El infatigable John Carnell ha compilado una nueva y selecta antología de relatos de anticipación en la que se ha superado, si cabe, sobre las precedentes que ha publicado Edhasa. Los autores reunidos en este substancioso volúmen están encabezados por el veterano Isaac Asimov, acompañado de otras estrellas de primera magnitud, como son William Tenn, Colin Kapp y Keith Roberts. Esta compilación presenta un nuevo atractivo, comparada con las anteriores, los relatos que la forman significan un nuevo enfoque de los temas tradicionales de la fantasía científica, y casi todas ellas han sido escritas expresamente para este libro.

Por consiguiente, esta antología significa un paso más en la difusión de la auténtica literatura de nuestra época científica y tecnológica.

<p>VARIOS AUTORES </p></h3> <p></p> <p></p> <h2>Supervivencia y otros relatos</h2> <p></p> <p></p> <p></p> <p></p> <h2>Traducción de Francisco Cazorla Olmo</h2> <p></p> <p></p> <p></p> <h2>Edhasa</h2> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:10%; page-break-before:always"><p>Sinopsis</p></h3> <p></p> <i><p>El infatigable John Carnell ha compilado una nueva y selecta antología de relatos de anticipación en la que se ha superado, si cabe, sobre las precedentes que ha publicado Edhasa. Los autores reunidos en este substancioso volúmen están encabezados por el veterano Isaac Asimov, acompañado de otras estrellas de primera magnitud, como son William Tenn, Colin Kapp y Keith Roberts. Esta compilación presenta un nuevo atractivo, comparada con las anteriores, los relatos que la forman significan un nuevo enfoque de los temas tradicionales de la fantasía científica, y casi todas ellas han sido escritas expresamente para este libro.</p> <p>Por consiguiente, esta antología significa un paso más en la difusión de la auténtica literatura de nuestra época científica y tecnológica.</p> </i> <p></p> <p></p> <p></p> <p>Título Original: <i>New Writings in S.F.4</i></p> <p>Traductor: Cazorla Olmo, Francisco</p> <p>©1965, Varios Autores</p> <p>©1967, Edhasa</p> <p>Colección: Anticipación</p> <p>ISBN: 5862618790477</p> <p>Generado con: QualityEbook v0.62</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>SUPERVIVENCIA Y OTROS RELATOS - John Carnell</p></h3> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>INTRODUCCIÓN</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">C</style>ADA volumen de New Writings in SF (Nuevos escritos de Ciencia Ficción), ha ido desarrollando una nueva y propia personalidad, más por accidente que por un designio preconcebido, ya que, a diferencia del tipo medio de antologías en que el editor selecciona sus publicaciones entre una amplia gama de lo ya publicado, estas series son una compilación de material escrito <i>ahora</i>. De los relatos elegidos, encargados o seleccionados de fuentes generalmente no al alcance del lector corriente, amante de la ciencia ficción, la pauta de cada libro está ya conformada. En consecuencia, no puede haber ningún plan preconcebido en mi mente, con la cual formar un volumen al que yo me adhiera particularmente, comió por ejemplo los relatos del espacio, o las aventuras interplanetarias o de otro tipo que siga un patrón particular. De hecho, cuando más variado sea el contenido, más grande será el placer de los lectores en un amplio círculo amante del género.</p> <p>Este volumen, en particular, conduce un poco más hacia lo humorístico, aunque en sí contengan los relatos su especial contenido emocional y dramático. En el lado serio, tenemos el relato de Isaac Asimov, «La Nova» (Star Light), y supone realmente un placer presentar esta pequeña joya del gran maestro. Aunque su alcance no llegue, naturalmente a la grandeza de su famosa trilogía de las «Fundaciones», está denso de contenido en su breve extensión.</p> <p>Con mucha mayor extensión, David Stringer nos escribe un relato dramático de un hombre transformado en criatura extraña y en nuestro propio medio humano; un ser extraño totalmente fuera de lo familiar para nuestros conceptos normales, y con todo, una parte básica de una moderna comodidad de la que hoy depende casi nuestra propia existencia, ¡la electricidad! Y para aquellos lectores que constantemente están exigiendo más precisión y autenticidad en la ciencia ficción, Colin Kapp está representado en esta antología por «Hambre en las aguas dulces», una ficción <i>científica</i> que atestigua básicamente su posibilidad por técnicas ya existentes, con la única excepción de que en este relato existe una pieza de investigación original que él ha expuesto; pero que no ha patentado.</p> <p>En contraste con estos relatos, ligeramente expuestos anteriormente, de ciencia ficción, tenemos también una brillante sátira de William Tenn, «El Hombre que vendió la Tierra» (Bernie the Faust), que fue seguramente el mejor relato de 1963, el año en que fue publicada originalmente. Demasiados pocos relatos de este calibre suelen llegar a nuestras manos; pero cuando llegan, el género se hace mucho más rico. Otros dos relatos completan y compiten en la antología con su nota de humor: el agradable de Dan Morgan ensayando con la curvatura del tiempo para el aparcamiento de vehículos, que da como resultado el relato «Problema de Aparcamiento» (Parking Problem), como una solución para las congestionadas calles del futuro; pero que crea un problema aún mayor para sus habitantes, mientras que Keith Roberts en «Subliminal» (Sub-Lim), tiene una serie de divertidas aventuras en la industria del cine, cuando se pone en práctica un nuevo sistema para <i>hacer</i> personas como se hacen las películas, tras haber sido descubierto. El hecho implica y lleva en sí el peso del castigo.</p> <p>No hay que pasar por alto en esta lista de contenidos el excelente trabajo de Dennis Etchison, «Supervivencia» (The Country of the Strong), una exposición bastante amarga de los resultados de la locura del hombre.</p> <p>Todos estos relatos, sin embargo, han sido seleccionados con vistas al <i>entretenimiento</i>; el hecho de que la ciencia ficción tenga en sí algo que haga pensar, es como un cupón extra por el que nada se cobra.</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;">Febrero de 1965.</p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;">John Carnell</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>ESTACIÓN OCHO - David Stringer</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">P</style>ARA Rick Cameron, las dificultades comenzaron una hermosa mañana en la oficina de Stan Mainwaring.</p> <p>Stan era el controlador de trabajos de la Central de Energía de Saskeega, y Rick el jefe del equipo de mantenimiento de las líneas de conducción de la Compañía. Ambos eran grandes amigos, fueron juntos al colegio y ahora trabajaban casi quince años también juntos en Saskeega. Rick estaba sentado en el despacho de su jefe, hojeando una revista de la Compañía, cuando sonó el teléfono. Stan levantó el receptor.</p> <p>—¿Sí? ¿Qué? Bien, creo que es mejor que vayas a ver lo que es...</p> <p>El teléfono continuó su mensaje durante un buen rato. La cara de Stan cambió, sus dedos apretaban rítmicamente el receptor como un reflejo inconsciente. Finalmente repuso:</p> <p>—Bien, lo haré. Sí, ahora mismo.</p> <p>Colgó el receptor y se quedó mirándolo fijamente por unos instantes con las manos extendidas por la mesa del despacho. Rick miraba distraídamente al techo.</p> <p>Ambos habían estado utilizando un canal de toma en el laboratorio para comprobar las características de la corrosión sobre algunos nuevos revestimientos metálicos y normalmente debían salir aquella mañana y echar un vistazo a lo que había estado ocurriendo durante la noche. Rick había ido al Bloque Principal para recoger a Stan y hacer la visita juntos en coche. Ahora, tenía el fuerte presentimiento de que no harían el viaje.</p> <p>—¿Qué ocurre, Stan? —preguntó a su amigo y jefe—. ¿Dificultades?</p> <p>El otro le miró sombríamente.</p> <p>—Ha habido un suicidio esta noche. Un viejo se ha matado en la barra colectora. Le han encontrado, y Billy dice que lo que ha quedado de él es poco agradable de ver. El «sheriff» va de camino y tendré que subir a ver lo que sucede.</p> <p>—¿Y dónde ha sido, Stan, dónde ha ocurrido?</p> <p>Stan se encogió de hombros.</p> <p>—En el lugar más loco de todos. En la Estación Ocho.</p> <p>De Saskeega partían una docena de líneas de distribución de energía eléctrica, el trabajo de Rick era su mantenimiento y servicio en un radio de veinticinco millas a partir de la Central. El camino más corto del sector era utilizar la línea del Valle Indio. Aquella línea ascendía en derecho hacia las montañas y en dirección oeste, a través del Paso del Caballo Negro y hacia abajo por el Valle Indio hasta el otro lado de la montaña. Era difícil; pero con mucho, el más importante; alimentaba el Centro de Sand Creek de donde la Estación de Investigaciones Atómicas de Sand Creek se proveía de corriente eléctrica. Y Sand Creek era casi lo más importante del país... Había algo más, las dos instalaciones en el interior de la montaña y los dos transformadores escalonados que las alimentaban. Rick había oído ciertos rumores, había escuchado de sus muchachos murmurar que eran parte de algo misterioso e infernal y que llevaban la corriente hacia lo que llamaban el Cerebro del Juicio Final. Rick, por su parte, no se había dejado llevar de aquellas murmuraciones y ciertamente no se había preocupado. Su trabajo era el cuidar de las líneas de suministro.</p> <p>El primer transformador estaba en el fondo de la colina y el segundo en la cabeza del Paso del Caballo Negro. La línea era la número dos y el sector el número ocho y aquél era el nombre que le habían dado. La Estación Ocho.</p> <p>Rick siguió a su jefe. Privadamente pensaba que aquella era su criatura más que para Stan. Condujeron el coche a través de Freshet, la pequeña localidad que había surgido alrededor de Saskeega para alojar a los funcionarios y a sus familias. Al pasar por donde vivía Rick, su esposa le hizo un gesto cariñoso con la mano. Rick sacudió la cabeza ligeramente. Ella no sabía hacia dónde se encaminaban ni por qué y Judy siempre andaba recelosa con la cuestión del trabajo de su marido y preocupada por los cables de la energía eléctrica. Pasaron a través del poblado y la carretera comenzó a subir flanqueados por las torres de soporte a ambos lados. Sobre la montaña había poco espacio disponible, la línea de cables seguía paralela a la carretera la mayor parte del tiempo. Cuando llegaron a bastante altura, Rick pudo ver Saskeega allá abajo y a millas de distancia, con los canales de toma corriendo hacia abajo y los blancos trazos de los desaguaderos.</p> <p>Se volvió hacia Stan.</p> <p>—¿Cómo diablos se las arregló ese desgraciado para caer sobre las barras de contención? Tendría que estar loco...</p> <p>Al decir aquello no pensaba de él mismo como nada grandioso, ya que una vez, estando en el ejército, había visto a un individuo recibir una descarga de alto voltaje y no quedó de él más que los zapatos. Y la supertensión era aún peor, no pueden hacerse tonterías con cien mil voltios, el resultado es demasiado terrible para intentarlo. Las barras colectoras eran los grandes terminales donde se hacían los contactos entre los transformadores y los cables, y estaban protegidas con vallas apropiadas. Dejar caer algo o intentar aproximarse y tomar contacto con ellas era algo que ponía escalofríos en la mente. Rick se pasó los dedos por su cabellera revuelta. Y se dirigió de nuevo a Stan.</p> <p>—Ese viejo tiene que haber estado tan loco como un cencerro para arrastrarse al interior...</p> <p>Stan no repuso a su compañero, se limitó a pisar el acelerador más a fondo. Pasaron la Estación Siete, unas pocas millas más adelante y se encontrarían con la Estación Ocho como colgada de un acantilado, con sus blancas paredes brillando al sol. Cuando llegaron, Stan se salió al margen de la carretera y detuvo el coche. Salieron del vehículo. Había ya dos coches aparcados, uno de la estación de servicio de camiones y otro el del «sheriff». Se encaminaron hacia la Estación y el «sheriff» Stanton salió a recibirles a la entrada. Uno de sus alguaciles le seguía de cerca, quitando un bulbo eléctrico de una cámara fotográfica. Stanton hizo un gesto a los hombres de Saskeega, mientras que con la mano señalaba a la Estación Ocho.</p> <p>—Será mejor que echen un vistazo por ahí dentro, amigos, su parrilla ha hecho un buen trabajo. —Y entraron.</p> <p>Pudo haber sido aún peor. El cuerpo yacía acurrucado a la entrada y correspondía a un hombre anciano, de cabellos grises y ropas desharrapadas. Un clásico vagabundo. La descarga eléctrica le había fulminado instantáneamente en vez de haberlo carbonizado; tenía las manos achicharradas y aquello era todo. Se había aplastado el cráneo en el guardariel. No es que importase mucho, después de todo, ya que estaba muerto cuando se había golpeado con el cráneo. A una yarda de distancia se apreciaba la existencia de una pequeña caja. Se había abierto y unos cuantos papeles yacían esparcidos junto a un par de fotografías. Y las barras colectoras brillando en aquella media oscuridad ambiental y el zumbido de la tremenda energía eléctrica de la estación envolviendo el entorno.</p> <p>Se había llamado una ambulancia, en la que fue cargado tan pronto como llegó. Stan recogió los pobres enseres del desgraciado muerto y miró entre ellos. Se encogió de hombros.</p> <p>—No hay nombres. Me imagino que es uno de esos tipos a quien no le interesa que nadie les conozca... Tal vez sea mejor así, pobre viejo... Muchachos, ¿habéis visto algo así antes?</p> <p>Rick denegó lentamente con la cabeza. Habían ocurrido suicidios, siempre habían ocurrido; pero muy pocas personas habían elegido el morir en los cables. Después de todo, quizá fuese una magnífica forma de irse de este mundo...</p> <p>La cerradura de la puerta estaba deshecha, donde seguramente el viejo suicida había operado al entrar en la Estación Ocho. Stan la palpó y comentó a renglón seguido:</p> <p>—Tal vez sólo viniese en busca de refugio y de un lugar donde dormir tranquilo. Y se encontró con el fin...</p> <p>Entonces ordenó a uno de los hombres del servicio de vigilancia que fuese a buscar otro nuevo cerrojo, que era todo lo que se podía hacer, dadas las circunstancias. Rick condujo el coche de nuevo rehaciendo el camino de vuelta con Stan, tratando de apartar de la mente todo lo sucedido. Se las arregló hasta que llegó la noche en casa. Vio entonces el rostro de Judy y comprendió que lo sabía todo. Le preguntó cómo lo había descubierto. Ella le dijo que había visto el movimiento de gentes en el poblado y que había preguntado a uno de los muchachos de la compañía; Rick maldijo entre dientes a aquellos individuos que tenían la mala costumbre de tener la boca demasiado grande. Aquello no era la especie de asunto que podía caerle mejor a Judy, ignorando la idea que ella tenía respecto a los cables y a las instalaciones de energía eléctrica. Rick la había llevado un día a la Estación Ocho y tuvo que arrepentirse de haberlo hecho por el terror causado a su esposa. Aquel enorme edificio con sus zumbidos y murmullos, los ruidos estáticos de la electricidad y probablemente el efecto de los efluvios eléctricos sobre su sensibilidad, la habían puesto enferma de pánico. Siguió manteniendo aquel miedo durante años y no conseguía alejarlo de sí.</p> <p>Rick pudo apreciar que el antiguo pánico volvía de nuevo sobre ella.</p> <p>—¿Por qué tendría que hacerlo, Rick? —le preguntó Judy—. A lo mejor dejó una nota o algo, diciendo por qué...</p> <p>—No dejó ninguna nota, cariño, nada. Aunque no sea una razón muy concreta, creo que estaba completamente loco, eso es todo.</p> <p>Y permaneció mirándola y procurando por todos los medios poder aquietarla en su tensión interna y en su angustia. Pero ella sacudió la cabeza violentamente.</p> <p>—Yo sé por qué lo hizo, Rick. Puedo verlo... ¿tú no? —Judy pareció hacer un esfuerzo y tragar saliva antes de continuar—: ¿Estaba... muy quemado?</p> <p>—Mira, Judy...</p> <p>—Fueron los cables. Son siempre los cables. Como los raíles en la estación del ferrocarril, en el metro, atraen, Rick. ¿No has sentido nunca esa atracción? Estás allí esperando a que el tren llegue y vas sintiendo esa atracción más y más fuerte...</p> <p>—Cariño, por favor...</p> <p>Ella pareció ignorar a su marido.</p> <p>—Eso pasa con los cables eléctricos, Rick. Le atrajeron como una maldición. ¿No puedes figurártelo allí arriba, a ese pobre viejo, solo, sin nadie que le viese, ni adonde ir y sin nadie a su alrededor? Entonces es cuando le atrajeron más. Tenía hambre y frío, la noche se echaba encima y vio unas brillantes luces dentro de la Estación Ocho, como una especie de ojos de color de ámbar y rojos diciéndole: ven, entra, aquí estarás bien, con esa música del diablo a su alrededor y aquellas cosas brillantes tras de la valla, atrayéndole y atrayéndole...</p> <p>Rick tuvo que tomar a su esposa por los hombros y sacudirla.</p> <p>—¡Judy, por amor de Dios!</p> <p>Ella escapó de sus manos y se fue corriendo a la cocina. Y encendió los conmutadores eléctricos.</p> <p>—La electricidad, Rick. Me da espanto. Mira a tu alrededor. Piensa... le estaba esperando... le atraía como un hechizo...</p> <p>Rick dio rienda suelta a su carácter ya irritado. Y le gritó:</p> <p>—Por amor de Dios, <i>¡cállate ya!</i> Yo fui uno de los que le recogieron y le metió en la ambulancia. No me ha gustado nada, cariño, no me gusta <i>eso</i>. Crees que soy una especie de fantasma que va por ahí recogiendo gente de entre los cables... Quieres saberlo, has querido saberlo, pues bien: tenía las manos quemadas, achicharradas. Estaban negras, se le podían ver los huesos. Ahora ya estarás contenta, he estado intentando olvidarlo todo el día...</p> <p>Ella se puso una mano en la boca como para evitar gritar de dolor. Se produjo una larga pausa. Después, con lágrimas en los ojos, Judy dijo a su marido:</p> <p>—Lo siento... Rick. Lo siento, cariño, no sé qué es lo que me hace ponerme así. Es una manía que le he tomado a los cables y a la electricidad... Lo siento...</p> <p>Rick suspiró, sintiendo la desazón que siempre experimentaba cuando tenía alguna disputa con su esposa.</p> <p>—Está bien, Judy. Los dos nos hemos salido de nuestras casillas. Creo que debemos olvidar todo esto. Esas cosas ocurren, cariño, no es razón para perder la cabeza...</p> <p>—Rick... ¿no podríamos marcharnos de aquí? Ya sabes, podrías encontrar otro empleo, podríamos irnos a muchas millas lejos de Saskeega, donde no viéramos esos malditos cables...</p> <p>Ya habían hablado aquello, cincuenta, cien veces antes. Rick hubiera hecho muchas cosas por su mujer, aunque hubieran sido lo más disparatado; pero no podía elegir otro empleo, el trabajo en las líneas era todo cuanto sabía hacer, era su oficio, el trabajo que conocía. O al menos así lo creía. Pero había algo más, algo de lo que no hablaría con Judy porque ella no lo entendería. Las líneas de conducción eléctrica acaban por formar parte de la vida de un hombre de su oficio, pasado algún tiempo. No en la forma maniática en que ella lo creía; pero había algo en ellas, era una admiración secreta por las torres metálicas con sus cables llevando la fuerza que gobernaba al mundo a través de los campos, las montañas, las ciudades, la energía que era la base de la civilización. Sí, había algo en todo aquello. De vez en cuando solía hablar con Stan sobre el particular, nunca sabía cómo expresarlo muy bien en palabras: pero Stan comprendía su significado.</p> <p>Aquella noche Rick la pasó evitando volver a un antiguo sueño que solía asaltarle de tanto en tanto. Le parecía que el teléfono estaba sonando y que él evitaba contestar, porque entonces es que se habría descubierto otro cuerpo quemado por la electricidad y aquella noche en la Estación Ocho. Por quinta o sexta vez, se halló sentado en la cama, dándole vueltas en la cabeza todo lo que Judy le había dicho y que de alguna forma se le había agarrado a la mente. Miró a su alrededor. La habitación estaba a oscuras y comprobó claramente las manecillas del reloj en su fosforescencia, sobre la mesita de noche del dormitorio. Comprobó que eran las tres. Bostezó y se restregó los ojos y entonces el ruido que le había despertado, comenzó de nuevo.</p> <p>El teléfono <i>estaba</i> sonando.</p> <p>Se incorporó y contestó. Escuchó cuanto le dijeron y después puso el receptor en su sitio y por unos instantes se preguntó si estaría soñando. Pero no, era real. Se volvió al dormitorio y comenzó a vestirse. Sus manos actuaban de una forma mecánica, casi como si tuvieran una voluntad propia. Había otro cuerpo en la Estación Ocho, las líneas se habían quedado sin fluido y tenía que ir tan pronto como pudiera.</p> <p>Judy encendió las luces y Rick se volvió hacia ella. Estaba temblando:</p> <p>—Rick... ¿qué sucede, qué ha pasado? ¿Qué te han dicho por teléfono?</p> <p>—Mira, cariño, tengo que salir. Parece que hay alguna dificultad en el suministro de la energía. Trataré de volver cuanto antes...</p> <p>Ella se aferró a su brazo.</p> <p>—Es que ha sucedido otra desgracia. Sí, en ese maldito lugar...</p> <p>—No, amor mío, no te preocupes, no es nada de eso.</p> <p>Tienen dificultades en la Central. Creo que es un enfriamiento de los aisladores por caída de nieve...</p> <p>Al decir aquello, dijo lo primero que se le vino a la cabeza. No podía hacer nada mejor; pero la mirada de su esposa le convenció de que parecía comprender la realidad.</p> <p>Rick tomó el coche y se dirigió a donde le habían llamado. Al pasar por el poblado, comenzó a sentir el silbar del viento, con sus mil ruidos fantasmales en la noche. Siempre soplaba un viento salvaje en el Caballo Negro, y lo hacía endemoniadamente día y noche. Algo le vino a la mente. Recordó el viento en aquel poema en que el viento soplaba en un desierto a donde nadie iba. No existía nada en la montaña excepto la Estación Ocho.</p> <p>No se preocupó mucho por aquella idea. Esencialmente, Rick era un individuo racional; pero la mañana había sido mala y con el viento silbando en aquella forma y todo a su alrededor negro como el infierno, todo era mucho peor. Intentó pensar en algo diferente y comenzó a pensar en una mental discusión con Judy.</p> <p>«Mira, cariño, no hay nada malo con la electricidad. Tú la usas y es estupenda. Si te confías y haces tonterías con ella, tendrás dificultades; pero muchísimas cosas son lo mismo. Mira, las líneas de electricidad, los cables, son una cosa buena. Ellos llevan la luz a nuestro hogar, cuecen nuestras comidas, hacen funcionar la televisión y te ayudan a ser más feliz y a trabajar menos. Te ayudan a mantener el calor en la casa y a que vivamos con más comodidad. No podríamos hacer nada de eso sin las líneas eléctricas...»</p> <p>En cierto modo, Rick sabía qué es lo que ella le habría respondido. Era como si ella fuese dentro del coche y a su lado.</p> <p>«Las líneas esperan, Rick. En todas partes, en todo momento. Esperan. Y el día...»</p> <p>Rick tomó una curva de la carretera. Los faros del coche brillaron contra la base plateada de una torre metálica de conducción en una forma especial. Se preguntó repentinamente si aquella cosa sería un truco, si alguien se habría decidido a divertirse con él enviándole a aquellas horas de la noche a semejante lugar. No parecía verosímil; pero siempre existía la posibilidad. Aquello significaba que llegaría a la Estación Ocho y que no encontraría un alma a su alrededor, sino sólo el viento, rugiendo en el escarpado y los ojos coloreados de la Estación brillando en la oscuridad... Intentó mirar hacia arriba, en el paso; pero por cuanto pudo ver, todo seguía negro y envuelto en la más densa oscuridad. Entonces creyó estar seguro de que aquella cosa era una broma, un truco. Sintió deseos de dar la vuelta al coche y volverse atrás; pero sabía que no podía ni debía hacerlo.</p> <p>Rick se sacó un cigarrillo de su chaquetón de cuero y lo encendió. Se sentía irritado consigo mismo, estaba actuando y pensando como un muchacho recién salido del instituto.. Lo que tenía que hacer era seguir conduciendo el coche y comprobar el lugar, y si no encontraba a nadie por ningún sitio, telefonear a Saskeega y alguien recibiría el castigo merecido por aquella falsa alarma y aquella pesada broma. Aquello era todo lo que tenía que hacer.</p> <p>Pero allí había gente. Un coche de patrulla, del que apreció el faro giratorio del techo a dos millas de distancia. Alguien balanceaba una luz. Detuvo el coche y salió. El viento era terrible, sintiéndole como una cosa sólida y animada. Defendiéndose contra las rachas de aquel viento enfurecido, se dirigió a la Estación Ocho.</p> <p>En el interior todo estaba más quieto, el viento parecía haber enmudecido y los locales permanecían en silencio porque las líneas estaban sin corriente. Un par de hombres de servicio nocturno de Saskeega estaban allí y dos policías. Todos formaban un grupo que miraba a las barras colectoras de electricidad. Uno de los ingenieros decía cuando é! entró:</p> <p>—¡Eh, <i>miren</i> eso! <i>¡Miren</i> eso! —Y hablaba en voz baja, como alguien ante un despliegue de fuegos de artificio—. <i>¡Miren</i> eso!</p> <p>La Cosa aparecía sentada en cuclillas con la espalda vuelta a Rick, mostrando la cabeza calva. Sus manos estaban sobre las barras colectoras; pero ya había dejado de formar contacto con ellas. Los brazos los tenía achicharrados hasta las muñecas. Los trozos desprendidos del cuerpo, aparecían secos y retorcidos. El hombre debía haber chocado primero con la cabeza y haberse agarrado después con las dos manos a las barras colectoras. Dios sólo sabía cómo. Después la descarga no había cesado hasta que sus brazos habían quedado separados del cuerpo. En varias yardas a la redonda el piso de cemento aparecía negro con señales en donde las chispas habían incidido y quemado todo.</p> <p>El viento ululaba al exterior. El hombre seguía diciendo:</p> <p>—¡He, <i>miren</i> eso!</p> <p>Rick se volvió hacia él y se las arregló para decir algo.</p> <p>—¡Cállese ya! ¿Quiere? Haga el favor de callarse...</p> <p>El vigilante atravesó el edificio hasta llegar al teléfono. Llamó a Saskeega y consiguió tener al habla al ingeniero de servicio en el Bloque Oeste. Entonces le dijo con dureza:</p> <p>—Donell, ¿a qué diablos estáis jugando por ahí abajo?</p> <p>En la línea telefónica se produjeron una serie de ruidos estáticos. El teléfono zumbaba, silbaba y producía una serie de chasquidos, formando una especie de palabras en embrión. Rick apenas si pudo oírle y a su propia voz, repitiendo :</p> <p><i>—¿A qué diablos estáis jugando por ahí abajo?</i></p> <p>De repente se detuvo en sus gritos ante el micrófono. Sintió el deseo de tener a alguien a la mano y romperle la cara de un puñetazo, por lo que había ocurrido. Pero no había nadie a quien echarle la culpa...</p> <p>Donell contestó en el colmo del estupor:</p> <p>—Rick, no sé qué es lo que haya podido suceder. No sé en absoluto qué diablos ha ocurrido. Los disyuntores han debido cortar las líneas. No funcionan y vuelvo a repetirte que no sé qué diablos ha podido ocurrir...</p> <p>—¿Y para qué queréis los ojos? ¿Qué hay con el voltaje de las líneas? ¿Qué estáis haciendo ahí abajo, para qué tenéis los ojos en la cara?</p> <p>Un nuevo repiquetear de estáticos. Momentos después, le contestaban:</p> <p>—Desconecté la línea tan pronto como subió el voltaje, Rick. No puedo explicarme qué es lo que ha ocurrido.</p> <p>—Sí, tan pronto... Las manos de un individuo friéndose aquí, Donell, mientras que estáis ahí sentados esperando que los calibradores muevan las agujas. Maldita sea... habéis destrozado el cuerpo de este hombre...</p> <p>—Rick, te digo que no sé qué diablos ha sucedido...</p> <p>El vigilante colgó violentamente el receptor del teléfono. La estación entera olía a carne quemada, como si alguien la hubiera estado cociendo sin sal, y Rick sabía que dentro de un par de minutos se encontraría mareado y enfermo.</p> <p>Tuvieron que esperar a que se hicieran fotografías. Siempre hay que tener fotografías de una cosa como aquélla, reflexionó amargamente Rick, para el caso de que llegue a olvidarse lo sucedido. Después comenzaron a poner los cables en funcionamiento y a retirar lo que estorbaba. Rick habría llamado a Stan; pero de nada le hubiera servido, había salido la tarde anterior para asistir a una reunión de la compañía y no se esperaba su vuelta hasta un par de días después...</p> <p>La energía quedó restaurada sobre las seis de la mañana y Rick Cameron volvió a Saskeega y a meterse en aquel nido de avispas; el alimentador había quedado fuera de servicio la mayor parte de la noche y había sido preciso solicitar fluido a través de medio país para mantener en funcionamiento el Centro de Sand Creek. Llamó a Stan desde su oficina en una conferencia de larga distancia. Todavía se sentía estremecido y nervioso. Tuvo que intentar buscar en tres hoteles hasta dar con su jefe; cuando llegó al teléfono ya sabía lo que había ocurrido. Stan salió a toda prisa en la misma mañana y estaría en Saskeega en unas seis horas. Ambos fueron juntos a ver al sheriff Stanton.</p> <p>Se habían tomado todas las precauciones posibles, el cerrojo de la puerta de acceso había quedado bien fijo; pero la segunda víctima no había entrado por aquel sitio. Había un par de ventanas en el recinto del transformador; pero daba la impresión de que el suicida había arrancado los barrotes con sus propias manos, al igual que los cristales y los marcos de las ventanas. No aparecía el menor signo de que se hubiese utilizado una palanca y se apreciaba un rastro de sangre sobre el pretil de la ventana por la que había entrado el suicida y en el suelo, que conducía hasta las barras colectoras. Daba la impresión de que se hubiera destrozado las manos arrancando la ventana de cuajo. Stanton opinó que tal vez se sabría algo más tras haberle hecho la autopsia; pero había algo que aparecía claro; el individuo debía haber estado completamente loco, como el pobre vagabundo anterior. Sacudió la cabeza negativamente y después manifestó que había conocido al hombre en vida, y que le había visto trabajar como granjero allá abajo en el Valle Indio. Y añadió:</p> <p>—Lo que me sorprende es que un hombre de tan poca fuerza y pequeño como ése, haya podido destrozar la ventana y arrancarla entera. Ha tenido que hallarse totalmente trastornado, completamente loco de atar, pero eso no nos ayuda en nada. Y ustedes, muchachos, ¿qué es lo que van a hacer respecto a este asunto?</p> <p>Los hombres de Saskeega se miraron unos a otros sin saber qué decir. Entonces, Stan tomó la palabra:</p> <p>—No parece que sea mucho lo que pueda hacerse, Andy. Como dijo usted, los suicidios ocurren sin que nadie sepa cómo prevenirlos. Si un individuo se vuelve loco, no sabemos leer nada en su mente. No podríamos matar a esa gente...</p> <p>Stanton emitió un gruñido entre dientes.</p> <p>—Lo hizo su fluido eléctrico. Miren, amigos, ya he visto cosas como éstas antes, les doy mi palabra. Pero no con los cables de la electricidad, esto es algo nuevo; pero sí les digo que si ocurre un suicidio, digamos por alguien que se ahoga y se propaga la noticia, se producirán una decena de suicidios más. Parece como si la idea se aferrara a las mentes de la gente y disparara un mecanismo que predispone a los chiflados que haya en el condado. Bien, ahora ya he visto esto y no quiero más cadáveres en esta montaña. ¿Qué es lo que piensan hacer?</p> <p>—¿Cree usted que este individuo pudiera haber oído lo sucedido con el vagabundo anterior? —preguntó Rick con precaución.</p> <p>—No veo cómo. Vivía solitario, en una pequeña granja lejos del pueblo y apenas si veía a nadie. Lo comprobaré de todas formas, pero no sé cómo demonios ha podido saberlo.</p> <p>—Bien —dijo Stan—, no podemos considerarlo como una maldición, ni una señal de mala suerte. Podemos poner una guardia permanente durante unas cuantas noches, Rick, hasta que las cosas se aquieten y todo vuelva a la normalidad, ¿qué te parece?</p> <p>Rick se imaginó la negrura y la oscuridad de aquel lugar espeluznante, con el viento silbando como los aullidos de un lobo sobre los cables toda la noche. Le vinieron a la memoria las palabras de Judy.</p> <p>—Sí, Stan, dos hombres y mejor armados. Eso les hará sentirse mejor.</p> <p>Stan miró al vigilante y compañero atentamente; pero no se dijo una palabra más. Mientras volvían, llevando Rick el coche, la idea fue dándole vueltas en la cabeza. Al fin dijo a Rick:</p> <p>—Ya está bien un guarda para vigilar que en ese transformador del diablo no se vaya la gente a transformar en carne quemada. Pero... ¿por qué dos?</p> <p>Rick arrugó el entrecejo y tomó una curva pronunciada de la carretera.</p> <p>—¿No crees que es mejor así, Stan, y que vale la pena intentarlo?</p> <p>—Bien, lo haremos así y veremos... creo que el viejo va a clavarme las orejas contra la pared por esto.</p> <p>Se colocó la guardia doble y se fue cuidando de las cosas de la Estación Ocho por algún tiempo. Pero la Estación Ocho no era ya la preocupación principal. Lo que Rick quería saber, junto con Stan, y lo que parecía el deseo de todo el mundo en Saskeega, era por qué aquellos disyuntores no habían funcionado. En las líneas de alta tensión existen siempre unos dispositivos para cortar el circuito de suministro en caso de emergencia, si por ejemplo, una torre metálica cae azotada por un huracán o fulminada por un rayo. Si las líneas se mantienen con su potencial, lo queman todo y pueden matar a cualquiera en un radio de muchas yardas a la redonda. Para eso están los disyuntores, de ocurrir cualquier eventualidad de fuerza mayor, retirar la corriente a los tres o cuatro segundos y evitar cualquier daño al exterior. Pero el suicida había estado sobre las barras colectoras mucho más tiempo que aquél y las líneas no se habían interrumpido en absoluto hasta que Donell no lo hubo hecho a mano.</p> <p>Aquél era otro misterio, por supuesto. ¿Cómo pudo Donell y todo el personal nocturno haber fallado viendo las cosas ir mal? Donell juró que entró en acción tan pronto como el voltaje se salió fuera de lo normal. Y Donell era un buen ingeniero, cosa que Stan sabía muy bien.</p> <p>—Pero por todos los diablos, Rick —comentaba a su amigo—, Donell no retiró esas líneas hasta que casi ya no quedaba nada de ese individuo... Es algo que no consigo comprender. De esta forma pudo haber tenido el suministro quemándolo todo hasta bajo su propia nariz...</p> <p>El Controlador preguntó a todos; pero no pudo obtener la menor pista. No parecía existir razón alguna. El dispositivo de los disyuntores fue comprobado y vuelto a comprobar una docena de veces, sin que faltara lo más mínimo fuera de su lugar correcto de funcionamiento. Aquella línea tenía que haber sido apagada. Pero no lo fue.</p> <p>Tuvieron que dejar las cosas en aquel punto muerto. A nadie le gustó; pero no había nada que pudiera hacerse. Los guardias se mantuvieron en la Estación Ocho por un par de semanas; pero no volvió a ocurrir nada más. Rick puso otro juego de barrotes en la ventana, un doble cerrojo en la puerta y esperó que todo funcionara bien en lo sucesivo. Pero no ocurrió así.</p> <p>Al día siguiente de haber retirado la guardia y llevada a Saskeega, se perdieron tres hombres.</p> <p>Dos de ellos fueron muertos en un interruptor cíclico que se hundió en el acantilado existente precisamente debajo de la Estación Ocho. Nadie pudo explicarlo; un granjero que lo había visto, dijo que la máquina pareció salir volando y estrellarse contra las rocas. La Compañía dispuso el envío de media docena de helicópteros, ideales instrumentos para patrullar líneas en aquellos difíciles terrenos. Stan ordenó el inmediato arreglo del destrozo y dejó en tierra los aparatos en cuanto le fue posible. Aquello no hizo las cosas más fáciles para Rick; pero tenía conciencia de que Stan sabía lo que se hacía y nada tenía que reprocharle a su buen amigo y compañero.</p> <p>El otro muerto lo fue en el alimentador del Valle Indio también. Se llamaba Halloran. Rick lo había conocido en vida muy bien. Era medio irlandés, individuo templado que daba la impresión de no tener un solo nervio en su cuerpo. Era el capataz de un grupo de mantenimiento de las líneas y llevaba años en Saskeega.</p> <p>Aquel día había tomado un camión, sin que nadie le viese a dónde iba. Nadie le echó de menos tampoco. Sobre las cinco de la tarde, una patrulla llegó al Valle Indio en una misión de rutina y vieron algo que jamás creyeron que podrían ver. Uno de aquellos hombres se lo contó a Rick más tarde: iban en el coche, se detuvieron, salieron fuera, miraron fijamente lo ocurrido y todavía continuaban sin poder explicárselo. Aparcado junto a una de las torres, se hallaba el camión y allá arriba, recortándose contra el cielo, Jim Halloran aparecía acurrucado sobre un aislador, con un fuego azul en las manos y todo el dolor de una terrible agonía en los ojos...</p> <p>Rick comenzó a perder gente. Se fueron despidiendo aisladamente o de dos en dos, encontraron otro trabajo y allí siguieron donde no tuvieran que estar angustiados a cada momento, preguntándose qué iba a suceder al minuto siguiente. La muerte de Halloran les había impresionado más que nada de cuanto había ocurrido hasta entonces.</p> <p>Los viejos granjeros podían perder la cabeza y volverse chiflados, los vagabundos podían cansarse de la vida; pero Halloran era un individuo joven, fuerte y lleno de vida, con quien habían trabajado y con quien se habían emborrachado, llegada la ocasión. No podía haberse quitado la vida de ninguna manera, aquello era lo que importaba. Algo le arrastró hasta aquella torre. Halloran no pudo haber dispuesto de su propia vida, y fuese lo que fuese, si aquello había matado a Halloran, mataría a cualquier otra persona con mucha mayor facilidad.</p> <p>Rick sabía que los rumores se iban extendiendo cada vez más, pero era algo contra lo que nada podía hacer. Se sintió sobrecargado de trabajo, había incontables operaciones de rutina que hacer en las líneas, trabajos de reparación que nunca cesaban, roturas constantes de aisladores y cosas por el estilo. Los interruptores cíclicos se desmontaron para descubrir qué es lo que había causado el que cayeran volando sobre las rocas y tuvo que servirse de lo que quedaba de media docena de grupos de trabajadores, nombrar nuevos capataces entre ellos y llegar a sentirse agotado de semejante trabajo. Trabajaba muchas más horas de lo que debía y podía y su esposa se hallaba ya abocada a una depresión nerviosa a causa de aquellas dificultades. Lo ocurrido, y dadas sus aprensiones particulares, eran ya más que suficiente. Entonces fue cuando oyó hablar de Stallion Jim.</p> <p>Parecía ser que uno de los obreros era medio indio de sangre. Cualquiera que fuese la verdad de su historia, contó que muchos años atrás su pueblo había sido el dueño de la mayor parte del condado de Saskeega. Relató que el Valle Indio había sido su principal terreno de caza, lo que explicaba su nombre actual, y que el Caballo Negro era una tierra sagrada, el santuario de sus dioses tribales. Stallion Jim era el tótem o el espíritu principal del santuario del Caballo Negro, y existía la leyenda de que un día volvería y empujaría a los rostros pálidos hacia el Este. Existirían cosas portentosas cuando llegara el día profetizado, sonarían el trueno y el rayo en la cumbre, y la gente moriría por el fuego que caería del cielo. Todo parecía, pues, dar la razón a la leyenda y aquello era precisamente lo que había que comenzar a destruir cuanto antes.</p> <p>Rick decidió que había algo que podía hacer de momento. Tenía al indio —le llamaban Joey— en su oficina y con él a sus padres. A la primera ocasión le habló de fantasmas de caballos aparecidos, de maldiciones venidas del cielo y que habría más fuego que caería sobre la tierra y que seguramente todo aquello le empujaría al otro lado de Saskeega. Joey apenas repuso gran cosa; pero mientras que su jefe estaba hablándole sus ojos miraban sin pestañear por la ventana de la oficina. Desde allí eran visibles las líneas de conducción que se alejaban colinas arriba y el Caballo Negro sobresalía imponente en la distancia...</p> <p>El indio le ahorró a Rick toda preocupación. Desapareció el mismo día y nadie volvió a verlo, como si se lo hubiese tragado la tierra.</p> <p>Pero el daño ya estaba hecho. Saskeega perdió más hombres que nunca hasta entonces, hasta que Rick tuvo que trabajar prácticamente con lo que era el esqueleto pelado y mondo de los bien organizados grupos de obreros. No tuvo un día libre durante un mes, hasta que llegó el momento que se sintió enfermo y agotado. Le dijo a su esposa que preparase un almuerzo para salir al campo. Ya estaba hasta la coronilla de todo, y si mientras en su ausencia todo aquello se iba al cuerno, que Dios dispusiera lo que quisiera. Ya no podía resistir más.</p> <p>Se fueron en el coche por millas y millas de distancia hacia el Valle Indio. Aquél había sido siempre el lugar favorito de Judy. Era un día caluroso. Rick puso el coche bajo un grupo de árboles a la fresca sombra. Tomaron asiento por el suelo en un lugar agradable y se tomaron la comida, después se tumbó y encendió un cigarrillo, mirando a través del follaje hacia donde podía ver la imponente masa rocosa del Caballo Negro en la distancia.</p> <p>La cima de la montaña parecía moverse al mirarla fijamente, arrastrándose hacia arriba en busca de las nubes y como si no tuviera que llegar a ninguna parte. Rick comenzó a quedarse dormido y entonces creyó sentirse en paz con todo el mundo.</p> <p>A poco escuchó el más temible ruido que jamás hubiera escuchado en toda su vida. No era como el trueno, ni parecido a nada que pudiera imaginar o pensar. Era algo que llenaba el aire por todas partes, algo hueco y profundo al mismo tiempo, como una serie de sacudidas que le golpeasen el corazón. No había nada que ver, sólo la montaña y las nubes que discurrían suavemente por el cielo. Se incorporó con el cigarrillo en los dedos y la boca abierta. Aquel fenómeno duró diez segundos, tal vez veinte. Cuando acabó, Judy comenzó a temblar como una hoja en el árbol.</p> <p>—Stallion Jim... —murmuró.</p> <p>Y se acurrucó temerosa, como si la vista de la montaña fuese a quemarla. Fue así la primera vez que Rick supo que ella había oído la leyenda india.</p> <p>Rick la condujo hasta el coche y arrancó. No tenía la menor idea de adonde ir, lo único que sabía era que tenía que alejarse de aquel lugar y rápido. Aquel extraño ruido le había conmocionado profundamente, mucho más de lo que estaba preparado a admitir tanto entonces, como más tarde. Se oyó a sí mismo decir:</p> <p>—Ha sido una tormenta, cariño, un trueno, eso ha sido todo; pero no te preocupes...</p> <p>Pero ni él mismo se lo creía. Aquello no tenía el sonido de ningún trueno de los que jamás hubiera escuchado en su vida. Aquello había sonado como lo que tendría que haber sido, el batir tremendo y horrísono de unos cascos de caballo por la montaña...</p> <p>Cuando llegaron a su hogar el teléfono llamaba sin descanso. Se llamaba con urgencia a Rick Cameron para que fuese inmediatamente al Caballo Negro. La Estación Siete había explotado.</p> <p>Rick no perdió el tiempo en explicar que los transformadores de fase no explotaban. Volvió a subir a Judy en el coche y se encaminó a toda velocidad en busca de Stan. Jeff estaba en casa, y le dio gracias a Dios, al menos, por aquella circunstancia. La esposa de Stan aparecía pálida y trastornada; pero Rick le aseguró que las cosas estaban bajo control, le rogó que cuidase de Judy y que permaneciesen juntas mientras se dirigía a las colinas. Tras aquello se sintió mejor, porque sabía que su mujer estaría bien. Y a toda marcha se dirigió hacia el Caballo Negro.</p> <p>El tiempo que le llevó el camino fue infernal para su impaciencia. El tráfico estaba atascado sobre la montaña; alguien dijo que una torre de conducción estaba caída sobre la carretera. Rick pudo haber ido más de prisa en una caballería; pero sólo disponía de su propio coche y sin ninguna identificación especial. Tuvo que rendirse, cansado de disputar con la gente. Tuvo que ir conduciendo de una forma suicida y a contramano hasta llegar a la Estación Siete. La torre no estaba caída sobre la carretera, pero sí lo suficientemente inclinada como para caerse de un momento a otro. El cielo aparecía lleno de cables. Rick tuvo finalmente que abandonar el coche y caminar.</p> <p>Parecía como si toda Saskeega estuviera allí reunida. Allí estaba Stan con el sheriff Stanton. Decían que el viejo Perkins había estado allá; pero que se había marchado. Aquello satisfizo a Rick. Entonces se dirigió a echar un vistazo sobre lo que quedaba del transformador de fase. No quedaba mucho, en realidad: unos cuantos trozos de metal esparcidos alrededor, algunos bloques de cemento deshechos y piezas de aisladores del transformador. En el lugar que había ocupado el transformador se apreciaba un hoyo enorme, como un cráter. Debía tener como unos doce o quince pies de profundidad por treinta de anchura. Resultaba horrible mirar aquello; en el interior todo aparecía negro como cuando la tierra ha sido quemada, saliendo hacia el exterior, en forma radial, unos tentáculos negruzcos y achicharrados por el fuego que había destrozado todo aquello. Rick se aproximó al borde con Stan y miró hacia el fondo. No sabía realmente qué pensar. Finalmente dijo con calma:</p> <p>—¿Cómo interpretas esto, Stan?</p> <p>Su jefe sacudió la cabeza negativamente.</p> <p>—Creo que no hay más que una respuesta. Alguien lo ha volado. Hemos sido saboteados de firme...</p> <p>Rick se le quedó mirando fijamente e hizo una mueca sin ningún humor.</p> <p>—No. Oh, no... ¿Que alguien lo ha volado? No tienes más que fijarte en ese agujero, Stan... ¿Sabes la carga que tendría que poner para producirlo?</p> <p>Stan pareció irritado.</p> <p>—Entonces es que no sabían lo que estaban haciendo... Utilizaron, desde luego, una gran carga.</p> <p>—Sí, una gran carga —aprobó Rick con un gesto—. Y el trueno que oí fue la carga desvaneciéndose. Sí, claro...</p> <p>Se fue desplazando por el borde del cráter. Stan le seguía.</p> <p>—Entonces esto debió explotar por sí mismo, ¿no? Así de sencillo.</p> <p>Rick sintió que el sudor le perlaba el rostro. Era como estar a punto de volverse loco.</p> <p>—Los transformadores de fase no explotan —dijo—. Yo no soy ningún hombre de ciencia, pero conozco muy bien mi trabajo y puedo asegurarte esto: los transformadores de fase no explotan espontáneamente.</p> <p>Nunca había tenido ninguna disputa con Stan. Tampoco entonces la estaba teniendo; pero las cosas andaban muy cerca de parecerlo. Cuando se fueron calmando los ánimos, dijo:</p> <p>—Está bien, Rick, de acuerdo. Bien, tomaremos las cosas por el principio. ¿Qué vamos a hacer?</p> <p>Rick estaba todavía sin apartar la vista del enorme agujero y repuso:</p> <p>—Ordena que se bloquee esta carretera, Stan, al Este hacia Saskeega y al Oeste hacia el Valle Indio.</p> <p>—Ya está hecho.</p> <p>—Dispon que se alivie la maquinaria y jarcia de la torre de allá abajo en la colina y después que se despeje el tráfico. La dispondremos de forma que no se caiga, porque, de ser así, tendremos la línea en el suelo hasta Saskeega. Cuando la hayamos asegurado volveremos a la colina y nos encararemos con la música. Para entonces puede que esté tocando una canción de moda...</p> <p>Pusieron manos a la obra inmediatamente. Reforzar una torre metálica de conducción es una faena difícil; era ya casi de noche cuando hubieron terminado, y una tormenta estaba amenazando sobre Caballo Negro. Una extraña fantasía se había mezclado persistentemente en la cabeza de Rick, como si alguien le dijera que no fuese tan lejos. La torre próxima, colina abajo, era en la que había muerto Jim Halloran. Siguió evitando pensar que debería mirar hacia arriba para verlo como un cuervo negro y requemado entre los cables. Cuando el trabajo estuvo terminado los vehículos hicieron una especie de convoy y tomaron el camino de vuelta. Rick miró por el espejo retrovisor y vio tras de sí otro coche; sin saber por qué, se alegró de no ser el último del convoy.</p> <p>Si creyó que las dificultades estaban en los suicidios, descubrió bien pronto que aquello era apenas nada. Siguieron más y más dificultades. Saskeega era una cosa importante, ocurriera lo que ocurriera, era muy importante. Saskeega alimentaba a Sand Creek, y Sand Creek era parte del Esfuerzo Nacional, y aquello era realmente importante. Nadie pensó mucho en dormir hasta que la fase destruida fue reconstruida y las líneas estuvieron en marcha de nuevo. Stan y Rick fueron interrogados por el FBI. Insistió personalmente en si creían que hubiera sido un sabotaje, a lo que contestaron que sí, que no podían pensar en que pudiera decirse otra cosa. Sí, era cierto que algo hizo explotar el transformador, alguien que sin duda quería que Sand Creek cesara en sus investigaciones. Y aquello pareció ser todo lo que se precisaba. Se hizo volver a las tropas estatales, y tras aquello Rick se quejó amargamente de tener que utilizar un pase firmado para ir desde su casa a su propio garaje.</p> <p>Un coche de patrulla pasó por el Caballo Negro la noche en que voló el transformador para comprobar que todo iba bien. El conductor dijo más tarde que allí ocurría algo extraño y que el aire soplaba tan fuerte que la trasera del coche estuvo a punto de salírsele de la carretera un par de veces. Stan opinó que no había nada de extraño en aquello, ya que cualquier cosa podía pasar en aquella montaña con semejantes vientos y que tal cosa ya había ocurrido más de una vez. El otro operario se comportó extrañamente, no habló una palabra en las colinas, sino que pasó todo el tiempo mirando los cables con los ojos desorbitados por el terror. Se mató aquella misma noche al llevar su coche al garaje. Con él, ya iban seis...</p> <p>Rick descubrió también algo en sí mismo. Estaba aterrado del Caballo Negro. Era una cosa loca y estúpida, y se lo repitió una y cien veces; pero no pudo quitarse de encima aquel extraño terror. El Caballo Negro era una montaña. Sólo, en definitiva, un montón de piedras en un camino, sobre el que se habían instalado unas líneas de energía eléctrica, una colina sobre la que se hubiese puesto un collar de cables. Rick se repitió a sí mismo que las líneas eran sólo líneas de conducción de energía eléctrica y que llevaban una tensión de alto voltaje desde Saskeega hasta el Valle Indio y hacia Sand Creek. Sólo eso, líneas conductoras de energía, aquello era todo. Pero en el fondo de su mente se rebullía algo diciéndole que era algo más, insistiendo que había algo más...</p> <p>Se levantaba durante las noches, iba hacia las ventanas y observaba el intermitente verde situado sobre la montaña o escuchaba el retumbar del trueno. Aquello era la línea en donde moría la gente. Allí era donde echaban mano a las barras colectoras y se convertían en momias. Allí era donde saltaban las torres, como si fuesen arrancadas de raíz por una terrible e implacable mano de la Muerte. Allí era donde explotaban los transformadores y había volado media montaña al producirse el hecho. Era la línea que llevaba a la Estación Ocho.</p> <p>Nunca habíase sentido de aquella forma, nunca tuvo una cosa en la mente que fuese absurda y fuera de todo razonamiento; pero no podía quitárselo de encima. Intentó decirse a sí mismo que había una Razón, siempre había una razón para todas las cosas; pero de nada le servía, ya que no veía dónde aplicarla. Se veía a sí mismo escurriéndose de su hogar, caminando sobre sus piernas, alumbrado por el resplandor de los relámpagos y mirando hacia abajo, desde allá arriba, hacia Saskeega, para terminar introduciéndose en un pequeño edificio blanco y buscando refugio hasta el amanecer, en que la aurora acabaría con su vida. Así es cómo llegó Rick a sentirse respecto a la Estación Ocho y el Caballo Negro.</p> <p>Construyeron el nuevo transformador, llevándose las piezas y erigiéndolo y montándolo de nuevo, probándolo, corrigiéndolo hasta que finalmente funcionó perfectamente. Después comenzó nuevamente el paso de la energía, y la esperanza de Rick comenzó a cobrar alguna vida.</p> <p>Y así fue durante un par de meses. Consiguió que Judy se fuese una temporada a casa de sus padres, de donde volvió con un color sano en el cutis y con buen aspecto. Comenzaron de nuevo a visitar la casa de Stan, donde procuraban divertirse como buenos amigos que eran. Y la línea del Valle Indio permaneció como debería hacerlo, como una serie de torres metálicas soportando una serie de cables que subía por las colinas para descender del otro lado. Todo parecía ir como sobre ruedas.</p> <p>Pero un día le llegó a Rick otra llamada, y esta vez de urgente alerta.</p> <p>Estaba en su oficina una tarde. Hacía un día espléndido, el sol brillaba y se hallaba sentado con los pies sobre la mesa y una taza de café en la mano. Sonó el teléfono. Descolgó el auricular.</p> <p>—Sí, aquí Cameron, servicio de mantenimiento de líneas...</p> <p>Una voz restalló en su oído.</p> <p>—¿Eres tú, Rick? ¡Por los clavos de Cristo, ven aquí arriba, Rick, ven... tenemos una torre que se está fun...</p> <p>Cameron frunció el entrecejo.</p> <p>—¡Eh! ¡Diga! ¿Cómo?</p> <p>Parecía haber querido oír en el teléfono: «Tenemos una torre que se está fundiendo.»</p> <p>Y así era.</p> <p>Rick no podía imaginar qué sería lo que habría vuelto loco de aquella forma a uno de sus muchachos. Farfulló en el teléfono:</p> <p>—Oye... Mira, Johnny, ¿estás en tu juicio cabal? ¿Quién está contigo por ahí? ¡Vamos, contesta...!</p> <p>—Rick, por amor de Dios, ven pronto...</p> <p>—Vamos, tómalo con calma, Johnny. ¿No tienes a Grabowsky contigo? Pues mirad juntos la línea... Y... vamos, Johnny, tómalo con calma.</p> <p>En el teléfono sonó un juramento.</p> <p>—¡Maldito el infierno si me ocurre nada! Rick, no he perdido ningún tornillo, estoy en la Estación Ocho y todo aquí parece haberse trastornado; hay gente por todas partes. ¿Querrás venir, por...? —y la línea se interrumpió en seco.</p> <p>El temor tenía un efecto galvánico y precipitó a Rick fuera de su sillón y fuera de la oficina. Tomó el «jeep» y a toda marcha pasó por la Central. Buscó inmediatamente a Stan.</p> <p>—¡Stan, otra vez la Estación Ocho! Hay algo que va mal con una torre. ¿Puedes venir?</p> <p>El Controlador no tuvo tiempo que perder, sino echar mano del sombrero y salir corriendo.</p> <p>AI exterior de la Central encontraron a mano una ambulancia y Stan puso en funcionamiento su ululante sirena. Salió por las vallas de la central, apartando a la gente a un lado y a otro. Rick le gritó:</p> <p>—Vamos a tener un buen lío por esto, Stan. El Viejo nos va a dar un serio disgusto por utilizar la sirena sin una alarma de importancia...</p> <p>—Si es un engaño, ya daremos una explicación. Si es algo de importancia, lo guardaremos para nosotros mismos; creo que es lo mejor. ¿Qué diablos decías que estaba ocurriendo?</p> <p>—Dicen que una torre está fundiéndose...</p> <p><i>—¡Qué!</i></p> <p><i>—Fundiéndose...</i> —repitió Rick entre dientes. Stan no repuso una palabra, sino que hundió el pie en el acelerador. Salieron rápidamente hacia la carretera principal, tras haber salvado los obstáculos del recinto de la Central.</p> <p>Debía haber mucho de error en aquella alarma, no cabía duda.</p> <p>Pasaron la Número Siete y todo parecía normal y en correcto orden. La ambulancia tomó la penúltima curva, más allá aparecía la Estación Ocho, por encima de la montaña, pequeña y diminuta todavía en la distancia.</p> <p>—Jesucristo... —dijo, sin poder evitarlo. Las torres de conducción de cables de alto voltaje son construcciones fuertes, resistentes y embutidas en la roca como para sostener el tirón de los cables, en especial cuando cambian de dirección. La última estaba en el Valle, precisamente debajo de la Estación Ocho, y como había dicho el operario del servicio de las líneas, estaba fundiéndose. No había la menor duda de que así estaba sucediendo. El metal se desprendía en goterones que caían por sus brazos, como si estuviera sometida a un gigantesco soplete, aplastándose contra las rocas aquel incesante goteo metálico, como las gotas de cera de una vela que se quema rápidamente. Mientras Rick miraba fascinado lo que estaba sucediendo con la torre, toda su armadura se combó como un gigante que cayera de rodillas y se inclinara pidiendo misericordia a la hora de ser ejecutado. Más allá de la torre estaba una ambulancia y una pequeña figura vestida con el uniforme azul de Saskeega corría desesperada montaña abajo. Frente a él estaba la masa de gente.</p> <p>La carretera estaba llena de personal. Seguramente podía haber doscientas personas, tal vez más. Aparecían en una columna serpenteante que se dirigía por medio del camino que llevaba a la Estación Ocho. Eran gente de toda condición. Se veía a un empleado con su blanco uniforme de garajista, a una chica con un vaporoso vestido de moda... Y, frente a todos ellos, la torre se inclinaba adoptando una forma alucinante, mientras que por sus cabezas los cables danzaban de un lado a otro.</p> <p>Rick puso la sirena en marcha y se dirigió hacia ellos, ululando al máximo de su potencia. Stan, con la cabeza fuera del vehículo, gritaba al tope de su voz:</p> <p>—¡Salgan fuera de los cables, vuelvan atrás! <i>¡Quítense del alcance de los cables!</i></p> <p>Por lo que pudieron apreciar la gente ni se dio cuenta de que la ambulancia estaba allí. Stan la detuvo casi demasiado tarde. En el último instante dio un terrible frenazo, se agarró al volante y el vehículo dio media vuelta, siendo arrastrado sobre el polvo durante cuarenta o cincuenta yardas, hasta ir a aplastarse de costado contra una roca, quedando la conducción fuera de servicio. Rick se golpeó la cabeza contra el parabrisas y oyó algo así como el caer de unos cables que habían golpeado en la carretera tras ellos a poca distancia de la trasera de la ambulancia. Saltaron inmediatamente, teniendo buen cuidado de evitarlos. Stan iba ante él, y Rick fue siguiéndole. El chisporroteo de la torre comenzó a declinar y comprendió que los fusibles de seguridad y los cortacircuitos habían entrado en función de algún modo. Lo que servía de suministro a Sand Creek estaba otra vez fuera de servicio.</p> <p>Boris Grabowski llegó hasta ellos. Tenía la cara blanca como una hoja de papel y sus ojos parecían querer salírsele de las órbitas. Sólo pudo farfullar irregularmente:</p> <p>—Jefe, estoy volviéndome loco...</p> <p>—Tú y yo, los dos, Grabowski —le dijo Rick entre dientes.</p> <p>Rick miró de nuevo la torre conductora. Casi había desaparecido en su estructura superior; sólo quedaba en pie, como el tocón de un viejo árbol, el pie hasta una altura de seis u ocho pies, requemado y ennegrecido y con muchas de sus partes retorcidas. Todo lo que faltaba había caído derretido a noventa o cien pies de profundidad por la colina, y la carretera era una verdadera jungla de cables. La gente continuaba en medio de aquella maraña. Los cables habían caído entre ella; pero todo el mundo seguía en pie, y sólo Dios sabía por qué. Los hombres de Saskeega trataron de hablarles; pero fue completamente inútil. Comenzaron a empujarles y a gritarles que se apartasen de los cables. Fue un trabajo difícil y penoso. Aquellos extraños miraban todos con fijeza hacia adelante, caminaban cuando eran empujados y se detenían en cuanto se les dejaba solos.</p> <p>—Lo que necesitamos —exclamó Rick con furia— es un buen perro pastor...</p> <p>Envió a Boris a telefonear pidiendo troncos para bloquear la carretera, la ambulancia con su equipo y el coche grúa para despejar el camino. Después se encaminó hacia la Estación Ocho con Stan. Allí recibieron otra nueva sorpresa. La gente que habían visto había sido sólo la segunda oleada, la primera muchedumbre de fanáticos había llegado antes de producirse la catástrofe. Había señales de rojo sobre la puerta en donde habían hecho saltar los cerrojos de la Estación. Era la gente a que Johnny había querido referirse cuando intentó telefonear.</p> <p>Rick entró en la estación; Johnny estaba muerto. Parecía como si hubiera intentado impedir que la gente se aproximase a las barras colectoras. Pero no debió tener ninguna oportunidad; la gente debió cogerle en vilo y tirarlo sobre los contactos... Seis personas más habían muerto; el resto, como una docena más, miraban fijamente a la maquinaria de una forma estúpida y fascinada, hurgando entre las barras colectoras como deseando que ocurriera algo que todavía no se había producido. Rick cargó contra ellos y los empujó a patadas fuera de la estación. Uno de aquellos individuos volvió, como hechizado, y Rick volvió a empujarle de malos modos; pero no pudo detenerse a tiempo. Cayó rodando por el suelo y el fanático se lanzó otra vez sobre las barras colectoras, como deseando ser electrocutado cuanto antes. Rick acabó por dejarle donde estaba. Era como dejar a un chiquillo un juguete para que se apaciguase...</p> <p>La única criatura que aún mostraba signos de haber sido un ser humano era una muchacha. Estaba sentada a la puerta y lloraba. Stan le puso su chaquetón sobre los hombros.</p> <p>—Dios sabe qué habrá ocurrido con los otros; pero esta chica parece hallarse en pleno «shock» —añadió Stan. Y comenzó a hablar con ella.</p> <p>Consiguió saber que se llamaba Allison Foster, que vivía con una tía suya a unas cuantas millas de Freshet. La chica dijo que había oído la música; y aquello era todo. Que habían oído la música. Y que habían cogido sus coches y se habían encaminado hacia la montaña, siguiendo a quien les llamaba. Habían tenido un accidente por el camino y el resto lo hicieron subiendo a pie hasta la Estación Ocho. Le dijo a Stan que entonces se había detenido la música misteriosa. Se había desvanecido como por encanto. Y a partir de aquello la chica comenzó a llorar desconsoladamente, sin que nada pudiera hacerse por calmarla.</p> <p>El Controlador levantó los ojos de la chica y sacudió la cabeza. Entonces se oyeron las sirenas en dirección a Saskeega...</p> <p>La montaña fue acordonada. La carretera fue cerrada al tráfico desde Freshet hasta el Valle Indio. Parecía que cada laboratorio de investigación de todo el país enviaba un equipo para husmear lo que allí estaba ocurriendo. Incluso enviaron a gentes procedentes del Cabo Kennedy, sin que Rick pudiera imaginar qué es lo que los astronautas deseaban buscar allí. Stan repuso sardónicamente que a lo mejor, entre el personal de la Compañía, había algunos hombres verdes procedentes de otro mundo.</p> <p>Todo fue siendo analizado sistemáticamente, lo que quedaba de la torre misteriosamente fundida, los aisladores, la superficie de las rocas y los trozos de cable esparcidos aquí y allá. Si aquello dio lugar a algunos informes, ni Stan ni Rick pudieron saberlo. Seguían sabiendo lo mismo que el día que ocurrió la misteriosa catástrofe. Todo lo que sabían es que una hermosa mañana aquella torre se había fundido. No era imaginable que hubiese ocurrido así; pero había ocurrido.</p> <p>Se volvió a montar otra vez el suministro de energía. Se hizo un empalme sobre lo que quedaba de la vieja torre fundida y se le adaptaron las piezas necesarias para montar los cables sobre ella. Se restauró el servicio de energía eléctrica, que quedó listo dos días después del accidente. Las tropas que se enviaron permanecieron allí de servicio. El Caballo Negro estaba literalmente sembrado de guardias armados.</p> <p>Pasada una semana, la gente que se había salvado murió y comenzó un pánico a escala nacional. Se rumoreó que todo el condado de Saskeega debía ser puesto en cuarentena. Aquello debió haberse llevado a cabo; pero nadie pudo descubrir por qué murieron las víctimas. No parecía ser nada físico, sino sencillamente que morían sin causa aparente. Nadie pudo hacer nada. Rick oyó decir que el mismo día que la corriente fue restablecida, la gente volvió a subir y a dirigirse al paso del Caballo Negro, haciendo lo mismo que antes. La chica a quien Stan había hablado no parecía hallarse tan mal; pero, al igual que otros, su corazón se detuvo sin causa aparente y murió.</p> <p>Rick se fue a vivir con la familia de Stan durante algún tiempo, porque no le gustaba la idea de que Judy permaneciese en la casa que hasta entonces habían habitado tan felices. Cuando estaba junto a Jeff, Judy no estaba tan mal. Unos diez días después de lo ocurrido, volvió de Saskeega una tarde y Stan le rogó que le acompañara al taller. Tenía algo que mostrarle.</p> <p>Lo tenía en un rincón pequeño y encantador de la parcela que habitaba, en un cobertizo, en cuyo interior y entre otras herramientas y útiles tenía un par de tornos y una fresadora. La cosa de que quería hablarle estaba en pleno suelo. Rick la miró con perplejidad.</p> <p>—¿Qué diablos es eso, Stan?</p> <p>—Échale un vistazo con cuidado. Imagina cómo funciona.</p> <p>Rick miró cuidadosamente. Aquel dispositivo tendría como unos cuatro pies de altura, en forma de una caja cuadrada, montada sobre unas patas de duraluminio. La mayor parte de su interior estaba cuajada de circuitos electrónicos. Rick no era hombre entendido en electrónica, pero sabía distinguir lo que era un oscilador cuando veía uno. Sobre el tope había dispuesto un cono en forma de altavoz, montado horizontalmente, y por encima de todo una cosa que parecía el elemento de un fuego eléctrico y sobre él, todavía, una estructura complicada de finos cables.</p> <p>Rick se encogió de hombros.</p> <p>—La parte inferior parece una cosa obvia. Parece que sea algo para calentar la casa. ¿Qué se supone que debe hacer?</p> <p>—Es una trampa para bichos.</p> <p>—¿Y qué atrapa esto?</p> <p>—Por el momento sirve para atrapar mosquitos. Échame una mano, te lo mostraré.</p> <p>Entre ambos levantaron la máquina, la sacaron al exterior y Stan le enchufó un cable del distribuidor, mientras apuntaba a una línea de potenciómetros montada sobre el chasis de la máquina.</p> <p>—Observa con cuidado. Es como la recomposición de una serie de notas inaudibles. Rick había leído algo sobre aquello en alguna parte, cómo las hembras de ciertos insectos emiten una nota que atrae a los machos, o algo parecido. No estaba demasiado seguro al respecto, pero el principio era obvio.</p> <p>—Quieres decir que ese aparato genera la llamada, con su frecuencia de emisión, y que los mosquitos vienen volando...</p> <p>—Y aterrizan sobre la plancha caliente que hay sobre la fuente generadora del sonido. Y funciona muy bien. Ya lo verás.</p> <p>Stan conectó aquella máquina. No se oyó ningún sonido audible, los paneles laterales tenían un aspecto aterciopelado, aquello era todo. Los elementos comenzaron a resplandecer de un color naranja; dentro de pocos segundos después, los insectos comenzaron a caer. Primero cayó uno, que al tocar la plancha superior emitió una leve chispita de color y se desvaneció. Después, fue otro y otro. Pronto toda una riada de insectos venían volando para incinerarse a sí mismos. Stan desconectó el aparato.</p> <p>—Bien, creo que es bastante para una demostración. La verdad es que no me preocupa en este momento matar mosquitos, estoy empezando a saber de qué forma se sentirán...</p> <p>Se llevó unos segundos para que la implicación de sus palabras llegase a la mente de Rick. Cuando se produjo, Rick creyó haber recibido un fuerte golpe en el estómago.</p> <p>—Stan... si estás sugiriendo lo que pienso... Pero eso es una locura. Y es demasiado horrible para expresarlo en palabras.</p> <p>Stan se encogió de hombros.</p> <p>—No te he sugerido nada, amigo mío. Sólo te he mostrado un atrapa insectos; tú puedes hacer tus propias comparaciones. —Y recogió el depósito superior—. Lo dejé funcionando la noche pasada. Éste fue el resultado.</p> <p>Rick lo tomó de manos de Stan. Era como había esperado. Aquello estaba repleto de insectos muertos, electrocutados, carbonizados. Chasqueó los labios y Stan se apartó del lugar. Rick le siguió.</p> <p>En cierta forma, aunque algo que ya existía en su mente tenía que ser expresado en palabras desde hacía tiempo, sintió llegado el momento de discutirlo. Sentía el espanto de oír decir a Stan algo que podría ser verdad.</p> <p>—Stan, si esperas que yo te siga en una cosa tan horrible como ésta...</p> <p>Su interlocutor se volvió en redondo.</p> <p>—Cristo, Rick, yo no lo creo. —Y extendió las manos en un gesto vago—. No lo puedo creer. Pero he seguido eso y hay sólo una respuesta que satisface mi lógica. No puedo <i>creer</i> tal respuesta. Pero también <i>sé</i>, Rick, que lo que has visto hacer a esa pequeña máquina es un modelo de lo que está sucediendo en la Estación Ocho. Esto sí que puedo jurarlo ante Dios y sus ángeles. —Y volvió la espalda al taller.</p> <p>Rick le siguió como un hombre desamparado. Stan rebuscó por una alacena. Había una botella de whisky y un par de vasos. Rick tomó su trago y el vaso le retemblaba entre los dientes. Lo dejó y se lo quedó mirando fijamente.</p> <p>—Ahora sé que voy a volverme loco de verdad...</p> <p>Stan se frotó la cara con las manos.</p> <p>—Rick, escucha y óyeme. Puede que no tenga la oportunidad de repetir lo que voy a decir. Tú no puedes explicar lo que ha sucedido en el Caballo Negro, yo tampoco; nadie puede hacerlo. Por tanto, tomaremos las cosas que han ocurrido como puntos de referencia y ver lo que pueden mostrarnos. Si vemos algo que está fuera del alcance de nuestra tecnología, es una lástima. Porque, como dijo aquel individuo, una vez que has eliminado lo imposible, lo que queda, sea lo que sea, no obstante su improbabilidad, es la verdad.</p> <p>Stan se tomó otro sorbo de su bebida para continuar:</p> <p>—Eliminaremos el sabotaje. Si alguien quisiera destrozar nuestras líneas, sería comprensible, pero ¿cómo puede nadie fundir una torre? Eliminaremos también la posibilidad de que todos estuviéramos durmiendo y hubiéramos soñado esto porque yo me corté la cara afeitándome esta mañana y sangré... Descontaremos también la idea de que hemos sufrido una serie de peripecias inconexas entre sí porque esto entraría en el orden de la probabilidad de la clase de que un mono fuese capaz de tocar a la perfección una sinfonía de Beethoven al piano. Tomaremos los hechos como sucesos interrelacionados entre sí y seguiremos a partir de ese momento.</p> <p>»Murió un viejo vagabundo. Después fue el granjero. Más tarde los muchachos en el interruptor cíclico. Y Halloran allá sobre los cables. Después la gente que vimos el día en que se fundió la torre. Ahora yo sé y tú también que Jim Halloran no pudo haberse suicidado. Es como dicen por ahí esos tipos, que fue arrastrado allá arriba. Aquellos fanáticos tampoco se mataron a sí mismos <i>conscientemente</i>; tú sabes esto muy bien, al igual que yo, porque ayudaste a sacarlos de entre los cables. Ninguno estaba consciente de maldita la cosa al respecto. No creo que ninguna de esas muertes haya sido un suicidio, excepto tal vez la del viejo vagabundo. La gente ha sido arrastrada, llevada hasta los cables, a las líneas de conducción, en particular hacia la Estación Ocho, y tampoco maldito si han podido evitarlo. Todo esto, pues, me sugiere la existencia de una fuerza, una Voluntad, si quieres pensarlo más bien así. Alguna cosa más fuerte que lo humano, algo que pueda cortar, suprimir el instinto básico de la supervivencia, que haga que una persona suba allá y... entre en comunión con <i>ello</i>. Y las cifras dicen algo más. Primero fue una persona, después dos, después tres, más tarde un centenar. La Voluntad es cada vez más fuerte. Por tanto, mantengo que es un proceso de <i>estimulación...</i></p> <p>—Por amor de Dios, Stan —dijo Rick con voz ronca.</p> <p>Pero Stan continuó hablando, sin hacer caso de las observaciones de su amigo:</p> <p>—Ahora es mucho más fuerte, porque se ha llevado a los que han muerto en el hospital. Es algo fuerte, sin lugar a dudas. Hizo algunos errores en el pasado. Y notables. Pero ya no los hará más. Lo que ocurrió en la Estación Siete puede que nunca lo hubiéramos sabido. O en la torre. Yo diría que la última vez se ha superado en astucia a sí mismo. Se ha concentrado poderosamente en un lugar. Porque <i>puede</i> concentrarse y dispersarse. Puede ajustar nuestro voltaje a sus necesidades. Esto es cosa que ya lo he probado.</p> <p>—Pero nuestro fluido... —intervino Rick tímidamente.</p> <p>—No se trata de nuestro fluido —repuso Stan irritado—. <i>Eso</i>, lo que sea... utiliza la corriente como un medio. Puede hacer del voltaje lo que quiera, según le convenga. Por ejemplo, puede utilizar la corriente donde le convenga y lee en los registradores, en los diales, en todas partes; pero las líneas no se sobrecargan...</p> <p>—Pero eso es una locura...</p> <p>—Rick, no sabes esto porque se ha hecho a espaldas tuyas. En esto tengo que lamentarlo. Yo puse voltímetros registradores en esa línea. Uno a la salida de Saskeega, otro en la Estación Siete, otro en la Ocho y media docena más en medio. Se colocaron una noche y fueron retirados a la mañana siguiente. Conseguí los rollos de registro y aquí los tengo. —Se volvió y abrió un cajón. Después entregó a Rick los gráficos.</p> <p>Rick los miró fijamente. Le pareció en aquel momento que las sombras del taller se hacían más densas y se amontonaban por todas partes. La teoría puede ser una cosa grandiosa; pero, en fin de cuentas, sólo es cuestión de jugar con palabra. Pero aquello era algo que podía ver y tocar con sus manos. Rick era un realista y creía en lo que tocaba.</p> <p>La línea que subía hasta el paso del Caballo Negro aparecía en la gráfica llena de nudos y bucles en una maraña terrible, el gráfico lo demostraba. Había una serie de alteraciones en el voltaje, subidas y bajadas hasta cero. Existía una serie de ritmos donde algo había jugueteado a capricho toda la noche en su paso hacia arriba y hacia atrás, hasta la Central de Saskeega. Algo imposible, malévolo, algo terriblemente fuerte. Allison había hablado de escuchar una música. Aquello era la verdadera notación de la melodía que la pobre chica había escuchado...</p> <p>—Hice la misma comprobación por el Valle Indio —continuó Stan con calma—. Más allá de la Estación Ocho, el voltaje permanece inmutable. Las líneas funcionan perfectamente.</p> <p>Rick apenas si pudo murmurar:</p> <p>—¿Qué diablos es esto? ¿Tú tienes alguna idea, Stan?</p> <p>—¿Cómo puedo responderte? —contestó su amigo encogiéndose de hombros—. ¿Cómo podría hacerlo nadie? Puede que sea el vagabundo, el viejo. Tal vez es que consiguiera de alguna forma enredarse entre los cables. Y está solo, deseando compañía... Puede ser algo que derive de la influencia de los rayos cósmicos, tal vez lo generamos nosotros mismos a partir del cobalto y el hidrógeno, quizá se trata de una segunda Creación y que en lo profundo de la oscuridad y el calor vaya a surgir un nuevo Adán. Demonio o espíritu, el Stallion Jim o el propio anti Cristo... no lo sé. Pero sé por qué utiliza nuestras líneas y por qué está ubicado allá arriba, en la Estación Ocho.</p> <p>—¿Por qué?</p> <p>—Usa tu cabeza, Rick. Somos el gran suministro vital de la Estación Investigadora de Sand Creek. Y sobre la montaña está el fundamento de las unidades del día del Juicio Final. Pensemos lo que pensemos, ocurra lo que ocurra, esas líneas tienen que permanecer intactas. Esa <i>cosa</i> puede llegar hasta allí, salir volando hacia otro lugar, recorrer todo el país, volver, dar caza a algo especial que busca. Tuvo que haberse ido cuando voló el transformador y cuando se fundió la torre. Pero vuelve de nuevo cuando sabe que se encuentra a salvo.</p> <p>Rick Cameron comenzaba a ver algunas posibilidades entre toda aquella inmensa locura que le relataba su amigo y jefe. Tuvo que humedecerse los labios para decir:</p> <p>—Stan..., ¿cuál va a ser el final de todo esto...?</p> <p>El Controlador estaba de pie y entre las sombras, fuera del círculo de la lámpara del taller. Rick le vio encogerse otra vez de hombros con un gesto de fatalismo.</p> <p>—Todo esto aún sigue siendo una suposición. Pero en la forma en que yo lo veo, no es preciso que haya ningún fin. Mira las líneas, Rick, piensa en ellas. Piensa en la forma en que Judy lo hace. Piensa cómo salen desde las Centrales hasta las subestaciones, cómo se dividen una y otra vez para dirigirse hacia las calles principales de las poblaciones y ciudades, y hacia los teatros, los cines, las fábricas, las granjas, los hospitales, las casas... Es como un bosque inmenso e intrincado, eso es una red de distribución eléctrica, ya lo sabes... Es como un millón de árboles que surgen de un mismo tronco. Y si esas líneas se vuelven locas y eso ha comenzado en la Estación Ocho, aquí mismo... puede alcanzarnos a todos nosotros. No habría forma de escapar.</p> <p>»Nadie se daría cuenta, en realidad, cuando comenzase a arrastrarnos. Quizás influiría en los científicos, en los políticos, en cualquiera que pudiera comprenderlo y que sepa qué es lo que está tratando de hacer. Quizá se dé comienzo a alguna guerra, quién sabe... Una cosa es cierta: hasta que quede en pie uno de nosotros, esas líneas que conducen energía hasta Sand Creek, permanecerían manejadas por hombres y Saskeega bajo control. Después, cuando no quede nadie..., ¿quién sabe? Puede ser que Saskeega siga siendo controlada...</p> <p>»Si yo no fuese un ingeniero, si yo no fuese el Controlador de Saskeega y si yo <i>creyese</i> esto, me marcharía en el acto. Me iría a vivir al Tíbet. De esa forma, moriría alguna vez, lejos de todo esto. Pero no soy un agente libre. Tengo que decir que todo esto es una basura, y que es una locura lo que estamos hablando. Tengo que seguir con mi trabajo.</p> <p>Stan encendió un cigarrillo. El súbito resplandor de la cerilla, resultó algo sorprendente. Rick le vio el rostro por un segundo. Daba la impresión de estar preocupado mortalmente.</p> <p>—Podemos destruir esto, Stan —dijo súbitamente Rick—. Cortar las líneas en Saskeega y más allá de la Estación Ocho, ponerlo todo en cuarentena, dejar que <i>eso</i> se muera por falta de energía, y...</p> <p>Stan le interrumpió con una carcajada en la que había muy poco humor.</p> <p>—¿Destruirlo? ¿Es que no ves lo que ocurriría, no te imaginas al viejo Perkins y al Gobierno? ¿Qué podría decirles? Cortar las líneas sobre el Caballo Negro, sólo porque el Diablo está entre los cables y queremos que se muera de hambre por falta de energía eléctrica... ¿Puedes imaginarte que yo haga una cosa parecida? No, amigo mío, no hay salida posible.</p> <p>—Bien —dijo Rick—, lo tienes en tus manos. Y yo estoy contigo, y mis muchachos también.</p> <p>Stan permaneció en silencio y en calma por unos instantes. Después, dijo:</p> <p>—Olvidaré lo que has dicho, Rick. Pero debo avisarte sobre esto: te prohíbo como superior, que hagas cualquier cosa que pueda alterar el suministro de energía a Sand Creek o que perjudique el funcionamiento de Saskeega. Sigo siendo el Controlador y por Dios, si ese es mi trabajo y mi deber, seguiré haciéndolo y cumpliéndolo. ¿Está claro esto, Rick? Cameron sacudió la cabeza, disciplinadamente. Era como si ya no fuese capaz de seguir pensando por su cuenta en nada más.</p> <p>—No puedes dejar que las cosas sigan así, Stan. Es demasiado horrible para pensarlo. Si esto ya ha comenzado...</p> <p>Stan hizo un gesto sacudiendo la cabeza.</p> <p>—Rick, estoy cogido en la misma trampa que todo el mundo. Es la clase de trampa que sólo la raza humana pudo haber inventado para sí misma. Tuvo que haber surgido alguna vez. Pero el momento escogido ha sido el de ahora. Estamos inmersos en la misma red de nuestra propia tecnología. Esas líneas tienen que estar donde están. Las <i>necesitamos</i>. Somos algo muerto sin ellas. Podríamos estar muertos también sin ellas y es una lástima. Pero no podemos hacer que el reloj del tiempo y de las cosas vuelva atrás. No podemos despreciar la electricidad sólo porque se ha vuelto peligrosa. Te dije que <i>sé</i> que es verdad. Pero no te dije que lo creyera. Esta es una de esas ocasiones en que el conocimiento y la creencia son dos cosas diferentes. No puedo permitirme a mí mismo creer esto porque estoy en Saskeega. No puedo creerlo tampoco sobre una base personal porque ello representa la caída a lo que se me ha enseñado a considerar como irrazonable. No puedo cometer un error como ése, ni caer en semejante estado.</p> <p>Se paseó a pasos cortos por el cobertizo y encendió la otra luz. Después otra.</p> <p>—Seguiré en pie o caeré por lo que te he dicho. Tengo que demostrarlo de una forma u otra.</p> <p>Repentinamente, Rick se sintió aterrado.</p> <p>—Stan, qué diablos...</p> <p>Stan puso en marcha el torno y después el otro y finalmente la fresadora. Ya no había más aparatos eléctricos que tuviesen que funcionar. El pequeño recinto zumbaba y se estremecía ante la energía mecánica producida por la electricidad, mientras que las luces proyectaban sus haces de claridad contra el césped del exterior, en la oscuridad. Y allá lejos, el Caballo Negro era como una enorme sombra en la noche. La montaña parecía tener diez millas de altitud.</p> <p>—Esta misteriosa energía proviene de los cables. Ha sido la causante de todo lo ocurrido, de la gente que ha muerto, de la que fue llevada al hospital, la que atrapó a esa chica Allison y la hizo cometer algo que aún me estremece cuando lo pienso. Y así pueden hacerlo también con nosotros, y puede estar aquí presente. Entre estos tornos, a la luz de las lámparas.</p> <p>»Yo digo, que esa Cosa, sea lo que sea, tiene su lógica. Hasta ahora se ha movido con hechos que pueden ser y han sido explicados. Siendo lógico, eso sabe que yo soy el único individuo que lo comprende y puedo matarla. Te he absuelto de toda responsabilidad y también, por el momento, del riesgo de darte las órdenes que he llevado a cabo en persona. —Stan puso la mano sobre uno de los tornos y miró a la montaña—: ¡Te desafío, bastardo, sea quien seas! Y a donde quiera que vayas, te perseguiré... Si perezco en el desafío, la gente sabrá al fin que eres real y sabrán cómo sacarte el corazón, si es que lo tienes...</p> <p>No ocurrió nada. La montaña emergía hacia el cielo como una nube y los tornos continuaban girando suavemente con sus diversos mecanismos, deslizándose las correas de enlace. Y aquello fue todo. Esperaron, y pasado algún tiempo, Stan desconectó la maquinaria, apagó las luces y se volvieron a casa.</p> <p>Más tarde, entrada la noche, oyeron una emisión de radio. Las noticias eran fantásticas. Por todos los Estados Unidos se habían producido las desapariciones de diez mil personas que habían abandonado sus hogares en las últimas veinticuatro horas. El FBI llevaba a cabo encuestas de ámbito nacional con sus poderosos recursos informativos. Un avión de pasajeros se había estrellado contra las Montañas Rocosas, a quinientas millas de su ruta normal. Un vaquero, cabalgando a gran distancia de su rancho, había visto una cosa extraña. Juró que había sido testigo del paso de todo un ejército de gente harapienta, con mirada ausente, que como un hormiguero pasó junto a él sin pronunciar palabra, como empujados hacia Dios sabía dónde. Y siguieron muchas otras cosas más por el estilo.</p> <p>Stan rebuscó una serie de mapas y realizó una meticulosa comprobación. La ruta del avión siniestrado, el paso de aquella horda vagabunda, otros sucesos relacionados y fuera de lo común y fue bosquejando una gráfica, con una serie de líneas. Todas apuntaban hacia un mismo lugar.</p> <p>A Rick le dio la impresión de que no podía dar crédito a sus ojos; pero tuvo que creer la realidad evidente.</p> <p>—Stan, por Dios, eso está moviéndose. Ha comenzado a moverse...</p> <p>Stan se sentó y no contestó una palabra a su amigo.</p> <p>Después, hablaron a sus mujeres para que se marcharan hacia el este. No podían explicar qué debían temer ni lo que estaba ocurriendo, sino que les repitieron una y otra vez que algo singularmente extraño iba mal en las cosas. Les costó mucho convencerlas, hasta que se rindieron finalmente ante el deseo de sus maridos. Stan consiguió que Judy tomara el coche y saliera por la mañana tan pronto como le fuera posible y que le seguirían ellos a la mayor brevedad. Después, intentaron descansar un poco. Rick estaba levantado al amanecer. Era demasiado temprano, pero Stan ya se había marchado. El garaje estaba vacío, sin duda se había ido a Saskeega.</p> <p>Rick tomó su coche y se dirigió a su casa. Todo estaba en la mayor quietud. Se cambió de ropas, buscó la vieja navaja de afeitar y se dio un afeitado de circunstancias. Por lo general, no le gustaba utilizar su «Remington» eléctrica y menos en aquella ocasión. Después, salió a donde pudiera contemplar el valle y la montaña más allá, y el tendido de las líneas que como telas de araña se alejaban en millas de distancia. Evitó pensar que debía empaquetar todas sus cosas y salir de allí. Pero resultaba demasiado fantástico. Era como tirar por la ventana su trabajo y su futuro, su hogar y perder a todos los amigos que conocía en la región, sólo porque una noche se ha tenido un mal sueño. Todo aparecía en una paz completa. El aire olía a flores, puro y limpio... Era imposible que pudiera haber alguna cosa en los cables de conducción eléctrica que estuviera dispuesta a matar a lo que encontrase por delante...</p> <p>Volvió a Saskeega en el coche. Se encontró tropas en la carretera, y todo parecía inmerso en la mayor confusión. Nadie sabía con certeza qué era lo que estaba ocurriendo. Vio la presencia de tanques con los cañones preparados, sin apuntar a ninguna parte. Oyó a alguien decir si es que había comenzado otra nueva guerra.</p> <p>Saskeega estaba solitaria y vacía. Aquello era una locura. Rick podía oír el ruido de las turbinas y el de otros muchos propios de la Central. La energía había cesado de suministrarse; pero la estación marchaba por sí sola.</p> <p>Una sirena aullaba en algún lugar; pero incluso su sonido era algo solitario. Comprendió que no había nadie a quien llamar y Rick se dirigió hacia la oficina del Viejo, en las Oficinas Principales. La puerta estaba abierta de par en par, su sillón volcado y papeles de todas clases esparcidos por el suelo. Salió de allí como alma que lleva el diablo. No había allí nada que hacer y se dirigió decidido hacia la Estación Oeste.</p> <p>El sol estaba bien alto en el cielo prometiendo un día caluroso. Salió del coche y corrió por el firme de la carretera. Las pisadas de sus pasos eran lo único que parecía vivo en aquel lugar. Llegó a la sala de control. Donnell estaba allí. Rick le preguntó dónde diablos estaba el turno de guardia y por qué no había solicitado ayuda. Lo había intentado, los teléfonos no habían funcionado y no podía dejar aquello totalmente abandonado, estando como estaba sudando y con aspecto de hombre que está a punto de perder la cabeza. El voltaje había estado pasando sobre el Caballo Negro, las desconexiones no habían hecho enmudecer las líneas de conducción. Stan Mainwaring había estado allí y se había dirigido allá arriba, a la Estación Ocho. Había dejado recado de que llamaría desde el paso del Caballo Negro, pero todavía no había llamado...</p> <p>Rick miró a los diales sobre el panel principal y permanecían firmes en sus lecturas. Todo el edificio vibraba con un pulso misterioso e imposible. No era lo que pudiera calificarse de ruido, era la sensación de una docena de turbinas inyectando energía en los cables y enviándola a la lejanía y por sobre el Caballo Negro. Donnell estaba desconcertado sin saber qué hacer. Los cables estaban mal, se habían vuelto locos de nuevo, algo estaba equivocado más allá de toda imaginación. Desconcertado, pidió autorización a Rick para tomar una medida drástica en la situación aquella.</p> <p>Pero Rick Cameron soltó un juramento. Aquello era asunto de Donell, no suyo. El ingeniero daba un lastimoso aspecto, como si estuviera a punto de estallar en una crisis de histerismo. Comenzó a dar golpes a todos los controles y diales, como si no pudiera creer que nada de aquello fuese realmente cierto. Entonces, sonó el teléfono.</p> <p>Rick le echó mano en el acto. Pero no era Stan, era Judy. De algún modo, aquella llamada le estremeció de pies a cabeza, pensando si todos estarían muertos en el cambio. Judy, al teléfono, quería saber si las cosas iban bien. Estaba empaquetándolo todo y estaba a punto de marcharse, insistiendo una vez más si las cosas marchaban bien.</p> <p>Donell estaba tirando del brazo de Rick y murmurando algo respecto a una música. Rick le apartó bruscamente y Donell comenzó a gritar.</p> <p>—¡La música, Rick, ha comenzado de nuevo, es la música de la última vez, vi cómo esos diales se movían, todos lo vimos y no pudimos hacer absolutamente nada para evitarlo, sólo limitarnos a oírla a la fuerza. Por Cristo, Rick, la música...! —Donell había caído de rodillas y perdido todo su control.</p> <p>Rick permaneció todavía en pie, sintiendo la energía eléctrica a través de las suelas de sus zapatos. Y Judy que estaba al otro extremo del teléfono, sin saber qué hacer. Le resultaba ya imposible seguir pensando en nada razonable. El voltaje estaba comenzando a volverse loco y a bailar su fantástica danza de nuevo y así ya no podía pensar en nada. Finalmente, dijo a su esposa:</p> <p>—Judy, mira, las cosas no marchan bien, ten cuidado y oye bien lo que te digo. Hay algo fantástico que está ocurriendo. Vete inmediatamente, y pronto, rápidamente, lo más pronto que puedas.</p> <p>Entonces una nueva idea le asaltó. Judy estaba empaquetando las cosas más precisas del hogar, lo que resultaba evidente al llamar desde la casa. No tendrían que haber vuelto más a la casa y entonces deseó con urgencia salir de allí cuanto antes. Y le gritó:</p> <p><i>—¡Judy! ¡Márchate ahora mismo de la casa!</i></p> <p>—¿Qué...?</p> <p>Vaciló un instante; pero tuvo que decirle:</p> <p>—Judy, las líneas. Como tú decías, hay algo terriblemente equivocado y fantástico en las líneas eléctricas. Judy, no te aproximes a ninguna. No intentes cocinar nada, no utilices ninguna luz, no hagas ninguna llamada telefónica. Limítate a salir de la casa cuanto antes mejor. Dile a Jeff que esto concierne a Stan y a mí. Dile a ella que iremos en cuanto nos sea posible y dile que me llevaré a Stan conmigo. Me lo llevaré aunque tenga que llevármelo a rastras. Pero, <i>¡sal de ahí inmediatamente!</i> Tienes que hacerlo, tienes que hacerlo ahora mismo, ¿me oyes, Judy?</p> <p>—Sííí...</p> <p>—Bien, sé buena chica, acaba con las maletas y márchate inmediatamente. Bueno cariño, te veré tan pronto como me sea posible...</p> <p>Puso el receptor en su lugar. Donell continuaba gritando.</p> <p>—Lo oí la última vez, Rick, no pude decírtelo, no podía perder mi trabajo, habrías dicho que estaba loco, no podía decir lo que había oído...</p> <p>—Por amor de Dios, quítate de en medio. —Pasó y echó mano de nuevo al teléfono. Hizo una llamada a la Estación Ocho. Allí no había nadie. Los ruidos estáticos en la línea resultaban horribles, daba la impresión que gritaba todo un ejército de dementes. Jamás en su vida había percibido semejante ruido estático. Gritó en el aparato:</p> <p>—¿Hay alguien ahí? Vamos, responda, ¿hay alguien que pueda contestarme?</p> <p>Creyó haber oído que alguien descolgaba el receptor.</p> <p>—Stan, ¿eres tú? ¿Estás ahí arriba, en la Estación Ocho?</p> <p>Se oyó algo parecido a un ronquido, al menos así sonaba en los oídos de Rick. Y una palabra por encima de los sonidos estáticos de la línea telefónica. Aquello sonaba como a «No puedo...» Después dejó de escucharse toda traza de voz humana.</p> <p>Rick golpeó el teléfono repetidas veces en el interruptor.</p> <p>—Stan, Stan, ¿estás ahí? Llamo desde la Central Oeste a Estación Ocho..., <i>¿estás ahí?</i></p> <p>La Estación Ocho contestó a su manera. Ambos lo vieron. Comprobaron cómo todos los diales y registradores marcaban la tremenda subida de voltaje que se dirigía a la montaña...</p> <p>Rick, enfurecido, se lanzó a los controles y tiró del contacto, dejando la línea sin energía alguna, destrozando las conexiones. Después, sin pronunciar una palabra corrió hacia su coche. Existía un atajo pasado Freshet que acortaba la distancia a la montaña; un camino en malas condiciones, que apenas era un sendero de caballerías y carretas de las granjas cercanas. Por allí lanzó el coche, y dando tumbos a punto de romperle los amortiguadores continuó su marcha febril, sin preocuparse de abollar el vehículo ni destrozar los cromados del automóvil contra los peñascos del mal camino.</p> <p>Cuando llegó a la Estación Ocho las líneas seguían aún con vida. Alguien había autorizado a Donell a volver a ponerlas en funcionamiento. O tal vez lo habrían hecho por sí mismas. Aquello no marcaba ninguna diferencia para Rick. Ni para las pobres gentes que habían llegado hasta allá antes que él.</p> <p>Durante toda la noche habían estado llegando aquellas pobres gentes, el primero de los ejércitos harapientos... Estaban apiladas alrededor de los colectores, mientras que los transformadores cantaban su misteriosa música. Y alrededor de las paredes, trozos negruzcos como los bichos cogidos en un atrapainsectos y por encima y sobre los cables, como una cosecha de fruta podrida. Debería haber habido un cordón de tropas a todo alrededor de la colina. Era duro decirlo; pero parecía como si los guardias estuviesen en su mayor parte escondidos bajo tierra.</p> <p>Rick comenzó a reír. Rió con una carcajada salvaje, incontrolada, histérica. Se rió de la Estación Ocho, de la gente, de lo que estaba viendo allí, de lo que había prometido a Jeff. Le dijo que le llevaría a Stan. Si podía llevárselo... Pero no podría hacerlo. No podía moverlo, se habría deshecho en pedazos, estaba demasiado quebradizo y frágil...</p> <p>Volvió corriendo montaña abajo. Nunca supo cómo llegó al fondo. Tuvo que correr la última milla. Inútil tomar el coche, estaba inservible.</p> <p>Había una gran tienda almacén de la línea aproximadamente a una milla de la Estación Siete, la construyeron cuando tuvieron que hacer todo el trabajo sobre la colina. Rick tuvo suerte, cuando llegó hasta ella uno de los camiones de la Compañía estaba al exterior. No había nadie a la vista en los alrededores. Abrió la puerta como pudo y cargó lo que quiso en la trasera de la camioneta. Cuando no le cupo más, arrancó y se dirigió hacia Freshet como alma que lleva el diablo. Sólo quería ver a Judy fuera de aquel infierno, comprobar que se había marchado muy lejos de allí.</p> <p>Condujo con dificultades. Primero, un corte en la carretera formado con enormes troncos que atravesaban el paso. Se dio cuenta de que el ejército se movía tras él. Detuvo la camioneta y un soldado se aproximó. Llevaba una carabina en las manos y tenía todo el aspecto del que está dispuesto a utilizarla. Rick le gritó que era el jefe de mantenimiento de las líneas de Saskeega y que tenía un asunto urgente que hacer. Le mostró su pase y el soldado llamó al sargento.</p> <p>Cameron creyó que perdía la cabeza. Sabía lo que iba a sucederle más o menos. El sargento se aproximó. Estaba aterrado. Era un individuo de cara abotargada, en donde se leía el miedo desde lejos, casi podía olérsele el pánico que dominaba su ánimo. Hizo un gesto con el pulgar de la mano:</p> <p>—Vamos, abajo...</p> <p>En aquel momento, pareció que el propio infierno había abierto sus puertas y comenzaron a oírse gritos y disparos por todas partes. Una columna de gente se aproximaba por la carretera. Los soldados tiraban sobre sus cabezas, intentando hacerla volver. Pero el resultado era totalmente negativo, la gente marchaba y marchaba hacia adelante, como si no oyese nada.</p> <p>Rick metió una marcha a la camioneta y la disparó hacia adelante. Oyó el golpe que dio el sargento al rodar por el suelo y el estampido de la delantera del vehículo al destrozar los palos entrecruzados ante el vehículo, que saltaren en pedazos, mientras que el vehículo giraba de un lado a otro abollándose en los guardabarros y haciendo saltar el obstáculo interpuesto. Algo parecido al tableteo de una ametralladora sonó tras él, pero a poco, el azul del cielo se abrió frente a él en el parabrisas y el camino apareció despejado de nuevo. Nadie le persiguió, seguramente deberían hallarse demasiado ocupados con la columna que avanzaba.</p> <p>Rick consiguió al fin llegar. El coche de Jeff estaba a la vista. Detuvo la camioneta y salió. Algo le impulsó a mirar en el garaje. La puerta había saltado, el viejo «Pontiac» de su esposa había desaparecido. Trató de decirse a sí mismo que todo iba bien, que habían tomado el «Pontiac» para irse y que todo estaba conforme, pero no resultó. Sintió miedo. Era como una garra que le atenazase el corazón, hasta que ya no pudiese estar más reducido, ni más frío. Caminó lentamente hacia la casa, murmurando... «Judy..., Judy...». Finalmente llamó fuerte a su esposa.</p> <p>Nada. Ninguna respuesta. El agua corría en alguna parte del interior, notando además otro ruido. Siguió la dirección apropiada. Provenía de la sala de estar. Entró en ella. Sobre la alfombra estaba tirado un secador del cabello zumbando en solitario con un cable que lo conectaba a un enchufe de la corriente.</p> <p>Jeff estaba en la cocina. Sentada sobre el fregadero, con la cabeza caída. Cameron la levantó. Una enorme cantidad de sangre aparecía esparcida sobre el fregadero, roja y como un abanico que se extendiese hasta el fondo. Tenía la cara desgarrada desde el cabello hasta la barbilla, como de haber sido arañada profundamente por un gato salvaje de las montañas. Debió aproximarse al fregadero para intentar detener la hemorragia; pero no pudo, la pobre mujer estaba demasiado mal herida... Rick la dejó, no había nada que pudiera hacer por ella en aquellas circunstancias. Permaneció unos instantes de pie, sabiendo que no debería perder la cabeza en aquellos instantes.</p> <p>Supo lo que había ocurrido y pudo apreciarlo claramente. Judy hizo lo que había dicho, mantenerse alejada de todos los aparatos eléctricos, pero se olvidó del secador. Se había bañado y cambiado y después comenzó a secarse los cabellos, dejando así que hablase la Estación Ocho, manteniendo el motor a la altura de su cara para oírlo más claro. Rick tuvo que haberlo recordado, tuvo que haberle repetido también lo concerniente al secador...</p> <p>Jeff trató de detenerla. Cuando ella oyó... fuese lo que fuese que pudiera oírse, salió corriendo y sacó el «Pontiac» y Jeff trató de sostenerla y ella le golpeó una y otra vez el rostro hasta destrozárselo... Pero no era Judy quien había hecho aquello, era la Cosa, que ya pertenecía a la Estación Ocho... Y allí fue a donde se dirigió, dejando a Jeff en el suelo y conduciendo el viejo «Pontiac»... Rick pareció enloquecerse... <i>¡Dios mío! ¡Óyeme! ¡Se ha ido a la Estación Ocho!</i></p> <p>Rick debió haber hecho lo que ella dijo. Debería habérsela llevado lejos, ella siempre había tenido pánico de los cables y de las líneas de electricidad, y sin duda sabía que un día se sentiría fatalmente arrastrada hacia ellos.</p> <p>Se había llevado a Stan, se había llevado a Judy y a todo lo que había querido. Tenía que llevárselo a él también. La Cosa sabía que Rick la odiaba y sabía que él podría matarla. Allí estaría en las alturas, en los vientos de la montaña, satisfecha y perezosa; pero sabía también que tendría que irse porque Rick iría a matarla.</p> <p>Rick hizo un terrible esfuerzo para concentrarse en lo que tenía que hacer. Sobre la espalda llevaba una caja de detonadores y en la camioneta, al exterior, toda una carga de cartuchos de potentes explosivos. Poner cargas eslabonadas sobre las cabezas de todas las torres de conducción a cada lado de la Estación Ocho y volarlo todo, y después hacer tabla rasa de la propia Estación Ocho, hasta destrozar en moléculas su maldito corazón azul... Pero Rick no iba a hacerlo... Tenía todo dispuesto, lo comprobó cuidadosamente; pero en el fondo sabía que no lo haría. No lo haría, porque tendría que entrar al interior y recoger el cuerpo carbonizado de su amada Judy entre los cables...</p> <p>Y de repente, se sintió atacado del hechizo.</p> <p>La Estación Ocho le estaba llamando...</p> <p>Dio vueltas sobre sí mismo, con las manos en la cabeza. Sentía como si oyera todos los sonidos imaginables. Como una música endemoniada; pero sin ser música. Como el viento entre los árboles. Algo delicioso, encantador, fascinante...</p> <p><i>Uggghhhh...</i></p> <p><i>Como Judy...</i></p> <p>Pero no le arrastró inmediatamente. Trató de hacerlo; pero no pudo. Tenía que llevarle de un lado a otro, y desviarlo, seguir y desviarse, jugar con él, martirizarle...</p> <p>Se puso en marcha, dando traspiés como un hombre borracho. Con los detonadores en la mano y las cargas explosivas en la camioneta y el viento en los árboles suspirando, Judy llamándole... y no olvidarse de los detonadores, ni de los explosivos... y hacia arriba... siempre en movimiento. Un levantarse y caer, arrastrándose. Un movimiento que no era movimiento. Moléculas que no eran moléculas, formándose y disolviéndose, burbujeando, formando remolinos...</p> <p>Y por primera vez, el <i>miedo...</i></p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LA NOVA - Isaac Asimov</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">A</style>RTHUR Trent les oyó clara y distintamente. En su receptor sonaron bien claras e irritadas las palabras:</p> <p>—¡Trent! No puedes escapar. ¡Interceptaremos tu órbita dentro de dos horas y si intentas resistirte te volaremos en mil pedazos por el espacio!</p> <p>Trent sonrió y no dijo una palabra. No disponía de armas, ni tenía tampoco necesidad de luchar. En mucho menos de aquellas dos horas, su astronave habría dado el salto a través del hiperespacio y jamás le encontrarían. Y llevaría con él casi un kilogramo de krilium, lo suficiente como para construir los circuitos de un millar de cerebros de robots, por un valor de diez millones de créditos en cualquier mundo de la Galaxia... y sin que nadie le hiciese preguntas.</p> <p>El viejo Brennmeyer había planeado el asunto. Lo había estado planeando durante treinta años. El trabajo de toda una vida.</p> <p>—Es la salida, muchacho —le había dicho—. Por eso te necesito. Tú puedes tripular una astronave y salir al espacio. Yo no.</p> <p>—Salir al espacio es un mal negocio, Mr. Brennmeyer —repuso Trent—. Nos echarán el guante en medio día.</p> <p>—No, si damos el gran Salto —le había advertido el viejo cautelosamente—. No si salimos como un relámpago y terminamos a años luz de distancia.</p> <p>—Se llevará medio día preparar el Salto y aunque incluso pudiéramos disponer del tiempo preciso, la policía pondría en alerta los sistemas estelares.</p> <p>—No, Trent, no. —El viejo insistía en su punto de vista, temblando de excitación—. No serán <i>todos</i> los sistemas estelares, sólo la docena que tenemos a nuestro alrededor. La Galaxia es muy grande y los colonos de los últimos cincuenta mil años, han perdido contacto unos con otros.</p> <p>El viejo hablaba con avidez, haciendo más vivida la pintura de la imagen que estaba expresando. La Galaxia era como la superficie del planeta donde se originó el hombre (la Tierra, le habían llamado) en sus tiempos prehistóricos. El hombre se había esparcido por todos sus continentes; pero cada grupo había conocido sólo la zona de su inmediato entorno.</p> <p>—Si hacemos el Salto al azar —continuó Brennmeyer— nos encontraríamos en cualquier parte del Universo, tal vez a cincuenta mil años luz de distancia y entonces no habría más oportunidad de que nos encontrasen que la de encontrar un pedrusco cualquiera en un enjambre de meteoritos.</p> <p>Trent sacudió la cabeza.</p> <p>—Tampoco nos encontraríamos nosotros mismos. No tendríamos apenas la oportunidad de hallar un planeta habitado.</p> <p>Los vivaces ojos de Brennmeyer inspeccionaron los alrededores. No tenía a nadie en sus proximidades; pero su voz se redujo a un susurro.</p> <p>—He empleado treinta años, recogiendo datos de cada planeta habitado en la Galaxia. He buscado y rebuscado en todos los antiguos registros. He viajado por miles de años luz, mucho más allá que cualquier piloto del espacio, que cualquier astronauta. Y la localización de cada planeta habitado se encuentra segura en el registro de memoria del mejor computador del mundo.</p> <p>Trent levantó los ojos con respeto hacia el anciano buscador de los espacios siderales. El anciano continuó:</p> <p>—Yo diseño computadores, como sabes y tengo el mejor de cuantos existen. También he hecho un meticuloso registro de cada estrella luminosa de las existentes en la Galaxia de las clases espectrales F, B y A, además del Grupo O, y colocado todo en ese banco de memoria del computador. Una vez hagamos el gran Salto, el computador realizará por su cuenta un perfecto sondeo espectroscópico de los cielos y comparará los resultados con el mapa de la Galaxia que contiene en su banco de memoria electrónica. Una vez halle el lugar adecuado, lo que hará más pronto o más tarde, la astronave quedará localizada en el espacio normal y entonces, guiada automáticamente mediante un segundo Salto hacia la vecindad del planeta habitado más próximo.</p> <p>—Eso suena demasiado complicado...</p> <p>—No puede fallar. Todos estos años he trabajado sin descanso en ello y no puede fallar. Todavía me quedarán diez años para ser millonario. Pero tú eres mucho más joven, y lo serás por mucho más tiempo.</p> <p>—Cuando se salta al hiperespacio al azar, puede terminar el salto en el interior de una estrella...</p> <p>—No hay ni una posibilidad en cien billones, Trent. También podríamos caer tan lejos de cualquier estrella luminosa, que el computador no pudiese encontrar cualquier punto de referencia para contrastarlo con lo que tiene programado en su banco de memoria. Podríamos descubrir que sólo hemos saltado a un año o dos luz de distancia y que la policía del Espacio nos sigue la pista. Las posibilidades de esta eventualidad, siguen siendo muy pequeñas. Si quieres preocuparte en el asunto, preocúpate pensando de que podrías morir de un ataque al corazón en el momento del despegue. Las posibilidades de eso son mucho mayores.</p> <p>—Podría ocurrirle a usted, Mr. Brennmeyer. Usted es más viejo.</p> <p>El anciano se encogió de hombros.</p> <p>—Yo no cuento. El computador lo hará todo automáticamente.</p> <p>Trent hizo finalmente un gesto de aprobación y recordó bien aquellas palabras. Y un mediodía, cuando la astronave estaba dispuesta y Brennmeyer lleva con él el krilium en una cartera de negocios, lo que no le supuso dificultad alguna, ya que era un hombre honorable en quien todos confiaban, Trent tomó la cartera con una mano y con la otra actuó rápidamente y con seguridad.</p> <p>Un cuchillo seguía siendo todavía lo mejor, tan rápido como un despolarizador molecular, igualmente fatal y mucho menos ruidoso. Trent dejó el cuchillo enterrado en la víctima, incluso con las huellas digitales. ¿Qué diferencia existía? Nunca le echarían el guante.</p> <p>Y ahora, en el espacio profundo, con la policía tras él, sentía la tensión propia que precede al salto en el hiperespacio. Ningún fisiólogo había conseguido explicarlo bien; pero todos los astronautas sabían qué era lo que se sentía en tales momentos.</p> <p>Existía una sensación momentánea de tener la certeza angustiosa de que la nave y el piloto, al lanzarse al no-espacio y al no-tiempo se convirtiesen en la no-materia y la no-energía para ensamblarse después, instantáneamente, en cualquier otra parte de la Galaxia.</p> <p>Trent sonrió. Estaba vivo, todavía vivo. Ninguna estrella estaba todavía demasiado próxima y existían millares que pronto lo estarían. El cielo aparecía deslumbrante con sus miríadas de estrellas; pero en una disposición que el Salto al hiperespacio había deshecho por completo. Algunas de aquellas estrellas tenían que ser de la clase espectral F o mejor aún. El computador dispondría de una vasta riqueza de elementos que contrastar con su prodigiosa memoria. No le llevaría mucho tiempo el hacerlo.</p> <p>Se echó hacia atrás en su asiento, confortablemente, y observó la espléndida visión de aquellos cielos desconocidos para él. Una brillante estrella se apareció ante su vista, en especial muy brillante. Daba la impresión de no hallarse a más de dos años luz de distancia y el sensor de la astronave le tradujo en cifras que era una caliente, de alta temperatura superficial; buena y llena de vida juvenil a escala cósmica de la vida de las estrellas. El computador la utilizaría como base y la contrastaría tomándola como centro del entorno estelar, Y volvió a pensar una vez más que la operación no se llevaría mucho tiempo.</p> <p>Pero no ocurrió así. Transcurría el tiempo. Pasó una hora. Y el computador funcionando con sus bulbos intermitentes y los chasquidos de sus engranajes trabajando a una loca velocidad, con sus cálculos extrarrápidos.</p> <p>Trent acabó frunciendo el ceño. ¿Por qué no descubría el computador su objetivo? Allí estaba la pauta. Brennmeyer se lo había mostrado en sus largos años de trabajo. No podía haber dejado atrás ninguna estrella, ni haber dejado de registrarla en su lugar apropiado.</p> <p>Trent sabía que las estrellas nacen, envejecen y mueren, como todo en el Universo, a través del espacio y el tiempo; pero tales cambios son lentísimos a escala humana. Cualquier cambio apreciable para el trabajo efectuado por Brennmeyer se habría llevado un millón de años cuando menos...</p> <p>De pronto, un súbito pánico se apoderó de Trent. ¡No! Aquello no <i>podía</i> ser... Las posibilidades de que aquello sucediera eran aún menores de que en un salto al hiperespacio se fuera a dar en el corazón de una estrella...</p> <p>Mientras giraba suavemente la astronave, Trent esperó a que nuevamente estuviera a la vista y con manos temblorosas la llevó al foco del telescopio de a bordo. Lo puso a toda magnificación posible y comprobó que alrededor del brillante fleco de su corona de luz se hallaba la legendaria niebla de gases turbulentos, como captados a medio vuelo.</p> <p><i>¡Era una nova!</i></p> <p>Desde la profunda oscuridad, la estrella surgía por sí misma a la más brillante luminosidad... tal vez haría solo un mes. Debería estar graduada procedente de una clase espectral lo suficiente baja como para ser ignorada por el computador y como digna de haberla tomado en cuenta. Pero además aquella nova que existía en el espacio, no existía en el banco de memoria del computador, sencillamente porque Brennmeyer no la había situado allí. No había existido cuando el viejo astronauta investigador de los cielos había reunido sus datos a lo largo de toda su vida... al menos no como una estrella luminosa.</p> <p>—¡No le hagas caso! —gritó Trent—. ¡Ignórala!</p> <p>Pero estaba gritándole a una máquina automática, sin alma, aunque precisa y fría como lo son las máquinas, y seguiría tomando aquel punto brillantemente luminoso como contraste contra el de la Galaxia y así continuaría, a pesar de cuanto quisiera hacer Trent para contrastar y seguir contrastando tanto tiempo como su suministro de energía la mantuviera en funcionamiento.</p> <p>El suministro de aire no duraría demasiado; pero la vida de Trent acabaría mucho antes. Abandonado de todo y de todos, Trent se dejó caer deshecho en su sillón, observando la burlona e irónica disposición de la luz de la estrella y comenzó a la espera de una tremenda y larga agonía que acabaría con su muerte.</p> <p>—Si al menos hubiera guardado el cuchillo...</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>HAMBRE EN LAS AGUAS DULCES - Colin Kapp</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">I</style>NCLUSO aquel extraño color escarlata no era un obstáculo; tan exquisitamente armonizaban los colores, como complementándose uno con otro, que formaban las más sutiles diferencias y matices que Blick jamás hubiera experimentado. Realmente nunca había visto en su vida la superficie de las rocas tan bellamente adornadas.</p> <p>En parte, aquello era debido al efecto de la estación y en parte también, por el de una nueva corriente burbujeante en las propias rocas, cuyos movimientos parecían excitar el incremento en la velocidad del ciclo vital de aquella magnífica flora, iniciando una especie de ávida sed con que contribuir a la más espléndida y consumada floración, que como una orgía de color y de vida, aparecía sobre la superficie del planeta Hebrón V. Y por incontables hectáreas de terreno, como una sábana infinita y bellísima, aquel jardín de dulces aguas, se prolongaba hasta perderse en el lejano horizonte.</p> <p>La aparente solidez del panorama era casi una cosa enteramente ilusoria. Las rocas formadas por espuma de sílice, tenían una densidad de sólo 0.76 contra la de 1.3 del lecho mineral en donde flotaban. Aparte de las corrientes sin rumbo fijo y todavía mal comprendidas, la normal era lenta, causada por la rotación del planeta y el efecto gravitatorio de su solitario satélite, que en aquella latitud era del orden aproximado de un kilómetro por hora. A pesar de su aspecto momentáneamente sólido y estático, aquella escena y aquel efecto, quedaban destruidos a poco que se observara, por la migración de cualquier punto sobresaliente, lo que en el acto suprimía la idea de permanencia y solidez estática. Sólo las estaciones de proceso flotantes y el flexible tendido de ferrocarril que se alargaba por una línea de flotadores a casi doscientos kilómetros, hasta la Base de Lamedah, la única masa de tierra apreciable del planeta, estando ancladas en el profundo lecho de rocas.</p> <p>En aquel día, sin embargo, el usual movimiento septentrional de la superficie de las aguas estaba siendo reforzado por otra corriente más rápida y el desplazamiento escénico se aproximaba a los tres kilómetros por hora, algo desconocido como suceso en aquel mundo. El efecto era puramente ilusorio, ya que a falta de una referencia visual, la propia estación en sí misma aparecía como sin movimiento alguno, desplazándose a través de aquel jardín de infinitos colores de delicia como una nave por el mar, con las rocas moviéndose y partiéndose para volver a reconformarse, dando el aspecto de un terreno sólido, pasado el obstáculo. Aquella deliciosa y alegre flora que abundaba tanto sobre aquel jardín oceánico flotante, era igualmente adaptable y divisible, siendo principalmente suave y sin guardar apenas trazas permanentes del paso de cualquier cuerpo sobre su multicolor superficie. Sólo al paso de las barcas, algunas raíces y membranas se movían de un lado a otro ostensiblemente, para volver a formar nuevamente parte del panorama general.</p> <p>Blick se hallaba impresionado. Las múltiples pasiones que le habían conducido finalmente a aquel alejado y oscuro rincón del universo, aún le habían dejado el sedimento de una cierta insatisfacción, que sólo ante la contemplación de aquel extraño y fantástico panorama, se sentía en cierto modo aliviada. Sonrió extrañamente para sí mismo, ante una reflexiva instrospección de su vida. Curiosamente, una pasión por el anonimato y la soledad, no eran precisamente los factores determinantes que le habían conducido a convertirse en un ser anónimo y solitario en el más solitario y anónimo de los lugares del mundo cósmico. Era como una ironía de la vida que nunca pudo explicarse ni aun a sí mismo.</p> <p>El hecho de que se hallase en aquel puesto lejano del universo se debía a su propia voluntad. Era el pionero de la técnica de la concentración del cambio iónico de la «minería» en Hebrón V, sabiendo que podía muy bien ocupar una posición alta y segura de tipo administrativo en la Compañía. Pero por una combinación de testarudez, de excentricidad y una cuidadosa y precalculada falta de responsabilidad, se había excusado y hecho lo posible para escaparse del sillón de la gerencia y del alto salario que aquello le hubiese reportado, para volver a su solitario laboratorio y a sus pensamientos. Metafóricamente, la Compañía se había encogido de hombros y calculado que él era el único que salía perdiendo por su propio gusto, dado, por lo demás, que Blick era un elemento valioso y que bien valía el dinero que empleaba dejándole así, por tanto, que siguiese su camino a su gusto.</p> <p>Echando un vistazo a las múltiples manecillas de su cronómetro de muñeca, por quizás la centésima vez, para observar con detenimiento la línea de ferrocarril que cruzaba el océano sobre aquella increíblemente frágil cadena de flotadores y postes de soporte, se volvió para observar su entorno. En Hebrón V aquel ferrocarril significaba mucho más que el medio de transporte, significaba la energía, la comunicación y la propia vida. Sin el tren diario y puntual que hacía el recorrido, no solamente su trabajo dejaría de tener significado, sino que los ocupantes de las otras estaciones quedaban abandonados en una situación peligrosa e intolerable. Corrientemente el tren llegaba con catorce horas de retraso y la línea de comunicación de sistema múltiplex había dejado de funcionar.</p> <p>Volvió a sonreír con su forma peculiar y tornó su atención a las almadías flotantes que componían la estación, eslabonadas en cadena, con sus enormes tanques y bombas y las altas columnas de resina de la instalación de cambio iónico. Metódicamente, casi con la mente ausente, fue comprobando los calibradores y ajustando el flujo y sus velocidades, uno por uno. La bomba de la planta 87 trabajaba bastante mal, por lo que tomó nota para limpiarle los filtros y cerrarla. Hecho esto, se volvió a su laboratorio y comenzó a efectuar análisis sobre los varios concentrados existentes en los tanques de recepción.</p> <p>Los análisis dieron como resultado algo moderadamente bueno, con la presencia de metales del grupo del platino, procedentes de la recogida más profunda; pero el rendimiento de los lechos de resina selectiva respecto a los elementos transuránicos resultaba decepcionante, justificando apenas la decisión de la Compañía de haber ordenado la «deriva» de la estación a dos kilómetros al sur de su posición original. La «corriente tope» del agua era de nuevo la frecuente suciedad mezclada de minerales sin importancia, anotando entonces el limitar la entrada de esta última y dejarla sólo para el proceso de la destilación del agua en potable y para mantener las demás columnas en funcionamiento. Sólo procedente de la «corriente media» estaba el logro máximo que era el alma misma de la operación y su valioso producto: el cobre. Las bombas que succionaban la corriente media, extraían un líquido de buena calidad, principalmente sulfato radical órgano complejo, que al utilizar ácido sulfúrico para regenerar el cambio iónico en las resinas, estaba produciendo casi un sulfato de cobre completamente puro, para su transvase a los tanques de almacenamiento. Allá en el Borde, el cobre tenía novecientas veces el valor del oro en la Tierra y de ahí su inmenso valor, por lo que Blick puso toda su atención en la extracción del líquido de la corriente media.</p> <p>En aquello estaba cuando al cruzar sobre la cubierta de la más ancha de las almadías flotantes, percibió instintivamente la presencia de las primeras dificultades. Tan acostumbrado estaba a oír el rítmico sonido de las bombas, que casi podía determinar individualmente la marcha y funcionamiento de cada una de ellas y su contribución al sonido mezclado del conjunto. De no haber tenido un oído tan crítico, muy bien pudo haber perdido el imperceptible fallo de su ritmo. De hecho, tan corto fue el período anterior a su recuperación que los cortacircuitos no tuvieron tiempo de reaccionar antes de que la corriente fuese restaurada y sostenida de nuevo.</p> <p>Refunfuñando, se olvidó de la misión emprendida y se volvió a la sala de energía eléctrica, donde la corriente procedente del cable que la recogía de la línea del ferrocarril era dividida y la energía convenientemente transformada para suministrar las complejas necesidades de la estación. Nada parecía fuera de lugar; los calibradores no mostraban más que las luces usuales y todos los aisladores y cortacircuitos fríos y en orden. Aquello le condujo a asumir que el fallo procedía del suministro y que nada tenía que ver con su propia instalación. Frunció el entrecejo ante semejante implicación.</p> <p>El suministro de electricidad era enviado mediante los conductores que también servían para la línea del ferrocarril flotante y el alimentador de la comunicación múltiplex, en la Estación Siete, aproximadamente a ciento cincuenta kilómetros al norte, mediante la precaria cadena de flotadores que constituía su único eslabón con Lamedah. Puesto que en sí mismo, el suministrador de energía era un reactor atómico de plasma oscilante MHD y por tanto, no verosímilmente sujeto en sí mismo a variaciones caprichosas en su producción, la falta probablemente yacía bien con el equipo asociado a la Estación núm. 16, o, tal vez, lo más posible, y más potencialmente desastroso, con el estado del propio tendido del ferrocarril.</p> <p>Blick no se había figurado nunca que nada serio pudiera afectar en forma de una catástrofe de importancia el funcionamiento de la línea. La cuestión económica era la que había dictado por sí sola que la distancia a recorrer por la línea de suministro fuese tendida mediante tres barras paralelas de oro revestidas de acero desde la Base de Lamedah hasta la Estación núm. 60, llevando la energía, el transporte y la comunicación simultáneamente a lo largo de la cadena de flotadores que era el cordón umbilical único y un tanto incierto que alimentaba las sesenta estaciones de la línea. Max Colindale, el Director General de la Compañía «Minas y Minerales Transgalácticos» disponía de todo un archivo de los comentarios e informes de Blick sobre la disposición general de las instalaciones y en el encabezamiento del archivo, de haberlo podido ver, hubiera hecho que Blick se hubiera resignado inmediatamente ante su lectura.</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-align:center; text-indent:0em;">* * *</p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Con el múltiplex fuera de servicio, la única comunicación que quedaba en circuito hasta la Estación núm. 60 era un dispositivo sónico que había sido originalmente instalado por el equipo de construcción con el propósito de comparar las velocidades de la deriva. La Estación núm. 60, al final de la cadena, a unos cinco kilómetros y medio de distancia, era entonces utilizada sólo como un laboratorio de campo ecológico bajo el control de Martha Sorenson, la doctora en biología planetaria. Por razones puramente personales y emocionales, las manos de Blick temblaron ligeramente al levantar el receptor del instrumento que tenía sobre su mesa de trabajo. Hacía ya mucho tiempo que lo había utilizado por última vez. Tras unos breves instantes de vacilación, levantó el receptor definitivamente y tomó asiento, sintiéndose aliviado al escuchar el chasquido que significaba que se establecía la correspondiente comunicación.</p> <p>—¿Martha?</p> <p>—¿Y a quién más esperabas encontrar? —Unas pocas palabras solamente, pero las inflexiones de la voz parecieron alterar la frecuencia del instrumento. La asociación de ideas, hizo el resto.</p> <p>—Soy Blick —dijo éste, inútilmente, sabiendo, además, que nadie sino él mismo podía hallarse en aquel sitio.</p> <p>Con un gesto de comprensión, ella dejó pasar unos instantes para que Blick se recuperase de su momentánea confusión, hasta que continuó:</p> <p>—Mira, Martha, hay algo que va mal con la línea entre aquí y la Base. El tren lleva ya diecisiete horas de retraso y me encuentro imposibilitado de comunicarme con la Base ni con nadie, con el múltiplex fuera de servicio.</p> <p>—Ya lo sé —repuso Martha—. Intenté enviar mis informes por el telefax; pero también el sistema está totalmente descompuesto. Además, la corriente llega de forma errática. ¿Qué supones que debe ir mal, Blick?</p> <p>—La energía se inyecta en la línea en la Estación núm. 16; pero el múltiplex continúa hasta la Base. Esto sugiere dificultades o bien cerca o en la misma Estación número 16 o junto a la propia Base. Si recuerdo bien, existe un valle submarino que cruza por allí en alguna parte.</p> <p>—Sí, son las profundidades de Anapolis. Yo misma hice una inspección biológica en aquella zona el año pasado. Existen en esa zona capas de alta velocidad, en muchos puntos. Tal vez alguna de ellas haya surgido hasta la superficie.</p> <p>—Quizás. Pero es un mal negocio si la línea se ha roto por completo. No queda ya ningún equipo de construcción en este mundo en que nos hallamos y el de mantenimiento de la Base no está equipado para enfrentarse con algo tan grande.</p> <p>—¿Crees tú que es realmente algo grande?</p> <p>—Me temo que pudiera ser. Un flotador sumergido sólo llevaría unas pocas horas en ser reemplazado; pero diecisiete horas necesitan ya una larga explicación. Si se trata de una ruptura de grandes dimensiones llevará semanas en ser reparada, y si se precisan auxilios del exterior se llevaría un mes antes de que pudieran llegar hasta aquí. ¿Qué tal te encuentras de alimentos?</p> <p>—Para unos tres días aproximadamente, si me como las conservas que voy dejando como ahorro.</p> <p>—Más o menos, yo estoy en iguales condiciones. Mira, si la situación no cambia antes de la caída de la noche, sugiero que nos marchemos a pie. Cuanto más pronto lo hagamos, mejor estaremos en condiciones de ser auxiliados por el camino.</p> <p>—Sí, creo que tienes razón —dijo Martha—, pero seguramente que podrán alcanzarnos de alguna forma antes de que exista un peligro verdaderamente serio. Tienen muchos botes en la Base.</p> <p>—Bueno, son demasiado ligeros de peso e inútiles para bogar contra la deriva de las rocas de sílice espumosa en esta época del año. Lo mejor que tienen disponible no es capaz de navegar contra corriente a más de cinco kilómetros por hora y nos encontramos a doscientos de la Base, hacia el sur. En aquella región, las corrientes prevalecen en la medida de unos siete kilómetros por hora y se desplazan al nornoroeste, por lo que no podrían alcanzarnos aunque se lo propusieran. Y si se ha producido una ruptura en la superficie de Anapolis por alteración de sus profundidades, tenemos que asumir que lo haga hacia el oeste, lo que hace de esta situación algo sin esperanza posible.</p> <p>—Tienes razón, por supuesto —repuso Martha—. Nunca me detuve a pensar qué precaria era nuestra situación aquí.</p> <p>—Yo sí lo hice —dijo Blick—. Ya tuve una bronca con Max Colindale respecto al particular y casi llegó a romper mi contrato a causa de ella. Parecía como si yo me hubiese levantado en armas contra lo que él llama la probabilidad estadística, lo que probaba para su satisfacción personal que mis posibilidades de morir de hambre, solo y olvidado aquí, eran ligeramente iguales a las de morir de cualquier otra cosa y en cualquier otro lugar de la Galaxia, con todas las formas combinadas de la fatalidad. Por tanto, ¿por qué tenía que quejarme? Estaba haciéndome un favor, nada menos...</p> <p>Martha comenzó a reír.</p> <p>—¡Mi pobre Blick! Puedo imaginarme tu reacción cuando te dijo tal cosa. Lo que no he podido comprender realmente nunca es, en primer lugar, por qué viniste aquí.</p> <p>—¿De veras que no puedes, Martha? —preguntó Blick con una nota de tristeza en la voz.</p> <p>Ella dejó de reír en el acto.</p> <p>—Lo sé, Blick. Pero fue algo estúpido el hacerlo. Ambos sabemos que nunca puede haber nada entre nosotros... no mientras tengas una esposa y una familia que te ama con el mismo cariño que tú les dedicas. Yo ya he sufrido mucho por una situación parecida, ¿recuerdas? No puedes pedirme que yo sea el instrumento que hiera tu vida o la de ellos. Tú eres un hombre realmente encantador, todos vosotros lo sois.</p> <p>—Esa es mi desgracia en la vida —repuso Blick—, el ser condenadamente encantador y estar implicado con gentes que lo son también. Es una falta positiva. Es todo lo absurdo, falto de caridad, sin conciencia y endemoniado que tiene esta vida y que lo destroza todo.</p> <p>—Sé lo que quieres decir —dijo entonces Martha muy en serio—. No sabes cuántas veces he tenido esa misma discusión conmigo misma. Ha habido veces, cuando más herida me he sentido por lo absurdo de esta vida, en que he estado dispuesta a tirarlo todo por la borda, aplastar mis escrúpulos e irme contigo, sin considerar las consecuencias.</p> <p>—Gracias por esos arranques, de todos modos. Te llamaré de nuevo antes del anochecer a menos que haya ocurrido algo antes.</p> <p>Se cortó la comunicación y se echó hacia atrás, agradecido por la primera vez que el teléfono alimentado por el sonido no tuviese la imagen en funcionamiento, debido al fallo del múltiplex. No quería que nadie, y mucho menos Martha, le hubiera visto en aquel estado de ánimo.</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-align:center; text-indent:0em;">* * *</p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">La corriente eléctrica continuó hasta mediada la tarde. El fallo que se hacía esperar, llegó previas dos interrupciones espectaculares, que dejó sin vida todos los pequeños cortacircuitos automáticos en las instalaciones de Blick. Blick no se molestó en volver a poner en marcha el equipo privado ya de su elemento vital, sino que se limitó a cerrar las válvulas aislando las columnas del agua, el regenerante y los tanques de concentrado. No había cuestión en seguir produciendo más concentrados, ya que el programa posible de entrega estaba fuera de todo control y sin medios de transporte resultaba inverosímilmente factible.</p> <p>El sistema múltiplex continuó sin vida. Blick consideró brevemente el romper el equipo, abrirlo y recuperar los suficientes componentes como para construir un pequeño transmisor Morse. Pero después de una detenida consideración del problema, cayó en la cuenta de que no necesitaba un transmisor, sino un receptor. La Base no tendría otro remedio que estar bien alerta de lo que estaba sucediendo y de la posición de toda la cadena de estaciones, y era la información de la Base la que precisaba y no al contrario. Ciertamente que no tenía tampoco ni el conocimiento ni las facilidades precisas para construir un receptor capaz de hacer comprensibles las transmisiones tan complejas y comprimidas que usualmente solía emitir con el sistema múltiplex y que la Base captaba con su transmisor de espacio profundo, incluso en el caso de que la situación ionosférica estuviese en condiciones, en aquella región del planeta, para que las transmisiones que eventualmente hubiese intentado enviar se hicieran realidad.</p> <p>El fallo final de la electricidad, hizo algo estéril de todas aquellas especulaciones. Esta vez no se produjo un corte instantáneo de la corriente, sino una disminución lenta tanto de potencial como de frecuencia, que Blick reconoció como el naufragio del reactor MHD, hasta cesar toda oscilación y el plasma quedó extinguido. Aquel particular modo de fallar la corriente, sugería una medida de urgencia para asegurar la propia existencia del reactor más bien que una calculada medida de ingeniería producida por un fallo en su funcionamiento.</p> <p>Mirando hacia el norte y a lo largo de la cadena de estaciones, no pudo apreciar nada de interés, excepto la perspectiva de convergencia de las líneas del ferrocarril, que aparecían curvadas más de lo usual en su deriva de componente oeste. Liberado del ruido de las bombas en su continuo trabajo, la estación quedó como envuelta en un manto de imponente silencio. El cielo blanco del planeta, teñido ligeramente de color naranja, daba el aspecto opresivo de hallarse mucho más bajo. Por primera vez se apercibió del ligero entrechocar de las rocas espumosas de sílice a lo largo de los bordes de las plataformas de la estación y el suave murmullo de la pequeña fauna moviéndose a gran velocidad entre el ambiente, como evitando el trastorno producido en su pequeño mundo, insustancial y reducido.</p> <p>Volviendo a la cabina, estaba a punto de desmontar el teléfono alimentado por ondas sónicas hacia la Estación número 60, cuando el instrumento sonó bajo sus dedos, proporcionándole una verdadera sorpresa, que experimentó más como algo físico que sicológico.</p> <p>—¿Qué vamos a hacer, Blick?</p> <p>—Pues no creo que haya mucho, Martha, sino esperar. Ahora se ha ido toda la corriente y pienso que podemos asumir que existe una ruptura de mayor consideración en la línea, que debe necesitar una larga reparación. Es posible que los ingenieros de la Base se las arreglen para conseguirlo; pero dudo que puedan cruzar las aguas sin botes apropiados, cosa que habría que esperar se nos enviara desde el exterior y de alguna parte del espacio en los alrededores de este sistema. Creo que para un equipo adecuado, sería preciso esperar que viniese procedente de Delta V.</p> <p>—¡Pero eso se llevaría un mes por lo menos! —exclamó Martha intentando adaptarse a la situación. Blick no hizo nada para suavizar la certeza y la dura realidad de la situación.</p> <p>—Así es. Todo ese tiempo. Puede que consigan suministros de emergencia para nosotros, tal vez no. Dependerá de si pueden cruzar la distancia que nos separa o de que haya alguna locomotora de este lado de la ruptura y de si pueden por sí mismos restaurar y volver a poner en marcha el generador para disponer de corriente que les traiga hasta aquí. Dado tal número de factores desconocidos y una completa falta de información, nuestra única salida es prepararnos inmediatamente para lo peor.</p> <p>—Entonces... ¿qué sugieres? —preguntó Martha.</p> <p>—Primero que nos reunamos aquí y veamos con qué alimentos contamos disponibles. Calcularemos alguna especie de racionamiento que nos proporcione una posibilidad de sobrevivir por un período máximo.</p> <p>—¡Jua! —repuso Martha riendo—. ¿En qué clase de bienestar estamos interesados? No veo realmente cómo mejoraría yendo yo a tu estación que viniendo tú a la mía, y racionarme aquí tan bien como en cualquier parte. Aparte de las perspectivas sociales, dame una buena razón de por qué debo yo ir a tu estación y no venir tú a la mía.</p> <p>—En una palabra —se apresuró a responder Blick—: El agua. Tu suministro está limitado a tu tanque, que debe ser recargado por el tren que no llegará. Calculo que dispondrás de agua para dos días a mano, como máximo, a menos que abandones el lujo de lavarte, en cuyo caso te alcanzaría para una semana. Aquí puedo utilizar mis columnas de resina para producir tanta agua pura del mar como haga falta, sin limitación. Puedes quedarte ahí, si quieres; pero recuerda a dónde dirigirte cuando estés sedienta.</p> <p>—Podría hacerlo igual aunque fueses capaz de hacer que esas columnas produjesen ginebra; pero si piensas que voy a darme un paseo de cinco kilómetros sólo para beber agua es que no conoces a Martha Sorenson.</p> <p>—¿Cuánta agua te queda, Martha?</p> <p>Ella permaneció silenciosa por un instante.</p> <p>—Ninguna, y lo sabes condenadamente bien, Blick.</p> <p>—¡Oh! Iré y te echaré una mano con los suministros. ¿Debo ir esta noche o por la mañana?</p> <p>—Mejor es que vengas por la mañana, Blick. Tengo algo que hacer aquí antes de marcharme y dejarme esto. Debo arreglar algo.</p> <p>—¿Tal como qué cosa?</p> <p>—Yo misma —repuso Martha colgando el teléfono.</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-align:center; text-indent:0em;">* * *</p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">La única forma de llegar a la Estación 60 era caminando toda la distancia sobre el borde difícil del tendido del ferrocarril sobre el océano. Cuando llegó, Martha había empaquetado las cosas y estaba esperándole. De una forma sensible, ella había limitado el peso al mínimo posible de los efectos personales, aparte de todo el alimento disponible, aunque éste ciertamente resultada terriblemente escaso. Su reunión fue sincera, aunque desprovista de especiales demostraciones emocionales e inhibida por una reserva que ninguno de los dos se cuidó de explicar.</p> <p>Aunque se habían hablado brevemente por el sistema sónico, no se habían visto personalmente el uno al otro hacía ya ocho meses. Blick sintió una dolorosa sensación al comprobar que el tiempo había puesto las primeras trazas de cansancio y dureza sobre un rostro amado y que recordaba juvenil y lleno de vida. Comprobó tales cosas por comparación sólo con su propia memoria. Cuando volvió a mirarla de nuevo sólo vio una cierta madurez y la intensidad de su presencia, cualidades propias de Martha. No obstante, algo en su interior dijo a Blick que ocultaba algo amargo, triste y que debía hacerla sufrir.</p> <p>El borde de la línea de ferrocarril no estaba diseñado para el tráfico pedestre, siendo principalmente de travesaños de vigas de alguna aleación especial, con aberturas peligrosas para tener que ser salvadas a pie, por lo que necesariamente Blick tuvo que echarse a la espalda casi todo el peso. Martha experimentó ya de por sí bastantes dificultades con una pequeña caja que llevaba en la mano y que finalmente Blick tuvo también que tomarla en aquellos cinco kilómetros y medio de extensión. Los dos llegaron cansados y doloridos al final de la prueba.</p> <p>En la cabina de la Estación 59 ella descansó durante algún tiempo, mientras que Blick comenzó a preparar una comida ligera, ya que ninguno de los dos había desayunado. Martha se incorporó al cabo de unos minutos y comenzó a explorar la cabina y examinando los toques personales y curiosidades que Blick había añadido a la estructura. Blick era un individualista, de humor cambiante y algo excéntrico, incluso consigo mismo, y su especial y enigmática inteligencia y falta de ortodoxia se veía retratada por todas partes en forma de una barahúnda de cosas científicas y sentimentales que llevaba consigo a todas partes, y en aquel caso, a lo que era su vivienda en Hebrón V. Finalmente, sobre la mesa de despacho, Martha encontró enmarcadas las fotografías de su esposa y sus hijos. Blick la vio, y tomando las fotografías las puso deliberadamente boca abajo. Ella volvió a ponerlas en su sitio firmemente y se encaró con él.</p> <p>—Sabes, Blick... ésta es la primera vez que te haya visto incluso pensar deslealmente hacia tu esposa.</p> <p>Blick se apartó un mechón de cabellos que le caía sobre la frente.</p> <p>—Es una cosa curiosa, Martha; pero en todo el tiempo que te he amado nunca me he sentido desleal. Lo que siento por ti y lo que siento por ella no son la misma clase de emociones, en absoluto. ¿Cuál es la expresión? <i>¿Cuando el amor ha cambiado hacia la bondad?</i> Eso es lo que siempre ha existido entre ella y yo, océanos de bondad. Eso es siempre lo que yo creí que era el amor, hasta que te conocí.</p> <p>—¿Y sigues todavía queriéndome tanto? —La pregunta implicaba una interesada compasión.</p> <p>Blick hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.</p> <p>—Yo puedo ser un condenado estúpido; pero al menos lo soy de una forma consistente.</p> <p>—No deberías seguir atormentándote de esa forma, Blick, Una y otra vez te he repetido que me olvidaras.</p> <p>—¿Olvidar? —Y Blick sonrió cansadamente—. ¿Y qué diablos supones que he estado intentando hacer? Dios mío, ojalá pudiera hacerlocon tanta facilidad...</p> <p>Ella ocultó sus emociones y se volvió hacia la ventana.</p> <p>—No, y en cierta forma me alegro de que así sea. Yo tampoco he podido olvidarte, Blick. Esto muestra una vez más que los que creen merecer algo no siempre consiguen lo que creen merecer...</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-align:center; text-indent:0em;">* * *</p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Sobre la cubierta de la inmensa balsa ella miró maravillada a los tanques y a las altas columnas y la masa de válvulas y tuberías que constituían la instalación.</p> <p>—¿Y qué es lo que haces aquí, Blick?</p> <p>—Bombear y extraer del mar corrientes de líquidos que lleven materiales selectos y utilizar las técnicas de los cambios iónicos con las que separarlos parcialmente y después concentrar el metal en soluciones salinas para la subsiguiente extracción y refinamiento en Lamedah.</p> <p>—Ah, eso tiene que ver con los vagones-tanques del ferrocarril. De todas formas, ¿qué es el cambio iónico?</p> <p>—Nada nuevo —dijo Blick—. Está siendo utilizado en suavizadores de agua regenerables desde el año de María Castaña. Básicamente, las columnas están llenas de glóbulos diminutos de resinas especiales. Estas resinas son insolubles; pero contienen aniones y cationes libres capaces de ser cambiados por otros iones procedentes de una solución con los cuales están en contacto. El proceso es reversible y así, mediante tan fácil tratamiento químico, los primeros iones pueden ser reemplazados en la resina y los iones que la resina ha captado son desplazados y pueden ser recogidos en forma de un concentrado sólido.</p> <p>—¡Uff! —exclamó Martha—. Vas mucho más allá de lo que yo pueda entender en todo eso, Blick. Tradúcemelo, por favor.</p> <p>—Te pondré un simple ejemplo —dijo Blick—, con el cual también verás por qué se utiliza tal sistema. Ésta es la región del cobre en Hebrón V y algunas de sus corrientes marinas arrastran una buena cantidad pura, pero diluida en solución de sales de cobre en el agua. En la práctica, la concentración de cobre en esas corrientes marinas es tan baja que intentar extraer el cobre de la corriente por los métodos usuales de cementación o electrólisis constituiría un costoso e ineficiente negocio. Pero si yo hago pasar el líquido diluido a través de una columna con cationes, los iones del cobre permanecerán en la resina, mientras que el radical con el que se encuentra combinado pasará y saldrá de la columna juntamente con cualesquiera otros iones que el cobre haya desplazado por sí mismo... en este caso hidrógeno.</p> <p>—Ya comprendo, así cuando terminas con una columna te encuentras que sólo contiene todos los iones del cobre, ¿no es así?</p> <p>—Esencialmente, sí. Si entonces yo le añado en una fuerte cantidad ácido sulfúrico a la columna, el cobre se desplaza, se combina con el sulfato radical y sale fuera de la columna como una solución concentrada de sulfato de cobre, en cuya forma está magníficamente dispuesto para su electrorrefinamiento. El acto de pasar el ácido a través de la columna vuelve la resina a su forma original y todo el ciclo vuelve a repetirse. En el curso del electrorrefinamiento en Lamedah, incluso el ácido sulfúrico se recobra y se devuelve para volver a utilizarlo, por lo que el gasto de material es insignificante. Virtualmente, conseguimos el cobre por poco más que el costo de la electricidad que se consume en el bombeo, en el transporte y en el refinamiento.</p> <p>—No es de extrañar que Max Colindale pueda permitirse el lujo de fumar tales cigarros, tan grandes y tan costosos. Y ese proceso... ¿es bueno para cualquier metal?</p> <p>—Para la mayor parte. Con diferentes resinas se consigue una amplia selectividad para ciertos grupos de iones y estamos aprendiendo cada vez más cómo prepararlas a la medida exacta para su máxima selectividad. Mediante un cuidadoso proceso de elección de la resina podemos aislar y concentrar un metal con preferencia a los demás, aunque se produzca alguna mezcla, especialmente cuando se trabaja en una corriente contaminada.</p> <p>—¿Y puedes recobrar los concentrados simplemente por regeneración de la columna?</p> <p>—En su mayor parte. Algunos, como el que es receptivo casi exclusivamente para el oro, no puede ser regenerado, por lo que hay que recobrar el oro quemando las resinas. Lo mismo puede aplicarse al grupo del platino con resinas específicas y el nuevamente desarrollado valedero para los elementos transuránicos. Pero por lo general la regeneración basta, e incluso se dispone de regenerante a elección para producir cloruros, sulfatos o la forma más deseada o conveniente de formas salinas.</p> <p>—Parece increíble —comentó Martha— que con tan sólo unos cuantos tubos y bombas puedas hacer todo esto...</p> <p>—Bueno, esto es sólo el principio —continuó Blick—. Estamos trabajando ahora en utilizar membranas selectivas de cambio iónico, emparejadas con la electro-ósmosis y la técnica de la electrocromatografía para suministrar y proveer una completa separación de cualquier elemento presente en una solución. El proceso es análogo al que sospechamos que ocurre en los cinturones profundos de los océanos, el mecanismo natural que produce las corrientes metálicas procedentes de las mezclas del océano. Si lo sacamos a la luz estaremos en condiciones de diseñar una planta que pueda tomar el líquido del mineral mezclado y dividirlo completamente en sus sales puras separadas. Y se habrá terminado la caza en busca de razonables concentraciones de corrientes que contengan metal, bastará con sentarse y accionar las bombas.</p> <p>—¿Amas tu trabajo, no es cierto, Blick? —preguntó Martha, captada por el entusiasmo de Blick.</p> <p>Blick se encogió de hombros.</p> <p>—Es una válvula de escape. Es como tener algo en lo cual sublimar las propias energías cuando no puede tenerse lo que se desea. Y tú sabes muy bien lo que quiero y lo que deseo.</p> <p>Martha frunció el ceño y se alejó un poco.</p> <p>—No te estás comportando muy limpiamente conmigo, Blick.</p> <p>—Lo sé. A veces incluso yo mismo me sorprendo. Yo no estoy fabricado para manejar emociones tan grandes como ésta. Nunca sé completamente cuál es la forma correcta de responder.</p> <p>—Eres encantador —dijo ella—. Especialmente cuando pareces tan perdido y tan solo... Si alguna vez cambio de opinión, estoy segura de hacértelo saber.</p> <p>—Sabes muy bien que no tengo poder para resistirte, en absoluto.</p> <p>—Por eso es por lo que estoy intentando ser fuerte por los dos. No puedes jugar a tontas y a locas con el futuro de tu familia, Blick, por unas pocas horas de placer. Nunca dejarías de odiarte y odiarme. Es un riesgo demasiado grande por tan poca recompensa, por mucho que se desee...</p> <p>—No me hagas sentirme equivocado, Martha. Excepto cuando estoy haciendo un turno de trabajo aquí, nunca ardo en deseos de amor, de afección o de sexo. Llevo una vida normal, feliz, de hombre casado, y aunque no la llevara, seguiría existiendo algo muy fuerte dentro de mí, que nada tiene que ver con eso y que no es la causa aparente de que te parezca a ti que sólo voy persiguiéndote como un perro hambriento. Mi hambre privada y permanente es algo más específico: te necesito a ti, a ti solamente y no hay nada ni nadie más que pueda satisfacer ese profundo deseo que jamás se apaga en mí. Tú haces más por mí con una palabra o una sonrisa de lo que cualquier otra persona pudiera hacer con algún acto humano. Mi sed de ti no es un látigo que me tortura, es un hecho primario de mi propia vida.</p> <p>Sacando un paquete de cigarrillos, ella tomó uno para sí y alargó otro a Blick. Blick sacó una cerilla. Ella sostuvo las manos de Blick con las suyas mientras recibía la luz de la cerilla, sosteniéndolas un poco más de lo necesario. Blick sostuvo la cerilla hasta que el fuego comenzó a quemarle los dedos, pretendiendo no darse cuenta del dolor hasta que al final se vio obligado a dejarla caer al suelo.</p> <p>—¿Qué esperarías si persistes en jugar con fuego?</p> <p>Blick la miró con una expresión a medio camino entre la pasión y el sentirse miserable.</p> <p>—Fuego —repuso—. No sabes cuan apta es esa misma palabra. Martha, aunque sólo fuese por una vez, ¿no podríamos...?</p> <p>—No, Blick. Ni siquiera una vez. Si comienza entre nosotros un asunto de esta índole, ambos caeríamos tan profundamente que ninguno de los dos sería capaz de retirarnos de nuevo. Tú ya estás demasiado implicado emocionalmente para tener la responsabilidad de las consecuencias, y una vez que yo te tuviera, jamás te dejaría ir de nuevo. No podría de ningún modo. En el amor necesito seguridad... a falta de mejor palabra, un sentido de permanencia. Necesito dar tanto como recibir, y Blick, querido... ¡tengo algo tan terriblemente grande que dar!</p> <p>Blick la miró extraviado durante unos segundos.</p> <p>—¡Entonces, dámelo! Por favor, cariño...</p> <p>—No, Blick. No sería jugar limpio con ella y con tus hijos. Un día, tal vez, estaré mejor con mi conciencia; pero hasta entonces...</p> <p>—Pero ¿dónde está el daño que pueda hacerse a nadie? Estamos solos y probablemente estaremos así por algún tiempo. Nadie lo sabrá jamás.</p> <p>—Lo sabemos nosotros. Tú y yo. ¿No es bastante?</p> <p>—¡Maldita sea! —exclamó Blick, descompuesto—. En toda mi vida oí jamás nada tan completamente... ¡juicioso!</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-align:center; text-indent:0em;">* * *</p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Después llegaron los días de la espera; el otear sin fin de la línea, intentando a cada instante el múltiplex, esperando el imposible sonido de los motores y las máquinas o la aparición de un flotador volante o de algún bote. A despecho de su racionamiento, el alimento se había acabado completamente al décimo día desde que el tren faltó por primera vez, consumiendo las últimas miserables migajas en el desayuno.</p> <p>Los siguientes días fueron de verdadera agonía hasta que el hambre pareció quedar reducida al vacío de una continua muerte por consunción. Aquella prueba era terrible y dura para Martha, puesto que normalmente siempre había dispuesto de pocas reservas de alimento. Para Blick el infierno fue mayor, ya que, aunque estaba en mejor forma para enfrentarse a la desnutrición, su angustia mental, viendo a Martha sufrir de aquella forma, hizo una profunda mella en su estado emocional, haciéndole despertarse durante la noche, atacado de terribles pesadillas.</p> <p>Y ninguna ayuda les llegaba.</p> <p>Permanecieron por nueve días más sin ningún alimento, nueve días eternos, inimaginables, en que mentalmente no podían separar el recuerdo de uno respecto al otro con una visión retrospectiva. Entonces, Blick salió de su semiintrospectivo estado de reflexión con una notable actitud de propósito.</p> <p>—Esto se ha acabado, Martha. Tenemos que marcharnos de aquí, de la forma que sea. No dudo de que estén haciendo lo que pueden en la Base, pero seguramente están esperando equipo procedente de Delta V y el tiempo mínimo para que llegue es de siete días. A esto hay que añadir varios días más para que puedan llegar hasta nosotros. No vamos a estar en muy buena forma para ese momento, especialmente tú. Es un riesgo que no me atrevo a afrontar.</p> <p>—¿Qué te parece ir andando por la línea del ferrocarril tan lejos como podamos?</p> <p>—El andar no es posible en algunas secciones y de todas formas no resolverá absolutamente nada, a menos que podamos cruzar la ruptura, allí donde se haya producido. No puedo ni imaginar siquiera lo que es luchar por cubrir doscientos kilómetros casi en nuestra presente condición, y seguramente nos será imposible salvar el obstáculo de la ruptura donde se haya producido. Aquí, al menos, tenemos refugios, agua y algunas facilidades que no encontraríamos en ningún lugar de la línea.</p> <p>—Entonces, ¿para qué hablar de marcharnos de aquí? —repuso ella con cierta acritud, propia de su situación y que lamentó casi en el acto de haberse pronunciado en semejante tono frente a Blick.</p> <p>—Podríamos hacerlo en un bote —repuso él—. La deriva está corrigiéndose tendiendo hacia el Norte y por tanto la corriente que cruza Anápolis se está probablemente sumergiendo de nuevo, aunque lentamente. De continuar así, la deriva irá casi en derecho y continuamente desde aquí hasta las aguas de la Base en pocos días de tiempo.</p> <p>—No creo que nos sirva de mucho un bote. ¿Estás seguro de que no podemos libertar una de las plataformas?</p> <p>—Ni la menor esperanza. He empleado varios días intentando eso precisamente. Están profundamente ancladas al fondo en el lecho rocoso del mar. Incluso, aunque dispusiera de herramientas apropiadas, tampoco podría conseguirlo porque las cadenas de las amarras submarinas están por debajo de las plataformas. Nadie, a menos que dispusiera de un buen equipo de inmersión, podría tener la esperanza de soltar una. No, la respuesta es un bote.</p> <p>—Y... ¿cómo piensas conseguirte un bote, Blick?</p> <p>A despecho de sí misma, sintió que de nuevo volvía a ella el sentido de la intolerancia.</p> <p>—Lo construiremos —repuso Blick—. No estoy muy seguro de cómo hacerlo, pero tiene que haber una forma, y si existe, la encontraré. Traté de cortar un tanque de almacenamiento, pero sin las herramientas precisas es algo imposible. No hay nada aprovechable y lo único prometedor está anclado al fondo del mar. Por tanto, lo que necesito es una forma de construir un bote sin herramientas y sin ninguna materia prima. Y tengo que conseguirlo en pocos días o ver cómo te mueres de hambre.</p> <p>Ella le miró compasivamente.</p> <p>—No te tortures, Blick. Ya has hecho lo humanamente posible. Tengas éxito o no, tienes que saber que eres la persona más maravillosa que jamás haya conocido.</p> <p>—Bueno, y ahora que estamos un poco en estado de ánimo para cumplidos, ¿te he dicho alguna vez que sigues siendo la criatura más maravillosa que hay en el universo?</p> <p>—Sí, con frecuencia.</p> <p>—Eso es lo que pensé siempre —dijo Blick con tristeza—. ¡Diablos, que siempre tenga que estar en condiciones de olvidarte!</p> <p>Sus ojos se encontraron por unos instantes, y después Blick salió a la puerta, frotándose la barbilla pensativamente. Momentos después estaba de vuelta, excitado por una nueva idea.</p> <p>—Martha, ¿tienes alguna cera disponible allá en la Estación 60?</p> <p>—¿Cera? Sí, debe haber aproximadamente un centenar de kilos. Durante la primavera empleé mucho tiempo haciendo nidos de reclamo para alentar el emparejamiento de alguna especie de la fauna local.</p> <p>—Con cien kilos podría hacerse fácilmente. Voy a ir en su busca. Estaré de vuelta en cinco horas.</p> <p>—¿Llevando a cuestas cien kilos?</p> <p>—No, vendrá flotando. Lo embalaré todo, lo echaré al agua y tiraré del paquete con una cuerda.</p> <p>—Sí, claro que sí es posible. Pero ¿qué se te ha ocurrido, Blick? Ésta no es la estación de emparejamiento, incluso para los animales locales.</p> <p>—Tal vez no, pero no pienso dedicar a sus dificultades personales la menor importancia. Es que creo tener a la mano cuanta materia prima es necesaria para la construcción de un bote salvavidas.</p> <p>—¿De veras?</p> <p>—Sí. Solución de sulfato de cobre... miles de galones...</p> <p>—Puede que sea un poco torpe —dijo Martha—, pero todavía no acabo de ver de qué forma vas a construir ese bote.</p> <p>—Con cera. Esa es la cosa que necesito. Mira, voy a darme prisa para ver la forma de estar aquí antes del anochecer.</p> <p>—Si piensas que vas a construir un bote con cera, es que estás volviéndote rematadamente loco.</p> <p>—No sueñes en intentarlo. Te lo explicaré todo más tarde. —Y se volvió para marcharse.</p> <p>—¡Blick!</p> <p>—¿Sí?</p> <p>—Ten mucho cuidado, cariño. No podría soportar la idea de perderte...</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-align:center; text-indent:0em;">* * *</p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Martha miró la cera con ojo crítico.</p> <p>—Sigo sin saber ni tener la menor idea de qué es lo que vas a hacer con la cera.</p> <p>—Voy a moldear la forma hueca de un bote, un molde en donde pueda hacerse un bote.</p> <p>Martha se encogió de hombros.</p> <p>—Supongo que sabrás lo que estás haciendo.</p> <p>—Estoy haciendo la única cosa que es posible, Martha. Ahora, remángate esos brazos y échame una mano. Este bote llevará unos días en terminarse y no disponemos de muchos.</p> <p>La mañana era un resplandor teñido de naranja y el sol primario era visible sólo como un fuego rojizo contra aquel cielo sin alteraciones en ninguna parte. El día no era demasiado caluroso. Ella tomó un bloque de cera y lo examinó. Era algo amorfo y quebradizo.</p> <p>—No podrás manejar esto, Blick, a menos que lo calientes antes.</p> <p>—Ya lo había pensado —repuso Blick, casi irritado, mientras que a toda prisa y con gestos rápidos calculaba medidas sobre el suelo—. Hazme el favor de tomar unos cubos de plástico y poner un bloque de cera en cada uno de ellos, después los pones en uno de los tanques bajos de ahí enfrente. Con un poco de agua y ácido sulfúrico concentrado mezclado en el tanque tendremos inmediatamente el calor que precisamos.</p> <p>—¿Piensas en todo, verdad? ¿Eres siempre tan condenadamente inteligente?</p> <p>—Excepto en el amor.</p> <p>Martha se alejó silenciosa en busca de los cubos.</p> <p>Para el mediodía, la mayor parte de la cera se había reblandecido, con lo que el trabajo podía comenzar. Martha aprendió a operar con las proporciones justas de agua y ácido en las válvulas del tanque y mantener constante el flujo de precalentamiento de los bloques de cera.</p> <p>Blick, con toda una serie de herramientas heterodoxas, fue diestramente reuniendo los bloques y trabajándolos hasta ir dándoles poco a poco la forma deseada del molde y suavizando el interior mediante un frotamiento regular y delicado hasta hacer de aquella superficie algo liso, con objeto de convertirlo a prueba de agua sin grieta alguna, frotando y raspando. Ocasionalmente pasaba un fino alambre desde el interior al exterior, sellándolo como un precinto en el lugar adecuado. Martha observaba cómo trabajaban sus rápidas manos, hábiles y capaces con verdadera fascinación y de qué forma adquirían una nueva destreza en aquella artesanía tan poco familiar y conocida por el químico, dándose cuenta de lo mucho que Blick era capaz de transmitir por un simple gesto de sus manos. La idea hizo que le temblaran las suyas, incluso más que las reacciones al hambre que estaba sufriendo.</p> <p>El trabajo estaba hecho al amanecer. El molde, de un tamaño razonable, aunque heterodoxo, hecho a mano para dos personas, estaba completado. Blick maldijo expresivamente la pérdida de luz, que le robaba la oportunidad de continuar al siguiente estadio de su plan de trabajo, pero sin corriente eléctrica y sin medios de proporcionársela de ningún modo, el cese del trabajo era algo inevitable.</p> <p>Construyó dos velas de una forma ruda y elemental y se retiró al laboratorio para continuar meticulosamente durante varias horas más pensando y mezclando productos químicos. Si llegó a dormirse del todo, tuvo que haber sido por poco tiempo sobre su silla, ya que Martha disponía de la cabina para ella sola, y cuando despertó a las primeras luces del alba, Blick ya estaba de nuevo trabajando en su propósito.</p> <p>Blick había puesto al descubierto una enorme cantidad de alambres de los conductores de la estación y se hallaba enfrascado en el control de los circuitos, enrollando y volviendo a enrollar más y más cables al descubierto en una forma que proclamaba la extrema urgencia temporal de todas aquellas modificaciones.</p> <p>Ella se aproximó y permaneció junto a él durante un rato; pero comprobando que le resultaría totalmente inútil como ayuda, volvió a la cabina, llenó un vaso de agua y se lo acercó.</p> <p>Blick le dio las gracias por la acción con una breve expresión moviendo la cabeza y continuó sin detenerse un instante en su trabajo de cortar cable tras cable a una velocidad tal que mostraba su completa familiaridad con los menores detalles del equipo de la estación. Acabó, finalmente, con un par de pesados alambres, lo suficientemente largos como para contornear el molde del bote, uno de los cuales unió a los extremos finales de los finos cables insertos en el molde del casco.</p> <p>—Fase dos completada —anunció.</p> <p>—Bien, ahora dime qué es lo que vas a seguir haciendo.</p> <p>—Voy a proceder a un electromoldeado por galvanoplastia. Vamos a platear el interior de este molde de cera para hacerlo eléctricamente conductivo y después a llenarlo con una solución de sulfato de cobre ligeramente ácida y después a galvanoplastiar una capa lo suficientemente espesa de cobre de la misma solución para que quede formado un bote.</p> <p>Ella le agarró fuertemente un brazo.</p> <p>—¿Es que puedes realmente hacer eso, Blick?</p> <p>Él se encogió de hombros.</p> <p>—Creo que sí, con un poco de suerte. Nuestra dificultad radica sólo en hacer esto del tamaño conveniente y bajo unas condiciones extremadamente elementales. ¡Y sólo tenemos esta oportunidad!</p> <p>Ella continuaba todavía preocupada.</p> <p>—Pero, Blick... necesitas corriente eléctrica para galvanoplastiar. No tenemos corriente eléctrica alguna. La energía nos falta absolutamente.</p> <p>Blick la miró con calma. En sus ojos enamorados y enfebrecidos surgía una chispa de genio también.</p> <p>—Debo confesar que también me había preocupado. No tenemos corriente que venga del exterior, ni disponemos de baterías ni acumuladores, y frente a esas dificultades, la totalidad del proyecto estaba aún por nacer. De haber estado solo, creo que lo hubiera dejado todo como estaba y me hubiera tumbado a esperar la muerte poco a poco. Pero... ¡Dios mío! ¡A ti no! Ahí tienes una indicación de lo que tú me inspiras, Martha... Resolví el problema, y en cierta forma creo que no lo encontrarás en ningún libro de texto.</p> <p>—Continúa —dijo ella mirándole intensamente fascinada. El alivio que daba a Blick el hecho de saber que tenía un plan definido que llevar a cabo era algo maravilloso de ver.</p> <p>—Hay una forma de hacer que una columna de cambio iónico actúe como una batería... no muy buena, tengo que admitirlo, pero hay muchas columnas con las que poder hacer el trabajo. He modificado los circuitos para que nos suministren una especie de potencial y la corriente que necesitamos, disponiendo de un buen suministro, tanto de ácido y de cobre concentrado en los tanques colectores. Mediante el funcionamiento alternado de esas columnas, revertiendo la polaridad cuando sea necesario, tendremos la precisa cantidad de energía eléctrica que hace falta para terminar esto. Garantizo que éste será el primer bote construido por galvanoplastia y por corriente procedente de las columnas de cambio iónico. Y seguramente el primer bote en su género de todas formas. La totalidad de la idea es demasiado condenadamente ridícula para expresarla en palabras.</p> <p>Y por unos instantes su humor se hizo la nota dominante.</p> <p>—Me gusta verte sonreír, Blick —dijo ella—. Deberías hacerlo con más frecuencia.</p> <p>—No puedo —repuso él—. Demasiadas preocupaciones y frustraciones, demasiada tristeza... y todo ello tiene un nombre: tú, Martha.</p> <p>—No digas eso, Blick. Haces que lamente el haberte conocido.</p> <p>—Entonces... ¡No! Todo hombre necesita una pasión que le consuma en su vida y que le fuerce a conocerse a sí mismo, que le conduzca a explorar sus antípodas y que le eleve un poco de lo vulgar, ordinario y sobre la pesada rutina de la vida. Algunos eligen el amontonar dinero, otros el arte, algunos eligen la religión o incluso el martirio. Yo te escogí a ti y que me frían vivo si voy a cambiar mi pasión por esos otros sustitutos de menor cuantía.</p> <p>—Supongo que no te has detenido nunca a considerar que en realidad yo no soy más que una persona corriente. Yo no valgo la pena en absoluto para la grandeza de que me estás hablando y que creo firmemente.</p> <p>—No, porque para mí eso no es cierto. —Blick la miró y en sus ojos aparecía una mirada de pura adoración—. ¡Dios mío, no hay palabras que expresen el impacto que hiciste en mi vida! Las palabras solas son incapaces de expresar cuánto te quiero...</p> <p>Se volvió para irse; pero en un súbito impulso ella le llamó.</p> <p>—¡Blick! Querido... en el caso de que no consigamos salir de aquí, hay algo que pesa sobre mi conciencia y que quiero decirte ahora.</p> <p>—No tienes necesidad de hacerlo —repuso él—. Creo que ya lo sé.</p> <p>—Déjame decírtelo, de todas formas. Blick, querido, eres tan sencillo de corazón y tan maravilloso que no hubieras permitido a tus sentimientos haberlo descubierto por ti mismo. Tú crees que el amor es algo que está hecho en el Cielo o en alguna otra parte así. No lo es. Cuando todo esto comenzó entre nosotros se debió a que yo, deliberadamente, comencé el juego y dejé crecer en ti ese gran amor, alimentándolo y conformándolo hasta que te hallases tan profundamente envuelto en él que ya no tuvieras otra opción que dejarte llevar por él. Yo te hice todo eso, Blick, y no lo hice por amor, sino por curiosidad, porque estaba muy herida y porque necesitaba del tipo de admiración y profundidad de afecto que tú sensitivamente parecías propenso a darme. Estuve utilizándote como un medio de salvar mi propia estimación y para vengarme de las heridas que la vida me ha proferido...</p> <p>—Continúa.</p> <p>—Nunca intenté comprometerme demasiado a mí misma, Blick, porque tú no tenías la libertad de darme todas las cosas que perdí cuando mi matrimonio quedó destruido. Pero así y todo tú eras tan receptivo que seguí sordamente tentada a utilizarte como un medio para que la vida me devolviera todo lo que me había robado...</p> <p>—Pero... ¿llegaste alguna vez a sentirte implicada?</p> <p>—Sí. Yo, o bien me juzgué equivocadamente, o subestimé tu condenada constancia para el amor. Y llegué a verme atrapada en mi propia red, y por esa razón no podía infligir a tu matrimonio lo que alguien había hecho con el mío. Pero todavía sigo hiriéndote... No tenía idea que tú llegases a implicarte tan profundamente y por tanto tiempo. Y lo endemoniado de todo esto es que... nunca te permití olvidar. Yo creé ese amor en ti y desde entonces lo he alimentado, dejando siempre un resquicio de promesa que nunca sería completada. Ello me hacía sentirme... alguien, al tener tal clase de devoción hacia mi persona. Necesitaba tu amor, Blick, y sigo necesitándolo. Pero... ¿podrás ahora perdonarme por lo que te ha costado todo esto?</p> <p>—No es cuestión de tener nada que perdonar —repuso Blick gentilmente—. Tú me has dado algo de lo mejor y la mayor parte de las horas más negras de mi vida; pero tienes que saber que no hubiera dejado perder una de esas horas por nada del mundo. Tienes que saber que tu amor está tan arraigado en mi corazón que sólo alguien tan herida, tan humana, tan extraviada y tan deseable como tú, podría satisfacerlo y cumplir tal deseo. ¡Dios mío! Te he querido como nadie jamás haya querido a cualquiera antes.</p> <p>Blick se encaminó deliberadamente hacia el laboratorio, donde los reactivos de plateado que había preparado durante la noche se hallaban ya dispuestos para ser utilizados. Martha permaneció durante un largo rato sumida en su conflicto mental, mirando el molde del bote y después a aquellas dulces aguas del jardín flotante y finalmente en la dirección lejana de la Base de Lamedah, que para ella era el sinónimo de la influencia de los mundos exteriores. Después, tomando una de las extrañas herramientas que Blick había utilizado e improvisado para trabajar en la cera del molde, grabó algo sobre la pared del molde, hacia un lado, y en donde fuese difícil el poder ser visto.</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-align:center; text-indent:0em;">* * *</p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Los estados críticos que aún faltaban tenían dos fases: el plateado de la cera para hacerla conductora, en primer lugar, y en el segundo, el primer depósito de cobre sobre la única espesa capa molecular de plata, sin romper la continuidad de este metal, ya que cualquier ruptura en su continuidad hubiera significado un fallo fatal en el subsiguiente depósito y como resultado un bote completamente inútil. Sabiendo muy bien que estaba en la estacada, Blick aplicó tres capas sucesivas de plata en el interior del molde antes de sentirse satisfecho, limpiando y volviendo a limpiar y a repasar cuidadosamente algunas zonas antes de repetir la operación. Afortunadamente, el primer depósito de cobre, precedente de una solución de baja acidez, tomó forma sin un fallo, y el interior del molde adoptó la uniforme y hermosa coloración salmón rosa del cobre recién depositado.</p> <p>Entonces el trabajo comenzó en forma precisa y apremiante. Puesto que Blick sólo usaba trozos de plomo como ánodos y la única fuente de suministro del metal de cobre era la contenida en la solución cúprica, era necesario disponer un constante fluir de nuevo líquido en solución procedente del tanque colector. Arregló un alimentador constante a través de una tubería, de forma tal que el exceso de líquido en el molde se descargara por sí mismo por el borde y se escurriera por la plataforma.</p> <p>Para capacitar y aumentar la velocidad de la formación de la plancha de cobre, sin detrimento de la calidad del metal depositado, Martha se estacionó con una larga tubería de plástico que utilizó como un batidor para mantener la solución en movimiento continuo, mientras Blick se ocupaba febrilmente del funcionamiento de sus columnas de resina, controlando el flujo del concentrado y regenerante, operando las válvulas manualmente, lo que precisaba el tener que subir a las columnas individualmente. A la caída de la noche, Martha estaba a punto de caer desfallecida de fatiga, y Blick hizo que se fuera a descansar. Después continuó él mismo a lo largo de la noche, sacando energías de milagro, confiando en la memoria cuando no podía hacerlo en la vista. Al amanecer, Martha le encontró dormido y exhausto sobre la plataforma.</p> <p>El día que siguió fue de verdadera prueba para ambos, ya que no estaban en condiciones de gastar energías, las energías que precisaba el trabajo a completar.</p> <p>Martha removió la mezcla como una autómata y Blick continuó subiendo a las columnas, pero con más lentitud y con menos seguridad que antes. Era difícil aforar el espesor del depósito metálico conseguido hasta entonces, pero tenían la íntima certeza de que, fuese cual fuese la existente para el anochecer, tendría que ser suficiente. De ningún modo estaban en condiciones de continuar por otro día más.</p> <p>Y con la llegada de la oscuridad del crepúsculo Blick cayó de una de las columnas. No se hirió gravemente, pero un pie y el tobillo se dislocaron de forma que no hubo manera de poder ponerse el zapato, haciendo, además, imposible el continuar subiendo a las columnas. Martha se ofreció voluntariamente para continuar, pero Blick rehusó de plano el dejarla correr semejante riesgo.</p> <p>Bajo su dirección, ella detuvo el flujo de la solución hacia el molde y transvasó el líquido que lo llenaba hasta entonces, vaciándolo. Entonces, ella llenó en parte el molde con agua y Blick añadió ácido sulfúrico concentrado hasta que el calor generado fue suficiente para fundir la cera y separarla del molde, que al derretirse fue cayendo y amontonándose en grumos sobre la plataforma de la estación. Después, dejando que el agua remanente fuese escurriéndose poco a poco, hasta que todo el ácido y el líquido saliesen fuera del bote, se tumbaron medio muertos, uno junto al otro, demasiado cansados para hacer otra cosa que unirse por las manos y caer en un sueño de piedra en aquella oscuridad y bajo el terrible tormento del hambre.</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-align:center; text-indent:0em;">* * *</p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Por la mañana, el resultado de sus trabajos resultó fascinante. El bote relucía plateado y brillante sobre la plataforma, con su exterior reluciente como un espejo, resultado del bruñido que Blick había dado al molde, con su capa plateada protegida por la minúscula película de cera que todavía quedaba sobre la superficie. En el interior, y de forma curiosa, el cobre al descubierto se había teñido ligeramente hasta aparecer como una superficie uniforme de oro perfecto. En otras circunstancias se habrían deleitado con la contemplación de tan extraño producto de artesanía, pero Blick sabía muy bien cuan peligrosamente era delgado y quebradizo aquel casco tan poco ortodoxo. Su sensación de desasosiego la comunicó sinceramente a Martha, matando en cierta forma cruelmente las últimas esperanzas de la mujer por su supervivencia.</p> <p>A pesar de todo, Blick procedió inmediatamente al lanzamiento del bote salvavidas. La operación se llevó a cabo utilizando las cabrias que servían para manipular en los tubos de la bomba, improvisando así un mecanismo trabajoso de manipular, a falta de energía eléctrica, que tan fácil y sencillo habría resultado. Un cable envolvente fue dejando caer, pulgada a pulgada, la embarcación sobre el agua. Ambos contuvieron la respiración al observar el bote moverse flotando ya libremente entre las rocas espumosas de sílice, sintiendo la infinita alegría de verlo sobresalir sin daño alguno. Blick tiró sobre la embarcación un colchón, en el fondo, procurando equilibrar el peso y después bajó con cuidado entrando en la embarcación metálica. Milagrosamente, aquel casco tan delgado se sostenía a las mil maravillas con firmeza. En vista de lo cual, hizo señas a Martha para que le acompañase, sin que aquel precioso casco se agrietase o abollase.</p> <p>Martha sostuvo el bote contra la deriva de las aguas, mientras que Blick cargó el equipo que precisaba como indispensable: dos pequeñas columnas de mezcla resinosa, tomadas del laboratorio para asegurarse el suministro de agua, dos cojines, algunas hojas de plástico oscuro, unos cuantos vasos de filtración, dos botellas de productos químicos y un largo palo en forma de remo y timón al mismo tiempo, trabajado de prisa y burdamente.</p> <p>—¡Lo conseguimos, Martha! —le dijo él—. Ahora sabes qué escasas son nuestras probabilidades de salir de esto...</p> <p>Ella aprobó con un gesto cansado, sin pronunciar una palabra. En su lugar, Martha agarró fuertemente la mano de Blick y le ayudó a bajar al bote. Ella continuó sosteniendo su mano hasta que fue necesario soltarla para que Blick apartase y alejase el bote de los cimientos de las plataformas y metiera la embarcación entre la corriente a la deriva constante con su siembra permanente de rocas de sílice espumosa.</p> <p>Como Blick había predicho, la dirección de la deriva había cambiado siguiendo casi la dirección norte, siguiendo la línea del ferrocarril lo suficiente cerca como para que durante todo el período iluminado del día, estuviese siempre a la vista. Por la incidencia de las estaciones que iban pasando, una tras otra, Blick estimó que la velocidad de la pequeña embarcación debería ser aproximadamente de dos kilómetros por hora al principio, aunque tal velocidad iba obviamente creciendo y la dirección iría ganando una componente occidental conforme se aproximaran más y más a Lamedah. En algún punto, deberían hacer un rodeo apartándose de la ruta del ferrocarril y convertirse en parte de la gran marejada que pasaba hacia el oeste en las aguas ecuatoriales. La única esperanza de Blick era que pudiesen derivar lo suficiente cerca de Lamedah o de alguno de sus puestos fronterizos, como para estar en condiciones de atraer la atención de alguien y recibir alguna ayuda. En caso contrario, morirían de todas formas. No había nada que pudiesen hacer en su favor.</p> <p>La característica más fantástica de aquel viaje era la completa sensación de quietud y falta de movimiento. Aquel cielo desprovisto de cualquier característica especial, no ofrecía el menor punto de referencia, uniformemente coloreado de naranja, por lo que la pareja se convirtió en parte de aquella vastedad inconmensurable, moviéndose en perfecto unísono con la marcha de la deriva de las corrientes marinas, por lo que la impresión era de una situación absolutamente estática. Sólo los soportes y flotadores del ferrocarril, desplazándose poco a poco en aquel terrible panorama, les reafirmaba en su seguridad de un rescate potencial.</p> <p>Ocasionalmente, Blick preparó un poco de agua procedente de una de sus columnas que ofreció a Martha. Al darse cuenta de cierto dulzor en el líquido, preguntó de qué se trataba.</p> <p>—Es dextrosa —le informó Blick—. Te ayudará en cierta medida. Desgraciadamente, contamos con muy escasa cantidad.</p> <p>—Quiero que la compartas conmigo en la misma medida, Blick —dijo ella. Pero aunque ella notaba que en su vaso siempre existía algún remanente de aquel azúcar insoluble, en el de Blick el agua aparecía completamente clara, a pesar de darle seguridades en sentido contrario.</p> <p>Aquella noche fue demasiado larga. Ambos durmieron durante unas terribles horas, para sentarse después y mirar entre aquella oscuridad que les envolvía por todas partes con ojos cansados y faltos de sueño. Tras de lo que les pareció toda una eternidad la aurora comenzó a aparecer por el horizonte este del planeta y de nuevo pudieron observar el ferrocarril; pero se hallaban entonces demasiado lejos para verlo en detalle. Blick había calculado que su avance para entonces, habría sido de unos cincuenta kilómetros; pero la única estación que pudieron ver estaba demasiado solitaria para ser identificable, aunque supuso Blick que sería la número 37, lo que significaba que habrían cubierto una distancia de unos setenta kilómetros, más o menos la tercera parte de la distancia total.</p> <p>Un poco más animados, aunque desfallecidos, soportaron aquel día, creando un refugio temporal del sol que les quemaba con las sábanas de plástico. Pero aquél era ya su decimocuarto día sin alimento, aparte de los diez días anteriores que habían pasado racionados, lo que ya les causaba una drástica caída de sus energías físicas y mentales. Martha, especialmente, estaba debilitándose gravemente por momentos, mientras que Blick, aunque con algunas energías más por su más fuerte constitución, sufría atrozmente de la torcedura del pie y el tobillo. La noche les resultó agradable y bien recibida, sólo porque suponía una mayor aproximación a la meta tan ansiadamente deseada. Una corriente occidental divergente comenzó a moverles hacia atrás y hacia el ferrocarril. Blick no se hizo ilusiones al pensar en lo que podría ocurrir al bote si chocaba contra algún flotador o arrastrado en la oscuridad contra la estación flotante.</p> <p>Tomando precauciones, se acurrucó en la popa con el palo, haciéndolo sobresalir al máximo, apoyándolo dolorosamente sobre sus rodillas sin fuerzas, esperando que si tocaba algún obstáculo en la oscuridad, el choque le avisaría con tiempo para peder evitar más serias consecuencias. Pronto, sin embargo, cayó en un estado letárgico entre el sueño y el delirio y de alguna forma, el palo se le escapó de las manos, perdiéndose entre aquellas malditas rocas de sílice espumosa. Fue inútil cuanto hizo por verlo de nuevo.</p> <p>Despertó lleno de pánico, al comprobar que el sol ya estaba alto en el cielo y el ferrocarril ya no era visible desde ningún punto. Supuso que habrían pasado bajo el tendido flotante de la línea del tren durante la noche a consecuencia de la corriente procedente del oeste, encontrándose entonces totalmente desamparados a mar abierto y fuera de la vista de las instalaciones. Tan inesperado fue aquel golpe dado a sus cálculos y previsiones, que se sentó a mirar estúpidamente el horizonte por lo que parecieron horas enteras, sin preocuparse por dar noticia alguna a la pobre Martha que aún continuaba aletargada y exhausta en la popa. Por primera vez comenzó a abandonar toda posibilidad positiva de ser localizado, si la deriva les había sumergido en las grandes corrientes ecuatoriales, que rodeaban el planeta como un anillo.</p> <p>Un curioso efecto de falso paralaje del rocoso entorno le advirtió repentinamente de que la deriva estaba alterándose, divergiendo hacia una corriente local de superficie, lo que le decidió a emplear la última arma de su pobre arsenal de recursos. La segunda botella de productos químicos contenía un derivado de gran fluorescencia; una sustancia brillante e intensamente fluorescente, que había utilizado en determinadas ocasiones para seguir el paso de un metal particularmente valioso en una corriente marina. Tomó un poco de aquella sustancia y mezclada con agua marina, la fue dejando caer al paso del bote. La sustancia mostró un satisfactorio color intenso de una fluorescencia amarillo verdosa, tal y como había esperado, indicando la conveniente alcalinidad de la corriente. Después, poco a poco, fue vaciando el tinte sobre un lado, esperando se extendiera en un amplio círculo que creciese en anchura y que gradualmente empapase el entorno, dejando así una brillante traza a su paso y en la distancia desde donde suponía pudiese ser avistado.</p> <p>Se dio cuenta de que Martha se había despertado y estaba observándole; pero ella no dijo nada. Blick tampoco deseaba decirle nada, por lo que se limitó a darle un poco de agua con dextrosa que prácticamente había quedado terminada con aquella toma y se volvió a su ocupación de teñido de las aguas.</p> <p>El día fue haciéndose más y más caluroso hasta perder la traza del paso del tiempo. Podía mirar a su cronómetro; pero su mente rehusaba obtener ninguna consecuencia de lo que aquellas cinco manecillas expresaban con sus números correspondientes. De todas formas y en cualquier caso, una hora era demasiado parecida a la siguiente o a la anterior como para dar una impresión de tiempo apreciable. Se limitó, como ausente, a yacer en la misma posición y a mirar fijamente al cielo teñido de naranja, donde ya creía ver visiones de fantásticos sueños, sin tener sueño, y donde confrontar su estado de ánimo y su extremada debilidad.</p> <p>Una chispa de luz cruzó su estado consciente; pero le llevó varios segundos para comprobar que el fenómeno estaba siendo percibido por sus propios ojos más bien que por su imaginación. Después, sus facultades analíticas volvieron a entrar en juego, y repentinamente se encontró mirando a la gran estela de iones de sodio de una nave del espacio que estaba realizando un aterrizaje planetario y probablemente a no más de treinta kilómetros de distancia.</p> <p>La esperanza le sacó de su estado de ensoñación. Una nave del espacio sólo podía significar una cosa: un contingente de rescate procedente de Delta V que desembarcaba. El único y posible lugar de toma de contacto era Lamedah y a juzgar por la distancia y la dirección, la ayuda tan necesitada no estaba tan imposiblemente lejana. Era cierto que una balsa especial de salvamento o un aparato flotador tendría que ser desembalado y montado y que para llevarlo a cabo se llevaría algún tiempo; pero con una razonable pauta de búsqueda, disponían aún de una ligera esperanza de ser localizados y rescatados de aquel pequeño bote metálico entre aquel rocoso entorno y entre la corriente en que se hallaban. Lamentó entonces haber gastado todo el tinte fluorescente que tenía y el haberlo empleado demasiado prematuramente, ya que se había dispersado demasiado como para dar una razonable indicación de la posición que entonces ocupaban. Siguió observando la traza dejada en el cielo por la aeronave, desvaneciéndose en la alta atmósfera y deseó con todas sus fuerzas haber dispuesto de algunos medios de propulsión en aquella dirección, o al menos haber detenido su desplazamiento con la deriva de la corriente, aunque la fría razón le afirmó en la realidad de que aquel frágil casco no podría en modo alguno resistir el embate, en situación de inmovilidad, contra cualquier movimiento relativo entre el bote y las rocas flotantes en las cuales estaba inmerso. Sólo le quedaba seguir esperando.</p> <p>Tanto si Martha había seguido aquellas incidencias o no, fue para Blick algo incierto, ya que parecía encerrada en sí misma, totalmente retraída, completamente inmóvil, o sin pronunciar una palabra. Su demacrado rostro aparecía lleno de una completa resignación, propia de una fuerza de carácter que no le permitía inclinarse ante nada o caer en el histerismo. Y tanto si estaba sufriendo por ella misma o por él, tampoco pudo Blick comprenderlo pero la agonía que se reflejaba en sus ojos era algo más que un problema físico. Ya no quedaba nada que poder ofrecerle, excepto sostener su mano ocasionalmente o sonreírle cuando podía hacerlo.</p> <p>Varias veces creyó Blick oír el tronar de los motores; pero finalmente se convenció a sí mismo que era producto de una pura ilusión y con la proximidad de otra noche espantosa en aquellas circunstancias, se dejó caer y se tumbó a proa, como ella, y olvidó toda esperanza. Por la mañana, el tinte dejado en las aguas y en las rocas estaría demasiado lejos y excesivamente disperso para atraer la atención desde cualquier distancia y lo más seguro es que se hallasen arrastrados e inmersos en la corriente ecuatorial y más allá de toda idea de ser rescatados.</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-align:center; text-indent:0em;">* * *</p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Cuando llegó el tremendo choque en la oscuridad, Blick lo percibió todo excepto la posibilidad de cualquier ayuda. Aletargado, desorientado e increíblemente débil, casi estuvo a punto de caer al mar. El bote chocaba y rebotaba peligrosamente contra algo sólido, tal vez cogido entre dos puntos, puesto que la posición no cambiaba. El mismo e incierto anclaje levantó los dos extremos de la ligera embarcación sensiblemente fuera del agua, formando un incierto pivote inestable, haciendo que la pequeña embarcación se zarandease locamente con sus movimientos. La oscuridad era impenetrable, no permitiéndoles la menor oportunidad de ver aquella imposible obstrucción.</p> <p>Blick fue adelantándose cuidadosamente hacia adelante para explorar el objeto contra el cual se habían detenido tan peligrosamente. Lo que sintió en sus manos, le produjo un considerable choque psicológico, ya que se encontró agarrado a una viga fabricada en la Tierra y que se levantaba a cierta altura sobre un flotador hundido. Aquélla era sin duda alguna, parte de la catástrofe producida en el tendido del ferrocarril, tal vez una sección rota y aislada o tal vez conectada a una sección continua del propio ferrocarril. No había respuesta para lo que pudiese haber de cierto en todo aquello, ni obviamente acción que poner en práctica. Si era un desastre aislado lo que había encontrado, era algo fútil intentar montarlo, ya que no le habría ofrecido ninguna ventaja en aquella situación; pero si era el final de la rotura próxima a la Base, lo que pensó que pudiera ser también, entonces aquello era la vía de salvación.</p> <p>En una verdadera agonía de indecisión, intentó subir por la viga de acero y su montaje un par de pasos en la esperanza de poner en claro la situación tan inesperada. Apenas si había comenzado, cuando se dio cuenta qué difícil y peligrosa era la acción que estaba intentando y qué pocas fuerzas tenía para llevarla a cabo, en aquella total oscuridad. Con un esfuerzo infinito se descolgó hacia el bote, para quedar helado de horror al comprobar que el bote, con Martha a bordo, se había deslizado de la posición que tenía y había desaparecido arrastrado por la deriva, solitario y en la absoluta oscuridad de la noche.</p> <p>Quizá gritara o tal vez se desvaneció con el choque recibido y la reacción subsiguiente, mientras que seguía manteniéndose agarrado a la viga de acero y en situación tan precaria. Nunca pudo recordar después lo que hizo en aquellos momentos, excepto que gritó el nombre de Martha hasta que su voz se quebró y que de alguna forma, se contuvo para no dejarse caer en aquella abrasiva y asesina corriente en un loco intento de alcanzar la pequeña embarcación. De alguna forma y en un momento determinado tuvo que haber subido hasta el trozo de plataforma que sostenía la viga de acero y entonces, milagrosamente cayó inconsciente sobre aquel trozo de poco más de un metro de sostén, que pudo haberlo matado de haber seguido explorando. La única cosa que pudo recordar después fue el despertar y la presencia de luces que se encaminaban a toda prisa hacia él y el sonido de pies y pisadas. Y después, el sonido de la voz de Max Colindale que le decía por encima del hombro;</p> <p>—¡Diablos, Blick! ¿Qué te ha hecho tardar tanto? —y después—: ¿Qué ha sido de Martha?</p> <p>—Ella va en el bote —repuso Blick dolorosamente, indicando la dirección general del océano—. Debe andar por ahí, en cualquier parte. La traje conmigo.</p> <p>—Habría apostado mi vida por <i>eso</i> —dijo Colindale.</p> <p>Se alejó y pronto el silbido de potentes motores batieron el aire y la noche apareció fascinantemente iluminada con reflectores y cohetes bengala de gran potencia, en un verdadero fuego de artificio, como en una danza ritual en la negrura de la noche.</p> <p>Pusieron a Blick confortablemente de espaldas en una camilla y le proporcionaron un poco de calor con una sopa tibia; pero no hicieron el menor intento de moverle hasta la mañana siguiente. Cuando fue de día, pudo apreciar la razón del por qué de todo aquello. Se hallaba del lado de la ruptura que comprendía la Base y aun cuando la plataforma del ferrocarril en aquel lado se hallaba peligrosamente descompuesta y retorcida por la catástrofe que había partido en dos y aislado a trece estaciones y cuarenta y cinco kilómetros de raíl en una de las más poderosas mareas que jamás se hubiesen observado en aquel enigmático océano que recubría el planeta. Sólo de día era posible maniobrar con una especie de marchapié de boga por los últimos cuatro kilómetros, hasta la parte más firme del destrozado ferrocarril.</p> <p>—¿Hemos perdido a mucha gente? —preguntó Blick a uno de los que le llevaban.</p> <p>El hombre tenía un grave aspecto.</p> <p>—Hasta ahora, Martha Sorenson y usted mismo son los únicos supervivientes que se conozcan de los setenta y ocho que se consideran perdidos. Ahora ya contamos con los helicópteros y hay esperanzas de rescatar a algunos más; pero creo que si vemos a otros treinta más con vida, nos quedaríamos realmente sorprendidos. Lo que me asombra, es cómo diablos sabía Colindale que usted y Martha venían juntos. Ustedes estaban en la peor de todas las posiciones; pero él ha permanecido como un gato saltando sobre ladrillos ardiendo, en espera de verles a ustedes.</p> <p>—¿Tenía dinero metido en esto? —preguntó Blick.</p> <p>—Alguno —repuso el hombre mirando hacia adelante—. Alguno, como casi todo el mundo —concluyó tras haberlo pensado.</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-align:center; text-indent:0em;">* * *</p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">—¿Cuáles son las últimas noticias de Martha? —preguntó Blick.</p> <p>—Se pondrá perfectamente —repuso Colindale—. Estaba en muy malas condiciones cuando fue recogida y, francamente, estaba al borde de la muerte, Blick. Si no te la hubieras traído contigo, dudo mucho de que hubiéramos podido llegar a tiempo.</p> <p>Blick hizo un gesto de afirmación con la cabeza.</p> <p>—Vi la cosa venir. No tenía reservas suficientes como para sostenerse por tanto tiempo y sospecho que debió estar racionándose muy severamente. La recogí antes de que yo mismo supiese la forma de escapar de allá. Fue todo un problema de todos los diablos. Y... dime, Max, ¿por qué estabas tan cierto de que Martha y yo veníamos juntos?</p> <p>Colindale apretó los labios.</p> <p>—La experiencia, amigo. Nada conquista la adversidad como la perversidad... y vosotros dos sois los individuos más perversos que haya conocido. Iba casi a tener la suerte de perderos a los dos simultáneamente.</p> <p>—Hablando en serio, Max...</p> <p>—En serio, Blick, tú tienes la reputación de resolver los problemas por el lado más absurdo. Lógicamente, no tenías ni una sola posibilidad; pero con Martha allí también, yo estaba cierto de que si había una salida, la encontrarías. Petroni, que va en el Escuadrón de Rescate, está volviéndose loco tratando de calcular cómo demonios hiciste ese bote...</p> <p>—Lo hicimos por electrogalvanoplastia —repuso Blick—. A base de una solución de sulfato de cobre.</p> <p>—Imaginé algo parecido... pero, ¿cómo? Debo admitir que soy un ingeniero y no un químico; pero sigo sin ver cómo puedes hacer ninguna galvanoplastia sin disponer de corriente de ninguna clase.</p> <p>—Es algo complicado —explicó Blick—, pero trataré de explicártelo. Allá en la Estación, yo había instalado unos cuantos dispositivos de mi propia invención en la planta, para permitirme seguir investigando sobre determinados proyectos. Uno de esos dispositivos depende del hecho de que un metal en una solución de sus propios iones, desarrolla un potencial eléctrico, y ese potencial depende a su vez de la concentración de iones con los cuales está en contacto.</p> <p>—No estoy muy seguro de comprenderte bien —opinó entonces Colindale.</p> <p>—No, pero es simple electroquímica. Imagínate un tubo lleno con ácido diluido en el cual un cristal de sulfato de cobre se está disolviendo en el fondo. Si los electrodos del cobre están insertos uno en el tope y otro en el fondo del tubo, conectados a un circuito, discurrirá una corriente en ese circuito que tenderá a intentar igualar la concentración del cobre en sus iones, al depositarlo en el electrodo del fondo y a disolverlo en el de la parte superior. Cuando la concentración de los iones del cobre es la misma en toda la extensión del tubo, la corriente cesará.</p> <p>—Bien, comprendo. Continúa.</p> <p>—Bien. Ahora, pongamos los mismos electrodos en el tope y en el fondo de una columna de cambio iónico y echemos sulfato de cobre y tendremos una situación aproximadamente igual de esas mismas reacciones electroquímicas. La concentración de iones de cobre en el tope de la columna será muy alta y hasta que la resina en toda su extensión en su camino hacia el fondo, haya agotado su capacidad de captar los iones de cobre, la concentración del fondo de la columna será muy baja. Así, una corriente fluirá todo el tiempo por la columna y será útil en su trabajo. Con esta corriente yo solía controlar el equipo automático de la repetición cíclica. Y como propina, cuando regeneras la columna al añadirle ácido en el tope superior y sacas el concentrado del fondo, también fluye otra corriente, pero de polaridad opuesta. Esto fue hecho para completar el ciclo de control.</p> <p>—¡Ingenioso! —exclamó Colindale.</p> <p>—Tiene sus posibilidades —continuó Blick—. Observando la polaridad de la corriente, sabes en qué parte del cielo está funcionando la columna. Cuando cesa la corriente, ello indica que la columna está totalmente exhausta o regenerada, según puede ser el caso, y las variaciones comparadas con la corriente normal proporciona la primera indicación de cuándo las bombas de recogida comienzan a extraer de una corriente contaminada. Y todo eso por el valor de unas cuantas piezas de cobre y algunos cables.</p> <p>—¿Y pudiste arreglártelas para utilizar esa corriente para galvanoplastiar el bote?</p> <p>Blick hizo un signo de asentimiento.</p> <p>—Sí, y tuve que volver a embobinar casi todas aquellas condenadas columnas en el sitio que estaban para conseguir suficiente potencial. Afortunadamente, estuve en condiciones de utilizar la corriente de ambas partes del ciclo, pudiendo continuar un proceso ininterrumpido. Por una combinación de la ayuda de Dios y de un trabajo imaginativo, lo hicimos.</p> <p>Colindale se retrepó en su sillón.</p> <p>—Seguimos buscando todavía alguien que se ponga a la cabeza del equipo de investigación, Blick. Sé que rehusaste antes; pero continúo creyendo que tú eres ese hombre.</p> <p>—Gracias, Max, pero la respuesta sigue siendo la misma.</p> <p>—¡Muy bien! Entonces, vayamos al siguiente punto de la entrevista.</p> <p>Colindale sacó un archivo y lo dejó sobre la mesa.</p> <p>—Aquí están tus cartas, en las que me advertiste con todo detalle que la catástrofe que <i>ha</i> ocurrido era verosímilmente factible y tendría que ocurrir. En mi defensa, yo sólo puedo decir que fue el balance de los razonados argumentos de todo un ejército de oceanógrafos planetarios profesionales, ingenieros y autoridades similares, contra tu insostenible opinión, lo que decidió que yo no hiciese nada para evitarlo. Pero la intuición inteligente es algo mucho más eficiente y claro que la previsión rutinaria. Ahora me doy cuenta de que mi decisión no fue correcta; pero era un juicio racional a la luz de la evidencia entonces disponible. Tengo que pedirte ahora, si quieres, que lleves este archivo ante la Comisión del Espacio donde se llevará a cabo una encuesta adecuada.</p> <p>Blick tomó el archivo y lo tiró a un lado.</p> <p>—Como dices, Max, fue sólo una opinión sin apoyo de nadie y exclusivamente mía. No veo razón alguna en confundir a la Comisión con especulaciones infundadas, incluso aunque fuera cierto. Además tendría mal reflejo en la prensa.</p> <p>—Gracias, Blick, muchacho. No me olvidaré de este gesto tuyo tan fácilmente...</p> <p>—Pero no quiero favores de ninguna clase —repuso Blick—. Y de ti de ninguna forma.</p> <p>—¡Hum! Hay otra cosa —dijo Colindale—. Tu esposa está de camino desde Delta V en el Cuerpo Auxiliar y llegará mañana sin falta. Solicitó una dispensa especial para el viaje, cuando apareció en las listas que estabas considerado como desaparecido. Yo estaba tan seguro de que llegarías hasta aquí de alguna forma, que lo di por cosa hecha. Te sugiero que vuelvas con ella a Delta V y te tomes unas buenas vacaciones.</p> <p>—Gracias, Max —dijo Blick—. Estoy seguro do que te recordaré en mis oraciones. —Se levantó para irse; pero Colindale le llamó.</p> <p>—Blick, no es nada que me importe ni es asunto mío; pero, qué diablos hay entre Martha y tú, de todas formas?</p> <p>—Escribiré y te mandaré un informe sobre el particular algún día. Pero es un tipo de relación que tiene todos los ingredientes de la permanencia. Recuerda esto, Max. Nos proporciona a los dos algo que es único en la vida...</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-align:center; text-indent:0em;">* * *</p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Cuando aterrizó la aeronave del Servicio Auxiliar Blick estaba esperando a su esposa en el salón del espaciopuerto y agradecido de que el transmisor del profundo espacio pudiese haber estado en condiciones de dar la noticia de su supervivencia. La reunión fue todo un raudal de lágrimas, de afecto y de amabilidad, lágrimas que se enjugaron contra su pecho, llegando en cierta forma a emocionarle, aunque dejando un nudo de dolor interno intocable y secreto. Una extraña especie de angustia interna quedaba rebelde y sólo la compasión le hizo sentir el calor que la familiaridad había convertido en hábito. Luchó contra sus propias emociones y venció hasta no mostrar más que una quieta y triste sombra en sus ojos.</p> <p>Tras terminada la bienvenida y al volverse para marcharse de allí, Max entró en el salón y llegó hasta ellos.</p> <p>—Ah, Blick. He estado examinando cuidadosamente tu famoso bote. Todavía no estoy muy seguro de cómo lo hiciste; pero es tan endiabladamente inteligente... Pero lo que más me intriga es el porqué diablos le has puesto tal nombre.</p> <p>—¿Nombre? —Blick apareció súbitamente helado y como perdido. Ningún nombre se había puesto en la forma del molde. No, a menos que Martha...</p> <p>Colindale le sonrió, le dio unos golpecitos amistosos en la espalda y le cogió después por el brazo.</p> <p>—Eres un gran bromista, Blick... Es de una fantasía desbordante poner a un bote el nombre de: <i>Un día puedo cambiar de opinión.</i></p> <p>Blick se controló rígidamente.</p> <p>—Bueno, se trata de una expresión de cinismo privado —repuso.</p> <p>—¡Seguro que sí, Blick, seguro! Pero alguna vez tendrás que explicármelo.</p> <p>—Creo que eres bastante grande y suficientemente mayorcito como para que lo descubras por ti mismo.</p> <p>Colindale se guardó para sí cierto interior sentimiento de sentir divertida la cuestión y se volvió hacia la esposa de Blick.</p> <p>—Jean, tiene usted un marido muy inteligente. Uno de los más originales pensadores que haya tenido jamás la «Transgalatic Mining». Yo diría que habría llegado muy lejos, de no haber dejado perder tantas oportunidades como ha tenido a la mano.</p> <p>—Bueno, ¿qué es lo que realmente ha querido decir con eso? —le preguntó Jean al final del corredor.</p> <p>—Se llevaría demasiado tiempo en explicarlo —dijo Blick a su mujer—. Y no serías más feliz con saberlo. Y ahora, háblame de cómo están los niños...</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>SUPERVIVENCIA - Dennis Etchison</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">E</style>L renovado Isetta de Marber, tomó la esquina a toda velocidad zumbando suavemente en sus ruedas de miniatura. Virando hacia la derecha, sobrepasó de soslayo una enorme grieta que dividía en dos por entero lo que una vez había sido una calle con media docena de casas habitables de la población. ¿Cuándo comenzaron los equipos S.S. a la reconstrucción del suburbio?</p> <p>Marber consideró de nuevo lo absurdo de aquella ilógica destrucción que se extendía por los hogares de viejo estilo español, hasta el final de la calle. Casas con torres y espiras, surgían de entre las ruinas y formas de ladrillo que proyectaban sombras largas como dedos engarfiados sobre la tierra fundida y requemada con el cemento deshecho por la muerte de cada día. <i>Un fantasma</i>, pensó, <i>como algunos de esos desolados panoramas surrealistas que una vez vi en un cuadro...</i></p> <p>Una especie de relámpago que se agitaba de arriba abajo, repetidamente, en frente de la segunda casa, al fondo, captó su atención.</p> <p><i>¿Y sabes qué? Me voy acostumbrando. Esto es lo grotesco de la situación...</i></p> <p>Reconoció a Darla, una niña de cuatro años, hija de un S.S., si recordaba correctamente. El sol temblón de las cuatro de la tarde ponía como una proyección de fondo desde atrás sobre los cabellos de la chiquilla, produciendo el efecto de un halo como la corona de un ángel en la criatura al aproximarse al pequeño automóvil.</p> <p>La chiquilla salió a la calle con las manos puestas en la cadera. Su carita pálida se adelantó para salir al encuentro del «Isetta». Marber se detuvo.</p> <p>—¡Hola... tú! —gritó Darla, mientras que Marber salía por la parte delantera levantando hacia arriba medio vehículo y dando la sensación de una criatura que sale metamorfoseada de un extraño capullo.</p> <p>Ella salió hasta la calle y la mujer que parecía su madre, le hizo una seña antes de unirse a su hijita en el bordillo.</p> <p>—Me alegro tanto que se detuviera —le dijo a Marber—. Pensé que seguramente se habría usted olvidado de que todavía estamos aquí...</p> <p>—Encantado de verla de nuevo, señora Dayle —Marber forzó una sonrisa a la esposa del S.S. e hizo una seña en dirección al garaje—. ¿El generador se mantiene en marcha?</p> <p>Ella hizo un gesto apreciativo de conformidad.</p> <p>—Pues... seguimos casi tan confortablemente como... antes. Mi esposo ha recordado agradecido su arreglo; pero está siempre fuera con el equipo y...</p> <p>—Bien, eso está bien. —Entonces oyó el ruido del generador con su suave zumbar en el interior del garaje—. Me alegro de que todo vaya bien.</p> <p>La señora Dayle puso sus manos en los hombros de su hijita.</p> <p>—Y bien, ¿qué es lo que le mantiene siempre tan ocupado?</p> <p>Marber sintió que el último sol de la tarde le acariciaba un lado del rostro.</p> <p>—Oh, procuro ir conservando mi trabajo y que no se deshaga. Y ¡ah! —dijo entonces señalando el «Isetta»—, procurando que este cacharro siga funcionando.</p> <p>—Pues creo que ha tenido suerte de encontrar algo que no sea un montón de chatarra —repuso ella sonriendo—. No puedo imaginarme dónde...</p> <p>—Pues he tenido que montarlo con una pieza de aquí y otra de allá como Dios me ha dado a entender. No ha sido muy fácil...</p> <p>Ella hizo un gesto de admiración. La niñita frotó su carita en las manos de su madre.</p> <p>—¿Cuándo vas a llevarme a ese paseo que me tienes prometido? ¿Eh, Jerry?</p> <p>—Vamos, no molestes al señor Marber —corrigió la madre.</p> <p>—Pues iba precisamente a San Bernardino a ver si encontraba algunas piezas de repuesto. A ver si el almacén ha sido saqueado allí también.</p> <p>—Bien, ¿no le gustaría entrar en casa y tomarse una cerveza u otra cosa? Creo que habrá algo para invitarle, si lo desea...</p> <p>—¿Ha dicho usted una cerveza? —Y sintió a Darla que se apretaba contra sus piernas—. Oh, sí, suarido...</p> <p>—Bien... ya sabe, ya conoce cómo el Equipo lo ha confiscado todo después de lo sucedido. Y todavía se conserva «limpia» en cristal —dijo la señora Dayle sonrojándose un poco—. ¿No quisiera responder algo, Mr. Marber? —Era como una inaudible confesión de fe.</p> <p>Marber intentó responderle con una sonrisa.</p> <p>—Por supuesto que no, señora Dayle.</p> <p>—Anda, Jerry, ven —insistió la chiquilla tirándole del pantalón.</p> <p>—Bien y ahora, ¿no quisiera entrar un momento? —insistió sonriendo la señora Dayle—. Bueno, puede que incluso quede todavía un poco de ginebra. —Y se retorció las manos al hacer aquella revelación—. Quiero decir que usted... que nosotros..., podríamos disfrutar un poco de lo que quede, ¿no lo cree así? —concluyó como si se tratase de una conspiración—. Bueno, me refiero a lo que queda. Mi marido nunca está en casa...</p> <p>Marber recordó el juramento prestado por los del S.S. para redistribuir todos los artículos utilizables entre los supervivientes. Y recordó al jovenzuelo tiroteado hacía una semana por llevar un brazado de revistas sacadas de aquí y de allá entre las ruinas.</p> <p>La señora Dayle se dirigió hacia la casa.</p> <p>Marber se aclaró la garganta.</p> <p>—Ah, gracias; pero no puedo ahora. Gracias de todos modos. Son más de las cuatro y tengo que estar de vuelta antes de la caída de la noche. Seguramente que tendré mucho gusto en otra ocasión, señora...</p> <p>—Winona —corrigió ella encontrándose con su mirada—. Vaya, por supuesto que sí. —Sus labios se movieron casi imperceptiblemente—. Guardaré una... en el refrigerador para usted. Quizá para cuando vuelva, si no es demasiado...</p> <p>—Tal vez —Marber comprendió.</p> <p>—Jerrry... —insistió la pequeña Darla volviendo hacia él su carita, como un argumento—. Llévame a dar un paseo como dijiste...</p> <p>—No debemos retener más al señor Marber, a Jerry... como tú dices, querida.</p> <p>Marber se dio cuenta de la reseca presencia del terreno, achicharrado y ennegrecido, donde en los sábados corrientemente, la segadora mecánica una vez lanzaba alegremente al aire sus chorros de hierba recién cortada. De pronto, comprobó que la niña había nacido después de que ya no quedaban hierbas ni césped en los jardines. Ni árboles...</p> <p>—Hay un sitio —dijo.</p> <p>—¿De qué se trata? —preguntó la señora Dayle.</p> <p>—Yo quiero ir contigo —insistió Darla.</p> <p>De alguna forma, la idea le agradó a Marber.</p> <p>—La niña... bueno, puede venir conmigo. No me importaría en absoluto. Y lo dijo sinceramente, de todo corazón.</p> <p>—Oh, no, porque ella está...</p> <p>—Lo digo de veras. No está demasiado lejos. Y al volver, podremos detenernos en el parque...</p> <p>El rostro de la señora Dayle apareció con una peculiar falta de expresión.</p> <p>—Es el único sitio en millas a la redonda donde todavía hay bastante agua...</p> <p>—¡Síííí..., quiero ir al parque!</p> <p>—Bien... —La señora Dayle vacilaba visiblemente—. Pues no lo sé, realmente...</p> <p>—La niña podrá ver cómo crecen las cosas. El verano no durará ya mucho. Y... bien, ya sabe usted que yo perdí a la mía cuando sucedió todo. Realmente, sería un placer para mí.</p> <p>—Supongo que estará usted de vuelta antes del... Diario.</p> <p>—Pues claro que sí, si usted quiere. No creo que haya inconveniente ni que ella tenga que ver lo que no sea conveniente.</p> <p>La señora Dayle se humedeció los labios. Se fijó en la carita de su hija, cerró los ojos y tomó una decisión.</p> <p>—Vea. Así... lo sabrá mejor. —Y lanzó una mirada hacia el bloque vacío. Levantó a su hija y la depositó con cuidado en el asiento del «Isetta». Después, levantó la pierna de la niña.</p> <p>—Vamos. Muéstraselo al señor Marber.</p> <p>La niñita escondió la cara avergonzada.</p> <p>—No quiero... —lloriqueó como desamparada, retirando el pie.</p> <p>—Vamos, enséñaselo al señor Marber, hijita. —De nuevo, su madre levantó la pierna de Darla. Con un rápido movimiento, los zapatitos de lona y el calcetín quedaron fuera—. Véalo.</p> <p>Darla comenzó a llorar desconsolada.</p> <p>—Mamá...</p> <p>Su pie aparecía ligeramente y de forma inequívoca deformado.</p> <p>—Siempre evitamos que lo esconda —comentó la señora Dayle—, porque de lo contrario, se acomplejaría y... ya sabe usted. No he comprendido nunca por qué ha tenido que ocurrimos a nosotros. ¿Será quizás algún castigo? —Y se aproximó más—. Pero supongo que la culpa es nuestra. Es algo hereditario, no puede negarse. Claro que no es como en otros casos, sino a causa de <i>lo que ocurrió...</i> No es una..., ¿cómo le llaman...? <i>¿Una mutación? ¿Lo es?</i></p> <p>Semiinconscientemente, Marber observaba a un perro grasiento y rechoncho con sólo tres patas a algunas yardas de distancia. El pobre animal intentaba subir por encima de un bloque de cemento achicharrado, hasta que cayó hacia atrás y desapareció entre una pequeña nube de cenizas...</p> <p>—Pues yo... no sé. —Marber había leído tales cosas; pero no estaba seguro.</p> <p>La señora Dayle intentaba relajarse apoyándose sobre un pie.</p> <p>—Con toda seguridad que el Equipo reconocería la diferencia, ¿no es cierto?</p> <p>—Yo... creo que nunca me he dado cuenta de que haya cojeado. —Marber estaba hecho un mar de confusiones—. Pero ella no lo hace, ¿verdad?</p> <p>—Oh, hemos tenido mucho cuidado. —Y le mostró la conformación especial del interior del zapato de lona—. Se llevó bastante tiempo en enseñarla a caminar adecuadamente.</p> <p>—¿Está segura de que quiere... bueno quiero decir... que no debiera...? —Farfulló algunas palabras incoherentes y levantó una mano para escudarse en ella los ojos.</p> <p>En un impulso, la señora Dayle levantó en brazos a su hija y la metió en el coche.</p> <p>—No, quiero que vea el parque mientras esté aún verde. Hay tan pocas cosas verdes que ver por ninguna parte, con el agua racionada...</p> <p>—Bien, en ese caso tendré mucho cuidado en traerla de vuelta antes de que ellos comiencen.</p> <p>—Después de todo, no creo que sea cosa de preocuparse, en realidad. Ya sabe usted cómo son las madres. No es por lo que le pasa a Darla... sino a las <i>otras</i> criaturas. Era pensando sólo que ella estuviese en cualquier parte cerca de esa... <i>piscina</i> y de esas desgraciadas criaturas. Pero ella no tendrá por qué preocuparse, ¿no es cierto?</p> <p>—Por supuesto que no, señora... Winona.</p> <p>Haciendo unos pucheritos, la niña se ató la cinta del zapato.</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-align:center; text-indent:0em;">* * *</p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Tumbado en el suelo, con el rostro casi a su nivel, Marber dejó que sus ojos recorriesen un amplio arco por aquella faja de verdor que terminaba en la distancia en una hilera de sicómoros. No, murmuró como para sí, tal vez el parque no acabase allí, sino que se inclinaría hacia abajo, más allá de aquellos árboles en una suave pendiente formando la falda de alguna colina. No podía estar seguro. Hacía tanto tiempo que no había estado así, sintiendo la propia tierra junto a su cuerpo y con la clorofila tan próxima a su olfato...</p> <p>Oyó un susurro tras él.</p> <p>—Mira —dijo Darla, dejándose caer de rodillas junto a él—. ¡Oh, mira...!</p> <p>Marber se medio incorporó sobre sus codos. La niña llevaba entre sus manos que formaban un nido, un diminuto pájaro azul, piando suavemente en solicitud de ser alimentado.</p> <p>—Apuesto a que se ha caído de su nido —suspiró la niña, mirándolo con tristeza. Dio la vuelta a las manos para mostrarlo del otro lado. De una forma increíblemente monstruosa, entre las plumas nuevas que le estaban naciendo, se advertía una segunda cabeza.</p> <p>—¿Por qué? —susurró Darla.</p> <p><i>—¡Dios mío!</i> —dijo Marber, casi en silencio—; <i>¡Dios de mi vida!</i></p> <p>Casi se había olvidado que la lluvia «caliente» había caído allí también. Casi.</p> <p>—¿Qué le pasa de malo?</p> <p>Era la voz de un muchacho. Marber dio la vuelta.</p> <p>Se trataba de un muchacho de pelo encrespado, cuyos mechones le caían revueltos sobre la frente. Más allá, dos niñitas venían corriendo a su encuentro.</p> <p>—Ven con nosotros —invitó el muchacho a Darla—. ¡Le haremos un nido!</p> <p>Por primera vez, Marber se dio cuenta de que a su derecha había una familia que había ido de campo. Un hombre y una mujer se hallaban cómodamente sentados frente a una mesa portátil adornada con un mantel de vivos colores, en blanco y rojo, entre un verdadero caleidoscopio de botellas y vasos de todos los matices del arco iris, en plástico, que sobresalían de una cesta de excursión de un tipo a la antigua usanza.</p> <p>Marber se aproximó, siguiendo a los chiquillos, que corrían a distancia, proyectando largas sombras a su alrededor en la hierba. El hombre, ligeramente calvo, le sonrió mostrándole dos hileras de dientes muy blancos, entre los que sostenía un aromático cigarro.</p> <p>Marber le alargó la mano automáticamente.</p> <p>—¡Eh, todos! ¿No queréis venir con nosotros? —ofreció el hombre, haciendo un gesto a cuantos les rodeaban. Sus nerviosas cejas se movían alegremente como orugas de carbón por encima de sus ojos.</p> <p>Un tanto torpemente, Marber retiró la mano.</p> <p>—Gracias —repuso vacilante.</p> <p>—Su hija tiene que ser un encanto —dijo el hombre con un guiño—. La he estado observando.</p> <p>—Ah... no es mía. Es la niña de un vecino.</p> <p>—Me gusta esta época del año —dijo suspirando la mujer, como si se dirigiera al incipiente crepúsculo que como una acuarela aparecía sobre la silueta de la presa y sus aguas, sobre el horizonte, y que parecía estar reparada recientemente. Sus dientes, también, daban la impresión de ser demasiado blancos para Marber, y su blusa y sus pantalones cortos a medio muslo eran de algún modo demasiado brillantes y nuevos. Marber se preguntó cómo los habría conseguido en aquellos tiempos que corrían...</p> <p>Después, vio a los niños haciendo un nido con ramitas en el árbol más cercano.</p> <p>—Hay ensalada de patatas, escabeche dulce, algunas conservas y pan hecho en casa.</p> <p>—Es magnífico... —repuso Marber rascándose la frente—. ¿Cómo consiguieron todo eso? La harina, sobre todo, ¿dónde?...</p> <p>—Nos las arreglamos —contestó el hombre—. Como mucha gente hace ahora, supongo. También la tienen, ya sabe.</p> <p>—Tenemos incluso alguna carne —añadió la mujer con una voz nasal y alegre—. Bueno, es solamente carne enlatada; pero es lo mejor que hemos podido conseguir.</p> <p>Marber se puso a reír, incrédulo ante las explicaciones de la mujer.</p> <p>—¡Vaya, pues yo no he comido carne de verdad en años! ¿Y quién?...</p> <p>—Bien, algunos de nuestros amigos...</p> <p><i>Así, las cosas recomienzan de nuevo otra vez</i>, pensó Marber, echando una rodilla a tierra y recogiendo un tallo de hierba. <i>Los nuevos ricos. Todo será siempre igual...</i></p> <p>Una de las chiquillas más pequeñas llegó corriendo y se echó, poniendo la cabeza en las piernas de su padre.</p> <p>Por un instante, Marber deseó haber podido enseñar a su hija a haber hecho aquello, de haber tenido tiempo. Y se encontró con que ni siquiera podía recordar su carita.</p> <p>—Vamos, vamos, mejor es que te vayas a jugar antes de que se haga de noche —le estaba diciendo el hombre—. Vamos, vete por ahí.</p> <p>Y la empujó fuera de sus piernas.</p> <p>—¿Vienen ustedes por aquí con frecuencia?</p> <p>—Ah, con tanta como podemos, supongo —repuso el hombre.</p> <p>—Es bueno para los chiquillos —observó Marber.</p> <p>—No sabe usted qué bueno es sentirse lejos de la condenada casa —suspiró la mujer.</p> <p>—Oh...</p> <p>—Papá —llamó entonces el muchacho—. Papá, ¿podemos ir hoy a la piscina? —dijo con las mejillas sonrosadas y sujetándose nerviosamente las manos en los pantalones, mientras miraba hacia atrás con impaciencia la fila de sicómoros.</p> <p>—Es mi hijo Robby —dijo el hombre a Marber, sosteniendo el cigarro en la mano como un trofeo—. Saludable a toda prueba, como nació.</p> <p>—Cariño —le amonestó la mujer—, ¿es que tenemos que ir hoy allá abajo? Ah, vamos, cielo. No podemos dejar que perdáis el Diario. Es bueno para ellos que sepan lo afortunados que son. ¡Los que comen carne gobernarán el mundo! A decir verdad, yo no quisiera perdérmelo hoy.</p> <p>El hombre se levantó.</p> <p>—Vamos, hijo... ¡Iremos corriendo!</p> <p>—¡Yo también quiero verlo! —exclamó Darla.</p> <p>—¡Vamos! —le urgió el muchacho, echando también a sus hermanas por delante para la carrera—. ¡Apuesto a que han comenzado ya!</p> <p>Darla aparecía como una gacela dispuesta a echar a correr. Marber se aclaró la garganta. El hombre y su esposa, medio envueltos por las sombras de la tarde, le estaban mirando.</p> <p>Marber tuvo que decir algo.</p> <p>—La... llevaré —dijo y se incorporó.</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-align:center; text-indent:0em;">* * *</p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Una vez, mucho tiempo atrás, había existido una gran piscina natural donde chapotear, un lugar de verano donde los niños gozaban de sus aguas a pleno sol.</p> <p>Ahora, un muro de cemento se levantaba contorneando todo el perímetro, dándole la profundidad y la forma de un enorme tanque. Y la puerta de madera y la valla que conducía hasta los controles de drenaje aparecía abierta como una boca gigantesca. El letrero existente sobre la puerta ya había dejado de existir, mostrando las reglas de conducta: «No se admiten niños menores de seis años», recordó Marber como en un sueño; en su lugar colgaba el símbolo del Equipo S.S. superimpuesto, significando con ello «Supervivencia Selectiva», la clave para el Mañana...</p> <p>El primero, un bebé de dos o tres meses de edad, luchó durante unos segundos con sus manecitas y piececitos como un pálido pez en el crepúsculo. Esta vez su blanco cuerpecito quedó sin ayuda en la piscina.</p> <p>Una mujer, llorando desesperadamente, fue apartada a distancia entre aquella multitud vagamente resentida. Marber oyó sus sollozos una y otra vez. Clavó sus dedos en los hombros de Darla y observó a los hombres del Equipo, espectrales en sus blancas ropas, llevando a cabo su diario ritual, con aparente desinterés.</p> <p>El siguiente, fue una criatura mayor, un esperpento de niña. Al ser llevada al borde de la piscina, la gente que se hallaba más próxima, comenzó a dar muestras de desprecio incrementado. Comenzaron a dar gritos como gatos enfurecidos. La empujaron con cruel dureza.</p> <p>Robby, con su familia y con sus sucios dedos agarrados a la valla, no quitaba la vista de lo que estaba sucediendo.</p> <p>—¿Veis? —oyó Marber que decía a sus hermanas a título de explicación—. Eso es lo que les ocurre a los deformados y monstruosos. De esa forma, sólo podrán crecer los chicos fuertes. ¿Os dais cuenta? —La niña más pequeña se metió un dedo en la boca y comenzó a llorar.</p> <p>Uno de los hombres del Equipo próximo a la valla, notó el hecho y murmuró a su compañero, que hizo un gesto de asentimiento hacia los tres chicos.</p> <p>—Hallendorfs... comprueba.</p> <p>Marber captó las palabras.</p> <p>Darla se sintió súbitamente inquieta.</p> <p>—¡Quiero irme a <i>casa</i>!</p> <p>Los hombres del equipo localizaron a Darla. Uno de ellos sacudió la cabeza.</p> <p>La muchedumbre se estaba aproximando a su más próxima y posible víctima.</p> <p>—¡Tú, miserable! —gritó una voz de mujer—. ¡Tullida!</p> <p>A Marber se le detuvo el aliento como el aire del verano en una noche de luna llena.</p> <p>—¿Ha sido comprobada su hija, amigo?</p> <p><i>Correré</i> —pensó—. <i>Le atizaré el primer puñetazo y cogiéndola bajo el brazo, echaré colina abajo; yo solía ser un buen corredor de las cien yardas en el colegio...</i></p> <p>Marber se volvió. Un hombre vestido de blanco estaba abriendo la puerta al otro extremo.</p> <p><i>...o tal vez no, quizá me quede aquí, relajado, me desprenderé de ella y ellos le echarán un vistazo y con una sonrisa dirán</i>: «A esta niña no le pasa nada», <i>y todos nos tendremos que reír...</i></p> <p>Se le echaron encima en el acto. Darla parecía una pobre muñeca levantada por los aires, gritando de terror. La despojaron de sus ropas como a una muñeca que hay que destrozar.</p> <p>Sucedió todo tan rápido que no hubo tiempo para... para...</p> <p><i>Fue como cuando tiempos atrás, un chico jugaba con la pelota y el bate en la calle y al sentir el golpe miraba hacia el cielo y quedaba cegado por el sol y alguien gritaba ¡CUIDADO!, pero fue incapaz de moverse hasta que la pelota alcanzaba al chico en la frente... Y por unos momentos sin tiempo, quedó tambaleándose como suspendido en el espacio y el tiempo, sin dar crédito a lo que le había sucedido, viendo los demás rostros mirándole, en espera de unos brazos piadosos que le hubieran sostenido antes de caer en la inconsciencia...</i></p> <p>En el azulado crepúsculo, y en ese momento antes de que la noche descienda sobre el mundo en su oscuridad, Marber, inclinándose ligeramente, sintió náuseas y un horrible mareo...</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>PROBLEMA DE APARCAMIENTO - Dan Morgan</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">A</style> las 12.45 del 25 de mayo de 1970 el profesor Elwin Thomas, de la Universidad de Bangor, colocó un conejo blanco, llamado Kruger, en una caja pintada de negro de cuatro pies cúbicos de capacidad. La caja estaba abierta en un extremo; pero Kruger, un conejo dócil y manejable, permaneció contento y moviendo el hocico, mientras que el profesor Thomas pulsó el mecanismo con que se activaban las bobinas y demás dispositivos del entorno. Tras un segundo y dos quintos, Kruger desapareció. Seis horas más tarde, y al microsegundo, Kruger reapareció en la caja. No tenía ninguna señal especial sobre su cuerpo; pero estaba muerto.</p> <p>El profesor Elwin Thomas, que se dedicaba a la investigación de los principios de la antigravedad, tomó a pecho la pérdida de Kruger y habría abandonado sus experimentos en aquel punto, de no haber sido por el aliento y ánimo de su ayudante, Lemuel Snerd. Snerd demostró ser una torre como una fortaleza en las atormentadas semanas que siguieron. Uno tras otro, toda una colección de quince animales de laboratorio, fueron colocados en la caja negra; y todos y cada uno, con la excepción de una rata llamada «Maquiavelo», retornaron exactamente seis horas más tarde... pero muertos. A Maquiavelo no volvió a vérsele más, ni viva ni muerta, hecho que podía ser atribuido al fallo de la corriente eléctrica que afectó a toda la Universidad, como unos diez minutos antes de que tuviera que hacer su aparición.</p> <p>Enfermo por la catástrofe producida y por aquella matanza, el profesor Elwin Thomas renunció a su puesto en la Universidad y se presentó como candidato en el grupo de electores del partido gales. La aventura demostró tener más éxito que sus experimentos con la antigravedad. Comenzó una larga y distinguida carrera parlamentaria, durante la cual fue el portavoz más distinguido de la Liga Anti-Vivisección y un ardiente campeón de los derechos de los animales.</p> <p>Su laboratorio de investigaciones y sus trabajos entraron en posesión de Lemuel Snerd, su primer ayudante. Snerd colocó después otros veinticinco animales de laboratorio en la caja negra, con idénticos resultados que su predecesor. Después, por un original cambio de táctica, Snerd comenzó una serie de experimentos con objetos inanimados. Y encontró que, al igual que con los animales, aquellos objetos inanimados y que iban desde un ojo de cristal a una bota del ejército, reaparecían exactamente seis horas después de que las bobinas y demás dispositivos hubiesen sido activados. No aparecía ningún cambio aparente en la naturaleza de los objetos, incluso en su más mínima observación de cerca. Y Snerd continuó con sus experimentos lleno del mayor entusiasmo.</p> <p>Al final del segundo año, Snerd cometió un desafortunado error de apreciación. Solicitó de la Universidad Grants y de su comité una mayor ayuda para construir una versión mucho más grande de aquel aparato que era la caja negra de Thomas. El comité de la Universidad desechó la petición por la aplastante mayoría de ocho votos contra dos. (Los dos que tuvo a su favor eran del coronel Basset-Hoare, ferviente partidario de la introducción de nuevo de la pena capital y que vio en la caja negra una potencial cámara de ejecución; y el otro, el de Sir Charles Dribble, un entusiasta amateur de la conjura.) Para hacer aún peor la situación, el comité recomendó la terminación del contrato de Snerd, basándose en que se estaba gastando demasiado dinero en las investigaciones de la «ciencia pura», más bien que en proyectos tecnológicos que deberían rendir mayores dividendos.</p> <p>Desprotegido del patrocinio de la Universidad, Snerd, hombre de valor, de tenacidad y de infinitos recursos, trabajó en solitario. Pobre, sin amigos frecuentemente, perseguido por los vecinos que le reprochaban la desaparición de cualquier animal doméstico, Snerd fue construyendo cajas negras, cada vez de mayor capacidad. Finalmente, en 1979, patentó el Recipiente Extradimensional de Aparcamiento. Sólo con una capacidad ligeramente mayor que la de un garaje corriente, uno de aquellos recipientes era capaz de conservar trescientos sesenta vehículos por un período de seis horas, produciendo así un milagroso alivio en las calles supercongestionadas de tráfico rodado y que ponían a las ciudades en el constante peligro de un embotellamiento definitivo.</p> <p>El recipiente Extradimensional de Aparcamiento le hizo ganar a Snerd mil millones de créditos en derechos y rentas durante los siguientes veinte años de su patente y construcción. Muy lejos de cambiar su forma normal de vida, aquello le empujó a hacer mayores esfuerzos en pro de la causa de la ciencia. El 15 de agosto de 1999, vistiendo un traje presurizado especial, se encerró en una de aquellas cajas negras con aire, agua y alimentos para varios meses, y ordenó que se cerrasen las puertas tras él. Jamás volvió a verle nadie de nuevo.</p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;">HÉROES DE LA CIENCIA:</p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;">Ernest Gedge. Lt.</p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;">(Galatea Press, 2020, Cr. 5)</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-align:center; text-indent:0em;">* * *</p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Arthur Crunch era un tipo barrigudo, corto de talla y con hiperacidez constante en el estómago, que regentaba un negocio de coches usados en las afueras de la ciudad. Daba la impresión de una chinche con pantalones. Dentro de la pequeña fortaleza de su cráneo, Crunch era el rey absoluto de una vasta organización del crimen, el cabecilla de una red junto a la cual «Crimen, S. A.» era un juego de niños. Al igual que algunos hombres sueñan con mujeres estupendas, Crunch contemplaba feliz y consideraba el robo y la violencia, paladeando con verdadero placer el asesinato en masa. Había sido el antiguo presidente de la Sociedad de Hitler y un miembro fundador de los Amigos del Gengis Khan.</p> <p>Convencido de que estaba tocado por el dedo milagroso de la grandeza, Crunch se irritaba continuamente contra el saber que la verdadera cifra de crímenes cometidos por su egregia persona estaba limitado a nada más que los estropicios que solía cometer con los coches viejos que caían en sus manos. Gozaba también de otras aventuras placenteras, tales como poner gasolina de menos y el recortar los ya gastados neumáticos de los coches, pero esto era más bien como cosa de principio que por propio beneficio. Era incapaz de quitarse de encima la idea de que no tenía oportunidades ni suficiente campo de acción para dar rienda suelta a su talento natural para el crimen y el mal.</p> <p>Crunch se hallaba en la sórdida pequeña oficina que tenía en la parte trasera de su negocio, hablando con su lugarteniente, un tipo grandote como un poste de telégrafos y de enormes orejas, llamado León Pulver. La oficina apestaba a cigarros baratos de los que formaban la dieta diaria de Crunch. León Pulver era el cincuenta por ciento de la organización de Crunch. Empleaba la mayor parte de su tiempo en el taller existente en el recinto, recubriendo los destrozos hechos por el tiempo en los coches con pinturas malas y animando los últimos suspiros de la vida de aquellos viejos motores. Aparte de estos talentos, como si se tratase de un especialista en gerontología de los automóviles, Pulver tenía una cierta maleabilidad de carácter que le convertía en un individuo sin precio para Crunch.</p> <p>—Todo lo que tienes que hacer es introducir esto en la ranura del buzón de las tarjetas clave —dijo Crunch.</p> <p>Y le mostró una pieza de delgado plástico, agujereada a trozos y desigualmente como perforada por una calculadora electrónica. Semejante pieza de plástico la había obtenido aquella mañana de un pobre pero deshonesto estudiante de electrónica, un tal Morris Guzmán.</p> <p>—No comprendo esto muy bien... perdóneme —dijo León con deferencia hacia su jefe—. Siempre se ha dicho que un Recipiente Snerd está más seguro y a prueba de ladrones que el Fuerte Knox.</p> <p>—Y con buenas razones, por supuesto —convino Crunch—. Porque hasta este momento, nadie ha sido capaz de hacer una réplica de una tarjeta clave de tipo corriente. Esto es lo que le da a ese sistema la fortaleza del hierro. Ni la Ley misma se preocupa de guardar los Recipientes, ya que están seguros de que están hechos a prueba de ladrones.</p> <p>—¿Puedo ver eso, señor Crunch? —dijo León Pulver, alargando una mano, sucia del trabajo del taller.</p> <p>Crunch le entregó aquella pieza de plástico.</p> <p>—Todo lo que tienes que hacer es colocar en la ranura esta pieza... y después traerte y sacar fuera del Recipiente lo primero que encuentres a mano.</p> <p>—Pero... ¿cómo vamos a saber <i>qué</i> es lo que sale? —preguntó León con una astucia que no era usual en él.</p> <p>—No se sabe... bueno, es como una suerte. Pero sea lo que sea, no podemos perderlo. Morris puede convertir eso en un centenar y después en mayores cantidades, ahora que ha inventado el romper el código secreto de esas ranuras.</p> <p>León consideró la cuestión por unos instantes.</p> <p>—Entonces... ¿por qué quiere usted que vaya a hacerlo al centro de la ciudad? Hay mucha distancia para conducirlo hasta aquí...</p> <p>—Porque un Recipiente de seis horas en el corazón comercial de la ciudad es lógico que contenga modelos de alto precio, ¿por qué, si no? Bueno, ahora, no me pierdas el tiempo charlando. Vete y haz precisamente lo que te he dicho.</p> <p>—Señor Crunch, a veces pienso que estoy trabajando para un genio, un verdadero genio, de primerísima categoría —repuso León.</p> <p>Se inclinó respetuosamente ante su amo y salió de la apestosa oficina.</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-align:center; text-indent:0em;">* * *</p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">—¿Podría decirme la hora?</p> <p>León Pulver, que se hallaba hacía rato razonablemente seguro de que estaba solo en el paisaje que le rodeaba, dio un salto de tres pulgadas, al hallarse frente a un distinguido caballero elegantemente vestido, que le había formulado la pregunta.</p> <p>—¡Eh! Ah, sí, señor, es la una y cinco, perdóneme —repuso León.</p> <p>—¡Rayos y truenos!</p> <p>Aquel señor, de quien León obtuvo la consecuencia de que debería ser el presidente de alguna importante compañía, comenzó a pasear nerviosamente por la acera y acabó dirigiéndose al segundo de los doce Recipientes de Aparcamiento, patente Snerd. León, azuzada su natural curiosidad, le siguió.</p> <p>Rebuscándose en el bolsillo, aquel caballero sacó una tarjeta clave y la hizo pasar por la ranura del depósito y se echó hacia atrás, esperando que se abriese la puerta. Pero no ocurrió nada.</p> <p>—Creo que ha perdido usted el fin de su ciclo horario, señor —le advirtió respetuosamente León, con aire apenado—. Pero dentro de seis horas podrá usted recuperar su coche fácilmente.</p> <p>—¡Rayos y truenos! ¡Por todos los diablos! —reiteró el hombre de negocios. Y volviendo a retirar la tarjeta que le había sido devuelta automáticamente por el Recipiente se alejó renegando.</p> <p>León miró la calle cuidadosamente arriba y abajo. Nadie parecía particularmente interesado en cuanto pudiera suceder en aquellos mágicos aparcamientos Snerd. Había llegado su momento. Colocó entonces su carta de plástico en la ranura y se echó hacia atrás, expectante de que algo bueno iba a ocurrir. Como Crunch le había dicho... fue como un golpe afortunado de buena suerte.</p> <p>Se abrió la puerta del Recipiente Snerd y algo que parecía como un triciclo de tres ruedas salió rodando por la cinta transportadora. Estaba hecho de un material semitraslúcido de color rosa y flotaba a unas cuatro pulgadas sobre el nivel del suelo.</p> <p>León, cuya especialidad no era precisamente la de pensar con rapidez, parpadeó dos veces y volvió a mirar. Aquel triciclo color rosa, seguía allí todavía. Supuso que no fuese en realidad ningún triciclo, aquellas protuberancias en forma de ruedas deberían ser, de hecho, unidades de propulsión de alguna clase. Jamás había visto nada parecido en toda su vida. En busca de algún punto de referencia, volvió a la conversación sostenida en la mañana con Crunch. No habían existido, hasta donde podía recordar, instrucciones específicas con respecto a los triciclos de color rosa. Pero Crunch le había dicho concretamente: «Conduce hasta aquí sea lo que sea y que salga por la puerta de uno de los Recipientes Snerd». Y no cabía duda que aquello incluía a los triciclos, fuesen del color que fuesen.</p> <p>La puerta del garaje mágico se cerró automáticamente de nuevo. León se aclaró la garganta y miró a su alrededor un tanto confuso. Una pareja pasaba junto a él, envuelta en la despreocupada indiferencia común a los habitantes de las ciudades. Aquello le evitó toda otra preocupación y el haberse sonrojado. Si el triciclo rosa hubiese sido un elefante del mismo color, ni siquiera lo hubieran notado. Todavía vaciló León, preguntándose si no sería una buena idea el telefonear a su jefe para que le dictara instrucciones definidas respecto a triciclos pintados de rosa.</p> <p>—¡Vamos, no estorbe! —le dijo otro ciudadano que iba de prisa y que le empujó con el cedo, mientras depositaba su tarjeta clave en la ranura.</p> <p>Aquello tuvo la virtud de decidirle a saltar sobre el sillín del triciclo y examinar los mandos que existían en un pequeño panel de control. La única pista para la función de aquellos botones de mando del extraño instrumento, era una serie extraña y singular de rayas y flechas.</p> <p>—¿No le importa? —le estaba diciendo el ciudadano con prisa que esperaba sitio para sacar su coche fuera y marcharse.</p> <p>Apresurado por las circunstancias, León apretó el primer botón que estaba marcado con una flecha dirigida hacia arriba. El triciclo comenzó a subir hacia lo alto, cerniéndose en el espacio y ganando velocidad progresiva. Atacado de pánico, León apretó el botón que tenía una raya al lado. El triciclo detuvo su ascensión y permaneció suspendido firmemente en el aire a unos quince pies de altura sobre la acera. El ciudadano que tan preocupado estaba con su coche y su prisa por irse, le dirigió una mirada casual y se marchó con su automóvil sin prestarle otra atención.</p> <p>León estudió el panel con más detenimiento. La flecha hacia arriba era subir, la raya para detenerse... de lo que se deducía lógicamente que la flecha que apuntaba hacia abajo era para descender. Y lo presionó. El triciclo comenzó a bajar. Cuando estaba a un pie por encima del suelo, presionó el botón de «stop». La máquina se detuvo suavemente; pero no antes de que las «ruedas» se hubieran enterrado en el pavimento varias pulgadas en aquel duro cemento de que estaba compuesto.</p> <p>Habiendo aceptado aquel triciclo color de rosa tal y como era, León tomó aquello como una buena indicación. Dando al botón de arriba un ligero empujón y haciéndolo seguir por un inmediato al de parada, el triciclo quedaría más o menos en la propia superficie, no llamando así demasiado la atención.</p> <p>¿La estaría llamando? Con una sensación de alarma, León pudo darse cuenta de que unas cuantas personas se habían reunido al otro lado de la calzada, mirando las acrobacias que había estado haciendo y sin duda esperaban las que seguirían a continuación con el mayor interés. Mirando de reojo hacia la derecha, vio un uniforme azul que se aproximaba. Era el momento de irse cuanto antes mejor.</p> <p>Había otros dos botones más en el panel, cada uno de los cuales tenía su flecha correspondiente, una con una raya por encima y la otra por debajo. Presionó al que tenía la raya por encima y el triciclo se puso en marcha hacia adelante. Volviendo hacia la izquierda, se encaminó a la calle principal.</p> <p>De vuelta al taller, Arthur Crunch miró con cara de pocos amigos a su lugarteniente.</p> <p>—Pero, señor Crunch, usted me dijo que echara mano del primer vehículo que saliera fuera del depósito Snerd, y perdone —protestó León sintiéndose desgraciado por haber enfadado a su amo.</p> <p>—Quizás te lo dijera... pero, ¿quién iba a pensar en algo así?</p> <p>El rollo de grasa que rodeaba el cuello de Crunch aparecía de un rojo púrpura a la vista de aquel fantástico triciclo.</p> <p>—De todas formas, ¿qué diablos es esto?</p> <p>—Pues... es algo que no lo sé; pero creo que es una máquina de primera categoría —repuso León.</p> <p>—Con tres ruedas... —gruñó Crunch cínicamente.</p> <p>—No son ruedas, señor Crunch, usted perdone. No hay ruedas.</p> <p>—¿No hay ruedas? —y Crunch se inclinó más cerca sobre el triciclo, haciendo que se dilatara su expansiva línea del vientre. Un momento más tarde, se apartó mirando con sospechas a León Pulver—. ¿Qué es esto? ¿Un timo?</p> <p>—No es tampoco ningún timo, señor Crunch, palabra.</p> <p>—Entonces, ¿de qué forma se mueve esto?</p> <p>—Es cosa que no puedo decírsela... pero tal vez pudiera ahora.</p> <p>Durante su travesía sobre la ciudad, León se había familiarizado con los controles del triciclo rosado y estaba deseando encontrar una oportunidad de mostrar sus aptitudes. Saltó en el sillín y comenzó a mover la máquina, demostrando su capacidad de poder moverse en cualquier dirección con el simple apretar de un botón.</p> <p>Crunch observaba el extraño artefacto suspendido unos momentos cerca del techo y después caer hacia abajo, penetrando a través del suelo manchado de grasa. Cuidadosamente y para no mostrar demasiada sorpresa ante León, escarbó con el pie alrededor de la base de la máquina. Aparecía como si hubiese penetrado en el sólido suelo de cemento del taller.</p> <p>Dándose cuenta de su error, León tocó ligeramente el control y la máquina se levantó suavemente hasta quedar suspendida en el aire a unas tres pulgadas por encima del piso, zumbando de una forma suave, como un abejorro.</p> <p>—Tal vez le gustaría probarla, señor Crunch...</p> <p>—Sí, claro... bueno, en otra ocasión —respondió Crunch, que era un cobarde de siete suelas.</p> <p>Y consideró la situación en todo su alcance. León había ido a tropezarse aparentemente con el prototipo de algún tipo revolucionario de vehículo. Pero, ¿a quién podía habérsele ocurrido dejar semejante máquina en un garaje público? Aquello no tenía sentido, de la misma forma que no lo tenía el método de propulsión. Era una cosa absurda, fantástica. Lo más importante de todo era que Crunch no veía la forma de obtener provecho, por el momento, de aquel triciclo. Un coche corriente robado podía ser repintado, arreglado con nuevas placas de matrícula y vendido... pero ¿qué podría hacerse con aquel vehículo tan extraño? Si era único en su clase y la policía lo estaba ya buscando...</p> <p>—¡Cabeza de chorlito! —aulló Crunch. León, que estaba esperando alguna palabra amable de su amo, quedó completamente defraudado.</p> <p>—Pero señor Crunch...</p> <p>—¿Qué es lo que voy a hacer con esto? ¿Es que no se te ha ocurrido pensarlo?</p> <p>—Como usted dice siempre, señor Crunch... usted es el cerebro de este equipo. Yo hice lo que usted me ordenó. La única cosa, y perdone, es que puede que no haya otra máquina como ésta en todo el mundo... y entonces, tiene que tener algún valor...</p> <p><i>En todo el mundo...</i> Y la nariz de ladrón de Crunch olfateó con el gesto de un chacal que huele la carroña.</p> <p>—Ve a buscar a Morris Guzmán... ahora, inmediatamente —le ordenó Crunch.</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-align:center; text-indent:0em;">* * *</p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Jack Daly, ingeniero al servicio de vigilancia de la Snerd Corporation, llegó a los Recipientes de Marrón Street a las dos y cuarto para una comprobación de rutina. La vigilancia y mantenimiento de un servicio es, como todo el mundo sabe, uno de esos trabajos que son iguales un día tras otro, semana tras semana, y que llega a aburrir como el propio infierno, hasta que en un momento determinado, el cielo se abre y se produce lo inaudito y, a veces, lo increíble. Daly se encontraba en uno de esos períodos de profundo aburrimiento; aunque interiormente se alegraba pensando en la conquista de su reciente chica, Sofie, mientras trabajaba comprobando los generadores de la línea de los Recipientes.</p> <p>Al colocar el calibrador de prueba en el panel de control del Recipiente YH-786. Daly estaba a punto de inventar la frase definitiva que atrajese a la chica a su piso, como acude una perdiz al falso reclamo. Pero la gran seducción de la escena, se disolvió rápidamente, conforme una luz roja en el panel comenzó a lanzar destellos intermitentes, indicando que un vehículo se hallaba en proceso de atravesar el local. La luz <i>verde</i> que debería haberse encendido al insertar la tarjeta clave, permanecía inactiva. Daly soltó una maldición entre dientes. Miró como si hubiera llegado a tiempo de detener al cielo que se desplomase sobre él. Los Recipientes jamás dejaban ir a ningún vehículo encerrado en ellos sin haber utilizado previamente la tarjeta clave.</p> <p>Dejando su equipo de comprobación inserto en el panel de control, Daly corrió alrededor de la frontada del Recipiente. La puerta todavía estaba cerrada, considerando que si había de hacerse alguna entrega, la puerta se enrollaría hacia arriba...</p> <p>La puerta estaba cerrada todavía, pero... Daly tragó saliva y se frotó los ojos, mientras que emergía un triciclo de color rosa, semitraslúcido, fluyendo aparentemente a través del propio metal de la puerta principal. El conductor de la máquina era un tipo humanoide vagamente conformado en forma de reptil, vestido de arriba a abajo con un traje extraño de un color rojizo. Ignorando a Daly por completo, aquel humanoide con forma de reptil consultó brevemente los instrumentos de su panel de control y después, a una altura de unas seis pulgadas sobre el piso, salió disparado con su vehículo por el lado opuesto del edificio, desapareciendo a través del muro limpiamente.</p> <p>Daly, un tipo flemático, no dado a la propia duda de ninguna forma, se quedó por un momento mirando el muro para salir corriendo momentos después en busca del primer teléfono, llamando a su supervisor, Fred Ebworth.</p> <p>—No quisiera molestarte, Fred —le dijo Daly—. Pero un lagarto de color de rosa acaba ahora mismo de abandonar el Recipiente YH-786...</p> <p>Fred Ebworth, un tipo medio calvo, ya pasados los cincuenta y que se anticipaba a su retiro próximo con satisfacción, miró rectamente a Daly a los ojos, sin decirle nada.</p> <p>—No estoy bromeando, Fred —insistió Daly—. La cosa ha entrado atravesando las paredes y...</p> <p>—Mira, Daly... todos tenemos alguna vez dificultades, ¿no crees? Bueno, ahora, ¿por qué no te vas a dormir un buen rato y te olvidas de la tontería que acabas de contarme, eh?</p> <p>—Te lo estoy diciendo, Fred. Es muy en serio. Esa criatura suelta por la ciudad... y saliendo de esa forma de nuestros Recipientes. No he visto nada parecido antes en toda mi vida... Creo que deberíamos hacer algo, Fred.</p> <p>Fred Ebworth frunció el entrecejo por un instante. Un hombre no llegaba a la categoría de supervisor en la Snerd Corporation si era un individuo que se precipitaba en tomar decisiones.</p> <p>—Entonces, ¿qué supones tú que está ocurriendo, Daly? —dijo al fin.</p> <p>—Sólo hay una posible explicación. Alguna forma inteligente de vida de otra dimensión tiene que haber hallado su paso por nuestros Recipientes...</p> <p>—Daly, hemos estado utilizando esos locales durante treinta años y nada parecido ha ocurrido jamás... repuso Ebworth.</p> <p>—Tal vez ha sido así; pero te diré algo, Fred... este personaje estaba aquí para algún propósito determinado... <i>¡y sabía a dónde tenía que ir!</i></p> <p>Ebworth suspiró resignadamente.</p> <p>—Y ha tenido que ocurrir en mi sección. Está bien, Daly, pasaré tu informe a la jefatura. Mientras tanto, quédate donde estás y pon un letrero en ese Recipiente que diga: FUERA DE SERVICIO.</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-align:center; text-indent:0em;">* * *</p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Morris Guzmán se rascó su barba negra como el carbón y parpadeó enigmáticamente a Arthur Crunch a través de sus gafas de gruesos cristales.</p> <p>—¿Y bien? —exclamó Crunch que había estado mascando impacientemente su apestoso cigarro todo el tiempo que había durado la minuciosa inspección del triciclo.</p> <p>—Interesante... muy interesante —murmuró Guzmán—. ¿Dónde lo robaste?</p> <p>—León lo sacó de un Recipiente Snerd allá en la ciudad, utilizando una de esas tarjetas de plástico de tu invención. —Humm... Ahora la cuestión es de si cometí algún ligero error en el diseño de la tarjeta clave o se trata de un afortunado accidente.</p> <p><i>¡Afortunado!</i> Crunch aplastó lo que quedaba del cigarro que tenía entre los sucios dientes en el piso del taller. La cuestión por lo que a él concernía, era la usual.</p> <p>¿Qué beneficio le proporcionaría aquel asunto? Pero sabía muy bien lo que podría esperar, si lo decía así a Guzmán.</p> <p>—Creo poder decir con toda seguridad que esta máquina no tiene origen en este planeta —continuó Guzmán—. Dejando esto por sentado, tiene que haberse deslizado de alguna forma procedente de otra dimensión hasta el Recipiente Snerd de la ciudad, probablemente debido a alguna distorsión del campo de energía del Recipiente por la utilización de la tarjeta clave de plástico. Los dispositivos de propulsión dan la impresión de alguna especie de campo de fuerza con un generador seguramente hecho y diseñado a partir de la energía nuclear. Por cuanto yo sé, podemos estar seguros que nada de esto existe en la Tierra.</p> <p>—Entonces... ¿es algo valioso? —preguntó Crunch sin poder contenerse por más tiempo.</p> <p>Guzmán se continuó acariciando pensativamente la barba.</p> <p>—Déjeme poner esto a mi manera, Mr. Crunch. El principio que implican esos dispositivos, es un salto tan gigante para la tecnología humana como lo fue la invención de la rueda.</p> <p>—¿Cómo qué?</p> <p>—Un modelo mayor sería indudablemente infinitamente superior a cualquier astronave de las que se hayan inventado hasta ahora —sugirió Guzmán.</p> <p>—¿Y podría usted construir tal modelo?</p> <p>Guzmán se encogió de hombros.</p> <p>—Dándome tiempo y las facilidades precisas... Los dispositivos de propulsión están sellados... tendría primero que hallar una forma de desarmarlos sin dañar sus componentes.</p> <p>Después, sería precisa una cierta fase de investigación y experimentación, antes de intentar construir un modelo a mayor escala.</p> <p>—¿Y... eso valdría la pena?</p> <p>—¿Cuántos miles de millones gasta el gobierno en tales proyectos cada año? Aquí tenemos los principios fundamentales por los que el gobierno y sus técnicos pierden la cabeza sin éxito alguno.</p> <p>—Convertiremos este lugar en un laboratorio para usted —dijo Crunch animadamente—. Le proporcionaré cuantos aparatos necesite.</p> <p>—Los efectos laterales son también del mayor interés —afirmó Guzmán.</p> <p>—¿Efectos laterales?</p> <p>Guzmán aprobó con un gesto.</p> <p>—Tiene usted que haberse dado cuenta de la forma en que la máquina parece que se hunde en el suelo firme si no se controla a tiempo el movimiento descendente. Esto sugiere que un efecto ulterior de generadores de campos de fuerza tiene lugar y que se produce una alineación de los átomos en la estructura molecular.</p> <p>—Uh... uh... —repuso Crunch desconcertado.</p> <p>—Me parece a mí, de forma más que probable, que esta máquina sería capaz de pasar a través de los llamados objetos sólidos, sin daño alguno para sí misma ni para el objeto penetrado —dijo Guzmán—. Tal interpretación ya fue sugerida como una posibilidad teórica, allá en el siglo XIX. Puedo mostrarle las ecuaciones si lo desea...</p> <p>—No es preciso, acepto su palabra —repuso Crunch, que a su forma era también un especialista como Guzmán, y una idea estaba dándole vueltas en su cerebro—. ¿Quiere decir que esta máquina es capaz de ir volando y atravesar las paredes?</p> <p>Crunch dejó de hablar, al oír un grito extraño procedente de León Pulver, que hasta entonces había estado escuchando la conversación respetuosamente. Pulver estaba rígido, levantando una mano como queriendo defenderse de algo fantástico y con los ojos a punto de salírsele de las órbitas, mirando fijamente la pared que se hallaba a espaldas de Crunch y Morris Guzmán.</p> <p>Crunch se volvió de repente a tiempo de ver con sus propios ojos un lagarto humanoide sobre un triciclo rosado surgiendo de la pared y deteniéndose a unos diez pies de distancia.</p> <p>—Precisamente de esa forma —dijo Guzmán echándose hacia atrás con cuidado—. Tenga cuidado. Podemos estar enfrentándonos con una avanzadísima civilización en estos momentos...</p> <p>El lagarto humanoide desmontó de la máquina y se dirigió con la mayor desenvoltura hacia el primer triciclo, ignorando por completo la presencia de los tres seres humanos.</p> <p>No hacía falta tener una gran imaginación de parte de Crunch para darse cuenta de que la llegada de aquel lagarto humanoide ponía en grave riesgo el rosado triciclo y como consecuencia el que todos sus sueños de riqueza y de poder quedaran reducidos a polvo. No siendo hombre normalmente violento, sino por delegación en otros, se sintió impelido entonces a tomar una rápida determinación. Recogiendo una llave inglesa del banco más próximo del taller, se dio prisa para aproximarse a aquella fantástica criatura venida de otro mundo y le golpeó con todas sus fuerzas en su cabeza triangular. El ser extraño se derrumbó sin vida, aparentemente, en el suelo, como un saco vacío.</p> <p>—No debería usted haber hecho eso —le dijo Morris Guzmán.</p> <p>—¡Que no debería haber hecho... un cuerno! —exclamó Crunch—. ¿Piensa usted que iba a quedarme ahí como un idiota y que se llevaran esa máquina?... Bueno, de todas formas, ahora contamos con dos.</p> <p>—Tal vez... —comenzó a decir Guzmán con aire incierto y algo más que nervioso—. Pero... ¿se ha detenido usted a pensar que una raza como ésta y con semejante clase de tecnología tiene que disponer de alguna especie de armas especiales?</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-align:center; text-indent:0em;">* * *</p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">—Mire, coronel... ya hemos discutido esto una docena de veces. Tenía forma de hombre, con una cabeza de lagarto, y salió fuera del Recipiente Snerd. No pude apreciar si llevaba armas o no, ni tampoco tuve la menor idea de sus intenciones —replicó Daly, que ya permanecía en la oficina del coronel del Mando Móvil durante las dos últimas horas. Ya se encontraba cansado, impaciente e irritado con todo aquel embrollo.</p> <p>Marrón Street había sido siempre un remanso de paz en la ciudad. Ahora se había transformado en algo parecido a la invasión de un ejército enemigo en una cabeza de playa. Todos los edificios existentes en un radio de una milla se habían hecho evacuar de personal civil y la totalidad de la zona era ahora una masa constante de actividad militar. Tanques y cañones atómicos permanecían estacionados en cada esquina y en cada calle, formando un sólido anillo alrededor de los Recipientes Snerd, mientras que escuadrones enteros de hombres armados hasta los dientes registraban edificio por edificio, con las armas a punto de tirar a matar. Por encima escuadrillas enteras de cazas y bombarderos ronroneaban en círculo, amenazando con una destrucción parecida a la del día del Juicio Final.</p> <p>En un mundo en paz desde hacía treinta años, el papel de un soldado estaba bastante falto de gloria y de acción, aunque una serie de maniobras y desfiles había, en cierto modo, estimulado el marcial entusiasmo del coronel Stephen Miller. Un hombre con aspecto de látigo, huesudo y de cabellos grises, miraba a Daly con la terrible mirada de dominio que los hombres fuertes vestidos de militar muestran en los desfiles en cualquier parte del mundo.</p> <p>—Falla usted en apreciar la seriedad de nuestra situación, Mr. Daly. Por primera vez en la Historia, la Tierra ha sido invadida por quién sabe qué clase de criaturas extrañas de otros planetas.</p> <p>—Una criatura de aspecto singular y raro, pero probablemente inofensiva, difícilmente puede constituir una invasión, coronel —repuso Jack Daly.</p> <p>—¡El reconocimiento! —gritó el militar—. El enemigo difícilmente habría arriesgado una fuerza de desembarco sin haber enviado previamente exploradores en vanguardia.</p> <p>—Y... ¿en qué se basa usted para asumir que esa criatura es hostil? —insistió Daly.</p> <p>El coronel Miller tamborileó con sus dedos huesudos sobre la mesa de la Comandancia.</p> <p>—¡Civiles! No es de extrañar que el presupuesto de defensa mengüe de año en año por políticos complacientes. Estamos tratando con lo desconocido, Mr. Daly. En cualquier momento, los recintos Snerd se abrirán para dar rienda suelta a hordas de esas criaturas, armadas con instrumentos de destrucción que ni siquiera podemos imaginar. Por lo que sabemos hasta ahora, esto es sólo una cabeza de playa, pero...</p> <p>—Creo que está usted desorbitando lo que no es más que un accidente aislado, coronel —repuso Daly—. No tiene sentido el sulfurarse de esa forma...</p> <p><i>—¡Sulfurarse!</i> —estalló el coronel Miller, cuyas facciones estaban palideciendo de ira—. Déjeme decirle...</p> <p>Se detuvo, porque en aquel instante se oyó un golpe en la puerta y entraba un capitán.</p> <p>—¿Sí, Hyman? —preguntó el coronel.</p> <p>—Acabamos de recibir un mensaje de la policía civil, informando que han rastreado la presencia de uno de esos seres extraños en un negocio de coches usados al noroeste de la ciudad —dijo el capitán. Y se dirigió hacia el gran mapa mural para indicar aproximadamente la posición correcta—. Está en algún lugar de esta zona.</p> <p>—¡Está bien! ¡Ordene de mi parte que se mantenga todo el mundo en alerta constante y envíe allá dos escuadrones de tanques inmediatamente! Quiero vivo a ese explorador, pero si opone alguna resistencia, ¡que disparen!</p> <p>—La policía civil dice que se están aproximando en este momento.</p> <p>—¡Qué! —restalló de nuevo el coronel poniéndose en pie—. ¿Qué se figuran que es esto? ¿Un problema de tráfico? Diga a Comunicaciones que deseo hablar con el oficial en jefe de esa patrulla de policía civil. ¡Inmediatamente!</p> <p>Y salió como una tromba de la habitación, seguido como un borreguito por el capitán.</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-align:center; text-indent:0em;">* * *</p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">—Puede ser, pero si esto es una muestra, no creo que sean tan inteligentes ni tan listos —dijo Arthur Crunch indicando la postrada forma del lagarto humanoide. Su suerte al golpear a la extraña criatura y hacer uso de la violencia había hecho resurgir en él la parte de su personalidad que adoraba al Gengis Khan.</p> <p>Guzmán se rascaba la cabeza y la barba nerviosamente.</p> <p>—No me gusta esto, Crunch. Si quiere usted que trabaje en esa propulsión...</p> <p>—¡Al cuerno con la propulsión! Nunca me gustó semejante idea. Demasiado pronto para legitimarlo y demasiado lento. No me importa <i>cómo</i> funcione eso, lo importante es que lo hace.</p> <p>—¿Qué quiere decir?</p> <p>—Resulta evidente, ¿no? —dijo Crunch apoyándose con su gordinflona humanidad en la reluciente máquina—. Uno de estos vehículos puede atravesar cualquier pared sólida de la clase que sea llevando a su conductor con ella, ¿no es así? Por tanto, ¿para qué desperdiciar el tiempo y dinero en experimentos y tratar de construir más? Tenemos ahora dos máquinas, y con ellas León y yo podremos llegar hasta cualquier cámara acorazada del Banco que sea y tomar la fortuna que nos apetezca. No le necesitamos, Guzmán.</p> <p>—Mr. Crunch, es usted un genio, y perdone —asintió León admirado ante su amo.</p> <p>—No es más que pensar con lógica, León —repaso Crunch con aire modesto—. Ahora estamos metidos en negocios como nunca lo estuvimos antes jamás. Pero primero de todo tenemos que librarnos de toda evidencia.</p> <p>Y tocó al postrado lagarto humanoide con el pie. No hubo respuesta alguna.</p> <p>—¡No puede usted hacer eso! —protestó Guzmán mientras Crunch sacaba una pistola desintegradora de la chaqueta y la dirigía hacia la postrada figura de la criatura extraterrestre.</p> <p>—¡Que no puedo! —dijo Crunch mirando a Guzmán de reojo—. León, ten cuidado con este testigo, ¿quieres? No nos conviene que este asunto se complique.</p> <p>—Sí, señor Crunch.</p> <p>Y León, el fiel servidor, sacó a su vez su pistola, dirigiéndose hacia Guzmán.</p> <p>Un altavoz con voz de trueno hizo llegar en aquel momento su torrente de voz amplificada hasta el mismo taller.</p> <p>¡¡ATENCIÓN, ATENCIÓN, ÉSTE ES UN AVISO DE LA POLICÍA. SALGAN FUERA CON LAS MANOS EN ALTO. UTILIZAREMOS GASES LACRIMÓGENOS DENTRO DE SESENTA SEGUNDOS A PARTIR DE ESTE MOMENTO!!</p> <p>—¡La policía! —exclamó León, dirigiéndose hacia la ventana—. ¡Lo tienen todo rodeado!</p> <p>—De acuerdo. Tenemos tiempo para marcharnos, León —dijo Crunch confiadamente—. No nos echarán el guante. Salta sobre la otra máquina. Como he dicho, tenemos muchos asuntos que hacer y buenos negocios.</p> <p>Levantó la pistola y volvió su atención hacia el panel del control de su triciclo.</p> <p>—¡Espere un momento! —gritó Guzmán—. Está cometiendo una equivocación, Mr. Crunch. Esa criatura extraña viste...</p> <p>Arthur Crunch, maestro de criminales, se acurrucó sobre los manillares del triciclo rosado y presionó el botón de marcha hacia adelante con todas sus fuerzas. La máquina se lanzó hacia la pared trasera con la velocidad de una bala.</p> <p>La <i>máquina</i> atravesó la pared.</p> <p>León Pulver, salvado de la catástrofe por sus lentos reflejos, miró a Guzmán.</p> <p>—¿Qué es lo que ha sucedido, perdone?</p> <p>Guzmán apartó los ojos de lo que había quedado estampado contra la pared, sintiendo náuseas y deseos de vomitar.</p> <p>—Intenté decírselo. Fíjese en las ropas que viste esa criatura. Es lo que había pensado... el hallarse encerrado en ese plástico rosado es esencial para el apropiado funcionamiento del campo de alineación molecular.</p> <p>La extraña criatura comenzó a dar signos de vida. A los pocos momentos, dando algunos traspiés, se incorporó.</p> <p>León, totalmente desmoralizado por la pérdida de su jefe y caudillo, se alejó como alma que lleva el diablo del rosado triciclo. El lagarto humanoide le ignoró por completo. Echando mano de la máquina, montó en ella con toda rapidez y atravesó limpiamente la pared del taller... evitando delicadamente lo que quedaba del antiguo presidente de la Sociedad Adolfo Hitler.</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-align:center; text-indent:0em;">* * *</p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Jack Daly continuaba en el centro de comunicaciones del Puesto de Mando, que bullía como un hormiguero.</p> <p>—¿Qué quiere usted decir, que le ha perdido? —tronaba la voz del coronel Miller, mirando sin pestañear la imagen hundida del capitán—. ¡Le dije a usted que esperase a que llegaran ahí mis tanques, so pedazo de idiota!</p> <p>—Un mensaje de uno de nuestros aviones de localización, señor —dijo entonces un sargento, cuya cabeza estaba adornada con un equipo de auriculares—. El extraterrestre ha sido visto en esta dirección.</p> <p>Miller volvió la espalda a la imagen del policía.</p> <p>—¡De acuerdo! Ahora tendremos la oportunidad de llevar a cabo nuestra misión adecuadamente. Obviamente, el enemigo intentará volver al Recipiente Snerd utilizándolo como entrada para nuestra dimensión; por tanto, todo lo que tenemos que hacer por el momento es esperar. Tan pronto como aparezca, todos los cañones le apuntarán; pero no harán fuego hasta que yo dé la orden. Lo quiero vivo, si es posible.</p> <p>Daly permaneció con los oficiales en la tronera de observación, mientras que un altavoz dispuesto en la pared iba dando segundo a segundo informes de la aproximación de la criatura extraterrestre.</p> <p>—¡Compañía C, alerta! —ordenó el coronel.</p> <p>—Alerta, señor.</p> <p>—Dispónganse a hacer fuego en círculo, al paso del enemigo; pero no demasiado cerca como para no dañarlo.</p> <p>—A la orden, señor.</p> <p>La tensión en el Puesto de Mando se estaba convirtiendo en una presión física. El único sonido que se escuchaba era el zumbido del altavoz de la pared. Daly tenía la impresión de que iba a ser testigo de una de las obras maestras de la estupidez humana.</p> <p>—¡Ahí va! —gritó un capitán.</p> <p>La extraña criatura fluyó a través del muro del edificio opuesto a los Recipientes Snerd. Iba montando la máquina y remolcando la otra tras la suya.</p> <p>—Compañía C... <i>¡¡fuego!!</i></p> <p>Una terrible explosión reverberó por toda la calle, y cuando el humo y los cascotes se aclararon apareció un cráter de seis pies sobre el pavimento a unas quince yardas de distancia del lagarto humanoide.</p> <p>La criatura detuvo el triciclo rosado y miró con curiosidad la fuerza reunida del poder militar de la Tierra.</p> <p>Jack Daly sintió como si le corriera por la espalda un chorro de agua helada.</p> <p>E! coronel Miller tomó un micrófono.</p> <p>—¡QUÉDESE DONDE ESTÁ! ¡ES USTED MI PRISIONERO! —dijo con voz que atronó toda la calle.</p> <p>El extraño miró en la dirección del Puesto de Mando y después se volvió hacia la fila de tanques que le prohibían el paso hacia el Recipiente Snerd número YH-786. Lentamente, sin ningún esfuerzo, y casi de forma casual, como un hombre que aparta una mosca, levantó una mano.</p> <p>Tres tanques enormes desaparecieron en una explosión sin sonido.</p> <p>Antes de que se hubiera desvanecido la sorpresa de los militares del Puesto de Mando, la extraña criatura maniobró en el panel de los controles de su máquina. Un microsegundo después, tanto ella como sus dos máquinas habían desaparecido a través de la puerta cerrada del Recipiente YH-786.</p> <p>—Y... ¿ahora qué, coronel? —exclamó Jack Daly temblando—. Volverá... él y millones de otros semejantes...</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-align:center; text-indent:0em;">* * *</p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">La población de la Tierra recibió la mayor de sus sorpresas cuando, en el año 2009, el gobierno mundial ordenó la inmediata destrucción de los Recipientes Extradimensionales Snerd de Aparcamiento. No se dio explicación alguna por tan súbita decisión, hecha en nombre del Reglamento de Seguridad de Urgencia, ni se volvió a mencionar para nada desde entonces. Tampoco se ofreció compensación alguna a los propietarios de los millones de vehículos abandonados de aquella forma en otra dimensión. Como consecuencia de tal acción, se produjo una época de fabulosa prosperidad en la industria del automóvil, y hoy nos encaramos con una tal situación en el tráfico rodado al lado de la cual los problemas del pasado siglo XX palidecen por su insignificancia...</p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;">HÉROES DE LA CIENCIA:</p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;">Ernest Gedge. Lt.</p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;">(Galatea Press, 2020, Cr. 5)</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>SUBLIMINAL - Keith Roberts</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">M</style>IRE, doctor, no se moleste haciéndome exámenes ni comprobaciones, no hay tiempo. Soy Johnny Harper. Soy un individuo que hace películas, eso es todo. Pero, doctor, me encuentro en un grave aprieto. Tengo algo clavado en la cabeza y necesito librarme de ello. ¿Puede usted hacerlo, doctor? ¿Dispone usted de alguna máquina que pueda investigar en el interior del cerebro de un individuo y hallar algo que no debería estar allí y arrancarlo de raíz? ¿Tiene usted algo así...?</p> <p>»No estoy loco, doctor, le doy mi palabra, se lo juro por Dios. Dios sabe que lo que digo es verdad y esto puede ayudarle. Le contaré toda la historia desde el principio y entonces sabrá usted que no estoy loco, y usted sabrá lo que tiene que hacer...</p> <p>»¿Tiene usted a mano alguna chica que escriba en taquigrafía? Vamos, no discuta, tome un cuaderno de notas o algo parecido y póngalo por escrito; será la cosa más importante que jamás haya oído usted. Tome un nombre primero: el de Freddy Keeler. Póngalo ahora mismo por escrito, él es el personaje que interesa. Todo empezó con Freddy, que Dios haya quemado su alma...</p> <p>»Es un proyectista de estudio de cine. Bien, esto es parte de su trabajo, el resto es secreto. Le cuento esto al respecto para que sepa lo que tenga que hacer con Freddy...</p> <p>»¿Qué? ¿Qué estudio? Oh, Dios... No, doctor, lo siento, supongo que no lo dije. Es el Estudio Hill, el que hace las películas de Little Andy. Usted sabe quién es Little Andy, todo el mundo lo sabe y lo conoce... ¿No ve usted la televisión? Si así fuera, le diré que es la persona más afortunada que vive en el mundo.</p> <p>»Doctor, el Estudio Hill es la cosa más grande que hay en este negocio. Hace seis meses estábamos arruinados, sin un centavo. Terminados, acabados. Habíamos despedido a casi todo el personal, y todo lo que quedaba eran los dos socios, J. B. March y Jeff Holrooyd; el pequeño Freddy y Coonie, la secretaria, Connie, la leona, como yo solía llamarla. Y yo, dando vueltas de un lado a otro con mi nombramiento de director, sin tener nada que dirigir. Sólo los cinco y con la luz roja del semáforo encendida, avisándonos de la catástrofe y todos preocupados sin saber qué camino tomar.</p> <p>»Nosotros comenzamos como otros muchos en el tiempo de la televisión comercial, cuando todo marchaba bien, consiguiendo sobrevivir a la mayor parte. J.B. era un individuo listo y vio desde el principio que deberíamos ponerle una cuerda más al arco; así, hicimos dibujos animados, efectos especiales y conseguimos un renombre. Cuando se produjo el derrumbamiento general, nosotros continuamos haciendo películas para Alemania y los países orientales y después, cuando comenzamos a resentimos del mal estado de los negocios, tuvimos que comenzar despidiendo gente. Hace un año teníamos cincuenta empleados, después el número quedó reducido a veinte, pronto a diez y después, como he dicho, sólo quedamos un puñado que no sabíamos cómo salir adelante. Yo sabía que el hacha estaba abatiéndose con rapidez y que Connie no percibía lo suficiente de la firma como para que pensáramos en despedirla; de todas formas, era preciso conservar una chica de tan buena presencia y tan lista a la entrada del negocio, porque todos lo esperaban así, por lo que tuve conciencia de que Freddy o yo teníamos que marcharnos.</p> <p>»Fui a ver a J.B. No solía entenderme muy bien con Jeff, ya que era una especie de tipo emocional, pero sí me llevaba muy bien con J.B., ya que con él siempre se sabe dónde se encuentra uno. Discutir con él era como jugar a la ruleta rusa, con la mitad del revólver cargado; pero si se sabía la forma de ablandarlo todo marchaba a pedir de boca. Fui a verle a su oficina y le dije:</p> <p>»—J. B., estoy muy preocupado con el viejo Freddy. Ya sabes que es un gran tipo, pero siento una especial preocupación por él.</p> <p>»Me miró como si fuese cosa ya comprendida y me dijo:</p> <p>»—Así, quieres que se le despida, Johnny...</p> <p>»Yo encendí un cigarrillo y dije:</p> <p>»—Los operadores no son muy útiles cuando no hay películas que mostrar...</p> <p>»J.B. se puso desagradable.</p> <p>»—Los directores no son mejores cuando no hay nada que dirigir.</p> <p>»Pude darme cuenta de que aquélla era una de sus malas mañanas; se había casado hacía varios años antes y no tenía hijos, y su esposa le estaba dando una vida de infierno, y ya sabe usted lo que eso significa, doctor. Entonces le dije:</p> <p>»—Lo haré de buenas maneras, J.B. Apenas si se molestará por eso.</p> <p>»J.B. se encogió de hombros.</p> <p>»—De acuerdo, Johnny, pero hazlo con guante blanco, ya sabes... Es un individuo encantador. Freddy me resulta muy simpático.</p> <p>»—Te prometo que mi cara estará mojada de lágrimas —le dije.</p> <p>»Entonces me dirigí hacia la puerta, pero J.B. me llamó:</p> <p>»—Johnny, hay una cosa divertida en todo esto. ¿Sabes que dibuja muy bien? ¿Has visto alguna vez alguno de sus trabajos?</p> <p>»No capté muy bien lo que quiso decirme.</p> <p>»—Entonces... ¿qué ocurre, J.B.?</p> <p>»—Consigue que te haga un dibujo —me dijo—. Hizo uno para mí, y son bastante buenos. Estaba pensando en utilizarlos, pero... así están las cosas por el momento.</p> <p>»La idea me pareció divertida.</p> <p>»—¿Y qué es lo que dibuja, «Blancanieves y los Siete Enanitos» o es algo que iría bien para las paredes de un retrete?</p> <p>»J.B. me miró con dureza.</p> <p>»—Pídele que te haga uno de sus dibujos. Y no aprietes demasiado fuerte, Johnny, podría ser más útil que tú.</p> <p>»Yo me fui.</p> <p>»Tras de aquello tuve que actuar con cuidado y salí a buscarle, yéndome a una taberna donde solía almorzar. Le encontré en la barra tomando un bocadillo y una botella de cerveza. Es un hombre pequeñito, doctor, algo calvo, de unos cincuenta años, y con unas gafas de concha. No tiene mucho que ver, esa es la verdad. Le di una palmadita en la espalda y le dije:</p> <p>»—Hola, Freddy... ¿qué hay de nuevo?</p> <p>»Me miró con la mayor de las sorpresas pintada en el rostro. Me atrevo a jurar que sabía por qué estaba allí. Él me respondió:</p> <p>»—¿Quiere verme, Mr. Harper?</p> <p>»Pedí una cerveza para mí y pagué otra para Freddy.</p> <p>»—Pues sí, Freddy, así es. Quisiera charlar un poco contigo. Las cosas no van muy bien, Freddy; pero créeme que pueden ir todavía mucho peor, muchísimo peor. —Le tomé de un brazo y le llevé hacia una mesa. Dios, qué fastidio tener que andar con tanta etiqueta con individuos como Freddy. A mí me molestaba emplear tales medios; pero en vista de mi conversación con J.B. y teniendo que actuar con lentitud, le dije—: El jefe me ha dicho que eres un poco artista, muchacho, no lo sabía...</p> <p>»Yo calculaba que con aquella insinuación Freddy cogería la onda en el sentido de que tendría que elegir otra profesión y pronto, sin que tuviera que enfrentarme con semejante problema de cara.</p> <p>»Freddy sacudió la cabeza. Me dijo que no era un artista y que maldito si sabía dibujar. Se limitaba a hacer imágenes.</p> <p>»Doctor, los operadores de cine son una gente divertida. Se pasan su vida observando el paso de las películas a través de un pequeño cuadrado en la pared de la cabina, como una tronera, y tras algún tiempo aquello les convierte en personas que son inútiles para cualquier otra cosa. Son estrambóticos, doctor, tienen cosas raras en el cerebro. Toda clase de cosas raras. Freddy había pasado años y años observando el parpadeo y el paso de las imágenes arriba y abajo, y no pensaba ni veía más que imágenes el día y la noche.</p> <p>»No, doctor, no me crea equivocado. No hablo de fotografías, sino de <i>imágenes</i>. Así fue cómo me lo explicó y cómo mencionó a un director de cine, a Hitchcock digamos, o a cualquier otro, que siempre está preocupándose consciente o inconscientemente respecto a las imágenes, tratando de conseguir formas para la pantalla que ayuden al actor en su papel y que hagan que uno <i>sienta</i> lo que está sucediendo. Me dijo lo que era una buena película y que no consistía en una serie de fotografías de actores, sino en una secuencia de imágenes que hacen que uno sienta lo que se supone que tiene que sentir. Me dijo también que, además, contaba mucho la técnica de la composición, la de las luces y demás cosas que ayudan a su realización. Y me dijo, por ejemplo, que si usted ve una película de terror y otra y todas las que se hayan hecho y las estudia una y otra vez, podría calcular una especie de forma que representase el miedo, en una forma sintetizada, y si se la enseña a cualquier individuo, llegará a asustarse mortalmente, sin que sepa explicarse por qué. Me dijo igualmente que si la imagen fuese correcta podrá producir en el interior de la mente una especie de esclusa que llegaría a hacer sentir lo que quisiera significar totalmente. Acabó diciéndome que era posible hacer una imagen para cada emoción humana una vez se ha descubierto la técnica de dibujarlas.</p> <p>»Yo pensé que era muy listo. Viniendo de un tipo como Freddy, aquello era una idea inteligente. Era algo loco y disparatado, pero me hizo interesarme en el asunto. Llegó a fascinarme.</p> <p>»—Freddy —le dije—, veo que has estado haciendo algo sólido y consistente. Aunque sólo sea como un excitante, podrías hacer tú mismo esas imágenes, o ¿es que todavía están en una fase experimental?</p> <p>»Se me quedó mirando fijamente y me respondió:</p> <p>»—Oh, no, Mr. Harper, puedo dibujarlas perfectamente. Me llevó años el saberlo hacer; pero ahora puedo hacerlas. Cualquier clase de imagen que usted desee.</p> <p>»No era aquello lo que yo había esperado. Me detuve y comencé a reír, pensando en lo chiflado que estaba Freddy. Y le dije:</p> <p>»—Ah... sí, claro. Y esas imágenes... ¿se lleva mucho tiempo el hacerlas?</p> <p>»Sacudió la cabeza.</p> <p>»—Es demasiado pronto. Es fácil cuando uno sabe cómo.</p> <p>»—Está bien, Freddy. Hazme una de ellas. Veamos... hazme una con la idea del miedo, como para que yo pueda sentirme aterrorizado.</p> <p>»Se sacó una pluma de un bolsillo y alisó una servilleta de papel. Comenzó a dibujar. La tinta caía a gotas o producía manchas especiales, y cuando terminó aquello parecía un infernal revoltijo, sin aparente significado. Yo le dije:</p> <p>»—Lo siento, Freddy, tengo que tener la piel dura. Esto no me produce la menor sensación.</p> <p>»Él parecía entonces animado.</p> <p>»—Dele usted una oportunidad, Mr. Harper; a veces tienen algo que hacer crecer dentro de uno. Siga usted mirándola y acabará por sentir lo que significa. ¿Su palabra. Mr. Harper?</p> <p>»Bien, qué diablos, estaba divirtiéndome con aquel tipo, ¿no era así? Recogí aquello de la mesa y me recliné en la silla, sosteniendo el dibujo con aquella extraña imagen frente a mis ojos. La miré fijamente durante tal vez cinco segundos y después...</p> <p>»Estaba en pie y la servilleta de papel aplastada y tirada sobre un cenicero, sin que pudiera recordar cómo haberlo hecho. Estaba temblando de pies a cabeza. Y dije:</p> <p>»—¡Cristo de los Cielos!</p> <p>»Entonces, las cosas volvieron a la normalidad, como una visión irreal a su foco corriente, y vi a un par de individuos que me miraban fijamente. Me senté de nuevo; pero aún estaba sintiéndome bastante mal.</p> <p>»—Está bien, Freddy... ¿cuál es el secreto?</p> <p>»Me miró preocupado.</p> <p>»—Lo lamento, Mr. Harper. Estoy realmente... pero ¿le ha afectado, no es cierto? Yo no puedo verlas por mí mismo; esas imágenes no tienen efecto sobre mí; pero sé que lo producen y debería habérselo dicho.</p> <p>»Encendí un cigarrillo. Creí que lo necesitaba.</p> <p>»—Te pregunté en qué residía el secreto, Freddy...</p> <p>»—No hay ningún secreto, señor, honradamente hablando. Es el dibujo. Es una especie de truco.</p> <p>»Yo sacudí la cabeza.</p> <p>»—Eres un embustero. Esto es una locura, un disparate.</p> <p>»Alargó la mano y tomó la servilleta donde había hecho el dibujo.</p> <p>»—Honradamente, Mr. Harper, todo está en el...</p> <p>»De un manotazo aparté la mano de Freddy a distancia. No quería que volviera a desenrollar de nuevo aquella servilleta dibujada. Y le dije:</p> <p>»—De acuerdo, Freddy. Estoy conforme, ¿puedes hacerlo en cualquier ocasión?</p> <p>»Sonrió con cierto despectivo orgullo, como el individuo que ha pasado veinte años en construir algún modelo de embarcación y que le alaban por su ingenio para que la muestre.</p> <p>»—En cualquier ocasión, Mr. Harper. Diga usted lo que quiera y yo le haré la imagen.</p> <p>»—La felicidad, Freddy. ¿Puedes hacerme una imagen que me haga reír?</p> <p>»Tomó la pluma de nuevo y comenzó a dibujar en otra servilleta de papel, y el resultado fue que de vuelta a mi estudio tuviese que detenerme veinte veces a secarme los ojos que me lloraban de tanto reír. La gente tuvo que haber pensado que yo estaba loco como una cabra.</p> <p>»Al final, por supuesto, no le despedí. Ojalá lo hubiera hecho.»</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-align:center; text-indent:0em;">* * *</p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">»Permanecí sentado en mi oficina el resto del día, fumando y pensando en lo que había visto. Me daba cuenta de que estaba metido en la cosa más grande que se hubiera visto en el cine, pero no veía la forma adecuada de ponerlo en práctica ni cómo utilizarlo. No puede hacerse una película a base de imágenes, nadie las vería. E incluso si lo hicieran y captasen lo que yo había captado, seguramente que no volvería nadie. Aquel chisme inventado por Freddy era la cosa más inteligente y chocante que jamás hubiera visto; pero me resultaba imposible inducir a los Estudios Hill a que se comprometiesen en ello en lo más mínimo.</p> <p>»Usted sabe lo que ocurre cuando se tiene algo firmemente arraigado en el fondo de la mente, pero que no acaba de cobrar forma, ¿verdad? Seguí pensando que tenía que haber algún camino para utilizar aquel fantástico talento. Me acosté muy tarde aquella noche porque sabía que, a menos que no aportase alguna idea, no duraríamos ni aquel mes, y no parecía que ninguna idea se formase concretamente en mi cabeza. Volví a mi piso a medianoche y me tumbé sobre el diván, arrojando lejos los zapatos y quedándome vestido. Apagué la luz, y para cuando la habitación había ya dejado de dar vueltas, me quedé medio dormido. La próxima cosa que supe fue que era el amanecer del siguiente día y yo me incorporaba gritando una especie de aleluya. Lo había resuelto y había ya muy poca distancia entre mi persona y el primer millón de dólares.</p> <p>»Busqué por el piso una carpeta de dibujo y algunos instrumentos. Yo había recibido entrenamiento para delineante y diseñador, tiempo atrás, doctor, y puedo plasmar cualquier idea sobre el papel. Me hice café para aclararme la cabeza y mis ideas, y después comencé a dibujar. Para media mañana había conseguido lo que quería. Recogí mi coche y me dirigí a los estudios a toda prisa.</p> <p>»Fui derecho a ver a J.B., que estaba dictando a Connie. Jeff no estaba por allí y yo le puse lo que había hecho sobre su carpeta sobre el despacho.</p> <p>»—J.B. Esto no puede esperar —le dije.</p> <p>»—He estado esperando desde las nueve de esta mañana. ¿Dónde diablos te has metido? Ahora, llévate esa chatarra fuera de mi carpeta.</p> <p>»Estoy muy ocupado —me contestó con cara de pocos amigos.</p> <p>»Sostuve la puerta abierta.</p> <p>»—Connie —dije a la chica—, creo que has recordado de pronto que tenías que empolvarte la nariz o algo así, ¿eh, guapa?</p> <p>»Ella me miró como si quisiera ponerme arsénico en la sopa; pero acabó marchándose. J.B. se incorporó. Parecía trastornado de veras.</p> <p>»—Por Cristo, Johnny, pero esto tiene que ser condenadamente bueno...</p> <p>»—Sí, es algo bueno. Ahora mira esos otros, J.B. Creo que nos hará ganar un millón por cabeza...</p> <p>»—¿Y qué diablos es eso?</p> <p>»—Dibujos, modelos para un proyector... Subliminal...</p> <p>»Supongo que aquello debió causarle una mala impresión porque lo subliminal estaba considerado como una broma sucia. Me gritó literalmente:</p> <p>»—¿Qué vamos a decir entonces? Qué tal si dijéramos... «Compren nuestras películas» o «El mejor estudio británico», eso es un buen eslogan, Johnny, es grandioso. ¡Hummm! Ahora es la forma más disparatada que hayas tenido jamás de perder tu empleo...</p> <p>»Yo le grité a él todavía más fuerte. Quería batirle en su propio terreno.</p> <p>»—No <i>decimos</i> nada, utilizamos las <i>Imágenes de Freddy...</i></p> <p>»Se quedó atónito con la boca abierta y con el dedo todavía señalándome suspendido en el aire.</p> <p>»—¿Qué? Johnny... ¿qué has dicho?</p> <p>»—Yo miré al principio eso, como tú lo has visto ahora. Me llevó una hora caer en la cuenta. No me preocupa el hecho de que todavía pueda recordarlo.</p> <p>»—Ya, ya comprendo. —Se sentó y puso uno de aquellos dibujos sobre su despacho—. ¿Qué es esto realmente, Johnny?</p> <p>»¿Sabe usted algo respecto a lo subliminal, doctor? Se habló mucho de ello, hace ya cinco años. Alguien dijo que estaba falto de ética. Fue una broma porque, de todas formas, no funcionó, no supieron utilizarlo en debida forma. Mire, le hablaré de ello para que pueda usted hacerse una idea mejor. Los publicitarios calcularon que si se toma una palabra, digamos el nombre de un producto cualquiera, y se pasa como un relámpago por la pantalla demasiado rápido para que el ojo pueda captarla, la persona que está al otro extremo de la imagen ignora que está siendo sometida a una especie de presión mental; pero captará el mensaje, de todas formas, de una forma subliminal. La idea fue algo grande, la dificultad radicaba en proyectar una cosa sobre la pantalla y retirarla con la suficiente rapidez. Se intentó en la televisión. Lo se muy bien, doctor, porque lo he experimentado. La velocidad de paso de una película a través de un proyector es de veinticuatro fotografías por segundo y de veinticinco en televisión para que produzca la sensación de movimiento y apreciación normal de la acción o de lo que se está representando. Pero eso no es suficientemente rápido. Entonces se superpusieron fotografías determinadas sencillas y así podían verse mientras la película iba pasando, sin que fuese nada subliminal en absoluto.</p> <p>»Mi idea tuvo un éxito definitivo. Lo que yo había diseñado era un segundo sistema óptico con un paso de película normal con una salida de imágenes a lo largo de la película en forma silenciosa. No había perfilado todos los detalles; pero sabía que funcionaría. Había un segundo movimiento intermitente engranado con el conjunto, envases especiales para tener una película de repuesto, en y tras la proyección, fíjese bien, doctor, una lámpara que albergaba un «flash» electrónico. ¿Sabía usted que con ese instrumento puede usted hacer disparos de milésimas de segundo? Utilizando ese equipo especial, se podían insertar fotografías al azar donde se quisiera, sin que nadie pudiese apercibirlo. Y no contábamos con ningún nombre que lanzar, sino imágenes de Freddy solamente. Me hubiera gustado dibujar una para usted, doctor, pero Freddy es el único individuo capaz de acedo. Nunca puedo ni incluso recordar a qué se parecen, todo lo que sé es que si ellas le dicen que ría, usted ríe, y si le dicen que llore, por Dios que usted llora...</p> <p>»Cuando lo hube hecho, J. B. miró el resultado.</p> <p>»—Esto es grande, Johnny —me dijo—. Lo más grande que se haya hecho jamás... Para el cine. Pero... ¿y la televisión?</p> <p>»Yo iba de un lado a otro de la oficina, sin poder estarme quieto. Le respondí:</p> <p>»—¿Y por qué no en las pequeñas pantallas, J. B.? ¿Por qué los electrones no pueden cometer el mismo cometido? Se adapta una unidad de equipo al dispositivo de telecine, se sitúa un prisma tras las lentes y se lanzan de golpe las imágenes a través de la cámara...</p> <p>»J. B. se humedeció los labios.</p> <p>»—No lo tocarían, no se atreverían a hacerlo.</p> <p>»Me volví hacia él y colocando las palmas de mis manos sobre su mesa de despacho me quedé mirándole fijamente:</p> <p>»—Montaremos un proyector piloto. Veremos de que algunos de los muchachos nos dan su opinión. Lo haremos funcionar con subliminal. Las imágenes les dirán que amen a alguien y crearemos un prototipo. Y observaremos el resultado. Aporta tus ideas al respecto, J. B...</p> <p>»Y así fue como nació Little Andy...</p> <p>»¿No sabe usted quien es Little Andy, doctor? Ah, sí, lo olvidaba, usted no ha visto la linterna mágica; pero si la viera, habría poca diferencia. Nadie sabe quién es Little Andy, doctor... Sólo sabe la gente que lo quiere, eso es todo. ¿Es una marioneta? No lo saben. ¿Es un actor vivo en carne y hueso? Tampoco lo saben. ¿Un dibujo animado? Lo ignoran, doctor, pero la gente ríe cuando Little Andy ríe y llora cuando llora Little Andy. Eso es todo lo que importa, por que saben que es real. Se lo dicen las imágenes, eso es puramente subliminal...</p> <p>»Yo comencé en mi prototipo aquel mismo día. Conseguí a un par de técnicos que necesitaba, prometiéndoles mucho dinero. No sabía de dónde saldría aquel dinero imaginario ni me preocupaba. Aquello era problema de J. B., yo ya tenía bastantes dificultades con mi trabajo.</p> <p>»Entonces sólo contábamos con un solo proyector, el Kali-12 en el pequeño teatro de los estudios. Planeé utilizarlo como instrumento experimental, me procuré las lentes y demás dispositivos necesarios. No fue fácil conseguir el efecto deseado, fue preciso demontar una cámara y hacer una serie de adaptaciones. Fueron muchos los problemas a resolver, respecto a las superposiciones de imágenes, las velocidades, el «flash» y los films de imágenes. Al final, aquello tenía un aspecto mecánicamente endiablado, parecía un producto de una casa de trucos; pero funcionaba perfectamente.</p> <p>»Freddy anduvo dando vueltas por allí todo el tiempo, cacareando como una vieja gallina. Le dije que estábamos experimentando sus Imágenes para entretenimiento y el pobre Freddy estaba loco de contento. Le puse a trabajar dibujando toda una gama de imágenes diversas que expresaran cualquier clase de emoción que se me ocurría, hasta cosas tan sutiles como la preocupación o la esperanza. Y fui consiguiendo que se aproximase más y más al logro de mi objetivo. Lo que me mostró, me causó una profunda sensación. Yo no quería asustar mortalmente a la gente, sino hacer que se pegase a las pantallas como las moscas a la miel. Me trajo pronto el trabajo encargado, lo examiné y era de veras, algo grandioso. Lo pasamos por una de las cámaras de proyección, según mi propio proceso práctico de utilización. No quería que nadie le echase la vista encima, ni que nadie viese lo que estábamos haciendo hasta que no estuviera dispuesto para el mercado.</p> <p>»Cuando estuvo dispuesta la unidad especial para la proyección subliminal, comenzamos con el sistema de control apropiado. Aquello era realmente complicado. El problema consistía en inyectar las imágenes sólo en el momento preciso para que tomase la acción conveniente. Durante algún tiempo, pensé que tendríamos que accionarlo a mano, después comprobé que aquello era un disparate, todo lo que necesitábamos era un separador colocado en alguna parte de la tracción y del paso de la película y una serie de disparadores de los relés. Arreglamos un tambor especial, después un solenoide sobre el disparador de secuencias fotográficas codificado a una microconexión y toda una serie de ajustes especiales, resolviendo un problema técnico tras otro, según iban surgiendo. Finalmente, todo lo que se precisaba era una película prototipo que pasar en la práctica.</p> <p>»J. B. había estado trabajando en la cuestión, mientras yo me había ocupado de la cuestión mecánica. No me pregunte cómo se las arregló para hacer que Jeff echara el resto en la cuestión, pero lo consiguió de alguna forma. Cuando J. B. se pone a hacer algo lo consigue. Lo cierto es que los Estudios Hill estaban otra vez en pie y lanzados. Conseguimos de nuevo contar con unas veinte personas. Soñó con el personaje de Little Andy y escribió el argumento original prototipo. Conseguimos tener ya una película de aquel género una semana después de que el proyector estuviera dispuesto y yo ya había conseguido que las imágenes subliminales pudieran llegar al auditorio con su mensaje.</p> <p>»La secuencia emocional era muy simple; J. B. lo había escrito y dispuesto a su forma. El comienzo del rollo fue algo propio de un argumento feliz, después una sección en el centro que necesitaba un tratamiento de tristeza, después unas series de toques contradictorios y emocionantes y finalmente algo también feliz hasta el fin. Yo maticé de cincuenta a sesenta fotografías de cada Imagen, intentando graduarlas en el tiempo para que el efecto fuese llegando al auditorio gradualmente. Mientras estuve trabajando en la impresión de la película, J. B. estaba que se mordía las uñas; el saldo bancario de los Estudios Hill se acrecentaba cada vez en números rojos y los laboratorios exigían material y gastos, que de no haber podido sufragar, nos pondrían al borde de la bancarrota. Le dije que no tenía que preocuparse demasiado, si todo lo que necesitábamos era un crédito importante, todo lo que teníamos que hacer era mostrarles un rollo en que se les ordenara que nos quisieran; pero no había tiempo en juegos como aquel. J. B. exigía resultados en el prototipo, y los quería pronto, cuanto más rápido, mejor.</p> <p>»La puesta a punto se llevó algún tiempo porque el sistema era todavía algo rudimentario. Como dije, estaba preparado sólo para dar un «flash» por fotografía, por tanto, si quería cincuenta imágenes que registrar aquello significaba cincuenta fotografías sobre el rollo subliminal y cincuenta matices sobre el film principal. Lo conseguí, finalmente, y Freddy observó el paso del rollo en aquella forma disparatada, como prueba final, comprobando que el paso era correcto por el proyector. Después fui en busca de J. B. y le manifesté que estaba listo para ser visto. Pasamos la primera prueba dos meses tras el momento en que entré en sus oficinas mostrándole aquellos dibujos.</p> <p>»Reunimos a un par de docenas de personas en el pequeño teatro de proyecciones de los Estudios, con los cámaras, secretarias, y de todos a quienes pudimos echar mano. Jeff también estaba allí, quien por cierto aborrecía la idea en su conjunto; pero J. B. le había convencido de que siguiese adelante, suavizando su actitud. También estaba Connie, quien por cierto no desperdició ocasión para mostrarse glacial conmigo. Aquello fue una lástima, porque era una gran chica. Connie, la gata, Connie, la pequeña leona... aquello era lo que me recordaba su presencia, doctor, una leona. Con su piel morena, sus ojos pardos y sus andares incitantes y felinos, a lo que ella sabía sacar toda su gracia...</p> <p>»J. B. decidió que mostrásemos el prototipo dos veces. La primera pasaría normalmente, sin lo subliminal, para poder apreciar la reacción normal. Después, sería vuelta a pasar con el nuevo invento, lo que significaba que tendría que ser vuelta a enrollar lanzando sobre el auditorio las imágenes de Freddy. Para ello, inventamos una jerga especial, llamando a aquellos rollos de subliminal el término de «latas calientes». J. B. pronunció unas palabras, diciendo que íbamos a ver dos veces aquella producción e hizo un gesto a Freddy y al mecánico proyector. Se apagaron las luces y el título principal apareció en la pantalla.</p> <p>»La película, doctor, en su primer pase, era un verdadero latazo. No pareció interesarle a nadie lo más mínimo. Cuando se encendieron las luces, incluso las secretarias estaban bostezando de aburrimiento. J. B. parecía estar dado a todos los diablos. Pero nadie se atrevió a ir a decirle nada a J. B., quien siempre deseaba descubrir los efectos por sí sólo. Freddy volvió a enrollar el film y yo, levantando el dedo pulgar, les hice señas de que comenzaran a pasar el rollo de nuevo.</p> <p>»Durante un minuto no ocurrió nada. La película era igual que la primera vez. Yo sentí un tremendo malestar en el estómago y levantándome, me fui detrás, preguntándome si el disparador de los «flash» se habría descompuesto en el circuito especialmente arreglado. Después y casi insensiblemente, comprobé algo. Me estaba sintiendo bien.</p> <p>»Doctor, se lo digo, aquello era la locura. Sentí algo grande. Little Andy era grandioso, el mundo también lo era, J. B. era un gran jefe, Connie era una maravillosa criatura, todo me parecía fantástico y maravilloso también. Me pregunté si estaba volviéndome chiflado; después lo comprendí.</p> <p><i>»Era el efecto feliz.</i></p> <p>»No pude evitarlo ni yo mismo. Yo estaba en aquel film, siguiéndolo como si fuese lo más grandioso que jamás se hubiese visto en la pantalla del cine. Cuando Little Andy estaba asustado, yo me quedaba sin aliento. Cuando aparecía estupendo como resultado de algún chiste, me sentía con ánimos de gritar. En una de las secuencias tristes de la película, una de las chicas del auditorio comenzó a llorar como nunca lo había hecho en su vida. Tuve que sostenerla en mis brazos, doctor, en el pasillo. Jamás se había visto una película como aquélla, nunca antes.</p> <p>»Llegado el momento de la diversión, comencé a reír como un loco. Era algo que me dejó atónito, porque jamás me había sucedido. Parecía que no quedaba otro remedio que reír... Rodeé a Connie con mi brazo y ella apoyó su cabecita en mi hombro, riendo como una loca y parecía que nada ni nadie iba a poder separarnos más en este mundo. Ella seguía apuntando hacia la pantalla, intentando decir algo; pero se veía atacada de nuevo por la risa y así continuó. En los asientos delanteros, J. B. reía como un poseso lanzando los brazos por el aire y removiéndose en su asiento como atacado por la histeria. No había forma de luchar contra aquello, sino dejarse llevar por el hechizo. Jamás había visto nada igual. Después llegó el final feliz, se encendieron las luces y la cosa fue grandiosa, indescriptible...</p> <p>»Fue la primera vez que haba visto a Little Andy aparecer con las "latas calientes". Doctor, es algo grande, se lo repito.</p> <p>»Creo que fue Connie la primera que recobró el ánimo. Todavía estaba yo rodeándola con mi brazo, cuando me miró y me dijo:</p> <p>»—Hiciste tú eso... como quiera que se llame, ¿verdad?</p> <p>»—Sí, así es, Connie.</p> <p>»—Es... grande, algo grandioso. —Y se limpió los ojos de unas lágrimas que todavía rodaban por sus mejillas. Pobre Connie, con aquellas lágrimas...</p> <p>»—Vales un millón de libras —me dijo después.</p> <p>»Conseguí una cita con ella para aquella noche y le dije que íbamos a dar una vuelta por la ciudad y a divertirnos. De la forma en que se hallaba, no hubiera podido decir que no a nada que le hubiera propuesto, y yo no iba a desperdiciar una oportunidad como aquélla, doctor.</p> <p>»Le dije a Freddy que la representación había ido a las mil maravillas. Por la mirada que me dirigió, me sentí sorprendido de su estado de ánimo. Era como si todo el mundo fuese una inmensa fiesta y él no hubiera sido invitado. Para él, aquello no tenía sentido, sus propias Imágenes no le causaban ningún efecto, sin duda... Le dije que era un tipo magnífico y que seguiría en su empleo y que J. B. le subirá el sueldo.</p> <p>»—Gracias, Mr. Harper, señor, muchísimas gracias, de todo corazón. —Y por la forma de decirlo, lo expresaba completamente en serio, tal y como lo había expresado.</p> <p>»Llevé a Connie por muchos bares y me gasté el dinero que llevaba. El dinero no importaba, cuando más pensaba en aquella función subliminal, más veía el botín de dinero que vendría a caer en mis manos. Poco a poco fui emborrachándome, doctor...</p> <p>»Ella obtuvo de mí todo el proceso. Oh, sí, fue como dando un toque aquí, una pregunta suelta allá y porque a mí parecía no importarme nada, ella consiguió lo que se propuso, saber cómo se hacía todo aquello, cómo era el montaje, cómo se preparaban las "latas calientes". Llegó a comprenderlo todo. Comprendió también que los Estudios Hill habían conseguido algo, que nadie en este dulce mundo de Dios, rehusaría adquirirlo, que dispondríamos de cheques inmensos y que yo era, sin duda, el hombre clave para el tesoro de Aladino. De la forma con que jugó conmigo y cómo me trató, me sentí elevado de estatura hasta una milla sobre el suelo. Yo intenté en cierta forma, aparecer con aire modesto, ¿comprende? Le hablé a ella de Freddy y le dije:</p> <p>»—Palabra de honor, Connie, ese hombrecito es el único que de veras importa, todo el mérito es suyo. Es el único que puede hacer las Imágenes. Yo puedo utilizarlas; pero Freddy tiene que dibujarlas...</p> <p>»Nos encontrábamos solos en un bar tranquilo y las luces estaban semiapagadas. Y Connie me dijo:</p> <p>»—¿Qué piensas hacer con él, Johnny?</p> <p>»—¿Hacer? Pues elevarlo de categoría. Elevarle el sueldo a cincuenta libras a la semana por lo menos. Se merece hasta el último penique.</p> <p>»Ella aplastó el cigarrillo en un cenicero y me miró con sus ojos brillantes.</p> <p>»—¿Qué vas a hacer, Johnny? ¿Te estás volviendo loco?</p> <p>»—¿Qué? Ahora, cariño...</p> <p>»—¿Se lo dijiste? ¿Le hablaste tan alocadamente de dinero en esa forma?</p> <p>»Yo le acaricié los cabellos suavemente y le dije:</p> <p>»—¿Qué perfume es ése tan delicioso que llevas, cielo?</p> <p>»Ella parecía furiosa.</p> <p>»—Escucha, Johnny, respóndeme a la pregunta que te he hecho. ¿Le dijiste a él una cosa así?</p> <p>»—Por supuesto que no, pero qué diablos, tenemos que hacer lo imposible por mantenerlo con nosotros...</p> <p>»—Vaya, con que estás jugando a perder. Si le dieras cien libras por semana sería igual. ¿Qué tendrías que hacer? Salir a la carretera y robar doscientas. Le has puesto un precio, y él sabe ahora que es valioso...</p> <p>»—Bien, pero, ¿qué diablos?</p> <p>»Ella cruzó sus hermosas piernas y me hizo una caricia en la cara. Después, me dijo:</p> <p>»—Súbele una libra a la semana, cariño. Y dale un golpecito en la espalda cada viernes. De esa forma, él <i>sabe</i> que sólo es un operario y nada más...</p> <p>»Me llevó algún tiempo caer en la cuenta de lo que me estaba diciendo, porque estaba bastante bebido y comencé a reír.</p> <p>»—Connie, leoncita, ¿quién tiene el cerebro?</p> <p>»—Yo, Johnny —se apresuró a contestar—. Te diré por qué. Págame a mí cien libras a la semana, haré buen uso de ellas todo el tiempo.</p> <p>»La miré de arriba a abajo durante buen rato, con aquellos ojos pardos que parecían prometerme muchas y bellas cosas.</p> <p>»—Connie, podría hacerlo, ya sabes que yo...</p> <p>»Salimos finalmente del coche donde por cierto no se había preocupado del lugar que ocupaba su falda y me dijo:</p> <p>»—Johnny...</p> <p>»—¿Sí?</p> <p>»Encontró mi mano en la oscuridad. Y me dijo casi soñolienta:</p> <p>»—Vas a ser un gran hombre. Llegarás a lo más alto...</p> <p>»—Podría ser —le repuse.</p> <p>»—Llévame contigo, Johnny. Puedes hacerlo si quieres...</p> <p>»Así lo hice y puedo decirle que fue también algo grande, doctor...</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-align:center; text-indent:0em;">* * *</p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">»Hay un camino que recorrer para llegar hasta la cima, doctor, un camino condenadamente largo. Conseguí que Connie saliera de la oficina principal y la convertí en mi secretaria. Tomé otra chica para que trabajase bajo sus órdenes, y de aquella forma no tenía otra cosa que hacer que arreglarse las uñas. Después tuve que dedicarme a la manufactura de las adaptaciones subliminales, no era suficiente con películas para nuestra diversión, eran precisas para todo el mundo que quisiera comprarlas. Antes de que comenzase la producción, era preciso el prototipo, por lo que fue preciso desmontar el film que había servido de prueba y comenzar las diversas adaptaciones en la media docena de tipos diferentes de proyectores de cine normal y telecine. Cuando estábamos a medias entre todo aquel revoltijo, cuyo aspecto industrial no causó grandes dificultades, las tuvimos con Jeff. Como he dicho antes, no quería saber nada de lo subliminal. J. B. intentó que yo hiciese uno especial para Jeff; pero era muy listo y no picó el anzuelo. En cuanto tuviera algo de subliminal, ya no había nada que hacer. Se produjo un fuerte disgusto. Yo me encontré en medio. Jeff cerró la boca por cerca de una hora, sin pronunciar palabra, hasta que J. B. por fin pudo hacerle hablar. Se pronunció en el sentido de que aquello era una inmoralidad al intentar doblegar la mente de las personas a gusto nuestro e insertarle sutilmente en la mente ideas y sensaciones. J. B. intentó explicarle que estábamos metidos de lleno en aquello, que no podíamos dar paso atrás; pero todo fue igual para Jeff. Era como una mula cuando se le metía una idea en la cabeza. Se lo dije después a Connie. Ya estaba diciéndole a Connie todo lo que sucedía, hasta mis más íntimos planes.</p> <p>»Yo me encontraba demasiado excitado para aguantar tal situación, manteniéndome quieto en una silla, por lo que comencé a pasear la oficina de un lado a otro, mientras hablaba y les dije:</p> <p>»—Creo que lo que le sucede a Jeff es una especie de complejo, como el clásico del capitán que tiene que hundirse con su barco. Quiere que todos cerremos las maletas y nos vayamos a casa, sin que su nombre se mezcle en nada que huela a subliminal. Y Jeff, lo sabemos todos, una vez que se le mete una idea en la cabeza, ya no hay nada que hacer.</p> <p>»Connie se rió de mis palabras, seguramente pensó que tenían mucha gracia. Y dijo:</p> <p>»—Jeff es un hombre encantador, sólo que está poniéndose un poco viejo. Lamento verle fuera de combate, pero tal vez sea ya tiempo.</p> <p>»Entonces le pregunté quién iba a echar a Jeff y cuándo, y ella se limitó a ponerme unos ojos de gata mimosa, queriéndome decir que esperase y viera...</p> <p>»Aquella noche recibí una llamada telefónica de J. B. Parecía estar furioso en el teléfono. Quería que Jeff continuara en su plaza y tenderle una especie de trampa para obligarle a decir que sí. Yo le contesté que estaba perdiendo el tiempo. Me dijo entonces qué es lo que yo pensaba al respecto y le respondí que no lo sabía. Me dijo que quería verme y cuanto antes mejor. Le pedí si podía llevarme a Connie y hacer una fiesta entre amigos y me repuso que al diablo con todo aquello, que fuese solo y pronto. Colgué el teléfono. Nunca le había sentido en aquella actitud y cuando J. B. se ponía así, era mejor no acercarse mucho, y guardarle el aire. Saqué el «Jaguar» y me llegué hasta su casa y una semana más tarde, era socio de los Estudios Hill.</p> <p>»Jeff tomó mal la cosa. Renunció su cargo sobre la marcha. Le dijimos que no perdiera contacto con nosotros, después estrechó la mano de J. B. y fue todo lo que se pudo hacer al respecto. Yo me trasladé a la oficina de Jeff que era diez veces mayor que la mía y tenía una impresionante alfombra. Nunca había tenido una oficina alfombrada como aquélla y fue una lástima que no tuviera tiempo suficiente para admirarla.</p> <p>»Connie empleó casi diez minutos demostrándome cuánto le agradaba aquello y lo encantada que estaba, lo que me puso a mí contento y orgulloso, ya que entre las dificultades y el trabajo con Jeff, había disfrutado poco con ella en las últimas semanas. Bien, ella había deseado que yo llegara a la cumbre y hacia ella me estaba encaminando. Le dije que me permitiera unas horas porque tenía mucho que hacer y mandé buscar a Freddy. El más inmediato problema que se suscitaba era que los muchachos de la televisión viesen las cosas desde su punto de vista. Necesitaba algunas imágenes más.</p> <p>»Conseguimos unas películas con tomas del circo de la ciudad y las mostramos en el prototipo piloto con "latas calientes". No había argumento alguno. Firmaron un contrato para una serie de cincuenta películas para empezar y aquello fue el fin de nuestras preocupaciones económicas. El Estudio estaba en un viejo caserón, aunque se mantenía firme en sus cimientos; pero compramos más terreno para su ampliación, se contrataron las excavadoras gigantes y se comenzó a construir un par de estudios más. J. B. contrató a una docena de argumentistas, a quienes ya conocía bien y comenzamos a programar las inmediatas producciones. Y subí a Freddy otra libra, lo que le convertía en el operario mejor pagado del negocio.</p> <p>»Yo me dediqué al trabajo de rutina. Conseguí un equipo y nos pusimos a construir un nuevo sistema de control; en lugar de insertar impulsos de fracciones de segundo, planeamos el utilizar señales de baja frecuencia sobre el propio paso de la película, y de tal forma podíamos programar cualquier número de disparos en pautas determinadas sobre una fotografía determinada del film. Aquello significaba que nuestro control era mejor, que podíamos jugar con una emoción determinada en el momento preciso, elevarla al máximo en el instante preciso. Todo dependía de la fuerza de la Imagen, doctor, del número de disparos de «flash» por segundo y de la duración de los impulsos. Podíamos controlarlo todo a nuestro gusto. Le digo, doctor, que Little Andy no es nada. No necesitamos el film, doctor, en realidad podríamos hacer que usted se retorciese de dolor mirando a una pantalla vacía. El video es sólo la excusa para lo que le ocurre al espectador...</p> <p>»El mayor dolor de cabeza nos lo dio el conseguir la instalación de las unidades subliminales al fin del transmisor. Eventualmente conseguimos resolverlo. Hicimos un film relativo a lo subliminal, explicando de qué se trataba, cómo actuaba y lo que eran las Imágenes, para poder descubrir su secreto por cada espectador. Así, todos sabían cómo utilizarlo y a los que no les gustó la idea, les llevamos a los estudios y se lo mostramos. Todos los telerines independientes adoptaron las "latas calientes", doctor, cada máquina. Y pueden hacer cualquier cosa que usted quiera. Todavía siguen mostrando a Little Andy, haciendo de nosotros una nación de majaderos. Y eso no es nada, aún no ha comenzado. Se puede desear un cambio de gobierno, doctor, o echar fuera del país a todos los extranjeros o instalar el juego de la pelota a mano como el deporte nacional. ¿Comprende usted cuál es el alcance de esto, doctor? Nosotros podemos hacerlo, todo lo que se necesita es el film y las Imágenes que le digan a usted que es verdad... Por eso he venido a verle, doctor, he ahí por qué yo quiero huir de todo esto; pero creo que ya es tarde y no hay tiempo...</p> <p>»Tras la primera exhibición J. B., se volvió loco. Los periódicos aparecían llenos de noticias de Little Andy; al principio fueron los diarios regionales; pero poco a poco fue extendiéndose como una riada incontenible y los grandes periódicos nacionales lo extendieron más y más hasta ocuparlo todo, como la única noticia. Supongo que la gente de todo el mundo habrá comenzado a pensar qué diablos nos habrá picado. Para cuando la segunda película se proyectó, yo había nombrado a Connie como director de los diálogos y su imagen apareció en primera plana en todas las revistas y periódicos del país. Supongo que tendría que haberme preocupado más del asunto; pero no había tiempo, los estudios eran una casa de locos el día entero, con los operarios derribando muros, agrandando las instalaciones, y utilizando cualquier rincón disponible para filmar nuevas producciones. Una mañana intenté entrar en mi propia oficina y no pude conseguirlo por la maraña de cables que lo impedía. Y alguien había colocado un martillo neumático por allí cerca, algo como para perder la cabeza. Cogí a Connie del brazo y me marché, encontramos un bar tranquilo y comenzamos a charlar. Ella me dijo que J. B. había concebido una nueva idea que le parecía muy buena para una nueva serie y que quería comenzar el trabajo sobre la marcha e inmediatamente.</p> <p>»Aquello me trastornó. Yo era la clase de individuo que debía haberlo dicho, no Connie. Entonces, le dije:</p> <p>»—¡Al diablo con todo eso! J. B. no puede comenzar nada. No disponemos, ni de espacio ni de tiempo, ni tenemos el personal necesario. Nos serán precisos todos los platós que tenemos y los que se están construyendo, todo para Little Andy, no podemos ahora comenzar con otra cosa nueva.</p> <p>»Ella se miró las uñas con coquetería.</p> <p>»—De hecho, Johnny —me dijo—, hemos conseguido más espacio. Hace una semana que adquirimos los Estudios Orbite. Los terrenos, las instalaciones, todo en conjunto.</p> <p>»Yo no podía esperar para volver a los Estudios Hill. Nos las arreglamos para detener a los muchachos de la construcción, lo suficiente para poder hablar. J. B. intentó calmarme. Sí, era cierto que nos expandíamos a ritmo creciente, que no me lo había dicho, ya que consideraba que ya tenía yo bastantes preocupaciones en la parte técnica... Cada hombre para su puesto de trabajo, aquello era lo que J. B. quería explicarme. Me dijo que no había que preocuparse, habría bastantes beneficios para todos. Me dijo que cuando pasara un año, tendríamos films con "latas calientes" en todos los telecines del país y en dos años, los habría en el mundo entero. Al diablo con todo aquello, pensé yo. Y le dije:</p> <p>»—Mira, J. B., consideremos esto despacio. Lo descubrirán, sabrán lo que estamos haciendo y nos colgarán en un árbol en medio de la calle... Sigamos haciendo películas. Yo soy un director de cine, sigamos con lo nuestro. Yo no quiero ser el dueño de todo el planeta. —Pero no pude convencerle ni que la idea se le metiera en la cabeza. Me dio unas palmaditas en la espalda y me dijo que no me preocupase, que él se ocuparía de todo.</p> <p>»Lo intenté después con Connie; pero ella respondió fría como un témpano de hielo.</p> <p>»—Está bien, Johnny. Haz lo que quieras. Yo seguiré mi propio camino. A mí no me importa.</p> <p>»Aquello me hirió profundamente, doctor, pues ya sabe usted, ella era una gran chica y la tenía metida en los huesos. No podía imaginarme que así ocurriera; pero había ocurrido en contra de mi propia voluntad. De alguna forma, yo lo había hecho todo por Connie; pero a ella no le importó un comino hacer de todo ello la cosa más vacía del mundo. Le dije que nos iríamos a cualquier lugar, a donde ella quisiera y gozar de la vida y de nuestro amor y que no tendríamos que trabajar más. Ella no me respondió directamente, sino que se encogió de hombros y me dijo que ya vería. Yo no me había tomado una copa en meses, pero aquella noche me dediqué a trasvasar cerveza como un elefante. Me parecía encontrarme extraviado y perdido, de alguna forma todo aquello me parecía monstruoso y demasiado grande para soportarlo.</p> <p>»A la mañana siguiente recibí una llamada telefónica de un individuo, un periodista. Era ya algo tarde, sobre las diez y media; pero aún estaba afeitándome. Acudí al teléfono. Una voz al otro extremo me saludó. Yo le contesté:</p> <p>»—Hola, Eddie, ¿qué es lo que ocurre?</p> <p>»Mi interlocutor no perdió el tiempo en mostrarse incivil.</p> <p>»—Vosotros, puñado de bastardos, habéis descubierto algo para volver loca a la gente por todo el país... Y tú, Johnny..., ¿qué tienes que ver en todo esto?</p> <p>»—¿Qué es lo que pasa, Eddie? ¿Es que no te gusta Little Andy?</p> <p>»El teléfono produjo un ruido especial.</p> <p>»—Yo no veo Little Andy. Llevo gafas ahumadas desde hace un mes. ¿Qué es lo que estás haciendo, Johnny, qué diablos está pasando?</p> <p>»—Bueno, chico, ya sabes, sólo haciendo pelícu...</p> <p>»—J. B. estuvo aquí ayer —me interrumpió Eddie—. Posó para nosotros. Si lo ignoras, mejor será que te enteres. Dice que ha vendido unas nuevas series, calculo que cree que Little Andy ya sólo está bien para echárselo de comer a las gallinas. Y yo sé que no ha vendido nada, Johnny, quiere que hagamos circular su historia, pero por todos los diablos, nosotros no podemos hacer una cosa así...</p> <p>»Yo acabé de afeitarme tan pronto como pude y salí disparado para el Estudio. Todas aquellas buenas palabras habían estado dándome vueltas en la cabeza todo el tiempo. Aparqué el «Jaguar» y eché a correr hacia la oficina. Trate de evitar el pensar en nada, suponiendo casi que J. B. quería recomenzar la tercera guerra mundial. Suponiendo que lo hubiera divulgado en la prensa, y que a los rusos no les gustara Little Andy. Piense en ello, doctor...</p> <p>»—¿Qué diablos has hecho, J. B.? —le dije—. Has perdido la cabeza. Esa locura que te ha salido de la cabeza, de dar a la publicidad la proyección de unas nuevas series... no puedes hacer eso.</p> <p>»J. B. estaba sentado en su despacho. Me miró de arriba a abajo.</p> <p>»—Johnny —me dijo—. Ya está hecho.</p> <p>»Comencé a soltar juramentos a diestra y siniestra. Yo era la persona importante en aquella firma y era quien lo había hecho todo.</p> <p>»—No puedes hacer eso, J. B., contamos tú y yo y no me has consultado para nada...</p> <p>»Yo no había visto a Connie. Estaba detrás de mí. Se adelantó como una gata y me soltó en plena cara:</p> <p>»—Podemos hacerlo, Johnny. Lo siento.</p> <p>»Entonces comprendí todo. Y comprendí también que no podría luchar contra los dos juntos. Ni siquiera contra Connie. Pensé en todo el tiempo que había estado jugando conmigo como el ratón y el gato, mientras me aborrecía hasta las entrañas. Me limité a decir:</p> <p>»—Vaya, es grande lo que habéis hecho. Muy grande. ¿La nueva señora March, supongo? Bien, supongo que no os molestará que lo diga...</p> <p>»—Tienes que comprender, Johnny —repuso ella—. Son una de esas cosas que pasan...</p> <p>»—Sí, claro, una cosa que pasa en la vida... —Y puse mi cara a seis pulgadas de las de ellos—. El verdadero amor, siempre encuentra el antiguo camino... ¿Qué es lo que te ocurre, Connie, no puedes resistir el olor de su aliento?</p> <p>»Sentí el bofetón que se me venía encima y me tambaleé como un borracho. No pude evitarlo protegiéndome con la mano. Durante una fracción de segundo me sentí bien; pero después me pareció que el techo se me venía encima. J. B. era un tipo duro... Volvió a golpearme donde duele más y me sentí de rodillas sobre la alfombra como si me hubiera tragado una bola de algo rojo y caliente y que se me atragantase en la garganta. Cuando pude ver de nuevo, J. B. estaba de pie llamando a la policía.</p> <p>»Ella le arrebató el receptor y lo dejó caer en la horquilla.</p> <p>»—Olvídalo, J. B. Está acabado.</p> <p>»Me ayudó él a ponerme en pie. Todavía aparecía como un loco furioso.</p> <p>»—Echa a este bastardo fuera de aquí.</p> <p>»—No —dijo ella—. Déjale. Que se vaya. No tiene importancia. Puedes dejarle que siga dando vueltas por ahí. Puedes quedarte, Johnny..., ¿no es divertido?</p> <p>»Tuve que apoyarme en el filo de la mesa, porque no podía ni tenerme en pie. No respondí una palabra. Ella continuó:</p> <p>»—Vamos, Johnny, quiero que te quedes, eres un tipo útil. Sólo una condición, tienes que quedarte en tu oficina; pero no te pierdas de vista; podríamos echarte de menos si te fueses...</p> <p>»Intenté decir algo. Estaba tan enloquecido que no me salían las palabras de la boca, era como si tuviera un fieltro en la garganta.</p> <p>»Finalmente, pude decirle:</p> <p>»—¿Algo más, señorita Connie?</p> <p>»Ella me hizo un guiño. Para eso solía utilizar una comisura de su boca tan bien dibujada. Sus cabellos se habían desatado en parte de los clips y le caían sobre las mejillas. Recogió el bolso que tenía sobre la mesa, lo abrió y sacó dos monedas.</p> <p>»—Johnny, ve a buscarme un paquete de cigarrillos, creo que no tengo tabaco.</p> <p>»Y así es como salí de aquella oficina. Lo hice, porque J. B. estaba disponiendo para ellos un nuevo local, donde habría una salita de proyecciones y en donde pudieran contemplar el pase de las películas sin que ella tuviera que molestarse en cambiar de lugar. Aquello cortaba mi oficina en dos, reduciéndola a mitad de espacio. Me fui escaleras abajo. Por lo que respectaba al negocio, yo seguía todavía siendo un socio y no iba a marcharme. Sabía que eso era lo que querían los dos, en parecida forma nos desprendimos de Jeff. Pero yo no iría a hacer lo mismo.</p> <p>»Nadie se acercó a mí, porque todo el mundo sabía cómo iban las cosas en los Estudios Hill. Me hice con un par de botellas de «whisky» escocés y creo que estuve ausente como diez días. Podía mirar por las ventanas, ver cómo funcionaban los escenarios y contemplar la furiosa actividad de los estudios, oyendo las moviolas haciéndose oír por todo el edificio y sentir cómo aquel condenado lugar rugía de actividad como un hormiguero enloquecido, pero al que yo no pertenecía ya más. Todo el mundo estaba embarcado en el mismo barco, excepto yo, a mí se me había dado la patada. Sentí cómo los mecánicos instalaron los aparatos necesarios para Connie. J. B. dispuso la instalación de un par de nuevas «Kalis», porque dijo que le gustaba el color como acabado. Se hallaban precisamente sobre mi cabeza y cuando pasaban alguna película, las paredes temblaban. Freddy había preparado trabajo para diez películas y las pasaron tres, cuatro, tal vez una docena de veces al día. Y yo me sentaba y me empapaba de «whisky», escuchando el zumbido de los proyectores y pensaba en Connie y en cuanto me había hecho...</p> <p>»Me sentí muy mal durante un cierto tiempo, después dejó de importarme todo y mandarlo todo al infierno, sintiéndome que enloquecía de verdad. Dejé de preocuparme de que Little Andy pudiese volver loco al mundo entero. Sólo podía pensar en Connie. Nada pudo haberme destrozado de tal manera y haberme arrojado de su lado, doctor; nadie...</p> <p>»Me llevó muchos días el reflexionar sobre todo aquello. Si no hubiera tenido algún control sobre mi cerebro, creo que habría cortado por lo sano sobre la marcha, en cualquier momento...</p> <p>»Disponía de bastante dinero para cubrir lo que iba a hacer. Después, esperé. A las cinco treinta de aquella noche, oí que el estudio cesaba en su trabajo y la gente se marchaba a su casa. Esperé unos minutos, después busqué el «Jaguar» y lo lancé a la carretera. Había una parada de autobús a cien yardas de distancia de la entrada principal de los Estudios Hill. Freddy estaba esperando. Estaba lloviendo y el pobre parecía una rata allí de pie, con el cuello del abrigo levantado mientras que el agua le chorreaba por los cabellos. Di un frenazo y abrí la puerta del coche.</p> <p>»—Vamos, Freddy —le dije— ven conmigo.</p> <p>»Por unos momentos, pensé que iba a marcharse corriendo a algún sitio; pero no había a dónde ir. Se subió en el coche.</p> <p>»—Es usted muy amable, Mr. Harper. Muchísimas gracias.</p> <p>»Llegué a donde vivía diez minutos más tarde. Vivía en una cochambrosa buhardilla al otro lado de la ciudad. Salí del coche. Había encendido una lámpara en la calle y frente a nosotros la fachada mojada de las casas. Freddy fue a marcharse, pero yo le sujete por el abrigo.</p> <p>»—Un momento, Freddy, quería hablar contigo.</p> <p>»Se quedó plantado mirándome.</p> <p>»—Sí, Mr. Harper, pensé que lo haría. —La lluvia seguía cayendo sin misericordia sobre la acera. Al final, me dijo—: Es mejor que pase, Mr. Harper.</p> <p>»Abrió la puerta con una llave vieja. La entrada estaba a oscuras y olía a suciedad y a agrio. Subimos y alguien, desde arriba, gritó:</p> <p>»—Freddy..., ¿eres tú? ¿Quién ha venido contigo, Freddy?</p> <p>»Encendió una luz.</p> <p>»—Está impedida en la cama, Mr. Harper. No podernos soportarlo más. Y contestó—: Está bien, madre, es sólo Mr. Harper, del estudio. No se quedará mucho tiempo. —Y abrió la puerta—. Por aquí, Mr. Harper, no está esto muy caliente que digamos; pero encenderé un poco de fuego.</p> <p>»—Al diablo con el fuego, Freddy, eso importa poco ahora.</p> <p>»Le seguí a la habitación. Había una mesa vieja y unas sillas de alto respaldo a su alrededor. En las paredes, lucían unos antiguos papeles llenos de flores de una época muy antigua. Freddy se volvió para encararse conmigo.</p> <p>»—No puede quedarse mucho tiempo, Mr. Harper, lo siento, ella no podría soportarlo.</p> <p>»Encendí un cigarrillo.</p> <p>»—Esto no llevará tiempo, Freddy. Yo te alenté y te protegí, ¿recuerdas?</p> <p>»—Sí, Mr. Harper, sí, lo recuerdo bien...</p> <p>»—Bien, pues, ya sabes lo que dicen. Quiero que me hagas una imagen.</p> <p>»—¿Eh?</p> <p>»—Sí, Freddy, una imagen de una clase especial. Como un hechizo amoroso. Simple. Una imagen para el amor y tú puedes hacerlo, ¿no es cierto, Freddy?</p> <p>»El pobre Freddy pareció querer tragar saliva.</p> <p>»—Señor..., ¿para qué la quiere? ¿Y para quién?</p> <p>»Yo solté la carcajada.</p> <p>»—Para los mecánicos de la nueva «suite», Freddy, para las nuevas «Kalis».</p> <p>»Pareció que le hubiese picado un escorpión.</p> <p>»—No podría hacer eso, señor... ni por mil libras que me dieran...</p> <p>»Le agarré fuertemente, doctor y le empujé contra la pared, ya le he contado qué clase de hombrecito es Freddy...</p> <p>»—No juegues conmigo, hombrecito, nada de trucos.</p> <p>»Me metí las manos en los bolsillos y saqué un puñado de billetes que le pasé debajo de la nariz.</p> <p>»—Sí, Freddy, aquí tienes mil libras, sin que nadie te haga preguntas y sin impuestos. Puedes marcharte a donde quieras, a algún lugar donde te encuentres bien, lejos de aquí. Lo harás, hombrecito. —Y le golpeé contra la pared, haciendo que le entrechocaran los dientes—. Sí, Freddy, quiero una Imagen como un hechizo amoroso. Sólo con destino a Connie, la leona. Vamos, Freddy, puedo romperte el cuello si te niegas...</p> <p>»Sobre su rostro enflaquecido apareció una expresión de temor. Y me dijo:</p> <p>—Sí, Mr. Harper, sí, señor; déjeme ahora, no puedo respirar...</p> <p>»Me eché hacia atrás. Se puede comprar a cualquiera en cualquier momento, doctor, sólo es preciso estar seguro de que se paga el mejor precio. Tiré el fajo de billetes sobre la mesa.</p> <p>»—Llévame eso mañana, Freddy y te querré como a un hijo. No me falles. —Y me marché, dejándole con los ojos hechizados sobre aquel puñado de billetes que representaban una fortuna para el pobre Freddy.</p> <p>»Al día siguiente, me llevó el dibujo de la Imagen y lo miré por bastante tiempo, hasta estar seguro de que era la cosa real que necesitaba. No podía hacer nada al respecto hasta que llegase la noche. Cuando el estudio estuvo vacío, puse en marcha una cámara y filmé la Imagen. Revelé el negativo y estampé bastantes fotos de ella para ambos mecanismos. Entonces subí a la suite y los enlacé en las máquinas Kali. Dispuse lo necesario para la máxima saturación. A partir de entonces, doctor, todo lo que ella viera, estaría provisto de «latas calientes»...</p> <p>»Me senté en mi oficina al día siguiente y me reía cada vez que los mecánicos ponían en marcha los proyectores arriba. Sabía que cada vez que pasaran las Imágenes cruzadas en las películas, estaban produciendo un impacto en el cerebro de Connie, en forma de disparos hipnóticos.</p> <p>»No se hizo esperar mucho. Me la encontré en el corredor y sus ojos me miraron de una forma que no había lugar a dudas, le devolví la mirada y supe lo sucedido...</p> <p>»Me la llevé a casa aquella noche. Llegamos a mi piso precisamente en el momento en que pasaba en la televisión la serie de Little Andy y cuando medio mundo en el país estaría alrededor de sus televisores esperando impacientemente. Se quitó el abrigo y vi que estaba temblando. Tenía los ojos espantados como un animal y las lágrimas le corrían por las mejillas; pero sus manos no podían detenerse en el movimiento de quitarse la falda.</p> <p>»—Bastardo... —me dijo una y otra vez.</p> <p>»Doctor, aquello fue algo grandioso. La pequeña leona tenía un punto flaco y Johnny Harper, era el único individuo en este mundo que podía entender de qué se trataba. Me senté en la cama, después me acosté y comencé a reír hasta reventar.</p> <p>»Después hice que se arrastrara...</p> <p>»Dios, qué bastarda. Freddy lo había conseguido desde el principio. Doctor, ¿qué ocurre? Yo pensé que era usted listo. Freddy no había conseguido nada. Pasaba sus noches en casa, entre aquellos muebles viejos, sentado y con los ojos puestos en el fuego de la chimenea. Cuidar de su pobre madre, limpiarla y alimentarla... Estaba acabado, doctor, era de esa clase de hombrecitos insignificantes que resultan inútiles para todo el mundo. Para Freddy no habría nunca chicas estupendas. Ni que pensar en Connie, eso jamás. Hasta que hice el primer movimiento. Las imágenes no tenían efecto sobre él, no había forma de que pudiera apoderarse de ella; Ella se alejaría de mí, él era el único que podría arreglarlo. Sabía que llegaría hasta él y que tendría que pagar mucho. <i>Pero ella no sería pagada con dinero en efectivo...</i></p> <p>»¿Qué? ¿Que cómo podría liberarse? Despierte, doctor, tendré que descifrárselo a usted. Ella no podía sacarse la Imagen de la cabeza, una vez los rollos se habían insertado en su mente, y estaría ligada a mí hasta que pagara la cuenta que me debía. Así fue cómo consiguió que Freddy lo arreglara, él hizo de mí una Imagen también. <i>Mi Imagen era la muerte...</i></p> <p>»Yo... yo sólo lo vi una vez. Arriba, en el teatro principal de proyecciones, vi una pasada esta mañana, y la película estaba endemoniada con las «latas calientes». Lo supe de algún modo desde el mismo momento de la proyección e intenté mirar a otro lado de la pantalla; pero no fui lo suficientemente rápido para hacerlo. Fue precisa una sola vez, tenía que ser una obra maestra. Espero que lo fuera, doctor, fue un trabajo amoroso...</p> <p>»Doctor, yo soy ahora el que está hechizado, y sé lo que es esto... No sabía lo que iba a hacer hasta que compré una navaja de afeitar. Intento apartar las manos de ella, doctor; estoy aterrado, no quiero continuar por este camino. Sí, mejor será que vaya a ese teléfono y diga a los muchachos del uniforme blanco que vengan en mi busca... Pero, doctor, no me eche de aquí, si lo hace no despertaré más a la vida, mi cuerpo está ya programado... vamos, hombre, dése prisa, por amor de Dios...</p> <p>»La navaja de afeitar. No puedo... dejarla. No intente quitármela, doctor, podría degollarle a usted mismo, no lo intente ni se acerque. Doctor, no vea a Little Andy. Encuentre a Freddy Keeler y rómpale el cuello en mi nombre...</p> <p>»Es... como un imán en mi muñeca, tirando de ella. Así es ese hechizo terrible, es como si la llevara en la muñeca pegada a sus huesos. Puedo raspar y arañar con ella, tengo que hacerlo, sí, rascar, herir, pelarme los huesos...</p> <p>»No, doctor, no pierda la cabeza, le dije a usted...</p> <p><i>»No lo haga...</i> Dios mío...</p> <p>»Dios... doctor, lo siento, no quise hacerlo... no quise pegarle ni herirle así, no pude evitarlo... Doctor, mire... yo lo he hecho, tenía que hacerlo. Fue fácil, yendo a través de los tendones, era como cortar unas pajas... y ahora el hechizo se escapa de mi cuerpo y es mejor así...</p> <p>»Creo que he manchado la alfombra, doctor, y lo siento... Dios, doctor, escuche, puede usted escuchar el silbido de la sangre... yo... pensé algo sobre el particular, de cómo podría ser... pero no lo pensé bien...</p> <p>»Doctor, estoy aterrado... necesito a Connie... Inténtelo y escuche, tiene usted que buscarla y cuidarse de ella. Ella no sabía qué era lo que iba a hacer, y él... lo hará otra vez, le dará a ella otra cosa y la destruirá, doctor, ella ya no podrá andar tan airosa nunca más. Es el tiempo más peligroso que existe en el mundo; ahora ve qué es capaz de poder hacer...</p> <p>»Es curioso y divertido. Como la sangre que se me escapa por el brazo. Es algo cierto, doctor y son cosas que tienen que ocurrir...</p> <p>»No me siento muy bien... No puedo ver... me duele el hombro mucho... y creo que será mejor... sentarme...</p> <p>»En cierta forma quisiera llorar, pero mejor será que cuente algún chiste... Pero todo se vuelve oscuro... Doctor, ahí es a donde no quisiera ir...</p> <p>»Connie, querida, por favor, yo... nunca...</p> <p>»nunca... pensé en serio...</p> <p>»ni... quise hacerlo...</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>BERNIE EL FAUSTO - William Tenn</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">B</style>ERNIE el Fausto, así es cómo me llama Ricardo. Yo no sé quién soy.</p> <p>Aquí estoy, sentado en mi pequeña oficina de nueve pies por seis, leyendo noticias acerca de las subastas de suministros excedentes del Gobierno. Estoy intentando decidir dónde es posible echarle el guante a algún dólar, pero todo lo que consigo son dolores de cabeza.</p> <p>Se abre la puerta de mi oficina. Y un tipo pequeño, sucio, desgarbado que viste una camisa Palm Beach también sucia, entra en ella, tose un poco y me dice:</p> <p>—¿Estaría usted interesado en comprar veinte por uno?</p> <p>Así, de golpe y porrazo. Quiero decir, eso es todo, lo que me soltó, sin preámbulo alguno. Le miro con atención y le digo:</p> <p><i>—¡¡Quéee!!</i></p> <p>El tipo arrastra un poco los pies, vuelve a toser otro poco y farfulla:</p> <p>—Sí, un billete de veinte dólares por uno de cinco.</p> <p>Le hice bajar los ojos y que se mirara fijamente los zapatos. Estaban estropeados, sucios y desharrapados como el resto de su indumentaria. De tanto en tanto, su hombro izquierdo se movía de una forma rara, como en una especie de tic nervioso.</p> <p>—Yo le doy veinte —dijo, como si explicara aquello a sus zapatos— y yo le compro con él un billete de cinco. Yo me quedo con el de cinco y usted con el de veinte.</p> <p>—¿Cómo se las ha arreglado usted para entrar en el edificio?</p> <p>—Pues sencillamente, entrando —dijo el hombrecito un poco confuso.</p> <p>—Usted entró, sencillamente —repetí yo con cierta ironía en la voz, remedándole—. Ahora, todo lo que tiene que hacer es dar media vuelta y marcharse por donde ha venido y largarse al propio infierno. En la puerta hay un letrero que dice: «PROHIBIDO EL PASO A LOS MENDIGOS».</p> <p>—No estoy mendigando nada —respondió con cierta firmeza, metiéndose las manos en los bolsillos de su chaqueta—. Yo quiero venderle algo. Un billete de veinte dólares por uno de cinco. Yo le doy...</p> <p>—¿Quiere usted que llame a un policía?</p> <p>Dio entonces la impresión de sentirse muy asustado.</p> <p>—No. ¿Por qué tendría usted que llamar a la policía? ¡No he cometido ninguna mala acción para que tenga usted que hacer eso!</p> <p>—Llamaré a un policía de aquí a un segundo. Estoy avisándole bien claramente, amigo. Llamaré al vestíbulo y mandarán al policía de servicio. No quieren mendigos en este edificio. Éste es un edificio destinado sólo a negocios.</p> <p>Se restregó las manos por la cara, arrancándose de paso alguna suciedad.</p> <p>—¿No hay trato, entonces? ¿Un billete de veinte dólares por uno de cinco? Usted compra y vende cosas. ¿Qué hay de malo en mi proposición?</p> <p>Yo levanté el teléfono.</p> <p>—Está bien —dijo él, levantando las manos en un gesto de impaciencia. Me iré.</p> <p>—Es mejor que lo haga así. Ah, y cierre la puerta tras usted cuando se marche.</p> <p>—En el caso de que cambie de opinión —dijo, rebuscándose y sacando una tarjeta del bolsillo—, aquí tiene las señas en donde puede tomar contacto conmigo. Casi durante todo el día.</p> <p>—Bah —le dije, despectivamente.</p> <p>Se adelantó unos pasos, dejó la tarjeta encima de mi despacho sobre los periódicos y catálogos, tosió un par de veces, me miró como para ver si iba a morderle. En vista de que no era tal mi intención, se marchó.</p> <p>Recogí la tarjeta entre las yemas de los dedos, con cierta repugnancia y comencé a dejarla caer en el cesto de los papeles. Pero algo me detuvo. Una tarjeta. Aquello era tan fuera de lo corriente... Un desgraciado como aquél con tarjetas de visita... Sí, era una tarjeta de visita.</p> <p>Comprendí entonces que no me había portado muy bien con aquel individuo, fuese quien fuese y que no le había permitido explicarse mejor. Después de todo, ¿qué otra cosa hacía sino ofrecerme algo de lo que yo quería? Mi negocio era comprar saldos y artículos depreciados y de intentar ganar con ellos un dólar. Yo compro y vendo; aunque la mitad de mis artículos son buenas ideas. Tendré que utilizar las ideas, aunque procedan de un vagabundo.</p> <p>La tarjeta aparecía limpia y blanquísima, excepto en el lugar en que había puesto sus sucios dedos. Impreso en el centro y orlado con una cierta filigrana de caligrafía, aparecía el nombre de <i>Mr. Ogo Eksar</i>. Bajo el nombre, figuraba el número del teléfono de un hotel de la zona de Times Square, no lejos de mi oficina. Yo conocía aquel hotel; no era caro, aunque tampoco ninguna cosa despreciable, algo así como una cosa de término medio.</p> <p>En una esquina aparecía el número de su habitación. Me quedé mirándolo fijamente y sentí que todo aquello comenzaba a resultar realmente divertido. En realidad no lo sabía. Sin embargo, seguí pensando, ¿cómo es que daban acceso en aquel hotel a un tipo astroso semejante? «Vamos, no seas un «snob», Bernie», me dije a mí mismo.</p> <p>Veinte por cinco. ¿Qué clase de turbios manejos o de chifladura podría esconderse tras aquello? ¡Era algo que no podía quitarme de la cabeza! Sólo había una cosa que hacer. Preguntar a alguien al respecto. ¿Ricardo? Un profesor de un importante colegio, después de todo. Uno de mis mejores contactos.</p> <p>Ricardo me había ayudado en varias ocasiones a conseguir partidas de excedentes del Gobierno y últimamente me había hecho ganar sin trabajo apenas, quinientos dólares en el derribo de un edificio para un nuevo Instituto, procedente de las Naciones Unidas. Y cada vez que tenía necesidad de hacerle alguna consulta sobre cosas que ignoraba, lo tenía a mi disposición. Yo solía darle alguna comisión por su ayuda, naturalmente.</p> <p>Miré mi reloj. Ricardo tendría que estar en su oficina en aquel momento, envuelto entre sus papeles o lo que tuviera que hacer allí. Marqué su número en el teléfono.</p> <p>—¿Ogo Eskar? —repitió tras haberme oído—. Eso suena como si fuese un finlandés. O tal vez un estoniano. Yo diría, de todos modos, que es del Báltico oriental.</p> <p>—Bueno, olvida eso —le dije—. Lo que importa ahora es esto.</p> <p>Y le conté el ofrecimiento que me había hecho de darme veinte dólares a cambio de cinco.</p> <p>Ricardo se echó a reír al otro extremo del aparato.</p> <p>—¡Vaya, otra vez eso!</p> <p>—¿Es algún viejo truco que los griegos hicieran ya con los egipcios?</p> <p>—No. Es algo que ya ha ocurrido en América. Y no es ningún juego de tontos. Durante la Depresión, un periódico de Nueva York envió un reportero por la ciudad con un billete de veinte dólares ofreciéndolo a la venta por sólo un dólar. No hubo quien se quedara con él. La cuestión curiosa es que incluso la gente que moría de hambre, o los más pillos de la ciudad rehusaron un beneficio tan fácil del mil novecientos por ciento.</p> <p>—¿Veinte por uno? Esta vez ha sido veinte por cinco.</p> <p>—Bueno, Bernie, ya sabes, es la inflación —dijo, riéndose de nuevo—. Y en los días que vivimos puede constituir un espectáculo propio de la televisión.</p> <p>—¿La televisión? ¡Tenías que haber visto de la forma en que se ha presentado vestido ese individuo!</p> <p>—Puede que sólo sea un extra, como un lógico agente para hacer que la gente rehúse tomar la oferta en serio. Los investigadores de la Universidad suelen operar muchas veces de esa forma. Hace unos cuantos años, un grupo de sociólogos comenzaron a efectuar una investigación de las reacciones del público por las calles en cuestiones de caridad. Ya sabes, gentes que llevan una gran caja y que se sitúan en las esquinas con una pancarta que dice: «¡AYUDEN A LOS NIÑOS CON DOS CABEZAS! ¡ALIVIE EL HAMBRE DE LOS HABITANTES DE LA ATLÁNTIDA!» Bien, vistieron de forma estrafalaria a algunos estudiantes...</p> <p>—Entonces, ¿crees tú que ese individuo se comporta en forma parecida?</p> <p>—Creo que hay una gran posibilidad de que haya sido así. Sin embargo, no acabo de ver por qué ese tipo te dejó su tarjeta.</p> <p>—Bueno, eso me parece que lo estoy averiguando ahora. Si se trata de un enlace enmascarado de la T.V., tiene que haber muchas otras cosas que estén relacionadas con lo mismo. Es posible que ofrezcan coches, refrigeradores, un castillo en Escocia y toda clase de botín.</p> <p>—¿Crees que se trata de eso? Bueno... puede que sí.</p> <p>Colgué el receptor, respiré hondo y llamé al hotel de Eksar. En efecto, estaba registrado allí correctamente con tal nombre. Y acababa de llegar en aquel momento.</p> <p>Bajé las escaleras rápidamente y tomé un taxi. ¿Quién sabía la serie de conexiones que iría a hacer con tal motivo?</p> <p>Mientras subía en el ascensor, seguí preguntándome lo que debería hacer. ¿Cómo iba a hablarle de la cuestión de los veinte dólares por cinco, la broma seguramente montada por la televisión, sin dar a conocer a Eksar que lo sabía todo? Bien, a lo mejor tenía suerte. Quizá me proporcionara una oportunidad para cualquier otro negocio.</p> <p>Llamé a la puerta. Cuando me dijo que entrara, entré. Pero por un par de segundos no vi nada.</p> <p>Era una pequeña habitación, como todas las habitaciones de aquel hotel, pequeñas, malolientes y algo sucias. Pero no había encendida ninguna luz eléctrica y la persiana estaba totalmente echada hasta abajo.</p> <p>Cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, estuve en condiciones de saber algo de aquel personaje que se llamaba Ogo Eksar. Estaba sentado en la cama, en la parte más próxima a mí. Todavía llevaba puesta aquella estrafalaria y sucia camisa Palm Beach. ¿Y saben ustedes otra cosa? Pues se hallaba viendo un programa de televisión en un curioso aparato portátil que tenía puesto sobre la mesita frente a la cama. Televisión en colores. Sólo que no funcionaba correctamente. No se veían rostros ni fotografías, ni imágenes, sólo una serie de colores mezclados. Una gran burbuja de rojo, otra de naranja con un borde dentado de azul, verde y negro. Una voz hablaba algo; pero aquellas palabras me dejaron confuso, no tenían para mí el menor significado:</p> <p><i>—Wah-wahp, de-wah... de-wah...</i></p> <p>En el momento de aproximarse, cerró el aparato.</p> <p>—Times Square es mala zona para ver la televisión —le dije—. Hay demasiadas interferencias.</p> <p><i>—Sí</i> —me repuso—. Demasiadas interferencias.</p> <p>Colocó el aparato de forma que yo no apreciase bien su forma. Me entraron deseos de haber comprobado cómo era cuando funcionase bien. Una cosa divertida... Yo había esperado oler a licores en aquella pequeña habitación, o ver algún par de botellas vacías tiradas por el suelo; pero no había ni la menor traza de ello.</p> <p>El único olor que se apreciaba, era el característico del propio Eksar, concentrado.</p> <p>—Hola —dije, sintiéndome un tanto incómodo al recordar la forma en que le había recibido en mi oficina. La verdad es que me había comportado rudamente. Eksar permaneció en la cama.</p> <p>—Tengo los veinte dólares —me dijo—. ¿Tiene usted esos cinco?</p> <p>—Ah, sí, supongo que sí —dije, mirando en mi billetera y tratando de aparecer divertido. Eksar no dijo una palabra, ni incluso me invitó a que me sentara. Yo saqué el billete—. ¿Está bien?</p> <p>Se adelantó con el cuerpo un poco y me miró fijamente, como si pudiese ver —en aquella oscuridad— qué clase de billete le estaba ofreciendo.</p> <p>—De acuerdo —dijo—. Pero quiero un recibo. Un recibo legalizado.</p> <p>Bueno, qué diablos, ¿por qué negárselo? Si lo deseaba así no había por qué negarle el recibo legalizado.</p> <p>—Bueno, tendremos que salir a la calle. Hay un farmacéutico en la calle 45.</p> <p>—Vamos —dijo, poniéndose en pie y tosiendo ligeramente cuatro veces rítmicamente, una vez tras otra.</p> <p>De camino a la farmacia, me detuve en una librería y compré un taco de recibos en blanco. Yo los había utilizado más de una vez. Allí mismo, lo rellené. New York, N. Y., y la fecha. <i>He recibido del señor Ogo Eksar la suma de veinte dólares por un billete de cinco dólares que ostenta la serie... y el número...</i></p> <p>—¿Le parece bien así? —le pregunté—. Estoy poniendo la serie y el número para darle un carácter completamente legal a la transacción, ya sabe usted, en caso preciso, es la Ley...</p> <p>Ladeó la cabeza y leyó el recibo. Después comprobó la serie y el número del billete que le estaba mostrando. Entonces hizo un signo de aprobación.</p> <p>Tuvimos que esperar a que el farmacéutico terminase de despachar a un par de clientes. Cuando firmé el recibo, lo leyó por sí, se encogió de hombros y estampó el sello de su establecimiento como un notario que da fe. Eksar me entregó un billete completamente nuevo de veinte dólares. El farmacéutico lo miró al trasluz, después por un lado y finalmente por otro hasta convencerse de su legitimidad.</p> <p>—¿Es bueno? —preguntó.</p> <p>—Sí, desde luego. Ya comprenderá usted, no le conozco, ni conozco su dinero.</p> <p>—Claro, es natural. Yo lo habría hecho igual con cualquier extraño.</p> <p>Eksar se puso el recibo junto con mi billete de cinco dólares en el bolsillo y comenzó a marcharse del establecimiento.</p> <p>—¡Eh! —le dije—. ¿A qué tanta prisa?</p> <p>—No —respondió—. No tengo ninguna prisa. Pero usted ya tiene sus veinte dólares que ha conseguido por un billete de cinco. Hicimos ese trato. El negocio ha terminado.</p> <p>—De acuerdo, así hicimos el trato. ¿Qué tal si nos tomáramos una taza de café?</p> <p>Eksar pareció vacilar.</p> <p>—Le invito yo —le dije—. Es cosa de poco dinero. Vamos, vayamos a tomarnos un buen café, entonces.</p> <p>Eksar pareció preocupado.</p> <p>—¿No querrá volverse atrás ahora, verdad? Tengo el recibo del trato que hemos hecho y que está legalizado. Yo le di a usted veinte dólares y usted me dio cinco. Así se hizo el trato.</p> <p>—Sí, hombre, un trato es un trato —le dije, empujándole fuera del establecimiento—. Ha sido un trato correcto, firmado, sellado y legalizado. Nadie va a volverse atrás ahora. Todo lo que quería es que nos tomásemos un café y yo tengo gusto en invitarle...</p> <p>Su rostro se aclaró, a través de la suciedad que le recubría.</p> <p>—Café no. Una sopa. Me gustaría tomarme una sopa de setas.</p> <p>—Muy bien, sopa o café, es igual. No me importa. Yo me tomaré un café.</p> <p>Nos sentamos en el café y le estudié de cerca. Se ocupaba de tomarse la sopa de setas que había pedido, cucharada tras cucharada, con la viva imagen de un vagabundo que no ha probado bocado en todo el día. Era la quintaesencia del mendigo vagabundo, destilado por tres veces, con la más fina etiqueta.</p> <p>Un individuo así debería estar acurrucado en cualquier portal intentando que la policía no le echara el guante encima, y debería estar apestando a vino barato. Un individuo a quien todo el mundo le soltara la carcajada en plena cara cuando oyera hablar de un negocio en que se obtuviera semejante beneficio como el que había hecho conmigo. No debería vivir en un hotel regularmente bueno y decente. Pero aquello debía tener sentido. Tenía que tratarse de una exhibición para la televisión, habiendo alquilado a algún viejo actor bien pagado para encargarle de encarnar semejante papel.</p> <p>—¿No quiere tomarse nada más? —le pregunté—. ¿Comprar algo?</p> <p>Sostuvo la cuchara a medio camino hacia la boca y me miró con sospecha.</p> <p>—¿Como qué?</p> <p>—Oh, pues no sé. Tal vez quisiera de nuevo comprar un billete de diez dólares por uno de cincuenta... o quizás uno de veinte por cien dólares...</p> <p>Pareció pensarlo. Después, volvió a la tarea de apurar su plato de sopa.</p> <p>—Eso no es ningún trato —dijo despectivamente—. ¿Qué clase de negocio es ése?</p> <p>—Excúseme por vivir de los negocios. Sólo pensé que debería preguntárselo. No quería de ninguna manera aprovecharme de usted, desde luego. —Encendí un cigarrillo y, aunque sin saber por qué, esperé.</p> <p>Mi amigo, con la cara sucia como un estropajo, acabó la sopa y alargó la mano en busca de una servilleta de papel. Se limpió los labios. Le observé detenidamente. No tenía absolutamente la menor mancha alrededor de la boca. Era limpio realmente, en su especial forma de serlo.</p> <p>—¿No quiere adquirir nada más? Aquí me tiene. Tengo todo el tiempo a su disposición. Cualquier cosa que se le ocurra y podremos considerarlo.</p> <p>Hizo una pelota con la servilleta de papel y la dejó caer en el plato de sopa. Se mojó. Se había comido las setas y dejado la sopa.</p> <p>—El puente de Golden Gate —dijo de repente. A mí se me cayó el cigarrillo de las manos.</p> <p>—¿Qué?</p> <p>—El puente de Golden Gate. El que hay en San Francisco. Lo compraría por... —Y levantó los ojos hasta las fluorescentes luces del techo pensando lo que fuera durante unos segundos—. Por un centenar y cuarto. Ciento veinticinco dólares. Pago al contado.</p> <p>—¿Y por qué el puente de Golden Gate? —le pregunté yo como un idiota.</p> <p>—Es el que quiero. Usted me ha preguntado qué otra cosa quiero comprar... pues bien, eso es: el puente de Golden Gate.</p> <p>—¿Y qué le parece el puente de George Washington? Está aquí mismo, en New York, y atraviesa el río Hudson. ¿Por qué comprar algo que está tan alejado en la Costa del Pacífico?</p> <p>Me miró fijamente como si admirase mi agudeza.</p> <p>—Oh, no —dijo, mientras que el hombro le daba saltitos arriba y abajo con aquella especie de tic nervioso que solía darle a veces—. Se lo que quiero. Es el puente de Golden Gate en San Francisco y por ciento veinticinco dólares. Tómelo o déjelo.</p> <p>—Lo aceptaré. Si es eso lo que quiere, usted manda. Pero mire, todo lo que puedo venderle es mi participación en el puente de Golden Gate, sea cual fuese el valor variable que ello implique.</p> <p>Eksar aprobó con un gesto.</p> <p>—Quiero un recibo. Ponga eso por escrito en un recibo.</p> <p>Y lo hice constar así. Volvimos otra vez al boticario para legalizar el documento, quien puso el sello que tenía guardado en un cajón, volviéndonos la espalda a renglón seguido. Eksar contó seis billetes de veinte dólares y uno de cinco, de un gran rollo de billetes, todos ellos nuevos, como recién salidos de la Fábrica Nacional de Moneda. Volvió a guardarse el rollo en el bolsillo del pantalón y comenzó a alejarse de nuevo.</p> <p>—¿Más café? —le pregunté mientras le retenía—. ¿Qué tal otro plato de sopa?</p> <p>Me devolvió una mirada sorprendida.</p> <p>—¿Para qué? ¿Qué es lo que quiere vender ahora?</p> <p>Yo me encogí de hombros.</p> <p>—¿Qué quiere usted comprar? Dígalo. Veamos cuáles otros tratos podemos realizar.</p> <p>Esta vez tuvimos que hablar por los codos y se llevó la cosa bastante tiempo; pero yo no podía quejarme. Había ganado ciento cuarenta dólares en quince minutos. Bueno, eran en realidad ciento treinta y ocho, descontando los pequeños gastos que había realizado, con el café, la sopa, la pequeña comisión notarial y demás. La verdad es que no tenía motivos de queja.</p> <p>Pero yo esperaba el gran negocio. Tenía que producirse lo grande.</p> <p>Por supuesto, aquello podría ser posible hasta que durase el programa de T.V. Entonces, me preguntarían qué es lo que tenía en la mente cuando vendía todo aquello a Eksar y yo debería explicarlo, aprovechando la circunstancia para hacer propaganda de refrigeradores y vaya usted a saber, lo propio de la televisión...</p> <p>Eksar había dicho algo mientras yo andaba por las nubes. Algo condenadamente usual y poco familiar. Le pedí que lo repitiera.</p> <p>—El mar de Azov —me dijo—. En Rusia. Le daré trescientos ochenta dólares por él.</p> <p>La verdad es que nunca había oído hablar de aquel sitio. Me apreté los labios y pensé por un segundo. Un buen bocado... trescientos ochenta dólares. Y por todo un mar. Intenté sacar partido.</p> <p>—Pague cuatrocientos y haremos el trato.</p> <p>Comenzó a toser de su forma peculiar y pareció irritado.</p> <p>—¿Qué le ocurre, amigo? —me dijo entre golpes de tos—. ¿Es que trescientos ochenta dólares es un mal precio? Es un mar muy pequeño, uno de los más pequeños. Sólo tiene catorce mil millas cuadradas. Y... ¿sabe usted cuál es su máxima profundidad?</p> <p>Yo quise dar la sensación de que estaba enterado.</p> <p>—Es bastante profundo...</p> <p>—Cuarenta y nueve pies —gritó Eksar—. Eso es todo, cuarenta y nueve pies. ¿Dónde va usted a encontrar mejor precio que trescientos ochenta dólares por un mar como ése?</p> <p>—Está bien, tómelo con calma —le dije dándole unas palmaditas en su sucio hombro—. Partamos la diferencia. Usted ha dicho trescientos ochenta y yo quiero cuatrocientos. ¿Qué le parece si lo dejamos en trescientos noventa?</p> <p>La verdad es que tenía poca importancia diez dólares de más que de menos. Pero yo quería saber lo que ocurriría. Eksar pareció calmarse.</p> <p>—Trescientos noventa dólares por el mar de Azov —murmuró como consigo mismo—. Todo lo que quiero es el mar de Azov en sí mismo y no le estoy pidiendo que se incluya el Estrecho de Kerch o tal vez el puerto de Taganrog u Osipenko...</p> <p>—Dígalo usted mismo —dije levantando las manos, como si no quisiera mostrarme duro con él—. Déme trescientos noventa y le daré el Estrecho de Kerch como un regalo gratis incluido en ese precio. ¿Qué le parece?</p> <p>Pareció estudiar la idea. Resopló un poco. Se limpió la nariz con el reverso de la mano.</p> <p>—De acuerdo —dijo—. Trato hecho. El mar de Azov <i>y</i> el Estrecho de Kerch por trescientos noventa dólares.</p> <p>Y de nuevo el golpe del sello del farmacéutico. Los golpes iban sonando cada vez más fuertes.</p> <p>Eksar me pagó con seis billetes de cincuenta, cuatro de veinte y uno de diez, todos nuevecitos, para estrenar, procedentes del gran rollo del bolsillo de sus pantalones. Yo seguí pensando en los billetes de cincuenta dólares que todavía le quedaban en el rollo y me pareció que deberían pasar a mi poder cuanto antes mejor.</p> <p>—De acuerdo —le dije—. Y ahora, ¿qué mas?</p> <p>—¿Sigue usted vendiendo todavía?</p> <p>—Por el precio adecuado, desde luego. No tiene más que nombrarlo.</p> <p>—Hay muchísimas cosas que pueden serme útiles —dijo como en un suspiro—. Pero, ¿acaso las necesito ahora? Eso es lo que estoy preguntándome a mí mismo.</p> <p>—Precisamente ahora es cuando tiene usted la oportunidad de comprarlo. Más tarde... ¿quién sabe? Puede que yo no esté por aquí, puede que haya otros individuos haciéndole la competencia, pueden ocurrir toda clase de cosas inesperadas. —Esperé un poco, mientras que Eksar gruñía y tosía de vez en cuando—. ¿Qué le parece Australia? —le sugerí—. ¿Podría utilizar Australia por digamos... quinientos dólares? ¿O la Antártida? Podría hacer un trato magnífico con la Antártida.</p> <p>Eksar pareció interesado.</p> <p>—¡La Antártida! ¿Qué querría usted por ella? No, no voy a conseguir nada de esa forma. Un trocho por aquí, otro por allá... Eso cuesta mucho.</p> <p>—Amigo, está usted consiguiendo unos precios condenadamente favorables y usted lo sabe. No podría usted comprar mejor que haciéndolo al por mayor.</p> <p>—Sí, bueno, ¿qué le parece una venta al por mayor? ¿Cuánto por todo?</p> <p>Yo sacudí la cabeza.</p> <p>—No sé de qué está hablando. ¿A qué se refiere con todo?</p> <p>Pareció impaciente.</p> <p>—Pues todo. El mundo. La Tierra.</p> <p>—¡Eh! Eso es mucho.</p> <p>—Bien, sepa que estoy cansado ya de pagar un precio cada vez. ¿Quiere darme un precio al por mayor si hago esa adquisición?</p> <p>Yo sacudí la <i>cabeza</i>, en una especie de gesto que no quería decir del todo ni que sí ni que no. El dinero me estaba llegando en grandes cantidades. Aquí es donde se supondría que tendría que reírme ante sus narices y alejarme. Pero ni siquiera inicié una sonrisa.</p> <p>—Por todo el planeta... claro, es natural que quiera usted un precio global. Pero ¿qué es, quiero decir, <i>qué</i> es exactamente lo que quiere comprar?</p> <p>—La Tierra —dijo aproximándose de forma que pude oler su mal aliento—. Quiero comprar la Tierra. Dinero al contado, como de costumbre.</p> <p>—Eso cuesta un buen precio. Tendré que venderla completamente...</p> <p>—Yo pagaré también un buen precio. Pero el trato es éste: yo pagaré al contado y en efectivo dos mil dólares. Con ello me quedo con toda la Tierra, con el planeta entero, incluyendo, naturalmente, algo de la Luna. Derechos de minerales, de tesoros ocultos, etc. ¿Qué le parece?</p> <p>—Es muchísimo lo que quiere, amigo.</p> <p>—Ya sé que es muchísimo; pero le estoy pagando muchísimo dinero.</p> <p>—No por lo que está pidiendo. Déjeme pensarlo.</p> <p>Allí estaba el gran negocio, la gran oportunidad. No ignoraba cuánto dinero le habría dado la gente de la televisión para seguir la broma, pero estaba bastante seguro de que los dos mil dólares era la cifra de donde partir. Pero, ¿qué precio podía ponérsele a todo el mundo?</p> <p>Yo no debía estar hecho de la madera de los que trabajan para la televisión. Eksar debía ser una gran figura, elegida por el director de los programas.</p> <p>—Con que realmente quiere usted todo... —dije volviéndome hacia él—. La Tierra y la Luna...</p> <p>Eksar levantó una mano sucia.</p> <p>—No toda la Luna. Sólo los derechos sobre su explotación. Puede quedarse con el resto.</p> <p>—Sigue siendo muchísimo todavía. Parece que no tiene idea de lo que quiere conseguir por dos mil dólares, en comparación con una propiedad tan grandiosa, amigo...</p> <p>Eksar comenzó con su tic nervioso.</p> <p>—¿Cuánto... cuánto más?</p> <p>—Bien, dejemos ya las bromas aparte. ¡Esto es muy serio! No estamos hablando de puentes, de ríos o de mares. Es todo un mundo completo y parte de otro lo que está usted comprando. Hace falta mucha pasta. Y tiene usted que estar dispuesto a soltarla.</p> <p>—¿Cuánto?</p> <p>Eksar parecía estar saltando dentro de su sucio traje Palm Beach. La gente salía y entraba del establecimiento y se quedaba mirándonos con fijeza.</p> <p>—¿Cuánto? —susurró en voz baja con ansiedad.</p> <p>—Cincuenta mil. Es un precio ridículamente bajo. Y usted lo sabe.</p> <p>Eksar se quedó perplejo. Incluso sus extraños ojos parecían desorbitarse.</p> <p>—Está usted loco —dijo en una voz hueca, callada y desamparada—. Tiene usted que haber perdido la cabeza.</p> <p>Se volvió encaminándose a la puerta giratoria, con una seria determinación, sin volver la cabeza ni una sola vez. Daba la impresión de querer marcharse, lejos, muy lejos de allí.</p> <p>Me apresuré a sujetarle por el borde de la sucia chaqueta y sostenerlo.</p> <p>—Mire, Eksar —le dije rápidamente, mientras tiraba de él—. Ya comprendo que voy a agotar su presupuesto; me doy cuenta; pero tendrá que convenir que tendrá que pagar algo más que la ridícula cantidad de dos mil. Quiero conseguir cuanto pueda. ¡Qué diablo, me estoy molestando y perdiendo el tiempo con usted para servirle! ¿Cuántos individuos lo harían?</p> <p>Aquello pareció hacerle alguna impresión. Agachó la cabeza e hizo un signo de aprobación. Le solté la chaqueta y de nuevo estábamos negociando.</p> <p>—Bueno. Póngase usted a tono conmigo y yo me pondré con usted. Suba algo más. ¿Cuál es su mejor precio? ¿El mejor que pueda fijar?</p> <p>Se quedó mirando calle abajo, pensando, mientras sacaba la lengua para limpiarse su sucia boca. Tenía la lengua sucia también. Era algo negruzco, grasiento, lo que se extendía por toda su boca.</p> <p>—¿Qué le parece —dijo tras unos momentos— que sean dos mil quinientos? Eso es lo más que puedo dar. No me queda ya más, ni un centavo.</p> <p>Era como yo: un regateador nato.</p> <p>—Puede usted llegar a los tres mil —le urgí—. ¿Cuánto son tres mil dólares? Sólo otros quinientos dólares. Mire lo que consigue usted por ello. La Tierra, todo el planeta con los derechos de pesca, extracción de minerales y de tesoros enterrados y todo lo demás de la Luna. ¿Qué dice usted a eso?</p> <p>—No puedo. Sencillamente es que no puedo. Me gustaría, si pudiera. —Y sacudió la cabeza, como si al hacerlo dejara de mostrar aquella serie de tics nerviosos que le agitaban—. Quizás le convenga esto: llegaré hasta los dos mil seiscientos. En ese precio usted me entregará la Tierra y los derechos de pesca, además de los de los tesoros escondidos en la Luna. Puede usted guardarse los derechos sobre explotación de minerales. Me las arreglaré sin ellos.</p> <p>—Suba a dos mil ochocientos y tendrá también esos derechos sobre los minerales. Usted los quiere, y así se los doy. Vamos, no sea tan duro; son sólo doscientos dólares más y puede usted tener todo eso...</p> <p>—No puedo tener nada. Algunas cosas cuestan demasiado. ¿Qué le parece dos mil seiscientos cincuenta, sin los derechos minerales y sin los de los tesoros escondidos?</p> <p>Entonces estábamos los dos bailando en la cuerda floja. Me parecía sentirlo.</p> <p>—Esta es mi oferta última, absolutamente —le dije—. No puedo perder todo el día con esto. Bajaré hasta dos mil setecientos cincuenta, ni un centavo menos. Por ese precio, le daré la Tierra y los derechos de pesca sobre la Luna. O más bien, los de descubrir tesoros escondidos en el satélite. Puede usted elegir el que más le guste de esos derechos.</p> <p>—De acuerdo —respondió—. Es usted un hombre duro y difícil. Lo haremos así.</p> <p>—¿Dos mil setecientos cincuenta por la Tierra y los derechos de la Luna?</p> <p>—No, dos mil setecientos, sin ningún derecho sobre la Luna. Olvidaré la Luna, no me interesa. Dos mil setecientos y todo lo que me quedo es la Tierra entera.</p> <p>—¡Trato hecho! —exclamé, dándole un apretón de manos.</p> <p>Después, con mi brazo por encima de sus hombros. —¿Quién iba a preocuparse de sus ropas sucias cuando aquel tipo valía dos mil setecientos dólares?— volvimos de nuevo a la farmacia.</p> <p>—Quiero un recibo —me recordó.</p> <p>—De acuerdo —le dije—. Pero ya sabe que hará constar en él que le vendo mi participación en lo que le vendo, sea cual fuese su valor cambiante, y mi derecho a venderlo. Usted consigue muchísimo por su dinero.</p> <p>—Y usted muchísimo dinero por lo que está vendiendo —me replicó al instante.</p> <p>Me gustaba Eksar. Con sus raros tics o sin ellos, era la clase de individuo de mi especie.</p> <p>Volvimos a la farmacia para legalizar el recibo y honradamente en mi vida he visto a una persona tan disgustada.</p> <p>—El negocio es bueno, ¿eh? —dijo—. Por lo visto ustedes dos se están aprovechando bien...</p> <p>—Oiga usted —le dije al farmacéutico—. Limítese a legitimarlo. —Entonces mostré el recibo a Eksar—. ¿Es así de la forma en que lo quiere?</p> <p>Eksar estudió el recibo que había extendido y tosió tres o cuatro veces.</p> <p>—Sea cual sea el valor de su participación o tenga derecho a vender. De acuerdo. Y ponga además, ya sabe, su capacidad como agente de ventas, su capacidad profesional; es muy importante que el trato sea absolutamente legal. Quiero las cosas bien hechas.</p> <p>Cambié el recibo y lo firmé. El farmacéutico hizo su papel de notario, estampando el sello.</p> <p>Eksar sacó su rollo de billetes, todos nuevos y flamantes, de los bolsillos de sus pantalones. Contó con calma cincuenta y cuatro billetes de cincuenta dólares, que dejó sobre el mostrador. Después tomó el recibo, lo guardó y se dirigió hacia la puerta.</p> <p>Yo tomé el dinero rápidamente y le seguí.</p> <p>—¿Algo más?</p> <p>—Nada más —dijo—: Se acabaron las compras. Ya hemos cumplido el trato.</p> <p>—Sí, ya sé; pero pudiera ser que quisiera usted cualquier otra cosa, otro artículo u objeto...</p> <p>—No hay nada más que comprar. Ya terminamos con nuestros tratos.</p> <p>Y por el tono de su voz, me dio a entender que hablaba completamente en serio. Salió a la calle, giró a la izquierda y comenzó a caminar de prisa, como si fuera a perder algún tren.</p> <p>Bien, ya no había más negocios que hacer. Tenía tres mil doscientos treinta dólares en mi billetera, que había ganado en una mañana. Comencé a pensar si había actuado bien. Quiero decir, que cuál sería la cifra del presupuesto dedicada a aquella exhibición de la T.V. ¿Hasta dónde me habría aproximado?</p> <p>Yo tenía un contacto que tal vez pudiera descubrirlo: Morris Burlap.</p> <p>Morris Burlap está metido en negocios como yo, sólo que él es un agente teatral, agudo, realmente listo como una ardilla, y en vez de vender algún cargamento de alambre de cobre usado, por ejemplo, o cualquier opción a una esquina en Brooklyn, él vende talento. Vende un puñado de bailarinas para un hotel de montaña, cede un pianista para un bar o el disco de moda para la emisión nocturna de la radio. La razón de que le llamen Morris Burlap es a causa de esos pesados trajes de «tweed» que se pone en invierno y verano, todos los días del año. Él dice que eso refuerza la imagen.</p> <p>Le llamé desde la cabina existente cerca de la entrada y le conté todo lo sucedido y lo concerniente al número de televisión, rogándole que viera la forma de descubrir de qué se trataba.</p> <p>—No hay nada que descubrir —me interrumpió—. No hay tal número en la T.V., Bernie.</p> <p>—Morris, es seguro, te lo digo. A lo mejor es que no has oído hablar de él...</p> <p>—Te repito que no hay tal número. No está programado, ni se está ensayando. Mira: cada vez que eso sucede, yo tengo miles de formas de averiguarlo por mis contactos; eso me interesa mucho, ya lo sabes, es lo mío. No intentes decirme cómo debo llevar mis negocios, Bernie. Cuando te digo que no hay tal programa, es que no existe.</p> <p>De aquella forma tan positiva me respondió mi amigo. De repente me vino una loca idea a la cabeza; pero la deseché casi al instante. No. Aquello no. No.</p> <p>—Entonces debe ser algún periódico o alguna investigación universitaria, como dice Ricardo.</p> <p>Mi amigo pareció pensarlo al otro extremo del teléfono. Yo esperaba pacientemente; Morris Burlap tenía una cabeza muy bien organizada y una fenomenal memoria.</p> <p>—Oye, Bernie, esos condenados documentos, esos recibos... los periódicos y universidades no suelen utilizarlos jamás. Ni tampoco lo hacen los chiflados. Creo que te han cogido bien cogido, Bernie; de qué forma has caído en cualquier trampa, es algo que ignoro, pero ten por seguro que te han cazado.</p> <p>Colgué el teléfono y pensé. Aquella idea anterior me volvió a la cabeza como un explosivo.</p> <p>Un puñado de personajes procedentes del espacio exterior, por ejemplo, quieren la Tierra. La quieren para establecer una colonia, para un albergue de vacaciones o lugar de descanso, ¿quién diablos puede imaginar para qué? Y tienen sus razones. Son suficientemente fuertes y avanzados como para venir y tomar posesión de ella por la fuerza. Pero no quieren proceder así. Necesitan y prefieren mejor un medio legal.</p> <p>De acuerdo. Esos personajes procedentes del espacio exterior quizás pensaran que lo mejor sería tener un trozo de papel precisamente procedente de un verdadero ser humano acreditado, firmando la venta de la Tierra en ese papel. Pero no, eso no podría ser lógico. ¿<i>Cualquier</i> trozo de papel? ¿Firmado por cualquier Fulano de Tal?</p> <p>Metí una moneda en el teléfono y llamé a Ricardo a la Universidad. No estaba allí. Le dejé recado a la señorita que era muy importante; ella me contestó que le parecía muy bien, que tomaba nota y que trataría de localizarle.</p> <p>Todo aquel lío, seguí pensando, el puente de Golden Gate, de San Francisco, el mar de Azov... eran en gran parte la rutina del procedimiento subsiguiente al del cambio de veinte dólares por cinco. Hay una comprobación segura de la que se cuida un agente de ese tipo: cuando deja de hablar, levanta el vuelo y se pierde.</p> <p>Con Eksar había sido la Tierra. ¡Y todo aquel teatro respecto a los derechos de la Luna! Los había utilizado como tapadera para encubrir su verdadero objetivo. Así había sido la forma en que Eksar me había trabajado. Era una forma especial de estudiar la forma específica que yo tenía de operar y conducirme. Tenía que comprarlo solamente por mi mediación.</p> <p>Pero... ¿por qué de mí?</p> <p>Todo aquel lío de los recibos, aclarando mis opciones, respecto a mi capacidad profesional, ¿qué diablos significaría? Yo no soy dueño de la Tierra, no me dedico al negocio de vender planetas enteros. Es preciso poseer un planeta antes de venderlo; es la Ley.</p> <p>Por tanto, ¿qué es lo que pude haber vendido a Eksar? Yo no poseo ninguna propiedad. ¿Vendrán a hacerse cargo de mi oficina, a reclamar el trozo de acera por el que ando o quedarse con los utensilios que utilizo cuando tomo mis comidas? Aquello me llevó a la primera pregunta: ¿Quiénes eran «ellos»? ¿Quién diablos podrían ser «ellos»?</p> <p>La señorita de la central de la Universidad localizó finalmente a Ricardo. Aparecía irritado.</p> <p>—Me vienes a fastidiar en medio de una reunión de la Facultad, Bernie. ¿No puedes volver a llamar?</p> <p>—Te suplico que me escuches un segundo —le rogué—. Estoy metido en algo y no sé lo qué hacer. Necesito tu consejo.</p> <p>Hablando rápidamente —oía mientras las voces y ruidos de fondo— le conté toda la historia desde el momento en que le llamé por la mañana. El aspecto de Eksar, a lo que olía, aquel divertido aparato portátil de televisión en color, la forma en que había renunciado a sus derechos sobre la Luna en la compra, una vez asegurados sus derechos sobre la Tierra. Y lo que me había contado Morris Burlap, todo, en fin.</p> <p>—La cuestión es —dije riendo con un esfuerzo, para no aparecer demasiado serio—, ¿a quién he tratado para ese negocio, eh?</p> <p>Mi amigo pareció pensarlo seriamente durante unos momentos.</p> <p>—No lo sé, Bernie, es posible. Parece que encajan bien esas sospechas. Pero hay un aspecto que se relaciona con las Naciones Unidas.</p> <p>—¿Las Naciones Unidas? ¿A qué te refieres?</p> <p>—El aspecto de la situación relacionado con las Naciones Unidas. El... estudio que hicimos hace años para la Organización Mundial.</p> <p>Ricardo estaba haciendo uso de un doble juego de palabras para evitar la gente que tenía en sus proximidades. Me di cuenta en el acto.</p> <p>Eksar tenía que haberlo sabido todo en relación con el negocio que Ricardo me proporcionó, consistente en aquella ocasión en que las Naciones Unidas, aquí en New York, se quitó de encima todo el equipo viejo y pasado de moda que poseía en la Organización. Me habían dado lo que ellos llamaban un documento autorizado. En algún archivo y en alguna parte, existía un trozo de papel de carácter estacionario y fijo de las Naciones Unidas, en donde se hacía constar que yo era su agente autorizado para la venta de instalaciones de excedentes y equipos de segunda mano.</p> <p>¡Aquello era un documento absolutamente legal!</p> <p>—¿Crees que todavía se mantiene en vigor? —pregunté a Ricardo—. Veo claramente que la Tierra todo lo que tiene son instalaciones y equipos de segunda mano. Pero... ¿excedentes?</p> <p>—La Ley Internacional es un campo enmarañado, Bernie. Y esto puede ser aún más complejo. Sería prudente y aconsejable que hicieras algo al respecto.</p> <p>—Pero... ¿qué? ¿Qué debería hacer yo, Ricardo?</p> <p>—Bernie —dijo, con una voz agria como el infierno—. Te dije antes que estoy en una reunión de la Facultad. ¡Maldita sea! ¡Una reunión de la Facultad! —Y colgó.</p> <p>Salí corriendo de la farmacia como un loco y eché mano del primer taxi que encontré para que me llevase al hotel de Eksar.</p> <p>¿De qué tenía más miedo? No lo sabía, tan histérico me hallaba. Esto es demasiado para un pobre hombre como yo, demasiado peligroso por el alcance que pueda tener. Aquello podría poner mi nombre en todas partes como el más colosal estafador que había conocido la Historia. ¿Quién podría confiar más en mí como agente de ventas? Tenía la sensación de que si alguien me pidiera venderle un rifle, por ejemplo, yo me las arreglaría para venderle un «Nike Zeus», ya saben ustedes, esos proyectiles atómicos del más alto secreto del Pentágono. Igual podría venderle el país entero por equivocación. Sólo que esto era muchísimo peor: había vendido el planeta entero, la Tierra en conjunto. ¡Tenía que deshacer el trato, como fuera!</p> <p>Cuando llegué a la habitación de Eksar, sabía que estaría dispuesto para largarse de allí. Estaba encerrando aquel extraño aparato de T.V. en una vieja maleta de cuero, de las que se venden en los almacenes de tipo corriente. Dejé la puerta abierta, para que hubiera alguna luz.</p> <p>—Ya hicimos nuestros negocios —me dijo—. No hay más tratos.</p> <p>Yo seguí allí, sin moverme, bloqueándole el paso.</p> <p>—Eksar —le dije—, escuche lo que he descubierto. Primero, usted no es humano, como yo, quiero decir.</p> <p>—¡Valiente tontería! ¡Yo soy tan humano como usted, amigo...!</p> <p>—Puede ser. Pero usted no es de la Tierra... eso es lo que quiero decir. ¿Por qué necesita usted la Tierra?</p> <p><i>—Yo no la necesito</i>. Soy un agente. Represento a alguien.</p> <p>Morris Burlap tenía razón, allí lo tenía frente a mí con sus ojos de besugo clavados en los míos. Ni que decir tiene que no estaba dispuesto a abandonar la partida así como así.</p> <p>—Con que usted es el agente de otra persona —repetí lentamente—. ¿De quién? ¿Para qué quieren la Tierra?</p> <p>—Esa es una cuestión que a mí me tiene sin cuidado. Yo soy un simple agente. La he comprado sencillamente para ellos.</p> <p>—¿Trabaja usted a comisión?</p> <p>—No trabajo por amor al arte.</p> <p><i>Seguro como el infierno que no trabajas por amor al arte</i>, pensé. <i>Esa tos, esos tics nerviosos...</i> Entonces comprobé lo que significaban. El aire de la Tierra no era el tipo de aire que precisaba para respirar normalmente. Es como cuando yo voy al Canadá, que inmediatamente me siento atacado de diarrea. Debe ser el agua o cualquier otra cosa...</p> <p>¡La suciedad con que llevaba embadurnada la cara era una especie de protección contra los rayos solares! ¡Sí! Aquello tenía su razón de ser. Eksar no era ningún truhán ni vagabundo. Cualquier cosa menos aquello. El granuja era yo. Piensa rápido, Bernie, me dije a mí mismo. ¡Este tipo te ha enganchado bien!</p> <p>—¿Cuánto percibe usted... el diez por ciento?</p> <p>Ninguna respuesta.</p> <p>Se aproximó a mí, respirando fuerte y haciendo gestos raros.</p> <p>—Le subiré al máximo su ganancia, Eksar —le dije—. ¿Sabe usted cuánto le daría? ¡El cincuenta por ciento! Detesto ver a un agente que va de acá para allá sólo por un diez por ciento.</p> <p>—¿Y qué me dice de la ética profesional? Tengo un cliente.</p> <p>—Mire quién va a hablar de ética... Un tipo que compra la Tierra por dos mil setecientos dólares. ¿Y llama usted ética a eso?</p> <p>Entonces se le agrió el carácter. Dejó caer la maleta y apretó los puños.</p> <p>—No, yo le llamo a eso negocios. Un trato. Yo ofrezco y usted recibe. Usted se va tan feliz con sus ganancias y todo terminado. Y ahora me viene usted gritando y diciéndome que ha vendido demasiadas cosas por el precio convenido de mutuo acuerdo. ¡Es una lástima! Yo tengo también mi ética. No pierdo un cliente por el llanto de un bebé.</p> <p>—Yo no soy ningún bebé que llora. Soy un pobre hombre que tiene que luchar para ir viviendo. Y tengo mis recursos y mis trucos para conseguirlo decentemente.</p> <p>—Bien, ¿y por qué no los utiliza?</p> <p>—En ciertas cosas me es imposible usarlos. No se ría, Eksar, hablo en serio. Yo no empujaría a ningún tipo del mundo a que entrara en un pulmón de acero. Y comprenderá usted que no soy tampoco el individuo indicado para vender su planeta entero.</p> <p>—Usted lo ha vendido realmente, amigo —me dijo—. El recibo es perfectamente legal en cualquier parte. Y nosotros tenemos la maquinaria precisa para hacerlo valer. Una vez mi cliente tome posesión, la raza humana está acabada, <i>kaput</i>, olvídelo ya.</p> <p>Yo me encontraba exaltado ya en aquel umbral de la habitación, sudando la gota gorda como un desesperado. Pero me sentía mejor. De repente, Eksar deseó hacer negocios nuevamente conmigo. Yo le hice un guiño alentador. Cambió ligeramente de color bajo aquella desagradable máscara de suciedad.</p> <p>—Bueno, ¿cuál es su oferta, de cualquier modo? —me dijo tosiendo—. Señale una cifra.</p> <p>—Diga usted una. Usted tiene la propiedad ahora...</p> <p>—¡Aaah! —gruñó impaciente, y me empujó, apartándome del camino.</p> <p>¡Era un tipo <i>fuerte</i>! Corrí tras él hasta el elevador.</p> <p>—¿Cuánto quiere, Eksar? —le pregunté mientras descendíamos a la planta baja.</p> <p>Se encogió de hombros.</p> <p>—Yo tengo ahora un planeta entero y un comprador. Usted está en un buen lío. El que está en apuros es el que tiene que salir de ellos.</p> <p>¡El muy piojoso! Para cada uno de mis movimientos tenía siempre dispuesto el contraataque.</p> <p>Siguió andando y le seguí hasta la calle. Seguimos Broadway abajo, mientras yo le ofrecía los tres mil doscientos treinta dólares que me había pagado, y él diciéndome que maldito el negocio que hacía volviendo a recibir el dinero que ya había pagado y perdido su tiempo.</p> <p><i>—¿Tres</i> mil cuatrocientos? —le ofrecí—. Bueno, ¿tres mil cuatrocientos cincuenta?</p> <p>Pero Eksar continuaba andando como si le hablase a una pared.</p> <p>Si no conseguía convencerle con alguna cifra, podía darme por muerto. Corrí hasta ponerme ante él.</p> <p>—Eksar, dejemos ya de perder el tiempo con palabras y regatear tanto el uno con el otro. Si no quisiera vender, no debería hablarme. Le ruego que fije una cifra. Sea la que sea, se la pagaré.</p> <p>Aquello pareció despertar en él cierta reacción.</p> <p>—¿Habla en serio? No querrá embaucarme...</p> <p>—¿Cómo puedo intentar embaucarle? Estoy sobre un barril de dinamita.</p> <p>—De acuerdo, pues. Le daré una oportunidad y me ahorraré así un largo viaje de vuelta hasta donde está mi cliente. ¿Qué es lo más limpio para tratar entre usted y yo y para todos? Veamos. ¿Ocho mil dólares?</p> <p>Ocho mil dólares... Santo Dios... era casi exactamente todo el saldo que tenía en el Banco. Sin duda conocía el saldo de mi cuenta bancaria puesta al día. También debía conocer mis pensamientos, sin duda alguna.</p> <p>—Va usted a hacer ahora negocios con hombre de negocios —me dijo entre golpes de tos—. Debe pensarlo un poco. Tiene usted ocho mil dólares, y con ello hacemos el cambio. No es mucho dinero para salvar el cuello.</p> <p>Yo hervía de furia.</p> <p>—¿Que no es mucho? Entonces déjeme decirle, maldita Florence Nightingale, que no va a conseguirlo! ¡Maldita sea su estampa! Es una pobre piel la que tengo que entregar algún día, pero ¡ni un centavo de lo que tengo, ni por usted, ni por la Tierra, ni por nadie!</p> <p>Se acercó un policía para comprobar por qué estaba gritando de aquella forma y tuve que calmarme hasta que se alejó de nuevo.</p> <p>—¡Socorro! ¡Policía!! ¡Nos están invadiendo seres de otro mundo! —casi grité. ¿Qué aspecto tendría aquella calle donde estábamos dentro de diez años si no hubiera sacado aquel maldito recibo a Eksar?</p> <p>—Eksar, su cliente mostrará el recibo... y a mí me colgarán muy alto. Pero yo sólo tengo una vida, y mi vida es comprar y vender. No puedo comprar ni vender sin capital. Si se lo lleva, no habrá diferencia alguna para mí sobre quién poseerá la Tierra o quién no.</p> <p>—¿A quién diablos cree usted que está tomando el pelo?</p> <p>—No estoy intentando tomarle el pelo a nadie. Honradamente, es la verdad. Llévese mi capital y no habrá diferencia alguna entre si estoy vivo o muerto.</p> <p>Aquellas palabras parecieron afectarle un tanto. Lo cierto es que yo tenía ya lágrimas en los ojos en mi desesperación en la forma en que estaba conduciéndome. ¿Cuánto capital necesitaba? ¿Me bastaría con quinientos dólares? Le dije que no podría operar ni en un día siquiera sin al menos siete veces aquella suma. Me preguntó si realmente hablaba en serio al querer recuperar el planeta que había vendido o es que se trataba de mi cumpleaños y quería recibir un presente como regalo suyo.</p> <p>—No tiene que regalarme nada —le dije—. Eso le va bien a la gente gorda, que lo prefieren con mucho a seguir una dieta.</p> <p>Y así continuamos. Hablando y hablándonos en la cara, jurando a cada momento, argumentando y regateando, dándole vueltas a la misma cosa y haciendo proposiciones y contraproposiciones. Lo importante era ver quién se rendía el primero.</p> <p>Pero ninguno de los dos lo hizo. Ambos nos sostuvimos en nuestras respectivas posturas. Hasta que por fin me dijo la cifra: seis mil ciento cincuenta dólares. Ni un centavo más.</p> <p>Aquél era el precio, y ni una palabra más que añadir a la cuestión. Bueno, pudo haber sido peor...</p> <p>Aun así, estuvimos a punto de echarlo todo a perder cuando comenzamos a hablar del pago.</p> <p>—Su Banco no está lejos. Vamos antes de que cierren.</p> <p>—¿Para qué tener que andar hasta que me dé un ataque al corazón? Mis cheques son tan seguros como el oro.</p> <p>—¿Quién quiere un trozo de papel? Quiero dinero en efectivo. El dinero al contado es lo definitivo.</p> <p>Finalmente, me las arreglé para darle un cheque. Escribí la cifra y lo firmé, lo tomó y me dio los recibos, todos. Todos los que había firmado. Después, recogió el cheque y se alejó. Siguió Broadway adelante, sin siquiera decirme adiós. Eksar era una máquina de hacer negocios, nada más que el negocio personificado. No volvió la vista atrás ni una sola vez.</p> <p><i>Todo negocios</i>. Descubrí a la mañana siguiente que se había ido en derecho al Banco y cobrado mi cheque certificado antes de la hora de cierre. ¿Qué piensan ustedes de todo esto? No puedo hacer maldita la cosa. Había perdido seis mil ciento cincuenta dólares. Sólo por hablar con un individuo sucio y maloliente.</p> <p>Ricardo dijo que yo era un Fausto. Salí del Banco golpeándome la cabeza con los puños. Le llamé y también a Morris Burlap para comer juntos. Les llevé a un lugar lujoso donde continué con mi famosa aventura. El restaurante lo había elegido Ricardo.</p> <p>—Eres un Fausto —me dijo.</p> <p>—¿Qué Fausto? ¿Quién es ese Fausto? ¿Qué cosa?</p> <p>Y así tuvo que explicarnos quién era el personaje famoso, sólo que yo era una nueva clase de Fausto, uno del siglo XX americano. Los otros Faustos habían querido saberlo todo, conocerlo todo. Yo sólo quería poseerlo todo.</p> <p>—Pero me he estrellado —comenté—. Fui bien cogido. Seis mil ciento cincuenta dólares...</p> <p>Ricardo dejó escapar una risita entre dientes y se retrepó en su asiento.</p> <p>—Oh, mi dulce oro —dijo suavemente, como recitando una cita poética—. Oh, mi dulce oro...</p> <p>—¿Qué?</p> <p>—Es una cita, Bernie. De la <i>Trágica Historia del Dr. Fausto</i>, de Marlowe. Olvidé el contexto; pero creo que viene a cuento ahora. «Oh, mi dulce oro...»</p> <p>Aparté la vista de Ricardo y miré a Morris Burlap; pero nadie puede decir nunca cuándo Burlap se encuentra confuso. En realidad, tiene más aspecto de profesor que Ricardo, con aquellos trajes de <i>tweed</i> estilo Harris y aquella pesada y honda mirada. Ricardo es más bien un tanto garboso y elegante. Entre los dos pusieron su inteligencia y saber para hacer un rato agradable y responder a cuanto cualquier tipo quisiera saber de la vida. Bien valía la pena el gasto que estaba realizando, olvidando las pérdidas enormes que había sufrido con Eksar.</p> <p>—Morris, di la verdad. ¿Tú le comprendes?</p> <p>—¿Qué es lo que hay que comprender, Bernie? ¿Una cita sobre el dulce oro? Podría ser la respuesta precisamente.</p> <p>Entonces miré a Ricardo. Estaba muy ocupado despachando un buen trozo de <i>pudding</i> cremoso italiano. En aquel lugar costaban dos dólares cada uno.</p> <p>—Admitamos que es un ser extraterrestre —dijo Morris Burlap—. Digamos que procede de alguna parte del espacio exterior. De acuerdo. Pero ¿por qué tiene un extraterrestre que desear los dólares de los Estados Unidos? ¿Cuál será la tarifa de cambios por esos otros mundos?</p> <p>—Quieres decir que necesitaba ese dinero para adquirir mercancías en la Tierra...</p> <p>—Eso es exactamente lo que quiero decir, pero <i>qué clase de mercancías</i>, es la cuestión. ¿Qué podría tener la Tierra y que él necesitara?</p> <p>Ricardo acabó con el <i>pudding</i> y se limpió los labios con una servilleta.</p> <p>—Creo que estás sobre la verdadera pista, Morris —opiné entonces, lo que me hizo volver la atención sobre él—. Podemos postular la existencia de una civilización muchísimo más avanzada que la nuestra. Una que sepa que no estamos en condiciones de saber nada respecto de ella. Una, que haya tomado a la Tierra como un lugar primitivo, en los límites alejados como un castigo, como una restricción que sólo los criminales desesperados se atrevan a ignorar.</p> <p>—¿Y de dónde pueden provenir esos criminales, Ricardo, estando tan avanzados?</p> <p>—Las leyes producen los delincuentes, Bernie, como las gallinas los huevos. La civilización no tiene que ver nada con eso. Creo que estoy comenzando a ver claro a Eksar ahora. Debe ser un aventurero sin escrúpulos, ni principios, un hombre de las estrellas como versión de aquellos degolladores que navegaban por los mares del Sur hace cien años atrás. De vez en cuando, un barco se estrellaba contra los bancos de coral y todo un oportunista sanguinario de Boston, por ejemplo, se quedaba embarrancado para toda su vida entre aquellos hombres atrasados de sus tribus. Estoy seguro que podéis poner el resto a la historia.</p> <p>—No, no puedo. Si no te importa, Ricardo...</p> <p>Morris Burlap expresó su deseo de tomarse otro coñac. Lo pedí. Casi sonrió un poco en la forma que suele hacerlo al aproximarse a mí.</p> <p>—Creo que Ricardo ha dado en la tecla, Bernie. Ponte tú mismo en la postura de ese fulano de Eksar. Ha tenido que tomar contacto con su astronave sobre un pequeño planeta sucio y atrasado, cosa que está fuera de ley, en primer término. No tiene más remedio que comprar determinados artículos para efectuar alguna reparación, mercancías que pueden estar disponibles aquí... Pero tiene que comprarlas. Cualquier ruido, cualquier sospecha y le pescarían en el acto. Digamos que tú fueses Eksar. ¿Qué harías en su lugar?</p> <p>Entonces creí verlo claro.</p> <p>—Pues me tendría que inventar la forma de conseguirlo. Brazaletes de cobre, objetos de valor, dólares... todo lo que tuviese en las manos para comprar mercancías nativas. Y seguiría haciendo toda suerte de negocios de cambiar, comprar y vender. Quizás haya empezado a conseguir sus primeros dólares con alguna pieza importante o valiosa de su astronave y entonces ha seguido. Pero bueno, ésa es la forma de hacer los negocios al estilo humano...</p> <p>—Bernie —me dijo Ricardo—. Los indios, en tiempos, comerciaron entregando valiosas pieles a cambio de conchas de mar, en el mismo sitio en que ahora está la Bolsa. Alguna especie de negocios tiene que haber en el mundo de Eksar, te lo aseguro. Y te eligió a ti como víctima.</p> <p>Bien, aquello parecía cierto.</p> <p>—Así que yo fui el elegido para picar en el anzuelo por un superhombre de otro mundo... ¡Perra suerte la mía!</p> <p>Ricardo aprobó con un gesto.</p> <p>—Por un hombre de negocios, el propio Mefistófeles deja caer rayos y truenos del cielo. Él necesitaba doblar su dinero una vez más hasta tener bastante para reparar su nave. Tuvo a su disposición una fantástica sofisticación en todos los caminos del comercio.</p> <p>—Lo que Ricardo está diciendo —dijo entonces Morris Burlap con voz suave— es que el tipo que te ha ganado la mano era algo mucho más grande que tú.</p> <p>Creo que mis hombros se aflojaron.</p> <p>—¡Qué diablos! Uno puede ser derribado por un caballo o por un elefante. Siempre está uno expuesto a ser derribado.</p> <p>Pagué la cuenta y nos fuimos.</p> <p>Después comencé a preguntarme si tal vez, después de todo, aquello habría sido realmente lo sucedido. Mis amigos la gozaron viéndome como un aventurero interplanetario. Ricardo es un tipo brillante, y Morris Burlap otro individuo listo como el diablo, pero ¿con eso, qué? Muchas ideas, cierto; pero hechos no.</p> <p>Pero el hecho llegó.</p> <p>Al final de aquel mes me llegó el extracto de mi cuenta en el Banco con el cheque cancelado que le había entregado a Eksar. El cheque había sido endosado a un gran almacén situado en la zona de Cortland Street. Conozco muy bien esos almacenes. He tratado y negociado con ellos. Fui hasta allá y pregunté al respecto.</p> <p>En esos almacenes se manejan equipos electrónicos en su mayor parte, rebajados de precio, como excedentes del Gobierno o procedentes de otras fuentes de suministro. Es lo que venden en su mayor parte. Me dijeron que habían despachado un enorme pedido de transistores y transformadores, resistencias y circuitos impresos, tubos electrónicos, cable, herramientas y toda clase de útiles parecidos. Todo revuelto, me dijeron, en forma de un enorme componente que parecía no tener pies ni cabeza. Al encargado de la sección le había dado la impresión de que eran para atender un trabajo de suma urgencia y que la persona que los había adquirido les había rogado lo hicieran con toda prisa. Eksar tuvo que pagar, además, una crecida cantidad por gastos de transporte, porque los paquetes tuvieron que ser expedidos a un pueblo escondido entre bosques, allá en el norte del Canadá.</p> <p>Éste era un hecho admitido y real. Pero aún había más.</p> <p>Como he dicho, yo había comerciado con estos almacenes. Sus precios son los más bajos de toda la vecindad y en un amplio sector del comercio de la competencia. Es natural preguntarse por qué vendían tan barato. No hay más que una sola respuesta: porque todo lo compraban muy barato. Todo lo adquirían a precios muy reducidos, sin importarles un comino la calidad. Personalmente, yo mismo les había vendido ingentes cantidades de chatarra electrónica, que no hubiera podido colocar en ninguna otra parte, en su mayor parte material condenado, de baja calidad, mal terminado, artículos que incluso podían considerarse como peligrosos. El lugar donde poder vender y obtener beneficio, ya que lo vendido había sido comprado como de última mano en cualquier otra parte.</p> <p>¿Se pueden ustedes imaginar lo que sigue? Incluso a veces siento que me sonrojo...</p> <p>Me figuro a Eksar por el espacio, en la forma en que yo lo veo. Arregló su astronave lo suficientemente bien como para poder despegar de la Tierra, yendo a su camino en busca del próximo lío en que meterse. Los motores zumban, la nave sigue su curso y él permanece en sus controles con una gran sonrisa por su sucia cara. Estará pensando ahora que se quedó conmigo como un corderito inocente, tan fácil le resultó el truco.</p> <p>Sí, debe estar riéndose a mandíbula batiente.</p> <p>Pero de pronto se oye un chasquido y se percibe el olor de algo que se está quemando. Un circuito cualquiera de los que enlazan con un motor de la astronave se está fundiendo, un cable que pierde su envoltura aislante y el circuito se va al cuerno. Eksar se descompone y comienza a sentirse aterrado. Se vuelve hacia los motores auxiliares. Pero éstos no funcionan tampoco, y... ¿saben por qué? Los tubos al vacío y otros componentes electrónicos están gastados, terminados y ya son incapaces de transmitir la corriente. <i>¡Bluuuii!</i> Es el motor trasero que sufre un cortocircuito. <i>¡Ka... puuuhh!</i> Es un transformador defectuoso que está fundiéndose en el centro de la astronave.</p> <p>Y allá está, a millones de millas de cualquier parte, con el espacio vacío a su alrededor, sin piezas de repuesto, ni herramientas que prácticamente se romperían en sus manos... y sobre todo sin un alma a quien pueda pedir ayuda.</p> <p>Y aquí estoy yo, en mi oficina, pensando en todo eso, y <i>riéndome</i> hasta la locura. Porque es muy posible, y esto suele ocurrir, que lo que va mal en su astronave sea a consecuencia de los muchos cacharros semiinútiles de material electrónico que yo, precisamente yo mismo, Bernie el Fausto, ha vendido como excedentes a los almacenes en donde adquirió ese material.</p> <p>Sí, es bien posible que eso haya sido lo que ha debido ocurrir. Entonces tendrá a Fausto allá en su propia cara, en medio del espacio cósmico. Sí, Fausto, que impersonalmente ha ido hasta allá para romperle la cabeza.</p> <p>La dificultad de todo esto es que nunca tendré ocasión de comprobar si ha sido verdad. Todo lo que sé como cosa segura es que yo he sido el solo individuo en la Historia que ha vendido la totalidad del planeta. ¡Y que volví a comprarlo de nuevo!</p> <!-- bodyarray --> </div> </div> </section> </main> <footer> <div class="container"> <div class="footer-block"> <div>© <a href="">www.you-books.com</a>. 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