo que le espera. En total doce años, incluyendo cinco estancias de varios meses de cura y recuperación en Europa, es el tiempo que va a pasar en diversos puestos importantes en Matadi, donde las condiciones de vida para sus semejantes son poco a poco algo más soportables. A modo de ejemplo, en julio de 1896, con motivo de la conclusión de Thumba, la estación intermedia, parece que a los pasajeros invitados les fueron servidos, además de exquisiteces autóctonas, comidas y vinos europeos. Dos años después de este suceso memorable, a Loewy (el primero a la izquierda, en la fotografía), que entre tanto ha ascendido a jefe de todo el servicio comercial, le es otorgada la medalla de oro de la Ordre du Lion Royal en manos del rey Leopoldo, personalmente, durante las celebraciones por la inauguración del último tramo de ferrocarril del Congo.

Korzeniowski, que inmediatamente después de su llegada a Ostende se dirije a casa de Marguerite Poradowska en Bruselas, percibe ahora la capital del reinado de Bélgica con sus edificios cada vez más ampulosos, como un monumento funerario que se erige sobre una hecatombe de cadáveres negros, y le parece como si todos los viandantes de las calles llevaran en su interior el oscuro secreto congoleño. De hecho, hay en Bélgica, hasta el día de hoy, una fealdad particular, impresa en la época de la explotación desinhibida de la colonia del Congo, que se manifiesta en la atmósfera macabra de ciertos salones y en una deformidad llamativa de la población, como sólo se halla raras veces en algún otro sitio. Sea como fuere, recuerdo exactamente que en mi primera visita a Bruselas, en diciembre de 1964, me salieron al paso más jorobados y locos que en cualquier otra parte del mundo en todo un año. Sí, una noche, en un bar en Rhode St. Genèse estuve observando a un jugador de billar contrahecho, sacudido por convulsiones espasmódicas, el cual, cuando le tocaba el turno, podía transponerse por unos momentos a un estado de perfecta serenidad y dominar luego las carambolas más difíciles con una seguridad infalible. El hotel en el Bois de la Cambre, donde me alojé por unos días, estaba abarrotado con pesados muebles de caoba, todo tipo de trofeos africanos y numerosas plantas de macetas, algunas de ellas enormes, aspidistras, monsteras y ficus, crecidos hasta el techo, de cuatro metros de altura, de tal suerte que incluso a mediodía se tenía la impresión de un oscurecimiento del color de chocolate. Aún sigo viendo claramente ante mí un aparador macizo decorado con muchas entalladuras, sobre el que, a un lado, debajo de una campana de vidrio, había un aderezo de ramaje artificial, lazos de seda de muchos colores y diminutos colibríes disecados y, del otro, una formación conoidal de frutas de porcelana. No obstante, para mí la quintaesencia de la fealdad belga es, desde mi primera visita a Bruselas, el monumento del león y todo el denominado lugar histórico sobre el campo de batalla de Waterloo. Ya no sé cuál es el motivo por el que fui a Waterloo. Pero lo que sí sé aún es cómo saliendo de la parada de autobuses, a lo largo de un campo pelado y pasando por delante de una aglomeración de edificios a modo de barracones de feria y sin embargo muy elevados, me dirigí hacia el lugar exclusivamente conformado de tiendas de recuerdos y de restaurantes baratos. Era comprensible que no hubiera ni rastr de cualquier tipo de visitante aquel día gris plomizo anterii a la Navidad. Ni siquiera había una clase de algún colegio. Pese al abandono total, como por despecho, marchaba una pequeña tropa enfundada en trajes napoleónicos bajo el ruido de tambores y silbatos a través del par de callejas, al fondo una cantinera desaseada, maquillada de una manera escandalosa, que tiraba de un singular carrito con una pequeña jaula en la que había un ganso encerrado.

Durante un rato estuve contemplando estas figuras que me parecían estar impulsadas por el eterno retorno, ora desaparecerían por entre las casas, ora reaparecían en otro lugar. Finalmente compré una entrada para el panorama que se había instalado bajo la poderosa rotonda de una cúpula, en el que, desde una plataforma de observación levantada en el centro, se podía ver la batalla -como es sabido un tema muy apreciado por los pintores de paisajes- desde todos los puntos cardinales. Uno se encuentra, por así decirlo, en un punto central imaginario de los acontecimientos. En una especie de paisaje teatral que llega justo hasta la parte inferior de la balaustrada de madera, entre troncos de árboles y matorrales, dos caballos de tamaño natural yacen en la arena cruzada de rastros de sangre, además de soldados de infantería degollados, húsares y chevaulegers con ojos torcidos por el dolor o ya vidriosos, los rostros de cera, las decoraciones móviles, el correaje, las armas, las corazas y los uniformes de colores vistosos, probablemente rellenos de algas, de estopa y de otros materiales por el estilo, sin embargo auténticos a juzgar por la apariencia. Sobre la escena de horror tridimensional, cubierta por el frío polvo del tiempo transcurrido, la mirada divaga por el horizonte hacia la enorme pintura redonda que el pintor de marinas francés Louis Dumontin realizó en el año 1912 en la pared interior de la rotonda, de ciento diez por doce metros, parecida a una construcción de circo. Así que esto, se piensa caminando lentamente en círculo, es el arte de la representación de la historia. Se basa en una falsificación de la perspectiva. Nosotros, los supervivientes, lo vemos todo desde arriba, vemos todo al mismo tiempo y sin embargo no sabemos cómo fue.

Alrededor se extiende el campo desierto, en el que una vez perecieron cincuenta mil soldados y diez mil caballos al cabo de pocas horas. En la noche tras la batalla se habrán podido oír, en este mismo lugar, estertores y gemidos polífonos. Ahora aquí no hay nada más que tierra marrón. ¿Qué habrán hecho en su día con todos los cuerpos y con todos los restos mortales? ¿Están enterrados bajo el cono del monumento? ¿Nos encontramos sobre una montaña de muertos? ¿Acaso nuestro observatorio, en definitiva, no es más que esto? ¿Se obtiene desde un lugar semejante la tantas veces citada perspectiva histórica? Una vez me dijeron que cerca de Brighton, no lejos de la costa, hay dos pequeños bosquecillos que fueron plantados después de la batalla de Waterloo en recuerdo de la victoria memorable. Uno de ellos tiene la forma de un tricornio napoleónico, el otro de la bota de Wellington. Los contornos, naturalmente, no pueden reconocerse desde el suelo. Se dice que estas alegorías fueron pensadas para futuros viajeros en globo. Aquella tarde en el panorama metí un par de monedas en una caja y escuché en flamenco la descripción de la batalla. Como mucho, de los diferentes acontecimientos habré comprendido la mitad. De holle weg van Ohain, de Hertog van Wellington, de rook van de pruisische batterijen, tegenaanval van de nederlandse cavalerie; los combates, probablemente, oscilaron de un lado a otro durante mucho tiempo, como casi siempre suele suceder. No se producía una imagen clara. Ni por aquel entonces ni ahora. Hasta que no cerré los ojos no vi, esto lo recuerdo perfectamente, una bola de cañón que de soslayo atravesó una hilera de álamos, de modo que las ramas verdes volaron hechas trizas. Y después vi a Fabrizio, el joven héroe de Stendhal, pálido y con ojos relucientes, vagando por la batalla, y cómo un coronel derribado del caballo se volvía a incorporar y le dice a su sargento: No siento nada más que mi vieja herida en la mano derecha. Antes del viaje de vuelta a Bruselas intenté entrar en calor en uno de los restaurantes. En el otro extremo de la habitación, en la luz turbia que penetraba a través de los vidrios belgas redondos, estaba sentada una pensionista gibosa.

Llevaba un gorro de lana, un abrigo de invierno de gruesa tela moteada y guantes sin dedos. La camarera le trajo un plato con una gran porción de carne. La anciana se quedó mirándolo durante un rato, luego extrajo de su bolso de mano una pequeña navaja afilada con mango de madera y comenzó a cortarlo. La fecha de su cumpleaños, estoy pensando ahora, podría coincidir aproximadamente con el momento en que se concluyó el ferrocarril del Congo.

Las primeras noticias acerca del tipo y la magnitud de los crímenes cometidos en el curso de la civilización del Congo contra la población autóctona llegaron a hacerse públicas en 1903 por mediación de Roger Casement, quien entonces ocupaba el cargo de cónsul británico en Boma. Casement -del que Korzeniowski había expresado una vez delante de un conocido londinense, que podía contar cosas que él, Korzeniowski, intentaba olvidar desde hacía tiempo- en un memorándum presentado a lord Lansdowne, de la Foreign Secretary, hizo un informe pormenorizado relativo a una explotación de los negros que no era atenuada por ningún tipo de miramiento, obligados a trabajar sin remuneración en todas las obras de la colonia, alimentados únicamente con lo imprescindible y con frecuencia encadenados los unos a los otros y a un ritmo establecido desde el amanecer hasta la caída del sol y, a fin de cuentas, hasta caer literalmente desplomados. Ante los ojos de aquel que navegue por la parte superior del Congo río arriba y no esté cegado por la avaricia de dinero, escribe Casement, se revela la agonía de un pueblo entero en todos sus pormenores, que desgarran el corazón y dejan sumidas en las sombras las historias bíblicas del sufrimiento. Casement no dejó ninguna duda de que al año los vigilantes blancos empujaban a la muerte a cientos de miles de esclavos, y de que mutilaciones, cortar las manos y los pies y ejecuciones con revólver eran propias de las medidas represivas practicadas en el Congo a diario para el mantenimiento de la disciplina. Una conversación personal, para la que el rey Leopoldo había hecho ir a Bruselas a Casement, debía servir para relajar el tenso ambiente que su intervención había creado, mejor dicho, debía servir para valorar el peligro que derivaba de las actividades revolucionarias de Casement hacia las empresas coloniales belgas. Que consideraba el rendimiento laboral de los negros, decía Leopoldo, como un equivalente a los impuestos absolutamente legítimo, y, si en ocasiones, ya que no quería negar que fuese cierto, se llegaba a abusos inquietantes por parte del personal blanco de vigilancia, había que atribuirlo al hecho deplorable, pero sin embargo apenas corregible, de que el clima del Congo provocaba una especie de demencia en las cabezas de algunos blancos, que lamentablemente no siempre era posible prevenir a tiempo. Como a Casement no se le podía persuadir con tales argumentos, Leopoldo se valió del privilegio de la influencia real en Londres, lo que tuvo como consecuencia que, con dualidad diplomática, el informe de Casement fuese por una parte alabado como ejemplar y se concediera a su autor el título de Commander of the Order of St. Michael and St. George, y sin embargo, por otra parte, no se adoptara ninguna medida que pudiese menoscabar la salvaguardia de los intereses belgas.

Cuando Casement, algunos años más tarde -probablemente con la secreta intención de alejar de forma provisoria su molesta persona- fue enviado a Suramérica, descubrió allí, en las zonas selváticas de Perú, Colombia y Brasil, condiciones que en muchos aspectos se asemejaban a aquellas del Congo, sólo que no eran sociedades mercantiles belgas las que estaban operando aquí, sino la Amazon Company, cuya administración central tenía su sede en la City londinense. También en Suramérica se exterminaron en aquel tiempo tribus enteras y regiones enteras quedaron reducidas a cenizas. Es cierto que el informe de Casement y su apuesta incondicional en favor de los desamparados por las leyes y de los perseguidos suscitaba cierto respeto en la Foreign Office, si bien, al mismo tiempo, muchos de los burócratas competentes de más alto nivel sacudían la cabeza por aquello que les parecía un afán quijotesco, no propicio, seguramente, al ascenso laboral del enviado tan prometedor por sí solo. Se intentó regular este asunto elevándole a la categoría de noble en relación expresa a los merecimientos que se había procurado en favor de los pueblos sometidos de esta tierra. No obstante, Casement no estaba dispuesto a trasladarse al lado del poder, muy al contrario le preocupaban cada vez más la naturaleza y el origen de este poder y la mentalidad imperialista que había nacido de ella. Consecuente con esta línea era que acabara dando con la cuestión irlandesa, es decir, con su propia cuestión. Casement había crecido en County Antrim como hijo de padre protestante y madre católica, y conforme a toda su educación pertenecía a aquellos cuya misión vital residía en mantener la dominación inglesa sobre Irlanda. Cuando la cuestión irlandesa se agravó en los años anteriores a la primera guerra mundial, Casement comenzó a hacer suya la causa de «los indios blancos de Irlanda». Las injusticias perpetradas contra los irlandeses a lo largo de siglos colmaban su conciencia cada vez más, estigmatizada más hondamente por la compasión que por otra emoción cualquiera. El hecho de que casi la mitad de la población irlandesa fuera asesinada por los soldados de Cromwell, de que más tarde miles de hombres y mujeres fueran enviados como esclavos blancos a las islas de las Indias Occidentales, de que en lo venidero más de un millón de irlandeses muriesen de hambre y el hecho de que una gran parte de todas las generaciones que retoñaban en años posteriores estuviera obligada a emigrar de la patria, no se le iba de la cabeza. La determinación definitiva para Casement llegó en el año 1914, cuando el Home-Rule Programm, propuesto por el gobierno liberal para la solución de la cuestión irlandesa, fracasó por la oposición fanática de los protestantes norirlandeses que habían apoyado, tanto en público como en privado, los distintos grupos de interesados ingleses. We will not shrink from Ulster's resistance to home rule for Ireland, even if the British Commonwealth is convulsed, anunciaba Frederick Smith, uno de los representantes más decisivos de la minoría protestante, cuya denominada lealtad consistía en la disposición de defender sus privilegios a mano armada si fuese necesario incluso contra las tropas del gobierno. Se fundaron los Ulster Volunteers con un grueso de cien mil hombres, y también en el sur se formó un ejército de voluntarios. Casement tomó parte en el reclutamiento y armamento de los contingentes.

Envió sus condecoraciones de vuelta a Londres. No volvió a emplear la pensión que le había sido asignada.

A principios de 1915 fue a Berlín en misión secreta para persuadir al gobierno del Reich del suministro de armas al ejército de liberación irlandés y para convencer a los prisioneros de guerra irlandeses en Alemania de que se unieran a una brigada irlandesa.

Ambas empresas fracasaron, y Casement fue traído de vuelta a Irlanda en un submarino alemán. Mortalmente agotado y completamente aterido por el agua helada, vadeó la bahía de Banna Strand, cerca de TrAlec, hasta tierra firme. En este momento tenía cincuenta y un años. Su detención era inminente. Aún tuvo el tiempo justo de conseguir evitar, por mediación de un sacerdote, la sublevación de Pascua prevista en toda Irlanda, ahora condenada al fracaso, con el mensaje de No German help available. Algo muy distinto era, sin embargo, que los idealistas, los poetas, los dirigentes sindicales y los profesores que tenían la responsabilidad en Dublín se sacrificaran a sí mismos y a aquellos que los escuchaban en una lucha callejera de siete días. Cuando la sublevación fue sofocada, Casement ya estaba recluido en una celda de la Torre de Londres. No tuvo asistencia judicial. Como representante de la acusación fue requerido Frederick Smith, entre tanto ascendido a fiscal del Tribunal Supremo, por lo que la resolución del proceso estaba ya casi estipulada de antemano. Para impedir cualquier recurso de gracia eventual por parte influyente, se transmitieron al rey inglés, al presidente de Estados Unidos y al Papa extractos del llamado diario negro hallado durante el registro de la vivienda de Casement, que contiene un tipo de crónica de las relaciones homosexuales del acusado. La autenticidad del diario negro de Casement, hasta hace poco guardado bajo llave en la Public Record Office de Kew, al suroeste de Londres, se ha considerado sumamente dudosa durante mucho tiempo, no en último lugar a consecuencia de que hasta el pasado más reciente, los órganos ejecutivos y judiciales del Estado, encargados de obtener, en el procedimiento contra supuestos terroristas irlandeses, el material comprobante y de elaborar el auto de procesamiento del fiscal, han sido reiteradamente culpables no sólo de suposiciones e imputaciones negligentes, sino también de falsificaciones premeditadas del sumario. En cualquier caso, para los veteranos del movimiento de liberación irlandés era impensable que uno de sus mártires pudiese haber sido afectado del vicio inglés. No obstante, desde el desembargo de los diarios en primavera de 1994 no cabe ninguna duda de que fueron escritos por Casement. La única consecuencia que se puede deducir de ello es que posiblemente fuera la homosexualidad de Casement lo que le capacitó, pasando por alto las barreras de las clases sociales y de las razas, para reconocer la constante opresión, explotación, esclavización y desguace de aquellos que más alejados estaban de los ejes del poder. Como no cabía esperar de otra forma, Casement, al final del juicio en el Old Bailey, fue hallado culpable de alta traición. Lord Reading, el juez que ocupaba la presidencia, en otro tiempo llamado Rufus Isaacs, dio a Casement su último aviso. You will be taken hence, le dijo, to a lawful prison and thence to a place of execution and will be there hanged by the neck until you be dead. Hasta 1965 el gobierno británico no permitió la exhumación de los restos de Roger Casement, apenas identificables, seguramente, de la fosa de cal en el patio de la prisión de Pentonville, en la que se había arrojado el cadáver.

VI

Cerca de la costa entre Southwold y la localidad de Walberswick, un puente de hierro estrecho conduce sobre el río Blyth, por el que una vez navegaron mar adentro pesados barcos cargados de lana. Hoy día ya casi no hay tráfico en el río, obstruido con arena casi en su totalidad. A lo sumo, en la orilla inferior, entre un sinnúmero de botes ruinosos, se ve uno u otro barco de vela amarrado. En el lado de la tierra no hay más que agua gris, terrenos pantanosos y vacío.

El puente sobre el Blyth se construyó en 1875 para un ferrocarril de vía estrecha que circulaba entre Halesworth y Southwold, cuyos vagones, como afirman diferentes historiadores locales, estaban destinados en un principio al emperador de China. Pese a largas investigaciones no he conseguido averiguar exactamente de qué emperador chino se trataba, como tampoco he podido saber por qué no se llegó al cumplimiento del contrato de suministro y bajo qué circunstancias el pequeño tren de la corte imperial, que tal vez hubiese tenido que unir el Pekín de aquel tiempo, todavía rodeado de bosques de pinos, con una de las residencias veraniegas, fue finalmente puesto al servicio de una de las vías de empalme del Great Eastern Railway. Las fuentes inciertas son unánimes solamente en cuanto a que los contornos del animal heráldico imperial con cola, envuelto por las nubes de su propia respiración, se podían reconocer con claridad debajo del esmalte negro del tren, limitado a una velocidad máxima de veinticinco kilómetros por hora, y que era requerido principalmente por bañistas y veraneantes. En lo que respecta al animal heráldico en sí, El libro de los seres imaginarios, ya citado al comienzo de este informe, contiene una taxonomía y descripción bastante completa de los dragones orientales, de los del cielo así como de aquellos de tierra y mar. De unos se dice que llevan a sus espaldas los palacios de los dioses, mientras que los otros presumiblemente determinan el curso de los arroyos y de los ríos y protegen los tesoros subterráneos. Están cubiertos por una coraza de escamas amarillas. Debajo de las fauces tienen barba, la frente está abombada sobre ojos llameantes, las orejas son cortas y gordezuelas, las fauces están siempre abiertas y se alimentan de perlas y de ópalos.

Algunos alcanzan de cinco a seis kilómetros de largo.

Cuando cambian de lugar derriban montañas. Si vuelan, causan horribles tempestades que arrancan los tejados de las casas en las ciudades y devastan las cosechas.

Si emergen de las profundidades del mar, se originan corrientes demoledoras y tifones. En China, la pacificación de las fuerzas de los elementos estaba muy estrechamente vinculada al ceremonial en torno a los soberanos del trono del dragón, que dominaba tanto los quehaceres más insignificantes como los actos oficiales de mayor importancia, y que fomentaba, al mismo tiempo, la legitimación e inmortalización del monstruoso poder profano reunido en la persona del emperador. Los más de seis mil miembros del hogar imperial, conformado exclusivamente por eunucos y mujeres, rodeaban cada minuto del día y de la noche, en vías acompasadas con precisión, al único habitante masculino de la ciudad prohibida, escondida detrás de muros púrpuras. En la segunda mitad del siglo XIX se alcanzó el grado sumo de ritualización del poder imperial como también el grado sumo de su corrosión. Mientras que cada uno de los cargos más rígidamente jerarquizados de la corte se continuaba desempeñando según las prescripciones perfeccionadas hasta el último detalle, el imperio, bajo la presión creciente de sus enemigos internos y externos, llegó al borde de su derrumbamiento. En los años cincuenta y sesenta la rebelión de los Taiping, partidarios de un movimiento de liberación mundial inspirado en un confucianismo cristiano, se extendió, a la velocidad de la pólvora, por casi todo el sur de China. En un número insospechado, el pueblo vapuleado por la necesidad y por la pobreza, los campesinos hambrientos, los soldados licenciados tras la guerra del opio, los cargadores, los marineros, actores y prostitutas, acudían en masa hacia Hong Xiuquan, el autoproclamado rey del cielo, que en un delirio febril había vislumbrado un futuro glorioso y justo. Pronto, un ejército en crecimiento constante de luchadores sagrados arrollaba el país desde Kuangsi hacia el norte, invadiendo las provincias de Hunan, Hubei y Anhui. Ya al comienzo de la primavera de 1853, el ejército se hallaba ante las puertas de la poderosa ciudad de Nankín, la cual, después de dos días de asedio, fue asaltada y proclamada capital celestial del movimiento. A partir de ahora, la rebelión, acuciada por la esperanza de la fortuna, atravesaba el enorme país en oleadas siempre nuevas. Más de seis mil ciudadelas fueron conquistadas por los sublevados y ocupadas durante un tiempo, cinco provincias fueron devastadas por las constantes batallas, más de veinte millones de personas murieron en el transcurso de apenas quince años. Sin ninguna duda, el horror sangriento que entonces recorría el imperio del centro supera todo lo imaginable. Durante el estío de 1864, después de siete años de asedio por parte de las tropas imperiales, Nankín capituló. Los defensores habían agotado hacía mucho tiempo sus últimos medios, hacía mucho tiempo que habían abandonado la esperanza de hacer realidad el paraíso a este lado, que tan cerca de sus ojos se cernía al comienzo de la agitación que casi podían tocarlo. Los sentidos, íntegramente perturbados a causa del hambre y de los estupefacientes, se aproximaban al fin. El 30 de junio, el rey celestial se suicidó. Su ejemplo fue secundado por cientos de miles de adeptos, ya por fidelidad hacia él, ya por miedo a la venganza de los conquistadores. Se suicidaron de todas las formas pensables, con la espada y con el puñal, con el fuego y con la soga, precipitándose desde las almenas y desde los tejados de las casas. Muchos debieron de enterrarse con vida. La autodestrucción de los Taiping casi no tiene parangón en la historia.

Cuando en la mañana del 19 de julio entraron sus contrincantes en la ciudad, no encontraron por ninguna parte ni un alma viva, sino un gran zumbido de moscas por doquier. El rey del imperio celestial de la paz infinita yacía, así constaba en un despacho enviado a Pekín, con la cara hacia abajo dentro de una alcantarilla, su cuerpo hinchado se mantenía unido únicamente por las ropas de seda de amarillo imperial que siempre llevaba, lo que se había considerado como una blasfemia, adornadas con la imagen del dragón.

La derrota de la rebelión Taiping hubiese sido probablemente imposible si los contingentes del ejército británico, que se encontraban en China, no se hubiesen puesto del lado de las tropas imperiales después de dar las suyas propias por concluidas. La presencia armada del poder estatal británico en China se remonta a 1840, año en que se declaró la denominada guerra del opio. A causa de las medidas adoptadas desde 1837 por el gobierno chino para la supresión del comercio del opio, la Compañía de las Indias Orientales dedicada a la plantación de ama» polas en los campos de Bengala y al transporte en barco del estupefaciente extraído de sus semillas, en primer lugar hacia Cantón, Amoy y Shangai, vio amenazada una de sus empresas más rentables. La declaración de guerra que se sucedió como consecuencia supuso el comienzo de la apertura forzosa del imperio chino que se había mantenido cerrado desde hacía doscientos años para los bárbaros extranjeros. En nombre de la propagación de la fe cristiana y del libre comercio, considerado como condición previa para todo avance civilizador, se demostró la superioridad de las piezas de artillería occidentales, se tomó por asalto una serie de ciudades y acto seguido se extorsionó una paz, entre cuyas condiciones figuraban garantías para las factorías británicas en la costa, la cesión de Hong Kong y, no en último lugar, pagos de reparación de guerra verdaderamente vertiginosos. En tanto que desde una perspectiva británica esta disposición, de antemano sólo provisoria, no preveía un acceso a las plazas comerciales en el interior del país, no se podía descartar la necesidad de más acciones militares posteriores, en especial teniendo en cuenta a los cuatrocientos millones de chinos, a los que se hubiera podido vender el producto de algodón confeccionado en las hilanderías de Lancashire. En cualquier caso, no se encontró un pretexto suficiente para una nueva expedición represiva hasta 1856, cuando oficiales chinos abordaron una fragata en el puerto de Cantón para apresar a algunos de los miembros de la tripulación sospechosos de piratería, compuesta exclusivamente por marineros chinos. Durante esta operación, el destacamento de abordaje arrió la Union Jack, que flameaba en el mástil principal probablemente porque en aquella época era frecuente que el emblema nacional británico se izara en el tráfico ilegal con finalidades de camuflaje. Sin embargo, puesto que el barco abordado estaba registrado en Hong Kong y por tanto navegaba con absoluta legalidad bajo bandera británica, el percance, cómico de por sí, pudo ser entendido por los representantes de los intereses británicos en Cantón como coartada para un conflicto con las autoridades chinas, que pronto se hubo llevado tan lejos, que al final se creyó no tener otra alternativa que ocupar los fuertes de los puertos y bombardear la residencia oficial del prefecto de administración. A ello se le añadió oportunamente que la prensa francesa informara, casi al mismo tiempo, de la ejecución de un párroco misionero llamado Chapdelaine, decretada por funcionarios de la provincia de Kuangsi. La descripción del desagradable procedimiento culminaba afirmando que los verdugos habían sajado el corazón del pecho al ya asesinado Abbé, lo habían cocinado y se lo habían comido. Los gritos que se elevaron después en Francia clamando represalia y desagravio se aunaron a la perfección a los esfuerzos del partido en favor de la guerra en West-minster, de modo que, tras los preparativos pertinentes, pudo desarrollarse el extraño espectáculo de una campaña anglofrancesa conjunta en la era de rivalidad imperialista. El punto culminante de esta operación, vinculada a enormes dificultades logísticas, se alcanzó en agosto de 1860, cuando dieciocho mil fuerzas armadas británicas y francesas desembarcaron en la bahía de Pechili, apenas a doscientos cuarenta kilómetros de Pekín y, respaldados en Cantón por un ejército reclutado de tropas chinas de apoyo, conquistaron los fuertes de Taku, en la desembocadura del río Pai-ho, que están rodeados de pantanos de agua salada, profundas fosas, enormes terraplenes y empalizadas de bambú. Durante los denodados intentos, posteriores a la capitulación incondicional de las tropas de la fortaleza, por concluir debidamente una campaña -eficiente según criterios militares- por la vía de las negociaciones, los delegados de los aliados, sin tener en cuenta que obviamente estaban en la mejor posición, se perdían cada vez más en el angustioso laberinto de la diplomacia china dilatoria, determinada tanto por los complejos requisitos de la etiqueta del imperio del dragón como por el miedo y el desconcierto del emperador. En definitiva, las negociaciones fracasaron probablemente a causa de la absoluta incomprensión, que ningún intérprete hubiera sido capaz de franquear, con la que se enfrentaron los emisarios que vivían en mundos conceptuales radicalmente distintos. Si desde el lado británico y francés se veía la paz que había de obtenerse como la primera etapa en la colonización de un imperio fatigado, ileso, con mucho, de los adelantos espirituales y materiales de la civilización, los emisarios del emperador, por su parte, se esforzaban por hacer patente a los extranjeros, aparentemente en modo alguno familiarizados con las costumbres chinas, la obligación en que se hallaban los embajadores de los estados satélite tributarios frente al hijo del cielo.

Finalmente, no quedaba más que remontar el Pai-ho con cañoneros y avanzar al mismo tiempo por tierra hacia Pekín. El emperador Hsien-feng, de una salud extremadamente débil y aquejado de hidropesía a pesar de su corta edad, eludió la inminente confrontación poniéndose en camino el 22 de septiembre hacia su refugio en Jehol, al otro lado de la gran muralla, en medio de un bullicio desordenado de eunucos de la corte, mulos, carretas de equipaje, palanquines y sillas de mano. La noticia transmitida a los comandantes del poder enemigo decía que su majestad el emperador estaba sujeto, según la ley, a entregarse al ejercicio de la caza en otoño. Por su parte, en un estado de indecisión sobre la futura forma de proceder, parece que, a comienzos del mes de octubre, las tropas aliadas se encontraron casualmente con el jardín encantado de Yuan Ming Yuan, situado en las cercanías de Pekín y provisto de un sinnúmero de palacios, pabellones, galerías, fantásticos cenadores, templos y torres, en cuyas pendientes de montañas artificiales, entre declives y pequeños bosques, pastaban ciervos con cornamentas fabulosas y donde toda la incomprensible magnificencia de la naturaleza y de las maravillas que la mano humana había incorporado en ella se reflejaba en las aguas oscuras, que no movía ni el más leve soplo de aire. La terrible destrucción que, burlando la disciplina militar y en general todo raciocinio, se llevó a cabo en el legendario jardín durante los días siguientes es únicamente comprensible en parte como una consecuencia de la rabia por la decisión que se aplazaba una y otra vez. El verdadero motivo del saqueo de Yuan Ming Yuan radicaba, como ha de suponerse, en la provocación exorbitante que el mundo paradisíaco, creado a partir de la realidad terrena y que aniquilaba al momento toda idea de la incivilización de los chinos, representaba para aquellos guerreros que habían partido de sus casas, infinitamente lejos, no habituados más que al deber, a la privación y la mortificación de sus deseos. Los relatos de lo que había ocurrido durante aquellos días de octubre no son muy fiables, sin embargo, solamente el hecho de la posterior subasta de los bienes robados en el campamento británico revela que una gran parte de los adornos y de las joyas transportables que la corte, al emprender la huida, había dejado tras de sí, todo lo que estaba trabajado en jade y en oro, y en plata y en seda, había caído en manos de los saqueadores. Cuentan que el incendio subsiguiente de las más de doscientas casas de recreo, residencias de caza y santuarios apostados en la extensa superficie del jardín y en las zonas contiguas al palacio fue ordenado por los comandantes como represalia por el mal trato dispensado a los emisarios británicos Loch y Parkes, sin embargo estaba pensado en primer lugar para disimular el anterior saqueo. Con una rapidez increíble, escribió el capitán de los pioneros, Charles Geor-ge Gordon, los templos, los castillos y las ermitas, construidos en su mayoría de cedro, se consumieron en llamas uno tras otro y el fuego se expandió crujiendo y saltando por los verdes matorrales y por los bosques. A excepción de un par de puentes de piedra y de pagodas de mármol, pronto estaba todo destrozado. Aun durante mucho tiempo se elevaban columnas de humo en las inmediaciones y una nube de ceniza, tan grande que mantenía el sol oculto, fue transportada por el viento del oeste hasta Pekín, donde después de algún tiempo se dejó caer sobre las cabezas y las viviendas de aquellos habitantes, sobre los que se imaginaban que había caído un castigo del cielo. A finales de mes, después del escarmiento en Yuan Ming Yuan, los funcionarios del emperador se vieron obligados a firmar inmediatamente la paz de Tientsin, que habían aplazado una y otra vez, cuyas cláusulas principales, dejando a un lado las nuevas exigencias de reparaciones que apenas podían satisfacer, remitían al derecho de libre circulación y de libre actividad misionera en el interior del país, así como a la negociación de una tarifa aduanera que legalizase el comercio del opio. Como contraprestación, los poderes occidentales se mostraron dispuestos a colaborar en el mantenimiento de la dinastía, esto es, en el exterminio de los Taiping y en la represión de las aspiraciones secesionistas de la población musulmana en los valles de Shensi, Yunnan y Gansu, durante las que fueron expulsadas de sus lugares de residencia o asesinadas entre seis y diez millones de personas, según diferentes estimaciones. Charles George Gordon, el capitán ya mencionado de los Royal Engineers, que en aquel tiempo apenas contaba treinta años, era un hombre tímido, de espíritu cristiano pero a la vez irascible y profundamente melancólico. Este hombre, que más tarde fallecería de una muerte gloriosa en el sitiado Jartum, fue quien asumió el alto mando del desmoralizado ejército imperial y lo adiestró al cabo de poco tiempo en tropas tan poderosas que en reconocimiento a sus méritos le fue otorgada a su marcha la chaqueta amarilla de caballería, condecoración máxima del imperio del centro.

En agosto de 1861, tras meses de indecisión, el emperador Hsien-feng se aproximaba al ocaso de su corta vida, arruinada por los excesos, en el exilio de Jehol.

El líquido ya le había ascendido desde el abdomen hasta el corazón, y las células de su cuerpo en disolución paulatina flotaban en el líquido salado, que desde las vías sanguíneas se infiltraba por todos los intersticios de los tejidos, como los peces en el mar.

A modo de paradigma y con un entendimiento confuso, Hsien-feng vivía en sus propios miembros y órganos agonizantes, inundados de sustancias venenosas, la invasión de las provincias de su imperio por poderes extraños. El mismo no era más que el campo de batalla en que se consumaba la derrota de China, hasta que el día 22 de ese mismo mes se posaron sobre él las sombras de la noche y se sumergió definitivamente en el delirio de la muerte. Debido al tratamiento y a complicados cálculos astrológicos al que hubo que someter al cadáver del soberano chino antes de amortajarlo, la fecha del traslado del cuerpo a Pekín no pudo fijarse antes del 5 de octubre. Entonces, el cortejo fúnebre, de más de un kilómetro y medio de longitud, estuvo en marcha durante tres semanas, con el catafalco sostenido sobre unas enormes angarillas de oro que, a hombros de ciento veinticuatro portadores escogidos, se balanceaba amenazadoramente, a través de una lluvia otoñal que en su uniformidad se desencadenaba con fuerza, subiendo y bajando montañas, atravesando valles y desfiladeros y pasando por cumbres de puertos desiertas, que desaparecían en remolinos grises de nieve. Cuando por fin el cortejo fúnebre hubo alcanzado su meta la mañana del 1 de noviembre, a ambos lados de la calle que conducía a las puertas de la ciudad prohibida y que se había rociado de arena amarilla, colgaban pantallas de seda azul de Nankín, para que el pueblo llano no pudiera dirigir su mirada al rostro de Tung-chih, el niño-emperador de cinco años, al que Hsien-feng había nombrado heredero al trono del dragón aún durante sus últimos días y que ahora, en un palanquín tapizado, detrás de los restos mortales de su padre, era transportado a su casa al lado de Cixi, su madre, ascendida del concubinato y que ya ostentaba el augusto título de viuda del emperador. Las luchas por la toma provisional del poder de disposición de manos del soberano menor de edad, enardecidas, como es lógico, tras el regreso de la corte a Pekín, se decidieron al cabo de poco tiempo en favor de la viuda del emperador que estaba poseída por una voluntad de poder irreductible. Los príncipes, quienes durante la ausencia de Hsien-feng habían hecho las veces de su sustituto, fueron acusados del indisculpable crimen de conjuración contra la soberanía legítima y condenados a muerte por desmembración y descuartizamiento en rebanadas. La modificación de esta sentencia en la autorización para ahorcarse por sí solos, que se les transmitió a los reos de alta traición en forma de una soga de seda, estaba considerada como un signo de benevolencia condescendiente del nuevo régimen. Después de que los príncipes Cheng, Su-shun y Yi, al parecer sin titubear, hubieran hecho uso del privilegio que les había sido otorgado, la viuda del emperador era la regente indiscutible del imperio chino, en cualquier caso hasta el momento en que su propio hijo alcanzara la edad en que pudiese gobernar y se dispusiera a tomar medidas contrarias a los planes que ella había forjado, y ya realizado en gran parte, concernientes a una expansión de su plenitud de poderes cada vez mayor.

Teniendo en cuenta este giro de los acontecimientos, sucedió, lo que para Cixi era, poco más o menos, una señal de la providencia, que Tung-chih, tan sólo un año después de su advenimiento al trono, sea a consecuencia de una infección de viruelas, sea de otra enfermedad que hubiera contraído, según los rumores que corrían, con los bailarines y travestidos en las calles de flores de Pekín, se hallaba postrado con una debilidad tal que ya se veía sobrevenir su final prematuro, a la edad de apenas diecinueve años, cuando en otoño de 1874 el planeta Venus -lóbrego presagio- pasó por delante del sol. De hecho, Tung-chih murió pocas semanas después, el 12 de enero de 1875. Se le giró el rostro hacia el sur y se le vistió para el viaje hacia el más allá con los ropajes de la vida eterna. Tan pronto como los ceremoniales de defunción hubieron concluido según las prescripciones, la esposa del emperador, ya reunido con sus antepasados, que en aquel momento, según lo atestiguan diversas fuentes, tenía diecisiete años y se encontraba en los últimos meses de embarazo, se envenenó con una fuerte dosis de opio. Los comunicados oficiales atribuyeron su muerte, acaecida bajo misteriosas circunstancias, a la pena inconsolable que le había abatido; no obstante, no pudieron disipar por completo la sospecha de que a la joven emperatriz se le había quitado de en medio con el fin de prolongar la regencia de la viuda del emperador, Cixi, que en adelante consolidaba su posición haciendo proclamar sucesor del trono a Kuang-hsu, su sobrino de dos años, por medio de una maniobra que contravenía todas las tradiciones, ya que Kuang-hsu, por vía sucesoria, pertenecía a la misma generación que Tung-chih y, por consiguiente, según la prescripción irrevocable del culto de Confucio, no estaba autorizado a dispensarle los servicios de oración y devoción para la pacificación de los muertos. El modo en que la viuda del emperador, por lo demás con una actitud extremadamente conservadora, hacía caso omiso a las tradiciones más venerables, era uno de los indicios de su anhelo, cada vez más despiadado, de un ejercicio ilimitado del poder. Y, al igual que todos los tiranos, también ella se empeñaba en exhibir ante el mundo y ante sí misma lo exaltado de su posición con una suntuosidad que supera todo lo imaginable. Tan sólo su hogar privado, administrado por Li Lien-ying, el eunuco mayor que era su mano derecha en los asuntos domésticos, devoraba al año la entonces exorbitante suma de seis millones de libras esterlinas. Pero cuanto más ostentosos se tornaban los medios para la exhibición de su autoridad, tanto más se propagaba en ella el miedo a perder la omnipotencia que con tanta perspicacia había atraído hacia sí. Insomne vagaba de noche por el bizarro paisaje de sombras entre montañas rocosas artificiales, bosques de heléchos y oscuras tuyas y cipreses del jardín de palacio. Por la mañana temprano, se tomaba en ayunas una perla molida en polvo como elixir para el mantenimiento de su invulnerabilidad, y por el día, Cixi, quien hallaba mayor complacencia en las cosas exánimes, permanecía a veces de pie, durante horas, junto a las ventanas de sus aposentos, con la mirada absorta hacia fuera, hacia el tranquilo lago del norte parecido a una pintura. A lo lejos, las diminutas figuras de los jardineros en los campos de lirios o aquellas de los cortesanos patinando sobre la superficie azul de hielo en los meses de invierno, no le servían como recuerdo de la movilidad natural del ser humano, es más estaban ya sometidas, como moscas en una botella, al libre arbitrio de la muerte. De hecho, viajeros de paso por China entre 1876 y 1879 cuentan que durante la sequía que por aquel entonces se prolongaba años, provincias enteras suscitaban la impresión de cárceles rodeadas de cristal. Según parece, entre siete y veinte millones - nunca se llevó a cabo un cómputo exacto- perecieron en Shanxí, Shensi y Shandong principalmente a causa del hambre y del agotamiento. El predicador baptista Timothy Richard, por ejemplo, describe cómo la catástrofe se traducía en una ralentización de todos los movimientos que con el paso de las semanas se hacía cada vez más evidente. De uno en uno, en grupos y en filas alargadas, la gente se arrastraba a través del país y no era extraño que fuesen derribados por un débil soplo de viento y se quedaran tendidos para siempre al borde del camino. El mero alzar de una mano, cerrar un párpado, el desprender la última respiración a veces parecía efectuarse en el transcurso de un siglo. Y con la disolución del tiempo también se disolvían todas las demás relaciones. Los padres se intercambiaban a los hijos porque no podían soportar asistir a los últimos sufrimientos de los suyos propios. Pueblos y ciudades estaban rodeados de desiertos de polvo por los que reiteradamente aparecían trémulos espejismos de valles de ríos y lagos rodeados de foresta. Al rayar el alba, cuando el crujido de las hojas secas en las ramas se introducía en el frágil sueño, a veces se pensaba, por una décima de segundo en que los deseos eran más fuertes que la conciencia, que hubiera comenzado a llover. Pese a que la capital y sus inmediaciones habían sido dispensadas de las peores consecuencias de la sequía, la viuda del emperador, cuando llegaban las malas nuevas del sur, ordenaba consumar en su templo, siempre a la hora a la que sale el lucero vespertino, un sacrificio de sangre a los dioses de la seda, para que a las orugas no les faltara verde fresco. De entre todos los seres vivos eran exclusivamente estos extraños insectos por los que sentía un profundo afecto. Las sederías donde se las criaba eran de los edificios más bellos del palacio de verano. Con las damas de su séquito ataviadas con mandiles blancos, Cixi deambulaba diariamente a través de los vestíbulos aireados para inspeccionar la prosecución de los trabajos y con especial predilección se sentaba, cuando anochecía, completamente sola entre todas las estanterías, escuchando con devoción el leve sonido de aniquilamiento, uniforme y prodigiosamente tranquilizante, que provenía de los incontables gusanos de seda devorando la morera fresca. Contemplaba estos seres pálidos, casi transparentes, que abandonarían pronto su vida por las hebras finas que hilan, como si fueran sus verdaderos fieles. Se le antojaban como el pueblo ideal, presto a servir, dispuesto a morir, reproducible a voluntad en un breve espacio de tiempo, orientado únicamente a la sola finalidad a la que se le ha predispuesto, el polo opuesto de los seres humanos, que por principio no son fiables en absoluto; igual de poco fiables eran tanto las masas anónimas de fuera del imperio como aquellos que formaban el círculo más íntimo a su alrededor y que, como ella sospechaba, en cualquier momento estaban dispuestos a pasarse al lado del segundo niño emperador que ella había nombrado, el cual, para su preocupación, manifestaba su propia voluntad cada vez con mayor frecuencia. Kuang-hsu, profundamente fascinado por el secreto de las máquinas modernas, aún pasaba la mayor parte de su tiempo desmontando los juguetes mecánicos y mecanismos de relojería que vendía un fabricante danés en un comercio de Pekín, aún se podía distraer su ambición incipiente prometiéndole un ferrocarril de verdad en el que podría recorrer su país entero, pero ya no quedaba muy lejano el día en que el poder recaería en él, poder al que ella, la viuda del emperador, tanto menos podía renunciar cuanto más tiempo pasaba. Me supongo que el pequeño tren de la corte, con la imagen del dragón chino, que más tarde transitaba entre Halesworth y Southwold, se encargó originariamente para Kuang-hsu, y que este encargo fue anulado cuando el joven emperador, a mitad de los años noventa, comenzaba a defender los propósitos del movimiento reformista -bajo cuya influencia había caído-, que, en creciente medida, contrariaban las intenciones de Cixi. Seguro es, en cualquier caso, que los intentos de Kuang-hsu de atraer el poder hacia sí tuvieron como consecuencia última su reclusión en una prisión militar de uno de los palacios de agua emplazados ante la ciudad prohibida y la imposición de firmar una declaración de renuncia que entregaba a merced de la viuda del emperador el poder gubernamental sin restricciones. Durante diez años Kuang-hsu se consumió en su exilio de la isla paradisíaca, hasta que al finalizar el verano de 1908, los diversos sufrimientos -dolores crónicos de espalda y de cabeza, contracciones renales, extrema sensibilidad a la luz y a los ruidos, debilidad pulmonar y profundas depresiones- que desde el día de su derrocamiento le habían atormentado cada vez más, le abatieron de forma definitiva. Un tal doctor Chu, conocedor de la medicina occidental, al que se había consultado en última instancia, le diagnosticó la denominada enfermedad de Bright, sin embargo advirtió algunos síntomas discrepantes -corazón nervioso, rostro hinchado de color púrpura, lengua amarilla-, que, como desde entonces se ha estimado en más de una ocasión, indicaban un envenenamiento paulatino. En su visita al enfermo en el hogar imperial, al doctor Chu también le llamó la atención que los suelos y todos los objetos de decoración estuvieran cubiertos por una espesa capa de polvo, como en una casa largo tiempo abandonada por sus moradores, signo de que ya desde hacía años habían dejado de preocuparse por el bienestar del emperador.

El 14 de noviembre de 1908, al caer la tarde o, como se decía, a la hora del gallo, Kuang-hsu, entre tormentos, abandonó su vida. Tenía treinta y siete años en el momento de su muerte. La viuda del emperador, de setenta y tres años, que había maquinado de manera tan sistemática la destrucción de su cuerpo y de su espíritu, no le sobrevivió, extrañamente, un solo día siquiera. La mañana del 15 de noviembre, aún con suficientes fuerzas, presidía el gran Consejo que meditaba la nueva situación en que se encontraban, pero después de la comida, a cuyo término, pese a las advertencias de sus médicos de cámara, se tomó una porción doble de su plato favorito -manzanas silvestres con nata espesa- sufrió un ataque parecido a la disentería del que ya no se salvó. Hacia las tres de la tarde todo había acabado. Ya vestida en las ropas de entierro dictó su despedida del imperio que bajo su regencia, de casi medio siglo, había llegado al borde de la disolución. Que ella ahora, dijo, cuando dirigía una mirada hacia el pasado, veía cómo la historia no se compone más que de desgracias y tribulaciones que se precipitan sobre nosotros, como una ola tras otra se precipita sobre la orilla del mar, de forma que nosotros, decía, a lo largo de todos los días de nuestra vida en la tierra, no experimentamos un solo instante que verdaderamente esté libre de temor.

La negación del tiempo, según el escrito sobre el Orbis Tertius, es el axioma más importante de las escuelas filosóficas de Tlön. Según este axioma, el futuro sólo tiene realidad en la forma de nuestros miedos y esperanza presentes, el pasado meramente como recuerdo. Con arreglo a esta opinión, el mundo y todo lo que ahora mismo vive en él no ha sido creado sino hasta hace unos minutos, al mismo tiempo que su prehistoria es tan completa como ilusoria. Una tercera hipótesis describe reiteradamente nuestra tierra como una pequeña calle sin salida en la gran ciudad de Dios, como un cuarto oscuro, repleto de imágenes incomprensibles o como una corona de humo en torno a un sol mejor. Los representantes de una cuarta escuela filosófica, en cambio, afirman que todo el tiempo ya ha transcurrido y que nuestra vida no es más que el reflejo aletargado de un proceso irrecuperable. De hecho, no sabemos cuántas de sus posibles mutaciones tiene ya el mundo tras de sí y cuánto tiempo, suponiendo que lo haya, queda aún. Lo único seguro es que la noche perdura mucho más tiempo que el día si se compara una sola vida, la vida en general o el tiempo mismo con el sistema en cuestión al que esté supeditado. The night of time, escribe Thomas Browne en su tratado The Garden of Cyrus, de 1658, far surpasseth the day and who knows when was the Aequinox?

Pensamientos de este tipo también los tenía yo en mente cuando caminaba un trecho desde el puente sobre el Blyth a lo largo del trayecto del ferrocarril abandonado, para descender luego del terreno más elevado a la llanura de regadío que se extiende hacia el sur desde Walberswick hasta Dunwich, una localidad integrada por no más de unas pocas casas. Tan vacía y olvidada está la zona que si alguien fuera abandonado en ella apenas sería capaz de decir si se encuentra en la costa del mar del Norte o quizá en la orilla del mar Caspio o en el golfo de Lian-tung. A mi derecha el cañaveral cimbreante, a la izquierda la playa gris, mantuve rumbo a Dunwich, que parecía estar tan lejos como si fuese imposible de alcanzar. Tuve la impresión de haber estado caminando durante horas antes de que paulatinamente comenzaran a perfilarse en tonos pálidos unas cubiertas de teja y pizarra y la cima de una colina cubierta de bosques. El Dunwich actual es el último vestigio de una ciudad que contaba con uno de los puertos más importantes de la Edad Media. Aquí hubo una vez más de cincuenta iglesias, conventos y hospitales, astilleros y obras de fortificación, una flota de pesca y otra de comercio con ochenta embarcaciones y docenas de molinos de viento. Todo esto se ha convertido en ruinas y yace, disperso por más de cinco o siete kilómetros cuadrados, bajo arenas movedizas y guijarros, fuera, en el fondo del mar. Las iglesias parroquiales de los santos Jaime, Leonardo, Martín, Bartolomé, Miguel, Patricio, María, Juan, Pedro, Nicolás y Félix se han venido abajo, una tras otra, sobre los arrecifes en constante retroceso y se han hundido poco a poco en las profundidades junto con la tierra y la piedra sobre la que la ciudad fue construida antaño. Curiosamente sólo han persistido los pozos amurallados que, libres de todo lo que en su día los hubo rodeado durante siglos, según diferentes cronistas, se elevaban hacia el espacio vacío como las chimeneas de una herrería subterránea, hasta que también estos emblemas de la ciudad desaparecida se desmoronaron definitivamente. Sin embargo, hasta 1890, aproximadamente, se podía ver en la playa de Dunwich la torre llamada Eccles Church Tower, de la que nadie sabía decir cómo, desde la considerable altura a que tuvo que haberse elevado, había descendido sin desplomarse hasta llegar al nivel del mar. El enigma no se ha resuelto hasta hoy; no obstante, una de las investigaciones con una maqueta que se han llevado a cabo recientemente considera probable que la misteriosa Eccles Tower estuviese construida sobre arena, de forma que por su propio peso se rebajaba tan despacio que los muros apenas sufrieron daño alguno. Alrededor de 1900, después de que también se hubo derrumbado la Eccles Tower, al otro lado, junto al precipicio donde se habían hundido las iglesias de Dunwich, sólo se erigían las ruinas de Todos los Santos. Ya en 1919 se había deslizado por la pendiente junto con los restos mortales de los enterrados en el campo santo anexo, y sólo la torre cuadrangular de occidente se mantuvo erguida aún durante un tiempo sobre la región fantasmagórica. El punto álgido del desarrollo de Dunwich recayó en el siglo XIII. Diariamente arribaban y zarpaban barcos de y hacia Londres, Stavoren, Stralsund, Danzig, Brujas, Bayona y Burdeos. Una cuarta parte de la gran flota que partió rumbo a Poitou en mayo de 1230 desde Portsmouth transportando cientos de caballeros con sus rocines, varios miles de cabezas de pueblo llano y todo el séquito del rey, fue proporcionado por Dunwich. La construcción naval y el comercio con madera, cereales, sai, arenques, lana y pieles producían tantos beneficios que pronto pudieron tomarse todas las medidas necesarias contra los ataques desde el interior así como contra la violencia del mar que corroía incesantemente la costa. Hoy día ya no es posible estimar el grado de esperanza con que entonces los habitantes de Dunwich realizaban tales trabajos de fortificación. Lo único seguro es que, a la postre, demostraron ser insuficientes cuando, la noche de Año Nuevo del285al286, una marea devastó la parte más baja de la ciudad y la zona portuaria con una atrocidad tal que durante meses nadie supo dónde estaba el límite entre el mar y la tierra. Muros derruidos, escombros, ruinas, viguerías partidas, cascos de barcos reventados, masas de barro reblandecidas, gravilla, arena y agua por todas partes. Y después, al cabo de unos pocos decenios de reconstrucción, el 14 de enero de 1328, tras un otoño y una navidad inhabitualmente tranquilos, un azote mucho más terrible, si cabe. De nuevo coincide una corriente huracanada nororiental con la marea más alta del mes. Con la irrupción de la oscuridad, los habitantes del barrio del puerto huyen con sus bienes transportables a la parte más alta de la ciudad. A lo largo de toda la noche las olas arrancan una hilera de casas tras otra. Como pesados martinetes, las vigas del tejado y los puntales que flotan en el agua a la deriva chocan contra las paredes y los muros que todavía no se han hundido. Al amanecer, el grupo de los supervivientes, una cantidad que quizá reúna alrededor de dos o tres mil personas, gente de bien como los FitzRichart, los FitzMaurice, los Valein y los De la Falaises, de igual manera que el pueblo común, están de pie, arrimados contra la tormenta y asomados al borde del precipicio, llenos de espanto, mirando fijamente a través de los vapores de la espuma salada hacia las profundidades, donde, como en el interior de una máquina trituradora, giran fardos de mercancías y barriles, grúas despedazadas, telas de aspas de molinos de viento desgarradas, arcones y mesas, cajas, edredones de plumas, leña, paja y ganado ahogado en las aguas marrones y blancas. En los siglos posteriores, invariablemente se volvían a suceder semejantes incursiones catastróficas del mar en la tierra, y, como es natural, también en los intervalos de calma la erosión de la costa continuaba avanzando. Lentamente, la población de Dunwich se fue acomodando a la irrevocabilidad de este desarrollo. Desistieron de una lucha carente de expectativas, volvieron las espaldas al mar y construyeron hacia el oeste, siempre y cuando lo consintieran unos medios que iban en disminución, una extensa tentativa de huida que se prolongaba a lo largo de generaciones, con la que la ciudad, que agonizaba sin prisas -como si fuera un reflejo, podría decirse- describía uno de los movimientos elementales de la vida humana sobre la tierra. Llama la atención que muchas de nuestras poblaciones están emplazadas y se desplazan hacia el oeste, siempre y cuando las circunstancias lo permiten. El este equivale a ausencia de probabilidades de éxito. Particularmente en la época de la co-lonialización del continente americano podía observarse el desarrollo de las ciudades hacia el oeste, mientras que se desintegraban de nuevo en sus zonas orientales. En Brasil se siguen extinguiendo partes de provincias enteras, como si fueran incendios, cuando las tierras están agostadas por la explotación abusiva y en el oeste se abre nuevo espacio. También en Norteamérica innumerables poblaciones dispersas se desplazan, con sus gasolineras, moteles y centros comerciales, hacia el oeste, a lo largo de las turnpikes, polarizando sobre este eje, de forma infalible, el bienestar y la miseria. Esto me lo recordaba el movimiento de huida de Dunwich. Después de los primeros destrozos graves, edificaron sobre el terreno que se extiende hacia el oeste de la ciudad, sin embargo, incluso del convento de franciscanos que habían construido, hoy día no queda más que un par de fragmentos. Dunwich, junto con sus torres y sus miles de almas, se ha desleído en agua, arena, gravilla y aire enrarecido. Cuando desde el herbazal situado sobre el mar se dirige la mirada en la dirección donde una vez tuvo que haber estado la ciudad, se siente la violenta resaca del vacío. Posiblemente sea este el motivo por el que Dunwich, ya en la época victoriana, se convirtió en una especie de lugar de peregrinación para escritores melancólicos. Algernon Swinburne, por ejemplo, vino aquí unas cuantas veces con su cuidador, Theodore Watts Dunton, en los años setenta, cuando las inquietudes vinculadas a la vida literaria londinense amenazaban con destrozar sus nervios, sobreexcitados desde su más tierna infancia. En repetidas ocasiones a Swinburne, que había adquirido en su juventud una fama legendaria, las fantásticas conversaciones sobre arte en los salones de los prerrafaelistas y el esfuerzo intelectual en la composición de sus tragedias y escritos engalanados de una maravillosa ampulosidad poética, le habían transportado a tales paroxismos de apasionamiento que perdía el dominio sobre su voz y sobre el resto de sus miembros. Era frecuente que permaneciera acostado durante semanas después de semejantes ataques cuasi-epilépticos, y pronto llegó el momento en que unfitted for general society, sólo podía tratar con unas pocas personas de confianza. Al principio pasaba las épocas de su restablecimiento en la residencia de campo de su familia, más adelante, con una asiduidad cada vez mayor, en la costa del mar junto a su fiel Watts Dunton. Las excursiones desde Southwold hacia Dunwich a través de los juncales arqueados por el viento, la vista hacia el desierto de agua, ejercían en él el efecto de un sedante. Un largo poema titulado By the North Sea es su tributo a la paulatina extinción propia de la vida. Like ashes the low cliffs crumble and the banks drop down into dust. Recuerdo haber leído en un estudio sobre Swinburne, cómo una tarde de verano, visitando con Watts Dunton el cementerio de la iglesia de Todos los Santos, creía ver fuera, en la lejanía, un resplandor verdoso sobre la superficie del mar. Al parecer, dijo que este resplandor le recordaba el palacio de Kublai Kan, construido en lo que más tarde sería Pekín en la misma época en que Dunwich había sido uno de los mayores municipios del reinado inglés. Si no me equivoco, en aquel estudio se trataba de cómo aquella tarde Swinburne había descrito a Watts Dunton el palacio fabuloso con todo detalle: los muros blancos de más de seis kilómetros de largo, los arsenales de la fortaleza repleta de guarniciones, sillas de montar y armamento, los almacenes y las tesorerías, los establos en que se encontraban los más bellos caballos en hileras incalculables, las salas de fiesta que tenían espacio para más de seis mil invitados, las alcobas, el parque zoológico con el recinto para el unicornio y el mirador de más de noventa metros de alto que el Kan había hecho levantar en el lado norte. Según el estudio, Swinburne contaba que las pendientes empinadas de este cono revestido enteramente de lapislázuli verde se habían provisto al cabo de un años de los ejemplares más magníficos y singulares de árboles de hoja perenne, completamente desarrollados, que después de haber sido desenterrados de sus lugares de emplazamiento, junto con las raíces y la tierra, a menudo tuvieron que ser transportados a lo largo de grandes distancias por elefantes amaestrados únicamente para este fin. Nunca antes ni desde entonces, debió de haber afirmado Swinburne aquella tarde en Dunwich, se había creado en el mundo algo más hermoso que la montaña artificial, verde incluso en pleno invierno y coronada de un castillo de reposo de color igualmente verde. Algernon Charles Swinburne, cuya trayectoria vital coincidió casi hasta en el mismo año con la de Cixi, la viuda del emperador, nació en 5 de abril de 1837 siendo el mayor de los seis hijos del almirante Charles Henry Swinburne y su esposa lady Jane Henrietta, la hija del tercer conde de Ashburnham.

Ambas familias provenían de la lejana era en la que el Kublai Kan había erigido su palacio y en la que Dunwich mantenía relaciones comerciales con todos aquellos países a los que en aquel tiempo se podía llegar por vía marítima. Desde tiempos inmemorables, los Swinburne y los Ashburnham habían sido vasallos del rey, guerreros y militares importantes, señores de extensas propiedades rurales y descubridores. Un tío abuelo de Algernon Swinburne, el general Robert Swinburne, fue curiosamente y como ha de suponerse, a causa de sus inclinaciones de cuño ultramontano, súbdito de su Apostólica Majestad del imperio austro-húngaro, y ascendió al estado de barón del Sacro Imperio Romano.

Murió ejerciendo el cargo de gobernador de Milán, y su hijo ocupó hasta su muerte acaecida en avanzada edad en 1907 el cargo de secretario de la tesorería del emperador Francisco José. Posiblemente esta forma extrema de catolicismo político en una línea colateral de la familia era un primer síntoma de decadencia.

Aparte de esto quedaba la cuestión de cómo de estirpes con una biografía tan excelente podía proceder un ser constantemente expuesto al peligro de la crisis nerviosa, paradoja respecto a la que los biógrafos de Swinburne han conjeturado mucho tiempo con fogosidad sobre el origen y la transmisión hereditaria, antes de que convinieran en designar al poeta de la Atalanta como un fenómeno epigenético más allá de todas las posibilidades, surgido, en cierto modo, de la nada.

Swinburne debía de parecer, sólo a causa de su figura externa, un ser completamente degenerado. De muy pequeña estatura, que en cada estadio de su desarrollo se había quedado mucho más atrás de la medida estándar y con una complexión corporal de una fragilidad estremecedora, ya de muchacho portaba una cabeza enormemente grande, en verdad hiperdimensional, sobre hombros débiles que caían perpendicularmente desde el nacimiento del cuello. Esta cabeza ciertamente extraordinaria, acentuada aún más por un mechón de pelo rojo como el fuego que caía hacia un lado y por sus ojos brillantes de color verde agua, era, como cuenta un coetáneo de Swinburne, an object of amazement at Eton. Ya en su primer día de colegio -Swinburne tenía entonces, en el verano de 1849, doce años- era el suyo el más grande de todos los sombreros de Eton. Y un tal Lindo Myers, con el que Swinburne más tarde, en otoño de 1868, salió de El Havre atravesando el canal de la Mancha, describe cómo, a su llegada a Southampton, no pudieron encontrar un sombrero adecuado para él hasta que no entraron en la tercera sombrerería, después de que una ráfaga de viento le hubiese arrebatado el sombrero de la cabeza, y lo hubiese arrojado por la borda, e incluso entonces, añade Myers, hubo que quitarle la cinta de piel y el forro. No obstante, haciendo caso omiso a su extrema desproporción corporal, Swinburne, desde muy temprano y especialmente desde que hubo leído unas descripciones en los periódicos de la batalla de Balaclava, soñaba con poder ingresar en un regimiento de caballería y dejar su vida en un combate similarmente absurdo como beau sabreur.

Todavía durante su época de estudiante en Oxford esta visión seguía eclipsando todas las demás imágenes que le gustaría tener de su propio futuro, y hasta después de que su esperanza en una muerte heroica se hubo frustrado definitivamente a causa de su cuerpo subdesarrollado, no se arrojó sin ningún tipo de reservas a la literatura y con ello a una forma quizá no menos radical de autodestrucción. Es posible que Swinburne apenas hubiera sobrevivido a sus crisis nerviosas, que en lo sucesivo eran cada vez más graves, si no se hubiese sometido gradualmente al régimen establecido por su compañero, Watts Dunton. Este pronto se hizo cargo de toda la correspondencia, se ocupaba de todas las pequeñas cosas que siempre habían producido en Swinburne el pánico más extremo, salvando así al poeta para una supervivencia apagada que aún perduraría a lo largo de casi tres décadas. En 1879 Swinburne, más muerto que vivo después de un ataque nervioso, fue transportado a Putney Hill, al suroeste de Londres, en uno de aquellos four-wheeler y allí, en la humilde villa de los arrabales con la dirección del número 2, The Pines, vivieron a partir de entonces los dos solteros con la firme resolución de evitar la más mínima excitación. El transcurso del día seguía con exactitud un plan organizado por Watts Dunton.

Swinburne, debió de haber dicho Watts Dunton con cierto orgullo respecto a la eficacia del sistema que él se había inventado, always walks in the morning, writes in the afternoon and reads in the evening. And, what is more, at meal times he eats like a caterpillar and at night he sleeps like a dormouse. De vez en cuando se invitaba a alguien que quería ver al prodigioso poeta exiliado a las afueras de la ciudad a almorzar. Los tres se sentaban a la mesa del comedor sombrío. Watts Dunton, que era duro de oído, dirigía entre bramidos la conversación, mientras que Swinburne, como un niño bien educado, mantenía su cabeza inclinada sobre el plato y sin pronunciar palabra comía una enorme porción de carne de vacuno. Uno de los invitados, que estuvo de visita en Putney en torno al cambio de siglo, escribe que los dos ancianos señores le habían parecido ser como dos insectos raros en una botella de Leiden. En varias ocasiones, continúa diciendo, al mirar a Swinburne tenía que pensar en un gusano de seda gris ceniciento, Bombyx mori, bien a causa de la forma en que, trocito a trocito, comía con gusto la comida que se le había servido, bien porque de la somnolencia que le sobrevenía al concluir el almuerzo se despertaba de súbito a una vida nueva, cargada de energía eléctrica, y con manos temblorosas, como una polilla ahuyentada, se deslizaba a su biblioteca y trepaba arriba y abajo por los escalones y las escaleras de mano, para coger de las estanterías esta o aquella pieza de gran valor.

El entusiasmo que esto le producía se expresaba en observaciones rapsódicas de sus poetas favoritos:

Marlowe, Landor y Hugo, pero también era habitual que se manifestara en reminiscencias de su infancia, transcurrida en la isla de Wight y en Northumberland.

En una de estas ocasiones, por ejemplo, parece que se acordó, en un estado de arrobamiento absoluto, de cuando de niño se sentó a los pies de su tía Ashburnham, ya muy entrada en años, y de cómo ella le contó su primer gran baile al que había asistido de joven en compañía de su madre. Después de este baile viajaron hacia casa a lo largo de muchos kilómetros a través de una noche invernal, iluminada por la nieve y en la que se podía percibir el tintineo del frío, hasta que, de pronto, el carruaje se detuvo junto a un grupo de figuras oscuras, que, como se veía, estaban enterrando a un suicida en un cruce. Mientras apunta este recuerdo que retrocedía un siglo y medio en el pasado, el huésped, muerto hacía mucho tiempo, escribe que él, a su vez, con una claridad plena, ve la lúgubre escena nocturna de Hogarth tal como Swinburne la había descrito en aquel momento, y veía al mismo tiempo cómo el pequeño muchacho, con su cabeza grande y el cabello erizándosele salvajemente como una montaña, cruza las manos suplicante y ruega: tell me more, Aunt Ashburnham, please tell me more.

VII

Había una oscuridad y un bochorno inusuales, cuando, al mediodía, después de un descanso en la playa, ascendí hasta la pradera solitaria de Dunwich situada sobre el mar. La historia de los orígenes de esta triste comarca está estrechamente vinculada no sólo a la topografía y a los influjos del clima oceánico, sino que, en una medida mucho más determinante, al progresivo retroceso y destrucción de los espesos bosques que se habían expandido por todas las islas británicas durante siglos, incluso milenios, a partir del último período glacial. En Norfolk y Suffolk eran principalmente encinas y olmos los que sobre llanuras y suaves colinas se propagaban por entre las hondonadas, en olas ininterrumpidas, hasta la orilla del mar. El desarrollo inverso se inició con la aparición de los primeros pobladores que prendieron fuego a las tierras costeras orientales, pobres en lluvias, donde querían asentarse. Del mismo modo que antaño los bosques habían colonizado el suelo trazando formas irregulares e iban creciendo poco a poco unos junto a otros, penetraban ahora los campos de ceniza en el verde follaje, cada vez más lejos, devorándolo con una irregularidad análoga. Cuando hoy día se sobrevuela la Amazonia o Borneo y se ven las enormes montañas de humo aparentemente inmóviles sobre el techo de la selva, desde lo alto parecido a un fondo suave de musgo, es posible hacerse inmediatamente una idea de las posibles consecuencias de tales incendios, que a veces perduran a lo largo de varios meses. Lo que en la Europa de la prehistoria quedó a salvo del fuego fue talado más adelante para la construcción de casas y barcos así como para la extracción del carbón vegetal que la fundición del hierro precisa en cantidades ingentes. Ya en el siglo XVII, en todo el impero insular sólo quedan restos insignificantes de antiguos bosques, abandonados, en su mayoría, a su deterioro. Ahora los grandes fuegos se prenden al otro lado del océano. No en vano Brasil, ese país apenas conmensurable, agradece su nombre a la palabra francesa para el carbón vegetal.

La carbonización de las especies de plantas más altas, la quema incesante de todas las sustancias combustibles es la fuerza de propulsión de nuestra propagación por la tierra. Desde la primera antorcha hasta los reverberos del siglo XVIII, y desde el brillo de los reverberos hasta el resplandor macilento de las farolas de arco sobre las autopistas belgas, todo es combustión, y combustión es el principio inherente a cada uno de los objetos que producimos. La confección de un anzuelo, la manufactura de una taza de porcelana y la producción de un programa televisivo se basan, en definitiva, en el mismo proceso de combustión. Las máquinas que hemos inventado tienen, al igual que nuestro cuerpo y nuestra nostalgia, un corazón que se consume con lentitud. Toda la civilización de la humanidad, desde sus comienzos, no ha sido más que un ascua que con el paso de las horas se torna más intensa, y de la que nadie sabe hasta qué punto se va a avivar y cuándo se va a extinguir. Por lo pronto nuestras ciudades siguen alumbrando, aún continúan propagando fuego en derredor. En Italia, Francia y España, en Hungría, Polonia y Lituania, en Canadá y en California arden los bosques en verano, por no mencionar los inmensos fuegos en los trópicos que nunca se apagan. En Grecia, en una isla que hacia 1900 estaba cubierta de bosques, vi hace unos cuantos años la rapidez con que el incendio se apresura por la vegetación abrasada. En aquel momento me encontraba en un lugar algo apartado de la ciudad marítima en que me había detenido, en medio de un grupo de hombres excitados, a un lado de la calle; detrás de nosotros la noche oscura y delante, muy al fondo del abismo, el fuego que corría, se encaramaba de un brinco a las laderas escarpadas impulsado por el viento. Y nunca olvidaré cómo los enebros, que se elevaban oscuros en el reflejo de la luz, uno tras otro, apenas eran rozados por las primeras lenguas de fuego ardían en llamas de un golpe sordo, semejante a una explosión, como si fueran de yesca, y cómo inmediatamente después se hundían en una silenciosa desbandada de chispas.

Mi camino al salir de Dunwich conducía, en primer lugar, junto a las ruinas del convento de los franciscanos, bordeaba algunos campos y atravesaba un pequeño bosque, obviamente abandonado y que durante los últimos años había crecido en exceso, donde se erguían pinos mutilados, abedules y arbustos de retama entrelazados de tal forma que sólo podía avanzar con gran esfuerzo. Ya casi estaba pensando en darme la vuelta cuando, de improviso, se abrió la pradera ante mí. Con tonalidades que variaban de un lila pálido hasta un profundo púrpura, la pradera se extendía hacia el oeste y por su centro discurría un camino blanco en ligeras revueltas. Perdido en los pensamientos que sin cesar giraban en mi cabeza y como si estuviera narcotizado por la florescencia delirante, anduve en dirección al camino de arena claro, hasta que, para mi asombro, por no decir para mi espanto, me volví a encontrar delante del mismo bosquecillo asilvestradro del que hacía aproximadamente una hora, o tal como me parecía en aquel instante, había salido en algún pasado remoto. No me había apercibido hasta este momento de que el único punto de orientación en esta pradera sin árboles, una villa muy extraña con un mirador redondo de cristal, que, lo que es absurdo, me recordaba Ostende, había desaparecido una y otra vez bajo una perspectiva absolutamente inesperada durante mi merodeo despreocupado; ya cerca, ya más lejos, o bien se mostraba a mi izquierda, ya a mi derecha, incluso en una ocasión el mirador, como por enroque, se había desplazado en un tiempo mínimo de un lado al otro del edificio, exactamente como si, en el lugar de la villa real, tuviera, sin darme cuenta, su imagen reflejada ante mí. Por lo demás, mi confusión fue en aumento puesto que, sin excepción, ninguna de las señales en las bifurcaciones y en los cruces, como constaté con una irritación creciente al seguir caminando, tenía nada escrito, y en lugar de una indicación de localidad o de distancia no señalaba más que una flecha muda en esta o aquella dirección. Guiándome por el propio instinto, tarde o temprano acabé por averiguar, irremediablemente, que el camino se apartaba cada vez más del rumbo que quería mantener. A causa de los matorrales de brezo lignificados que alcanzaban sobradamente la altura de la rodilla, caminar sencillamente todo recto, a campo traviesa, quedaba excluido, de modo que no me quedaba otra elección que permanecer en los caminos curvos de arena y grabarme en la memoria la menor característica, incluso el más insignificante cambio de perspectiva, con la mayor exactitud posible. Varias veces retrocedí trechos bastante largos en el terreno, tal vez sólo abarcable desde el pulpito de cristal de la villa belga, por lo que me sobrevenía un estado de pánico cada vez mayor cuando lo pensaba. El cielo plomizo cayendo profundamente, el violeta enfermizo de la pradera que enturbiaba los ojos, el mutismo fragoroso en los oídos como el mar en una concha, las moscas, que sin cesar revoloteaban a mi alrededor, todo se me antojaba inquietante y funesto. No puedo decir cuánto tiempo anduve errando en este estado de un lado a otro y de qué manera encontré por fin una salida. Únicamente sé que de pronto me encontré fuera, en la carretera, debajo de una gran haya, de eso todavía me acuerdo, y de que a mi alrededor giraba el horizonte como si me acabase de bajar de un salto de un tiovivo. Meses después de esta experiencia que aún me sigue pareciendo incomprensible, he vuelto a estar en la pradera de Dunwich en sueños, he caminado de nuevo por los caminos infinitamente entrelazados y de nuevo he sido incapaz de averiguar la salida del laberinto que creía habían trazado expresamente para mí. Muerto de cansancio y dispuesto ya a tumbarme en cualquier sitio, al caer el crepúsculo llegué a un lugar algo más elevado sobre el que, de la misma forma que en el centro del laberinto de tejo de Somerleyton, habían erigido un pequeño cenador chino. Y cuando desde este puesto de observación miraba hacia abajo, veía el laberinto con mis propios ojos, el suelo de arena clara, las líneas de los setos, medidas con precisión, de una altura mayor que la de un hombre y ya casi negros como la noche, un modelo fácil en comparación con los caminos falsos que había recorrido, un dibujo sencillo, del que en el sueño sabía con absoluta certeza que representaba el corte transversal de mi cerebro. Al otro lado del laberinto las sombras caían sobre el humo de la pradera, y después salían las estrellas, unas tras otras, desde la profundidad del espacio. Night, the astonishing, the stranger to all that is human, over the mountain-tops mournful and gleaming draws on. Era como si me encontrara en el punto más alto de la tierra, allí donde el cielo invernal siempre está apacible, fulgurando; como si la pradera hubiera quedado convertida en hielo y como si en los agujeros de la arena dormitaran culebras, víboras y lagartos de hielo transparente. Miré en todas las direcciones desde el pequeño banco de descanso del cenador, dirigiendo la mirada mucho más allá de la pradera, hacia la noche. Y vi que desde la costa, bajando hacia el sur, se desgajaban partes enteras de tierra que se hundían en las olas. La villa belga ya estaba agitándose sobre el abismo mientras que en el pulpito de cristal del mirador, un hombre grueso, con uniforme de capitán, manejaba con movimientos impetuosos la maquinaria de reflectores, cuyo cono de luz, firmemente centrado y a tientas por entre la oscuridad, me recordaba la guerra.

A pesar de que en mi sueño de la pradera estaba sentado en el cenador chino, inmóvil por el asombro, al mismo tiempo me encontraba también fuera, a un pie del borde más externo, y era consciente de lo peligroso que es mirar tan profundamente abajo. Los grajos y las cornejas que volaban en círculos a media altura parecían apenas tan grandes como escarabajos; los pescadores en la playa se asemejaban a los ratones, la resaca sorda, moliendo los guijarros, innumerables, no llegaba hasta mí, aquí arriba. Sin embargo, justo por debajo de los acantilados, sobre un montón negro de tierra, yacían los escombros de un edificio que había explotado. Entre fragmentos de los muros, roperos abiertos de golpe, barandillas de escaleras, bañeras del revés y tubos de calefacción torcidos se habían encajado los cuerpos extrañamente dislocados de los habitantes, que poco antes habían estado durmiendo en sus camas, sentados delante de la televisión o desmenuzando una platija con el cuchillo de pescado. Un poco apartada de esta escena de destrucción, la figura de un solo hombre viejo con el pelo desgreñado se arrodillaba junto a su hija muerta, ambos tan diminutos como si estuvieran sobre un escenario a unos cuantos kilómetros. No podía escucharse ni un último lamento, ni una última palabra ni siquiera el último ruego desesperado: lend me a looking glass; If that her breath will mist or stain the stone, why, then she lives. No, nada. Todo quieto y mudo. Después, quedamente, como para intuirlos apenas, los sonidos de una marcha fúnebre. La noche se aproxima a su final, llega el alba. Fuera, en una isla, sobre el mar desvaído, los contornos de un bloque de magnox, parecido a un mausoleo, de la central de energía de Sizewell, se perfilan allí donde se supone el banco de Dogger, donde antaño desovaban los bancos de arenques y en cuyas arenas movedizas crecían verdes dehesas.

Aproximadamente dos horas después de mi liberación milagrosa del laberinto de la pradera llegué por fin a la localidad de Middleton, donde quería visitar al escritor Michael Hamburger que llevaba viviendo allí casi veinte años. Eran cerca de las cuatro de la tarde.

Ni en la carretera ni en los jardines se podía ver a nadie, las casas producían una impresión de rechazo y a mí, con el sombrero en la mano y la mochila sobre los hombros, como un aprendiz ambulante de un siglo anterior, me parecía estar tan fuera de lugar que no me hubiese asombrado si de pronto una cuadrilla de chicos callejeros se hubiese abalanzado sobre mí de un salto o el propietario de una vivienda de Middleton hubiera atravesado el umbral de su casa para gritarme «¡Vete de aquí!». Al fin y al cabo, todos los que viajan a pie, también hoy día, sí, incluso hoy día sobre todo, si no corresponden a la imagen habitual del senderista aficionado, en seguida atraen hacia sí las sospechas del residente del lugar. Probablemente por este motivo la muchacha de la tienda del pueblo me haya mirado con sus ojos azules con tanta estupefacción. El sonido de la campanilla de la puerta se había extinguido ya hacía largo tiempo y yo llevaba ya un rato en la pequeña tiendecilla repleta hasta el techo de latas de conservas y demás productos imperecederos, cuando ella salió de una habitación contigua en la que temblaba la luz de un televisor, y, sencillamente, se me quedó mirando extrañada, con la boca medio abierta, como se mira a un ser de otra galaxia. Después de que se hubo repuesto un poco, me midió con una mirada de reprobación que por último se quedó suspendida en mi calzado polvoriento, y cuando le deseé unas buenas tardes, se me quedó mirando de nuevo a la cara absolutamente perpleja. Ya me ha llamado la atención varias veces que a la gente del campo, ante la presencia de un extranjero, el susto se le traspasa a los miembros y que, aun cuando domine bien su lengua, en la mayoría de los casos sólo le entienden con dificultad y otras absolutamente nada. También la chica en la tienda de Middleton reaccionó a mi petición de agua mineral con un movimiento de cabeza incomprensible. Finalmente, me vendió una lata helada de Cherry-Coke, que apuré de un largo sorbo apoyado en el muro del cementerio de la iglesia, como si fuese una copa de cicuta, antes de recorrer los últimos doscientos metros hasta llegar a la casa de Michael.

Michael tenía nueve años y medio cuando, en noviembre de 1933, llegó a Inglaterra junto con sus hermanos, la madre y los padres de ésta. Su padre ya había abandonado Berlín unos cuantos meses atrás, se sentaba envuelto en mantas de lana en una de esas casas de piedra prácticamente imposibles de caldear en Edimburgo, y hasta bien entrada la noche manejaba diccionarios y manuales, pues aunque había sido profesor de pediatría en la Charité, ahora tenía que someterse de nuevo a las pruebas médicas de admisión en lengua inglesa, con la que no estaba familiarizado y a la edad de más de cincuenta años, si en lo sucesivo quería seguir ejerciendo su profesión de médico. En posteriores notas autobiográficas de Michael se describe cómo los temores y los miedos de la familia, que había viajado hacia lo desconocido sin el padre, alcanzaron su punto álgido en la aduana de Dover, cuando tuvo que presenciar en silencio cómo los dos periquitos del abuelo, que habían resistido el viaje sin sufrir ningún daño, fueron confiscados. La pérdida de estas mansas aves, la impotencia del estar ahí y tener que presenciar cómo desaparecían para siempre detrás de una especie de biombo, nos hizo ver, escribe Michael, con mayor claridad que todo lo demás, el tipo de monstruosidades a las que se asociaba el cambio a un país nuevo bajo las circunstancias dadas. La desaparición de los periquitos en la aduana de Dover fue el comienzo de la desaparición de la infancia berlinesa detrás de la nueva identidad adquirida paso a paso en el transcurso de los años venideros. How little there has remained in me of my native country, constata el cronista revisando los pocos recuerdos que le han quedado, que difícilmente bastan para el último adiós a un muchacho desaparecido. Las melenas de un león prusiano, una niñera prusiana, cariátides que sostenían el globo terráqueo sobre sus hombros, los misteriosos ruidos de la circulación y las bocinas de los coches penetrando desde la Lietzenburgerstraße al interior del piso, los chirridos de los tubos de la calefacción central detrás del papel pintado en la esquina oscura, a la que se castigaba con la cara a la pared, el olor asqueroso de la lejía de jabón en la lavandería, un juego de canicas en una zona verde de Charlottenburg, café de malta, remolacha, aceite de hígado de bacalao y los caramelos de frambuesa prohibidos de la lata de plata de la abuela Antonina… ¿acaso no han sido sólo fantasmas, espejismos, que se han disuelto en el aire vacío? El sillón de cuero en el Buick del abuelo, la parada de Hasensprung en Grunewald, la costa del Báltico, Heringsdorf, una duna de arena rodeada de la pura nada, the sunlight and how it fell… Siempre, cuando a causa de cualquier cambio acontecido en la vida interior aparece un fragmento semejante, uno cree poder acordarse de algo. Pero en realidad no se recuerda, evidentemente. Se han demolido demasiados edificios, se han amontonado demasiados escombros, los depósitos y las morrenas son inexpugnables. Si hoy vuelvo la vista a Berlín, escribe Michael, no veo más que un fondo azul y negro y sobre él una mancha gris, un dibujo a pizarrín, cifras y letras confusas, una ß alemana, una zeta, una uve en forma de pájaro, embadurnar con el trapo del encerado y borrar. Es posible que este punto ciego también sea una imagen persistente del paisaje en ruinas por el que anduve en 1947, cuando regresé por vez primera a mi ciudad natal para buscar las huellas del tiempo que había perdido.

Durante un par de días erré en un estado cercano al sonambulismo por las interminables arterias principales de Charlottenburg, pasando junto a fachadas que sin otro apoyo se mantenían en pie, cortafuegos y campos de escombros, hasta que, sin darme cuenta, una tarde me volví a encontrar delante de aquella casa de alquiler, en la Lietzenburgerstraíse, que se había librado de la destrucción -lo que para mí era algo absurdo-, donde habíamos tenido nuestro piso. Aún siento el sudor frío que me corrió por la frente al pisar el descansillo, y recuerdo que el pasamanos de hierro forjado de las escaleras, las guirnaldas de escayola en las paredes, el lugar en el que siempre había estado el cochecito del bebé y los nombres, los mismos, en su mayoría, de los habitantes de aquella casa en los buzones de hojalata, me habían parecido elementos de un jeroglífico que sólo debía resolver correctamente para hacer que nunca hubieran ocurrido los hechos inauditos que habían tenido lugar desde nuestra emigración. Era como si ahora sólo dependiese de mí, como si toda la historia pudieratfia-cerse recurrente por medio de un esfuerzo mental insignificante, como si, sólo con que yo lo deseara, viviese la abuela Anto-nina, que se había negado a ir con nosotros a Inglaterra, exactamente igual que antes en la Kantstraße, como si no se hubiese marchado, como decía una postal de la Cruz Roja que se nos había remitido poco después del llamado estallido de la guerra, sino que seguía cuidando del bienestar de sus peces dorados que lavaba a diario debajo del grifo de la cocina y ponía un poco al aire fresco en la repisa de la ventana cuando hacía buen tiempo. Sólo era necesario un instante de máxima concentración, la composición silábica de la palabra clave oculta en el enigma y todo volvería a ser como antes. Sin embargo, no di con esa palabra ni me resolví a subir las escaleras y llamar a la puerta de nuestra casa. En lugar de aquello abandoné el edificio con una sensación de malestar en el hueco del estómago, y sin rumbo y sin poder concebir el pensamiento más simple, continué caminando todo recto hasta dejar atrás el Westkreuz o la Hallesche Tor o el Tiergarten, ya no lo sé; lo que sí sé aún es que al final llegué a un solar vacío, y que allí, en largas hileras dispuestas con exactitud estaban apilados a capas los ladrillos rescatados de las ruinas, siempre diez por diez, mil en cada uno de los cubos, o mejor dicho, novecientos noventa y nueve, porque el ladrillo número mil se elevaba vertical en cada uno de ellos, como un tipo de penitencia, o de numeración más sencilla. Cuando ahora traigo a la memoria aquel lugar de almacenamiento, no veo ningún ser humano, sólo ladrillos, millones de ellos, un orden de ladrillos en cierto modo perfecto, hasta el horizonte, y por encima el cielo berlinés de noviembre, del que de inmediato caerá girando la nieve; una imagen de principios de invierno mortalmente silenciosa, de la que a veces me pregunto si no tiene su origen en una alucinación, especialmente cuando del vacío que excede toda capacidad imaginativa creo percibir los últimos compases de la obertura El cazador furtivo, y después, sin cesar, durante días y durante semanas, el arañar de la aguja de un gramófono. Mis alucinaciones y sueños, escribe Michael en otro punto, tienen frecuentemente lugar en un entorno cuyas características remiten en parte a la metrópoli de Berlín y en parte al Suffolk rural. Yo, por ejemplo, estoy junto a una ventana, en el piso superior de nuestra casa, pero la mirada no se dirige hacia los conocidos campos de regadío ni hacia los sauces que se mecen ininterrumpidamente, sino, desde una altura de varios cientos de metros, hacia la colonia de pequeños jardines, que es tan grande como un país entero y a través de la que transcurre una carretera en línea recta por la que silban los taxis negros saliendo de la ciudad con dirección al Wannsee. O regreso al atardecer de un largo viaje. Con la mochila a hombros, recorro el último tramo del camino hacia nuestra casa, delante de la que, incomprensiblemente, están aparcados los vehículos más diversos, limusinas formidables, sillas de ruedas motorizadas con enormes frenos de mano y bocinas a un lado, y una ambulancia de mal agüero, de color marfil, en la que hay dos diaconisas sentadas.

Bajo sus miradas traspaso titubeando el umbral y ya no sé dónde estoy. Las habitaciones están sumergidas en una luz turbia, las paredes desnudas, el mobiliario ha desaparecido. Cubiertos de plata están sobre el parqué, pesados cuchillos, cucharas y tenedores y un cubierto de pescado para los numerosos invitados al banquete de Leviatán. Dos hombres en batas grises se dedican a retirar el tapiz gobelino. De las cajas de porcelana brotan virutas de madera. Según mi percepción del tiempo en el sueño, necesito una buena hora o incluso más antes de comprender que no me encuentro en la casa de Middleton, sino en el amplio piso de los abuelos maternos en la Bleibtreustraße, cuyos espacios, propios de un museo, me impresionaban casi tanto cuando los visitaba de niño como las largas series de habitaciones en Sanssouci. Y ahora están aquí todos reunidos, los parientes berlineses, los amigos ingleses y alemanes, mi familia política, mis hijos, los vivos y los muertos. Avanzo entre ellos sin que me reconozcan, de un salón a otro, through galleries, halls and passages thronged with guests until, at the far end of an imperceptibly sloping corridor, I come to the unheated drawing room that used to be known, in our house in Edinburgh, as the Cold Glory. Mi padre está sentado en una banqueta demasiado baja, tocando el chelo, al mismo tiempo que la abuela yace sobre una mesa alta, vestida de fiesta. Las puntas relucientes de sus zapatos de charol señalan al techo, tiene un chal de seda gris extendido sobre su rostro y, como siempre en las épocas de su melancolía recurrente, lleva ya días sin hablar una sola palabra. Desde la ventana veo un paisaje silesiano a lo lejos. Una cúpula de oro eleva sus centelleos desde un valle enmarcado del azul de las montañas arboladas. This is Myslowitz, a place somewhere in Poland, oigo decir a mi padre, y cuando me doy la vuelta aún veo el hálito blanco que ha sustentado sus palabras en el aire helado.

La tarde comenzaba a declinar cuando llegué a la casa de Michael, emplazada en los campos de regadío a las afueras de Middleton. Me sentía agradecido de poder descansar en su tranquilo jardín de mis paseos errantes por la pradera, que al hablar de ellos me parecían adoptar de forma involuntaria el carácter de lo meramente inventado. Michael había sacado una cazuela con té de la que de vez en cuando se elevaba una pequeña nube como de una máquina de vapor de juguete.

Por lo demás, no se movía nada, ni siquiera las hojas grises de los sauces que crecen en la hierba, al otro lado del jardín. Conversábamos del mes vacío y silencioso de agosto. For weeks, decía Michael, there is not a bird to be seen. It is as if everything was somehow hollowed out. Todo está próximo a venirse abajo, sólo las malas hierbas continúan creciendo, las convólvulas ahogan los arbustos, las raíces amarillas de las ortigas se alejan arrastrándose por debajo de la tierra, los arbustos de lampazo rebasan en una cabeza la altura de un ser humano, la podredumbre y los ácaros se propagan e incluso al papel sobre el que fatigosamente se enhebran las palabras y las oraciones se le advierte un tacto como si tuviese una capa de mildíu. A lo largo de días y semanas uno se devana inútilmente los sesos, no sabría, si se le preguntara por ello, si se sigue escribiendo por costumbre, o por afán de prestigio, o porque no se ha aprendido otra cosa, o por sorpresa ante la vida, por amor a la verdad, por desesperación o indignación, así como tampoco sería capaz de decir si mediante la escritura uno se vuelve más inteligente o más loco. Tal vez cada uno de nosotros pierda la perspectiva en la medida en que sigue construyendo su propia obra, y tal vez por este motivo tendemos a confundir la complejidad creciente de nuestras construcciones espirituales con un paso adelante en el conocimiento, mientras que, al mismo tiempo, ya intuimos que nunca vamos a poder comprender los imprevistos que ciertamente determinan nuestra carrera. ¿La sombra de Hölderlin acompaña a alguien durante toda su vida porque su cumpleaños es dos días después que el suyo? ¿Es por ello por lo que siempre se está tentado a deshacerse de la razón como de un abrigo viejo, a firmar cartas y poemas, como un humilde servidor, con el seudónimo de Scardanelli, y a mantener la distancia de los invitados más molestos que vienen a observarle a uno con alocuciones como Vuestra Alteza y Majestad? ¿Se comienza a traducir con quince o dieciséis años elegías porque se ha sido expulsado de su país? ¿Es posible que se haya tenido que asentar más adelante en esta casa de Suffolk solamente porque en su jardín aparece el número 1770, el año del nacimiento de Hölderlin, sobre una bomba de agua de hierro? For when I heard that one of the near islands was Patmos, I greatly desired there to be lodged, and there to approach the dark grotto. ¿Y acaso Hölderlin no ha dedicado el himno a Patmos al Landgrave de Homburg, y no era Homburg el nombre de soltera de su madre? ¿En qué espacio de tiempo transcurren las afinidades electivas y las correspondencias? ¿Cómo es que uno se ve a sí mismo en otra persona y cuando no es a sí mismo ve entonces a su predecesor? No mucho más extraño es que yo haya franqueado la aduana inglesa por vez primera treinta y tres años después que Michael, que ahora mismo piense en abandonar mi profesión docente como él ha hecho, que él se atormente con la escritura en Suffolk y yo en Norfolk, que ambos dudemos del sentido de nuestro trabajo y que ambos padezcamos de una alergia al alcohol. Pero lo que no me puedo explicar es por qué ya en mi primera visita en casa de Michael adquirí la impresión de vivir o haber vivido en su casa y de haberlo hecho todo como él. Lo único que todavía recuerdo es que en el estudio de techos altos, con las ventanas hacia el norte, me detuve cautivado delante del pesado secreter de caoba que procedía de la casa berlinesa y que, según me contó Michael, había abandonado como lugar de trabajo a causa del frío que reina en el estudio incluso en pleno verano, y también recuerdo que en tanto charlábamos de las dificultades de calentar edificios antiguos, me sentía cada vez más como si no hubiese sido él quien había abandonado este frío lugar de trabajo sino yo, como si los estuches de las gafas, la correspondencia y los objetos de escritorio que, a ojos vistas, llevaban varios meses intactos en la suave luz del norte, hubiesen sido alguna vez mi estuche de gafas, mi correspondencia y mis objetos de escritorio. Asimismo me parecía como si la parte delantera del edificio que da al jardín hubiera sido administrada desde hace años por mí o por una persona como yo. Los cestos de mimbre con la leña menuda, cortada de las ramas más pequeñas, las piedras afiladas blancas y gris claras, conchas y demás hallazgos de la orilla del mar en reunión silenciosa sobre la cómoda delante de la pared azul pálida, los sobres de correo y los cartones amontonados en una esquina junto a la puerta de la despensa aguardando con impaciencia su reutilización, producían en mí el mismo efecto que si fueran bodegones creados con mi propias manos, custodiando preferiblemente lo que carece de valor. Y cuando miraba en el interior de la despensa, que ejercía en mí una atracción especial, donde, sobre los estantes, vacíos en su mayoría, oscurecían un par de frascos de cristal con confitura y donde, sobre una tabla delante de la ventana a la que un tejo quitaba la luz, unas cuantas docenas de manzanas de un dorado rojizo, muy pequeñas, brillaban e incluso irradiaban como las manzanas de la parábola de la Biblia, me poseyó la idea, que yo mismo confieso plenamente absurda, de que estas cosas, la leña menuda para el fuego, los cartones, las frutas en compota, las conchas y el murmullo en su interior me habían sobrevivido y que Michael me conducía por una casa en la que una vez, hacía mucho tiempo, debí de haberme alojado. Pero por lo general, con la misma rapidez con que a uno le vienen estos pensamientos, se le desvanecen de nuevo.

En cualquier caso, durante los años que entre tanto han transcurrido, no los he seguido, quizá porque es imposible sin volverse loco. Tanto más sorprendente, después de todo esto, ha sido cuando no hace mucho, releyendo los escritos autobiográficos de Michael, me topé con el nombre de Stanley Kerry, a quien conocía de mi época en Manchester y quien desde entonces casi se me había escapado de la memoria, nombre que en mi primera lectura, por algún que otro motivo, se me había pasado por alto. En el párrafo en cuestión, Michael informa cómo en abril de 1944, tres cuartas partes de año después de que le hubieran llamado a filas en el Queen's Own Royal West Kent Regiment, fue trasladado desde Maidstone a Blackburn, en las cercanías de Manchester, a un batallón que se alojaba en una fábrica de algodón abandonada, y, al poco de su llegada a Blackburn, fue invitado por uno de sus camaradas a pasar el lunes de Pascua en su casa de Burnley, una ciudad que, con su adoquinado de piedras reluciendo negro en la lluvia, con sus tejedurías paralizadas y con las líneas en zigzag de los tejados de las casas de los trabajadores dibujándose contra el cielo como un campo de los hombres sembrados de la mitología griega, le ofrecía una impresión más desolada que todo lo que hasta entonces había visto en Inglaterra. Otra extraña coincidencia era que, veintidós años más tarde, en otoño de 1966, cuando llegué a Manchester desde Suiza, la meta de mi primera excursión, emprendida el día de Todas las Animas junto con un profesor de escuela primerizo, también había sido la ciudad de Burnley, es decir, el cenagal en la parte superior de Burnley. Aún recuerdo exactamente cómo descendíamos del cenagal de regreso a Manchester en la pequeña camioneta colorada del maestro de escuela, pasando por Burnley y Blackburn a través del crepúsculo que allí, en noviembre, ya irrumpía a las cuatro de la tarde. Y no sólo, igual que Michael, estuve en Burnley en el año cuarenta y cuatro durante la primera visita que me condujo fuera de Manchester, sino que entre aquellas primeras amistades que hice en Manchester contaba la de aquel Stanley Kerry, con quien Michael, en sus tiempos, había ido de Blackburn a Burnley. Stanley Kerry, cuando me incorporé a mi plaza en la Universidad de Manchester, exceptuando a los dos catedráticos, tiene que haber sido el profesor del departamento de alemán con más años de servicio. Gozaba de la reputación de ser un tanto excéntrico, lo cual se manifestaba en la distancia que mantenía con sus colegas y en que consagraba la mayor parte de su tiempo libre y de estudio menos a la ampliación de su conocimiento de la especialidad alemana que al aprendizaje del japonés, en el que hacía progresos admirables. Cuando llegué a Manchester ya practicaba el arte de la escritura japonesa. Se pasaba horas y horas delante de enormes pliegos de papel sobre los que con un pincel, en un estado de máxima concentración, ponía un signo tras otro. También recuerdo ahora cómo una vez había expresado delante de mí que, al escribir, una de las principales dificultades residía en pensar con la punta del útil de escribir sólo y exclusivamente en la palabra que va a ser escrita y olvidar por completo lo que se quiere describir. Y también recuerdo que, cuando Stanley hizo aquella observación válida tanto para escritores como para alumnos de escritura, estábamos en el jardín japonés que había plantado detrás de su búngalow en Wythenshaw. La tarde se estaba cerrando. Los bancos de musgo y las piedras del pantano comenzaron a oscurecer, pero en los últimos rayos del sol qué penetraban por las hojas de los arces podían verse aún las huellas del rastrillo sobre la fina gravilla a nuestros pies.

Stanley, como siempre, llevaba un traje gris algo arrugado y zapatos de ante marrones, y como siempre, cuando hablaba, -como muestra de interés y por una amabilidad incondicional- se apoyaba con todo el cuerpo hacia delante, tanto como era posible. La postura que adquiría recordaba a la de un hombre que camina contra el viento o a un saltador de esquí que acaba de despegar del trampolín. De hecho, en la conversación con Stanley era frecuente tener la impresión de que bajaba volando desde las alturas. Cuando escuchaba, apoyaba la cabeza en un hombro, sonriendo y con una expresión de felicidad; cuando él hablaba, sin embargo, era como si luchara desesperadamente por respirar. No era extraño que su rostro se desfigurase en una mueca, le brotaban perlas de sudor en la frente debido al esfuerzo y las palabras salían de él a empellones y de una forma precipitada, lo que era muestra de una grave inhibición en su interior y que ya entonces permitía intuir que su corazón dejaría de latir antes de tiempo.

Cuando ahora recuerdo el pasado y pienso en Stanley Kerry, me parece inconcebible que en esta persona extraordinariamente huraña se hayan cruzado las vidas de Michael y la mía, y que nosotros dos, cuando nos topamos con él en 1944 y en 1966, teníamos ambos exactamente veintidós años. Pese a la asiduidad con que me digo que coincidencias semejantes suceden con mucha mayor frecuencia de lo que sospechamos porque todos nosotros nos movemos, uno tras otro, a lo largo de las mismas calles designadas por nuestra procedencia y nuestras esperanzas, mi razón es incapaz contra los fantasmas de la repetición que cada vez más a menudo vagan dentro de mí. Apenas me encuentro en sociedad me siento como si yo ya antes hubiese sido testigo en alguna parte de cómo las mismas personas representan las mismas opiniones y exactamente de la misma forma, con las mismas palabras, giros y gestos. La sensación corporal que permite una comparación más fiable con este estado extremadamente ajeno, que a veces se prolonga largo tiempo, es la del entorpecimiento producido por una grave pérdida de sangre que puede hacerse extensible a una parálisis momentánea del intelecto, de los órganos de fonación y de los miembros tal como puede apreciarlos aquel que, sin saberlo, acaba de ser víctima de un ligero ataque al corazón.

Este fenómeno, para el que en la actualidad no existe ninguna explicación adecuada, se trata probablemente de algo así como un anticipo del final aún por acaecer, un paso en falso o una especie de reposo, el cual, de forma parecida a un gramófono que reproduce una y otra vez la misma sucesión de sonidos, guarda menos relación con un daño en el mecanismo que con un defecto irreparable del programa introducido en la máquina. Sea como fuere, aquel día de últimos de agosto, en casa de Michael, creí perder varias veces el equilibrio por extenuación o bien por cualquier otro motivo. Cuando finalmente llegó la hora de despedirme, Anne, que había estado descansando un par de horas, entró en la habitación y se sentó con nosotros. No puedo recordar si fue ella quien llevó la conversación a que hoy por hoy ya nadie lleva luto, ni tan sólo un brazalete negro ni un botón negro en la solapa. En cualquier caso, a tenor de esta conversación, contó la historia de cierto señor Squirrel, residente en Middleton y ya casi en edad de jubilarse, que, desde siempre, no había llevado nada que no fuese luto, incluso en sus años de juventud, cuando todavía no estaba empleado en la funeraria de Westleton. Contrariamente a lo que su nombre permite suponer, decía Anne, el señor Squirrel no es que fuera particularmente presto y hábil, sino que era un gigante siniestro y torpe, a quien el enterrador había tomado a su servicio como portador de féretros probablemente menos por su manía por el luto que por su enorme fuerza corporal. En el pueblo se afirmaba, decía Anne, que Squirrel no tenía memoria alguna, que no podía acordarse de nada de lo que había sucedido en su niñez, el año pasado, el mes anterior o la última semana. De qué forma se acordaba de los muertos constituía, por tanto, un enigma al que nadie sabía dar respuesta. También era extraño que Squirrel, a pesar de su falta de memoria, siempre había abrigado el deseo de convertirse en actor desde que era pequeño, y que tantas veces había importunado con sus ruegos a la gente de Middleton y de los pueblos de los alrededores que ensayaban ocasionalmente alguna obra de teatro que por fin, en una representación al aire libre del Rey Lear en la pradera de Westleton, le fue asignado el papel del gentil hombre que sólo aparece en la escena séptima del acto cuarto, sigue los acontecimientos sin pronunciar palabra y sólo al final dice una o dos frases. Durante todo un año, dijo Anne, Squirrel se estuvo aprendiendo este par de frases, que, efectivamente, en la tarde decisiva profirió con mucho énfasis, y de las que por cierto, repite la una o la otra en ocasiones más o menos apropiadas, como yo misma he comprobado, decía Anne, cuando, por la calle, a un saludo de buenos días me replicó con voz enérgica: they say his banished son is with the Earl of Kent in Germany. Poco después de que Anne hubiera terminado su historia le pedí que me llamara un taxi. Cuando regresó de llamar por teléfono dijo que al colgar se le había vuelto a ocurrir el sueño que había tenido poco antes de despertarse de la siesta. Yo, dijo Anne, estaba con Michael en Norwich, y como él, a causa de una obligación cualquiera, tenía que quedarse allí, le había pedido el taxi a ella. Cuando llegó, vimos que era una gran limusina reluciente. Yo le había abierto la puerta y ella había tomado sitio en el fondo. La limusina se había puesto en movimiento silenciosamente, y, antes de que ella pudiera reclinarse en el asiento, la limusina ya había abandonado la ciudad y estaba sumergida en un bosque inconcebiblemente profundo, atravesado por resplandecientes rayos de luz sueltos y que se extendía hasta la puerta de la casa en Middleton. A una velocidad de la que no se podía decir si era lenta o rápida, avanzaba no por una carretera sino por un trayecto maravillosamente suave, a ratos ligeramente arqueado. La atmósfera por la que se movía el coche era más espesa que el aire y casi tenía algo del agua que corre con mansedumbre. Hasta los detalles más minúsculos, imposibles de reproducir, y con una claridad absoluta, veía el bosque deslizarse fuera, las diminutas inflorescencias del colchón de musgo, los tallos de la hierba tan finos como cabellos, los heléchos temblorosos y los troncos de árboles elevándose rectos, grises y marrones, lisos y costrosos y desapareciendo, a una altura de un par de metros, por entre el follaje impenetrable de los arbustos que crecían entre ellos. Más adelante se derramaba un mar de mimosas y de malváceas, en el que nuevamente, desde el piso siguiente de este mundo prolífico que es el bosque, mil especies distintas de enredaderas, en nubes blancas como la nieve o de color rosa, pendían de las ramas de los árboles, que se parecían a las vergas transversales de los grandes veleros y estaban cubiertas de orquídeas y bromelias. Y por encima, a una altura en que los ojos apenas pueden internarse, se mecían las copas de las palmeras, cuyas ramas finamente plumadas y con forma de abanico eran de aquel verde negruzco insondable que parece haber sido guarnecido con oro o latón, con el que están pintadas las copas de los árboles en los cuadros de Leonardo, por ejemplo, en la Visitación de Nuestra Señora, o en el retrato de Ginevra de Benci. Ya sólo tengo una idea muy imprecisa de lo increíblemente bello que era todo, decía Anne, y tampoco puedo describir correctamente la sensación de ir en una limusina que parece no tener conductor. En realidad, no me sentía como si me llevaran en coche, sino como si fuera flotando, como no lo había vuelto a sentir ni una sola vez desde que era niña, cuando soñaba que podía moverme cinco centímetros por encima de la tierra. Mientras que Anne contaba su relato habíamos salido juntos al jardín ya anochecido.

Esperando la llegada del taxi, nos hallábamos junto a la bomba de agua de Hölderlin, y con un escalofrío que me recorrió todo el cuerpo vi, en el débil resplandor que caía de una de las ventanas de la sala de estar, cómo un ditisco bogaba sobre el espejo del agua, de una orilla oscura a la otra, sobre el agujero del pozo, tapiado con un muro.

VIII

El día posterior a mi visita en Middleton, en el bar del Hotel Crown, de Southwold, trabé conversación con un holandés llamado Cornelis de Jong, quien, después de repetidas estancias en Suffolk, tenía la intención de adquirir uno de los enormes terrenos, a veces de una extensión de más de mil hectáreas, que anunciaban las agencias inmobiliarias con cierta frecuencia. De Jong me contó que se había criado cerca de Surabaya, en una plantación de caña de azúcar, y, más tarde, después de estudiar en la academia de agronomía de Wageningen, había continuado la tradición familiar, de una forma más humilde, como productor de remolacha azucarera en la región de Deventer. El traslado previsto de sus intereses hacia Inglaterra, dijo De Jong, se debía, en primer lugar, a motivos económicos. En Holanda nunca salen al mercado fincas continuas como las que a menudo están en venta en East Anglia, y tampoco pueden encontrarse casas señoriales como las que aquí se entregan, prácticamente gratis, al adquirir tales dominios. Los holandeses, en su época dorada, decía De Jong, habían invertido su dinero, principalmente, en las ciudades, los ingleses, en cambio, en el campo.

Aquella noche, hasta la hora de cerrar el bar, seguimos conversando del auge y la decadencia de ambas naciones así como de la relación extrañamente estrecha que existía entre la historia del azúcar y la historia del arte hasta bien entrado el siglo XX, porque una parte considerable de las ingentes ganancias que había producido el comercio azucarero y la plantación de la caña de azúcar, bajo el poder de unas pocas familias, fueron empleadas largo tiempo, a consecuencia de las limitadas posibilidades de manifestar de otro modo la riqueza acumulada, en la construcción, decoración y mantenimiento de suntuosas residencias veraniegas y palacios en la ciudad. Fue Cornelis de Jong quien me hizo ver que el origen de muchos museos importantes, como el Mauritshuis de La Haya o la Tate Gallery de Londres, se remonta a fundaciones de dinastías azucareras o de algún modo ligadas al comercio del azúcar. De Jong decía que el capital acumulado de diferentes formas de la economía esclavista en los siglos XVIII y XIX sigue estando en circulación, produce intereses e intereses de los intereses acumulados, aumenta y se multiplica, sin cesar un solo momento de rendir nuevos frutos. Desde siempre, uno de los medios más eficaces para la legitimación de estos fondos ha sido el patrocinio del arte, la compra y la exposición de obras y, como se puede observar hoy día, el aumento cada vez mayor de los precios que en las grandes subastas continúa ascendiendo de una forma ilimitada, ya casi ridicula, decía De Jong. La barrera de los cien millones por medio metro cuadrado de lienzo pintado se habrá sobrepasado dentro de pocos años. A veces, seguía De Jong, todas las obras de arte me parecen estar recubiertas de una capa de caramelo o estar hechas completamente de azúcar, como aquel modelo de la batalla de Esztergom que realizó un pastelero de la corte de Viena, y que, según cuentan, la emperatriz María Teresa debió de comerse entero en un terrible ataque de melancolía sin dejar ni rastro. A la mañana siguiente a nuestra conversación sobre el azúcar que, entre otros temas, tocó los métodos de plantación y producción en Indochina, me fui con De Jong hasta Woodbridge, ya que las tierras de labor que quería ver se extendían desde el término de esta pequeña ciudad hacia el oeste y por su lado norte limitaban directamente con el parque abandonado de Boulge, que me había propuesto visitar de todas formas. Y es que precisamente allí, en Boulge, creció hace casi doscientos años el escritor Edward FitzGerald, del que se va a hablar a continuación y allí fue enterrado en el verano de 1883. Después de que me hube despedido de Cornelis de Jong con cierta cordialidad que me pareció correspondida por su parte, de la A 12 fui, cruzando los campos, hacia Bredfield, donde FitzGerald, el 31 de marzo de 1809, vino al mundo en la llamada Casa Blanca, de la que ya no queda más que el invernadero de naranjos. La sección principal del edificio, construido alrededor de la mitad del siglo XVIII y con espacio suficiente para una familia numerosa y un servicio no menos abundante, quedó arrasado en mayo de 1944 por un misil destinado probablemente a Londres que, como tantas armas alemanas de represalia que los ingleses llamaban doodle bugs, de repente cayó, abandonando su trayectoria, ocasionando en el remoto Bredfield unos daños, por así decirlo, completamente inútiles. Tampoco se ha conservado nada más de la casa señorial vecina, Boulge Hall, donde los FitzGerald se instalaron en 1825. Después de que en 1926 se hubiera consumido por las llamas, las fachadas cubiertas de hollín se mantuvieron erguidas aún largo tiempo en el centro del parque. Las ruinas no se derribaron por completo hasta la época de posguerra, probablemente para hacer acopio de material de construcción. El mismo parque está ahora abandonado, su hierba, desde hace años, descolorida.

Los grandes robles van desapareciendo rama por rama, los caminos, remendados provisionalmente por aquí y por allá con pedazos de ladrillo, están llenos de baches en los que el agua, negra, se estanca. El bosquecillo que rodea la pequeña iglesia de Boulge, que los FitzGerald han reformado sin mucho esmero, muestra un abandono parecido. Madera podrida, hierro aherrumbrado y demás inmundicias yacen tiradas por doquier. Las tumbas están medio hundidas en la tierra, cubiertas por las sombras de los arces que penetran en el terreno con una insistencia cada vez mayor. No es extraño, se piensa involuntariamente, que FitzGerald, que aborrecía de los sepelios como de cualquier otra forma de ceremonia, no quisiera que le enterrasen en este oscuro lugar, y dispuso expresamente que se esparcieran sus cenizas sobre el espejo reluciente del mar. El hecho de que, pese a todo, viniera a yacer aquí, a una tumba próxima al horrible mausoleo de su familia, es una de aquellas crueles ironías contra las que incluso la última voluntad no puede hacer nada. El clan de los FitzGerald era de origen anglonormando y llevaba asentado en Irlanda más de seiscientos años, cuando los padres de Edward FitzGerald decidieron establecerse en el condado de Suffolk. La fortuna familiar adquirida de las confrontaciones bélicas con otros señores feudales que se extendían a lo largo de generaciones, del sometimiento despiadado de la población autóctona y de una política matrimonial apenas menos despiadada, estaba considerada como legendaria incluso ante el trasfondo de una época en que la riqueza de la capa más elevada de la sociedad comenzaba a sobrepasar las medidas habituales, y que, sin contar con las posesiones de Inglaterra, se componía, en primer lugar, de terrenos irlandeses casi inabarcables, de todos los bienes muebles e inmuebles que se encontraban en estas tierras así como de un campesinado, que con certeza se contaba por miles, y siervo, cuando menos en la práctica. En su condición de única heredera de esta fortuna, Mary Francés FitzGerald, la madre de Edward FitzGerald, era, sin lugar a dudas, una de las mujeres de mayor poder económico del reinado, y su primo, John Purcell, al que había desposado teniendo presente la divisa familiar stesso sangue, stesso sorte, renunció a su propio nombre por el de FitzGerald en reconocimiento a la posición eminente de su cónyuge. En un sentido opuesto se entiende que Mary Frances FitzGerald no permitió de ninguna manera que por su matrimonio con John Purcell le fueran restringidos los derechos sobre su fortuna. Retratos que han pasado a la posteridad revelan una dama de personalidad poderosa, con fuertes hombros en caída y un busto que, verdaderamente, inspira terror, cuyo aspecto total, para muchos contemporáneos, mostraba un parecido desconcertante con el duque de Wellington. Como no cabía esperar de otra forma, el primo desposado pronto empalideció junto a ella, convirtiéndose en una figura insignificante, por no decir absolutamente despreciable, máxime cuando todos sus intentos por asegurarse una posición independiente como empresario de minas y otros negocios especulativos en el marco de una industria que florecía con una rapidez inaudita, le condujeron de un fracaso al siguiente y por último al agostamiento de su propia fortuna, que no era escasa, así como de los fondos que su esposa le había hecho llegar, y después de un juicio por bancarrota ante un juzgado londinense, ya no pudo aspirar a nada más que a su fama de insolvente inútil mantenido por la bondad de su mujer. A tenor de estas circunstancias la mayor parte del tiempo permanecía en la residencia familiar de Suffolk, entretenido con la caza de la codorniz y de la becada y con otros asuntos de este tipo, mientras que Mary Frances tenía su corte en la residencia londinense. Ocasionalmente venía a Bredfield en un carruaje amarillo canario tirado por cuatro caballos negros, con un coche de equipajes propio, y seguida de una tropa entera de criados y lacayos, para ver cómo andaban los niños y así, con su breve estancia en la casa, conservar su derecho al poder incluso en este ámbito que tan lejos estaba de ella. Siempre, cuando llegaba o partía, Edward y sus hermanos se quedaban como de piedra detrás de las ventanas de las habitaciones de los niños en el piso superior o se mantenían escondidos en los setos de la puerta de entrada, demasiado intimidados por su magnificencia como para atreverse a correr a su encuentro o hacerle señas de despedida. Ya a la edad de más de sesenta años FitzGerald recuerda cómo a veces, durante sus visitas a Bredfield, su madre subía al cuarto de los niños y allí, envuelta en crujientes vestidos y en una gran nube de perfume, caminaba de un lado a otro como una extraña gigante, hacía esta o aquella observación y pronto volvía a bajar la empinada escalera para desaparecer de nuevo, leaving us children not much comforted. Puesto que también el padre se perdía cada vez más en su propio mundo, el cuidado de los niños se había abandonado por completo a la gobernanta y al preceptor, que asimismo tenían sus habitaciones en el piso de arriba y que, como es natural, tendían a desahogar en sus pupilos su rabia contenida por el desprecio que sus patronos solían dispensarles. El miedo hacia este tipo de medidas represivas y hacia las humillaciones a las que se asociaban, las interminables tareas de aritmética y de escritura, de las que la más enojosa, con mucho, era la redacción todas las semanas de un informe para la señora Mamá, y las comidas tan poco placenteras junto con el tutor y la señorita, determinaban el transcurso del día para los niños. Las horas fuera de este régimen se convertían en un aburrimiento desmesurado, pues como carecían de casi todo contacto con niños de su edad no sabían qué hacer con su tiempo libre más que, abstraídos, estar tumbados, durante horas, sobre el entarimado del suelo pintado de azul de su cuarto, o mirar por la ventana hacia el parque, donde casi nunca se podía ver un alma, como mucho a uno de los jardineros empujando una carretilla, sobre la hierba, o a su padre regresando de la caza con el guardabosque.

Sólo algunos días, transparentes como el cristal, recordará FitzGerald más adelante, más allá de Bredfield se podían adivinar las velas blancas de los barcos, que cruzaban a quince kilómetros por delante de la costa, acechando por encima de las copas de los árboles, y yo soñaba vagamente con una liberación de las mazmorras de la infancia. Más tarde, cuando al término de sus estudios en Cambridge regresó a la casa de su familia, guarnecida de pesadas alfombras, muebles dorados, obras de arte y trofeos de viaje, el espanto de FitzGerald era tan grande que se negó a volver a pisarla y en lugar de alojarse conforme a su rango, se instaló en un cotagge diminuto, de dos habitaciones, al borde del parque, en el que durante los quince años siguientes, de 1837 a 1853, llevaría una economía de soltero que ya en mucho anticipaba sus excéntricas costumbres. La mayor parte del tiempo de su vida de ermitaño la consagraba a sus lecturas en las lenguas más diversas, a la redacción de cartas innumerables, a los apuntes a un diccionario de lugares comunes, a la compilación de palabras y frases para un completo glosario del lenguaje de la navegación y de la vida espiritual así como a la composición de scrap-books de cualquier tipo. Con especial predilección se enfrascaba en la correspondencia de épocas pasadas, por ejemplo en la de madame de Sévigné, quien para él era mucho más real que sus amigos aún con vida. Una y otra vez releía lo que ella había escrito, la citaba en sus propias cartas, ampliaba continuamente las observaciones que él se hacía para ella y bosquejaba planos para un Sévigné- Dictionnaire, en el que no sólo comentaría todos los remitentes y destinatarios de la correspondencia y todas las personas y lugares mencionados en las cartas, sino también adjuntaría algo así como una clave para comprender el desarrollo diacrónico de su escritura.

FitzGerald no llegó a concluir su proyecto Sévigné como tampoco el resto de sus proyectos literarios, probablemente porque no los quería terminar. En 1914, en las postrimerías de la época, una de sus sobrino nietas editó por primera vez en dos volúmenes, entre tanto imposibles de encontrar, el extenso material que aún hoy se conserva en un par de cajas de cartón en la Trinity College Library. El único trabajo al que en vida puso fin el propio FitzGerald y publicó es su maravillosa traducción de El rubaiyata, del poeta persa Ornar Kayam, en quien descubrió su más estrecha afinidad electiva pasando por alto una distancia de ochocientos años. FitzGerald denominó las horas interminables que dedicó a la traducción del poema de doscientas veinticuatro líneas como un coloquio con el muerto, de quien intentaba darnos noticia. Los versos ingleses que había fraguado con este fin simulaban en su belleza aparentemente casual un anonimato muy distante de cualquier reivindicación de autoría, y remiten, palabra por palabra, a un punto invisible donde el oriente medieval y el occidente agónico convergen de una forma distinta al infeliz transcurso de la historia. For in and out, above, about, below, `T is nothing but a Magic Shadow Show, Play'd in a Box whose Candle is the Sun, Round which the Phantom Figures come and go. 1859 fue el año de la publicación de El rubaiyata y en el que William Browne, la persona que posiblemente más haya supuesto para FitzGerald, murió presa de grandes dolores de las graves heridas sufridas en un accidente de caza. Los caminos de ambos se cruzaron por primera vez durante un paseo de vacaciones en Gales, cuando FitzGerald acababa de cumplir veintitrés y Browne dieciséis años.

Inmediatamente después de la muerte de Browne, FitzGerald evoca de nuevo en una carta la emoción con que aquella mañana, después de que hubieran estado charlando un poco en el barco de vapor que salía de Bristol, le volvió a ver -con algo de tiza en la mejilla de jugar al billar- en la Boarding House, en Tenby, donde ambos se alojaban, como a alguien a quien se extraña sabe Dios desde hace cuánto tiempo. En los años que sucedieron a su primer encuentro en Gales, Browne y FitzGerald se visitaron asiduamente en Suffolk o en Bedfordshire, viajaban en cabriolé por la región, recorrían los campos, hacia el mediodía comían en una posada, seguían con la mirada el paso de las nubes siempre hacia el este y quizá de vez en cuando sintieran en la frente el curso del tiempo. A little riding, driving, eating, drinking etc. (not forgetting smoke) fill up the day, apuntaba FitzGerald. Browne acostumbraba a llevar consigo sus aparejos de pesca, su escopeta y algo para pintar con acuarelas; FitzGerald algún que otro libro en el que apenas leía porque no podía apartar los ojos de su amigo. No está claro si entonces o en cualquier otro momento dio verdaderamente cuenta de la nostalgia que le invadía, sin embargo sólo las preocupaciones que le causaba el estado de salud de Browne eran ya un síntoma de su honda pasión. Para FitzGerald, sin duda alguna, Browne corporizaba una especie de ideal, y era precisamente por eso por lo que le pareció, desde el principio, que estaba bajo las sombras de la transitoriedad y le hacía temer that perhaps he will not be long to be looked at. For there are, apuntaba FitzGerald, signs of decay about him. El hecho de que Browne se casara más tarde no cambió los sentimientos que profesaba por él, más bien confirmó el oscuro presagio de que no podría retenerlo y de que el amigo estaba destinado a una muerte temprana. La declaración de amor que FitzGerald probablemente nunca se atrevió a hacer, se encuentra, por vez primera, en la carta de pésame dirigida a la viuda, quien habrá leído este extraño escrito con asombro, cuando no con cierta consternación. FitzGerald iba a cumplir cincuenta años cuando perdió a William Browne. Cada vez se retraía más en sí mismo. Si ya durante mucho tiempo se había negado a tomar parte en las cenas pomposas a las que su madre acostumbraba a citarle en Londres, porque el ritual de comer en compañía le parecía la más despreciable de entre todas las despreciables costumbres de la alta sociedad, ahora renunciaba a sus visitas esporádicas a las galerías y salas de música de la capital, y sólo excepcionalmente salía de su círculo más estrecho. I think I shall shut myselfup in the remotest nook of Suffolk and let my beard grow, escribió, y con certeza hubiese dispuesto que así se hiciera de no ser porque también este entorno perdió todo atractivo para él debido a una nueva clase de terratenientes que quería sacar de sus posesiones todo el beneficio posible. Están talando todos los árboles y arrancando todos los arbustos, se quejaba. Pronto, los pájaros no van a saber adonde ir. Todos los pequeños bosques están desapareciendo, las lindes de los caminos, donde en primavera crecían prímulas y violetas están arados y nivelados y cuando ahora se pasea desde Bredfield hasta Hasketon por uno de los senderos, antaño tan hermosos, se tiene la sensación de estar atravesando un páramo. A causa de la aversión que FitzGerald ya había cobrado en su niñez contra los de su propia clase, la explotación de la tierra cada vez más brutal con el paso de los años, el incremento de la propiedad privada hostigado con medios cada vez más cuestionables y las cada vez más radicales delimitaciones de los derechos de la comunidad le eran profundamente repulsivos. And so, decía, I get to the water: where no frieds are buried nor Pathways stopt up. En efecto, después de 1860, FitzGerald pasó la mayor parte de su tiempo a la orilla del mar, esto es, a bordo del yate de altura que se había hecho construir y que había bautizado con el nombre de Scandal. Desde Woodbridge descendía el río Deben y subía la costa hasta Lowestoft, donde enroló a su tripulación de entre los pescadores de arenques buscando un rostro que le recordara al de William Browne. FitzGerald también navegaba mar adentro, en el océano alemán, y siguiendo su costumbre según la cual siempre había rechazado vestirse para acontecimientos especiales, tampoco llevaba un traje de yate acorde con la moda de entonces, sino un viejo gabán y un sombrero de copa que sujetaba con una cinta. Cuentan que su única concesión a la elegancia de porte que se espera del propietario de un yate era la larga boa de plumas blancas que le gustaba ponerse en cubierta y que, visible a lo lejos, ondeaba al viento a sus espaldas. A finales del verano de 1863, FitzGerald decidió ir hasta Holanda en el Scandal, para ver en el Museo de La Haya el cuadro que Ferdinand Bol había pintado en 1652 del joven Louis Trip. Después de su llegada a Rotterdam, su compañero de viaje, un tal George Manby, de Woodbridge, le convenció para ir a visitar primero la gran ciudad portuaria. De modo, escribe FitzGerald, que nos pasamos todo el día en un coche abierto, ahora en esta dirección y luego en aquella otra, hasta que ya no supe dónde estaba, y por la noche caí rendido en la cama muerto de cansancio. El día siguiente en Amsterdam fue igual de incómodo, y por fin el tercer día, después de todo tipo de estúpidos contratiempos, llegamos a La Haya justo cuando estaban cerrando el museo hasta principios de la semana siguiente. FitzGerald, ya gravemente debilitado por la agitación del viaje en tierra, concibió esta medida, para él incomprensible, como una maldad de los holandeses expresamente dirigida en su contra, y acabó por enfurecerse en un terrible ataque de ira y desesperación en el que insultaba alternativamente a los holandeses estrechos de miras, a su acompañante George Manby y a sí mismo, e insistía en irse inmediatamente a Rotterdam e izar velas con dirección a casa. Aquellos años, durante los meses de invierno, FitzGerald residía en Woodbridge, donde alquiló un par de habitaciones en casa de un armero que vivía en el mercado. A veces se le veía paseando por la ciudad absorto en sus pensamientos, envuelto en su capa irlandesa y casi siempre, incluso con mal tiempo, en pantuflas. Detrás de él iba Bletsoe, el perro labrador de color negro que le había regalado Browne. En 1869, después de una confrontación con la mujer del armero, para quien las costumbres de su excéntrico subinquilino eran un atrevimiento, FitzGerald se instaló en su último domicilio, una casa de granjero situada en la periferia de la ciudad en la que él, como solía decir, se preparaba para el acto final. Sus pretensiones, de siempre extremadamente humildes, habían menguado aún más con el paso del tiempo. Si ya desde hacía décadas se había alimentado de una forma puramente vegetariana porque le horrorizaba el consumo en grandes cantidades de carne a medio cocer que sus coetáneos juzgaban necesario para el mantenimiento de la vitalidad, ahora renunciaba casi por completo a cocinar, porque lo consideraba un esfuerzo absurdo, y no ingería mucho más que pan, mantequilla y té. Los días que hacía buen tiempo se sentaba en el jardín, con palomas blancas revoloteando a su alrededor, de lo contrario permanecía largos ratos junto a la ventana, desde la que tenía una vista a la pradera de gansos rebordeada de árboles desmechados. Y en esta soledad vivía asombrosamente contento, tal como se puede leer en sus cartas, aunque con frecuencia le asaltaran los que él llamaba sus demonios azules de la melancolía, que hacía muchos años va habían acabado con su bella hermana Andalusia. En otoño del año setenta y siete viajó otra vez a Londres para asistir a una representación de La flauta mágica.

Sin embargo, en el último momento, deprimido por la niebla del mes de noviembre, por la humedad y por la suciedad de las calles, se decidió en contra de la visita prevista a la Ópera de Covent Garden, que, escribió, le hubiera arruinado sus caros recuerdos de la Malibran y de la Sontag. I think it is now best, escribió, to attend these Operas as given in the Theatre of one's own Recollections. Muy pronto FitzGerald tampoco pudo llevar a cabo tales escenificaciones de sus recuerdos porque un zumbido constante en sus oídos acallaba la música en su interior. También la luz de sus ojos se tornaba visiblemente más tenue. Casi todo el tiempo tenía que llevar cristales de gafas azules y verdes y necesitaba del chico de su ama de llaves para que le leyera en voz alta. Una fotografía tomada en los años setenta, la única que permitió que le hiciesen, le muestra con la cabeza a un lado porque sus ojos enfermos, como escribió a sus sobrinas, disculpándose, emitían demasiado reflejo si miraba directamente al dispositivo. Casi todos los veranos, FitzGerald solía hacer una visita de un par de días a su amigo George Crabbe, que tenía a su cargo una parroquia en Merton, en Norfolk. En junio de 1883, emprendió este viaje por última vez. Merton dista unos noventa y seis kilómetros de Woodbridge, pero el viaje por la complicada red ferroviaria, que en vida de FitzGerald se había extendido en todas direcciones, requería todo un día por tener que cambiar cinco veces de tren. No se nos ha transmitido lo que pudo haber agitado el pecho de FitzGerald, mientras, recostado en los cojines de su vagón, veía cómo desfilaban arbustos y trigales, o quizá fuera como entonces cuando, de camino en el coche del correo de Leicester a Cambridge, se sentía como un ángel al mirar el campo en el estío, porque de pronto, sin haber sabido nunca por qué, se le llenaban los ojos de lágrimas de felicidad. Una vez en Merton, Crabbe fue a recogerle a la estación con la tartana. Había sido un día largo, más caluroso de lo normal, pero FitzGerald dijo algo acerca de aire frío y se enfundó en el pequeño cochecillo en su manta irlandesa de viaje. A la mesa bebió un poco de té, pero rehusó comer algo. Hacia las nueve pidió un vaso de Brandy y de agua y se retiró al piso de arriba para descansar. A la madrugada del día siguiente Crabbe le oyó dar vueltas por su habitación, pero cuando más tarde quiso ir a buscarle para tomar el desayuno, lo encontró extendido sobre la cama, sin vida.

Las sombras ya se habían alargado cuando desde el parque de Boulge llegué a Woodbridge, donde pasé la noche en la posada Bull lnn. La habitación que me asignó el dueño estaba bajo el tejado. Por la escalera me llegaba el tintineo de los vasos del bar y el grave murmullo de los clientes, de vez en cuando alguna que otra voz más alta o risas. Después de la hora de cierre todo se hizo más tranquilo. Escuché cómo la viguería de la vieja armadura, que con el calor del día se había estirado y ahora volvía a contraerse unos cuantos milímetros, crujía y gemía en las juntas.

Involuntariamente mis ojos, en la oscuridad del espacio ajeno, se dirigían a la dirección de la que provenían los ruidos, buscando la grieta que ahora mismo recorría el bajo techo, el lugar donde la cal se desconchaba de la pared o la argamasa caía detrás del artesonado. Y cuando cerraba los ojos por un momento, me parecía estar en un camarote a bordo de un barco, como si nos encontráramos en alta mar, como si el edificio entero se elevase sobre la cresta de una ola, donde después de un ligero temblor volviera a hundirse en las profundidades con un lamento. No me quedé dormido hasta el amanecer, con el canto de un mirlo al oído, y poco después me desperté de un sueño en el que veía a FitzGerald, mi compañero de viaje de la víspera, sentado en su jardín a una pequeña mesa de hojalata azul, en mangas de camisa y chorrera de seda negra y con la chistera puesta. A su alrededor florecían las malvas, de mayor altura que un ser humano, las gallinas escarbaban en un agujero de arena debajo de un saúco, y a la sombra estaba echado Bletsoe, el perro negro. Yo, sin embargo, como un fantasma, sin que me pudiera ver en el sueño, estaba sentado frente a FitzGerald jugando una partida de dominó. Al otro lado del jardín de flores, un parque de un verde uniforme y completamente vacío se extendía hasta el horizonte, donde despuntaban los alminares de Joranán. Sin embargo, no era el parque de los FitzGerald en Boulge, sino el de una finca situada a los pies de las Slieve Bloom Mountains en Irlanda, donde una vez, hacía algunos años, había sido huésped por unos pocos días. Muy lejos, en lontananza, en mi sueño podía reconocer la casa de tres pisos cubierta de hiedra donde los Ashbury seguirían llevando su peculiar forma de vida. Por lo menos en aquel tiempo, cuando los conocí, era una vida extremadamente peculiar, por no decir estrafalaria. Cuando hube descendido de las montañas, pregunté por alojamiento en una pequeña tienda en penumbra de Clarahill, y el propietario de la tienda, un tal señor O'Hare, que vestía un extraño batín de color canela y de un cotón muy fino, me había enredado en una larga conversación que, si no recuerdo mal, giraba en torno a la ley de la gravedad de Newton. En el transcurso de esta conversación, el señor O'Hare se interrumpió de pronto y proclamó: the Ashburys might put you up. One of the daughters carne in here some years ago with a note offering Bed and Breakfast. I was supposed to display it in the shop window. I can't think what became of it or whether they ever had any guests. Perhaps I removed it when it had faded. Orperhaps they carne and removed it themselves. Más tarde, el señor O'Hare me llevó en su furgoneta a la casa de los Ashbury y estuvo esperando en el patio cubierto de hierba hasta que me invitaron a entrar en la casa. La puerta no se abrió sino después de haber estado llamando repetidas veces, y Catherine se presentó ante mí en su vestido rojo desteñido de verano, con una rigidez tan extraña como si al ver al desconocido que había aparecido por sorpresa se hubiese quedado petrificada en pleno movimiento. Se me quedó mirando con ojos muy abiertos, o a través de mí, mejor dicho. Después de que hubiera formulado mi deseo, todavía tardó un buen rato en despertar de su ensoñación y dar un paso a un lado, para, con un gesto apenas perceptible de su mano izquierda, permitirme entrar y tomar asiento en un sillón del vestíbulo. Cuando se fue de allí sin pronunciar palabra por el suelo de baldosas de piedra, me llamó la atención que estaba descalza. Sin hacer un solo ruido desapareció en la oscuridad del fondo, y, con el mismo silencio, volvió a emerger al cabo de un par de minutos que me parecieron imposibles de someter a ninguna medida, me hizo un gesto de aprobación con la cabeza, me condujo por una amplia escalera que hacía asombrosamente fácil la subida al primer piso y, a través de diferentes corredores, me acompañó hasta una gran habitación desde cuyas altas ventanas se podía mirar por encima de los tejados de las cuadras, de las cocheras y del jardín de la cocina hacia un hermoso terreno de pastos cimbreado por el viento. A lo lejos centelleaba el agua que desde un recodo del río afluía hacia la profunda orilla. Detrás, en diversos tonos verdes, se elevaban los árboles y por encima de ellos la tenue línea de las montañas que casi no se destacaba sobre el azul del cielo uniforme. Ya no recuerdo cuánto tiempo estuve de pie, abismado en este paisaje, en el nicho central de las tres ventanas, lo único que recuerdo es que oí preguntar a Catherine, que estaba esperando debajo de la puerta: Will this be all right?, y que debí de balbucir algo muy tonto mientras me daba la vuelta hacia ella. No me apercibí verdaderamente de la habitación, próxima a una sala, hasta después de que Catherine se hubiera marchado. El entarimado estaba cubierto de una capa aterciopelada de polvo. Habían descolgado las cortinas y quitado el papel. Las paredes de color cal, surcadas por estrías azules como la piel de un cuerpo moribundo, se semejaban, me decía, a uno de aquellos mapas dignos de admiración del punto más septentrional, sobre el que casi no hay nada registrado. Y todo el mobiliario de la habitación se reducía a una mesa y una silla y una cama de hierro estrecha desplegable con unas pocas maniobras, como las que antaño se llevaban a las campañas militares para los de rango superior. En los días sucesivos, siempre que me echaba a descansar en esta cama, mi conciencia comenzaba a diluirse en sus bordes, de forma que a veces hubiera sido apenas capaz de decir cómo había llegado hasta allí o dónde me hallaba. Con frecuencia tenía la impresión de estar en una especie de hospital militar aquejado de una grave fiebre traumática. Desde fuera me llegaba el grito de los pavos reales introduciéndose en lo más hondo de mí, pero en mi fantasía no veía el patio, donde los pavos reales se habían apostado sobre lo más alto de los cachivaches que con los años se habían ido apilando unos encima de otros, sino un campo de batalla en alguna parte de Lombardía sobre la que los buitres carroñeros volaban en círculo, y un país en derredor asolado por la guerra. Las tropas ya habían seguido su camino desde hacía tiempo. Sólo yo yacía, entre desvanecimientos constantes, en una casa saqueada por completo. Estas imágenes se volvían tanto más reales en mi mente en cuanto que los Ashbury vivían bajo su propio techo como fugitivos que habían pasado por experiencias terribles y que no se atrevían a asentarse en el lugar donde habían naufragado. Llamaba la atención que todos los miembros de la familia siempre estuviesen deambulando entre corredores y escaleras. Era raro verlos pacíficamente sentados, solos o con los demás. Incluso las comidas las solían tomar de pie. Las tareas que desempeñaban tenían, por regla general, algo de desplanificado y de sin sentido en sí mismas, parecían menos la expresión de una cotidianidad cualquiera que de una obsesión extravagante, mejor dicho, de una profunda perturbación que se ha hecho crónica. Desde que terminó la escuela, en 1974, Edmund, el más joven, construía un barco panzudo de más de diez metros de largo, aunque, como una vez le oí mencionar, no tenía ni idea de la construcción de barcos ni la intención de hacerse jamás a la mar con ese bote informe. It's not going to be launched. It's just something I do. I have to have something to do. La señora Ashbury recolectaba semillas de flores en bolsas de papel que, una vez marcadas con nombre, fecha, lugar, color y otros datos, la veía poner cuidadosamente sobre las corolas de las flores muertas de los arriates asilvestrados y a veces también en las praderas, y atarlas con una cinta.

Después cortaba los tallos, los traía a casa y los colgaba en un cordel, compuesto por multitud de pequeños trozos, que tensaba en zigzag a través de la antigua biblioteca. Era tal la cantidad de tallos con envoltura blanca que colgaba del arteso-nado de la biblioteca, que se formaba una especie de nube de papel en la que la señora Ashbury, cuando se entretenía en colgar o descolgar los crujientes receptáculos de las semillas, de pie sobre la escalera de la biblioteca, desaparecía a la mitad como una santa ascendiendo al cielo. Las bolsas que descolgaba se conservaban mediante un sistema incomprensible en los estantes, que visiblemente habían sido liberados de su carga de libros hacía ya tiempo. No creo que la señora Ashbury supiera en qué paisaje crecerían algún día las semillas que había recolectado, así como tampoco Catherine y sus dos hermanas, Clarissa y Christina, sabían por qué pasaban un par de horas a diario cosiendo fundas de cojines de muchos colores, cubrecamas y semejantes en una de las habitaciones del norte, donde habían acumulado cantidades colosales de restos de tela. Como niñas gigantes condenadas por una maldición, las tres hijas solteras, casi de la misma edad, se sentaban en el suelo entre las montañas de su almacén de material trabajando sin interrupción, casi sin intercambiar palabra. El movimiento con que después de cada puntada tiraban del hilo hacia arriba me recordaba a cosas ya tan lejanas que me entró miedo por el poco tiempo que queda. Clarissa me contaba que ella y sus hermanas habían acariciado la idea de fundar un negocio de decoración de interiores, pero ese plan, decía, había fracasado tanto por su inexperiencia como porque para un negocio de este tipo no había clientes en los alrededores. Tal vez por ello, volverían a deshacer al día siguiente o al próximo lo que habían cosido en una jornada. También es posible que en su fantasía tuvieran una vaga idea de una belleza de tal modo extraordinaria que los trabajos terminados les decepcionasen irremisiblemente, pensaba yo cuando en una de mis visitas a su taller me enseñaron un par de piezas que habían escapado a la desmembración, pues por lo menos una de ellas, un traje de novia que colgaba de un maniquí sin cabeza compuesto a partir de cientos de jirones de seda y cosido con hilos también de seda, mejor dicho, tejido al estilo de una tela de araña, era una obra de arte de color que casi alcanzaba el don de la vida, de tal magnificencia y perfección que entonces confiaba tan poco en mis ojos como confío ahora en mi recuerdo.

La víspera de mi partida me encontraba en la terraza, con Edmund, apoyado contra la balaustrada. Estaba todo tan tranquilo que creía oír los chillidos de los murciélagos atravesando velozmente el espacio en trayectos recortados en zigzag. El parque se sumergía en la oscuridad cuando Edmund, después de un largo silencio, dijo de pronto: I have set up the projector in the library. Mother was wondering whether you might want to see what things used to be like here. Dentro, en la biblioteca, la señora Ashbury ya estaba esperando el comienzo de la proyección. Tomé asiento a su lado bajo el cielo de bolsitas de papel, se apagó la luz, el aparato comenzó a chirriar y en la pared desnuda, sobre la repisa de la chimenea, aparecían las mudas imágenes del pasado, unas veces con un enfoque casi fijo, otras yuxtapuestas de una forma brusca, precipitadas o apenas visibles a causa de un sinfín de líneas. Eran, sin excepción, tomas de exteriores. Desde una ventana en el piso superior, se abarcaba el paisaje en derredor de una ojeada semicircular; las islas de árboles, los campos y las praderas, y viceversa, viniendo en coche desde el parque hasta el patio delantero de la casa, se veía la fachada principal, que desde lejos parecía del tamaño de un juguete, después sobresalía cada vez más y finalmente casi se caía fuera del marco. En ninguna parte se mostraban rastros de abandono. Los caminos estaban rociados de arena, los setos recortados, los arriates en el jardín de la cocina arreglados con esmero, los edificios de la administración, entre tanto medio derruidos, aún bien conservados. Más adelante, en un día claro de verano, se veía a los Ashbury tomando el té sentados bajo una especie de toldo abierto. La fiesta del bautizo de Edmund fue un día precioso, dijo la señora Ashbury. Clarissa y Christina jugaban al bádminton. Catherine tenía un terrier negro escocés en brazos. Al fondo, un mayordomo viejo se dirigía a la entrada con una bandeja negra. Una criada con cofia en la cabeza aparecía bajo la puerta, sosteniendo una mano para protegerse los ojos del sol. Edmund puso un carrete nuevo. Muchas de aquellas cosas que sucedieron tenían que ver con las labores en el jardín y en la finca. Me acuerdo de un joven flaco con una carretilla enorme y añosa, de una máquina segadora tirada por un pequeño caballo y conducida por un cochero enano que circulaba en líneas rectas sobre la hierba de un lado a otro, de una vista a un oscuro invernadero en el que crecían pepinos y de un campo sobreexpuesto a la luz, con un aspecto casi tan blanco como la nieve, en el que una docena de segadores estaban atareados cortando el trigo y enfardelando la gavilla. Cuando el último carrete hubo llegado a su fin, el silencio reinó largo tiempo en la biblioteca ahora débilmente iluminada tan sólo por el vestíbulo. Sólo después de que Edmund hubiese guardado el proyector en su estuche y hubiera abandonado la habitación, la señora Ashbury comenzó a hablar. Contó que se había casado en 1946, justo después de que su marido fuese licenciado del servicio militar, y que ellos, en realidad en contra de los planes que se habían forjado acerca de su vida futura, pocos meses después, tras la muerte repentina de su suegro, se habían ido a Irlanda para hacerse cargo de la propiedad heredada, en aquel tiempo casi invendible.

Por aquel entonces, decía la señora Ashbury, no tenía ni la más remota idea de la cuestión irlandesa que hasta estos momentos le seguía resultando desconocida.

Recuerdo que la primera noche en esta casa me desperté con la sensación de estar completamente alejada del mundo. La luna brillaba en el interior a través de la ventana, y su luz reposaba tan extraña sobre la capa de estearina con que la cera que gotea de las velas desde hacía mucho más de cien años había cubierto el suelo, que creía estar flotando sobre un lago de mercurio. Mi marido, dijo la señora Ashbury, nunca se expresó respecto a la cuestión irlandesa, aunque durante, o tal vez porque en la guerra civil tuvo que haber presenciado cosas terribles. Sólo poco a poco, a partir de las escuetas contestaciones que daba a mis preguntas acerca de este tema, pude relacionar esto o aquello de la historia de su familia y de los terratenientes que se habían empobrecido sin esperanza en los decenios posteriores a la guerra civil. Sin embargo, la idea que me he podido hacer de esta forma nunca ha pasado de un mero esbozo esquemático. Aparte de mi marido, que era extremadamente reservado, decía la señora Ashbury, como fuente de información sobre la cuestión irlandesa por un lado trágica, por otro ridicula, no tenía más que las leyendas que en el transcurso de la decadencia paulatina se habían originado en las mentes de los sirvientes que pertenecían a la historia, por así decirlo, junto con el resto del mobiliario que habíamos heredado. Así, por ejemplo, hasta años después de habernos mudado aquí, no supe, a través de Quincey, nuestro mayordomo, de la terrible noche en que, en pleno verano de 1920, prendieron en llamas la casa de los Randolph, a unos diez kilómetros, mientras asistían a una cena que daba mi futura familia política. Según Quincey, los republicanos sublevados habían reunido a todos los criados en el vestíbulo y sin más rodeos les habían hecho saber que al término de una hora, en la que podían recoger todo lo que tenían y preparar un té para ellos y para los soldados del ejército de liberación, iban a hacer un gran fuego de venganza. En primer lugar, dijo la señora Ashbury, tuvieron que despertar a los niños y atrapar a los gatos y perros que de intuir la desgracia ya estaban completamente perturbados. Después, según la descripción de Quincey, en aquel tiempo ayuda de calmara del coronel Randolph, todos los habitantes de la casa se encontraban fuera, en el césped, entre diferentes piezas de equipaje, mobiliario y todos los objetos disparatados que con el miedo se cogen precipitadamente. Quincey contaba que, en el último instante, tuvo que subir otra vez corriendo al segundo piso para salvar a la cacatúa de la anciana señora Randolph a quien, como se supo al día siguiente, la catástrofe le había hecho perder el entendimiento, hasta entonces perfectamente claro.

Decía que todos tuvieron que presenciar con impotencia cómo los republicanos rodaron por el patio un gran barril de gasolina desde el cobertizo de los coches, y después, al grito de Heave ho!, por las escaleras del vestíbulo, donde dejaron que se vaciara. Minutos después de haber arrojado una antorcha, las llamas ya se estaban propagando desde las ventanas y desde el tejado, y al cabo de poco tiempo hubiera podido decirse que se estaba mirando al hueco de un horno enorme, rebosante de una incandescendia frenética y de una desbandada de chispas. No creo, decía la señora Ashbury, que podamos hacernos una idea siquiera aproximada de lo que podría estar pasando por las mentes de los afectados al ver algo así. En cualquier caso, los Randolph, a los que la mala noticia, si bien de algún modo esperada pero nunca tenida por posible, se la había llevado un jardinero que había huido en bicicleta, vinieron, en compañía de mis suegros, atravesando la noche en dirección al fuego, visible ya desde muy lejos. Cuando llegaron al lugar de la catástrofe, los que habían incendiado la casa habían desaparecido hacía ya tiempo y no les quedaba más que estrechar a sus hijos y sentarse junto a la multitud rígida y muda de puro espanto, que, como náufragos en una balsa, estaban agazapados ante el lugar del incendio. Hasta la llegada del alba no comenzó a aplacarse el fuego ni surgió del humo la siluteta negra de las ruinas. Más tarde, decía la señora Ashbury, fueron derribadas. Yo misma no las he visto nunca. En total, serían de doscientas a trescientas casas señoriales las que quedaron reducidas a cenizas durante la guerra civil. No se hizo ninguna diferencia entre propiedades en comparación humildes y suntuosos palacios de campo como Summerhill, donde en tiempos la emperatriz austríaca Elisabeth pasó días felices. Por lo que yo sé, los sublevados nunca atentaron contra personas, dijo la señora Ashbury. Al parecer, el incendio de las casas era el remedio más eficaz para la fumigación y expulsión de las familias identificadas con la odiada autoridad nacional inglesa, con o sin razón. En los años posteriores al final de la guerra civil incluso aquellos a los que se había dispensado abandonaron el país cuando les fue posible. Sólo quedaron los que no disponían de más ingresos que aquello que podían administrar en sus terrenos. Todo intento de desprenderse de casa y tierras estaba condenado de antemano al fracaso, puesto que, en primer lugar, no había comprador en muchos kilómetros a la redonda, y, en segundo lugar, en Bournemouth o en Kensington no se podía vivir del producto de la venta más que un par de meses, en el supuesto caso de que se hubiera encontrado un comprador. Por otra parte, tampoco se sabía qué es lo que iba a pasar en Irlanda.

Toda la agricultura estaba por los suelos, los trabajadores exigían salarios que ya no podían retribuirse, cada vez se cultivaba menos, los ingresos eran cada vez menores. Con el paso de los años la situación se tornaba más desesperanzadora, los síntomas visibles por todas partes de empobrecimiento más oprimentes. La manutención de los edificios únicamente provisional había quedado excluida hacía ya tiempo.

Junto a los marcos de las ventanas y de las puertas se desconchaba la pintura, los cortinajes se deshilachaban, el papel pintado se desprendía de las paredes, los muebles tapizados estaban desgastados, la lluvia se introducía por todas partes y por todas partes había palanganas de hojalata, cacerolas y cuencos en los que se recogía el agua. Pronto se vieron obligados a desahuciar las habitaciones de los pisos superiores, cuando no secciones enteras, y a replegarse a un par de salas del entresuelo aún medio habitables.

Los cristales de las ventanas de los pisos cerrados se cegaban detrás de las telarañas, la podredumbre seca ganaba terreno a su alrededor, los insectos, reptando, esparcían las esporas de los hongos hasta los rincones más apartados, en los muros y techos salían esponjas marrones-violáceas y negras en formas monstruosas, con frecuencia tan grandes como la cabeza de un buey. El entarimado comenzaba a ceder, la armadura del tejado se hundía; de vez en cuando, por la noche, se desprendían artesonados y escaleras, ya hacía tiempo podridos por dentro, en un polvo amarillo como el azufre. Siempre de esta misma forma, en medio de la latente desintegración que en cierto modo había pasado a constituir la normalidad, apenas registrada y apenas registrable con el paso de los días, se llegaba a repentinos hundimientos catastróficos, la mayoría de las veces después de largos períodos de lluvia o de sequía, o bien durante un brusco cambio meteorológico. Justo cuando se pensaba poder mantener una pauta determinada, un empeoramiento dramático de la situación, que se había presentado de improviso, obligaba a desalojar vastos terrenos hasta que uno, evidentemente sin salida, se veía arrinconado en la esquina más alejada, como si estuviera preso en su propia casa. Parece que un tío abuelo de mi marido, en County Clare, contaba la señora Ashbury, estuvo obligado a vivir exclusivamente en la cocina de su casa que antes había administrado con todo género de lujos. Dicen que durante años sólo cenó un sencillo plato de patatas preparado por su mayordomo, que ahora tambien tenía que hacer las veces de cocinero, pero, por supuesto, con su chaqueta negra de siempre y con una botella de Burdeos del sótano, que todavía no se había vaciado por completo. También las camas del tío abuelo y del mayordomo, que, según me decía Quincey, los dos se llamaban William y ambos murieron el mismo día a la edad de mucho más de ochenta años, debieron de estar en la cocina, y, añadió la señora Ashbury, muchas veces he pensado que el mayordomo se sostenía por su conciencia del deber hasta que su señor no le necesitase más o que el tío abuelo, después del fallecimiento de su sirviente extenuado, hubiese entregado su espíritu al poco tiempo porque sabía que sin su asistencia no podría subsistir un solo día. Es probable que fuera el personal de servicio, que había desempeñado su trabajo durante décadas por una retribución apenas digna de ser mencionada y que con su edad hubiera tenido las mismas pocas posibilidades de encontrar otro sustento que sus señores, por el que de alguna forma el transcurso del día se seguía manteniendo. Cuando se tumbaban para morir, el final de aquellos de los que se habían hecho cargo era, con frecuencia, también inminente. En nuestro caso no ha sido distinto, incluso aunque hayamos seguido la decadencia general con algún retraso. El hecho de que los Ashbury hubiesen podido mantener sus posesiones hasta la posguerra sólo se debía, como pronto pude sospechar, a la ayuda constante de una gran herencia, amasada al comienzo de los años treinta y mermada hasta unos restos mínimos en el momento de la muerte de mi esposo. Dejando esto a un lado, siempre estuve convencida de que las cosas tomarían un giro a mejor en cualquier momento. Simplemente no me quería convencer de que la sociedad a la que pertenecíamos se había desmoronado hacía ya tiempo. Poco después de nuestra llegada a Irlanda se subastó el castillo de Gormanston, se vendió Straffan en 1949, Cartón en 1949, French Park en 1953, Killeen Rockingham en 1957, Powerscourt en 1961, por no mencionar las propiedades más pequeñas.

Tampoco me di perfecta cuenta de la envergadura de la decadencia de nuestra familia hasta que tuve que intentar, completamente sola, sacarnos adelante. Como carecía de los medios económicos para pagar el sueldo de los trabajadores, pronto no me quedó más elección que suspender la agricultura. La cesión por parcelas de los terrenos nos preservó de lo peor durante un par de años y en tanto que tuvimos una o dos personas de servicio en casa aún nos fue posible, tanto hacia fuera como hacia nosotros mismos, conservar un viso de respetabilidad. Cuando Quincey murió fue la primera vez que realmente no supe qué hacer. Primero llevé la plata y la porcelana a una subasta y después, poco a poco, los cuadros, la biblioteca y los objetos de decoración.

Evidentemente nunca se ha encontrado un comprador para la casa, descuidada en proporciones cada vez mayores, así que nos hemos quedado unidos a ella como almas en pena condenadas a vagar por el lugar en que habían muerto. Todas las iniciativas que hemos acometido, las interminables labores de costura de las chicas, la explotación del huerto que Edmund comenzó una vez, el plan de admitir huéspedes, todo ha fracasado. Usted, dijo la señora Ashbury, es el primer huésped que ha venido a parar aquí desde que hace casi diez años colgamos un anuncio en la ventana de la tienda de Clarahill. Desgraciadamente, por naturaleza no soy un ser nada práctico, confundido en eternas reflexiones.

Todos nosotros somos unos soñadores, inservibles para la vida cotidiana, y los chicos tanto como yo. It seems to me sometimes that we never got used to being on this earth and life is just one great, ongoing, incomprehensible blunder. Cuando la señora Ashbury hubo llegado al final de su historia, me parecía como si su significado consistiera en una invitación tácita a quedarme con ellos y compartir su vida, que con el paso de los días se tornaba más inocente. No haberlo hecho es una negativa que me recorre aún hoy el alma como una sombra. Cuando me fui a despedir, al día siguiente, tuve que buscar durante mucho tiempo a Catherine. Por fin la encontré en el huerto de la cocina rebosante de belladona, valeriana, arbustos de angélica y ruibarbos muy altos. Con el mismo vestido rojo de verano que había llevado puesto el día de mi llegada, estaba apoyada contra el tronco de la morera que una vez había marcado el punto central del huerto rodeado de un alto muro de ladrillos. Por entre hierbas y hierbajos me abrí camino hacia la isla de sombras desde la que Catherine me estaba mirando. I have come to say good bye, le dije mientras entraba en la glorieta que se había formado con las ramas que se descargaban en el suelo. Ella sostenía una especie de sombrero de peregrino en las manos, rojo como su vestido, de alas anchas, y ahora, estando a su lado, tenía la impresión de que estaba muy lejos de mí. Con ojos vacíos me atravesó con la mirada. I have left my address and telephone number, so that if you ever want… No logré pronunciar la oración por completo, tampoco sabía cómo hubiese tenido que continuar. De todas formas, me di cuenta de que Catherine no me estaba escuchando. At one point, dijo ella después de algún tiempo, at one point we thought we might raise silkworms in one of the empty rooms. But then we never did. Oh, for the countless things one fails to do! Años después de estas pocas palabras intercambiadas con Catherine Ashbury la he visto o he creído verla una vez, en Berlín, en marzo de 1993. Había ido en metro hasta la Schlesischen Tor y después de caminar un poco por esta triste zona, me encontré con un pequeño grupo de gente que delante de un edificio destartalado, anteriormente quizá un cobertizo para carruajes o algo parecido, estaba esperando a que le dejaran entrar. Según un programa, en el teatro, que se encontraba detrás de esta fachada, cualquier cosa antes que teatral, tenían en cartelera un fragmento de Jakob Michael Reinhold Lenz que yo desconocía. Dentro, en la sala en penumbra, había que tomar asiento en pequeñas sillas de madera, por lo que de inmediato se llegaba a un estado infantil de anhelo impaciente de lo fantástico. Y antes de que pudiera rendir cuenta de tales pensamientos, ya había aparecido ella sobre el escenario, y, lo que era increíble, con el mismo vestido rojo, con su mismo cabello claro, el mismo sombrero de peregrino, ella o su vivo retrato, Catalina de Siena, en una habitación vacía y después muy lejos de la casa de su padre, cansada del calor del día, de las espinas y las piedras. Recuerdo que el trasfondo era una montaña, acaso un precipicio en Trentino, al pie de los Alpes, verde como el agua, como recién emergido del océano Glacial Ártico. Y Catalina, cuando la luz del sol se hubo hundido, se tendió bajo un árbol invisible, se quitó los zapatos y dejó su sombrero a un lado. Creo, dijo, que quiero dormir aquí, cuando menos reposar un poco. Cálmate, corazón mío. La noche tranquila arropa los sentidos enfermos con su manto…

Se necesitan más de cuatro horas para bajar de Woodbridge hasta Orford situado a la orilla del mar.

Las calles y los caminos conducen a través de una región vacía, arenosa, en la que, al final de un largo verano sin lluvia, amplios trechos se asemejan casi a un desierto. Esta tierra, desde siempre, ha tenido una población extremadamente escasa, apenas se ha aprovechado y no ha sido más que un pasto de ovejas entre dos horizontes. Cuando a principios del siglo XIX desaparecieron las ovejas y sus pastores, el brezo y árboles bajos y retorcidos comenzaron a extenderse por todas partes. Los señores de Rendlesham Hall, Sudbourne Hall, Orwell Park y Ash High House, quienes excepto una parte mínima se repartían toda la zona de los denominados Sandlings, fomentaron con todos los medios a su alcance la creación de condiciones favorables para la caza menor, en la época victoriana cada vez más de moda. A causa de su necesidad de legitimarse en la aristocracia, hombres de una situación económica acomodada, que habían logrado enormes riquezas gracias a sus empresas industriales, adquirieron grandes casas de campo y terrenos donde los mismos principios de un adecuado aprovechamiento económico, que de lo contrario proclamaban con firmeza, se replegaban en favor de la caza, en sí misma infructuosa y orientada puramente a la destrucción, pero a la que al parecer nadie tenía por absurda. Si antaño la caza en cotos y sendas de venado expresamente adecuados a este fin y con frecuencia conservados a lo largo de los siglos había sido un privilegio de la casa real y de la aristocracia local, ahora todo aquel que quisiera canjear sus beneficios en bolsa por fama y prestigio convocaba en su casa varias veces por temporada, con el mayor derroche ostentativo posible, a las llamadas hunting parties. La consideración que podía adquirirse en calidad de anfitrión de una partida tal se hallaba, aparte del rango y nombre de los invitados, en una relación directamente proporcional con el número de las víctimas cazadas. Toda la administración de los terrenos fue determinada por aquello que fuese necesario para afianzar e incrementar las reservas de caza. Todos los años se criaban miles de faisanes en recintos que después se dejaban en libertad en los enormes cotos de caza, perdidos para el cultivo, y que habían hecho inaccesibles en su mayor parte. La población del campo, cuyos derechos disminuían en una medida creciente, se veía obligada a abandonar los lugares heredados donde había vivido desde generaciones en cuanto que no encontró una colocación en la cría del faisán o de los perros, como guardabosques, monteros o en cualquier otro negocio de alguna manera relacionado con la caza. Un hecho significativo es que en Hollesley Bay, al comienzo de este siglo, justo detrás de la costa, se instalara un campamento de trabajo para los que no tenían empleo, que más tarde se llamaría Colonial College, del que muchos, después de cierto plazo, emigraban en su mayoría a Nueva Zelanda o a Australia. Actualmente en los edificios del centro de Hollesley Bay hay una cárcel de régimen abierto para menores a los que, siempre en grupos, se ve trabajando en los campos de las inmediaciones con sus chaquetas que despiden luminiscencias de un rojo anaranjado. El culto al faisán alcanzó su punto álgido en los decenios anteriores a la primera guerra mundial. Por aquel entonces, sólo Sudbourne Hall daba trabajo a dos docenas de guardabosques y a un sastre propio para la confección y el mantenimiento de la librea que llevaban. A veces se disparaba a seis mil faisanes en un único día, por no mencionar el resto de las aves, liebres y conejos. Las cifras vertiginosas se detallaban pulcramente en los registros de las casas que competían entre sí. Bawdsey Estate era una de las fincas de caza y campo más importantes de los Sandlings, de más de ocho mil yugadas, a la orilla norte del río Deben. Al comienzo de los años ochenta, sir Cuthbert Quilter, un empresario proveniente de las clases más bajas, se construyó una residencia familiar en un lugar prominente de la desembocadura del río, que por una parte recordaba una mansión isabelina, y por otra al palacio de un maharajá hindú. Quilter creía que con el acabado de esta maravilla arquitectónica demostraba la.validez de la posición que había alcanzado de una forma igual de irrevocable que la divisa heráldica que había escogido, la cual rechazaba todo tipo de compromiso burgués: Plutôt Mourir que Changer. Hombres como él se encontraban entonces en la cumbre de su afán de poder. Desde su posición elevada no podía comprender por qué no habría de continuar todo de igual manera, de un éxito espectacular al otro. No en vano la emperatriz alemana se detenía a descansar en Felixstowe, al otro lado del río, que en los últimos años se había convertido en un balneario selecto. El Hohenzollern, el yate que durante semanas permanecía anclado en su costa, era un signo visible de las posibilidades que ahora se abrían a un espíritu emprendedor. Bajo los auspicios de sus altezas imperiales, la costa del mar del Norte, dotada de todos los adelantos de la vida moderna, podía encumbrarse en una colonia de salud para las clases más altas. Los hoteles surgían hasta debajo de las piedras. Se construyeron paseos e instalaciones de baños. Los muelles se adentraban en el mar. Incluso en el rincón con diferencia más abandonado de toda la región, en la localidad de Shingle Street, en la actualidad no más que una única y desolada hilera de casas y cabanas bajas donde nunca he visto un ser humano, en aquel entonces, si las fuentes son fiables, se construyó un balnerario para doscientos huéspedes, entre tanto desaparecido sin dejar rastro, con el grandioso nombre de Germán Ocean Mansions, cuyo personal fue contratado exclusivamente en Alemania. Parece que en aquellos años se iniciaron todo tipo de lazos entre las dos orillas del mar del Norte, entre el imperio británico y alemán, lazos que principalmente encontraban su expresión característica en las monumentales aberraciones de gusto de aquellos que a cualquier precio querían asegurarse un lugar al sol. Sin ninguna duda, el castillo de hadas anglohindú de Cuthbert Quilter, emplazado en mitad de las dunas, hubiese correspondido a la sensibilidad artística del emperador alemán, a quien, como es sabido, no había nada que le gustase más que todo tipo de extravagancias. Por otra parte, es fácil imaginarse a Quilter, que por cada millón en que se incrementaba su fortuna añadía una torre más a su castillo, en calidad de invitado a bordo del Hohenzollern, por ejemplo, con los señores también invitados del admiraltazgo durante los ejercicios comunes de gimnasia que por regla general precedían al culto religioso de los domingos que se celebraba en alta mar. No hubiese existido plan, por osado que éste fuera, que un hombre como Quilter, motivado por alguien de su mismo gusto como el emperador Guillermo, no hubiera desarrollado, como por ejemplo un paraíso de aire fresco al servicio nacional del fortalecimiento físico desde Felixstowe pasando por Norderney hasta Sylt, o la fundación de una nueva civilización del mar del Norte, cuando no de una alianza mundial anglogermánica, en cuyo emblema se hubiera podido erigir una catedral nacional en la isla de Helgoland, visible al otro lado del mar. Es natural que el verdadero transcurso de la historia haya sido completamente distinto, porque siempre que uno se imagina el futuro más hermoso está ya encaminado a la siguiente catástrofe. Se declaró la guerra, los empleados alemanes del hotel fueron enviados de vuelta a su patria, los huéspedes de verano no acudieron, apareció un zepelín, una mañana, cual ballena volante sobre la costa, al otro lado del canal de la Mancha rodaban interminables caravanas de tropas y material hacia el campo de batalla, partes enteras del país fueron roturadas por el fuego de las granadas, en la zona mortal de entre las fronteras los cadáveres fosforecían. El emperador alemán perdió su imperio y lentamente se derrumbó también el imperio de Cuthbert Quilter, quien hasta tal punto vio disminuir sus medios, que antaño parecieron inagotables, que ya no podía garantizar una administración sensata. Entre tanto, Raymond Quilter, el siguiente en tomar posesión de la herencia de Bawdsey, colaboraba en el esparcimiento de la ahora algo menos distinguida población de vacaciones de Felixstowe, realizando sensacionales saltos de paracaidismo en la playa. En 1936 tuvo que vender Bawdsey Manor al Estado. El producto de la venta le alcanzó para liquidar los impuestos así como para seguir financiando su pasión por el vuelo que estaba por encima de todo. Además, Raymond Quilter, que durante el traspaso de la residencia familiar se había instalado en la antigua casa del chófer, conservó la costumbre de no hospedarse en Londres salvo en el Dorchester. Como muestra de la estima especial que allí se le profesaba, cada vez que llegaba, se izaba, junto a la Union Jack, el estandarte de los Quilter, un faisán dorado sobre fondo negro, lo que constituía un privilegio muy poco frecuente que habría de ser adscrito a la fama de caballerosidad que Quilter disfrutaba entre el personal de la casa, en tales asuntos extremadamente discreto, desde que él, en apariencia sin pesar alguno, se hubo separado de los terrenos que su tío abuelo había ido juntando por vía adquisitiva y desde que él, a excepción de cierto capital disponible, no podía llamar nada suyo propio más que un avión y una pista de despegue en un campo solitario. De igual forma que Bawdsey, la propiedad de Quilter, en los años posteriores a la primera guerra mundial se descompusieron numerosas fincas. Las mansiones señoriales fueron abandonadas a su ruina o dirigidas a otros fines, como internados para muchachos jóvenes, reformatorios y manicomios, residencias de ancianos y campos de acogida para refugiados del Tercer Reich. Bawdsey Manor fue, durante mucho tiempo, el domicilio y laboratorio del grupo de investigación que bajo la dirección de Robert Watson-Watt desarrolló el sistema de detección por radar que ahora surca el espacio entero con su red invisible. Por cierto, la zona entre Woodbridge y el mar sigue estando aún repleta de instalaciones militares. Siempre que se camina por la vasta meseta, se pasa por delante de las puertas de los cuarteles militares y de algunas áreas valladas, donde medio a escondidas, detrás de esporádicas plantaciones de pinos en hangares camuflados y búnqueres cubiertos de hierba, hay armas almacenadas con las que -en caso de necesidad- países y continentes enteros pueden transformarse, en el más breve plazo de tiempo, en un montón humeante de piedra y ceniza. Cuando, cerca de Orford y ya cansado del largo camino, me vi dentro de una tormenta de arena, se me vino esta idea a la mente. Me estaba acercando a la linde del bosque de Rendelsham, de unos cuantos kilómetros cuadrados que, en su mayor parte, durante la terrible noche huracanada del 16 al 17 de octubre de 1987, había quedado reducido a troncos y ramas cortadas, cuando al cabo de pocos minutos se oscureció el cielo que hacía un momento había estado brillando con claridad y se levantó un viento que, por encima de la superficie de tierra abrasada, soplaba el polvo formando remolinos que giraban fantasmagóricamente. La luz del día restante comenzó a extinguirse, todos los contornos desaparecieron en un sofocante crepúsculo marrón-grisáceo pronto surcado por poderosas ráfagas ininterrumpidas que causaban estragos a su paso. Me agaché detrás de un terraplén de raíces amontonadas y noté que el campo de visión venía estrechándose, lentamente, desde el horizonte. En vano intentaba, por entre la confusión cada vez más próxima, atisbar características que acababan de estar presentes en mi campo visual, pero a cada abrir y cerrar de ojos el espacio se estrechaba aún más. Incluso en la cercanía más inmediata pronto no hubo la más mínima línea o figura. El polvo diminuto fluía de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, de todas partes hacia todas partes, subía a las alturas y bajaba murmurando, un único centelleo y revoloteo que continuó durante una hora, mientras que, un poco más tierra adentro, como supe más tarde, estaba cayendo una fuerte tormenta.

Despacio, cuando la tempestad se apaciguó, de la penumbra surgieron los remolinos de arena en forma de olas que habían enterrado bajo sí la madera partida.

Sin aliento, con la boca y la garganta secas, como el último superviviente, pensaba, de una caravana que había sucumbido en el desierto, salí arrastrándome del agujero que se había formado en torno a mí. Alrededor había un silencio mortal, no se movía un soplo más de aire, no se podía oír ningún sonido de pájaros, ningún crujido, nada, y aunque ahora todo se hacía más luminoso, el sol que estaba en el cénit seguía oculto detrás de los jirones que aún permanecieron suspendidos en el aire largo tiempo y que estaban formados por un polvo tan fino como el polen sobrante de una tierra que se desintegra con lentitud. Anduve el resto del camino en un completo estado de sopor. Sólo recuerdo que la lengua se me quedaba pegada al paladar y que creí no estar avanzando ni un metro. Cuando por fin llegué a Orford, lo primero que hice fue subirme al tejado de la torre del homenaje, desde el que, por encima de las pequeñas casas de ladrillo y los verdes jardines y pálidos campos de regadío, se puede ver hasta la orilla del mar perdiéndose en dirección norte y sur en los vapores de la lejanía. La fortaleza de Orford se concluyó en 1165 y siguió siendo durante siglos el baluarte principal contra las invasiones que aquí eran una amenaza constante. Hasta que Napoleón no se entretuvo con la idea de conquistar las islas británicas -es muy conocido que sus ingenieros más osados proyectaron un túnel bajo el canal de la Mancha y soñaban con un ejército de globos aerostáticos-, no se tomaron nuevas medidas defensivas construyendo poderosos fuertes redondos en la playa a una distancia de pocos kilómetros entre sí. Solamente entre Felixstowe y Orford hay siete de estas llamadas torres Martello, cuya utilidad, que yo sepa, nunca ha sido puesta a prueba. Pronto se retiraron las tropas y desde entonces la muralla vacía sirve sobre todo a los buhos que emprenden sus silenciosos vuelos nocturnos desde las almenas. Al comienzo de los años cuarenta, los técnicos de Bawdsey erigieron los primeros postes de radar a lo largo de la costa este; construcciones inquietantes, de madera, de más de ochenta metros de altura, que se oían gemir en las noches tranquilas y de cuya finalidad se sabía tan poco como de los otros muchos proyectos secretos que en aquel tiempo se desarrollaban en las estaciones militares de investigación en las inmediaciones de Orford. Todo ello daba pábulo, naturalmente, a las suposiciones más encontradas sobre una red invisible de rayos mortales, sobre un nuevo tipo de gas que agredía el sistema nervioso o cualquier otro medio de aniquilación en masa que en sus repercusiones supera lo imaginable, y que se pondría en funcionamiento en el caso de un intento de desembarco alemán. De hecho, hasta hace poco, en los archivos del Ministerio de Defensa, había un documento titulado Evacuation of the Civil Population from Shingle Street, Suffolk que, a diferencia de otros documentos parecidos, por lo general desclasificados después de treinta años, debía permanecer setenta y cinco bajo llave, pues conforme a un rumor, que no pudo erradicarse, contenía detalles sobre un terrible percance que sucedió en Shingle Street, del que no podía responsabilizarse ante la opinión pública. Así, por ejemplo, ha llegado a mis oídos que en Shingle Street se había experimentado con armas biológicas, desarrolladas para la inhabitabilidad de regiones enteras. También he oído hablar de un sistema de canalización que se adentra en el mar, mediante el que, en caso de invasión, se haría estallar, con una velocidad parecida a la de un estampido, un incendio petrolífero de una intensidad tal, que la superficie del agua comenzaría a hervir. Dicen que, en el marco de estos experimentos, una compañía entera de pioneros ingleses, por un descuido, si es que se puede decir así, encontró la muerte y al parecer del modo más espantoso, como han informado los testigos, que declaran haber visto con sus propios ojos los cuerpos carbonizados, deformados por el dolor, tumbados en la playa, mejor dicho, en el mar, aún agachados dentro de sus embarcaciones. Otros, por el contrario, afirman que los que habían perdido la vida en la pared de fuego eran tropas de desembarque alemanas con uniforme inglés. Cuando finalmente, en 1992, tras una larga campaña de los periódicos del lugar, el documento de Shingle Street pasó a disposición pública, quedó demostrado que excepto algunas alusiones inofensivas a ensayos con gas no contenía nada que hubiese justificado el mantenimiento del secreto ni confirmado las historias que circulaban desde el final de la guerra. But it seems likely, escribe uno de los comentaristas, that sensitive material was removed before the file was opened and so the mystery of Shingle Street remains. Seguramente este tipo de rumores en torno a Shingle Street habrá prevalecido con tanta tenacidad, entre otras cosas, a causa de que el Ministerio de Defensa, durante la era de la guerra fría, tenía en funcionamiento en la costa de Suffolk los denominados Secret Weapons Research Establishments, de cuya labor se había impuesto el silencio más estricto. En cualquier caso, la población de Orford, por ejemplo, no pudo hacer más que todo tipo de conjeturas sobre lo que acontecía en el centro de investigaciones de Orfordness, que, aunque claramente visible desde la ciudad, era prácticamente tan inalcanzable como el desierto de Nevada o los atolones del mar del Sur. Yo, por mi parte, aún me acuerdo perfectamente de mi primera visita a Orford en el año 1972 y de cuando estuve en el puerto, mirando hacia el terreno de la otra orilla que los lugareños acostumbraban a llamar sólo The Island, parecida a una colonia penal del Lejano Oriente. Antes ya había estado estudiando en el mapa la extraña forma de la costa en las inmediaciones de Orfordness, y me había sentido atraído por la lengua de tierra extraterritorial, por describirla de alguna forma, que, a lo largo de los milenios se había ido interponiendo desde el norte, piedra a piedra, entre la desembocadura del río Alde y el mar, de tal forma que el curso inferior del Ore, el río de marea, antes de verterse en el mar, fluye a lo largo de veinte kilómetros, aproximadamente, justo detrás de la actual, o, dicho de otra forma, delante de la antigua costa. Si entonces, en mi primera estancia en Orford, ir a «la Isla» quedaba completamente descartado, ahora ya no había nada en contra de semejante propósito. Hacía ya algunos años que el Ministerio de Defensa había cesado las investigaciones secretas, y uno de los hombres sin trabajo que se sentaban junto al muro del puerto se ofreció sin más a llevarme al otro lado por un par de libras y después, cuando hubiese terminado de dar mi paseo y le hiciera señas, traerme de vuelta. Mientras cruzábamos el río en su cúter diesel azul, me contaba que Orfordness seguía siendo evitado. Incluso los pescadores de la playa que, como es sabido, con lo que más familiarizados están es con la soledad, después de un par de intentos dejaron de echar sus cañas ahí fuera, durante la noche, dicen que porque no merecía la pena, pero la verdad es que era imposible soportar el abandono de este puesto confinado a la nada y que en algunos casos había ocasionado prolongadas melancolías depresivas. Una vez llegado al otro lado de la orilla, me despedí de mi barquero y, después de haberme encaramado al terraplén, anduve a lo largo de un camino de asfalto parcialmente recubierto de hierba a través de un campo descolorido que se extendía alrededor. Era un día turbio y sofocante, y tan calmo que ni siquiera se movían las espigas de la delgada hierba del páramo. Al cabo de unos pocos minutos ya me parecía estar caminando por un país ignoto, y aún ahora recuerdo que, al mismo tiempo, me sentía completamente liberado e ilimitadamente oprimido. Ni siquiera había un solo pensamiento en mi cabeza. Con cada paso se hacía cada vez mayor el vacío en mí y a mi alrededor, y el silencio más profundo.

Supongo que por eso me llevé un susto casi mortal cuando, justo delante de mis pies, una liebre, que había permanecido oculta entre los matojos junto al borde del camino, echó a correr, primero a lo largo de la carretera resquebrajada, y después de hacer uno, dos regates, otra vez hacia el interior del campo. Mientras me estaba acercando, tuvo que haberse quedado acurrucada en su guarida, con el corazón latiéndole a toda velocidad, hasta que casi era demasiado tarde para salvar su vida. En el escaso instante en que la parálisis que había hecho presa en ella se transformó en el movimiento pánico de la huida, me trascendió su miedo. Con una claridad sin menoscabo, incluso con una claridad que traspasa mi capacidad de entendimiento, veo todavía lo que sucedió en este momento de sobresalto apenas decidido en una fracción de segundo.

Veo el borde del asfalto grisáceo, cada uno de los tallos de hierba, veo cómo la liebre sale de un salto de su escondrijo, con las orejas agachadas y con una cara extrañamente humana, inmóvil por el miedo, descompuesta, de alguna forma, y, en sus ojos, dirigidos hacia atrás, casi desorbitados por el terror durante la huida, me veo a mí mismo, fundido en uno con ella. Hasta que no pasó media hora, cuando alcancé la amplia zanja que separa la estepa de hierba del enorme banco de arena que baja a la playa, la sangre no dejó de fluir bulliciosamente por mis venas. Después me detuve un buen rato sobre el puente que conduce al terreno del antiguo centro de investigación. Muy por detrás de mí, al oeste, se esbozaban las ligeras elevaciones de la tierra habitada, hacia el norte y hacia el sur relumbraba el cauce de lodo del brazo muerto del río atravesado por una débil corriente de agua, y por delante no había más que destrucción. Las edificaciones de hormigón, medio enterradas bajo ingentes cantidades de piedra, en las que, a lo largo de casi toda mi vida, cientos de técnicos habían estado trabajando en el desarrollo de nuevos sistemas de armas, desde lejos, probablemente a causa de su extraña forma cónica, causaban un efecto de túmulos funerarios en los que en una época prehistórica se había dado sepultura a grandes cabecillas junto con todas sus herramientas, con todo su oro y toda su plata. Varias construcciones a modo de templo o pagoda, que de ningún modo pude asociar a dependencias militares, intensificaron mi impresión de encontrarme en un área cuya finalidad iba más allá de lo profano. Pero cuanto más me acercaba a las ruinas tanto más se desvanecía la idea de una isla misteriosa de los muertos y me figuraba estar entre los restos de nuestra propia civilización perdida en una catástrofe venidera. Así como para un extraño nacido más tarde, que sin disponer del más mínimo conocimiento de la naturaleza de nuestra sociedad camina por entre las montañas de basura de metal y chatarra que hemos dejado atrás, también para mí constituía un acertijo el tipo de seres que había vivido y trabajado aquí y la finalidad de las instalaciones primitivas en el interior del búnquer, de los raíles de hierro debajo de los techos, los ganchos en las paredes en parte cubiertas aún de azulejos, las bocas de riego grandes como platos, las rampas y los filtros de grava. Ahora mismo, en el momento en que lo escribo, tampoco soy capaz de decir el lugar y el tiempo en los que estuve aquel día en Orfordness. Por último, de eso todavía me acuerdo, caminé a lo largo del elevado dique, desde el Chinese Wall Bridge y por la antigua estación de bombeo hacia el muelle, donde a mi izquierda, en la estepa, había un campamento negro de barracas y a mano derecha, al otro lado del río, la tierra firme. Mientras sentado en el muelle esperaba al barquero, el sol del atardecer irrumpió de las nubes haciendo resplandecer la orilla del mar que allí iniciaba su curvatura. La marea subió el cauce del río, el agua resplandecía como hojalata, de los mástiles de radiodifusión que sobresalían sobre los campos de regadío provenía un zumbido uniforme, apenas perceptible. Los tejados y las torres de Orford, tan cercanos que parecían poder tocarse, escudriñaban el horizonte entre las coronas de los árboles. Allí, pensé, me sentí una vez como en casa, y después, al contraluz cada vez más cegador, me pareció de pronto como si aquí y allá, entre los tonos que se tornaban más oscuros, las aspas de molinos hace ya tiempo desaparecidos girasen en fuertes sacudidas al viento.

IX

Después de mi estancia en Orford, me dirigí al interior del país en uno de los autobuses rojos de la Eastern Counties Ómnibus Company que pasaba por Woodbridge, y una vez en Yox-ford me adentré caminando, con rumbo noroeste, por una antigua calzada romana que se extiende por la parte inferior del pequeño pueblo de Harleston, escasamente habitado. En casi cuatro horas de marcha no vi nada más que campos de cereales, ya cosechados en su mayoría, que se prolongaban hasta el horizonte, cielo cubierto de una profunda nubosidad y granjas separadas entre sí a una distancia de dos o tres kilómetros, mayormente rodeadas de pequeñas islas de árboles. Apenas me crucé con algún vehículo mientras caminaba sobre lo que parecía ser una recta interminable, y entonces no sabía, como tampoco lo sé ahora, si apreciaba la marcha solitaria como un beneficio o como un tormento. A ratos se rasgaba un jirón de la capa de nubes de aquel día en mi memoria unas veces pesado como el plomo, otras completamente liviano. Entonces descendieron los rayos del sol en abanico sobre la tierra, iluminando éste o aquel lugar, exactamente de la misma forma que en otro tiempo había sido habitual en representaciones religiosas que simbolizaban el gobierno de una instancia superior. Era por la tarde cuando llegué al camino que se desvía de la calzada romana por una de las llamadas cattle-grid y que discurre a través de una dehesa hasta la Moat Farm, rodeada de una oscura acequia de irrigación, donde Alec Garrard lleva más de dos décadas construyendo un modelo del templo de Jerusalén. Alec Garrard, que tendrá poco más de sesenta años y ha trabajado durante toda su vida en el campo, fue a dar con la construcción de modelos en miniatura poco después de dejar la escuela del pueblo, y al igual que muchos modelistas empezó en largas noches de invierno, pegando con cola pequeños trozos de madera, construyendo todo tipo de embarcaciones y veleros y barcos de renombre como el Cutty Sark y el Mary Rose. Una tarde, a finales de los años sesenta, cuando, me contó después, estaba a punto de dar de comer a los animales, esta ocupación, que pronto acabó degenerando en pasión, y el interés, que, en calidad de predicador metodista aficionado, tenía desde hacía ya mucho tiempo por los fundamentos verídicos de la historia bíblica, le llevaron a la idea de construir el templo de Jerusalén exactamente igual a como había sido al comienzo de nuestra cronología. Moat Farm es una casa tranquila, algo lúgubre. Cada una de las veces que le he visitado, me dirijo a la puerta de entrada, viniendo de la carretera, después de haber pasado por el pequeño puente sobre la acequia, y nunca he podido ver a ningún ser humano. Tampoco el accionamiento de la pesada aldaba de latón provoca la salida de nadie desde el interior de la casa. La araucaria chilena se eleva inerte en el patio delantero. Incluso los patos de la acequia permanecen inmóviles en el agua. Si a través de las ventanas se echa un vistazo al mobiliario aletargado y en apariencia inalterable desde siempre en sus posiciones, a la mesa de comedor reluciente como un espejo y a los sillones, a la cómoda de caoba, a las poltronas forradas de terciopelo rojo oscuro, a la chimenea y a los adornos y figuras de porcelana ordenados sobre la repisa de la chimenea, se tiene la impresión de que los habitantes están de viaje o muertos. Pero justo cuando tras una larga espera y escucha, y con la sensación de ser tal vez un huésped llegado a hora inoportuna, uno se quiere dar la vuelta, se cae en la cuenta de que Alec Garrard ya está esperando a cierta distancia. De esta misma forma sucedió aquel día de finales de verano en que llegué a pie desde Yoxford. Alec Garrard vestía, como siempre, su mono verde de trabajo y sus gafas de relojero. Intercambiamos un par de palabras sin importancia en tanto nos acercábamos al henil en el que el templo va creciendo en pos de su perfección. No obstante, debido al tamaño de la construcción del modelo que abarca una superficie de casi diez metros cuadrados, así como a la menudencia y precisión de cada una de las piezas, este proceso de perfeccionamiento sale adelante con tanta lentitud, que apenas se puede reconocer un avance de un año para el otro, aunque Alec Garrard, según me dijo él mismo, había limitado la agricultura progresivamente para poder dedicarse por completo a la construcción del templo. Que sólo le quedaban un par de cabezas de ganado, dijo, y esto más bien por cariño que por obtener ganancias. Yo mismo había observado que las vastas superficies de tierras de cultivo en torno a la casa volvían a ser casi exclusivamente praderas y que vendía el heno a sus vecinos en hierba. Que hacía una eternidad que no se había vuelto a montar en un tractor. Ahora apenas pasaba un día en el que no trabajase en el templo por lo menos un par de horas. Casi todo el mes anterior lo había invertido únicamente en pintar las cien figuras, de ni siquiera un centímetro, de las que ya había muchas más de dos mil poblando el área del templo. Por no hablar, dijo Alec Garrard, de las constantes modificaciones que tengo que hacer en la construcción, cuando mis indagaciones conducen a nuevos resultados.

Es sabido que los arqueólogos no están de acuerdo sobre la posición exacta del templo, y también mis propios conocimientos, muchas veces adquiridos con esfuerzo, dijo Alec Garrard, no son en todo caso más fiables que las opiniones de los científicos desavenidos, pese a que, en la actualidad, el modelo que yo he construido está considerado generalmente como la reproducción más fiel del templo que se ha creado nunca. Entre tanto llegan visitas de todo el mundo, decía Alec Garrard, historiadores de la Biblia de Oxford y exegetas de Manchester, expertos en excavaciones de Tierra Santa, judíos ultraortodoxos de Londres y representantes de sectas evangelistas de California, que le habían propuesto volver a construir el templo conforme a sus medidas originales en el desierto de Nevada. Varios programas de televisión y editores le acosaban con sus proyectos, e incluso lord Rothschild se había ofrecido a hacer el templo accesible al público, después de su acabado, en el vestíbulo de su palacio de campo emplazado en las cercanías de Aylesbury. La única ventaja que hasta ahora le había traído consigo la sensación despertada por su trabajo consistía en que sus vecinos, igual que aquellos miembros de su propio círculo familiar que de alguna forma habían expresado abiertamente sus dudas en cuanto a sus facultades mentales, se abstenían de hacer semejantes comentarios peyorativos. Que le parecía absolutamente comprensible, dijo Alec Garrard, la facilidad con que se podía tener por loco a un ser humano que año tras año se seguía enredando en sus delirios y se entretenía en un henil sin calefacción, en definitiva sin sentido y sin utilidad, con una obra de bricolaje que rompía todos los esquemas habituales, en especial en cuanto que esta persona, al mismo tiempo, dejaba de labrar los campos y de procurar el cobro de las subvenciones que le correspondían. En realidad, nunca le había preocupado lo que pensaran de él sus cada vez más ricos vecinos con la absurda política agraria de Bruselas, pero el que a su mujer y a sus hijos les hubiera parecido que él no estuviera en sus cabales, eso, decía Alec Garrard, a veces me oprimía más de lo que quería reconocer. Por eso, el día en que lord Rothschild entró con su limusina en mi patio supuso un giro significativo en mi vida, puesto que desde entonces incluso entre los míos estoy considerado como un erudito entregado a cosas serias. Por otra parte, el número en aumento de los visitantes me distrae de mi trabajo, y lo que aún queda por hacer sigue siendo muchísimo, hasta podría decirse que hoy día, dado que mis conocimientos cada vez son más precisos, mi trabajo me parece en todos los aspectos más difícil de llevar a cabo que hace diez o quince años. Uno de estos evangelistas americanos me preguntó una vez si el concepto que tengo del templo me había sido confiado a través de una revelación divina. And when I said to him it's nothing to do with divine revelation, he was very disappointed. If it had been divine revelation, I said to him, why would I have had to make alterations as I went along? No, it's just research really and work, endless hours of work, dijo Alec Garrard. Que había que estudiar la Misná, continuó, y todas las demás fuentes disponibles y la arquitectura romana y las particularidades de las construcciones erigidas por Herodes de Masada y Borodium, porque sólo así se llega a las ideas correctas. Al final, todo nuestro trabajo no reside más que en ideas, ideas que se modifican de continuo con el paso del tiempo, por lo que es habitual que induzcan a echar de nuevo abajo lo que ya se tenía por concluido y volver a comenzar de nuevo.

Probablemente no me hubiera aventurado a construir el templo si hubiera sabido las exigencias que me plantea un trabajo cada vez más desbordante y más minucioso. En definitiva, si lo que se quiere es causar la impresión de realismo en su conjunto, se deberá fabricar a mano y pintar expresamente cada uno de los casetones, de un centímetro cuadrado, de los techos de las columnatas, cada una de los cientos de columnas y cada uno de los miles de sillares. Ahora, cuando comienza a oscurecer lentamente en los márgenes de mi campo visual, a veces me pregunto si alguna vez acabaré la construcción y si todo lo que he creado hasta ahora no es más que una miserable chapuza. Pero en cambio, otros días, cuando la luz de la tarde penetra de soslayo por la ventana y dejo que la vista total produzca su efecto en mí, entonces, por momentos, veo el templo con sus pórticos y con las habitaciones de los sacerdotes, la guarnición romana, los baños, el mercado de avituallamiento, los lugares de sacrificio, las galerías y casas de cambio, las grandes puertas y escaleras, los antepatios y las provincias externas y las montañas al fondo, y lo veo todo así, como si ya estuviera terminado y como si estuviese en la antesala del paraíso. Por último, en una revista ilustrada que sacó trasteando bajo una pila de papeles, Alec Garrard me enseñó una vista aérea, a doble página, de la superficie del templo tal como está ahora: piedras blancas, cipreses oscuros y, en el centro, radiante, la cúpula dorada de la Mezquita de la Piedra, que inmediatamente me recordó la cúpula del nuevo reactor de Sizewell, en las claras noches de luna brillando muy por encima de tierra y mar, como un sagrario. El templo, dijo Alec Garrard mientras abandonábamos su taller, sólo sobrevivió cien años.

Perhaps this one will last a little longer. Sobre el pequeño puente de la acequia en el que nos detuvimos un rato, Alec Garrard me habló de su predilección por los patos, mientras unos cuantos nadaban tranquilamente sobre las aguas pescando el alimento que Alec sacaba de vez en cuando del bolsillo y les esparcía. Siempre, dijo, he tenido patos, ya desde niño, y el colorido de su plumaje, en especial el verde oscuro y el blanco como la nieve, me ha parecido siempre la única respuesta posible a las preguntas que me han interesado desde siempre. No lo recuerdo de otra forma. Cuando, al despedirme, le conté que había venido a pie desde Yoxford y que ahora quería seguir hasta Harleston, Alec dijo que podía ir con él en coche, porque de todos modos tenía que resolver algunas cosas en la ciudad.

Permanecimos en silencio el cuarto de hora que se tarda en llegar a Harleston, sentados, uno junto al otro, en la cabina de su Pick-up-Truck, y yo deseaba que el corto viaje por el campo no tuviera nunca fin, that we could go on and on, all the way to Jerusalem. Tuve que apearme en el Hotel Swan de Harleston, un viejo edificio de unas cuantas centurias, donde resultó que las habitaciones de huéspedes estaban decoradas con el mobiliario más horripilante que se pueda imaginar. La cabecera de la cama en tonos rosados consistía en una estructura de resopal de casi metro y medio de altura, jaspeada en negro, con sus diversos compartimentos y cuarterones semejante a un retablo; el tocador de patas finas estaba profusamente decorado con arabescos de oro y el espejo, empotrado en la puerta del armario, le daba a uno un aspecto extrañamente contrahecho. Como el entarimado era muy irregular y acusaba un fuerte declive hacia el lado de las ventanas, todos los muebles estaban de algún modo torcidos, de forma que hasta bien entrado el sueño estuve acosado por la sensación de encontrarme en una casa que se estaba cayendo. Por eso, a la mañana siguiente, abandoné el Hotel Swan con cierto alivio, y salí de la ciudad hacia los campos con dirección este. La región que estaba atravesando en un amplio arco tiene una población apenas más densa que aquella por la que había caminado el día anterior. Aproximadamente cada tres kilómetros se cruza una localidad que no suele sobrepasar la docena de casas, y a estas localidades, sin excepción, se les ha puesto el nombre del patrón de su respectiva iglesia parroquial, así que se llaman Santa María y San Miguel, San Pedro, San Jaime, San Andrés, San Lorenzo, San Juan y Santa Cruz, por lo que también sus habitantes aluden a toda la comarca por el nombre de Los Santos. Se dice, por ejemplo: he bought land in the Saints, clouds are coming up over the Saints, that's somewhere out in the Saints, etcétera. Yo mismo, al pasar por la llanura en su mayor parte desarbolada y sin embargo inabarcable con la vista, pensé that I might wellget lost in The Saints, debido a la frecuencia con que el sistema anguloso inglés de senderos me forzaba a cambiar de dirección o a continuar andando al azar, a campo traviesa, por aquellos lugares donde el camino marcado en el mapa estaba labrado o recubierto de hierba. Un par de veces creí que ya me había perdido, cuando, alrededor del mediodía, mi meta, la torre redonda de Santa Margarita, la iglesia de Ilketshall, emergió en lontananza. Media hora más tarde estaba sentado, con la espalda apoyada contra una lápida, en el cementerio de la comunidad que desde la Edad Media se había mantenido sin cambios en cuanto al número de habitantes. Era frecuente que los párrocos, que en los siglos XVIII y XIX ejercían su cargo en un sitio tan remoto, vivieran con sus familias en la pequeña ciudad más próxima, y que únicamente una o dos veces por semana se subieran a su coche con dirección al campo para oficiar una misa o mirar si todo seguía en orden. Uno de estos párrocos de Santa Margarita de Ilketshall fue el reverendo Ives, un matemático y helenista de cierto prestigio, que vivía en Bungay junto con su mujer y su hija y del que se nos ha transmitido que a la hora del crepúsculo gustaba de tomar un vaso de vino de Canarias. Corre el año 1795.

En los meses de verano acostumbra a visitarle un joven noble francés, huido a Inglaterra de los horrores de la Revolución. La mayoría de las veces charlan de los poemas épicos de Hornero, de la aritmética de Newton y de sus sendos viajes a América. De las extensiones que atravesaron y los bosques con árboles cuyos troncos sobresalían por encima de los pilares de las catedrales más grandes. Y las masas de agua del Niágara precipitándose a las profundidades, lo que suponía su eterno estruendo, cuando no había ningún ser humano apostado a la orilla de las cataratas consciente de su desvalimiento en este mundo. Charlotte, la hija de quince años del rector, escuchaba estas conversaciones con un fervor creciente, en especial cuando el distinguido invitado relataba historias fantásticas en las que aparecían guerreros adornados con plumas y muchachas indias cuya piel oscura mostraba un halo de palidez moral. Incluso una vez, de pura emoción, tuvo que salir corriendo al jardín cuando se estaba contando que el valiente perro de un eremita escoltó a una de estas muchachas, en su alma ya propensa al cristianismo, a través de la selva llena de peligros.

Cuando más tarde el narrador le preguntó qué era lo que de su relato le había conmovido de una forma tan especial, Charlotte explicó que había sido sobre todo la imagen del perro, la manera en que llevando en sus fauces el farol prendido a una estaca había precedido a Átala, la muchacha llena de miedo, iluminando su camino a través de la noche. Siempre eran pequeneces de este tipo las que le conmovían mucho más que pensamientos elevados. Así que estaba seguramente ligado al devenir de los acontecimientos que el vizconde, desterrado de su patria, a los ojos de Charlotte sin duda alguna rodeado de un aura romántica, al cabo de unas semanas se hiciera cargo paulatinamente de las tareas de preceptor y de confidente. Era lógico que practicaran el francés, hicieran dictados y conversación. Mas Charlotte también pidió a su amigo que desarrollara planes de estudio más elevados sobre la Edad Antigua, la topografía de Tierra Santa y la literatura italiana.

Durante largas horas de la tarde leían juntos Jerusalén libertada de Tasso y la Vida nueva, y no era extraño que el cuello de la joven exhibiera manchas escarlatas y que a el vizconde le latiera el corazón hasta el corbatín. El día solía terminar con una hora de música.

Cuando ya en el interior de la casa comenzaba levemente a oscurecer, fuera, la luz occidental continuaba iluminando el jardín, Charlotte tocaba esta o aquella pieza de su repertorio y el vizconde, appuyé au bout du piano, la escuchaba en silencio. Era consciente de que mediante el estudio común se acercaban cada día más, intentaba imponerse la mayor contención, estaba convencido de que no se atrevería a recoger el guante del suelo para devolvérselo, y, sin embargo, se sentía irresistiblemente atraído hacia ella. Con alguna consternación, escribe más tarde en sus Memorias de ultratumba, presentía cercano el momento en que habría de retirarme. La cena de despedida fue una ocasión hondamente triste en la que nadie supo decir nada apropiado y en la que a su término, para sorpresa del vizconde, no fue la madre, sino el padre quien se fue con Charlotte a la habitación de al lado, a la drawing room. Pero la madre, apunta el vizconde, quien ahora, en el cometido excepcional que debía desempeñar en menoscabo de todas las normas establecidas, causaba un efecto sumamente seductor, solicitó la mano del vizconde que, por así decirlo, estaba a punto de partir, para su hija, cuyo afecto, decía, ya le pertenecía por completo. Vos ya no tenéis patria, continuó, vuestros bienes se han vendido, vuestros padres ya no viven, qué habría entonces que pudiera haceros retornar a Francia. Quedaos con nosotros y aceptad vuestra herencia como si fuerais nuestro hijo adoptivo. A causa de la intervención evidentemente consentida del reverendo Ivés, el vizconde, que a duras penas era capaz de asimilar la generosidad de la oferta brindada a un emigrante sin medios, se vio abocado a la mayor perturbación interior imaginable. Pues por un lado, escribe, no había nada que anhelase tanto como poder pasar el resto de su vida en el seno de esta familia solitaria, ignorado por el mundo, y por otro había llegado el melodramático momento en que tenía que hacer la declaración de que ya estaba desposado. Bien es cierto que el matrimonio que había contraído en Francia, dispuesto por sus hermanas sin haber tenido en cuenta su parecer, se había quedado en una especie de formalidad, pero eso no cambiaba lo más mínimo la imposibilidad de la situación embarazosa en que había concurrido por sí mismo. Cuando, con los ojos medio cerrados, rehusa la oferta expuesta por la señora Ives con el grito de desesperación Arrêtez! Je suis marié!, ella cae desmayada, y no le queda más remedio que abandonar en el acto el hogar benefactor con el propósito de no regresar nunca. Más adelante, cuando estaba escribiendo el recuerdo del malhado día, se pregunta qué es lo que hubiera sucedido de haberse transformado y llevado una vida de gentleman chasseur en el apartado condado inglés. Probablemente nunca hubiera escrito una sola palabra, probablemente hubiera acabado por olvidar incluso mi lengua. ¿Cuánto, se pregunta, habría perdido Francia si yo me hubiese desvanecido de esta forma? Y a fin de cuentas, ¿no hubiese sido una vida mejor? ¿Acaso no es injusto desperdiciar la dicha propia por el ejercicio de un talento? ¿Mis escritos sobrepasarán mi tumba? ¿Habrá cuando menos alguien que pueda entenderlos aun en un mundo radicalmente transformado? El vizconde escribe estas líneas en el año 1822. Ahora es embajador del rey de Francia en la corte de Jorge IV. Una mañana, mientras está trabajando en su gabinete, su ayuda de cámara le anuncia que una tal lady Sutton había llegado en coche y deseaba hablarle. Cuando, en compañía de dos muchachos de unos dieciséis años que como ella visten de luto, la dama extranjera traspasa el umbral, le parece como si ella apenas fuese capaz de tenerse en pie por la emoción de la que en su interior es presa.

El vizconde toma su mano y la conduce a un sillón. Los dos muchachos se colocan a su lado. Entonces la dama, con voz queda, quebrada, dice mientras aparta las cintas de seda negra que penden de su cofia, Mylord, do you remember me? Y yo, escribe el vizconde, la reconocí de nuevo, después de veintisiete años me hallaba de nuevo sentado a su lado, y las lágrimas se asomaron a mis ojos y yo la veía, a través del velo de esas lágrimas, justo como había sido aquel verano sumergido ya desde hacía tanto tiempo en las sombras. Et vous, Madame, me reconnaissez-vous? le pregunté. Sin embargo, no contestó sino que me miró con una sonrisa tan triste que sospeché que nos habíamos amado mucho más de lo que entonces me había confesado. Llevo luto por mi madre, dijo, padre murió ya hace años. Con estas palabras me retiró su mano y cubrió su rostro. Mis hijos, continuó al cabo de un tiempo, son los hijos del almirante Sutton, con quien me casé tres años después de que os marcharais. Perdonadme. Hoy soy incapaz de deciros nada más. Le ofrecí mi brazo, dice el vizconde en sus notas, y, mientras la conducía de vuelta por la casa, bajando la escalera hacia su coche, sostuve su mano contra mi corazón y la sentí temblar en todo el cuerpo. Cuando el coche se alejó de mí, los dos muchachos estaban frente a ella, oscuros, como dos mudos criados. Quel boulversement des destinées! En los días sucesivos, escribe el vizconde, visité a lady Sutton cuatro veces más a la dirección de Kensington que me había dado. Los hijos, en cada ocasión, se encontraban fuera de la casa. Y nosotros hablábamos y callábamos, y a cada «¿Os acordáis?» emergía con mayor claridad nuestra vida pasada del cruel abismo del tiempo. Durante mi cuarta visita, Charlotte me pidió que redactara una carta de recomendación a George Canning, recientemente nombrado gobernador de India, para el mayor de sus dos hijos, que tenía previsto ir a Bombay. Dijo que el único motivo de su venida a Londres había sido este ruego, y ahora tenía que regresar a Bungay. Farewell! I shall never see you again! Farewell! Tras la dolorosa despedida pasé largas horas encerrado en mi gabinete de la embajada, e interrumpido constantemente por meditaciones y razonamientos inútiles, escribí nuestra desdichada historia. En mi fuero interno quedaba irremisiblemente la duda de si, escribiendo, no habría traicionado y perdido otra vez, y ésta de forma decisiva, a Charlotte Ives. También es cierto que no soy capaz de preservarme de mis recuerdos, que con tanta asiduidad y tan de improviso me subyugan, si no es por medio de escribir. Si permanecieran aprisionados en mi memoria, con el paso del tiempo se tornarían más y más pesados, de modo que yo acabaría por desmoronarme bajo su carga en constante aumento. Durante meses y años los recuerdos reposan adormecidos en nuestro interior y siguen proliferando en silencio hasta que son evocados por una fruslería cualquiera, y de una forma extraña nos ciegan para toda la vida. ¡Cuántas veces no habré tenido por un negocio ignominioso mis recuerdos y la transposición del recuerdo a la escritura, en el fondo reprobable! Y sin embargo, ¿qué sería de nosotros sin los recuerdos? No seríamos capaces de clasificar los pensamientos más sencillos, el corazón más sensible perdería la capacidad de profesar afecto por otro, nuestro ser sólo se conformaría de una sucesión infinita de momentos sin sentido, y no existiría más la huella de un pasado. ¡Qué mísera es nuestra vida! Está tan colmada de fantasías erróneas, es tan vana, que casi se reduce a la sombra de las quimeras que nuestra memoria deja en libertad. La sensación de lejanía se hace cada vez más terrible en mi interior. Cuando ayer pasé por Hyde Park, me sentía inefablemente infeliz y arrojado a una multitud animada. Como si estuviera mirando desde lejos, veía a las bellas jóvenes inglesas con esa confusión impaciente que yo antes percibía en el abrazo. Y hoy ya casi no levanto los ojos de mi quehacer. Estoy cerca de volverme invisible, ya me parezco en cierto modo a un muerto. Quizá por eso, visto desde mi punto de observación, el mundo, que casi he abandonado, está circundado de un secreto especial.

La historia del encuentro con Charlotte Ives sólo es un diminuto fragmento de las memorias, de más de unos cuantos miles de páginas, del vizconde de Chateaubriand. En 1806, en Roma, empieza a agitarse en él por vez primera el deseo de sondear los abismos y profundidades de su alma. En 1811 Chateaubriand acomete seriamente este proyecto, y a partir de este momento trabaja, siempre que las circunstancias de su vida tan gloriosa como atormentada lo permiten, en la redacción de una obra que crece con desmesura. El desarrollo de los sentimientos y pensamientos propios acontece ante el trasfondo de las grandes convulsiones de aquellos años: Revolución, régimen del terror, exilio, ascenso y caída de Napoleón, Restauración y el reinado de la burguesía se alternan en la obra representada sobre el escenario del teatro del mundo que nunca quiere tomar fin, que en igual medida atrae la compasión del espectador privilegiado y la de la multitud anónima.

Constantemente los bastidores se transforman. Desde la cubierta de un barco divisamos la costa de Virginia, visitamos el arsenal de la marina en Greenwich, admiramos la grandiosa pintura del incendio de Moscú, paseamos por las instalaciones de los baños de Bohemia y nos convertimos en testigos del bombardeo de Thionville. Fanales de fuego alumbran las almenas de la ciudad ocupadas por miles de soldados, las órbitas incandescentes de los proyectiles se cruzan en el aire oscuro y antes de cada cañonazo un reflejo penetrante asciende por encima de las nubes amontonadas hasta el cénit azul. A veces el ruido del combate se extingue un par de segundos. Entonces se percibe el redoble de los tambores, las charangas de hojalata y el grito vibrante de una orden, que se introduce hasta la médula, a punto de quebrarse. Sentinelles, prenez garde à vous!

Semejantes descripciones pintorescas de escenarios militares y campañas del Estado en el contexto general de la labor del recuerdo constituyen, por así decirlo, los puntos álgidos de la historia que a ciegas se tambalea de una desgracia a la siguiente. El cronista, que ha sido partícipe y que en su interior vuelve a hacer presente lo que ha visto, escribe sus experiencias en un acto de automutilación del propio cuerpo. A través de tal escritura convertido en un mártir ejemplar de aquello a lo que nos ha sentenciado la providencia, yace, aún en vida, en la tumba, que representa la obra de sus memorias. La recapitulación del pasado está, desde sus comienzos, orientada al día de la redención, en el caso de Chateaubriand el 4 de junio de 1848, día en que la muerte, en un Rez-de- chaussée, en la rué du Bac, le arrebata la pluma de la mano, Combourg, Rennes, Brest, St. Malo, Filadelfia, Nueva York, Boston, Bruselas, las islas Jersey, Londres, Beccles y Bungay, Milán, Verona, Venecia, Roma, Nápoles, Viena, Berlín, Potsdam, Constantinopla, Jerusalén, Neuchâtel, Lausana, Basilea, Ulm, Waldmünchen, Teplice, Karlsbad, Praga y Pilsen, Bamberg, Wurzburgo y Kaiserslautern, y entre medias siempre Versalles, Chantilly, Fontainebleau, Rambouillet, Vichy y París; estas son sólo algunas de las estaciones del viaje que ahora ha llegado a su fin.

Al principio de la trayectoria se sitúa su infancia en Combourg, cuya descripción, ya después de la primera lectura, se me ha quedado grabada. Francois-René es el más joven de diez niños; de ellos, los cuatro primeros sólo se mantuvieron con vida un par de meses. Los que nacieron más tarde fueron bautizados con los nombres de Jean-Baptiste, Marie-Anne, Bénigne, Julie y Lucile. Las cuatro chicas son de una rara belleza, en particular Julie y Lucile, ambas perecerán en los disturbios de la Revolución. La familia Chateaubriand vive en completo recogimiento con algunos criados en la casa señorial de Combourg, en cuyos amplios cuartos y pasillos hubiera podido perderse medio ejército de caballeros. Salvo un par de vecinos aristócratas, como el marqués de Monlouet o el conde de Goyon-Beaufort, apenas alguien venía de visita al castillo. Sobre todo en la época de invierno, escribe Chateaubriand, transcurrían meses sin que algún viajero o extraño cualquiera hubiese llamado a la puerta de nuestro castillo. Mucho mayor aún que la tristeza sobre la campiña era la tristeza en el interior de esta casa solitaria. Quien se paseara por debajo de sus bóvedas sufría arrebatos como los que se pueden tener al entrar en un convento de cartujos. A las ocho siempre sonaba la campana de la cena. Después de la cena permanecíamos algunas horas sentados junto al fuego. El viento se lamentaba en la chimenea, madre suspiraba sobre el canapé y padre, al que yo, excepto a la mesa, nunca he visto estar sentado, deambulaba sin cesar por el enorme salón hasta la hora de ir a la cama, arriba y abajo. Siempre llevaba una toga de un tejido velloso de lana blanca y una gorra de la misma tela en la cabeza. Tan pronto como durante sus paseos se alejaba un poco del centro de la sala, sólo iluminada por el fuego trémulo de la chimenea y por una única vela, comenzaba a desaparecer en las sombras, y una vez completamente inmerso en la oscuridad, se percibían sólo sus pisadas, hasta que de nuevo regresaba, en su peculiar forma de vestir, como un fantasma. Cuando hace buen tiempo, al caer la noche, acostumbrábamos a sentarnos fuera, sobre la escalera delante de la casa. Padre disparaba con el rifle a los buhos que levantaban el vuelo para cazar, y nosotros, los niños, mirábamos con madre hacia el lado contrario, a las copas negras del bosque y arriba, hacia el cielo, donde salían las estrellas una tras otra. Con diecisiete años, escribe Chateaubriand, me fui de Combourg. Un día, mi padre me reveló que desde entonces tendría que seguir mi propio camino, que iba a ingresar en el Regimiento de Navarra y que al día siguiente viajaría hacia Cambrai pasando por Rennes. Aquí tienes, dijo, cien luises de oro. No los malgastes y no traigas nunca deshonra a nuestro nombre. Ya en el momento de nuestra despedida sufría de una parálisis progresiva que acabaría por llevarle a la tumba. Su brazo izquierdo se contraía en constantes movimientos bruscos y tenía que sujetarlo con la mano derecha. Así es como, después de confiarme su vieja espada, estaba a mi lado, delante del coche que ya estaba esperando en el patio verde. Tomamos el camino que sube por delante del vivero, vi resplandecer de nuevo el arroyo del molino y las golondrinas cruzar por encima del cañaveral.

Después miré hacia delante, al vasto campo que se abría ante mí.

Aún tenía una hora de camino desde Santa Margarita de Ilketshall hasta Bungay, y una segunda hora desde Bungay, pasando por las praderas de regadío del valle del Waveney, hasta llegar al otro lado de Ditchingham.

Ya reconocible desde lejos, al pie del campo, que en una acusada inclinación caía desde el norte hacia los valles más profundos, se divisaba Ditchingham Lodge, la casa que completamente aislada se erigía al borde de la llanura, que Charlotte Ives había ocupado después de su enlace con el almirante Sutton y donde había vivido muchos años. Cuando me acerqué, los cristales brillaban a la luz del sol. Una mujer en delantal blanco -qué vista más inhabitual, pensé para mis adentros- salió bajo el alero colgadizo sustentado por dos columnas llamando al perro negro que saltaba por el jardín. De lo contrario no se podía ver un alma. Subí el promontorio hasta llegar a la carretera principal y después anduve por la rastrojera hacia el cementerio de la iglesia, situado un buen trecho a las afueras de Ditchingham, en el que yace enterrado el mayor de los hijos de Charlotte, precisamente aquel que quería fundar su felicidad en Bombay. La inscripción sobre el sarcófago de piedra reza: At Rest Beneath, 3rd Feb'ry 1850, Samuel Ives Sutton, Eldest Son of Rear Admiral Sutton, Late Captain 1st Battalion 6Oth Rifles, Major by Brevet and Staff Officer of Pentioners. Junto a la tumba de Samuel Sutton se eleva un monumento aún más impresionante, también ensamblado de pesadas planchas de piedra y coronado con una urna cuyas aberturas redondas en el borde superior de la parte lateral captaron mi atención de inmediato. De alguna forma me recordaban los respiraderos que hacíamos de niños en el techo de las cajas donde encerrábamos a los abejorros que habíamos capturado con sus hojas de comida. Podría ser, pensé, que un heredero sensible haya barrenado estos agujeros en la piedra para el caso de que aquella que se había ido de su lado quisiera volver a su casa mortuoria para tomar aliento. El nombre de la dama por la que se habían preocupado de esta forma era Sarah Camell, fallecida el 26 de octubre de 1799. Como esposa del médico de Ditchingham debía de haber pertenecido al círculo de conocidos de la familia Ivés, y es probable que Charlotte hubiese asistido al sepelio con sus padres, y quizá más tarde, en los funerales, hubiera tocado una pavana al piano. Los sentimientos más elevados que albergaba la sociedad de aquel tiempo a la que pertenecían Sarah y Charlotte pueden aún leerse en los caracteres bellamente arqueados del epitafio que el doctor Camell, que sobrevivió casi cuarenta años a su esposa, mandó cincelar en el lado sur de la piedra del monumento funerario gris claro:

Firm in the principies and constant in the practice of religion Her life displayed the peace of virtue Her modest sense, Her unobtrusive elegance Of mind and manners, Her sincerity and benevolence of heart Secured esteem, concilliated affection, Inspired confidence and diffused happiness.

El cementerio de Ditchingham era casi la última estación de mi peregrinaje a través del condado de Suffolk. La tarde ya comenzaba a declinar y decidí subir de nuevo a la carretera y continuar después un pequeño trecho en dirección a Norwich hasta la Mermaid, en Hedenham, donde seguramente abriría pronto el bar.

Desde allí podría llamar a casa para que vinieran a recogerme. El camino que tenía que recorrer pasa por delante de Ditchingham Hall, una casa construida alrededor de 1700, de bellos ladrillos color malva, inusualmente dotada de contraventanas verde oscuro, y recluida a la parte superior de un lago serpenteado en el jardín inglés que se extiende en todas direcciones.

Cuando más tarde estaba esperando a Clara en el Mermaid, me pasó por la cabeza que la plantación del parque de Ditchingham seguramente no se habrá terminado hasta la época en que Chateaubriand estuvo en esta región. Parques como los de Ditchingham, gracias a los que la élite gobernante podía rodearse de un terreno amable a la vista, aparentemente ilimitado, no se pusieron de moda hasta la segunda mitad del siglo XVIII, y era habitual que la planificación y ejecución de las labores necesarias para un emparkment se prolongasen más de dos o tres décadas. Para completar la propiedad ya existente debían adquirirse o intercambiarse diferentes terrenos, había que trasladar carreteras, caminos, casas de labor aisladas y a veces incluso colonias enteras, ya que desde la casa se quería tener una vista ininterrumpida sobre una naturaleza libre de todo rastro de presencia humana.

Por este motivo, también en amplias zanjas cubiertas de hierba tuvieron que hundirse vallas, los denominados mojones, para cuya sola extracción eran necesarias miles de horas de trabajo. Se entiende que un proyecto tal, que no sólo se entremetía profundamente en la tierra, sino también en la vida de las comunidades adyacentes, no siempre se pudiera llevar a cabo sin enfrentamientos. Así pues, se informa, por ejemplo, que en la época en cuestión, un antepasado del duque de Ferrers, actual propietario de Ditchingham Hall, en el transcurso de una confrontación evidentemente para él muy enojosa, mató a tiros sin más a uno de sus administradores, por lo que fue condenado a muerte por los Pares de la Cámara de los Lores y ahorcado públicamente en Londres con una soga de seda. El negocio menos costoso en la siembra de un jardín inglés era, con mucho, la plantación de los árboles en pequeños grupos y en ejemplares aislados, aun cuando era frecuente la tala completa de parcelas de bosque que no se adecuaban al concepto general y la quema de matorrales y arbustos poco vistosos. Hoy día, puesto que en la mayoría de los parques sólo crece un tercio de los árboles plantados entonces, y donde cada año perecen más por vejez y por otras muchas causas, podemos imaginar el vacío torricélico en que se levantaban las grandes casas de campo en las postrimerías del siglo XVIII. También Chateaubriand intentó realizar más adelante -en una medida en comparación humilde- el ideal de la naturaleza asentado en este vacío. Cuando en 1807 regresó de su largo viaje a Constantinopla y a Jerusalén, en La Vallée aux Loups, cerca de la población de Aulnay, se compró una casa oculta entre colinas arboladas. Allí comienza a escribir sus recuerdos, y, justo al comienzo, escribe de los árboles que ha plantado y de los que él mismo se ocupa uno por uno. Ahora, escribe, son aún tan pequeños que yo les doy sombra cuando me pongo entre ellos y el sol. Pero alguna vez, en un futuro, cuando hayan crecido, me devolverán la sombra y protegerán mi vejez tal como yo les he protegido a ellos en su juventud. Me siento unido a los árboles, para ellos escribo sonetos y elegías y odas; como a niños los conozco a todos por sus nombres y sólo deseo poder morir bajo su sombra.

Esta fotografía fue tomada en Ditchingham, hace aproximadamente diez años, en una tarde de sábado, cuando la casa señorial abrió sus puertas al público con fines benéficos. El cedro libanés en el que yo, desconociendo aún todo lo malo que sucedería, estoy apoyado, es uno de tantos árboles plantados en la fundación del parque, que, como ya se ha dicho, han desaparecido. Aproximadamente desde la mitad de los años setenta, la disminución del número de árboles se ha acelerado a ojos vistas y, de forma especial, entre los tipos de árboles más frecuentes en Inglaterra, su número se ha reducido considerablemente llegando incluso a un exterminio casi absoluto. Alrededor de 1975, la enfermedad holandesa de los olmos, que había partido de la costa sur, había alcanzado Norfolk, y apenas habían pasado dos, tres veranos, cuando en nuestro entorno ya no quedaba un olmo vivo. Los seis olmos que cubrían con sus sombras el estanque de nuestro jardín se secaron en junio de 1978, al cabo de pocas semanas de haber desarrollado su maravilloso verde claro por última vez. Con una rapidez increíble, los virus recorrían las raíces de avenidas enteras y desencadenaban la contracción de los vasos capilares que en el plazo más corto de tiempo conduce al agostamiento de los árboles. Los escarabajos voladores que extendían la enfermedad lograron descubrir incluso los ejemplares aislados con una seguridad infalible.

Uno de los árboles más perfectos que he visto nunca era un olmo de casi doscientos años que se elevaba solitario en un descampado, no lejos de nuestra casa.

Ocupaba un espacio aéreo verdaderamente enorme.

Recuerdo, cuando la mayoría de los olmos de la región habían sucumbido a la enfermedad, que él movía en la brisa sus incontables hojas, levemente asimétricas y finamente dentadas, como si la epidemia que había acabado con todo su género tuviera que pasar de largo por él sin dejar huellas, y recuerdo que después de apenas catorce días todas estas hojas al parecer invulnerables eran marrones y estaban retorcidas, y que antes de que llegara el otoño se habían diluido en polvo. En este tiempo comencé a darme cuenta de que las copas de los fresnos se tornaban cada vez más claras, más ralas las hojas de los robles que además mostraban extrañas formas de mutación. Los árboles comenzaron a echar hojas directamente de la dura madera de las ramas y ya en verano caían las bellotas en masa, duras como piedras, deformes y cubiertas de una sustancia pegajosa. A causa de la sucesión de unos años extremadamente secos, las reservas de hayas, que hasta entonces se habían conservado en unos límites razonables, quedaron muy afectadas. Las hojas sólo tenían la mitad de su tamaño normal, casi todos los hayucos estaban huecos. Los chopos, uno tras otro, se extinguían en la pradera. Una parte de los troncos muertos se erige aún enhiesta, la otra yace despedazada y descolorida en la hierba. Finalmente, en otoño de 1987, el país fue atravesado por una tormenta como aquí nadie había vivido jamás y a la que, según estimaciones oficiales, rindieron sacrificio más de catorce millones de árboles adultos, por no hablar del bosque bajo. Fue la noche del 16 al 17 de octubre. Sin previo aviso vino la tormenta desde el golfo de Vizcaya ascendiendo por la costa occidental francesa, cruzó el canal de la Mancha y, pasando por las regiones surorientales de las islas, se dirigió hacia el mar del Norte. Me desperté alrededor de las tres de la mañana, no tanto a causa del bramido creciente como por el calor en aumento y la presión atmosférica ascendente en mi habitación. A diferencia de otras tormentas equinocciales que he vivido aquí, ésta no llegaba en ráfagas intermitentes, sino en un único empellón de una persistencia regular, pero, por lo que parecía, cada vez más fuerte. Estaba de pie junto a la ventana, mirando a través del vidrio, tenso hasta su quiebra, hacia el final del jardín, donde las copas de los árboles más altos del parque episcopal vecino se arqueaban y se abrían en surcos como plantas acuáticas en el interior de una corriente oscura. Nubes blancas atravesaban la negrura de la noche y terribles centelleos, que, como supe más tarde, eran provocados por las líneas de alta tensión que habían entrado en contacto, hendían el cielo con insistencia. Una vez tuve que apartarme de la ventana por un momento. En cualquier caso aún recuerdo que no confiaba en mis ojos cuando volví a mirar hacia fuera y allí donde antes chocaban ondas de aire contra la masa negra de los árboles, ahora no veía más que un horizonte vacío, macilento. Me parecía como si alguien hubiera abierto una cortina y yo estuviese mirando fijamente una escena amorfa que daba paso al infierno.

En el mismo momento en que me percaté de la inhabitual claridad nocturna sobre el parque, supe que allí estaba todo destruido. Y sin embargo, confiaba en que el espeluznante vacío pudiera ser atribuido a otra causa, pues con el bramido de la tormenta no había percibido la más mínima alusión de aquel estampido que conocía de la tala de la madera. No me di cuenta hasta más tarde de que los árboles que se sostienen por sus raíces caían al suelo lentamente, y que durante tal imperativo de la caída, las coronas, que se habían enredado entre sí, no se destrozaban sino que permanecían casi intactas. Así es como secciones enteras de bosque han sido aplastadas como campos de cereales. Fue al amanecer, una vez que la tormenta, en cierta medida, se hubo apaciguado, cuando me atreví a salir al jardín.

Estuve largo tiempo con un nudo en la garganta, en medio de la destrucción. Uno se podría imaginar estar en una especie de túnel aerodinámico de tan fuerte que aún persistía la resaca del aire demasiado caliente para la estación del año. Todos los árboles de más de cien años que habían rebordeado el paseo que discurría a lo largo del límite septentrional del parque yacían en el suelo, como desfallecidos, y debajo de los enormes robles turcos e ingleses, fresnos, plátanos, hayas y tilos, el bosque bajo, las tuyas y los tejos, los avellanos y los arbustos del laurel, los acebos y los rododendros que se habían elevado bajo su sombra, todo estaba mutilado y destrozado. El sol salió radiante. Durante un rato continuó soplando el viento, después todo se quedó en calma en un mismo instante.

Nada se movía a excepción de los pájaros, que en los arbustos y en los árboles habían tenido sus viviendas y de las que ahora muchas docenas, aturdidos, se deslizaban ligeramente por entre el ramaje que este año se había mantenido verde hasta bien entrado el otoño.

No sé cómo superé el primer día tras la tormenta, no obstante recuerdo que en medio de la noche, dudando de si lo que había visto con mis propios ojos era cierto, volví a recorrer el parque. Puesto que se había cortado la electricidad en toda la región, todo se había sumido en la oscuridad más profunda. Ni siquiera el más débil vislumbre de nuestras moradas y vías de circulación empañaba el cielo. En su lugar, las estrellas habían salido con tan regia magnificencia como sólo las había visto en mi infancia sobre los Alpes o en sueños sobre el desierto. Desde el punto más septentrional descendiendo hasta el horizonte más al sur, donde antes los árboles habían alterado el panorama, se extendían refulgentes las constelaciones, la Pértiga del Carro, la Cola del Dragón, el Triángulo de Taurus, las Pléyades, el Cisne, Pegaso, el Delfín. Inmutables, incluso más bellas que antes, giraban en torno a la esfera terrestre. Tan silenciosa fue aquella noche resplandeciente después de la tormenta, como penetrante la manera en que silbaron las sierras durante los meses de invierno. Hasta bien entrado marzo siempre había cuatro o cinco trabajadores ocupados en cortar el ramaje, quemar el sámago y arrastrar y cargar los troncos. Por último, una excavadora cavó grandes agujeros hacia donde empujaron las raíces principales, algunas de la dimensión de una carga de un carro de heno. De esta forma, en una verdadera revolución lo de abajo pasó a la parte de arriba. El suelo del bosque, en el que en primavera crecían eléboros, violetas y anémonas entre los heléchos y almohadones de musgo, estaba ahora cubierto de una capa de pesado barro. Sólo hierba pantanosa, cuyas semillas habrán estado en la profundidad quién sabe cuánto tiempo, salía a mechones de la tierra pronto completamente dura. La irradiación del sol, a la que ya no detenía nada, destrozó en un plazo brevísimo de tiempo toda la vegetación umbría del jardín, y con el tiempo la sensación de estar viviendo al borde de una estepa era cada vez mayor. Donde hacía poco tiempo al despertar el día los pájaros eran tan numerosos y cantaban tan alto, que a veces había que cerrar las ventanas del dormitorio, donde las alondras se alzaban por la mañana sobre los campos y donde en las horas del atardecer había momentos en que incluso se oía cantar a un ruiseñor desde la espesura, ahora apenas se percibía un sonido vivo.

X

En unos escritos entremezclados que nos ha legado Thomas Browne sobre la plantación de parques y huertas, sobre el campo de urnas mortuorias cerca de Brampton, la construcción de colinas y montañas artificiales, las plantas mencionadas por los profetas y por los santos evangelistas, Islandia, el sajón antiguo, las respuestas del oráculo de Delfos, los peces comidos por nuestro Redentor, las costumbres de los insectos, la cetrería, un caso de voracidad senil y aun otras cosas más, se encuentra también un catálogo titulado

MUSAEUM CLAUSUM

or Bibliotheca Abscondita de libros raros, imágenes, antigüedades y demás cosas extraordinarias de las que alguna que otra puede haber formado parte de una colección de curiosidades compiladas por el mismo Browne, pero que en su mayoría pertenecían al haber de una casa del tesoro puramente imaginaria, sólo existente en el interior de su cabeza y únicamente accesible mediante las letras de sus escritos. Este Musaeum Clausum, que Browne equipara en un breve prefacio a un lector desconocido con las colecciones universalmente conocidas en su tiempo de historia natural y de arte del Musaeum Aldrovandi, del Musaeum Calceolarianum, de la Casa Abbellitta y de los Repositorios Rodolfinos en Praga y en Viena, contiene, en cuanto a raras obras de imprenta y documentos, entre otros, un tratado del rey Salomón, procedente de los fondos de los duques de Baviera, sobre las sombras del pensamiento, la correspondencia en hebreo entre Molinea de Sedan y María Schurman de Utrecht, las dos mujeres más eruditas del siglo XVII, y un compendio de botánica submarina en el que se describe y representa todo lo que crece en las montañas de piedra y en los valles del fondo del mar, todas las algas, corales y heléchos acuáticos, arbustos que nunca había visto nadie y mecidos por corrientes cálidas, e islas de plantas propulsadas de un continente a otro por los alisios.

Más aún, la biblioteca fantástica de Browne contiene un fragmento de un informe citado por Estrabón sobre Piteas de Marsella, el viajero universal, en el que se dice que el aire, en el punto más septentrional, más allá de Thule, es de una densidad tan viscosa que corta la respiración, semejante a las medusas y lenguas de mar gelatinosas, así como un poema desaparecido de Ovidio Naso, written in the Getick language during his exile in Tomos, que, envuelto en un paño encerado, fue hallado en la frontera con Hungría, en Sa-baria, precisamente el lugar donde se dice que Ovidio murió a su regreso del mar Negro, después de haber conseguido el indulto o bien tras la muerte de Augusto. En el museo de Browne, junto a las curiosidades más variadas, se puede ver un dibujo a tiza del gran mercado de Almadiera, en Arabia, que se celebraba de noche para evitar el calor; una pintura de la batalla disputada entre romanos y jaziguios sobre el Danubio helado; una imagen fantástica de las praderas marinas de las costas de Provenza; Solimán el Magnífico, a caballo, durante el asedio a Viena, delante de una ciudad de sólo tiendas blancas como la nieve que alcanza el borde del cielo; un trozo de mar con icebergs flotando a la deriva en las que se aparecen morsas, osos, zorros y aves salvajes, y una serie de bocetos que conservan los métodos de tortura más terribles para todos aquellos que los contemplen: el escafismo de los persas, la reducción de los cuerpos por piezas habitual en el cumplimiento de las condenas a muerte en Turquía, la fiesta de la horca de los tracios y el desollamiento con el cuerpo vivo, descrito con máximo detalle por Thomas Minadori, que comienza con un corte entre los omóplatos. Clasificado en algún lugar entre lo natural y lo antinatural, también nos topamos con the portrait of a fair English Lady, drawn Al Negro or in the Aethiopian hue, según Browne de una belleza mucho mayor a causa misma del atezamiento de la piel, que de lo contrario ostentaría en su palidez congénita, y a la que acompaña una inscripción que se le quedó grabada en la memoria: sed quandam volo nocte Nigriorem. Además de tales escritos y obras de arte admirables, en el Musaeum Clausum se han conservado medallas y monedas, una piedra preciosa de la cabeza de un buitre, una cruz tallada del cráneo de una rana, huevos de avestruces y colibríes, las plumas más coloridas de un papagayo, polvo de escorbuto elaborado con enredaderas secas del mar de los Sargazos, a highly magnified extract of Cachundè employed in the East Indies against melancholy así como un recipiente de vidrio cerrado herméticamente con un espíritu obtenido de sales etéreas, que con la claridad del día se volatiliza con tal facilidad que sólo puede estudiarse durante los meses de invierno o a la tenue luz de un carbúnculo. Todo esto está anotado en el registro rico en curiosidades del naturalista y médico Thomas Browne; todo esto y mucho más que no quiero seguir citando, a excepción de aquella caña de bambú que servía de bordón de viaje, en cuyo interior, en tiempos de Justiniano, el emperador bizantino, dos monjes persas, que habían permanecido largo tiempo en China para profundizar en los secretos de la sericicultura, atravesaron felizmente las fronteras del imperio trayendo consigo los primeros huevos de los gusanos de seda a Occidente.

El denominado gusano de seda, Bombyx mori, que vive en las moreras blancas, pertenece a las Bombycidae o hilanderas, una subespecie de los Lepidoptera que presenta algunas de las mariposas nocturnas más bellas -el gran armiño, Harpyia vinula, el espejo del pavo, Bombyx Atlas, la monja, Liparis Monacha, y la hilandera procesionaria o el hilandero de carpe, Saturnia carpini. El gusano de seda, completamente desarrollado, es una polilla insignificante que, con las alas extendidas, apenas mide cuatro centímetros por dos y medio de longitud. El colorido de las alas es blanco ceniciento con franjas marrón pálido y una mancha en forma de luna, a veces casi inapreciable. La única ocupación de esta mariposa es la reproducción. El pequeño macho muere poco después del apareamiento. La pequeña hembra pone durante unos días seguidos de trescientos a quinientos huevos, y después también muere. Tal como indica un diccionario de conversación del año 1844, cuando vienen al mundo, las larvas de seda que salen de los huevos están dotadas de una piel negra, parecida al terciopelo. Durante su corta vida, solamente de seis a siete semanas, experimentan cuatro dormidas, y de cada una de ellas despiertan regeneradas, abandonando la antigua piel y formándose cada vez más blancas, más lisas y más grandes, más hermosas, en definitiva, para al final tornarse casi invisibles por completo. Un par de días tras la última muda se advierte en el cuello una rojez, signo de que la época de la transformación está cerca. Es entonces cuando la oruga deja de comer, se desplaza de un lado a otro sin descanso, hace esfuerzos por estirarse hacia lo alto y, como si despreciara el mundo terrenal, hacia el cielo, hasta que encuentra el lugar conveniente y puede empezar su hilado que desarrolla a partir de los jugos resinosos producidos en su interior. Si a una oruga a la que se ha matado con alcohol vínico se le aplica un corte logitudinal en el cuerpo, se ve un ovillo de pequeños tubos envueltos varias veces entre sí con un aspecto similar al de los intestinos.

Discurren en la parte delantera, junto a la boca, en dos aberturas muy estrechas, a través de las que se derrama el jugo mencionado. En su primer día de trabajo, la oruga hila un tejido extenso, desordenado, inconexo, que le sirve de sujeción al capullo. Y después, moviendo continuamente la cabeza de un lado a otro y devanando así de su interior un hilo ininterrumpido de más de trescientos metros de largo, a su alrededor construye la verdadera envoltura de forma oval. En este armazón que no permite el acceso ni al aire ni a la humedad, la oruga se transforma en crisálida después de haber mudado su piel por última vez. En total, el estado de crisálida, hasta que la mariposa arriba descrita sale del huevo, se prolonga de dos a tres semanas. La cuna de la oruga de seda parece encontrarse en todos aquellos países de Asia en los que la morera blanca que le sirve de alimento crece de forma silvestre. Aquí es donde vive, abandonada a sí misma, al aire libre. El ser humano empezó a criarla por su utilidad. En la historia de China consta que dos mil setecientos años antes del comienzo de la era cristiana, Hoang-ti, el emperador de la tierra, que gobernó durante más de un siglo y enseñó a sus subditos la construcción de carros, barcos y molinos trituradores, había incitado a Si-ling-chi, su primera esposa, a que se dedicara a los gusanos de seda, hiciera ensayos para su posterior utilización y así, por medio de su trabajo, del trabajo de la emperatriz, a que contribuyese a incrementar la felicidad del pueblo. De modo que Si-ling-chi cogió los gusanos de los árboles del jardín de palacio y los puso bajo su propio cuidado en los aposentos imperiales, donde, protegidos de sus enemigos naturales y del clima en primavera con frecuencia irregular en extremo, se desarrollaron tan favorablemente que su gesto supuso el comienzo de lo que más adelante se denominaría cría doméstica de los gusanos de seda, que en lo sucesivo, junto con la disolución del hilado, tejido y cosido de las telas, se convertiría en la ocupación distinguida de todas las emperatrices, de cuyas manos pasó a las de todo el género femenino. Al cabo de sólo unas pocas generaciones, la cría del gusano y la confección de la seda habían experimentado un auge tal, fomentado de todas las formas imaginables por los soberanos, que China era asociada irremisiblemente como país de la seda y de la inagotable riqueza sedera. Los comerciantes, que atravesaban toda Asia con sus caravanas cargadas de seda, necesitaban alrededor de doscientos cuarenta días para ir desde el mar de China hasta la costa del Mediterráneo. A pesar de que quizá precisamente a causa de esta lejanía gigantesca y también a causa de los terribles castigos impuestos por la difusión del saber de la cría del gusano de seda y de los medios para su implantación fuera de las fronteras del imperio, la producción de la seda permaneció limitada a China a lo largo de milenios, hasta que los dos monjes ya mencionados llegaron a Bizancio con sus bordones huecos de viaje. Después de que la sericicultura se hubiera desarrollado en la corte griega y en las islas del Egeo, aún tuvo que transcurrir otro milenio antes de que esta forma artística de cría de animales domésticos llegara al norte de Italia, al Piamonte, Saboya y a Lombardía pasando por Sicilia y Nápoles, y antes de que Génova y Milán florecieran como capitales europeas de la cultura de la seda. Desde la parte superior de Italia, los conocimientos de la sericicultura llegaron a Francia al cabo de medio siglo, a saber, gracias al mérito de Olivier de Serres, hasta el día de hoy considerado como el padre de la agricultura francesa. Su manual para el terrateniente, publicado en 1600 bajo el título Théâtre d'agriculture et mesnage de Champs, del que al cabo de muy poco tiempo se editó la decimotercera edición, causó en Enrique IV una impresión tan honda que, en calidad de primer consejero, cargo que desempeñaría junto con Sully, el primer ministro y ministro de finanzas, le hizo venir a París ofreciéndole un dispendio de gracias y condecoraciones. De Serres, que de mala gana cedía la administración de su propia hacienda a un tercero, insistió, como condición para aceptar el cargo que le había sido ofrecido, en el solo favor de tener licencia para introducir la cría del gusano de seda en Francia y, con el fin de lograr este objetivo, poder arrancar todos los árboles silvestres de los jardines de los palacios de todo el país y plantar moreras en los espacios que resultaran vacíos.

El rey estaba entusiasmado con el plan de De Serres, sin embargo, antes de su ejecución, tenía que superar el desacuerdo de su por lo demás muy estimado Sully, quien se opuso al proyecto de la sericicultura, ya sea porque de hecho lo consideraba como una extravagancia desmedida, ya porque en De Serres, cierto que no sin razón, sospechaba un rival en aumento.

Los motivos que Maximilien de Béthune, duque de Sully, adujo a su majestad en relación con este tema, se encuentran compilados en el tomo decimosexto de sus memorias, que cuenta como una de mis lecturas predilectas desde que en una subasta en Aylsham, una pequeña ciudad situada al norte de Norwich, adquiriera hace años, por un par de chelines, una bella edición de esta obra, impresa en 1788 en el taller de F. J. Desoer en Lieja, a la Croix d'or. El clima en Francia, comienza el razonamiento de Sully, no es apropiado para la sericicultura. La primavera comienza demasiado tarde, e incluso una vez que ha llegado, suele reinar una humedad demasiado elevada, que en parte cae sobre la tierra y en parte asciende de la tierra misma. Sólo esta circunstancia, adversa e irremediable, tiene unas consecuencias en extremo negativas, tanto para los gusanos de seda, que difícilmente podrían salir del huevo, como también para las moreras, para cuyo crecimiento el aire cálido es condición indispensable, especialmente en la estación del año en que retoñan y echan hojas nuevas. No obstante, prescindiendo de esta consideración fundamental, habría que tener en cuenta, continúa Sully, que los trabajos y oficios vinculados en Francia a la vida en el campo no concedían a nadie una ociosidad innecesaria, a no ser al vago declarado, y que por eso, si realmente se quisiera introducir la sericicultura a gran escala, se debería sustraer la mano de obra del campesinado de su jornada de trabajo habitual y con ello de una industria segura y productiva, habiendo de ser sustituida por una empresa dudosa desde todos los puntos de vista. Cierto es, sin embargo, conviene Sully, que, según todos los indicios, el campesinado sería fácil de conquistar para una transformación tal de los fundamentos de su existencia, pues, ¿quién no renunciaría a una ocupación ardua y laboriosa por otra que, como el cultivo del gusano de seda, apenas exigiese esfuerzo alguno? Precisamente en esto, afirma Sully en un giro que consideraría particularmente hábil frente al Rey Sargento, radica lo que habla en contra de la difusión general de la sericicultura en Francia más que cualquier otro motivo, esto es, el peligro de que el campesinado, del que se habían reclutado los mejores mosqueteros y soldados de caballería desde siempre, sacrifique su fuerte constitución estimada por Vuestra misma Majestad, escribe Sully, irrenunciable para el bienestar del Estado, por un trabajo verdaderamente apropiado para las manos femeninas o infantiles, por lo que, en consecuencia, pronto ya no podría contarse con la prole necesaria para el ejercicio del arte militar. Por lo demás, a esta degeneración del campesinado desencadenada por la sericicultura le corresponde, continúa Sully, la corrupción progresiva de las clases urbanas por el lujo y por todas las consecuencias que éste acarrea: pereza, afeminamiento, avaricia y prodigalidad. Demasiado es lo que ya por doquier se está gastando en Francia en magníficos jardines y palacios pomposos, en los objetos de decoración más costosos, ornamentos de oro y vajillas de porcelana, carruajes y tartanas, festejos, licores y perfumes, sí, dice Sully, incluso para cargos públicos que se venden a precios de usura, y las damas casaderas de la alta sociedad que son subastadas al mejor postor. De lo que él, escribe Sully, había tenido que desaconsejar a su rey, con la advertencia de que tal vez ahora habría que recordar las virtudes de aquellos que en poco obtienen sus ingresos, es de continuar estimulando la depravación general de las costumbres mediante la introducción de la sericicultura en todo el imperio.

Pasando por alto las objeciones del primer ministro, la cultura de la seda se estableció en Francia en el plazo de un decenio, no en último lugar porque también el edicto de Nantes, promulgado en 1598, garantizaba la tolerancia de la población hugonote, hasta entonces expuesta a las más duras persecuciones, cuando menos en el marco de ciertas fronteras, asegurando así la permanencia en la patria francesa precisamente de aquellos que desempeñarían un papel destacado en el establecimiento de toda la sericicultura. Incentivada por el ejemplo francés, la adopción de la sericicultura por parte del patronato real también tuvo lugar en Inglaterra casi al mismo tiempo. Allí donde hoy se levanta el palacio de Buckingham, Jacobo I había mandado plantar un jardín de moreras de unas cuantas yugadas y en Theobald's, su residencia veraniega predilecta de Essex, mantenía su propia casa de seda para la cría de los gusanos. Tan grande era el interés de Jacobo por estos laboriosos seres, que se pasaba horas estudiando sus costumbres y necesidades vitales, y siempre, incluso en los viajes que hacía por su imperio, llevaba consigo un gran cofre, repleto de gusanos reales de seda, del que se hacía cargo un ayuda de cámara especial. Jacobo hizo que se plantaran cientos de miles de moreras en los condados más bien pobres en lluvias del este de Inglaterra, creando con ésta y otras medidas los fundamentos de una manufactura significativa que llegó a su apogeo a comienzos del siglo XVlll, cuando, tras la abolición del edicto de Nantes por Luis XIV, llegaron a Inglaterra más de cincuenta mil refugiados hugonotes, de los que muchos, ya instruidos en la cría de las orugas y en la confección de tejidos de seda, artesanos y familias de empresarios como los Lefèvre y los Tillette, los De Hague, los Martineau y los Columbine, se asentaron en Norwich, la segunda ciudad inglesa más importante después de Londres en aquel tiempo, donde hubo, desde los albores del siglo XVI, una colonia que ascendía a cinco mil almas de tejedores inmigrantes valones y flamencos. Hasta 1750, apenas dos generaciones más tarde, los maestros tejedores hugonotes de Norwich habían ascendido a la clase de empresarios más acaudalada, influyente y cultivada de todo el reino.

Cada día, en sus manufacturas y en aquellas de sus abastecedores, reinaba un ajetreo inimaginable y cuando entonces, según he leído hace poco en una historia de la confección de la seda en Inglaterra, un caminante se acercaba a Norwich en invierno, al anochecer, bajo un cielo negro como la tinta, le causaba un gran asombro el resplandor que había sobre la ciudad de la luz que traspasaba las ventanas superiores de los talleres aún a una hora tardía. El incremento de la luz y del trabajo son líneas de desarrollo que advierten una marcha paralela. Hoy día, cuando nuestra mirada ya no puede atravesar el pálido reflejo que descansa sobre la ciudad y su entorno, y retrocedo hasta el siglo XVIII, me maravilla la cantidad tan grande de personas, cuando menos en algunos lugares, que ya en la época de la industrialización pasaban con sus pobres cuerpos casi una vida entera, enganchados a los arreos de los telares, ensamblados de un armazón y listones de madera, guarnecidos con pesos y que en su extraña simbiosis recuerdan a caballetes de tortura o a jaulas, que tal vez, precisamente a causa de su en comparación primitivismo, ilustra mejor que cualquier otra forma posterior de nuestra industria que los humanos sólo somos capaces de sustentarnos sobre la tierra ceñidos a las máquinas que hemos inventado. El que por ello los tejedores en particular, los eruditos y demás escritores, todos ellos comparables en algunos aspectos entre sí, como se puede consultar en la Revista de psicología experimental, publicada aproximadamente en aquella época en Alemania, tendían a la melancolía y a todos los males que derivan de ella, se entiende en un trabajo que obliga a sentarse constantemente encorvado, a una ardua reflexión permanente y a un cálculo ilimitado de amplios modelos artísticos. Creo que uno no se hace fácilmente una idea de la impotencia y los abismos a los que a veces puede arrastrar a una persona la reflexión constante, que no concluye con el denominado cese de jornada, y la sensación que penetra hasta los sueños de haber prendido el hilo equivocado.

En cualquier caso, la otra cara de la enfermedad espiritual de los tejedores consiste en que, y también esto merece ser recordado aquí, muchos de los tejidos producidos en el decenio anterior a que prorrumpiera la Revolución industrial en las manufacturas de Norwich - silk brocades and watered tabinets, satins and satinettes, camblets and cheveretts, prunelles, callimancoes and flo-rentines, diamantines and grenadines, blondines, bombazines, belle-isles and martiniques - eran de una diversidad verdaderamente fantástica y de una belleza irisada, apenas descriptible con palabras, como si hubieran sido elaborados por la misma naturaleza, como el plumaje de las aves. Esto es lo que suelo pensar cuando observo las maravillosas franjas de color de los muestrarios, en sus bordes y espacios intermedios provistos con cifras y signos misteriosos, en las vitrinas del pequeño Museo de Strangers Hall, antiguamente residencia de una de aquellas familias de tejedores de seda exiliadas de Francia. Hasta la decadencia de la manufactura de Norwich, hacia finales del siglo XVIII, estos muestrarios, cuyas páginas siempre me han parecido hojas del único libro verdadero, que no han conseguido alcanzar, ni siquiera acercarse, ninguno de nuestros volúmenes llenos de textos o ilustraciones, estuvieron en las oficinas de los importadores por toda Europa, desde Riga hasta Rotterdam, desde San Petersburgo hasta Sevilla. Y los tejidos llegaban desde Norwich hasta las ferias de mercancías en Copenhague, Leipzig y Zúrich, y desde allí a los almacenes de los mayoristas y a las casas de comercio, y el uno u otro velo de novia de media seda, por qué no en el morral de un buhonero judío, hasta Isny, Weingarten o Wangen.

Por supuesto, también en la Alemania de aquel tiempo, más bien atrasada, donde al anochecer en algunas capitales del reino aún se conducía a los cerdos por el patio de palacio, se llevaron a cabo los mayores esfuerzos para hacer prosperar la cría del gusano de seda. En Prusia, Federico había intentado, con ayuda de los inmigrantes franceses, dar vida a una cultura de la seda estatal decretando la instalación de plantaciones, repartiendo gratuitamente gusanos de seda y ofreciendo premios considerables a aquellos que se dedicaran de forma provechosa a la sericicultura. En 1774 sólo en las provincias de Magdeburgo, Halberstadt, Brandeburgo y Pomerania se obtuvieron cerca de tres mil doscientos kilos de pura seda. Lo mismo sucedió en Sajonia, en el condado de Hanau, en Wurttemberg, Ansbach y Baireuth, por mediación del príncipe de Liechtens-tein en sus tierras de Austria, y en Renania-Palatinado por Carlos Teodoro, quien en su viaje a Baviera, en 1777, también fundó en Munich, inmediatamente, una Dirección General de la Seda. En Freising, Egelkofen, Landshut, Burghausen, Straubing y en la misma capital del Estado se instalaron sin dilación morerales considerables y en todos los paseos, murallas y a lo largo de todas las carreteras se plantaron moreras, se construyeron casas de seda e hilanderías, se instalaron fábricas y se contrató a una legión de funcionarios. Resulta muy extraño que en Baviera y en otros principados alemanes, la sericicultura, fomentada con tanta energía, sucumbiera ya antes de su completo desarrollo. Los jardines de moreras volvieron a desaparecer, los árboles fueron derribados a hachazos para convertirlos en leña, los empleados jubilados, las calderas, las máquinas de hilar y todos los telares, desmontados, vendidos o llevados a otra parte. Con fecha del 1 de abril de 1822, la Intendencia Real del Jardín de la Corte pone en conocimiento del Comité General de la Asociación Agraria, que Seybolt, el viejo tintorero artístico aún con vida que, según un documento que todavía puede encontrarse en la Biblioteca Nacional de Munich, aquí, en la instalación sedera creada bajo el gobierno anterior, había estado contratado como guardián de los gusanos se seda y como vigilante durante el devanado e hilado a lo largo de nueve años por 350 florines. Este Seybolt, pues, había hecho constar a la intendencia que en su época, bajo órdenes supremas, en los terrenos colindantes en derredor de toda la ciudad, se plantaron y numeraron muchos miles de moreras que habían crecido rápidamente hasta alcanzar un tamaño sorprendentemente grande y producían unas hojas excelentes. De estos árboles, decía Seybolt, sólo quedaba uno en el jardín de la fábrica de paños de los Von Utzschneider, delante de la puerta de entrada, y, un segundo, según tenía entendido, en el jardín del antiguo convento de los agustinos, que también habían emprendido pequeños intentos con la sericicultura. La causa principal del declive de la cría de los gusanos de seda, tan pronta después de su introducción, no estribaba únicamente en que las cuentas mercantiles no fuesen beneficiosas, sino sobre todo en la despótica manera en que los gobernantes alemanes la intentaron sacar adelante a toda costa. De un memorándum del enviado bávaro en Karlsruhe, el señor conde de Reigersberg, donde se hace referencia a las declaraciones de Kall, el inspector de plantaciones que únicamente se hacía cargo de la sericicultura en Schwetzingen, se infiere que en Renania-Palatinado, donde la sericicultura de aquel tiempo se explotaba al máximo, cada subdito, funcionario, ciudadano o siervo que tuviese más de una yugada de terreno, en menoscabo de su situación y finalidad a la que hubiese dedicado sus campos, tendría que presentar seis árboles por cada yugada en un plazo de tiempo determinado. Cada nuevo ciudadano debía plantar dos, cada siervo uno, cada subdito con derecho a escudo, horno o fuego, uno, todos los arrendatarios tenían que plantar cierto número de árboles, todas las plazas de la comunidad, las calles, diques, zanjas de distrito, incluso los cementerios, de manera que los subditos estaban obligados a comprar anualmente cien mil árboles de los viveros reales de la compañía sedera estatal. La plantación y el azadonado de las moreras se convirtió en el particular cometido de los doce muchachos más jóvenes de cada comunidad. A ello se le añadió el empleo costoso de veintinueve directivos sericicultores así como inspectores especializados para cada lugar con la recompensa de libertad de servidumbre y de servicio militar, cálculo de alimentos y dietas de 45 coronas al día. Los costes producidos por este decreto tuvieron que ser cubiertos, por una parte, con los medios de las comunidades, por otra le fueron asignados al campesinado por la vía de los impuestos. Una carga tal, no justificada en absoluto por el verdadero valor económico del negocio sedero, en coalición con los drásticos castigos económicos y corporales que había por todo tipo de contravención a la seda, hizo que algo que en sí era bueno fuese odiado por el pueblo en lo más hondo o desembocara en eternas súplicas, solicitudes de concesiones, quejas y procesos que desbordaron a lo largo de varios años a las altas autoridades de la justicia y de la administración con papeles y escritos, hasta que, tras el fallecimiento de Carlos Teodoro, Maximiliano José, el príncipe elector, quitara terrero a esta locura cada vez más desmesurada aboliendo la institución obligatoria en su totalidad de una vez para siempre. Asimismo, también los informes de los denominados regimientos fronterizos, que llegaban al consejo de guerra de la corte real e imperial de Viena en torno al año 1811, esto es, en la época del declive de la sericicultura alemana, que el mismo Consejo había encargado para la investigación del cultivo de la seda al aire libre, eran todo menos alentadores. Del regimiento fronterizo valaco-ilirio de Caransebes y del regimiento fronterizo banato-alemán núm. 12 de Pancsova, firmados por los coroneles Michalevics y Hordinsky, fueron presentados memorandos casi idénticos, declarando que, tras las esperanzas iniciales de poder criar bien la especie de los gusanos, lo mismo por vientos tempestuosos y aguaceros, o, en Glogau, Perlasvarosch e Isbitie, donde los gusanos ya habían dejado su primera muda, y en Homolitz y Oppowa, donde ya habían hecho la segunda, un pedrisco imprevisto los había sacudido de las hojas y habían muerto. Además de esto, prosigue el informe, los gusanos padecían a causa de sus numerosos enemigos, los gorriones y los estorninos, que con gran avidez devoraban las larvas que encontraban en los árboles. El coronel Minitinovich, del regimiento de Gradiska, se lamenta por el mal apetito de los gusanos, por los cambios bruscos de tiempo, por feroces mosquitos, avispas y moscas, y el coronel Milletich, del regimiento fronterizo de Brod núm. 7, notifica que una parte de los gusanos y posteriores mariposas, que el 12 de julio aún se encontraban en los árboles, se había quemado por el calor que había hecho ese año, o bien, puesto que no podían comer las hojas ya muy gruesas, estaban flaccidos. Pasando por alto estos contratiempos, el consejero bávaro del Estado, Joseph von Hazzi, en un Manual de la sericicultura para Alemania publicado en el año 1826, emprendió la tarea de interceder con énfasis por la sericicultura, que, evitando en lo posible los desaciertos y errores cometidos hasta el momento, consideraba como una rama importante de la economía nacional ahora floreciente poco a poco. La obra de Von Hazzi, concebida como un completo programa pedagógico, entronca con el escrito publicado en Milán por el conde de Várese Dandolo en 1810, titulado Dell arte di governare i bachi da Setta, con la obra de Bonafou De l'éducation des vers a soie, la Guía de la sericicultura de Bolzano y la de Kettenbeil Instrucciones para el tratamiento de la morera y para la educación de la oruga de seda.

Rescatar la sericicultura en Alemania dependía sobre todo, escribe Von Hazzi, de reconocer los errores cometidos, que, a su entender, han sido causados por el gobierno de las autoridades competentes, por las aspiraciones de monopolio estatal y por una desadministración que con un reglamento casi ridículo asfixia todo espíritu emprendedor. Para el cultivo de la seda, en opinión de Von Hazzi, no se precisa de ningún edificio propio ni de instalaciones, siempre costosas de mantener y con el aspecto de cuarteles o de hospitales, sino que la sericicultura, como antiguamente en Grecia o en Italia, había de surgir de la nada y en habitaciones y salas de uso frecuente, debiendo llevarse a cabo como una actividad secundaria por mujeres y niños, por la servidumbre, por los pobres y por los ancianos, en resumen, por todos aquellos que continuaban excluidos de percibir un jornal cualquiera.

Una sericicultura de estas características, fundamentada sobre una base popular, no conllevaría únicamente ventajas económicas irrefutables en la competencia con otras naciones, según Von Hazzi, sino también una mejoría burguesa del género femenino y de todos los demás sectores de la población desacostumbrados a un trabajo habitual. Además de ello, la observación de un insecto de apariencia insignificante, de su desarrollo gradual bajo los cuidados del ser humano y, en último lugar, de la elaboración de los tejidos más delicados y provechosos, sería un medio sumamente oportuno para la formación de la juventud. Tengo la absoluta certeza, escribe Von Hazzi, de que el orden y la limpieza, virtudes indispensables para todo municipio, no se podrían transmitir a las capas sociales más bajas de un modo más favorable que mediante la difusión generalizada de la sericicultura, incluso, escribe Von Hazzi, mediante la cría de la oruga de seda en el seno de la mayoría de las familias alemanas, confiaba en una directa transformación moral de la nación. A continuación, Von Hazzi elimina diferentes conceptos y falsos prejuicios ligados a la sericicultura, como, por ejemplo, que la mejor forma de incubar los gusanos es en un lecho de estiércol o en el pecho de muchachas jóvenes, o que si habían salido del huevo en días fríos había que caldearlos en el horno, durante las tormentas cerrar las persianas y colgar en la ventana un manojo de ajenjo para destruir las miasmas malignas. Que era mucho más razonable, según Von Hazzi, mantener la disciplina e higienes más rígidas, airear las habitaciones a diario y, si hubiere lugar a ello, fumigar con gas cloro que ha de ser elaborado con las cantidades justas de sal de mar, polvo de piro-lusita y un poco de agua. De este modo se pueden evitar sin dificultad alguna ictericia, tisis y otros males asiduos entre las orugas, con lo que casi estaba asegurada una industria popular, fructífera y ventajosa en todos los aspectos, que aumentaría a través de su conocimiento en los círculos más amplios. Bien es cierto, sin embargo, que la visión de Von Hazzi, el consejero del Estado, de una nación unida a través de la sericicultura en desarrollo hacia metas más elevadas, no halló aprobación en su época debido a los fracasos precedentes y aún no suficientemente relegados al pasado; no obstante fue reanudada después de una tregua de cien años con la minuciosidad propia de los fascistas alemanes en todo lo que perseguían, como descubrí, para gran asombro mío, el verano del pasado año, en la fototeca provincial de la ciudad en la que he crecido, cuando, buscando la película pedagógica sobre la pesca del arenque en el mar del Norte, que me había venido de nuevo a la memoria en relación con mi trabajo, me topé con una película sobre la sericicultura, evidentemente grabada para la misma serie. Al contrario que la cinta terriblemente oscura del arenque, casi nocturna, la película de la sericicultura rebosaba una claridad verdaderamente cegadora. Hombres y mujeres en blancas batas de laboratorio trabajaban en salas inundadas de luz, recién blanqueadas, con blanquísimos bastidores de hilado, hojas blanquísimas de papel, blanquísimas gasas de recubrimiento, blanquísimos capullos y bolsas de envío de lino blanquísimo. Toda la película tenía un carácter que promete el mejor y más limpio de los mundos, una impresión que aún se intensificaba más a través de la lectura del folleto, en primera línea concebido para los profesores. A consecuencia del plan anunciado por el Führer el día nacional del partido de 1936, de que, en el plazo de cuatro años, Alemania tenía que ser independiente en la fabricación de todos aquellos tejidos que de alguna manera pudieran proporcionar la habilidad del imperio, lo que por supuesto también concernía a la seda, por conducto del programa del fomento de la sericicultura, aprobado por el ministro del Reich de Agricultura y Alimentación, del ministro de Trabajo del Reich, del Inspector Forestal del Reich y del ministro del Reich de Aviación, en Alemania se había inaugurado un nuevo período de producción. El Grupo Especialista de Sericicultores del Reich, asociación registrada, de Berlín, perteneciente a la Asociación de Criadores Alemanes de Ganado Menor, asociación registrada, a su vez miembro de los Productores de Alimentos del Reich, consideraba que era su tarea el incremento de la producción en todas las empresas existentes, la publicidad de la sericicultura a través de la prensa, cine y radio, la instalación de orugueros de muestra para fines escolares, el asesoramiento a todos los sericicultores mediante la organización de los intendentes de grupos especializados nacionales, provinciales y locales, el servicio de suministro y plantación de millones de moreras en suelo hasta entonces desaprovechado, en colonias de viviendas y en cementerios, en los márgenes de los caminos y en los terraplenes junto al ferrocarril y a lo largo de las autopistas del Reich. Según las explicaciones del profesor Lange, autor del folleto F213/1939, el significado de la sericicultura en Alemania consistía no sólo en la imposición de poner fin a las exportaciones que de forma innecesaria agravaban el mercado de divisas, sino también en el papel destacado que le correspondía a la seda en el marco de un establecimiento progresivo de una economía militar independiente. Por este motivo, también en las escuelas era necesario despertar el interés de la juventud alemana por la cría del gusano de seda, mas no por la fuerza, como con Federico el Grande. Mucho más conveniente, pues, sería ganar al profesorado y al alumnado para la sericicultura por decisión propia.

Ahondando detenidamente en las posibilidades de un trabajo pionero en el área de la sericicultura escolar, el profesor Lange escribe que se podrían flanquear los patios de las escuelas con arbustos de moreras y que los gusanos de seda podrían criarse en los edificios escolares. Al fin y al cabo, el gusano de seda, añade aún el profesor Lange, además de su utilidad de sobra conocida, es también un objeto casi ideal para el estudio. Teniendo en cuenta que se puede obtener en la cantidad que se desee, prácticamente libre de gastos y que se puede mantener como si fuera un «animal doméstico» completamente amaestrado, sin necesidad de jaula o recinto, el gusano de seda es aprovechable, en todas las etapas de su desarrollo, para los métodos de ensayo más diversos (pesos, medidas y semejantes). En él pueden mostrarse la contextura y las particularidades del cuerpo del insecto así como manifestaciones en la domesticación y mutilaciones de la misma forma que medidas básicas necesarias en la labor de cría humana del control de producción, selección y exterminio para evitar la degeneración racial. En la misma película se puede ver cómo los criadores reciben del Instituo del Reich los huevos del gusano para la sericicultura de Celle, su depósito en compartimentos limpios, la salida del huevo y la alimentación de las orugas hambrientas, el frecuente traslado, la labor de hilado en los zarzos y finalmente la destrucción, que en este caso no sucedía de una forma anteriormente habitual, exponiendo los capullos al sol o bien empujándolos al interior de un horno caliente, sino que se los mantiene por encima de una caldera de lavadero, construida entre muros, en ebullición constante. Los capullos extendidos en cestas planas tienen que permanecer tres horas sobre el vapor de agua que asciende desde la tina, y cuando se ha acabado con una tanda se continúa con la siguiente, hasta que toda la operación de la matanza haya quedado concluida.

Hoy, el día que pongo fin a mis apuntes, estamos a 13 de abril de 1995. Es Jueves Santo, el día del Lavatorio de lo pies y la fiesta onomástica de los santos Agatón, Carpio, Papilo y Hermenegildo. Precisamente este día, hace trescientos noventa y siete años, Enrique IV promulgó el edicto de Nantes; en Dublín, hace doscientos cincuenta y tres, se estrenó el oratorio del Mesías de Haendel; Warren Hastings fue nombrado hace doscientos veintitrés gobernador de Bengala; en Prusia, ciento trece años atrás, se fundó la liga antisemita y hace setenta y cuatro tuvo lugar la masacre de Amritsar, cuando el general Dyer, como escarmiento, mandó abrir fuego contra una masa insurrecta de quince mil personas que se había agrupado en la plaza conocida por el nombre de Jallianwala Bagh. No pocas de aquellas víctimas habrán estado empleadas en la cría del gusano de seda que en aquel tiempo se desarrollaba en la región de Amritsar y, en general, en toda la India, con los rudimentos más elementales. Hoy hace cincuenta años que los periódicos ingleses anunciaron que la ciudad de Celle había caído y que ante los avances incontenibles del Ejército Rojo las tropas alemanas se encontraban en total retirada subiendo por el valle del Danubio. Y ya por último, lo que todavía ignorábamos esta mañana temprano, es Jueves Santo, 13 de abril de 1995, el día en que el padre de Clara, poco después de haber ingresado en el hospital de Coburgo, ha sido llamado a abandonar la vida. Ahora, escribiendo estas páginas, cuando vuelvo a pensar en nuestra historia casi sólo compuesta de calamidades, me viene a la memoria que antaño las damas de las clases elevadas consideraban que llevar pesados vestidos elegantes de tafetán negro o de crepé de chine negro era la única expresión adecuada del luto más profundo. De esta guisa debió de presentarse la duquesa de Teck a las exequias de la reina Victoria, luciendo un vestido, según afirmaban las revistas de moda contemporáneas, verdaderamente arrebatador, envuelto en pesados velos de seda negra de Mantua, de la que la fábrica de tejidos de seda Willett amp; Nephew, de Norwich, inmediatamente antes de su cierre definitivo, confeccionó, para esta finalidad única y para demostración de su destreza aún insuperable en el terreno de la seda de luto, un único tiro de sesenta pasos de largo. Y Thomas Browne, que, como hijo de un comerciante de seda, debía de entender especialmente de esta cuestión, apunta en algún lugar de su escrito Pseudodoxia Epidemica, que me ha sido imposible encontrar, que en la Holanda de su tiempo era costumbre que en la casa de un difunto se tapasen con crespón de seda de luto todos los espejos y todos los cuadros en los que se podían contemplar paisajes, seres humanos o los frutos de los campos, para que el alma que está abandonando el cuerpo no se distraiga en su último viaje, ya sea por su propia mirada, ya por su tierra natal, pronto perdida para siempre.

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15/04/08