A principios de la década de los cincuenta, cuando en el panorama de la ciencia ficción dominaba aún la escuela tecnológica —Clarke, Asimov, J.W. Campbell— comenzó a afianzarse lo que sería con el tiempo una verdadera revolución en el género: el nuevo "humanismo" (Bradbury, Sturgeon, Simak). La figura más solitaria y reveladora de entonces fue quizá Walter M. Miller, que con sólo tres obras se convirtió en uno de los maestros indiscutibles de la nueva generación. Miller introdujo problemas y situaciones tradicionales de tipo histórico en el contexto de una elocuente visión del futuro, a veces irónica, a veces satírica, apoyada en un notable sentido de la caracterización y una cuidad invención de situaciones y escenarios. El presente volumen reúne tres extraordinarias novelas cortas: una lúcida indagación de la naturaleza del hombre como mascota ("Condicionalmente humano"), los límites de la soberbia humana ("El darfsteller"), los prejuicios culturales y raciales ("Bendición oscura")

Walter M. Miller jr.

CONDICIONALMENTE HUMANO

 

 

 

Titulo original en inglés: CONDITIONALLY HUMAN

Traducción de: Néstor Dietrich

Diseño de la portada: Julio Vivas

© 1962 Walter M. Miller Jr.

1980 Editora y Distribuidora Hispano Americana, S. A. (EDHASA)

Diagonal, 519-521, Barcelona • 29 Telfs. 239 51 04 / 05

IMPRESO EN ESPAÑA

ISBN: 84-350-0309-4

Depósito legal: B. 33.947 — 1980

CONDICIONALMENTE HUMANO

Sabia que era inútil quedarse después del desayuno, pero no podía irse dejándola así. Se puso la chaqueta en la cocina, se demoró en el vano de la puerta, retorció el sombrero entre las manos. Su esposa seguía sentada a la mesa, acariciaba el asa de una taza vacía, miraba fijamente por las ventanas el cobertizo del fondo, ignoraba tercamente sus toses y carraspeos. Él le observó un momento la cara enfurruñada, luego se aclaró la garganta.

—¿Anne?

—¿Qué?

—No puedo verte así.

—Entonces lárgate.

—¿No puedo hacer nada...?

—Ya te lo he dicho.

La voz era monocorde y dolorida. Él no podía soportar el dolor ni calmarlo. Con pasos vacilantes, se le acercó por detrás, esperando que ella alzara los ojos y se ablandara, tal vez incluso que lagrimeara un poco. Pero ella insistía en mirar por la ventana en un silencio acusatorio. De pronto él rió y le tocó el hombro cubierto de seda. El hombro se apartó bruscamente. Ella tiritó agitando el cabello oscuro, y de golpe se cubrió los senos con los brazos como si tuviera frío. Él retiró la mano; la cara enorme y suplicante se le aflojó. Tragó saliva, consternado.

—Se acabó la luna de miel, ¿verdad?

—¡Ja!

Él retrocedió un paso, se detuvo.

—Vamos, nena, lo sabías antes de casarte conmigo —le recordó.

—No lo sabía.

—Sabías que era inspector de distrito de la Oficina Federal de Animales. Sabías que estaba a cargo de un corral.

—¡No sabía que los matabas! —protestó ella, volviéndose.

—No tengo que matar muchos —aventuró él.

—Eso es como decir que no los matas bien muertos.

—Vamos, querida, son sólo animales.

—¡Animales inteligentes!

—Inteligentes como un imbécil humano, quizá.

—Un bebé es un imbécil. ¿Matarías un bebé? ¡Claro que sí! ¡Lo haces! Eso son ellos: bebés. Te odio.

Él titubeó, buscó desesperadamente otro\argumento.

—Mira, Inteligencia' es una palabra sólo aplicable a los humanos. Es el nombre de una función humana, y...

—¡Y eso los hace humanos a ellos! —completó ella—. ¡Asesino!

—¡Chiquilina!

—¡Ellos son chiquilines, no yo! ¡Bebés!

Él carraspeó con desolación, retrocedió unos pasos hacia la puerta, renunció a la sensata decisión de no hablar más.

—¡Vamos, Anne! Piensa en los aspectos favorables del trabajo. Claro que todo tiene su lado ingrato. Pero piensa: tenemos esta casa gratis; tengo mi distrito propio sin un jefe local que nos esté rondando; arreglo el horario a mi gusto; conozco mucha gente que visita el corral. ¡Es un buen trabajo, amor!

La cara de ella era de nuevo una máscara. Sorbía el café y parecía escucharlo. Él prosiguió, esperanzado.

—¿Y qué puedo hacer para remediarlo? No puedo evitar mi puntaje de Aptitud Laboral. Dicen que pertenezco a Bio-Autoridad, y eso es lo que me corresponde. Oh, claro que no tengo que trabajar donde me manden ellos. Siempre puedes enrolarte en Trabajos Generales, pero eso es todo lo que permite la ley, y los de TG no tienen familia. Así que voy adonde se me necesita según mi Aptitud Laboral.

—¿Tienes aptitudes para matar niños?

Él gruñó y cerró los ojos.

—Me dieron el puesto porque me gustan los niños. Y porque tengo un título de biólogo, y cierto don, quizá, para tratar con gente simple. Y porque en verdad no soy tan sesudo para ser un científico. Sólo un técnico, ¿entiendes? Y destruir los animales no reclamados es sólo una de mis tareas. Amor, antes del evoltrón, antes que nadie tuviera noticias de Anthropos S. A., había funcionarios municipales que se encargaban de eso. Perreros, creo que los llamaban. Entonces no tenían la serie Perro-R, desde luego... No eran mutantes. Pero eso es todo. Soy un perrero de esta época.

Los ojos verde hielo se volvieron lentamente. A la luz de la ventana la cara de Anne parecía delicadamente tallada en mármol polvoriento. Torció la boca en una mueca de desprecio. Luego se volvió de nuevo hacia la ventana y siguió mirando el cobertizo. Él retrocedió hasta la puerta, tironeó nerviosamente de una astilla y la estudió un momento, esperanzado.

—Debo irme. Hay que trabajar.

—¿Necesitas un beso? —dulcemente desdeñosa.

—Te veo esta noche —dijo él, arrancando la astilla.

La puerta del frente se cerró. Anne escuchó los pasos que atravesaban el porche y la calzada. Luego el arranque del camión gruñó y las turbinas despertaron con un gemido. Ahogó un sollozo y corrió tras él, pero cuando llegó al porche el camión ya había salido a la calle. De pronto aceleró con furia, lanzado hacia la autopista del este. Anne parpadeó al sol rojo de la mañana, los hombros caídos. El mundo no iba bien.

Una campanilla sonó en alguna parte. Y volvió a sonar. Ella se sobresaltó ligeramente, se recobró y fue a atender el teléfono. Una voz cuidadosamente modulada de sonido impostado y profesional preguntó por el inspector Norris. Desconsolada, Anne le dijo que se había ido.

—¿Cómo? Oh, se fue a trabajar, dice usted. Por un momento creí que... Je, je. ¿Habla la señora Norris? —la voz era enfática, pastosa. Ella afirmó con un murmullo—. Ah, sí. Norris me contó —continuó la voz—. Habla el doctor Georges, querida. Tengo que hablar de un asunto urgente con su esposo, pero quizá pueda hablarlo con usted...

—Tal vez pueda comunicarse con él. El camión tiene teléfono —de qué asuntos urgentés hablarán los doctores con los perreros, se preguntó.

—Temo que no, querida. El inspector no conecta el teléfono hasta las horas de oficina. Le conozco bien...

—¿No puede esperar?

—En verdad es una emergencia, señora Norris. Necesito un animal de corral... Un chimpancé K-48-3, preferiblemente de cinco años.

—No sé nada de los corrales —dijo ella con cierta rigidez—. Tendrá que hablarlo con él.

—Escuche, señora Norris, es una emergencia y necesito...

—¿Por qué no hace lo que habría hecho si yo no hubiera atendido el teléfono? —dijo Anne, y colgó.

Empezó a sonar de nuevo. Anne miró el aparato con un asomo de culpa. ¿Emergencia? ¿Para qué clase de emergencia se necesitaba un chimpancé K-48? 'Carniceros', murmuró vagamente, y dejó sonar el teléfono. No quería estar involucrada en ese trabajo, de ninguna manera. Antes lo abandonaré, se dijo.

El camión avanzaba lentamente a lo largo de la calle suburbana que serpeaba entre los grupos de chalets plásticos color pastel, aproximadamente dos por acre en el terreno arbolado. Con una población de medio billón fijada por la ley, el continente era un suburbio que se extendía, tachonado de centros comunitarios, entre los densos cinturones y conglomerados de plantas industriales. No había campo abierto, no lo había desde la época de sus abuelos. Esta zona era relativamente descampada; le gustaba, pero todavía no había un sitio donde estar solo.

Se aproximaba a una intersección. Un animal pequeño estaba sentado en el cordón, envuelto en su cola movediza. La coronilla de la desproporcionada cabeza era calva, pero el cuerpo estaba cubierto por una pelambre azul grisácea. La lengua rosa lamía con delicadeza las patas delanteras provistas de pulgares prensiles. El animal ojeó el camión con morosidad mientras Norris frenaba sonriéndole desde la cabina.

—Hola, gatito. ¿Cómo te llamas?

El Gato Q-5 lo miró un instante con indiferencia.

—Miyi Rorry —gimió al fin.

—Michi Rorry. Bonito nombre. ¿Dónde vives, Rorry?

El Gato Q-5 lo ignoró.

—¿Quién es tu madre, Rorry? Dímelo.

Rorry le miró con fastidio. Norris echó una ojeada en torno. No había casas cerca de la intersección, y temía que el animal se hubiera extraviado. El animal parpadeó de fatiga y aburrimiento, y siguó lamiéndose la pata. Norris repitió la pregunta.

—Mamá miyi, miyi mamá —le informaron al fin.

—Correcto, mamá es michi. ¿Pero dónde está mamá? ¿Se habrá escapado?

El Gato Q-5 se sobresaltó. Tiritó de manera espasmódica. La pelambre se le erizó. Miró calle arriba y calle abajo, y de pronto echó a correr con precipitación por la acera. Norris lo siguió dos calles con el camión, hasta que el animal subió a un porche y se puso a gemir ante el cancel.

—¡Mamá no escapar! ¡Mamá no escapar!

Norris rió y siguó viaje. Una pareja que no satisfacía los requerimientos genéticos para tener niños legalmente podía apegarse mucho a un Gato Q-5, pero los gatos eran más seguros, emocionalmente hablando, que los modelos cuasihumanos como el Chimpancé-K, o neutroides. La muerte de un neutroide podía afectar a ciertas familias tanto como la muerte de un hijo; casi todos los matrimonios al menos lograban soportar la pérdida de un Gato-Q o un Perro-P sin luto formal ni ritos cuasirreligiosos. A una pareja de genéticos-C se le permitía tener un neutroide, o dos modelos no antrópicos cuyas necesidades diarias de alimento no excedieran las ochocientas calorías. Muchos psicólogos parecían considerar dinamita a los neutroides, y recomendaban mascotas con un potencial más bajo de exigencias afectivas.

¿Y Anne? La vaga sonrisa se borró de la cara de Norris. Su tarjeta tenía el sello 'genético-C'. Habían acordado un matrimonio sin hijos. Anne amaba a los niños. Pero él había accedido. Había pensado en los animales del corral: cómo ella podría ayudarlos, dirigir hacia ellos sus sentimientos maternales, desviar su necesidad básica... Pero ahora, la hostilidad.

¿Y si llegaba a querer una pseudofiesta, un neutroide para ella?

En la correspondencia de ayer les había llegado una invitación para una pseudofiesta. Buscó la tarjeta arrugada en el bolsillo:

...cordialmente invitados

para asistir al pseudoparto

y posteriormente al cóctel

donde celebraremos la llegada de

CAPULLO DE MIEL

grato acontecimiento que tendrá lugar

el dia séis de semanadoce de 2063 a las

19:30 hs. en Sala de Recepción,

Clínica Acunando las Horas

Sírvase responder Sr. John Hanley Slade y Sra.

La invitación había llegado tarde, la fiesta era esa noche. Había pensado en llamar hoy a Slade para decirle que tal vez Anne y él asistieran al cóctel pero no llegarían a tiempo para el parto. Pero ahora que ella se había tomado tan a pecho los aspectos menos agradables de su trabajo, quizá lo mejor sería mantenerla apartada de celebraciones sentimentales relacionadas con neutroides.

La tarjeta le recordó que debía parar en el Centro Comunitario Sherman II por el correo. Dobló en la calle comercial paralela a la gran autopista y avanzó por varias manzanas de edificios comerciales que servían a los suburbios circundantes. En la rampa de descenso dio un billete de medio dólar al asistente y despachó el camión para que lo estacionaran bajo la calle, luego se dirigió a la oficina de mensajes. Cuando insertó el disco codificado en la ranura, la salida bajo el número de caja emitió una tira de papel con un parloteo. La estudió con lentitud de una punta a la otra: una nota de tía Maye, una factura de Productos Lacteosint, una carta de la madre de Anne. Lo único importante era un memorándum del jefe. Un pequeño embrollo, pero era de esperar:

Atención todos los inspectores del distrito:

Referente neutroide anómalo. Se iniciará inmediatamente rastreo sistemático y total de todos los animales con números de serie pertenecientes a serie Bermuda-K-99 con fechas de nacimiento entre semanas veintiséis y treinta y dos del año 2062, relacionadas con Caso Negligencia Delmont. Capturar animales de esta categoría, encerrar, realizar tests de normalidad aplicables. Observar síntomas de anomalías endocrinas y patrones de reacción no-standard. Delmont confesó que había pasado por alto un solo modelo no standard, pero se sospecha que hay más. Alega no recordar número de serie del anómalo. Posible ardid para detener la investigación después del hallazgo del primer animal, si hay más de uno.

Si se le permite llegar a la edad fija o la adultez él anómalo podría ser peligroso para el propietario u otros. Retener todos los K-99 capturados que revelen la menor desviación de normas standard. Entregar en Laboratorio Central. Devolver unidades standard a los propietarios. Plazo siete días.

C. Franklin

—Siete días —masculló. Se guardó la cinta en el bolsillo y salió en busca del camión.

El distrito abarcaba trescientos kilómetros cuadrados. Con un promedio de reemplazos de setenta y cinco neutroides por semana, el distrito tal vez habría recibido cuarenta K-99 de la partida de la planta Bermuda durante el período de seis semanas del año anterior. ¿Podría capturarlos a todos en una semana? Parecía difícil. Y sólo quedaban once jaulas vacías en el corral. Las otras cuarenta y nueve estaban ocupadas por los ejemplares no reclamados del inspector anterior, esperando la destrucción. Aparentemente al crematorio del fondo le esperaba una semana agitada. Anne, Anne.

Se dirigía a la Ciudad Wylo cuando el radiófono zumbó en el tablero. Pasó al carril de baja velocidad y se apresuró a responder, esperando la voz de su esposa. En cambio, oyó un ronroneo cortés y profesional.

—¿Inspector Norris?

Norris torció la boca.

—Sí. ¿Georges?

—¿Está muy ocupado en este momento?

—¿Alguna fulana rica en apuros, doctor?

—¡Norris!

—Ocupado. Muy ocupado.

—Una de mis pacientes, una tal Sarah Glubbes, llamó hace un rato para decirme que su bebé estaba enfermo.

—¿Y?

—No tiene bebé. Me estoy volviendo distraído. Olvidé que era genética-C hasta que llegué aquí.

—Déjeme pensar. Resultó ser un neutroide. —Exacto.

—¿Y por qué me llama a mí?

—Está muriendo. Virus del orden dieciocho. Naturalmente, no lo puedo hacer ingresar en un hospital.

—¿Nunca ha oído hablar de veterinarios?

—No me entiende... Ella insiste en que es el hijo, piensa que es suyo. ¿Cómo lo voy a mandar a un veterinario?

—Problema de usted. ¿Es una vieja paciente suya?

—Pues sí. Conozco a Sarah desde...

—¿Desde que la asistió en el pseudoparto?

—¿Cómo lo supo?

—Una mera deducción. Si usted la sometió al pseudoparto, tiene bien merecido el problema.

—Por lo visto, es usted abolicionista.

—Olvídelo. ¿Qué quería de mí?

—Un neutroide de reemplazo. Del corral.

—Tonterías. No podría engañarla. Reconocería a su animal aunque estuviera ciega.

—Tendré que correr el riesgo. Escuche, Norris, es patético. Ella sabe que la enfermedad es curable en humanos con hospitalización y un tratamiento costoso que no puedo conseguir para un neutroide. Además ningún veterinario podría suministrarle la droga. Escasea. Es patético.

—Estoy empapando el volante con mis lágrimas.

—Lo siento, Norris. Pensé que usted era humano.

—No al extremo de hacer favores casi ilegales que nadie agradecerá, a una dama rica y neurótica y a un médico que practica el pseudoparto.

—Una corrección. Sarah no es rica —objetó Georges—. Es una viuda de edad y no podría pagar el tratamiento aunque lo consiguiera. Gracias de todos modos, Norris.

—Un momento —refunfuñó Norris—. ¿De qué serie es el chimpancé?

—Un K-48, cinco años de edad, edad fija tres años.

Norris lo pensó un momento. Era un trato sucio, y no funcionaría.

—Creo que en el corral tengo uno con esas características —ofreció, dubitativo.

—Bien, bien. Le diré a Fred que vaya y...

—Espere un momento. Este se pondrá nervioso, no la reconocerá, y el número de serie será diferente.

—Lo sé, lo sé —suspiró Georges—. Pero creo que vale la pena intentarlo. En los humanos un ataque de V-18 puede provocar amnesia; eso serviría para explicar por qué no la reconoce. En cuanto al número de serie...

—No trate de cambiarlo —protestó Norris.

—Y si elimináramos...

—Ni se le ocurra. En un par de semanas me cercioraré de que no lo haya hecho. Eso es una canallada, Georges.

—De acuerdo, de acuerdo. Tendré que correr el riesgo de que ella no se dé cuenta. ¿Cuándo puedo recogerlo?

—Llame a mi esposa en quince minutos. Yo le hablaré antes.

—Ah, sí... La señora Norris. Eh, muy bien, gracias inspector —Georges se apresuró a colgar.

Norris encendió un cigarrillo, hizo de tripas corazón, llamó a Anne. La voz era opaca, un poco apagada, pero ya no estaba furiosa.

—De acuerdo, Terry —dijo, monótona—. Iré al corral, retiraré el de la jaula treinta y uno y se lo entregaré a Georges cuando venga.

—Gracias, nena.

—Y luego me iré a dar un baño —le oyó murmurar antes de que un chasquido cortara la comunicación.

Desconectó el automático, tomó el control del camión, pasó al carril de alta velocidad y aceleró con furia rumbo a Ciudad Wylo y las oficinas de distrito de Anthropos S. A. para empezar a rastrear los Bermuda K-99 según la orden del memo de Franklin. Tendría que revisar todos los archivos de ingreso de modelos de esas seis semanas y además el inventario actual, luego cotejar los números de serie Bermuda en una montaña de facturas de un período de treinta semanas, encontrar las tiendas y comercios minoristas que hubieran comprado los modelos dudosos, y por último investigar a los minoristas para llegar a los propietarios actuales de los modelos. Con la colaboración de los mayoristas y distribuidores, podría llegar al nivel minorista para la media tarde, pero lo más molesto sería quitar los modelos a los dueños. Por su parte, él ya se sentía bastante molesto. La riña con Anne, los pensamientos desagradables asociados con la pseudofiesta de Slade, el remordimiento de colaborar con el doctor Georges en una maniobra dudosa para apaciguar a una tal Sarah Glubbes, una pesada semana de trabajo por delante, más su cuota habitual de resentimiento reprimido por el jefe Franklin, todo lo ponía de un humor que podía incitarlo a la depresión o la malevolencia, según las circunstancias.

Si alguna mamá cariñosa le ponía trabas para la captura de su querida mascota él estaba con el ánimo justo para conseguir una orden de arresto y delegarle el asunto al sheriff, concluyó.

Un neutroide jadeante yacía en la mesa bajo una luz brillosa. El torso se estremecía y retorcía con la contracción espasmódica de los músculos, pero las patas cortas ya estaban inertes y paralizadas, y el hombre rechoncho de chaqueta blanca pudo levantarlas sin dificultad de los tobillos para extraer el termómetro rectal. El neutroide resollaba y parloteaba quejumbroso cuando la enfermera le cubrió el cuerpo menudo con la sábana.

—Ciento nueve —gruñó el hombre rechoncho, la voz ahogada por la máscara de gasa. Clavó la mirada en los ojos de la enfermera. Cabeceó hacia la puerta—. ¿Ella esta ahí todavía?

La enfermera asintió.

El doctor miró con distracción el tubo del termómetro, alzó de nuevo los ojos.

—Prepare una hipodérmica —dijo en voz baja—. Necrofina.

Ella se volvió hacia el esterilizador, se detuvo un instante.

—¿Tres centímetros cúbicos? —preguntó.

—Doce —corrigió él.

Ella sostuvo la mirada unos segundos, luego asintió y se volvió al esterilizador.

—¿Puedo irme primero? —preguntó inexpresivamente mientras llenaba la jeringa.

—Por cierto.

—¿Qué le digo a la señora Glubbes? —se acercó a la mesa y le alcanzó la hipodérmica.

—Nada. Salga por la puerta trasera. Dígale a Fred que vaya a los corrales y traiga el sustituto. Ya hablé con la señora Norris. Ah, y dígale a Fred que antes pase por aquí. Tendré algo para darle.

La enfermera miró al neutroide convulso y quejumbroso, tiritó y salió de la sala. Cuando cerró la puerta, Georges se arqueó sobre la mesa con la hipodérmica. Cuando la puerta se abrió de nuevo, Georges alzó los ojos y vio que se asomaba su hijo.

—Llévate esto —gruñó, y le entregó a Fred el bulto envuelto en diarios.

—¿Qué hago con él? —preguntó el joven.

—Arrójalo al incinerador de Norris.

Fred miró la mesa vacía y asintió con indiferencia.

—¿Puede regresar la señorita Laskell? —preguntó al salir.

—Dile que sí. Y date prisa con el otro neutroide.

—Claro, papá. Hasta luego.

La enfermera atisbo dubitativa antes de entrar.

—Límpiese —le dijo él—. Y vaya a hacerle compañía a la señora Glubbes.

—¿Qué le digo?

—El 'bebé' se recobrará. Se lo podrá llevar a casa a última hora de la tarde si antes descansa un poco.

—¿Qué hará usted con...el sustituto?

—Le daré una inyección para que duerma, y a ella le daré codeína para que se la administre.

—¿Por qué?

—Así los primeros días estará demasiado atontado para reparar siquiera en ella, se volverá adicto y se apegará a ella porque le da la codeína.

—¿El número de serie?

—Le enyesaré el pie tatuado. Parálisis V-18, usted sabe...

—Muy listo —murmuró ella, pero la voz no era aprobatoria.

Cuando se hubo cambiado las ropas en la antesala, la enfermera abrió la puerta del consultorio pero se detuvo antes de pasar a la sala de recepción. La puerta estaba entornada y atisbo a través de la hendija a la mujer sentada en el sofá.

Sarah Glubbes era gris, enjuta y rígida como piedra. Tenía las manos enlazadas en el regazo, los enormes ojos vacíos —manchas azules y opacas sobre esferas de mármol amarillento— fijos en el cielo raso, y los labios descoloridos de una boca que parecía un tajo musitaban en tensión una plegaria. La enfermera sintió un nudo en la garganta. Se la frotó un momento. A fin de cuentas, esa criatura era sólo un animal.

írguió los hombros, adoptó una sonrisa alegre y entró en la sala de recepción. Las esferas amarillentas la sondearon, inquisitivas.

—Todo bien, señora Glubbes —empezó la enfermera.

—Terminé —gruñó Norris a las tres de esa tarde.

—Treinta y seis K-99 —murmuró el archivista de Anthropos, mirando por encima del hombro la tabla con la lista de neutroides dudosos y los comerciantes a quienes se habían enviado—. Quizá cueste localizar a muchos de los dueños.

—Sí. Gracias, Andy. Y también a ti, Mabel.

La muchacha sonrió y le entregó un papel.

—Aquí están los propietarios de trece de ellos. He llamado a las dos tiendas locales. Casi todos viven en las cercanías.

Norris miró los nombres, sintió que se le endurecía el estómago. No iba a ser fácil. ¿Qué les diría?

Hola, señora. Discúlpeme, pero he venido para llevarme a la cárcel a su muchachito... Oh, sí, señora; tendrá un lugar donde vivir... Una pequeña jaula de acero con paja en el suelo, y todos los días le daremos sopa vitaminizada. ¿Cómo dice? ¿Sus cuentos para dormir y sus galletas de miel? Lo siento, señora; su muchachito es sólo un chimpancé, ¿entiende? Un mutante. En verdad, no es humano...

—Será magnífico —protestó, mirando la ventana, distraído.

—¿Cómo, señor? —preguntó el archivista.

—Nada, Andy, nada —les agradeció nuevamente y salió al sol de la tarde. Todavía le quedaba un par de horas de trabajo, y muchas cosas que hacer. Interrogar a los otros minoristas sería tarea menos desagradable, pero no servía de nada dejar lo peor para el final. Echó una ojeada a la lista que le había dado Mabel, buscó la dirección más cercana, luego irguió los hombros y dirigió sus pasos hacia el camión.

Anne lo recibió en la puerta cuando llegó a casa, a las seis. Se detuvo un momento en el porche y le sonrió con timidez. Anne no le devolvió la sonrisa.

—Vino el hijo del doctor Georges —le dijo—. Firmó por él...

De golpe Ann se interrumpió para mirarlo, abrió el cancel, le pasó las yemas de los dedos por la mejilla.

—¡Terry! ¡Esas marcas! ¿Qué te ha ocurrido? ¿Te rasguñó un Gato-Q?

—No, un humano-F —gruñó él, y se metió en el vestíbulo. Anne lo siguió con una mirada de curiosidad mientras él tomaba el teléfono y discaba.

—¿A quién llamas? —preguntó Anne.

—Al perrero de la sociedad —repuso él mientras el receptor le zumbaba en el oído.

—El ojo, Terry... Lo tienes hinchado. Se te pondrá negro...

—Tal vez.

—¿Eso también te lo hizo el humano-F?

—No. Humano-M, llamado Pete Klusky...

De golpe, el teléfono le graznó:

—Esta es la voz grabada del sheriff Yates. Estaré fuera de cinco a siete. Si es urgente, llame al agente de su zona.

Norris colgó y disco el servicio de localización, irritado.

—Registro mnemónico, llamadas de rastreo y localizaciones oficiales —cloqueó una voz mecánica—. ¿Qué desea, por favor?

—Habla T. Norris, Sherman-9-4566-78B, categoría oficial B, prioridad B, código XT-U-Bío. Consígame con el sheriff Yates.

—¿Naturaleza de la llamada?

—Asunto oficial.

—Registraré la llamada.

Norris esperó.

El robot encontró a Yates en el primer lugar adonde llamó: el salón de billares local.

—Empiezo a odiar a ese artefacto infernal —aulló Yates—. Actúa como si me ubicara por telepatía. ¿Qué quiere, Norris?

—Cooperación. Le enviaré tres cartas de acusación contra tres ciudadanos de Wylo por resistirse a un funcionario federal, es decir yo; uno de ellos, con violencia. Traté de llevarme a sus neutroides para una inspección y...

Yates le soltó una risa arenosa en el oído.

—No es broma —gruñó Norris—. Tengo que arrestar a esos neutroides. Se relaciona con el caso Delmont.

Yates dejó de reír.

—¿Ah, sí? Bien, me haré cargo...

—Es urgentísimo, sheriff. ¿No puede conseguir las órdenes esta noche y recoger los animales por la mañana?

—Tranquilo con esas órdenes, amigo. No se puede molestar al juez Charleman a cualquier hora. Podré darle los neutroides a mediodía, supongo, siempre que no necesite una patrulla de helicópteros para perseguir a las madres.

—Bien, de acuerdo. Pero escuche... Si ellos cooperan con usted, quiero retirar las acusaciones. Y no se valga de las órdenes de arresto a menos que sea necesario. Sólo me interesan los neutroides, es todo.

—De acuerdo, amigo. Cánteme los datos.

Norris le leyó los nombres y domicilios de los tres propietarios que se resistían, y una relación precisa de lo sucedido en cada caso. En cuanto colgó, Anne le murmuró "Quédate quieto", se le apoyó en las rodillas y empezó a pasarle un ungüento frío por la mejilla inflamada. El observaba los ojos fríos que posaban la mirada en la mejilla y luego en sus propios ojos. Ya no estaba enfadada, sólo apesadumbrada y distante. Le tocó el brazo. Ella simuló no darse cuenta.

—¿Un día agitado, Terry?

—Un poco. Recogí nueve neutroides de trece, de todos modos. Ahora están en el camión.

—Por suerte no los conseguiste a todos. Sólo hay doce jaulas vacías.

—¿Doce? Ah, Georges se llevó uno, ¿verdad?

—Y envió un paquete —dijo ella, mirándolo con serenidad.

—¿Un paquete? ¿Dónde está?

—En el crematorio. El chico lo llevó allá.

Él tragó con dificultad, no dijo nada.

—Oh, además llamó la señora Slade. ¿Por qué no avisaste que esta noche salíamos?

—¿Salíamos? —dijo con voz vacilante.

—Bueno, ella dijo que no había recibido noticias tuyas. No podía decirle que no, así que le aseguré que al menos yo iría

—¿Tú...?

—Oh, no te comprometí a ti, Terry. Dije que irías con mucho gusto, pero que quizá tuvieras que trabajar. Si no quieres venir iré yo sola.

Él miró arrugando el entrecejo.

—¿Quieres ir a la pseudofiesta?

—No me entusiasma, pero nunca he estado en ninguna. Es simple curiosidad.

Él cabeceó lentamente, preocupado. Ella terminó con el ungüento, le palmeó la mejilla, sonrió para alentarlo.

—Vamos, Terry. Descarguemos a esos nueve neutroides.

Él la miró perplejo.

—Olvidemos lo de esta mañana, Terry.

Él asintió. Anne desvió la mirada de golpe, le temblaron los labios.

—Sé... Sé que tienes un trabajo que tiene que ser... —tragó saliva y se apartó—. Te veo en los corrales —farfulló alegremente, y luego se dirigió a la puerta. Norris la miró alejarse rascándose la barbilla, preocupado.

Al rato llamó de nuevo al registro mnemónico.

—Manténgase en línea con este número —ordenó Norris después de identificarse—. Si Yates o Franklin llaman, insista hasta que yo conteste. En caso contrario memorice la llamaba.

—Instrucciones recibidas —respondieron los circuitos.

Se dirigió al corral y ayudó a Anne a descargar los neutroides.

Las jaulas se alojaban en un extenso cobertizo de cemento, que estaba dividido en tres salones amplios, uno para los mutantes chimpancé, humanoides y frágiles, y otro para las razas menores como los Gatos-Q, los Perros-F, los osos enanos y los corderos de treinta centímetros de alto que nunca llegaban a ovejas. La tercera sala contenía una pequeña cámara de gas con una cinta transportadora que iba a la cámara del crematorio. Por lo general Norris dejaba la tercera sala cerrada con llave, pero al pasar notó que estaba abierta. Evidentemente Anne había encontrado las llaves para que Fred Georges dejara su paquete.

Un coro de arca de Noé le saludó cuando pasó por la sala de los animales, y fue reemplazado por el parloteo vocinglero de criaturas semejantes a muñecas cuando entró en la sala de aire acondicionado, la sección de los neutroides. Cabezas enfáticamente rubias se pusieron a bailotear en las jaulas. Los cuerpos rebotaban contra el alambre tejido mientras brincaban en sus compartimientos con gracia simiesca, un homenaje a quien los cuidaba y alimentaba.

La apariencia humana sólo era desmentida por los rasgos evidentes: colas de castor cortas decoradas con rizos de pelambre suave, y una mata de pelo erecta que les coronaba las cabezas como una llama brillante. Por lo demás, parecían completamente humanos, con la piel rosada como bebés, sonrisas menudas y fugaces, y caras de querubín. Eran sexualmente neutros y nunca pasaban de una edad fija predeterminada que variaba con cada serie. Había edades fijas de uno a diez años, en equivalentes humanos. Una vez que un neutroide alcanzaba su edad fija, permanecía en esa etapa de desarrollo hasta la muerte.

—Deben de conocerte bastante bien —dijo Anne al salir de detrás de una sección de jaulas—. Una gran bienvenida para papá, ¿eh?

Él frunció ligeramente el ceño echando una ojeada a la sala penumbrosa y oliendo el tufo de los animales.

—Qué extraño. Por lo general no se excitan tanto.

Ella sonrió.

—Gran confesión: empezó cuando yo entré.

Él le lanzó una mirada suspicaz, luego caminó despacio a lo largo de una hilera de jaulas, atisbando los interiores. Se detuvo de golpe junto a la de un K-76 de tres años.

—¡Corazones de manzana! —se volvió hacia la mujer tratando de reprimir un súbito acceso de furia—. ¿Y bien?

Anne se ruborizó.

—Me dio lástima verlos comer esa papilla de los alimenta dores mecánicos. Así que fui a Sherman II y compre seis docenas de manzanas.

—Cometiste un error.

Ella se enfurruñó.

—Podemos pagarlo.

—Ese no es el problema. Hay una razón para la alimentación mecánica.

—Oh, ¿Y cuál es?

Él titubeó, sabía que a Anne no le gustaría la respuesta. Pero ella ya empezaba a comprender.

—Déjame adivinar —dijo con frialdad—. Si los alimentas tú mismo se encariñan contigo, ¿verdad?

—Eh, sí. Incluso ya me han cobrado un poco de afecto pues saben que después que yo entro empiezan a funcionar los alimentadores.

—Entiendo. Y si se encariñan contigo te causa resquemor verlos en la cinta de la Sala 3, ¿eh?

—Así es —admitió él.

—De acuerdo, Terry. Yo les doy manzanas, tú te encargas de tu línea de montaje —dictaminó Anne—. No hay ninguna contradicción, ¿no te parece?

Los ojos de Anne le decían que más le valdría ver alguna contradicción en el asunto, aunque no la admitiera.

—¿Planeas ponerte muy sociable con ellos, verdad? —preguntó rígidamente.

—Y tú, ¿planeas desembarazarte de alguno a corto plazo? —replicó ella.

—De nuevo se acabó la luna de miel...

Ella meneó la cabeza con lentitud, se le acercó un poco.

—Espero que no, Terry... Espero que no —se detuvo otra vez, se miraban vacilantes en medio del parloteo de los neutroides.

Al cabo, él se volvió y caminó hacia el camión, sacó la red y se puso a capturar a las criaturas que gemían y chillaban y brincaban como monos en la jaula de alambre tejido del camión. Se apegaban a sus dueños y siempre temían a los extraños, y los del camión sólo lo recordaban como el villano que los había alejado de mamá para arrastrarlos a un mundo aterrador de escenarios vertiginosos y tráfico rugiente. Trabajaron un rato en silencio; luego Anne preguntó, como al pasar:

—¿Qué es el caso Delmont, Terry?

—¿Eh? ¿Por qué me lo preguntas?

—Oí que lo mencionabas por teléfono. ¿Alguna relación con un ojo negro y una cara rasguñada?

Él asintió con amargura.

—Indirectamente. Es una historia larga. Bien... Tú sabes que es el evolvotrón.

—Sólo que Anthropos S. A. lo usa para inducir mutaciones.

—Es una especie de instrumento quirúrgico subatómico, para practicar 'cirugía plástica' en las células reproductivas... ¡Ten! ¡Agarra este chimpancé! Tómalo de la pierna.

—¡Uuup! Ya está... Continúa, Terry.

—Aplicar el evolvotrón a la estructura genética de un huevo es como jugar un billar microscópico con protones, deuterones y partículas alfa como bolas clave. El operador toma el huevo viviente, lo instala en el aparato, obtiene una imagen increíblemente magnificada con el sombrascopio de neutrinos lentos, compara la imagen con un mapa genético, empieza a lanzar fragmentos submoleculares con disparos de una sola partícula. Los manipula, martilla trozos para insertarlos donde antes no había nada, tapa los huecos, abre huecos nuevos. ¿Entiendes?

Ella asintió, reflexiva.

—Entiendo. Y el Señor Hombre creó al neutroide con la arcilla de un simio —murmuró.

—¿Eh? Ten, toma a este bicho. ¡La red lo está asfixiando!

—Vamos, ven con mamá... Bien, continúa, cuéntame de Delmont.

—Delmont era un operador de evolvotrón verde. Requiere años de entrenamiento, meses de práctica.

—¿Práctica?

—Es un arte más que una ciencia. Hace falta celeridad. Tienes que completar toda la operación en unos segundos. Si tardas demasiado el huevo muere.

—Y Delmont...

—Realizó las pruebas de entrenamiento y práctica sin dificultades. Un buen puntaje, en realidad. Pero era de los que fracasan cuando terminan los ensayos y sube el telón. La primera semana arruinó más de cien huevos. Eso es normal. Un éxito cada diez tentativas es un buen promedio. Pero él no obtuvo ningún éxito.

—¿Por qué no lo echaron?

—Amenazaron con echarlo. Supongo que el hombre se puso histérico. De cualquier modo, al día siguiente informó sobre una tentativa exitosa. Un fraude. El huevo tenía un par de fallas, algo erróneo en los determinantes del sistema nervioso y en la organización endocrinal. No era un huevo de neutroide standard. Él lo pasó a las incubadoras para anotarse un tanto, sabiendo que nadie lo notaría hasta después del nacimiento.

—¿Nadie lo notó?

—Bien, él temía que no lo notaran. Así que suprimió el flujo de testosterona en la incubadora para que se comprobara más tarde.

—¿Porqué?

—Todos los neutroides son hembras potenciales, como sabrás. Pero la hormona masculina es inyectada en el feto mientras se desarrolla. Impide el desarrollo de la sexualidad femenina, arroja un resultado neutro. Delmont pensó que los inspectores sin duda pescarían la hembra, y que le echarían la culpa a una falla de la incubadora, no a él.

—¿Y?

Norris se encogió de hombros.

—Y los inspectores son humanos. Quizás el fulano que estaba a cargo fue a trabajar con una resaca alcohólica y pasó por alto un par de fallas. Además, todos parecen hembras. Sea como fuere, no lo pescaron.

—¿Entonces cómo descubrieron lo que hizo Delmont?

—El mes pasado lo sorprendieron, haciéndolo de nuevo... Confesó que ya lo había hecho antes. En verdad, quién sabe cuántas veces lo habrá hecho.

Norris sacó del camión la última muñeca de pelo rizado, que pateaba y chillaba. Le sonrió a Anne.

—Fíjate en este bicho, por ejemplo. Quizá sea un 'ella' en potencia. Quizá también sea un asesino en potencia. Todas las criaturas del camión salieron de las máquinas de la sección donde Delmont trabajaba el año pasado cuando cometió el fraude. No se puede dejar sueltos a los modelos anómalos. Y tampoco los modelos sexuales se...reproducirían, se nos irían de las manos. El evolvotrón puede ser clausurado en cualquier momento, de ser necesario, y al morir esa generación de mutantes... —se encogió de hombros.

Anne tomó en brazos a la criatura que se agitaba. El neutroide se resistió y trató de morderla, pero se calmó un poco cuando Anne lo liberó de la red.

—¡Cr-i-iií! —ronroneó, nervioso—. Crii. ¡Ccr-r-riií!

—Díle que no eres un asesino —le murmuró Anne.

Él observaba con gesto reprobatorio mientras ella lo mimaba. Un código que había aceptado: evitar el apego emocional. La criatura tenía ocho meses y parecía un bebé de dos años: le faltaba uno para su edad fija, Y estaba diseñada para ser tan afectuosa como un niño humano.

—Ponlo en la jaula, Anne —murmuró Norris. Ella lo miró y meneó la cabeza.

—Pertenece a otra persona. Supón que te transfiere su fijación. Estarías robando a los dueños. No pueden amar a muchas personas al mismo tiempo.

Ella resopló, pero puso a la criatura en la jaula.

—Anne... —Norris titubeó; sabía que no era el momento apropiado para encarar el asunto, aun pensando en la pseudofiesta de Slade. Se preguntaba por qué ella había aceptado.

—¿Qué, Terry?

Él se apoyó en el mango de la red y la miró.

—¿Quieres uno para ti? Puedo pasarte uno de los no reclamados. No costaría nada.

Ella le fijó la mirada un momento, agachó la frente, caminó despacio hasta la ventana y se abrazó el cuerpo mirando el crepúsculo.

—¿Con una pseudofiesta, Terry?

Él tragó nerviosamente, encontró su voz.

—Lo que tú quieras.

—Está sonando el teléfono.

Él esperó.

—No llama más —dijo ella al cabo de un momento.

—¿Qué dices, nena?

—¿Lo que yo quiera, Terry? —se volvió lentamente para reclinarse contra un retazo de luz grisácea y mirarlo.

—Lo que tú quieras —asintió él.

—Quiero un hijo tuyo.

Él se quedó tieso, la miró boquiabierto.

—Quiero un hijo tuyo.

Él hundió la mano en el bolsillo de la cadera.

—Oh, no busques tu tarjeta de seguridad social. No me importaría que dijera 'genético triple-Z'. Quiero un hijo tuyo.

—Tío Federal dice que no, nena.

—¡Al demonio con Tío Federal! ¡No pueden mandar a un ser humano a tu sala 3! No todavía, al menos. Si nace, el mundo tiene que aguantarlo.

—Y los padres son separados a la fuerza, reducidos a la categoría laboral inferior, ¿te acuerdas?

Ella pateó el suelo y se volvió de nuevo hacia la ventana.

—¡Maldito sea este condenado mundo! —exclamó.

Norris suspiró pesadamente. Lamentaba que ella se sintiera así. Tal vez tenía razón en sentirse así, pero de todos modos él lo lamentaba. Una furia justa, frustrada, no era un ácido psíquico menos dañino que una furia injusta, y el estómago no se detenía a medir el valor moral de la ira que lo carcomía para dar nacimiento a una úlcera.

—Eh, nena. Si vamos a visitar a los Slade...

Ella asintió a desgana y caminó con él hacia la casa. Al menos era mejor estar furiosa con el mundo y no con él, pensó.

La futura madre jugó tres partidas de naipes antes del atardecer, luego entró a ducharse y cambiarse antes que llegaran los invitados. Tenía la cara iluminada por una alegre sonrisa cuando bajó las escaleras con un vestido nuevo, el cuello todavía rosado por el agua caliente, aureolada por la fragancia de un perfume suave. No había ninguna necesidad manifiesta de ese vestido amplio, y cuando ella rodeó con los brazos el cuello de John y pateó el aire con los talones no tomó ninguna precaución de embarazada.

—Querido —gorjeó—, habrá leche en abundancia. Nunca creí en las mamaderas. ¿No es maravilloso?

—Magnífico. Las inyecciones han dado resultado, supongo.

Ella miró en torno.

—Es un hotel encantador. Me alegra que no hayas elegido Refugio del Angel.

—También yo —gruñó él—. Esta noche tendremos la sala de recepción para nosotros solos.

—¿Qué hora es?

—Las siete y diez. Oh, el doctor llamó para decir que llegaría un poco tarde. Estuvo todo el día muy ocupado con un bebé enfermo.

Ella se relamió los labios y miró a los costados con inquietud.

—¿Una pareja clase A?

—No, muñeca. Clase C... Y viuda.

—Oh —ella se reanimó y lo miró afectuosamente—. ¿Darás vueltas y fumarás un cigarrillo tras otro mientras doy a luz?

Él resopló divertido.

—Eh, no es como si estuvieras realmente... —un acceso de tos le interrumpió.

—No es como si estuviera realmente...qué?

—Mira, no quise...

—No es como si estuviera realmente...qué? —insistió ella, y los ojos se le enturbiaron.

—Escucha, querida... Daré vueltas y fumaré un cigarrillo tras otro.

Una enfermera se les acercó taconeando.

—Señora Slade, es la hora de su primera inyección. Acaba de llamar el doctor Georges. ¿Quiere acompañarme, por favor?

—¿No como si estuviera...qué, John? —insistió ella ignorando a la enfermera.

Él encendió el cigarrillo con la colilla del anterior y miró nerviosamente en torno.

—¿Todo saldrá bien? —le preguntó a la enfermera.

—Señora Slade, por favor...

—De acuerdo, ya voy —clavó una mirada compungida en el esposo, se alejó restregándose los ojos.

—La dulce espera siempre las saca de quicio —lo alentó un asistente sentado en un banco cercano—. Tómelo con calma. No estará tan susceptible después de tenerlo. John Hanley Slade fulminó al fisgón con una mirada furibunda, vio que le respondían con una sonrisa de comediante amigable, la devolvió con turbación y se fue a sentar.

—¿El primero?

John Hanley asintió, se acarició nervioso el cabello fino.

—Las veo llegar, las veo marcharse. Es siempre igual.

—¿A qué se refiere? —resopló John.

—Las mismas expresiones, las mismas preocupaciones, las mismas actitudes, la misma conversación, las mismas preguntas. El hombre siempre hace notar que no es como tener un chico de veras, y la mujer siempre se ofende. Sucede todas las veces.

—Para usted la cosa es rutina, ¿eh? —masculló John.

El asistente asintió. Estudió al futuro padre unos segundos y luego gruñó:

—Adelante, pregúnteme.

—¿Qué quiere que le pregunte?

—Si todo esto me parece una tontería. Me lo preguntan siempre.

John miró irritado al asistente.

—¿Y bien...?

—¿Si me parece una tontería? Pues no.

—Perfecto. Entonces no hay más que hablar.

—No me parece una tontería porque para una mujer no es satisfactorio pagar, comprar el neutroide y punto. Entre el dormitorio y el bebé falta un paso.

—¿Ah, sí?

Al parecer, el hombre no captó el tono sarcástico de John.

—Sí —declaró—. El cambio fisiológico... Eso es lo que falta. Para que un neutroide pueda reemplazar de veras a un bebé la madre tendría que pasar por todo el proceso. El doctor le pone inyecciones, ella tiene antojos raros. Más inyecciones para las náuseas. Más inyecciones y ella engorda. Y por último, inyecciones para las contracciones y el parto falso. Después a ella le dan el neutroide y todo es una maravilla.

—Ajá.

—Pregúnteme algo más —ofreció el asistente.

John miró alrededor con desolación, espió a una mujer madura que estaba cerca de la entrada. Acababa de llegar, y miraba el lugar como perdida o confundida.

—Discúlpeme, amigo. Tal vez sea una de las invitadas —le dijo John aprovechando para zafarse.

—Claro, claro. De cualquier modo, tengo que seguir trabajando.

La mujer se volvió hacia John cuando él se acercó para salir a encontrarla. Tal vez una amiga de Mary, pensó. Había varias personas invitadas que él no conocía. Pero su sonrisa de bienvenida se disipó ligeramente cuando se le acercó. La mujer llevaba un vestido harapiento, el cabello era una maraña gris y desaliñada, las piernas delgaduchas iban sin maquillaje, y unas arrugas rojas y pronunciadas le aureolaban los párpados. Ella le clavó unos ojos ansiosos y enormes, esferas opacas de mármol sucio con diminutas manchas azules por pupilas. Y la boca parecía un tajo entre mejillas enjutas y correosas.

—Usted..., ¿vino aquí por la fiesta? —preguntó John, con aire de dudas.

Ella pareció no haberle oído, siguió mirando hacia él o a través de él. Su boca articuló palabras con una voz trémula y siseante.

—Estoy buscándolo a él.

—¿A quién?

—Al doctor.

Por la voz, John dedujo que la mujer tenía laringitis.

—¿El doctor Georges? No tardará en llegar, pero hoy estará ocupado. ¿No puede consultar a otro médico?

La mujer hurgó en la cartera y extrajo un paquete pequeño.

—Quiero darle esto —siseó.

—Yo podría...

—Quiero dárselo personalmente —interrumpió ella. Entraron dos invitados que John reconoció. Los miró nerviosamente, les devolvió los saludos y regresó indeciso hacia la mujer ojerosa.

—Esperaré —graznó la mujer. Le dio la espalda y marchó hacia la silla más próxima, donde se posó como un cuervo enfermo, los ojos clavados en la puerta.

John Hanley Slade sintió una repentina aprensión. La ahuyentó con un gesto y fue a saludar a los Willingham, los primeros en llegar.

Anne Norris, con el esposo a la rastra, se abrió paso entre una multitud de invitados parlanchines para acercarse a la anfitriona, que ahora ocupaba una silla de ruedas cerca de la entrada de la sala de partos. Habían llegado unos minutos tarde, pero la fiesta en verdad no había empezado.

—¿Por qué no te unes al círculo del padre? —dijo Anne por encima del hombro—. Todos los hombres están con John.

Norris miró de soslayo al grupo que se había reunido bajo una nube de humo de cigarros cerca del bar portátil. John Slade estaba en el centro, con cara de acorralado.

—Los consejeros de Job —masculló Terry.

Una mano surgió de un grupo y le aferró el brazo.

—Norris —tosió una voz áspera.

Se volvió.

—Oh... Señor Franklin. ¡Hola!

Anne lo soltó y se despidió, luego siguió avanzando hasta perderse de vista en la muchedumbre.

Franklin se separó de sus interlocutores y miró fríamente al inspector del distrito. Era un hombre alto, con los hombros encorvados y casi pegados a la cabeza, piernas largas y arqueadas, una cara demasiado ancha entre los pómulos pero angosta en la mandíbula. Ojos negros asomaban bajo cejas pobladas, y el desaliñado pelo negro estaba mal cortado. Su árbol genealógico incluía algunos indios cherookee en una de sus ramas, según había oído Norris, los que con frecuencia estaban en pie de guerra.

Franklin vació su copa de un trago y se la alcanzó a un camarero que pasaba.

—Pensé que esta noche estaría trabajando, Norris —le dijo.

—No tuve más remedio que venir, jefe —replicó cordialmente el inspector.

—¿Cómo le va con el asunto Delmont?

—Ya están casi todos localizados. Hoy interrumpí para recoger nueve de los ejemplares.

—Ajá. Me preguntaba por qué se había maquillado el ojo derecho —Franklin echó la cabeza hacia atrás y le soltó una risotada al cielo raso—. ¿La mamá de un neutroide le lanzó un cacharro, verdad?

—El esposo —corrigió Norris, desganado.

—Bien... Póngalos en apuros, Norris. Si el propietario del neutroide se entera de que es anómalo, quizás oiga que vamos detrás de algo y lo oculte. Los quiero capturar pronto.

—¿Espera encontrar al que busca?

Franklin asintió con gesto sombrío.

—Está en alguna parte del país, o estuvo... Todo se reduce a seis u ocho distritos. El de usted tiene muchas probabilidades. Si por mí fuera, destruiríamos todos los Bermuda K-99 producidos en ese período. De ese modo estaríamos seguros..., por si Delmont hubiese arruinado más de uno.

—Sería muy duro para mujeres como Mary —le recordó Norris, señalando con un gesto a la señora Slade.

—Ya lo creo, quinientas Raqueles sollozando por sus hijos, y todas sobre mi hombro... Casi preferiría dejar libre el ejemplar, a soportar mamitas quejumbrosas.

—Gajes del oficio, jefe. Hay que capear el temporal. Herodes lo hizo.

Franklin lo escrutó con aire de sospecha, reparó en la expresión blanda de Norris, murmuró un 'je je' y echó una ojeada a la sala.

—¿Quién está a cargo del alumbramiento? —preguntó el inspector Norris.

—El médico local, Georges. Creo que usted lo conoce.

Terry arqueó las cejas para asentir.

—Ya está aquí, lo vi entrar por la puerta de personal hace unos minutos. Debe estar preparándose. Bien, Norris... Si usted me disculpa...

Norris se dirigió al bar. Había asistido a varias pseudofiestas, y en verdad no le atraían en absoluto. Después que se reunían los invitados, los médicos llevaban a la madre a la sala de partos y todos se paseaban inquietos y hablaban en voz baja mientras ella revivía el ancestral drama del nacimiento de una manera que no acarreaba muchas incomodidades y no contribuía a agravar el problema de sobrepoblación. Luego, cuando la traían de nuevo —fatigada y emocionalmente agotada—, la enfermera traía un neutroide recién comprado, salido de la incubadora pocos días antes, y se lo entregaba a la madre. Cuando terminaban las exclamaciones y los suspiros, la madre se iba a casa con el hijo para descansar, y el padre festejaba con los invitados. Norris esperaba poder largarse temprano. Tenía cosas que hacer antes de la madrugada.

—¿Quién es esa bruja que está junto a la puerta? —le susurró alguien al oído.

Norris examinó sin curiosidad a esa mujer de labios descarnados sentada rígidamente, las manos en el regazo, que no miraba a los invitados sino a través y más allá de ellos. Meneó la cabeza y fue a estrecharle la mano al anfitrión.

—¡Me alegra verte, Norris! —dijo Slade con una sonrisa, y luego se le acercó—. Aunque tu presencia podría ser inquietante en un momento como éste.

—¿Por qué?

—Tendrías que haber traído tu red, Norris —dijo un hombre que estaba junto a Slade—. Y cuando trajeran al bebé, podrías correr por la sala aullando: "¡Ese! ¡Ese es el que estoy buscando!"

Los hombres se echaron a reír. Norris sonrió tímidamente y empezó a alejarse.

—Eh, Slade —llamó una voz—. Vienen por Mary.

Norris se apartó para dejar que John corriera hacia la esposa. Casi todos dejaron de dar vueltas para dirigir las miradas al doctor Georges, una enfermera y un asistente que salían de una puerta trasera para hacerse cargo de Mary.

—¡Alto! ¡Deténganse!

La voz venía de la entrada del frente. Era un jadeo sofocado y ronco, no muy alto pero de algún modo tan penetrante como para imponerse en la sala. Durante el repentino silencio Norris miró de soslayo y vio a la mujer de labios descarnados avanzar a través de la multitud, que se abría para cederle el paso. Cuanto más caminaba, más silencio reinaba en la sala. Y de golpe Norris advirtió que el centro de la sala estaba casi despejado y él podía ver a Mary y John y los médicos de pie cerca de la puerta de la sala de partos. Se habían vuelto para mirar a la intrusa. Georges entreabrió la boca ligeramente. Habló en voz baja, pero como casi todos habían callado, Norris pudo oír bien.

—Caramba, Sarah... ¿Qué hace usted aquí?

La mujer se detuvo a dos metros del doctor. Extrajo un paquete pequeño y se lo alcanzó extendiendo su delgado brazo.

—Esto es para usted —graznó.

Como Georges no se adelantaba para tomarlo, la mujer se lo arrojó a los pies.

—¡Abralo! —exigió.

Norris supuso que Georges bufaría y ordenaría a los asistentes que pusieran a esa vieja de patitas en la calle. En cambio, se agachó muy lentamente, sin dejar de mirar a la mujer, y recogió el bulto.

—¡Desenvuélvalo! —jadeó ella.

Las manos del doctor tantearon el paquete, pero sus ojos seguían fijos en la mujer. Abrió el paquete. Georges bajó la mirada. Dejó caer el bulto.

—Un trozo...

Miró boquiabierto a la mujer enjuta.

—¡Prímula tenía un mechón negro en la cola!

El doctor tragó saliva sin dejar de mirarla.

—¿Dónde está mi Prímula? —Sarah tenía la mano en la cartera. El doctor retrocedió un paso—. ¿Dónde está mi bebé?

—Realmente, Sarah no quedó más remedio que... La mujer sacó una enorme automática de la cartera. Le tembló la mano, demasiado pesada para la delgadez de la muñeca y el brazo. De golpe cundió el pánico en la sala.

—¡Usted mató a mi bebé!

"La primera bala rebotó en el cielo raso y destrozó una ventana —decía el locutor de televisión—. La segunda se incrustó en la pared. La tercera bala alcanzó al doctor Georges en la nuca cuando corría hacia la puerta de la sala de partos. Murió en el acto. La señora Glubbes huyó de la sala antes que nadie pudiera detenerla, y ahora las patrullas están registrando...

Norris se estremeció y dejó de mirar la pantalla de televisión que le mostraba la desolación de la sala de recepción donde había estado no hacía más de dos horas. Apagó el televisor, encendió nervioso un cigarrillo, miró a Anne, que estaba en la otra punta del sofá mirando el vacío.

—¿Cómo te sientes? —murmuró.

Ella se volvió aturdida, meneó la cabeza. Norris se levantó, se acercó al revistero, hojeó ociosamente algunos ejemplares, se volvió de nuevo hacia su esposa, caminó hacia la ventana, se quedó un rato fumando y mirando la calle, fue hasta el piano, miró de nuevo a Anne, trató de tocar un par de compases de la Quinta de Beethoven con un dedo, equivocó una nota después del ta-ta-ta-taaaa inicial, soltó un juramento, descargó un puñetazo en el teclado y se inclinó hacia adelante con un suspiro, apretando la frente contra el atril y cerrando los ojos.

—No te eches la culpa, Terry —dijo ella suavemente.

—Si yo no le hubiese entregado ese neutroide, esto no habría ocurrido.

Ella caviló un instante.

—Y si mi abuelo materno no le hubiera mentido a su esposa en 2013, yo no habría nacido.

—¿Por qué no?

—Porque si le hubiese contado la verdad, ella se habría largado, lo habría abandonado, y mamá no habría nacido.

—Oh. No obstante...

—¡No obstante un comino! —Anne despertó de su aturdimiento—. ¡Ven aquí, Terry Norris!

Él se le acercó, y abrazarla fue un consuelo. Claro que ella estaba dispuesta a culpar al mundo, pero él estaba en el mundo y formaba parte de él, y también ella. Y la culpa no se compartía, sólo pesaba enteramente en los hombros de cada uno de ellos. Pensó en el caso Delmont, y en Franklin hablando sin remilgos de liquidar a quinientos K-99 por si acaso, y en el odio encarnizado que sentía por Franklin sin ninguna razón visible. Franklin no era un tipo agradable, por cierto, pero personalmente no le había hecho nada a Norris. Se preguntaba si el odio era hacia lo que Franklin representaba, pero vio que en realidad lo dirigía hacia el jefe porque él, Norris, también representaba lo mismo. A Franklin, sin embargo, le gustaba el mundo tal como estaba, y le satisfacía ayudar a mantenerlo así.

Si pienso que algo anda mal en la organización del mundo pero sigo formando parte de ella, la culpa no es mía en parte, pensaba, es toda mía, por haberla aceptado.

—Cuesta discernirlo —murmuró.

—¿Qué dices, Terry?

—Que cuesta descubrir si todo es un error, un craso error... O si es lo mejor que pudo haber pasado, dadas las circunstancias.

—¿De qué diablos estás hablando?

Él se sacudió y bostezó.

—De acostarse —refunfuñó.

Se acostaron a medianoche. A la una, Norris estuvo seguro de que Anne dormía. Se quedó un rato acostado en la oscuridad, oyéndole respirar. Luego se levantó de la cama. Había trabajo que hacer. Salió con sigilo del dormitorio con los zapatos y los pantalones en la mano. Se vistió en la cocina a la luz rojiza de un cigarrillo y salió silenciosamente a la noche fría. Una medialuna colgaba en un cielo brumoso, y un viento áspero soplaba del norte. Caminó hacia el cobertizo. Quedaban sólo tres jaulas vacías. Necesitaba veintisiete para alojar a los K-99 dudosos a recoger en los días siguientes. Tenía trabajo que hacer.

Entró en la sala de los neutroides y apretó el interruptor. Parloteos somnolientos saludaron la luz.

Despertó una por una a veinticuatro de las criaturas más viejas y las condujo a un amplio compartimiento con paredes de vidrio. Eran los residentes más antiguos; le conocían bien y se le acercaban obedientes. Se le restregaban contra el pecho mientras trabajaba y silbaba una melodía discordante. Los empezó a tomar de la cola, dos en cada mano, para terminar antes.

Cuando todos estuvieron en la cámara de vidrio, Norris aseguró la puerta y encendió el gas. Luego apagó las luces, cerró el cobertizo y regresó a casa caminando por la hierba crepitante. La cinta transportadora entre la cámara y el crematorio terminaría el trabajo por sí sola.

De pronto Norris sintió náuseas. Se desplomó en la escalinata trasera de la casa y apoyó la cabeza en los brazos, sobre las rodillas. Le ardían los ojos, pero pensar en lágrimas le causaba aún más revulsión. Cuando el chasquido tenue del encendedor del crematorio carraspeó suavemente en el cobertizo, Norris se levantó a los tumbos de la escalinata y vomitó.

Ella le estaba esperando en el dormitorio, sentada junto a la ventana, la silueta menuda recortada contra la palidez del patio iluminado por la luna. Miraba silenciosamente la roja y opaca lengua de humo de la chimenea del crematorio, cuando él atravesó el vestíbulo en puntas de pie y se detuvo en el vano.

Anne se volvió. Un instante de silencio, luego:

—Saliste a caminar, ¿eh, Terry?

De nuevo el silencio. Él retrocedió lentamente sin decir nada. Fue al living y se acostó en el diván.

Al rato Norris oyó ruidos en la cocina, y entrevio una luz. Poco más tarde, abrió los ojos y vio la sombra oscura de Anne encima de él, rodeada por la aureola de un negligée. Ella se sentó en el borde del diván y le ofreció un vaso.

—Bébelo. Te curará el estómago.

—¿Tiene alcohol?

—Sí.

Lo probó: leche, yema de huevo, miel y ron.

—¿No le pusiste arsénico?

Ella meneó la cabeza. Él bebió de un sorbo, se volvió a recostar con un gruñido, le tomó la mano. Estuvieron un rato callados.

—Supongo que toda recién casada cree que su marido es intachable, por un tiempo —murmuró ella distraídamente—. Qué tontería que cueste tanto admitir lo obvio: que él no es tan diferente de los demás machos humanos de la tribu.

Norris se endureció, apartó la cara. Al cabo la mano de Anne le acarició la mejilla. Las yemas de los dedos las recorrieron suavemente hasta la sien.

—Está bien, Terry —susurró.

Él no volvió la cara. Los dedos de Anne le acariciaron un momento más, como si estuvieran descubriendo algo nuevo y diferente en la textura familiar del cabello. Después ella se levantó y regresó al dormitorio.

Norris se quedó despierto hasta el amanecer, sabiendo que nunca estaría "bien, Terry" ni nunca estaría "bien, Mundo" mientras continuaran la prohibición, la creación, la matanza, la burla, la falsificación del nacimiento, la muerte y la vida.

El amanecer heredó la bruma de la noche, la agrupó en nubes y la transformó en una mañana gris y melancólica.

Anne todavía dormía cuando Norris salió a trabajar. Sacó el camión, con la decisión de recoger el resto de los Bermuda K-99 lo antes posible para empezar con los tests de normalidad y dar por terminado el asunto. La culpa de esa noche aún le acuciaba cuando se alejó, un rocío pegajoso que no se levantaba con la mañana. ¿Por qué tenía que matar a las criaturas? ¿Por qué Franklin no organizaba un matadero central para destruir a los neutroides abandonados, o aquellos a quienes nadie reclamaba por cualquier otra razón? Pero la sola idea sacaría de quicio a Franklin. Era sólo una parte rutinaria del trabajo. ¿Por qué no? A fin de cuentas, ¿por qué se manufacturaban neutroides? Obviamente porque eran desechables, una característica importante de la que infortunadamente carecían los bebés humanos... La mercadería no podía ser arrojada al mar.

Las mascotas mutantes de Anthropos satisfacían una necesidad biológica básica del hombre —de todo ser viviente, en verdad—, la necesidad de tener crías, o facsímiles razonables, y cuidarlas. Los neutroides concillaban a la humanidad con la tasa de natalidad restringida, y de lo contrarío la insatisfacción derivaría en hambrunas, epidemias y posiblemente la extinción. Con una población constante de cinco billones*, la Federación podía asegurar un standard de vida decente para todos. Y si había que restringir los nacimientos, ¿por qué no restringirlos lógicamente y limitarlos a los genéticamente deseables?

¿Por qué no? No se le ocurría una respuesta, pero el 'genético-C' de su tarjeta de seguridad social era como un peso.

El mundo era un lugar mejor, ¿verdad? Grandes progresos desde el siglo pasado. La ciencia había facilitado la vida y postergado la muerte. El populacho había reaccionado con insensatez al inundar la tierra con un caudal de bebés y vejestorios que, al comer y no producir, volvían a dificultar las cosas; pero la ciencia volvió a aumentar las posibilidades de supervivencia del individuo y sus motivos para sobrevivir: y de nuevo el populacho respondió con fecundidad y largas barbas blancas, y a poner en apuros otra vez a la ciencia. Así siguieron las cosas hasta que fue obvio que el progreso no apuntaba a 'La Buena Vida' sino a que más vidas continuaran sufriendo las privaciones de siempre. ¿Qué se podía hacer? ¿Obstaculizar la ciencia? Impensable. ¿Arrojar a los viejos al mar? ¿Fijar la edad de la jubilación en los noventa años y matarlos trabajando? Los viejos todavía tenían el sufragio, y tiempo de sobra para votar.

Los nonatos, sin embargo, no podían votar.

La tecnología del hombre había creado poco para el individuo. El hombre utilizaba su tecnología para prolongar la vida y dulcificarla, pero había que sustraer algo de alguna parte. Las vidas de los nonatos fueron sumadas a los años de los viejos. Un hijo de Terry Norris habría podido vivir hasta los 110 años, pero tendría muy pocas probabilidades de nacer.

Los neutroides llenaban las cunas. Los neutroides no comían mucho, nunca crecían para comer más o figurar en las listas de desocupados. Los neutroides podían ser liquidados de un palazo y enterrados en el fondo de la casa cuando la escasez apremiaba. Los neutroides satisfacían el anhelo femenino de tener una criatura pequeña y querible, pero no estorbaban económicamente.

No tenía caso pensarlo, concluyó. Era un Modo de Hacer las Cosas, y casi todos lo aceptaban, y aunque a veces provocara desazón y horror, como en la pseudofiesta de Slade, seguía siendo un Hábito Aceptado y él no podía cambiarlo aunque supiera cómo hacerlo. Él ya estaba adaptado al mundo-como-era, un mundo que amaba a los mutantes artificiales como niños y volvía los ojos cuando las llamas del crematorio lamían la noche. Él había sido criado en ese mundo, y sólo cuando la emoción entraba en conflicto con la sórdida necesidad de su trabajo se le ocurría cuestionar el mundo. ¿Y Anne? Suponía que con el tiempo llegaría a tener su propia pseudofiesta, acunaría a un neutroide, olvidaría ideas románticas como la de tener un hijo propio.

Al mediodía regresó con otra docena de K-99 y los instaló en las jaulas. Dos madres quisquillosas habían puesto el grito en el cielo, pero él se fue sin protestar y encargó la captura de los animales a las autoridades locales. Yates ya había recogido los tres del día anterior.

—¿Qué? ¿Se acabaron los rasguños, magulladuras, huesos rotos? —preguntó Anne durante el almuerzo.

Él sonrió mecánicamente.

—Si mamá protesta, me voy. Sin aspaviento.

—¿Aprendiste la lección de ayer?

—Aja. Pero creo que una mujer me puso en un brete. Le dije qué quería. Se puso a gemir, pero me dejó entrar. Tomé al neutroide y me dirigí a la puerta. Quiso un recibo. Así que copié el número de serie de la lista, le extendí el recibo. Ella le echó un vistazo y chilló: "¡Ese no es el número de Chichi!" y me arrebató el bicho. Le miré el tatuaje del pie. En efecto: número equivocado. Tuve que dejarlo... Un K-99, sí, pero ni siquiera de la planta Bermuda.

—Creía que estaban todos registrados.

—Lo están, nena. A veces se cruzan los cables. Le dije que no le correspondía ese neutioide y perdió los estribos. Buscó el recibo de venta y me lo mostró. El número era el del neutroide. Hay un embrollo en alguna parte.

—¿Dónde lo había comprado?

—En la tienda de O'Reilly, en Sherman II. El lugar correcto, el número de serie equivocado.

—¿Algún problema, Terry?

—Bueno, tengo que rastrear a ese modelo dudoso.

—Oh.

—Y bien... ¿Has pensado en lo que ocurriría —preguntó con el ceño fruncido, mirando hacia el cobertizo por la ventana—, si alguien abriera un mercado negro de neutroides?

Terminaron de comer en silencio. Al parecer no se volvería a mencionar la ejecución en masa de la noche anterior, ni se reviviría la pesadilla de la fiesta de Slade. Por suerte.

Esa tarde se recogieron otros siete neutroides Bermuda. Salvo por el neutroide faltante, el relacionado con la confusión de números de serie, el resto correría por cuenta de Yates o sus agentes, armados con órdenes de arresto. Las protestas y lágrimas de los dueños le dejaron abatido, pero esa fase de la operación casi había terminado. Los tests de normalidad, sin embargo, le absorberían el resto de la semana y le dejarían poco tiempo para dormir y comer. Si la falsificación de Delmont afectaba a muchos ejemplares, tal vez fuera necesario entregar varios animales a Laboratorio Central para la disección y el análisis completo, con lo cual él sería el blanco de la ira asesina de los propietarios. Intuía por qué los bioinspectores eran trasladados con frecuencia de un territorio a otro. Camino a casa paró en Sherman II para conversar con el comerciante sobre la confusión de números de serie. Sherman II era la comunidad Sherman más vasta, abarcaba cincuenta manzanas de edificios comerciales. Estacionó en los alrededores y se dirigió al domicilio de O'Reilly en la acera mecánica. Había hablado por teléfono con O'Reilly, pero aún no había visitado la tienda.

Estaba en un callejón sórdido que evocaba siglos pasados, un callejón con bares pequeños, cigarrerías y locales de bowling. Hasta había una tienda con tres pelotas de oro encima de la entrada, pero el lugar era ahora una casa de antigüedades. Había una bruma ligera cuando bajó de la acera mecánica y se detuvo frente a la tienda de mascotas. Un letrero colgado sobre la acera anunciaba:

J. 'PERRITO' O'REILLY

VENTA DE MASCOTAS

DULCES CRIATURAS RUBIAS Y

PECECILLOS MOTANTES

PARA LOS QUE NO TIENEN HIJOS

REGALESE ALEGRIA

Norris estudió el letrero un momento, luego entró en la tienda, un lugar cálido y sombreado; fruncía la nariz ante el tufo de los animales. O'Reilly no era precisamente un ejemplo de higiene.

En alguna parte ladraba un cachorro, y un loro graznaba la letra de El chimpancé que he soñado, tema musical de un teleteatro sobre una operadora de evolvotrón, recordó Norris.

Se detuvo un instante frente a un tanque de pececillos drapeados de seda. Había un cliente en la tienda. Una mujer de edad regateaba el precio de un Perro-F de segunda mano. Agitaba el certificado de defunción de su último perro en las narices del arrugado vendedor y exigía una garantía de la presunta inteligencia F-5 del perro. El viejo ofreció jurar sobre una Biblia que el perro era más sabio que los humanos, pero protestó cuando le pidieron que jurara por su libro mayor.

—No me vendas, papá. No me vendas —se quejaba el perro, puntuando las súplicas con aullidos sibilantes.

Norris sonrió. Las mascotas no humanas eran más brillantes que los neutroides. Un K-108 podía articular una docena de palabras, pero un K-99 nunca pasaba de 'mamá', 'papá' y 'bizcocho'. Anthropos tenia miedo de fabricar cuasihumanos demasiado inteligentes porque los sentimentales podían proclamarlos humanos de verdad.

Caminó hacia el fondo del edificio, se detuvo un instante junto a la caja para una ligera inspección de la licencia de O'Reilly, que colgaba de la pared detrás del mostrador en un marco polvoriento: "James Fallon O'Reilly... Vendedor autorizado de animales mutantes... Todos los mamíferos no predatorios, incluidas las series de Chimpancés-K... Esta licencia expira el diatrés de semanaquince de 2063.

Faltaba poco para la fecha de expiración, advirtió, pero lo demás estaba en regla. Se dirigió a un banco de jaulas de neutroides a lo largo de la pared de enfrente, pero O'Reilly le salió al paso. La mujer se iba. La cara de O'Reilly lucía una sonrisa en V en medio de una cara rugosa, y la calva cabeceaba con aire muy profesional.

—Buenas tardes, señor. ¿Qué llevará esta ingrata tarde de lluvia? Un canguro enano, tal vez, o... Inspector Norris —se interrumpió para acomodarse las gafas cuando Norris esgrimió una placa y presentó su tarjeta; la sonrisa de O'Reilly se desvaneció—. Ajá —le murmuró a la tarjeta, luego alzó los ojos—. ¿Qué han hecho con el último verdugo? ¿Lo desollaron vivo?

—Mi predecesor fue transferido a la zona de Montreal.

—¡Y yo, que pensaba que había hablado con él ayer!

—¿Por teléfono? Ese era yo, O'Reilly. Por el detalle de las ventas de K-99.

—Era correcto lo que le di, ¿verdad? —preguntó el viejo.

—Me lo dio. Tal vez correctamente.

O'Reilly lo miró con cara de pocos amigos.

—¿A qué se refiere?

—Hay un lío con un número de serie. Quizás el error no sea de usted.

—No hay ningún error.

—Veremos —Norris ojeó su lista—. Cotejemos de nuevo este número: K-99-UZ-351.

—Ya casi es hora de cerrar —protestó el viejo—. Regrese otro día, Norris.

—Lo siento, es urgente. Sólo llevará un minuto. ¿Dónde está el libro?

El viejo empezó a temblar de furia.

—¿Acaso sugiere usted, señor, que yo lo he falseado...?

—No —gruñó Norris—. Sugiero que hubo un error. Tal vez mío, tal vez de usted, tal vez de Anthropos, tal vez de la propietaria. Tengo que averiguarlo, es todo. Veamos el libro.

—¿Qué clase de error? ¡Le di el nombre de la propietaria!

—Tiene otro neutroide.

—¿Qué culpa tengo si compró en otra parte?

—No fue así. Lo compró aquí. Vi el recibo —Norris empezaba a perder la paciencia, pero trató de conservar la calma.

—¡Entonces se lo habrá comprado a otra de mis clientas! —insistió O'Reilly.

Norris resopló irritado.

—¿Tiene dos clientas llamadas Adelia Schultz? Vamos, abuelo, miremos el duplicado del recibo. Ahora.

—No sé todavía si lo tendré —refunfuñó O'Reilly, negándose a ceder.

Norris de pronto estalló. Se volvió con furia y se puso a recorrer la tienda, mirando bajo las jaulas, examinando las instalaciones, escarbando los comederos con un lápiz, observando las bolsas de alimentos, fijando la atención en la pelambre erizada de un Perro-F.

—¡Un momento! ¿Qué está haciendo? —preguntó el dueño.

Norris se puso a ladrar cada artículo por el que pasaba inspección:

—Jaula sucia... Ventilación inadecuada... Comedero sin limpiar... No hay agua en las jaulas de neutroides...

—¡Les doy agua dos veces por día! —protestó O'Reilly.

—Alimento para conejos enmohecido... Ni rastros de desinfectante... ¿Qué es esto? ¿Un foco de epidemias?

Se volvió para enfrentar a O'Reilly, que temblaba de furia y lo maldecía con los ojos.

—Por no mencionar el letrero de afuera —añadió al azar el inspector Norris— 'Dulces criaturas rubias...' Eso fue proscrito el año en que encarcelaron a Kleyton por inyectar hormonas en los K-108 con intención de prepararse un harén. ¿Bien?

—No sé si todavía lo tengo —repitió O'Reilly.

—¡Mire, abuelo, su obligación es conservar los recibos de venta hasta que se microfilmen! —vociferó Norris—. Y hace más de un año que no se microfilman...

—¡Largúese de mi tienda!

—Si me voy, después de mañana no habrá tienda.

—¿Me está amenazando?

—Sí.

Por un momento Norris creyó que el viejo lo iba a atacar. Pero O'Reilly escupió una maldición, se precipitó al mostrador, tomó un libraco de debajo de la caja y luego corrió hacia las escaleras del fondo.

—¡Eh, abuelo! ¿Adonde va?

—¡A buscar mis gafas!

—¡Las lleva puestas! —Norris se lanzó tras de él.

—Las nuevas. Con éstas no veo bien —O'Reilly subió.

—¡Deje el libro aquí, que yo lo revisaré! —Norris se detuvo al pie de las escaleras. O'Reilly cerró la puerta de arriba y le echó llave. Gruñendo con suspicacia, el inspector fue a esperar junto al mostrador.

Pasaron cinco minutos. La puerta se abrió. O'Reilly bajó, menos furibundo pero ciertamente nervioso. Soltó el libro en el mostrador, lo hojeó, encontró un lugar, murmuró "Aquí tiene, véalo usted mismo", y se lo mostró de costado.

—Démelo aquí.

O'Reilly lo soltó a regañadientes, se puso a discursear sobre la burocracia y los inspectores engreídos que actuaban como dictadores y los códigos de inspección que prescribían y circunscribían y prohibían. Norris lo ignoró y examinó el duplicado.

"Adelia Schultz... Recibido Chimpancé K-99-LJZ-351 el..." Era el número de la lista de Anthropos. Era el número del animal que necesitaba para los tests de normalidad. Pero no era el número del neutroide de la señora Schultz, ni el número escrito en la copia que tenía la señora Schultz de esa misma factura.

O'Reilly aún seguía discurseando. Norris levantó el libro y miró la superficie de la página al trasluz. O'Reilly calló.

—Marcas —gruñó el inspector—. Borrones en el papel.

O'Reilly jadeaba como un asmático. Norris bajó el libro.

—Bonito trabajo..., por ser una copia en papel carbónico. ¿Lo hizo arriba?

O'Reilly no dijo nada. Norris tomó un papel, cubrió el filo de su navaja con el pañuelo, usó la punta para quitar el polvillo de la goma de entre los recibos, echó el polvo en el papel, lo plegó y se lo guardó en el bolsillo.

—Una prueba.

O'Reilly no decía nada.

Norris arrancó el recibo borroneado, se lo guardó, se puso el sombrero y se dirigió a la puerta.

—Le veré en los tribunales, O'Reilly.

—¡Espere!

Norris se volvió.

—Bien... Estoy esperando.

—Sentémonos primero —balbuceó el viejo, ya sin fuerzas.

—Seguro.

Subieron las escaleras y entraron en un cuartucho mugriento. Norris echó una ojeada, olió a coles hervidas y sábanas transpiradas. Un neutroide de pelo naranja dormía en el rincón en un felpudo sucio. Norris lo miró con curiosidad. O'Reilly soltó un gemido y se desplomó en una silla, la respiración entrecortada, como si sollozara para adentro. Norris lo miró sin expresión un instante, luego fue a arrodillarse junto al neutroide.

—K-99-LJZ-351 —leyó en voz alta, mirando la planta del pie tatuado. El neutroide se movió en sueños al oír una voz desconocida. Cuando Norris volvió a mirar a O'Reilly, el viejo tenía los ojos fijos en los pies, la frente apoyada en una mano rugosa que le cubría los ojos.

—¿Alguna buena explicación, O'Reilly?

—Usted ha visto lo que vio; ahora haga lo que tiene que hacer, qué podré decir yo...

—Mire, O'Reilly, lo que me interesa es el neutroide. Y lo he encontrado. No sé qué más he encontrado, pero alterar números de serie es un delito grave. Si tiene algo que decir, dígalo ahora. De lo contrario, tendrá que hablar entre rejas. Estoy dispuesto a escuchar aquí y ahora. Mejor aproveche la oportunidad.

O'Reilly suspiró, miró al neutroide que dormía en el rincón.

—¿Qué hará con ella?

—¿Ella? ¿La criatura? Me la llevaré.

O'Reilly guardó un silencio apesadumbrado mientras reflexionaba sobre la situación.

—Eramos clase B, yo y mi mujer —murmuró de pronto—, y se nos permitía un hijo propio si podíamos tenerlo. ¿Se lo imagina? Un viejo feo como yo..., clase B.

—¿Y?

—El gobierno dijo que podíamos tener un hijo, pero la naturaleza decía que no.

—Mala suerte.

—Pero como éramos clase B no teníamos derecho a tener un neutroide. ¿Entiende?

—Sí. ¿Dónde está su esposa?

—Con los santos, esperemos.

Norris se preguntó qué historia lacrimógena querían endilgarle. El viejo continuó quedamente, sin dejar de mirar a la figura que dormía en el rincón.

—No podíamos tener un chico, tampoco un neutroide, así que abrimos la tienda de animales. Pero no era como tener uno propio. Mi mujer siempre se lamentaba cuando yo vendía alguno con el cual ella se había encariñado. Pero nunca me apoderé de ninguno..., hasta que vino Peonia. El año pasado llegó esa partida de Bermuda, y los vendí muy pronto, pero Peonia era debilucha. La gente decía que no duraría mucho. No podía venderla. La tuve tanto tiempo que los dos le cobramos afecto. Mi mujer falleció el año pasado. "No dejes que nadie se lleve a Peonia", me decía antes de morir. Le prometí que no. Así que le hice el cambio y la traje aquí arriba.

—¿Eso es todo?

O'Reilly titubeó, luego asintió.

—¿Lo había hecho antes?

O'reflly meneó la cabeza. Hubo un largo silencio mientras Norris miraba a la criatura.

—Podrían revocarle la licencia —dijo con aire distraído.

—Lo sé.

Hundió el puño en la palma, pensativo. Caviló un poco más. Si O'Reilly decía la verdad, nunca se perdonaría por denunciar al viejo... A menos que no fuera toda la verdad.

—Esta noche quiero llevarme sus libros a casa.

—Ahí los tiene.

—Lo revisaré todo, investigaré de cabo a rabo —miraba a O'Reilly de hito en hito; el viejo ni se inmutó, sólo parecía preocupado, apenado, por la idea de perder la criatura—. Si lo único que ha hecho fue apartar un neutroide para que le hiciera compañía, O'Reilly, no lo denunciaré.

O'Reilly no se consoló. Continuó mirando con avidez a la criatura dormida. Norris entonces agregó, gentilmente:

—Y si el neutroide no es anómalo, se lo devolveré. Tendremos que adjuntar una corrección a esa factura, desde luego, y usted tendrá que correr el riesgo de que alguien quiera comprarlo, pero... —se interrumpió; O'Reilly lo miraba con extrañeza.

—¿Y si es anómalo, señor Norris?

Norris balbuceó algo, vaciló.

—¿Lo es, O'Reilly?

O'Reilly se sacudió, extrajo un pañuelo rojo, se frotó los ojos, se sonó la nariz con estrépito y recobró la compostura.

—¿Cómo sabe que es anómalo?

O'Reilly le lanzó una mirada amarga, carraspeó, cruzó el cuarto y se sentó en el suelo junto al neutroide durmiente. Palmeó el hombro pequeño y desnudo.

—¿Peonia? Peonia, despierta, soy yo, despierta.

La cola velluda se retorció un momento, la criatura se levantó, se restregó los ojos y bostezó. Había en sus movimientos una perezosa languidez que incitó a Norris a inclinarse y mirarla. Los neutroides solían moverse con brincos, sacudones y convulsiones. Este se estiró, arqueó la espalda y sonrió como un bebé de dos años con ojos castaño claro. Miró a Norris. Los ojos se agrandaron un instante, luego la criatura lo ignoró deliberadamente.

—¿Juego al rebote, papá? —gorjeó.

Norris inhaló lentamente y se sentó, pasmado.

—No hace falta, Peonia —O'Reilly miraba de reojo al inspector—. El rebote es un juego que practicamos delante de las visitas —explicó—. Para hacer creer que es neutroide.

El inspector no supo qué decir. Peonia se relamió los labios.

—Quiero un vaso de agua, papá.

O'Reilly asintió y fue a la cocina; el hombre y la neutroide quedaron a solas, se miraban fijo, en silencio. Era totalmente anómala. Ni siquiera un K-108 que hubiera alcanzado su edad fija podría haber articulado las dos frases que acababa de oír, y a Peonia le faltaba mucho para su edad fija, y era K-99.

O'Reilly regresó con el agua. Ella bebió con avidez, empuñaba el vaso mientras fijaba los ojos en el viejo.

—Papá tiene los ojos húmedos —observó. O'Reilly empezó a temblar de nuevo.

—No importa, niña. Busca tu abrigo.

—¿Por qué?

—Vamos a pasear con el señor Norris.

Ella se volvió para enfrentar con hostilidad al pasmado visitante.

—¡No quiero!

El viejo soltó un sollozo y se arrodilló para estrecharla con los brazos y apretarla contra el pecho. Trató de tranquilizarla con una espasmódica retahila de lloriqueos que hubiera asustado aun a un niño humano.

La neutroide anómala rompió a llorar. Los neutroides standard nunca lloraban, gimoteaban o aullaban. Norris sintió que se derrumbaba por dentro. Lentamente, el viejo alzó la cabeza para atisbar al inspector, que pestañeaba. Aflojó los brazos y de pronto, dejó a Peonia en el suelo y se levantó.

—Llévesela rápido —jadeó y se fue a la cocina; cerró la puerta a sus espaldas, se oyó el chasquido del pestillo.

Peonia correteó hacia la puerta y se puso a golpearla con los puños diminutos.

—¡Papá... ¡Papá! ¡Abre la puerta! —gimió.

Norris se relamió y tragó con la garganta seca. Los ojos aún clavados en la criatura, no atinaba a levantarse del sofá. Frases desarticuladas se le agolpaban en la mente... Que el hombre ha creado..., con la arcilla de un simio... Piernas regordetas y puños diminutos y un cerebro para percibir... Y el Estado habló a Job desde un torbellino, y le dijo...

—¡Llévela! —dijo un bramido ronco desde la cocina—. ¡Llévela antes que pierda la cabeza y lo mate!

Norris se incorporó con esfuerzo y avanzó hacia la criatura asustada. Pateaba y chillaba cuando la sacó a la calle. Cuando llegó a la calzada de su casa, la criatura se había apaciguado un poco, pero seguía llorando.

Vio que Anne bajaba del porche para salir a encontrarle. Miraba fijo a la criatura sentada junto a él en el asiento mientras sus semejantes parloteaban en las jaulas de la parte trasera del camión. No dijo nada, se limitó a mirar la cara menuda y lagrimeante a través de la ventanilla.

—¡A casa! ¡Quiero ir a casa! —gemía.

Norris tomó a la criatura y se la alcanzó a su esposa.

—Llévala adentro. No digas una sola palabra. Iré en cuanto meta al resto en las jaulas.

Ella pareció no reparar en la rudeza de Norris cuando tomó a la criatura en brazos y se alejó. El camión siguió rumbo al cobertizo.

El caviló sobre el asunto mientras trabajaba. Cuando terminó, regresó a la casa y se detuvo en el vestíbulo para llamar a Franklin. Era lo único que podía hacer: poner punto final cuanto antes.

—Su despacho no responde —dijo la operadora—. ¿Quiere que le dé con el localizador?

Anne entró en el vestíbulo y lo fulminó con la mirada, los brazos cruzados sobre el pecho, un pie golpeteando furiosamente el suelo. Peonia estaba detrás de ella. Ya no lloraba, y espiaba a Norris con curiosidad, asomada desde la falda de Anne.

—¿Estás haciendo lo que creo que estás haciendo, Terry?

El tragó saliva.

—Cancele la llamada. Puede esperar hasta mañana —dijo a la operadora, y colgó bruscamente. Se sentó en la silla recta. Era lo único que podía hacer: postergar el asunto cuanto más le fuera posible.

—Sería mejor que hablemos —dijo ella.

—Sería mejor —admitió Norris.

Fueron al living. Evidentemente, el mundo de Peonia se había limitado a la tienda de animales, y parecía estupefacta ante esa casa limpia y ordenada. Ya no tenía miedo. Sí, bastante curiosidad por cuanto la rodeaba como para dejar de llorar por O'Reilly. Se sentó en medio de la alfombra, miraba parpadeando el sillón y a los dos humanos que estaban en él. De vez en cuando agitaba la cola.

—¿La criatura anómala?

—Una criatura anómala.

—¿Qué piensas hacer?

—Tú sabes... lo que debo hacer.

—¿Qué ibas a hacer en el vestíbulo?

—Franklin lo descubrirá, tarde o temprano.

—¿Cómo?

—¿Crees que Franklin confiaría en alguien?

—¿Y entonces?

—Entonces, tal vez ya tiene una lista de todos los números de serie tomada de los mayoristas del distrito de Anthropos. Para controlarnos a nosotros. Y lo mejor sería entregársela.

—Entiendo. Por lo tanto estás en un brete, ¿verdad?

—No, si cumpliera con mi deber.

—¿Según cuál ley?

Él se tironeó nerviosamente del cuello, se volvió a la criatura que lo miraba fijo.

—Ey, ey —dijo débilmente, agitando un dedo y tendiéndole las manos. La criatura se apartó con recelo.

—No te evadas, Terry.

—Quiero ir a casa... Quiero a papá. —Tengo que pensar. Necesito tiempo para pensar.

—Escucha, Terry. ¿Sabes qué sería llamar a Franklin? Sería A, S, E, S, I, N, A, T, O.

—Ella es sólo una neutroide.

—¿Ella?

—Probablemente. Tengo que examinarla para estar seguro.

—Magnífico. Inteligente, capaz de reproducirse. Simplemente magnífico.

—Bien, lo que hagan con ella después que yo haya concluido con los tests de normalidad, no me incumbe.

—¿De veras? Mírame, Terry... No, Terry. No con esa cara de mártir... ¡Terry!

Él cambió de actitud. Se sentó con la cabeza entre las manos, miraba los dibujos de la alfombra, arqueaba ansiosamente los dedos de los pies.

—Pensar... Tengo que pensar.

—Mientras tú piensas, yo alimentaré a la niña —dijo Anne con un tono ácido—. Ven, Peonia.

—¿Cómo sabes el nombre?

Ella me lo dijo, naturalmente.

—Oh —se esforzó a duras penas por concentrarse, pero la casa estaba impregnada de la presencia de Anne, que influía en él. Al cabo se levantó y se dirigió al cobertizo, donde podría pensar con objetividad. Pero tampoco era un sitio indicado. El cobertizo estaba impregnado de Franklin y el sistema que representaba. Por último salió al fondo de la casa y se tendió en la hierba fresca para mirar el cielo del crepúsculo. La situación no era nada envidiable. O entregaba la neutroide a Franklin para que la estudiaran y luego destruyeran, y si no lo hacía era un delincuente como Delmont. O bien, perdía a Anne y quizás también algo de sí mismo... De lo contrario, su puesto, y quizá su libertad.

Un gran silencio pesaba en la casa durante la cena. Sólo Peonia hablaba para pedir a cada tanto que la llevaran a casa. Cada vez que la criatura hablaba, Anne miraba a Norris, y cada vez que Anne miraba a Norris sus ojos decían: "¿Ves?" Al fin Norris soltó el tenedor y salió al porche para rumiar a solas en la penumbra. Oyó voces en la cocina.

—Tienes buen apetito, Peonia.

—Me gusta más como cocina papá.

—Bien, pero por ahora deberás conformarte con lo mío.

—Quiero ir a casa.

—Ya lo sé... Pero creo que tu papá quiere que te quedes un tiempo con nosotros.

—No quiero.

—¿Por qué no te gusta este lugar?

—Quiero a papá.

—Bueno, quizá podamos llamarlo por teléfono, ¿eh?

—¿Teléfono?

—Después que duermas un poco.

La criatura gimoteó, rompió a llorar. Norris oyó que Anne caminaba con ella, y que le murmuraba suavemente. Cuando ya no pudo aguantar más, bajó la escalinara y fue a dar un largo paseo en la noche. Caminaba lentamente por aceras rajadas, bajo árboles acechantes, frente a las casas y las luces desperdigadas de los suburbios. No era mucho lo que había cambiado el contorno urbano en un siglo, sólo se había extendido. Algunas casas sufrían transformaciones drásticas con el paso de los años. Otras, como bastones, azadones, bicicletas, cuchillos y teléfonos, se conservaban tal cual. ¿Para qué alterar el sistema establecido?

Mientras caminaba ojeó a través de los setos las ventanas iluminadas. Luces fluorescentes, no muy diferentes de las de un siglo atrás. Pero una vez habían sido hogueras, los fuegos de los cazadores que tiritaban en el bosque, cuando el Hombre era joven y su simiente apenas se había esparcido en el mundo. Ahora el mundo estaba atosigado con la tumultuosa expansión humana, plagado de sus luces y letreros centelleantes, colmado del ruido de sus motores y el rugido de sus cohetes. El Hombre lo había heredado y se había multiplicado, tal vez excesivamente.

No había modo de escapar del pasado. El siglo anterior había abarrotado la tierra con sus hijos y nietos, había agotado la capacidad de la Tierra para alimentarlos, y se había llegado al límite. Había que conservarlo. Tampoco se podía escapar al espacio. Los cohetes del Hombre habían tocado dos planetas, pero eran mundos desolados, y aunque se los mejorara, la Tierra seguiría engendrando más hijos —si se permitía— de los que en el mismo lapso llevaría trasladar. La única opción: aumentar la tasa de mortalidad o reducir la tasa de natalidad, o bien —una tercera y sombría posibilidad— no hacer nada y dejar que la naturaleza empuñara la guadaña como en un tiempo lo había hecho en la India y la China. Pero dejarlo en manos de la naturaleza no estaba en la naturaleza del Hombre, pues él siempre podía hacerlo mejor. Si su elección afectaba una necesidad biológica de la mujer, entonces él le fabricaría un bebé desechable para apaciguarla. Le pondría cola y una mente limitada, para que la mujer no lo confundiera con los ocasionales hijos auténticos.

Peonia, sin embargo, era un lamentable error. El error tenía que ser corregido rápidamente antes que alguien lo notara.

¿Qué podía hacer Norris, siempre que pudiera hacer algo? ¿Desafiar al mundo? ¿Ser más listo que el mundo? El mundo estaba hecho a la medida de Franklin, y se burlaba de él desde las sombras. Dio media vuelta y regresó a casa.

Anne se hamacaba en el porche con Peonia en los brazos cuando él llegó por la acera. La pequeña criatura dormitaba sosegadamente, murmuraba en sueños.

—¿Qué edad tiene, Terry? —preguntó Anne.

—Nueve meses, o dos años, según a qué te refieras.

—¿Nació hace nueve meses?

—Ajá. Pero tiene dos años, según la escala evolutiva, en términos humanos. Los neutroides alcanzarían la plena madurez a los nueve o diez años, si no se les impusiera una edad fija. Se desarrollan con rapidez.

—Pero es más brillante que casi todos los niños de dos años.

—Tal vez.

—¿La has oído hablar?

—No puedes establecer comparaciones de grado entre dos especies, Anne. No al menos, con tanta facilidad. 'Brillante', o sea un buen coeficiente de inteligencia..., ¿según qué pautas?

—Brillante, o sea avispada, según mis pautas. Y si se la entregas a Franklin te dejaré.

—Viene un coche —gruñó él—. Métete en la casa. Está frenando.

Anne se levantó de la mecedora y corrió adentro. Norris se demoró un momento, luego la siguió. Los faros se detuvieron frente a una casa de la manzana, luego avanzaron. Norris observó desde el vestíbulo.

—¿Quieres que la lleve al cobertizo? —preguntó Anne, en evidente tensión.

—Quédate donde estás —musitó Norris, y un momento más tarde se arrepintió. Los faros pasaron frente a la casa. El haz de una poderosa linterna barrió el porche, encontró el número de la casa, se apagó. El conductor apagó el motor. Norris se dirigió al living.

—¡Juega al rebote! —le gruñó a Peonia.

—No quiero —replicó ella.

—¡Viene un hombre, y mejor que juegues al rebote si quieres ver de nuevo a tu papá! —refunfuñó Norris.

Peonia chilló y se alejó de él, gimoteando.

—¡Terry...! ¿Qué dice? ¡Debería darte vergüenza!

—¡Cállate...! Peonia, juega al rebote.

Peonia se puso a parlotear, brincó al respaldo del sofá con gracia simiesca.

—¡Está asustada! ¡Se porta como un neutroide común!

—Eso es rebote —vociferó Norris—. Es bueno.

Oyeron la portezuela del coche. Norris fue a encender la luz del porche y recibir al visitante, un caballero calvo y corpulento de traje negro y cuello romano que subía la escalinata. Pestañeó y sacudió la cabeza. ¿Un clérigo? El hombre se equivocaba de casa.

—Buenas noches.

—Eh... Buenas.

—Soy el padre Mulreany. ¿La casa de los Norris? —el sacerdote tenía un vago acento irlandés; Norris tuvo una oscura corazonada pero no atinó a descifrarla.

—Soy Norris. ¿Qué pasa?

—Eh, bien. Uno de mis feligreses..., creo que usted le conoce, inspector.

—¿Paisano suyo?

—Aja.

—¿O'Reilly?

—Sí.

—¿Qué hizo? ¿Se colgó?

—Nada tan grave. ¿Puedo pasar?

—Lo dudo. ¿Qué busca?

—Información.

—¿Personal u oficial?

El sacerdote hizo una pausa, estudió la silueta de Norris a través del cancel. No parecía amedrentado por la sequedad del inspector, tal vez la aceptaba como normal en una época que tenía poco respeto por los hábitos.

—O'Reilly está en apuros, inspector —dijo Mulreany con serenidad—. No sé si llamar a un médico, un psiquiatra o un policía.

Norris se puso tenso.

—¿Un policía?

Norris titubeó. Sentía una vaga hostilidad y un recelo no tan vago. Abrió la puerta, dejó pasar al sacerdote y lo condujo al living. Anne lo saludó con un murmullo, se excusó, tomó a

Peonia y se dirigió al fondo de la casa. Los ojos del sacerdote siguieron atentamente a la criatura.

—¿Así que O'Reilly hizo algo?

Retomó el hilo Norris, ya más ablandado.

—Ajá.

—¿En qué lo afecta a usted?

Mulreany frunció el ceño.

—Además de ciertas cosas que usted no entendería, él era el esposo de mi hermana.

Norris le invitó a sentarse.

—De acuerdo. ¿Y...

—Me llamó hace un par de horas. Estaba borracho. Sólo hablaba tonterías, pero intuí que algo andaba mal. Así que fui a la tienda —Mulreany hizo una pausa para encender un cigarrillo y mirar al suelo. Alzó los ojos de golpe—. ¿Usted lo vio hoy?

Norris no vio ninguna razón para no admitirlo. Cabeceó con irritación.

Mulreany se inclinó hacia adelante.

—¿Estaba sobrio?

—Sí.

—¿En su sano juicio?

—¿Cómo puedo saberlo...?

—¿Le pareció a usted un hombre que de buenas a primeras iría a tomar un trozo de caño y un hacha de carnicero para exterminar sesenta animales inofensivos?

Norris quedó ligeramente perplejo. Se reclinó, meneaba la cabeza y parpadeaba. Hubo un largo silencio. Mulreany le observaba con cautela.

—No puedo ayudarle —balbuceó Norris—. No tengo nada que decir.

—Mire, inspector, olvídese de esto, ¿quiere? —se tocó el cuello blanco.

Norris sacudió la cabeza, sonrió amargamente.

—No puedo ayudarle.

—De acuerdo —suspiró Mulreany, y se levantó—. Sólo estoy tratando de averiguar si lo que él dice...

—¿Hablan de papá? —chilló una voz aflautada en la cocina.

Mulreany se volvió rápidamente.

—...es verdad —terminó el clérigo con un hilo de voz.

Se oyó un chistido. Hubo susurros en ia cocina, Anne se asomó furtiva por la puerta.

—De modo que si, es verdad —murmuró Mulreany. Norris, demudado, se levantó.

—Anne —llamó con voz consternada—. Se acabó el rebote.

Ella entró trayendo a Peonia y con cara de pocos amigos.

—¿Por qué lo hiciste entrar? —preguntó jadeando. Mulreany observó a la pequeña criatura. Anne observó a su vez al sacerdote.

—¿Le molesta, verdad? —vociferó Anne, y alzó a Peonia en vilo—. ¡Véala! Mire a su enemigo. Un ultraje a su antropocentrismo, ¿verdad?

—De ninguna manera —se apresuró a responder el sacerdote.

—Ustedes las condenan.

Él meneó la cabeza.

—A ellas no. Sólo el uso que les da la sociedad —se volvió a Norris, algo estupefacto—. Mejor me voy.

—Tal vez no. Mejor hable. ¿Qué quiere?

—Ya le dije. O'Reilly perdió la chaveta, transformó la tienda en un matadero. Cuando llegué allá, desvariaba sobre un neutroide parlante, su 'bebé', dijo que usted se lo había llevado para destruirlo. Amenazaba con matarlo a usted. Llamé a un amigo para que se quedará con él y vine a averiguar qué sucedía.

—Es una neutroide anómala. ¿Ha oído hablar del caso Delmont?

—Rumores.

—Es ella.

—Entiendo —Mulreany parecía triste, cansado, abatido—. Supongo que no necesito saber más.

Norris le aferró del brazo cuando se volvió.

—Siéntese un momento —gruñó con tono amenazador. El sacerdote se sorprendió, se dejó conducir de nuevo a la silla. Norris se quedó mirándole.

—¿Qué ocurre con papá? —gorjeó Peonia—. Quiero ver a papá.

—¿Y bien? —rugió Norris—. ¿Qué me dice de ella?

—No entiendo.

—Ustedes no ven con buenos ojos a Anthropos, ¿verdad?

Mulreany se esforzaba por no perder la paciencia.

—Hacer nitroglicerina para solucionar problemas cardíacos es bueno, y hacerla para volar cajas de seguridad es malo. La cosa en sí es moralmente neutra. Lo mismo ocurre con los animales mutantes. Como mascotas, bien; como sustitutos de los humanos, no.

—Sí, pero usted los preferiría muertos, ¿verdad?

Mulreany titubeó.

—Admito que personalmente me disgustan.

—¿Y ésta?

—¿Qué tiene?

—¿Mejor muerta, verdad?

—Yo no he dicho eso.

—¿Usted no admitiría que quizá sea humana?

—No la conozco tanto. ¿Humana? ¿En qué sentido? ¿Biológicamente? Obviamente no. ¿Teológicamente? ¿Y a usted, qué le puede importar eso?

—Me interesa especialmente su actitud, amigo.

Mulreany lo miró de hito en hito.

—Tengo mis dudas acerca de la función que estoy cumpliendo aquí —gruñó—. Vine en busca de información; los papeles se han invertido. Bueno, Norris, pero estoy harto de inocentes neopaganos como usted. Ahora siéntese o écheme de su casa.

Norris se sentó lentamente.

El sacerdote examinó a la pequeña neutroide un momento antes de hablar.

—Está viva, realiza la función de vivir, obviamente es consciente. Vida..., una especie de función. Una vida específica, una especie de función invariable, con cierta identidad personal. Invariabilidad de función: un principio. Identidad, alma, llámelo como quiera. Cualquier ser vivo lo tiene —se interrumpió para mirar a Norris, inquisidor.

—Adelante —dijo Norris con un brusco cabeceo.

—No tiene por qué poseer inmortalidad. No, a menos que se supiera que es humana. O inteligente.

—Usted la oyó —barbotó Anne.

—He oído hablar con gran sabiduría a cajas metálicas —dijo Mulreany con mordacidad—. Y si yo fuera un hotentote, una computadora vocalizadora me...

—Olvide las analogías. Siga.

—¿Qué es la inteligencia? Una función del hombre, inmortal. ¿Qué es el hombre? Una criatura inmortal e inteligente, con libre albedrío.

—Deje de hablar en círculos.

—Ese es el problema. No puedo... No, en lo que atañe a Peonia. ¿Qué quiere saber? ¿Si la considero igual al hombre? Deme todos los resultados de los tests de inteligencia, todos los datos que pueda conseguir... Y aún así, no podría decirlo.

—¿Qué necesita? ¿Señales místicas del cielo?

—Precisamente.

—Basta de rodeos —dijo repentinamente Anne—. ¿Este fulano nos va a complicar el asunto, o no?

Mulreany se sorprendió nuevamente.

—Al grano, entonces —dijo Norris—. ¿Usted aplaudiría si la gasearan?

—De ningún modo.

—Si la decisión estuviera en sus manos...

—¿Cuál? ¿La de destruirla o no? —Mulreany resoplaba con irritación—. Pues no, si abrigara la mínima duda al respecto. Ella es una sombra en el bosque. Quizás haya diez probabilidades contra una de que la sombra sea de un oso y no de un hombre... Pero ante esa sola probabilidad, hijo, no se puede disparar.

—¿Tal vez usted cree que las autoridades tienen derecho a matar? —preguntó Anne.

—¿A quién, a él? —Mulreany cabeceó hacia Norris.

—Bien, digamos que a él.

—Tendría que pensarlo. Pero no lo creo.

—¿Por qué? El gobierno la hizo. ¿Por qué no puede deshacerla?

—¿La hizo? ¿La creó?

—Fue Delmont —corrigió Norris.

—¿Él la creó? —preguntó Mulreany.

—¿Por qué no? —refunfuñó Anne.

—Yo, el estado, soy la Gran Fertilidad —dijo amargamente Norris; luego, acicateando a Mulreany—: No aceptarás otro falo que el evolvotrón.

Mulreany se ruborizó, se palmeó la rodilla y rió.

Los Norris intercambiaron miradas de asombro.

—Siento una afinidad —murmuró Anne con suspicacia.

Norris se levantó lentamente.

—Si habla con alguien acerca de Peonia, quizá se haga responsable de su muerte.

—En verdad no veo...

—No hace falta.

Mulreany se encogió de hombros.

—Dígale lo mismo a O'Reilly —asintió Mulreany—. Tiene usted mi palabra.

—¿Su qué?

—Perdón, lo olvidaba. Una expresión antigua. Que no mencionaré a Peonia, y veré de que O'Reilly tampoco lo haga —prometió el sacerdote.

Norris lo condujo a la puerta. Obviamente Mulreany estaba luchando contra una gran curiosidad, pero supo dominarse. En la escalinata se detuvo y se volvió con una sonrisa extraña.

—Se me acaba de ocurrir... Si la niña es 'humana' en el sentido más amplio, en verdad es superior a usted y a mí.

—¿Por qué?

—Aún no ha probado la manzana...

Norris se encogió de hombros.

—Y otra cosa, inspector... Si Delmont fue quien la hizo, pregúntese usted qué fue lo que él ha 'creado' —cabeceó para despedirse—. Buenas noches.

—¿Qué opinas de él? —jadeó Anne, nerviosa.

—Excéntrico. No sé qué decirte.

—Tonto, ¿por qué lo hiciste entrar?

—No sirvo para conspirador.

—¿Entonces lo harás?

—¿Qué?

—Esconderla, o algo por el estilo.

Él la miró con aire de duda.

—Lo único que se me ocurre es falsificar los informes y devolvérsela a O'Reilly como un modelo standard.

—Es mejor que nada.

—Y luego, pasar el resto de la vida esperando que la descubran —añadió con consternación.

—Tienes que hacerlo, Terry.

Tal vez, pensó él, tal vez. Si se la devolvía a O'Reilly, había muchas posibilidades de que la descubrieran cuando el auditor fuera a microfilmar los asientos e inspeccionar el inventario. Sin duda él no podía guardarla, pues de vez en cuando lo visitaban otros bioagentes. No había modo de esconderla.

Se sentó a fumar. Observaba a Anne, que iba de puntillas hacia el sofá con Peonia dormida. Sería fácil obedecer la ley, entregársela a Franklin, y decirle a Anne que había hecho otra cosa con la criatura, como... Se estremeció y desechó el pensamiento. Ella le miró con curiosidad.

—No me gusta tu forma de mirarme —murmuró.

—Imaginas cosas.

—No creo. Escúchame, Terry. Si dejas a ese bebé...

—¡Estoy harto de tus 'si...'! —ladró Norris—. ¡Si me vuelves a amenazar con abandonarme, pues demonios, puedes irte cuando quieras!

—¡Terry!

Ella le miró perpleja un momento, luego se alejó lentamente, todavía intrigada. Él se hundió aún más en el sillón, cavilaba. Entonces comprendió. No era Anne que le preocupaba, era una parte de sí mismo. Era una parte de sí mismo lo que amenazaba con abandonarlo, y si entregaba a Peonia al Laboratorio Central lo abandonaría, y después sería incapaz de digerir nada, ni siquiera a sí mismo.

El ejemplar matinal del Scriber estaba cuidadosamente plegado junto al plato cuando se sentó a desayunar. Estaba plegado con tanta deliberación que se tomó la molestia de leer el anuncio en el centro del fragmento expuesto.

—¿Esto es una alusión personal? —preguntó.

—No especialmente —dijo Anne, como al azar. Él leyó el anuncio con un gesto suspicaz:

ANTHROPOS SA. BUSCA BIOLOGOS

para las funciones de

Operadores de evolvotrón

Cuidadores de incubadoras

Supervisores de producción

Personal de laboratorio en

LA NUEVA PLANTA DE ATLANTA

Dirigirse por carta o por teléfono a

Gerente de personal

ANTHROPOS SA. Atlanta, Georgia.

Nota: Asegúrese de que el Departamento de Trabajo lo eximirá de su ocupación actual antes de presentar la solicitud.

—¿Qué demonios puede significar esto para mí? -preguntó.

—Nada en particular. ¿Por qué? ¿Para ti significa algo?

Él apartó el periódico y decidió ignorar la sutileza del comentario, si es que la había. Ella lo recogió, lo miró como si no lo hubiera visto antes.

—Nuevos trabajos, nuevos lugares donde vivir —murmuró.

Después del desayuno, Norris se dirigió a la jefatura de policía para firmar una declaración relacionada con el asesinato del doctor Georges. Sarah Gubbles había sido encerrada en un pabellón para psicópatas, según el jefe Miles, y probablemente pasaría un tiempo allí.

—Qué caso extraño, Norris —dijo el policía—. ¡Qué no hace la gente por un neutroide! ¿Sabes? Es un milagro que no te vuelen la cabeza. No te envidio el puesto.

—Bien —Norris firmó el papel y miró a Miles con frialdad.

—Necesitarás un estómago de hierro, ¿verdad, Norris?

—Claro. Todo es cuestión de adaptarse.

—Supongo que sí —Miles se palmeó la barriga y bostezó—. ¿Cómo va el caso Delmont? ¿Has pescado ya algún anómalo?

Norris soltó la pluma fuente en el escritorio, y salpicó tinta

—¿Qué te ha llevado a preguntármelo? —dijo rígidamente.

—Nada me llevó. Solamente te lo pregunté. ¿Estás quisquilloso?

—Tal vez.

Miles se encogió de hombros.

—Algo te hizo saltar cuando dije 'anómalo'.

—No es eso. Yo...

—Sí, sí, seguro, pero...

—Resérvate para los sospechosos, gordinflón.

Norris salió de la oficina y Miles se quedó mirándole con curiosidad mientras tamborileaba con el lápiz. Un teléfono sonó en alguna parte. Apresuró el paso, enfadado consigo mismo por su susceptibilidad y falta de resolución. Tenía que hacer una elección, y pronto. Era la falta de una decisión lo que le ponía tan nervioso y le hacía vulnerable a los golpes de ambos lados.

—Norris... Eh, Norris...

La voz de Miles. Dio media vuelta y vio al policía que trotaba escaleras abajo, la cara grasienta reluciente bajo el sol de la mañana.

—Es tu mujer, Norris... Dice que es urgente.

Cuando regresó a la oficina, oyó el remoto 'Hola, hola' en el fono del escritorio y se apresuró a recoger la llamada.

—¿Anne? ¿Qué pasa?

La voz era baja y tensa bajo la forzada nota de simpatía.

—Nada, querido. Tenemos visitas. Ven enseguida a casa. El jefe Franklin está aquí.

Se quedó sin aliento. Sintió que palidecía. Miró de reojo a Miles, sentado junto a él, tranquilo.

—¿Puedes decirme de qué se trata? —preguntó.

—No muy bien. Por favor, ven pronto. Quiere hablar contigo acerca de los K-99.

—¿Ya se han conocido?

—Sí —hizo una pausa, como esperando que él hablara, luego añadió—: ¡Oh, eso! El rebote, amor... ¿Recuerdas el rebote?

—Bien, voy enseguida —colgó y se dirigió a la puerta.

—¿Problemas? —preguntó el jefe.

—Sólo un neutroide enfermo, si te importa —respondió.

El helicóptero de Franklin estaba posado sobre el terreno baldío de al lado cuando Norris llegó a casa. El jefe del departamento había oído el camión y había salido al porche para recibir a su agente. Un traje de Tweed gris le cubría el cuerpo macizo, y la cara de halcón era una máscara oscura y solemne. Saludó a Norris con un gesto lento, casi sarcástico.

—Veo que no lee su correspondencia. Si la hubiera mirado habría sabido que venía. Le escribí ayer.

—Lo siento, jefe. Esta mañana no pude pasar por la oficina de mensajes.

Franklin gruñó.

—¿Entonces no sabe a qué he venido?

—No, señor.

—Sentémonos en el porche —dijo Franklin, y apoyó el corpachón en la barandilla—. Tenemos que darnos prisa con esos Bermuda K-99, Norris. ¿Cuántos tiene?

—Treinta y cuatro, creo.

—Yo conté treinta y cinco.

—Tal vez sí, no... No estoy seguro.

—¿Encontró ya algún anómalo?

—Eh... Todavía no empecé con los tests, señor.

La voz de Franklin se volvió cortante.

—¿Necesita un test para saber cuándo un neutroide habla como una cotorra?

—¿A qué se refiere?

—A esto. Hemos hallado por lo menos doce unidades de Delmont con edades mentales que corresponden a las edades físicas. Más aún, son hembras funcionales, y tienen pituitarias normales. ¿Sabe lo que significa eso?

—No tendrán edad fija —dijo Norris—. Llegarán a la adultez.

—Y tendrán hijos.

Norris frunció el ceño.

—¿Cómo? No hay machos...

—¿No? Adivine qué hemos encontrado en una de las incubadoras de Delmont.

—No será un...

—Sí, y tal vez no sea el primero. ¡Esa historia de cumplir con su cuota de éxitos era una patraña! ¡Diantres, estaba por abrir su propio mercado negro! Al final lo admitió, tras un interrogatorio de veinte horas sin interrupción. Los iba a criar, Norris. Los robaba de las incubadoras antes de que los viera un inspector. Los K-99 numerados son sólo los que no pudo recuperar. ¡Dios sabrá cuántos machos tiene escondidos en alguna parte!

—¿Qué se propone hacer?

—¡Hacer! ¿Qué piensa usted que haremos? ¡Lo que haremos es desbaratar el plan! Encontrar los ejemplares anómalos y matarlos. Ahora ya tenemos bastantes para el laboratorio.

Norris sintió náuseas. Miró hacia otro lado.

—Supongo que entonces querrá que yo me encargue de la destrucción...

Franklin lo miró con suspicacia.

—Sí, ¿pero por qué me lo pregunta? Ha encontrado uno, ¿verdad?

—Sí, señor —admitió Norris.

Se oyó un grito en la puerta. Norris se volvió para ver la cara blanca horrorizada de su esposa, que le miraba antes de girar para meterse en la casa. Franklin alzó la cabeza.

—Ya veo —dijo—. Tenemos fijación con nuestro anómalo. Muy bien, Norris. Me haré cargo personalmente. ¿Dónde está? Dígame...

—En la casa, señor. En el dormitorio de mi esposa.

—Tráigalo.

Norris entró en la casa de mala gana. La puerta del dormitorio estaba cerrada con llave.

—Querida —dijo suavemente. No hubo respuesta. Golpeó. Una llave giró en la cerradura y su esposa lo enfrentó. Lágrimas heladas le humedecían los ojos.

—¡No entres! —le dijo; Norris podía ver a Peonia detrás, sentada en el centro del cuarto con aire desconcertado.

Entonces Norris vio su propio revólver reglamentario en la mano temblorosa de Anne.

—Mira, querida... Soy yo.

Ella meneó la cabeza.

—No, no eres tú. Es un hombre que quiere matar a una niñita. No entres.

—¿Serías capaz de disparar, verdad? —preguntó él sin alterarse.

—Averigúalo —desafió ella.

—Dame a Peonia.

Ella rió, los ojos brillantes de odio.

—Quién sabe que será de Terry. Supongo que ha muerto. O se adaptó. Supongo que ahora soy viuda. No se acerque, amigo, o lo mataré.

—De acuerdo, no me acercaré —sonrió Norris—. Pero el arma no está cargada.

Ella trató de cerrar la puerta, pero él la atascó con el pie. Anne lo golpeó con la pistola, pero Norris se la arrebató de la mano. Empujó a su esposa a un costado y la aplastó contra la pared mientras ella le arañaba el brazo.

—¡Basta! —dijo—. ¡A Peonia no le pasara nada, te lo prometo! —miró de soslayo a la criatura, que se había puesto a llorar.

Anne se aplacó un poco, lo fulminaba con la mirada.

—No hay otra salida, Anne. Confía en mí. Todo saldrá bien.

Anne se apartó y lo miró. Respiraba entrecortado.

—Bien, Terry. Pero si estás mintiendo... Dime, ¿es asesinato matar a un hombre para proteger a una niña?

Norris tomó a Peonia en brazos. Ella dejó de lloriquear, pero agitaba la cola, nerviosa.

—¿Según cuál ley? —le preguntó a la esposa—. Estaba pensando lo mismo —echó a andar hacia la puerta—. De paso, busca mis instrumentos mientras estoy afuera, ¿quieres?

—¿Los instrumentos de disección? —jadeó ella—. Si te atreves a...

—Llamémoslos instrumentos quirúrgicos, mejor. Y esterilízalos —salió con la criatura en brazos.

Franklin lo esperaba en la puerta del cobertizo.

—¿Era la señora Norris que gritaba?

Norris asintió.

—Terminemos con esto. El estómago no me da para tanto —posó una mirada de consternación en la cabeza de Peonia.

Franklin le sonrió y sacó un caramelo del bolsillo. Ella lo rechazó y se apretó contra Norris.

—¿Cuándo puedo ir a casa? —gorjeó—. Quiero a papá.

Franklin se irguió y la miró, divertido.

—Irás a casa en unos minutos, criatura. Sólo unos minutos.

Entraron juntos en el cobertizo, y Franklin enfiló directamente hacia la tercera sala. Parecía gozar de la situación. Norris, con silencioso odio, se detuvo ante un banco y se puso un par de guantes.

—Jefe, ya que está ahí dentro, fíjese en la presión de salida mientras enciendo la línea principal, por favor.

Franklin asintió. Se detuvo frente a la cámara de gas a observar las esferas indicadoras de la puerta. Norris podía verle la espalda mientras hacía girar la válvula principal.

—¡Ya hay presión! —anunció Franklin.

—Bien. Deje la compuerta entornada para que no se trabe —indicó Norris—, abra las válvulas de entrada. Fíjese de nuevo.

—¿Tiene una máscara?

Norris rió.

—Si tiene miedo, hay una en el estante. Pero es sólo abrir la compuerta, fijarse cuánto marca y cerrarla, no hay peligro.

Franklin frunció el ceño y abrió las válvulas de entrada. Norris cerró sigilosamente la válvula principal.

—¡Bajó a cero! —anunció Franklin.

—Entonces déjela abierta. ¿Huele algo?

—No. La voy a cerrar, Norris —giró las llaves y simultáneamente Norris abrió la línea principal—. ¡La presión volvió a subir!

Norris soltó su llave y regresó a la cámara, dejando a Peonia en el banco.

—Un problema con las válvulas —masculló—. Ha sucedido antes. ¿No le importa ensuciarse las manos conmigo, jefe?

Franklin frunció el ceño.

—De prisa, Norris. Tengo que visitar cinco territorios.

—Bien, pero megor pongámonos las máscaras —trepó a la parte superior de la cámara por una escalerilla de metal, se agachó para examinar las entradas. Al bajar golpeó con el hombro una lámpara que había encima de la puerta y la destrozó. Franklin maldijo y retrocedió mientras se sacudía los fragmentos de vidrio de la cabeza y los hombros.

—Por suerte la luz estaba apagada —refunfuñó.

Norris le entregó la máscara de gas y se puso la suya.

—La llave principal está cerrada —dijo; abrió de nuevo las entradas, esta vez las esferas indicaron una presión normal en la línea principal—. Bueno, todo correcto —dijo a través de la máscara—. ¿Está seguro de que antes indicaba cero?

—¡Claro que estoy seguro! —fue la sofocada respuesta.

—Dejémoslo así un minuto. Veremos. Iré a traer al neutroide. No deje que la puerta se cierre, señor. Se conectaría el automático y no podríamos abrirla en media hora.

—Lo sé, Norris. Apresúrese.

Norris lo dejó esperando en la entrada de la cámara, trabando la puerta con el pie. Una brisa tenue penetraba por la abertura. Con la compuerta entornada pronto formaría una mezcla explosiva.

Entró en la sala contigua, esperó un momento y bajó el interruptor. Un rugido ensordecedor estalló cuando el filamento de tungsteno expuesto encendió y detonó el escape de vapor anestésico. Norris cerró el paso principal. Peonia lloraba quejumbrosa. Él se acercó a la puerta y echó una ojeada a los restos chamuscados de Franklin.

Sin ninguna emoción, Norris abandonó el cobertizo llevando a la criatura sollozante bajo el brazo. La esposa lo miró sin comprender.

—Toma, ten a Peonia mientras llamo a la policía —dijo.

—¿Policía? ¿Qué sucedió?

Él se apresuró a discar.

—¿Miles? Habla Norris. Ven de inmediato. Mi cámara de gas estalló..., mató al jefe Franklin. ¡Hombre, es horrible! ¡Date prisa!

Colgó y regresó al cobertizo. Seleccionó un Bermuda K-99 normal y lo mató fríamente con la llave.

—Tú haras las veces de anómalo —dijo, y lo dejó tendido en medio de la sala. Luego regresó a la casa, disolvió una cápsula para dormir en un vaso de agua y obligó a Peonia a beberlo.

—Así no estorbará cuando venga la policía —le explicó a Anne.

Ella pateó el suelo.

—¿Me puedes decir qué es lo que pasa?

—Ya me has oído. Franklin murió accidentalmente. Es todo lo que necesitas saber.

Se llevó a Peonia y la encerró en una jaula. Estaba demasiado atontada para protestar, y cuando llegó la policía dormía profundamente.

Miles recorrió las tres salas como un hombre que busca un ladrón a medianoche. Tanteó con el pie el cuerpo del neutroide.

—¿Qué es esto, Norris?

—La criatura anómala que estábamos por destruir. La liquidé con una llave.

—Me pareció que habías dicho que no había ninguna criatura anómala.

—En lo que concierne al público, no las hay. Pensé que no era asunto tuyo. Y en realidad, no lo es.

—Entiendo. Pero puede llegar a serlo. ¿Cómo se produjo la explosión?

Norris le refirió todo hasta el momento de la detonación. La lámpara de arriba de la puerta estaba floja. Titilaba constantemente. Franklin quiso ajustaría. Quizás haya entrado un poco de gas en el portalampara. En cuanto lo tocó... ¡Bam!

—¿Por qué estaba abierta la compuerta con el gas encendido?

—Te dije... Estábamos examinando las válvulas. Si cierras la compuerta se conecta el automático. Entonces no puedes abrir hasta que termina el ciclo.

—¿Dónde estabas tú?

—Había ido a cortar de nuevo el gas.

—De acuerdo. Quédate en la casa hasta que hayamos terminado, por favor.

Cuando Norris regresó a la casa, la cara blanca de su esposa se volvió lentamente hacia él.

Estaba sentada de manera rígida junto a la ventana del living, con aire aturdido. La voz le temblaba ligeramente.

—Terry, siento todo lo ocurrido.

—Olvídalo.

—¿Qué hiciste?

Él sonrió amargamente.

—Me adapté a una época. ¿Encontraste los instrumentos?

Ella asintió.

—¿Para qué son?

—Para practicar una sección de cola y piel tatuada de un pie. Ve a la tienda y compra tintura de cabello castaña y pantalones para un varón de dos años. Peonia llevará el pelo cortado al rape. De ahora en adelante será Mike.

—¡Somos clase C, Terry! No podemos hacerla pasar por nuestra.

—Somos clase A, nena. Voy a falsificar un certificado de herencia.

Anne se llevó las manos a la cara y se hamacó sobre los talones.

—No te sientas mal, nena. Era Franklin o una niñita. Y de ahora en más, es la sociedad o los Norris.

—¿Qué haremos?

—Iremos a Atlanta y trabajaremos para Anthropos. Empezaré donde Delmont interrumpió.

—¡Terry!

—Peonia necesitará un esposo. Quizá descubran a todos los machos de Delmont. Yo le haré uno para ella. Luego veremos si un par de Chimpancés-K se las arreglan mejor que sus creadores —se recostó fatigado en el sofá.

—¿Y el sacerdote? Supon que cuenta lo de Peonia. Supon que deduce lo de Franklin y le cuenta a la policía.

—En tal caso —dijo Norris—, la policía olería algún motivo. Lo descubrirían y yo sería un hombre muerto. Veremos. Pero ahora no hablemos más; estoy cansado. Simplemente esperemos a que entre Miles.

Ella se frotó suavemente las sienes, y él sonrió.

—Esperemos, pues —dijo Anne—. ¿Quieres que te lea algo, Terry?

—Sería agradable —murmuró él cuando cerraba los ojos.

Ella se fue pero no tardó en volver. Él oyó el susurro de las páginas secas y olió a cuero enmohecido. Luego vino la voz de Anne, que entonaba viejas palabras con voz queda. Y Norris pensó en la pequeña criatura tendida en la jaula mientras hombres furiosos merodeaban alrededor. Una vida pequeña con una mente; vino al mundo de manera tan furtiva como un criminal, un ladrón en la atestada casa del Hombre.

—El miedo os precederá, y destruiré a los pueblos ante los cuales llegaréis, enviando avispas para ahuyentar a los hevitas y canaanitas y hetitas antes que entréis en la tierra. Poco a poco los ahuyentaré delante de vosotros, hasta que os multipliquéis y poseáis la tierra. Luego seréis para mí un pueblo nuevo, y yo un Dios para vosotros...

Y en esa tranquila tarde de mayo, mientras esperaba que la policía terminara de revisar el cobertizo, a Terrell Norris le pareció que las conspiraciones, los abusos y la arrogancia no tardarían en llegar a su fin. Entonces el mundo sería habitable.

Ojalá el Hombre encajara de algún modo.

EL DARFSTELLER

'Judas, Judas' se representaba en el Universal de la Calle Cinco, y el elenco era totalmente humano. Ryan Thornier había ahorrado durante varias semanas, y ahora podía costearse una localidad de matinée. Había sido una carrera contra el tiempo entre su alcancía y las billeteras de varios ángeles generosos que mantenían con vida el espectáculo, y la alcancía había ganado. Podría ver el espectáculo antes que las billeteras se achataran y el espectáculo fuera clausurado, como era inevitable en casos así, después de varias semanas tambaleantes. Ardía el entusiasmo. Después de ver esa desfachatada parodia del arte de la dramaturgia todos los días en el Teatro Nuevo Imperio, en el que trabajaba como ordenanza, un poco de teatro auténtico sería como una bocanada de aire puro.

El miércoles por la mañana fue a trabajar una hora antes y realizó sus tareas habituales a toda velocidad. Terminó el trabajo antes de la una, se duchó, se puso ropas de calle y subió nerviosamente al piso de arriba para pedirle a Imperio D'Uccia el resto del día libre.

D'Uccia estaba entronado tras un escritorio decrépito y delante de una pared abarrotada con fotografías de estrellas ligeras de ropas de los viejos tiempos. Escuchó la solicitud del ordenanza con una sonrisa tenue, casi oriental, aparentemente benévola, luego se puso de pie e irguió el corpachón de un metro noventa y apoyó en el escritorio las manazas para estudiar a Thornier con ojos lánguidos.

—¿Así que quieres el día libre? —meneó la cabeza, como desconcertado por la incomprensible solicitud—. Hmmm...

El ordenanza delgaducho movía los pies en señal de embarazo.

—Sí, señor. He terminado todo, y Jigger vendrá a reemplazarme por si usted necesitara algo especial —hizo una pausa; D'Uccia se estudiaba las uñas y fruncía el ceño—. Hace dos años que no tengo un día libre, señor D'Uccia, y he pensado que a usted no le importaría que, después de las horas-extra...

—Jigger —gruñó D'Uccia—. ¿Quién es ese Jigger?

—Trabaja en el Paramount. Está cerrado por reparaciones, y no le importa...

El empresario agitó las manos abruptamente y gruñó:

—Yo no le pago a Jigger, te pago a ti. ¿A qué viene todo esto? Limpiaste el piso, guardaste las cosas, terminaste, ¿eh? Quieres el día libre. Por eso hay tantos problemas en el mundo, demasiado tiempo libre. Trabajan las máquinas, hay más tiempo para crear problemas —el empresario se alejó del escritorio y se dirigió a la puerta; asomó el cuello por el corredor, luego regresó para enfrentar a Thornier, lo encañonó con un dedo regordete que apuntaba a la larga y majestuosa nariz del empleado.

—¿Cuándo enceraste el piso de arriba por última vez, eh?

A Thornier se le aflojó la mandíbula.

—Bueno, yo...

—No me vengas con cuentos. Mira esa sala. Es pura mugre. ¡Mira! Quiero que la mires —aferró a Thornier del brazo y lo arrastró hasta la puerta, y señaló, excitado, el viejo y gastado suelo de roble—. ¿Ves? Tiene la mugre pegada... ¿Cuándo lo enceraste?

Parecía que un espasmo hubiera atravesado al hombrecillo viejo y delgado. Suspiró con resignación y se volvió a D'Uccia con los ojos grises y fatigados.

—¿Tengo la tarde libre o no? —preguntó desolado, aun conociendo de antemano la respuesta.

Pero D'Uccia no se contentaba con una mera negativa. Se puso a dar vueltas. Era obvio que estaba muy conmovido; defendía el sistema de la libre empresa y las respetables tradiciones del teatro. Habló con elocuencia de las áureas virtudes del tesón y la aplicación en el deber. Brincó como un agitado pequinés que le ladrara, furioso, a un espantajo.

A Thornier se le puso tensa la boca.

—¿Ya puedo irme?

—¿Cuándo enceraste el suelo? ¿Cuándo lustraste los asientos y arreglaste las luces? ¿Cuándo limpiaste el camarín? ¿Eh? —miró un momento a Thornier, luego giró sobre los talones y se precipitó sobre la ventana. Hundió el pulgar en la tierra negra del macetón, donde ya florecían unos lirios—. ¡Ja! ¡Seco, como temía! —resopló—. ¿Crees que los bulbos no necesitan agua, eh?

—Pero los regué esta mañana. El sol...

—¡Ja! Pobres fiori. Se marchitan y mueren, y tú, el día libre, ¿eh?

No había caso. Cuando D'Uccia se envolvía en ese manto defensivo de sordera o estupidez deliberada se volvía impenetrable a cualquier requerimiento o explicación honesta. Thornier respiró entre dientes, le lanzó una mirada de furia a su empleador y estuvo a punto de ceder a un acceso de ira. Luego recapacitó, se mordió el labio, se volvió y se marchó de la oficina sin decir palabra. D'Uccia lo siguió hasta la puerta con aire triunfal.

—¡Y ahora no vayas a escabullirte! —advirtió ominosamente y se quedó sonriendo en el corredor hasta que el ordenanza desapareció tras el recodo de la escalera. Luego suspiró y entró para ponerse el sombrero y la chaqueta. Se estaba preparando para salir cuando Thornier regresó arriba con cubos, estropajos y escobones.

El ordenanza se interrumpió cuando reparó en el sombrero y la chaqueta, y una sombra de perplejidad le cruzó la cara rugosa.

—¿Se va a casa, señor D'Uccia? —preguntó como un glacial.

—Sí. Trabajo muy duro, dice el doctor. Necesito sol. Más aire fresco. Voy a descansar un poco a la playa.

Thornier se apoyó en el mango del escobón y sonrió con mordacidad.

—Claro —dijo—. Que trabajen las máquinas.

D'Uccia no captó la ironía. Saludó airosamente, echó a andar hacia la escalera y soltó un airoso 'A rivederci!' por encima del hombro.

—A rivederci, padrone —masculló Thornier, los ojos claros reluciendo en medio de las patas de gallo. Por un momento su cara pareció cambiar, y una vez más fue el Adolfo de Chaubree en la salida del comandante, acto segundo escena cuarta de 'Un cántico para el hombre de los pantanos'.

Abajo, una puerta se cerró a espaldas de D'Uccia.

—¿Una puerta a la muerte! —jadeó Adolfo-Thornier, y echó la cabeza hacia atrás para soltar una carcajada a lo Adolfo que vibró en las paredes. Cuando se apagaron las reverberaciones, se sintió un poco mejor. Recogió los cubos y escobones y caminó por el corredor hasta la puerta del despacho de D'Uccia.

A menos que 'Judas, Judas' siguiera en cartel ese fin de semana no podría verla, pues no podía costearse una entrada para la función de la noche, y era inútil pedirle favores a D'Uccia. Mientras enceraba la sala, ardía de furia. Enceró hasta llegar a la puerta de D'Uccia, luego se quedó mirando el despacho con aire ausente.

—No aguanto más —dijo al fin.

El despacho guardaba silencio. Los lirios cabeceaban en la brisa.

—¡Miserable! —rugió—. ¡Estoy harto!

El despacho no respondió. Thornier se irguió y se tocó el pecho.

—Yo, Ryan Thornier, me largo, ¿oyes? ¡Abajo el telón!

Como el despacho no respondía, giró sobre los talones y bajó las escaleras. Minutos después regresó con una lata de pintura dorada y un par de pinceles del depósito. Se detuvo otra vez en el vano de la puerta.

—¿Necesita algo más, señor D'Uccia? —ronroneó. El tráfico murmuraba en la calle, la brisa agitaba los lirios, H edificio crujía.

—Ah, ¿desea que también le encere las rajaduras de la pared? Pero cómo es que se me pudo haber olvidado...

Chasqueó la lengua y se acercó a la ventana. Unos lirios tan bonitos. Abrió la lata de pintura y la apoyó en el alféizar, luego pintó minuciosamente cada lirio, pétalos hojas y tallo, hasta que las flores relucieron al sol como tocadas por la mano de Midas. Cuando hubo terminado, retrocedió para sonreírles admiradamente un instante, y luego fue a terminar de encerar la sala.

Enceró con especial cuidado frente al despacho de D'Uccia, y bajo el felpudo que cubría el fragmento de suelo gastado donde desde hacía quince años D'Uccia doblaba bruscamente a la izquierda para entrar en la oficina. Luego dio vuelta el felpudo y espolvoreó la superficie velluda con cera seca. Lo depositó con mucho cuidado en su sitio y lo corrió varias veces con el pie para cerciorarse de que la lubricación era la adecuada. El felpudo se deslizaba con tanta tersura como si rodara sobre un lecho de perdigones.

Thornier sonrió y bajó. El mundo de pronto era diferente. Hasta el aire olía de otro modo. Se detuvo en el rellano para mirarse en el espejo decorativo.

¡Ah, de nuevo el viejo histrión! Ya no el servidor encorvado y ojeroso. Basta de los apremios y fatigas de la esclavitud voluntaria. Aun con las sienes grises y las arrugas de la cara, aquí había algo del viejo Thornier, o uno de los muchos viejos Thorniers de los días mejores. ¿Cuál? ¿Cuál será? ¿Adolfo? ¿O Hamlet? ¿Justin, o J. J. Jones, de 'El electrocutado'? Cualquiera de ellos, todos ellos; pues él era Ryan Thornier, estrella, en los viejos tiempos.

—¿Dónde estabas, nena? —le preguntó a su imagen con una sonrisa aprobatoria, le guiñó el ojo y siguió camino a casa. Mañana, se prometió, empezaría una nueva vida.

—Pero hace años que prometes lo mismo, Thorny —dijo el hombre de la cabina de control, la voz tensa de impaciencia—. ¿Qué es eso de que te vas? ¿Le has dicho a D'Uccia que te vas?

Thornier sonrió con arrogancia mientras atacaba una mota de polvo del rincón con el estropajo.

—No exactamente, Richard —dijo—. Pero el padrone no tardará en descubrirlo.

El técnico soltó un gruñido.

—No te entiendo, Thorny. Claro, si te vas de veras, magnífico... Siempre que no vuelvas a las andadas y te metas en otro trabajo como éste.

—¡Jamás! —declaró el ex actor con solemnidad, y miró el reloj; las diez menos cinco, casi la hora en que D'Uccia acostumbra llegar a trabajar. Sonrió para sus adentros.

—Si te vas de veras, ¿qué haces hoy aquí? —preguntó Rick Thomas, apartando los ojos del Maestro; tenía los brazos hundidos en las entrañas de la máquina, y un destornillador del tamaño de un lápiz calado detrás de una oreja—. ¿Por qué no te vas a casa, si renuncias?

—Oh, no te preocupes, Richard. Esta vez va en serio.

—¡Bah! —resopló divertido el técnico—. También iba en serio cuando renunciaste al Bijou. Sólo que unas semanas más tarde entraste a trabajar aquí. ¿Y ahora qué, Mercurio?

—A la oficina de actores, viejo amigo. Un papel secundario en alguna parte, quizá —Thornier le sonrió benignamente—. No te preocupes por mí.

—Thorny, ¿no puedes meterte en la cabeza que el teatro está muerto? ¡No hay teatros! Ni películas, ni televisión... Excepto los muertos y el Maestro —palmeó el caparazón metálico de la máquina.

—Quise decir 'oficina de empleos' y 'un pequeño puesto', especialista en tornillos —explicó pacientemente Thorny—. Sólo una figura del lenguaje.

—Aja.

—Creí que querías que renunciara, Richard. —¡Sí! Siempre que sepas encauzar tu vida, Ryan Thornier, protagonista de 'La fuga', interpretando un mártir con cubo y estropajo. ¡Bah! Me sacas de las casillas. Y caerás en lo mismo. No eres capaz de alejarte del escenario, aunque más no sea para limpiar las manchas de aceite.

—Nunca entenderías —dijo Thornier, rígido. Rick se irguió para mirarlo, sacó los brazos del Maestro y se reclinó contra el gabinete.

—No sé, Thorny —dijo con voz más suave—. Tal vez sí. Eres un actor, y siempre estás desempeñando papeles. Los vives, incluso. No puedes evitarlo, supongo. Pero podrías ser más sensato al elegir los papeles que vas a interpretar.

—El mundo me ha moldeado para el papel que interpreto —declaró Thornier con rostro fúnebre.

Rick Thomas se palmeó la frente y se frotó la cara con desesperación.

—¡Renuncio! —vociferó—. ¡Mírate! Idolo de matinée con la escoba empuñada. Hace ocho años, tenía sentido... Al menos, para gente como tú. El gesto dramático. Actor de renombre rechaza oferta de autodrama y acepta empleo de ordenanza. Lealtad a la tradición y al gremio y todo eso. Salía en los diarios, tal vez hasta contribuía a la subsistencia del teatro legítimo. Pero hace tiempo que el público dejó de llorar por ti, y entonces dejó de tener sentido aun para gente como tú.

Thornier resolló ligeramente y le clavó los ojos.

—¿Qué harías —jadeó— si empezaran a fabricar una cajita negra que se pudiera adherir a esa pared —señaló un lugar vacío encima del macizo caparazón del Maestro— y supiera reparar, mantener, operar y ajustar, todas las cosas que tú le haces a ese...armatoste? Supón que nadie más necesitara técnicos electrónicos.

Rick Thomas caviló un momento, luego sonrió.

—Bien, supongo que entonces trabajaría en la fabricación de las cajitas negras.

—¡No le veo la gracia, Richard!

—No quise ser gracioso.

—Eres... No eres un artista —rojo de furia, Thornier fregó con violencia el suelo de la cabina.

Una puerta golpeó en alguna parte, mucho más abajo de la cabina que estaba sobre el escenario. Thorny soltó el estropajo y corrió a la ventana para mirar. El clop, clop, clop de pasos precipitados resonó en el pasillo central.

—Madrugador, el jefe —murmuró el técnico, vuelto hacia el reloj—. O bien ese reloj adelanta dos minutos, o esta mañana le tocó bañarse.

Thornier miró el pasillo central con una sonrisa huraña. Seguía con los ojos los contoneos del empresario. Y después de ver desaparecer a D'Uccia bajo el palco del fondo, continuó fregando.

—No entiendo por qué no te buscas un empleo de vendedor, Thorny —aventuró Rick, volviendo a su trabajo—. Un buen vendedor es sólo un actor, aunque sin el temperamento. Si lo piensas, hay muchísimas oportunidades para los buenos actores. Políticos, ejecutivos, hasta generales... Algunos de ellos parece que se las arreglaran sólo gracias al talento dramático. La historia lo confirma.

—¡Bah! No soy un schauspieler —se volvió hacia Rick, que estaba ajustando el Maestro, y meneó lentamente la cabeza... —Tranquiliza tu conciencia, Richard —dijo al fin.

El técnico, estupefacto, soltó el destornillador y alzó los ojos desorbitados.

—¿Mi conciencia? ¿Qué diablos pasa con mi conciencia?

—Oh, no disimules. Por eso te preocupas tanto por mí. Sé que no es culpa tuya que tu...oficio haya pervertido un gran arte.

Rick abrió la boca, incrédulo.

—Tú piensas que yo... —se atragantó, enrojeció de furia, clavó los ojos en el viejo y se puso a soltar maldiciones entrecortadas.

Thornier de pronto se llevó un dedo a la boca y chistó pidiendo silencio. Volvió los ojos hacia la parte trasera del teatro.

—Era solamente D'Uccia subiendo las escaleras —empezó Rick—. ¿Qué...?

—Sshhh.

Escucharon. El ordenanza sonreía agriamente. Segundos después lo oyeron: primero un pequeño aullido, y después ¡brrraaamp!

Las ventanas de la cabina vibraron. Rick se sobresaltó.

—¿Qué diantres...?

—Sshhh.

El estrépito fue sucedido por una serie de murmullos obscenos y quejosos.

—Ese es D'Uccia. ¿Qué sucedió?

Los murmullos pronto se transformaron en una retahíla rugiente de juramentos, más allá de los palcos.

—¡Eh! —dijo Rick—. Debe de haberse lastimado.

—No. Sólo que ha encontrado mi renuncia, es todo. ¿Ves? Te dije que me iba.

Los bramidos y maldiciones se intensificaron al ritmo de pisadas elefantinas en las escaleras alfombradas.

—No creo que lamente tanto tu renuncia —gruñó Rick, desconcertado.

D'Uccia apareció en el extremo del pasillo. Se detuvo con las piernas separadas. Se aferraba a la base de la columna con una mano y enarbolaba un lirio dorado con la otra.

—¡Pintor de lirios! —chilló—. ¡Pintor de flores! ¡Mequetrefe! ¡Ven aquí, payaso!

Thornier se asomó serenamente por la ventana de la cabina, miró al empresario furibundo arqueando las cejas.

—¿Me llamaba, señor D'Uccia?

D'Uccia jadeó un par de veces antes de recobrar el aliento.

—¡Thornier!

—¿Sí, señor?

—¡Se acabó! ¿Lo oyes!

—¿Qué se acabó, jefe?

—Se acabó. Iré a la servoagencia. Me compraré una limpiadora automática. Tienes dos semanas de plazo.

—Dile que no quieres preaviso —gruñó Rick en voz baja—. Ríete en la cara.

—De acuerdo, señor D'Uccia —dijo sosegadamente Thornier.

D'Uccia se quedó resoplando. Amenazaba con atacar, agitaba el lirio con impotencia, y por último lo arrojó al pasillo con un juramento y dio media vuelta para alejarse, cojeando.

—¡Vaya! —suspiró Rick—. ¿Qué demonios hiciste?

Thornier le contó, apesadumbrado. El técnico meneaba la cabeza.

—No te despedirá. Cambiará de opinión. Es difícil contratar gente para hacer el trabajo sucio hoy día.

—Ya lo has oído. Puede comprar una instalación automática. Máquinas de limpiar.

—¡Pamplinas! D'Uccia es demasiado tacaño para soltar tanta pasta. Además, gritarle a una máquina no le causará ninguna satisfacción.

Thornier lo miró poco convencido.

—¿Estás seguro?

—Bueno... —Rick hizo una pausa—. Bien, tienes razón. Una vez vino aquí y le protestó al Maestro. Lo pateó, le aulló, lo sacudió, igual que cuando tratas que el teléfono te devuelva la moneda. Se fue bastante satisfecho, además.

—¿Por qué no? —murmuró desoladamente Thorny—. Para D'Uccia las personas son máquinas. Y él es justo en ese sentido. Las trata igual a todas.

—Pero no te quedarás las dos semanas, ¿verdad?

—¿Por qué no? Me dará tiempo para buscar otro trabajo...

Rick gruñó de incredulidad y se puso a atender la máquina. Quitó el panel superior del frente y lo dejó a un costado. Abrió una lata en el suelo y extrajo un rollo de cinta plástica de treinta centímetros de ancho y treinta de espesor. La montó en un carretel dentro del Maestro y empezó a pasar el extremo de la cinta entre varios juegos de rodillos y guías. La cinta salió perforada, tachonada de miles de agujeros diminutos y surcos zigzagueantes. El ordenanza se puso a observar el proceso con fría hostilidad.

—¿Esa es la cinta con el libreto de 'El anarquista'? —preguntó con hosquedad. El técnico asintió.

—Una cinta flamante, además. Tengo que ser cuidadoso al alimentarla. Todavía tiene residuos de grabación —paró un instante el mecanismo de alimentación, tironeó de un orificio con un punzón, lo sopló, encendió de nuevo.

—¿Qué pasa si la cinta se mella o se raya? —gruñó Thorny con curiosidad—. ¿Los actores se desploman en el escenario?

Rick meneó la cabeza.

—No, sucede constantemente. Un rayón o una muesca hacen que el actor saltee una línea o se tambalee, entonces el Maestro capta la falla y compensa. El Maestro se retroalimenta con la representación, dirige el espectáculo continuamente. Además tiene un amplio margen de compensación.

—Creí que todo el espectáculo salía de la cinta.

El técnico sonrió.

—En cierto modo sí. Pero es algo más que un espectáculo de marionetas mecánicas grabado, Thorny. El Maestro observa el escenario... No, más que eso... El Maestro es el escenario, un análogo electrónico del escenario —palmeó el caparazón de metal—. Los patrones de personalidad de todos los actores están almacenados aquí. Es más que un control remoto, como cree la gente. Es una máquina de dirección creativa. Hasta tiene prolongaciones para captar las reacciones del público... —se interrumpió de golpe, escrutaba la cara del viejo actor; tragó nervioso—. Thorny, no pongas esa cara. Lo siento. Toma, sírvete un cigarrillo.

Thorny lo aceptó con dedos temblorosos. Escudriñó el reluciente laberinto de circuitos con los ojos entornados, observó cómo la cinta del libreto trepaba lentamente por los rodillos y se internaba en las tripas del Maestro.

—¡Arte! —protestó—. ¡Teatro! ¿En qué te graduaste, Richard? ¿En ingeniería dramática?

Salió de la cabina temblando. Rick escuchó el taconeo furioso en los escalones de hierro que bajaban al nivel del escenario. Meneó la cabeza tristemente, se encogió de hombros, siguió examinando la cinta en busca de cortaduras serias.

Thorny volvió pocos minutos después con un cubo y un estropajo. Parecía arrepentido, pese a todo.

—Lo siento, amigo —gruñó—. Sé que sólo tratas de ganarte la vida, y...

—Olvídalo —barbotó Rick.

—Sólo es que... Bueno, este espectáculo en especial... Me afecta mucho.

—¿Este? ¿Te refieres a 'El anarquista'? ¿Qué tiene de especial, Thorny? ¿Lo hiciste alguna vez?

—Ajá. No se pone en escena desde la década del noventa, salvo... Bueno, resucitó hace casi diez años. Ensayamos durante semanas. Fracasó antes del estreno. No teníamos dinero.

—¿Hacías un papel importante?

—Interpretaba a Andrejev —le dijo Thornier con una vaga sonrisa.

Rick silbó entre dientes.

—El papel protagónico. Vaya mala suerte —levantó los pies para que Thorny pudiera fregar esa parte—. Una gran decepción, supongo...

—No es eso. Es sólo que...bueno, durante los ensayos de 'El anarquista' fue la última vez que Mela y yo estuvimos juntos en el escenario. Eso es todo.

—¿Mela? —el técnico frunció el ceño—. ¿Mela Stone?

Thornier asintió.

Rick manoteó una copia del libreto sin codificar, se la agitó delante.

—Pero si ella está en esta versión, Thorny. ¡Fíjate! Interpreta a Marka.

La risa de Thornier fue seca y áspera.

—Bueno —Rick estaba ligeramente ruborizado—, quiero decir que la muñeca de ella la interpreta.

Thorny miró con disgusto al Maestro.

—Querrás decir que tu hipnotizador mecánico interpreta todos los papeles con sus zombies de airespuma.

—Oh, basta Thorny. Ensáñate con el mundo, si quieres. Pero no me culpes por los gustos del público. De todos modos, yo no he inventado el autodrama.

—No culpo a nadie. Simplemente, detesto esa... Esa... —con él estropajo mojado golpeaba la base del Maestro.

—Tú y D'Uccia —gruñó Rick—. Sólo que D'Uccia la adora cuando funciona bien. Es sólo una máquina, Thorny. ¿Por qué odiarla?

—No necesito una razón para odiarla —dijo, socarrón—. También odio los aero taxis. Una cuestión de gustos, es todo.

—De acuerdo, pero al público le gusta el autodrama, sea en TV, estéreo o teatro. Y se le da lo que quiere.

—¿Porqué?

Rick rió con ligereza.

—Bueno, porque lo paga. El autodrama es portátil, predecible, duplicable. Y flexible. Esta noche puedes poner 'Macbeth', mañana 'El anarquista', y la noche siguiente 'El rey de la Luna'... Todo en la misma sala. No hay problemas de divismo. No hay problemas laborales. Alquilas la utilería, los muñecos y las cintas de Smithfleld. Teatro computado. Sistematizado, producido en masa. Aun en Coon Creek, Georgia.

—¡Bah!

Rick terminó de alimentar la cinta, cerró el panel y abrió uno contiguo. Rasgó la tapa de una caja de cartón y esparció en la mesa una pila de carretes de cinta más pequeños.

—¿Esas son las almas que le vendieron a Smithfleld? —preguntó Thornier con una sonrisa algo perturbadora. El técnico hizo retroceder su taburete y estalló:

—¡Sabes muy bien qué son!

Thornier asintió, se agachó para mirar más de cerca, como fascinado. Levantó un carrete, suspiró.

—Si dices "Ay, pobre Yorick" te echo de aquí —rugió Rick. Thornier dejó el carrete con un suspiro y se enjugó las manos en la ropa. Personalidades computadas. El yo de los actores analogizado en cintas. Actores en un tiempo reales, cuyas marionetas ahora interpretaban sus papeles. Las cintas contenían complejos datos psicofisiológicos derivados de meses de pruebas psíquicas y somáticas, después que los actores originales habían firmado sus contratos con Smithfield. Datos para las matrices de personalidad del Maestro. Abstracciones de la psique humana encarnadas en vidrio, cobre, cromo. Las almas que alquilaban a Smithfield por un porcentaje, junto con el aspecto exterior para los muñecos.

Rick puso un carrete en el carretel, empezó a pasarlo por la máquina.

—¿Qué pasa si dejas fuera un ingrediente vital, como la cinta de Mela Stone, por ejemplo? —quiso saber Thornier.

—La marioneta repetiría sus parlamentos como un zombie, es todo —explicó Rick—. Sin energía, sin convicción. Chato y mecánico como un robot.

—Son robots.

—No exactamente. El Maestro las dirige por control remoto, pero las interpreta. Una vez ensayamos 'Hamlet' sin cintas de actores. Todos hablaban con voz monocorde y chata, sin expresión. Fue desopilante.

—Ja ja —dijo Thornier con la voz sombría.

Rick puso otra cinta en el carretel, cambió de posición una perilla, empezó a alimentar de nuevo la máquina.

—Este es Andrejev, Thorny..., interpretado por Peltier —de pronto soltó una maldición, detuvo la cinta, la examinó con ansias, abrió el mecanismo de registro y lo estudió con una lupa.

—¿Qué ocurre? —preguntó el ordenanza.

—El captor está gastado. No funciona con mucha precisión. Tengo miedo de que se atasque y destruya la cinta.

—¿No hay duplicados?

—Sí, hay un conjunto extra. Pero el estreno es esta noche —lanzó otra mirada suspicaz al mecanismo, luego lo cerró y conectó de nuevo la alimentación. Estaba instalando el panel cuando el mecanismo de alimentación se detuvo. Adentro se oyó un desgarrón. Rick maldijo, giró la perilla, arrancó el panel. Le mostró a Thornier un trozo de cinta hecha jirones y la arrojó al suelo con furia—. ¡Lárgate de aquí! ¡Traes mala suerte!

—Antes terminaré de limpiar.

—Thorny, dile a D'Uccia que venga, ¿quieres? Tendremos que pedirle a Smithfield que nos envíe un nuevo captor antes de esta tarde. Es un lío del demonio.

—¿Por qué no contratan un reemplazante humano? —preguntó Thornier, insidioso; luego añadió—: Perdóname, eso sería una perversión de vuestro arte, ¿verdad? ¿Quieres que llame a D'Uccia?

Rick le arrojó el carrete de Peltier. Thornier lo esquivó riendo y fue en busca del empresario. En mitad de la escalerilla de hierro se detuvo para contemplar el ancho escenario que se extendía más allá de los pliegues del telón. Las candilejas estaban encendidas y el suelo verdegrís lucía limpio y brillante con su diseño ajedrezado de listones de cobre. Los listones se electrificaban durante la representación, y alimentaban los acumuladores de los muñecos. Las marionetas tenían discos metálicos en las suelas, y rectificadores en el empeine. Cuando las baterías se descargaban, el Maestro movía un poco el pie del actor para que entrara en contacto con los electrodos del suelo y se recargara periódicamente durante la obra, pues la marioneta tambaleaba y farfullaba si actuaba más de un cuarto de hora sólo con energía interna.

Thorny examinó el gran escenario donde ningún ser humano actuaba por la noche. El gato siamés de D'Uccia se estaba relamiendo en el centro del tablado; lo miró con arrogancia, olisqueó, siguió relamiéndose. Thornier lo observó un momento, luego se volvió hacia Rick.

—Conecta la energía del suelo un momento, Rick.

—¿Si? ¿Para qué? —gruñó Rick.

—Quiero cerciorarme de algo.

—De acuerdo, pero luego vé a buscar a D'Uccia.

Oyó que el técnico bajaba el interruptor. La calma arrogancia del gato estalló. Chilló, correteó, rodó en medio de una explosión de, chispas, saltó las candilejas con una cabriola y aterrizó en la orquesta con estrépito, luego atravesó el pasillo con el pelo erizado, rumbo a su escondrijo bajo el escritorio del Imperio.

—¿Qué demonios pasa? —rugió Rick, asomándose.

—Ya puedes apagarlo —dijo el ordenanza—. D'Uccia estará aquí en un minuto.

—¡...mostrando los colmillos!

Thornier fue a terminar su limpieza de rutina. Empezaba a sentirse abatido. Se marchaba, abandonando hasta este último y humilde papel relacionado con el teatro. De golpe comprendió su propia impotencia. Estaba atado de manos, y por eso se tomaba venganzas mezquinas como arruinarle las flores a D'Uccia y atormentar al gato, porque no había ningún enemigo verdadero al cual atacar.

Desechó la idea con firmeza y la pisoteó. Él era Ryan Thornier, y jamás estaría atado de manos, si no lo deseaba. Les haré saber quién soy, sólo una vez antes de irme, pensó. Les haré recordar, y no lo olvidarán nunca.

Pero el sueño de desempeñar un gran papel de despedida en una magistral y última interpretación no era demasiado convincente. "Thorny, si alguna vez hicieras una última gran interpretación —le había dicho una vez Rick—, ya no te quedaría razón alguna para seguir viviendo, ¿verdad?" Rick lo había dicho con cinismo, pero de algún modo era cierto. Y esa grata fantasía también se volvía alarmante.

La elegante mujercita del sombrero de plumas blancas estaba explicando las cosas meticulosamente —con vocales redondas y frases precisas— al Dramaturgo del Momento, un talento promisorio que escuchaba a la vivaz productora mirándola con respeto y reverencia.

—El realismo crudo es lo más adecuado para el autodrama —decía ella—. Ten siempre en cuenta, Bernie, que la consideración por los actores pertenece al pasado. Estudia el drama de Roma... De la antigua Roma. Si en una obra había una escena de crucifixión, conseguían un esclavo y lo crucificaban. En el escenario, pero de veras.

El Dramaturgo del Momento reía con aire dubitativo sin soltar su larga boquilla.

—Así que de allí salió el verso: "Es soberbio, pero infernal para los actores"... Debo reescribir la escena del asesinato en mi 'Velorio de George'. Esta vez será con un hacha.

—¡Oh, vamos Bernie! Las marionetas no sangran —ambos rieron de buena gana—. Y son muy caras... Desde luego que así no sería tan infernal para los actores como para el presupuesto, ¿verdad?

—Quizá los romanos tenían el mismo problema... Lo tendré en cuenta.

Thornier vio a la productora y el Dramaturgo del Momento cuando salió de las bambalinas. Estaban de pie en la orquesta y luego se dirigieron al pasillo central. Se sentaron en los brazos de sus butacas, y una multitud de asistentes y técnicos los rondaba. Se acercaba la hora del primer ensayo.

La mujercita saludó parcamente a Thornier cuando lo vio abrirse paso entre la multitud, luego se volvió de nuevo al dramaturgo.

—Bernie, sé bueno y tráeme un trago, ¿quieres?

—Seguro. ¿Fuerte o suave?

—Oh, fuerte. Scotch con hielo y limón en un vaso de papel, por favor. Hay un bar aquí al lado. Estoy nerviosa...

El dramaturgo asintió con un gesto que era casi una reverencia y se alejó por el pasillo. Cuando pasó el ordenanza, la mujer le aferró la manga.

—¿No saludas, Thorny?

—Oh, hola señorita Ferne —dijo él, cortés.

—Llámame otra vez 'señorita Ferne' y te araño —murmuró ella, acercándosele; las vocales redondas habían desaparecido.

—De acuerdo, Jade. Pero... —él miraba nervioso alrededor. Estaba lleno de técnicos. Ian Feria, el productor, los observaba con curiosidad desde los costados.

—¿Qué te ha pasado, Thorny? ¿Por qué no te he visto? —se quejó ella.

Él gesticuló con el mango de la escoba, se encogió de hombros. Jade Ferne le estudió la cara un momento y frunció el ceño.

—¿Por qué esa cara de sufrimiento, Thorny? ¿Estás enfadado conmigo?

Él meneó la cabeza.

—Esta obra, Jade... 'El anarquista', bueno —miró desconsolado el escenario.

De pronto ella recordó. Soltó un suspiro de compasión.

—Ese intento de hace diez años... Ibas a interpretar a Andrejev. Oh, Thorny, lo había olvidado.

—No es nada —él esbozó una minuciosa sonrisa de mártir.

Jade le palmeó el brazo.

—Te veré después del ensayo, Thorny. Tomaremos un trago y hablaremos de los viejos tiempos.

Él echó otra ojeada en torno y meneó la cabeza.

—Ahora tienes otros amigos, Jade. No les gustaría.

—¿Los técnicos? ¡Pamplinas! No son snobs.

—No, pero quieren que los atiendas. En este mismo momento Feria está tratando de que lo mires. No tiene sentido ofenderlos.

—De acuerdo, pero después del ensayo te veré en la sala de marionetas. Me escabulliré.

—Si quieres.

—Sí, Thorny. Ha pasado tanto tiempo...

El dramaturgo regresó con el vaso y miró a Thornier con hostil curiosidad.

—Bendito seas, Bernie —dijo ella, de nuevo con vocales redondas; luego se volvió a Thornier—: Thorny, ¿me harías un favor? Estuve tratando de hablar con D'Uccia, pero está ocupado con un vendedor de limpiadores automáticos. Alguien debería ir a recoger una marioneta en el depósito. El embarque se despachó, pero el camionero olvidó una caja de embalaje. La necesitamos para el ensayo. ¿Podrías...?

—Claro, señorita Ferne. ¿Hace falta una orden?

—No, firma tú mismo la boleta de entrega. Otra cosa, fíjate si han traído el componente nuevo del Maestro. Y algo más; el Maestro destrozó la cinta de Peltier. Tenemos un duplicado, pero deberíamos tener dos, por si acaso.

—Veré si tienen uno —murmuró él, y se volvió para irse.

D'Uccia estaba en el lobby con el vendedor cuando él pasó. El empresario lo vio y sonrió alegremente.

—...ciertas características especiales, desde luego —decía el vendedor—. Es un edificio viejo, y cuando fue diseñado no se tuvo en cuenta los sistemas de servolimpieza, como se hace ahora. Pero modificaremos la instalación para adecuarla a este lugar, señor D'Uccia. Queremos hacer las cosas bien, y una unidad compacta no serviría.

—Bien, pero páseme el precio.

—Para mañana tendremos la estimación. Esta noche le enviaré un técnico para que estudie los problemas, y más tarde hará los cálculos.

—Y la demostración, ¿eh...? ¿Por qué no me muestra cómo funciona la limpiadora automática?

El vendedor titubeó, miraba de soslayo al ordenanza que esperaba allí cerca.

—Bueno, el robot es sólo una pequeña parte del servicio total, pero... Le diré qué haremos. Esta noche le traeré una limpiadora compacta y usted podrá examinarla.

—Perfecto, me parece muy bien. Tráigala, y veremos.

Se estrecharon las manos. Thornier esperaba de brazos cruzados, examinaba con arrogancia a un gusano que se arrastraba por las ramas de una palmera en maceta y esperaba la oportunidad de pedirle a D'Uccia las llaves del camión. Sintió la mirada triunfal del empresario, pero no dio a entender que había oído.

—Podemos hacerle un buen trabajo, señor D'Uccia. Ahorrarle preocupaciones. Y eso le ahorrará también gastos con el médico, como usted dice. ¡Sí, señor! Un hombre de su posición sufre muchísimo la ineficacia humana... La ineficacia de los demás. Nunca más tendrá que preocuparse por eso cuando tenga la instalación de servolimpieza, ¡no señor!

—Muchas gracias.

—Gracias a usted, señor D'Uccia. Lo veré esta tarde.

El vendedor se fue.

—¿Qué buscas? —le gruñó D'Uccia al ordenanza.

—Las llaves del camión. La señorita Ferne quiere unas cosas del depósito.

D'Uccia se las arrojó.

—¿Has oído lo que dijo el hombre? Que trabajen las máquinas, ¿eh? Siempre quieres el día libre. Bueno, te tomarás el día libre, todos los días libres, muy pronto. Te parece bien..., ¿eh, ragazzo?

Thornier se volvió con rapidez para reprimir el involuntario acceso de cólera.

—Volveré en una hora —gruñó. Y se marchó, apretando la mandíbula con gesto huraño.

¿Por qué esperar dos semanas humillantes? ¿Por qué no se largaba directamente? Que D'Uccia se las arreglara hasta que instalaran la servolimpieza. De cualquier modo nunca podría conseguir otro puesto en el teatro, así que la reacción de D'Uccia no le importaba ya.

Me largo, pensó. Y de inmediato supo que no lo haría. Era difícil explicárselo, pero —cuando pensaba en el momento en que por fin quedaría en libertad de buscar un empleo decente y una vida cómoda— sentía un retortijón de miedo que le costaba comprender.

El puesto de ordenanza le alcanzaba apenas para sobrevivir en la habitación de un cuarto piso donde se cocinaba sus magras comidas y escribía memorias de los viejos tiempos, pero en cambio lo había mantenido cerca de los vestigios de algo que amaba entrañablemente.

'Teatro', lo llamaban. No el teatro —como la víctima del revendedor, el ama de casa de las matinées, o el espectador simplón y reverente—, sino sólo 'teatro'. No era un lugar, no era un negocio, no era el nombre de un arte. 'Teatro' era una condición del alma y el corazón humanos. Jade Ferne era teatro. También Ian Feria. También Mela, pobre niña, antes de su trato con Smithfield. Unos tenían el don, otros no. En los viejos tiempos, los que no lo tenían se largaban pronto. Pero los que lo tenían todavía lo conservaban, aun después que los cambios tecnológicos hubieron engullido el teatro. Y seguían rondando. Algunos, como Jade, Ian y Mela, se adaptaban al cambio, sacaban provecho de la prostitución del escenario y sufrían de úlceras y mala conciencia. Aun así eran teatro, y por esa razón él, Thornier, también seguía rondando, fregando los suelos que ellos pisaban y sintiendo que, de alguna manera, todavía estaba en el teatro. Ahora se iba. Y ahora sentía que la vieja amargura volvía a bullirle por dentro. La amargura había sido crónica y pasiva, y ahora amenazaba con volverse activa y aguda.

¡Si tan sólo pudiera actuar por última vez!, pensó. Un último papel importante...

Pero ese pensamiento lo llevaba a fantasear sobre la venganza, a fraguar un plan que rumiaba a menudo mientras vagabundeaba por el teatro vacío. La venganza no servía de nada.

Y el plan no era más que un devaneo. Sin embargo, no volvería a tener otra oportunidad así.

Se dirigió al depósito de Smithfield. Apretaba las mandíbulas con gesto sombrío.

El empleado del depósito había acercado la marioneta embalada y cuando Thornier llegó ya lo estaba esperando. La apartó de la pared con una carretilla, y el ordenanza le ayudó a depositar la caja con forma de ataúd en el mostrador.

—No la lleve al camión todavía —gruñó el empleado, que mascaba un cigarro—. Es una marioneta usada, y tiene que firmar un documento.

—¿Qué clase de documento?

—Exención de responsabilidad. Si la marioneta falla durante la función, no podrán entablar juicio a Smithfield. Es una práctica normal cuando se alquilan marionetas usadas.

—Entonces, ¿por qué no enviaron una nueva?

—Producción discontinua de este modelo. Si lo quiere, lleve el usado y firme el documento.

—¿Y si no firmo?

—Sin firma no hay marioneta.

—Oh.

Thornier reflexionó un momento. Era obvio que el empleado lo había tomado por un asistente de producción. Su firma no significaría nada, pero se estaba haciendo tarde y Jade tenía prisa. Como el documento no tendría ninguna validez, pidió el formulario.

—Espere —dijo el empleado—. Mejor que examine por lo que está firmando —tomó un alicate y lo deslizó bajo las correas metálicas, que se partieron con un chasquido—. Lo han refeccionado —continuó el empleado—. Le han inyectado fluido de solenoide nuevo y lo han maquillado. En realidad está en buenas condiciones. El acolchado está un poco flojo, y le falta el dedo de un pie. Pero es mejor que lo mire, de cualquier modo.

Terminó de romper las ataduras de la tapa y se volvió a un panel de control.

—Aquí no tenemos un Maestro completo —dijo mientras bajaba un interruptor—, pero tenemos los transmisores de control y algunas secuencias grabadas. Es suficiente para probar una marioneta.

Detrás del panel el equipo despertó con un zumbido. El empleado ajustó varias perillas mientras Thornier esperaba con impaciencia.

—Veamos... Empezaremos con la secuencia Frankenstein —dijo el empleado, y movió una llave.

Un ronroneo débil surgió de la caja. Thornier observó nervioso. La tapa se movió, empezó a levantarse. Se vieron unas manos de mujer que abrían la tapa desde dentro. El ronroneo se intensificó. La tapa cayó a un costado y colgó de las correas metálicas.

La mujer se levantó y le sonrió al ordenanza.

—¡Mela! —jadeó Thornier, palideciendo.

—¿No le pone los pelos de punta? —rió el empleado—. Y ahora la secuencia erótica...

El empleado movió otra llave. La muñeca se levantó despacio, desnuda y casta como un maniquí de escaparate. Pateó y se contoneó, además, sonriéndole a Thorny.

—¡Basta! —gritó el ordenanza con un ronco rugido.

—¿Qué le pasa, amigo?

Thorny oyó el chasquido de otro interruptor. La marioneta se estiró y bostezó, grácil. Se recostó en la caja, cerró los ojos y cruzó las manos sobre el pecho. El ronroneo cesó.

—¿Qué le duele? —refunfuñó el empleado al cerrar la tapa de la caja—. ¿Se siente mal, o algo?

—Yo... Yo la conocí —balbuceó Ryan Thornier—. Trabajé con ella... —se estremeció de furia y manoteó la caja.

—Espere, le daré una mano.

La furia le dio fuerzas. Cargó la caja hasta la plataforma sin ninguna ayuda y la echó en la parte trasera del camión, luego regresó para garrapatear la firma en los formularios.

—Vaya susceptibilidad —murmuró el empleado—. Mejor que lo tome con calma, amigo. Siga mi consejo.

Thorny maldecía entre dientes cuando zambulló el camión en el río de tráfico. Tal vez a Jade le parecía gracioso haberle mandado buscar la marioneta de Mela. Jade recordaba lo que había habido entre ellos, si se tomaba la molestia de pensarlo.

Thornier y Stone, una pareja que había recibido la atención constante de las columnas de chismes en los viejos tiempos. Rumores de compromiso, rumores de casamiento en secreto, rumores de riñas y conciliaciones, rupturas y enmiendas, y algunos de los rumores no estaban muy lejos de la verdad. Tal vez a Jade le parecía una broma mandarlo en busca de la marioneta.

Pero no —la furia se le aplacó mientras conducía por la avenida—, no lo había pensado. Quizá Jade hacía lo posible para no pensar más en los viejos tiempos.

De nuevo le invadió la melancolía, que pasó a reemplazar a la cólera. Todavía no lograba reponerse del horror de haberla visto levantarse como un cadáver resucitado para sonreírle. Mela... Mela...

Habían estado juntos en las buenas y en las malas. Papeles sin importancia y guisantes en un pisito de mala muerte. Papeles protagónicos y chuletas en Sardi's. ¿Amor? ¿Era eso? Lo pensó con turbación. Una absorción hipnótica y mutua, quizá, la embriaguez recíproca por el éxito, pero no necesariamente amor. El amor era calmo y constante y duradero, y se le dedica una vida de devoción, pero Mela no estaba dispuesta a tanto. Los había abandonado. Había ido a Smithfield y comprado la seguridad a costa de los principios. Y los que hacían eso tenían una denominación precisa. Borregos.

Ahuyentó los recuerdos. No servía de nada evocar esos tiempos. Los tiempos morían con cada minuto que pasaba. Ahora se pagaba $ 8,80 por presenciar el simulacro de Mela, con la cara de Mela, los gestos de Mela, el andar grácil de Mela. Y la marioneta todavía era joven, mientras que Mela había envejecido diez años... Años de cobrar derechos por sus marionetas, años de vivir cómodamente.

Grandes actores inmortalizados: ese era uno de los slogans de Smithfield. Pero habían interrumpido la producción de Mela Stone, había dicho el empleado del depósito. Excedente de stock.

La promesa de relativa inmortalidad había sido un buen señuelo. Los gremios de actores se habían opuesto al autodrama, pues obviamente los actores secundarios y los menos conocidos no serían pedidos. Mediante la fabricación de docenas —o centenas— de copias de una estrella célebre, se podía contar con talentos óptimos para cada papel, y la misma estrella podía actuar simultáneamente en muchísimas funciones en todo el país. Los gremios se habían opuesto, pero de cualquier modo sólo unos pocos eran requeridos por Smithfield, y la amenaza era considerable. La promesa de ingresos fabulosos era bastante tentadora, pero para colmo se sumaba la de la inmortalidad mediante la duplicación de marionetas. Los autores, los artistas, los dramaturgos siempre habían podido sobrevivir a los siglos, pero los actores sólo eran recordados por profesionales, y sus nombres figuraban fugazmente en los anales del teatro. Shakespeare viviría mil años más, ¿pero quién recordaba a Dick Burbage, el gran contemporáneo del bardo? Los recursos del histrión eran la carne y los huesos, el corazón y el cerebro, y su arte no podía sobrevivirlos.

Thorny conocía el anhelo de perduración, y ya no podía odiar a los que habían desertado. En cuanto a él, la industria del autodrama le había hecho una oferta tentadora y la había rechazado, en parte porque estaba bastante seguro de que la habrían retirado después de las pruebas preliminares. Algunos actores no eran 'cibergénicos': no servían para modelar análogos electrónico-robóticos adecuados. Eran los que se fundían con sus personajes y los vivían más que interpretaban. Ningún análogo poligráfico podía duplicar ese talento, y Thornier sabía que era uno de ellos. Le había sido fácil rehusar.

En la esquina de la Calle Ocho se acordó de la cinta de repuesto y el captor de reemplazo para el Maestro. Pero si regresaba ahora demoraría el ensayo y Jade se enfurecería. Se pateó mentalmente y siguió hasta la entrada del teatro. Entregó la caja de embalaje a los técnicos y regresó al depósito sin ver a la productora.

—Eh, socio —dijo el empleado—, llamó por teléfono su man— damás. No parecía muy alegre.

—¿Quién...? ¿D'Uccia?

—No... Bueno, sí. D'Uccia también llamó. Tartamudeaba de furia. Pero me refería a la señorita Ferne.

—Oh, ¿dónde está el teléfono?

—Por allá— la mujer estaba al borde de la histeria.

Thorny tragó saliva y se dirigió a la cabina. Jade Ferne era una buena amiga, y si por distraído le hubiese arruinado la producción...

—Tengo el captor y la cinta preparados —le dijo el empleado—. Ella me avisó por teléfono. Hoy sí que no pega ni una, ¿eh, socio? Está en un mal día...

Thorny se ruborizó. Discaba nervioso.

—Gracias a Dios —exclamó ella—. Thorny, hicimos el ensayo y Andrejev parecía un zombie. El Maestro estropeó nuestro duplicado de la cinta de Peltier, y estamos ensayando sin un análogo que interprete el papel protagónico. ¡Sería capaz de matarte!

—Lo siento, Jade. Mis engranajes no deben funcionar bien, supongo.

—¡Olvídalo! Sólo debes traerle el nuevo captor a Thomas. Y la cinta de Peltier. Y no vayas a tener un accidente. Son las dos de la tarde y el estreno es esta noche, y todavía nos falta el protagonista... Ya no hay tiempo para que nos envíen nada de Smithfield.

—En cierto sentido, nada ha cambiado, ¿verdad, Jade? —farfulló Thornier, evocando la eterna histeria entre bambalinas que duraban hasta que las luces se apagaban y la belleza y el orden surgían milagrosamente del caos.

—¡No filosofes, apresúrate! —replicó ella, y colgó. Dundo salió de la cabina, el empleado ya había preparado las cajas.

—Mire, amigo: mejor que cuide esa cinta de Peltier —le aconsejo el empleado—. Es la última que nos queda. Se han pedido más, pero no llegarán sino en un par de días.

Pensativo, Thornier miró el paquete más pequeño. ¿El último Peltier?

El plan, recordó el plan... Esto lo facilitaría. Desde luego, el plan era sólo una fantasía, un sueño de venganza. No podía llevarlo a cabo. Arruinar la función sería perjudicar a Jade...

Y oyó que su propia voz, como la de un extraño, decía:

—La señorita Ferne también me pidió que llevara una cinta de Wilson Granger, y un par de empalmes de tres pulgadas.

El empleado se sorprendió.

—¿Granger? Él no está en 'El anarquista', ¿verdad?

Thornier meneó la cabeza.

—No... Supongo que ella estará organizando otro elenco. Quizás para el próximo espectáculo.

El empleado se encogió de hombros y fue en busca de la cinta y los empalmes. Thornier se quedó abriendo y cerrando los puños. Claro que no iba a llevarlo a cabo. Sólo una fantasía tonta.

—Tendré que hacer una factura por separado —dijo el empleado al regresar.

Firmó de prisa las facturas y luego se dirigió al camión. Se alejó tres calles del depósito, luego aparcó en una zona de cargas. Abrió las cajas de las cintas con el cortaplumas. Levantaba las tiras engomadas con cuidado, para poder pegarlas de nuevo. Sacó los dos rollos de cinta perforada de las latas, desprendió cuidadosamente los sellos protectores y los pegó provisoriamente en el panel de instrumentos. Desenrolló medio metro de la cinta de Peltier; estaba sin perforar, impresa con códigos de identificación y datos de fábrica. Por suerte no era una cinta flamante; la habían usado antes, se le notaban las marcas. Un empalme no despertaría sospechas.

Cortó la lengüeta de identificación con el cortaplumas, lo dejó aparte. Luego hizo lo mismo con la cinta de Granger.

Granger era un gordinflón, jovial, cincuentón. Su marioneta interpretaba papeles cómicos.

Peltier era joven, enjuto, melancólico: el villano intelectual, el fanático de la causa. Una buena elección para el papel de Andrejev.

Parecía que las manos de Thornier se movieran por voluntad propia, que interpretaban a conciencia papeles ensayados mucho tiempo. Cortó las cintas. Tomó uno de los paquetes de empalmes y tiró del apéndice que iniciaba la acción química. Dejó pasar quince segundos, abrió el paquete, juntó el extremo de la cinta de Granger y la lengüeta de identificación de Peltier, las pegó con cuidado y cerró el paquete. Cuando dejó de humear, lo abrió para examinar el paquete. Un remiendo prolijo, apenas visible en la lustrosa cinta plástica. El análogo de Granger con la etiqueta de Peltier. Y el cuerpo de la marioneta era el de Peltier. Volvió a guardarla en la lata.

Metió la cinta de Peltier y la etiqueta de Granger y la factura extra en la otra caja. Luego salió de la zona de cargas y condujo a gran velocidad a través del pesado tráfico, confiando en que el radar antichoque lo libraría de un accidente. Y mientras cruzaba el puente, arrojó la cinta de Peltier al río. Ya no podía volverse atrás.

Jade y Feria estaban sentados en la orquesta, observaban el acto final del ensayo y ese fiasco de Andrejev. Cuando Thorny se les acercó, Jade se pasó la mano por la frente para secarse un imaginario sudor.

—¡Gracias a Dios! —susurró, mientras él le mostraba los paquetes—. Vé a la cabina y entrégaselos a Rick, ¿quieres? Thorny, estoy fuera de mí.

—Lo siento, señorita Ferne —temeroso de que su nerviosismo culposo lo envolviera como una capa raída, se marchó de prisa y le entregó las cajas a Thomas. El técnico estaba atento al Maestro mientras se representaba la obra, y saludó a Thornier sólo con un cabeceo y un ademán.

Thorny se retiró hacia vestuarios abandonados por corredores viejos y oscuros, ahora atiborrados de desperdicios y restos de otros tiempos. Tenía que dominarse, dejar de temblar por dentro. Vagabundeó por los sectores desiertos del edificio; abría viejas puertas para atisbar cubículos oscuros donde grandes estrellas se habían maquillado en otros días y otras noches. Ahora, llenos de baúles y espejos rotos y lienzos y maniquíes apilados. Persistían aromas tenues, olores crispados: transpiración, maquillaje, un perfume borroso que impregnaba las paredes. Moho y polvo: el olor del tiempo. Sus pasos resonaron huecos en los cuartos sin gente, mientras los sonidos sofocados de la obra atravesaban débilmente las paredes: la súplica histérica de Marka, la risa áspera de Piotr, las marciales botas de los guardias revolucionarios, un estallido de música hacia el fin de la escena.

Se volvió de manera abrupta y regresó al escenario. No serviría de nada ocultarse así. Tenía que portarse normalmente, hacer las tareas de costumbre. La cinta falsificada no causaría revuelo hasta después del primer ensayo, cuando Thomas la pusiera en el Maestro, reajustara la máquina e iniciara la nueva representación. Hasta entonces debía comportarse como si nada, y después...

Después, todo tendría que suceder según lo planeado. Después Jade tendría que acudir a él, como él creía. De lo contrario habría fracasado, habría estropeado las cosas sin ningún objeto.

Atravesó la sala donde los conversores zumbaban suavemente para suministrar energía al escenario. Se detuvo cerca de la entrada a observar el comienzo de la escena tres del acto tercero. Andrejev —la marioneta de Peltier— estaba a solas, se paseaba por su departamento mientras el murmullo bajo de una turba callejera y un tableteo distante de ametralladoras brotaba del sistema de efectos de sonido del Maestro. Tras observar un momento, notó que los movimientos de Andrejev no eran 'sombríos` sino metódicos e inertes. La marioneta sin cinta hacía los gestos requeridos como un robot, sin interpretar el significado. Oyó risas en la fila del personal de producción, y tras presenciar la versión zombie de Andrejev en una escena de suspenso, también él se sorprendió sonriendo.

La marioneta de pronto volvió hacia él la cara inexpresiva. Se llevó los dos puños a la cara.

—Ayuda —dijo con voz monocorde y coloquial—. Iván, ¿dónde estás? ¿Dónde? Sin duda han venido; tienen que venir —hablaba sin matices, sin inflexiones. Se apretó los puños contra las sienes, echó a caminar otra vez.

A pocos metros, dos marionetas que estaban paralizadas, listas para entrar en escena, despertaron de golpe. Especialmente calmos, como maniquíes de escaparate, obedecieron de repente una orden pulsátil del Maestro. Los músculos —sacos de plástico rellenos con un polvo magnético suspendido en aceite y envueltos en serpentinas elásticas de alambre, como solenoides flexibles— se estiraron y crisparon bajo las carnes de airespuma. Palpitaban en espasmos al ritmo pulsátil de las órdenes de alta frecuencia policromática del Maestro. Expresiones de miedo y apremio les cruzaron las caras. Se encorvaron, se estiraron, miraron en torno, luego brincaron al escenario jadeando con ferocidad.

Una de ellas chilló:

—Camarada, ella ha venido. ¡Ha venido! Ha venido con él, ¡con Boris!

—¿Qué...? ¿Lo trae prisionero? —fue la distraída respuesta.

—No, no, camarada. Hemos sido traicionados. Ella está con él. Es una traidora, se ha vendido a ellos.

No hubo sentimientos en las mecánicas reacciones de Andrejev, ni siquiera al disparar una bala al corazón del portador de las malas noticias.

Thornier quedaba cada vez más fascinado por la representación. Las marionetas se movían grácilmente, con más sinuosidad y fluidez que los humanos, como si no tuvieran huesos. La proporción energética entre la masa y el músculo de sus miembros estaba escogida con gran cuidado para que cada movimiento evocara un ballet. Los muñecos —ni robots mecánicos ni títeres tambaleantes— sostenían movimientos y expresiones que hubieran fatigado enseguida a un actor humano, y el Maestro coordinaba los acontecimientos escénicos de una manera imposible para un grupo de humanos, de individuos que pensaban independientemente.

Era como siempre. Al comienzo miró con un escalofrío las Máquinas que reemplazaban a seres de carne y hueso, el Mecanismo que ocupaba el sitial del arte. Pero gradualmente su aprehensión se fue disipando y la obra lo atrapó, y los actores dejaron de ser máquinas. Vivió el papel de Andrejev, y jadeó ios parlamentos en bambalinas, y conoció al resto: Mela y Peltier, Sam Dion y Peter Repplewaite. Se crispó con ellos, le castañetearon los dientes ante los parlamentos difíciles, maldijo en voz baja a ese Andrejev inútil, y olvidó el leve crujido de las chispas que producían los pies de las marionetas en el suelo con listones de cobre para beber energías ocasionalmente, para mantener las cargas casi al máximo.

Así, cautivado apenas reparó en los ronroneos, zumbidos y chasquidos que se intensificaban a sus espaldas. Oyó un murmullo de voces cerca de él, pero siguió concentrado en el escenario fastidiado por la distracción.

Luego un pequeño chorro de agua le mojó los tobillos. Algo húmedo y esponjoso le palmeó el pie. Giró sobre los talones.

Una lustrosa araña de metal de un metro de alto se le acercó lentamente sobre seis patas, extendiendo dos garras amenazantes. Arrojaba chorros líquidos que pronto absorbía con su probóscide esponjosa. Con una garra levantaba una lata de diez galones, baldeaba, fregaba, dejaba la lata.

Thornier reaccionó con un aullido, brincó sobre la criatura, perdió el equilibrio en el líquido jabonoso. Resbaló y cayó. La araña fregó el suelo cerca del escenario, luego cambió la dirección y regresó hacia él.

Thornier se levantó con un gruñido, oyó los cloqueos de la risa de D'Uccia. Miró hacia arriba. El empresario rechoncho y el vendedor de limpiadoras automáticas lo observaban; el vendedor sonriendo, D'Uccia riendo.

—Ese es mi muchacho, ¡ese es mi muchacho! Siempre mirando el espectáculo, después no limpia, después pide el día libre. Ese es mi muchacho, claro que sí —D'Uccia palmeó el caparazón metálico de la araña—. Eh, ragazzo, te presento a mi nuevo muchacho. Este no se pone a mirar el espectáculo, como tú..., ¿ves?

Thornier se levantó, pálido y fastidiado. D'Uccia lo miró de hito en hito, y la sonrisa se le borró. Retrocedió un paso. Thornier lo fulminó con una mirada y dio media vuelta para marcharse. Al girar tropezó con la marioneta de Mela Stone, se recobró y siguió de largo.

Se paró de golpe.

La marioneta de Mela Stone estaba en el escenario, en la escena final. Lucía vieja, algo ojerosa. Lo miraba de arriba abajo con una expresión de sorpresa, una mano en la boca.

—¡Thorny...! —un susurro de temor.

—¡Mela! —gritó, pese a la obra, y le abrió los brazos—. ¡Mela, qué maravilla!

Y entonces notó que ella se apartaba de sus ropas de trabajo húmedas. No estaba nada contenta de verle.

—Thorny, qué alegría —atinó a murmurar, al tiempo que le tendía la mano sin convicción. Una mano cubierta de joyas.

Él se la estrechó un segundo, la miró fijo, luego se alejó con precipitación, un nudo en el estómago. Ahora podría seguir adelante. Ahora podría llevarlo a cabo e incluso disfrutar con la ejecución de ese plan contra todos ellos.

Mela había venido a presenciar el estreno de 'El anarquista' como si actuara ella misma y no una marioneta.

Yo mismo veré de que sea una función inolvidable, pensó.

—¡No, no, nooo! —protestó con monotonía el fallido Andrejev en la penúltima escena. Tras la estampida del arma de Marka, la marioneta de Peltier se desplomó en el escenario; excepto por un breve desenlace triunfal, la obra estaba en su final.

Ante el ruido del arma, Thornier se detuvo para sonreír ambiguamente por encima del hombro, los ojos le centelleaban en la cara de halcón. Luego desapareció por un costado.

Jade se libró de ellos en cuanto pudo, y vagabundeó detrás del escenario hasta que lo encontró en el depósito de trajes. Estaba solo, revolvía el contenido de un viejo armario mientras murmuraba con nostalgias. Ella sonrió y cerró la puerta con brusquedad. Sobresaltado, Thornier dejó caer un sombrero plegable y una caja de cartuchos de fogueo en el baúl. Se irguió hundiendo las manos en los bolsillos.

—¡Jade! No esperaba...

—¿...que yo viniera? —Jade se desplomó en una silla vieja y polvorienta con un suspiro de cansancio y se abanicó con un programa, los ojos cerrados. Se quitó los zapatos y murmuró—: ¡Que insufribles son! Los detesto...

Hizo una mueca y adoptó un aire aniñado. El de la jovencita que había actuado con Thornier y el resto, la actriz Jade Ferne, que había suplicado papeles menores y merodeado en las agencias y ganado los papeles a través de ensayos interminables y temblado de miedo ante el telón como todos los demás. Ahora era una mujercita vivaz de ojos astutos, cabello entrecano y arrugas en las comisuras de los labios. Cuando se deshizo de su máscara de ejecutiva, la astucia y las arrugas se disolvieron en la fatiga.

—Quince minutos para recobrar la cordura, Thorny —musitó mientras echaba una ojeada al reloj como para contarlos.

Él se sentó en el baúl y trató de relajarse. Ella no parecía haber reparado en su turbación, o en todo caso estaba demasiado cansada para darle alguna importancia. Si descubría su plan, lo haría aporrear y echar de la oreja, y quizá llamaría a la policía; era pequeña, pero las bombas incendiarias también lo eran.

Lo que estoy haciendo no te causará daño, Jade —se decía Thornier—. Armará un gran revuelo, y no te gustará, pero no te hará daño; ni siquiera echará a perder el espectáculo.

Hacía lo que estaba haciendo por el teatro de la vieja escuela, el que ambos habían conocido y amado. Y en ese sentido, se dijo, lo hacía no sólo por él sino por ella misma.

—¿Cómo anduvo el ensayo, Jade? —preguntó como por cortesía—. Excepto Andrejev, desde luego.

—Soberbio, sencillamente soberbio —repuso ella mecánicamente.

—Realmente, quiero decir.

Ella abrió los ojos, torció la boca.

—Como siempre, Thorny, como siempre. Nauseabundo, sobreactuado, perfectamente dirigido para un público de mequetrefes sin sensibilidad. Un público que siempre quiere las cosas sobreactuadas para no tener que pensar en lo que ocurre. Un público al que no le interesa buscar sentimientos ni significados. Quiere que le den el significado por la cabeza, para no tener que buscar. Estoy harta.

Él expresó una ligera sorpresa.

—Era de imaginar —refunfuñó con mordacidad.

Ella apoyó los talones descalzos en el borde de la silla, se abrazó los tobillos, apoyó el mentón en las rodillas y pestañeó.

—¿Me odias por producir estas bobadas, Thorny?

Él caviló un instante, meneó la cabeza.

—A veces la situación me enfurece, pero no te culpo por ello.

—Me alegra. A veces quisiera estar en tu lugar. A veces preferiría ser una fregona y limpiarle el suelo a D'Uccia.

—No hay vacantes —dijo él con amargura—. Los parientes del Maestro también se están encargando de eso.

—Lo sé. Oí hablar. Estás sin empleo, gracias a Dios. Ahora podrás llegar a alguna parte.

Él meneó la cabeza.

—No sé adonde. No puedo hacer nada, salvo actuar.

—Pamplinas. Puedo conseguirte un puesto mañana.

—¿Dónde?

—En Smithfield. Promoción de ventas. Contratarán a varios ex-actores.

—No —dijo con voz fría y concluyente.

—No te apresures. Esto es algo nuevo. La compañía se está expandiendo.

—Ja.

—Autodrama para el hogar. Un escenario de un metro y pico en cada líving. Marionetas en miniatura, de seis pulgadas de alto. Servicio de Maestro centralizado. Grandes obras representadas en casa por cable concéntrico. Llamas a Smithfield y haces tu solicitud. ¿Qué te parece?

Él le echó una mirada glacial.

—El mayor acontecimiento teatral desde Sarah Bernhardt —dijo sin expresión.

—¿Thorny? ¡No te pongas sarcástico conmigo!

—Lo siento. ¿Pero cuál es la novedad de tenerlo en casa? El autodrama reemplazó a la TV hace años.

—Lo sé, pero esto es diferente. Un verdadero teatro en miniatura. A los chicos les entusiamará muchísimo. Pero se necesitará una buena promoción para que tenga éxito.

—Lo siento, pero ya me conoces.

Ella se encogió de hombros, suspiró fatigosamente, cerró los ojos de nuevo.

—Sí, claro que te conozco. Tienes la integridad del actor posesionado. Eres un darfsteller. La úlcera de un director. No puedes interpretar un papel sin vivirlo, y no quieres vivirlo si no crees en él. Así que muérete de hambre —la voz era insultante, pero él sabía que ocultaba una involuntaria admiración.

—Estaré bien —masculló Thornier, y añadió para sí mismo: después de la función de esta noche...

—¿Puedo hacer algo por ti?

—Claro. Inclúyeme en el elenco. Reemplazaré a las marionetas inservibles.

Ella le clavó los ojos, titubeó.

—¿Sabes? Pienso que serías capaz...

Él se encogió de hombros.

—¿Por qué no?

Ella miró pensativamente una hilera de cajas, sacudió la cabeza morena.

—¡Vaya! ¡Qué espectáculo sería! Un actor humano, de incógnito, actuando en un autodrama.

—Se ha hecho... En provincias.

—Sí, pero el público lo sabía, y eso siempre echa a perder la función. Crea contrastes que no existen o que no se notarían de otra manera. Los muñecos parecen torpes, mecánicos, crispados. Si no hay humanos en el escenario, los muñecos parecen gráciles y vivaces, etéreos...

—Pero si el público no lo supiera...

Jade sonreía con languidez.

—Quién sabe —murmuró—. Quién sabe si se daría cuenta. Notaría una diferencia, desde luego... En una marioneta.

—Pero pensaría que el Maestro quiso interpretar así ese papel.

—Tal vez, si el actor humano fuera cuidadoso...

Él rió con amargura.

—Si engañara a los críticos...

—Algún imbécil tildaría la interpretación de "abismalmente poco realista" o "muy obviamente mecánica" —Jade miró su reloj, se sacudió, se desperezó y se calzó los zapatos, y agregó—: De cualquier modo, no hay razones para hacerlo, pues el Maestro es realmente capaz de ofrecer una representación mejor que la humana.

La afirmación arrancó del ordenanza un jadeo de incredulidad. Ella lo miró y rió.

—No pongas esa cara, Thorny. Dije que es capaz, no que tiene por costumbre hacerlo. El autodrama entretiene al público en el nivel que el público quiere.

—Pero...

—Tal como el teatro ha hecho siempre —añadió ella con firmeza.

—Pero...

—Oh, Thorny. Ponte los ojos en las cuencas. No quise blasfemar —se acicaló, recuperó su máscara de productora mientras se preparaba para regresar con los suyos—. El único problema del autodrama es que ha descendido al nivel de los infradotados, pero el teatro lo ha hecho siempre, y tal vez no le quede más remedio. Por mucho que nos duela a nosotros —ella sonrió y le palmeó la mejilla—. Siento haberte defraudado. Suerte, Thorny... Au revoir.

Cuando ella se fue, Thornier se quedó sentado, manoseando los cartuchos que tenía en el bolsillo y mirando al vacío. ¿Nadie tenía sensibilidad? También Jade había renunciado a sus principios. Él siempre había creído que lo había hecho sólo por necesidad, contra sus verdaderos deseos. Que de veras pensaba que el autodrama era capaz de ofrecer una representación mejor que la humana.

Pero no lo pensaba. Claro que necesitaba razonarlo, encontrarse una justificación.

Suspiró y fue a cerrar la puerta, luego sacó del baúl el viejo texto de 'El anarquista'. Las manos le temblaban ligeramente. ¿Había sido suficiente la insinuación? ¿Jade la recordaría más tarde? ¿O le habrá impresionado demasiado, como para entrar ya mismo en sospechas?

Ahuyentó sus impresiones. Tenía que ser fuerte. Cuando Rick tocara la campanilla del segundo ensayo, él lo tomaría como indicación para entrar en escena, y para entonces debía estar en forma. Lástima que no era un schauspieler, lástima que no se podía conectar y desconectar como Jade, pero la necesidad de una preparación interior intensiva era el peso del darfsteller. No podía adoptar un papel si antes no se adaptaba a sí mismo, y dejar que el cambio emergiera de algún modo, como reflejo del estado interior del hombre.

Acordes de Mussorgsky impregnaron las paredes. Cerró los ojos para escuchar y sentir. Música imperial. Música brutal y majestuosa a la vez. Era la época de la revuelta, la venganza, el derrocamiento. Dos épocas superpuestas. Era la época del estreno, con Ryan Thornier —hacía diez años— en el papel protagónico.

Cayó en una especie de trance mientras escuchaba y sintonizaba las pulsaciones de su psiquis y recordaba. Apenas advirtió cuando la música dejó lugar a los primeros parlamentos de la obra, que llegaban a través de las paredes.

—¡Corten! ¡Corten! —un grito de alarma: Feria.

Había empezado.

Thornier inhaló profundamente. Despertaba, al parecer. Y cuando abrió los ojos y se levantó, el ordenanza había desaparecido. El ordenanza había sido tan sólo el protagonista de una pesadilla...

Y Ryan Thornier, estrella de 'La fuga', favorito de los críticos, de un brillante futuro por delante, salió del depósito con un andar extrañamente ligero. Llevaba la escoba, todavía usaba la ropa de trabajo sucia, pero ahora, como dirigido hacia una mascarada.

La marioneta de Peltier yacía grotescamente despatarrada en el escenario. Ryan Thornier la miró con serenidad desde detrás del decorado y escuchó con atención el parloteo de los técnicos y los hombres que hormigueaban alrededor:

—No sé. Aún no entiendo. Salió tambaleándose y farfullando como un borracho. Se acercó a una mesa, luego cayó de bruces...

—Era como si la cinta estuviera equivocada, pero Rick se fijó de nuevo. Era la cinta de Peltier...

—No comprendo. La señorita Ferne está hecha una furia...

Thornier estudió al público. Jade, Ian y su personal daban vueltas en la orquesta. El escenario estaba vacío, salvo por la marioneta caída. Su entrada no sería advertida. Caminó despacio por el escenario y se acercó al muñeco con las manos en los bolsillos y una expresión sombría en la cara. Al cabo tanteó al muñeco con el pie, esperó, lo tanteó otra vez. Una risita vino de la orquesta. Por el rabillo del ojo vio que Jade se volvía hacia el escenario dejando una frase interrumpida.

Sabiendo que era observado, Thornier siguió las indicaciones de un amigo imaginario situado a un costado del escenario. Vuelto hacia él, arqueó las cejas de manera inquisitiva. Al parecer, el amigo asintió, y entonces él miró en torno con cautela, se arrodilló junto al muñeco caído y le tomó el pulso. Otra risa salió de la orquesta. Alzó la cabeza del muñeco, le olfateó el aliento, le torció la cara. Luego, delicadamente, lo dio vuelta.

Hundió la mano en el bolsillo de la marioneta tras haberse puesto en la palma su propio reloj. Esperó un segundo, le sonrió a su cómplice con un ávido asentimiento. Extrajo el reloj y lo sostuvo colgado de la cadena, para que su cómplice lo viera.

El personal de producción soltó una carcajada. La risa intimidó al ladrón, que echó una mirada aprensiva sobre el escenario y se apresuró a devolver el reloj al muñeco caído. Le tomó otra vez el pulso. Cambió una rápida mirada con su amigo, suspiró un 'jajá' y sonrió enigmáticamente. Luego ayudó al muñeco a levantarse y se alejaron a los tumbos, como quien lleva a un borracho de vuelta a casa. En el foro se detuvo para preparar su salida con una ojeada cautelosa que decía que lo llevaría a un callejón oscuro para poder asaltarlo sin riesgos. Jade lo miraba boquiabierta.

Tres técnicos habían estado observándole junto al decorado, y cuando pasó, rieron de buena gana y le palmearon el hombro, haciendo las veces del público para el cual parecía haber actuado.

La gente de Jade aplaudió con entusiasmo, y cuando Thorny se llevó la marioneta al depósito, canturreaba en voz baja para sí mismo.

A las seis menos cinco, Rick Thomas y un hombre del depósito de Smithfield bajaron de la cabina. Jade se abrió paso entre la multitud para interrogarlo con los ojos.

—La cinta —dijo—. Defectuosa.

—¡Pero es demasiado tarde para conseguir otra! —chilló ella.

—Bueno, pero de todos modos, es la cinta...

—¿Cómo lo sabes?

—Pues... El problema tiene que estar en uno de tres lugares. La marioneta, la cinta, o el estanque de análogos donde se almacenan los datos de la cinta. Hemos vaciado el estanque. Lo probamos con otro actor y funcionó al pelo. El muñeco responde bien cuando actúa sin interpretación. De modo que, por eliminación, es la cinta.

Ella gruñó y se desplomó en una butaca, la cara tapada con las manos.

—¿No hay ninguna manera de conseguir otra cinta? —preguntó Rick.

—Hemos llamado a todos los depósitos en ochocientos kilómetros a la redonda. Tendrían que separarla de una cinta maestra. Tardaría demasiado.

—¡Esperen! —exclamó la productora, alzando los ojos de golpe—. D'Uccia..., las localidades están todas vendidas, ¿no?

—Sí —rezongó D'Uccia—. Totalmente agotadas. ¿Qué pasa con ustedes? ¿No pueden arreglar el Maestro? ¿Cuál es el problema? Perdemos el dinero, ¿eh?

—Oh, cállese. Postergue la función para las nueve, ofrezca el reintegro del dinero a los que no desean esperar. Ian, sigue adelante. Prepara las cosas para esta noche —hablaba con fatigosa determinación, los miraba a todos—. Quizá haya una oportunidad. Sigan adelante —se volvió para marcharse—, intentaré algo...

—¡Eh! —gritó Feria.

—Te explicaré luego —murmuró ella por sobre el hombro.

Encontró a Thornier reemplazando bombillas quemadas en las luces de la pared. Él le sonrió mientras ajustaba las grampas de un panel de vidrio ámbar.

—¿Me necesita para algo, señorita Ferne? —dijo desde la escalerilla con tono cordial.

—Tal vez —repuso ella—. Dime, ¿iba en serio la oferta de sustituir a las marionetas inútiles?

Una bombilla resbaló de la mano de Thornier y estalló a los pies de Jade. Él bajó, boquiabierto.

—¿Estás bromeando?

—¿Quieres intentar un ensayo contigo como Andrejev?

Él miró hacia el escenario, se mojó los labios, la observó con gesto estólido.

—Bueno... ¿Puedes o no?

—Son diez años, Jade... Yo...

—Puedes repasar el texto y usar un audífono... Para que Rick te apunte desde la cabina.

La oferta era clara y directa, y Thornier sonreía para sus adentros. Eso era teatro: pedir con calma lo absolutamente imposible, regatear y conseguirlo.

—El público...espera a Peltier.

—Ahora sólo te estoy pidiendo un ensayo, Thorny... Ya veremos, luego. Pero recuerda que es nuestra única oportunidad de estrenar esta noche.

—Andrejev —jadeó él—. El papel principal.

—Por favor, Thorny. ¿Quieres intentarlo?

Él echó una ojeada al teatro, asintió lentamente.

—Voy a estudiar mi parte —dijo en voz baja, mirando el suelo en lo que esperaba fuera la expresión adecuada de una temeridad humilde.

Tiene que salir bien, tiene que ser magnifico. La última oportunidad, el último gran papel...

Candilejas enceguecedoras, un ligero susurro en el oído, y el pánico frío de la entrada en escena. Vino y pasó rápidamente. Luego el escenario fue un cuarto cerrado, y el público —los técnicos y el personal de producción— fue sólo la cuarta pared más allá de las luces. Él era Andrejev, comisario de policía, cabecilla del partido, servidor leal del régimen que ahora vacilaba en la tormenta revolucionaria de los ochenta. El último bolchevique, ya no un rebelde ni un progresista, sino el legalista, el conservador, el defensor del statu quo, campeón de las clases gobernantes marxistas. Ahora carecía de una identidad desvinculada del papel, y vivía el papel. En cuanto a los otros, la gente con la cual vivía, esa gente de pies ligeramente rechinantes, él actuaba y reaccionaba con ellos y contra ellos como si también estuvieran vivos, y con el transcurso de la obra olvidó por un tiempo que eran inanimados.

Cautivado por la magia, inserto en el esquema de lo inevitable, arrastrado por la marea del drama, sintió una vez más la sensación de formar parte de un todo, un todo conocido y previsible que avanzaba de la escena primera hasta el telón final con la misma certidumbre con que el hombre va del vientre a la tumba, y no había años perdidos, intervalo ni derrota entre los ensayos de tanto tiempo atrás y el logro de esta noche de estreno. Sólo cuando al final equivocó una línea y la corrección de Rick le vibró en el oído, el hechizo se quebró por un fugaz momento, y se sintió espantosamente intimidado al comprender de golpe que a su alrededor todo era Máquina, y que había llegado a olvidarlo. Se había adecuado a la airosa gracia mecánica de los otros, imitando por reflejo la característica ligera de los movimientos y las sutilezas de interpretación de las marionetas. Y de pronto supo —lo había olvidado— que la boca que acababa de besar no era la de una mujer sino la boca de goma de una marioneta, y que los diseños cimbreantes de las ondas de alta frecuencia del Maestro habían controlado las corrientes de los solenoides que volvían hacia él ese rostro enamorado y habían alzado las manos suaves y frías para tocarle la cara. Un vago regusto a goma le impregnaba aún la boca.

Cuando llegó su primera salida, se fue temblando. Vio que Jade se le acercaba y por un instante tuvo la espantosa certidumbre de que le diría 'Thorny, lo hiciste casi tan bien como un muñeco'. Pero ella no dijo nada, simplemente le tendió la mano.

—¿Salió muy mal, Jade?

—¡Thorny, estás contratado! Sigue así y quizá lo hagas más de una noche. Hasta Ian está convencido. Antes se había burlado de la idea, pero ahora le parece sensacional.

—¿Ningún bajón? ¿El diálogo con Piotr...?

—Maravilloso. Sigue así, querido. Estuviste maravilloso.

—¿Es un hecho, entonces?

—Querido, nunca es un hecho hasta que sube el telón. Lo sabes bien —rió—. Sí tuvimos un bajón... Aunque quizá no debería contártelo.

Él se endureció un poco.

—¿De veras? ¿Cuál?

—Mela Stone. Te vio entrar, se puso blanca como un papel y se largó. ¡No lo entiendo!

Él se hundió lentamente en un sofá maltrecho, y la miró fijo.

—Apuesto a que no —masculló.

—Su contrato estipula que debe aparecer personalmente, como sabrás. Para hacer la presentación y un comentario sobre el autor y la obra —Jade le sonrió, animosa—. Hace cinco minutos llamó, trató de cancelar su aparición. Desde luego, no puede hacer semejante maniobra mientras esté en manos de Smithfield.

Jade le guiñó el ojo, le palmeó el brazo, le arrojó una copia sin codificar del texto, y luego regresó a la orquesta. Thornier se preguntaba qué tendría Jade con Mela. Nada serio, probablemente. Ambas habían sido actrices. Mela consiguió un contrato con Smithfield, Jade no. Era suficiente.

Cuando terminó de releer la escena siguiente, le llegó el turno de actuar de nuevo y regresó al escenario.

Las cosas salieron bien. Sólo tres veces durante el primer acto tuvo tropiezos con parlamentos que no había ensayado en diez años. Rick le apuntó al oído, y el Maestro pudo compensar hasta cierto punto sus pequeños desvíos del texto. Esta vez evitó perderse tan profundamente en la obra, y así la extraña situación de formar parte del equipo mecánico no alcanzó a perturbarle. Esta vez lo recordó, pero cuando vino la primera interrupción...

—No tan bien, Thorny —declaró Ian Feria—. Haz lo que estabas haciendo en la primera escena. Estuviste algo duro recién. Repite ese último parlamento sin tanto énfasis. Andrejev no es un oso salvaje de los Urales. Ahora es el momento de Marka, de cualquier modo. Espera.

Él asintió y estudió las marionetas paralizadas. Tenía que olvidar la maquinaria. Tenía que perderse en la obra y vivirla, aunque significara ser un eslabón de reemplazo en el mecanismo. Estaba algo inquieto, aunque no había perdido la costumbre de subordinarse a la gestalt total de la escena, como tantas veces lo había hecho. Sin que pudiera explicárselo, se sorprendió esperando risas de la gente de producción, pero nadie rió.

—De acuerdo —dijo Feria—. Despiértenlos de nuevo.

Siguió actuando, pero esa sensación turbadora lo carcomía. Era como parodiarse a sí mismo y sentirse ridiculizado por los espectadores. No atinaba a comprender por qué, y sin embargo...

Había una película antigua —un clásico— donde un hombre llamado Chaplin era un obrero sujeto al asiento en una línea de montaje industrial donde realizaba una tarea absolutamente mecánica de un modo absolutamente mecánico, una tarea que obviamente podían realizar unas cuantas levas y un par de uniones, y era una de las comedias más graciosas de todos los tiempos, aunque trágica. Una tarea que lo transformaba en parte de una máquina omnipotente.

Pasó el segundo y el tercer acto en un estado de compromiso consigo mismo, sobreactuando para prepararse, pero tratando de convencer a Feria y Jade de que podía controlarlo, y controlarlo bien. Sobreactuar era necesario, a veces, como técnica de aprendizaje. Enfatizar deliberadamente el texto para registrar en la memoria, luego moderarse para la verdadera representación: era un viejo truco de los actores que tenían que dar un espectáculo nuevo todas las noches y sólo contaban con pocas horas para ensayar y aprender el texto. ¿Pero sabrían ellos por qué lo hacía?

Cuando terminaron no había tiempo para otro ensayo, y apenas lo había para descansar y comer algo antes de vestirse para la función.

—Fue terrible, Jade —gruñó—. Lo eché a perder. Sé que fallé.

—Tonterías. Esta noche estarás en forma, Thorny. Sé lo que estabas haciendo, y puedo ver lo que hay detrás.

—Gracias. Trataré de adecuarme.

—En cuanto a la escena final, los disparos...

Él la miró con aire de fatiga.

—¿Qué ocurre?

—El arma estará cargada esta noche. Cartuchos vacíos, desde luego. Y esta vez tendrás que caer.

—¿Y?

—Y ten cuidado donde caes. No te tires sobre los listones de cobre. Ciento veinte voltios no te matarían, pero no queremos un Andrejev moribundo brincando y soltando chispas azules. Los peones te marcarán un lugar seguro con tiza. Y otra cosa...

—¿Sí?

—Marka dispara a boca de jarro. No te quemes.

—Me cuidaré.

Ella se despidió, luego se detuvo para estudiarlo unos minutos con el entrecejo fruncido.

—Thorny, me produces una sensación rara. No puedo descifrarla con precisión.

Él le sostuvo la mirada, esperó.

—Thorny, ¿vas a estropear la función?

La cara de Thornier permaneció impávida, pero algo se torció en su interior. Ella suplicaba, confiaba en él, pero estaba preocupada. Contaba con él, le tenía fe...

—¿Por qué te aguaría la fiesta, Jade? ¿Qué razón tendría para hacerlo?

—No sé. Te lo estoy preguntando.

—De acuerdo. Te ofrezco el mejor Andrejev que pueda dar.

—Te creo —asintió ella lentamente—. No era precisamente de eso que dudaba...

—¿Qué te preocupa, entonces?

—No sé. Conozco tu ideas acerca del autodrama. Simplemente intuyo que te guardas un as en la manga. Una intuición, es todo. Sé que tienes demasiada integridad para estropear tu propia actuación..., pero —se interrumpió y meneó la cabeza, lo escudriñó con los ojos oscuros. Aún estaba preocupada.

—Oh, de acuerdo. Iba a interrumpir la función en el tercer acto. Les iba a mostrar la cicatriz de mi apendectomía, hacer un par de trucos con naipes y anunciar que estaba en huelga. Y por último me marchaba —le sacó la lengua, puso cara de compungido.

Ella se ruborizó de pronto, y rió.

—Oh, sé que no incurrirías en ninguna vulgaridad. No porque no seas capaz de cualquier cosa que pudieras para agredir ai autodrama, pero... Esta noche no podrías hacer nada al respecto. Salvo enfurecer a los espectadores. Eso no va contigo, y lamento haberlo pensado.

—Gracias. Deja de preocuparte. Si pierdes dinero no será por mi culpa.

—Te creo, pero...

—¿Pero qué?

Ella se le acercó.

—Pero tienes un tremendo aire de triunfo, es eso —jadeó, y le palmeó la mejilla.

—Bueno, es mi último papel. Yo...

Pero ella ya se había alejado, dejándolo con su sandwich y la oportunidad de tomar un descanso.

No podía conciliar el sueño. Yacía toqueteando los cartuchos calibre 32 que tenía en el bolsillo y pensando en el impacto de su salida final en la conciencia del teatro. Los pensamientos eran agradables.

Mientras dormitaba se le ocurrió de golpe lo que llamarían suicidio. Qué tontería. Piensa en el efecto demoledor, el golpe dramático, la reacción del público. Las marionetas no sangran. Y después ios titulares: Actor Robot Mata a Vieja Estrella, Víctima del Escenario Mecanizado. Aun así lo llamarían suicidio. Qué tontería.

Aunque quizás el paranoide que se encaramaba a la ventana del piso veinte también pensaba en eso: la reacción del público. ¿No estaba en verdad dirigida a la conciencia del mundo toda herida que uno se infligía?

Lo preocupaba un poco, pero...

—Quince minutos para la función —graznó el sistema de sonido—. Quince minutos...

—¡Eh, Thorny! —llamó Feria con irritación—. Vuelve al vestuario. Hemos estado buscándote...

Se levantó con fatiga, miró la gente que iba y venía, luego se dirigió a la sala de maquillaje. Algo era seguro: tenía que seguir adelante.

La sala no estaba llena. Un tercio de los espectadores había preferido el reintegro a esperar una función postergada con un Andrejev sustituido por alguien desconocido o mal recordado, sin ninguna trayectoria en el autodrama. No obstante, la mayoría de los espectadores había planeado la velada y decidido quedarse pese a la demora. Las víctimas de los revendedores, que habían pagado en exceso y en la taquilla no podían reclamar más de la mitad de ese precio fraudulento, y tuvieron que aceptar la situación o perder dinero a cambio de nada. Entraron, esperaron con impaciencia, miraron los relojes mientras una voz de maestro de ceremonias ofrecía disculpas y presentaba números orquestales, casi todos de compositores rusos. Luego, al final...

—Damas y caballeros, esta noche tenemos con nosotros a una de las actrices más queridas del teatro, la pantalla y el autodrama, coprotagonista de la obra de esta noche, tan joven y encantadora como cuando la inmortalizó Smithfield... ¡Mela Stone!

Thornier observó crispado desde las sombras mientras ella se acercaba grácilmente al brillo de las candilejas. Parecía muy pálida, pero el arte del maquillaje había hecho un buen trabajo: lucía apenas mayor que su análogo y todavía encantadora, aunque con una belleza menos arrogante. Ya no estaba cargada de joyas. Llevaba un vestido oscuro y sencillo con un escote amplio, y el cabello castaño recogido en un rodete con forma de turbante destacaba la esbeltez del cuello. Mela se compuso y empezó:

—Hace diez años, ensayé para una presentación de 'El anarquista' que nunca se llevó a cabo. La ensayé con un hombre llamado Ryan Thornier en el papel protagónico, el actor que desempeña el papel esta noche. Recuerdo con singular exaltación aquellos tiempos...

Titubeó, y luego prosiguió sin convicción. Thorny hizo una mueca. Obviamente el discurso lo había escrito Jade Ferne y las palabras eran como trozos de manzanas envenenadas en la boca de Mela. Daba la impresión de decirlas sólo porque vomitarlas no era cortés. Mela era castigada por su intento de deserción, y Jade le había obligado a aparecer bajo la amenaza de ponerle una peluca gris a la marioneta de Stone y hacerle leer discursos. La productora tenía su vena perversa, y cuando perdía los estribos la ejercitaba.

La presentación de Mela estaba escrita para convencer al público de que en verdad era una suerte contar con Thornier en vez de Peltier, pero de ninguna manera se insinuaba que era un actor y un personaje de carne y hueso. No se utilizaban las palabras 'muñeco' o 'marioneta', sino que se permitía al público atenerse a sus preconceptos sin confirmarlos. El discurso fue breve. Tras unas pocas anécdotas sobre la primera presentación de la obra hacía ya más de una generación, Mela concluyó:

—Y sin más demoras, amigos míos, os presento... 'El anarquista' de Pruchev.

Se alejó con una reverencia, bailó detrás del telón y salió llorando. Un majestuoso estallido de música anunció la escena inicial. Mela vio a Thornier y se detuvo, aún en el escenario. El telón subió. Ella se lanzó hacia él, vaciló, se detuvo para mirarlo aprensivamente. Tenía los ojos húmedos, y se mordía los labios.

En el escenario, un teléfono sonaba en el escritorio del comisario Andrejev. Faltaban tres minutos para que Thornier entrara en escena. Un teniente atendió el teléfono.

—Muy bonito, Mela —susurró él, con una sonrisa amarga.

Ella no le oyó. Le estudió el traje, muy parecido al uniforme que había usado diez años atrás en el ensayo definitivo. Se llevó la mano a la garganta. Quiso salir corriendo, pero enseguida recobró el dominio de sí. Miró a su marioneta, que esperaba a un costado del escenario, luego a Thornier.

—¿No vas a decir algunas palabras alusivas? —masculló ella.

—Yo... —la sonrisa glacial de Thornier se disipó lentamente. El primer pequeño triunfo, el triunfo sobre Mela, una Mela desencajada y afeada que había comprado la seguridad a costa de la integridad y todavía seguía pagando en pequeños enredos como éste, la Mela a la que había amado una vez. El primer pequeño 'triunfo' se le enroscó en la garganta como un nudo sofocante.

Ella iba a seguir de largo, pero él la contuvo.

—Lo siento, Mela —dijo con un murmullo ronco—. Lo siento de veras.

—No es tu culpa.

Pero lo era. Ella no sabía qué había hecho él, desde luego; no sabía que había cambiado las cintas e influido para que lo eligieran como sustituto del muñeco de Peltier, para que ella tuviera que presenciar su actuación frente al simulacro de una Mela que había dejado de existir hacía diez años, presenciarlo mientras revivía una parodia de algo.

—Lo siento —susurró de nuevo.

Ella meneó la cabeza, se zafó, se alejó apresuradamente. Thornier la vio irse y sintió náuseas. El frígido encuentro de unas horas antes había sido el momento decisivo, cuando en un arrebato de amargura él había resuelto llevar a cabo el plan y aun justificarse por hacerlo. Quizá la amargura le había enturbiado la visión, pensó. Su reacción ante ese encontronazo imprevisto no había sido por esnobismo, sino por horror. Un viejo fantasma en ropas de trabajo sucias y abigarradas, cuyo rostro quizás había luchado por olvidar, había irrumpido para enfrentarla en un lugar que para colmo estaba plagado de recuerdos. Con razón había parecido fría. Quizás él simbolizaba algunas de las acusaciones que se hacía a sí misma, pues Thornier sabía que había afectado a otros de esa manera. Los que tenían éxito y ganaban dinero gracias al autodrama con frecuencia le veían con el cubo y el estropajo, y si recordaban a Ryan Thornier se alejaban rápidamente. Y cada vez que se alejaban, él se complacía imaginando que pensarían: Thornier no se vendería. Y le odiarían, pues ellos se habían vendido, y por lo tanto habían perdido algo. Pero lo que odiara Mela sería diferente. No le complacía.

Alguien le codeó las costillas.

—¡Es tu turno, Thorny! —susurró una voz tensa—. ¡Adelante...!

Despertó con un gruñido. Feria lo empujaba con frenesí hacia el escenario. Recobró la presencia de ánimo, se sumió en su personaje y avanzó.

Su actuación fue un fiasco. Lo supo aun antes de salir de escena y verles las caras. Había pasado por alto dos indicaciones y Rick tuivo que apuntarle varías veces desde la cabina. La interpretación era rígida, lo sentía.

—¡Lo estás haciendo bien, Thorny, muy bien! —le dijo Jade porque no se atrevía a decirle otra cosa durante la representación. Si herías el amor propio de un actor durante un ensayo, aún le quedaba tiempo para recuperarse; pero si lo hacías durante una representación, lo más probable es que siguiera cometiendo errores toda la noche. Pero podía reconocer sin que le dijeran nada la preocupación que bullía tras la pequeña sonrisa mecánica de Jade—. Pero cálmate un poco, ¿eh? —le aconsejaba ella—. Todo va bien.

Lo dejó solo con su turbación. Thornier se apoyó contra la pared, la vista fija en los pies, y empezó a flagelarse: Fracasado, inútil, ordenanza fregón con veleidades de actor...

Tenía que recobrar el aplomo. Si estropeaba esta oportunidad, no tendría otra. Pero seguía pensando en Mela, en que había querido herirla, y ahora que ella sufría él quería impedirlo.

—Tu turno, Thorny... ¡Despierta!

Y de nuevo hizo un mal papel, titubeando, aterrado ante ese mar de caras borrosas donde debía haber una cuarta pared.

Ella estaba esperándole después de su segunda salida. Él salió pálido y tembloroso, el cuello empapado de sudor. Se reclinó, encendió un cigarrillo y la miró, desolado. No podía hablar. Ella le tomó el brazo con ambas manos y se lo frotó apoyándole la frente en el hombro. Él la miró consternado. Ya no se sentía ultrajada; no podía sentirse ultrajada cuando lo veía ponerse en ridículo en el escenario. Podría haber gozado de la situación, vengativa, y él casi lo deseaba. Pero en cambio le tenía compasión. Estaba aturdido, completamente deshecho. No podía seguir adelante.

—Mela, será mejor que te lo diga a ti. No puedo decirle a Jade lo que...

—No hables, Thorny. Haz todo lo que puedas —alzó los ojos—. Por favor, haz todo lo posible.

Se sorprendió. ¿Por qué ella actuaba así?

—¿No preferirías verme fracasar? —preguntó.

Ella meneó la cabeza, luego asintió.

—En parte sí, Thorny. La parte resentida de mí. Tengo que creer en el escenario automático. Yo... Yo creo en él. Pero no quiero que fracases, de veras que no —se tapó los ojos con las manos un instante—. No sabes lo que significa verte allí..., en medio de todo eso —se estremeció—. Es una burla, Thorny; ese no es tu lugar. Pero mientras estés allí, no lo eches a perder... Haz todo lo que puedas, Thorny...

—De acuerdo.

—Es algo precario. Me refiero al efecto. Si el público llegara a advertir que no eres un muñeco... —meneó la cabeza con lentitud.

—¿Y si lo advirtiera?

—Todos se reirán. Te echarán del escenario a carcajadas.

Estaba preparado para cualquier cosa, menos para eso. Confirmaba el inquietante presentimiento que había tenido durante el ensayo.

—Thorny, eso es realmente lo que me preocupa. No me importa si actúas bien o mal mientras ellos no descubran qué eres. No quiero que se rían de ti. Ya has sufrido bastante.

—¡Claro que sí! No de la misma manera, pero se reirían. ¿No te das cuenta?

Él abrió la boca. Meneó la cabeza. No era cierto.

—Se ha hecho antes con actores humanos —protestó—. En provincias, en escenarios pequeños con Maestros de menor tamaño.

—¿Has visto alguna vez esas obras?

Él negó con la cabeza.

—Yo sí. El público sabe de antemano que hay actores humanos. Así no le parece gracioso. No existe el sobresalto de descubrir una incongruencia. Escúchame, Thorny... Haz todo lo posible, pero ni se te ocurra hacerlo mejor que un muñeco.

Sintió una oleada de amargura. ¿Era esto lo que había anhelado? ¿Ofrecer una representación lo más mecánica posible, hacer un trabajo tan bueno como el Maestro pero no mejor, y sobre todo sin diferencias? ¿Para que no lo descubrieran?

Ella le notó la desesperación en la cara y le tomó la mano.

—Thorny, no me odies por decírtelo. Quiero que todo salga bien y pensé que debías darte cuenta. Creo que sé lo que ha ocurrido. En el fondo tienes miedo de que no te reconozcan por lo que eres, y eso se incita a actuar en forma diferente a las marionetas. Mejor que empieces a tener miedo de que te reconozcan, Thorny. Por favor.

Él la miró y empezó a comprender que Mela aún era capaz de ser la mujer que había conocido y amado. Peor aún, quería salvarlo del ridículo. ¿Por qué? Si se sentía maternal, querría protegerlo de la ira, las críticas o los tomates podridos, pero no de la pérdida de dignidad. Las actitudes maternales prosperaban a costa de la dignidad masculina, pues ahondaban en el hombre la imagen del niño.

—¿Mela...?

—Sí, Thorny.

—Creo que nunca logré olvidarte.

Ella se apresuró a menear la cabeza, casi con furia.

—Querido, estás viviendo en el pasado. Yo no, y no lo haré. Quizá no me guste mucho el presente, pero estoy en él, y sólo puedo cambiarlo en cosas ínfimas. No puedo rehacer el pasado, y no lo intentaré —se interrumpió un instante, le escrutaba la cara—. Hace diez años tampoco vivíamos en el presente. Vivíamos en un futuro mítico, mágico, maravilloso. Un gran talento empezaba a florecer. En esos días nos alimentábamos de sueños. El futuro en que vivíamos nunca llegó a realizarse, y es inútil pretender retroceder para que se realice. Los sueños que no se cumplen, son castillos en el aire. No quiero vivir en esos castillos. Quiero conservar la cordura, aunque me duela.

—Lástima que tuvieras que venir esta noche —masculló él.

—Oh, Thorny —dijo Mela, abatida—. No quise decirlo de ese modo. Y no lo diría con tanto énfasis a menos... —miraba a través del vidrio a prueba de sonidos hacia el escenario donde su marioneta dialogaba con Piotr—. A menos que yo también tuviera problemas por desear demasiado.

—Ojalá estuvieras conmigo allí —dijo él—. Sin muñecos y sin Maestro. Así sabría cómo es.

—¡No, Thorny! Por favor, no hables así.

—Mela, te amaba...

—¡No! —ella se levantó—. Yo... Quiero verte después de la función. Búscame. Pero no hables de ese modo. Especialmente no aquí ni ahora.

—No puedo evitarlo.

—¡Por favor! Adiós por ahora, Thorny... Y haz todo lo que puedas...

Todo lo que pueda por ser un mecanismo, pensó amargamente mientras la veía alejarse.

Se volvió para observar la obra. Algo iba mal en el escenario. Muy mal. La interpretación escénica del Maestro la volvía extraña. Frunció el ceño. Rick había hablado de la habilidad del Maestro para compensar, para cambiar de interpretación, para alterar el curso. ¿Qué ocurría, entonces? ¿Acaso el Maestro estaba compensando la actuación de él?

Pronto tendría que salir a escena. Se acercó al escenario.

El primer acto había sido un fiasco. Feria, Ferne y Thomas conferenciaban en tensión envueltos en una nube de humo de cigarrillos. Oyó murmullos acalorados, pero no pudo distinguir las palabras. Jade llamó a un asistente, le dio un par de instrucciones. El asistente vagabundeó entre la gente hasta encontrar a Mela Stone, le habló con rapidez y señaló. Thorny la vio acercarse al grupo de producción, luego se alejó. Se escabulló tras unos lienzos plegados, en espera del final del breve intervalo. Trataba de no pensar.

—Sensacional, Thorny —dijo mecánicamente un maquillador, y le palmeó el hombro al pasar.

Reprimió el impulso de patear al maquillador. Sacó un ejemplar del texto y simuló leer los parlamentos. Una mano le tironeó de la manga.

—¡Jade! —la miró desolado, quiso disculparse.

—Calma —dijo ella —. Hemos hablado del asunto. Dile, Rick.

Rick Thomas, que estaba junto a Jade, sonrió embarazosamente y meneó la cabeza.

—La culpa no es totalmente tuya, Thorny. ¿O no te has dado cuenta?

—¿A qué te refieres? —preguntó con recelo.

—Toma la escena quinta, por ejemplo —terció Jade—. Supon que el elenco hubiera sido humano en su totalidad. ¿Cómo habrías reaccionado ante lo sucedido?

Él cerró los ojos un momento y revivió la escena.

—Tal vez estaría resentido —dijo lentamente Tal vez acusaría a Kovrin de entorpecer el diálogo y a Aksinya de estropearme la salida..., como excusa —añadió con una sonrisa de resignación. Pero no puedo acusar a los muñecos. Ellos no pueden robarte la escena.

En verdad, sí pueden, Thorny —dijo el técnico—. Y tu excusa es más que válida.

—¿Qué?

—Claro. Tú fallaste en la primera y la segunda escenas. El público reaccionó. Y el Maestro reacciona según la reacción del público, compensando mediante vuelcos en la interpretación. Ve la escena como una totalidad, tú incluido. En lo que concierne al Maestro, tú eres un mecanismo descontrolado, como el Peltier que usamos en el primer ensayo. Te envía sólo las señales grabadas del texto, sin interpretación. Porque no tiene tu análogo en la cinta. Ahora bien, sin público no habría problemas. Pero con la reacción del público de por medio empieza a compensar, y corno no puede compensar a través de ti utiliza a los demás.

—No entiendo.

—Sin rodeos, Thorny: las primeras dos escenas fueron un fiasco. El público no gustó de ti. El Maestro empezó a compensar enfatizando los otros papeles,... Y cambiándote a ti a través de los otros.

—¿Cambiándome a mí? ¿Cómo?

—Es simple, querido —le dijo Jade—. Cuando Marka dice "Lo odio, es un animal", por ejemplo, puede decirlo como si fuera verdad o como si estuviera momentáneamente enfadada con Andrejev. Y afecta tu influencia en el público. Los otros actores influyen en tu papel. Recuerda que eso ocurría con el viejo teatro. Bueno, también ocurre en el autodrama.

Él los miró perplejo.

—¿No pueden detenerlo? Reajustar el Maestro, quiero decir.

—No sin vaciar la máquina y empezar desde el principio. El efecto es acumulativo. Cuanto más compensa, más duro se hace para ti. Cuanto más duro se hace para ti, menos gustas al público. Y cuanto menos gustas al público, más trata de compensar.

Él miró angustiado el reloj. Menos de un minuto para la primera escena del acto segundo.

—¿Qué hago?

—Sigue adelante —dijo Jade—. Acabamos de comunicarnos con Smithfield. En la ciudad hay un ingeniero de programas y viene hacia aquí en heliotaxi. Entonces veremos.

—Quizá podamos volverlo a la normalidad —añadió Rick— un poco por vez, alimentándolo con un conjunto falso de factores de inquietud del público y anulándole los circuitos de percepción exterior. Lo intentaremos, es todo.

La luz anunció el comienzo del acto.

—Buena suerte, Thorny.

—Creo que la necesitaré —se dirigió fatigosamente al escenario.

Esa cosa lo observaba desde el escenario. Lo observaba y medía y juzgaba, y lo encontraba deficiente. Tal vez hasta me odia, pensó con exasperación. Observaba, planeaba, regalaba, y lo estaba derrotando.

Las caras de los muñecos, las manos, las voces, le pertenecían. El circuito enigmático de la cabina los azuzaba contra él. Lo veía a él, sin duda, como un muñeco que no respondía a sus órdenes pulsátiles. Lo veía, quizá, como un muñeco en mal estado, y trataba de corregir los efectos de esa anomalía. Evocó el viejo conflicto entre director y darfsteller, el actor autodirigido. Y el conflicto era el mismo, agravado por la incapacidad del director electrónico para entender que esas cosas eran posibles. El darfsteller, el histrión ingobernable cuya actuación brotaba de fuentes inconscientes sin hilos extemos... Los directores propendían a odiarlos, aunque la representación fuera excelente. Una marioneta en cambio, era el perfecto schauspieler, el actor que un director podía tocar como un instrumento.

Para él habría sido fácil ser un schauspieler, pues quizá se hubiera adaptado. Pero él era Andrejev, su Andrejev, pues se había preparado para el papel. Andrejev estaba encarnado en él como un alter anima. Nunca había interpretado un personaje. Siempre se transformaba en el personaje. Y ahora podía adaptarse a las necesidades de ese momento escénico sólo como Andrejev, dentro y a través de su identidad con Andrejev, y sin alterar la textura de su representación. Intentarlo, intentar adecuarse a lo que hacía el Maestro, significaría el caos total. Sin embargo, la máquina lo obligaba a través de los otros.

Estaba rígidamente sentado tras un escritorio, escuchaba con frialdad las negativas del prisionero, un revolucionario, un terrorista asociado con los guerrilleros de Piotr.

—¡Insisto, camarada, no tuve nada que ver! —gritaba el prisionero—. ¡Nada!

—¿No lo interrogó exhaustivamente? —le gruñó Andrejev al teniente que custodiaba al hombre—. ¿No ha firmado una confesión?

—No fue necesario, camarada. El cómplice confesó —protestó el teniente.

...sólo que no tenía que protestar. El teniente hacía sonar el acto de arrancar otra confesión al prisionero como algo monstruoso, quizá mediante la tortura, cuando ya había evidencias suficientes para condenarlo. Las palabras eran correctas, pero el significado estaba deformado. Tendría que haber sido la desnuda declaración de un hecho: No hace falta, camarada; el cómplice confesó.

Thorny se interrumpió, ruborizado de furia. La siguiente línea era: "Vea de que éste también confiese". Pero la pasaría por alto, pues de lo contrario aumentaría el efecto del tono de protesta del teniente. Pensó con rapidez. El teniente era un personaje segundón y no reaparecería hasta el tercer acto. Robarle la escena no causaría muchos problemas.

Fulminó al muñeco con la mirada.

—¿Y qué ha hecho con el cómplice? —preguntó con tono glacial.

El Maestro no podía inventar líneas ni comprender una improvisación. Interpretaba una desviación del texto como anomalía, y trataba de compensarla. El Maestro retrocedió una línea, hizo que el teniente repitiera el texto anterior.

—Se lo dije... Confesó.

—¡Ajá! —rugió Andrejev—. Lo mató usted, ¿eh? ¿No iba a sobrevivir al interrogatorio y lo mató?

Thorny, ¿qué estás haciendo?, le susurró Rick por el audífono con frenesí.

—Confesó —repitió el teniente.

—¡Está arrestado, Nichol! —ladró Thorny—. Preséntese al mayor Malin para las medidas disciplinarias. Devuelva al prisionero a la celda —hizo una pausa; el Maestro no podría seguir hasta que se lo indicara el texto, pero ya no importaba decir la línea—. Ahora, vea de que éste también confiese.

—Sí, señor —repuso rígidamente el teniente, y se marchó con el prisionero.

Thorny disfrutó estropeándole la salida cuando añadió:

—¡Y vea de que sobreviva!

El Maestro los hizo salir sin mirar atrás, y Thornier quedó complacido consigo mismo. Vio a Jade a un costado del escenario, las manos enlazadas sobre la cabeza, aclamándolo como a un campeón de boxeo. Pero él no podría solucionar cada apuro con una improvisación...

Lo que más temía era la entrada de Marka, la muñeca de Mela. El Maestro la estaba exaltando, ennobleciendo, justificando sutilmente su traición a costa del personaje de Andrejev. Él no quería resistirse. El papel de Marka era demasiado importante para arruinarlo, y además embrollar la actuación de la muñeca habría sido como abofetear a Mela.

El telón cayó. Los muebles giraron. El escenario se transformó en un líving. Y el telón subió otra vez.

—¡Basta de arrestos! —le ladró al teléfono—. Después del toque de queda tiren a matar —y colgó.

Cuando se volvió ella estaba en el vano de la puerta, escuchando. Marka se encogió de hombros y entró con un andar indiferente mientras él la observaba en un silencio receloso. Era la consumación de la traición de Marka. Había regresado a él, pero como espía de Piotr. Él sospechaba sólo de su infidelidad, no de su traición. Era una escena crucial, y el Maestro podía interpretarla como una mujerzuela descarada o como una traidora reticente frente a un Adrejev bestial. La observó con cautela.

—Bien... ¡Hola! —dijo ella con petulancia, tras recorrer el cuarto.

Él gruñó con frialdad. Ella se conservó airosa y distante. Hasta el momento, todo iba bien. Pero aún faltaba la terrible discusión.

Ella se acercó a un espejo y empezó a alisarse el pelo desordenado por el viento. Hablaba crispada, compulsivamente; insistía en trivialidades, ocultando la ansiedad que le causaba su traición. Parecía furtiva, ojerosa, en cierta manera parecida a la Mela verdadera de hoy; el control expresivo del Maestro era excelente.

—¿Qué haces aquí? —Estalló él de pronto, interrumpiendo su cháchara desarticulada.

—Todavía vivo aquí..., ¿verdad?

—Te fuiste.

—Sólo porque me lo ordenaste.

—Has dejado bien claro que querías largarte.

—¡Embustero!

—¡Pena!

Así siguieron un rato; luego él se puso a vaciar varios cajones en una maleta.

—Vivo aquí, y aquí me quedo —vociferó Marka.

—Como gustes, camarada.

—¿Qué estás haciendo?

—Mudándome, por supuesto.

La riña continuó. El Maestro aún no hacía ningún intento de revisar la escena. ¿Se había corregido el problema? ¿De alguna manera su enfrentamiento con el teniente habría afectado a la máquina? Algo era diferente. Estaba saliendo una escena buena, la mejor hasta ahora.

Ella todavía seguía insultándole cuando él se dirigió hacia la puerta. Se interrumpió en mitad de una frase, jadeante, luego gritó el nombre de Andrejev y se desplomó en el sofá sollozando con violencia. Él se detuvo. Se volvió y se quedó mirándola con los puños en las caderas. Poco a poco se ablandó. Dejó la maleta en el suelo y se le acercó, todavía enfurruñado y tenso. Los sollozos se calmaron. Marka se volvió hacia él, comprendió que no se iría, esbozó una sonrisa. Se levantó lentamente, rodeándole el cuello con los brazos.

—Sasha... Oh, mi Sasha...

Los brazos eran cálidos, los labios húmedos. Por un momento Thornier dudó de sus sentidos. Ella soltó una risita y susurró:

—Me romperás una costilla.

—Mela...

—Suéltame, tonto... ¡La escena! —y luego en voz alta—: ¿Puedo quedarme, querido?

—Siempre —dijo él con tono enronquecido.

—¿Y nunca volverás a tener celos?

—Nunca.

—¿O a interrogarme cada vez que me voy una dos dos horas?

—O dieciséis. Fueron dieciséis horas,.

—Lo siento —ella lo besó, la música se elevó, la escena terminó.

—¿Cómo te las ingeniaste? —susurró él en medio del abrazo—. ¿Y por qué?

—Me lo pidieron. A causa del Maestro —Mela rió—. Parecías derrotado. Eh, ya puedes soltarme. Han bajado el telón.

El mobiliario móvil había empezado a reordenarse. Salieron del escenario esquivando un diván que pasó rodando junto a ellos. Jade los estaba esperando.

—¡Magnífico! —susurró tomándoles las manos—. Sencillamente magnífico.

—Gracias... Gracias por incluirme en la obra —respondió Mela.

—Sigue hasta el final, Mela... Al menos en las escenas con Thorny.

—No sé —murmuró ella—. Ha pasado tanto tiempo... Cualquiera pudo haber solucionado la escena de la riña con una improvisación.

—Puedes hacerlo, Rick te apuntará y te dará indicaciones. El ingeniero ha llegado, y están trabajando con el Maestro. Pero se corregirá por sí solo si dais otro par de escenas así.

Habían rescatado el segundo acto. La suerte del elenco era incierta, todavía. El Maestro aún trataba de compensar de acuerdo con la reacción del público durante el primer acto, pero con una Marka humana los intentos de compensación ejercían menos influencia y las distorsiones interpretativas parecían disminuir ligeramente. El Maestro estaba acumulando nuevos datos con el transcurso de la obra, y los reinterpretaba.

—No fue magnífico —suspiró él mientras descansaban en el entreacto—. Pero fue pasable.

—El acto tercero saldrá mejor, Thorny —prometió Mela—. Aún podemos rescatarla. El gran problema fue el primer acto.

—Quería que fuera inmejorable —jadeó él—. Quería darles algo en qué pensar, algo perdurable. Pero ahora estamos luchando para impedir que sea un fiasco total.

—¿No ha sido siempre así? Empiezas convencido de que harás historia, luego trabajas como loco sólo para que sea pasable.

—O para no salir esquivando comestibles voladores. Ella rió.

—Jiggie solía decir: "Empezaba como un plato principal y salía como una ensalada mixta" —hizo una pausa, luego añadió con seriedad—: Lo difícil del caso es que tienes que apuntar alto para acertar en alguna parte. Puede ser demoledor..., buscar siempre lo sublime para escapar apenas del ridículo o la mediocridad.

—Por muy alto que apuntes nunca alcanzas la velocidad de escape. La ambición es una trayectoria cuyo punto de impacto está en el olvido, por mucho impulso que lleve el disparo.

—Suena como una cita.

—Lo es. Del Satiricón de un ex-Ordenanza.

—¿Thorny?

—¿Qué...?

—Mañana estaré lamentándolo, pero esta noche disfruto de ello..., de revivirlo todo, digo. Como un sueño. Pero no sirve de nada. Es opio.

Él la miró sorprendido un instante, no dijo nada. Quizá para Mela era opio, pero ella no se había lanzado con la descabellada esperanza de que esta noche sería la cumbre y la culminación de una vida en el teatro. Sólo había intervenido para salvar la función, y no significaba nada para ella en cuanto a una carrera que había abandonado deliberadamente. Él, en cambio, había aspirado a una gran representación. Pero no lo era. Quizá si trabajaba duro en el acto tercero el conjunto alcanzaría la altura de sus actuaciones del pasado. A menos...

—¿Piensas que algún espectador lo habrá notado? Me refiero a nosotros.

Ella meneó la cabeza.

—No vi ningún indicio —murmuró ella con somnolencia—. La gente ve lo que quiere ver. Pero mañana se entenderá.

—¿Por qué?

—Tu escena con el teniente. Cuando salvaste la situación improvisando. Tiene que haber algún crítico teatral o quizás un profesor que haya leído la obra de antemano y frunciera el ceño cuando alteraste el texto. Irá a casa y buscará su ejemplar para cerciorarse, y allí pescará la verdad.

—Para entonces no importará.

—No.

Ella quería dormitar un poco, y él calló. Mientras la miraba descansar, parte de su amargura se disipó. Era bueno estar actuando de nuevo, aunque no fuera más que una noche de opio. Y quizás era mejor que no consiguiera lo que se había propuesto. Hasta estaba dispuesto a admitir que era bastante insensato haberse embarcado en un plan semejante.

Perfección e inmolación. Ahora que la perfección no era posible todo el proyecto parecía la pesadilla de un fanático, y sintió vergüenza. ¿Por qué lo había hecho? ¿Por qué había cedido a lo que no era más que una fantasía petulante, un sueño pueril? El anhelo, más la oportunidad, más el impulso, en un marco de amargura y en un momento de transición personal, todo había sido suficiente para arrancarle ese deseo insensato de su arruga cortical y llevarlo a dramatizar el sueño. Un sueño pueril.

Y el ímpetu lo había arrastrado. Las cintas alteradas, el arma cargada, el engaño de Jade. Y ahora debía luchar para impedir que se estropeara la función. Había ido al río y había trepado al puente y ahora contemplaba la corriente negra y turbulenta, y por último había desistido de zambullirse porque el viento le echaría a perder el salto.

Se estremeció. Le asustaba un poco saber que podía perderse con tanta facilidad. ¿Qué le habían hecho los años, o qué se había hecho él?

Quizás había conservado la integridad, ¿pero de qué valía la integridad en el vacío? Tenia alma de actor, y se había apegado a ella cuando los demás vendían las suyas, pero los años habían barrido el mercado y él estaba atascado con su alma. Se había asentado con firmeza en sus principios, y los años habían derretido el glaciar de la realidad bajo los principios; él todavía seguía allí mientras la realidad se disolvía en el mar. Se había consagrado al teatro viviente, y preparado con cuidado su tumba a la espera de la resurrección.

Imbécil, pensó. Has estado precipitándote en aberraciones insensatas y tropezando con dimensiones alejadas de la cordura. Has tomado la irrealidad de la mano y la has guiado gallardamente a través del peligro y el caos, y por último te casaste con ella antes de notar que estaba muerta. Ahora lo único decente era sepultarla, pero el entierro no bastaría para traerlo de vuelta a través del peligro y el caos y ponerlo de nuevo en camino. Tendría que hacer stop. Quizás era demasiado tarde para hacer algo con el resto de una vida. Pero había una sola manera de descubrirlo. Y el primer paso era poner distancia entre él y el teatro.

Si una cajita negra me quitara el puesto, había dicho Rick, me dedicaría a fabricar cajitas negras.

Thornier advirtió sobresaltado que el técnico había hablado en serio. Mela lo había hecho, en cierto sentido. Y también Jade. Especialmente Jade. Pero ésa no era la respuesta para él, no ahora. Había pasado mucho tiempo llorando a los muertos, y necesitaba un corte limpio y abrupto. Mañana se perdería de vista, se alejaría, fingiría que tenía de nuevo veintiún años y buscaría al tanteo qué se podía hacer con toda una vida. Cómo alimentarse mientras lo descubría, ése sería el problema urgente. Si costaba encontrar trabajadores no especializados, también costaba encontrar trabajos no específicos. Vender su talento de actor con propósitos comerciales sólo daría resultado si podía encontrar un propósito comercial en el cual pudiera creer y por el cual pudiera vivir, pues el suyo no era el talento superficial del schauspieler. Sería una búsqueda agotadora, pues nunca se había molestado en creer en otra cosa que en el teatro.

Mela despertó de golpe.

—¿Alguien me llamó? —murmuró—. ¡Ese barullo...! —se levantó para echar un vistazo.

Él gruñó, dubitativo.

—¿Cuánto falta para el telón? —preguntó.

Ella se incorporó de pronto y dijo:

—Jade me está haciendo señas... Te veo en el escenario, Thorny.

Mela se alejó de prisa. Thornier vio que Jade la esperaba en medio de una pequeña conferencia y sintió una punzada de culpa. Les costaría dinero, problemas y nervios, y quizá la función ponía en peligro el futuro del espectáculo. Había sido una canallada y lo lamentaba, pero no podía volver atrás..., la única compensación posible era hacer el mejor acto tercero que pudiera y después largarse. Pronto. Antes que Jade lo averiguara y organizara una partida para lincharlo.

Tras observar distraídamente la pequeña conferencia unos minutos, cerró los ojos y se adormiló otra vez.

De pronto los abrió. Algo en el grupo que conferenciaba, algo peculiar. Se sentó y los estudió de nuevo. Jade, Mela, Rick, Feria y tres desconocidos. Eso no tenía nada de raro. Sólo que... Veamos... El hombre delgado de aspecto profesoril debía ser el ingeniero de programas. El individuo corpulento y saludable con el traje oscuro y la mirada inquieta —Thornier no podía ubicarlo— parecía fuera de lugar en bambalinas. El tercero de algún modo le era familiar, pero también parecía fuera de lugar: un hombrecillo rechoncho y sin corbata y con un cigarro grueso, que parecía más interesado en los correteos por el escenario que en las preocupaciones del grupo. El individuo corpulento le hacía preguntas y él mascullaba respuestas breves mascando el cigarro mientras presenciaba el desfile de asistentes.

Una vez mientras contestaba se sacó el cigarro de la boca y echó un rápido vistazo en dirección a Thornier. Thornier se puso tieso, sintió un cosquilleo en la columna. El hombrecillo rechoncho era el empleado del depósito.

El que le había entregado la cinta extra y los empalmes. El que podía aclarar el problema de inmediato, y quien sin duda lo estaría haciendo.

Tenía que largarse. Pronto. El sujeto corpulento era un policía o un investigador privado de los que contrataba Smithfield. Tenía que correr, esconderse, tenía que... La partida de linchamiento.

—Por esa puerta no, amigo; ése es el escenario. ¿Qué está...? ¡Oh, Thorny! Todavía no es la hora.

—Lo siento —le gruñó al utilero, y se alejó.

La luz relampagueó, la chicharra sonó débilmente.

—Ahora sí es el momento —le anunció el utilero.

¿Adonde iría? ¿De qué le podía servir?

—Eh, Thorny. La chicharra. Regresa. Hay que prepararse. Tienes que salir cuando suban el telón... ¡Eh!

Se detuvo, dio media vuelta, regresó. Se acercó al escenario y ocupó su lugar. Ella ya estaba allí, mirándolo extrañamente.

—Tú no lo hiciste, ¿verdad, Thorny? —susurró.

Él la miró, tenso. Luego asintió.

Ella se quedó perpleja. Lo observó como si ya no fuera una persona sino un objeto peculiar y digno de estudio. Sin desprecio, ni furia, ni recriminación... Sólo perplejidad.

—Supongo que perdí la chaveta —dijo él, con timidez.

—Supongo que sí.

—Pero el daño no ha sido tanto —dijo, esperanzado.

—Las personas que vieron el primer acto eran las menos indicadas, Thorny. Y se fueron.

—¿Las personas menos indicadas?

—Dos patrocinadores y un crítico.

—Oh.

Estaba atontado. Ella dejó de mirarlo y se quedó esperando el telón, sin expresar más que una tristeza perpleja. No era su espectáculo, y no tenía más relación con él que una muñeca qie le permitía ganar un par de cheques, y ahora ella no era más que una reemplazante provisoria de la muñeca. La tristeza era por él. El desprecio habría sido más comprensible.

Subió el telón. Un mar de caras borrosas más allá de las candilejas. Y él era Andrejev, el jefe de una guarnición de policía soviética, servidor leal de una causa moribunda. Esta vez le fue fácil afincarse en su papel, fundir su identidad con la del policía ruso y vivir un poco en el siglo pasado. Pues era más cómodo estar en el pellejo de Andrejev que en el Ryan Thornier, que pronto serfa desollado a juzgar por las miradas furtivas que le lanzaban desde el costado del escenario. Incluso sería cómodo seguir siendo Andrejev después de la función, pero ése era un modo de asegurarse un Napoleón Bonaparte por compañero de cuarto.

No hubo cambio de escenografía entre las escenas uno y dos, sólo un descenso de telón para indicar un lapso de tiempo y permitir un cambio de personajes. Él permaneció en el escenario, y eso le dio un momento para pensar. Los pensamientos no eran agradables.

Los patrocinadores se habían ido. Mañana el espectáculo bajaría de cartel a menos que el despacho matinal del Times publicara una reseña aprobatoria. Lo cual parecía más que improbable. Los críticos eran profesionales. Los gustos profesionales solían ser impacientes. No estarían ansiosos por perdonar el primer acto. Lo había echado a perder todo, y no podía rescatarlo.

La venganza no era dulce. Olía mal y revolvía el estómago.

Dales un buen tercer acto. No puedes hacer otra cosa. Pero eso no disipaba el regusto amargo.

¿Por qué lo hiciste, Thorny? La voz de Rick, que le susurraba en el audífono desde la cabina.

Miró hacia arriba y vió al técnico, que lo observaba desde la ventana de la cabina. Abrió las manos en un gesto resignado, como preguntando: ¿Cómo decírtelo, qué hacer?

Sigue adelante, qué remedio, susurró Rick, y se retiró de la ventana.

El incidente parecía confirmar que Jade quería seguir adelante, de cualquier modo. No le quedaba otra salida. En cierto sentido arriesgaba tanto como él. Si el público descubría que la obra tenía un sustituto humano y a los críticos no les gustaba la representación, pisotearían al productor que había "perpetrado una sustitución imposible" aun con más saña que a el. Ella había apostado a favor de Thornier, y aunque él la había inducido a hacer la apuesta el espectáculo y la responsabilidad eran de ella y ella afrontaría las consecuencias. Los críticos, los propietarios, los patrocinadores, el público..., a nadie le importaban las 'culpas', ni le interesaban excusas o razones. Lo importante era el producto terminado, y si no gustaba era claro a quién incumbía la responsabilidad.

¿Y él? Un policía lo esperaba. ¿Por qué? No había estudiado el código criminal, pero no se le ocurría ninguna etiqueta insultante para calificar su acto. ¿Fraude? No sin intercambio de dinero o propiedades, pensaba. Él había perseguido intangibles, y la ley era algo terreno; se desconcertaba ante motivos que impulsaban a los hombres a atacar no propiedades ni personas sino ideas o principios. Y entonces le delegaba el asunto a la psiquiatría.

Tal vez el sujeto corpulento no era policía. Tal vez era un recolector de maniáticos.

No tenía mucha importancia. El sueño se había desmoronado y tendría que dejar que siguieran cayendo los escombros hasta poder abandonar las ruinas. Era el final de algo que tenía que haber finalizado años atrás, y no podía escabullirse hasta que el derrumbe fuera total.

Subió el telón. La escena dos salió bien. No fue brillante, pero si lo bastante buena para que el público dejara de chasquear las encías y se quedara tieso en las butacas, identificado con Andrejev.

La escena tres era su Getsemaní, cuando la turba sitiaba las oficinas públicas mientras él esperaba un mensaje de Marka y una respuesta a su oferta de tregua a los guerrilleros. La respuesta llegó en una palabra. Nyet.

Su sentencia de muerte. La palabra que lo arrojaba a los chacales callejeros, la palabra que lo entregaba a la turba exaltada. La turba actuaba a su modo: juntaba oficiales y los ejecutaba. Podía verios desde la ventana, más allá de la plaza, y lo discutía con un asistente. Nueve hombres empalados en las verjas de acero de la cerca que rodeaba las oficinas del Soviet Regional. La turba capturó otro espécimen con sus mil manos y lo alzó en vilo. Obligó al espécimen a sentarse en el aire sobre una reja de medio metro y luego lo soltó. Dos especímenes todavía se retorcían.

Burlaría a la turba, desde luego. Había barricadas en la planta baja, y habría tiempo de sobra para morir privada y castamente antes que la turba lograra entrar. Pero Andrejev lo postergaba. Esperaba el mensaje de Marka.

El mensaje llegó. Irrumpieron dos guardias.

—¡Está aquí, camarada! ¡Ha venido!

Con el enemigo, dijeron. Traicionándolo a él, traicionando al estado. ¡Imposible! Pero el guardia insistía.

Una furia descontrolada, e incredulidad. Gruñó, sacó la automática, metió una bala en el corazón del portador de las malas noticias.

Con el estampido, la marioneta se desplomó. La explosión le recordó súbitamente el segundo cartucho del cargador... ¡No era de fogueo! Había olvidado de descargar la bala fatal.

Por un momento pensó en descargarla en el muñeco caído para librarse del riesgo, luego descartó la idea y siguió las indicaciones del texto. Miró a su víctima y aflojó los hombros al tiempo que soltaba la pistola. Caminó tambaleante hasta la ventana para mirar más allá de la plaza. Se cubrió la cara con las manos, esperó el telón.

El telón bajó. Giró y se lanzó hacia la pistola.

¡No, Thorny, no!, susurró frenéticamente Rick desde la cabina. Al icono, al icono...

Se detuvo en medio del escenario. No había tiempo para recobrar la pistola y descargarla. La cortina subió de nuevo apenas hubo tocado el suelo. Que Mela se libre de las balas, pensó. Se acercó al altar, se abrió el cuello, se enmarañó el pelo. Cayó de rodillas ante el icono antiguo, agobiado ante el Dios de una Rusia más antigua, una Rusia que sobrevivía tan firmemente en la feroz negación como había sobrevivido en la feroz afirmación. El alma cultural era algo vivo, y sobrevivía tanto a la derrota como a la victoria; jamás podía extirparse, sólo deteriorarse o transmutarse lentamente como las rocas erosionadas por la lluvia.

Había un busto de Lenin debajo del icono. Y había un busto de Harvey Smithfield debajo de las máscaras griegas de la pared de la oficina de D'Uccia. Los signos de los tiempos y los signos de lo atemporal, y el pulso cultural palpitaba al ritmo de los siglos. Él había resistido a los tiempos que tomaban un viraje brusco, pero ningún hombre podía nadar demasiado contra la corriente que zigzagueaba hasta perderse en la atemporalidad. Y los bruscos cambios de curso eran engañosos, pues en verdad siempre iban corriente abajo. Ningún hombre ganaba nada gastando sus fuerzas para resistirse a la corriente. El torrente lo fatigaría y lo arrastraría al olvido mientras el caudal del mundo seguía su curso.

Habían entrado Marka, Boris y Piotr, y él se había vuelto sobresaltado, sin comprender. Siguieron burlas y risas ásperas, mientras ellos empujaban por el escenario al caudillo antes altanero y ahora vencido, como un animal atontado. Él rebotaba de uno al otro, mientras lo codeaban para despertarlo del aturdimiento.

—Termina tu plegaría, camarada —dijo Mela, recogiendo la pistola que él había soltado.

Mientras se acercaba a Mela, encontró la oportunidad y se apresuró a susurrar:

—La pistola, Mela... Larga el primer cartucho. Rápido. Estaba seguro de que ella le oía, aunque no aparentaba ninguna reacción... A menos que ese ligero centelleo de los ojos haya sido un rápido vistazo a la pistola. ¿Había entendido? Un momento después, otra oportunidad de susurrarle. —La bala siguiente es real. Utiliza el resorte. Lárgala. Trastabilló empujado por Piotr, cayó contra un pesado diván, resbaló y se volvió hacia ellos. Piotr fue a abrir la ventana y gritó una oferta a la turba. El populacho soltó un rugido. Lo acercaron a la ventana para exhibirlo triunfalmente.

—¿Ves, camarada? —vociferó el guerrillero—. Tu fiel congregación te aguarda.

Marka cerró las ventanas.

—¡No aguanto ese espectáculo! —gritó.

—Llevadlo al pueblo —ordenó el líder.

—No —Marka levantó la pistola y meneó con fuerza la cabeza—. No permitiré que lo entreguéis al populacho...

Piotr masculló un juramento.

—Lo tendrán de un modo u otro. Subirán aquí para investigar.

Thornier miró a la actriz con el ceño fruncido. Todavía no había soltado el cartucho. En ese momento se le estaba acercando: una bala rápida para salvarlo de la multitud, un mendrugo de piedad de la mujer que lo había seducido y utilizado y traicionado.

Ella se volvió hacia él con la pistola, y él empezó a retroceder.

—De acuerdo, Piotr... Si de un modo u otro han de tenerlo...

Avanzó unos pasos mientras él retrocedía hacia un rincón. La bala, Mela. Suéltala.

Entonces el pie de ella rozó una conexión de cobre y él vio el chisporroteo. Ojos de vidrio, carne de airespuma, nervios donde se arremolinaban torrentes de electrones.

Mela no estaba. Esta era su muñeca. Quizá la verdadera Mela no pudo soportar más cuando descubrió lo que él había hecho, o quizá Jade la había llamado después de la primera escena del tercer acto. Una mano de plástico empuñaba el arma, y un solenoide diminuto y flexible esperaba la pulsación que cerraría el dedo sobre el gatillo. El terror lo penetró.

¡Sigue, Thorny, sigue!, susurró el audífono.

La protesta de Andrejev era la indicación para que la muñeca disparara. Los ojos de Thornier recorrieron el escenario en busca de una salida. Sólo un instante para decidir.

Podía acercarse a la muñeca y arrebatarle la pistola sin darle la indicación, poniéndose en evidencia ante el público y echando a perder el momento final de la obra.

Podía correr hacia el arma, dar la indicación y desear que errara, desplomándose después del disparo. Pero así caería en las conexiones y se levantaría aullando.

¡Por Dios, Thorny!, aullaba Rick. ¡La indicación, la indicación!

Miró fijo el arma y se hamacó ligeramente de un lado a otro. El arma se hamacó también, con un segundo de retardo.

—Por favor, Marka... —empezó, hamacándose más rápido.

El dedo se puso tenso sobre el gatillo. El arma se movió para encañonarlo mientras él se balanceaba de un lado a otro. Era arriesgado. Tenía que sincronizarlo con precisión. Era como bailar con una cobra. Quería escapar.

Cambiaste la cinta, estropeaste la función, fuiste superado por un sistema que odiabas, se reprochaba. Y hasta cargaste el arma. Si ahora no te arriesgas...

Apretó los dientes, siguió oscilando irregularmente, luego:

—Por favor, Marka... No, no, ¡nooo!

Un puño filoso le golpeó el cinturón, lo hizo girar y lo tumbó. La tos seca de la pistola fue sólo parte del golpe. Luego quedó tendido de costado en la zona marcada con tiza, sangrando y maldiciendo. La escena continuó. Quiso gritar, pero ahogó el grito en la garganta. A través de una bruma vio cómo los demás interpretaban el final de la obra, vio el mar de caras borrosas más allá de las candilejas. El dolor le mordía el costado.

Tengo que refrenar estos espasmos. Un Andrejev muerto no puede retorcerse en el escenario como un pez ensartado. Espera un minuto, sólo un minuto más, aguanta.

Pero no podía. Se aferró el costado e intentó tantearse la herida. Era difícil con la ropa pegoteada. Quería arrancarse la chaqueta para detener la hemorragia, pero no era aconsejable. Una marioneta que agoniza en espasmos sería aceptable, pero la sangre no pasaría inadvertida. Las marionetas no sangraban. ¿Pero no lo veían? Tenían que verlo. Qué truco inteligente, pensarían. Un tubo de tinta roja, tal vez. El realismo crudo...

Retorció el cinturón con la mano, se lo ciñó con fuerza alrededor de la cintura. El dolor se agudizó un momento, pero la pérdida de sangre se redujo. Apretaba los dientes para resistir. Esperó.

Sabía dónde le había acertado, pero era más difícil adivinar por dónde había salido. Y qué se había llevado al traspasarlo. Gracias a Dios sangraba. Tal vez no causaba tanto daño por dentro.

Trató de concentrarse en el resto del escenario. La música se intensificaba. ¿Todos lo habían abandonado, se habían ido? Pero no... Allí estaba Piotr, a través de la bruma. Piotr se acercó al sillón de la oficina, pesado, ornamentado, antiguo. Una vez había pertenecido a un noble zar. Piotr, una máquina fría y joven que examinaba el sillón con aire triunfal.

Se oyó un chillido a un costado del escenario. Mela. ¿No podía mantener la boca cerrada medio minuto? Tal vez había visto la sangre. Quizá la música había sofocado el grito.

Piotr subió el único escalón y se volvió. Se sentó con cuidado en el sillón imperial para probarlo, se sentía victorioso. Y parecía que el sillón le resultaba cómodo.

—Tengo que conservar esto, Marka —dijo.

Thorny lo maldijo en silencio. Claro que lo conservaría, hasta que el tiempo doblara en otro recodo del gran río. En buena hora, a juzgar por el estruendoso aplauso.

El telón cayó lentamente para cubrir la ventana del escenario. Oyó un trepidar de pies, y graznó "¡Auxilio!" un par de veces, pero los pies seguían caminando. Las marionetas se dirigían a sus cajas.

Se levantó por sus propios medios, y todo se ennegreció. Pero cuando se disipó la negrura él seguía de pie allí, así que caminó hacia la salida, tambaleante. Se abalanzaban sobre él. Mela y Rick y un par de asistentes. Le tendían manos, pero él las apartó.

—¡Ahora caminaré solo! —gruñó.

Pero las manos lo tomaron de todos modos. Vio a Jade y el individuo corpulento, trató de acercarse y explicarles todo, pero ella se puso aún más pálida y retrocedió. Debo de tener un aspecto horrendo, pensó.

—Traté de esquivarla. No quería...

—Ahorra el aliento —le dijo Rick—. Te vi. Ahora aguanta.

Lo pusieron sobre la caja de embalaje de un muñeco, y oyó que alguien preguntaba si había un médico en el público, y luego varias manos empezaron a tocarle el costado y tironearlo.

—Mela...

—Estoy aquí, Thorny. A tu lado.

Y después de un rato ella seguía allí, pero la luz del sol se derramaba sobre la cama y Thornier olió la atmósfera del hospital. Parpadeó varios segundos antes de poder hablar.

—¿La obra? —jadeó.

—La criticaron sin piedad —dijo ella.

Él cerró los ojos de nuevo y gruñó.

—Pero económicamente resultará.

Él pestañeó boquiabierto.

—Publicidad. Increíble. ¿Te leo las reseñas?

Él asintió, y ella tomó los diarios. El loco que se había desangrado en el escenario. Él la detuvo en la mitad del primer artículo. Era suficiente. El público había empezado a darse cuenta hacia el final de la representación, y cuando se pidió un médico la sospecha quedó confirmada.

—Te perdiste el revuelo entre bambalinas —le dijo ella—. Fue todo un escándalo.

—¿Pero el espectáculo no baja de cartel?

—Claro que no. La morbidez del asunto es un atractivo. Si baja de cartel será por culpa de la actuación de Peltier.

—¿Y Jade...?

—Resentida. Mucho. ¿Puedes culparla?

Él meneó la cabeza.

—No quise perjudicar a nadie. Lo siento.

Ella lo miró un instante en silencio.

—No puedes seguir jugueteando así, Thorny —le dijo al fin—, sin perjudicar a nadie, sin atraer odios, sin que te pisoteen. Es imposible.

Era verdad. Si te aferras a un fragmento del pasado y te apegas a él en silencio, sólo te hieres a ti mismo. Pero cuando le buscas por la fuerza un lugar en el presente, siempre golpeas a los que tienes alrededor.

—El teatro ha muerto, Thorny. ¿Lo crees ahora?

Lo pensó un momento y meneó la cabeza. No estaba muerto. Sólo la forma había cambiado, y tal vez no para siempre. Lo había pensado la noche anterior, delante del icono. Había cosas de ciertos tiempos, y otras cosas atemporales. Los tiempos eran el producto de culturas humanas particulares. Lo atemporal era el producto de cualquier cultura humana. Y el Hombre Cultural amaba el espectáculo. Creaba escaparates de cultura para un público de hombres, y allí exhibía sus aspiraciones, ideales y propósitos, y las exhibiciones eran necesarias para la continuidad de la cultura, para la orientación consciente de la especie.

En uno de esos escaparates erigía un altar y ponía un sacerdote delante para que cantara una descripción litúrgica de los razonamientos emotivos de sus tiempos. Y en otro construía un escenario y ponía sus muñecos parlantes para que vivieran una secuencia dramatúrgica de los deseos y aflicciones de sus tiempos.

Claro, los sacerdotes cambiarían, la liturgia cambiaría, y los muñecos, los dramas y las exhibiciones también, pero los escaparates nunca se cerrarían mientras la Humanidad sobreviviera a sus integrantes, pues sólo en esos escaparates los hombres transitorios podían verse contra un trasfondo más amplio, el hombre como parte de la Humanidad. Una perspectiva imposible sin los escaparates.

La dramaturgia. Antigua como el Hombre civilizado. Técnicas y formas y aplicaciones perdurables. Más perdurable que las técnicas y formas y aplicaciones. Más perdurable que el actual culto popular del Gran Dios Máquina, provisoriamente reverenciado aunque popularmente incomprendido. Como el Gran Dios Comercio de un siglo atrás, y el Dios Agricultura, antes que él.

De pronto Thornier se echó a reír.

—Si hoy se emplearan actores humanos, el escaparate sería bastante tosco. Ni siquiera verdadero, considerando los tiempos.

Cuando otra figura se acercó a su puerta, Thornier ya se sentía exultante y heroico. Cuando un carraspeo le obligó a levantar los ojos, miró un momento, sonrió y saludó:

—¡Hola, Richard! Entra. Ven... Siéntate. Ayúdame a elegir una carrera, ¿quieres? —señaló la sección de avisos clasificados y rió—. ¿Qué clase de cajitas negras podrá fabricar un viejo imbécil...?

Se interrumpió. La expresión de Rick era sombría, y parecía que no estaba dispuesto a entrar. Al cabo de un momento dijo:

—Supongo que siempre habrá un tonto dispuesto a revivir esa eterna carrera.

—¿Carrera? —Thornier frunció el ceño.

—Sí. El siglo pasado fue entre el operador de un ábaco chino y una máquina IBM. Corrieron una carrera en serio, recordarás...

—Escúchame...

—Y el siglo anterior fue entre una secretaria estenógrafa y una máquina de escribir.

—Si has venido aquí para...

—Y antes, los tejedores manuales contra los telares automáticos.

—Gracias por la visita, Richard. Al salir, pídele a la enfermera que...

—¡Romped los telares, destruid las máquinas, derribad las oficinas con máquinas de escribir, sacad de China las calculadoras! ¿Y todo para qué? ¿Para tratar de ser más herramienta que una herramienta?

Thornier desvió los ojos y los fijó en la pared.

—De acuerdo. Me equivoqué. ¿Qué quieres hacer? ¿Alardear? ¿Sermonearme?

—No. Sólo tengo curiosidad. Siempre ocurre... Un especialista tratando de competir con las herramientas de un especialista de nivel más alto.

—¿Nivel más alto? —gruñó Thorny, sentándose de golpe. Se aferró el costado y se recostó de nuevo, jadeante.

—Tranquilo, viejo —dijo Rick—. Lo siento. Nivel organizativo más alto, quise decir. ¿Por qué sigues intentándolo?

Thornier guardó silencio unos instantes, luego:

—Celos. Hasta los halcones tratan de ahuyentar a otros halcones de sus cotos de caza. Eliminar la competencia.

—Pero tú no eres un halcón. Y una máquina no es competencia...

—Basta, Rick. ¿A qué has venido?

Rick se miró la punta del zapato, rió ligeramente y entró en la habitación.

—Pensé que necesitarías ayuda para encontrar trabajo. Pero cuando atisbé por la puerta y te vi allí tendido como una especie de Rey Arturo, me volvió el resentimiento —dijo, sentándose en el borde de la silla; miraba al viejo con una mezcla de tristeza, irritación y afecto.

—¿Me ayudarías a...encontrar trabajo?

—Tal vez. Un trabajo, no un nicho permanente.

—Es demasiado tarde para encontrar un nicho permanente.

—¡Ya era demasiado tarde cuando tú naciste, viejo! No existe tal cosa... No ha existido en el último siglo. Sea cual fuere tu especialidad, otra especialidad te engullirá o buscará el modo de reemplazarte. Si consigues lo que parece un nicho seguro, alguien te emparedará dentro y le pondrá tu epitafio. Y cuanto más especializada se vuelve una sociedad, más peligrosa se vuelve para el especialista puro. ¿Piensas que un ingeniero electrónico está más seguro que un actor? ¿O que un cavador de zanjas?

—No sé. No es justo. La carrera de un hombre...

—Siempre hay una especialidad segura.

—¿Cuál?

—La especialidad de crear nuevas especialidades. Continuamente. Las tuyas.

—Pero eso es... —iba a protestar, a decir que ese concepto pertenecía a una minoría muy entrenada, a la élite técnica de la época, y que no era especialización, sino generalización. ¿Pero por qué a una minoría? La especialidad de crear nuevas especialidades...

—Pero esa es...

—Más o menos una definición del Hombre, ¿verdad? —concluyó Rick—. Ahora, en cuanto al trabajo...

—Sí, en cuanto al trabajo...

O sea que tal vez no empiezas desde abajo, concluyó. Empiezas muy por encima del Lémur, el chimpancé, el orangután, el Maestro... Si de veras empiezas.

BENDICION OSCURA

Paul durmió intranquilo pese al cansancio del largo viaje al sur, siempre temeroso que lo sorprendieran durante la noche. Y cuando se levantó, al romper el alba, se encontró aún rígido de fatiga. Cubrió con tierra los restos de la fogata y desayunó un cuarto delantero de conejo hervido, frío y duro, al que ayudó a bajar con un sorbo de agua de zanja con gusto a tierra. Luego se ciñó el cinturón del revólver en la cintura, saltó la zanja y trepó por el terraplén hasta la autopista desierta. El asfalto estaba lleno de hojas secas y desperdicios desagradables dejados hacía mucho tiempo por refugiados cuyo único deseo había sido escapar unos de otros. Paul, con su típica independencia, había resuelto ir donde las multitudes habían sido más numerosas —las ciudades—, basándose en la teoría de que entonces estarían vacías y por lo tanto menos contaminadas.

Una bruma espesa cubría la tierra silenciosa, y por un momento se detuvo para orientarse. Entonces vio el coche parado en el carril opuesto de la carretera, un convertible último modelo, pero oxidado, con las llantas bajas, placa del año anterior y casi seguramente sin combustible. Era obvio que el dueño lo había abandonado durante el éxodo, y Paul estaba seguro de que apuntaba al norte como si mirase una brújula. Se volvió a la derecha y avanzó rumbo al sur por la autopista desierta. Allá adelante, en la niebla gris, se extendían los suburbios de Houston. Había visto el horizonte alto antes del crepúsculo del sol de ayer, y sabía que su viaje terminaría pronto.

De vez en cuando pasaba frente a algún chalet abandonado o alguna taberna incendiada junto a la carretera, pero no se detenía a buscar comida. Esos edificios ya habrían sido asolados durante el éxodo. Tendría más posibilidades en el corazón del área metropolitana, pensaba, donde la histeria rápidamente ahuyentara a los pobladores.

De pronto Paul se detuvo y escuchó. Pasos a lo lejos. Pasos y una voz que cantaba un distraído sonsonete. Ningún otro sonido penetraba el silencio sepulcral donde alguna vez había bramado la vida de una gran ciudad. La ansiedad lo apresó con sus manos pegajosas. Era la voz de un viejo, cascada y discordante. Paul se tanteó la funda del revólver y sacó el arma que había tomado de una estación de policía abandonada.

—¡Quédate donde estás, dermo! —le vociferó a la niebla—. Estoy armado.

Los pasos y el canturreo cesaron. Paul aguzó la vista para penetrar la arremolinada mortaja de bruma. Al rato el viejo respondió:

—Vaya niebla, ¿eh, hijo? No puedo verte. Mejor acércate un poco más. No soy un dermo.

La revulsión formó un nudo en la garganta de Paul.

—¡Demonios si lo eres! Ningún otro cometería la locura de cantar. ¡Sal de la carretera! Voy al sur, y si te veo dispararé. ¡Muévete!

—Claro, hijo, como tú digas. Pero no soy un dermo. Sólo cantaba para no sentirme solo. La peste ya no me importa. Voy al norte, donde hay gente, y si algún dermo me oyera cantar..., bueno, le diré que me acompañe. ¿De qué sirve la salud si estás solo?

Mientras el viejo hablaba, Paul lo oyó cruzar la zanja y trepar por la maleza. Lo asaltaron dudas. Quizás el fulano no era un dermo. Cualquier víctima de la peste habría gimoteado y suplicado para satisfacer su extraño deseo: acariciar una piel saludable con las palmas grises y húmedas. No obstante, Paul no se proponía correr riesgos con el viejo.

—¡Quédate en las malezas mientras sigo de largo! —gritó.

—Bien, hijo. Puedes seguir. No te tocaré. ¿Buscarás víveres en Houston?

Paul echó a andar.

—Sí. Me imagino que todos han partido tan pronto que habrán dejado mucha comida en lata y otras cosas...

—Ajá. Hay algo aquí y allá —dijo la voz cascada en un tono que implicaba algo más—. Claro que tú no eres el primero en pensarlo, ¿eh?

Paul anduvo más despacio, intrigado.

—¿Quieres decir que está regresando mucha gente?

—Hmmm, no. No mucha... Pero tropezarás con alguno de vez en cuando. No son personas de mi gusto. Tipos recios, casi todos... Así que ten cuidado, no corras riesgos. Primero disparan, después preguntan si eres dermo. No salgas nunca muy campante por una puerta sin antes echar una ojeada a la calle. Y si dos personas se cruzan en una esquina, verás que una de las dos cae. Los pocos que quedan no tienen remilgos para disparar. Me ha parecido mejor avisarte...

—Gracias.

—Por nada. Me alegra haber oído la voz de alguien otra vez, aunque no pueda verte.

Paul siguió caminando hasta alejarse unos cincuenta metros de la voz. Luego se detuvo y se volvió.

—Bueno, ya puedes regresar a la carretera. Echa a andar hacia el norte. Arrastra los pies hasta alejarte.

—No corres riesgos..., ¿verdad? De acuerdo, hijo —dijo el viejo mientras vadeaba la zanja, el ruido de los pasos vaciló en el pavimento—. Un consejo... Conseguirás más provisiones cerca de los depósitos. Ya limpiaron todas las tiendas. ¡Buena suerte!

Paul se quedó a escuchar los pies que se alejaban hacia el norte, arrastrándose. Cuando ya no los oyó más, se volvió para continuar el viaje. El encuentro lo había deprimido, le recordaba la bestialidad en que habían caído él y otros como él. Era obvio que el viejo estaba sano, pero es que en tres días a Paul lo habían perseguido tres dermos. Y la idea de que alguna banda de apestados le atrapara en la niebla lo ponía nervioso. Una vez había visto cómo un par de esos personajes frenéticos y sonrientes capturaban a un niño aterrado y se turnaba para acariciarle los brazos y la cara con esas manos grises y resbalosas que contagiaban inmediatamente la enfermedad. Si es que se trataba de una enfermedad. El negro azote de la neurodermia no se parecía a ninguno de los males vistos antes en la Tierra.

La víctima se transformaba en cómplice voluntario de la plaga que lo poseía. Dominado por esa locura demoníaca, el humano afectado buscaba vorazmente semejantes sanos y se arrojaba sobre ellos sin más propósito que palpar la piel limpia y elogiar las virtudes de la compulsión ciega que lo llevaba a actuar así. Un toque, y el contagio era seguro. Era como si un tercio de la humanidad se hubiera tranformado en maniáticos que merodeaban en la noche y acechaban en las sombras para sorprender a los incautos, formando bandas para atrapar a los vagabundos desarmados. Y dos tercios de la humanidad huían con horror de esa manía, buscando los climas fríos del norte, donde según los rumores la enfermedad era menos contagiosa. La civilización había dejado de funcionar normalmente seis meses después de la primera alarma. Si el tornero a tu lado podía ocultar las típicas manchas grises bajo su camisa, la sociedad industrial no era sitio adecuado para la humanidad.

Los rumores relacionaban el origen de la peste con un imprevisto enjambre de meteoritos que había iluminado el cielo de una noche de octubre dos semanas antes que se descubriera el primer caso. El primer caso era, en efecto, un mecánico que había descubierto uno de los proyectiles celestes; lo había manipulado y pesado para calcular el volumen por desplazamiento de fluidos, y luego lo había cortado con el torno pues la baja densidad sugería la posibilidad de que fuera hueco. Según declaró, había descubierto una masa de gelatina congelada, aún rígida por el frío del espacio exterior pese a que la capa externa se había calentado al rojo blanco por la fricción atmosférica. Dejó derretir la gelatina y luego se la dio al gato porque tenía un desagradable olor a pescado. Poco después el gato desapareció.

Investigadores universitarios encontraron y trataron del mismo modo otros meteoritos antes que hubiera razones para culparlos por la peste. Paul, que era estudiante de ingeniería en la universidad de Texas en el momento del incidente, había oído comentar que los proyectiles habían sido expresamente fabricados por seres desconocidos, que la gelatina contenía microorganismos que bajo el microscopio sugerían un cruce entre una célula de esperma (por la similitud de la cola) y un corpúsculo de Pacini (por la notoria semejanza con el tejido nervioso en los detalles subcelulares).

Cuando se relacionaron los meteoritos con esa enfermedad nueva y proliferante, algunos desataron el pánico con la teoría de que el enjambre de meteoritos era un ataque de artillería que precedía la invasión de una horda espacial que acechaba más allá del alcance de los telescopios y esperaba que ese bombardeo biológico derrumbara la civilización antes de trasladarse a la Tierra. Inmediatamente el gobierno clasificó de ultrasecretas todas las investigaciones, y Paul ya no oyó más noticias desde las especulaciones iniciales. En verdad, hasta era posible que el gobierno tuviera una explicación del asunto y la hubiera comunicado a todo el país. Lo único seguro era que el país no se había enterado, pues ya no había canales de comunicación.

Paul creía que si la teoría de los invasores era correcta, ya tendrían que haber llegado meses atrás. En realidad la civilización no se había derrumbado; simplemente se la había desechado en el frenético afán de los individuos por alejarse del rebaño. La industria estaba paralizada y sin operarios, pero seguía intacta. El Hombre huía del Hombre. El miedo había destruido la estructura de su sociedad, y lo había dejado indefenso frente a cualquier hipotético invasor. La Tierra era una presa fácil, pero se marchitaba sin ser presa de nadie. Paul, por lo tanto, descartó la hipótesis de la invasión y buscó otra que la reemplazara. Aceptó el hecho de su propia existencia en medio del caos e intentó proteger esa existencia como fuera posible. Resultó ser un trabajo con dedicación exclusiva que no dejaba tiempo libre para teorizar.

La vida era un conejo que correteaba por una loma. La vida era una sábana tibia, y un lugar seguro donde dormir. La vida era agua de zanja y alguna lata de carne en buenas condiciones, y un traje encontrado en una casa desierta. La vida era ante todo eludir a otros seres humanos. Pues ningún dermo hacía el favor de gritar "¡Impuro!" a los incautos. Si las manchas del dermo estaban en la etapa en que aún se las podía ocultar, se las ocultaba y la criatura enferma se empeñaba en contagiar a su esposa, hijos y amigos, todos los que no se resistían a que los tocara con la mano. Cuando el color gris se extendía a la cara y el dorso de las manos, la criatura se transformaba en un febril merodeador nocturno, sujeto a extrañas alucinaciones, ilusiones y deseos.

A media mañana, cuando Paul ya entraba en los suburbios de Houston, la niebla empezó a disiparse. La autopista se transformaba en un pequeño centro comercial bordeado por oficinas y tiendas pequeñas. Las aceras estaban consteladas de vidrios rotos de los escaparates destrozados por los saqueadores. Paul avanzó por el centro de la calle desierta, atento a cualquier señal de vida. El ladrido distante de un perro era el único sonido en la antes ajetreada metrópolis. Una bandada de gorriones aleteó calle abajo, luego penetró por una vitrina rota para posarse en los nidos.

Revisó un pequeño almacén en busca de un refrigerio, pero los estantes estaban vacíos. Esa arteria había servido como principal vía de escape, y los fugitivos la habían saqueado totalmente para llevar provisiones. Dobló hacia una calle lateral, y poco después dobló de nuevo para avanzar paralelamente a la autopista atravesando el viejo barrio residencial. Muchas casas estaban abiertas, pero pocas habían sido saqueadas. Entró en una mansión sólida y vieja y encontró una lata de tomates en la cocina. La abrió y sorbió la tierna sustancia mientras la curiosidad lo incitaba a investigar las habitaciones.

Subió el primer tramo de las escaleras, luego se detuvo con un pie en el rellano. Había un cuerpo despatarrado en el segundo tramo, el cadáver de un hombre joven muerto hacía tiempo. Una pistola ya oxidada se le había caído de la mano. Paul soltó los tomates y corrió a la calle. El suicidio era un recurso común cuando alguien se enteraba de que estaba contaminado.

Dos calles después Paul se detuvo. Se sentó en un grifo para incendios y se reprochó el exceso de prudencia. El hombre había muerto meses atrás, y el contagio sólo era posible por contacto directo. Aún así, todavía sentía un cosquilleo en la cabeza. Descansó un poco y siguió su penoso viaje rumbo al corazón de la ciudad. A mediodía vio otro ser humano.

El hombre estaba de pie en la plataforma de cargas de un depósito, aparentemente gozando del sol que despuntaba al disiparse la niebla. Con lenta solemnidad se llevaba a la boca carnosa el contenido de una lata, y movía la barba masticando con placer. De golpe vio a Paul, que se había parado en medio de la calle con la mano en la culata del revólver. El hombre retrocedió, soltó la lata y echó a correr por la plataforma. En la punta saltó, apartó una bicicleta de la pared y se perdió de vista pedaleando mientras soplaba enérgicamente un silbato de policía que apretaba entre los dientes.

Paul corrió a la esquina, pero el hombre había doblado otra vez. El silbato seguía sonando. ¿Alguna señal? ¿La llamada de los dermos para una orgía táctil? Paul se quedó quieto, trataba de sobreponerse al impulso de huir. Un minuto después el ruido cesaba, pero el silencio era ominoso.

Si se acercaba una patrulla de ciclistas no podría escapar a pie. Corrió hada el depósito más cercano en busca de un lugar donde esconderse. Dentro, trepó por una pila de cajas hasta una viga horizontal, pateó la pila para tumbarla y se aplastó de bruces contra la viga de acero para poder disparar con comodidad a las entradas. Así estuvo una hora, esperando calladamente. Nadie vino a buscarlo. Por último descendió por un soporte vertical y regresó a la plataforma de cargas. La calle estaba vacía y silendosa. Siempre en contacto con el arma, siguió caminando. Atravesó la intersecdón siguiente sin contratiempos. Y en la mitad de la manzana, una voz calma ladró una orden a sus espaldas:

—Suelta el arma, dermo. Las manos en la nuca.

Se detuvo, inmóvil. Ningún apestado tildaba a otro de dermo. Soltó la pistola y se volvió lentamente. Tres hombres salían de detrás de un camión estadonado y lo encañonaban con revólveres. Todos tenían barba, vestían tejanos, pañuelos de cuello azules y camisas de lana verde. De pronto recordó que el hombre de la plataforma de cargas vestía igual. ¿Un uniforme?

—¡Vuélvete de nuevo! —rugió el que hablaba.

Paul obedeció, comprendiendo que quizás esos hombres eran una especie de patrulla de cuarentena formada por propia iniciativa. Unas cuerdas se arrastraron de pronto a sus espaldas y se detuvieron cerca de sus pies en el pavimento: un par de lazos.

—¡Un pie en cada lazo, dermo! —ordenó el hombre. Cuando Paul obedeció, estiraron las cuerdas hasta ceñirle los tobillos. Dos hombres se acercaron al trote, se pararon a diez metros y le obligaron a abrir bien las piernas. Paul comprendió que al menor movimiento perdería el equilibrio.

—Desnúdate.

—No soy un dermo —protestó Paul mientras se desprendía la camisa.

—Eso lo veremos nosotros, socio —gruñó el jefe mientras se acercaba—. Primero la camisa. Si tienes bien el pecho, te revisaremos los pies.

Después que Paul se hubo desvestido, el jefe se paseó lentamente alrededor; le hizo extender los dedos y levantar las plantas de los pies. Soportó tiritando el aire helado de la mañana mientras los hombres se cercioraban de que no tuviera las manchas grises de la neurodermia.

—Creo que estás bien —admitió el jefe, pero cuando Paul se agachó para recuperar sus ropas, el hombre gritó—: ¡Esas no! Jim, dale un traje de novato.

Paul tomó un bulto de ropa limpia que le arrojaron desde el camión. Había tejanos, una camisa de lana y un pañuelo, pero la camisa y el pañuelo eran rojos. Interrogó al jefe con la mirada mientras se cambiaba de ropas.

—Todos los recién llegados son sometidos a dos semanas de prueba —explicó el hombre—. Si decides quedarte en Houston pasarás otro examen la próxima vez que cambie el código de uniformes. Luego puedes unirte a nuestra organización, siempre que no tengas síntomas de la peste. De hecho, si te quedas tendrás que unirte a nosotros.

—¿Cuál es la organización? —preguntó Paul con recelo.

—Acaba de fundarse. La proyectó un maestro llamado Georgelle. Nos proponemos impedir el acceso a los dermos. Ahora somos unos seiscientos. Custodiamos la zona de la ciudad, pero en cuanto seamos más nos extenderemos para apropiarnos de más territorio. Bloquaremos carreteras y todo eso. Eres bienvenido, siempre y cuando estés limpio... Y dispuesto a cumplir órdenes.

—¿De quién?

—De Georgelle. No tenemos lugar para holgazanes ni tiempo para discusiones. Quien no está a gusto puede largarse. Jim te dará un folleto con el reglamento. Mejor léelo antes de ir a cualquier parte. De lo contrario, podrías dar un paso en falso. Un paso en falso significa un balazo.

—¿Por qué no llamas a las otras patrullas, Digger? —interrumpió respetuosamente el hombre llamado Jim.

Digger asintió y se volvió para dar tres pitadas cortas y una larga con el silbato. A varias manzanas se oyó la respuesta: una corta, una larga, una corta. Otras patrullas la imitaron. Paul comprendió que le habían tendido una red de emboscadas.

—Jim, llévalo al tonel de agua más cercano y hazlo afeitar —ordenó Digger, y luego—: ¿Cuál es tu nombre, novato? Y tu oficio, si tenías alguno.

—Paul Harris Oberlin. Era estudiante de ingeniería mecánica cuando vino la peste. Me ganaba la vida trabajando en un garaje.

Digger asintió y apuntó la información en una libreta.

—Bien, pasaré tu nombre al registro. Georgelle tiene muy en cuenta a los universitarios. Quizá consigas un buen puesto, después. Preséntate en el edificio Esperson el día diecisiete. Es el día de inspección. Si no apareces saldremos a buscarte. Todos los novatos fugitivos son baleados. Ahora Jim se encargará de que te afeites. No te afeites de nuevo hasta el examen. Así podremos calcular cuánto has estado en la ciudad... Por la barba. Tenemos otros modos de los que no necesitas enterarte. Georgelle tiene un sistema para cada detalle, así que no intentes ningún truco.

—Dígame, ¿qué hacen con los dermos?

Digger sonrió a sus hombres.

—Ya lo sabrás, novato.

Paul fue conducido a un tonel de agua de lluvia, donde le dieron bacía, navaja y jabón. Se rasuró la cara mientras Jim permanecía a cierta distancia, mascando una hoja de tabaco y observando la operación con aire aburrido. Los otros se habían marchado.

—¿Me pueden devolver la pistola?

—No. Lee el reglamento. Los novatos no portan armas.

—¿Y si tropiezo con un dermo?

—Búscate un silbato y sopla dos pitadas cortas. Luego echa a correr. Nosotros nos encargaremos de los dermos. Lee el reglamento.

—¿Puedo buscar provisiones en cualquier parte?

—Los novatos tienen asignadas ciertas zonas, en el reglamento hay un mapa.

—¿Pero quién escribió el reglamento?

—¡Jesús! —rezongó el guardia—. Léelo y lo sabrás.

Cuando Paul terminó de afeitarse, Jim se levantó, se desperezó y luego saltó de la plataforma y recogió su bicicleta.

—¿Adonde voy ahora? —preguntó Paul.

El hombre resopló con fastidio, montó la bicicleta y se alejó pedaleando lentamente. Paul dedujo que tenía que leer el reglamento. Se sentó junto al tonel y se puso a estudiar el folleto mimeografiado.

Todos los detalles estaban previstos. Como novato se le asignaba una superficie de seis manzanas cerca del corazón de la ciudad. Una vez que entrara allí le estamparían un sello azul en la frente. A las dos semanas, después de la inspección, le borrarían la marca indeleble con una solución especial. Si sorprendían al novato marcado fuera de su área, lo sacaban de la ciudad por la fuerza. Le advertían que no intentara hacerse pasar por un guardia permanente porque un sistema de códigos y contraseñas lo pondría en evidencia. Una página entera del folleto estaba dedicada a propaganda. Houston debía tranformarse en un "bastión de la salud en un mundo enfermo, y ser la cabeza de una gloriosa recuperación". Firmaba el papel el doctor Georgelle, quien se había dado a sí mismo el título de director.

El panfleto dejó a Paul vagamente turbado. Los uniformes le recordaban las pesadillas de adolescentes de los barrios bajos, que vestían suéters especiales y compartían contraseñas secretas, aporreaban a los intrusos y amputaban las colas de gatos extraviados en garajes oscuros. Y en otro sentido le recordaban gentes menudas y frustradas de camisa parda que se reunían por la noche alrededor de una fogata para cantar el Horst Wessel Leid y escuchar una verborragia solemne sobre destinos gloriosos. Los gatos extraviados de ellos habían sido una raza infortunada.

Desde luego, los dermos no eran personas inofensivas sorprendidas en un callejón. Eran una verdadera amenaza. Y tal vez los métodos de Georgelle fueran los únicos efectivos.

Mientras leía en la plataforma, Paul había mirado distraídamente el camión parado de donde habían bajado los hombres. De pronto cayó en la cuenta de que era un diesel. Saltó de la plataforma y fue a revisar el tanque de combustible, que no tenía tapa.

Sabía que era inútil buscar gasolina, pero es que el gasoil era otra cosa. Durante el éxodo la caravana de fugitivos había agotado toda la provisión existente de combustible de octanos, pues con el miedo y la precipitación no se tuvo en cuenta los métodos menos comunes. Olfateó el estanque. Olía ligeramente a gasolina. Algún fugitivo ignorante lo había llenado con combustible ordinario que más tarde se había evaporado Pero si los cilindros no se habían dañado con la prueba, el camión podía ser útil. Revisó de un vistazo el motor: estaba en buenas condiciones. Le habían sacado la batería de arranque.

Cruzó la calle y echó una ojeada al depósito. Tenía el letrero de una firma de camiones. Rodeó la manzana alerta a la aparición de otros guardias. Había una estación de servicio en la acera de enfrente. Una mancha fresca en el cemento le indicó que la gente de Georgelle usaba el combustible con algún propósito, quizá para caldear o cocinar. Entró en el edificio y encontró un taller de reparaciones con varios motores desmantelados. Había una fila de baterías en un rincón, pero al tocar los terminales con un destornillador, sólo les arrancó chispas débiles.

Los cargadores, por supuesto, tomaban la energía del servicio eléctrico de la ciudad, que no funcionaba. Después de considerar el problema, Paul conectó cinco baterías en serie, luego ubicó una sexta para que recibiera el voltaje total y se cargara con la descarga de las otras. Luego llevó cubos de combustible de las bombas al camión. Cuando el estanque estuvo lleno, levantó ambos extremos del vehículo con un gato e infló las ruedas con un inflador de mano. Fue un trabajo largo y pesado.

Cuando estuvo listo para probarlo ya caía la tarde. Varias veces había tenido que ocultarse de los ciclistas que pasaban, por temor a que lo enviaran al área de los novatos y usaran el camión para sus propios fines. Era evidente que daban por sentado que el transporte automotor era cosa del pasado.

Oyó varías pitadas precisamente cuando trepaba al camión. Las señales sonaban a varías manzanas, pero algunas respuestas se oían más cerca. Obviamente otro recién llegado, pensó. Casi todos los que venían del norte tenían que pasar por la misma zona en su viaje al centro de la ciudad. Entró en la cabina, cerró la portezuela con sigilo y se agachó bajo el tablero cuando tres ciclistas pasaron por la intersección de enfrente.

Paul decidió esperar la señal de que todo estaba en orden. La oyó diez minutos después. Aparentemente el recién llegado había intentado correr en vez de esconderse. Cuando los ciclistas regresaron, pedaleaban ociosamente y bromeaban entre ellos. Después que pasaron por la intersección, Paul bajó con cautela de la cabina y se acercó a la esquina de espaldas contra la pared para asegurarse de que los guardias se habían ido. Pero el sonido de una súplica estridente le llegó a los oídos.

En la punta del edificio se aplastó contra la pared para arriesgar una ojeada desde la esquina. A una manzana, la silueta desnuda de una muchacha forcejeaba entre cuerdas tensas sostenidas por guardias de camisa verde. Era bonita, con cabello castaño y desmelenado y piel blanca y limpia salvo en los antebrazos, que parecían embadurnados de negro. Luego le vio la mancha irregular y oscura en el costado, con una salpicadura de tinta mal borrada. Era una dermo.

Paul se acuclilló para que una mata de hierba de la esquina le tapara la cara. Un hombre, el jefe del grupo, se alejaba de la muchacha y avanzaba calle arriba hacia Paul, que se preparó para echar a rodar y alejarse del edificio. Pero entre las dos calles el hombre se detuvo. Levantó una tapa de la calle, regresó en busca de la ropa de la muchacha a las que arrastró con una caña de pescar provista de un gancho de acero en la punta. Arrojó las prendas a la fosa, de a una prenda por vez. Surgió una nube de polvo blanco, y el hombre retrocedió para eludirla. Cal viva, dedujo Paul.

Luego el jefe se llevó las manos a la boca y llamó al resto.

—¡Bien, traedla aquí! —desenfundó el revólver y esperó, la muchacha forcejeaba y era arrastrada a la fosa.

Paul de golpe sintió náuseas. Había visto fugitivos que baleaban dermos para protegerse de las fatídicas manos grises, pero esto era una ejecución fría y eficaz. Evocaba a Dachau y Buchenwald y los campos sin nombre de Siberia. Se volvió y corrió al camión.

El ruido del motor interrumpió la ejecución de la muchacha. El jefe apareció en la intersección y miró sorprendido el camión que se alejaba del edificio. Dubitativo, jugueteó un momento con el revólver pero luego ladró una orden por encima del hombro y echó a andar calle abajo indicando al camión que se detuviera. Paul avanzó lentamente y se asomó por la ventanilla para interrogar al hombre con la mirada.

—¿Cómo diablos lo hiciste arrancar? —preguntó excitadamente el jefe. Todavía empuñaba la pistola, pero le colgaba floja de la mano. De pronto Paul aceleró el motor y viró bruscamente hacia el sorprendido guardia.

El jefe aulló y saltó a un costado, pero el guardabarros le golpeó la cadera y le hizo perder el equilibrio hasta tumbarlo en la calle. Mientras el camión doblaba hacia la muchacha y sus captores, Paul miró por el espejo y vio que el hombre se arrastraba débilmente por la calle. Sin duda no estaba demasiado malherido.

La muchacha se arrojó de bruces ante el avance del camión, pues las cuerdas le impedían escapar. Paul viró de un lado a otro para ahuyentar a los captores y luego apuntó las ruedas directo al cuerpo de la muchacha. Ella alzó los ojos, chilló y luego abrazó el pavimento mientras ese behemot se le lanzaba encima. Una bala trazó un surco en el capot. Paul se hundió en el asiento y aplastó el pedal del freno en cuanto creyó tenerla cerca.

Hubo varios disparos, aparentemente dirigidos a la muchacha. Paul contó tres segundos y aceleró de nuevo. Pensó sombríamente que si ella no había trepado al camión era pura mala suerte. En cualquier caso no tenía porqué haberlo intentado siquiera. Pero el tiroteo continuo le anunció que ella había logrado huir. El acoplado estaba abarrotado de ropas, y Paul confiaba en que el material amortiguaría los balazos. Oyó un reventón al virar en la esquina, y se inclinó peligrosamente. Se zarandeó de un lado a otro mientras Paul aceleraba por la avenida ancha y desierta, pero pronto el camión dejó de oscilar, pues llevaba ruedas dobles.

Atravesó la zona metropolitana a gran velocidad, siguiendo por la misma calle. De vez en cuando algún merodeador o un ciclista se detenían para mirarlo, pero la sorpresa no los dejaba actuar. Además, tampoco podían saber lo que había sucedido a pocas calles de distancia.

Paul no podía detenerse para ver si tenía una pasajera y si seguía con vida. Ella era más peligrosa que esos hombres armados. La gratitud que le profesara a su salvador pronto sería, borrada por su afán de propagar la enfermedad. Paul se arrepintió profundamente de haber impedido que los guardias la mataran. Ahora enfrentaba el problema de desprenderse de ella. Notó sin embargo que la cabina tenía espejos en ambos costados. Si frenaba el camión y ella bajaba, podría verla y retomar la marcha antes que pudiera tocarlo. Pero decidió esperar a estar fuera de la ciudad.

Pronto vio un letrero indicador que ponía 'Galveston — 80 kilómetros'. Siguió adelante, pensando que quizá la ciudad-isla le ofrecería provisiones en abundancia sin las restricciones del eficaz sistema del doctor Georgelle y sus planes para una "gloriosa recuperación".

A treinta kilómetros del límite de la ciudad detuvo el vehículo, dejó el motor en marcha y esperó a que la pasajera se apeara. Cerró las portezuelas y como precaución adicional depositó una manivela en el asiento. Nada ocurrió. Bajó la ventanilla y gritó:

—¡Todos los pasajeros abajo! ¡Fin del recorrido! ¡Todo el mundo afuera!

La muchacha no apareció. Luego oyó algo; un golpeteo en el acoplado, y un murmullo o gemido. Temiendo un truco, se alejó del camión y se le acercó por detrás. Una portezuela estaba cerrada y la otra oscilaba sobre los goznes. Se detuvo a pocos metros, atisbo adentro. Al principio no vio nada.

—Baja, pero aléjate de mí o te mataré.

Entonces la vio moverse. Estaba sentada en el suelo, recostada contra un montón de ropas a cuatro metros de la entrada. Volvió la cabeza con extrañeza para mirarlo, pero no habló. Paul vio que se había vestido, pero una pierna del pantalón estaba arremangada y un trapo le ceñía el tobillo. —¿Estás herida? Ella asintió.

—Una bala... —hizo un brusco movimiento de cabeza y gimoteó.

Paul regresó a la cabina en busca de un equipo de primeros auxilios. Encontró uno, y también una linterna y pilas nuevas en la guantera. Comprobó que todo estuviera en buenas condiciones de funcionamiento y luego regresó al acoplado mientras se repetía que era un tonto de capirote. Un fulano sensato arrastraría a la dermo con una cadena y la dejaría sentada en el borde de la carretera.

—Si intentas tocarme te parto el cráneo —advirtió al encaramarse al acoplado. Ella lo miró de nuevo.

—¿Tendrías ganas...de divertirte...si sangraras así? —dijo con un murmullo débil. El haz de la linterna detectó el destello de dolor en los ojos y acentuó la palidez de la caía menuda. Era una muchacha bonita, poco más de veinte años... Pero Paul no estaba de ánimos para mujeres bonitas, menos aún para dermos.

—¿Así es como lo tomas, eh? ¡Divertirte!

Ella no dijo nada. Apoyó la frente en la rodilla y la hizo rodar con lentitud.

—¿Dónde te dieron? ¿En el pie?

—El tobillo...

—De acuerdo. Quítate ese trapo, veamos...

—La herida es atrás.

—Bueno, recuéstate sobre el vientre y mantén las manos bajo la cabeza.

Ella se tendió penosamente y él barrió la pierna con el haz. Pudo cerciorarse así de que en esa parte del cuerpo la piel estaba limpia de neurodermia. Luego miró el tobillo y por un rato no dijo nada. La bala no había dado en la articulación, pero había cercenado el tendón de Aquiles por encima del talón.

—Eres una chica de agallas —gruñó él, preguntándose cómo habría aguantado el suplicio de quitarse el zapato y vestirse.

—Hacía frío aquí..., sin ropas —murmuró ella.

Paul abrió la caja de primeros auxilios y encontró un sobre de polvo de sulfa. Sin tocarla, lo espolvoreó en la herida, que empezaba a sangrar otra vez. No podía hacer nada más. El tendón estaba cortado y se requería atención quirúrgica para unirlo con una costura hasta que cicatrizara. Eso era imposible.

Ella quebró el silencio.

—...quedaré renga, ¿verdad?

—Oh, renga no —se oyó decir—. Los tendones pueden ser suturados con alambre. Si al menos consiguiéramos un médico... Quizá te enyesen el pie, y te podría quedar el tobillo duro.

Ella emitió un jadeo tenue, con su silencio negaba esas palabras de esperanza.

—¡Toma! Aquí tienes gasa y cinta adhesiva —dijo él—. ¿No podrías arreglarte sola?

Ella empezó a sentarse. Él le dejó la caja de primeros auxilios al lado y retrocedió hacia la portezuela. Ella hurgó en la caja, y gimió mientras se pegaba la gasa.

—Allí tienes también un torniquete. Usalo si la hemorragia empeora.

Ella alzó los ojos para observar la silueta recortada contra el cielo oscuro del anochecer.

—Gracias... Muchas gracias. Te agradezco mucho... Prometo no tocarte. No lo haré... si no lo deseas.

Regresó a la cabina con un escalofrío. ¿De dónde sacaban esa idea descabellada de que le hacían un favor a la víctima si le contagiaban la peste? No..., si no lo deseas. Puso en marcha el camión. Tiritaba, aprensivo. Eso pensaba ahora que el dolor le aplacaba el deseo, pero más tarde —a menos que se librara pronto de ella— pensaría que se lo debía como un favor. La enfermedad se perpetuaba gracias al engaño a que sometía a sus víctimas. Los métodos de supervivencia de los microorganismos eran en verdad especializados en alto grado. Paul estaba seguro de que esos animalejos no habían evolucionado en la Tierra.

Una luz brillaba aquí y allá a lo largo de la autopista Alvin-Galveston. Faroles en casas solitarias cuyos ocupantes no habían sentido la urgencia apremiante de los habitantes de la ciudad atestada. Pero Paul no dudaba que quienes se acercaban a las granjas recibían un balazo por bienvenida. ¿Dónde podría encontrar ayuda para la muchacha? Nadie la tocaría, excepto otro dermo. Tal vez pudiera desenganchar el acoplado y dejarla en el centro de Galveston con un letrero en la parte de atrás: "Mujer dermo herida, dentro". Las víctimas de la peste la atenderían... En el supuesto caso de que la encontraran, claro.

Se insultó nuevamente por preocuparse de ella. Salvarle la vida no lo hacía responsable de la muchacha... ¿O sí? A fin de cuentas, si vivía y la pierna sanaba, no haría más que merodear de nuevo en busca de víctimas saludables. Nunca se libraría de la enfermedad ni moriría de ella, de acuerdo con lo que se sabía; la tasa de mortalidad de los dermos era elevada, pero por lo general la causa era un balazo.

Paul pasó una encrucijada de la autopista y supo que faltaba poco para el puente. Más allá del canal estaba la isla de Galveston, antes profusamente iluminada y riente en su papel de balneario marino, ahora sumergida en la oscuridad. El viento azotaba el camión desde el sudoeste al trepar por la ancha calzada. Un fulgor tenue en el este anunciaba la salida de la luna. Vio a pocos metros la ancha estructura del puente levadizo.

De golpe aferró el volante, hundió furiosamente el freno, tironeó el freno de mano. Las llantas aullaron en el asfalto y el envión lo aplastó contra el volante. Un agua polvorienta se arremolinaba bajo el sitio que antes ocupaban las puertas levadizas del puente. El camión se detuvo a tres metros del borde. Cuando se apeó, la muchacha llamaba quejosamente desde el acoplado, pero Paul caminó hasta el borde para echar un vistazo. Alguien había volado el puente con dinamita.

Por qué, se preguntó. ¿Para encerrar a los isleños en la isla? ¿Para mantenerlos alejados de los de fuera? ¿Otro doctor Georgelle habría fundado su pequeño país en Galveston? Le pareció más probable que los habitantes de la isla hubieran practicado la demolición.

Se volvió hacia el camión. Un camionero experto sería capaz de hacerlo virar en redondo, pero él no estaba seguro. No obstante, regresó a la cabina y lo intentó. Media hora más tarde estaba atascado sin remedio, con el acoplado de través y la cabina a un paso del precipicio. Desistió y fue a examinar a la pasajera apestada.

Dormía, pero se quejaba lánguidamente. La despertó con un toque de la manivela

—¿Puedes arrastrarte, muchacha? Si puedes, acércate a la portezuela.

Ella asintió y empezó a reptar hacia la linterna. Se apretaba el labio entre los dientes para no quejarse, pero la respiración parecía un murmullo entrecortado. Se desplomó sin fuerzas al llegar a la entrada, y por un momento él creyó que se había desmayado.

Y entonces ella abrió los ojos.

—¿Y ahora qué, capitán? —jadeó.

—No... No sé. ¿Puedes bajar sola?

Ella miró desde arriba y meneó la cabeza.

—Con una cuerda, tal vez. Hay una allí dentro. Si me tienes miedo, volveré para buscarla.

—¿Dejarás las manitas quietas? —preguntó él con suspicacia. Luego dio gracias a la oscuridad por ocultarle el rubor de vergüenza que le encendía las mejillas.

—Yo no...

Él se apresuró a subir al acoplado y volvió con la cuerda.

—Subiré al techo y te la arrojaré. Agárrate con fuerza y baja.

Pocos minutos más tarde ella estaba sentada en la calzada de asfalto mirando el puente destruido.

—¡Oh! —murmuró cuando él descendió del techo del acoplado—. Pensé que querías largarme aquí. Estamos varados, ¿verdad?

—Así es. Podríamos cruzar a nado, pero dudo de que tú puedas llegar.

—Lo intentaría —se interrumpió, con un ligero ladear de la cabeza—. Hay un bote atracado bajo el puente. Por allá.

—¿Por qué lo dices?

—El agua abofetea la madera, escucha —meneó la cabeza otra vez—. Olvidaba que no eres híper.

—¿No soy qué? —Paul escuchaba, el murmullo del agua le parecía homogeneo.

—Hiperagudo. Sentidos superdesarrollados. Ya sabes, es uno de los síntomas.

Él asintió. Recordaba vagamente que había oído algo al respecto, pero lo había tomado como un fenómeno alucinatorio. Se acercó a la baranda y apuntó el haz hacia el agua. Había un bote. La cuerda que lo amarraba estaba tensa y la corriente se arremolinaba alrededor. El fondo estaba bastante seco, lo cual indicaba que no hacía mucho algún remero había cruzado de la isla a tierra firme.

—¿Crees que podrás aferrarte de la cuerda si te bajo? —preguntó.

Ella lo miró de soslayo, luego recogió la punta que había tocado antes y se la anudó en la cintura. Empezó a arrastrarse hacia la baranda. Paul contuvo el descabellado impulso de recogerla y llevarla en brazos, maldita peste. Pero ya se había expuesto demasiado al contagio. Aun así, las acusaciones de la conciencia no cesaban de acuciarlo. Apartaos de mi, malditos. Pues estuve enfermo y no me visitasteis...

Se alejó rápidamente y se puso a anudar el extremo de la cuerda alrededor de la baranda. Se recordó que cualquier persona en su sano juicio la abandonaría sin titubeos y nadaría hacia su salvación. Pero no podía hacerlo. Con esas ropas tan holgadas parecía una niña, herida e indefensa. Paul sabía de la desconsiderada arrogancia que podía adueñarse de los desvalidos. ¡Ayúdame, tienes que ayudarme, condenado bastardo! ¡No, no me toques allí, maldito seas! Demasiadas veces había oído a enfermos que maldecían al médico y heridos que maldecían al salvador. Una agresión ciega que procuraba devolverle el golpe al dolor.

Pero la muchacha no emitía una queja, salvo esos murmullos involuntarios. No pedía nada y aceptaba su ayuda con una gratitud tan evidente que lo desarmaba. Le habría sido más fácil abandonarla si al menos rogara, suplicara o exigiera.

—¿Puedes zarandearme un poco? —pidió, mientras él la bajaba hacia el agua.

Los ojos de Paul sondearon la oscuridad. Intentaba distinguir entre las sombras cuál correspondía al bote. Quería asegurarse bien. Usó ambas manos para soltar la cuerda. La linterna apoyada en la baranda sólo lograba encandilarlo. Ella empezó a mecerse como un péndulo.

—¡Cuando diga "ya", suéltame! —gritó ella.

—¡No vayas a tirarte!

—¡No hay más remedio! El bote está alejado. Tengo que balancearme para alcanzarlo. No puedo nadar, de veras.

—Pero te lastimarás...

—¡Ya!

Paul no soltó la cuerda.

—Te depositaré en el agua y aferrarás la cuerda. Yo me zambulliré y te empujaré hacia el bote.

—¡No! Tendrías que tocarme. No quieres eso, ¿verdad? Espera un segundo... Un poco más de impulso... ¡Ya!

Soltó la cuerda. La muchacha aterrizó en el bote con un crujido y un estampido. Tres chillidos de dolor; luego, sollozos ahogados.

—¿Estás bien?

Sollozos. Al parecer, ella no le oía.

—¡Jesús! —corrió hacia el borde del puente y se lanzó hacia el profundo canal. Una caída lenta. El agua helada le mordió el cuerpo con latigazos fríos, luego se abrió para cubrirlo. Braceó hacia la superficie y nadó hacia el perfil oscuro del bote. Los sollozos se habían calmado. Manoteó la proa y emergió del agua, ella yacía acurrucada en el fondo del bote.

—Muchacha... ¿Estás bien, muchacha?

—Lo siento... Soy una chiquilina —jadeó ella, y se arrastró hacia la popa.

Paul encontró un zagual, pero ningún remo. Soltó amarras y se puso a palear rumbo a la isla. Pero la corriente los alejaba sin remedio del puente. Paul desistió y paleó rumbo a la costa distante.

—¿Sabes algo de Galveston? —preguntó, ante todo para asegurarse de que ella no se le acercaba en la oscuridad con sus manos grises como la muerte.

—Venía aquí en verano, la conozco un poco.

Paul insistía en que hablara mientras remaba hacia la isla. Se llamaba Willie, e insistía en que era por Willow[1], no por Wilhelmina. Era de Dallas, hija de un viajante, y según decía la había contagiado un granjero vagabundo. El granjero, explicó, era un dermo merodeador que la había sorprendido durmiendo en el borde de la carretera. Le había acariciado los brazos hasta que despertó, y entonces él huyó aullando de placer.

—Eso fue hace tres semanas —dijo—. Si hubiera tenido un arma lo habría liquidado. Claro, ahora entiendo mejor las cosas.

Paul se estremeció y siguió remando.

—¿Por qué te dirigiste al sur?

—Venía aquí.

—¿Aquí? ¿A Galveston?

—Aja. Oí decir que muchas monjas venían a la isla. Pensé que tal vez me aceptarían.

La luna colgaba sobre la ciudad a oscuras, y la correntada había arrastrado el bote muy al este del puente cuando Paul hundió el zagual en el cieno de los bajíos. Brincó fuera del bote y lo arrastró hacia la costa por el pastizal blando. A cincuenta metros, una destartalada cabaña de pescadores dormía en el claro de luna.

—Quédate aquí, Willie —susurró—. Encontraré un par de tablas o algo para que las uses de muletas.

Revisó un cobertizo al fondo de la cabaña y regresó con una carretilla. Gimiendo y riendo al mismo tiempo, ella se subió y él la llevó a la casa tarareando una estrofa de Rickshaw Boy.

—Eres gracioso, Paul. Lamento... —agitó el cabello desgreñado a la luz de la luna como si reprobara sus propias palabras.

Paul tanteó la puerta de la cabaña, la abrió de un puntapié, luego subió la carretilla por la escalinata y la entró en un cuarto mohoso. Encendió una cerilla, encontró un farol con algo de combustible y lo encendió. Willie contuvo el aliento.

Él se volvió.

—Tenemos compañía —farfulló.

La compañía estaba sentada en una frágil mecedora con una chalina en los hombros y una escopeta entre las rodillas. Había muerto hacía por lo menos un mes. La perdigonada había constelado el techo, que se veía salpicado con pegotes de pelo gris y sangre parda.

—Quédate aquí —dijo a la muchacha—. Trataré de conseguir un dermo en alguna parte... Alguien que sepa cómo coser un tendón. ¿Alguna idea?

Ella miraba a la anciana con la cara demudada.

—¿Aquí? Con...

—No te molestará —dijo él mientras le quitaba el arma al cadáver. Se acercó a un armario y encontró una caja de cartuchos detrás de una tetera naranja—. Quizá no vuelva, pero enviaré a alguien.

Ella hundió la cara en las manos apestadas y él se quedó un momento observándole los hombros temblorosos.

—No te preocupes... Enviaré a alguien —caminó hasta la pileta de porcelana y se guardó un delgado trozo de jabón seco.

—¿Para qué es eso? —musitó ella, levantando los ojos.

Él buscó una mentira pero luego cambió de idea.

—Para lavarme —dijo—. Quizá me haya acercado demasiado a ti. El jabón no servirá de nada, pero yo me sentiré mejor —y miró fríamente el cadáver—. A ella no le sirvió de mucho. Una perdigonada es sin duda el mejor antiséptico.

Willie lloriqueaba cuando Paul salió. La oyó sollozar mientras caminaba ribera abajo. Todavía sollozaba cuando él regresó de la costa después de restregarse todo el cuerpo. Lamentaba haber sido cruel, pero le aliviaba tanto desembarazarse de ella...

Acunando la escopeta en el brazo, trató de poner distancia entre él y el llanto. Pero el sonido le lastimaba los oídos aun despues que se diera cuenta de que ya no la oía.

Avanzó un trecho tierra adentro pasando frente a easuchas desperdigadas, luego tomó por la autopista rumbo a la ciudad y entró en los suburbios. Le faltaba por lo menos una hora de marcha para llegar al otro extremo de la isla, donde había más probabilidades de encontrar a alguien con conocimientos de medicina. Los hospitales estaban allá, y la facultad, el lugar más apropiado para una monja caritativa... Siempre que el rumor oído por Willie fuera cierto. Paul se proponía capturar un médico o enfermera dermo y obligar a ese maniático del tacto a socorrer a Willie bajo la amenaza del arma. Así terminaría con ella. Cuando dejara de dolerle despertarían sus deseos, y no abrigaría la menor duda de que él tendría que ser el objeto de su afecto manual.

La bahía se arremolinaba al viento bajo el fulgor de la luna, y ya no reflejaba las luces de la calle 61. Las adelfas a lo largo de Broadway estaban sofocadas por malezas. Gatos o conejos cuchicheaban en el pastizal enmarañado que fuera un cuidado boulevard.

Paul se preguntaba por qué la peste había elegido al hombre y no a los animales inferiores. Era cierto que de vez en cuando se veían perros o vacas contaminados, pero el foco era la humanidad. Y el deseo de propagar el mal estaba dirigido contra el Hombre, aun en los animales. Era como si la entidad neural buscara deliberadamente a la especie con el sistema nervioso más complejo. ¿De veras esa calamidad tenía relación con los meteoritos? Paul creía que sí.

En primer lugar, los meteoritos habían sido imprevistos. No formaban parte del bombardeo cósmico regular. Y después estaba ese extraño informe según el cual eran proyectiles manufacturados, hormigueantes de microorganismos congelados que despertaban al derretirse la gelatina. En esos días de tumulto y confusión, sin embargo, no se sabía qué pensar, pero Paul lo creía. La neurodermia no tenía primos directos entre los males terráqueos.

¿Qué especie de criaturas había enviado, pues, semejante maldición? ¿Invasores potenciales? En tal caso, tardaban en llegar. Los científicos en general estaban de acuerdo en un detalle: los proyectiles no habían sido 'lanzados' desde otro planeta del sistema. La dirección al entrar en la atmósfera era errónea. Era factible que se los hubiese disparado desde una nave interplanetaria, aunque la velocidad equivalía aproximadamente a la velocidad teórica que alcanzaría un cuerpo al caer al sol desde una distancia casi infinita. Esto parecía insinuar que los proyectiles procedían de otra estrella.

La llamarada de una cerilla desde las sombras de un edificio sobresaltó a Paul. Se paró en seco en medio de la calle. Un hombre se reclinaba contra la pared y encendía un cigarrillo. Cuando apagó el fuego, Paul vio cómo el cigarrillo trazaba un arco rojizo al saludarle.

—Bonita noche, ¿verdad? —dijo la voz desde la penumbra. Paul estaba bajo el claro de luna, la escopeta lista para disparar. La voz sonaba atiplada como la de un adolescente que no ha terminado de cambiarla. Si el joven no era un dermo, ¿por qué no temía que Paul sí lo fuera? Y si era un dermo, ¿por qué no se adelantaba con la esperanza de que Paul quizás estuviera limpio?

—Dije "bonita noche, ¿verdad?" ¿Para qué llevas la escopeta? ¿Has estado cazando conejos?

Paul avanzó un poco más y se tanteó la linterna. Luego apuntó el haz hacia la figura agazapada en las sombras. Vio un joven de unos dieciséis años recostado contra la pared. Vio la cara gris perlada que caracterizaba la etapa final y permanente de la neurodermia. Se detuvo a cuatro metros del joven, que pestañeó perplejo a la luz. El muchacho daba por sentado que él era otro dermo. Paul trató de mantenerlo encandilado mientras aprovechaba el equívoco.

—Sí, bonita noche. ¿Tienes idea de dónde puedo encontrar un doctor?

El muchacho frunció el ceño.

—¿Doctor? ¿Quieres decir que no sabes?

—¿Saber...qué? Soy nuevo aquí.

—¿Nuevo? Oh... —las aletas nasales del muchacho temblaron ligeramente como si olisqueara el aire nocturno—. Bien, casi todos los sacerdotes de Saint Mary eran misioneros. Son todos doctores. ¿Por qué? ¿Te sientes mal?

—No, hay una chica... Pero no tiene importancia. ¿Cómo hago para llegar? ¿Habrá algún dermo entre ellos?

El muchacho lo miró con ojos desorbitados y abrió la boca como si le hubieran preguntado por qué un círculo no era cuadranglar.

—Ya veo que eres nuevo. Todos son dermos, si quieres llamarlos así. Vaya —de nuevo las aletas nasales temblaron; el muchacho arrojó el cigarrillo e inhaló una lenta bocanada de aire—. Huelo... Huelo un no-híper —murmuró.

Paul empezó a retroceder. Sintió un cosquilleo de advertencia en la cabeza. El muchacho avanzó un paso. Una expresión de ansiedad empezó a iluminarle la cara. Desnudó los dientes en una ancha sonrisa de placer.

—Aún no eres híper —jadéo mientras avanzaba—. Nunca he tenido la oportunidad de tocar a un no-híper...

—¡Atrás o te mato!

El chico rió y siguió adelante, hablando consigo mismo.

—El padre dice que está mal, pero... Hueles tan... Tan... Oh —se abalanzó sobre él con un grito gutural,

Paul eludió el ataque y descargó el cañón de la escopeta sobre la cabeza del muchacho. El dermo quedó tumbado en la calle, aullando. Paul le acercó el arma a la cara, pero el joven alzó los ojos de nuevo. Paul le hundió el cañón con fuerza, y sintió que golpeaba y desgarraba la carne.

—No quiero volarte la cabeza...

El chico aulló y volvió a caer. Jadeaba apoyado sobre las manos y los pies, la cabeza gacha. Miraba un charco de sangre oscura que le manaba de un tajo profundo en la mejilla.

—¿Por qué hiciste eso? —gimió—. No iba a lastimarte —era el tono de un pretendiente ultrajado y rechazado.

—Bien, ¿dónde está Saint Mary? ¿Es uno de los hospitales? ¿Cómo llego hasta allí? —Paul se había distanciado unos pasos y cubría al chico con el arma.

—Bajando por Broadway... Hasta el Boulevard... Lo verás en esa zona. Cerca de la Calle Cuatro, creo —el chico alzó la cabeza y Paul vio la extensión del tajo. Era profundo e irregular, el chico lloraba.

—¡Arriba! Tú me llevarás.

El dolor había aplacado el deseo. El chico se levantó apenas, se apretó un pañuelo contra la herida y echó a andar con una mirada de rencor. Paul le seguía a diez pasos.

—Si me conduces a una trampa dermo, te mato.

—No hay ninguna trampa —balbuceó el chico.

Paul resopló de incredulidad, pero no repitió la advertencia.

—¿Qué te hizo pensar que yo era otro dermo? —preguntó.

—Porque no hay no-híperes en Galveston. Esta es una colonia híper. De vez en cuando aparecía un no-híper, pero los curas hicieron dinamitar el puente. Los no-híper alteran el orden. Mientras no hay ninguno cerca para oler, nadie causa problemas. Durante el día hay un guardia cerca del puente, y si viene algún híper en busca de lugar adonde quedarse, le ayuda a cruzar el río. Si vienen no-híperes les habla de la colonia y ellos se marchan.

Paul gruñó. Había tropezado con un nido de ratas. ¿No había escape de la maldición gris? Ahora tendría que largarse. Parecía una búsqueda sin esperanzas. Quizás el viejo con el que se había cruzado camino a Houston había alcanzado la única posibilidad de paz: la sumisión a la peste. Pero la idea le repugnaba. Tendría que encontrar alguna isla desierta, una compañera sana, e iniciar una vida salvaje lejos de todo rastro de civilización.

—¿El guardia no te detuvo en el puente? —preguntó el chico—. Hoy no regresó. Todavía debe estar allá.

Paul rezongó que 'no' en un tono que prevenía contra la charla ociosa. Creyó adivinar lo que había ocurrido. Tal vez el dermo haya ubicado algunos viajeros sanos, y en vez de advertirles que se alejaran habrá cruzado el río para perseguirlos. Con seguridad que su cadáver yace en la carretera, si es que esos viajeros iban armados.

Cuando llegaron a la Calle Veintitrés, a pocas manzanas del centro de la ciudad, Paul ordenó al chico que se detuviera. Oyó unas risas. Sonaban pasos a lo largo de la acera, sombreada por los árboles. Susurró al chico que se refugiara detrás de un seto. Se agazaparon en las sombras separados por varios metros mientras las voces se acercaban.

—El hermano James tiene una hermosa voz de tenor —dijo alguien suavemente—. Pero canta en latín con acento del oeste. Lo menos que se puede decir es que suena...extraño. El hermano John es muy meticuloso en cuanto a la pronunciación. No quiere que fray James cante como solista. Dice que le da al coro un efecto burlesco, que hace reír a las hermanas.

El otro rió quedamente y empezó a responderle, pero se interrumpió de golpe. Los pasos se detuvieron a cuatro metros del escondite de Paul, quien atiabando a través del seto veía un par de monjes de túnica parda de pie en la acera. Escudriñaban los alrededores con suspicacia.

—Hermano Thomas, ¿hueles...

—Sí que huelo.

Paul cambió ligeramente de posición para encañonar a los monjes apestados. Ellos guardaban un embarazoso silencio, escrutaban la oscuridad mientras movían los pies, intranquilos. De pronto uno de ellos se apretó la nariz entre el pulgar y el índice. Su compañero lo imitó.

—Bendito sea Dios —balbuceó uno.

—Bendito sea Su Santo Nombre —respondió el otro.

—Bendito sea Jesucristo, Dios verdadero y Hombre verdadero.

—Bendito...

Recogiéndose las túnicas por encima de las pantorrillas, los dos monjes se volvieron y se escabulleron al son de la Letanía de las Plegarías Divinas. Paul se levantó y los siguió con ojos asombrados. Ver dermos que huyen de una víctima potencial es casi increíble. Interrogó a su joven guía. El chico se apretaba el pañuelo contra la cara ensangrentada agachándola.

—El obispo prohibió el contacto con no-híperes —explicó, consternado—. Dice que es pecado, a menos que el no-híper consienta por propia voluntad. Dice que aun así está mal, salvo en las formas en que la gente se toca comúnmente. Lo llama deseo carnal y todo eso.

—¿Entonces por qué intentaste hacerlo?

—No soy tan religioso.

—Bien, hijo, te conviene serio hasta que lleguemos al hospital. Vamos, en marcha.

Bajaron por Broadway sin encontrar otros peatones. Veinte minutos después estaban a la sombra de un macizo edificio de ladrillo con algunas ventanas amarilleadas por luces de farol. El claro de luna bañaba la estatua de una mujer encima de la entrada. Para Paul ésa fue la indicación de que entraban en el hospital.

—Bien, muchacho. Entra y mándame un doctor dermo. Dile que alguien quiere verle, pero si dices que no soy dermo entraré a matarte. Muévete. Y no vuelvas. Quédate para que te arreglen la cara.

El chico caminó hacia la entrada con pasos vacilantes. Paul se quedó a la sombra de un árbol, desde donde podía ver veinte metros a la redonda y protegerse de cualquiera que se acercara. Pronto salió por la entrada de emergencia un sacerdote vestido de negro. Se detuvo en la acera y miró en derredor.

—¡Por aquí! —llamó Paul desde enfrente.

El sacerdote avanzó, vacilante. Se paró en el centro de la calle y se apretó la nariz.

—U-usted es...no-híper —dijo, casi acusativo.

—Cierto, y estoy armado, así que no intente ningún truco.

—¿Qué ocurre? ¿Se siente mal? El joven dijo...

—Hay una chica dermo en la isla. Le pegaron un tiro. Le cortaron un tendón del pie. Usted irá a curarla.

—Desde luego, pero... ¿Usted? ¿Un no-híper —el sacerdote se interrumpió— ayudando a una presunta dermo? —el asombro le aflautó la voz.

—¡Pues sí, soy un imbécil! —ladró Paul—. Ahora busque lo que necesita y venga.

—El Señor lo bendiga —murmuró el sacerdote con embarazo mientras regresaba al hospital.

—¡No vaya a echarme encima a ninguno de sus maniáticos! —advirtió Paul—. Tengo un arma.

—Tendré que traer un cirujano —dijo el clérigo por encima del hombro.

Cinco minutos después Paul oyó el carraspeo ahogado de un motor que arrancaba y se ponía en marcha. Sorprendido, se alejó del árbol y buscó refugio en un matorral. Una ambulancia bajó de la calzada del hospital a la calle. Aparcó junto a la acera cerca del árbol y entonces una cara pálida se asomó para escrutar la oscuridad.

—¿Dónde está usted? —preguntó, pero no era la voz del sacerdote.

Paul se levantó y avanzó unos pasos.

—Tendremos que esperar al padre Mendelhaus —dijo el chófer—. Llegará en pocos minutos.

—¿Es usted dermo?

—Desde luego. Pero no se preocupe. Me he tapado la nariz y me he puesto guantes de goma. No puedo olerlo. La presencia de un no-híper provoca ciertos deseos, por supuesto. Pero con un poco de fuerza de voluntad se los puede vencer. No le contagiaré, aunque no entiendo por qué ustedes se resisten tanto. Tarde o temprano se contagiará. El mundo no podrá volver a la normalidad hasta que les ocurra a todos.

Paul ahuyentó esa idea inquietante.

—¿Usted es el cirujano?

—Eh, sí. Soy el padre Williamson. No soy un verdadero especialista, pero practiqué un poco de cirugía en Corea. ¿Cómo está la muchacha? ¿Ha sufrido un shock?

—Lo ignoro.

Callaron hasta que llegó el padre Mendelhaus. Cruzó la calle con un maletín en la mano y un frasco marrón en la otra. Sostenía el cuello del frasco con un par de pinzas, y Paul notó que la superficie del frasco humeaba ligeramente cuando el sacerdote pasó frente a los faros de la ambulancia. Dejó el frasco en el suelo sin tocarlo, luego le habló al hombre oculto en las sombras.

—¿Quiere ir detrás del seto y desvestirse, joven? Después, frótese todo el cuerpo con este aceite.

—Lo dudo —refunfuñó Paul—. ¿Qué es?

—No se preocupe, está esterilizado. Me demoré por eso. Aunque quizás esté un poco caliente para usted. Es sólo un antiséptico y desodorante. Le matará el olor y además lo protegerá de algún contacto accidental con microorganismos.

Tras unos minutos de tensa vacilación, Paul decidió confiar en el sacerdote. Se llevó el frasco caliente al matorral, se desvistió y se bañó con el aceite tibio y aromático. Luego se vistió y regresó hacia la ambulancia.

—Métase atrás —le dijo Mendelhaus—. No se contagiará. En varias semanas nadie ha estado allí, y como usted sabrá, los microorganismos mueren tras pocas horas a la intemperie. Se transmiten por contacto directo, o bien cuando se toca algún objeto inmediatamente después que lo haya tocado un híper.

Paul entró con cautela. Mendelhaus abrió la mirilla y habló a través de ella desde el asiento de la cabina.

—Tendrá que indicarnos el camino.

—Derecho por Broadway. Oiga, ¿dónde consiguen gasolina para la ambulancia?

El sacerdote titubeó.

—En cierto modo es un secreto. Oh, bueno... Le contaré. Hay un buque-tanque en la bahía. La gente abandonó la ciudad muy de prisa para recordarlo. En Galveston los coches escasean más que el combustible. Hacia el norte se los encuentra detenidos por todas partes. Pero como en Galveston no había tráfico de paso, ningún coche se quedaba aquí. Los que tenemos son los que quedaron en el taller. Todos tienen algún problema, no tenemos mecánicos para hacerlos arreglar.

Paul omitió mencionar que él era apto para ese trabajo. Al cura se le podía ocurrir una idea rara. Cayó en un silencio huraño mientras la ambulancia iba por Broadway dirigida hacia el otro extremo de la isla. Observó las cabezas de los sacerdotes recortadas contra el asfalto iluminado por los faros. No se les notaba preocupación alguna por la enfermedad. Mendelhaus era un hombre delgado, con el pelo rubio cortado al rape y cejas bastante pobladas. Tenía un rostro magro y aristocrático —ahora agrisado por la peste— pero bastante jovial. Podría haber sido el rostro de un asceta, salvo por los inquietos ojos azules que irradiaban un intenso interés en la vida más que una introversión mística. Williamson, por otra parte, era un hombre más bien simplón, con un aspecto estólido e informal pese a la sotana negra.

—¿Qué piensa de nuestro plan? —preguntó el padre Mendelhaus.

—¿Qué plan? —gruñó Paul.

—Oh, ¿no le ha contado el joven? Estamos tratando de transformar la isla en un refugio para los híperes que quieran sublimar sus deseos y concentrar su atención en la reconstrucción. También estamos tratando de hacer un estudio objetivo de esta condición neural. Contamos con buenos científicos, además... El doctor Relmone de Fordham, el padre Seyes de Nôtre Dame, dos biólogos de la universidad de Boston...

—¿Dermos que tratan de curar la peste? —jadeó Paul.

Mendelhaus rió con alegría.

—No he dicho curarla, hijo. Dije 'estudiarla'.

—¿Por qué?

—Para aprender a convivir con ella, desde luego. Nuestros filósofos han destacado que las cosas sólo se vuelven malas por el mal uso que les da el hombre. La morfina, por ejemplo, es un producto del Creador; por lo tanto es buena cuando se la aplica para aliviar el dolor. Cuando la consume un drogadicto es algo monstruoso. Esto es lo que tenemos en cuenta cuando estudiamos la neurodermia.

Paul bufó, desdeñoso.

—Y la lepra, por ejemplo, ¿es mala porque el Hombre ha hecho algún mal uso de las bacterias, supongo?

El sacerdote rió de nuevo.

—Allí me ganó. No soy filósofo. Pero no se puede comparar la neurodermia con la lepra.

Paul se estremeció.

—¡Seguro que no! Es peor.

—¿Ah, sí? ¿Qué le parece si me explica por qué? Empiece por los síntomas.

Paui titubeó mientras los enumeraba mentalmente. Eran: decoloración de la piel, fiebre, alucinaciones, y el deseo compulsivo de contagiar a los demás. Le parecieron bastante serios, así que los enumeró verbalmente.

—Claro, las víctimas no mueren —añadió—. ¿Pero qué es peor: la locura o la muerte?

El sacerdote se volvió para sonreírle a través de la mirilla.

—Usted, ¿me llamaría loco? Es cierto que las víctimas con frecuencia pierden el juicio. Pero eso no es una consecuencia directa de la neurodermia. Dígame, ¿cómo reaccionaría usted si todos gritaran y echaran a correr al verlo, o lo persiguieran como a un criminal? ¿Cuánto tiempo le duraría la cordura?

Paul no respondió. Tal vez el anatema fuese un facto desencadenante...

—A menos que tuviera una gran entereza no podría soportarlo.

—Pero el deseo... Y las alucinaciones.

—Correcto —murmuró el sacerdote, pensativo—. Las alucinaciones. Dígame otra cosa. Si todo el mundo fuera ciego menos un hombre, ¿no se inclinaría el mundo a llamar alucinado al dueño de la capacidad de ver? Y hasta podría ser que ese mismo hombre le diera la razón al mundo...

Paul calló de nuevo. Era inútil discutir con Mendelhaus, que tal vez sufría esas extrañas alucinaciones y las consideraba reales.

—Y el deseo —continuó el sacerdote—. Es cierto que puede ser un síntoma bastante desagradable. Es la manera como esa condición se perpetúa a sí misma. Aunque no estamos seguros de cómo funciona, parece que estimula sensaciones eróticas en las manos. Sí, sabemos que los microorganismos llegan al cerebro, pero aún no estamos seguros de cómo lo afectan.

—¿Y qué han descubierto? —preguntó Paul con cautela.

Mendelhaus sonrió.

—Pues bien, no se lo diré, porque no quiero que me llamen 'dermo chiflado'. No me creería, ¿entiende?

Paul miró hada afuera y vio que se acercaban ya a la cabaña de pescadores. Le indicó al chófer la ventana iluminada y la ambulancia viró hacia un camino lateral. Pronto estuvieron aparcados junto a la cabaña. Los sacerdotes bajaron y llevaron la camilla hacia la luz, mientras Paul trataba de poner distancia y se sentaba en la hierba a observar. En cuanto cargaran a Willie en el vehículo se proponía regresar al puente, cruzar el canal a nado y regresar a tierra firme.

Pronto salió Mendelhaus y se dirigió hacia él con pasos solemnes. Paul estaba sentado calladamente en la oscuridad..., invisible, según creía. Se levantó en cuanto el sacerdote estuvo cerca. La ansiedad le crispó la garganta.

—¿Está... ¿Willie...?

—Muy alterada —murmuró Mendelhaus con tristeza—. Casi ha perdido el juicio. Quizá se deba en parte a la fiebre, pero...

—¿Sí?

—Trató de matarse. Con un cuchillo. Dijo que una perdigonada era lo mejor, o una cosa por el estilo...

—¡Jesús! ¡Jesús! —Paul se desplomó en la hierba y se cubrió la cara con las manos.

—Bendito sea Su Santo Nombre —murmuró el sacerdote para neutralizar el juramento—. Pero no se ha lastimado demasiado. Un tajo en la muñeca. Estaba demasiado débil para llegar a mayores. El padre Will le está aplicando una hipodérmica; antitetánica con algo de sulfa. No tenemos penicilina —calló un segundo y reparó en la desesperación de Paul—. Usted ama a esa chica, ¿verdad?

Paul se endureció.

—¿Está usted chiflado? ¿Amar a una dermo vagabunda? Mi Dios...

—Bendito sea...

—¡Escuche! ¿Se pondrá bien? ¡Quiero largarme de aquí! —se levantó con esfuerzo.

—No sé, hijo. La infección es el verdadero peligro, y el shock. Si hubiéramos llegado antes sería menos grave. Y si ella estuviera en la etapa final de la neurodermia, ayudaría.

—¿Por qué?

—Oh, varias razones. Algún día lo aprenderá. Pero escuche, usted parece agotado. ¿Por qué no viene con nosotros al hospital? El segundo piso está totalmente desocupado. Allí no hay peligro de contagio. Tenemos una habitación esterilizada por si nos topáramos con algún caso de no-híper. Usted puede echarle llave por dentro, si lo desea, aunque no sería necesario. Las monjas están en el primer piso. El personal masculino vive en Ja planta baja. No hay laicos en el edificio. Le garantizo que no lo molestarán.

—No, tengo que irme —gruñó Paul, luego suavizó la voz—. De todos modos, se lo agradezco, padre.

—Como prefieras, pero es una lástima. Si espera, quizá consiga algún medio de transporte.

—Mire, se lo diré sin rodeos, su isla me crispa los nervios.

—¿Por qué?

Paul miró de reojo las manos grises del sacerdote.

—Bien... Usted siente aún el deseo, ¿verdad?

Mendelhaus se tocó la nariz.

—Tapones de algodón, con un poco de alcanfor. No puedo olerlo —titubeó—. No, también yo le seré franco. La necesidad de contacto persiste hasta cierto punto.

—Y en un momento de debilidad, alguien podría...

El sacerdote irguió los hombros. Le clavó los ojos.

—He hecho ciertos votos, joven. A veces, cuando veo una mujer bonita, siento deseo. Cuando en un día de ayuno veo a un hombre que come un jugoso bistec, siento envidia y hambre. Cuando veo que un doctor cobra una suma suculenta, lamento mi voto de pobreza. Pero al resistir las exigencias del deseo se aprende a utilizarlo de otras maneras. Sublimación, lo llaman algunos. Un sacerdote puede utilizarlo y por lo tanto hacer tareas más útiles. Yo soy un sacerdote.

Se despidió con un gesto, giró sobre los talones y se alejó. Se detuvo cerca de la cabaña.

—Oiga... Está llamando a un tal Paul... ¿Sabe quién es? ¿Un familiar, tal vez?

Paul quedó atónito. El sacerdote se encogió de hombros y siguió caminando hacia el portal iluminado.

—Padre, espere... Yo...estoy algo cansado. La habitación..., es decir, ¿me dirá mañana dónde conseguiré transporte?

Antes de medianoche el grupo había regresado al hospital. Paul yacía en un colchón confortable por primera vez en semanas, insomne, mirando la luz de la luna en el alféizar. En alguna parte del edificio —una sala de operaciones— Willie yacería inconsciente, el cirujano le estaría curando el tendón desgarrado. Paul había vuelto con ellos en la ambulancia, a poca distancia de la camilla, eludiendo los brazos de Willie que a veces tanteaban el aire, y escuchando sus quejas febriles.

Ahora sentía en la piel un cosquilleo hipocondríaco. En buen momento. Qué idiota había sido. Al tocar la cuerda, con el bote, con la carretilla, el chico, la ambulancia... En cualquier momento podría haber recibido los microorganismos que dejaba el tacto de algún dermo. Y ahora, tendido aquí, en este foco de epidemia...

Aunque curiosamente era el lugar más pacífico y cuerdo que había visto en meses... Las órdenes religiosas simplemente aceptaban la peste, tal vez con una complacencia masoquista, pero con serenidad. Una cruz, o una penitencia, o algo así. Pero parecía que la aceptaban con satisfacción. Bueno, no era de extrañar. Todos los dermos se ponían frenéticos de felicidad con el 'amoroso deseo' que sentían. Los sacerdotes no se ponían frenéticos.

Ni el hombre normal estaba dotado de un deseo sexual orientado hacia la sociedad. ¿Sublimación?

—Paz —murmuró, y se quedó dormido.

Un golpe en la puerta lo despertó al amanecer. Refunfuñó irritado y se sentó en la cama. Había olvidado cerrar la puerta con llave, y estaba abierta. Una monja regordeta con una bandeja de desayuno entró en el cuarto. En cuanto le vio la cara se detuvo. Cerró los ojos, frunció la nariz y musitó una plegaria silenciosa. Luego retrocedió lentamente.

—¡Lo siento, señor! —balbuceó a través de la puerta—. No sabía que el paciente de esta habitación fuera... No-híper... Discúlpeme.

La oyó que se alejaba por el pasillo. De algún modo empezó a sentirse seguro. ¿Pero no sería precisamente eso lo que ellos querían? De pronto advirtió que estaba atrapado. Había dejado la escopeta en la sala de emergencia. ¿Era un huésped o un cautivo? Huir del terror gris durante meses lo había vuelto aprensivo.

Pronto lo averiguaría. Se levantó y empezó a vestirse. Antes que terminara vino Mendelhaus. No entró, sino que abrió la puerta y se quedó en el pasillo. Le saludó con una sonrisa.

—¿Así que usted es Paul? —preguntó. Paul sintió que se le encendía el rostro.

—¿Está despierta, entonces? —preguntó de mal humor. El sacerdote asintió.

—¿Quiere verla?

—No, tengo que irme.

—A ella le haría bien.

Carraspeó con irritación. ¿Por qué ese dermo con sotana tenía que expresarlo así?

—¡A mí no me haría ningún bien! —barbotó—. ¡Ya he aguantado bastante los pellejos grises!

Mendelhaus se encogió de hombros, pero en los ojos le brilló un destello de desprecio.

—Como prefiera. Puede salir por la escalera de fuera... Para no molestar a las hermanas.

—¡Para que no me toquen, querrá decir!

—Nadie le tocará.

—Paul terminó de vestirse en silencio. La inversión de papeles lo sacaba de quicio. Esa aparente 'tolerancia' lo irritaba. Era la tolerancia de los internos de una clínica hacia el psiquiatra.

—¡Estoy listo! —vociferó.

Mendelhaus lo guió por el corredor hasta un balcón soleado. Bajaron una escalera de piedra mientras el sacerdote hablaba por encima del hombro.

—Aún no estaba en su sano juicio, pero todavía hay algo de fiebre. Hace dos años no habría sido nada serio, pero ahora nos faltan casi todas las drogas más modernas. Si la sulfa no contiene la infección tendremos que amputar, desde luego. Lo sabremos en dos o tres días.

Se detuvo para volverse hacia Paul, que se había detenido en la escalera. —¿Vamos?

—¿Dónde está? —preguntó Paul con un hilo de voz—. Quiero verla.

El sacerdote frunció el ceño.

—No tiene por qué hacerlo, hijo. Lamento si es que le insinué que era una obligación para usted. Ya hizo demasiado, de veras; entiendo que le ha salvado la vida. Muy pocos no-híperes habrían hecho algo así. Yo...

—¿Dónde está? —rugió Paul.

El sacerdote cabeceó.

—Abajo. Sígame.

Cuando entraron de nuevo en el edificio por la planta baja, el sacerdote se llevó las manos a la boca y anunció:

—¡Se acerca un no-híper! Tapaos las narices y apartaos de camino! ¡Evitad la tentación!

Mientras avanzaban por el corredor, fue Paul quien se sintió como un leproso. Mendelhaus lo condujo a la habitación tres.

Willie lo vio entrar y ocultó las manos grises bajo la sábana. Sonrió débilmente, trató de sentarse y no pudo. Williamson y una monja, de pie junto a la cama, se volvieron para abandonar la habitación. Mendelhaus los siguió y cerró la puerta.

Hubo una pausa larga y dolorosa. Willie trató de sonreír. Paul movía los pies.

—Me enyesaron el pie —aventuró ella.

—Te pondrás bien —dijo él, precipitado—. Pronto podrás levantarte. Galveston es un buen lugar para ti. Aquí son todos dermos.

Ella cerró los ojos con fuerza.

—¡Dios, Dios! Espero no oír más esa palabra. Después de anoche... Esa anciana en la mecedora... Y yo, sola en ese lugar. El viento empezó a hamacar la silla. ¡Ooh! —lo miró con ojos extrañamente brillantes—. Después de lo que vi, moriría antes de tocar a nadie. Alguien la tocó, ¿verdad, Paul? Por eso se mató, ¿no es cierto?

Él se estremeció y retrocedió hacia la puerta.

—Willie... Lamento lo que dije. Yo...

—¡No temas, Paul! Ahora no te tocaría —entrelazó las manos y se las acercó a su cara para mirarlas con odio—. ¡Me detesto a mí misma! —aulló.

¿Era lo que decía Mendelhaus, que los dermos perdían la razón por su condición de descastados y no por la peste? Pero aquí no sería una descastada. Sólo entre los no-híperes, como él...

—Que te mejores pronto, Willie —murmuró, y luego salió al pasillo precipitadamente.

Ella lo llamó dos veces, luego calló.

—Una visita corta —murmuró Mendelhaus, que le miraba la cara pálida.

—¿Dónde podré conseguir un coche?

El sacerdote se frotó la barbilla.

—Estábamos hablando precisamente de eso con el hermano Matthew. Eh... ¿No preferiría usted un pequeño yate?

Paul contuvo el aliento. Un yate significaba acceso a los mares, y a una isla. Un yate era la solución perfecta. Tartamudeó agradecido.

—Bien —dijo Mendelhaus—. En el puerto hay un pequeño barco en dique seco. Al parecer lo han abandonado por falta de alguien capaz de ponerlo en condiciones. Me he tomado la libertad de pedirle al hermano Matthew que encontrara algunos hombres para reflotarlo.

—¿Dermos?

—Por supuesto. El barco será fumigado, aunque en verdad no es necesario. El peligro de contagio desaparece en pocas horas. Claro que llevará un poco de tiempo poner el barco a punto. Mañana... Quizá pasado mañana. El fondo está rajado, habrá que calafatearlo.

La sonrisa de Paul se desvaneció. Más demoras. Vivir dos días más a la sombra gris. ¿Podía confiar de veras en el sacerdote? ¿Por qué le entregaba el barco? Las fauces de una trampa invisible que se cerraban lentamente... Mendelhaus notó su vacilación.

—Si prefiere irse ahora, está en libertad de hacerlo. En realidad no son tantas como parece las molestias que nos tomamos. Hay varios yates en los muelles, y el hermano Matthew ha estado preparándose para limpiar un par de ellos para nosotros. No nos cuesta nada cederle uno. Fueron abandonados por sus dueños. Y bien... Usted ayudó a esa muchacha cuando nadie más lo habría hedió. Tome el yate como una retribución, ¿eh?

Un yate. Mar abierto. Una isla semitropical, deshabitada, cerca del Caribe. Y una mujer, por supuesto, elegida entre las muchas que se prestarían de buena gana a esa fuga. Echó un vistazo a la puerta de Wilfie. Qué lástima..., pero se las arreglaría. Sí tan sólo estuviera seguro de las intenciones de Mendelhaus...

La vacilación de Paul empezaba a poner impaciente al sacerdote.

—¿Bien?

—No quisiera crearle ningún problema...

—¡Pamplinas! ¡Todavía nos tiene miedo! Muy bien, acompáñeme. Quiero que conozca a alguien —Mendelhaus se volvió y echó a andar por el pasillo.

Paul titubeó,

—¿Quién...? ¿Qué...

—¡Venga! —ordenó el sacerdote.

A regañadientes, Paul le siguió hasta la escalera. Bajaron a un sótano penumbroso y entraron en un laboratorio por una puerta doble. La iluminación eléctrica sorprendió a Paul; luego escuchó el ruido de un motor de gasolina y comprendió que había un generador.

—Lámparas germicidas —murmuró el sacerdote al advertir que Paul miraba el cielo raso—. Algunas de ellas. Puede tocar lo que quiera. Aquí está todo esterilizado.

—Pero no está esterilizado para conveniencia de usted. ¡Y no lo estará si usted no se queda fuera! ¡Largo de aquí, predicador!

Paul buscó al que había hablado y vio a un hombre bajo y de cuello corto con la cabeza desaliñada y gris inclinada sobre un microscopio en el otro extremo del laboratorio. Había hablado sin mirar a sus visitantes.

—El doctor Seevers, de Princeton, hijo —presentó el sacerdote, sin inmutarse ante los exabruptos del científico—. Él declara ser ateo, pero yo personalmente pienso que es puritano. Doctor, éste es el joven de quien le hablé. ¿Quiere explicarle lo que usted sabe sobre la neurodermia, por favor?

Seevers garrapateó algo en una libreta, pero no apartó el ojo del instrumento.

—¿Por qué no se la contagiamos para que pueda averiguarlo por sí mismo? —refunfuñó el científico con sadismo.

—¡No lo asuste usted, hereje! Lo he traído aquí porque necesita esclarecerse.

—Esclarézcalo usted. Yo estoy ocupado. Y deje de endilgarme etiquetas. No soy ateo; soy bioquímico.

—Ayer era biofísico. Bueno, entretenga a mi joven huésped. —Mendelhaus bloqueó la entrada con el cuerpo. Paul se había vuelto para irse, apretando la mandíbula con furia.

—Es todo lo que puedo hacer, predicador —gruñó Seevers— entretenerlo. No sé nada. Absolutamente nada. He hecho algunas observaciones. He advertido algunas correlaciones. He visto que ocurrían ciertas cosas. He investigado los hechos y así es que he podido llegar a algunas conclusiones, conforme con algunos probables denominadores comunes que los experimentos me mostraban. ¡Y eso es todo! Yo lo admito. ¿Por qué los predicadores no lo admiten y se dejan de meter bulla?

—Paul; como usted puede ver, el doctor Seevers es tremendamente desmedido para enorgullecerse de su humildad, si se me permite la paradoja. Ahora bien, doctor, este joven...

—Está bien. Siéntese, joven —dijo Seevers con fastidio después de soltar un suspiro de resignación—. Lo entretendré en cuanto termine de contar las terminaciones nerviosas libres de este fragmento de piel.

Mendelhaus le guiñó el ojo a su huésped. —Seevers nos llama masoquistas cuando observamos un día de ayuno o hacemos penitencia. Y ahí lo tiene, arrancándose fragmentos del propio pellejo para espiarlos con esa lente. Masoquismo— ¡Vaya!

—¡Largo, predicador! —bramó el científico. Mendelhaus reía, burlón, cuando le señaló a Paul una silla. Paul se sentó con turbación, miraba la espalda de la chaqueta de Seevers cuando el sacerdote se retiraba.

—Gente simpática, esos salvajes de traje negro —murmuró Seevers—. Si tan sólo desistieran de convertirme...

—Doctor Seevers, quizá sería mejor...

—¡Cállese! Me distrae. Y quédese quieto, no aguando que haya gente que entra y sale de aquí. Está dentro; ahora, quédese dentro.

Paul guardó silencio. No sabía con certeza si Seevers era dermo o no. La chaqueta del hombrecillo hacía un bulto que le tapaba el cuello hasta la nuca, y las mangas le cubrían los brazos. Llevaba guantes, y un nudo de cordel blanco indicaba que usaba una máscara de gasa. Las orejas eran rosadas y brillantes, pero eso no aclaraba gran cosa; la coloración gris tardaba varios meses en extenderse por toda la piel. Pero Paul supuso que era dermo y usaba guantes y máscara para mantener el equipo esterilizado.

Echó una ojeada a la amplia habitación. Había varias jaulas de vidrio con ratas contra la pared. Al parecer eran herméticas, aunque tenían conductos de ventilación. Muchas de las ratas sufrían neurodermia en sus diversas etapas. Algunas tenían la piel rasurada donde la enfermedad había sido inoculada hacía poco y por la fuerza. Paul tuvo la fugaz impresión de que varios de esos animales lo miraban fijo. Se estremeció y desvió los ojos.

Observó al pasar el habitual laberinto de tubos de laboratorio, luego se volvió hacia un par de semiesferas suspendidas de la pared como un trofeo. Reconoció las mitades gemelas de un meteorito, con la pequeña masa gelatinosa en el centro. Y más allá colgaba un marco grande con varias hojas mecanografiadas. Otro marco exhibía cuatro retratos de científicos barbados de otro siglo, obviamente recortados de revistas o libros. El laboratorio no tenía nada de espectacular. Olía a polvo limpio y cosas rancias. Apenas un taller pequeño y respetable.

La silla de Seevers crujió de repente.

—Confirmado —se dijo a sí mismo—. Confirmado otra vez. Un incremento del cuarenta por ciento —arrojó el lápiz corto y giró de golpe. Paul vio una cara redonda y fofa de ojos centelleantes. Una mancha oscura de neurodermia subía de la barbilla hasta cubrir media boca, una mejilla y un ojo. Le daba el aspecto de un bulldog blanquinegro con el hocico de ambos colores.

—Confirmado —le ladró a Paul, con un espasmo de satisfacción.

—¿A qué se refiere?

El científico se arremangó, y así dejó ver un fragmento de cinta adhesiva y una parte del brazo desteñida por la enfermedad.

—Vea —gruñó—. Hace dos semanas esta zona era normal. Entonces tomé un centímetro de piel de la zona contigua a ésta y conté las terminaciones nerviosas. Desde allí la neurodermia siguió su avance. Hoy tomé otro centímetro cuadrado y volví a contar. Un incremento del cuarenta por ciento.

Paul hizo un gesto de incredulidad. Se sabía que, por lo general, uno de los efectos de la neurodermia era la sensibilización, pero... ¿Nuevas terminaciones nerviosas? No. No lo creía.

—Es la tercera vez que lo observo —dijo Seevers alegremente—. En un lugar aumentaron hasta un sesenta y cinco por ciento. ¡Ja! Bichitos listos, ¿verdad? ¡Cómo se las ingenian para multiplicar los receptores sensoriales!

Paul tragó con dificultad.

—¿Qué ha dicho usted?

Seevers lo escrutó con serenidad.

—Así que usted no es híper, ¿verdad? Sí, claro. Ya lo huelo. Repulsivo, en verdad. No entiendo ese afán de manosearlos en los híperes sensatos. Bueno, yo me he inmunizado contra semejante idiotez.

Lo dijo con tanta soltura y descuido que Paul parpadeó antes de recibir el impacto de la frase.

—¿U-usted ha hecho...qué?

—Lo que he dicho. Cuando me inoculé la condición, me senté con un estilete con punta de terciopelo y localicé los lugares de mis manos que me provocaban sensaciones placenteras. Luego los quemé con una aguja eléctrica. En verdad, no hay muchas... Una o dos puntas por centímetro cuadrado —se quitó los guantes y mostró las palmas moteadas para probarlo—. No quería que me fastidiaran esas tontas necesidades. Eso de perseguir no-híperes es para mí una pérdida de tiempo. No extrañé nunca esa cosa, pues jamás supe cómo era —volvió las manos y se las miró—. Estas criaturitas tercas siguen multiplicándose, y yo sigo quemándolas.

Paul se levantó de un brinco.

—¿Me está diciendo que la peste provoca el nacimiento de nuevas células nerviosas?

Seevers alzó los ojos con frialdad.

—Ah, sí. Usted vino aquí para que lo esclarecieran, como dijo el padre. Si de verdad quiere ser desasnado, haga el favor de no gritar. De lo contrarío le pediré que se retire.

Paul, que hace un instante había querido largarse, cedió.

—Lo siento —barbotó, y luego suavizó la voz para repetir—: Lo siento.

Seevers inhaló profundamente, estiró los brazos cortos y carnosos en un bostezo inesperado, luego se relajó y sonrió.

—Siéntese, siéntese, muchacho. Le diré lo que quiere saber, si de veras quiere saber algo. ¿O no quiere...

—¡Claro que sí!

—¡Claro que no! Lo que quiere saber es cómo los hechos le afectarán a usted, comoquiera que se llame. No le interesa el saber por el saber. A muy poca gente le interesa. Por eso estamos en este embrollo. Pero al padre, en cambio, al padre sí que le interesa comprender los hechos... Pero no por el saber mismo. Le interesa en nombre de su grey y en nombre de su Dios... Una actitud mejor que la de la mayoría, debo admitirlo, a la que sólo le interesa su propia seguridad. Pero si la gente se ocupara del conocimiento por el conocimiento mismo, no estaríamos en tamaño aprieto.

Paul observó los ojos brillantes del profesor y soportó el sermón en silencio.

—De modo que antes de esclarecerlo debo pedirle un imposible.

—Sí, señor.

—Le pediré que sea absolutamente objetivo —continuó Seevers, que se frotaba el puente de la nariz y se tapaba los ojos con las manos—. Quiero que mientras me escucha olvide que alguna vez oyó hablar de neurodermia. Líbrese de todo prejuicio, especialmente de los relacionados con el miedo. Haga cuenta de que le hablo de hechos puramente hipotéticos —se apartó las manos de los ojos y sonrió dócilmente—. Siempre me molesta pedir esa clase de colaboración cuando sé muy bien que no la conseguiré.

—Trataré de ser objetivo, señor.

—¡Bah! —Seevers se deslizó hacia abajo hasta apoyar la columna en el asiento y la nuca en el respaldo de la silla. Parpadeó unos instantes, pensativo, luego entrelazó las manos sobre el vientre y cerró los ojos.

Cuando volvió a hablar, hablaba para sí mismo:

—Supongamos un planeta, semejante a la Tierra, pero no demasiado. Tiene formas de vida carboníferas, pero no humanas. De sangre caliente, tal vez. Y semiinteligentes. Pero el planeta tiene algo más: una superabundancia de formas parasitarias. En verdad, los diversos tipos de parásitos son la especie dominante. Los animales de sangre caliente son el cereal de los parásitos, por así decirlo. Ahora bien, durante dos billones de años de luchas de supervivencia entre especies parasitarias, más o menos, casi con seguridad que algunos parásitos habrán desarrollado ciertos métodos curiosos de adaptación. Métodos para asegurar la provisión de alimentos..., los animales, que ya debían de escasear bastante —Seevers se volvió hacia Paul—. Dígame, joven, ¿qué actividad importante ha desarrollado el Hombre para asegurarse su provisión de cereales?

—¡La agricultura!

—Claro. El Hombre es un parásito, en lo que atañe a los cereales. Ha aprendido a conservar lo que consume, a perpetuar la especie que lo alimenta. Una idea notable, si usted se detiene a pensarlo. ¡Realmente!

—No veo cuál...

—¡Sshhh! Ahora, supongamos que una especie de microparásitos de nuestro hipotético planeta aprendiera, a través de largos procesos evolutivos, a estimular la regeneración celular del tejido animal que devora. Mediante la producción controlada de hormonas de crecimiento, tal vez... Todo un progreso, ¿verdad?

Paul se había inclinado hacia adelante, tenso.

—Eh...sí, claro...

—Pero ése es sólo el primer paso. Permite que el anfitrión viva más tiempo, aunque a costa de molestias, me imagino... El control de crecimiento sería torpe al principio. Pero pronto todas las especies parasitarias aprenderían o perecerían. Luego llegaría la competencia por el mejor tipo de control. Los parásitos que conservan a sus anfitriones en mejores condiciones físicas naturalmente se las ingenian mejor para sobrevivir, pues sus ascendientes han limitado la reserva de alimentos, tal como el Hombre gasta sus propios recursos. Y como los animales luchan entre ellos para conservar el puesto, al parásito le conviene contribuir a la supervivencia de la especie que lo hospeda, mediante el control de crecimiento —Seevers parpadeó con solemnidad—. Ahora empieza la caída de los parásitos... Su decadencia. Todos concentran sus esfuerzos en lo que podríamos llamar cultivos científicos. Empiezan a desarrollar varias armas de defensa y ataque para sus anfitriones... Artefactos biológicos insólitos, tal vez. Cuernos, sables, colmillos, aguijones, bolsas de veneno... No hay modo de saberlo. Pero con el tiempo, un grupo de parásitos descubre..., ¿qué?

Paul, que empezaba a inquietarse, sólo pudo tartamudear. ¿Adónde quería llegar Seevers?

—¡Dígalo! —exigió el científico.

—¿El... sistema nervioso?

—Exacto. No hay porqué susurrarlo. El sistema nervioso. Al principio quizá no tienen éxito, pues el tejido nervioso crece lentamente. Y se requiere un largo período evolutivo entre una microespecie capaz de estimular el crecimiento nervioso y otra capaz de dirigir y utilizar ese crecimiento para ventaja del anfitrión..., así como para la suya. Pero al fin, tras una larga lucha, nuestra pequeña especie lo consigue. Empieza a agudizar los sentidos del animal, a construir otros nuevos, cada vez más complejos y refinados, a partir de componentes de receptores anticuados, y dentro de ciertos límites, a ampliar la inteligencia de quien lo hospeda —Seevers sonrió perversamente—. Sobreviene una convulsión planetaria de primera magnitud. Esos parásitos eligen, naturalmente, a la especie anfitriona de mayor inteligencia. Con el impulso extra, ese animal sesudo no tarda en derrotar a sus propios enemigos, y en consecuencia a los enemigos de su microbenefactor. Alcanza una posición similar a la del Hombre en la Tierra... Domina las bestias, cuenta con el derecho divino de regentear el lugar, y todo eso. Ahora entiéndame: es el animal el que se ha vuelto inteligente, no los parásitos. Los parásitos operan sobre la base de patrones instintivos complejos, como una colmena de abejas. Son ingenieros neurológicos prodigiosos, tal como las abejas son buenos ingenieros estructurales; instinto ciego, acumulado a través de la evolución —hizo una pausa para encender un cigarrillo—. Si quiere, joven, en esa botella hay agua potable. Tiene mala cara.

—¡Me siento bien!

—Bueno, continuaré. El animal inteligente domina el planeta. Nadie puede amenazar su existencia, a menos que constituya una amenaza para sí mismo, como nosotros. Pero los parásitos han encontrado un hogar seguro. Ninguna amenaza nueva obliga a la readaptación. Se echan a descansar y se estancan, se vuelven tan inmutables como los lúnulos o la ameba u otros viejos pobladores de la Tierra. Siguen trabajando en sus colmenas neurológicas, y luego son cultivados por el animal, que reconoce a sus benefactores. No lo saben, pero ya no son la especie dominante. Han asegurado su supervivencia apoyándose en esta muleta animal, que ahora se encarga de cuidarlos con la generosidad, y el egoísmo, de un dios. Los parásitos han alcanzado el paraíso biológico. Siguen trabajando, pero han dejado de luchar. El anfitrión es su estado colectivista, digamos. Fin de una secuencia —soltó una larga bocanada de humo y se inclinó para mirar a Paul con ojos divertidos.

Paul cayó en la cuenta de que estaba sentado en el borde de la silla, boquiabierto. Se impuso serenidad. —Una conjetura audaz —balbuceó.

—Parcialmente es una conjetura —admitió Seevers—. Pero de ningún modo audaz. Hay pruebas que la corroboran. En forma de mensaje.

—¿Mensaje?

—Claro. Venga, le mostraré —Seevers se levantó y caminó hacia la pared. Se detuvo frente a las dos semiesferas—. Pero mejor véalo usted mismo. ¿Quiere bajar ese meteorito partido? Está esterilizado.

Paul cruzó la habitación, se encaramó a un banco y bajó el meteorito globular. Era la primera vez que examinaba uno de esos objetos, y lo hizo Con curiosidad. Era una esfera casi perfecta, con unos veinte centímetros de diámetro y un hueco de cuatro pulgadas en el centro. La esfera estaba formada por varias capas concéntricas, fuertemente comprimidas, y cada cual parecía de un metal diferente. No era más pesada que el aluminio, aunque la capa exterior obviamente era de acero duro.

—Ponga las dos mitades boca abajo —le pidió Seevers—. Sacúdalas con brusquedad. Las capas se separan. Quite la capa del centro..., esa dura y delgada entre las capas blandas de protección.

—¿Cómo sabe para qué sirven? —gruñó Paul siguiendo las instrucciones. Las capas se separaron con facilidad.

—Los sobres son para proteger las cartas —resopló Seevers. Paul estudió las semiesferas y encontró dos capas metálicas bruñidas, delgadas como papel. No había ninguna inscripción por dentro ni por fuera. Frunció el ceño con perplejidad.

—Manéjelas con cuidado cuando están fuera de las capas protectoras. Ya están un poco borroneadas...

—No veo ningún mensaje,

—Hay un frasquito con limaduras de hierro en ese cajón. Espárzalas con cuidado en la parte exterior de las capas. Ese polvo no es demasiado fino, en realidad, pero es lo mejor que pude conseguir. Felger tenía un material más apropiado en Princeton, antes que nos largáramos todos. A propósito, esto no es un descubrimiento mío...

Desconcertado, Paul buscó las limaduras de hierro y esparció el polvo en el metal bruñido. Aparecieron caracteres delicados, círculos latitudinales trazados con polvo de hierro y entrecruzados aquí y allá de diagonales. Contuvo el aliento. El mapa de un planeta..., parece.

—Sé lo que está pensando —dijo Seevers—. Es lo mismo que pensamos nosotros al principio. Luego Felger trajo ese polvo finísimo. Así como las ve, esas líneas son hileras de símbolos pictográficos. Podrá distinguirlos vagamente con una buena lupa, aun con este polvo tosco. Es impresión magnética, como un registro magnetofónico bidimensional. Evidentemente, los animales que imprimieron esto tenían ojos muy poderosos o un sentido magnético.

—¿Alguien puede leerla?

—La gente de Princeton estaba trabajando en eso cuando el mundo perdió la chaveta. Descifraron lo suficiente para explicar lo que acabo de contarle. Encontraron cinco mensajes diferentes en una docena de esferas. Uno de ellos era una especie de clave. Un símbolo igualado con un diagrama de un átomo de carbono. Otro símbolo igualado con pi en números binarios. Cosas así..., unos quinientos símbolos, de hecho. Pudimos descifrar algunos. Y de ellos se derivaban otros símbolos mediante ejercicios para completar. Cosas como "Una estrella es...", y allí estaba el símbolo desconocido. Teníamos que determinar si significaba 'caliente', 'blanca', 'grande', y así sucesivamente.

—¿Y obtuvieron resultados?

—Parciales. La falta de cuidado con que algunos proyectiles fueron abiertos nos hizo difícil el trabajo. Quienes los lanzaron eran culpables de su propia vena antropomórfica. Proyectaron en nosotros la psicología de ellos. Suponían que abriríamos los proyectiles capa por capa, prolijamente, y que descifraríamos el texto antes de proseguir. ¿Pero qué es lo que ocurre? Pues un mecánico manotea uno, lo sacude, lo pesa, lo abre con un torno y ¡brrrr! Nuestra curiosidad es bastante simiesca todavía. Metemos el brazo en una madriguera para saber si dentro hay alguna serpiente de cascabel.

Se hizo un largo silencio mientras Paul examinaba los caracteres. Luego preguntó en voz baja:

—¿Por qué nadie se ha enterado de esto?

—¡Vaya pregunta! —rugió Seevers—. ¿Y cómo propone usted difundir la noticia?

Paul meneó la cabeza. Era fácil olvidar que el Hombre había huido de sus imprentas y emisoras y ferrocarriles, que había dejado a sus criaturas mecánicas durmiendo en la herrumbre mientras él huía como un oso picado por una abeja ante ese terror desconocido.

—¿Qué dicen exactamente las inscripciones, doctor?

—Le he contado una parte... El origen evolutivo de los parásitos de neurodermia. También averiguamos por qué lanzaron los proyectiles al espacio hace varios miles de años. El sol de ese mundo estaba por transformarse en supernova. Elaboraron un vehículo espacial teórico, pero no tenían combustible. Necesitaban un elemento que escaseaba en ese sistema. Podían hacerlo llegar hasta el planeta más exterior, pero eso no servía de mucho. Así que cultivaron una partida de esos benefactores parásitos, los metieron en estas bolas y los dispararon como perdigones hacia varias estrellas. Trayectorias de intercepción, desde luego. Lo que se proponían era errar ligeramente, para que los proyectiles giraran en órbitas largas y elípticas alrededor de los soles, y se adentraran lo suficiente para llegar al 'cinturón de vida' radiactivo y con el tiempo interceptar con planetas cuyas órbitas fueran casi circulares. Parece que nos dieron en la primera pasada...

—¿Quiere decir que no apuntaban a la Tierra en particular?

—Obviamente no. A tanta distancia, no podían saber que existíamos. Cien años-luz. Simplemente hicieron el intento con varias estrellas. Embarcar sus animalitos fue una especie de desafío heroico a la extinción... Simbólico, desde luego, pero un gesto noble a fin de cuentas. Legaron parte de sus almas. Como si un hombre redactara un testamento y dejara sus últimas pertenencias mundanas a una especie desconocida mis allá de las estrellas. Imagínelos observando el lanzamiento de los proyectiles al espacio exterior. Allá va su herencia, quizás a un heredero desconocido, quizás a ninguno. Esas pequeñas criaturas que los liberaron de la bestialidad —Seevers hizo una pausa, y miró la luz del sol que penetraba por la claraboya del sótano. De nuevo hablaba para sí mismo, en voz baja—: Uno puede ver cómo se vuelven y se alejan en silencio para esperar que el sol moribundo llegue al punto crítico, el momento del estallido. Han dejado su última huella en el cosmos... Una bendición oscura e incierta.

—Usted es un tonto, Seevers —rezongó de pronto Paul.

Seevers se volvió, estaba pálido. Olvidando las circunstancias, tendió la mano hacia el brazo del joven, pero la retrajo en cuanto Paul se corrió a un lado.

—¿De veras le parece deseable esto? —preguntó Paul—. No se da cuenta de que sufre sus efectos. ¿Por qué afecta a la gente de esa manera? Y dice que no puedo ser objetivo...

El profesor sonrió con frialdad.

—No he dicho que fuera deseable. Simplemente señalé que los seres que la enviaron la consideraban deseable. Daban por sentadas ciertas premisas.

—Quizá no les importaba.

—Claro que les importaba. Cometieron el error de creer que las abriríamos tal como lo habrían hecho ellos... Con cuidado. Quizá no entendían que una criatura fuera precipitada e inteligente a la vez. Suponían que leeríamos la advertencia antes de seguir adelante.

—¿Advertencia...?

Seevers sonrió amargamente.

—Sí, advertencia. Había un grupo de símbolos de mayor tamaño en todas las esferas. ¿Ve esos caracteres en el anillo superior? Dice: "Criaturas que encontráis esto, si destruís a vuestros semejantes, destruid pues esta cápsula sin penetrar más hondo. Si os destruís a vosotros mismos esto sólo os ayudará a destruiros".

Hubo un silencio frío.

—Pero alguien habría abierto alguna de cualquier modo —protestó Paul.

Seevers volvió su sonrisa amarga hacia la claraboya.

—Usted tiene toda la razón del mundo. Esos seres simplemente no previeron la mentalidad simiesca de nuestra especie. Si vieran al Hombre desenterrando las cápsulas, gesticulando y chillando, partiéndolas como avellanas para regresar luego aullando al bosque... Bueno, lo pensarían dos veces antes de enviar otra perdigonada cósmica.

—Doctor Seevers, ¿qué cree usted que ocurrirá ahora? Con el mundo, quiero decir...

Seevers se encogió de hombros.

—Ayer vi un recién nacido, hijo de una mujer de la isla. Nació totalmente cubierto de neurodermia. Tiene un equipo sensorial nuevo... Poros pequeños en las yemas de los dedos, con brotes gustativos y células olfatorias. También un nódulo sensible a los rayos infrarrojos encima de cada ojo.

Paul gruñó.

—No es el primer caso —continuó Seevers—. También a los adultos les ocurre lo mismo, aunque sólo a los que tienen la condición hace tiempo. El hermano Thomas ya tiene los poros digitales. Aún no ha aprendido a usarlos, por supuesto. Percibe, tiene sensaciones, pero los receptores no están conectados con los centros olfatorios y gustativos del cerebro. Todavía están enlazados con los centros interpretativos sensorios. Puede tocar varias sustancias y percibir diversas combinaciones de calor, dolor, frío, presión, etcétera. Dice que el vinagre sabe helado, la quinina muy caliente, la colonia le hace cosquillas y la siente cálida como el terciopelo... Ja, y se sonroja cuando toca un perfume almizclado.

Paul rió, y el sonido hueco lo sobresaltó.

—Quizá transcurran varias generaciones antes que se sepan todas las consecuencias —prosiguió Seevers—. He examinado secciones de cerebro de ratas y encontré los microorganismos. Quizás estén trabajando para conectar estos nuevos receptores con las zonas cerebrales adecuadas. Nuestros nietos, si el Hombre subsiste, tal vez podrán analizar gustativamente las sustancias al tacto, determinar cualitativamente el contenido de un tubo de ensayos metiendo un dedo adentro. Ver un radiador caliente en un cuarto oscuro, por la visión infrarroja. Quizá sobrevenga alguna sensibilización ultravioleta. Como en mis ratas.

Paul se acercó a las jaulas de las ratas y examinó a tres animales de pelaje gris que parecían ser más grandes que los otros. Las ratas retrocedieron y lo miraron con cautela. Se pusieron a chillar e intercambiar miradas.

—Son híperes de tercera generación —le explicó Seevers—. Han desarrollado un lenguaje simple, no inteligente según las pautas humanas, pero ingenioso. Han aprendido a usar su equipo sensorio. Saben cuándo me propongo alimentarlas y cuando me propongo sacar una para matarla y disecarla. Algún ligero cambio en mi olor emocional, supongo. Aprender es un trabajo duro, joven. Un híper con poros digitales percibe a través de ellos, pero tarda mucho en otorgar un significado a esas sensaciones, a través del aprendizaje. Un bebé tiene sensaciones visuales a través de sus ojos sin entrenar, pero la sensación no tiene significación alguna hasta cuando puede asociar la leche con el blanco, la madre con la forma de una cara, y así sucesivamente.

—¿Qué le ocurrirá al cerebro? —jadeó Paul.

—No mucho, supongo. No he observado nada importante. Las ratas muestran un incremento en la inteligencia, pero no en el tamaño del cerebro. Parece que el impulso intelectual proviene de cierta capacidad para percibir las cosas con mayor número de sentidos. Ideas, conceptos y preceptos derivan de conjuntos de experiencias sensoriales pasadas aglutinados por la memoria. Una manzana es roja, aromática, dulzona y ácida. Esa es su idea sensorial de la manzana. Un ciego sin lengua no podría formarse una idea tan completa. Un híper, por el contrario, podría añadir ciertos adjetivos nuevos que usted no podría entender. El híper plenamente desarrollado (yo no lo soy) tiene más herramientas sensorias para formar ideas. Cuando aprenda a manejarlas, será más eficaz mentalmente.

»Pero al parecer hay un inconveniente. La meta instintiva del parásito es asegurar la supervivencia del anfitrión. Ese es el meollo de la advertencia. Si los hombres pueden trabajar en conjunto, los parásitos los ayudarán a moldear el medio ambiente. Si los hombres guerrean entre ellos, los parásitos los ayudarán a hacerlo mejor. Los ayudarán a destruirse con más eficacia.

—Los hombres han trabajado juntos...

—En tribus pequeñas —interrumpió Seevers—. Sí, tenemos espíritu de grupo. Pero es tribal, no racial.

Paul caminó hacia la puerta con turbación. Seevers se había vuelto para observarlo con una sonrisa fría.

—Bien, joven. Ya está usted esclarecido. ¿Qué se propone hacer, ahora?

Paul meneó la cabeza para disipar el aturdimiento.

—¿Qué se puede hacer? Huir. A una isla, tal vez.

Seevers arqueó las cejas con cinismo.

—¿Planea llevarse la condición con usted? ¿O intentará permanecer no-híper?

—¿Llevarme...? ¿Está chiflado? ¡Me propongo conservarme sano!

—Es lo que pensaba. Si usted fuera objetivo trataría de contagiarse la condición y superarla. Es lo que hice yo. Usted me recuerda a un mono que huía de una hipodérmica. La hipodérmica contiene un suero que asegura la salud, pero la aguja es filosa. El mono chillaba de miedo.

Paul caminó indignado hacia la puerta, se detuvo.

—Arriba hay una muchacha, una dermo. ¿Usted le...

—...contaría todo esto? Siempre instruyo a los híperes nuevos. Es uno de mis deberes en este leprosario eclesiástico. Está en el límite de la cordura, supongo. A todos les pasa, antes de librarse de la idea de que son almas condenadas. ¿Cuál es su relación con ella?

Paul salió al corredor sin responder. Sentía una especie de náusea. Odiaba la cara perruna y taimada de Seevers con una violencia que no le era familiar. ¡El hombre se había inoculado la peste! Eso decía. ¿Pero era verdad? ¿Había alguna verdad en todo esto? Afirmar que las alucinaciones eran nuevos fenómenos sensorios, presentar la peste como algo deseable... Seevers no era el primero en sostener esas ideas. Todos los dermos afirmaban lo mismo. Era un síntoma. Seevers simplemente había fraguado racionalizaciones inteligentes para cimentar sus espejismos, y Paul casi había caído en la trampa. Seevers era inteligente. ¿Planea llevarse la condición con usted? ¿No era ése otro modo de sugerir: "Déjeme que lo toque"? Paul temblaba cuando regresó al segundo piso para frotarse con el aceite aromático. Pensó en largarse ya mismo.

Pero pasó el día vagabundeando por la ribera. A ratos se detenía frente a los muelles para observar el grupo de monjes encaramados al andamiaje que rodeaba los cascos de dos naves pequeñas. Los monjes calafateaban las rajaduras y trotaban a lo largo de las plataformas con cubos de brea y pintura. Tras interrogar a uno, Paul supo cuál de los veleros le habían asignado. Y abandonó la idea de partir de inmediato.

Era una nave de quince metros de eslora, esbelta, con una quilla demasiado cortante para navegar en la bahía. Paul supuso que la colonia sólo necesitaría un barco de fondo chato para trasladar pasajeros y carga entre la isla y la tierra firme. Esa nave marina, elegante, con las líneas de un destructor de bolsillo, no les serviría de mucho. Al examinarla con más atención dedujo que había pertenecido a la policía o al servicio de guardacostas. En la cubierta de proa se veía el pie de una ametralladora, aunque sin el arma. Estaba construida para ser veloz, tenía propulsión diésel, y se la podía aprovisionar para un largo crucero.

Paul fue a los depósitos para investigar y localizar una provisión de víveres. De vez en cuanto encontraba algún sacerdote o alguna monja, pero los sacerdotes de piel gris sólo parecían deseosos de eludirlo. El deseo de los dermos se guiaba principalmente por el olfato, y el aceite desodorante ayudaba a preservarlos de sus afectos. De pronto se le acercó un laico de ojos desencajados que lo sorprendió en medio de una pila de canastos. El dermo estuvo casi encima de él antes que Paul oyera los pasos. Acorralado y dominado por un sorpresivo terror, le hirió el brazo con un disparo de escopeta y huyó del depósito para escapar de los alaridos del dermo.

Sofocado de vergüenza, encontró a un monje dermo y lo envió a atender a la criatura herida. Paul había disparado a otra víctima de la peste cuando no había escapatoria, pero nunca a matar. El hombre había salvado la vida sólo porque él había sido atolondrado al apuntar.

"Fue defensa propia", se recordó a sí mismo. Pero, ¿defensa contra qué? ¿Contra lo inevitable?

Regresó de prisa al hospital y encontró a Mendelhaus frente a la capilla.

—Será mejor que no espere el barco —le dijo al sacerdote—. Acabo de dispararle a uno de los suyos. Mejor me voy antes que se repita.

Mendelhaus apretó los labios delgados.

—¿Le disparó a...

—No lo maté —se apresuró a explicar Paul—. Le rompí el brazo. Uno de los hermanos fue a atenderlo. Lo lamento, padre, pero se me echó encima.

El sacerdote desvió la mirada en silencio, al parecer, luchando contra la ira.

—Celebro que me lo haya contado —dijo con serenidad—. Supongo que no lo pudo evitar. ¿Pero por qué se fue del hospital? Aquí está seguro. Nosotros aprovisionaremos el yate. Le sugiero que permanezca en la habitación hasta que esté listo. Fuera del edificio no puedo prometerle seguridad —la voz tenía un tono autoritario.

Paul asintió lentamente, y empezó a alejarse.

—La muchacha ha preguntado por usted —dijo el sacerdote.

Paul se detuvo.

—¿Cómo está ella?

—Creo que ha superado la crisis. La infección ha disminuido. Su estado nervioso no es tan bueno. Depresión profunda. A veces se pone un poco histérica —se interrumpió, luego bajó la voz—. Usted es el foco de la situación, joven. A veces teme haberlo contagiado, y otras delira asegurando que sería incapaz de hacerlo.

Paul se volvió indignado, dispuesto a protestar, pero el sacerdote prosiguió:

—Seevers habló con ella, y luego una psicóloga, una de nuestras hermanas. Parece que algo le ha ayudado. Ahora está durmiendo. Sin embargo, no sé hasta qué punto habrá entendido a Seevers. Está aturdida... El efecto combinado del dolor, del shock, la infección, los sentimientos de culpa, el miedo, la histeria..., y otras cosas. La morfina no ayuda a aclararle la mente. Tampoco la idea de que usted le rehuye.

—¡Lo que rehuyo es la peste! —barbotó Paul—. No a ella.

Mendelhaus rió sin expresión.

—Está hablando conmigo, ¿verdad? —se volvió y entró en la capilla por la puerta de vaivén.

La oscilación de la puerta le dejó entrever a Paul un altar iluminado por velas y un austero crucifijo de madera. También había un mar de túnicas blancas en los bancos, que esperaban la entrada en el templo del sacerdote que celebraría la misa. Y entonces advirtió vagamente que era domingo.

Paul regresó al pasillo central y se sorprendió de ir dirigido a la habitación de Willie. La puerta estaba entornada, y se paró en seco por temor a que ella lo viera. Pero al cabo de un momento se acercó hasta que pudo verle la masa de cabello oscuro esparcida sobre la almohada. Una de las hermanas la había peinado; el cabello se extendía en ondas oscuras, brillantes a la luz de las velas. Todavía dormía. La vela lo sobresaltó, pues le evocó un lecho de muerte y la extremaunción. Pero al lado había una revista ajada; alguien le había estado leyendo.

Se detuvo en la puerta. La observaba respirar lentamente. Fresca, joven, atractiva, aun con la tosca bata de algodón que le habían dado, aun con la palidez azulada de la piel, que pronto se volvería gris como el cielo nuboso en un crepúsculo invernal. Willie movió ligeramente los labios y Paul retrocedió un paso. Los labios se entreabrieron y mostraron los dientes filosos y blancos. La cara, tallada con delicadeza, se hundió un poco en la almohada. La quijada se crispó de golpe.

Una voz extrañamente modulada flotó de pronto pasillo abajo, un eco de la salmodia del canto gregoriano: Asperges me, Domine, hyssopo, et mundabor... El sacerdote entonaba la misa.

Ante este sonido, las manos de la muchacha se cerraron en puños rígidos bajo la sábana que aferraban. Ella se llevó los puños a la cara y gritó:

—¡No! ¡Nooo! ¡Dios, no lo haré!

Paul retrocedió y se aplastó contra la pared. Un nudo de consternación le apretaba el estómago. Miró alrededor, nervioso. Una monja, al oír el grito, se acercó corriendo por el pasillo con un murmullo de ansiedad. Era como una gallina regordeta, envuelta en metros de tela blanca y almidonada.

La monja le lanzó a Paul una mirada desafiante. Luego entró en la habitación.

—¡Niña, hija mía! ¿Qué sucede? ¿Pesadillas otra vez?

Oyó que Willie soltaba un crispado quejido de alivio. Luego, con un hilo de voz:

—Hicieron... Hicieron que yo...tocara... ¡Oh, Dios! ¡Quiero cortarme las manos!

Paul huyó, y las frases tranquilizadoras de la monja se disolvieron en un murmullo a sus espaldas.

Pasó el resto del día y la noche en su habitación. Al día siguiente Mendelhaus vino a informarle que el barco no estaba preparado aún. Tenían que terminar de calafatearlo y aprovisionarlo. Pero el sacerdote le aseguró que estaría a flote dentro de las veinticuatro horas. Paul no se atrevió a preguntar por la muchacha.

Un monje le trajo comida: latas sin abrir, aún humeantes por la esterilización, en una bandeja tapada. El monje usaba guantes y máscara, y él se había aceitado la piel. Había momentos en que Paul pensaba que él era el paciente contaminado y contagioso del que los demás debían protegerse. Como Omar, se preguntaba intrigado: "¿Cuál es el Alfarero y cuál el Tiesto?"

¿Acaso los hombres, como insinuaba Seevers, eran una tribu de monos aterrorizados que huían irracionalmente de las manos grises que sólo querían ofrecerles una bendición? ¡Qué estrecha era la línea que separaba la bendición de la maldición, al dios del demonio! Los parásitos usaban una máscara demoníaca, la máscara de la enfermedad. "Las enfermedades a menudo le han matado", decía el Hombre. "Por lo tanto, toda enfermedad es maligna." ¿Pero era necesariamente cierto? El fuego a menudo había matado a los ancestros salvajes del Hombre, pero más tarde lo había servido. Hasta las enfermedades habían dejado un provecho, como la fiebre tifoidea y la malaria inducidas para combatir las infecciones venéreas.

Pero la piel gris... Brotes gustativos en las yemas de los dedos... Microorganismos de otro mundo que alteraban los nervios y el cerebro. Esos conceptos ponían los pelos de punta. El Hombre, adecuado a los gustos de un grupo de parásitos supuestamente benéficos, ¿era el Hombre u otra cosa? Pequeños agricultores bacterianos afincados en la piel, levantando una cosecha de células nerviosas, comiendo una, plantando dos, sembrando un órgano olfativo en di campo removido, conectando las fibras con el cerebro...

El lunes una lluvia fría y un viento áspero venían del golfo. Observó cómo el agua se arremolinaba en las canaletas sudas de la calle. Sentado junto a la ventana observaba el cielo gris y esperaba, rogando que la tormenta no le demorara la partida.

Mendelhaus sonrió, cortés, desde la puerta.

—El tobillo de Willie parece estar sanado —le dijo—. La hinchazón ha disminuido tanto que tuvimos que cambiarle el yeso. Si tan sólo ella...

—Gracias por la información, padre —gruñó Paul, irritado.

El sacerdote se encogió de hombros y se alejó.

Llovía aún cuando el anochecer oscuredó el cielo. Naturalmente, la reparación del barco no había podido completarse. Tal vez al día siguiente.

Después que anocheció, encendió una vela y se quedó despierto observando la lengua amarilla y quieta hasta que empezó a vencerlo el sueño. La apagó y se acostó.

Lo asaltaron y atormentaron sueños de manos oscuras que le acariciaban mientras él yacía de espaldas, voluntariamente entregado. Manos menudas, suaves, frescas, tiernas, que le tocaban la frente y las mejillas mientras le hablaba una voz acariciante.

De golpe despertó a la negrura. Todavía sentía en la cara las manos del sueño. ¿Qué lo había despertado? ¿Algún ruido en el pasillo, un gozne crujiente, tal vez? La oscuridad era impenetrable. La lluvia había cesado, tal vez lo había alarmado ese silencio. Sintió una tensión extraña mientras escuchaba los corredores húmedos y mohosos. Un ligero susurro y... Un jadeo. ¡El ruido de una respiración suave en el cuarto!

Soltó un alarido ronco y el silencio sobrenatural se quebró. ¡Un agudo chillido de terror le respondió! A pocos metros en la habitación. Buscó a tientas y tocó una pared desnuda. Rugió maldiciones, trató de encontrar primero las cerillas, después la escopeta. Al fin encontró el arma, apuntó a ciegas y apretó el gatillo. La explosión lo ensordeció. La ventana se hizo añicos, y un fragmento de yeso espolvoreó el suelo.

El breve fogonazo iluminó la habitación. Estaba vacía. Paul se quedó paralizado. ¿Lo había imaginado todo? Pero no, el chillido sobresaltado de la intrusa había sido absolutamente real.

Una corriente fresca le abanicó la cara. La puerta estaba abierta. ¿De nuevo se había olvidado de echarle llave? Empezaron a oírse ruidos en los pisos de abajo. El disparo había despertado a los durmientes. Pero había un sonido más cercano. Sollozos en el corredor, y un crujido irregular.

Por último encontró una cerilla y se abalanzó sobre la puerta. Pero la llama diminuta no reveló nada con su pequeño resplandor. Oyó el chasquido de un picaporte a lo lejos; su visitante huía por la escalera extema. Pensó en perseguirla y vengarse, pero en cambio corrió al lavabo y se frotó vigorosamente con el jabón áspero y pardo. ¿Lo había tocado la visitante, o eso sólo era parte del sueño?

Estaba asustado y asqueado.

Resonaron voces en el corredor. Las luces de varias velas avanzaban hacia su puerta. Se volvió para ver caras de monjes ansiosos que atisbaban adentro. El padre Mendelhaus se abrió paso a empellones, miró la ventana, luego a Paul.

—¿Qué...?

—¿Seguridad, eh? —masculló Paul—. Bueno, tuve visitas. ¡Una mujer! Creo que me ha tocado.

El sacerdote se volvió para hablar con un monje.

—Vé a la escalera y llama a la madre superiora. Pídele que se haga una inspección de los dormitorios de las hermanas de inmediato. Si alguna monja ha salido de su cuarto...

Una voz estridente llamó desde el corredor:

—¡Padre, padre! ¡La muchacha del tobillo herido! ¡No está en la cama! ¡Se ha ido!

—¡Willie! —jadeó Paul.

Una monja menuda con una vela entró y esperó hasta recobrar el aliento.

—Se ha ido, padre. Yo estaba de guardia. Oí el disparo y fui a ver si le había molestado. ¡No estaba allí!

El sacerdote murmuró, incrédulo.

—¿Cómo pudo haber salido? No puede caminar con ese yeso...

—Muletas, padre. Le dijimos que podría levantarse en pocos días. Cuando todavía estaba fuera de sí, insistía en que le amputarían la pierna. Le llevamos las muletas para demostrarle que pronto podría levantarse. Es culpa mía, padre. Debí...

—¡No importa! Revisen el edificio.

Paul se secó la piel húmeda y enfrentó con furia al sacerdote.

—¿Qué puedo hacer para desinfectarme? —preguntó.

Mendelhaus se volvió al corredor, donde se había reunido una multitud.

—Que alguien llame al doctor Seevers, por favor.

—Estoy aquí, predicador —gruñó el científico; los monjes se separaron para cederle el paso, y Seevers le sonrió a Paul, divertido—. Así que por último ha decidido instalarse aquí, ¿eh?

Paul le escupió un insulto.

—¿Tiene algo efectivo para...

—¿Un desinfectante? Temo que no. El ácido nítrico hace efecto sobre manchas localizadas. ¿Dónde lo tocaron?

—No sé. Estaba durmiendo.

La sonrisa de Seevers se ensanchó.

—Bueno, no puede bañarse en ácido nítrico. Intentaremos con alguna otra cosa, pero dudo que sirva para un contacto directo.

—Ese aceite...

—No. Hace efecto con parásitos debilitados por la intemperie que usted pueda haber recogido de un objeto que se hubiera tocado. Pero en un contacto directo esos bicharracos son peliagudos. Pero vamos abajo, lo revisaremos.

Paul lo siguió apresurado por el corredor. A sus espaldas, una voz suave susurraba: "No entiendo por qué los no-híperes son tan..." Mendelhaus le dijo algo a Seevers y la voz fue acallada. Paul se sobresaltó ante la idea de que le consideraran un cobarde.

Pero en las multitudes que huían hacia el norte la cobardía era la norma social. Y al cabo de un año de fuga, Paul había aceptado la norma como el único modo de huir.

Seevers estaba vaciando sustancias químicas en una bañera de agua del sótano cuando un monje entró apresuradamente y tironeó de la manga de Mendelhaus.

—Padre, las hermanas informan que la muchacha no está en el edificio.

—¿Qué? Bueno, no puede estar lejos. Que rastreen el terreno. Si no está allí, busquen en las manzanas vecinas.

Paul dejó de desabotonarse la camisa. Willie había delirado acerca de lo que haría, antes de ceder al deseo. Y ese chillido sobresaltado, cuando él gritó en la oscuridad... El chillido de alguien que despierta de golpe a la realidad de un mundo de aturdimiento.

El monje salió de la habitación. Seevers echó más sustancias químicas en la bañera. Paul oía que el viento fustigaba las claraboyas y el oleaje furioso gruñía no muy lejos. Se abotonó la camisa.

—¿Hacia dónde está el océano? —preguntó súbitamente. Retrocedió hacia la puerta.

—¡No, tonto! —rugió Seevers—. No irá usted a... ¡Predicador, tras él!

Paul se hizo a un lado cuando el sacerdote se le echó encima. Se precipitó afuera y corrió hacia las escaleras. Mendelhaus le gritó que se detuviera.

—¡Yo no! —repuso Paul con furia— ¡Willie!

Momentos después cruzaba el jardín mojado y salía a la calle. Se paró en la esquina para recobrar la compostura. El viento traía el ruido del oleaje. Echó a correr hacia el este llamándola en la noche.

La lluvia había cesado, pero la calle estaba húmeda y el agua gorgoteaba en las alcantarillas. De vez en cuando la luna asomaba a través del delgado velo de nubes, pero su luz no alcanzaba a iluminar toda la calle. Después de correr durante un minuto se encontró de pie en el murallón. A escasos metros las olas rodaban sobre la playa; por un momento se hicieron visibles bajo la luna esquiva, luego se desvanecieron en la negrura. Paul no veía a la muchacha.

—¡Willie!

Sólo le respondió el bramido de las rompientes. Y el destello fosforescente de las olas.

—¡Willie! —bajó del murallón y avanzó a tientas entre las rocas escabrosas que se amontonaban debajo. Ella no podía haber bajado sin caer. Luego recordó un destartalado tramo de escaleras hacia el norte y echó a correr hacia allá.

La luna asomó de pronto. Paul vio a Willie y se detuvo. Estaba sentada en el último peldaño, inmóvil, la cara entre las manos. Las muletas estaban reclinadas contra la barandilla. Diez metros más allá de la cuesta arenosa se extendía el oleaje furibundo. Paul se le acercó despacio. La luna se ocultó otra vez. Los pies de Paul chasqueaban en la arena húmeda.

Se detuvo junto a la barandilla, escrutó la sombra inmóvil.

—¿Willie?

Un gemido, luego un largo silencio.

—Lo hice, Paul —murmuró, desolada—. Al principio fue como un sueño, pero entonces... Tú gritaste, y...

Él se acuclilló frente a ella, le tomó las muñecas con firmeza y le apartó las manos de la cara.

—No...

La estrechó y la besó. A ella le temblaban los labios. La levantó en sus brazos, cuidando de no tocar el yeso ahora húmedo. Subió la escalera y regresó al hospital. Willie, atontada, cansada y desconcertada, se le durmió en los brazos. El viento le soplaba el cabello sobre la cara de Paul. Olía tibio y vivo. Él se preguntaba qué sensación produciría en los receptores digitales.

—Espera y verás —se dijo.

El sacerdote lo recibió con una ancha sonrisa cuando llevó a Willie al corredor iluminado por velas.

—¿Nos olvidamos del barco, hijo?

—No... De todos modos me gustaría pedirlo prestado.

Mendelhaus lo miró atónito.

—Predicador —le gruñó Seevers—, ¿no sabe que hay otras razones para viajar, además de la fuga?

Paul llevó a Willie de vuelta a su habitación. Se proponía entablar una larga charla con ella cuando despertara. Acerca de una isla, hasta que el mundo se hubiera apaciguado.

Notas a