El Mortzestus, un velero de tres palos, tiene fama de ser una embarcación con mala estrella. Sin embargo, todo parece ir bien al principio... excepto por las sombras. Y es que al anochecer a veces se ven sombras rondando por las cubiertas y en lo alto de la arboladura, unas sombras confusas y extrañas...
William Hope Hodgson, uno de los mejores escritores de relatos ambientados en el mar, nos deleita durante más de doscientas páginas con una de las mejores historias de fantasmas de la literatura fantástica (sin duda la mejor de cuantas suceden en el mar) y logra mantener la tensión y el ambiente fantasmagórico en un tour de force que se prolonga página tras página.
Presentamos también el relato El navío silencioso, que era el final original de la novela, y que nos brinda la oportunidad de leer dos excelentes conclusiones para la misma historia.
H.P. Lovecraft, admirador incondicional de Hodgson, dijo a propósito de Los piratas fantasmas: 'Es un relato poderoso sobre un barco condenado y espectral... Con su dominio de la ciencia marinera y su hábil selección de alusiones e incidentes para sugerir horrores latentes en la naturaleza, este libro alcanza a veces cimas envidiables de fuerza'.
©1909, William Hope Hodgson
©1999, Valdemar
Traductor: José María Nebreda
ISBN: 9788477022862
Generado con: QualityEbook v0.35, Notepad++
LOS PIRATAS NUNCA MUEREN
El Mortzestus es un velero de tres palos que se ha ganado a pulso su fama de tener mala estrella. La gente marinera habla mal de él, las tripulaciones que embarcan bajo sus palos no aguantan a bordo más de una travesía, capea espantosos temporales, soporta calmas chichas interminables, ha sido desarbolado varias veces y, por si fuera poco, se dice que está embrujado. Y es que, a veces, al anochecer se ven sombras, unas sombras que rondan las cubiertas y suben a lo más alto de la arboladura.
Con estas premisas iniciales, William Hope Hodgson (1877-1918) aborda una de las mejores historias de fantasmas jamás escrita; sin duda, la mejor de las que tienen lugar en el mar, ese paraje fascinante, lleno de misterios y aventuras, y... cómo no: de terror.
Los piratas fantasmas bien puede ser considerada, por su longitud, una novela corta o un cuento largo. Generalmente, las mejores historias de horror son relatos bastante cortos, pues a nadie se le escapa la dificultad que entraña mantener un ritmo, un suspense, una tensión y unos elementos sobrenaturales durante una cantidad elevada de páginas, sin que la atención del lector decaiga y la obra naufrague (...y nunca mejor dicho). Henry James consiguió mantener estas premisas en Otra vuelta de tuerca, y arribar a los muelles del éxito, a pesar de que su relato también es bastante extenso. William Hope Hodgson, con sus Piratas fantasmas, logra de sobra llegar a ese incierto y difícil destino (no así en la propia novela), y nos atreveríamos a decir que consigue perpetrar la mejor —y más larga— historia de fantasmas de la literatura fantástica ambientada en el mar. Como más o menos apunta Sam Moskowitz, Los piratas fantasmas es un festín literario de primera magnitud.
Esta opinión es compartida por muchos otros escritores y críticos reconocidos de cuentos de miedo; entre ellos podemos citar a H. P. Lovecraft, Clark Ashton Smith, Fritz Leiber y E. F. Bleiler.
H. P. Lovecraft, en El horror en la literatura1 dice de ella: «...es un relato poderoso sobre un barco condenado y espectral... Con su dominio de la ciencia marinera y su hábil selección de alusiones e incidentes para sugerir horrores latentes en la naturaleza, este libro alcanza a veces cimas envidiables de fuerza».
Clark Ashton Smith no se queda atrás: «...realmente es una de las pocas historias fantasmagóricas de gran extensión que logra mantener nuestro interés. ¡Está plagada de terribles y obstinados espectros que persiguen al lector mucho después de haber conseguido apoderarse del barco embrujado!»
Por su parte, Fritz Leiber, hace las siguientes consideraciones: «...en este libro de tanta longitud están presentes todos los cánones de las historias sobrenaturales desarrolladas por Lovecraft, James y otros... El relato se va adentrando progresivamente en un ambiente espectral, y la tensión aumenta ininterrumpidamente, de tal forma que no encuentro otra historia comparable a ella».
El reconocido crítico E. E Bleiler opina de ella en The Guide to Supernatural Fiction: «...Brillante y repleta de términos marineros, nos encontramos ante una de las más grandes novelas del mar. Aunque, en cierto sentido, puede estar inspirada en The Inheritors, de Conrad y Hueffer, la supera en detalle y buena factura. Ensombrecida por otras dos novelas del autor consideradas más visionarias y espectaculares: La casa en el confín de la tierra2 y The Night Land, como obra de arte es muy superior».
Los piratas fantasmas vio la luz en 1909. Se trataba de su tercera novela, después de The Boats of the «Glenn Carrig» (1907) (otra excelente novela también ambientada en el mar) y La casa en el confin de la tierra (1908). Fue muy bien acogida por la crítica, pero aportó muy poco dinero al autor.
Una de las cosas que más llama la atención es la cantidad de términos marineros que aparecen en ella. Realmente, Hodgson conocía los barcos y el mar. Este hecho nos ponía en un dilema: aunque la historia puede ser leída sin prestar demasiada atención a toda esta ciencia marinera, era posible (y muy probable) que a veces el lector no supiese exactamente por qué lugar del barco andaba y, más importante aún, por qué lugar del barco andaban los fantasmas. Nos decidimos a poner notas explicativas (un Glosario de términos) con todas las palabras propias de la ciencia náutica que aparecen en la novela. Este Glosario va al final del libro y creemos que será de gran ayuda e interés para todo aquel que quiera meterse de lleno en la atmósfera de la narración.
Junto con Los piratas fantasmas hemos incluido el cuento El navío silencioso, para completar así la edición de esta obra insólita. EL navío silencioso era el final original, el último capítulo, de la historia y avatares del Mortzestus. Hodgson lo suprimió con la intención de venderlo como un relato independiente, y añadió otro final a Los piratas. De esta manera tenemos la gran suerte de leer dos finales diferentes para una única historia.
Los piratas fantasmas ha conocido varias ediciones en inglés, pero casi ninguna estaba completa: a muchas les faltaba el poema inicial, a otras el final primitivo, y a todas la dedicatoria y el prólogo del autor... Así pues, nos complace presentar al lector español la edición verdaderamente completa de Los piratas fantasmas. Realmente, el esfuerzo merece la pena; además, ya se sabe: los piratas nunca mueren.
JOSÉ MARÍA NEBREDA
Rivas. Septiembre, 1999
«Tan extraño como el trémulo destello de una
/ luz cadavérica
Que brilla por la noche en la cresta inmensa de
/ las olas.»
A MARY WHALLEY
«Viejos recuerdos que brillan
en medio de la noche mortal...
Estrellas calmas preñadas de dulces hechizos,
que contemplamos
en la distancia perdida del Pasado...»
Este libro puede ser considerado el último de un grupo de tres. El primero se publicó bajo el título de Los botes del «Glen Carrig»; el segundo, como La casa en el confín de la tierra; por fin, este tercero, completa lo que, quizá, pueda ser considerado una trilogía; pues, aún cuando los tres difieren mucho en los contenidos, todos ellos coinciden en una determinada forma de tratar unos conceptos elementales. Con este libro, el autor cree que cierra una puerta, en cuanto a lo que a él concierne, sobre una determinada fase de su etapa creadora.
W.H.H.
Cantor: ¡Dadle al cabrestante, valientes!
Tripulación: Ahoo! ¡Ahoo!
Cantor: ¡Duro con esas barras, cabezas de alquitrán!
Tripulación: ¡Ahoo! ¡Ahoo!
Cantor: ¡Una vuelta más!
Tripulación: ¡Ahoo!
Cantor: ¡Preparados para zarpar!
Tripulación: ¡Ahoo!
Cantor: ¡Preparados para flotar!
Tripulación: ¡Ahoo!
Cantor: ¡Ahoooo!
Tripulación: ¡ADELANTE! ¡En marcha vamos!
Cantor: ¡Escuchad cómo zarpan los barbudos lobos de mar!
Tripulación: ¡Silencio! ¡Oh, escuchadles marchar!
Cantor: Marchando, zapateando, pisando, improvisando, mientras recogen amarras.
Tripulación: ¡Escuchad! ¡Oh, escuchadles zapatear!
Cantor: ¡Rugen como las olas!
¡Rugen como las olas!
¡Hermoso ritmo que no descansa!
Tripulación: ¡Ahoooo! ¡Oírles empujar!
¡Ahoooo! ¡Oírles patalear!
¡Ahoooooo! ¡Ahoooooo!
Coro: ¡Ahora gritan! ¡Escuchadles aullar!
Un bramido más alto que su pisotear:
¡Ahooo! ¡Ahooo! ¡Ahooo!
¡Un rugido al son de su marchar!
Cantor: ¡Oh! ¡Escuchad al coro encantado en las barras del cabrestante!
¡Cantan bajo un golpear infernal!
¡Marchan a la luz de las estrellas!
Tripulación: ¡Aahooo! ¡Empuja y adelante!
¡Aahooo! ¡Aahooo!
Cantor: Escucha los lingüetes crujiendo y a los barbudos marinos cantando;
Bajo la fría bóveda celeste
Braman detrás de las barras.
Tripulación: ¡Escuchad y callad! ¡Oírles!
¡Aahoo! ¡Aahoo!
Cantor: ¡Tumultuosas canciones lanzadas al cielo...!
Tripulación: ¡Aahoo! ¡Aahoo!
Cantor: ¡Callad! ¡Escuchadles! ¡Silencio!
¡Oh, escuchad!
¡Escupiendo juramentos entre las vergas!
Tripulación: ¡Callad! ¡Escuchadles!
¡Silencio! ¡Escuchadles!
Cantor: ¡Marchando alrededor del las barras!
Coro: ¡Ahora gritan! ¡Escuchadles aullar!
Un bramido más alto que su pisotear:
¡Aahooo! ¡Aahooo!
¡Aahooo!
¡Un rugido al son de su marchar!
Cantor: ¡Oh, escucha la canción del cabrestante!
¡Rayos y truenos alrededor de los lingüetes!
Tripulación: ¡Cruje y chirría!
¡Hierve! ¡Explota en multitud de gritos!
Cantor: ¡Crujir, chirriar, mis muchachos, hasta que sea hermoso sonido!
Tripulación: ¡Aahoo! ¡Oírles chirriar!
Cantor: ¡Aahoo! ¡Crujir y chirriar!
Tripulación: ¡Silencio! ¡Escuchadles jadear!
¡Silencio! ¡Escuchadles vociferar!
Cantor: ¡Crujir! ¡Chirriar! ¡Crujir y chirriar!
Tripulación: ¡Aahoo! ¡Empuja y adelante!
Cantor: ¡Bulle! ¡No dejes de tirar!
Tripulación: ¡Aahoo! ¡Sin aflojar jamás!
¡Aahoo! ¡Crujir y chirriar!
Cantor: ¡Mas rápido alegres lobos de mar!
¡Hacedlo fácil! ¡Hacedlo fá-cil!
Tripulación: ¡Aahoo! Haciéndolo fácil.
Cantor: ¡Crujir y chirriar! ¡Bullid! ¡No paréis!
¡Sin aflojar, sin aflojar! ¿Lo entendéis?
Tripulación: ¡Aahoo! ¡Aahoo!
Cantor: ¡Crujir y chirriar! ¡Mis bravos muchachos!
Tripulación: ¡Aahoo! ¡Empuja y adelante!
Cantor: ¡Alzad los lingüetes y tirad con suavidad!
Tripulación: ¡Aahoo! ¡Sin descansar!
Cantor: ¡Cese el canto! ¡Deje de girar el cabrestante!
¡Que caigan los lingüetes!
¡A-ma-rrar!
Coro: ¡Aahoo! ¡Desmontar las barras!
¡Aahoo! ¡Tirad y adelante!
¡Aahoo! ¡Barras al hombro!
¡Aahoo! ¡Y allá vamos navegando!
¡Aahooo! ¡Aahoooo! ¡Aahoooo!
Empezó sin más preámbulos.
* * * *
Embarqué a bordo del Mortzestus en Frisco3. Había escuchado, antes de firmar, ciertas historias inverosímiles relacionadas con aquel buque; pero me encontraba demasiado aburrido en el puerto, y tenía tantas ganas de zarpar que no presté atención a semejantes habladurías. Además, todo el mundo lo decía, en cuanto al trato y la comida no había ninguna queja. Cuando preguntaba a los compadres que precisasen aquellos rumores, en general ninguno podía decir nada en concreto. Sólo acertaban a repetir que aquel buque tenía mala estrella, que había hecho largas travesías azotado por continuas tormentas y que era extraña la cantidad de veces que se encontraba con mal tiempo. También se contaba que había sido desarbolado en dos ocasiones y que la carga de las bodegas se había desnivelado. Y además de todo esto, otra serie de acontecimientos que pueden ocurrir en cualquier velero y que, en verdad, a nadie le gustaría que le sucediesen. Pero son cosas que tienen lugar con frecuencia y yo estaba dispuesto a asumir el riesgo con tal de volver a casa. A pesar de todo, y si hubiera podido elegir, habría embarcado en cualquier otro buque sin pensármelo dos veces.
Cuando dejé mi baúl, comprobé que el resto de la tripulación ya había sido enrolada. Debéis tener en cuenta que todos los marineros de la anterior travesía se habían despedido nada más llegar a Frisco; bueno, todos menos un muchacho, un londinense de los barrios bajos, que había permanecido en el barco mientras estaba amarrado en el puerto. Llegó a contarme después, cuando le conocí mejor, que tenía intención de sacar su paga de aquel buque, y que no le importaba si los demás renunciaban a ella.
La primera noche que pasé a bordo pude darme cuenta de que, entre los demás marineros, era de lo más normal charlar sobre los misterios y habladurías que tenían relación con aquel barco. Hablaban del tema como si fuera un hecho comprobado que aquel buque estaba embrujado; pero se lo tomaban en broma; todos, excepto aquel muchacho londinense —Williams— que, en lugar de reír las chanzas sobre el asunto, parecía tomarse las cosas muy en serio.
Esta forma de actuar despertó mi curiosidad. Empecé a preguntarme si, después de todo, no habría algo de verdad detrás de aquellas difusas historias que había escuchado, y aproveché la primera oportunidad para preguntarle si tenía alguna razón para creer que había algo de cierto en las patrañas que se contaban acerca del navío.
Al principio mostró cierta reticencia, pero pronto se puso a hablar, y me dijo que no tenía conocimiento de ningún incidente en particular que pudiera ser considerado extraordinario, al menos en el sentido que yo le daba a entender. Pero que, al mismo tiempo, había un montón de pequeñas cosas que, si uno las juntaba todas a un tiempo, te daban que pensar. Por ejemplo, el barco siempre soportaba travesías demasiado largas y se encontraba muy a menudo con un tiempo detestable, y si no era así, le sorprendía una calma chicha o vientos de proa. Además, ocurrían otras cosas; velas que estaban bien aferradas, y él lo había comprobado momentos antes, y que se ponían a chasquear sueltas en medio de la noche. Y luego dijo algo que me sorprendió.
—Hay demasiadas sombras alrededor de este barco; te ponen los nervios de punta, jamás he visto una cosa semejante y no me parece en absoluto natural.
Había pronunciado aquellas palabras de golpe, y yo miré a mi alrededor y luego me volví hacia él.
—¡Demasiadas sombras! —exclamé—. ¿Qué diablos quieres decir?
Pero se negó a explicarse y no quiso decirme nada más; tan sólo sacudía la cabeza estúpidamente cada vez que yo le hacía una pregunta. Parecía haberse puesto de repente de mal humor. En realidad, yo pensaba que estaba actuando. Creo que lo que ocurría es que se sentía avergonzado por haberse puesto a hablar con tanta sinceridad, dando rienda suelta a los pensamientos que rondaban su mente sobre aquellas «sombras». Era de ese tipo de hombres que a veces piensa cosas pero que en contadas ocasiones las traducen en palabras. En cualquier caso, me di cuenta de que era inútil seguir preguntando, así que dejé el asunto para otro momento. Pero, durante los siguientes días, me sorprendí a mí mismo preguntándome repetidas veces sobre lo que habría querido decir aquel sujeto con eso de las «sombras».
Zarpamos de Frisco al día siguiente, empujados por una brisa fresca y límpida que parecía querer acallar todas las habladurías que había escuchado acerca de la mala fortuna del buque. Y sin embargo...
(Dudó unos momentos, y luego prosiguió.)
Durante las dos primeras semanas de travesía no ocurrió nada extraordinario y el viento se mantuvo firme y constante. Empecé a pensar que, después de todo, había sido muy afortunado al poder embarcar en aquel navío. La mayoría de los marineros hablaban bien del barco, y pronto fue opinión general entre los tripulantes que todas aquellas habladurías acerca de que estaba embrujado eran meras patrañas y estupideces. Y entonces, justo cuando me estaba acostumbrando a la rutina, sucedió algo que me abrió los ojos terriblemente.
Transcurría la guardia de prima, de ocho a doce de la noche; me encontraba sentado sobre los escalones que suben al castillo de proa, por la parte de estribor. Era una noche clara y había una luna espléndida. A lo lejos, hacia popa, oí al que daba los cuartos tañer cuatro veces, y al vigía de cubierta, un sujeto bastante viejo llamado Jaskett, que le respondía. Cuando soltó el cordón de la campana, descubrió que yo estaba allí sentado, fumando en silencio. Se inclinó por encima del pretil y me miró.
—¿Eres tú, Jessop? —preguntó.
—Eso parece —le contesté.
—Si esto fuese siempre así, podríamos traer a bordo a nuestras abuelas y al resto de las parientas con faldas —opinó, con aire pensativo, abarcando con un gesto de la mano en la que tenía su pipa aquel mar calmo y el cielo sereno.
No hallé motivos para contradecirle, y siguió hablando:
—Si este viejo cascarón está embrujado, como algunos parecen querer pensar, pues mira, lo que te puedo decir es que ojalá tenga la suerte de ir a parar a otro igual. Buena comida, pudín los domingos, tipos decentes en el castillo de popa, todo lo suficientemente confortable como para saber el terreno que pisas. Y eso de que está encantado, eso es una verdadera estupidez. He navegado a bordo de un montón de barcos de los que se decía que estaban embrujados, y en algunos era así, pero no se trataba de una cuestión de espectros. Estuve en un barco en el que no se podía pegar ojo durante tu turno de descanso si antes no habías revuelto el camastro y organizado una meticulosa cacería. Algunas veces...
En ese momento, el relevo, uno de los marineros ordinarios, subía por la otra escalerilla del castillo de proa y el viejo se volvió a preguntarle por qué diablos no había venido antes a relevarle. El marinero respondió algo, pero yo no pude llegar a entender qué era, pues, de repente, a lo lejos sobre la popa, mis ojos embotados por el sueño se habían fijado en algo extraordinario y desconcertante. Se trataba nada menos que de la figura de un hombre que subía a bordo agarrándose al pretil por la parte de estribor, un poco hacia popa de la jarcia del palo mayor. Me incorporé, así la barandilla y miré.
Alguien habló a mi espalda. Era el vigía, que había bajado de la parte superior del castillo de proa y se dirigía hacia la popa para dar parte al segundo oficial del nombre del tripulante que le había relevado.
—¿Qué pasa, marinero? —preguntó con curiosidad al ver mi actitud de alerta.
La cosa, o lo que quiera que fuese, había desaparecido en medio de las sombras que reinaban sobre la cubierta por el lado de sotavento.
—¡Nada! —respondí con rapidez, pues estaba tan perturbado por lo que acababa de ver que no fui capaz de decir ninguna otra cosa. Necesitaba reflexionar.
El viejo lobo de mar se quedó mirándome, pero tan sólo murmuró algo y luego prosiguió su camino hacia la popa.
Permanecí allí mirando durante quizás un minuto, pero no fui capaz de ver nada. Luego me dirigí caminando lentamente hacia popa, hasta rebasar un poco la caseta que se levanta en medio de la cubierta principal. Desde aquella posición, podía ver la mayor parte de la cubierta; pero no distinguí absolutamente nada, excepto, claro está, las sombras ondulantes de los aparejos, las perchas y las velas que se agitaban de un lado a otro a la luz de la luna.
El viejo marinero que acababa de terminar su turno de guardia, volvía de nuevo hacia la proa y yo me encontraba solo en aquella parte de las cubiertas. Y en ese momento, como un destello, mientras observaba atentamente la oscuridad que reinaba por sotavento, recordé lo que me había dicho Williams acerca de que en el buque había demasiadas «sombras». Entonces me había preguntado repetidas veces qué quería decir aquello. No me resultaba difícil entenderlo ahora. Efectivamente, había demasiadas sombras. Sin embargo, hubiese o no hubiese sombras, decidí que, por mi propia tranquilidad espiritual, necesitaba determinar de una vez por todas si la cosa que había creído ver subir a bordo, desde las profundidades del océano, era una realidad o un simple fantasma surgido, digámoslo así, de mi propia imaginación. Porque la razón me aseguraba que aquello no era más que figuraciones mías, un sueño fugaz —debía de haberme quedado amodorrado durante la guardia—, pero algo más profundo que la razón me decía que no era así. Quise cerciorarme y me metí de cabeza en medio de las sombras... No había nada.
Levanté el ánimo. El sentido común me decía que debía de haberlo imaginado todo. Me acerqué al palo mayor y miré detrás del cabillero que lo rodeaba en parte y entre la oscuridad que se agazapaba debajo de las bombas; pero allí tampoco había nada. Entonces fui hasta el borde del puente de popa. Allí la oscuridad era más densa que en la cubierta principal. Examiné ambos lados de la cubierta y descubrí que no había nada que se pareciese a lo que estaba buscando. Me sentí reconfortado. Contemplé las escalerillas del castillo de popa y recordé que nada podía subir por allí sin que lo descubriesen el segundo oficial y el encargado de dar los cuartos. Entonces apoyé la espalda en el mamparo y pensé rápidamente en todo aquel asunto, dándole chupadas a mi pipa y sin quitar el ojo de las cubiertas. Dejé de reflexionar y dije en voz alta:
—¡No!
Pero entonces, algo me vino a la mente, y exclamé:
—A menos que...
Me acerqué a la amurada de estribor y me asomé a mirar el mar; pero allí no se veía otra cosa que agua, de tal forma que me volví de vuelta a la proa. Había triunfado el sentido común y llegué al convencimiento de que la imaginación me había jugado una mala pasada.
Caminé hasta la puerta del costado de babor que conduce al castillo de proa, y estaba a punto de entrar, cuando algo hizo que me diese la vuelta para mirar. Mientras lo hacía, empecé a temblar. A lo lejos, hacia popa, iluminada por la temblorosa luz de la luna que jugueteaba de aquí para allá barriendo la cubierta, se erguía una sombra difusa un poco por detrás del palo mayor.
Era la misma figura que acababa de atribuir a mis fantasías. Debo reconocer que me quedé bastante desconcertado, incluso algo asustado. Ahora estaba completamente convencido de que no eran imaginaciones mías. Se trataba de una figura humana. Y sin embargo, con el fluctuar de la luz de la luna y las sombras que bailaban por encima, era incapaz de decir algo más sobre aquello. Luego, mientras permanecía allí varado, indeciso y acobardado, se me ocurrió que posiblemente alguien se estaba dedicando a hacer el imbécil, aunque no me puse a pensar en las razones que lo llevaban a actuar de aquel modo. Estaba dispuesto a aceptar cualquier explicación que estuviese en concordancia con mi sentido común y, por de pronto, me sentí un tanto aliviado. Aquella perspectiva de lo sucedido no se me había ocurrido antes. Empecé a recobrar mi antiguo coraje. Me acusé de haber estado imaginando disparates; de otra manera ya habría caído en la cuenta mucho antes. Y sin embargo, lo más curioso era que, a pesar de todos mis razonamientos, aún tenía miedo de encaminarme hacia la popa y descubrir qué era lo que estaba merodeando por la parte de sotavento de la cubierta principal. Pero también me daba cuenta de que si no me atrevía a ir, merecería ser arrojado por la borda; así que fui, aunque sin demasiadas prisas, como os podéis imaginar.
Ya había recorrido la mitad del camino y la figura permanecía aún en el mismo lugar, perfectamente quieta y silenciosa; la luz de la luna y las sombras jugueteaban con ella a cada balanceo del barco. Creo que intenté hacerme el distraído. Si se trataba tan solo de uno de los compadres que estaba haciendo el tonto, ya tenía que haberme oído y, entonces, ¿por qué no escapaba mientras aún estaba a tiempo? ¿Y dónde había conseguido esconderse antes? Me hacía todas estas preguntas a la vez, con una extraña mezcla de duda y confianza; y, mientras tanto, ¿sabéis?, continuaba acercándome. Había dejado atrás la caseta del puente y me encontraba a no más de doce pasos de distancia cuando, de repente, la silenciosa figura dio tres rápidas zancadas hacia la baranda de babor y se precipitó por encima para hundirse en el mar.
Corrí hacia el pretil y miré por encima, pero no vi otra cosa que el reflejo sombrío del buque surcando las aguas iluminadas por la luz de la luna.
Me resultaría imposible decir el tiempo que permanecí contemplando estúpidamente la superficie del mar; más de un minuto, sin duda. Me sentía despistado, terriblemente despistado. Era una confirmación espantosa del carácter sobrenatural de algo que yo había intentado relegar como un simple producto de mis fantasías. Durante aquel breve lapsus de tiempo me sentí incapaz de hilvanar ningún pensamiento coherente, ¿lo entendéis? Supongo que estaba como aturdido y que tenía la mente embotada.
Como ya he dicho antes, transcurrieron uno o dos minutos mientras contemplaba la oscuridad de las aguas debajo del costado del buque. Luego, de golpe, recuperé mi estado normal. El segundo oficial estaba ordenando en voz alta:
—¡Brazas de proa a sotavento!
Me dirigí a las brazas como un sonámbulo que camina en sueños.
A la mañana siguiente, durante mi turno de descanso, le eché un vistazo a los lugares por donde aquella extraña cosa había subido y abandonado la nave; pero no descubrí nada anormal, ni el más mínimo indicio que me ayudara a entender el misterio de aquella extraordinaria presencia.
Luego, durante varios días, todo se desarrolló con absoluta normalidad; aunque a veces, en la noche, merodeaba por las cubiertas, intentando descubrir algo que pudiese arrojar alguna luz sobre el asunto. Tuve mucho cuidado en no decir nada de lo que había visto a los demás miembros de la tripulación. De todos modos, estaba seguro que se hubiesen reído de mí.
De esta forma transcurrieron varias noches más, y no me hallaba más cerca de la resolución del problema. Pero entonces, en el transcurso de la guardia nocturna, sucedió algo.
Era mi turno al timón. Tammy, uno de los aprendices que navegaba por primera vez, se encargaba de dar las horas, yendo y viniendo por el costado de sotavento del castillo de popa. El segundo oficial estaba un poco por delante, apoyado en el pretil del salto de popa, fumando su pipa. El tiempo se mantenía bonancible y la luna, aunque menguante, todavía brillaba con la luz suficiente como para resaltar con claridad los detalles de todo lo que había en el puente de popa. Habían sonado tres campanadas, y debo admitir que estaba un poco amodorrado, pues el viejo cascarón se manejaba con suma facilidad y había muy poco que hacer, a parte de darle un pequeño giro al timón de cuando en cuando. Y en esos momentos, de repente, me pareció que alguien me llamaba por mi nombre en voz muy queda. No estaba del todo seguro; primero miré hacia delante, al lugar en el que se hallaba el segundo oficial, fumando, y luego a la bitácora. La proa del buque mantenía el rumbo correcto, y aquello me tranquilizó. Pero pronto, bruscamente, volví a escuchar la misma voz. En aquella ocasión no había ningún género de dudas, y entorné los ojos mirando a sotavento. Entonces vi que Tammy extendía el brazo por encima de la rueda del timón, intentando tocar mi hombro con su mano. Estaba a punto de preguntarle qué diablos quería cuando se llevó un dedo a los labios reclamando silencio, y luego lo dirigió hacia delante, señalando el costado de sotavento del puente de popa. Al resplandor de aquella luz macilenta pude ver que su cara había palidecido y que estaba bastante nervioso. Miré durante algunos segundos en la dirección que él señalaba, pero fui incapaz de ver nada.
—¿Qué pasa? —pregunté en voz baja, después de intentar descubrir algo—. No puedo ver nada.
—¡Chissst! —susurró ásperamente, sin dirigirme la mirada. Luego, bruscamente, lanzó un pequeño gemido, saltó por encima de la caja del timón y se puso a mi lado, temblando de los pies a la cabeza. Sus ojos parecían seguir los movimientos de algo que yo no alcanzaba a distinguir.
Debo decir que me encontraba bastante asustado. Sus actos denotaban tanto terror, miraba a sotavento de tal manera que me hizo llegar a pensar que realmente estaba viendo algo espectral.
—¿Qué diablos pasa contigo? —le pregunté muy serio. Y entonces me acordé del segundo oficial. Miré adelante, al lugar donde permanecía tranquilamente de guardia. Seguía dándonos la espalda y aún no había visto a Tammy. Me volví hacia el muchacho.
—¡Por el amor de Dios, vuelve a tu puesto de guardia antes de que te vea el segundo! —le dije—. Si quieres contarme algo, dímelo desde el otro lado de la caja del timón. Debes de haber estado soñando.
Pero incluso mientras hablaba, el pobre golfillo me cogía la manga con la mano; y, de pronto, con la otra señaló el riel de la corredera y se puso a gritar:
—¡Ahí viene! ¡Ahí viene!
En ese mismo instante, el segundo oficial llegó a la carrera, preguntando qué estaba sucediendo. Y entonces, de repente, vi algo que se agazapaba debajo del pretil, cerca del riel de la corredera, algo que se parecía a una figura humana; pero tan irreal, tan difusa, que apenas podía asegurar haber visto nada. Sin embargo, con la rapidez del rayo, mis pensamientos retrocedieron hasta la silenciosa figura que yo mismo había contemplado una semana antes bajo la luz vacilante de la luna.
El segundo oficial se puso a mi lado, y le señalé la sombra sin decir nada; y, mientras así lo hacía, sabía con absoluta certeza que él no podría ver nada de lo que yo estaba contemplando. (Es extraño, ¿verdad?) Y luego, en un abrir y cerrar de ojos, le perdí la pista a aquella cosa, y descubrí que Tammy estaba abrazado a mis rodillas.
El segundo oficial continuó mirando el riel de la corredera un rato más; al momento se volvió hacia mí despectivo.
—¡Supongo que os habéis quedado dormidos los dos!
Y luego, sin esperar mi negativa, le dijo a Tammy que dejara de fastidiar de una maldita vez y que acallara sus gemidos o él mismo le echaría a puntapiés del castillo de popa.
Acto seguido, se dirigió de nuevo al pretil del salto de popa y volvió a encender su pipa; se puso a caminar de arriba abajo y de vez en cuando me echaba una mirada, en la que yo creía distinguir una expresión entre escéptica y dubitativa.
Un poco más tarde, apenas fui relevado, me encaminé precipitadamente al camarote de los aprendices. Tenía urgencia de hablar con Tammy. Me atormentaban una docena de preguntas que quería hacerle, y no sabía exactamente cómo actuar. Le encontré acurrucado sobre un cofre marinero, con el mentón apoyado en las rodillas y una mirada de pavor clavada en el umbral de la puerta. Dio un respingo al ver asomar mi cabeza en el interior del camarote, pero en seguida, al comprobar que era yo, relajó un tanto aquella tensa expresión de su rostro.
—Entra —dijo, en voz baja, intentando aparentar firmeza en vano; pasé por encima del rodapié y me senté en un arcón, enfrente de él.
—¿Qué era eso? —preguntó, apoyando los pies en el entarimado e inclinándose hacia delante—. ¡Dime qué era, por el amor de Dios!
Había levantado la voz y yo le hice una seña con la mano para que se contuviera.
—¡Chissst! —dije—. Vas a despertar a los demás.
Repitió la pregunta en un tono más bajo. Vacilé antes de responderle. De nuevo tenía la sensación de que era mejor negarlo todo, decir que no había visto nada extraño. Lo pensé rápidamente y contesté lo primero que se me ocurrió.
—¿Qué era qué?. —dije—. Precisamente eso es lo que venía a preguntarte. Un par de estúpidos en el puente de popa, eso es lo que has conseguido que parezcamos ambos con tus ataques de histeria.
Concluí mi reprimenda con un colérico tono de voz.
—¡No es cierto! —susurró apasionadamente—. Sabes que no es cierto. Tú mismo lo has visto. Se lo has señalado al segundo oficial. Vi cómo lo hacías.
El pobre muchacho estaba a punto de echarse a llorar, angustiado por el miedo y la rabia ante mi aparente incredulidad.
—¡Tonterías! —repliqué—. Sabes condenadamente bien que te habías quedado dormido en tu puesto ante la campana. Tuviste alguna pesadilla y te despertaste sobresaltado. Parecías completamente ido.
Estaba decidido a tranquilizarle en la medida de lo posible; aunque, ¡por Dios!, buena falta me hacía tranquilizarme a mí mismo. ¡Qué sería de él si supiese algo de la otra cosa que vi en la cubierta principal!
—Estaba tan dormido como tú —dijo desafiante—. Y lo sabes. Te estás burlando de mí. Este barco está embrujado.
—¿Qué? —exclamé con brusquedad.
—Está embrujado —repitió—. Está embrujado.
—¿Quién dice eso? —pregunté, incrédulo.
—¡Yo! Y tú lo sabes. Todo el mundo lo sabe; aunque no están del todo seguros... Yo tampoco lo estaba, hasta esta noche.
—¡Menuda estupidez! —respondí—. Todas esas habladurías no son más que fábulas de viejos lobos de mar. Este barco está tan embrujado como yo.
—No es ninguna maldita estupidez —respondió, totalmente convencido—. Y no son fabulaciones de viejos lobos de mar... ¿Por qué no reconoces que tú también lo has visto? —exclamó, cada vez más excitado y a punto de echarse a llorar; había elevado de nuevo el tono de voz.
Le advertí una vez más que no despertase a los que dormían.
—¿Por qué no quieres admitir que lo has visto? —repitió.
Me levanté del arcón y fui hacia el umbral de la puerta.
—Eres un niñato y un idiota —le dije—. Y te aconsejo que no vayas lloriqueando así por las cubiertas. Hazme caso y ve a echarte un sueño. Estás diciendo majaderías. A lo mejor mañana cuando despiertes te das cuenta de que has estado actuando como un borrico.
Volví a pasar por encima del rodapié, dejándole solo. Creo que me siguió hasta la puerta con la intención de decirme algo más; pero, para entonces, yo ya estaba a medio camino del puente de proa.
Durante los dos siguientes días, eludí al muchacho todo lo que pude, procurando por todos los medios no encontrarme a solas con él. Estaba decidido, si ello era posible, a convencerle de que había cometido un error al creer que había visto algo aquella noche. Sin embargo, a pesar de todo, no sirvió de mucho, como se verá muy pronto. Pues la noche del segundo día tuvieron lugar otros acontecimientos extraordinarios que hicieron inútil toda negativa por mi parte.
Sucedió durante la primera guardia, inmediatamente después de la sexta campanada. Estaba en la parte delantera, sentado en la escotilla de proa. No había ni un alma en la cubierta principal. La noche era excepcionalmente hermosa y el viento había cesado hasta casi desaparecer; en el buque reinaba la calma más absoluta.
De pronto oí la voz del segundo oficial: —¡Allí, en el aparejo del palo mayor! ¿Quién trepa por la arboladura?
Me incorporé y presté atención. Siguió un denso silencio. Al poco volví a escuchar la voz del segundo. Estaba visiblemente enojado.
—¡Maldita sea! ¿Es que no me oyes? ¿Qué diablos haces ahí arriba? ¡Baja inmediatamente!
Me puse en pie y eché a andar hacia barlovento. Desde aquella posición podía ver el borde del puente de popa. El segundo oficial se erguía frente a la escalerilla de estribor. Al parecer, estaba mirando algo que las velas de gavia me ocultaban. Mientras yo intentaba descubrir algo, se puso de nuevo a gritar:
—¡Infiernos y maldiciones! ¡Tú, condenado estúpido, baja de ahí en cuanto te lo ordeno!
Dio un taconazo sobre la cubierta y repitió la orden, terriblemente enfadado. Mas no hubo respuesta. Comencé a andar hacía popa. ¿Qué había sucedido? ¿Quién había trepado a la arboladura? ¿Quién podía ser tan imbécil como para subir sin que nadie se lo hubiese ordenado? En ese momento, sin previo aviso, recordé algo. La figura que Tammy y yo habíamos vislumbrado. ¿Acaso el segundo oficial había visto a alguien... o algo? Eché a correr, pero me detuve en seguida. En ese mismo momento el segundo oficial hizo sonar su silbato con un pitido agudo, llamando a la guardia, así que me di la vuelta y me precipité hacia el castillo de proa para alertar a mis compañeros. Un minuto después corría junto a ellos hacia popa para ver por qué se nos requería.
—Quiero que algunos de vosotros subáis al palo mayor, inmediatamente, y que averigüéis quién es ese maldito cretino que está ahí arriba. Y qué mal está tramando.
—A la orden, a la orden, señor —gritaron varios marineros, y un par saltaron sobre los aparejos de barlovento. En seguida los alcancé mientras el resto se disponía a seguirnos, aunque el segundo ordenó que varios subieran por el lado de sotavento, por si acaso el sujeto intentaba escapar por aquel sitio.
Mientras seguía a los otros dos trepando por la arboladura, oí que el segundo oficial le decía a Tammy, que estaba de turno dando los cuartos, que se dirigiese, junto con otro aprendiz, a la cubierta principal y que no perdiesen de vista los obenques de popa.
—A lo mejor intenta escapar por alguno de ellos al sentirse acorralado —escuché que les explicaba—. Si veis algo, dadme un grito inmediatamente.
Tammy dudaba.
—¿Y bien? —dijo el segundo oficial muy serio.
—Nada, señor —contestó Tammy, y bajó corriendo hacia la cubierta principal.
El marinero que había subido en primer lugar ya estaba sobre los obenques más altos; asomó la cabeza y echó un vistazo a su alrededor antes de aventurarse a subir más arriba.
—¿Ves algo, Jock? —preguntó Plummer, que estaba un poco por delante de mí.
—¡Qué va! —respondió Jock, bruscamente, y siguió trepando hacia arriba, desapareciendo de mi vista.
El compañero que iba delante de mí fue tras él. Alcanzó los obenques superiores e hizo una pausa para escupir. Yo estaba pegado a sus talones y se volvió a mirarme.
—¿Qué pasa aquí? —dijo—. ¿Qué ha visto el segundo oficial? ¿A quién estamos persiguiendo?
Le dije que no tenía ni idea, y él siguió trepando hacia los aparejos más elevados de la arboladura. Fui tras él. Los compañeros que habían subido por la parte de sotavento se hallaban a la misma altura que nosotros. Pude ver a Tammy y al otro aprendiz por debajo del seno de la gavia; se hallaban en la cubierta principal mirando hacia arriba.
Los demás marineros parecían un tanto excitados y algo confundidos; aunque yo me inclinaba a pensar que su actitud era debida a la curiosidad y a una cierta sensación de que en todo aquello había algo raro. Me daba perfecta cuenta de que, entre los hombres que subían por sotavento, había una cierta tendencia a permanecer lo más cerca posible el uno del otro, cosa con la que estaba totalmente de acuerdo.
—Será un maldito polizón —sugirió uno de los hombres.
Me apunté en seguida a tal idea. Quizá... Pero al cabo de un momento la deseché. Recordé que la primera cosa había saltado por encima del pretil para hundirse en el interior de las aguas. Aquello no se podía explicar con tanta facilidad. Toda esta situación me hacía sentir curioso e inquieto. Esta vez, yo no había conseguido ver nada. ¿Qué podría haber observado el segundo oficial? Me intrigaba. ¿Íbamos detrás de unos seres imaginarios o realmente había alguien... algo real, encima de las sombras que nos rodeaban? Mis pensamientos retornaron a aquella cosa que Tammy y yo habíamos descubierto cerca del riel de la corredera. Recordé que el segundo oficial no había sido capaz de ver nada. Recordé que me había parecido totalmente normal que fuese así. Volví a distinguir la palabra «polizón». Al fin y al cabo, sería una explicación perfectamente válida a lo que estaba sucediéndonos. Podría ser...
Mis pensamientos se vieron bruscamente interrumpidos. Uno de los hombres gritaba y hacía gestos.
—¡Le veo! ¡Le veo! —señalaba algo que estaba por encima de nuestras cabezas.
—¿Dónde? —preguntó el que estaba delante de mí—. ¿Dónde?
Yo miraba hacia arriba, prestando la mayor atención. En cierta manera me sentía aliviado. «O sea, que es real», me decía. Estiré la cabeza, mirando en todas direcciones por encima de las jarcias. Pero no pude ver nada, nada excepto sombras y parches de luz.
Desde abajo me llegó la voz del segundo oficial que gritaba en el puente.
—¿Lo habéis cogido? —decía.
—Todavía no, señor —exclamó el marinero que se encontraba más abajo por el lado de sotavento.
—Le estamos viendo, señor —añadió Quoin.
—¡Yo no! —dije.
—Ahí está de nuevo —dijo él.
Habíamos alcanzado el aparejo del juanete y Quoin señalaba la verga del sobrejuanete.
—Eres un imbécil, Quoin. Un verdadero imbécil.
La voz surgía de arriba. El que hablaba era Jock, produciendo un coro de carcajadas a costa de Quoin.
Ahora podía ver a Jock de nuevo. Permanecía de pie sobre el aparejo, justo debajo de la verga. Había subido en línea recta mientras que los demás nos demorábamos sobre la gavia.
—Eres tonto, Quoin —repitió—. Y estoy empezando a pensar que el segundo también lo es.
Empezó abajar.
—¿Así que no hay nadie? —pregunté.
—Qué va —dijo, tajante.
Nada más bajar a cubierta, el segundo oficial vino corriendo desde el puente de popa. Se dirigió a nosotros como si esperara algo.
—¿Le habéis cogido? —preguntó, confiado.
—No había nadie —dije.
—¿Qué? —aulló—. ¡Estáis intentando ocultarme algo!
—agregó, furioso, mirándonos de uno en uno—. Vamos. ¿Quién era?
—No le ocultamos nada —respondí en nombre de todos los demás—. No había absolutamente nadie ahí arriba.
El segundo volvió a mirarnos a todos.
—¿Es que acaso soy tonto? —preguntó desdeñoso.
Hubo un silencio de aprobación.
—Lo he visto con mis propios ojos —prosiguió—. Y Tammy, aquí presente, también. Aún no había pasado de la gavia cuando lo descubrí por primera vez. Estoy completamente seguro. Es una maldita estupidez decir que no había nadie.
—Bueno, señor, allí no está —respondí—. Jock ha subido hasta lo alto de la verga del sobrejuanete.
El segundo oficial permaneció en silencio; dio unas zancadas en dirección a la popa y levantó la vista hacia el palo mayor. Luego se dirigió a los dos aprendices.
—Muchachos, ¿seguro que ninguno de los dos habéis visto bajar a nadie desde lo alto del palo mayor? —preguntó, desconfiado.
—Seguro, señor —respondieron ambos al mismo tiempo.
—De cualquier manera —le oí murmurar en voz baja—, de haber sido así, yo mismo tenía que haberlo descubierto.
—Señor, ¿tiene usted alguna idea de a quién puede haber visto? —le pregunté, llegados a esta coyuntura.
—¡No! —respondió.
Se puso a reflexionar brevemente mientras los demás permanecíamos en silencio a su alrededor, esperando a que nos diera permiso para retirarnos.
—¡Por todos los diablos! —exclamó, de repente—. Tenía que haberme dado cuenta mucho antes.
Se volvió hacia nosotros y nos miró de uno en uno.
—¿Estáis todos aquí? —preguntó.
—Sí, señor —contestamos a coro. Advertí que estaba contándonos. En seguida volvió a hablar.
—Quiero que no os mováis del lugar que ocupa cada uno. Tammy, vete al camarote y comprueba si tus demás compañeros están en las literas. Luego vuelves a informarme. ¡Vamos, rápido!
El muchacho salió corriendo y el segundo oficial se volvió hacia el otro aprendiz.
—Tú, ve directamente al castillo de proa —dijo—. Cuenta a los hombres de la otra guardia y luego vuelves en seguida a darme el parte.
Cuando el muchacho desapareció por la cubierta de camino al castillo de proa, volvió Tammy de su visita a la «madriguera sagrada» y le informó al segundo oficial de que los otros dos aprendices dormían a pierna suelta en sus respectivas literas. Inmediatamente, el segundo oficial le ordenó que marchase a ver si el carpintero y el velero estaban en sus camarotes.
Nada mas irse, volvió el otro chico desde la proa, y le comunicó que todos los marineros estaban en sus literas durmiendo.
—¿Seguro? —preguntó el segundo.
—Completamente, señor —respondió.
El segundo oficial hizo un gesto de impaciencia.
—Comprueba si el ordenanza está en su camarote —dijo con brusquedad. Para mí era evidente que estaba terriblemente confundido.
«Aún tiene mucho que aprender, señor segundo oficial», dije para mis adentros. Luego comencé a preguntarme qué conclusiones sacaría de todo aquello.
Tammy volvió unos segundos después, y le informó de que el carpintero, el velero y el «doctor» estaban completamente dormidos.
El segundo oficial murmuró algo y luego le dijo que bajase al comedor a ver si, por un casual, el primer y el tercer oficial aún no se habían retirado a sus respectivos camarotes.
Tammy comenzó a andar pero se detuvo bruscamente.
—¿Quiere que le eche un vistazo al camarote del Viejo, ya que me pilla de camino, señor? —preguntó.
—¡No! —dijo el segundo oficial—. Haz lo que te he dicho, y luego vienes a toda prisa a informarme. Si alguien tiene que ir al camarote del capitán, seré yo mismo.
—¡A la orden, a la orden, señor! —dijo Tammy, y se dirigió al castillo de popa.
En esos momentos llegó el otro aprendiz y le comunicó que el ordenanza se hallaba en su camarote y que, además, quería saber por qué infiernos estaba él, un simple aprendiz, merodeando por aquella parte del buque.
El segundo oficial estuvo cerca de un minuto sin decir absolutamente nada. Luego se volvió hacia nosotros y nos dio permiso para retirarnos a la proa.
Mientras nos íbamos todos juntos y hablando en voz baja, llegó Tammy corriendo desde la popa en dirección al segundo oficial. Le oí decir que los dos oficiales estaban durmiendo en sus respectivos camarotes. Luego añadió, con un matiz de duda en su voz:
—El Viejo también duerme.
—Creí haberte dicho... —empezó a decir el segundo oficial.
—No lo hice, señor —se excusó Tammy—. La puerta de su camarote estaba abierta.
El segundo echó a andar hacia popa. Alcancé a escuchar un fragmento de lo que le estaba diciendo a Tammy.
—... para toda la tripulación. Soy...
Subió al castillo de popa. No pude oír el resto.
Me había rezagado un poco y corrí para unirme a los demás. Mientras nos aproximábamos al castillo de proa, sonó una campanada; despertamos a la guardia entrante y les contamos la juerga que habíamos tenido.
—Yo pienso que está un poco chiflado —exclamó uno de los marineros.
—No lo creo —dijo otro—. Para mí que se ha quedado dormido sobre el puente y se ha puesto a soñar que venía su suegra a hacerle una visita de cortesía.
Ante aquellas palabras algunos comenzaron a reír, y me sorprendí a mí mismo acompañando sus carcajadas; pero no tenía ningún motivo para creer que en realidad no había sucedido nada.
—Pues puede tratarse de un polizón, ¿sabéis? —oí que le comentaba Quoin, insistiendo en lo que ya había dicho antes, a uno de los marineros de segunda llamado Stubbins, un tipo bajo y de mirada hosca.
—¡Sí, y podría haber sido el diablo en persona! —replicó Stubbins—. Los polizontes no actúan de forma tan estúpida.
—No sé —dijo el otro—. Me gustaría haberle preguntado al segundo qué pensaba de todo esto.
—De cualquier manera, yo descartaría lo del polizón —dije, interviniendo en la conversación—. ¿Qué iba a hacer un polizón en lo alto de la arboladura? Apuesto a que sería más fácil encontrarle merodeando por los alrededores de la despensa.
—Puedes jurarlo, desde luego —dijo Stubbins. Encendió su pipa y se puso a dar chupadas, lentamente.
—La verdad es que no entiendo nada —recalcó, tras un momento de silencio.
—Tampoco yo —dije. Luego permanecí en silencio, atento a lo que decían los demás sobre todo aquel asunto.
Entonces, mi mirada se posó en Williams, el sujeto que me había hablado de las «sombras». Estaba sentado en su litera, fumándose una pipa, y no hacía el más mínimo esfuerzo por meterse en la conversación.
Me puse a su lado.
—¿Qué piensas de esto, Williams? —le pregunté—. ¿Crees que el segundo oficial ha visto algo de verdad?
Me miró receloso, pero no dijo absolutamente nada.
Su silencio me molestó bastante, aunque procuré que no se me notara. Al cabo de un rato, insistí.
—Ya sabes, Williams, estoy empezando a comprender lo que querías decir aquella noche, cuando me comentaste eso de que había demasiadas sombras.
—¿A qué te refieres? —preguntó, sacándose la pipa de la boca y con aspecto de estar bastante sorprendido.
—Pues a lo que ya te he dicho —contesté—, A que hay demasiadas sombras.
Se levantó, asomándose entre las literas, y me señaló con la mano con la que sostenía su pipa. Su miraba mostraba muy a las claras la excitación que le invadía.
—¿Has visto...? —dudó, sin apartar la vista de mi persona, mientras hacía verdaderos esfuerzos por explicarse.
—Y bien... —dije, incitándole.
Luchó durante casi un minuto entero por decir algo. Luego su expresión cambió por completo; pasó de la duda, y de algo bastante más impreciso, a mostrar un aspecto mucho más decidido y amenazador.
Habló.
—Que me condenen —dijo— si a este maldito barco no le saco mi paga, con sombras o sin ellas.
Le miré estupefacto.
—¿Qué tiene que ver esto con que a ti te den la paga? —pregunté.
Asintió con la cabeza, en un gesto de estólida determinación.
—Escúchame bien —dijo.
Yo aguardaba.
—La tripulación desembarcó a toda prisa —hizo un ademán con la mano en la que sostenía su pipa abarcando las cubiertas de popa.
—¿Quieres decir en Frisco? —apunté.
—Sí, y sin cobrar un céntimo de su paga. Yo me quedé a bordo.
De repente lo entendí todo.
—Es decir, que tú crees que ellos vieron... —vacilé un instante, pero al cabo dije—: ...sombras.
Asintió, pero no dijo nada.
—¿Y por ese motivo se largaron?
Asintió de nuevo, y se puso a dar golpecitos con su pipa en el borde de la litera.
—¿Y el capitán y los oficiales? —añadí.
—Todos son nuevos —dijo, y salió de la litera, pues acababan de sonar ocho campanadas.
Fue la noche del viernes cuando el segundo oficial ordenó que la guardia subiera a la arboladura para determinar qué hacía aquel hombre en lo alto del palo mayor; durante los cinco días siguientes apenas se comentó nada acerca del incidente, y, con la excepción de Williams, Tammy y yo mismo, nadie parecía darle demasiada importancia al asunto. Aunque quizá no debería haber excluido a Quoin, que seguía afirmando, en cuanto se le presentaba la más mínima oportunidad, que había un polizón a bordo. En cuanto al segundo oficial, ya casi no tenía ninguna duda de que estaba empezando a intuir que en todo aquello había algo más profundo e incomprensible de lo que había imaginado en un principio. De cualquier manera, yo sabía que se guardaría bien dentro sus suposiciones y conjeturas, pues tanto el Viejo como el primer oficial se habrían burlado despiadadamente de «su fantasma». Me enteré gracias a Tammy, que les había oído a ambos mientras se lo echaban en cara durante la segunda guardia de cuartillo del día siguiente. Tammy también me contó otra cosa que demostraba hasta qué punto estaba preocupado el segundo oficial por su incapacidad para entender las misteriosas apariciones y desapariciones del hombre que había visto en lo alto de la arboladura. Le había pedido a Tammy que le contase, con todo detalle, lo que era capaz de recordar sobre la figura que habíamos visto en el riel de la corredera. Y aún más, en ningún momento había vuelto el segundo oficial a tomarse aquel asunto a la ligera, sino todo lo contrario: escuchó el relato con la mayor atención y luego le hizo un montón de preguntas. Era evidente, al menos para mí, que estaba llegando a la única explicación posible. Sin embargo, Dios es testigo, aquella era una conclusión inverosímil y bastante improbable.
Sucedió la noche del miércoles, pasados cinco días desde que tuvo lugar la charla que ya he relatado, cuando se desarrolló otro espantoso acontecimiento que añadió una nota más de terror a todos los que sospechábamos algo. Y sin embargo, entiendo perfectamente que aquellos que por aquel entonces todavía no habían visto nada no encontrasen, en lo que os voy a relatar a continuación, motivos particulares de temor. Pese a todo, incluso ellos se sintieron intrigados y sorprendidos y quizá, en el fondo, un poco asustados. En aquel asunto existían demasiados hechos inexplicables, pero también había un buen número de cosas naturales y corrientes. Pues, en resumidas cuentas, cuando todo hubo finalizado, tan sólo quedó una vela suelta que se había puesto a chasquear, aunque aquel hecho se vio acompañado de una serie de detalles bastante significativos... significativos a tenor de lo que ya sabíamos Tammy, el segundo oficial y yo mismo.
Habían sonado siete campanadas, y luego otra, de la guardia de prima, y nuestro turno se estaba preparando para relevar al del primer oficial. La mayoría de los hombres ya estaban fuera de las literas, revolviendo sus baúles y terminando de vestirse.
De repente, uno de los aprendices de la otra guardia asomó la cabeza a través de la puerta del costado de babor.
—El primer oficial quiere saber —dijo— quién de vosotros aseguró el sobrejuanete de proa durante la guardia anterior.
—¿Y por qué quiere saber eso? —preguntó uno de los hombres.
—Porque por el lado de sotavento está suelto —respondió el aprendiz—. Y dice que el tipo que lo ha cargado tan mal tiene que subir y solucionar el problema en cuanto se haga el cambio de turnos.
—¡Ah! ¿Sólo se trata de eso? Bueno, pues yo no he sido —contestó el marinero—. Mejor pregunta a los demás.
—¿Preguntar qué? —dijo Plummer saliendo medio dormido de su litera.
El aprendiz repitió el mensaje.
El marinero bostezó y empezó a desperezarse.
—Vamos a ver —masculló, rascándose la cabeza con una mano mientras tanteaba en busca de sus pantalones con la otra—. ¿Quién aseguró el sobrejuanete de proa? —Se puso los pantalones y se incorporó—. Pues el marinero raso, claro; ¿quién otro podría ser?
—¡Eso es todo lo que quería saber! —dijo el aprendiz, y desapareció.
—¡Eh! ¡Tom! —gritó Stubbins al marinero de tercera—. Despierta de una vez, maldito perezoso. El primer oficial acaba de mandar recado interesándose por el tipo que cargó el sobrejuanete de proa. Está suelto y chasqueando, y dice que tienes que subir a asegurarlo de nuevo tan pronto como den los ocho toques de campana.
Tom saltó de su litera y empezó a vestirse con rapidez.
—¡Suelto y chasqueando! —dijo—. Pero si no hace demasiado viento y aferré fuertemente los cabos debajo de las vueltas.
—A lo mejor uno de los cabos está podrido y se ha soltado —sugirió Stubbins—. Sea lo que sea, es mejor que aligeres; están a punto de dar las ocho campanadas.
Un minuto después dieron los ocho toques y salimos en tropel para pasar lista. Una vez nombrados todos los hombres del turno, vi que el primer oficial se acercaba al segundo y le decía algo. Inmediatamente el segundo oficial gritó:
—¡Tom!
—¡Señor! —repuso Tom.
—¿Fuiste tú el encargado de asegurar el sobrejuanete de proa durante la guardia anterior?
—Sí, señor.
—¿Y cómo es que está suelto y chasqueando?
—No lo sé, señor.
—Bien, pues el caso es que lo está, y lo mejor que puedes hacer es subir corriendo a la arboladura y aferrar ese cabo. Y esta vez procura hacerlo mucho mejor.
—A la orden, señor —replicó Tom, dirigiéndose a popa con el resto de nosotros. Al llegar a la jarcia de trinquete se subió a ella y comenzó a trepar con despreocupación. Lo veía con bastante claridad ya que la luna, aunque entraba en fase de cuarto menguante, aún resplandecía en el cielo nítida y brillante.
Me detuve en el cabillero del costado de barlovento y me apoyé en él, observando al marinero mientras cargaba mi pipa. El resto de los hombres, tanto el turno en cubierta como el de retén, se hallaban en el castillo de proa, así que yo era el único que permanecía en la cubierta principal. Pero un minuto después me di cuenta de que estaba equivocado, pues al ir a encender un fósforo descubrí a Williams, el muchacho londinense, que aparecía por el costado de sotavento de la caseta y levantaba los ojos para mirar al marinero raso que ascendía despreocupadamente por la arboladura. Me sorprendió un poco, pues sabía que se traía entre manos una partida de póquer con otros tres marineros y que ya llevaba ganadas más de sesenta libras de tabaco. Creo que iba a abrir la boca para preguntarle por qué no seguía jugando cuando, de repente, me vino a la memoria la primera conversación que tuve con él. Recuerdo que en aquella ocasión había dicho algo acerca de que las velas siempre se soltaban y se ponían a chasquear en medio de la noche. Recuerdo que había pronunciado esas últimas palabras de una manera especial que entonces no podía entender; y rememorando todas aquellas cosas, comencé a sentirme asustado. Ahora me daba cuenta; me parecía bastante absurdo que una vela —por muy mal que hubiese sido aferrada— se pusiera a chasquear con un tiempo tan apacible y sereno como el que teníamos en aquellos momentos. Me sorprendía no haber pensado antes que en el interior de todo aquello se escondía algo misterioso e insólito. Las velas no se sueltan por sí solas en un tiempo tan apacible, con una mar tan serena y en un buque tan inmóvil como una roca. Me aparté del cabillero y fui hacia donde estaba Williams. Sabía, o al menos sospechaba, algo que yo no podía ni imaginar en aquellos momentos. Allí arriba, Tom continuaba trepando, pero ¿qué iba a encontrar? Eso era lo que más me aterrorizaba. ¿Debía dar parte de todo lo que sabía y sospechaba? Y, en ese supuesto, ¿a quién? Lo único que iba a conseguir es que se rieran delante de mis... Yo...
Williams se volvió hacia mí y dijo:
—¡Maldita sea! ¡Ya empezamos otra vez!
—¿Cómo? —le pregunté, aunque sabía muy bien a qué se refería.
—Las velas —respondió, haciendo un gesto en dirección al sobrejuanete de proa.
Eché un rápido vistazo. El lado de sotavento de la vela estaba completamente suelto desde el puño de escota. Un poco por debajo vi a Tom que se incorporaba para alcanzar el aparejo del sobrejuanete.
Williams habló de nuevo.
—Exactamente igual perdimos a dos marineros durante la travesía de vuelta.
—¡A dos marineros! —exclamé.
—¡Sí! —dijo escuetamente.
—No puedo entenderlo —insistí—. Jamás había oído hablar de eso.
—¿Y quién te lo iba a contar? —me espetó.
Pero no contesté a su pregunta; en realidad, apenas si había entendido lo que me estaba diciendo, pues continuaba dándole vueltas a todo aquel problema y a cómo debía yo actuar para solucionarlo.
—Creo que voy a acercarme hasta la popa a decirle al segundo oficial todo lo que sé —dije—. Él mismo también ha visto algo que no acierta a explicarse y, en cualquier caso, no puedo soportar esta situación. Si el segundo oficial lo sabe todo...
—¡Vamos, hombre! —me interrumpió Williams—. Dirá que eres un maldito idiota. No vayas todavía. Deja las cosas como están.
Me quedé parado, hecho un mar de dudas. Tenía toda la razón del mundo en lo que me acababa de decir, y yo me devanaba los sesos pensando la manera más adecuada de actuar. Estaba completamente convencido de que en lo alto de la arboladura acechaba algún peligro, aunque si alguien me hubiese preguntado los motivos que me llevaban a pensar así, no habría sabido qué responderle. Pero estaba tan seguro de que lo había como si ya lo hubiese visto con mis propios ojos. Y sin embargo, ignoraba de tal manera la forma con la que podría presentarse, que no sabía si ayudaría en algo el que yo subiese a la verga a hacer compañía a Tom. Aquel pensamiento me vino mientras miraba al sobrejuanete. Tom había llegado a la vela y estaba erguido sobre el marchapié. Se inclinaba por encima de la verga, intentando alcanzar los cabos sueltos. En esos momentos, mientras observaba la escena, vi que el seno del sobrejuanete aleteaba bruscamente de un lado a otro, como si la vela hubiese tomado un fuerte y repentino soplo de viento.
—¡Maldita sea...! —empezó a decir Williams con tono excitado y ansioso. Pero se cortó tan bruscamente como había empezado. En cuestión de segundos, la vela había girado sobre la parte posterior de la verga y, de un latigazo, parecía haber arrojado a Tom del marchapié.
—¡Dios mío! —exclamé—. ¡Ha desaparecido!
Por un instante mis ojos se cubrieron de una especie de neblina, mientras Williams gritaba algo que yo no llegaba a entender. Luego, con idéntica rapidez, aquel velo desapareció de mis ojos, y pude ver de nuevo con plena claridad.
Williams señalaba algo, y conseguí distinguir una figura negra que se balanceaba debajo de la verga. Williams gritó algo más y se precipitó hacia la jarcia de proa. Pude entender sus últimas palabras...
—...el tomador.
En seguida me di cuenta de que Tom, al caer, se las había arreglado para aferrarse a un tomador, y me lancé detrás de Williams para ayudarle a poner a salvo al muchacho.
Abajo, sobre cubierta, oí el taconeo de pasos que corrían y luego la voz del segundo oficial. Preguntaba qué diablos estaba sucediendo allá arriba, pero en esos momentos no me tomé la molestia de responder. Necesitaba todo el aire para subir a la arboladura. Sabía perfectamente que algunos tomadores no eran más resistentes que viejos cordones podridos y que si Tom no lograba aferrarse a algún aparejo de la verga de juanete que tenía debajo, se precipitaría al vacío en cualquier momento. Llegué a la cofa y me impulse rápidamente hacia arriba. Williams se hallaba un poco por delante de mí. En menos de un minuto alcancé la verga de juanete. Williams había conseguido trepar a la de sobrejuanete. Me deslicé por el marchapié del juanete hasta situarme justo debajo de Tom; acto seguido le grité que se dejase caer hasta donde yo estaba y que le cogería al vuelo. No contestó absolutamente nada, y descubrí que estaba colgando de una forma muy rara, sujeto por un solo brazo, como muerto.
Escuché la voz de Williams que me llegaba desde arriba, desde la verga de sobrejuanete. Gritaba que subiera y que le ayudase a izar a Tom encima de la verga. Cuando llegué a su lado, me dijo que el tomador se había enrollado alrededor de la muñeca del muchacho. Me incliné sobre la verga y miré hacia abajo. Era tal y como decía Williams, y pensé que se había salvado por un pelo. Lo extraño es que en aquel preciso instante me dio por pensar que hacía muy poco viento. Recordaba el violento latigazo que había recorrido la vela cuando golpeó contra el muchacho.
Durante todo ese rato estuve muy ocupado intentando desenredar el cabo del briol de babor. Cogí el extremo, hice un nudo corredizo en torno al tomador y lo deslicé sobre la cabeza y los hombros del muchacho. Luego tiré del cabo y el nudo se cerró bajo sus brazos. Un minuto después habíamos conseguido izarlo a la verga, donde permanecía a salvo entre los dos. A la engañosa luz de la luna pude distinguir que tenía un gran chichón en la frente, justo en el lugar donde debía de haberse golpeado con el seno de la vela.
Mientras descansábamos un rato, recuperando el aliento, pude distinguir la voz del segundo oficial que me llegaba desde muy cerca, un poco por debajo de donde nos encontrábamos. Williams echó una mirada y luego levantó la vista hacia mí, lanzando una carcajada burlona.
—¡Caramba! —exclamó.
—¿Qué sucede? —pregunté en seguida.
Meneó la cabeza adelante y atrás. Me volví un poco, agarrándome con una mano al nervio de la vela y sosteniendo con la otra al marinero que aún seguía inconsciente. De aquella manera podía mirar hacia abajo. Al principio no distinguí nada. En seguida volví a escuchar la voz del segundo oficial.
—¿Quién diablos está ahí arriba? ¿Qué estáis haciendo?
Entonces pude verle. Permanecía de pie por el lado de barlovento del aparejo del juanete, con la cara vuelta hacia arriba, intentado ver algo desde la parte trasera del mástil. A la luz de la luna apenas se distinguía un óvalo pálido y desdibujado.
Volvió a repetir la pregunta.
—Somos Williams y yo, señor —dije—. Tom, aquí presente, ha tenido un percance.
Me interrumpí. Empezó a trepar hacia donde estábamos. De repente, por el lado de sotavento de los aparejos, surgió un rumor de voces, producido por los marineros que subían.
El segundo oficial llegó hasta nosotros.
—Bien, ¿se puede saber qué ha sucedido? —preguntó con suspicacia—. ¿Qué diablos pasa?
Se había inclinado hacia delante y estaba observando a Tom. Intenté explicárselo pero me cortó en seco.
—¿Está muerto?
—No, señor —dije—. Creo que no, aunque el pobre desgraciado ha tenido una mala caída. Estaba colgando de un tomador cuando llegamos a socorrerle. La vela le golpeó arrojándole de la verga.
—¿Qué? —preguntó con brusquedad.
—El viento tomó la vela y la lanzó por encima de la verga...
—¿Qué viento? —me interrumpió—. Apenas sopla ni una ráfaga de viento. —Apoyó todo el peso de su cuerpo sobre el otro pie—. ¿Qué quieres decir?
—Pues lo que acabo de decirle, señor. El viento ha lanzado el seno de la vela por encima de la verga, golpeando a Tom y haciéndole caer del marchapié. Tanto Williams como yo vimos todo lo que sucedía.
—Pero no sopla tanto viento como para que suceda una cosa así. ¡Estás diciendo estupideces!
Creo que en su voz logré distinguir un matiz de asombro y de algo más que no sabría definir; estaba seguro de que había empezado a sospechar algo, algo que ni él mismo era capaz de dar forma.
Miró a Williams e hizo ademán de decir alguna cosa más, pero en seguida pareció cambiar de opinión. Se dio la vuelta y ordenó a uno de los hombres que le había acompañado hasta la arboladura que bajase a buscar una bolina nueva de cabo de manila, de tres pulgadas de espesor, y un montón de rabiza.
—¡Date prisa! —concluyó.
—A la orden, señor —dijo el hombre, y se puso a bajar con rapidez.
El segundo oficial se volvió hacia mí.
—En cuanto hayáis bajado a Tom, quiero que me deis una explicación más razonable del asunto. La que me acabáis de dar no sirve.
—Lo que usted diga, señor —contesté—. Pero no hay otra.
—¿Qué quieres decir? —aulló—. Te advierto que no voy a tolerar ninguna impertinencia, ni de ti ni de ningún otro.
—No pretendo ser impertinente, señor... Sólo digo que es la única explicación que podemos darle.
—¡Te repito que no me vale! —dijo—. En todo este asunto hay algo condenadamente extraño. Tendré que dar parte al capitán. Pero no puedo contarle esa sarta de estupideces...
Se interrumpió bruscamente.
—Pues no es la única maldita cosa rara que sucede a bordo de este viejo cascarón —respondí—. Debería saberlo, señor.
—¿Qué intentas decir? —preguntó al momento.
—Pues bien, señor —contesté—, para ser francos, ¿qué me dice del sujeto aquel que usted nos ordenó seguir por todo el palo mayor la otra noche? Aquello también fue algo muy extraño, ¿verdad? Seguro que lo que acaba de suceder ahora no es ni la mitad de raro.
—¡Basta, Jessop! —gritó, encolerizado—. No voy a permitir ningún comentario más por tu parte.
Sin embargo, percibí algo en su tono de voz que me hizo pensar que me había anotado un punto a mi favor. Daba la impresión de que ya no estaba tan dispuesto a considerar mis explicaciones como meros cuentos de hadas.
Después de aquello, y durante casi todo un minuto, permaneció en silencio. Supuse que estaría entregado a profundas reflexiones. Cuando volvió a hablar fue tan sólo para decir que llevásemos al marinero de tercera bajo cubierta.
—Uno de vosotros dos tendrá que sostenerle mientras le bajamos por el lado de sotavento —concluyó.
Se volvió a mirar hacia abajo.
—¿Viene ya ese andarivel? —gritó.
—Sí, señor —oí responder a uno de los hombres.
Al rato vi aparecer la cabeza del marinero por encima de la cofa. Llevaba el motón de rabiza colgado alrededor del cuello y el extremo del andarivel encima del hombro.
En un abrir y cerrar de ojos tuvimos listo el andarivel y a Tom en cubierta. En seguida le llevamos al castillo de proa y le metimos en su litera. El segundo oficial había hecho traer un poco de aguardiente y comenzó a administrarle una buena dosis. Al mismo tiempo un par de marineros le frotaban los pies y las manos. Pronto comenzó a mostrar síntomas de recuperación. De inmediato, tras un repentino acceso de tos, abrió los ojos, mirándonos con sorpresa y confusión. Se agarró al borde de la litera y consiguió incorporarse, bastante atolondrado. Uno de los hombres le sostenía mientras el segundo oficial se echaba un poco para atrás, observándole con atención. El muchacho se tambaleó mientras intentaba sentarse, y luego se llevó las manos a la cabeza.
—Vamos —dijo el segundo oficial—, toma otro trago.
Tom recuperó el aliento y carraspeó un poco; luego exclamó:
—¡Por todos los diablos! ¡Cómo me duele la cabeza!
Volvió a levantar una mano y se palpó el chichón que sobresalía de su frente. Luego se inclinó hacia delante y observó a los hombres que estaban apiñados a su alrededor, junto a la litera.
—¿Qué pasa? —preguntó, bastante desconcertado, dando la sensación de que no podía vernos con total claridad—. ¿Qué pasa? —repitió.
—¡Precisamente eso es lo que me gustaría saber! —intervino el segundo oficial, hablando por primera vez y en un tono bastante severo.
—¿No me habré quedado dormido estando de servicio? —preguntó Tom con ansiedad.
Miró aterrorizado a los hombres que le rodeaban.
—Me sorprende que lo haya golpeado de ese modo tan absurdo —dijo claramente uno de los marineros.
—No —dije, contestando a Tom—. Te has...
—¡Cállate Jessop! —exclamó el segundo oficial, interrumpiéndome al instante—. Quiero saber qué tiene que decirnos el muchacho por sí solo.
Se volvió hacia Tom.
—Estabas en el sobrejuanete de proa —recalcó.
—No sé qué decir, señor —repuso Tom, desconcertado. Noté que no sabía a qué se refería exactamente el segundo oficial.
—¡Pues estabas allí! —exclamó el segundo, que comenzaba a impacientarse—. El sobrejuanete de proa se había soltado y estaba chasqueando, y yo te ordené que subieses arriba y lo aferrases como es debido.
—¿Suelto y chasqueando, señor? —repitió Tom, atolondrado.
—¡Sí! ¡Chasqueando! ¿Es que no me explico con la suficiente claridad?
De pronto desapareció aquella estúpida expresión de la cara de Tom.
—¡Sí, así era, señor! —dijo, recuperando la memoria—. Esa condenada vela se hinchó de repente, cogiendo una ráfaga de viento. Me dio un golpetazo horrible en la cara.
Hizo una pausa.
—Creo... —comenzó a decir, pero se paró una vez más.
—¡Vamos! —exclamó el segundo oficial—. ¡Escúpelo!
—No sé, señor —dijo Tom—. No lo entiendo...
Vaciló de nuevo.
—Es todo lo que puedo recordar —murmuró, y acto seguido se llevó la mano sobre la herida que tenía en la frente, como intentando recordar algo.
En el silencio que sobrevino a continuación, pude oír la voz de Stubbins.
—Apenas hacía viento —decía, asombrado.
Se produjo un débil murmullo de asentimiento por parte de los que estaban presentes.
El segundo oficial permaneció en silencio, mirándole con curiosidad. Me pregunté si estaba empezando a darse cuenta de lo inútil que resultaba intentar buscar alguna explicación racional a aquel asunto. ¿Estaba relacionando por fin este último suceso con el misterioso incidente del hombre en el palo mayor? Me sentía inclinado a pensar que sí porque, después de observar un rato a Tom con una expresión bastante ambigua, salió del castillo de proa diciendo que por la mañana investigaría el asunto con mayor detenimiento. Sin embargo, a la mañana siguiente no hizo nada de eso. Y en cuanto a lo de informar al capitán, también tengo mis dudas. Si llegó a hacerlo, debió de ser de una manera muy a la ligera, pues no volvimos a oír nada sobre el tema, aunque, desde luego, nosotros sí que hablamos largo y tendido del incidente.
En lo que respecta al segundo oficial, aún sigo bastante intrigado por la actitud que adoptó con nosotros cuando nos encontrábamos en la arboladura. A veces he pensado que seguramente creía que le estábamos gastando una broma pesada... A lo mejor, por aquel entonces todavía sospechaba que alguno de nosotros tenía algo que ver con los demás hechos extraños. O, si no, intentaba luchar contra la verdadera explicación que poco a poco se iba imponiendo; es decir, que algo imposible y bestial merodeaba alrededor de aquel viejo cascarón.
Por lo demás, muy pronto tuvieron lugar nuevos acontecimientos.
Como ya he dicho, en el castillo de proa, entre los marineros, se habló mucho del extraño accidente que le había ocurrido a Tom. Ninguno de los hombres sabía que Williams y yo habíamos visto cómo sucedía. Stubbins opinaba que Tom se había dormido, resbalando del marchapié. Tom, naturalmente, se negaba en redondo a admitir tal posibilidad. Sin embargo, no había nadie que corroborase sus palabras, ya que por entonces él también ignoraba que nosotros habíamos visto chasquear la vela por encima de la verga.
Stubbins se empeñaba en que todas las pruebas demostraban que no podía haber sido por culpa del viento. No lo había, aseguraba; y los demás se mostraban de acuerdo con él.
—Bueno —dije—, no es que yo sepa nada..., pero me inclino a pensar que la historia de Tom es cierta.
—¿Y qué te hace pensar así? —preguntó Stubbins, incrédulo—. No había ni rastro de viento.
—¿Y qué me dices del chichón que tiene en la frente? —le pregunté entonces—. ¿Cómo puedes explicar eso?
—Supongo que se golpearía con algo al resbalar —respondió.
—Es bastante probable —agregó el viejo Jaskett, que estaba a nuestro lado, sentado en un cofre y fumándose una pipa.
—¡Pues no tenéis ni idea, vosotros dos! —saltó Tom, que empezaba a encolerizarse—. No me había dormido; la vela se hinchó claramente y me golpeó.
—No seas impertinente, jovencito —dijo Jaskett.
Intervine de nuevo en la conversación.
—Hay un detalle más, Stubbins —dije—. El tomador del que Tom pendía se hallaba por detrás de la verga. Es como si el viento lo hubiese hecho pasar al otro lado. Si hacía el viento suficiente como para voltear la vela, también lo hacía como para producir todo lo demás.
—¿Qué quieres decir? ¿Que estaba debajo de la verga o por encima de la cofa? —preguntó.
—Por encima de la cofa, naturalmente. Es más, el seno de la vela colgaba enlazado sobre la parte posterior de la verga.
Stubbins se quedó perplejo al oír estas palabras, y antes de que pudiera hacer ningún comentario al respecto Plummer tomó la palabra.
—¿Quién ha visto eso? —preguntó.
—¡Yo lo vi! —exclamé, tajante—. Y Williams también y, ya que estamos en ello, el segundo oficial.
Plummer retomó su silencio y su pipa; Stubbins volvió a la carga.
—Pues yo creo que Tom asía el seno de la vela y el tomador, y que los pasó al otro lado de la verga al caer.
—¡No! —interrumpió Tom—. El tomador estaba por debajo de la vela. Ni tan siquiera pude verla. Y era totalmente imposible que me agarrase al seno de la vela porque esta se levantó y me golpeó en pleno rostro.
—¿Cómo pudiste agarrarte al tomador entonces? —preguntó Plummer.
—Él no se agarró —respondí por Tom—. El tomador se había enrollado a su muñeca, y así le encontramos, colgando en el vacío.
—¿Quieres decir que él no se aferró al tomador? —intervino Quoin, haciendo una pausa mientras encendía su pipa.
—Eso es, precisamente —contesté—. Nadie puede permanecer suspendido agarrándose a un cabo si ha recibido un buen golpe y está inconsciente.
—Tienes razón —asintió Jock—. Tienes toda la razón del mundo, Jessop.
Quoin terminó de encender su pipa.
—No sé —dijo.
Proseguí sin prestarle atención.
—Sea lo que sea, cuando Williams y yo le encontramos, pendía del tomador con un par de vueltas alrededor de la muñeca Y además, como ya he dicho antes, el seno de la vela colgaba por el otro lado de la verga, y el peso de Tom sobre el tomador lo mantenía fijo en aquella posición.
—Es condenadamente extraño —dijo Stubbins, muy asombrado—. Parece que no hay forma de encontrar una explicación adecuada a este asunto.
Eché una mirada a Williams, indicándole que me disponía a contar todo lo que habíamos visto; pero él negó con la cabeza y, después de un momento de duda, llegué a la conclusión de que realmente no íbamos a solucionar nada. No teníamos una idea muy clara de lo que había sucedido, y nuestras verdades a medias y nuestras sospechas tan sólo habrían conseguido que aquel incidente fuese aún más grotesco e increíble. Lo único que podíamos hacer de momento era mantenernos alerta y esperar. Si tuviéramos alguna prueba, algún hecho concreto, podríamos contárselo todo a los demás sin temor a sus burlas y carcajadas.
De golpe se cortó el hilo de mis pensamientos.
Stubbins se había puesto a hablar de nuevo. Discutía el incidente con uno de los marineros.
—Ya ves que apenas hacía viento, luego me parece increíble que pase; y sin embargo...
El otro le interrumpió, haciendo una observación que yo no pude entender.
—No —oí a Stubbins—. Aún estoy en mis cabales. No me lo puedo creer. Eso que dices suena como un maldito cuento de hadas.
—¡Mírale la muñeca! —dije.
Tom extendió el brazo derecho, dejando su mano a la vista. Tenía la muñeca bastante maltrecha en el lugar en el que se le había enroscado el cabo.
—Sí —dijo Stubbins—. Está muy claro, pero eso no explica nada.
No respondí. Tal y como sostenía Stubbins, aquello no explicaba absolutamente «nada». Así que dejé el asunto en paz. Sin embargo, os he contado toda esta conversación para que podáis haceros una idea de cómo se encaraba aquel incidente en el castillo de proa. Mas todo esto no ocupó mucho tiempo nuestras mentes pues, como ya he dicho, pronto tuvieron lugar nuevos acontecimientos.
Las tres noches siguientes transcurrieron en calma;
luego, de repente, durante la cuarta noche, todos aquellos presagios y extraños signos se combinaron entre sí para producir algo realmente espantoso. Sin embargo, todo lo que sucedió era tan sutil e intangible, incluso el percance en sí mismo tampoco tenía nada de especial, que sólo los que habíamos entrado en contacto directo con aquel miedo que se iba apoderando poco a poco de nosotros parecíamos realmente capaces de entender cuán espantosa era la situación. Los hombres, o al menos la mayor parte, comenzaron a decir que el barco tenía mal fario y, naturalmente, como de costumbre, se apuntó la posibilidad de que hubiese un pájaro de mal agüero a bordo. Sin embargo, no puedo asegurar que ninguno de los tripulantes no pensara que en todo aquello había algo pavoroso y espeluznante, pues estoy seguro de que algunos comenzaban a sospecharlo, y creo que Stubbins se contaba entre ellos, pero estoy plenamente convencido —espero que entendáis lo que quiero decir— que no sabía ni una cuarta parte del significado real de lo que se ocultaba en aquellos incidentes extraordinarios que perturbaban nuestras noches. Creo que no era capaz de advertir el elemento de peligro personal y físico que nos amenazaba, y que para mí ya era evidente. Supongo que carecía de la imaginación necesaria para atar todos los cabos, seguir la secuencia natural de los hechos acontecidos y su posterior desarrollo. Sin embargo no debo olvidar que Stubbins, desde luego, aún no estaba enterado de los dos primeros incidentes. De otro modo, a lo mejor compartiría el mismo punto de vista que yo ya tenía. Tal y como estaban las cosas, debéis saber, sin embargo, que Stubbins ni tan siquiera había logrado hacerse una idea muy clara de lo que había sucedido con Tom y el asunto del sobrejuanete. Ahora bien, después del episodio que os voy a contar, creo que comenzó a abrirse camino entre la oscuridad, y a hacerse bastantes conjeturas.
Recuerdo perfectamente aquella cuarta noche. Era una noche clara, estrellada y sin luna; al menos, creo que no había luna o, en todo caso, se encontraba en un cuarto menguante muy avanzado, ya que había bastante oscuridad.
El viento se había levantado un poco, pero continuaba bastante suave. Nos deslizábamos a unos seis o siete nudos por hora. Era nuestro turno de guardia en cubierta, el de madrugada, y en el buque sonaba el silbido del viento al chocar contra las jarcias y aparejos. Williams y yo éramos los únicos que permanecíamos en la cubierta principal. Él estaba apoyado en el cabillero que se abría a barlovento, fumando; yo paseaba de arriba abajo, yendo a la escotilla de proa y volviendo hasta donde él estaba. Stubbins era el vigía.
Hacía poco que habían sonado dos campanadas, y yo rogaba al cielo que pronto fuesen las ocho para poder ir a mi litera. De repente, por encima de nuestras cabezas, resonó un chasquido agudo, similar al disparo de un rifle. Acto seguido oímos los crujidos y latigazos de una vela agitándose en el viento.
Williams dio un salto alejándose del pretil y avanzó unos pasos hacia popa. Me puse a su lado y, juntos, miramos hacia arriba para ver qué había pasado. No muy seguro, llegué a la conclusión de que la escota de barlovento del juanete de proa había saltado, y que el puño de la vela giraba y remolineaba al viento, golpeando continuamente, como si fuese un enorme martillo pilón, la verga de acero.
—Creo que ha cedido el grillete, o alguno de los eslabones —grité a Williams, intentando hacerme oír por encima del chasquido de la vela—. Es el puño de escota que está golpeando la verga.
—Sí —me respondió, gritando, y fue a coger el cabo de la amura. Corrí a echarle una mano. En ese mismo momento, oí la voz del segundo oficial que gritaba desde la popa. Luego hubo un ruido de pasos que se acercaban a la carrera y, en seguida, el resto de la guardia en cubierta, junto con el segundo oficial, se unieron a nosotros. En pocos minutos habíamos bajado la verga y cargado la vela. Después Williams y yo subimos a la arboladura para comprobar por dónde había cedido la escota. Era tal y como suponía; el puño de escota estaba bien, pero el perno se había salido de la argolla, y esta, a su vez, se hallaba incrustada en los motones del penol.
Williams me pidió que bajara en busca de otro perno mientras él soltaba la amura y volvía a meterla por la argolla. Cuando volví con el perno de repuesto, lo introduje en la argolla, ceñí esta a la amura y les grité a los hombres que dieran un tirón al extremo del cabo. Así lo hicieron, y a la segunda intentona se soltó la escota. Cuando estuvo a la altura adecuada subí a la verga de juanete y sostuve la cadena mientras Williams la enganchaba al puño de la escota. Después volvió a pasar la amura y le gritó al segundo oficial que estábamos listos para drizar.
—Será mejor que bajes y les ayudes a halar —dijo—. Yo me quedaré para lascar la vela.
—Claro, Williams —dije, asiéndome a la jarcia—. No dejes que el fantasma de a bordo se te lleve.
Hice este comentario porque me encontraba en un estado de ánimo exultante, tal y como sucede muchas veces cuando uno se encuentra en lo alto de la arboladura. En aquellos momentos me dominaba una alegría incontenible, y me sentía completamente liberado de aquella angustiosa sensación de temor que me acosaba últimamente con tanta frecuencia. Supongo que en parte se debía a la frescor de la brisa.
—¡Hay más de uno! —dijo, con aquella curiosa y tajante forma suya de expresarse.
—¿Cómo? —pregunté.
Volvió a repetir la observación.
De repente me había puesto muy serio. Vivida, brutalmente desfilaron ante mí todos los increíbles detalles de la realidad que había sido nuestra fiel compañera durante las últimas semanas.
—¿Qué quieres decir, Williams? —le pregunté.
Williams callaba, dispuesto a no decir nada más.
—¿Qué es lo que sabes?... ¿Cuánto sabes de todo este asunto? —proseguí, sin detenerme—. ¿Por qué nunca me has dicho que tú...?
Me interrumpió bruscamente la voz del segundo oficial.
—¡Eh, los de ahí arriba! ¿Queréis hacernos esperar toda la noche? Que baje de inmediato uno de los dos para ayudarnos a halar las drizas. El otro que se quede a lascar la maniobra.
—En seguida, señor —respondí con un grito.
Luego me volví precipitadamente hacia Williams.
—Escucha, Williams —dije—. Si crees que corres un peligro real al quedarte aquí solo... —vacilé mientras buscaba las palabras adecuadas para expresarme. Luego proseguí—. Bien, me quedaré con mucho gusto a tu lado.
Una vez más se oyeron los gritos del segundo oficial.
—¡Que baje uno! ¡En seguida! ¿Qué diablos estáis haciendo?
—Ya voy, señor —grité.
—¿Me quedo? —pregunté a Williams, decidido.
—¡Venga ya! —dijo—. No te preocupes. Voy a conseguir mi maldita paga. Que se vayan al infierno. A mí no me dan miedo.
Le dejé. Aquellas fueron las últimas palabras que Williams le dirigió a un ser vivo.
Pronto llegué a la cubierta y me uní a los que halaban.
Ya casi habíamos izado la verga hasta la cabeza del mástil y el segundo oficial observaba con atención la negra silueta de la vela, dispuesto a gritar «¡Amarren!», cuando, sin previo aviso, escuchamos una especie de grito sofocado emitido por Williams.
—¡Halad, muchachos, halad! —gritó el segundo oficial.
Permanecimos en silencio, a la escucha.
—¿Qué pasa, Williams? —aulló el segundo—. ¿Va todo bien?
Durante casi medio minuto nos mantuvimos atentos, pero no hubo ninguna respuesta. Algunos marineros dijeron después que habían notado un extraño repiqueteo y una especie de vibración que provenía de lo alto de las jarcias, pero que apenas habían podido distinguirlo a causa del aullido y el continuo ulular del viento. Era como el sonido que producen los cabos sueltos al chocar y rozarse unos con otros. No estoy en condiciones de asegurar si en verdad oyeron esos ruidos o si se trataba de algo que sólo tenía una existencia real dentro de su imaginación. Yo no pude escuchar nada, pues entonces me hallaba al extremo del cabo, en la parte más alejada del aparejo de proa, mientras que los que sí decían haberlo oído se encontraban en el extremo de proa de las drizas, cerca de los obenques.
El segundo oficial se llevó las manos a la boca, haciendo bocina.
—¿Va todo bien? —aulló de nuevo.
La respuesta fue inesperada y casi incomprensible. Algo así como:
—¡Maldita sea...! Me quedé... ¿No lo pensabais...? Diablos de paga...
Y luego todo fue silencio.
Levanté los ojos, asombrado, hacia la negra silueta de la vela.
—¡Está chiflado! —dijo Stubbins, a quien le habían ordenado que dejase su puesto de vigía para echarnos una mano.
—¡Se ha vuelto tan locó como una cabra endemoniada! —dijo Quoin, que estaba delante de mí—. Siempre ha sido un poco raro.
—¡Silencio todo el mundo! —gritó el segundo oficial, y acto seguido aulló:
—¡Williams!
No hubo respuesta.
—¡Williams! —repitió, más fuerte aún.
Seguía sin haber respuesta.
Luego saltó:
—¡Maldito seas, londinense del carajo! ¿Es que no puedes oírme? ¿Te has vuelto sordo de repente?
Tampoco hubo ninguna respuesta, y el segundo oficial se volvió hacia mí.
—Jessop, sube al aparejo, rápido, y mira a ver qué pasa.
—A la orden, señor —respondí, y me precipité sobre la jarcia.
Me sentía un poco raro. ¿Se había vuelto loco Williams? La verdad es que siempre había sido un sujeto un tanto especial. ¿O acaso —la idea me saltó de pronto— habría visto...? No pude seguir especulando. De repente, en lo alto de la arboladura, resonó un alarido aterrador. Me detuve, con una mano en los acolladores de la vigota. Acto seguido, algo cayó en medio de la oscuridad, un cuerpo pesado que fue a estrellarse sobre la cubierta, cerca de donde aguardaban expectantes los hombres, produciendo un estruendo espantoso y un audible, sonoro ruido de respiración que me puso enfermo. Varios hombres gritaron aterrorizados, soltando la driza, pero afortunadamente quedó sujeta a la cornamusa y la verga no se desplomó. Luego, por espacio de varios segundos, reinó un silencio de muerte entre la tripulación, y me pareció escuchar una extraña nota quejumbrosa en medio del ulular del viento.
El segundo oficial fue el primero en hablar. Su voz sonó con tanta brusquedad que me sobresalté.
—¡Que alguien traiga una luz! ¡Rápido!
Hubo unos momentos de confusión.
—Tammy, ve a buscar uno de los faroles de la bitácora.
—Sí, señor —respondió el muchacho con voz temblorosa, y corrió hacia la popa.
En menos de un minuto, vi el resplandor acercándose a nosotros por la cubierta. El chico venía corriendo. Llegó a nuestro lado y entregó el farol al segundo oficial, que lo cogió, acercándose al bulto impreciso y oscuro que yacía sobre la cubierta. Levantó la luz y alumbró aquella cosa.
—¡Dios mío! —dijo—. ¡Es Williams!
Se agachó un poco más con el farol en alto y yo pude alcanzar a ver algunos detalles. Desde luego, se trataba de Williams. El segundo oficial ordenó a un par de hombres que le levantaran y le colocaran sobre la escotilla. Acto seguido se dirigió a popa para llamar al capitán. Volvió después de unos minutos con el viejo pabellón, con el que cubrió al pobre desgraciado. Casi de inmediato llegó el capitán corriendo por la cubierta. Levantó un poco la bandera y echó una ojeada; luego la volvió a dejar en su anterior posición, muy despacio, mientras el segundo oficial le explicaba escuetamente todo lo que sabía.
—¿Quiere que le dejemos aquí, señor? —preguntó una vez que hubo terminado su informe.
—Hace una noche excelente —dijo el capitán—. Dejemos que el pobre diablo descanse aquí.
Se dio la vuelta y caminó lentamente hacia popa. El marinero que sostenía el farol, lo movió en un amplio círculo, alumbrando el lugar de la cubierta en donde Williams se había estrellado.
El segundo oficial exclamó con aspereza:
—Que alguien vaya a buscar una pichana y dos baldes de agua.
Se dio la vuelta bruscamente y ordenó a Tammy que regresara a la toldilla.
En cuanto hubo comprobado que la verga estaba correctamente izada en la cabeza del mástil y que los cabos no estorbaban en la cubierta, fue a reunirse con Tammy. Sabía perfectamente que al muchacho no le haría ningún bien pensar mucho en el pobre desgraciado que yacía sobre la escotilla, y supe más tarde que le había encomendado alguna tarea extra para mantener su atención ocupada en otros menesteres.
Nada más irse ellos a popa, nos encaminamos hacia el castillo de proa. Todos estábamos tristes y asustados. Durante un buen rato permanecimos sentados en los cofres y literas, sin decir ni una palabra. Los marineros de la guardia franca estaban durmiendo y no se habían enterado de nada.
Al rato, Plummer, que estaba al timón, pasó por encima de la falca de estribor y entró en el castillo de proa.
—¿Qué ha pasado finalmente? —preguntó—. ¿Es muy grave lo de Williams?
—¡Chissst! —le dije—. Vas a despertar a los demás. ¿Quién te ha relevado al timón?
—Tammy... el segundo se lo ordenó. Dijo que podía ir a proa a fumarme una pipa. También dijo que Williams había caído.
Se interrumpió, recorriendo con la mirada toda la estancia.
—¿Dónde está? —preguntó, desconcertado.
Miré a los demás, pero nadie parecía dispuesto a dar explicaciones.
—¡Se cayó desde lo alto del aparejo de juanete! —dije.
—¿Y dónde está? —repitió.
—Se ha estrellado —contesté—. Está sobre la escotilla del puente.
—¿Muerto?
Asentí.
—Adiviné que algo malo había pasado cuando vi al viejo acercarse a la proa. ¿Cómo ha sido?
Nos miró de uno en uno; todos permanecíamos en silencio fumando nuestras pipas.
—Nadie lo sabe —dije, y eché una mirada a Stubbins. Vi que tenía los ojos clavados en mí, con una expresión de duda.
Después de un momento de silencio, Plummer siguió hablando.
—Escuché unos alaridos mientras estaba al timón. Debió de hacerse daño con algo cuando estaba allí arriba.
Stubbins prendió un fósforo y se puso a encender su pipa.
—¿Qué quieres decir? —preguntó, interviniendo por primera vez en la conversación.
—¿Que qué quiero decir? Bueno, no lo sé exactamente. A lo mejor se pilló los dedos entre el mástil y el racamento.
—¿Y cómo se explican las maldiciones que le lanzó al segundo? ¿Porque se había pillado los dedos? —apuntó Quoin.
—No sabía nada de eso —dijo Plummer—. ¿Le oyó alguien?
—Yo creía que todo el mundo a bordo de este maldito cascarón le había oído —repuso Stubbins—. En cualquier caso, no estoy muy seguro de que aquellas maldiciones estuviesen dirigidas al segundo oficial. Al principio pensé que se había vuelto loco y le estaba insultando, pero ahora ya no estoy tan seguro, creo que no era así. No tiene ningún sentido que se pusiera a blasfemar contra el segundo. Y es más, creo que ni tan siquiera se dirigía a los que estábamos en cubierta... por lo que puedo deducir. Además ¿por qué iba a decirle nada al segundo oficial respecto a su paga?
Miró hacia donde yo estaba sentado. Jock, que estaba fumando tranquilamente sobre un baúl al lado del mío, se quitó lentamente la pipa de entre los dientes.
—Creo que no andas muy descaminado, Stubbins. No, sin duda no andas muy descaminado —apuntó, haciendo un gesto afirmativo con la cabeza.
Stubbins continuaba mirándome.
—¿Y tú que opinas? —preguntó bruscamente.
Tal vez fuesen imaginaciones mías, pero creo que en aquellas palabras se ocultaba algo más profundo que su simple significado explícito.
Le miré. Ni tan siquiera yo mismo sabía qué pensar de todo esto.
—¡No lo sé! —respondí, un tanto sorprendido—. A mí no me dio la impresión de que estuviese maldiciendo al segundo oficial. Al menos, después del primer momento.
—Eso es exactamente lo que yo creo —replicó—. Y hay otra cosa... ¿No te parece terriblemente extraño que poco antes Tom estuviese a punto de caer desde lo alto de la arboladura, y que después suceda esto?
Asentí.
—A Tom le habría ocurrido lo mismo si no hubiese sido por aquel cabo suelto.
Hizo una pausa. Al rato, prosiguió.
—¡Sólo han pasado tres o cuatro noches desde entonces!
—Y bien —dijo Plummer—. ¿Adónde nos lleva todo esto?
—A ninguna parte —respondió Stubbins—. Sólo que es una extraña coincidencia. Es como si, después de todo, el barco tuviera mal fario.
—Bueno —asintió Plummer—. Últimamente han pasado cosas bastante raras; y encima está lo de esta noche. Os aseguro que la próxima vez que suba a la arboladura estaré bien atado.
El viejo Jaskett se sacó la pipa de la boca y dio un suspiro.
—Las cosas van mal casi todas las noches —dijo, en un tono casi patético—. La situación que tenemos ahora mismo es tan distinta de la que tuvimos al principio de la travesía como la noche y el día. Pensaba que eso de que el buque estaba embrujado no era más que una bobada, pero ya no estoy tan seguro.
Hizo una pausa y escupió.
—El barco no está embrujado —dijo Stubbins—. Al menos en el sentido que tu crees...
Calló un momento, intentando dar forma a sus pensamientos.
—¿Y bien? —dijo Jaskett mientras tanto.
Stubbins prosiguió sin hacer caso de su observación. Más que respondiendo al propio Jaskett, parecía como si estuviese contestándose a sí mismo algún pensamiento medio formulado en el interior de su mente.
—Todo es muy extraño... y lo de esta noche ha sido una cosa muy fea. No tengo ni la más remota idea de lo que decía Williams allí arriba. Algunas veces me daba la sensación de que algo le rondaba por la cabeza...
Luego, tras permanecer en silencio durante casi medio minuto, añadió:
—¿A quién le decía todo eso?
—¿Cómo? —intervino de nuevo Jaskett, bastante desconcertado.
—Sólo estaba pensando —dijo Stubbins, golpeando la pipa sobre el borde del baúl—. Después de todo, a lo mejor tienes razón.
La conversación había decaído. Todos estábamos tristes y cansados, y, en cuanto a mí, me acosaban pensamientos bastante perturbadores.
De repente sonó el silbato del segundo oficial. Luego nos llegó su voz a través de las cubiertas:
—¡Otro hombre al timón!
—Está ordenando que alguien vaya a popa a relevar al timonel —dijo Quoin, que se había acercado al umbral de la puerta para escuchar—. Será mejor que te apresures, Plummer.
—¿Qué hora es? —preguntó Plummer, levantándose y vaciando su pipa—. Debe de faltar poco para que repiquen cuatro toques de campana. ¿A quién le toca hacerse cargo del timón?
—Está bien, Plummer —dije, comenzando a levantarme del baúl en el que había estado sentado—. Iré yo. Me toca el próximo turno y sólo faltan un par de minutos para que den los cuatro toques.
Plummer volvió a sentarse mientras yo salía del castillo de proa. Cuando llegué a la toldilla me encontré con Tammy, que estaba paseando de un lado a otro por la parte de sotavento.
—¿Quién está al timón? —le pregunté, asombrado.
—El segundo oficial —respondió con voz temblorosa—. Está esperando el relevo. Te contaré todo lo que ha pasado en cuanto pueda.
Seguí caminando hacia el timón, que estaba un poco más a popa.
—¿Quién anda ahí? —preguntó el segundo.
—Soy Jessop, señor —respondí.
Me indicó el rumbo y luego, sin decir una sola palabra, se encaminó a la parte delantera de la cubierta de popa. Cuando llegó al pretil de la toldilla, oí que llamaba a Tammy y luego, durante varios minutos, estuvo hablando con él, aunque fui totalmente incapaz de distinguir lo que estaban diciendo. En cuanto a mí, sentía una tremenda curiosidad por conocer el motivo por el que el segundo oficial se había hecho cargo del timón. Sabía que si Tammy hubiese cometido algún error en el gobierno de la embarcación, jamás habría adoptado semejante actitud. Tenía que haber sucedido algo extraño, algo de lo que todavía no me había enterado; estaba completamente seguro.
El segundo oficial no tardó mucho en dejar a Tammy, y luego se puso a caminar por el costado de barlovento del puente. Cuando llegó al extremo de popa se paró y miró debajo de la caja del timón, pero en ningún momento me dirigió la palabra. Poco después bajó por la escalerilla de barlovento hasta la cubierta principal. Inmediatamente, Tammy vino corriendo hasta situarse en el flanco de sotavento de la caja del timón.
—¡Lo he visto otra vez! —dijo, jadeando y sin poder contener su nerviosismo.
—¿El qué? —inquirí.
—Esa cosa —respondió. Se inclinó sobre la caja del timón y bajó la voz.
—Trepó sobre el pretil de sotavento... y salía de las profundidades del mar —agregó, con tono de estar diciendo algo increíble.
Me volví hacia él, pero estaba demasiado oscuro y no pude distinguir la expresión de su rostro. De repente sentí la boca seca. «¡Dios mío!», me dije. Intenté contradecirle con alguna estúpida explicación, pero él me cortó en seco, exasperado e impaciente.
—¡Por el amor de Dios, Jessop, basta ya! —dijo—. No está bien. Necesito hablar con alguien o voy a volverme loco.
Me di cuenta de que era inútil seguir aparentando que no sabía nada. En realidad, siempre había estado al corriente y, como sabéis, había procurado mantener a Tammy al margen de todo aquel asunto.
—De acuerdo —dije—. Te escucharé, pero será mejor que estés atento al segundo oficial; puede volver en cualquier momento.
Al principio permaneció en silencio, mirando con aprensión el extremo de la cubierta de popa.
—Vamos —dije— Será mejor que te des prisa o de lo contrario estará aquí antes de que hayas terminado. ¿Por qué estaba al timón cuando vine a relevarte? ¿Por qué te ordenó dejar la rueda?
—No lo hizo —respondió Tammy, volviéndose hacia mí—. Me fui yo solo.
—Pero ¿por qué?
—Espera un momento —respondió—, y te contaré todo lo que ha pasado. Ya sabes que el segundo oficial me mandó al timón después de que sucediese aquello... —señaló la proa con un movimiento de la cabeza.
—Sí —contesté.
—Bueno, pues llevaba aquí unos diez minutos o un cuarto de hora; estaba muy triste pensando en lo del pobre Williams, y trataba de olvidar el suceso, mantener el rumbo del buque y todo eso, cuando, de repente, se me ocurrió mirar a sotavento y descubrí que algo trepaba sobre el pretil. ¡Dios mío! No sabía qué hacer. El segundo oficial se encontraba delante, en el extremo de la toldilla, y yo estaba completamente solo. Me quedé tan rígido como un témpano de hielo. Cuando empezó a avanzar hacia donde yo estaba, dejé la rueda del timón y me precipité gritando sobre el segundo oficial. Me agarró del brazo y me dio una buena sacudida, pero yo estaba tan aterrorizado que era incapaz de decir una sola palabra. Sólo podía señalárselo con el dedo. El segundo me preguntaba una y otra vez «¿Dónde?» Y entonces me di cuenta de que ya no lo veía. No sé si él consiguió verlo. No estoy seguro. Tan sólo me dijo que volviese de una maldita vez al timón y que dejase de comportarme como un imbécil. Le contesté lisa y llanamente que no iba a volver. Entonces hizo sonar el silbato y gritó que alguien viniera a hacerse cargo del timón. Acto seguido fue corriendo a tomar él mismo la rueda. El resto ya lo sabes.
—¿Estás completamente seguro de que el hecho de estar pensando en Williams en ese mismo momento no te hizo imaginar todo lo demás? —pregunté, intentando ganar tiempo, pues en realidad creía todo lo que me había dicho.
—¡Pensé que te ibas a tomar en serio lo que tenía que decir! —respondió, con amargura—. Si no eres capaz de creerme, ¿qué me dices entonces del sujeto que vio el segundo oficial? ¿Y de lo que le ocurrió a Tom? ¿Y a Williams? Por el amor de Dios, no intentes mantenerme al margen como la última vez. Casi me vuelvo loco intentando hablar con alguien que no se ría de mí. Puedo soportar cualquier cosa excepto sentirme completamente solo. Eres un buen hombre, no pretendas fingir que no entiendes nada. Dime qué significa todo esto. ¿Qué es ese hombre espantoso que ya he visto dos veces? Bueno, tú sabes algo, y creo que tienes miedo de ir contándolo por ahí para que los demás se rían de ti. ¿Por qué no me lo cuentas a mí? Te aseguro que yo no pienso reírme.
Se paró en seco. Durante un rato estuve sin decir nada.
—¡No me trates como a un chiquillo, Jessop! —exclamó con vehemencia.
—No lo haré —dije, dispuesto a contarle todo lo que sabía—. Yo también tengo la misma necesidad que tú de hablar con alguien.
—Entonces, ¿qué significa todo esto? —estalló—. ¿Son reales esas cosas? Siempre he creído que todos estos cuentos no eran más que fantasías.
—Si de algo estoy seguro, Tammy, es de que no sé lo que significa todo esto —respondí—. Estoy tan a oscuras como tú. Tampoco sé si son reales... es decir, si son como nosotros imaginamos que tienen que ser las cosas reales. Aún no sabes que vi una extraña figura en la cubierta principal, algunas noches antes de que tú vieras esa cosa aquí mismo.
—¿La viste tú también? —interrumpió, ansioso.
—Sí —contesté.
—Y entonces ¿por qué fingiste lo contrario? —dijo, con tono de reproche—. No te puedes imaginar en qué estado me quedé; por un lado estaba completamente seguro de lo que había visto, y por otro tú me asegurabas que no había pasado nada de nada. Por un momento pensé que estaba volviéndome loco... hasta que el segundo descubrió aquel hombre trepando por el palo mayor. Entonces me dije que era cierto, que realmente sí había visto algo.
—Tal vez pensé que si decía que no había visto nada tú llegarías a creer que estabas equivocado —respondí—. Quería que pensases que todo era producto de la imaginación, puras fantasías o algo por el estilo.
—Y mientras tanto, ¿seguías obsesionado con esa otra cosa que habías visto? —preguntó.
—Sí —contesté.
—Pues me parece una actitud muy bondadosa —dijo—, pero no me hizo ningún bien.
Hizo una corta pausa. Luego prosiguió:
—Lo que le ha ocurrido a Williams es terrible. ¿Crees que vio algo en lo alto de la arboladura?
—No lo sé, Tammy —respondí—. Es imposible saberlo. Puede que sólo se haya tratado de un accidente —no me atrevía a contarle mis temores más profundos.
—¿Qué era eso que decía acerca de su paga? ¿A quién se lo estaba diciendo?
—No lo sé —dije de nuevo—. Andaba obsesionado con que tenía que conseguir su paga de marinero. Ya sabes que él permaneció en el barco mientras el resto de la tripulación de la anterior travesía lo abandonó. Me dijo que no iba a permitir bajo ningún concepto que nadie lo estafara.
—¿Por qué dejaron los demás el barco? —preguntó. Pero en seguida se le ocurrió algo, y dijo—: ¡Por Júpiter! ¿Crees que pudieron ver algo que les atemorizase? Es muy posible. Mira, nosotros embarcamos en Frisco. No había ningún aprendiz a bordo en la travesía de ida. Vendieron el barco en el que estábamos y nos mandaron a este para que pudiéramos regresar a casa.
—Puede ser —respondí—. En realidad, por lo que le oí contar a Williams, me da la impresión de que sabía o sospechaba mucho más de lo que nos imaginamos.
—¡Y ahora está muerto! —exclamó con tristeza Tammy—. Ya no podremos sonsacarle nada.
Permaneció unos minutos en silencio. Luego su charla tomó otros derroteros.
—¿Nunca ha sucedido nada en la guardia del primer oficial?
—Sí —contesté—. Últimamente han pasado algunas cosas bastante raras. He oído a los hombres de su guardia comentarlo entre sí. Pero tiene la cabeza demasiado dura como para darse cuenta de nada. Se limita a echar pestes de sus hombres y a decir que son ellos los culpables.
—Aun así —insistió—, da la sensación de que suceden más cosas durante nuestro turno de guardia... Me refiero a cosas importantes. Por ejemplo, esta noche.
—Pero no tenemos ninguna prueba, ¿verdad? —dije.
Negó con la cabeza, hecho un mar de dudas.
—Ahora siempre me dará terror subir a la arboladura.
—¡Tonterías! —exclamé—. Seguro que ha sido un accidente.
—¡No es cierto! —dijo—. Y, en realidad, tú tampoco lo crees.
No le contesté al momento, pues estaba convencido de que tenía razón. Permanecimos en silencio durante varios minutos.
Luego volvió a hablar:
—¿Está embrujado este barco?
Dudé unos segundos.
—No —dije, al fin—. No creo que lo esté. No, al menos en ese sentido.
—¿Pues en qué sentido, entonces?
—Bueno, tengo una pequeña teoría que a veces me parece coherente y otras completamente disparatada. Por supuesto, es posible que esté equivocado, pero es lo único que, según creo, podría explicar todos estos sucesos extraordinarios que hemos tenido que soportar últimamente.
—¡Sigue! —exclamó con un gesto de impaciencia y nerviosismo.
—Bien, tengo el presentimiento de que no hay nada a bordo del navío que pueda hacernos daño. No sé exactamente cómo explicarlo, pero, sí no me engaño, es el propio barco la causa de todos estos sucesos extraños.
—¿Qué quieres decir? —preguntó, asombrado—. Con tus palabras das a entender que el barco sí está embrujado, después de todo.
—¡No! —respondí—. Acabo de decirte que no. Espera un momento hasta que termine de contarte todo lo que pienso.
—¡Está bien! —exclamó.
—En cuanto a esa cosa que has visto esta noche —proseguí—, ¿puedes asegurar que ha trepado por la batayola de sotavento del puente de popa?
—Sí —contestó.
—Muy bien, pues lo que yo vi surgió de las profundidades del mar y después volvió a ellas.
—¡Por Júpiter! —exclamó, y luego—: ¡Ya entiendo! ¡Sigue, sigue!
—Sospecho que este barco tiene una predisposición especial a ser abordado por esas cosas —le expliqué—. Realmente no sé qué tipo de seres son. En muchos aspectos se parecen a los hombres. Pero... bueno, sólo Dios sabe qué misterios se ocultan en el mar. Nosotros no deseamos ir por ahí imaginando estupideces, pero también es de tontos intentar negar algo por el mero hecho de que nos parezca una estupidez. Y sigo dándole vueltas a todo este asunto, como un maldito pez que se muerde la cola. No tengo ni la más remota idea de si están hechos de carne y hueso, o de si son lo que nosotros llamaríamos espíritus o fantasmas...
—No pueden ser de carne y hueso —me interrumpió Tammy—. ¿Dónde vivirían? Además, cuando vi la primera cosa, me dio la sensación de que podía mirar a través de ella. Y en cuanto a esta última... el segundo oficial tendría que haberla visto. Y se ahogarían...
—No necesariamente —interrumpí.
—¡Ah! Pero yo estoy seguro de que no lo son —insistió—. Es imposible...
—Así son los fantasmas, si te paras a pensarlo un poco —respondí—. En cualquier caso, no te estoy asegurando que sean de carne y hueso, aunque, al mismo tiempo, tampoco digo categóricamente que se trate de fantasmas... al menos, de momento.
—¿Y de dónde vienen? —preguntó tontamente.
—Pues del mar —contesté—. ¡Tú mismo has podido comprobarlo!
—Y entonces ¿por qué no suben a bordo de otros navíos? —dijo—, ¿Cómo puedes explicar eso?
—En cierta manera, creo que mi teoría puede explicarlo, aunque a veces parezca un tanto disparatada —respondí.
—¿Cómo? —volvió a preguntar.
—Pues porque pienso, como ya te he dicho antes, que este buque está abierto... expuesto, desguarnecido, o como prefieras llamarlo. Yo diría que no es muy descabellado pensar que entre las cosas del mundo material y las del que no lo es hay, por decirlo así, una especie de barrera, y que, en algunos casos, este muro se puede romper. Y eso es lo que creo que le está sucediendo a este barco. Y si estoy en lo cierto, es posible que se encuentre desvalido ante el asedio de seres que pertenecen a otro estado de existencia.
—¿Y por qué precisamente a este barco? —preguntó Tammy, cada vez más asustado.
—¡Dios sabe! —respondí—. A lo mejor tiene algo que ver con los campos magnéticos; pero la verdad es que ni tú ni yo lo entenderíamos. En mi fuero interno no soy capaz de creer ni por un momento en tales cosas. No estoy hecho de esa pasta. ¡Pero el caso es que no lo entiendo! A lo mejor, a bordo del buque ha tenido lugar algún acto de maldad. Pero yo más bien creo que se trata de algo que sobrepasa por completo todos mis conocimientos.
—Entonces, si no se trata de seres materiales, es que son fantasmas —apuntó.
—No lo sé —repetí—. Debes entender que me cuesta mucho expresar lo que realmente pienso. Se me ocurre una idea que mi mente se empeña en dar por buena, aunque no creo que mis tripas la digieran.
—¡Adelante! —exclamó,
—Bien —dije—. Supongamos que la Tierra está habitada por dos tipos de vida. Nosotros somos unos, y ellos los otros.
—¡Sigue! —insistió.
—Bien —continué—. ¿No te das cuenta de que, en un estado normal, nosotros podríamos ser incapaces de apreciar la realidad de los otros? Sin embargo, es posible que esos seres sean tan reales para ellos mismos como tú y yo lo somos para nosotros mismos. ¿Comprendes?
—Sí —asintió—. ¡Sigue!
—Bien —proseguí—. La Tierra podría ser tan real para ellos como para nosotros mismos. Quiero decir que puede tener semejantes características materiales para unos y para otros. Pero ninguno puede apreciar la realidad del otro, o las características materiales de las cosas que son reales para el otro. Es todo tan difícil de explicar. ¿Me entiendes?
—Sí —dijo—. ¡Sigue!
—Pues bien, si nos encontrásemos en lo que yo daría en llamar una atmósfera saludable, creo que esos seres estarían fuera de los límites de nuestro campo de visión; no tendríamos consciencia de ellos ni nada por el estilo. Y lo mismo les ocurriría a ellos. Pero cuanto más nos adentramos en esta situación, se van haciendo más reales y verdaderos ante nuestros ojos. ¿Te das cuenta? Es decir, que según va pasando el tiempo podemos apreciar mejor su verdadera forma material.
—En resumidas cuentas, que lo que realmente piensas es que son fantasmas o algo por el estilo ¿no? —dijo Tammy.
—Supongo que al final llegamos a esa conclusión —respondí—. Quiero decir que, en cualquier caso, no creo que estén hechos de carne y hueso. Pero, por supuesto, es una tontería seguir haciendo conjeturas; además, debes recordar que puedo estar completamente equivocado.
—Creo que deberías contarle todo esto al segundo oficial —dijo—. Si es realmente como dices, lo mejor sería llevar este barco al puerto más cercano, hacer una buena hoguera con él y bailar a su alrededor.
—El segundo oficial no puede hacer nada —contesté—, aunque se crea toda la historia, de lo cual no estamos nada seguros.
—Es posible que no —insistió Tammy—. Pero si consigues hacer que se la crea, él podría poner al capitán al corriente de todo este asunto, y aún tendríamos alguna posibilidad de hacer algo al respecto. Ahora mismo no estamos a salvo.
—Volvería a tomárselo en broma —dije, bastante desesperanzado.
—No —respondió Tammy—. No, después de lo que ha sucedido esta noche.
—Tal vez no —contesté, no muy convencido.
En ese mismo momento, el segundo oficial regresó a la cubierta de popa y Tammy se apartó de la caja del timón, dejándome con la desagradable sensación de que mi deber era hacer algo.
Al mediodía se celebraron los funerales por Williams. ¡Pobre desgraciado! Había sido tan repentino. Los hombres estuvieron tristes y atemorizados durante todo el día, y se hicieron muchos comentarios acerca de que a bordo había un pájaro de mal agüero. ¡Si hubiesen sabido lo que pensábamos Tammy y yo, y a lo mejor también el segundo oficial!
Y entonces sucedió algo más... llegó la niebla. Ahora mismo no puedo recordar si la vimos el día del entierro de Williams o la siguiente jornada.
Cuando por primera vez me percaté de ella, al igual que todos los que se hallaban a bordo, pensé que se trataba de una especie de vaho producido por el calor del sol, pues apareció en pleno día.
El viento había ido amainando, convirtiéndose en una ligera brisa, y yo me encontraba con Plummer en el aparejo del palo mayor, haciendo ligadas.
—Me da la impresión de que va ha hacer mucho calor —observó Plummer.
—Sí —contesté, y de momento no hice más comentarios.
Pronto volvió a hablar:
—¡Se está llenando todo de niebla! —y, por el tono de su voz, parecía bastante sorprendido.
Eché un rápido vistazo a mi alrededor. Al principio, no pude ver nada. En seguida descubrí lo que quería decir. La atmósfera tenía un aspecto extraño, ondulante, muy poco natural, como el aire recalentado que emana de la chimenea de una locomotora cuando no sale humo y podemos observar este fenómeno.
—Debe ser por culpa del calor —dije—. Aunque no recuerdo haber visto nunca nada parecido.
—Ni yo —añadió Plummer.
No había transcurrido ni un minuto cuando volví a mirar a mi alrededor. Descubrí asombrado que todo el buque estaba rodeado por un tenue manto de bruma que ocultaba por completo el horizonte.
—¡Por todos los diablos, Plummer! —exclamé—. ¡Qué raro!
—Desde luego —dijo, mirando alrededor—. Jamás he visto nada igual... al menos por estas latitudes.
—¡No es por causa del calor! —afirmé.
—N... no —contestó, no muy convencido.
Proseguimos con nuestra tarea, intercambiando alguna que otra palabra de vez en cuando. Al rato, tras unos momentos de silencio, me incliné y le pedí que me pasara la espiga. Interrumpió su labor y se agachó para recogerla de la cubierta, a donde había ido rodando. Mientras me la tendía, noté que la expresión impasible de su rostro se transformaba, de repente, en un gesto de sorpresa absoluta.
—¡Por todos los infiernos! —exclamó—. Ha desaparecido.
Me volví con rapidez y miré a mi alrededor. Era cierto... Los mares que nos circundaban se hallaban ahora despejados y centelleantes hasta donde abarcaba la vista.
Nos quedamos mirándonos el uno al otro.
—¡Bueno, que me ahorquen! —exclamó.
Creo que no le respondí, pues repentinamente me embargó la extraña sensación de que algo iba mal. Al cabo de un rato, me dije que era un verdadero asno, pero en realidad no podía quitarme de encima aquel presentimiento. Volví a mirar detenidamente las aguas que nos rodeaban. Tenía la vaga impresión de que algo había cambiado. El mar parecía más luminoso y el aire más trasparente, creo, y había otra cosa de la que no me di cuenta en aquel momento. Tuvieron que pasar un par de días para descubrir que algunos barcos que eran perfectamente visibles en el horizonte antes de la niebla, ahora ya no aparecían por ningún sitio.
Durante el resto de la guardia, y de todo aquel día, no sucedió ningún otro hecho extraño. Sólo al caer la tarde (transcurría la segunda guardia de cuartillo) observé que se levantaba una tenue neblina, y que el sol se ocultaba tras ella, con un brillo opaco e irreal.
De ese modo tuve la absoluta certeza de que no era el calor el causante de aquel fenómeno.
Y así fue como empezó todo.
Al día siguiente me mantuve bien alerta durante todo mi turno de guardia en cubierta; pero la atmósfera siguió diáfana. Sin embargo, le oí decir a uno de los marineros de la guardia del primer oficial que, durante la noche, mientras él estaba al timón, había habido algo de niebla.
—Aparecía y desaparecía —me explicó cuando le interrogué sobre el fenómeno. Pensaba que había sido por causa del calor.
Aunque yo tenía una opinión completamente distinta, no quise contradecirle. En aquel momento nadie, ni tan siquiera Plummer, parecía darle mucha importancia al asunto. Y cuando se lo mencioné a Tammy y le pregunté si la había observado, tan sólo me dijo que debía de tratarse del calor, vapores que surgían del agua recalentada. Dejé que lo creyera así, pues no iba a ganar nada sugiriéndole que detrás de todo aquello había algo más.
Y entonces, al día siguiente, sucedió algo que me hizo plantearme cuestiones más profundas y que mostraba cuánta razón tenía al pensar que aquella niebla no era en absoluto normal. A continuación lo detallo.
Habían sonado cinco campanadas, y era el cuarto de ocho a doce de la mañana. Me encontraba al frente del timón. El cielo estaba completamente despejado y no había ni una sola nube en el horizonte. Tenía mucho calor allí, de pie, sobre la rueda, pues apenas hacía viento. Empecé a sentirme amodorrado. El segundo oficial estaba abajo, en la cubierta principal, vigilando las tareas que había encomendado al resto de los hombres; de modo que me encontraba solo en el puente de popa.
Con aquel calor, y el sol cayendo a plomo sobre mi cuerpo, pronto comencé a sentir sed, y ya que no tenía nada mejor que hacer, saqué un rollo de tabaco que traía conmigo y comencé a mascar un trozo; aunque, en general, no tengo ese hábito. Después de un rato, como es natural, me puse a buscar la escupidera; pero no estaba por allí. Seguramente alguien se la había llevado a proa para darle un aclarado cuando estuvieron baldeando las cubiertas. Así que, como no había nadie en el puente de popa, dejé un momento la rueda y me acerqué a la baranda de coronamiento. Gracias a esta acción pude ver algo totalmente imprevisto: una fragata que se desplazaba a unos pocos cientos de metros por nuestra aleta de estribor. La suave brisa apenas henchía sus velas, que se agitaban suavemente al continuo balanceo del mar. Al parecer no desarrollaba demasiada velocidad, apenas un nudo por hora. Hacia popa pendían del extremo del pico de cangrejo una ristra de banderolas. Era evidente que nos estaban haciendo señas. Pude ver toda esta escena en una especie de destello, de tal forma que me quedé allí de pie, mirando perplejo y boquiabierto. No podía entender cómo no me había dado cuenta antes de la presencia del navío. La brisa era muy suave y el barco tenía que haber estado a la vista desde hacía al menos un par de horas. Me sentía totalmente incapaz de pensar en algo que pudiera explicar razonablemente todo aquel asunto. Pero allí estaba la fragata... de eso, al menos, no me cabía ninguna duda. Sin embargo, ¿cómo era posible que hubiese llegado hasta esa posición sin haberla visto yo antes?
En esos momentos, mientras miraba asombrado y perplejo, oí la rueda del timón, que giraba rápidamente. Di un salto de manera instintiva para sujetar las cabillas de la caña, pues no podía permitir de ningún modo que el mecanismo se trabase. Luego me volví de nuevo para echarle otra ojeada al velero, pero descubrí, completamente estupefacto, que no había ni el más mínimo rastro de la nave... nada, sólo el apacible océano extendiéndose hasta el lejano horizonte. Entorné los ojos y me aparté un mechón de pelo de la frente. Al rato volví a mirar, pero el velero no estaba por ningún sitio... nada, absolutamente nada, todo parecía normal, excepto por un imperceptible y trémulo estremecimiento del aire. La desolada superficie del mar se extendía por todos lados hasta un horizonte igualmente vacío.
¿Se habría hundido?, me pregunté, con plena seriedad; en aquellos momentos me encontraba totalmente confundido. Escudriñé las aguas, buscando restos del naufragio, pero no encontré nada, ni una mísera jaula de gallinas, ni un pedazo de madera de las cubiertas, por lo que tuve que descartar tal idea al considerarla totalmente imposible.
Y mientras permanecía allí, estupefacto, me vino a la mente otra ocurrencia o, mejor dicho, un presentimiento, y me pregunté a mí mismo, con la mayor seriedad, si la repentina desaparición de aquel barco no estaría relacionada de alguna manera con todos los demás acontecimientos extraños que estaban teniendo lugar. Luego me dio por pensar que la embarcación que acababa de ver no era real y que, a lo mejor, tan sólo existía dentro de mi cerebro. Analicé con objetividad tal idea. De esta manera se explicaría el fenómeno y, la verdad, no encontraba una alternativa mejor. Si el velero hubiese sido real, no tenía ninguna duda de que otros de los que se encontraban a bordo lo habrían descubierto mucho antes que yo... Me sentía un poco confundido, dándole vueltas a todo aquel asunto, y entonces, de repente, me asaltó con fuerza la sensación de realidad con la que se me había aparecido aquel velero: cada cuerda, cada vela, cada percha, ¿lo entendéis? Y recordé cómo se deslizaba sobre las olas y cómo se agitaban las velas bajo el empuje de la suave brisa. ¡Y las banderas de señalización! Nos estaban enviando un mensaje desde aquel barco. Al final me resultó igualmente imposible creer que todo aquello no había sido real.
A tal punto de indecisión había llegado mientras seguía allí de pie, con la espalda medio vuelta hacia la rueda del timón. Miraba los mares circundantes y sujetaba la rueda firmemente con mi mano izquierda, intentando descubrir algo que me ayudara a resolver aquel enigma.
Luego, de repente, mientras miraba, creí ver de nuevo el velero. Entonces parecía hallarse más en nuestra estela que sobre la aleta, aunque apenas pensé en ello, pues la nueva aparición del navío me había dejado totalmente atónito. Sólo fue un breve destello, una visión trémula y ondulante, como si contemplase el barco a través de una cortina de aire recalentado. En seguida fue difuminándose hasta volver a desaparecer por completo; pero ahora ya estaba convencido de que era real y de que había estado a la vista durante todo el tiempo, aunque yo había sido incapaz de verlo. Aquella tenue, extraña, ondulante apariencia me hizo pensar en algo. Recordé el curioso aspecto que había adoptado el aire unos días antes, cuando la niebla había caído sobre nuestro barco. No pude evitar relacionar ambas cosas. En el otro velero no había nada raro.
Lo extraño provenía del nuestro. Había algo anormal rodeando el barco —o dentro de él— que me impedía, a mí y a todos los que se hallaban a bordo, ver aquel otro velero. Era evidente que ellos, en cambio, sí podían vernos, ya que estaban haciéndonos señales. Me dio por pensar tontamente qué dirían los hombres que se encontraba a bordo de aquel buque del aparentemente intencionado desprecio con el que acogíamos sus mensajes.
Enseguida empecé a pensar que toda aquella situación era en verdad absurda. Seguro que en esos precisos momentos ellos estaban viéndonos con total claridad; y sin embargo, hasta donde me llegaba la vista, para nosotros el océano estaba completamente vacío. Y en aquel instante, me pareció que eso era lo más extraño que podía sucedernos.
Me asaltó un nuevo pensamiento. ¿Cuánto tiempo llevábamos en aquella situación? Me sentía completamente desconcertado. Empecé a recordar que en la mañana del día en el que apareció la niebla habíamos avistado varias embarcaciones y que, a partir de entonces, no vimos ninguna más. A decir verdad, tal hecho, como mínimo, debería de haber despertado mi curiosidad, pues algunos de aquellos barcos navegaban de vuelta a casa, como nosotros, y seguían el mismo rumbo. En consecuencia, como el tiempo era sereno y apenas si hacía viento, deberían haber estado a la vista durante todo aquel trayecto. Este razonamiento me llevó a la conclusión de que, efectivamente, la llegada de la niebla y nuestra incapacidad de ver estaban relacionadas de alguna manera. Por lo tanto, era bastante probable que llevásemos casi tres días en aquel extraordinario estado de ceguera.
Volvió a dibujarse en mi cerebro la última imagen que había visto de aquel velero por la aleta. Recuerdo que había tenido entonces una extraña sensación, como si lo estuviese viendo a través de una dimensión distinta a la nuestra. Os aseguro que durante un rato anduve totalmente convencido de que ésa era la misteriosa realidad, y aquel pensamiento hizo que no considerase todas las implicaciones que se contenían en él. Realmente explicaba a la perfección todas las conjeturas y suposiciones que había ido construyendo desde que descubrí al otro velero deslizándose junto a nuestra aleta.
En ese preciso instante oí un chasquido y el rozar de las velas, y acto seguido la voz del capitán que decía:
—¿Adónde diablos dirige el barco, Jessop?
Giré en redondo de vuelta a la rueda del timón.
—No sé... señor —tartamudeé.
Había olvidado completamente que estaba a cargo del timón.
—¡No sabe! —aulló—. ¡Maldición! Ya veo que no lo sabe. ¡Mueva la rueda a estribor, grandísimo idiota! ¡Está a punto de ponernos en facha!
—A la orden, señor —contesté, dando un giro a la rueda del timón. Hice la maniobra de forma mecánica, pues aún estaba aturdido y no había tenido tiempo de poner mis pensamientos en orden.
Durante los momentos que siguieron, de lo único que fui consciente, de una manera bastante confusa, es de que el viejo estaba maldiciéndome. Poco a poco fue desapareciendo aquella sensación de aturdimiento, y descubrí que había estado mirando estúpidamente la bitácora y la brújula sin darme ni la más mínima cuenta de lo que hacía. A pesar de todo, vi que el navío retomaba su rumbo. ¡Sólo Dios sabe cuántos grados se había apartado de su trayectoria original!
Mientras me daba cuenta de que había estado a punto de poner el velero en facha, recordé de manera instintiva que el otro barco había cambiado de posición. La última vez que lo había visto se encontraba en nuestra estela y no sobre la aleta. Ahora que mi cerebro volvía a razonar con normalidad, descubrí el motivo de este, hasta entonces, aparentemente inexplicable cambio de posición. Se debía, por supuesto, a que nosotros habíamos variado de rumbo, dejando atrás a la otra embarcación.
Era curiosa la manera en que todos aquellos pensamientos pasaban por mi cerebro y me mantenían ocupada la mente —aunque sólo momentáneamente— pese a la cólera del capitán, que seguía echando pestes delante de mí. Creo que era incapaz de darme cuenta de que todos aquellos gritos iban dirigidos a mi persona. Es más, el siguiente recuerdo que conservo, es la imagen del capitán sacudiéndome el brazo con fuerza.
—¿Qué diablos le pasa, marinero? —aullaba. Y yo no podía hacer otra cosa que mirarle estúpidamente sin decir ni una sola palabra. Os aseguro que me resultaba completamente imposible hablar de manera razonable.
—¿Es que ha perdido su maldita cabeza? —siguió gritando—. ¿Está loco? ¿Le ha dado una insolación? ¡Diga algo, en lugar de seguir con la boca abierta como un idiota!
Intenté hacerlo, pero las palabras no me salían con claridad.
—Yo... yo... yo... —empecé, y al poco me paré como un imbécil. En realidad, me encontraba bien, pero estaba tan aturdido por lo que acababa de descubrir que, de alguna manera, me parecía estar a una distancia muy grande de allí, ¿lo entendéis?
—¡Usted es un lunático! —dijo, y lo repitió varias veces, como si aquella única palabra bastara para expresar lo que pensaba de mí. Después soltó mi brazo y retrocedió un par de pasos.
—¡No soy un lunático! —dije, en un impulso repentino—. Estoy tan loco como lo pueda estar usted, señor.
—Entonces, ¿por qué diablos no contesta a mis preguntas? —aulló, colérico—. ¿Qué le pasa? ¿Qué estaba haciendo con el gobierno del barco? ¡Contésteme ahora!
—Miraba ese velero, allí, sobre la aleta de estribor, capitán —dije de golpe—. Está haciéndonos señales...
—¿Cómo? —me interrumpió con brusquedad—, ¿De qué velero me habla?
Se volvió rápidamente a mirar sobre la aleta en cuestión. Luego se encaró de nuevo conmigo.
—¡Allí no hay ningún barco! ¿Qué pretende conseguir inventando semejante estupidez?
—Sí lo hay, señor —respondí—. Está por allí... —y se lo indiqué con el dedo.
—¡Cierre la boca! —dijo—. No me cuente idioteces. ¿Acaso cree que estoy ciego?
—Lo he visto, señor —insistí.
—¡No me contradiga! —cortó, en un repentino acceso de cólera—. ¡No estoy dispuesto a consentirlo!
Acto seguido, con idéntica brusquedad, se quedó en silencio. Dio unos pasos acercándose y observó detenidamente mi cara. Creo que el viejo carcamal pensaba que estaba un poco loco; de cualquier manera, y sin pronunciar ni una sola palabra más, se marchó hacia el salto de popa.
—¡Señor Tulipson! —exclamó.
—Sí, señor —respondió el segundo oficial.
—Mande otro hombre al timón.
—Muy bien, señor.
Un par de minutos más tarde vino a relevarme el viejo Jaskett. Le di el rumbo y él lo repitió.
—¿Qué pasa, compañero? —me preguntó, mientras dejaba el enjaretado de la rueda.
—Nada importante —contesté, y me fui hacia el capitán, que permanecía erguido sobre el salto de popa. Le di el rumbo, pero ese viejo endemoniado y cascarrabias no me prestó ni la más mínima atención. Cuando bajé a la cubierta principal, me dirigí hacia el segundo y le indique también nuestro derrotero. Me respondió con bastante educación y luego me preguntó qué había hecho para encolerizar así al viejo.
—Le he dicho que un barco se deslizaba pegado a nuestra aleta de estribor, y que nos estaba haciendo señas —contesté.
—Allí no hay ningún barco, Jessop —dijo el segundo oficial, mirándome con una expresión extraña e indescifrable.
—Sí lo hay, señor —insistí—. Yo...
—¡Basta, Jessop! —interrumpió—. Vete a proa y fúmate una pipa. Luego quiero que vayas a echarle una mano a los que están con las cabullerías. Cuando vuelvas será mejor que te hagas con una maceta de aforrar.
Titubeé unos instantes, un tanto enfadado, aunque más bien lleno de dudas.
—A la orden, señor —murmuré al fin, y me fui hacia la proa.
Después de la llegada de la niebla, los acontecimientos se precipitaron. En los siguientes dos o tres días sucedió un buen puñado de cosas.
La noche del día que el capitán ordenó que me relevaran de la rueda del timón, a nuestro turno de guardia le correspondía el cuarto de ocho a doce, y yo estaba de vigía en cubierta de diez a doce.
Mientras paseaba lentamente de un lado a otro del castillo de proa, reflexionaba sobre los acontecimientos que se habían desarrollado durante la mañana. Al principio, mis pensamientos se concentraban en el viejo. Le maldecía con ganas en mi fuero interno por ser un viejo tonto y cabezota, hasta que comprendí que, si yo hubiera estado en su lugar y nada más subir al puente me hubiese encontrado con el barco prácticamente en facha y el sujeto que debería hallarse al mando del timón dedicándose a mirar las aguas circundantes, sin duda también habría armado un escándalo de todos los diablos. Además, había actuado como un tonto al hablarle del velero. Supongo que jamás habría hecho tal cosa de no sentirme un tanto mareado. Seguro que el viejo estaba convencido de que era un chiflado.
Dejé de calentarme la cabeza pensando en él y empecé a preguntarme por qué el segundo oficial me había mirado por la mañana de aquella manera tan rara. ¿Acaso sospechaba la verdad más de lo que yo suponía?
Luego me puse a pensar en el asunto de la niebla. Le había dado muchas vueltas a eso durante todo el día. Una idea me rondaba por el cerebro. Se trataba de que aquella bruma era la materialización de la atmósfera extraordinaria en la que nos desenvolvíamos.
De repente, mientras andaba de un lado a otro de la cubierta, mirando al mar de vez en cuando —que ahora se hallaba prácticamente en calma—, distinguí el resplandor de una luz brillando en medio de la oscuridad. Me detuve y observé con atención. Me preguntaba si sería el farol de alguna embarcación. De ser así, eso significaría que ya no estábamos rodeados por aquella atmósfera extraordinaria. Descubrí al fin que se trataba, efectivamente, del farolillo verde de un navío a la altura de nuestra amura de babor. Y además, era evidente que estaba a punto de cruzarse en nuestra trayectoria. Se había situado peligrosamente cerca; como así lo demostraba el tamaño y el brillo de la luz verdosa. Se nos acercaba de bolina, mientras que nosotros navegábamos con viento franco, por lo que nos correspondía cederles el paso. Me volví inmediatamente y, haciendo bocina con las manos, le grité al segundo oficial:
—¡Una luz por la amura de babor, señor!
Al momento me llegó su respuesta:
—¿Dónde?
«Debe de estar ciego», me dije.
—A uno dos puntos de proa, señor —grité.
En esos momentos me volví para ver si el barco había cambiado de posición. No obstante, por más que miraba, no pude distinguir ninguna luz. Corrí hacia las amuras y me asomé sobre la barandilla, intentando ver algo... pero allí no había nada, absolutamente nada excepto una oscuridad impenetrable rodeándonos por todos sitios. Permanecí de tal modo durante algunos segundos, hasta que se me ocurrió que aquel asunto era una repetición de lo sucedido por la mañana. Con toda seguridad, ese algo intangible que envolvía la nave se había debilitado por unos instantes, permitiéndome ver el farol que lucía delante de mí. Pero ahora nos rodeaba de nuevo. En cualquier caso, pudiera o no pudiera verla, lo cierto es que había una embarcación a proa, y estaba muy cerca. Podíamos echarnos encima de ella en cualquier momento. Mi única esperanza era que, al ver que nosotros no les cedíamos el paso, ellos cambiaran su trayectoria poniendo proa al viento, esperaran a que pasáramos nosotros, y cruzaran después por nuestra popa. Aguardé atentamente, con los ojos y los oídos muy abiertos. En esos momentos oí el sonido de pasos que se acercaban por la cubierta, y el aprendiz que estaba a cargo de dar las horas subió a verme al castillo de proa.
—El segundo oficial dice que no puede ver ninguna luz, Jessop —dijo, acercándose hasta donde yo estaba—. ¿Dónde está?
—No lo sé —respondí—. La he perdido de vista. Era una luz verdosa que resplandecía a unos dos puntos sobre nuestra amura de babor. Parecía estar muy próxima.
—A lo mejor se ha apagado el farol —sugirió, después de mirar la oscuridad circundante con bastante atención.
—A lo mejor —contesté.
No le dije que aquella luz había estado tan cerca que, a pesar de la oscuridad reinante, tendríamos que estar viendo la embarcación en esos precisos momentos.
—¿Estás completamente seguro que se trataba de una luz? ¿No sería una estrella? —sugirió, dudoso, después de echar otra larga mirada.
—¡Oh, no! —contesté—. Ahora que lo pienso mejor, no tengo ninguna duda de que era la luna.
—No te enfades —respondió—. Todos nos equivocamos alguna vez. ¿Qué quieres que le diga al segundo oficial?
—¡Pues dile que ha desaparecido, hombre!
—¿Por dónde? —preguntó.
—¿Y cómo diablos quieres que lo sepa? —le contesté—. ¡No hagas más preguntas estúpidas!
—Está bien, está bien, no te excites —respondió, y se fue hacia popa a dar parte al segundo oficial.
Al cabo de unos cinco minutos volví a ver la luz. Iba paralela a nuestras amuras, lo cual me hizo ver sin ningún género de dudas que los del otro barco habían cambiado de rumbo para evitar el choque. Esta vez no aguardé ni un segundo, y le grité sin demora al segundo oficial que una luz verdosa resplandecía a unos cuatro puntos por nuestra amura de babor. ¡Por Júpiter! Nos habíamos salvado por los pelos. La luz debía de estar a menos de cien metros de distancia. Era una verdadera suerte que no estuviésemos navegando a mucha velocidad.
«Ahora», me dije a mí mismo, «el segundo podrá verla. Y a lo mejor el señor aprendiz Bloming esté en condiciones de bautizar a mi estrella con un nombre apropiado».
Pero mientras estos pensamientos rondaban mi cabeza, la luz empezó a debilitarse hasta desaparecer por completo; acto seguido pude oír la voz del segundo oficial.
—¿Dónde está? —gritaba.
—Ha vuelto a desaparecer, señor —respondí.
Un minuto después escuché el sonido de sus pasos atravesando la cubierta.
Se detuvo al pie de la escalerilla de estribor.
—¿Dónde se ha metido, Jessop? —preguntó.
—Aquí, señor —dije, y me mostré en lo alto de la escalerilla de barlovento.
Subió lentamente a la cubierta de proa.
—¿Qué es lo que estabas gritando sin parar acerca de no sé qué luz? —preguntó—. Señálame exactamente dónde la viste por última vez.
Así lo hice, y él se encaminó hacia la barandilla de proa y se puso a escudriñar la noche; pero no pudo descubrir nada.
—Se ha ido, señor —me aventuré a recordarle—. Aunque ya la he visto dos veces... La primera a unos dos punto sobre la amura, y esta última, sobre la amura también pero bastante más lejos. En ambos casos ha desaparecido casi de inmediato.
—No puedo entender nada de nada, Jessop —confesó bastante intrigado—. ¿Estás completamente seguro de que se trataba de la luz de un barco?
—Sí, señor. Una luz verde. Estaba muy cerca.
—No lo entiendo —repitió—. Ve corriendo a popa y dile al aprendiz que te dé mis binoculares nocturnos. Date prisa.
—A la orden, señor —respondí, y eché a correr hacia popa.
Volví con los binoculares en menos de un minuto, y él se puso a escudriñar las aguas por el lado de sotavento.
Al rato los soltó, se dio la vuelta hacia mí y me lanzó una súbita pregunta:
—¿Adónde ha ido? Si ha cambiado el rumbo con tanta velocidad, aún tiene que estar muy cerca. Deberíamos ver las perchas, las velas, las luces de la cabina o las de bitácora, ¡alguna cosa!
—Es extraño, señor —admití.
—Ya lo creo que sí —dijo—. Tan extraño que me inclino a pensar que te has equivocado.
—No, señor. Estoy completamente seguro de que era una luz.
—Y en ese caso, ¿dónde está el barco? —preguntó.
—No puedo decírselo, señor. Precisamente eso es lo que me tiene desconcertado.
El segundo no me contestó. Se puso a pasear de un lado a otro de la cubierta de proa hasta detenerse sobre la barandilla, desde donde volvió a escrutar nuestro lado de sotavento con sus binoculares nocturnos. Permaneció de tal guisa durante aproximadamente un minuto. Acto seguido, y sin pronunciar ni una sola palabra, bajó por la escalerilla de sotavento y desando la cubierta en dirección al puente de popa.
«Está realmente intrigado», pensé. «A lo mejor se creé que he estado imaginándomelo todo». En cualquier caso, me inclinaba más por esta última suposición.
Pronto empecé a preguntarme si, después de todo, tendría la más mínima idea de lo que significaba la sucesión de semejantes hechos. A veces estaba seguro de que sí la tenía, pero al rato me sentía igualmente convencido de que no sabía nada. De repente tuve uno de esos arrebatos en los que me preguntaba si no sería mejor contarle lo que ya conocía. Me daba la impresión de que él había visto lo suficiente como para escucharme. Y sin embargo, no estaba completamente seguro. A lo mejor me tomaba por un imbécil. O llegaba a pensar que me había vuelto loco.
Seguía caminando por la cubierta de proa, pensando todas estas cosas, cuando vi la luz por tercera vez. Era muy grande y brillante, y vi cómo se movía mientras la observaba. Lo que me demostraba de nuevo que estaba realmente cerca.
«Con toda seguridad», pensé, «el segundo oficial tendrá que verla ahora».
Esta vez permanecí en silencio, sin dar aviso. Decidí que era mejor que la descubriese por sí solo para que se diese cuenta así de que no me había equivocado. Además, no estaba dispuesto a arriesgarme a que desapareciera una vez más en el mismo momento en el que daba el parte. Esperé durante casi medio minuto sin que la luz diese muestras de desaparecer. Ansiaba oír la voz del segundo admitiendo que al fin la había visto. Mas nada de esto sucedió.
No pude aguantar más y corrí hacia la barandilla trasera de la cubierta de proa.
—¡Luz verde a popa de la aleta, señor! —aullé con todas mis fuerzas.
Pero había esperado demasiado. Ya mientras gritaba la luz empezó a vacilar hasta desaparecer por completo. Di un puntapié y lancé un juramento. Aquel asunto me estaba haciendo quedar como un imbécil. Sin embargo, aún tenía la pequeña esperanza de que alguien de los que se encontraban a popa la hubiera visto justo antes de desaparecer. Vana esperanza, supe en seguida, cuando oí la respuesta del segundo.
—¡Al diablo con la luz! —aulló.
A continuación hizo sonar el silbato, y uno de los hombres que se hallaban en el castillo de proa salió corriendo hacia la cubierta de popa para ver qué quería.
—¿A quién le toca el siguiente turno de vigía? —le oí preguntar.
—A Jaskett, señor.
—Pues dile a Jaskett que releve a Jessop en seguida. ¿Lo has entendido?
—Sí, señor —dijo el marinero, y corrió de vuelta al castillo.
Un minuto después apareció Jaskett tambaleándose sobre la cubierta de proa.
—¿Qué sucede, compañero? —preguntó medio dormido.
—¡Es ese estúpido del segundo oficial! —respondí enfurecido—. ¡Tres veces le informé de que había una luz y, como ese cretino cegato no ha sido capaz de verla, te ha mandado subir para que me releves!
—¿Y dónde está esa luz, compañero? —preguntó.
Se puso a mirar las negras aguas que nos rodeaban.
—No veo ninguna luz —indicó, pasados unos segundos.
—No —dije—. Ha desaparecido.
—¿Cómo? —preguntó.
—¡Ha desaparecido! —insistí, colérico.
Se volvió hacia mí y me miró en silencio a través de la oscuridad.
—Si yo estuviera en tu lugar, compañero, me iría a echar una cabezada —dijo al fin—. Yo también he pasado por eso. No te preocupes, no hay nada como un buen sueñecito cuando uno se siente así.
—¿Qué? —dije—, ¿Sentirse cómo? ¿Echarse qué?
—Tranquilo, compañero. Mañana te encontrarás mucho mejor. No te preocupes por mí.
Su tono expresaba simpatía.
—¡Vete al infierno! —fue todo lo que pude decir, y abandoné la cubierta de proa. Me preguntaba si aquel viejo estaba pensando que me había vuelto loco.
—Que me vaya a dormir un rato... ¡Por Júpiter! —musitaba para mis adentros—. ¡Me gustaría saber quién es el tipo que puede dormir un rato después de todo lo que he visto y soportado en el día de hoy!
Me sentía muy contrariado, sin nadie que fuese capaz de entender la verdadera realidad de todo aquel asunto. Tenía la sensación de encontrarme completamente solo ante los acontecimientos de los que había sido testigo. Entonces se me ocurrió acercarme a popa para charlar del tema con Tammy. Sabía que él, al menos, estaba en condiciones de entenderme, cosa que me produciría un enorme alivio.
Así que, sin pensármelo dos veces, di media vuelta y me encaminé hacia la popa, en dirección a la camareta de los aprendices. Cuando estaba al lado de la toldilla, levanté los ojos y distinguí la oscura silueta del segundo oficial, que estaba reclinado sobre la barandilla justo encima de mí.
—¿Quién va? —preguntó.
—Jessop, señor —respondí.
—¿Qué haces merodeando por esta parte del barco?
—Voy a popa para hablar con Tammy, señor —contesté.
—Vuelve al castillo y acuéstate un poco —dijo, no sin cierta afabilidad—. Te hará más bien dormir algo que andar por ahí contando cuentos de viejas. ¡Últimamente estás imaginándote demasiadas cosas!
—¡Estoy seguro de que no es así, señor! Me encuentro perfectamente. Yo...
—¡Basta! —me interrumpió con brusquedad—. Vete a dormir un poco.
Solté una maldición en voz baja y volví lentamente hacia proa. Me enloquecía el hecho de que todos me tratasen como si no estuviese en mi sano juicio.
«¡Por Dios!», me dije a mí mismo. «Ya veremos cuando los muy estúpidos se enteren de todo lo que sé... ¡Ya veremos!»
Entré en el castillo de proa por la puerta de babor, fui directamente a mi baúl y me senté encima. Me sentía furioso, cansado y desdichado.
Quoin y Plummer estaban sentados al lado, jugando una partida de cartas y fumando. Stubbins reposaba en su litera, observándolos y fumando también. Nada más sentarme, asomó la cabeza por encima del borde de la litera y se quedó mirándome de una forma extraña y con aire pensativo.
—¿Qué le ocurre al segundo oficial? —preguntó, después de echarme una rápida ojeada.
Le miré, y los otros dos marineros levantaron la vista hacia mí. Pensé que iba a estallar si no les decía algo, así que empecé con cierta torpeza hasta que al fin les conté todo lo que había pasado. Pero, para entonces, ya había visto lo suficiente como para saber que no era conveniente intentar explicar todos los hechos; por lo tanto, me limité a describir los acontecimientos y evité, en la medida de lo posible, dar más explicaciones.
—¿Has dicho tres veces? —preguntó Stubbins cuando hube terminado.
—Así es —asentí.
—Y el viejo te relevó esta mañana de la rueda del timón porque asegurabas haber visto un velero que él era incapaz de descubrir —añadió Plummer en tono reflexivo.
—Pues sí —reiteré.
Creo que intercambió con Quoin una mirada significativa; pero en cambio Stubbins seguía mirándome sólo a mí.
—Supongo que el segundo oficial piensa que estás un poco majara —señaló, después de una breve pausa.
—¡El segundo oficial es un estúpido! —exclamé con cierta amargura—. ¡Un maldito estúpido!
—Yo no estoy tan seguro de eso —respondió—. Es normal que todo esto le parezca un tanto extraño. Tampoco yo puedo entenderlo...
Volvió a quedar en silencio, dando chupadas a su pipa.
—Pues yo no puedo entender por qué el segundo oficial fue incapaz de ver la luz —intervino Quoin, desconcertado.
Creo que Plummer le dio un codazo con la intención de hacerle callar. Daba la impresión de que Plummer compartía el punto de vista del segundo, y aquello me sacaba de mis casillas. Pero lo que dijo Stubbins a continuación atrajo mi interés.
—No lo entiendo —repitió, haciendo hincapié en sus palabras—. Aun así, el segundo no tenía los suficientes motivos para relevarte del puesto de guardia.
Meneó lentamente la cabeza, sin apartar sus ojos de mi cara.
—¿Qué quieres decir? —le pregunté intrigado, pero con la vaga sensación de que sabía más de lo que, en un principio, yo había sospechado.
—Pues lo que quiero decir es que no sé de qué está tan benditamente seguro el segundo oficial —respondió.
Le dio un chupada a su pipa, la sacó de la boca y se echó hacia delante sobre el borde de la litera.
—;No te dijo nada después de relevarte del puesto de vigía? —preguntó.
—Sí —contesté—, me sorprendió cuando iba hacia popa. Me dijo que estaba empezando a imaginar demasiadas cosas y que lo mejor que podía hacer era irme al castillo a dormir un poco.
—¿Y tú que le respondiste?
—Nada. Me vine para acá.
—¿Y por qué diablos no le preguntaste qué cosas se imaginaba él cuando nos hizo subir al palo mayor en busca de su fantasma?
—No se me pasó por la cabeza —contesté.
—Pues se te tenía que haber pasado.
Hizo un pausa, se sentó en su litera y pidió un fósforo.
Mientras le pasaba la caja, Quoin levantó los ojos de sus cartas.
—Seguro que se trataba de un polizonte. Nadie ha podido demostrar lo contrario.
Stubbins me devolvió la caja de fósforos y, sin hacer caso de la observación de Quoin, siguió con sus razonamientos:
—O sea, que te dijo que te fueras a dormir un poco, ¿no? Soy incapaz de entender qué es lo que nos está intentando ocultar.
—¿Qué quieres decir con eso de que nos oculta algo? —pregunté.
—Creo que él está tan seguro como yo mismo de que en realidad sí viste la luz.
Al oír estas palabras, Plummer apartó la vista de sus cartas, aunque permaneció en silencio.
—Entonces, ¿no dudas de que realmente vi la luz? —pregunté con cierta sorpresa.
—No, no lo dudo —respondió con firmeza—. No eres de la clase de hombres que pueda equivocarse en algo así tres veces seguidas.
—No —contesté—. Estoy completamente seguro de haber visto esa luz, pero... —dudé unos segundos antes de continuar— es algo muy raro.
—¡Realmente es muy raro! —asintió—. ¡Condenadamente raro! Y en los últimos tiempos están sucediendo un montón de malditas cosas extrañas a bordo de este cascarón.
Se hizo el silencio durante unos momentos. Al poco, exclamó con brusquedad:
—No es en absoluto normal. De eso sí que estoy convencido.
Dio un par de chupadas a su pipa, y en ese breve intervalo de silencio oí la voz que nos llegaba desde fuera. Estaba gritando al oficial que se encontraba en la toldilla.
—¡Luz roja por la aleta de estribor, señor! —le oí decir.
—Ya estamos de nuevo —exclamé, meneando la cabeza—. Por esa zona debería de estar ahora la embarcación que yo he avistado. No pudieron cruzar por delante de nuestra proa, así que tuvieron que detenerse, dejarnos pasar, y ahora han largado velas de nuevo y están por detrás de nuestra popa.
Me levanté del cofre y me acerqué a la puerta; los otros tres vinieron detrás de mí. Nada más llegar a la cubierta, escuché la voz del segundo oficial, que preguntaba a voces dónde diablos estaba la luz.
—¡Por Júpiter, Stubbins! —dije—. Creo que esa cosa endiablada ha desaparecido otra vez.
Corrimos todos juntos hacia la barandilla de estribor y nos pusimos a mirar las aguas, pero no había ni el más mínimo rastro de luz en la oscuridad que reinaba más allá de nuestra popa.
—Yo no puedo decir eso hasta que no sea capaz de ver alguna luz —dijo Quoin.
Plummer permaneció en silencio.
Miré hacia la cubierta de proa. Apenas podía distinguir la silueta de Jaskett. Permanecía erguido junto a la barandilla de estribor, con las manos encima de los ojos, haciendo sombra para evitar todo reflejo; era obvio que estudiaba minuciosamente el lugar en donde había visto la luz por última vez.
—¿Dónde se ha ido Jaskett? —le grité.
—No lo sé, compañero —respondió—. Es la cosa más endiablada y estúpida con la que me he tropezado nunca. Hace un momento estaba ahí, más clara que el agua, y ahora ya no está... ha desaparecido por completo.
Me volví hacia Plummer.
—¿Qué piensas ahora?
—Bueno —comenzó—. Debo admitir que al principio pensé que no había nada. Creía que estabas equivocado, pero al parecer sí viste algo.
En dirección a popa, oímos el ruido de pasos que se acercaban por la cubierta.
—¡El segundo viene a proa a pedirte explicaciones Jaskett! —gritó Stubbins—. Será mejor que bajes y te cambies de pantalones.
El segundo oficial pasó por delante de nosotros y subió por la escalerilla de estribor.
—¿Y ahora qué pasa, Jaskett? —dijo con brusquedad—. ¿Dónde está la luz? ¡Ni el aprendiz ni yo la hemos visto!
—Esa maldita cosa ha desaparecido, señor —respondió.
—¡Desaparecido! —exclamó el segundo oficial—. ¡Desaparecido! ¿Qué quieres decir?
—Hace un minuto estaba allí, señor, tan real como usted y yo, y al siguiente no estaba; se había esfumado.
—¡Eso es un maldito y estúpido cuento! —contestó el segundo oficial—. No pretenderás que me lo crea, ¿verdad?
—Como hay Dios que no le miento, señor —dijo Jaskett—. Y Jessop también la había visto.
Daba la sensación de que aquella última aclaración se le había ocurrido de repente. Evidentemente, el viejo canalla había cambiado de opinión en cuanto a mi necesidad de echarme un sueñecito.
—Eres un viejo estúpido, Jaskett —dijo tajante el segundo oficial—. Y ese imbécil de Jessop ha estado llenando tu vieja y cretina cabezota de ideas estrafalarias.
Hizo una breve pausa, y al poco continuó:
—¿Se puede saber qué diablos os pasa a todos vosotros? ¿A qué estáis jugando? ¡Sabes perfectamente bien que no has visto nada ni remotamente parecido a una luz! Hago que releven a Jessop de su turno de vigía, y tienes que venir tú a contarme las mismas tonterías.
—Nosotros no hemos... —empezó a decir, pero el segundo le hizo callar.
—¡Cierra el pico! —exclamó, y dándose media vuelta bajó por la escalerilla y pasó por delante de nosotros a toda prisa, sin dirigirnos la palabra.
—A mí no me parece, Stubbins —observé—, que el segundo realmente crea que hemos visto alguna luz.
—No estoy tan seguro —respondió—. Es un tipo muy suyo.
El resto de la guardia transcurrió sin mayores contratiempos, y cuando sonaron las ocho campanadas me acosté en seguida, pues estaba terriblemente cansado.
Al ser llamados de nuevo para cubrir el turno en cubierta de cuatro a ocho, me enteré de que uno de los hombres del primer oficial había divisado una luz un poco después de que fuéramos relevados, y que esta había desaparecido en cuanto dio aviso de ella. Según supe, aquello había sucedido dos veces más, e hizo que el primer oficial se enfureciera tanto (pues tenía la impresión de que el sujeto aquel le estaba tomando el pelo) que estuvo a punto de liarse a puñetazos con el vigía, aunque al final ordenó que le relevaran y puso a otro hombre en su lugar. Si este último había visto algo, se cuidó muy bien de no ponerlo en conocimiento del primero, de manera que ahí quedó la cosa.
Y entonces, a la noche siguiente, cuando aún no habían cesado los comentarios y habladurías acerca de las luces que desaparecían, sucedió algo más que apartó de mi mente todo recuerdo de la niebla y de la extraordinaria e incomprensible atmósfera con la que parecía habernos envuelto.
En la siguiente noche, como ya he dicho, sucedió algo más. Fue un acontecimiento que me infundió, y creo que también a casi todos los demás, una sensación bastante viva de que a bordo corríamos un riesgo personal.
Habíamos bajado al castillo de proa y era nuestro turno de descanso en el cuarto de ocho a doce. Antes de bajar advertí que la brisa comenzaba a refrescar. Hacia popa se erguía una gran masa de nubes en desarrollo, y todo hacía presagiar que el viento iba a soplar pronto con más fuerza.
A las doce menos cuarto, cuando nos llamaron para el turno de doce a cuatro de la madrugada, me di cuenta, por el aullido del viento, de que la brisa había aumentado convirtiéndose en ventarrón; al mismo tiempo, pude escuchar los gritos de los marineros de la guardia anterior mientras halaban los cabos. Advertí el chasquear de las velas sacudidas por el viento y supuse que estaban arriando los sobrejuanetes. Miré la hora en mi reloj, que tenía siempre colgado de la litera. Eran menos cuarto pasadas, por lo que, con un poco de suerte, nos libraríamos de subir a la arboladura.
Me vestí de prisa y me acerqué a la puerta para ver cómo andaba el tiempo. Comprobé que el viento había cambiado de rumbo y que ahora nos entraba de lleno por la popa, en vez de por la aleta de estribor como antes; además, a juzgar por el aspecto del cielo, aquello no parecía más que el comienzo.
Arriba, en la arboladura, pude distinguir vagamente los sobrejuanetes de mesana y de trinquete chasqueando al viento. El del palo mayor lo habían dejado sin recoger algo más de tiempo. Jacobs, un marinero raso de la guardia del primer oficial, trepaba por la jarcia de proa detrás de otro de los hombres en dirección a la vela de trinquete. Los dos aprendices de los que disponía el primer oficial ya estaban en lo alto del palo de mesana. El resto de los hombres se afanaba en cubierta tirando de los cabos.
Volví a mi litera y miré el reloj... apenas faltaban unos minutos para que diesen las ocho campanadas; así que me puse el capote, pues parecía que iba a llover de un momento a otro. En ese instante, Jock se acercó a la puerta a echar un vistazo.
—¿Qué tiempo hace afuera, Jock? —preguntó Tom, mientras saltaba de su litera.
—Me da la impresión que va a hacer una noche de perros, y que todos vamos a necesitar los capotes.
Al dar las ocho campanadas, nos reunimos en la cubierta de popa para el recuento; sin embargo, nos retrasamos bastante, pues el primer oficial se negó a pasar lista hasta que Tom (que, como de costumbre, había dejado la litera en el último momento) no estuviese con todos nosotros. Cuando al fin apareció, el primer y segundo oficial le dieron un buen repaso, tachándole de perezoso y vago, con lo cual aún pasaron varios minutos más antes de que pudiéramos volver a proa. En realidad, se trataba de un episodio irrelevante y sin importancia, pero que, sin embargo, tuvo terribles consecuencias para uno de nosotros, pues justo cuando nos encontrábamos bajo el aparejo de proa se oyó un grito tremendo en lo alto de la arboladura, un grito que se destacó por encima del aullido del viento, y de inmediato algo se estrelló en medio de nuestro grupo con un estruendo sordo y seco, algo voluminoso y pesado que cayó justo encima de Jock, y que hizo que éste se desplomara sobre la cubierta lanzando un horrible y agudo gemido, y que después ya no abriese más la boca. A todos se nos escapó un grito de pánico y corrimos hacia las luces del castillo de proa como si fuéramos un único ser. No me avergüenza confesar que corrí como todos los demás. Un terror ciego e irracional se había adueñado de mí, y era incapaz de pensar en otra cosa.
Sólo cuando estuvimos bajo las luces del castillo de proa empezamos a reaccionar. Durante un rato nos miramos desconcertados los unos a los otros, sin atrevernos a dar un paso. Luego alguien hizo una pregunta, y se produjo un murmullo general de desaprobación. Nos sentíamos avergonzados, y uno de los marineros descolgó el farol del costado de babor. Yo hice lo mismo con el que lucía en el costado de estribor; y en seguida nos dirigimos hacia las puertas. Nada más salir atropelladamente a la cubierta, pude oír las voces de los dos oficiales. Sin duda habían bajado de la toldilla para ver qué ocurría, pero estaba tan oscuro que no podíamos saber dónde se encontraban.
—¿Dónde diablos os habéis metido? —le oí gritar al primer oficial.
Al rato debieron ver el resplandor de los faroles, pues distinguí sus pasos, que se acercaban corriendo por las cubiertas. Llegaron por el costado de estribor y, justo al lado del aparejo de proa, uno de ellos tropezó y se desplomó sobre algo. Se trataba del primer oficial. Lo supe por el juramento que lanzó nada más caer. Se incorporó, al parecer sin detenerse a mirar qué era lo que le había hecho caer, y echó a correr hacia el cabillero. El segundo oficial llegó al círculo luminoso que proyectaban nuestros faroles y se detuvo en seco... observándonos con recelo. Ahora no me sorprende su comportamiento en aquellos momentos, ni la reacción del primer oficial un poco después, pero debo confesar que entonces no alcanzaba a comprender qué diablos les sucedía, sobre todo al primer oficial. Surgió de la oscuridad y se precipitó sobre nosotros blandiendo una cabilla y rugiendo como un toro. Yo no me había parado a pensar en la escena que se representaba ante sus ojos: toda la dotación del castillo de proa —ambos turnos de guardia— corriendo alborotadamente por las cubiertas, todos muy excitados y con un par de sujetos portando faroles en cabeza del grupo. Y además, aquel horrible alarido en la arboladura y el tremendo golpe sobre la cubierta unos momentos antes, seguido por los gritos de espanto de los hombres y el ruido de muchos pasos a la carrera. Era bastante razonable que interpretara el primer alarido como una señal, y nuestro posterior comportamiento como el inicio de algún tipo de motín. Y en realidad, sus palabras demostraban que eso era precisamente lo que pensaba.
—¡Le voy a romper la crisma al primer hombre que dé un paso hacia la popa! —aulló, blandiendo la cabilla delante de mi cara—. ¡Os demostraré quién manda aquí! ¿Qué diablos significa todo esto? ¡Volved a vuestra perrera!
De los hombres surgió un gruñido amenazador al oír estas últimas palabras, y el viejo bravucón retrocedió un par de pasos.
—¡Esperad, muchachos! —grité—. ¡Callad un momento!
Me dirigí al segundo oficial, que aún no había podido abrir la boca.
—Señor Tulipson, no sé qué demonios le ocurre al primer oficial, pero debería darse cuenta de que no tiene ningún sentido hablar de esa manera a gente como nosotros o, de lo contrario, sí que podría haber un buen follón a bordo.
—¡Basta, Jessop! ¡Basta! ¡Eso no es correcto! ¡No voy a permitir que hable así del primer oficial! —dijo muy serio—. Explícame qué sucede aquí y luego os volvéis al castillo de proa.
—Se lo hubiéramos dicho hace tiempo, señor —contesté—, si el primer oficial nos hubiese dejado hablar. Ha tenido lugar un terrible accidente. Algo cayó de la arboladura justo encima de Jock...
Me interrumpí bruscamente, pues de pronto escuchamos un espantoso alarido en lo alto de la arboladura.
—¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro! —gritaba alguien, y sus gritos se transformaron en chillidos.
—¡Dios mío, señor! —aullé—. Es uno de los hombres que se encuentran en el sobrejuanete de trinquete.
—¡Silencio! —ordenó entonces el segundo oficial—. ¡Silencio!
Pero, mientras hablaba, volvimos a escuchar el mismo grito, entrecortado y jadeante.
—¡Socorro...! ¡Ah...! ¡Dios mío...! ¡Ah...! ¡Socorro! ¡So... co... rro...!
De pronto resonó la voz de Stubbins.
—¡Arriba, muchachos! ¡Por Dios! ¡Arriba todos! —y saltó sobre la jarcia del trinquete. Sujeté el asa del farol con los dientes y fui tras él. Plummer se dispuso a seguirnos, pero el segundo oficial le detuvo.
—Ya basta —dijo—. Iré yo —y empezó a subir detrás de mí.
Pasamos por encima de la cofa de trinquete corriendo como diablos. El resplandor de la linterna me impedía ver mucho más allá en la oscuridad reinante, pero al llegar a la cruceta, Stubbins, que se encontraba unos flechastes más arriba, se puso a gritar con voz entrecortada:
—¡Están luchando... como... demonios!
—¿Qué? —gritó el segundo oficial, sin aliento.
Al parecer Stubbins no le oyó, pues no respondió a su pregunta. Dejamos atrás la cruceta y seguimos trepando por los obenques del mastelero de juanete. El viento soplaba con fuerza a aquella altura, y podíamos oír claramente por encima de nuestras cabezas el chasquear de las velas sacudidas por las ráfagas, pero desde que dejamos la cubierta no habíamos vuelto a escuchar el más mínimo sonido.
Entonces, bruscamente, surgió un aullido salvaje de las tinieblas que reinaban por encima de nuestras cabezas. Era una mezcla terrible y extraña de gritos pidiendo socorro y maldiciones entrecortadas.
Stubbins hizo un alto bajo la verga de sobrejuanete y se volvió para mirarme.
—¡Date prisa... con el... farol... Jessop! —me gritó, tomando aire entre palabra y palabra—. ¡Se va a... producir... un asesinato... de un momento a otro!
Llegué hasta donde estaba y le tendí el farol. Se paró para cogerlo. Luego, sujetándolo por encima de su cabeza, subió unos flechastes más. De esa forma se puso a la altura de la verga de sobrejuanete. Desde donde yo estaba, un poco más abajo, el farol parecía emitir tan sólo un débil resplandor que se perdía en difusos rayos sobre la percha; pese a todo, pude distinguir alguna cosa. Primero miré hacia barlovento, y en seguida descubrí que no había nada por aquella zona de la verga. Luego dirigí mis ojos a sotavento. Visible apenas, pude distinguir algo aferrado a la verga que luchaba y se debatía. Stubbins levantó el farol y pude ver la escena con mayor claridad. Se trataba de Jacobs, el marinero raso. Con el brazo derecho se sujetaba firmemente a la verga, mientras que con el otro parecía estar defendiéndose de algo que se encontraba al otro lado, un poco más allá de la verga. Se le oía jadear y lamentarse, y a veces lanzaba violentas maldiciones. En una ocasión, cuando estuvo a punto de ser arrastrado del sitio al que se aferraba, se puso a gritar como una muchacha. Toda su actitud mostraba una desesperada obstinación. Me resulta muy difícil explicar cuánto me afectó la contemplación de aquel extraordinario espectáculo. Era como si estuviese mirando hipnóticamente algo sin darme cuenta aún de que se trataba de un hecho real que estaba ocurriendo en aquellos precisos momentos.
Durante los breves instantes que me tomé para mirar y recuperar el aliento, Stubbins se había encaramado a la parte trasera del mástil, y yo me dispuse a seguirle de nuevo.
Detrás de mí, el segundo oficial no había podido ver aún lo que estaba sucediendo sobre la verga, y me preguntó a voces qué pasaba.
—Se trata de Jacobs, señor —le respondí—. Es como si estuviese luchando contra alguien que se encuentra hacia sotavento de su posición. Aún no puedo verle bien.
Stubbins había llegado al marchapié, por el lado de sotavento, y levantaba el farol, intentando ver algo, de tal forma que enseguida pude unirme a él. El segundo oficial iba detrás, pero, en lugar de seguir por el marchapié, pasó a la verga y permaneció erguido sobre la ostaga. Nos pidió que le pasáramos el farol, cosa que yo hice cuando me lo entregó Stubbins. El segundo lo levantó, estirándose todo lo que pudo, de tal forma que el resplandor iluminó la parte de sotavento de la verga. La luz hendió las tinieblas, mostrándonos el sitio donde Jacobs se debatía con tanta saña. A parte de su figura, no se distinguía absolutamente ninguna otra cosa.
Nos habíamos demorado un rato mientras le pasábamos el farol al segundo. Sin embargo, en seguida, tanto Stubbins como yo continuamos avanzando lentamente por el marchapié. Nos deslizábamos con precaución, sin arriesgarnos innecesariamente, pues todo este asunto nos parecía abominable y terrorífico. Me resulta por completo imposible describir la extraña escena que tenía lugar en la verga de sobrejuanete. Es posible que, con un pequeño esfuerzo, podáis esbozar el cuadro que se mostraba ante nuestros ojos. El segundo oficial, sobre la percha, sujetaba el farol, y su cuerpo se balanceaba al compás de los movimientos del barco; estiraba la cabeza intentando mirar hacia la verga. A nuestra izquierda se debatía Jacobs, enloquecido, luchando, maldiciendo, rezando, jadeando... y todo a su alrededor se agazapaban las sombras y la noche.
De pronto habló el segundo oficial.
—¡Esperad un momento! —dijo—. ¡Jacobs! ¿Puedes oírme, Jacobs?
No hubo contestación alguna, tan sólo los continuos jadeos y maldiciones.
—Sigamos —ordenó el segundo—. Pero tened cuidado. ¡No deis un paso en falso!
Levantó el farol un poco más y avanzamos con precaución.
Stubbins llegó hasta donde estaba Jacobs y le puso una mano sobre el hombro con un gesto tranquilizador.
—Calma, Jacobs —dijo—. Calma.
Nada más tocarle, como si fuera cosa de magia, el muchacho se apaciguó, y Stubbins, rodeándole, asió el nervio del otro lado.
—Sujétalo por aquí, Jessop —exclamó—. Yo lo haré por la otra parte.
Así lo hice, mientras Stubbins daba la vuelta.
—No hay nadie más —me hizo saber Stubbins, aunque el tono de su voz no expresaba sorpresa.
—¿Qué? —gritó el segundo oficial—. ¡No hay nadie más! Entonces ¿dónde está Svensen?
No pude escuchar la respuesta de Stubbins, pues en esos momentos me pareció descubrir una especie de sombra en el extremo de la verga, por fuera del amantillo. Miré con atención. Se irguió al final de la verga y pude darme cuenta de que se trataba de una figura humana. Aferró el amantillo y comenzó a trepar muy rápido. Pasó en diagonal por encima de la cabeza de Stubbins y estiró hacia abajo un brazo y una mano de contornos imprecisos.
—¡Cuidado, Stubbins! —grité—. ¡Cuidado!
—¿Qué pasa ahora? —preguntó con voz de alarma. En ese mismo instante su gorra cayó, arrastrada hacia sotavento por una repentina ráfaga de viento.
—¡Maldito viento! —estalló.
Jacobs, que hasta entonces tan sólo había emitido algún gemido ocasional, comenzó de repente a aullar y forcejear.
—¡Sujétale con fuerza! —aulló Stubbins—. Va a lanzarse desde lo alto de la verga.
Rodeé el cuerpo del marinero con mi brazo izquierdo, mientras me agarraba fuertemente al nervio con la otra mano. Entonces miré hacia arriba. Creí vislumbrar, por encima de nosotros, una figura tenebrosa e imprecisa que trepaba con rapidez por el amantillo.
—Sujetadle con fuerza mientras cojo un tomador —oí que gritaba el segundo oficial.
Un momento después se produjo un estallido y la luz desapareció.
—¡Maldita sea! ¡Esa vela se puede incendiar! —aulló el segundo oficial.
Me di la vuelta, intentado ver qué sucedía. Apenas podía distinguirle sobre la verga. Sin duda se le había roto el farol cuando intentaba bajar al marchapié. Luego dirigí mi mirada hacia el aparejo de sotavento. Me pareció distinguir una sombra oscura e indefinida que descendía furtivamente rodeada de tinieblas, pero no estaba seguro de nada de lo que estaba sucediendo; y de repente, en un suspiro, desapareció por completo.
—¿Algún problema, señor? —pregunté en voz alta.
—Sí —contestó—. Se me ha caído el farol. ¡Esta maldita vela me lo ha sacado de las manos!
—No importa, señor —exclamé—; todo irá bien. Creo que podremos arreglarnos sin el farol. Jacobs parece ahora más tranquilo.
—De acuerdo. Tened cuidado al bajar —nos advirtió.
—Vamos, Jacobs —dije—. Vamos. Pronto estaremos sobre la cubierta.
—Adelante, muchacho —recalcó Stubbins—. Ahora estás a salvo. Nosotros nos ocuparemos de ti.
Y comenzamos a guiarlo bajando por la verga.
Se vino con nosotros bastante sumiso, pero sin decir una sola palabra. Parecía un niño pequeño. A veces temblaba, pero seguía sin hablar nada.
Le llevamos hasta la jarcia de sotavento. Luego, mientras uno de nosotros se mantenía a su lado y el otro le sujetaba desde abajo, comenzamos a descender lentamente hacia la cubierta. Progresábamos muy despacio, tanto que el segundo oficial, que se había quedado arriba un rato asegurando el tomador en el lado de sotavento de la vela, llegó abajo casi al mismo tiempo que nosotros.
—Llevad a Jacobs a proa y acostadlo en su litera —dijo, y se encaminó a estribor de la popa, donde se agrupaban un montón de hombres bajo la luz de un farol, formando un círculo junto a la puerta de un camarote vacío, debajo del salto de la toldilla.
En cuanto a nosotros, fuimos lo más rápidamente posible al castillo de proa. Allí reinaba la oscuridad más profunda.
—Están todos en la popa, con Jock... Svensen —Stubbins había dudado unos instantes antes de pronunciar este último nombre.
—Sí —contesté—. Tiene que ser así. Seguro.
—De alguna manera, ya lo sabía —concluyó.
Crucé el umbral de la puerta y encendí un fósforo. Stubbins me siguió, guiando a Jacobs tras él, y entre los dos le acostamos en su litera. Le tapamos con algunas mantas, pues tiritaba mucho. Luego salimos. Durante todo aquel tiempo no había pronunciado ni una sola palabra.
Mientras nos dirigíamos a popa, Stubbins comentó que, en su opinión, todo aquel asunto había trastornado un poco el cerebro de Jacobs.
—Está totalmente ido —prosiguió—. No entiende ni una palabra de lo que se le dice.
—Es posible que mañana esté mejor —contesté.
Cuando ya casi habíamos llegado al castillo de popa, donde aguardaban el resto de los hombres, añadió:
—Han dejado los cuerpos en el camarote vacío del segundo oficial.
—Sí —contesté—. ¡Pobres diablos!
Llegamos hasta el grupo de hombres, que nos abrió paso hacia la puerta. Algunos preguntaban en voz baja si Jacobs estaba bien, y yo les decía que sí, pero sin ahondar en su verdadero estado de salud.
Me acerqué al umbral de la puerta y miré dentro del camarote. Había una luz encendida y pude ver con total claridad. Había dos literas y un hombre recostado en cada una de ellas. El capitán estaba allí, apoyado sobre un mamparo. Parecía preocupado, pero no hablaba, aparentemente perdido en sus propios pensamientos. El segundo oficial se dedicaba a cubrir los cadáveres con un par de banderas. El primer oficial parecía estar diciéndole alguna cosa, pero se expresaba en voz tan baja que apenas alcanzaba a oír lo que le estaba diciendo. Me sorprendió verle tan deprimido. Capté algún fragmento, retazos de lo que decía.
—... quebrado —musitaba—. Y el holandés...
—Ya lo he visto —cortó el segundo oficial.
—Dos al mismo tiempo —dijo el primero—... tres en...
El segundo permaneció en silencio.
—Desde luego, sabe usted... accidentes —insistía el primero.
—¡Así es! —respondió con voz extraña el segundo.
Advertí que el primero le estudiaba un poco desconcertado, pero el segundo oficial estaba tapando en esos momentos el rostro del viejo y pobre Jock, y aparentemente no se dio cuenta de su mirada.
—Eso... eso... —continuó el primero, pero se calló de repente.
Después de un momento de duda añadió algo más que no fui capaz de entender, pero el tono de su voz parecía revelar una intensa preocupación.
El segundo oficial no hizo ademán de haberle escuchado, pues no contestó absolutamente nada; se inclinó y estiró una de las esquinas de la bandera sobre la rígida figura que yacía en la litera inferior. Aquel gesto encerraba una cierta ternura que despertó mi afecto hacia él.
—¡Está pálido! —pensé.
Luego dije en voz alta:
—Hemos acostado a Jacobs en su litera, señor.
El primer oficial se sobresaltó, dio media vuelta y me clavó los ojos como si yo fuera un fantasma. El segundo también se volvió pero, antes de que pudiera abrir la boca, el capitán dio un paso y se puso delante de mí.
—¿Se encuentra bien? —preguntó.
—Bueno, señor —comencé—. Está un poco raro, pero creo que se sentirá mucho mejor cuando descanse un poco.
—Confío en que así sea —contestó, y echó a andar hacia cubierta. Se dirigió lentamente hacia la escalerilla de babor del castillo de popa. El segundo oficial se situó junto al farol, y el primero, después de echarle una breve mirada, salió del camarote y fue al castillo de popa tras el capitán. De pronto me dio la impresión de que aquel hombre había dado con una parte de la verdad. Este último accidente había ocurrido demasiado pronto desde el anterior. Era evidente que había logrado establecer una relación entre ambos. Recordé los fragmentos que había oído de su conversación con el segundo oficial. Recordé también los numerosos incidentes de menor importancia que habían tenido lugar en las últimas jornadas, y de los cuales él se había reído abiertamente. Me preguntaba si no habría empezado a entender su significado... su siniestro y brutal significado.
—¡Ah, mi querido señor Bravucón! —pensé—. ¡Va a pasar muy malos tragos si realmente está comenzando a entender de qué va todo esto!
De repente mis pensamientos saltaron a las inciertas perspectivas que se abrían ante nosotros.
—¡Que Dios nos proteja! —musité.
El segundo oficial, después de echar un vistazo alrededor, bajó la mecha del farol y salió del camarote, cerrando la puerta tras él.
—Está bien, marineros —dijo, dirigiéndose a los hombres de la guardia del primero—, volved al castillo de proa; no podemos hacer nada más. Os vendrá bien dormir un poco.
—¡A la orden, señor! —respondieron a coro.
Luego, mientras volvíamos hacia proa, preguntó si alguien había relevado al vigía.
—No, señor —contestó Quoin.
—¿Es tu turno? —preguntó el segundo.
—Sí, señor —respondió.
—Entonces, ve corriendo a relevarle.
—A la orden, señor —y se encaminó a proa con el resto de nosotros.
Mientras íbamos andando le pregunté a Plummer que quién era el que estaba al timón.
—Tom —me dijo.
Nada más contestarme empezaron a caer gruesas gotas de lluvia; eché un vistazo al cielo. Se había cubierto de espesas nubes.
—Me parece que va a refrescar —dije.
—Sí —respondió Plummer—. Dentro de poco habrá que acortar velas.
—Seguro que hará falta toda la tripulación para esa maniobra —remarqué.
—Sí —volvió a contestar—. En ese caso, no vale la pena que los de la otra guardia se acuesten.
El hombre que portaba el farol entró en el castillo de proa y nosotros fuimos tras él.
—¿Dónde está el farol de nuestra guardia? —preguntó Plummer.
—Se ha hecho añicos ahí arriba —respondió Stubbins.
—¿Cómo ha sido? —insistió Plummer.
Stubbins dudó.
—Se le cayó al segundo oficial —contesté—. Lo golpeó la vela, o algo por el estilo.
Al parecer, los hombres de la otra guardia no tenían intención de acostarse de inmediato; permanecían sentados en las literas o sobre sus cofres de marinero. Hubo un prender generalizado de pipas, y mientras nos hallábamos ocupados en esta tarea, oímos un repentino gemido que procedía de una de las literas al fondo del castillo de proa, un lugar que siempre estaba bastante oscuro, y más ahora, que sólo disponíamos de un farol.
—¿Qué es eso? —preguntó uno de los marineros de la otra guardia.
—¡Silencio! —dijo Stubbins—. Es él.
—¿Quién? —preguntó Plummer— ¿Jacobs?
—Sí —contesté—. ¡Pobre diablo!
—¿Qué sucedía cuando llegasteis allá arriba? —preguntó el marinero de la otra guardia, señalando con un ademán de su cabeza el sobrejuanete de proa.
Antes de que pudiera contestarle, Stubbins se levantó de un salto de su cofre de marinero.
—¡Es el silbato del segundo! —exclamó—. ¡Rápido, vamos! —y salió corriendo a la cubierta.
Plummer, Jaskett y yo fuimos tras él a toda prisa. Afuera había empezado a llover con fuerza. Mientras corríamos podíamos escuchar la voz del segundo oficial que nos llegaba a través de la oscuridad.
—¡Listos sobre los chafaldetes y brioles del sobrejuanete mayor! —oí que gritaba el segundo, y acto seguido escuché el restallido sordo de la vela mientras empezaba a ser arriada.
En pocos minutos conseguimos cargarla.
—Y ahora, que dos de vosotros suban a aferraría —ordenó.
Fui hasta la jarcia de estribor, y me paré lleno de dudas. Nadie más se había movido de su sitio.
El segundo oficial se acercó a nosotros.
—Adelante, muchachos —dijo—. Vamos. Hay que hacerlo.
Pero nadie hizo el más mínimo movimiento ni dijo nada.
—Iré yo —dije—. Si alguien más viene conmigo.
Tammy se puso a mi lado.
—Yo también voy —se ofreció, bastante nervioso.
—¡No, por Dios, no! —exclamó el segundo oficial con brusquedad, y él mismo saltó sobre el aparejo del palo mayor—. ¡Vamos, Jessop! —aulló.
Fui tras él con gran asombro. Pensaba que se iba a poner echo una fiera con los marineros que permanecían anclados a la cubierta. No se me había ocurrido que hiciese ningún tipo de concesión. En aquellos momentos me encontraba realmente sorprendido, pero luego entendí las razones de su actitud.
Apenas había empezado a subir detrás del segundo cuando Stubbins, Plummer y Jaskett se lanzaron en pos de nosotros a toda velocidad.
A medio camino del palo mayor, el segundo se detuvo y miró hacia abajo.
—¿Quién viene detrás de nosotros, Jessop? —preguntó.
Antes de que pudiera decir nada, Stubbins respondió:
—Soy yo, señor, con Plummer y Jaskett.
—¿Y quién demonios os dijo que subierais ahora? ¡Volved abajo de inmediato, los tres!
—Hemos venido para hacerle compañía, señor —fue la respuesta.
Estaba seguro de que, ante tal contestación, el segundo iba a estallar en maldiciones; sin embargo, por segunda vez en un par de minutos, volví a equivocarme.
En lugar de enfadarse con Stubbins, y tras una breve pausa, siguió subiendo por la jarcia sin decir una sola palabra; el resto de nosotros fuimos tras él. Llegamos al sobrejuanete y completamos la maniobra en un santiamén; aunque, en realidad, éramos tantos para la tarea que nos resultó muy fácil. Cuando terminamos me di cuenta de que el segundo se demoraba sobre la verga mientras que todos nosotros ya habíamos alcanzado la jarcia. Era evidente que estaba resuelto a afrontar todos los peligros que se pudieran avecinar, pero yo procuré estar cerca de él, por si acaso ocurría algo; sin embargo, alcanzamos de nuevo la cubierta sin ningún contratiempo. Aunque esto último no es exactamente correcto, pues cuando el segundo oficial llegó hasta la cruceta, lanzó un grito breve y repentino.
—¿Algún problema, señor? —le pregunté.
—¡No... no! —dijo—. ¡No pasa nada! Me he dado un golpe en la rodilla.
Sin embargo, ahora creo que estaba mintiendo. En el transcurso de aquella misma guardia oí gritos semejantes emitidos por otros marineros. Dios sabe que estaban plenamente justificados.
Nada más llegar a cubierta, el segundo oficial dio una orden:
—¡Sobre los chafaldetes y brioles del palo de mesana —y abrió la marcha en dirección al castillo de popa. Se detuvo junto a las drizas, dispuesto a arriar la vela. Mientras me dirigía al chafaldete de estribor, vi que el viejo se hallaba en el puente, y al coger el cabo, le escuché dar órdenes al segundo oficial.
—Señor Tulipson, que toda la tripulación eche una mano para acortar.
—Muy bien, señor —contestó el segundo oficial. Luego subió el tono de voz—: Jessop, ve a proa y llama a toda la tripulación para acortar velas. De camino avisa también al contramaestre.
—A la orden, señor —respondí, y me fui corriendo a realizar mi cometido.
Mientras me alejaba, oí que le decía a Tammy que fuese a llamar al primer oficial.
Al llegar al castillo de proa asomé la cabeza por la puerta de estribor; algunos marineros se disponían a acostarse en sus literas.
—¡Todo el mundo a cubierta! ¡Hay que acortar! —grité.
Entré.
—Ya lo decía yo —masculló uno de los marineros.
—¡Malditos sean si piensan que vamos a subir hasta allá arriba después de todo lo que ha sucedido esta noche! —exclamó otro.
—Nosotros ya hemos subido al sobrejuanete del palo mayor —respondí—. El segundo nos hizo compañía.
—¿Cómo? —dijo el primer marinero—. ¿El segundo oficial en persona?
—Sí —contesté—. Toda la bendita guardia vino detrás.
—¿Y qué ha pasado? —preguntó.
—Nada —dije—. Absolutamente nada. Cada uno ha aferrado un trocito y luego volvimos abajo.
—Me da igual —insistió el segundo marinero—. No pienso subir después de lo que ha pasado.
—Bueno —repliqué—, no se trata de que pienses o no pienses subir. El caso es que hay que aferrar las velas o se producirá un desastre. Uno de los aprendices me ha dicho que el barómetro está bajando.
—Vamos, muchachos —dijo uno de los marineros de más edad, levantándose de su cofre—. ¿Qué tiempo hace fuera?
—Está lloviendo —contesté—. Vais a necesitar los capotes.
Dudé unos momentos antes de volver a cubierta. Me había parecido escuchar un leve gemido procedente de una de las literas envueltas en la oscuridad del fondo.
—¡Pobre desgraciado! —pensé.
En esos momentos, el viejo que había hablado en último lugar llamó mi atención.
—¡Está bien, marinero! —dijo, un tanto irritado—.
No hace falta que nos esperes. Dentro de un minuto estaremos todos fuera.
—De acuerdo. No os estaba esperando a vosotros —aclaré, y me acerqué a la litera de Jacobs. Poco antes se había colocado una especie de cortinillas, confeccionadas con tela de saco, para protegerse de las corrientes de aire. Alguien las había corrido, así que tuve que apartarlas para poder verle. Se encontraba tendido de espaldas y respiraba de una manera extraña. En la penumbra no podía distinguir su rostro con claridad, pero parecía muy pálido.
—Jacobs —dije—. Jacobs, ¿cómo te encuentras? —pero no hizo movimiento alguno ni nada que me diese a entender que había escuchado mis palabras. Así que, después de esperar un rato, volví a correr las cortinillas y le dejé solo.
—¿Cómo está? —preguntó uno de los marineros mientras me dirigía a la puerta.
—Mal —respondí—. ¡Condenadamente mal! Creo que debería venir a verlo el ordenanza. Se lo diré al segundo oficial en cuanto me sea posible.
Salí a cubierta y eché a correr hacia popa para ayudar en la maniobra de acortar velas. Las halamos en seguida y nos dirigimos luego hacia proa, a por el juanete de trinquete. Un minuto después llegaron los de la otra guardia, quienes, acompañados del primer oficial, se encargaron de inmediato de la vela mayor.
Cuando la mayor estuvo a punto para amarrar, nosotros ya habíamos halado las velas de trinquete, de forma que los tres juanetes se encontraban acortados y listos para aferrar. Entonces llegó la orden:
—¡Todo el mundo arriba! ¡Aferrar!
—Adelante, muchachos —dijo el segundo oficial—. Y esta vez no nos dejemos nada colgando.
Un poco más allá, sobre el palo mayor, los hombres del primer oficial formaban una masa compacta; pero estaba muy oscuro como para decir exactamente dónde se encontraban. Oí al primero que empezaba a maldecir, luego un gruñido sordo y después silencio.
—¡Adelante, muchachos! ¡Adelante! —gritó el segundo oficial.
Al oírlo, Stubbins se lanzó sobre la jarcia.
—¡Vamos! —gritó—. ¡Aferraremos esa maldita vela y estaremos de vuelta en cubierta antes de que ellos hayan empezado.
Plummer fue tras él, luego Jaskett, yo y Quoin, al que habían hecho dejar su puesto de vigía para que nos echase una mano.
—¡Así se hace, muchachos! —gritó el segundo oficial, encorajinado. Luego se dirigió corriendo hacia el grupo del primer oficial. Oí cómo los dos oficiales hablaban a los hombres, y para cuando nosotros llegábamos a la cofa de trinquete, ellos comenzaban a subir por la jarcia.
En seguida descubrí que, cuando el segundo oficial se aseguró de que todos los hombres dejaban la cubierta, se encaminó con los cuatro aprendices al juanete de mesana.
En cuanto a nosotros, progresábamos lentamente por la arboladura, prestando, por supuesto, la misma atención al barco y a nuestra propia seguridad. De tal forma llegamos a la cruceta; por lo menos Stubbins, que iba en cabeza, cuando de repente lanzó un grito muy parecido al que momentos antes diera el segundo oficial, aunque en esta ocasión se dio la vuelta y empezó a maldecir a Plummer.
—¡Maldición! ¿Es que quieres hacerme volar hasta la cubierta? —aulló—. Si eres tan estúpido de andar con bromas en estos momentos, te aconsejo que pruebes con otro..
—¡Yo no he sido! —le interrumpió Plummer—. Ni siquiera te he tocado. ¿A quién diablos estás insultando?
—¡A ti...! —le oí contestar; pero fuese lo que fuese lo que iba a decir a continuación, quedó tapado por un tremendo alarido proferido por Plummer.
—¿Qué pasa ahí arriba, Plummer? —grité—. ¡Por el amor de Dios, no os pongáis a pelear ahora!
Pero por toda respuesta obtuve una ruidosa maldición, cargada de espanto. Acto seguido, comenzó a gritar como un poseso, y entre sus alaridos me llegaban las frenéticas maldiciones de Stubbins.
—¡Esos dos se van a caer rodando! —exclamé, desesperado—. ¡Seguro! ¡Van a caer como fruta madura!
Sujeté a Jaskett de la bota.
—¿Qué están haciendo? ¿Qué hacen? —pregunté—. ¿Puedes ver algo?
Sacudí un poco su pierna mientras le hablaba. Pero nada más tocarle, el viejo idiota, así lo consideré en aquel momento, se puso a dar alaridos de espanto.
—¡Ah! ¡Ah! ¡Socorro! ¡Soco...!
—¡Cállate, viejo estúpido! —aullé—. ¡Cállate! ¡Si no eres capaz de hacer algo, al menos déjame pasar!
Pero aquello sólo sirvió para que gritase aún más fuerte. Y entonces, de repente, pude escuchar un terrorífico clamor de voces que provenía de alguna parte en lo alto del palo mayor: maldiciones, alaridos de espanto, incluso chillidos, y, por encima de todo aquel griterío, las ordenes de alguien desde la cubierta:
—¡Bajad! ¡Bajad! ¡Todo el mundo abajo! ¡Maldita...!
El resto de la frase se perdió en una explosión de aullidos que surgían en medio de la noche.
Intenté adelantar al viejo Jaskett, pero él estaba aferrado a la jarcia, como pegado a ella, «desparramado» creo que es el término que más se ajustaría a su postura, tal y como lo podía ver en aquella oscuridad. Por encima de él, Stubbins y Plummer aún seguían maldiciendo y gritando, y los obenques se estremecían y vibraban como si estuvieran luchando con desesperación.
Al parecer, Stubbins estaba gritando algo muy concreto, pero fuese lo que fuese no pude llegar a entenderlo.
Aquella sensación de impotencia empezó a encolerizarme, y sacudí y empujé a Jaskett para que me dejara pasar.
—¡Maldito seas, Jaskett! —rugí—. ¡Maldito seas, viejo y miedoso estúpido! ¡Déjame pasar! ¡Déjame pasar, te digo!
Pero, en vez de apartarse, descubrí que estaba empezando a bajar. En vista de aquello, le agarré del forro de los pantalones con la mano derecha, cerca de su trasero, y con la otra me aferré a un obenque que estaba situado por encima de su cadera izquierda; de aquella manera logré subir por la espalda del viejo. Luego, con la mano derecha pude asirme del obenque delantero, que estaba encima de su hombro derecho, y con este punto de apoyo estiré la mano izquierda hasta ponerla al mismo nivel; de esta manera fui capaz de afirmar el pie en el ajuste de un flechaste y subir un poco más. Entonces hice una breve pausa y miré hacia arriba.
—¡Stubbins! ¡Stubbins! —grité—. ¡Plummer! ¡Plummer!
Y en ese preciso instante, el pie de Plummer, que surgía en medio de la oscuridad, me dio de lleno en la cara mientras miraba hacia arriba. Solté la mano derecha de la jarcia y me puse a darle furiosos golpes en la pierna, maldiciéndole por su torpeza. Levantó el pie, y en ese mismo instante, con asombrosa nitidez, llegaron hasta mis oídos las palabras pronunciadas por Stubbins:
—¡Por el amor de Dios, bajad todos a cubierta!
Entonces, mientras escuchaba aquella frase, noté que alguien me cogía por la cintura. Me agarré desesperadamente a la jarcia con la mano derecha, que tenía libre, y fue una verdadera suerte que pudiera hacerlo con tanta rapidez, pues justo entonces fui atacado con una ferocidad tan brutal que me sentí aterrorizado. No dije nada; me limité a dar patadas a ciegas en medio de la oscuridad de la noche con el pie izquierdo. Aunque parezca extraño, no puedo afirmar con total seguridad si golpeé o no a alguien; me hallaba en tal estado de desesperación que no tenía consciencia de nada; sin embargo, creo que mi pie impactó en algo blando que cedió ante su impulso. Es posible que tan sólo fuesen imaginaciones mías, pero me inclino a creer que no, pues en ese momento dejaron de agarrarme por la cintura, cosa que aproveché para bajar con dificultad, aferrándome desesperadamente a los obenques.
Tan sólo tengo un vago recuerdo de lo que sucedió a continuación. No podría afirmar si me deslicé por encima de Jaskett o bien él me dejó pasar. Únicamente sé que llegué a cubierta envuelto en un torbellino de espanto y nerviosismo, y que me hallaba rodeado por una turba de marineros enloquecidos que gritaban llenos de espanto.
En medio de aquella confusión, pude percatarme de que el capitán y los oficiales se hallaban entre nosotros, intentando apaciguar nuestros ánimos. Finalmente lo consiguieron, y se nos ordenó que fuésemos hacia popa y que nos agrupásemos ante la puerta de la cámara, cosa que hicimos como un solo hombre. Una vez allí, el capitán en persona nos sirvió a todos un buen trago de ron. Después, obedeciendo a una orden suya, el segundo oficial pasó lista.
En primer lugar nombró a los hombres de la otra guardia, y todos respondieron. Luego comenzó con la nuestra; sin duda debía de estar muy nervioso, pues el primer nombre de dijo fue el de Jock.
Se produjo un silencio de muerte entre nosotros, durante el cual pude escuchar el gemido del viento en las jarcias y el chasquear de los tres juanetes que habían quedado sin aferrar.
El segundo oficial pasó en seguida al siguiente nombre:
—Jaskett —dijo en voz alta.
—Presente, señor —respondió Jaskett.
—Quoin.
—Presente, señor.
—Jessop.
—Sí, señor —respondí.
—Stubbins.
No hubo respuesta.
—Stubbins —repitió el segundo oficial.
Tampoco hubo respuesta.
—¿No está Stubbins aquí? ¡Que alguien conteste! —la voz del segundo oficial sonaba cortante y ansiosa.
Durante un rato nadie dijo nada. Por fin habló uno de los hombres:
—No está aquí, señor.
—¿Quién ha sido el último en verle? —preguntó el segundo.
Plummer se adelantó, avanzando hacia el círculo de luz que salía por la puerta de la cámara. No llevaba gorra ni capote, y tenía la camisa hecha jirones.
—Yo, señor —contestó.
El viejo, que se encontraba al lado del segundo oficial, dio un paso hacia el marinero y se quedó mirándole; pero fue el segundo oficial el que siguió hablando.
—¿Dónde? —preguntó.
—Estaba justo por delante de mí, en la cruceta, cuando... cuando... —se interrumpió bruscamente.
—¡Está bien! ¡Está bien! —dijo el segundo. Se volvió hacia el capitán.
—Será preciso que alguien vaya a ver qué ha pasado, señor... —dudaba.
—Pero... —dijo el viejo, y se quedó en silencio.
Entonces intervino el segundo oficial.
—Iré yo mismo, señor —dijo con calma.
Acto seguido se volvió hacia nosotros.
—Tammy —ordenó—, trae un par de faroles del pañol.
—A la orden, señor —contestó Tammy, y se fue a la carrera.
—Ahora —dijo el segundo oficial dirigiéndose a nosotros—, necesito que dos de vosotros me acompañéis a la arboladura para descubrir qué le ha sucedido a Stubbins.
Nadie dijo nada. Yo hubiese querido dar un paso al frente y ofrecerme voluntario, pero me atormentaba el recuerdo de aquel espantoso abrazo y no podía reunir el valor necesario para decidirme.
—¡Vamos, muchachos! ¡Vamos! —exclamó—. No podemos dejarle ahí arriba. Llevaremos faroles. ¿Quién viene conmigo?
Di un paso al frente. Esta terriblemente asustado, pero la simple y pura vergüenza no me permitía quedarme al margen por más tiempo.
—Iré con usted, señor —dije en voz no muy alta, dominando apenas los nervios que me atenazaban.
—¡Así se habla, Jessop! —exclamó en un tono de voz que hizo que me alegrara de haberme ofrecido voluntario.
En ese momento llegó Tammy con los faroles. Le llevó uno al segundo, que lo cogió con la mano y dijo que me entregase el otro. El segundo oficial levantó el farol por encima de su cabeza y se puso a mirar a los indecisos marineros.
—¡Vamos, muchachos! —insistió—. ¿Es que vais a dejar que subamos solos ahí arriba? ¡No actuéis como un maldito rebaño de cobardes!
Quoin se separó del grupo y habló en nombre de todos.
—No creo que estemos portándonos como cobardes, señor; simplemente mire en qué estado se encuentra —y señaló a Plummer, que permanecía bajo el resplandor de la luz que salía por la puerta de la cámara.
—¿Qué clase de Ser es capaz de hacer una cosa así? —prosiguió—. ¿Y todavía quiere que le acompañemos ahí arriba? No debe extrañarse de que no tengamos ninguna prisa en subir.
El segundo oficial observó a Plummer; como ya he dicho, el pobre diablo se encontraba en un estado lamentable; los jirones de su camisa se agitaban en la corriente que salía por la puerta abierta.
El segundo se quedó mirándole, pero no dijo nada. Era como si se hubiese dado cuenta por vez primera del estado en el que se encontraba Plummer, y aquello le había dejado sin argumentos. Sin embargo, fue el mismo Plummer el que rompió el silencio.
—Iré con usted, señor —dijo—. Pero necesitaremos algo más de dos faroles. Sería inútil subir ahí arriba a menos que dispongamos de mucha luz.
Aquel tipo tenía agallas; estaba realmente sorprendido de su ofrecimiento después de todo lo que había tenido que sufrir. Sin embargo, aún iba a llevarme una sorpresa mayor, pues de repente el capitán —que apenas había dicho nada durante todo este tiempo— dio un paso al frente y puso su mano sobre el hombro del segundo oficial.
—Voy con usted, señor Tulipson —dijo.
El segundo oficial se volvió y le miró completamente asombrado. Por fin, las palabras pudieron salir de su boca:
—No, señor, no creo que... —empezó.
—¡Basta, señor Tulipson! —le interrumpió—. Ya he tomado la decisión.
Se volvió hacia el primer oficial, que seguía de pie sin decir una sola palabra.
—Señor Grainge —exclamó—. Llévese a un par de aprendices y vaya a buscar una caja de bengalas y varios faroles de señales.
El primer oficial respondió algo y se metió corriendo en la cámara con los dos aprendices de su guardia. Acto seguido, el viejo habló a los hombres:
—¡Atención, marineros! —empezó—. Nos hay tiempo que perder. El segundo oficial y yo vamos a subir a la arboladura, pero me gustaría que media docena de vosotros nos acompañasen ahí arriba para llevar las luces. Plummer y Jessop, aquí presentes, se han ofrecido voluntarios. Quiero cuatro o cinco hombres más. ¡Vamos, dad un paso al frente!
Ya no hubo ningún tipo de indecisión. El primero en salir fue Quoin, seguido de tres hombres de la guardia del primero y del viejo Jaskett.
—Ya es suficiente, ya es suficiente —dijo el patrón.
Se volvió hacia el segundo oficial.
—¿Ha regresado ya el señor Grainge con los faroles? —preguntó con cierta irritación.
—Aquí estoy, señor —se oyó la voz del primero a su espalda, junto a la puerta de la cámara. Llevaba una caja de bengalas en las manos y tras él venían los dos aprendices cargados con los faroles.
El capitán le arrebató la caja con impaciencia y la abrió.
—Ahora, necesito a uno de vosotros —ordenó.
Un marinero de la guardia del primer oficial se acercó a la carrera.
Sacó unas cuantas bengalas de la caja y se las entregó al hombre.
—Presta atención —dijo—. Toma esto y ve a la cofa de trinquete. Mantén la luz encendida todo el tiempo que estemos sobre la arboladura, ¿comprendes?
—Sí, señor —respondió el marinero.
—¿Sabes cómo encenderla? —preguntó el capitán con brusquedad.
—Sí, señor.
Luego se dirigió hacia el segundo oficial.
—Señor Tulipson, ¿dónde está ese muchacho de su guardia...? Tammy.
—Aquí, señor —dijo Tammy, respondiendo él mismo.
El viejo sacó otra bengala de la caja.
—¡Presta atención, chico! —dijo—. Coge esto y ponte encima de la caseta de proa. En cuanto empezamos a subir ilumínanos con ella hasta que el primer marinero llegue a la cofa. ¿Lo entiendes?
—Sí, señor —respondió Tammy, y cogió la bengala.
—¡Un momento! —exclamó el viejo, sacando una segunda bengala de la caja—. A lo mejor se te apaga la luz antes de que estemos listos. Será mejor que te lleves otra, por si acaso.
Tammy cogió la segunda bengala y marchó a su puesto.
—¿Están listos esos faroles para ser encendidos, señor Grainge? —preguntó el capitán.
—Todos listos, señor —contesto el primero.
El viejo se metió una de las bengalas en el bolsillo de su chaquetón y se irguió.
—De acuerdo —dijo—. Entregue uno a cada hombre, y asegúrese de que todos tienen fósforos.
Luego se dirigió a los hombres que iban a subir en particular.
—En cuanto estemos listos, los otros dos hombres de la guardia del primero subirán a los perigallos de los amantillos de la botavara y mantendrán sus faroles encendidos. No olvidéis las latas de parafina. Cuando el resto lleguemos a lo alto de la gavia, Quoin y Jaskett se situarán en los extremos de la verga y prenderán sus faroles. Procurad mantener alejadas las luces de las velas. Plummer y Jessop nos acompañarán al segundo oficial y a mí. ¿Lo habéis entendido? ¿No hay ninguna duda?
—Sí, señor —dijimos al unísono.
De repente, al capitán pareció ocurrírsele algo más; se dio la vuelta y entró en la cámara. Apenas un minuto después regresó con algo que le entregó al segundo oficial, algo que brillaba bajo la luz de los faroles. Descubrí que se trataba de un revólver; el viejo sostenía otro en la mano libre, y acto seguido vi cómo lo deslizaba dentro de uno de sus bolsillos laterales.
El segundo oficial sostuvo la pistola durante unos instantes, no muy convencido.
—Señor, no creo que... —empezó a decir. Pero el capitán le cortó en seco.
—¡Nunca se sabe! —exclamó—. Métasela en el bolsillo.
Luego se volvió hacia el primer oficial.
—Hágase cargo del puente mientras estemos en la arboladura, señor Grainge.
—¡A la orden, señor! —respondió el primero, y le dijo a uno de los aprendices que volviera a colocar dentro de la cámara la caja con las bengalas sobrantes.
El viejo dio media vuelta y encabezó la marcha hacia proa. Mientras caminábamos, la luz de los dos faroles se reflejaba sobre las cubiertas, mostrando el lamentable estado en el que se encontraba el aparejo del juanete. Los cabos estaban enmarañados, formando un verdadero revoltijo. Aquello había sido consecuencia de la precipitada huida de los marineros cuando bajábamos a la cubierta. Y en ese preciso instante, sin previo aviso, como si la contemplación de todo aquel espectáculo hubiese encendido una luz dentro de mi cerebro, se me hizo patente y luminoso lo endiabladamente extraño que era todo aquel asunto... Me embargó un leve sentimiento de desesperación, y no pude evitar preguntarme en qué terminaría toda aquella serie de sucesos abominables. No sé si podéis entenderme.
De pronto oí la voz del capitán, que estaba gritando un poco más hacia proa. Ordenaba a Tammy que se subiese encima de la caseta con su bengala. Llegamos a la jarcia de proa y, justo en ese instante, la extraña y fantasmagórica luz azulada de la bengala de Tammy estalló en medio de la noche, haciendo que cada cuerda, vela y bordón saltasen de un lado a otro locamente.
Comprobé que el segundo oficial, con su farol, ya había llegado a la jarcia de estribor. Le estaba gritando a Tammy que tuviera cuidado de que las chispas de su bengala no cayesen sobre la vela de estay, que estaba aferrada justo por encima de la caseta. Acto seguido, desde algún sitio por la banda de babor, oí la voz del capitán que nos urgía a darnos prisa.
—¡Rápido, marineros! —gritaba—. ¡Rápido!
El hombre que estaba encargado de colocarse en la cofa de trinquete iba inmediatamente detrás del segundo oficial. Plummer se encontraba un par de obenques por debajo.
De nuevo escuché la voz del capitán.
—¿Dónde está Jessop con el otro farol? —gritó.
—Aquí, señor —respondí.
—Ilumina este lado —ordenó—. No necesitamos dos luces por el mismo sitio.
Corrí al otro lado de la caseta. Entonces lo vi. Uno de los hombres de la guardia del primer oficial y Quoin se hallaban junto a él. Eso fue lo que vi mientras daba la vuelta a la caseta. Luego di un salto, me así a la barra de sujeción de la flechadura y subí a la baranda. Y entonces, de improviso, se apagó la bengala de Tammy y nos quedamos en lo que, por contraste, parecía ser una oscuridad impenetrable. Permanecí quieto en el mismo lugar, con un pie en la baranda y la rodilla apoyada en la barra de sujeción. La luz que salía de mi farol no era más que un resplandor amarillento y enfermizo incapaz de penetrar las tinieblas reinantes, y más arriba, a unos doce o quince metros, unos flechastes por debajo de la ligazón de los aparejos, en la banda de estribor, otro resplandor amarillo trataba de abrirse paso en medio de la noche. Aparte de aquellas luces, todo era oscuridad. Y en ese instante, desde las tinieblas que cubrían la arboladura, nos llegó un terrible grito que más parecía un sollozo. No sé qué cosa era, pero sonaba de forma espantosa.
De pronto volvimos a escuchar la voz del capitán, que llegaba desde arriba con tono tembloroso.
—¡Date prisa con esa luz, chico! —gritaba. Y antes de que terminase de pronunciar las últimas palabras, volvió a destellar el resplandor azulado de la bengala.
Alcé la vista en busca del capitán. Se hallaba en el mismo sitio donde le había visto por última vez antes de apagarse la luz, y también los dos marineros que le acompañaban. Mientras les observaba, comenzaron a subir de nuevo. Luego dirigí mi atención al lado de estribor. Jaskett y el otro marinero de la guardia del primer oficial estaban a medio camino entre la caseta y la cofa de trinquete. Sus rostros parecían sumamente pálidos bajo el resplandor fantasmagórico de la bengala. Un poco más arriba, vi al segundo oficial sobre el aparejo superior; sostenía el farol en el extremo de la cofa. Al rato continuó subiendo y le perdí de vista. Le seguía el marinero con las luces de bengala, y pronto desapareció también. Por el lado de babor, justo encima de mí, los pies del capitán estaban saliendo en esos momentos de los obenques de la jarcia inferior. Me dispuse a seguirle.
En seguida y sin previo aviso, cuando estaba a punto de alcanzar la cofa, estalló encima de mí un resplandor azulado, y casi al mismo tiempo se apagó la bengala de Tammy.
Miré hacia abajo, a las cubiertas. Estaban repletas de sombras grotescas y vacilantes proyectadas por las luces que brillaban arriba. Un grupo de hombres nos observaba desde la puerta de babor de la cocina... sus caras, irreales y blanquecinas bajo el resplandor mortecino, permanecían vueltas hacia arriba. Al rato me hallaba en la jarcia inferior y, un poco después, sobre la cofa, junto al viejo. Estaba gritándoles algo a los hombres que habían subido por los perigallos de los amantillos de la botavara. Al parecer, el hombre que se encontraba en el lado de babor no podía encender su farol; pero al fin, casi un minuto después de que su compañero lograra hacerlo, pudo prender la mecha. Mientras tanto, el marinero que estaba sobre la cofa había encendido su segunda bengala, y nosotros nos dispusimos a subir por la jarcia del mastelero de gavia. Sin embargo, antes de emprender la ascensión, el capitán se inclinó por un extremo de la cofa y ordenó al primer oficial que enviase a otro hombre con un farol a la punta del castillo de proa. El primer oficial asintió y volvimos a ponernos en marcha, guiados por el capitán.
Afortunadamente, la lluvia había cesado y la fuerza del viento no parecía aumentar; por el contrario, todo indicaba que estaba comenzando a amainar; sin embargo, aún era capaz de hacer saltar del interior de los faroles largas y retorcidas serpientes de fuego de casi un metro de longitud.
Cuando nos encontrábamos a medio camino en la jarcia del mastelero de gavia, el segundo oficial le preguntó a voces al capitán la posición que debía ocupar Plummer con su farol; pero el viejo le contestó que sería mejor esperar un poco hasta llegar a la cruceta, puesto que allí estaría lo suficientemente alejado de los aparejos como para que no hubiese riesgo de prenderle fuego a algo.
Llegamos a la cruceta, y el viejo se paró y me dijo que le pasara el farol a Quoin para que éste se lo diera a su vez a él. Algunos flechastes más arriba, tanto el capitán como el segundo se detuvieron al mismo tiempo y levantaron sus respectivos faroles tan alto como pudieron, intentando escudriñar las tinieblas circundantes.
—¿Ve algún rastro de él, señor Tulipson? —preguntó el viejo.
—Nada, señor —respondió el segundo—. Absolutamente nada.
A continuación, levantó la voz.
—¡Stubbins! —aulló—. ¡Stubbins! ¿Estás ahí?
Escuchamos con atención pero, aparte del gemido del viento y el continuo flap-flap del juanete que ondulaba por encima, ningún sonido más llegó hasta nuestros oídos.
El segundo oficial, seguido de Plummer, subió hasta la cruceta. Este último avanzó por la burda del mastelero de sobrejuanete y prendió su farol. Gracias a aquella luz pudimos ver con absoluta claridad, pero no había rastro de Stubbins en toda la zona iluminada por el resplandor.
—¡Ustedes dos, vayan con esas luces a los penoles! —ordenó el capitán—. ¡Apresúrense! ¡Mantengan las llamas alejadas de la vela!
Los dos hombres caminaron por los marchapiés; Quoin en el lado de babor, Jaskett por el de estribor. Podía verlos con claridad mientras progresaban por la verga, iluminados por el farol de Plummer. Me parecía que andaban con mucha cautela, cosa que, dadas las circunstancias, no era nada sorprendente. Al poco, mientras avanzaban hacia el extremo de los penoles, quedaron fuera del brillante círculo de luz, de tal forma que ya no pude verlos con tanta claridad. Unos segundos después, las llamas del farol de Quoin eran agitadas por el viento; pero pasó otro minuto entero y aún no sabíamos nada de Jaskett.
—¿Qué sucede? —preguntó el segundo oficial—. ¿Qué sucede, Jaskett?
—Es el marchapié, señor, se... ñ... o... r —la última palabra terminó en una especie de jadeo.
El segundo oficial se inclinó rápidamente con el farol en la mano. Yo me estiré todo lo que pude para poder ver la parte posterior del mastelero de gavia.
—¿Cuál es el problema, señor Tulipson? —preguntó a voces el capitán.
En el extremo del penol, Jaskett empezó a gritar pidiendo socorro, y de repente, en ese mismo momento, pude ver, al resplandor del farol que portaba el segundo oficial, cómo era agitado, salvajemente agitado (sería más correcto decir), el marchapié de estribor de la verga de la gavia superior. Casi en el mismo momento, el segundo se cambió el farol de la mano derecha a la izquierda. Introdujo esta última en su bolsillo, y sacó el revólver con un ademán brusco. Estiró el brazo, como si estuviera apuntando directamente a algo que se encontraba un poco por debajo de la verga. Acto seguido, un rápido fogonazo atravesó las sombras, seguido de inmediato por un estampido seco y resonante. Al mismo tiempo pude constatar que el marchapié dejaba de sacudirse.
—¡Enciende el farol, Jaskett! ¡Enciende el farol! —aulló el segundo—. ¡Deprisa!
En el extremo del panol chisporroteó un fósforo, y a continuación se produjo una gran llamarada al ser encendido el farol.
—Eso está mejor, Jaskett. ¡Así estarás a salvo! —le gritó el segundo oficial.
—¿Qué ha pasado, señor Tulipson? —le oí preguntar al viejo.
Miré hacia arriba y descubrí que se había adelantado hasta el lugar donde estaba el segundo oficial. Este le explicó todo lo sucedido, pero en voz tan baja que no fui capaz de entender lo que decían.
Me había sorprendido mucho la postura que tenía Jaskett cuando la luz de su farol me permitió verle. Se encontraba acurrucado, con la rodilla derecha por encima de la verga y la pierna izquierda debajo, entre la verga y el marchapié, rodeando fuertemente aquélla con sus brazos para poder sujetarse mientras encendía el farol. Sin embargo ahora se erguía de nuevo sobre el marchapié; se sostenía apoyando el vientre sobre la verga y mantenía el farol un poco por debajo de la vela. De esa forma, gracias a la luz que iluminaba la parte delantera de la lona, pude descubrir un pequeño agujero justo debajo del marchapié, a través del cual brillaba un rayo de luz. Sin duda, por aquel sitio había atravesado la vela el disparo efectuado por el segundo oficial con su revólver.
Oí entonces al viejo, que le estaba gritando algo a Jaskett.
—¡Ten cuidado con ese farol! —gritó—. ¡Vas a prender la vela!
Se apartó del segundo oficial y volvió al lado de babor del mástil.
La luz del farol de Plummer, que estaba a mi derecha, comenzó a debilitarse. Distinguí sus facciones a través de la humareda. No le prestaba ni la más mínima atención a lo que sucedía con su luz. Tenía la mirada fija en algún lugar por encima de su cabeza.
—Ponle un poco más de petróleo, Plummer —le aconsejé—. Se te va a apagar en seguida.
Se volvió con rapidez hacia la luz e hizo lo que le sugería. Luego lo sujetó con el brazo extendido y volvió a escudriñar la oscuridad que reinaba sobre su cabeza.
—¿Ves algo? —preguntó el viejo, al darse cuenta de su actitud.
Plummer le miró, sobresaltado.
—Se trata del sobrejuanete, señor —explicó—. Está otra vez desamarrado.
—¿Qué? —exclamó el viejo.
Se hallaba unos cuantos flechastes por encima del aparejo de juanete y se inclinó hacia fuera para poder ver mejor.
—¡Señor Tulipson! —gritó—. ¿Sabe usted que el sobrejuanete ya no está aferrado?
—No, señor —respondió el segundo oficial—. ¡Y si es así, seguro que ha sido obra de esos demonios!
—Está completamente desamarrado —dijo el capitán, y tanto él como el segundo subieron unos flechastes más, manteniéndose a la misma altura.
Yo había conseguido llegar a la parte superior de la cruceta, y estaba justo detrás del viejo.
De repente, el capitán se puso a gritar:
—¡Allí está!... ¡Stubbins! ¡Stubbins!
—¿Dónde, señor? —exclamó ansioso el segundo—. ¡No puedo verle!
—¡Allí! ¡Allí! —repitió el capitán, señalando con el dedo.
Me incliné por fuera de la jarcia y miré en la dirección que indicaba. Al principio fui incapaz de ver nada, pero luego, poco a poco, empecé a distinguir una silueta imprecisa agazapada en el seno del sobrejuanete y medio oculta detrás del mástil. Seguí mirando atentamente, y poco a poco llegué a la conclusión de que en realidad había dos sombras, y más allá, encima de la verga, un bulto que podría ser cualquier cosa, y que sólo era visible a ratos, impreciso, entre los vaivenes del velamen.
—¡Stubbins! —gritó el capitán—. ¡Stubbins, baja de ahí arriba! ¿Me oyes?
Pero no bajó nadie, ni hubo ninguna respuesta.
—Hay dos... —empecé a decir; pero el viejo se puso a gritar de nuevo.
—¡Baja inmediatamente de ahí! ¡Maldita sea! ¿Es que no me oyes?
Seguía sin haber respuesta.
—¡Que me cuelguen, capitán, pero soy incapaz de verle! —gritó el segundo oficial desde donde se encontraba, al otro lado del mástil.
—¡Que no puede verle...! —respondió el capitán, totalmente fuera de sí—. ¡Pues le enseñaré dónde está en un santiamén!
Se inclinó hacia mí con el farol.
—¡Cógelo, Jessop! —ordenó, cosa que obedecí en el acto.
Acto seguido sacó una bengala del bolsillo y, mientras tanto, vi que el segundo oficial le observaba desde la parte posterior del mástil. Con toda seguridad, y debido a la escasez de luz, había interpretado mal el gesto del capitán, pues al instante se puso a gritar con voz despavorida:
—¡No dispare, señor! ¡Por el amor de Dios, no dispare!
—¡Qué disparo ni qué diablos! —exclamó el viejo—. ¡Observe!
Quitó el casquillo de seguridad de la bengala.
—Hay dos, señor —insistí.
—¿Qué? —dijo a gritos, y en ese mismo instante, frotó la punta de la bengala sobre el capuchón y se produjo un enorme resplandor.
Levantó la bengala todo lo alto que pudo, de tal forma que la verga de sobrejuanete quedó iluminada como a plena luz del día; de inmediato, un par de sombras se escurrieron sigilosamente desde el sobrejuanete a la verga de juanete. Al mismo tiempo, esa especie de bulto agazapado que había visto antes en medio de la verga se irguió. Echó a correr hacia el mástil y lo perdí de vista.
—¡Dios bendito! —oí que musitaba el capitán, y metió la mano en el bolsillo lateral de su chaquetón.
Vi a las dos figuras que habían saltado sobre el juanete correr velozmente a lo largo de la verga, una por el extremo de estribor, la otra por el de babor.
Desde el otro lado del mástil se oyeron dos detonaciones secas; el segundo oficial había disparado su revólver. Acto seguido, un poco por encima de mi cabeza, el capitán hizo también dos disparos, y luego otro más, aunque soy incapaz de decir si dieron en el blanco. De repente, mientras disparaba el último tiro, advertí que una especie de Algo, confuso e impreciso, se deslizaba por la burda de estribor del sobrejuanete. Se dirigía directamente hacia Plummer que, totalmente ajeno a lo que se le venía encima, estaba mirando a la verga del juanete.
—¡Cuidado encima de ti, Plummer! —le dije, aullando casi.
—¿Cómo? ¿Dónde? —preguntó aterrado, agarrándose al estay y moviendo su farol de un lado a otro con nerviosismo.
Más abajo, sobre la verga superior de la gavia, Quoin y Jaskett se pusieron a vocear simultáneamente, y de igual manera se apagaron sus dos faroles. Acto seguido, Plummer lanzó un chillido, y la luz de su farol se extinguió por completo. Ya sólo quedaban dos faroles encendidos y la bengala que sujetaba el capitán, a la que apenas quedaban unos segundos de luz.
El capitán y el segundo oficial estaban llamando a los hombres que se hallaban sobre la verga, y éstos respondían con voces entrecortadas. Desde la cruceta, y gracias a la luz de mi farol, pude ver que Plummer se agarraba a la burda medio desmayado.
—¿Te encuentras bien, Plummer? —le pregunté.
—Sí —dijo, después de un rato, y acto seguido lanzó un juramento.
—¡Salid de esa verga, marineros! —gritaba el capitán—. ¡Bajad! ¡Bajad!
Oí que alguien estaba voceando desde la cubierta, pero no podía entender lo que decía. Encima de mí, revólver en mano, el capitán miraba intranquilo a su alrededor.
—Levanta el farol, Jessop —dijo—. ¡No puedo ver nada!
Por debajo de nosotros, los hombres habían abandonado la verga y ya se encontraban sobre la jarcia.
—¡Todos abajo, a cubierta! —ordenó el viejo—. ¡Deprisa, deprisa!
—¡Baja con ellos, Plummer! —exclamó el segundo oficial—. ¡Baja con todos los demás!
—¡Tú también abajo, Jessop! —dijo el capitán rápidamente—. ¡Vamos, abajo!
Llegué a la cruceta seguido del viejo. El segundo oficial se encontraba al mismo nivel que nosotros pero en el lado contrario. Le había entregado su farol a Plummer y pude ver el brillo de un revólver en su mano derecha. De esta forma llegamos a la cofa. El marinero encargado de permanecer allí con las bengalas ya se había ido. Luego me enteré de que había abandonado su puesto tan pronto como se le acabaron las bengalas. No se veía ni rastro del marinero que estaba con el farol en los perigallos de los amantillos de la botavara. También él, como supe más tarde, se había deslizado hasta la cubierta por una de las burdas un poco antes de que nosotros llegásemos a la cofa. Juraba y perjuraba que una sombra oscura y tenebrosa, con forma humana, se le había echado encima desde la arboladura. En cuanto escuché aquellas palabras, me acordé de inmediato de la cosa que había visto deslizarse detrás de Plummer. Sin embargo, el marinero que se encontraba sobre los perigallos de babor —el mismo que había tenido tantos problemas para encender el farol— aún permanecía en su sitio, aunque su luz apenas sí era una chispa.
—¡Sal de ahí, hombre! —gritaba el viejo—. ¡Baja a cubierta! ¡Apúrate!
—¡A la orden, señor! —contestó el marinero, y empezó a descender.
El capitán aguardó hasta que pudo alcanzar la jarcia principal, y entonces me dijo que abandonase la cofa. Estaba a punto de seguirme cuando, de repente, estalló en cubierta un fuerte griterío, y luego los alaridos de un hombre.
—¡Apártate, Jessop! —bramó el capitán, y se deslizó balanceándose sobre mí.
Oí que el segundo oficial estaba gritando algo desde la jarcia de estribor. Acto seguido, nos precipitamos hacia abajo a toda velocidad. Por un instante vislumbré la silueta de un hombre que salía corriendo de la puerta de babor del castillo de proa. En menos de un minuto llegamos a cubierta y nos acercamos a un grupo de marineros que estaban apiñados en torno a algo. Sin embargo, por extraño que parezca, no miraban a la cosa que estaba tendida en el suelo, sino hacia algún lugar en medio de la oscuridad que rodeaba la parte de popa.
—¡Está sobre la baranda! —gritaban varios.
—¡Por la borda! —exclamó alguien con voz nerviosa—. ¡Ha saltado por la borda!
—¡Ahí no había nada! —dijo otro marinero.
—¡Silencio! —ordenó el viejo—. ¿Dónde está el primer oficial? ¿Qué ha sucedido?
—Aquí, señor —exclamó el primero con voz insegura, casi desde el centro del grupo de marineros—. Se trata de Jacobs, señor. Está... está...
—¿Está qué? —dijo el capitán—. ¿Qué?
—Creo que... está... ¡que está muerto! —respondió el primero a trompicones.
—Déjeme ver —dijo el capitán, en tono más mesurado.
Los hombres se apartaron a un lado y el viejo se arrodilló junto al cuerpo que yacía en cubierta.
—Pásame el farol, Jessop —pidió.
Me acerqué y subí la luz. El hombre estaba tendido boca abajo sobre la cubierta. Bajo el destello del farol, el capitán le dio la vuelta y procedió a examinarlo.
—Sí —dijo, tras una breve mirada—. Está muerto.
Se levantó y contempló el cadáver un rato, sin decir una sola palabra. Luego se volvió hacia el segundo oficial, que había permanecido de pie a su lado desde hacía unos minutos.
—¡Tres! —dijo con voz lúgubre y débil.
El segundo oficial asintió con la cabeza, y luego carraspeó.
Parecía que estaba a punto de decir algo, pero se dio media vuelta y se puso a mirar a Jacobs en silencio.
—Tres —repitió el viejo—. ¡Tres desde que sonaron las ocho campanadas!
Se calló y volvió a mirar a Jacobs.
—¡Pobre diablo! ¡Pobre diablo! —murmuró.
El segundo consiguió quitarse el nudo de la garganta, y dijo con aparente tranquilidad:
—¿Dónde le ponemos, señor? Las dos literas están ocupadas.
—Habrá que dejarle en el suelo, junto a la litera inferior —respondió el capitán.
Mientras se lo llevaban, oí que el viejo emitía una especie de quejido. El resto de los marineros se dirigían hacia proa, y creo que no se dio cuenta de que yo aún estaba a su lado.
—¡Dios mío! ¡Oh, Dios mío! —se lamentaba, y echó a andar lentamente hacia popa.
Tenía motivos de sobra para estar tan preocupado. Tres marineros muertos, y Stubbins desvanecido en medio de la nada sin dejar ni rastro. Jamás volvimos a verle.
Unos minutos después, el segundo oficial volvió a proa. Yo aún seguía frente al aparejo, sujetando el farol sin darme apenas cuenta de nada.
—¿Eres tú, Plummer? —preguntó.
—No, señor —respondí—. Soy Jessop.
—¿Y dónde está Plummer? —insistió.
—No lo sé, señor —dije—. Supongo que habrá ido a proa. ¿Quiere que vaya a buscarle?
—No, no hace falta —contestó—. Cuelga tu lámpara ahí arriba, en la jarcia, sobre la barra de sujeción de la flechadura. Luego vete a por la suya y la pones en el mismo sitio por la jarcia de estribor. Después ve a popa y échales una mano a los dos aprendices que están en el pañol con los faroles.
—A la orden, señor —contesté, y me dispuse a hacer exactamente lo que me había dicho. Una vez que hube cogido el farol de Plummer, lo colgué sobre la sujeción de la flechadura de la jarcia de estribor, y me encaminé hacia popa. Allí encontré a Tammy y a otro de los aprendices de nuestra guardia que estaban muy atareados en el pañol encendiendo lámparas.
—¿Qué hay que hacer? —les pregunté.
—El viejo nos ha ordenado que cojamos todas las lámparas viejas que podamos reunir y las colguemos encendidas de los aparejos, para tener bien iluminadas las cubiertas —respondió Tommy—. ¡Menuda faena!
Me entregó un par de faroles y él cogió otros dos.
—Ven —dijo, y echó a andar hacia cubierta—. Vamos a colgar estas luces del aparejo del palo mayor. Luego quiero hablar un poco contigo.
—¿Y qué pasa con el de mesana? —pregunté.
—Bueno —respondió, volviéndose hacia el otro aprendiz—, él se encargará. De cualquier forma, pronto empezará a clarear.
Colgamos las lámparas en las sujeciones de las flechaduras de las jarcias, dos en la de estribor y otras dos en la de babor. Luego se acercó hasta donde yo estaba.
—¡Mira, Jessop! —dijo sin vacilar—. Tienes que decirles de una maldita vez al capitán y al segundo oficial todo lo que sabes de este asunto.
—¿A qué te refieres? —le corté.
—Pues a eso de que es el propio barco el causante de todo lo que está sucediendo —exclamó—. ¡Si se lo hubieses contado al segundo oficial cuando yo te lo dije, tal vez no hubiese ocurrido ninguna desgracia!
—Pero es que realmente no sé lo que pasa —le contesté—. Puedo estar equivocado. Tan sólo es algo que se me ha ocurrido. No tengo ninguna prueba...
—¡Pruebas! —me cortó en seco—. ¡Pruebas! ¿Y qué me dices de lo que ha pasado esta noche? ¡Tenemos todas las pruebas del mundo, y aún más!
Dudé unos momentos antes de contestarle.
—Sí, yo también lo creo —dije al fin—. Pero lo que quiero decir, es que no tengo absolutamente nada concreto que enseñar al segundo oficial y al capitán, nada que pueda considerarse una prueba. Así nunca me harán caso.
—Seguro que ahora te prestan atención —respondió—. Después de todo lo que ha pasado durante esta última guardia, escucharán cualquier cosa que les digas. ¡De cualquier manera, es tu deber contárselo!
—Y aunque así lo haga, ¿qué pueden hacer ellos? —contesté, desesperanzado—. Tal y como se están desarrollando las cosas, lo más seguro es que en menos de una semana estemos todos muertos.
—¡Díselo! —insistió—. Tienes que hacerlo. Si consigues hacerles creer que estás en lo cierto, se sentirán muy satisfechos de poner proa al puerto más cercano y desembarcarnos a todos.
Meneé la cabeza.
—Bueno —contestó, en respuesta a mi gesto—, en cualquier caso están obligados a tomar alguna medida. No podemos doblar el Cabo de Hornos con la cantidad de hombres que hemos perdido. Ni hay suficientes manos para salir con bien si el tiempo se torna tempestuoso.
—Te has olvidado de una cosa, Tammy —dije—. Aún suponiendo que pudiera convencer al viejo de que todo lo que pienso es cierto, él tampoco podría hacer nada. ¿No lo entiendes? Si mi teoría es correcta, seríamos incapaces de ver tierra, aunque nos chocáramos contra ella. Es como si surcáramos el mar completamente a ciegas...
—¿Qué diablos estás diciendo? —me interrumpió—. ¿Por qué dices eso de que andamos como a ciegas? ¡Pues claro que podemos ver tierra firme...!
—¡Espera un momento! ¡Espera! —exclamé—. Me parece que no lo entiendes. ¿No te lo he explicado ya?
—¿Explicarme qué? —preguntó.
—El asunto del barco que avisté —dije—. ¡Creía que ya estabas al corriente!
—No —respondió—. ¿Cuándo sucedió eso?
—¿Recuerdas aquel día que el viejo me ordenó dejar la rueda del timón?
—Sí —contestó—. Fue anteayer, durante la guardia de la mañana.
—Eso es —dije—. ¿Y no sabes cuál fue el motivo?
—No —respondió—. Es decir, me comentaron que el viejo te había pillado dormitando en la rueda.
—¡Eso es una patraña absurda y maldita! —exclamé. A continuación le expliqué el asunto de cabo a rabo. Después de terminar la historia, le hice ver mi punto de vista sobre el suceso en cuestión.
—¿Te das cuenta ahora de lo que quiero decir? —le pregunté.
—O sea, ¿quieres decir que esa atmósfera extraordinaria, o como quieras llamarla, en la que estamos envueltos nos impide ver otras embarcaciones? —preguntó, bastante aterrorizado.
—Exacto —dije—. Pero lo que realmente estoy intentando hacerte ver es que, si somos incapaces de ver un barco, aunque se encuentre pegado a nosotros, tampoco podremos avistar tierra firme. Estamos completamente a ciegas. ¡Piénsalo! Nos balanceamos perdidos en medio del mar, dando círculos y más círculos, incapaces de ver nada. El viejo no podría arribar a puerto aunque se lo propusiera. Estrellaría el barco, sin darse cuenta siquiera de que había chocado contra tierra firme.
—Pero, ¿qué va a pasar ahora? —preguntó, desesperado—. ¿Quieres decir que no podemos hacer nada? ¡Seguro que hay alguna solución! ¡Es horrible!
Paseamos un rato de aquí para allá, en silencio, iluminados por la luz de los faroles. Al poco, Tammy continuó hablando.
—Podría ser que un buque nos abordara sin que nos diéramos cuenta, ¿verdad?
—Eso creo —respondí—. Aunque, por lo que he podido constatar, nosotros somos perfectamente visibles; por lo tanto, a los del otro barco les resultaría fácil descubrirnos y apartarse de nuestro rumbo sin que nos diésemos cuenta de su maniobra.
—Y nosotros, ¿podríamos estrellarnos también contra algo sin verlo siquiera? —me preguntó acto seguido, dando rienda suelta al rumbo que seguían sus pensamientos.
—Sí —contesté—. Si el otro navío no se percata antes de nuestra presencia.
—Pero, ¿y si no es una embarcación? —insistió—. Puede tratarse de un iceberg, un arrecife, o incluso algún barco abandonado.
—En ese caso —recalqué, simulando indiferencia—, seguramente le haríamos alguna pupa.
No dijo nada y permanecimos en silencio durante un rato.
Al poco se puso a hablar, como si se le hubiese ocurrido una idea de repente.
—¡Esas luces que viste la otra noche! —dijo—. Eran las luces de un barco, ¿verdad?
—Sí —dije—. ¿Por qué?
—¿Por qué? —exclamó—. ¿Es que no te das cuenta? Si eran en verdad las luces de algún navío, nosotros pudimos verlas.
—Bueno, creo que eso sí puedo asegurarlo —respondí—. Pero me parece que estás olvidando que el segundo oficial me relevó del puesto de vigía por insistir en que las estaba viendo.
—No me refiero a eso —dijo—. Las hemos visto una vez, lo cual quiere decir que, en esos momentos, no estábamos envueltos en esa especie de atmósfera extraordinaria.
—No necesariamente —respondí—. Podría tratarse de un simple desgarrón, una grieta; aunque, naturalmente, puedo estar equivocado. De cualquier manera, el hecho de que las luces desaparecieran casi nada más avistarlas demuestra, por el contrario, que el barco está muy dentro de esa atmósfera extraña.
Estas últimas palabras llevaron a Tammy a un estado de ánimo bastante parecido al mío, y cuando volvió a hablar, parecía mucho menos esperanzado.
—¿Así que crees que no serviría de nada contárselo al capitán y al segundo oficial?
—No lo sé —respondí—. He estado pensando mucho en ello, y he llegado a la conclusión de que tampoco iba a empeorar nuestra situación. En realidad, me siento bastante inclinado a hacerlo.
—Yo lo haría —dijo—. No temas, nadie se va a reír de ti tal y como andan las cosas. A lo mejor sirve para algo. Sabes más que cualquier otro de todo este asunto.
Dejó de andar de un lado para otro y miró a su alrededor.
—Espera un momento —exclamó, y dio unas zancadas en dirección a popa. Advertí que levantaba la vista hacia el salto de la toldilla; en seguida volvió.
—¡Ve ahora! —dijo—. El viejo está en la toldilla hablando con el segundo oficial. No se te va a presentar una ocasión mejor.
Dudaba aún, pero él me cogió de la manga y casi me llevó a rastras hasta la escalerilla de sotavento.
—Está bien —dije al llegar—. Está bien, iré. Pero que me cuelguen si sé lo que voy a decirles cuando esté delante de ellos.
—Lo único que tienes que decirles es que quieres hablar con ellos —dijo—. Te preguntarán que de qué se trata, y entonces tú les escupes todo lo que sabes. Ya verás cómo lo encuentran muy interesante.
—Será mejor que me acompañes —sugerí—. Podrías corroborar muchas de las cosas que voy a contarles.
—Iré en seguida —contestó—. Sube.
Subí por la escalerilla y me encaminé hacia el lugar en donde el capitán y el segundo oficial conversaban con tono de preocupación, apoyados ambos sobre la baranda. Tammy se quedó atrás. Mientras me acercaba, alcancé a oír dos o tres palabras, aunque en ese momento no les encontré ningún significado. Estas palabras eran: «...hágalo venir...» Entonces los dos se volvieron a mirarme y el segundo oficial preguntó qué quería.
—Deseo hablar con usted y con el vie..., el capitán, señor.
—¿Qué ocurre, Jessop? —preguntó el capitán.
—Apenas sé cómo plantearle la cuestión, señor —dije—. Se... se trata de esas... de esas cosas.
—¿A qué cosas te refieres? ¡Habla, hombre! —exclamó el capitán.
—Bien, señor —me decidí al fin—; desde que zarpamos hay una o varias cosas terribles que suben a bordo del buque.
Vi que lanzaba una rápida mirada al segundo oficial y que este se la devolvía.
Acto seguido, el capitán volvió a hablar.
—¿Qué quieres decir con eso de que suben a bordo?
—Salen de las profundidades del mar, señor —contesté—. Las he visto. Y Tammy, aquí presente, también.
—¡Ah! —exclamó, y algo en la expresión de su cara me hizo pensar que empezaba a entender un poco—. ¡De las profundidades del mar!
Volvió a mirar al segundo oficial, pero éste mantenía la vista fija en mí.
—Sí, señor —dije—. Se trata del barco. No es seguro. Lo he estado observando. Creo que he llegado a comprender algunas cosas, pero hay muchas más que no entiendo.
Dejé de hablar. El capitán se había vuelto hacia el segundo. Éste asintió con aire grave. Luego le dijo algo al capitán en voz baja. El viejo le contestó y acto seguido volvió de nuevo la vista hacia mí.
—Mira, Jessop —dijo—, te voy a hablar con absoluta franqueza. Me parece que descubro en ti aptitudes que te sitúan por encima de tus demás compañeros de singladura, y creo que tienes el suficiente sentido común como para saber cuándo hay que cerrar la boca.
—Ya he conseguido mi matrícula de oficial, señor —respondí con sencillez.
Oí que Tammy lanzaba un pequeña exclamación de sorpresa a mis espaldas. Hasta entonces no sabía nada de aquello.
El capitán asintió.
—¡Tanto mejor! —dijo—. Más adelante tengo que hablar contigo de todo este asunto.
Hizo una pausa y el segundo aprovechó para decirle algo en voz baja.
—Sí —dijo, en contestación a lo que le había dicho el segundo oficial. Luego se dirigió otra vez a mí.
—Has visto cosas que salían de las profundidades del mar, ¿no es así? —preguntó—. Dime todo lo que sabes, desde el principio.
Así lo hice, le conté con pelos y señales todo lo que sabía, empezando por la extraña figura que había visto saltar a bordo desde el mar y siguiendo con todos los sucesos que habían tenido lugar hasta la guardia en la que nos encontrábamos.
Me atuve a hechos concretos, y de cuando en cuando el capitán y el segundo oficial intercambiaban una mirada y asentían. Cuando acabé, el viejo se volvió hacia mí con brusquedad.
—Es decir, que aún sostienes que realmente viste un navío el otro día, cuando te hice dejar la rueda del timón —exclamó.
—Sí, señor —contesté como excusándome—. Allí estaba y, si me lo permite, creo que puedo explicarle un poco lo que sucedió realmente.
—De acuerdo —dijo—. Adelante.
Al verle bastante dispuesto a tomar en serio mis conjeturas, se disipó el terror que me atenazaba ante la mera posibilidad de hablar con él; de forma que seguí exponiéndole mis teorías acerca de la niebla y de lo que parecía traer consigo. Al finalizar, agregué que Tammy había estado atormentándome hasta conseguir que subiera aquí a contarle todo lo que sabía.
—Él pensaba, señor —proseguí—, que tal vez usted decidiría poner proa al puerto más cercano, pero yo le dije que no creía que usted pudiera hacerlo, aunque fuera ése su deseo.
—¿Cómo es eso? —preguntó, vivamente interesado.
—Bueno, capitán —contesté—, si somos incapaces de divisar otros barcos, también lo somos de ver tierra firme. Es posible que usted haga encallar el barco sin darse cuenta siquiera de dónde se encuentra.
Este aspecto del asunto impresionó mucho al viejo; lo mismo le sucedió, según creo, al segundo oficial. Ambos permanecieron en silencio durante un rato. Pero en seguida el capitán estalló:
—¡Por Dios, Jessop! —dijo—. Si estás en lo cierto, que el Señor se apiade de nosotros.
Se quedó pensativo durante unos segundos. Luego volvió a hablar, y me di cuenta de que se hallaba visiblemente trastornado.
—¡Dios mío...! ¡Como sea cierto...!
Acto seguido habló el segundo oficial.
—La tripulación no debe enterarse de nada, señor —advirtió—. ¡Sería un completo desastre si llegan a saber algo!
—Sí —dijo el capitán.
Se dirigió a mí.
—Recuérdalo, Jessop —apuntó—. Pase lo que pase, que no se te ocurra ir contando esta historia por el castillo de proa.
—No, señor —contesté.
—Ni a ti tampoco, chico —dijo el capitán—. En boca cerrada no entran moscas. Bastante mal estamos como para agravar aún más la situación. ¿Lo entiendes?
—Sí, señor —respondió Tammy.
El viejo se volvió hacia mí.
—Esas cosas, esas criaturas que tú aseguras que salen del mar —dijo—, ¿has conseguido verlas alguna vez antes de ponerse el sol?
—No, señor —respondí—. Jamás.
Se volvió hacia el segundo oficial.
—Me da la impresión, señor Tulipson —recalcó—, de que sólo es por la noche cuando se presenta el peligro.
—Hasta ahora, siempre ha sido por la noche —respondió el segundo.
El viejo asintió.
—¿Tiene usted alguna sugerencia, señor Tulipson? —preguntó.
—Verá, señor —contestó el segundo oficial—, creo que usted debería ordenar que todas las tardes se aferren las velas antes del oscurecer.
Hizo esta observación eligiendo cuidadosamente las palabras. Luego levantó la vista hacia la arboladura y señaló con la cabeza los juanetes que habían quedado sin aferrar.
—Hemos tenido mucha suerte —recalcó— de que el viento no soplase con más fuerza, señor.
El viejo volvió a asentir.
—Sí —apuntó—. Haremos lo que usted dice, ¡mas solo Dios sabe cuándo llegaremos a casa!
—Mejor tarde que nunca —le oí murmurar entre dientes al segundo oficial.
Luego habló de nuevo en voz alta.
—¿Y las luces, capitán?
—Sí —respondió el viejo—. Colgaremos faroles en los aparejos todas las tardes, antes de que se haga de noche.
—Muy bien, señor —asintió el segundo. Acto seguido se volvió hacia nosotros.
—Está clareando, Jessop —observó, echándole un vistazo al horizonte—. Será mejor que vayas con Tammy a apagar esos faroles y los lleves de vuelta al pañol.
—A la orden, señor —respondí, y abandoné la toldilla seguido por Tammy.
A las cuatro de la madrugada, una vez sonaron las ocho campanadas y fuimos relevados por la guardia entrante, ya hacía rato que había algo de luz. Antes de regresar al castillo de proa, el segundo oficial nos había hecho aferrar los tres juanetes, y ahora que había la suficiente luz todos teníamos una enorme curiosidad por echar un vistazo a la arboladura, especialmente al juanete de trinquete. Tom había subido para asegurar las drizas y, al bajar, fue objeto de múltiples preguntas acerca de si había visto alguna cosa extraña. Pero lo único que nos dijo es que todo estaba perfectamente normal.
A las ocho en punto, cuando volvimos al puente para el turno de ocho a doce, vi que el maestro velero recorría la cubierta en dirección a proa después de abandonar el antiguo camarote del segundo oficial. Llevaba una regla en la mano, y comprendí que había estado tomando las medidas a los pobres diablos que reposaban en las literas para preparar las mortajas que habrían de envolverles. Estuvo ocupado desde el desayuno hasta cerca del mediodía, cortando tres trozos de lona que había sacado de viejas velas. Luego, con la ayuda del segundo oficial y uno de los marineros, transportó aquellos cuerpos hasta la escotilla de popa y procedió a coser las mortajas, tras haber lastrado los cadáveres con piedras de las que se usan para pulir las cubiertas. Acababa de terminar cuando sonaron las ocho campanadas, y oí al capitán decirle al segundo que llamase a popa a todos los hombres para asistir a la ceremonia fúnebre. Así se hizo, a la vez que se desmontaba una plancha del portalón.
Carecíamos de un enjaretado lo suficientemente amplio, por tanto tuvimos que echar mano de una de las escotillas para que hiciese las veces. Durante la mañana el viento había ido amainando y el mar se hallaba en una calma absoluta; el barco apenas se mecía a veces por el empuje de alguna ola cristalina. Los únicos sonidos que nos llegaban eran los lentos y suaves murmullos de las velas, acompañados de algún que otro estremecimiento, y los continuos, monótonos crujidos que sacaba de las perchas y aparejos el suave ondular del agua bajo el casco del navío. Y en esa solemne quietud, el capitán leyó el responso fúnebre.
Habían colocado primero al holandés sobre la escotilla (me di cuenta por el tamaño del bulto), y cuando el viejo hizo al fin la señal, el segundo oficial levantó uno de los extremos y el cuerpo se deslizó hacia las tenebrosas profundidades.
—Pobre viejo holandés —le oí decir a uno de los hombres, y creo que todos nos sentíamos igualmente decaídos.
Luego pusieron a Jacobs en la escotilla y, cuando el cuerpo desapareció, le llegó el turno a Jock. Al levantar la tabla, todos nos estremecimos presos de un súbito escalofrío. Jock había sido un personaje tranquilo y muy querido, y reconozco que me sentí bastante conmovido. Me encontraba cerca de la baranda, junto a una bita, con Tammy a mi lado y Plummer unos pasos detrás. Cuando el segundo oficial levantó la escotilla por última vez, brotó del grupo un ronco y lánguido murmullo:
—¡Adiós, Jock! ¡Adiós!
Y en ese momento, mientras el cuerpo se hundía en las profundidades, todos corrimos hacia la baranda para verle por última vez. Incluso el segundo oficial fue incapaz de resistir este impulso universal, y también él se unió al grupo. Desde donde me encontraba, podía ver el cuerpo al entrar en contacto con el agua y durante unos pocos segundos distinguí la blanca mortaja difuminándose en el azul del mar, girando y girando hacia los abismos insondables. De repente, mientras miraba, el cuerpo desapareció... con demasiada rapidez, me dio por pensar.
—¡Se ha ido! —oí decir a varios, y acto seguido, los integrantes de nuestro cuarto comenzaron a caminar lentamente hacia el castillo de proa, dejando que uno o dos marineros del otro turno se encargaran de volver a poner la escotilla en su lugar.
Tammy me dio un codazo y señaló algo.
—¡Mira, Jessop! —exclamó—. ¿Qué es eso?
—¿El qué? —inquirí.
—Esa sombra tan rara —contestó—. ¡Mira!
Y entonces descubrí lo que quería mostrarme. Se trataba de una cosa grande y oscura que parecía ir clareando poco a poco. Estaba exactamente en el mismo lugar —o así me lo pareció a mí— en el que había desaparecido Jock.
—¡Mira eso! —repitió Tammy—. ¡Está creciendo!
Estaba muy nervioso, y reconozco que yo también.
Miré hacia abajo con todos mis sentidos. Aquella cosa parecía surgir de las profundidades. Estaba tomando forma. Cuando creí haber adivinado a qué cosa correspondía aquella sombra, un pavor gélido y extraño se adueñó de mí.
—¡Mira! —exclamó Tammy—. ¡Es exactamente igual que la silueta de un barco!
Y así era. La sombra de un navío, surgiendo de los abismos inexplorados que se abrían debajo de nuestra quilla. Plummer, que todavía no se había ido hacia el castillo de proa, alcanzó a oír las últimas palabras de Tammy y se acercó a mirar.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—¡Eso! —contestó Tammy, señalando hacia abajo.
Le hundí mi codo en sus costillas; pero era demasiado tarde. Plummer la había visto. Sin embargo, lo curioso era que no le dio ninguna importancia.
—Pero si no es más que la sombra de un barco —dijo.
Tammy, que se había dado por enterado de mi aviso, no insistió más en el tema. Pero, en cuanto Plummer marchó a proa con los demás, le advertí que tuviera mucho cuidado con lo que decía en cubierta.
—¡Tenemos que ser muy cautos! —insistí—. ¡Recuerda lo que nos dijo el viejo en el último cuarto!
—Sí —respondió Tammy—. Lo he hecho sin darme cuenta. Tendré más cuidado la próxima vez.
A poca distancia de allí el segundo oficial continuaba mirando las aguas. Me acerqué.
—¿Qué cree que puede ser eso, señor? —le pregunté.
—¡Sólo Dios lo sabe! —respondió, mientras echaba una mirada a su alrededor para asegurarse de que no hubiera ningún marinero cerca.
Se apartó de la baranda y se dirigió al castillo de popa. Al llegar a lo alto de la escalerilla, se inclinó sobre la toldilla.
—De momento, lo mejor que podéis hacer es colocar de nuevo esa plancha del portalón —nos dijo—. Y recuerda, Jessop, mantén la boca cerrada sobre todo esto.
—A la orden, señor —respondí.
—¡Y tú también, muchacho! —agregó, y se fue caminando por el castillo de popa.
Aún estábamos ocupados colocando la plancha del portalón, cuando el segundo apareció de nuevo. Había ido a buscar al capitán.
—Justo debajo de la escotilla, señor —le oí decir al segundo mientras señalaba hacia las aguas.
El viejo estuvo mirando un rato. Luego empezó a hablar.
—No veo nada —dijo.
El segundo oficial se inclinó sobre la baranda y yo le imité. Pero aquella cosa, fuese lo que fuese, se había esfumado.
—Ya no está, señor —dijo el segundo—. Hace sólo un rato, cuando fui a buscarle, se la veía muy claramente.
Un poco después, nada más terminar de colocar la plancha del portalón, me dirigía a proa cuando oí al segundo oficial que me llamaba.
—Dile al capitán lo que acabas de ver —me pidió en voz baja.
—No se lo puedo decir con exactitud, señor —contesté—. Pero creo que era algo así como la sombra de un barco que surgía de las profundidades en dirección a la superficie del agua.
—Ya lo ve, señor —le dijo el segundo al viejo—. Exactamente lo que le he contado.
El viejo me miró con atención.
—¿Estás completamente seguro? —preguntó.
—Sí, señor —respondí—. Tammy lo ha visto también.
Esperé un momento. Ambos se habían vuelto hacia proa. El segundo estaba diciendo algo.
—¿Puedo retirarme, señor? —pregunté.
—Sí, Jessop. Eso es todo —dijo por encima del hombro. Pero el viejo se acercó al extremo para decirme algo más.
—¡Recuerda, ni una palabra de todo esto en el castillo de proa! —exclamó.
—No, señor —contesté.
El viejo se encaminó en busca del segundo oficial mientras yo me dirigía al castillo de proa para comer algo.
—Tu ración está en la escudilla, Jessop —dijo Tom en cuanto atravesé el umbral de la puerta—. Y el zumo de limón en mi jarro.
—Gracias —le dije, y me senté.
Mientras daba cuenta de mi comida, no presté atención a la conversación de los demás hombres. Estaba demasiado abstraído en mis propios pensamientos. Aquella sombra de un buque surgiendo de los abismos insondables me había impresionado mucho. Y no era fruto de la imaginación. Lo habíamos visto tres personas; cuatro, en realidad, pues Plummer también lo había distinguido claramente, aunque no viese en ello nada extraordinario.
Como podéis imaginar, mis pensamientos se dirigían continuamente a aquella sombra. Pero me daba la impresión de que mis ideas, durante un tiempo, dieron vueltas y más vueltas en torno a un círculo ciego e interminable. Y de pronto, se me ocurrió algo, pues me vinieron a la cabeza las figuras que había visto en la arboladura la madrugada anterior; y empecé a imaginar cosas nuevas. Como ya sabéis, aquella primera presencia que pasó por encima de la borda había surgido de las profundidades del mar. Y había vuelto a ellas. Y ahora esa sombra, esa especie de barco tenebroso... ese buque fantasma. Realmente era un nombre apropiado. Y esos hombres oscuros, sigilosos... Pensé mucho en todo esto. Sin darme cuenta expresé mis propias preguntas en voz alta:
—¿Serán los tripulantes?
—¿Cómo? —dijo Jaskett, que estaba sentado en el cofre de al lado.
Me di cuenta en seguida y le miré simulando sorpresa.
—¿He dicho algo? —pregunté.
—Sí, marinero —contestó, observándome con curiosidad—. No sé qué cosas acerca de una tripulación.
—Sin duda estaba soñando en voz alta —aclaré, y me puse de pie para ir a dejar mi plato.
A las cuatro en punto, cuando volvimos a cubierta para una nueva guardia, el segundo oficial me indicó que siguiera trabajando en el pallete que estaba trenzando, y mandó a Tammy a buscar las herramientas necesarias para ayudarme en la tarea. Había sujetado el pallete sobre el lado de proa del palo mayor, entre este y la parte trasera de la caseta. Un poco después, Tammy llegó con sus ovillos y filásticas, y se puso a aferrarías a una de las cabillas.
—¿Qué crees que era eso? —preguntó de repente, después de un breve silencio.
Le miré.
—Y tú, ¿qué crees?
—No sé qué pensar —respondió—. Pero tengo el presentimiento de que se trata de algo que está relacionado con todo lo demás —e hizo un movimiento con la cabeza en dirección a la arboladura.
—Yo también lo creo así —afirmé.
—¿De verdad? —exclamó.
—Sí —y le conté todo lo que había estado pensando durante la comida, le hablé de los extraños hombres-sombra que habían saltado a bordo, y de que tenía la impresión de que procedían de aquel tenebroso navío que habíamos visto surgir de las profundidades del mar.
—¡Dios mío! —exclamó al comprender el significado de mis palabras.
Luego dejó de hablar y se quedó en silencio un buen rato.
—¿Quieres decir que viven ahí abajo? —preguntó al fin, y quedó de nuevo en silencio.
—Bueno —contesté—. No puede ser el tipo de existencia que nosotros llamamos vida.
Asintió, hecho un mar de dudas.
—No, claro —dijo, y volvió a callar.
Luego me expuso una idea que se le acababa de ocurrir.
—Entonces tú crees que ese, ese... barco nos ha estado siguiendo desde hace algún tiempo sin que nos hayamos dado cuenta, ¿no es así? —preguntó.
—Sí, todo el tiempo —contesté—. Quiero decir, desde que empezaron a suceder esas extrañas cosas.
—¿Y crees que puede haber más? —dijo de repente.
Me quedé mirándole.
—Si los hay —dije—, ruega al Todopoderoso para que no se crucen en nuestro camino. Me da la sensación de que, se trate o no se trate de fantasmas, son piratas sedientos de sangre.
—Me parece horrible —dijo con gravedad— que estemos hablando en serio de cosas como... bueno, ya sabes, de cosas como éstas.
—Ya he intentado dejar de pensar en eso —le confesé—. Tenía la sensación de que iba a volverme completamente loco. En el mar suceden cosas muy raras, ya lo sé, pero nada comparable a esto.
—A veces parece tan extraño, tan irreal... —dijo—.
Pero en seguida sabes que está sucediendo de verdad, y no eres capaz de entender por qué no te habías dado cuenta antes. Y sin embargo, nadie te creería si pretendes hacérselo ver a la gente que vive tierra adentro.
—Seguro que sí se lo creerían si hubiesen estado a bordo de este viejo cascarón durante la guardia de la pasada noche —dije.
—Además —proseguí—, ellos no pueden entender. Nosotros tampoco... De ahora en adelante, cuando lea la noticia de la desaparición de algún barco, mis reacciones serán completamente diferentes.
Tammy se quedó mirándome.
—He oído contar a viejos lobos de mar algunas historias parecidas —dijo—. Pero nunca me las tomé muy en serio.
—Bueno —comenté—. Ahora desearía haberles prestado mayor atención. ¡Dios mío, cuánto me gustaría estar en casa de nuevo!
—¡Y a mí también! —exclamó.
Trabajamos en silencio durante un buen rato, pero en seguida volvió a la carga.
—¿Piensas que realmente tenemos que aferrar las velas todas las tardes antes de que oscurezca? —preguntó.
—Desde luego —respondí—. Después de todo lo que ha pasado no van a permitir que nadie suba a la arboladura por la noche.
—Pero, pero... supongamos que nos ordenan subir... —comenzó.
—¿Tú irías? —le interrumpí.
—¡No! —dijo con seguridad—. Prefiero que me llenen de cadenas.
—Pues ya está todo dicho —apunté—. Ni irías tú ni ningún otro.
En ese momento apareció el segundo oficial.
—Vosotros dos, dejad el pallete y las herramientas —dijo—. Después buscad un par de escobas y limpiad todo esto.
—A la orden, señor —respondimos mientras él retornaba hacia proa.
—Salta encima de la caseta, Tammy —le dije—, y coge el otro extremo del cabo, ¿quieres?
—Claro —respondió, e hizo lo que yo le había dicho.
Cuando volvió a bajar, le pedí que me ayudara a enrollar el pallete, que era bastante largo.
—Ya está bien, ahora terminaré de atarlo yo solo —le dije—. Ve y recoge las herramientas.
—¡Espera un momento! —exclamó mientras cogía dos puñados de desechos que habían quedado esparcidos por el lugar en donde habíamos estado trabajando. Luego corrió hasta la borda.
—¡Eh, no los tires! —grité—. Se van a quedar flotando en el agua, y seguro que el viejo o el segundo oficial los descubren.
—¡Ven aquí, Jessop! —me interrumpió, bajando la voz y sin hacer caso de lo que le estaba diciendo.
Me levanté de la escotilla sobre la que había estado arrodillado. Él seguía mirando por encima de la borda.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—¡Por el amor de Dios, date prisa! —exclamó.
Corrí y de un salto subí al bordón junto al que se hallaba.
—¡Mira! —dijo, señalando con el puñado de hilos aún en sus manos un lugar justo debajo de donde nos encontrábamos.
Se le cayeron algunos retazos de filástica, lo que hizo que las aguas se enturbiaran durante un rato y no pudiera ver nada. Pero en seguida, cuando se aclaró la superficie, descubrí lo que intentaba enseñarme.
—¡Son dos! —dijo, en un hilo de voz que apenas era un susurro—. Y hay otro allí —y de nuevo señaló con la mano cerrada sobre los desechos.
—Hay otro un poco más hacia popa —musité.
—¿Dónde, dónde? —preguntó.
—Allí —dije, indicándoselo.
—Hay cuatro —murmuro—. ¡Cuatro barcos!
No dije nada, aunque seguía mirando. Me daba la impresión de que aquellos navíos se encontraban a mucha profundidad, totalmente inmóviles. Sin embargo, pese a que sus contornos eran en cierta manera confusos e imprecisos, no existía ninguna duda de que se correspondían con las siluetas exactas, aunque sombrías, de varios navíos. Estuvimos observándolos durante algunos minutos, sin decir una palabra. Por fin, Tammy habló.
—Entonces es cierto: son reales —dijo en voz baja.
—No lo sé —repuse.
—Quiero decir que lo que vimos esta mañana era cierto —aclaró.
—Sí —contesté—. Nunca había pensado lo contrario.
Escuché los pasos del segundo oficial que volvía hacia popa. Al aproximarse nos vio.
—¿Qué pasa ahora con vosotros? —preguntó tajante—. ¡No habéis limpiado la broza!
Hice un gesto con la mano para indicarle que no levantara la voz y atrajera la atención de los demás hombres.
Dio unos pasos hasta ponerse a mi lado.
—¿Qué pasa? ¿Qué sucede? —preguntó un tanto irritado, aunque en voz más baja.
—Será mejor que eche un vistazo, señor —le respondí.
El tono de mi voz debió de convencerle de que habíamos descubierto algo importante, porque de inmediato dio un brinco para subir a la percha donde yo me encontraba.
—Mire, señor —dijo Tammy—. Son cuatro.
El segundo oficial miró hacia abajo, descubrió algo y se inclinó un poco más.
—¡Dios mío! —le oí musitar entre dientes.
Después de aquella exclamación, y durante casi medio minuto, permaneció sin decir nada.
—Hay otros dos más allí, señor —le dije, señalándoselos con el dedo.
Pasó un rato antes de que pudiera localizarlos, y cuando los descubrió se limitó tan sólo a echarles un rápido vistazo. Luego bajó de la percha y nos dijo:
—Ahora quiero que os apartéis de ahí, que cojáis las escobas y limpiéis todo esto. ¡Ni una palabra del asunto...! Tal vez no sea nada.
Daba la impresión de que había añadido esta última frase para tranquilizarnos, pero ambos sabíamos que él tampoco lo creía. Acto seguido, dio media vuelta y se fue rápidamente hacia popa.
—Espero que vaya a decírselo al viejo —comentó.
Tammy, mientras caminábamos hacia proa para guardar el pallete y las herramientas.
—¡Hum! —exclamé, sin darme cuenta apenas de lo que estaba diciendo, pues me encontraba totalmente abstraído pensando en aquellos cuatro sombríos cascarones que aguardaban silenciosos en las profundidades.
Recogimos las escobas y nos dirigimos a popa. Por el camino nos cruzamos con el capitán y el segundo. Ambos fueron hasta la braza de proa y subieron a la percha. Observé que el segundo señalaba la braza con el dedo, como si le estuviese explicando al viejo algo acerca de su funcionamiento. Deduje que lo estaba haciendo a propósito, con el fin de ocultar al resto de los hombres lo que realmente estaban mirando. Luego el viejo miró por encima del pretil, con aire indiferente, y el segundo oficial le imitó. Uno o dos minutos más tarde se dieron la vuelta y volvieron al castillo de popa. Pude entrever la expresión de la cara del capitán cuando pasó a nuestro lado. Me asombró su aspecto preocupado..., desorientado, creo que esta palabra define con más exactitud lo que vi en su rostro.
Tanto Tammy como yo mismo ardíamos en deseos de echar otro vistazo al mar; pero cuando se nos presentó la ocasión las aguas reflejaban como un espejo la cúpula celeste y no se podía ver nada debajo de la superficie.
Acabábamos de terminar de barrer cuando sonaron los cuatro golpes de campana, así que nos apresuramos para tomar un poco de té. Algunos hombres estaban charlando mientras bebían.
—He oído decir —apuntó Quoin— que vamos a tener que amarrar velas antes de que oscurezca.
—¿Cómo? —dijo el viejo Jaskett por encima de su taza de té.
Quoin volvió a repetir la frase.
—¿Quién dice eso? —preguntó Plummer.
—Se lo he oído decir al doctor —respondió Quoin—. Y éste se había enterado por el despensero.
—¿Y quién se lo ha dicho al despensero? —preguntó Plummer.
—Ni idea —respondió Quoin—. Supongo que habrá oído algo en la popa.
Plummer se volvió hacia mí.
—¿Tú has oído algo, Jessop? —preguntó.
—¿Algo? ¿Sobre lo de acortar velas? —respondí.
—Sí —dijo—. ¿No estuvo el viejo esta mañana hablando contigo en la toldilla?
—Sí —contesté—. Algo le comentó al segundo acerca de amainar el velamen, pero no me lo decía a mí.
—¡Lo veis! —exclamó Quoin—. ¿No os lo decía yo?
En ese mismo instante, uno de los marineros de la otra guardia asomó la cabeza por la puerta de estribor.
—¡Todo el mundo a cubierta para arriar velas! —gritó, y casi al mismo tiempo empezaron a sonar los estridentes pitidos del silbato del segundo oficial.
Plummer se incorporó y echó mano de su gorra.
—Bueno —dijo—. ¡Está claro que no desean perder más hombres de la tripulación!
Y salimos todos a cubierta.
Reinaba una calma chicha; pero aun así aferramos los tres juanetes y después los tres sobrejuanetes. Acto seguido, izamos y aferramos la vela mayor y el trinquete. La verga seca ya había sido aferrada, pues el viento nos venía de popa.
Nos encontrábamos atareados en la de trinquete cuando el sol desapareció por la línea del horizonte. Habíamos terminado de cargar la vela sobre la verga, y yo estaba esperando a que los demás bajaran para poder deslizarme tras ellos sobre el marchapié. Así que no tenía otra cosa mejor que hacer que contemplar la puesta de sol durante un rato; y de esta forma vi algo que de otro modo se me hubiera pasado por alto. El sol estaba hundido por la mitad bajo la línea del horizonte y parecía una inmensa cúpula rojiza de fuego incandescente. De pronto, a mucha distancia por la amura de estribor, comenzó a emanar de las aguas una tenue neblina. Se expandía alrededor del sol, de tal forma que sus rayos parecían llegar a través de una borrosa capa de humo. Aquella especie de niebla o bruma se fue espesando con extraordinaria rapidez, pero al mismo tiempo se desgarraba, adoptando extrañas formas a través de las cuales apenas lucían rojizos los rayos del sol. Y entonces, mientras miraba con atención, la extraña niebla se hizo más densa y oscura, elevándose hasta formar la silueta de tres torres. Dichas torres tenían los contornos mejor definidos, y debajo de ellas parecía extenderse algo alargado. Siguieron cambiando y transformándose, y de repente descubrí que habían adoptado la forma de un enorme navío. Inmediatamente fui consciente de que se movía. Al principio le daba el costado al sol. Ahora había comenzado a virar. La proa giró majestuosamente hasta que los tres mástiles quedaron perfectamente enfilados. La nave venía en línea recta hacia nosotros. Su tamaño aumentó, aunque los contornos perdieron un poco de su nitidez original. El sol había continuado descendiendo a popa de aquella embarcación y ahora no era más que una delgada línea luminosa. Luego, mientras las sombras crecían, me dio la impresión de que el navío se hundía en las aguas. El sol desapareció por completo bajo el mar y aquella cosa que había visto se difuminó, por decirlo de algún modo, en la grisácea monotonía del crepúsculo.
Una voz me llegó desde la jarcia. Era el segundo oficial. Había subido con nosotros para echarnos una mano.
—¡Vamos, Jessop! —decía—. ¡Baja de una vez! ¡Baja!
Me volví con rapidez, y descubrí que casi todos los demás hombres ya habían abandonado la verga.
—A la orden, señor —murmuré; fui deslizándome por el marchapié y en seguida estuve en cubierta. De nuevo me encontraba perplejo y aterrado.
Un poco más tarde, una vez dieron los ocho toques de campana y se pasó lista, me dirigí a la toldilla para relevar al timonel. Durante un rato permanecí allí, delante de la rueda, con la mente en blanco, incapaz de reaccionar ante nada. Pasado un tiempo, pude librarme de aquel estado de ánimo y noté que en el mar reinaba una calma profunda y absoluta. No hacía nada de viento e incluso el interminable crujir y chirriar de las drizas parecía llegar amortiguado.
No tenía que hacer nada con la rueda del timón. Igual podía haber estado en el castillo de proa fumándome tranquilamente una pipa. Abajo, en la cubierta, podía ver el resplandor de los faroles colgados en las flechaduras de las jarcias del palo trinquete y mayor. Sin embargo, iluminaban menos que de costumbre, pues les habían cegado la parte posterior para evitar que deslumbrasen más de lo necesario al oficial de guardia.
La noche se había vuelto extrañamente oscura, pero sólo en breves momentos de lucidez me daba cuenta de aquellas tinieblas, del silencio y de las luces. Mi cabeza daba vueltas y más vueltas, mis pensamientos tan sólo se centraban en aquel extraordinario, inmenso y brumoso fantasma que había visto levantarse del mar y adoptar la forma de un barco.
Seguí escudriñando las tinieblas nocturnas hacia poniente, y luego todo alrededor; pues, como es natural, tenía grabada en la memoria la imagen de aquel navío viniendo hacia nosotros en medio de la oscuridad creciente, y era un pensamiento turbador y muy inquietante. Tenía la horrible sensación de que iba a suceder algo abominable en cualquier momento.
Sin embargo, dieron los dos toques de campana, y pasó el tiempo y todo seguía tranquilo y silencioso... extrañamente tranquilo, me daba la impresión. Por supuesto, a parte de recordar aquel fantasmagórico y neblinoso navío que había visto surgir por poniente, también pensaba en todo momento en los cuatro sombríos cascarones que flotaban sumergidos en el mar bajo nuestro costado de estribor. Cada vez que me acordaba de ellos daba gracias por los faroles que alumbraban la cubierta principal, aunque me sorprendía el hecho de que nadie hubiera colocado ninguna luz en el aparejo de mesana. Lo deseaba con todo mi corazón, y decidí hablar de ello con el segundo oficial la próxima vez que se acercase a popa. En aquellos momentos, estaba inclinado sobre la baranda del salto de la toldilla. No estaba fumando, eso sí puedo asegurarlo, pues hubiese visto el resplandor de su pipa encendiéndose de cuando en cuando. Era evidente que no estaba muy tranquilo. Ya había bajado tres veces a la cubierta principal a pasear de aquí para allá. Sospeché que había estado mirando las aguas, buscando algún rastro de aquellos cuatro sombríos cascarones. Me preguntaba si serían visibles de noche.
De repente, el que daba los cuartos picó tres campanadas, que fueron respondidas por las otras tres notas más profundas de la campana de proa. Di un respingo. Tuve la sensación de que aquellos golpes habían sonado junto a mí. Aquella noche sentía algo inexplicablemente extraño en el aire nocturno. Y entonces, mientras el segundo oficial respondía al vigía el habitual «¡Sin novedad!», se escuchó a babor del palo mayor el zumbido agudo y el chasquido de un cable que se escurre. Casi al mismo tiempo chirrió un racamento en lo alto del palo mayor; y de esta forma supe que alguien, o algo, había soltado las drizas de la gavia del mayor. Desde arriba nos llegó el sonido de algo que se desprendía, seguido del crujido de la verga al terminar de caer la vela soltada.
El segundo oficial aulló algo incomprensible y saltó hacia la escalerilla. Por la cubierta principal se oía el ruido de pasos que corrían y los gritos de los hombres de la guardia. Al rato escuché la voz del capitán, había salido a toda prisa al puente por la puerta de la cámara.
—¡Traed más lámparas! ¡Traed más lámparas! —ordenaba. Luego lanzó un juramento.
Gritó algo más, pero sólo alcancé a distinguir las últimas palabras.
—...Se lo han llevado —o algo parecido.
—No, señor —dijo el segundo en voz alta—. No creo.
Hubo unos momentos de confusión, y luego escuché el traqueteo de los lingüetes. Hubiera podido jurar que habían enganchado las drizas al cabrestante de popa. Hasta mí llegaron palabras sueltas.
—¿... toda esa agua? —oí decir al viejo. Parecía estar haciendo alguna pregunta.
—No lo sé, señor —respondía el segundo oficial.
Durante un tiempo no se escuchó otra cosa que el traqueteo de los lingüetes, el chirrido del racamento y el discurrir del cable. Enseguida, sonó de nuevo la voz del segundo.
—Todo parece en orden, señor —le oí decir.
No pude escuchar la respuesta del viejo, porque en ese mismo instante sentí un soplo helado que recorrió mi espalda. Me volví precipitadamente, y descubrí una cosa que espiaba por entre el cairel de coronamiento. En sus ojos se reflejaba la luz de la bitácora, tiñéndolos de un brillo felino, salvaje y aterrador; pero aparte de aquellos ojos no podía distinguir nada más. Al principio me quedé inmóvil, mirándolo. Estaba completamente helado. Se hallaba tan cerca... Luego recuperé la capacidad de moverme y salté por encima de la bitácora para coger la lámpara. Di media vuelta y dirigí la luz hacia aquella cosa. El ser, o lo que quiera que fuese, se había ido acercando encaramado a la baranda; pero, en cuanto dirigí los rayos del farol a su figura, se escabulló con una agilidad extraña y horrible. Se deslizó abajo y hacia atrás, y desapareció de mi vista. Tan sólo me quedó una tenue y confusa impresión de algo húmedo, reluciente, y la imagen de un par de ojos malignos. Acto seguido, eché a correr alocadamente hacia el salto de la toldilla. Salté por encima de la escalerilla, perdí pie y caí sobre mi trasero, ya en la cubierta principal. Aún conservaba encendida la lámpara de la bitácora en mi mano izquierda. Los marineros estaban quitando las barras al cabrestante; mi brusca aparición y el chillido que lancé al caer al suelo, provocaron que algunos de ellos echaran a correr asustados hasta quedar a una distancia prudencial, antes de darse cuenta de que era yo el causante de su miedo.
El capitán y el segundo oficial llegaron corriendo desde algún lugar de la proa.
—¿Qué diablos pasa ahora? —gritó el segundo, mientras se detenía y se inclinaba para mirarme—. ¿Por qué has abandonado la rueda del timón?
Me incorporé e intenté responderle, pero estaba tan aturdido que apenas podía tartamudear.
—Yo... yo... Allí... allí —empecé.
—¡Maldición! —aulló el segundo oficial, loco de ira—. ¡Vuelve a la rueda!
Vacilé e hice un esfuerzo por explicar lo que había pasado.
—¿Es que no me has oído? ¡Maldita sea! —rugió.
—Sí, señor; pero... —empecé.
—¡Vuelve a la toldilla, Jessop! —dijo.
Me fui. Tenía el propósito de darle explicaciones cuando el segundo subiese a la toldilla. Me detuve en el extremo superior de la escalerilla. No pensaba volver sin compañía a la rueda del timón. Oí la voz del viejo que decía algo abajo.
—¿Qué infiernos sucede ahora, señor Tulipson? —estaba gritando.
El segundo oficial no respondió al momento, sino que se volvió hacia los hombres que estaban reunidos a su alrededor.
—¡Ya está bien, marineros! —dijo en tono tajante.
Oí marchar a la guardia hacia el castillo de proa. Del grupo de hombres surgía el murmullo de las conversaciones. Luego el segundo oficial respondió al viejo. Sin duda ignoraban que yo estaba lo suficientemente cerca como para poder escuchar su charla.
—Se trata de Jessop, señor. Debe de haber visto algo, pero no debemos asustar a la tripulación si no es absolutamente necesario.
—Desde luego —dijo el capitán.
Se volvieron y comenzaron a subir por la escalerilla. Yo di unos pasos apresurados hacia atrás. Mientras, pude escuchar lo que decía el viejo.
—¿Cómo es que no hay aquí ninguna lámpara, señor Tulipson? —preguntó sorprendido.
—Pensaba que no sería necesario, señor —contestó el segundo oficial, y añadió algo acerca de las reservas de aceite.
—Creo que será mejor que ponga alguna —le oí decir al capitán.
—Por supuesto, señor —respondió el segundo, y dio una voz al vigía ordenándole que trajera un par de faroles.
Acto seguido, echaron a andar hacia el lugar donde yo me encontraba.
—¿Qué diablos haces aquí, en lugar de estar junto a la rueda? —preguntó el viejo con voz severa.
Para entonces ya había conseguido tranquilizarme lo suficiente.
—Y no volveré, señor, hasta que no haya luz —respondí.
El capitán dio un pisotón en la cubierta, furioso; pero el segundo avanzó unos pasos hacia mí.
—¡Vamos! ¡Vamos, Jessop! —exclamó—. ¡Sabes perfectamente que eso no puede ser! Será mejor que regreses a la rueda y nos dejemos de tonterías.
—Aguarde un instante —intervino el capitán, en un momento decisivo—. ¿Por qué motivo te niegas a volver a la rueda del timón?
—Vi algo —contesté—. Algo que subía por encima del cairel de coronamiento, señor...
—¡Ajá! —exclamó, interrumpiéndome con un rápido ademán. Luego añadió bruscamente—: ¡Siéntate! ¡Siéntate! ¡Estás temblando de los pies a la cabeza, hombre!
Me derrumbé en el bancal de la lumbrera. Efectivamente, como él mismo había dicho, tiritaba sin poder evitarlo, y el farol de la bitácora se estremecía en mi mano, de tal forma que la luz que manaba de él danzaba locamente en la cubierta.
—Ahora —prosiguió—, cuéntanos exactamente lo que has visto.
Se lo expliqué con todo tipo de detalles y, mientras lo hacía, subió el vigía con varios faroles y colocó dos en las flechadura de ambas jarcias.
—Pon otro debajo de la botavara —ordenó el viejo cuando el muchacho había terminado de colgar los otros dos—. Date prisa.
—A la orden, señor —respondió el aprendiz, y salió a toda prisa.
—Y ahora —señaló el capitán, una vez prendidos todos los faroles—, no tienes por qué asustarte de volver a la rueda del timón. Hay un farol a popa y yo mismo, o el segundo oficial, permaneceremos aquí todo el tiempo.
Me levanté.
—Gracias, señor —dije, y fui a popa.
Volví a colocar la lámpara en su correspondiente lugar sobre la bitácora y me hice cargo de la rueda; sin embargo, de tanto en tanto, me volvía a mirar a mi espalda, y me sentí muy aliviado cuando, un poco después, repicaron las cuatro campanadas y fui relevado.
Aunque el resto de los de mi turno se encontraban ya en el castillo de popa, no fui a reunirme con ellos. Quería eludir las inevitables preguntas sobre el por qué de mi inesperada aparición al pie de la escalera de la toldilla; así que encendí mi pipa y me puse a caminar un poco por la cubierta principal. No me encontraba particularmente inquieto, ya que había un par de faroles colgados en cada jarcia y otros dos en cada uno de los masteleros de gavia, debajo de la batayola.
Y sin embargo, nada más dar los cinco toques de campana, creí distinguir un rostro sombrío acechando por encima del pretil, detrás de los acolladores de proa. Descolgué uno de los faroles de la percha y dirigí el haz de luz sobre la cosa, pero no fui capaz de ver nada. Sólo en mi cerebro, más que en la retina, quedó la imagen, el recuerdo fantasmagórico, de un par de ojos húmedos y acechantes. Después, cuando pensaba en ellos, me sentía tremendamente inquieto. Conocía la brutalidad con la que podían actuar los portadores de aquellos ojos... Eran bestiales, inescrutables.
En el transcurso de aquella misma guardia tuve otra experiencia similar, sin embargo esta vez la cosa desapareció incluso antes de que pudiera descolgar el farol. Y entonces repicaron ocho toques de campana, y nuestra guardia terminó su turno.
Cuando volvieron a llamarnos, un cuarto antes de las cuatro, el marinero encargado de despertarnos nos hizo partícipes de una extraña noticia.
—Toppin no está... ¡ha desaparecido sin dejar ni rastro! —nos dijo mientras comenzábamos a levantarnos—. Jamás he tenido la desgracia de caer en un barco tan diabólico y aterrador. Se te ponen los pelos de punta. Es imposible andar seguro por esas malditas cubiertas.
—¿Quién ha desaparecido? —preguntó Plummer, incorporándose con brusquedad y sacando las piernas por encima de la litera.
—Toppin, uno de los aprendices —respondió el hombre—. Hemos estado registrando este maldito barco de cabo a rabo. Aún seguimos haciéndolo... pero jamás lo encontraremos —concluyó, con siniestra seguridad.
—¡Pues yo no estoy tan seguro! —apuntó Quoin—. A lo mejor está durmiendo escondido en un rincón.
—De eso nada —respondió el hombre—. Te digo que hemos revuelto el barco de arriba abajo. No está a bordo de esta condenada embarcación.
—¿Dónde estaba la última vez que fue visto? —pregunté—. ¡Alguien tiene que saber algo!
—Era el encargado de dar los cuartos en la popa —respondió—. El viejo casi les retuerce el cuello al primer oficial y al hombre que estaba a la rueda del timón. Pero lo único que han podido decirle es que no sabían absolutamente nada.
—¿Qué quieres decir? —pregunté—. ¿Qué quieres decir con eso de «nada»?
—Bueno —respondió—, pues que el muchacho estaba allí, y luego ya no estaba, en un instante; eso es todo lo que han podido decir. Ambos juran y perjuran que no hubo ni el más mínimo suspiro. Simplemente, ha desaparecido por completo de la maldita faz de la tierra.
Fui hasta mi cofre y cogí las botas.
Antes de que pudiera hablar de nuevo, el hombre nos contó algo más.
—Escuchad, compañeros —decía—. ¡Si las cosas siguen así, no sé dónde diablos estaremos dentro de poco!
—En el infierno —dijo Plummer.
—No me gusta pensar en todo eso —apuntó Quoin.
—¡Pues tenemos que pensarlo! —respondió el hombre—. Tenemos que pensar y pensar en todo este maldito asunto. He hablado con mis compañeros de guardia, y todos están decididos a hacer algo.
—¿A hacer qué? —pregunté.
—Pues a ir a hablar con ese condenado capitán y plantearle las cosas sin rodeos —dijo agitando un dedo delante de mi cara—. Que ponga proa rápido al maldito puerto que esté más cerca, y que lo haga sin cometer ningún maldito error.
Abrí la boca para informarle de que lo más seguro era que fuésemos incapaces de arribar a ningún puerto, aunque lograse hacer partícipe al viejo de su punto de vista; pero en seguida recordé que aquel sujeto no sabía absolutamente nada de todo lo que yo había visto y pensado; así que, en lugar de eso, le dije:
—¿Y suponiendo que no quiera?
—Lo obligaremos. ¡Maldita sea! —respondió.
—Y cuando llegues a tierra —dije—. ¿Qué pasará entonces? Te encerrarán en un precioso calabozo por amotinarte.
—Prefiero estar en la cárcel —contestó—. Al menos eso no mata...
Hubo un murmullo general de asentimiento por parte de los demás, seguido de un profundo silencio durante el cual, estoy seguro, los hombres sopesaban la situación.
La voz de Jaskett rompió aquella quietud.
—Al principio, jamás se me ocurrió pensar que estaba embrujado... —empezó; pero Plummer interrumpió su cháchara.
—No hay que hacer daño a nadie, ¿de acuerdo? —dijo—. Eso significaría la horca, y nosotros no somos mala gente.
—Desde luego —contestaron todos los hombres, incluido el que había venido a despertarnos.
—En cualquier caso —añadió—, va a haber un follón de mil demonios. Tenemos que llevar el barco al puerto más cercano.
—Sí —dijeron todos, y acto seguido dieron ocho toques de campana y nos encaminamos a la cubierta.
Más tarde, después de pasar lista —durante la que hubo un extraño y embarazoso momento de silencio cuando nombraron a Toppin—, Tammy vino a verme. El resto de la tripulación había vuelto al castillo de proa, y supuse que estarían trazando estúpidos planes acerca de cómo conseguir que el capitán pusiera proa al puerto más cercano... ¡Pobres diablos!
Yo estaba inclinado sobre la baranda de babor, junto al motón de la braza de proa, mirando el mar, cuando Tammy se puso a mi lado. Durante casi un minuto entero no abrió la boca. Cuando al fin lo hizo fue para decir que los cuatro sombríos cascarones no habían aparecido desde el amanecer.
—¿Qué? —dije, bastante sorprendido—. ¿Cómo lo sabes?
—Me levanté cuando estaban buscando a Toppin —respondió—. No he dormido nada desde entonces. Me vine directamente aquí. —Iba a decir algo más pero se paró en seco.
—Sigue —le conminé.
—Yo no sabía... —empezó a decir; luego se paró y me cogió del brazo—. ¡Oh, Jessop! —exclamó—, ¿En qué va a acabar todo esto? Deberíamos hacer algo.
No dije nada. Tenía la desesperada sensación de que era muy poco lo que podíamos hacer para salvarnos.
—¿Es que no hay nada que podamos hacer? —preguntó mientras me sacudía el brazo—. ¡Cualquier cosa es preferible a esto! ¡Están acabando con nosotros!
Seguí sin responder; no podía hacer otra cosa que mirar tristemente las aguas. Me sentía incapaz de urdir ningún plan, aunque mis pensamientos giraban alocadamente.
—¿Me oyes? —preguntó, a punto de echarse a llorar.
—Sí, Tammy —respondí—. ¡Pero es que no lo sé! ¡No lo sé!
—¡No lo sabes! —exclamó—. ¡No lo sabes! ¿Quieres decir que tenemos que abandonar la lucha y dejar que nos vayan matando de uno en uno?
—Hemos hecho todo lo que estaba en nuestras manos —respondí—. No sé qué más podemos hacer, a no ser que vayamos abajo todas las noches y nos encerremos con llave.
—Pues sería mejor que lo que estamos haciendo ahora —dijo—. ¡Dentro de poco no habrá nadie para ir a encerrarse abajo!
—Pero ¿qué pasaría si se levanta una tempestad? —pregunté—. El barco quedaría desarbolado.
—¿Y qué pasaría si se levanta la tempestad ahora? —insistió—. Nadie subiría a los palos si es de noche, ¡tú mismo lo has dicho! Además, podríamos aferrar todas las velas antes de encerrarnos. Estoy seguro: dentro de unos pocos días no habrá nadie vivo a bordo de este cascarón, ¡a no ser que hagamos algo en seguida!
—¡No grites! —le advertí—. Vas a conseguir que te oiga el viejo.
Pero el chico estaba fuera de sí y no me hacía caso.
—¡Quiero gritar! —respondió—. ¡Hasta que el viejo me oiga! Estoy dispuesto a subir a la toldilla y decírselo cara a cara.
De pronto, cambió de tema.
—¿Por qué no hacen algo los hombres? —empezó—. ¡Maldita sea! ¡Deberían obligar al viejo a poner rumbo al puerto más cercano! Deberían...
—¡Por el amor de Dios! ¡Cierra el pico, pequeño imbécil! —exclamé—. ¿Por qué diablos te pones a largar toda esa sarta de estupideces? Lo único que vas a conseguir es meterte en un buen lío.
—¡Me da igual! —respondió—. ¡Lo único que quiero es que no me maten!
—Escúchame bien —dije—. Ya te lo dije antes. Es del todo imposible que veamos tierra, aunque estemos junto a ella.
—No tienes ninguna prueba —contestó—. Tan sólo es una suposición.
—De acuerdo —dije—. Pero tenga o no tenga pruebas, y tal y como están las cosas, el capitán lo único que podría hacer sería encallar el barco, si se decide a adoptar esa táctica.
—¡Pues que lo encalle! —exclamó—. ¡Dejémosle que lo encalle con toda la tranquilidad del mundo! ¡Cualquier cosa mejor que permanecer aquí alegremente, esperando que algo le eche a uno por la borda o le tire desde lo alto de la arboladura!
—Escúchame, Tammy... —empecé de nuevo, pero justo en ese momento el segundo oficial le hizo llamar y tuvo que irse. Cuando regresó, me había puesto a pasear de un lado a otro por la zona de proa del palo mayor. Se puso a mi lado y en seguida volvió a la carga expresando sus disparatadas ideas.
—Escúchame bien, Tammy —le dije una vez más—. No sirve de nada que continúes hablando de esa manera. Las cosas son como son, no es culpa nuestra ni de nadie, y no hay quien pueda echarnos un cable. Si eres capaz de hablar con cordura, estoy dispuesto a escucharte; en caso contrario, será mejor que vayas a darle la lata a otro.
Una vez dicho esto, me volví hacia proa y subí de nuevo a la percha, con la intención de sentarme en el cabillero y mantener una pequeña charla con el chico. Antes de sentarme, eché un vistazo a las aguas. Era un acto reflejó, pero al cabo de un rato me sumí en un estado de intenso nerviosismo y, sin apartar la vista de lo que estaba contemplando, sacudí el brazo de Tammy para llamar su atención.
—¡Por todos los dioses! —musité—. ¡Mira!
—¿Qué pasa? —dijo, y se inclinó sobre el pretil a mi lado.
Y esto fue lo que vimos: A poca profundidad debajo del agua flotaba un disco pálido y un poco curvado. Parecía hallarse a sólo unos metros de la superficie. Después de observar atentamente, pudimos ver con plena claridad y un poco por debajo, la sombra de una verga de sobrejuanete y, más abajo aún, las drizas y las jarcias de un mástil enorme. Y, todavía más abajo, perdidos en las tinieblas de las profundidades, creí distinguir los contornos y distintos niveles de unas cubiertas grandiosas e imprecisas.
—¡Dios mío! —susurró Tammy, y se quedó sin habla. Pero al rato dio un respingo, como si se le hubiese ocurrido alguna cosa; bajó de la percha y echó correr hacia el extremo del castillo de proa. Volvió a toda prisa, después de echar una mirada desde allí, y me informó que había visto la perilla de tope de otro mástil enorme, al lado de la amura y a escasos metros de la superficie del mar, surgiendo de las aguas.
Mientras tanto, yo no había dejado de mirar a través de las aguas, observando con intensidad aquel mástil enorme y sombrío que flotaba allá abajo. Mis ojos recorrieron minuciosamente todos los detalles; podía ver con gran claridad el nervio de envergue que discurría a lo largo del extremo del palo mayor y, por extraño que parezca, la vela estaba desplegada.
Pero, sin duda, lo que más me impresionó fue la sensación de que había alguna clase de movimiento allá abajo, dentro del agua, y todo a lo largo de la arboladura. A veces creía ver cosas brillantes que se deslizaban de un cabo a otro con rapidez. Y en una ocasión, estuve casi seguro de que algo progresaba por la verga del sobrejuanete en dirección al palo mayor, como si intentase subir a la caída de popa de nuestra nave. Y poco a poco, llegué a la horrible conclusión de que allí abajo se movían multitud de cosas.
Sin darme cuenta, y con la intención de descubrir algo más, debí de inclinarme demasiado sobre la baranda; y de repente —¡Dios, qué grito lancé!— perdí el equilibrio. Pero agité las manos en busca de algo a lo que agarrarme y así la braza de proa, de forma que pude volver a incorporarme sobre la percha. En ese mismo instante, me dio la impresión de que la superficie del agua se abría justo encima de la perilla del palo mayor; creo que ahora sí puedo afirmar sin temor a equivocarme que realmente vi algo extraño alrededor del costado del barco, una especie de sombra que flotaba en el aire, aunque entonces no supe qué era. De cualquier manera, justo en esos momentos, Tammy lanzó un espantoso grito de terror y un segundo después tenía la cabeza casi por fuera de la baranda. Lo primero que se me ocurrió entonces es que iba a tirarse al agua. Lo agarré por la cintura del pantalón y por una rodilla, lo eché al suelo como pude y me senté encima de él; gritaba y se revolvía sin parar, y yo aún no había recuperado el aliento y me sentía tan cansado que no estaba seguro de poder sujetarle ayudándome solamente de mis brazos. Ya veis, en aquel momento no se me ocurrió pensar que alguna influencia externa pudiera estar actuando en él, y creía que lo único que pretendía era soltarse para poder saltar por la borda. Ahora sé, sin embargo, que realmente vi la sombra que se había apoderado de él. Pero en aquellos instantes, con la mente confusa y obsesionado por aquella única idea, era totalmente incapaz de ver las cosas con la debida tranquilidad. Más tarde, ya más calmado, pude llegar a entender algo de todo lo que nos había sucedido. Lo entendéis, ¿verdad?
Incluso ahora, cuando vuelvo la vista atrás, sé que aquella sombra era un tenue halo grisáceo, apenas visible a la luz del día, que resaltaba sobre las cubiertas iluminadas, pegada a Tammy como una lapa.
Y ahí estaba yo, sin aliento y jadeando, temblando de pies a cabeza a causa de mi propia caída, sentado encima del pobre muchacho, que no paraba de gritar y debatirse enloquecido contra algo invisible; y luchaba de tal manera que llegué a pensar que no sería capaz de dominarle.
De pronto oí que el segundo oficial gritaba algo, y el ruido de muchos pasos que corrían por la cubierta. Al poco, una multitud de manos tiraban y me empujaban intentando que dejase al chico en paz.
—¡Maldito cobarde! —gritó alguno.
—¡Sujetadle! ¡Sujetadle! —aullé—. ¡Quiere lanzarse por encima de la borda!
Al escuchar mis palabras, comprendieron realmente que yo no intentaba maltratar al muchacho, pues dejaron de empujarme y pude ponerme en pie, mientras dos de los hombres sujetaban a Tammy y lo llevaban a un sitio seguro.
—¿Qué le ocurre? —preguntó el segundo oficial—. ¿Qué ha sucedido?
—Creo que ha perdido la cabeza —respondí.
—¿Cómo? —preguntó el segundo oficial. Pero antes de que pudiera contestarle, Tammy dejó de forcejear repentinamente y se desplomó sobre la cubierta.
—Se ha desmayado —dijo Plummer, bastante afectado. Me miró con una mezcla de duda y desconfianza—. ¿Qué ha pasado? ¿Qué estaba haciendo?
—¡Llévalo a popa, al camarote de los aprendices! —ordenó el segundo oficial en tono bastante brusco. Me dio la sensación de que quería evitar cualquier tipo de preguntas. Había llegado a la conclusión de que habíamos sido testigos de algún acontecimiento, del que era mejor no decir nada al resto de la tripulación.
Plummer se agachó para recoger al chico.
—No —dijo el segundo—. Tú no, Plummer. Hazlo tú, Jessop. —Se volvió hacia los demás marineros—. Eso es todo —dijo, y los hombres marcharon a popa murmurando entre dientes.
Cogí al muchacho en brazos y lo llevé hacia popa.
—No es necesario que lo tumbes en la litera —dijo el segundo oficial—. Déjalo en la escotilla de popa. Le he dicho al otro aprendiz que traiga un poco de aguardiente.
Cuando trajo el licor, le hicimos tragar a Tammy una buena dosis, y pronto recuperó el sentido. Se incorporó, todavía bastante aturdido. Por lo demás parecía tranquilo y en perfectas condiciones.
—¿Qué ha pasado? —preguntó. En seguida advirtió la presencia del segundo oficial—. ¿He estado enfermo?
—Ahora estás perfectamente bien, muchacho —dijo el segundo oficial—. Has tenido un pequeño desvanecimiento. Será mejor que vayas abajo a descansar un rato.
—Ahora me encuentro muy bien, señor —respondió Tammy—. No creo que...
—¡Haz lo que te he dicho! —le interrumpió el segundo—. ¿Es que siempre tengo que decirte las cosas un par de veces? Si te necesito, ya te haré llamar.
Tammy se puso de pie y se dirigió con un andar indeciso hacia el camarote. Sospeché que en el fondo estaba bastante contento de poder acostarse un rato.
—Y ahora, Jessop —dijo el segundo oficial volviéndose hacia mí—. ¿Cuál es el motivo de todo esto? Explícate, ¡rápido!
Empecé a contárselo todo; pero al poco levantó la mano.
—Aguarda un minuto —dijo—. ¡Está empezando a soplar el viento!
Subió de un salto a la escalerilla de babor y le ordenó algo al marinero que estaba a cargo de la rueda del timón. Luego volvió a bajar.
—¡Brazas de proa a estribor! —gritó. Se dio la vuelta hacia mí—. En seguida me cuentas el resto de la historia.
—A la orden, señor —contesté, y fui con el resto de los hombres a las brazas.
En cuanto terminamos de bracear a tope sobre la amura de babor, el segundo ordenó subir a algunos marineros a la arboladura para soltar las velas. Luego me pidió que me acercara.
—Sigue ahora con tu historia, Jessop —dijo.
Le hablé de aquella inmensa y sombría nave, y agregué algo acerca de Tammy: que ya no estaba tan seguro de que en realidad se hubiese querido arrojar por la borda. Había empezado a sospechar que sí había visto una sombra, y me acordaba del burbujeo del agua por encima del mástil sumergido. Pero el segundo no estaba dispuesto a esperar y hacer caso de simples conjeturas, y se lanzó como una flecha a comprobar con sus propios ojos lo que yo le había contado. Corrió hasta la baranda y se inclinó. Fui detrás y me quedé a su lado; sin embargo, el viento agitaba ahora la superficie del agua y era imposible distinguir nada.
—Es inútil —dijo al cabo de un rato—. Será mejor que te apartes de la baranda antes de que te vean los demás hombres. Lleva esas drizas a popa y enróllalas en el cabrestante.
Desde entonces, y hasta que dieron los ocho toques, estuvimos muy atareados izando y desplegando las velas, y cuando por fin pasaron las ocho campanadas, me apresuré a engullir mi desayuno y a echarme a dormir un poco.
Al mediodía, cuando salimos a cubierta para cubrir la guardia de la tarde, lo primero que hice fue ir corriendo al costado del barco; pero no había ni rastro del enorme y sombrío buque. Durante todo el turno, el segundo oficial me tuvo ocupado con el pallete, ordenó a Tammy que me ayudara a trenzar las cuerdas y me dijo que no le perdiera de vista. Pero el chico parecía encontrarse ahora totalmente recuperado, aunque, por extraño que parezca, apenas abrió la boca durante toda la tarde. Un poco después, a las cuatro en punto, bajamos a tomar el té.
Subimos a la cubierta de nuevo al dar los cuatro toques de campana, y descubrí que ya no soplaba la ligera brisa que nos había empujado durante toda la jornada, por lo que apenas nos movíamos. El sol bajaba en el horizonte y el cielo estaba totalmente despejado. De vez en cuando, al mirar el lejano horizonte, me daba la sensación de que volvía a notar ese débil estremecimiento del aire que precedía a la llegada de la niebla, y creo que en un par de ocasiones vislumbré una delgada cortina de vapor que parecía emanar de las aguas. Surgía a cierta distancia por nuestro costado de babor; por lo demás, todo estaba tranquilo y en calma, y aunque miraba la superficie del mar con atención, no pude descubrir ningún rastro de aquella grandiosa y sombría nave que flotaba por debajo de las aguas.
Un poco después de que tañeran seis golpes de campana, se dio la orden para que todo el mundo subiera a cubierta a aferrar velas antes del anochecer. Arriamos los juanetes y sobrejuanetes primero, y luego las tres velas mayores. Nada más terminar, corrió el rumor por todo el barco de que aquella noche no habría vigía a partir de las ocho. Naturalmente, esta resolución dio mucho que hablar entre los hombres, sobretodo cuando nos enteramos de que las puertas del castillo de proa iban a ser clausuradas en cuanto se hiciera de noche y que a nadie se le iba a permitir salir a las cubiertas.
—¿Y quién diablos se va a encargar de la rueda del timón? —le oí preguntar a Plummer.
—Supongo que alguno de nosotros, como es habitual —respondió uno de los hombres—. Un oficial tendrá que permanecer en la toldilla, así que al menos tendremos compañía.
A parte de todos estos comentarios, la opinión general era que, si se confirmaban los rumores, el capitán había adoptado las medidas oportunas. Como dijo uno de los hombres:
—Es bastante difícil que mañana falte alguno de nosotros si nos quedamos en las literas toda la bendita noche.
Y un poco después sonaron los ocho toques de campana.
En el preciso momento en el que dieron las ocho campanadas, yo estaba en el castillo de proa conversando con cuatro marineros de la otra guardia. De repente, oí gritos que provenían de popa y luego, de la cubierta superior, el traquetear sordo de las barras del cabrestante al ser empujadas por alguien. Di media vuelta y me precipité hacia la puerta de babor seguido por los otros cuatro hombres. Salimos a cubierta a toda prisa atravesando el umbral de la puerta. Estaba oscureciendo, pero la poca luz no impidió que fuera testigo de un espectáculo terrible y extraordinario. A lo largo de toda la baranda que corría por el costado de estribor, se amontonaba una masa grisácea y ondulante que saltaba a bordo del barco y se esparcía por la cubierta. Mientras permanecía allí, contemplando aquella escena dantesca, pude empezar a ver con mayor claridad. Y, de repente, toda aquella masa grisácea y ondulante tomó la apariencia de cientos de hombres extraños. En medio de la penumbra parecían cosas fantasmagóricas, inverosímiles, como si estuviésemos siendo invadidos por los moradores de un mundo de pesadilla. ¡Dios mío! Creí que estaba volviéndome loco. Se lanzaron sobre nosotros como una oleada salvaje y asesina de sombrías criaturas. El aire del atardecer se llenó de los chillidos espantosos y aterrorizados de los hombres que iban hacia popa a pasar lista.
—¡A la arboladura! —aulló alguien, pero cuando miré arriba descubrí que estaba plagada de decenas y decenas de aquellas cosas horripilantes.
—¡Jesús...! —gritó uno de los hombres, pero su voz se quebró de repente.
Aparté los ojos de la arboladura y vi que dos de los hombres que habían salido conmigo del castillo de proa rodaban por la cubierta. Eran dos masas informes que se retorcían de un lado a otro sobre la tablazón. Aquellas bestias los cubrían casi por completo. De esos bultos informes surgían gritos y jadeos sofocados. Y ahí estaba yo, paralizado, y j unto a mí los otros dos marineros. Un marinero pasó corriendo delante de nosotros en dirección al castillo de proa; dos de aquellas criaturas grises se aferraban a su espalda, y oí cómo lo mataban. Los dos hombres que estaban conmigo echaron de pronto a correr por la escotilla de proa y subieron al puente del castillo por la escalerilla de estribor. Casi en el mismo instante vi que varias de aquellas sombras grisáceas desaparecían corriendo por la otra escalera. Pronto me llegaron desde el puente del castillo de proa los aullidos de los dos marineros, pero éstos fueron ahogados en seguida por el estrépito de un lucha infernal. Ante esta situación, me puse a buscar como loco un sitio por donde escapar. Miré hacia todos sitios, desesperado, y en un par de brincos me planté encima de la pocilga, y desde allí salté al tejado de la caseta de la cubierta principal. Me tiré al suelo y me quedé completamente quieto, jadeando.
Al poco tiempo, me dio la sensación de que la atmósfera se había ido llenando de tinieblas y levanté la cabeza con suma precaución. Vi que el barco estaba envuelto en espesas cortinas de bruma y luego, a menos de dos metros de donde yo me encontraba, descubrí a alguien tumbado boca abajo. Era Tammy. Ahora que la niebla nos cubría por completo, me sentí más seguro y comencé a arrastrarme hacia él. Lanzó un pequeño chillido de terror cuando le toqué con la mano, pero cuando me reconoció se puso a llorar como un niño.
—¡Chissst! —exclamé—. ¡Cállate, por el amor de Dios!
Pero realmente no tenía nada que temer, pues los gritos de los hombres que estaban siendo masacrados allá abajo, en las cubiertas, ahogaban cualquier otro sonido.
Me arrodillé y miré en torno y hacia la arboladura. Allá arriba, apenas podía distinguir las perchas y las velas, pero al poco pude ver que los juanetes y sobrejuanetes habían sido liberados y colgaban de los brioles. Casi al mismo tiempo cesaron los gritos espantosos de los hombres que habían permanecido en las cubiertas, a los que sucedió un silencio espeluznante durante el cual yo podía oír los continuos sollozos de Tammy. Estiré el brazo y le sacudí con insistencia.
—¡Cállate! ¡Silencio! —le susurré nervioso—. ¡Nos van a oír!
Después de mis palabras, Tammy hizo verdaderos esfuerzos por permanecer en silencio; y entonces, por encima de nuestras cabezas, vi que estaban izando las seis vergas con gran rapidez. Nada más desplegar las velas sobre aquéllas, escuché el chasquido y roce de los rizos sueltos al golpear contra las vergas inferiores, y supe que aquellos seres fantasmagóricos se afanaban allí arriba.
Durante uno o dos minutos hubo silencio, y me arrastré sigilosamente hasta el borde de la caseta para poder ver algo. Sin embargo, y a causa de la niebla, me fue imposible distinguir nada. De repente, a mis espaldas, estalló un único gemido en el que se mezclaban el dolor y el pánico. Era Tammy, El lamento terminó bruscamente con una especie de borboteo. Me levanté envuelto en la bruma y eché a correr hasta el lugar donde había dejado a Tammy. Ya no estaba. Miré a un lado y a otro completamente aturdido. Tenía ganas de gritar con todas mis fuerzas. Por encima de mi cabeza oí el restallar de las velas mayores al caer sobre las vergas. Abajo, en las cubiertas, sentía el ajetreo de una multitud de seres maniobrando en un silencio inhumano y espectral. Luego me llegó desde arriba el quejido y golpeteo de motones y brazas. Estaban poniendo las vergas en cruz.
Permanecí erguido. Observé cómo eran finalmente cuadradas las vergas y cómo se llenaban de viento las velas. Casi de inmediato, el techado de la caseta sobre el que yo estaba comenzó a inclinarse hacia proa. La pendiente se hizo más pronunciada, de forma que ya apenas podía mantenerme en pie y tuve que agarrarme al cableado de una argolla. Me pregunté, totalmente sorprendido, qué estaba pasando. En ese mismo instante, desde la cubierta, un poco a babor de la caseta, brotó un repentino y potente alarido humano, y acto seguido, procedentes de distintas partes de las cubiertas, se elevaron varios gritos más de agonía que salían de las gargantas de unos hombres aterrorizados. Estos aullidos fueron subiendo de tono hasta alcanzar un intensidad tan espeluznante que se me heló la sangre en las venas; luego escuché de nuevo el forcejeo de una lucha desesperada, pero duró poco. A continuación, un soplo de aire frío dispersó algo la bruma y pude ver el ángulo de inclinación de la cubierta. Miré hacia abajo, a la proa del barco. El bauprés se hundía directamente en medio de las aguas y, mientras miraba boquiabierto, también las amuras se sumergieron por completo en el mar. El suelo de la caseta en la que me hallaba estaba tan inclinado como una pared, y yo me balanceaba en el vacío, aferrado a la argolla que ahora sobresalía por encima de mi cabeza. Contemplé las aguas, que ahora engullían el puente del castillo de proa y avanzaban rugiendo por la cubierta principal. Y aún seguía escuchando a mi alrededor el grito de los marineros condenados. Noté que algo chocaba contra la esquina de la caseta, un poco por encima, con un golpe sordo, y vi que Plummer se deslizaba hacia abajo hasta ser engullido por las aguas. Me acordé de que había sido el último en estar al cargo de la rueda del timón. Acto seguido el agua comenzó a lamerme los pies; luego hubo un espeluznante coro de gritos y borboteos, y el rugido del mar. Las tinieblas se cerraban en torno a mí con rapidez. Me solté de la argolla y traté desesperadamente de salir a flote y contener la respiración. Notaba un zumbido infernal en los oídos.
Aumentaba y aumentaba. Abrí la boca. Creí que estaba muñéndome. Y entonces, ¡gracias a Dios!, me volví a encontrar en la superficie, respirando. Todavía estaba cegado por el agua y la dificultad para poder respirar bien. Al poco empecé a sentirme mejor y me quité el agua de los ojos, y de esta forma pude distinguir, a menos de trescientos metros de donde estaba, una gran embarcación que permanecía inmóvil sobre las aguas. Al principio, apenas podía creer lo que veían mis ojos. Luego, cuando me di cuenta de que aún tenía una posibilidad de sobrevivir, me puse a nadar en vuestra dirección.
El resto, ya lo sabéis...
* * * *
—¿Y usted piensa...? —empezó a decir intrigado el capitán, pero se interrumpió en el acto.
—No —respondí—. No es que piense. Lo sé. Ninguno de nosotros puede creerlo. Es un hecho comprobado. La gente cuenta cosas, extraños sucesos que tienen lugar en el mar; pero esto es diferente. Es algo real. Seguro que ustedes también han sido testigos de algún acontecimiento extraordinario; a lo mejor, incluso más raro que el que acabo de narrarles. Es posible. Pero nunca quedará plasmado en el cuaderno de bitácora. Ese tipo de cosas nunca se ponen por escrito. Y tampoco esta; al menos tal y como realmente sucedió.
Movió la cabeza afirmativamente y prosiguió su charla, dirigiéndose al capitán en particular.
—Apuesto —dijo, midiendo sus palabras— que usted anotará en el cuaderno de bitácora algo así como:
«18 de mayo. Latitud... E. Longitud... O. 2 de la tarde. Ligera brisa del sudeste. Avistado a estribor un navío de tres palos. Nos situamos a su lado durante la primera guardia de cuartillo. Se intenta entablar comunicación pero no responde a las señales. Sigue negándose obstinadamente a entrar en contacto durante la segunda guardia de cuartillo. Un poco antes de los ocho toques, se observa que empieza a inclinarse hacia proa, y un minuto después se hunde precipitadamente en el mar, con toda la tripulación a bordo. Echado un bote salvavidas al agua, conseguimos recoger a uno de los marineros de primera que responde al nombre de Jessop. Este hombre es totalmente incapaz de dar una explicación razonable de la catástrofe».
—Y ustedes dos —añadió, señalando con un gesto al primer y segundo oficial—, seguramente plasmarán su firma en el acta, y lo mismo haré yo y, quizá, uno de sus marineros de primera. Luego, cuando volvamos a casa, se imprimirá una escueta reseña en los periódicos, y la gente hablará de los barcos que surcan los mares y que carecen de las mínimas condiciones de seguridad. Quizá algún experto se ponga a decir estupideces acerca de carenados defectuosos, cuadernas en mal estado y cosas parecidas.
Se echó a reír con amargura. En seguida continuó. —Y en realidad, si lo pensamos bien, sólo nosotros sabremos lo que ha sucedido; nadie más sospechará la verdad. Los viejos lobos de mar no son sujetos creíbles. Tan sólo «unos bestias, unos borrachos embrutecidos y unos marinos vulgares...» ¡Pobres diablos! A nadie se le ocurre pensar que lo que van contando por ahí pueden no ser cuentos de viejas. Además, los infelices sólo hablan de estas cosas cuando están medio borrachos. Sólo en ese estado se atreven a hablar de ello (por temor a que la gente se ría de ellos), y además hacen gran hincapié en que todo eso les sucedió a otros...
Se interrumpió y nos miró de uno en uno.
El capitán y los dos oficiales movieron la cabeza, con un gesto de silencioso asentimiento.
Soy tercer oficial del Sangier, el barco que, como ya sabéis, recogió a Jessop. Este nos pidió que redactásemos y firmásemos una breve nota con el resumen de todo lo que habíamos visto desde nuestro barco. El viejo me ha encargado esta tarea, asegurándome que yo iba a hacerlo bastante mejor que él.
Bien, transcurría la primera guardia de cuartillo cuando nos aproximamos a aquel barco —me refiero al Mortzestus, claro—, pero todo sucedió durante la segunda guardia de cuartillo. El primer oficial y yo estábamos en la toldilla observando sus maniobras. Como ya sabéis, les estuvimos haciendo señas, pero ellos no dieron la más mínima muestra de habernos visto, cosa que nos resultó bastante extraña, pues tan sólo nos encontrábamos a trescientos o cuatrocientos metros de su costado de babor y caía una noche espléndida; incluso habíamos pensado echar una carrera con ellos, siempre y cuando fueran gente amistosa. Pero tal y como estaban las cosas, no tuvimos otro remedio que considerarles una manada de cerdos antipáticos, aunque dejamos izadas las banderas de señales.
De cualquier forma, lo cierto es que no quitábamos la vista de aquella nave; y aún ahora recuerdo cuánto me impresionó lo silencioso y extraño que parecía. Ni tan siquiera podíamos escuchar el repiqueteo de su campana. Se lo comenté al primer oficial y él me dijo que ya se había dado cuenta de ese detalle.
Luego, hacia los seis toques de campana, empezaron a acortar las gavias y, como podéis imaginar, todas aquellas maniobras hicieron que prestásemos aún más atención. Y recuerdo que, especialmente entonces, nos sorprendió mucho no poder escuchar ni el más mínimo roce procedente de aquel navío, a pesar de que estaban largando las drizas; en cambio, podía ver perfectamente a su patrón, sin necesidad de prismáticos, dando órdenes a la tripulación. Y seguíamos sin poder oír nada, aunque, teniendo en cuenta la distancia a la que nos encontrábamos, tendríamos que haber sido capaces de escuchar todas y cada una de sus palabras.
Un poco después, nada más dar los ocho toques de campana, sucedió todo lo que Jessop nos ha contado ya. Tanto el capitán como el primer oficial afirmaron haber visto a unos hombres trepar por el costado de aquel barco, aunque todo era muy confuso, pues estaba comenzando a oscurecer. En cambio, el segundo oficial y yo no estábamos tan convencidos; aunque todos coincidíamos en que allí estaba pasando algo muy raro. Por el costado de la nave parecía subir una especie de bruma movediza, y recuerdo que yo me sentía totalmente anonadado; era de esa clase de situaciones de las que uno no puede estar muy seguro, ni tomárselas en serio, hasta que ya no quedan dudas.
Después de que el capitán y el primero afirmaran haber visto subir a unos hombres a bordo, empezamos por fin a oír sonidos procedentes del barco; muy débiles al principio, como los que salen de un fonógrafo cuando se le está acabando la cuerda y va perdiendo velocidad. Pero al rato pudimos oírlos con toda claridad: lamentos, gritos, aullidos. Ni tan siquiera ahora estoy seguro de todo lo que pasó por mi cabeza en aquellos momentos. Estaba muy asustado y confundido.
Lo siguiente que soy capaz de recordar es la niebla, una niebla espesa que envolvía aquella nave; y luego cesaron de pronto todos los ruidos, como si alguien hubiese cerrado una puerta. Pero aún podíamos ver sus mástiles, perchas y velas sobresaliendo por encima de la bruma, y tanto el capitán como el primer oficial seguían diciendo que había hombres a bordo, y yo llegué a pensar que también los veía, pero no así el segundo oficial. De cualquier manera, las velas superiores fueron soltadas en un santiamén, y también izadas las vergas. A causa de la niebla, nos resultaba imposible ver las velas inferiores, pero Jessop dice que también fueron soltadas de la misma manera que las altas. En seguida vimos todas las vergas en cruz, y como se henchían de viento las velas, aunque, por raro que parezca, colgaban totalmente quietas.
Pero nada me sorprendió más que lo que vino a continuación. Los mástiles del barco se inclinaron descaradamente hacia proa, y en poco tiempo pude ver que toda su popa se erguía hasta sobresalir por encima de la bruma que lo rodeaba. De nuevo, y sin previo aviso, volvimos a escuchar sonidos procedentes del navío. Debo decir que lo que oímos no eran gritos, sino espantosos aullidos de terror. La popa continuó elevándose. Era un espectáculo extraordinario; luego comenzó a sumergirse de proa, directamente de cabeza, en mitad de aquella especie de bruma.
Todo lo que nos ha contado Jessop sobre esto es completamente cierto, y cuando vimos que venía nadando hacia nosotros (fui yo quien le avisté), lanzamos un bote al agua, con tal rapidez como no creo que ningún velero lo haya hecho en cualquier otra singladura.
(Firmado)
WILLIAM NAWSTON, capitán.
J. E. G. ADAMS, primer oficial.
ED. BROWN, segundo oficial.
JACK T. EVAN, tercer oficial.
Que narra cómo fue recogido Jessop
Como ya he apuntado en el prólogo, este cuento era realmente el final de la novela que acaba de terminar. Se trata de una historia de cerca de 4.000 palabras que narra los hechos desde el punto de vista de otro barco que se halla en las inmediaciones del Mortzestus, y que crea una especie de anticlímax que refuerza, aún más la trama aparentemente verídica del relato.
Sam Moskowitz editó la novela completa, junto con esta última historia, en su antología Horrors Unseen (1974), y más adelante —únicamente el relato—, en la colección de cuentos de Hodgson titulada The Haunted Pampero & Others (1991). Sin embargo, ya se había publicado antes en Shadow, una revista aficionada británica, acompañando una pequeña biografía sobre W. H. Hodgson escrita por R. Alain Everts, que parece que fue su verdadero descubridor. Ambas ediciones son un poco diferentes y nosotros nos hemos decidido por presentar la que parece más primigenia, es decir aquella que el autor quitó directamente del manuscrito original para convertirla en una historia diferente.
Según Moskowitz, la copia en carbón del manuscrito original de El navío silencioso comienza en la página 142, y prosigue hasta finalizar en la página 155. Es muy lógico pensar que las otras 141 páginas corresponden a la novela Los piratas fantasmas. El tamaño de los capítulos y, desde luego, como podrá comprobar el lector, la trama de la historia que viene a continuación, parece demostrar el hecho de que, en realidad, El navío silencioso es el último capítulo de la novela completa, y que Hodgson decidió utilizarlo para venderlo a parte como una historia independiente, cambiando (o resumiendo) el final de Los piratas fantasmas y poniendo en su lugar el añadido que en la novela lleva el título de Apéndice.
Sea como fuere, su publicación en estas páginas nos brinda la oportunidad de descubrir otro interesante y excelente final a una de las mejores historias sobrenaturales que tienen lugar en el mar, y también, posiblemente, de toda la literatura de terror en general.
José María Nebreda
Sucedió durante la segunda guardia de cuartillo. Navegábamos por el Pacífico sur, justo en medio de los trópicos. A unos trescientos o cuatrocientos metros de nuestro costado de estribor, se deslizaba un navío bastante grande que, aparentemente, llevaba el mismo rumbo que el nuestro. Habíamos ido juntos y con igual velocidad durante el transcurso de la guardia anterior, pero el viento había amainado y ahora apenas nos movíamos, por lo que permanecimos el uno frente al otro sin otra cosa mejor que hacer.
El primer oficial y yo lo mirábamos con curiosidad. No había hecho ni el más mínimo caso a todas las señales que le habíamos dirigido. Nadie se había asomado por encima de la baranda para mirar en nuestra dirección, y eso que, excepto un par de veces en las que una especie de bruma se había interpuesto entre las dos naves, nosotros podíamos ver con absoluta claridad al oficial de su guardia paseando por la popa, y a los tripulantes haraganeando en las cubiertas. Pero lo más extraño era que nos resultaba totalmente imposible captar ningún ruido que procediese de aquel barco, ni los gritos de los oficiales dando alguna orden ocasional, ni tan siquiera el tañido de la campana.
—¡Bestias resentidas! —dijo el primer oficial exasperado—. ¡Seguro que son una manada de holandeses maleducados!
Permaneció erguido durante unos minutos, observándoles en silencio. Estaba muy sorprendido por su persistente indiferencia a nuestras señales; sin embargo, creo que, al igual que yo mismo, sentía aún más curiosidad por saber el motivo de la misma; su propio desconcierto acerca de este punto sólo servía para incrementar aún más su mal humor.
Se volvió hacia mí.
—Páseme el altavoz, señor Jepworth —añadió—. Veremos si ahora pueden seguir haciéndose los despistados.
Fui abajo, descolgué el altavoz de su soporte y se lo entregué.
Lo cogió apresuradamente, se lo llevó a los labios y gritó un sonoro «¡Ah del barco!» que cruzó las aguas en dirección al extraño navío. Aguardamos un rato, pero no vimos nada que nos hiciese pensar que habíamos sido escuchados.
—¡Malditos sean! —le oí mascullar. Luego volvió a levantar la bocina. Esta vez gritó el nombre de la nave, pues era perfectamente visible en el espejo de popa.
—¡Ah del Mortzestus!
Esperamos de nuevo. Pero seguía sin haber ni el más mínimo indicio de que nos hubieran visto o escuchado.
El primer oficial levantó el altavoz y se puso a sacudirlo de un lado a otro en dirección a aquel misterioso navío.
—¡Que se os lleven todos los diablos! —aulló.
Luego se volvió hacia mí.
—Vuelva a ponerlo en su sitio, señor Jepworth —gruñó—. ¡Jamás me he cruzado con semejante canalla! ¡Me están haciendo quedar como un estúpido!
De todo lo cual se desprende hasta qué punto habíamos llegado a estar interesados en aquella extraña embarcación.
Seguimos enfocando nuestros binoculares, de cuando en cuando, por espacio de una hora más; pero fuimos incapaces de asegurar si realmente se habían dado cuenta, o no, de nuestra presencia.
Y entonces, mientras les observábamos, sus cubiertas parecieron llenarse de una actividad febril. Los tres sobrejuanetes fueron arriados casi a la vez, seguidos de inmediato por los juanetes. Luego vimos que los hombres saltaban a las jarcias y subían a la arboladura para aferrar.
El primer oficial habló.
—¡Que me aspen si no se disponen a acortar velas! ¿Qué diablos pasa con esa gente...?
Se paró en seco, como si se le hubiese ocurrido algo de repente.
—Vaya abajo a toda prisa —dijo, sin dejar de observar la embarcación que teníamos enfrente—, y eche un vistazo al barómetro.
Así lo hice sin perder ni un segundo. Al rato volví y le comuniqué que el barómetro permanecía totalmente estable.
No hizo comentario alguno a lo que yo acababa de informarle, pero continuó observado el misterioso navío que flotaba en mitad de las aguas.
De pronto, volvió a hablar.
—Mire, señor Jepworth, me siento realmente anonadado; así es como me siento. Soy incapaz de escuchar ni el ruido de los cabos al chocar entre sí. Jamás, durante todo el tiempo que llevo saliendo a pescar, me he visto en semejante situación.
—A mí me parece que su capitán es un vieja mujerzuela —le dije—. A lo mejor...
El primer oficial me interrumpió.
—¡Señor! —exclamó—. Y ahora están arriando las velas mayores también. El viejo que los comanda debe de ser un imbécil.
Había dicho estas palabras en un tono bastante alto y, en el silencio que se produjo a continuación, me sobresaltó una voz a mis espaldas...
—¿Quién es ese viejo tan estúpido?
Se trataba de nuestro patrón, que había llegado inadvertidamente a través de la cubierta.
Sin esperar una respuesta a su pregunta, nos interrogó acerca del otro barco, y de si aún se negaba a responder a nuestras señales.
—Sí, señor —respondió el primer oficial—. Debemos ser para ellos un bulto informe y lleno de basura que flota en sus inmediaciones, o al menos eso es lo que parece.
—Han arriado las gavias, señor —añadí, ofreciendo al capitán mis binoculares.
—¡Humm! —exclamó, con una nota de sorpresa en su tono. Lo miró con atención durante un buen rato. Luego bajó los binoculares.
—No entiendo nada —le oí murmurar. Luego me pidió que le pasara el catalejo.
Estuvo estudiando el navío un rato más. Sin embargo, no pudo descubrir nada que explicara el misterio.
—¡Es de lo más extraño! —exclamó. Luego dejó el catalejo entre la maraña de cabos del cabillero y se puso a andar de un lado a otro por la toldilla.
El primer oficial y yo continuamos observando el extraño navío, pero sin ningún resultado. A simple vista, se trataba de un velero de tres palos normal y corriente, y si no fuera por el silencio inexplicable y porque habían aferrado todas las velas, no tendría nada especial que lo diferenciara de cualquier otra embarcación con la que uno se cruza indefectiblemente durante el curso de una larga travesía.
Ya he dicho que no había nada extraordinario en su apariencia exterior; sin embargo, creo que, incluso ya entonces, habíamos empezado a sospechar que algo misterioso e intangible flotaba a su alrededor.
El capitán dejó de pasear de un lado a otro y se acercó al primer oficial, mirando con curiosidad aquel silencioso navío que asomaba por nuestro costado de estribor.
—El barómetro está tan firme como una roca —aseguró.
—Sí —respondió el primer oficial—. Hace un rato, cuando empezaron a arriar velas, envié al señor Jepworth para que le echara un vistazo.
—¡No puedo entenderlo! —insistió el capitán, con asombro y una pizca de nerviosismo—. El tiempo es magnífico.
El primer oficial no contestó en seguida; sacó una tira de tabaco de mascar del bolsillo de su pantalón y mordió un trozo. Volvió a meter las sobras en el bolsillo, escupió y le dijo lo que pensaba sobre que eran una manada de malditos puercos holandeses.
El capitán se puso a andar de nuevo, mientras yo seguía observando el barco.
Un poco después, uno de los aprendices vino a popa y dio ocho toques en la campana. Acto seguido, llegó el segundo oficial para relevar al primero.
—¿Ha conseguido hablar por fin con nuestra damisela?4 —preguntó, señalando el antipático cascarón que asomaba por el costado.
El primer oficial dio un gruñido. Sin embargo, no pude escuchar su contestación, pues justo en ese momento, y por increíble que parezca, descubrí unas Cosas que salían del agua por todo alrededor del silencioso navío. Cosas que parecía hombres, que eran figuras humanas, aunque se podía ver el casco de la nave a través de ellas, y tenían una apariencia irreal, extraña y nebulosa. Al principio pensé que estaba perdiendo la chaveta, hasta que me di la vuelta y vi que el primer oficial también miraba por encima de mi hombro, con el cuello estirado hacia delante y los ojos mirando con gran intensidad. En seguida volví la vista, y observé que aquellas cosas comenzaban a trepar por el casco... a cientos. Estábamos tan cerca que podía ver al oficial de su guardia encendiendo una pipa. Se encontraba a babor, inclinado sobre la baranda, y miraba el horizonte. Luego vi que el sujeto que estaba a la rueda del timón se ponía a sacudir los brazos y que el oficial echaba a correr en su dirección. El timonel señaló algo, y el oficial se dio la vuelta para mirar. Con toda aquella oscuridad, y a la distancia que nos encontrábamos, no podía distinguir sus facciones, pero me di cuenta, por su reacción, que había descubierto lo que estaba pasando. Permaneció como petrificado durante un rato, pero en seguida corrió hasta el salto de la toldilla y se puso a gesticular como un poseso. Debía de estar gritando. Vi que el vigía echaba mano de una cabilla y subía al castillo de popa. Varios hombres salieron corriendo por la puerta de babor. Y entonces, de repente, pudimos por fin escuchar los ruidos procedentes de aquel navío antes silencioso. Al principio, muy apagados, como si nos llegasen desde una gran distancia. Pero pronto empezaron a hacerse más fuertes. Y de esta manera, en cuestión de segundos, como si una barrera invisible se hubiese evaporado, escuchamos un coro multitudinario de gritos que salían de unos hombres aterrorizados. Rodaron sobre las aguas hasta nosotros como el aullido del Miedo.
Detrás de mí, el primer oficial balbuceaba roncamente, pero no le hice caso. Me embargaba una sensación de irrealidad.
Transcurrió un minuto que me pareció un siglo. Y entonces, mientras continuaba mirando totalmente anonadado, una bruma espesa emergió del mar y se cerró en torno al casco de aquel extraño navío; sin embargo, aún podíamos ver las perchas, y también escuchar una babel de gritos espantosos atravesando la densa cortina de niebla.
Casi inconscientemente, mis ojos se elevaron hacia las perchas y jarcias que se erguían sobre el cielo por encima del extraño manto de bruma. De repente, mi mirada quedó presa en algo. A través del calmo aire nocturno distinguí un movimiento en las velas aferradas: los tomadores estaban siendo soltados y, recortándose contra los tenebrosos cielos, me pareció ver unas figuras fantasmagóricas que trabajaban en perfecta armonía.
Cayeron los pantoques de los tres juanetes con un sonido susurrante al principio, con un súbito estrépito después, quedando totalmente al aire. Casi de inmediato les siguieron los tres sobrejuanetes. Durante todo este tiempo no cesaron aquellos gritos confusos y espantosos. Sin embargo, ahora se produjo un repentino lapsus de silencio; y luego, todas a un mismo tiempo, comenzaron a elevarse las seis vergas bajo una quietud perfecta, apenas rota por el roce de las cuerdas en los motones y el chirriar de algún racamento sobre los mástiles.
En cuanto a nosotros, éramos incapaces de decir nada ni emitir ningún sonido. No había nada que decir. Yo, por ejemplo, me sentía totalmente incapaz de pronunciar una sola palabra. Las velas continuaron subiendo con ese movimiento rítmico y constante —tirar y empujar, tirar y empujar— tan característico de los marineros. Los minutos transcurrían con rapidez. Por fin las balumas estuvieron tensas y dejaron de halar. Las velas estaban a punto.
Seguíamos sin oír ahora ningún sonido humano procedente de aquel navío fantasmagórico. La bruma de la que ya he hablado antes continuaba ascendiendo por el casco, como una pequeña nube que lo ocultaba por completo hasta el extremo inferior de los palos, aunque las vergas bajas y las velas desplegadas sobre ellas eran perfectamente visibles.
Y ahora me daba la sensación de que unas figuras espectrales se afanaban desatando los rizos de las tres velas mayores. Se desplegaron sobre las vergas con un chasquido. Apenas un minuto después, la vela mayor de deslizó de la verga y cayó flojamente; seguida de inmediato por la de trinquete y mesana.
Desde un lugar perdido en medio de la bruma nos llegó un grito solitario y estrangulado. Cesó bruscamente, aunque a mí me dio la impresión de que su eco rebotaba misteriosamente en el mar.
Acto seguido me di la vuelta y miré al viejo, que estaba de pie un poco a mi izquierda. Su rostro no mostraba ningún tipo de expresión. Tenía la mirada fija en aquella misteriosa cortina de niebla, una mirada fría y petrificada. Sólo le eché una mirada casual, y en seguida volví mi atención al otro barco.
Desde allí me llegó ahora el crujir y chirriar de las vergas y engranajes al ser puestas aquellas en cruz. Todo se hizo con extraordinaria rapidez, aunque apenas soplaba una ligera brisa del sudeste y nosotros nos habíamos visto obligados a poner nuestras velas al viento, amurando por babor para coger la mayor parte de él. La maniobra que estaban llevando a cabo debería de haber situado a aquel barco en facha y hacer que avanzasen hacia atrás. Sin embargo, mientras miraba totalmente perplejo, las velas se abombaron de golpe, como si soplase sobre ellas un fuerte viento de popa, y descubrí entre la bruma que el barco comenzaba a elevarse por la parte de atrás. La popa continuó subiendo y haciéndose más visible. Por fin la pude ver con claridad; su espejo de popa estaba pintado de blanco. En ese mismo momento, los mástiles se inclinaron hacia delante en un ángulo agudo que se iba incrementando. Pronto pude ver el techo de la caseta del capitán.
Luego, profundo y horrible, hubo un espantoso y prolongado grito humano de agonía, como salido de las gargantas de unas almas perdidas en los Infiernos. Yo me quedé petrificado y el segundo lanzó un juramento que dejó a medio terminar. En cierta manera, yo me sentía a partes iguales totalmente atónito y horriblemente asustado. Creo que no esperaba oír de nuevo ninguna voz humana procedente de aquella bruma.
La popa siguió alzándose por encima del manto neblinoso y, durante un breve instante, pude ver el timón aleteando contra el cielo crepuscular. La rueda giraba locamente, y una pequeña figura negra cayó irremediablemente hacia abajo, desapareciendo en medio de la bruma y el estrépito.
El mar empezó a burbujear, y de aquel chillido humano y espantoso también brotó una nota borboteante. El palo de trinquete desapareció dentro de las aguas, y el mayor se hundió en la niebla. En el palo de mesana, las velas se agitaron un poco, pero en seguida volvieron a hincharse. Y así, con todas las velas al viento, aquella extraña embarcación se hundió en la oscuridad. Durante un espantoso instante, nos llegó una ráfaga sibilante y gélida, y después, tan sólo el burbujeo de las aguas al cerrarse sobre la nave.
Me quedé hipnotizado mirando aquella escena. Totalmente atónito, comencé a oír voces detrás de mí, voces que provenían de la cubierta principal, y el eco de las plegarias y los juramentos llenaron el aire.
Más allá, en el mar, aún se demoraba la niebla sobre el lugar por donde había desaparecido el misterioso navío. Sin embargo, poco a poco, comenzó a aclararse y pudimos avistar restos de muebles y pertrechos que habían pertenecido al barco, y que se desperdigaban alrededor del menguante remolino. Incluso, mientras observaba, surgía de cuando en cuando algún fragmento del naufragio, que era escupido por las aguas con un sonido burbujeante.
Mi mente era un caos de ideas. De repente, pude oír la voz del primer oficial abriéndose paso en mi asombrado cerebro, y me esforcé por prestar atención a lo que decía. Los sonidos procedentes de la cubierta principal habían adoptado el tono de una charla suave y apagada.
El primero señalaba muy excitado algo que flotaba en medio de los restos del naufragio, un poco hacia el sur. Sólo fui capaz de escuchar la última parte de lo que decía.
—¡... por allí!
En un acto reflejo, mis ojos siguieron la dirección que indicaba con el dedo. Al principio fueron incapaces de distinguir nada en concreto. Luego, de repente, enfocaron un pequeño bulto negro que sobresalía un poco por encima del agua y que cada vez iba haciéndose más nítido... Se trataba de la cabeza de un hombre que nadaba desesperadamente en nuestra dirección.
Ante aquella imagen, el horror que me había embargado durante los últimos minutos se esfumó por completo y, con el único pensamiento del rescate en mi cerebro, corrí hacia el bote que colgaba por el costado de estribor, sacando mi navaja mientras lo hacía.
Escuché el vozarrón del capitán por encima de mi hombro.
—¡Preparen el bote de estribor! ¡Que varios salten a bordo! ¡Rápido!
Antes de que los demás hombres llegasen a la carrera, yo ya había quitado la lona del bote y me afanaba tirando por la borda la multitud de objetos que se suelen almacenar en estos sitios en cualquier barco de vela. Trabajé sin descanso, ayudado por media docena de hombres que se esforzaban de igual manera, y pronto estuvo limpio y listo para tirar de las poleas y ser arriado. Lo sacamos por la borda y me subí dentro sin esperar ninguna orden. Me siguieron cuatro hombres, mientras que los otros dos se quedaron a bordo para soltar las poleas.
Un rato después remábamos vigorosamente en pos del solitario náufrago. En cuanto llegamos a su lado, le subimos a bordo; justo a tiempo, pues estaba visiblemente agotado. Le sentamos en una bancada, mientras uno de los hombres le sujetaba. Tosía sin parar, intentando recuperar el aliento. Pasado un rato, vomitó una gran cantidad de agua salada.
Luego habló por primera vez.
—¡Dios mío! —jadeó—. ¡Oh, Dios mío!
Pero tan sólo parecía capaz de repetir aquellas palabras.
Mientras tanto, les dije a los demás que se pusieran de nuevo en marcha en dirección a los restos del naufragio. Cuando estábamos muy cerca, el hombre que acabábamos de rescatar se encogió de repente, sacudiéndose y agarrando al marinero que lo sujetaba; sus ojos barrían el océano con una mirada de espanto. Pronto se posaron sobre los restos flotantes de perchas, jaulas de animales y maderos. Se inclinó un poco y miró con atención, como intentando comprender el significado de todo aquello. Una expresión vacua se adueñó de sus facciones, y se dejó caer sobre la bancada, murmurando cosas incomprensibles.
Tan pronto como estuve plenamente convencido de que no había nada vivo entre la masa flotante de restos, puse proa en dirección a nuestro barco, y remamos con toda la fuerza de la que fuimos capaces. Estaba impaciente por atender a aquel pobre sujeto tan pronto como fuera posible.
Le subimos sin dilación a bordo y le pusimos al cuidado del camarotero, que le acostó en una de las literas de la cabina que daba a la cámara de oficiales.
Os cuento el resto de la historia tal y como el camarotero me la hizo saber a mí:
«Sucedió así, señor. Le quité la ropa y le envolví con las mantas que el doctor había hecho calentar en el fogón de la cocina. El pobre diablo no paraba de temblar al principio, e intenté hacerle tragar un poco de licor, pero resultaba imposible. Sus dientes permanecían fuertemente cerrados, así que lo dejé y decidí esperar hasta que se encontrase mejor. Al poco, dejó de temblar y se quedó totalmente quieto. Como le veía en tan mal estado, decidí quedarme con él durante toda la noche. Era posible que necesitara algún cuidado más adelante.
»Bien. Durante el transcurso de la primera guardia, permaneció acostado sin decir una sola palabra ni temblar; tan sólo murmuraba en voz baja, como hablando para sí mismo. Luego, creo yo, se sumió en una especie de duermevela; así que me senté y me puse a mirarle sin decir nada. De repente, cerca de los tres toques de campana, hacia la mitad de la guardia, empezó de nuevo a temblar y sacudirse. Le eché más mantas encima e intenté otra vez hacerle tragar algo de licor; pero era imposible despegar sus dientes; y de pronto, todo su cuerpo se relajó, abrió la boca y dejó escapar un débil suspiro.
»Corrí en busca del capitán, pero cuando regresamos el pobre diablo ya había muerto».
Celebramos la ceremonia fúnebre por la mañana, envolviéndole en unas viejas velas y lastrando su cuerpo con varios trozos de carbón atados a sus pies.
Aún hoy reflexiono muchas veces sobre todo aquello, y me pregunto en vano qué podía habernos contado aquel pobre diablo, y si su historia nos hubiese ayudado a comprender el misterio de aquel silencioso navío sumergido en el corazón del inmenso Océano Pacífico.
Acollador. Cabo de distintos grosores que se pasa por los ojos de las vigotas y sirve para tensar el cabo más grueso al que están enrolladas las vigotas.
Aferrar. (1) Recoger las velas, después de haberlas cargado bajo las vergas, y fijarlas a estas últimas mediante los tomadores. (2) Cuando las uñas del ancla hacen presa en el tenedero.
Aleta. Maderos curvos que forman la cuaderna última de popa y están unidos a las extremidades de los talones curvos de la popa del barco.
Amantillo. Jarcia de labor cuyo cometido consiste en sostener una percha por el extremo. El amantillo toma su nombre de la percha a la que se aplica. Los amantillos de la vergas están fijados en el extremo superior y descienden en triángulo hacia los extremos de las vergas, manteniéndolas horizontales.
Amura. (1) Cada una de las partes curvadas del casco que forman la proa. (2) Parte exterior del casco entre la proa y 1/8 de la eslora. (3) Cada uno de los dos cabos de las velas bajas de trinquete, mayor y mesana.
Amurada. Cada uno de los costados del buque por la parte inferior.
Andarivel. Cabo grueso que se utiliza como pasamanos. Cabo para izar pesos a bordo.
Aparejo. Conjunto de palos, vergas, jarcias y velas de un buque, y que se llama de cruz, de cuchillo, de abanico, etc., según la clase de vela.
Arboladura. Conjunto de palos y vergas de un buque.
Arriar. Hacer descender cualquier objeto por medio de un cabo que lo enrolla o al que está embragado: arriar velas, arriar botes, etc.
Babor. Lado o costado izquierdo de la embarcación mirando de popa a proa.
Baluma. El lado más largo de una vela, situado hacia la popa, que también se llama caída de popa.
Barlovento. Parte de donde viene el viento, con respecto a un punto o lugar determinado.
Batayola. Barandilla, fija o elevada, hecha de madera, que se colocaba sobre las bordas del buque para sostener los empañetados.
Bauprés. Palo cilíndrico que sobresale de la proa de un barco o embarcación de vela, incluso de las provistas de motor auxiliar.
Bita. Conjunto de dos piezas cilíndricas de hierro o acero, fuertemente empernada a cubierta para dar vueltas en ellas a las estachas o cabos de amarre.
Bitácora. Especie de armario, fijo a la cubierta y al lado de la rueda del timón, en el que se pone la aguja de marear.
Bola de tope. Véase Perilla.
Bolina. (1) Cabo con que se hala hacia proa la relinga de barlovento de una vela para que reciba mejor el viento. (2) Sonda, cuerda con un peso al extremo. (3) Cada uno de los cordeles que forman las arañas que sirven para colgar los coyes (4) Ir, navegar de bolina. Navegar de modo que la dirección de la quilla forme con la del viento el ángulo menor posible.
Botavara. Palo horizontal que, apoyado en el coronamiento de popa y asegurado en el mástil más próximo a ella, sirve para cazar la vela cangreja.
Bracear. Maniobrar para orientar las vergas de manera que sus velas puedan tomar la posición más conveniente en relación con la dirección del viento.
Braza. Cada una de las jarcias y cabos de labor que permiten bracear una verga.
Briol. Tipo de motón cuya caja parece un violín. De ahí también su nombre de motón de violín o violín.
Burda. Jarcia firme cuyo extremo superior se fija a un palo, mientras que el inferior se tesa en cubierta a las mesas de guarnición, bordas o regalas hacia popa del palo y lateralmente al mismo.
Cabilla. (1) Pequeña barra de madera, de unos 30 cm. de largo, cuya parte superior se parece al mango de la porra de un guardia. (2) Cabilla de la caña o rueda del timón. Empuñadura correspondiente a cada radio de la rueda del timón.
Cabillero. Tabla recia o plancha metálica rectangular o, incluso, circular (alrededor de un palo), con agujeros por los que pasan las cabillas.
Cabo. Definición genérica de todas las cuerdas de la Marina, independientemente del material de que están hechas.
Cabrestante. Máquina accionada a vapor, motor de explosión o incluso a mano que permite realizar considerables esfuerzos desarrollando poca potencia.
Cabullerías. Cordeles y filásticas empleados a bordo para ligadas y costuras.
Cargar. Aferrar la vela cuadra llevándola hacia el centro de la verga para formar el bolso que se cierra con el briolín (briol pequeño).
Castillo de popa. Véase Toldilla.
Castillo de proa. Estructura situada por encima de la cubierta principal, que va aproximadamente desde el palo de proa o trinquete hasta la roda. Servía de alojamiento a la tripulación ordinaria.
Cofa. Plataforma semicircular con barandillado o construcción parecida, situada en la parte alta de los palos machos.
Cornamusa. Pieza de madera rígida o más comúnmente de metal anticorrosivo, de distintas dimensiones, con uno o dos brazos, fijada en la cubierta de un barco o una embarcación, en la cual se dan vueltas las jarcias de labor.
Coronamiento. Elemento de unión entre las falcas y el espejo de popa. Por extensión, dícese también del extremo más a popa.
Cruceta. Maderos (brazos) laterales fijados a varias alturas del palo para distanciar del mismo los obenques.
Cruz. En cruz. Posición de las vergas de un barco de vela cuando están orientadas perpendicularmente a la quilla de dicho barco.
Cuartos. Véase Guardias.
Chafaldetes. Cada uno de los dos cabos de labor que accionan en el puño de escota de la vela cuadra para cargarla (recogerla) hacia la cruz de la verga.
Drizar. Arriar o izar las vergas.
Driza. Cuerda o cabo con que se arrían o izan las vergas, y también el que sirve para izar los picos cangrejos, las velas de cuchillo y las banderas o gallardetes.
Enjaretado. Rejilla de madera o de hierro, empleada en lugar de una superficie continua para cubrir la abertura de una escotilla y permitir su ventilación.
Escota. Jarcia de labor, de cáñamo, algodón o dacrón que va firme en el puño de escota y sirve para cazar la vela según la dirección e intensidad del viento.
Escotilla. Cada una de las aberturas que hay en las diversas cubiertas para el servicio del buque.
Estribor. Banda o costado derecho del navío de popa a proa.
Estrobo. Anillo hecho de filásticas de cáñamo o de nailon ligadas juntas, o bien de cabo vegetal o de acero.
Facha. Coger en facha. Dícese del viento cuando, debido a un repentino salto o a una falsa maniobra del timonel, alcanza las velas por su cara de proa o revés, haciendo que la velocidad del buque se reduzca.
Falca. Tabla corrida de proa a popa que, colocada verticalmente sobre la borda de las embarcaciones, impide la entrada de agua.
Filástica. En la fabricación de cabos en general es el elemento principal, formado por la reunión y torsión, de izquierda a derecha, de varios filamentos de fibra.
Flechadura. Conjunto de flechastes de una tabla de jarcia.
Flechaste. Cada uno de los trozos de madera o hierro forrados con un cabo que, en general en los grandes barcos de vela, sirven para que la marinería pueda subir a las vergas a realizar las maniobras de las velas.
Fragata. Velero de tres palos de velas cuadras, con bauprés con tres o más foques.
Gavia. En los veleros grandes o embarcaciones de velas cuadras, la segunda vela, contando a partir de la parte baja del palo mayor.
Guardia. Las guardias son servicios de vigilancia que se llevan a cabo en un buque durante la navegación. Los turnos son de cuatro horas. Los de noche se llaman de prima (de 8 a 12), de media (de 12 a 4) y de alba (de 4 a 8). El último de la tarde (de 4 a 8) se divide en dos mitades llamadas medias guardias o cuartillos.
Guardia de cuartillo. Véase Guardia.
Izar. Verbo que significa hacer subir, cobrando o virando un cabo.
Jarcia. Cabo vegetal, metálico o de fibras sintéticas (también cadena), provisto de los accesorios necesarios, que se emplea a bordo de buques y embarcaciones para sostener, fijar y efectuar maniobras.
Juanete. La segunda de las vergas (contando desde lo alto del palo) que se cruzan sobre las gavias, y las velas que en aquellas se envergan.
Lascar. En sentido genérico equivale a dejar correr o salir, o sea filar una escota, un cabo tenso, sea por imposición de las maniobras (lascar las escotas), sea para disminuir la tensión a que está sometido el cabo.
Ligada. Unión de dos cabos distintos para impedir que se deslicen uno sobre otro.
Ligazones. Las piezas más o menos curvadas que constituyen la cuaderna de un buque de madera.
Lingüetes. Diente o barra corta de metal y, a veces, de madera dura, aplicado a mecanismos giratorios para impedir la inversión del sentido de la rotación.
Maceta de aforrar. Pequeño utensilio de madera que se emplea para aforrar cabos, o sea, para envolverlos con piola, meollar, etc., y de este modo protegerlos del desgaste y los roces.
Mamparo. Tabique de madera o metálico que sirve de división entre los diversos locales y compartimentos de un buque o embarcación de madera o hierro.
Marchapié. Cabo de cáñamo o de metal, pendiente por debajo de una verga, fijado al penol (extremo) y a la parte central (racamento) de la misma, que permite a los gavieros deslizar los pies en él mientras apoyan el tórax en la verga.
Mastelero. Cada uno de los palos menores que van sobre los palos principales y sirven para sostener las vergas y velas de gavias, juanetes y sobrejuanetes, de las que toman el nombre.
Mástil. (1) Palo de una embarcación. (2) Palo menor de una vela. (3) Cualquiera de los palos derechos que sirven para sostener una cosa.
Meollar. Pequeño chicote que se pasa entre los cordones de un cabo cuando se quiere alisar su superficie para poderlo forrar.
Mesana. Puede ser palo, verga o vela. Siempre es el palo más situado a popa; la vela y la verga adoptan su nombre de él.
Motón. Caja de bronce, latón, madera o materiales sintéticos por donde pasan los cabos. El motón de rabiza sirve para dar determinada dirección a un cabo del que hay que halar.
Nervio. Termino que indica los cabos de acero que constituyen las jarcias firmes.
Obenques. Cabo de acero que forma parte de las jarcias firmes de un palo y que ayuda a sostenerlo.
Ostaga. Cabo que hace las veces de amante del aparejo en las drizas de ciertas velas, como las de gavia.
Palo. Mástil de abeto, pino o pino tea, o incluso de metal. Puede ser de estructura sencilla o compuesta, macizo o hueco, en forma cilíndrica o de tronco de cono muy alargado y de sección circular o elíptica. Se coloca en posición vertical o ligeramente inclinada (por lo general hacia popa, a excepción del palo de bauprés), con el eje en el plano de simetría del barco y sostenido por el conjunto de jarcias firmes.
Pallete. Estera hecha con filásticas trenzadas entre sí, o también con tela recia atada con meollares.
Pantoque. Curvatura del casco entre los costados y el fondo más o menos plano, a ambas bandas y desde las amuras hasta las aletas. También se llama pantocada.
Pañol. Cada uno de los compartimentos que se hacen en un buque para guardar provisiones y pertrechos.
Penol. Extremidad exterior, más delgada de una verga y de un batalón.
Percha. Tronco enterizo de árbol, que se utiliza para la construcción de piezas de arboladura, vergas, etc.
Perigallo. Aparejo de varias formas que sirve para sostener una cosa.
Perilla de tope. Ensanchamiento con que terminan algunos palos de madera en sus extremos de madera. También llamada gola de tope.
Perno. Pieza de hierro u otro metal, larga, cilíndrica, con cabeza redonda por un extremo y asegurada con una chaveta, una tuerca o un remache por el otro, que se usa para afirmar piezas de gran volumen.
Pico. Verga de cangreja áurica dispuesta de manera que formé con el palo un ángulo hacia lo alto no inferior a los 40°.
Popa. Extremidad posterior del casco de un buque o embarcación.
Portalón. Abertura a manera de puerta, hecha en el costado del buque y que sirve para la entrada y salida de personas o cosas.
Pretil. Murete o vallado de madera u otra materia que se coloca en determinados sitios para preservar de caídas.
Proa. La parte delantera de un buque o embarcación.
Puño. Nombre de cada una de las extremidades de las velas que se fijan a los palos, vergas, picos, etc.
Quilla. Elemento principal de la construcción de un casco, que puede estar formado por una o varias vigas unidas entre sí. Corre de proa a popa por debajo del casco.
Rabiza. (1) Cabo delgado, unido por un extremo a un objeto para sujetarlo donde convenga o manejarlo en cualquier forma. (2) Tejido situado en el extremo de un cabo para que no se descolche.
Racamento. Collar que sujeta una verga al palo correspondiente.
Relinga. Cabo metálico, vegetal o de materiales sintéticos cosidos a los bordes de una vela para aumentar su resistencia y facilitar su envergamiento.
Riel de la corredera. Instrumento para medir la velocidad efectiva del buque en la superficie del agua. Generalmente, la corredera se coloca en el extremo de popa.
Rizos. Cada uno de los pedazos de cabo blanco, que pasando por los ollaos abiertos en línea horizontal en las velas de los buques, sirven como de envergues para la parte de aquellas que se deja orientada, y de tomadores para la que se recoge o aferra, siempre que por cualquier motivo conviene disminuir su superficie.
Roda. Pieza de refuerzo situada sobre la prolongación del plano longitudinal de los barcos, que remata el ángulo de proa formado por las amuras.
Sobrejuanete. Cada una de las vergas que se cruzan sobre los juanetes, y las velas que se envergan en las mismas.
Sotavento. (1) Costado de la nave opuesto al de barlovento. (2) Parte que cae hacia aquel lado.
Toldilla. Lona que cubre y protege del sol la redonda de popa. Por extensión, es frecuente llamar también así a la cubierta de popa.
Trinquete. En los buques de vela, el primer palo a partir de la proa. Las vergas, velas, jarcias, etc., que se fijan en él toman el nombre del mismo.
Vela. Superficie de lona o tejido sintético, modelada en forma aerodinámica, capaz de aprovechar la fuerza del viento para la propulsión de buques o embarcaciones de vela. Hay muchos tipos de velas: cuadras, latinas, áuricas, etc. Y todas tienen un nombre según su forma o situación.
Verga. Percha de madera o metal, maciza o hueca, de sección circular o elíptica, que va afilándose hacia los extremos. En ellas se envergan las velas y reciben el nombre de aquellas. Verga seca: la verga más baja del palo de mesana cuando carece de velas (de ahí su nombre) y sólo sirve para amurar la sobremesana.
Vigota. Especie de motón de madera de forma redonda y achatada, que tiene alrededor un surco en el que se aplican el estrobo que sirven para fijarla.