En un reino al borde de la guerra los destinos de un futuro rey y un esclavo que no se conocen parecen estar irremediablemente unidos.

El príncipe heredero de Novana, Danekal, intenta averiguar quién está detrás del atentado que casi le cuesta la vida a su padre en vísperas de la firma de un tratado con la reina de un país vecino.

Al mismo tiempo deberá lidiar con los nobles que esperan la muerte del rey Tearate para hacerse con la corona, una horda invasora y sus propios fantasmas interiores.

Ajeno a ello, Kal, un hombre esclavizado por su capacidad para encauzar una antigua magia llamada Shah, pugna por liberarse de las cadenas que lo someten a la mujer que obtiene de él su poder: su Melliza.

Pese a sus enormes diferencias, el futuro rey y el esclavo descubrirán que existe entre ellos una unión, y que es mucho más profunda de lo que ambos suponen.

<p>VIRGINIA PEREZ DE LA PUENTE</p></h3> <p></p> <p></p> <h2>El sueno de los muertos</h2> <p></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p></p> <h2>MInotauro</h2> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:10%; page-break-before:always"><p></p></h3> <p></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p>©2013, Perez de la Puente, Virginia</p> <p>Editorial: MInotauro</p> <p>ISBN: 9788445000793</p> <p>Generado con: QualityEbook v0.62</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>EL LUGAR</p></h3> <p></p> <h2>Decimoctavo día antes de Letsa.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Mi Mellizo. No podría haber deseado uno más fiel. Parecía conocer sus deberes aun antes de llevar el sha’al. Cuando se lo puse, mi Mellizo se entregó a mí por completo, con todo su ser. Sólo es feliz cuando yo soy feliz, y lograr mi felicidad es lo único que le hace sentirla a él.</p> <p>Felicidad, o la sensación que los shalhed toman por una emoción humana, desde luego...</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Diario de una shalhia</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Su Melliza se había alejado.</p> <p>El dolor no llegaba a ser físico, como cuando era él quien intentaba apartarse de ella. Pero lo sentía allí, en el pecho, en la nuca, en las articulaciones; un malestar indefinido, irreal, y no obstante tan real que era lo único que tenía importancia en el mundo. Lo único que existía para el shalhed.</p> <p>-Shalhed. Mellizo -murmuró amargamente, rascándose de forma inconsciente el pecho, con la mirada perdida en la fina hoja de madera que lo separaba de... ¿De qué?</p> <p>De los demás shalhed. Encerrados en las habitaciones que compartían con sus shalhias, sus Mellizas, atados a ellas por un brazalete idéntico al que brillaba en su muñeca derecha. Incapaces de sentir nada que no fuera <i>a ellas</i>. Sin nombre, como él. Shalhed. Sólo eso. Mellizo.</p> <p>¿O tal vez alguno más recordaba cuál había sido su nombre?</p> <p>Bajó los ojos hacia el aro de plata que ceñía su brazo. No lo tocó. Aún recordaba las convulsiones, los escalofríos, el intenso sufrimiento que soportó la primera vez que intentó quitárselo: la primera orden que ella le había dado. Para aprender a obedecer, para aprender lo que era el brazalete, para aprender lo que era él. <i>El sha’al es parte de ti. El sha’al eres tú</i>. Y él no era más que un shalhed. El Mellizo de su Melliza. Una parte de ella.</p> <p>Un tormento como el del hombre que intentase arrancarse el corazón. «No, el corazón no. El estómago, los intestinos, tal vez los pulmones. Pero el corazón no. Un shalhed no tiene corazón. Su Melliza, tampoco.»</p> <p>-Mellizo.</p> <p>La puerta abierta.</p> <p>«Kal. Me llamo Kal.» El mero pensamiento le hizo retorcerse de agonía. No gritó, ni gimió, ni torció el gesto. Estaba demasiado acostumbrado al sufrimiento.</p> <p>En el quicio de la puerta estaba su Melliza. Observándolo. Inexpresiva.</p> <p>Dolor.</p> <p>«Mi dolor. Mío.» Lo único que poseía de verdad. Alzó la cabeza y la miró, desafiante.</p> <p>-Mellizo -repitió ella-. Quítate el sha’al.</p> <p>Sin apartar la vista de ella, se llevó la mano a la muñeca y tiró del brazalete de plata.</p> <p>El mundo entero se hundió y se construyó con dolor. Sus músculos ardieron, sus huesos se convirtieron en astillas de hielo que se clavaban en su carne, la sangre hirvió en sus venas. Sus ojos explotaron en sus órbitas, y todas las articulaciones de su cuerpo se dislocaron. Hasta el suelo al que cayó, gritando de dolor, dolía.</p> <p>Entre la niebla rojiza de la agonía que él mismo se estaba provocando, oyó la voz de ella.</p> <p>-Mellizo -dijo-, suéltalo.</p> <p>Del mismo modo que no había dudado en intentar quitárselo cuando ella se lo ordenó, el shalhed apartó al instante la mano del brazalete de plata. El sufrimiento desapareció. Su recuerdo no. Se quedó temblando en el suelo de piedra desnuda.</p> <p>-Un Mellizo se debe a su Melliza -siseó la shalhia junto a su oído-. Un Mellizo <i>es</i> su Melliza. Y su vida es obediencia.</p> <p>El shalhed alzó la cabeza.</p> <p>-Obedezco -contestó-. Siempre.</p> <p>-No en tu mente.</p> <p>«En mi mente sigo siendo yo.» Un ramalazo de dolor volvió a recorrer todo su cuerpo. Aguantó con obstinación la mirada de su shalhia sin hacer una sola mueca. «Kal.»</p> <p>-Y tu mente también es de tu Melliza. -Ella se enderezó con los ojos clavados en los suyos-. Recuérdalo.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>PRIMERA PARTE</p></h3> <h2><i>Sombra</i></h2> <p></p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Decimoséptimo día antes de Letsa.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Busca el placer en la vida, pues pronto la Dama de la Noche vendrá a visitarte.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Proverbios</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Desde la ventana se dominaba el canal que contenía al Tinhal cual rienda con que la ciudad sometía al brioso corcel que era el río. Las orillas adoquinadas relucían empapadas. Las más cercanas al agua estaban cubiertas de verdín; las más alejadas, brillantes de humedad, estaban pulidas por las pisadas de hombres, monturas y carros, resbaladizas, traicioneras. Incluso desde esa altura se vislumbraba la espuma, los remolinos creados por la fuerte corriente del Tinhal, que forcejeaba por liberarse y correr al encuentro del río Hexene para emprender unidos el largo camino hasta el mar.</p> <p>Danekal no apartó la vista del río al oír el fuerte carraspeo a sus espaldas. Apretó las mandíbulas, con los ojos fijos en el agua revuelta, grisácea, reflejo del cielo cubierto de nubes que robaban el color a Lanhav y la convertían en una ciudad gris y apagada.</p> <p>-Alteza.</p> <p>A su derecha, a unos cientos de pasos de la ventana por la que se asomaba, un puente de piedra gris se arqueaba sobre el Tinhal: el Puente Nuevo, que unía la zona norte de la ciudad con la lengua de tierra en la que se erigía la Isla, el centro de la capital de Novana. Nadie cruzaba el puente en esos momentos. La única nota de color la ponían los soldados apostados a uno y otro lado, una pincelada de azul y rojo en la aburrida mancha gris de la ciudad. Debajo de su ventana, separado de ella por el patio, un tejado de paja; más allá, la doble hilera de almenas triangulares, luego el agua.</p> <p>-Alteza -repitió la voz. Danekal cerró un instante los ojos, tomó aire y recompuso su rostro hasta adoptar una máscara de serenidad. Se volvió.</p> <p>-¿Cómo está? -inquirió. El hombrecillo hizo una breve inclinación de cabeza y se irguió todo lo que su corta estatura le permitió. Tenía los ojos muy abiertos y parecía incapaz de dejar de retorcerse los dedos. Abrió y cerró la boca, buscando las palabras adecuadas.</p> <p>-Alteza -rogó por tercera vez. Se aclaró la voz-. Alteza, yo...</p> <p>-¡Dilo ya, hombre! -se exasperó Danekal, apartándose de la ventana sin lamentar tener que dejar de mirar el lúgubre cielo, la melancólica monotonía de la piedra-. ¿Vivirá?</p> <p>El sanador, que respondía al nombre de Yosen, tragó saliva. Danekal sintió un nudo en la boca del estómago. Tuvo que obligarse a seguir allí de pie, impasible, y no echar a correr hacia la puerta de sus estancias.</p> <p>-Es difícil de decir, alteza -contestó al fin Yosen, tembloroso. Danekal se asustó. Yosen solía ser tan impávido como el comandante de la Guardia Real-. La herida estaba infectada, y había empezado a envenenarle la sangre. He tenido que... -Vaciló-. He tenido que amputarle la pierna -confesó con un hilo de voz.</p> <p>Danekal ahogó una maldición y apretó los puños. Esperó. Un momento, dos.</p> <p>-¿Y bien? -demandó-. Tiene una pierna menos, de acuerdo. ¿Con eso has conseguido salvarle la vida?</p> <p>El hombrecito volvió a retorcerse las manos.</p> <p>-No lo sé, alteza. Es posible, pero podría no... La infección...</p> <p>Danekal hizo un ademán para callarlo. Sabía a la perfección lo que el sanador iba a decirle. Su voz llegó a él como si hubiera pronunciado las palabras: «Se ha extendido.»</p> <p>-¿Va a morir? -preguntó en voz baja.</p> <p>-E-está en manos de los Tres, alteza -dijo Yosen, luchando por hacerse aún más insignificante de lo que ya era-. Si los dioses lo quieren, sanará. Si no -su glotis volvió a hacer un movimiento espasmódico-, morirá.</p> <p>Morirá. Danekal asintió. Yosen se inclinó brevemente y, girando sobre sus talones, se dirigió a paso rápido hacia la puerta. Una vez allí, la abrió y se volvió hacia él.</p> <p>-Si se me permite hacer una sugerencia, alteza -musitó, apretando la hoja de madera con fuerza-, tal vez deberíais ir a verlo, por si... por si...</p> <p>-Vete, Yosen -le interrumpió Danekal. El sanador cerró la boca, saludó con la cabeza y salió, cerrando la puerta tras de sí.</p> <p>Danekal se quedó inmóvil, abriendo y cerrando los puños, rabioso, mirando la puerta cerrada, que parecía devolverle la mirada con burla. Desvió los ojos y los clavó en el tapiz que colgaba de la pared a su derecha, cuyas imágenes apenas se discernían a la luz gris que penetraba por la ventana. Los rostros desvaídos de los caballeros y las damas representados en hilo y lana también parecían sonreír, socarrones. Apretó las mandíbulas.</p> <p>-Es un hombre fuerte -masculló-. Vivirá. ¡Vivirá! -Fue como una orden imperiosa, no sabía muy bien si hacia sí mismo, hacia los aristócratas y cortesanas que reían desde el tapiz, o hacia los dioses que sonreían en el cielo cubierto de nubes. Lanzó una mirada rencorosa a la ventana y, tomando aire en un vano intento de serenarse, fue hacia la puerta y la abrió de un tirón.</p> <p>El corredor, habitualmente desierto, estaba muy transitado, tal vez demasiado. Sirvientes correteando arriba y abajo con los rostros teñidos de ansiedad, nobles paseando con fingida relajación, las damas de la reina holgazaneando junto a los aposentos de su rey y expresando con sus ojos abiertos y sus gestos de inocencia que, en realidad, no tenían otra cosa mejor que hacer. Danekal frunció el ceño, y ellas lo siguieron con la mirada, sin inmutarse, hasta que abrió la puerta que enmarcaban con sus vestidos de seda, sus abanicos y sus pañuelos de encaje. Entró sin necesidad de apartarlas, sin dar explicaciones al soldado que hacía guardia en la entrada, sin molestarse en llamar.</p> <p>El ambiente enrarecido lo golpeó cuando abrió la segunda puerta, la que conducía al dormitorio. Contuvo el impulso de frotarse la nariz. Un olor picante, a sudor, a fiebre. Otro olor, más dulzón, a enfermedad. Recorrió la habitación con la mirada: el suelo alfombrado, la ventana cegada con un grueso lienzo, las paredes cubiertas de tapices y la inmensa cama en el centro de la estancia; el dosel sujeto por cuatro columnas de madera, las colgaduras de seda a juego con el blasón bordado en el tapiz que colgaba encima del cabecero. Apartó la vista de las sábanas blancas manchadas de sangre amontonadas en un rincón.</p> <p>-Éstas son las habitaciones de vuestro rey -indicó en voz alta, sin dirigirse a nadie en concreto-. Lo menos que podría exigirse es que estuvieran limpias.</p> <p>Un murmullo apagado, pasos apresurados y una reverencia. El sirviente, vestido de negro y blanco, se apresuró a recoger las sábanas tiradas y, haciendo otra reverencia, salió a toda prisa. Una mujer alzó la mirada desde una silla colocada junto al enorme lecho.</p> <p>-Danekal -dijo, inexpresiva. No se movió. Tenía la mano posada sobre las sábanas nuevas que cubrían el cuerpo tendido; un cuerpo grande, fuerte, cuyas formas se adivinaban bajo las sábanas. Un cuerpo con una sola pierna.</p> <p>-Madre -murmuró él, saludándola con una inclinación de cabeza. Dio un paso, luego otro, y al fin rodeó el lecho, se acercó a ella y se agachó para posar los labios en su frente. Ella trató de impedírselo. Danekal hizo una mueca. «¿Es que quieres que siga el protocolo hasta en el dormitorio de mi padre?»</p> <p>-¿Has ordenado que comiencen los preparativos para la visita de Sihanna de Phanobia? -preguntó inopinadamente la reina. Danekal parpadeó.</p> <p>-¿Cómo está? -interrogó él a su vez, ignorando la pregunta y señalando con un gesto al hombre postrado en la cama. Su voz sonó quizá un poco más dura de lo que había pretendido. Esbozó una débil sonrisa de disculpa.</p> <p>-Tiene fiebre y una pierna menos -contestó ella-. ¿Has hablado con Tranlovar? ¿Le has ordenado que preparen habitaciones para la reina de Phanobia y su séquito? ¿Un banquete, un torneo en su honor, una recepción como corresponde a una visita real?</p> <p>Danekal frunció el ceño.</p> <p>-Madre -susurró-, te estoy preguntando si mi padre va a vivir o a morir. ¿Crees que me importa una mierda quién vaya a venir a visitarnos? -Inspiró hondo-. Me da igual que sea la reina de Phanobia, el triasta de Tula o el emperador de Monmor, joder.</p> <p>Isobe, reina de Novana y Luz de Lanhav por la Gracia de los Tres, se irguió en su asiento y miró a su hijo con los ojos entrecerrados y una expresión tormentosa en su rostro sin arrugas. El vestido de seda azul cuajado de perlas, la redecilla de plata que sujetaba sus cabellos rojizos, la dotaban de una majestad aún mayor que su título; era más baja que su hijo, pero en ese momento parecía mucho más alta. Se acercó hasta quedar a menos de un palmo de él.</p> <p>-Preocúpate por lo que debas preocuparte, príncipe de Novana -dijo en voz baja-. No es tu cometido sanar a tu rey: para eso están los médicos. Pero sí es responsabilidad tuya conservar su reino íntegro y en paz, ya sea para él, cuando sane, o para ti, cuando lo sucedas.</p> <p>Danekal hirvió de rabia e impotencia. Tuvo que obligarse a bajar el tono y a suavizar su semblante. Ni siquiera se dio cuenta de su fracaso al empezar a hablar.</p> <p>-Cualquiera puede ocuparse de preparar una jodida visita. Tenemos visitas cada mes. Que esta vez sea una reina no cambia las cosas. Las reinas duermen en camas igual que los demás, como muy bien debes saber.</p> <p>Debía haber hablado más alto de lo que pretendía, porque Isobe chasqueó la lengua.</p> <p>-Vigila tu lenguaje cuando estés conmigo -exigió en un susurro de advertencia-. No quiero que nadie piense que el futuro rey de Novana es un patán.</p> <p>-Ya no tengo edad de que me laves la lengua con jabón, madre. -Danekal miró de soslayo al lecho: ni un movimiento, ni un gemido.</p> <p>-Tampoco tienes edad de que tenga que recordarte lo que debes hacer con tu futuro reino. La responsabilidad ni se delega ni se comparte, y lo sabes. -La reina volvió a sentarse y se arregló sin necesidad la falda de seda oscura-. Ve a hablar con Tranlovar. Ocúpate de que sepa qué tiene que organizar para la llegada de Sihanna. Y después, si quieres, vuelve. Pero sólo si prometes comportarte -añadió.</p> <p>Danekal luchó un instante con su propio enojo, y asintió.</p> <p>-Iré a hablar con el mayordomo mayor. -Volvió a besar su frente y miró hacia la enorme cama. Su padre tenía la cabeza hundida en la almohada de plumas, la piel tan pálida y seca como las sábanas, el rostro macilento, las mejillas hundidas, los ojos cerrados, rodeados de cercos negruzcos. Danekal tragó saliva y se forzó a apartar la vista. Saludó y giró sobre sus talones.</p> <p>Un revuelo de sedas y encajes recibió su salida de los aposentos de su majestad Tearate II, rey de Novana, señor de Laurvat, soberano de Lenvania, Venver, Teilhil y Sendala, Conquistador de Hongarre, Protector de las Islas de Somlo y Desa, Luz de Lanhav. «Por la Gracia de los Tres», se acordó de agregar mientras enfilaba el camino que acababa de recorrer a la inversa.</p> <p>-Ve a buscar a Tranlovar -dijo de pasada a una de las sirvientas que acompañaban a las damas de Isobe en su vigilia.</p> <p>-Como ordenéis, alteza. -Un susurro de tela, otra reverencia. Había visto tantas desde que su padre le nombró heredero del trono de Novana que ya apenas las percibía. Sin embargo, tanta genuflexión, tanta salutación, tanta ceremonia empezaban a alterarle. Hizo una mueca de disgusto y siguió andando por el amplio pasillo. La luz entraba por la única ventana practicada en la pared; no llegaba a disipar la penumbra del corredor, en el que ardían a intervalos regulares velas de color pardo que desprendían un aroma empalagoso. Se apresuró a recorrer el pasillo, que desembocaba en otro más amplio y mejor ventilado.</p> <p>-Estoy aquí, alteza. -La voz provenía de su derecha, de la antecámara de la reina. Danekal no se detuvo, pero hizo un gesto de saludo al hombre que correteaba para alcanzarlo-. Alteza, yo...</p> <p>-En mis habitaciones -contestó por encima del hombro, acelerando el paso.</p> <p>-¿Cómo? Perdonadme, alteza -farfulló el mayordomo mayor, tropezando con sus propios pies-. Creí que nos dirigíamos al estudio de vuestro padre.</p> <p>-No quiero empezar tan pronto a usurpar sus dominios. -El silencio de Tranlovar fue más elocuente que sus balbuceos: «Cometéis un error.» Sonrió. «Y todavía me quedan muchos por cometer, ¿sabes...?»</p> <p>Tranlovar se esforzó por seguir a su lado, pero su cuerpo fofo y su prominente barriga hacían muy difícil que pudiera seguir el ritmo de las zancadas de Danekal. Para cuando llegaron a las estancias del príncipe, tras el largo paseo por los corredores que atravesaban la Torre del Rey, Tranlovar resoplaba como una mula y tenía el rostro empapado en sudor. Danekal señaló una silla de madera tallada, invitándolo a sentarse, e hizo una seña al criado que había entrado tras ellos.</p> <p>-Vino -ordenó-. Antes de que el mayordomo mayor se desplome y me manche la alfombra de sudor y de babas. -Se sentó en otra silla y se recostó-. ¿Te gusta mi alfombra, Tranlovar? Es de Monmor. Traída de la mismísima Yinahia. Un regalo del emperador.</p> <p>El mayordomo mayor se dejó caer sobre el respaldo de la silla y se secó la frente con un pañuelo de encaje que nada tenía que envidiar a los de las damas de compañía de la reina.</p> <p>-Es exquisita, alteza -musitó sin aliento-. El emperador de Monmor fue muy amable al enviárosla. Un gesto encantador.</p> <p>-Desde luego. Aunque maldito si sé por qué me la envió a mí y no a mi primo Angarad, que es con quien Monmor tiene una deuda, no conmigo. -Cruzó las piernas y posó el tobillo derecho sobre la rodilla izquierda, apoyó el codo en el brazo de la silla y suspiró-. Ese jodido crío sabe muy bien lo que hace. Maldito sea -rezongó-. No te puedes ni imaginar lo muchísimo que me gustaría hacerle comer la puta alfombra.</p> <p>Escandalizado, Tranlovar abrió la boca para protestar, pero Danekal lo atajó con un ademán.</p> <p>-No te he traído aquí para hablar de mi alfombra. Ahora que ya no corre peligro de acabar llena de ti -refunfuñó-, vayamos al grano.</p> <p>-Como queráis, alteza. -El mayordomo inclinó la cabeza, y Danekal gruñó quedamente.</p> <p>-Sihanna de Phanobia... -continuó-. Mi madre desea que se lleven a cabo todos los preparativos para su llegada. Una recepción, sus alcobas y todo eso. Ocúpate, ¿quieres?</p> <p>-Por supuesto, alteza. -Tranlovar dio un sorbo a su copa de vino después de hacer otra breve inclinación de cabeza-. Un banquete. Y un torneo, creo. Sí, estaría bien.</p> <p>-Olvídate del torneo -le espetó Danekal, rechazando su copa con un gesto brusco-. Un banquete sí. Los phanobianos podrían tomárselo a mal si no les diésemos los medios para hartarse de comer y emborracharse nada más pisar Lanhav. Pero no pienso dedicarme a entretener a mis nobles y a los nobles de Phanobia mientras mi padre está desangrándose por el agujero donde antes tenía la pierna. Por cierto -añadió-, tráeme al comandante de la Guardia Real en cuanto aparezca por la fortaleza. Quiero que encuentre a los que le hicieron eso. Quiero que paguen por ello. Después de explicarme por qué. -Esta vez le costó más esfuerzo controlar la voz. Por dentro se sentía tembloroso, lleno de furia, desvalido, desesperado.</p> <p>-Sí, alteza.</p> <p>-Por qué... -insistió Danekal, mirando sin ver el tapiz que cubría la pared que había justo detrás del mayordomo mayor. Por qué... Y quiénes... ¿Los clanes de Hongarre, alguno de sus países vecinos, o sus propios cortesanos? Rio sin pizca de hilaridad. Probablemente lo menos alarmante sería lo primero.</p> <p>-Alteza -repitió Tranlovar, vacilante-. Alteza, quizá... Tal vez... -Se aclaró la voz-. Tal vez deberíamos empezar también los preparativos para las exequias de su majestad. Esas cosas llevan tiempo -se apresuró a añadir al ver la cólera brillando en los ojos de Danekal-. El triasta...</p> <p>-Que le den por culo al triasta -renegó, inclinándose hacia delante, y una rabia repentina ahogó su anterior tristeza-. Mi padre no está muerto. Y no va a morir, ¿me oyes? No va a morir -recalcó como una oración.</p> <p>Tranlovar carraspeó.</p> <p>-Alteza -insistió, bajando el tono hasta convertirlo en un murmullo ansioso-. Debéis empezar a prepararos para ocupar el trono. Ya sé que no es vuestro deseo. No es deseo de nadie que vuestro padre muera. Pero es posible que ocurra.</p> <p>Para su sorpresa, Danekal no sintió ira, ni indignación, ni siquiera el más breve chispazo de enojo. Las palabras del intendente sólo le produjeron dolor. Tembló. Inseguro, alargó la mano y cogió la copa de vino de Tranlovar. Se la llevó a los labios, pero no fue capaz de beber.</p> <p>-¿Y con la Shah...? -preguntó, ocultando el temblor de la boca tras la copa-. ¿Podría la Shah salvar a mi padre?</p> <p>El mayordomo mayor se echó hacia delante para coger la copa de sus manos. La posó en la mesa y le dirigió una mirada rápida antes de bajar los ojos hacia sus propias manos.</p> <p>-¿Qué estáis queriendo decir, alteza?</p> <p>-¿Podrías...? -Se aclaró la garganta y apartó la vista, sintiéndose culpable-. ¿Podrías traer a una shalhia? ¿Podría ella...?</p> <p>Tranlovar emitió un suspiro quejumbroso.</p> <p>-No hay shalhias en Lanhav, alteza -informó sin ninguna necesidad. Claro que no había shalhias en Lanhav. Si las hubiera, Danekal no habría tenido que pedir que le consiguiera una-. Al triasta no le gustaría saber lo que pensáis. Fue él quien aconsejó a vuestro padre su expulsión de la ciudad. Aunque todavía no se haya decidido a proclamar su condición herética...</p> <p>Danekal gruñó.</p> <p>-Que le den por culo al triasta. Trae a una shalhia. De donde sea: de Drine, de Istas o de Lenvê, que está más cerca.</p> <p>-Tendría que traer también a su shalhed, alteza. Son inseparables. La una no vendrá sin el otro. Las shalhias son muy posesivas con...</p> <p>-Como si quieres traer una docena de danzarinas de Qouphu -exclamó Danekal-. Mientras una de ellas sepa usar la Shah, el resto me importa una mierda.</p> <p>-Alteza...</p> <p>-¡Que la traigas, coño! -gritó.</p> <p>-Alteza -dijo con voz suave Tranlovar, que, pese a todo, no parecía amedrentado por la furia de su príncipe-. La Shah no puede curar. Sólo destruye. Las shalhias sólo saben usar la Shah como arma.</p> <p>-¿Cómo lo sabes? -demandó Danekal, incorporándose en su asiento, tembloroso y tan iracundo que apenas podía pensar-. ¿Cómo lo sabes, Tranlovar? ¿Cómo lo sabes? -reclamó, incapaz de pensar en otra frase, incapaz de dejar de decir ésa. Sintió un cosquilleo en su mejilla. Parpadeó, rabioso. Y, de pronto, se dio cuenta de que estaba llorando. Se enjugó las lágrimas de un manotazo y se dejó caer sobre el respaldo de la silla. Se mordió los nudillos mientras luchaba por controlarse. «Idiota, idiota...»</p> <p>Tomó aire. «Menudo rey voy a ser, todo el día llorando como una niña.» Un sollozo se atascó en su garganta. Apretó los dientes.</p> <p>Prudentemente, Tranlovar apartó la mirada y se concentró en su copa hasta que Danekal inspiró.</p> <p>-No serviría de nada, señor -dijo el mayordomo mayor, no sin delicadeza-. Todo lo que se pueda hacer, Yosen lo hará. Si queréis hacerle un bien a vuestro padre, rezad por él.</p> <p>Danekal asintió. Rezar por él. «¿Pero los Tres escucharán? ¿O tengo que rezar también a otros dioses, a todos, hasta encontrar uno que escuche mis oraciones?» O hasta que el rey muriese. Volvió a suspirar. «Contrólate. Idiota.»</p> <p>-Será mejor que te vayas, Tranlovar. A la reina le dará un ataque si llega Sihanna de Phanobia y no hay al menos cien siervos preparados para atender todos sus deseos. Es capaz de cortarnos las piernas a ti y a mí. Ah -añadió, recordando de pronto-, ocúpate de enviar un mensajero a Evan de Lenvania: que vuelva a Lanhav cuanto antes. Por si... -Se tragó las palabras antes de pronunciarlas. Alzó la copa y bebió un sorbo-. Por si lo necesito a mi lado.</p> <p>El mayordomo mayor sonrió.</p> <p>-Me he tomado la libertad de enviarlo ya, alteza. Lo lamento si me he excedido.</p> <p>Danekal resopló.</p> <p>-Lárgate, Tranlovar -murmuró, vaciando la copa del mayordomo mayor-. Sabes demasiado, cabronazo.</p> <p>Pero él también sonreía, aunque sin muchas ganas. Tranlovar inclinó la cabeza, ignoró el bufido del príncipe y salió de la habitación.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>EL LUGAR</p></h3> <p></p> <h2>Decimoséptimo día antes de Letsa.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Hay tantos lugares que aún desconocemos, tantas costumbres que ni siquiera nos acercamos a vislumbrar... Hay tierras ignotas, culturas extrañas, prodigios y horrores de los que no tenemos conocimiento. Y tal vez sea mejor que sigamos en la ignorancia.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Enciclopedia del Mundo: Prólogo</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><i>Mellizo</i>. Se estremeció. «Yo.»</p> <p>-Pero hubo una vez en que tuve un nombre, ¿no...? -No sólo «shalhed»: un nombre de verdad.</p> <p>En su celda había una ventana. Apenas un hueco en la pared, por el que entraba el aire y huían su esperanza, sus sueños, su alma. Su nombre.</p> <p>Nunca se asomaba por aquella ventana. Desde la Montaña no había nada que ver, nada que el shalhed quisiera ver. Prefería el paisaje que se extendía en su mente, en su imaginación. El paisaje que conocía, del que le habían arrancado hacía ya tantos años.</p> <p>Bajo la Montaña, un valle. Más allá del valle, una pradera, la hierba verde salpicada de aldeas pardas y amarillas. Y, más allá, la Bruma.</p> <p>Otro escalofrío. Blanca, voluble, intocable, rodeaba el Lugar. Nadie se había perdido entre sus formas cambiantes, nadie se había internado jamás en su blanca mortaja.</p> <p>La Bruma, el Terror.</p> <p><i>Hay cosas peligrosas en la Bruma... Cuando estás cerca, no sabes lo que es real y lo que no. Y nada se queda inmóvil el tiempo suficiente para que decidas si es o no real</i>. Temblor. <i>En la Bruma no existe la vida</i>. Un sollozo. <i>No mires, no mires</i>... y una mano tapándole el rostro, un cuerpo abrazándole, un empujón obligándole a apartarse del inmenso muro blanco. Un intenso olor a flores emanando de la mujer que le abrazaba. «Tú me diste un nombre.» Un nombre que el shalhed había perdido, que ya apenas recordaba. Resbalaba entre sus dedos como la niebla.</p> <p>-Mellizo.</p> <p>Tomó aire y alejó de su mente las imágenes, el miedo, el olor húmedo. Una voz persistió en sus oídos. Escuchó con los ojos cerrados y los labios apretados. <i>Un terror que no tiene nombre, un horror innombrable. Sólo con pensar en él los hombres palidecen y las mujeres se echan a temblar</i>.</p> <p>Abrió los ojos y se echó a reír con amargura.</p> <p>-Que los hombres palidezcan -balbució-, que las mujeres tiemblen. Que se lancen con los brazos abiertos hacia la Bruma. Pero que nunca, nunca, les pongan un sha’al...</p> <p>Se sentó en el suelo, la espalda apoyada en la pared, la vista clavada en el brazalete plateado que ceñía su antebrazo.</p> <p>-Abrazaría los horrores que oculta la Bruma cien veces si con ello pudiera quitarme el sha’al. Si con ello pudiera recuperar mi nombre.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Decimosexto día antes de Letsa.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">¿De qué tenéis miedo? Las penurias de este mundo no son ni las sombras de los horrores que os esperan en el otro. Orad y suplicad la Gracia de la Luz. Que Ella os muestre el camino para alcanzar la Redención en este mundo, y no temáis lo que ha de venir.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>De la Vida y la Verdad</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">La débil sonrisa no llegaba a mejorar el aspecto macilento del rostro del rey, pero aligeró el corazón de Danekal y fue como un bálsamo sobre su alma herida. Sonrió él también, se inclinó sobre el lecho y acomodó las almohadas bajo la cabeza del monarca.</p> <p>-Tienes una cara horrible -murmuró Tearate-. ¿Qué pasa, no has dormido hoy?</p> <p>Danekal enarcó una ceja y dio una fuerte palmada a la almohada.</p> <p>-Mira quién fue a hablar de caras... Supongo que no te has mirado, ¿verdad?</p> <p>-No -reconoció Tearate. El mohín risueño volvió a sus labios casi al instante-. Si te hubieran cortado una pierna, tú también estarías tan feo como Tranlovar. -Amagó una risa que se convirtió en tos. Se estremeció, y Danekal con él.</p> <p>-¿Quieres algo? -preguntó, ansioso-. ¿Agua, vino? ¿Más mantas?</p> <p>-Déjalo -tosió Tearate-. No voy a morirme por un catarro. Me han cortado el muslo con una sierra -masculló-. ¿Crees que me importa toser un poco? ¿O que va a suponer una diferencia? -La carcajada que ahogó hizo un nudo en el estómago de Danekal.</p> <p>-Tu pierna...</p> <p>-Ya no la tengo. Sí, vale. Me he dado cuenta. -Tomó aire-. Creo que Yosen todavía no ha encontrado valor para decírmelo, o para explicarme por qué.</p> <p>Danekal se encogió de hombros.</p> <p>-Al principio creyó que se había extendido la infección, pero hace un rato aseguraba que en realidad la flecha estaba envenenada. No sé qué nueva teoría se le ocurrirá mañana.</p> <p>-Que me caí de culo en una mata de hiedra venenosa -tosió Tearate-. Basta de tonterías. ¿Por qué no has dormido hoy?</p> <p>-En realidad, sí he dormido, padre. Un poco. -Sonrió con esfuerzo-. Todo lo que me ha dejado Tranlovar -se quejó-. Es un maldito grano en el culo.</p> <p>Tearate rio con ganas.</p> <p>-Sí, ¿verdad? No sabes cómo me alegro de que ahora sea todo tuyo. A mí lleva veinte años tocándome las pelotas. -Le guiñó el ojo, y la sonrisa de Danekal se ensanchó sin que su cerebro interviniera en el proceso.</p> <p>-Ni lo sueñes. Haz el favor de curarte de una maldita vez, y en un par de días te lo devuelvo, con o sin pierna.</p> <p>-Oh, la crueldad de la juventud -se lamentó Tearate. Alargó el delgado brazo y cogió con cuidado una copa de oro que descansaba junto a su cama-. ¿Qué error habré cometido, qué mal te habré hecho, para que me pagues así? ¿No podrías matarle? -añadió, fingiendo una mueca esperanzada. Danekal le sacó la lengua.</p> <p>-Según tu esposa, tu mayor error fue dejar que me educasen los patanes de tus soldados en lugar de los triakos que el triasta recomendaba y ella aprobaba. Dice que hablo como un marinero borracho en un burdel.</p> <p>-Y tiene razón. No hablas como un príncipe, eso seguro. Pero claro, ¿quién es el que dice cómo tienen que hablar los príncipes? -Tearate puso los ojos en blanco-. A mí lleva diciéndome lo mismo más de veinte años. En realidad, creo que le gusta.</p> <p>-Tú eres el rey -dijo Danekal-. A ti nadie te dice cómo tienes que hablar.</p> <p>-¿Quién te ha engañado? -Tearate luchó por incorporarse entre las mantas; al cabo de un instante cejó en su empeño y alzó la vista, desalentado-. Esta jodida pierna... llevan toda la vida diciéndome cómo tengo que hablar, cómo tengo que vestirme, cómo tengo que comer, cómo tengo que bailar. Si le dejase, Tranlovar me diría hasta cómo tengo que rascarme el culo. Y Tranlovar sabe mucho de culos, ya me entiendes.</p> <p>Danekal soltó una risita.</p> <p>-¿En serio? Caramba, quién lo diría... -Cruzó las piernas y torció los labios, sardónico-. Quizá no debería pasar tantas horas con él en mis habitaciones. Lo único que me faltaba es que todo Lanhav empezase a pensar que me revuelco con mi mayordomo mayor. Con tu mayordomo mayor, quiero decir.</p> <p>El rey rio con tantas ganas que estuvo a punto de ahogarse. Empezó a toser y volvió a reír. Danekal le ayudó a llevarse la copa de vino aguado a los labios. Tearate bebió, derramándose la mitad del líquido sobre la pechera. Después apartó la copa con una mano flaca y amarillenta.</p> <p>-Basta. Ya tendré tiempo de emborracharme a gusto cuando vuelva a crecerme la pierna.</p> <p>-Será mejor que te emborraches hasta que creas que te ha crecido la pierna, padre. A menos que Yosen haya aprendido mucho de hierbas desde aquella vez que quiso extirparte ese forúnculo. -Danekal soltó una carcajada al ver la mueca dolorida de Tearate, y posó la copa junto a la cama.</p> <p>-Muchas hierbas iba a tener que comer para eso, me temo. -El rey cerró los ojos. Su piel pareció apergaminarse a simple vista-. Danekal -murmuró, y abrió un párpado.</p> <p>-¿Sí, padre...? -La ansiedad y el miedo habían vuelto. Hizo un movimiento brusco para inclinarse sobre la cama, y tiró la copa. El cáliz rodó por el suelo alfombrado sin un ruido.</p> <p>-¿Has hablado con Angarad? -preguntó Tearate.</p> <p>-¿Angarad?</p> <p>Tearate puso cara de fastidio.</p> <p>-A veces me enervas, chico. ¿No se te ha ocurrido que el comandante de la Guardia Real puede saber mucho acerca de quién me atacó en el bosque?</p> <p>Danekal abrió la boca, asombrado. Después la cerró y apretó la mandíbula.</p> <p>-Si piensas que no me he preocupado de saberlo, padre, voy a tener que emplazarte en el patio para dirimir nuestras diferencias -se irritó-. Hablaré con él cuando regrese. Sigue en el bosque, rastreando a tus... atacantes.</p> <p>-Bien. -Tearate suspiró débilmente-. Quiero saber quién fue antes de cruzar a la Otra Orilla. No soporto dejar las cosas a medias.</p> <p>Danekal arrugó la nariz.</p> <p>-Al menos, ellos también dejaron este trabajo a medias, padre -dijo, señalando el muñón oculto bajo las sábanas. El rey meneó la cabeza.</p> <p>-No lo tengo tan claro. -Cerró los ojos.</p> <p>El enojo y la diversión desaparecieron como si nunca hubieran existido, y sólo quedó el nudo que oprimía el estómago de Danekal.</p> <p>-No digas eso, padre. No...</p> <p>Se interrumpió cuando el rey le lanzó una mirada ultrajada.</p> <p>-No creas que pienso morirme tan pronto -espetó Tearate con voz débil y una sonrisa esbozada en sus finos labios-. Siempre me ha gustado una buena pelea. Y no pienso dejarme vencer en ésta.</p> <p>Danekal sonrió con tristeza.</p> <p>-Ya lo sé, padre -respondió, alisando la sábana sobre su pecho hundido-. Nunca te rindes sin luchar, ¿eh?</p> <p>-No. -Tearate movió la cabeza para acomodarla en la almohada-. Una pena que esos cabrones no me dieran opción a pelear. Les habría cortado los huevos antes de que supieran lo que les había pasado.</p> <p>La risa cascada no logró diluir del todo la inquietud de Danekal.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>EL LUGAR</p></h3> <p></p> <h2>Decimoquinto día antes de Letsa.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">¿Vivimos la vida que elegimos vivir? ¿O es la vida la que nos elige a nosotros para que la vivamos?</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Naturaleza del Hombre</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">El shalhed lo recordaba. Siempre, a cada momento. Cómo era antes de llevar el sha’al, antes de convertirse en un Mellizo: un niño normal, con una familia normal, un nombre normal. Demasiado pequeño para entender por qué sus padres estaban de un humor tan sombrío aquel día.</p> <p>A Kal siempre le había gustado la Fiesta de la Renovación, cuando el frío del invierno dejaba paso al color y el olor de la primavera recién nacida. Ese día el mundo aburrido y gris se convertía en un baile, una danza frenética regada de sonrisas y exclamaciones de alborozo. La fragancia del pan y los pasteles recién horneados, del enorme venado que se asaba lentamente ensartado en un gran espetón, se mezclaba con el aroma picante de la hierba húmeda y las primeras flores, ahuyentando el olor a hielo y nieve, a tierra congelada, a invierno.</p> <p>Pero aquel día no fue igual. Kal tenía diez años, y eso preocupaba a sus padres. Y Kal no sabía por qué no le dejaban separarse de ellos e ir a bailar, a comer, a intentar conseguir a escondidas un poco de vino que beber entre risas, orgulloso de su propio valor y de su hombría recién intuida.</p> <p>Aquel día le obligaron a alinearse junto a otros diez o doce niños de su edad. Desconcertado, Kal mantuvo el semblante serio, esperando a que ocurriese algo que sus padres no habían querido explicarle. La música había cesado, y todos a su alrededor lo miraban, a él y a sus compañeros de fila, con el rostro severo y compungido.</p> <p>-Mírame a los ojos -exigió la mujer vestida de gris. Y Kal obedeció, creyendo que así todo terminaría más rápido y podría comer algo, beber, aunque sólo fuese agua.</p> <p>Fuera lo que fuese lo que aquella mujer vio en sus ojos, la hizo sonreír de satisfacción. Por un instante se pareció mucho a un depredador que acabase de divisar a su próxima presa. Después se volvió hacia un grupo de mujeres vestidas como ella.</p> <p>-Sí -proclamó-. Tiene el brillo de la Shah.</p> <p>Alargó el brazo hacia el círculo de mujeres. Éste se abrió como si una mano invisible hubiera apartado sus cuerpos. En el centro había dos niñas de la edad de Kal. Ambas se adelantaron y se acercaron a la mujer que se erguía ante él. Y la mujer le obligó a mirarlas a ambas por turnos, sin parpadear, durante lo que a Kal le pareció una eternidad.</p> <p>La segunda niña tenía los ojos tan grandes que ocupaban la mitad de su rostro. Kal la observó, interesado, preguntándose por qué le resultaba tan familiar, por qué tenía la sensación de haberla visto antes, y si después podría convencerla para que se reuniese con él detrás del granero y compartiera con él un poco del vino que tenía intención de llevarse a escondidas. Eran unos ojos castaños, pero tenían motitas doradas, tantas que parecían dos charcos de oro y ámbar. Lo atraparon de repente, impidiéndole moverse. Y entonces le absorbieron el alma, robándole las fuerzas y dejando sólo una carcasa vacía y temblorosa, sin energía, sin voluntad, sin apenas vida.</p> <p>El pelo negro de la niña se agitó, presa de un viento invisible, y empezó a brillar.</p> <p>-Shalhed -murmuró la mujer a su lado. Cogió la mano de Kal y le obligó a avanzar hacia la niña. Ella levantó el brazo y le agarró por la muñeca. Y Kal notó algo frío en su antebrazo, un contacto helado que lo dejó sin aliento. Con esfuerzo bajó la mirada y lo vio: el brazalete liso de plata ajustado a su brazo como una segunda piel. El sha’al.</p> <p>-Soy tu Melliza -dijo la niña. Sonrió, satisfecha-. Y tú mi Mellizo. Para siempre.</p> <p>«Hasta que muera. Hasta que muramos los dos.» Hasta que ella hubiera utilizado toda la Shah que su Mellizo pudiera absorber del mundo, agotando su cuerpo, secando su mente, dejando sólo la obsesión por complacerla. Sin nombre, sin voluntad propia, viviendo sólo para ella hasta que les llegase el momento de morir. A ambos. <i>Un Mellizo no puede vivir sin su Melliza. Un Mellizo vivirá mientras viva su Melliza</i>.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Decimocuarto día antes de Letsa.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">El Ocaso allanó las montañas, alzó las llanuras, retiró las aguas de algunos lugares y las obligó a cubrir otros. El suelo se abrió formando cañones insalvables, montañas de alturas infinitas, abismos sin fondo. Arrancó un pedazo del norte de Ridia, cubriendo el espacio entre tierra y tierra con un nuevo mar. El fragmento de tierra aislado se llamó Novana, la Isla. Y su capital, encerrada entre dos ríos, es Lanhav, la Ciudad de la Isla.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Ridia: Orígenes</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Danekal rio sin disimulo al ver la expresión horrorizada del mayordomo mayor.</p> <p>-¿Qué esperabas? -preguntó, caminando a toda prisa hacia la escalera de caracol que conducía a los pisos inferiores de la Torre del Rey-. ¿Sedas y brocados? -Volvió a reír, colocándose la capa marrón sobre los hombros sin detenerse.</p> <p>-Alteza...</p> <p>-No, nada de «alteza» por hoy -rechazó, bajando los angostos escalones-. ¿No querías que me hiciera una idea de la disposición de la ciudad para preparar la llegada de esa maldita mujer? Pues no pienso dejarme las pestañas mirando un mapa. La mitad de los cartógrafos no sabe distinguir una isla de una mancha de mierda, y la otra mitad dibuja con el culo.</p> <p>-Pero...</p> <p>-Y no, no voy a avisar a la Guardia Real ni a la madre que los parió. Voy a visitar una ciudad. ¿Cómo voy a verla bien si me acompañan veinte soldados, diez trompeteros y una puta cohorte de bailarinas?</p> <p>-Pero...</p> <p>-No -repitió Danekal, parando en seco al llegar al enorme salón del piso inferior y girándose hacia el mayordomo mayor. Tranlovar jadeó mientras bajaba los últimos escalones-. Si hay que recorrer la puñetera ciudad, recorramos la puñetera ciudad. Pero lo haremos a mi manera.</p> <p>Tranlovar llegó al fin a la estancia, se detuvo, apoyó la mano en una esquina y resopló, secándose el sudor con su omnipresente pañuelo de encaje. Lanzó a Danekal una torva mirada.</p> <p>-Sólo quería señalaros, alteza -dijo-, que no es muy probable que haya un solo comerciante en Lanhav que lleve una capa como ésa. -Hizo una pronunciada reverencia y guardó el pañuelo en su manga-. No tiene... estilo, ¿entendéis?</p> <p>-Entiendo. Bien, pues seré un vendedor ambulante. O un jodido mendigo. ¿Qué importa? -Danekal se encogió de hombros.</p> <p>-Los pobres no llevan capa, alteza -indicó Tranlovar. En vez de enojarse como el mayordomo mayor esperaba, Danekal soltó una carcajada.</p> <p>-Vale -asintió-. Vale, lo he pillado. Creía que sí, pero no tengo ni idea de cómo visten a diario mis futuros súbditos, ¿contento? Esto te pasa por no dejarme salir sin un desfile de heraldos tocando el cuerno a cada paso que doy. Qué sonido más horrible. -Fingió un estremecimiento, se quitó la capa con desgana y guardó el broche de plata entre el jubón y la camisa. La prenda cayó al suelo, donde un sirviente se apresuró a recogerla y a apartarse de su príncipe a toda velocidad-. Bien -añadió, irguiéndose y alisando con una mano la pechera de su camisa-. ¿Qué tal estoy?</p> <p>-Estáis... irreconocible, alteza -contestó Tranlovar prudentemente, sin dejar de mirarlo con desagrado. Danekal rio de nuevo y se dirigió con paso resuelto a las puertas de madera tallada.</p> <p>La Torre del Rey constituía el centro exacto de la Isla, que a su vez era el corazón de Lanhav y de todo Novana. Como Novana significaba «la Isla», ése era el nombre que daban al castillo donde habitaba el rey, puesto que el rey era, en definitiva, Novana. Y como Lanhav significaba «la Ciudad de la Isla», ése era el nombre que había adoptado el centro de la capital, la Lanhav primitiva, donde habitaban los nobles.</p> <p>Danekal salió al patio que rodeaba la elevada torre. El sol asomaba todavía tímido tras las almenas que coronaban el edificio. El príncipe se detuvo y miró a su alrededor. Aun a esa hora tan temprana el patio hervía de actividad: soldados ejercitándose con sus armas en el extremo norte, palafreneros y mozos de cuadra cepillando y almohazando caballos junto a la cara sur de la torre, sirvientes, criadas, cocineras y ayudantes corriendo de un lado a otro, cargando agua, sacos de grano, cestos con frutas... El patio, como la propia fortaleza, tenía forma triangular, pues acomodaba sus murallas a la forma del pequeño delta que formaban al confluir el Tinhal y el Hexene. El único edificio que no seguía el patrón triangular de la muralla era la Torre del Rey, que era cuadrada.</p> <p>Un hombre salió de la precaria construcción medio oculta entre el establo y uno de los graneros. Por su expresión relajada y la parsimonia con que se ataba los lazos de las calzas, era evidente de dónde venía. Danekal apartó la vista. «Lo que me faltaba... voy con Tranlovar a todas partes, y me dedico a mirar a los hombres que salen de la letrina con sus cosas al aire. Es cuestión de tiempo que me pongan un nombre de flor silvestre.» Gruñó y echó a andar en sentido contrario, sin preocuparse de si Tranlovar lo seguía o no, para rodear la torre por la cara norte.</p> <p>Danekal había dicho en alguna ocasión que Lanhav había sido proyectada por un perturbado maníaco o por alguien con tantos enemigos que hasta los gatos de la Isla debían tener intención de matarlo. Lo decía en tono de broma, pero era obvio que la fortaleza estaba construida pensando más en su defensa que en la comodidad. «Todas las vueltas que hay que dar para salir de este sitio, por ejemplo...» Las puertas de la Torre del Rey estaban orientadas al oeste, al punto exacto en que confluían los dos ríos, mientras que la entrada a la fortaleza daba al este, a las residencias que poseían en Lanhav los nobles más poderosos y acaudalados de Novana. El recinto de la Isla estaba amurallado por completo, y los muros lisos de piedra caían hasta el agua de los ríos en dos de sus tres laterales. Murallas dobles erizadas de almenas; una, de unas ocho varas de altura y, detrás de ésta, otra, que se alzaba al menos doce varas. Y, en el espacio que se abría entre ambas, un pasillo lo bastante estrecho para impedir el paso de más de dos hombres al mismo tiempo. Una trampa para ratones, más aún teniendo en cuenta que las dos puertas, la de la muralla exterior y la de la muralla interior, no estaban alineadas.</p> <p>Como siempre que salía de la fortaleza, Danekal bufó de impaciencia mientras recorría los cincuenta o sesenta pasos que separaban una puerta de la otra, encerrado entre los altos muros de piedra. «Muy útil, si alguien se quiere meter aquí sin permiso... pero un puto incordio si lo que quieres es salir», pensó, levantando la cabeza para mirar las almenas que coronaban la muralla, desde donde los arqueros ya estarían disparándole tantas flechas como para dejarlo como un erizo si tuviera intenciones aviesas. Sonrió. «Si mi madre estuviera aquí, seguro que decía que mis intenciones <i>siempre</i> son aviesas.» Desde donde estaba no podía ver las almenas que protegerían a esos mismos arqueros cuando estuvieran disparando al enemigo y no al perverso de su príncipe, que era en esos instantes el único que recorría la galería, seguido por un renqueante mayordomo mayor.</p> <p>El rastrillo estaba alzado. Danekal saludó con un breve gesto a los cuatro soldados apostados junto a las puertas. Lo que menos le apetecía era tener que esperar a que le franqueasen el paso para salir de su propio hogar. Oyó un tintineo encima de su cabeza y rechinó los dientes sin levantar la vista. Lo más probable era que los soldados de las dos torres también se hubieran asomado a verle salir. «Y eso que no llevo bailarinas», pensó con sorna.</p> <p>-Si todos estos idiotas me han dejado pasar es porque saben quién soy -murmuró, haciendo pantalla con la mano sobre los ojos para estudiar lo que le rodeaba-. Menuda mierda de disfraz.</p> <p>Ante él había una explanada adoquinada. A esa hora de la mañana el sol acariciaba el empedrado y suavizaba las formas rectas y sobrias de la muralla y de las torres que Danekal alcanzaba a ver desde su posición.</p> <p>-¿Habría preferido vuestra alteza que no le hubieran permitido salir? -preguntó Tranlovar, entrecerrando los ojos en un intento de huir de la claridad hiriente del día.</p> <p>-No, supongo que no.</p> <p>La explanada rebosaba de actividad y de vida, a despecho de los grupos de soldados que la vigilaban con tanto celo como custodiaban las puertas de la Isla y que, en teoría, garantizaban que el espacio entre las grandes casas de los nobles y la fortaleza estuviera despejado. Un colorido conglomerado de puestos y tenderetes saludó su salida del castillo: lonas colgadas de forma precaria sobre postes torcidos, tablones sujetos sobre cajas o toneles y un gentío compuesto por tenderos, buhoneros, danzarines y siervos que paseaban entre los mostradores. Y el ruido...</p> <p>Danekal arrugó la nariz.</p> <p>-No entiendo por qué estos tenderetes aparecen y desaparecen como las setas entre Ebba y Yeöi -comentó, recorriendo el mercadillo con la mirada.</p> <p>-No depende de las estaciones, alteza, sino de la situación política -le explicó Tranlovar con un marcado tono de superioridad-. Cuando Novana no está en guerra, no es necesario mantener la plaza despejada. Los comerciantes que no tienen un puesto fijo en el mercado vienen aquí a vender sus mercancías, y atraen a todos los truhanes y ladronzuelos de la Ciudad Nueva, dicho sea de paso.</p> <p>-¿Y los soldados lo permiten? -inquirió Danekal, observando cómo un hombre lanzaba al aire unos palos forrados de cintas de colores y los recogía con destreza.</p> <p>-Sí, los soldados de la fortaleza lo permiten. -Tranlovar indicó el estrecho espacio entre la muralla y la primera hilera de puestos, y ambos empezaron a andar en esa dirección-. Toda esta gente paga entre dos y cinco cobres a los soldados para que miren hacia otro lado cuando instalan sus tiendas, y ese dinero va derecho a la guarnición. Y vuestro padre, a quien los Tres guarden muchos años, también finge no verlo.</p> <p>Danekal vaciló y tropezó con una piedra inexistente.</p> <p>-¿Qué? -exclamó-. ¿Mi padre?</p> <p>-Sí, alteza. Esas monedas ayudan a mejorar el nivel de vida de los soldados y los mantienen contentos. Y, lo más importante, no salen de las arcas reales. Los soldados cobran más y hacen mejor su trabajo, y los pobres tienen un lugar para vender o comprar lo que sus escasas posibilidades les permiten. O para hacerse con alguna que otra bolsa por otros... procedimientos. -Un mohín arrugó sus labios.</p> <p>Danekal prefirió no seguir indagando. Observó los puestos, a sus propietarios y sus visitantes.</p> <p>-No me importa cómo se hagan las cosas normalmente -dijo con el ceño fruncido-. Cuando venga Sihanna de Phanobia quiero a toda esta gente fuera de aquí.</p> <p>-Pero, alteza -se escandalizó Tranlovar-, sólo se les permite instalarse cuando no reviste peligro para la fortaleza o para sus invitados.</p> <p>-Estupendo -le espetó Danekal, y siguió andando a toda prisa.</p> <p>Pese a su variopinta colección de puestos y de gente, la explanada se le antojaba vacía. Tal vez fuera por su extensión, o tal vez porque Danekal recordaba muy bien cómo era cuando salía del palacio de manera oficial: hileras e hileras de nobles saludando como idiotas, soldados con sus uniformes de gala avanzando con paso regular, heraldos, triakos, imbéciles tocando tambores y trompas y, en medio de tanta estupidez, él. Volvió a gruñir.</p> <p>-¿Acaso echáis en falta a vuestro séquito, alteza? -le preguntó Tranlovar con su timbre agudo tan molesto al oído. Danekal se tragó una blasfemia.</p> <p>En determinadas fechas, la explanada se veía incluso más abarrotada. Pocos días después sería una de esas ocasiones, cuando la reina de Phanobia hiciera su entrada en el palacio real de Novana; las visitas de dignatarios y las ceremonias congregaban a más gente, mucha más, que una simple salida del príncipe heredero. La coronación de un rey era impresionante; las exequias de uno, aún más. Una boda real también llenaba de lanhavenses la enorme plaza. O la presentación de un hijo varón del rey. O el nombramiento oficial de un heredero. Como el suyo. Danekal todavía gemía al recordar los estandartes, las banderolas agitadas por la multitud, los gritos de alegría, el rugido estridente de los cuernos, el retumbo de los tambores. En aquel momento sólo tenía diez años, pero ya se había dado cuenta de que aquello iba a ser una constante en su vida: reverencias, halagos, cortejos, títulos y muchas tonterías que no le gustaban ni un pelo.</p> <p>-Y ¿ahora, hacia dónde, alteza? -indagó Tranlovar-. No querréis cruzar el Puente Nuevo...</p> <p>-Por supuesto que no, hombre -rezongó-. ¿Para qué iba a querer ir al Cenagal? ¿Crees que a Sihanna de Phanobia se le va a ocurrir hacerle una visita?</p> <p>Tranlovar pestañeó.</p> <p>-Bien -murmuró-, al menos vuestra alteza sabe qué nombre dan sus súbditos a la orilla del Tinhal...</p> <p>-Claro que lo sé. ¿Por qué no iba a saberlo?</p> <p>-Será muy útil, teniendo en cuenta que vuestra alteza parece recién salido del mismísimo centro del Cenagal, dicho sea con todo el respeto.</p> <p>-Bueno, eso es lo que pretendía, ¿no? Así podré pasear tranquilo, sin que la gente me haga tantas genuflexiones.</p> <p>-Desde luego, alteza. -Tranlovar apresuró el paso con esfuerzo, y Danekal acomodó sus largas zancadas a los pasos de las cortas y regordetas piernas del mayordomo mayor-. Vestido así, con vuestro permiso, sólo podrían confundiros con un bufón que se hace pasar por vos.</p> <p>-Es que eso es lo que soy la mayor parte del tiempo -rumió Danekal.</p> <p>Dos puentes conectaban la Ciudad de la Isla con el resto de Lanhav. Al norte, cruzando el Tinhal, el Puente Nuevo finalizaba en el sector más pobre de la capital, y también el más peligroso: la miseria y la suciedad convivían con la indignidad, y muchos comían gracias a las monedas que otros pagaban por impedir que alguien volviera a comer jamás. El Cenagal, lo llamaban, y no sólo porque antaño aquella orilla fuese un pantano, que Lanhav aún no había conseguido tragarse del todo y con el que todavía mantenía una lucha a muerte cuando el deshielo traía consigo crecidas del río. Al sur, la Ciudad de la Isla se unía a Lanhav por el Puente de las Cestas, mucho más antiguo, largo y ancho que el otro. Fueron los comerciantes quienes pagaron de su bolsillo la construcción del Puente de las Cestas, para facilitar el tránsito de bienes entre una y otra orilla del Hexene, y fueron los nobles quienes pagaron la construcción de las dos torres que vigilaban tanto el Puente Nuevo como el Puente de las Cestas, para protegerse de una posible revuelta popular, siguiendo su natural inclinación a desconfiar de cualquiera que no tuviese un título nobiliario.</p> <p>Por el Puente de las Cestas sólo transitaban siervos de los nobles y sirvientes de la fortaleza, de camino hacia la Ciudad de los Comerciantes o de vuelta de ella. Observados por los aburridos guardias que lo vigilaban, cruzaban la puerta de la torre y el ancho viaducto cargados de enormes cestos; de ahí le venía el nombre, de las canastas que se utilizaban para transportar productos de una orilla a otra del Hexene.</p> <p>Danekal y Tranlovar no llevaban canasto alguno, pero no llamaron la atención mientras cruzaban el Puente de las Cestas ni al internarse en la Ciudad de los Comerciantes. Allí, lógicamente, vivían los comerciantes, además de los artesanos. Cerca del Puente de las Cestas estaban instalados los joyeros, sastres, boticarios y constructores, en la esperanza de que la cercanía haría que sus productos y servicios fueran precisados con más frecuencia en la Ciudad de la Isla; más allá, barberos, remendones, zapateros, sacamuelas y sanadores se repartían el espacio delimitado por las murallas. Y también posaderos, taberneros y prostitutas, cuyos servicios eran requeridos con frecuencia. Sólo los juglares, las adivinas, los charlatanes y los ladrones estaban confinados en el Cenagal; ellos y los más pobres, los que no podían ni soñar con dormir en una calle adoquinada.</p> <p>Al pensar en aquellos que pasaban todas las noches de su vida al raso, Danekal se estremeció y se pasó las manos por los brazos en un intento involuntario de devolverles el calor que su imaginación, más que el clima, les había robado.</p> <p>-Ah, ¿tenéis frío? -comentó Tranlovar, que no parecía dispuesto a abandonar el tono hiriente, como si al dirigirse así a su príncipe quisiera demostrarle su descontento por haber sido arrastrado a la ciudad-. ¿Ahora vuestra alteza echa de menos la Torre del Rey?</p> <p>-No. Lo que echo de menos es mi capa -gruñó-. Y haz el favor de cerrar la boca si no quieres que recuerde cómo mi tatarabuelo Seldecto castigaba las faltas de respeto de sus siervos, y decida convertirme en un buen hijo que honra la memoria de sus antepasados.</p> <p>Tranlovar calló.</p> <p>Lanhav era un lugar natural de paso tanto de comerciantes como de viajeros, pues el terreno abrupto al sur de la Cordillera de Saldehêna daba paso a las amplias llanuras del sur de Novana. Si antaño los comerciantes llegaban en caravanas y celebraban mercados y ferias de forma periódica, en la actualidad el mercado era permanente, y esos mercaderes que siglos atrás acudían a vender sus mercancías eran ahora los ciudadanos del burgo. Y seguían abasteciendo a Lanhav de todo aquello que sus habitantes pudieran imaginar y de cosas que, a veces, excedían su imaginación. Todo ello contribuía a hacer de Lanhav una ciudad rica, y aportaba a las arcas reales, y a las cuentas de los mercaderes, una inagotable fuente de ingresos.</p> <p>No obstante, las mismas rutas que utilizaban los comerciantes eran recorridas por los conquistadores. Lanhav se erigía, brillante y poderosa, en un cruce de caminos, en un lugar al que cualquier enemigo, por idiota que fuera, podría acceder sentado al revés en su caballo. Mas eso no importaba: Lanhav era una ciudad eminentemente defensiva, y sus fundadores no pretendían que los posibles conquistadores decidieran evitar el bastión dando un rodeo. «Como suele decir mi padre -pensó Danekal-, se trata de que vengan, no de que vayan a saquear a otro sitio.»</p> <p>-Genial -gruñó, deteniéndose en una bocacalle que desembocaba en la plaza del mercado.</p> <p>Si la explanada de la fortaleza le había parecido desordenada, aquello era un auténtico caos. En un primer vistazo lo único que fue capaz de vislumbrar fue una masa de colores brillantes, salpicada de músicas, gritos de los vendedores, y los olores más variopintos. En un segundo vistazo, el remolino multicolor se transformó en un surtido de toldos sujetos con sogas de las paredes de piedra y argamasa y de vigas de madera. Bajo esos palios improvisados, Danekal se asombró al ver que había tiendas montadas en las puertas de las casas, en las ventanas, en cualquier hueco; puestos construidos con postes y tablones torcidos, tiendas que se montaban unas sobre otras... Ropas, alimentos, pellejos de vino, animales vivos o muertos colgados de las vigas, colocados al descuido sobre mantas que compartían el suelo con las botas y los zuecos de los viandantes y con el barro y los excrementos de los caballos y los mulos. El olor le golpeó como un mazazo: una vaharada cálida y punzante que le llevó el aroma del pan y los pasteles de hojaldre, los efluvios de la carne fresca y la sangre recién escurrida, el hedor de los animales y sus excrementos, la fetidez del sudor de los cientos de personas que se aglomeraban, comprando o vendiendo.</p> <p>Danekal no dio un paso más.</p> <p>-¿Acaso vuestra alteza se arrepiente ahora de haber salido de palacio sin su escolta? -sugirió Tranlovar con un tono suave que no ocultaba su ironía.</p> <p>-No. -Danekal se puso de puntillas para mirar al otro lado de la plaza. Los toldos tapaban todo lo que no se encontraba a unos pasos de distancia. Miró al mayordomo mayor-. Desde aquí, en línea recta, está la Puerta de Lenvania, ¿me equivoco?</p> <p>-No, alteza. -Tranlovar le devolvió la mirada, interrogante-. Pero no se puede llegar en línea recta. El trazado de las calles lo impide.</p> <p>-¿No sale del otro extremo de la plaza la calle de la Reina?</p> <p>-Sí -asintió Tranlovar, desconcertado.</p> <p>-Y ¿la calle de la Reina se une a la calle del Príncipe? -insistió Danekal.</p> <p>-Sí, pero...</p> <p>-Bien -lo interrumpió Danekal, dando media vuelta y comenzando a desandar sus pasos en dirección al Puente de las Cestas-. Son las dos calles más anchas de Lanhav. Y la calle del Príncipe desemboca en la Puerta de Lenvania -comentó.</p> <p>-Por supuesto, alteza, pero...</p> <p>-Tranlovar -lo atajó Danekal-. Dentro de cuatro días quiero esta plaza despejada.</p> <p>Siguió caminando sin hacer caso de la expresión consternada del mayordomo mayor. Ni siquiera alejándose de la plaza del mercado se desembarazó del estruendo atronador, del hedor insoportable. Aceleró el paso.</p> <p>-Alteza -dijo Tranlovar en voz baja, esquivando a un par de hombres cargados con enormes banastas que avanzaban en sentido contrario-. No podéis hacer eso.</p> <p>Danekal lo miró de soslayo.</p> <p>-¿Cómo te las has arreglado otras veces para que aquellos que nos visitan lleguen a la Isla? -preguntó-. ¿Atravesando ese... eso?</p> <p>Tranlovar se detuvo en seco y lo miró, boquiabierto, y después tuvo que correr un trecho para alcanzarlo.</p> <p>-Alteza... -reincidió, sin aliento-. Alteza, los nobles, los reyes... Todos recorren la ciudad hasta el puerto y allí embarcan para llegar a la Isla, ninguno cruza el Puente de las Cestas, no...</p> <p>-Tranlovar -lo interrumpió Danekal, impaciente-. ¿Me estás diciendo que la reina de Phanobia va a tener que tardar más en ir desde la Puerta de Lenvania hasta la Isla que en llegar desde su país hasta el mío? ¿Cuánto se tarda, diez días, en recorrer lo que tú y yo hemos recorrido en media mañana?</p> <p>Tranlovar esbozó una sonrisa insegura.</p> <p>-Diez días no, alteza... Pero la costumbre...</p> <p>-Me importa un huevo la costumbre -espetó Danekal-. Mi madre quiere que Sihanna tenga una bienvenida digna del triasta de Tula. ¿Cómo voy a dársela si tiene que estar cambiando de medio de transporte cada dos pasos? Y ¿cómo va a recibirla el pueblo en el embarcadero de la fortaleza? ¡Si no cabríais tú y mi padre juntos!</p> <p>Tranlovar abrió mucho los ojos.</p> <p>-No, alteza, no es así como...</p> <p>-Basta. -Danekal se detuvo-. Mi madre ordena, y yo obedezco como un buen niño. Y tú me obedeces a mí, así que a callar. Despéjame la plaza. Quiero que esa mujer tenga un recibimiento tan multitudinario que se quede tonta de ver a tanta gente junta.</p> <p>Tranlovar se pasó el pañuelo de encaje por la frente.</p> <p>-Los mercaderes protestarán, alteza -advirtió en un susurro acongojado.</p> <p>-Pues que protesten. Bastante plata van a ganar con el séquito que va a traer esa tipa. Lo único que me faltaba es tener que preocuparme por quitarles los puestos tres o cuatro días.</p> <p>Siguió andando, y Tranlovar tuvo que trotar a su lado, incapaz de lograr que sus resoplidos y sus miradas estupefactas le obligasen a cambiar de idea.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>EL LUGAR</p></h3> <p></p> <h2>Decimotercer día antes de Letsa.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Es falso que las shalhias maltraten a sus Mellizos. ¿Acaso un hombre trataría mal a su perro favorito?</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Historia y Costumbres de Ridia</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">A su Melliza le gustaba que sonriera cuando le obligaba a pasear por el patio, entre las altísimas murallas de la Montaña. Él no lo hacía a menudo: sonreír no era algo que sus labios supieran hacer con naturalidad. Sólo lo hacía cuando ella se lo ordenaba.</p> <p>Ella se lo ordenaba cada día.</p> <p>-Sonríe, Mellizo.</p> <p>Y el shalhed sonreía, los labios tensos, el sha’al palpitando con fuerza en su muñeca.</p> <p>Las shalhias dedicaban una hora al día a sacar a los shalhed a pasear. «Tienen que hacer ejercicio -decían-. Tienen que estar sanos.» Y acariciaban sus cabezas con ternura, mientras caminaban junto a ellos por la explanada de tierra. Y los shalhed respondían a sus caricias con una sonrisa agradecida, y seguían andando hasta que ellas decidían que ya habían caminado suficiente.</p> <p>-Ve a hablar con ellos, Mellizo -lo instó su Melliza en tono amable, apuntando con la cabeza a los otros shalhed, que se encaminaban hacia uno de los muros que delimitaban el patio. El shalhed giró sobre sus talones y, apretando los dientes al sentir la primera punzada de dolor, se alejó de ella.</p> <p>Las shalhias habían elegido un lugar fresco, protegido del viento y del sol, para que sus Mellizos se reunieran. Aquella mañana sólo eran un par de docenas de hombres los que habían salido con sus Mellizas al patio. Tal vez los demás estaban ocupándose en otras tareas. Tal vez alguno estuviera castigado, encerrado en su habitáculo, alejado de su Melliza. O sufriendo otro castigo más contundente. El shalhed se sentó con la espalda apoyada en el muro. El malestar era muy débil, una molestia indefinida en el estómago, en la tráquea, en los huesos. Se había alejado de su Melliza, sí, pero por orden suya. Después de tantos años de dolor, ni siquiera lo percibía.</p> <p><i>Habla con ellos</i>. Una orden. Obediencia. Otros shalhed hablaban entre sí. El shalhed miró a los que se sentaban a su lado y frente a él. Hombres jóvenes, de mediana edad, ancianos. Un niño. <i>Habla con ellos. Mellizo</i>.</p> <p>El sha’al apretaba su muñeca.</p> <p>-Esta noche la niebla se alzará del río -decía uno de ellos, un hombre menudo, delgado pero ágil, como todos los demás. Las shalhias no permitían que sus Mellizos descuidaran sus cuerpos.</p> <p>-La Bruma avanza de noche -asintió otro shalhed. El niño, cuyo sha’al relucía con la luz del sol, los miraba con los ojos desorbitados.</p> <p>-La Bruma, que nadie ha atravesado jamás. La Bruma, que marca el fin del mundo...</p> <p>-La muerte -murmuró un tercero. El niño se estremeció. El shalhed abrió la boca, pero otro se le adelantó, un anciano enjuto, que sin embargo permanecía en cuclillas, como si sus músculos fueran tan flexibles como un junco verde.</p> <p>-Ellos vienen con la Bruma -susurró. Tenía los ojos redondos, muy grandes, enloquecidos. «Así acabaremos todos, si vivimos tanto tiempo como él atados al sha’al.» El shalhed se mordió el labio mientras el anciano seguía hablando-: Vienen con la Bruma...</p> <p>-¿Quiénes? -preguntó el niño. Temblaba. El shalhed contuvo una sonrisa amarga. «Seguirás temblando tanto, tanto, tiempo...»</p> <p>-Vienen con la Bruma -insistió el viejo-. Nadie los ve, ni los oye, pero ellos vienen. Y llega el amanecer...</p> <p>-Algunos se defienden -aportó en un tono lúgubre el primer hombre que había hablado-. Con espadas, con cuchillos, con garrotes. Pero no queda ningún rastro de los que matan. Ni una gota de sangre, ni un cuerpo, ni un miembro. Nada, ni una señal de los que vienen con la Bruma.</p> <p>-Vienen con la Bruma -dijo el anciano, haciendo dibujos en la arena con el dedo.</p> <p>El shalhed no consiguió reprimirse: soltó una carcajada áspera. Lo miraron, sobrecogidos. No había risa en la Montaña. Él continuó riendo.</p> <p>-Tenéis miedo de los que vienen con la Bruma -espetó, sin ocultar su amargura-. Yo preferiría que hubiera niebla esta noche. Sí, que la Bruma avance, y ellos con ella. Que vengan. -Y volvió a reír sin alegría. No había alegría en la Montaña; no para los shalhed-. Que vengan, y que acabe todo esto. -Bajó la cabeza. Él también temblaba.</p> <p>-Mellizo. Ven.</p> <p>Un pinchazo en la muñeca. Se levantó y caminó hacia su Melliza a grandes zancadas.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>SEÑORÍO DEL SALDELLAL (PHANOBIA)</p></h3> <p></p> <h2>Undécimo día antes de Letsa.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Oh, qué oscuro se ha vuelto el corazón de los hombres... Cuánta maldad, cuánto odio. Para salvarlo, habría que arrancárselo del pecho.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>De la Vida y la Verdad</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Suciedad, podredumbre, basura -dijo Vantar torciendo la boca.</p> <p>-Son pobres, Vantar. -Nial le dirigió una mirada vacilante-. ¿Crees que tienen tiempo de preocuparse de si están sucios o no, cuando no tienen apenas qué llevarse a la boca?</p> <p>Hizo un gesto que abarcaba la aldea en cuyo centro estaban Vantar, Nial y los otros diez hombres, indistinguibles de los aldeanos: las mismas ropas embarradas y raídas, la misma piel curtida, las mismas manos encallecidas, el mismo pelo desgreñado, la misma barba llena de piojos. Si había algo distinto en ellos doce, Nial no era capaz de verlo. Vantar aseguraba que la Luz se reflejaba en sus ojos, pero para Nial las miradas de los hombres de Vantar eran idénticas a las de los aldeanos, idénticas a las de los cientos de hombres, mujeres y niños que esperaban al abrigo de la arboleda cercana a la aldea. Miradas vacías, apagadas, desilusionadas. Miradas de hambre y de desesperanza.</p> <p>-No hablo de la suciedad de sus cuerpos, Nial.</p> <p>Prudentemente, Nial no hizo ningún otro comentario. Había cosas que Vantar ya no se tomaba a broma. Y Nial, que conocía a Vantar desde que ambos eran unos críos, prefería no ver a su amigo encolerizado. No era agradable.</p> <p>-Tampoco hablo de la suciedad de sus almas -continuó Vantar-. Esa suciedad, como la otra, se puede lavar. La oscuridad puede dar paso a la Luz. -Recorrió con la mirada las caritas tiznadas de los niños, las expresiones alertas, desconfiadas, de los aldeanos-. Si hay una suciedad aquí, proviene del corazón de la tierra, del alma misma de este lugar.</p> <p>Nial frunció el ceño. ¿Maldad en ese pueblo? Miró a su alrededor. Todas las caras estaban vueltas hacia Vantar, todos los ojos prendidos en él.</p> <p>-Teune... -siguió Vantar. Al lado de Nial, uno de los hombres que habían acompañado a Vantar rebulló, incómodo-. Teune es el corazón de Phanobia. Un corazón podrido.</p> <p>Sólo respondió el silencio.</p> <p>-El Sagrado Beren lo profetizó -casi gritó Vantar. Un brillo exaltado resaltaba en sus ojos negros y convertía su rostro en una máscara-. Hace casi dos siglos. Escribió: «La ciudad de plata se volverá negra, y la oscuridad se extenderá desde ella por los montes, los prados, los ríos, hasta llegar al mar. Y todos los que caigan bajo la oscuridad perecerán, pero los que se mantengan puros devolverán la Luz a la ciudad y a los territorios que la rodean.»</p> <p>Ni un murmullo, ni un crujido. Ni siquiera el viento parecía atreverse a soplar. Vantar levantó el rostro hacia el cielo con los ojos cerrados. Desde donde Nial estaba parecía un loco. Sin embargo, los aldeanos lo miraban con una mezcla de temor y reverencia.</p> <p>Una mujer salió del círculo de lugareños mirando fijamente a Vantar con un gesto de asco. Avanzó sin titubear hasta él y se detuvo, apartándose las trenzas pelirrojas de un manotazo.</p> <p>-Ya han venido otros como tú -gruñó-. Hablando del pecado y del mal, del alma y de yo qué sé cuántas cosas más. Me importan una mierda tus basuras y tus oscuridades. Haz que llueva, líbranos de las heladas, páganos el diezmo y entonces te daré las gracias. Si no, lárgate y déjanos en paz.</p> <p>Vantar no movió un músculo. En vez de eso, sostuvo la mirada desafiante de la mujer sin parpadear.</p> <p>-La Luz no ama a los incrédulos -dijo-. La Luz exige fe. La Luz exige obediencia ciega. Y tú, mujer -la acusó con voz temblorosa-, has desafiado a la Luz.</p> <p>Alzó el rostro hacia el cielo y cerró los ojos. Nial vio cómo sus labios se movían en una oración silenciosa dirigida a las alturas, al cielo oculto por un manto de nubes negras que hacían de aquel día una noche sucia y desapacible. Un momento después, un gruñido llegó hasta ellos, un sonido bronco, amenazador, que se hizo sentir hasta en los músculos, los huesos, las vísceras.</p> <p>Y entonces el gruñido se convirtió en un sonido insoportable, en una explosión que sólo duró un instante pero que horadó los oídos de todos con la saña de un punzón. El trueno llegó como una ola de aire caliente, lanzando a Nial hacia atrás con la potencia de una carga enemiga. Nial cayó al suelo y cerró los ojos con un grito de miedo cuando el sonido se transformó en una luz cegadora que bajó del cielo en una descarga tan breve como un parpadeo, pero que aun después de cerrar los párpados podía ver, grabada a fuego en su retina.</p> <p>Ciego y sordo, Nial intentó moverse y no lo logró. Sus músculos se negaron a obedecer las órdenes de su cerebro, que lanzaba gritos de alarma conforme impartía instrucciones que el cuerpo ignoraba o era incapaz de seguir. Por encima del eco del trueno percibió un sonido apagado: un chillido, un sollozo, una oración. Parpadeó, y a su alrededor sólo vio una y otra vez la imagen sinuosa del rayo, superpuesta a la aldea, que se había convertido en un dibujo en blanco y negro.</p> <p>-¡Mis ojos, mis ojos! -aulló alguien a su lado.</p> <p>Nial no miró. Todavía atontado, se llevó la mano a la oreja, luchando contra sus músculos agarrotados, y se tocó. La mancha negruzca que adivinó en la yema de sus dedos parecía sangre.</p> <p>Sacudió la cabeza, todavía atontado, y lanzó una mirada a su alrededor: los aldeanos, los seguidores de Vantar, todos habían caído al suelo como él. Algunos se tapaban el rostro con las manos; otros gritaban como si no fueran capaces de oírse a sí mismos. Uno tenía la mejilla y parte de la nariz cubiertas de ampollas; otro se oprimía el pecho como si un dolor agónico le impidiera respirar. En el centro del círculo creado por los cuerpos que se movían con la inseguridad de quienes no saben si van a conseguirlo, el cadáver de la mujer, tendido en una postura antinatural, humeaba como los restos de una hoguera. Su malsano color gris se veía puntuado aquí y allá con el negro de la sangre abrasada, con el intenso color rojo de un mechón de pelo que, milagrosamente, se aferraba aún a su calcinado cuero cabelludo. Nial apretó los labios y apartó la vista.</p> <p>-¿Alguno más duda de la bondad y la justicia de la Palabra de Beren? -oyó decir a Vantar por encima del zumbido que martilleaba sus oídos.</p> <p>Dendalior, el otro hombre elegido para flanquear a Vantar junto a Nial, logró llegar hasta él y se puso en pie, vacilante. Al fin, consiguió adoptar una postura erguida y miró a los aldeanos con el rostro imperturbable. Sólo el ligero temblor de su mano delataba su auténtico estado de ánimo.</p> <p>-El corazón ha dejado de bombear sangre al resto del cuerpo -dijo. Su forma de hablar cadenciosa lo delataba como alguien que jamás había trabajado en un campo o un taller, pese a que su aspecto era igual al de aquellos que lo escuchaban-. En vez de eso está absorbiendo la vida de sus miembros, de sus órganos, hasta consumirla. Ahora los órganos deben volverse contra el corazón, pues el corazón no tiene razón de ser si no es para mantener al resto del cuerpo con vida.</p> <p>-Bonito discurso. No he entendido una puta palabra -masculló Nial cuando logró llegar hasta ellos. Vantar no lo oyó, pero sí Dendalior, que giró la cabeza y lo miró con una ceja enarcada-. ¿Te lo enseñó el triasta o te lo acabas de inventar?</p> <p>Vantar abrió los ojos. Ni siquiera había pestañeado cuando el rayo cayó a una vara de él. El ruido, la luz, la descarga de energía que los había hecho caer al suelo, no parecían haberlo tocado.</p> <p>-La Luz os ha llamado. Debéis responder a su llamada.</p> <p>Pocos contestaron. Pero Nial sabía que, a la larga, todos seguirían a Vantar, dejando sus casas y sus tierras, y llevándose consigo los rebaños, la ropa y toda la comida que pudieran acarrear. Todos acabarían jurando lealtad al Profeta de la Luz, como los que ya se habían unido a Vantar y esperaban en la arboleda. Como los que se unirían a él más adelante. Todos darían su vida por el Profeta que hablaba en nombre de la Luz, aquel al que la Luz escuchaba, aquel para el que la Luz caía del cielo sobre la cabeza de los incrédulos. Suspiró, cansado, y se abrió paso entre los murmullos preñados de fe de los aldeanos hasta que logró salir del poblacho.</p> <p></p> <p>Al principio fue casi un juego. Al menos, para él: cómo disfrutó aquella noche en que atravesó el portón de madera amparado por el silencio de la noche, esquivando a los dos guardias, y se perdió en las callejuelas de la villa... Tuvo que aguantar la risa cuando Vantar aceptó su disfraz sin pestañear y le permitió unirse al que, ya entonces, llamaba «su ejército». Fueron necesarias varias semanas para que Nial comprendiese que aquello no era un juego, y que no había nada risible en lo que Vantar hacía, en lo que Vantar les exigía. Y tampoco era divertido ver cómo los dioses parecían estar de acuerdo con ello.</p> <p>-¿Ahora te arrepientes?</p> <p>Levantó la cabeza. A su alrededor el campamento hervía de actividad: los hombres gruñían y soltaban imprecaciones a cual más soez, las mujeres se afanaban en preparar la comida, los niños correteaban entre las hogueras recién encendidas, esquivando a sus madres y refugiándose en sus más comprensivos padres para no verse obligados a ayudarlas en sus tareas. De pie a su lado, Janee lo miraba con insistencia.</p> <p>Esbozó una sonrisa entristecida. El muchacho era tan joven que parecía casi un niño. Nial se había preguntado en más de una ocasión cómo Vantar le había permitido unirse a su grupo. Pero Vantar los aceptaba a todos, hombres, muchachos, niños. Todos eran dignos de participar en su Cruzada, decía Vantar. Incluso las mujeres tenían su lugar en el Ejército de la Luz. «Ejército», suspiró Nial observando a Janee. El muchacho apartó la mirada y agachó la cabeza, cohibido. Nial sacudió la cabeza. «Son tan jóvenes... ¿Cómo ha consentido Vantar que se unan a él?»</p> <p>-¿De qué tendría que arrepentirme? -replicó Nial, fingiendo una risita alegre-. Me has sorprendido, eso es todo. La próxima vez haz un poco de ruido, por la Luz...</p> <p>-Todos teníamos nuestros motivos para unirnos a Vantar -continuó Janee sin hacerle caso, sentándose a su lado frente al fuego y cogiendo la manta que Nial había dejado tirada sobre la hierba-. En mi caso, no tuve más remedio. Llegasteis a mi pueblo, arrastrasteis a todos los que vivíamos allí. O accedía o me colgabais.</p> <p>-Lo siento -murmuró Nial. El muchacho sacudió la cabeza y sonrió con timidez.</p> <p>-No es necesario que me lo cuentes, Nial -dijo en voz baja-. Sé lo que eres. Puedes disimularlo detrás de esas ropas sucias, o del lenguaje que utilizas, o puedes hacerte el palurdo, pero yo sé lo que eres.</p> <p>Nial lo miró con los ojos entrecerrados. La sensación de alarma se desvaneció, sustituida por la curiosidad.</p> <p>-¿Qué es lo que sabes, chiquillo? -preguntó. Janee se encogió de hombros.</p> <p>-Que no naciste en el campo. Que no has trabajado las tierras de nadie en tu vida. Que sabes más de lo que quieres que se sepa. Que comprendes cada una de las palabras que Dendalior usa, aunque intentes fingir lo contrario. -Su gesto vaciló un instante-. Todos tenemos secretos, Nial.</p> <p>Nial abrió la boca para responder, pero en ese momento una sombra se interpuso entre el muchacho y él. Levantó la cabeza. Su cuerpo se puso rígido sin que pudiera hacer nada por disimularlo.</p> <p>-Vantar -saludó con voz tensa. Janee agachó la cabeza y aferró la manta con la que se cubría las piernas. Fingió estar absorto en la contemplación del dibujo que formaban los parches de telas y colores de la manta, sin atreverse a levantar la mirada ni una sola vez.</p> <p>-Unos hombres acudieron a Beren y le dijeron: «Maestro, ¿Qué debemos hacer?» -recitó Vantar. Tenía la mirada ausente, casi enloquecida-. Beren contestó: «Mirad a la Luz.»</p> <p>Señaló como al descuido la hoguera, y después, sin añadir una palabra más, se alejó en silencio.</p> <p>La mirada estupefacta de Nial se cruzó con la no menos extrañada de Janee. Poco a poco, el rostro aniñado del joven se fue contrayendo en una sonrisa, y Nial notó cómo sus propias facciones imitaban al muchacho. Tuvo que levantar una mano para ocultar la risita que escapó de su boca. «No tiene gracia.» No, no la tenía. Pero Vantar estaba tan obviamente perturbado que, en ocasiones, era difícil no echarse a reír al verlo. «Si no fuera porque su locura le hace tener tan poco respeto por la vida humana... Si no fuera porque la Luz lo escucha...», pensó.</p> <p>-Tú quédate cerca de Dendalior y de mí -dijo al fin, estirando las piernas hacia el fuego-. Cuanto más te acerques a Vantar, menos posibilidades habrá de que se fije en ti.</p> <p>-Eso no tiene sentido -repuso Janee.</p> <p>-Pues claro que lo tiene, joder. -Nial le dirigió una mirada. El muchacho parecía absorto en su tarea: tironeaba de un hilo de la manta como si no hubiera nada más importante en ese momento.</p> <p></p> <p>En el centro de la aldea desierta, el cadáver calcinado de la mujer, a cuya cabeza todavía se aferraban las trenzas pelirrojas, abrió un ojo multicolor y sonrió.</p> <p>-Claro que lo tiene, Nial -susurró.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Undécimo día antes de Letsa.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Sea por nuestra voluntad o por la voluntad de los dioses, somos quienes somos y hacemos lo que debemos hacer. Y aquellos de nosotros que no lo asumen incurren en la ira de los dioses, y esa ira se extenderá en esta vida y en la siguiente.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>La Tríada: Verdades Fundamentales</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">El vino estaba tibio, y las especias habían macerado tanto en el líquido que el primer sorbo le supo amargo. Frunció los labios y dejó de nuevo la copa sobre el suelo alfombrado. No se había percatado del paso del tiempo, pero a juzgar por el estado de la bebida debían haber pasado horas desde que el criado se la trajo, caliente y condimentada, endulzada con una gota de miel.</p> <p>Danekal se arrellanó de nuevo en los cojines amontonados sobre la alfombra de vivos colores y desenrolló el pergamino, que había vuelto a enroscarse al soltarlo para coger la copa.</p> <p></p> <p>En el norte y en el noroeste, más allá de la cordillera de Saldehêna, los hombres no son como nosotros. En el lugar que llaman Hongarre los hombres son azules, monstruos feroces que beben sangre y comen carne humana, sin dios, sin ley, sin humanidad.</p> <p>Eso es lo que cuentan las leyendas. La realidad, por desgracia, no difiere tanto de la ficción. En Hongarre viven los hombres azules, los he-ranne, así llamados por los símbolos que se pintan en los rostros. Empuñan sus enormes espadas, cantan y bailan en la oscuridad, invocando la ayuda de espíritus malignos que viven en sus bosques. Y se pintan la piel con tintura azul extraída del rann, una planta cuyas hojas tienen forma de lanza.</p> <p></p> <p>Levantó la mirada, pensativo.</p> <p>-Monstruos en los bosques... -murmuró, golpeándose la rodilla doblada con el rollo de pergamino. Monstruos de color azul... Un escalofrío recorrió por completo su espalda. Sorprendido por ello, se echó a reír.</p> <p>La puerta se abrió de pronto. Danekal se sobresaltó, soltó el pergamino y golpeó la copa con el dorso de la mano. La copa se tambaleó un instante y después se volcó. Una mancha carmesí se extendió sobre la lana tejida, cubriendo el intricado diseño verde, amarillo y naranja. Danekal frunció el ceño.</p> <p>-Ignoraba que supieras leer.</p> <p>El mohín de desagrado de Isobe no deslucía su belleza, mucho más evidente cuando, como en ese momento, la luz del sol caía sin clemencia sobre ella, haciendo brillar su pelo castaño rojizo y convirtiendo sus ojos en dos gemas. Unos ojos que eran idénticos a los de su hijo en la forma, aunque no en el color; los zafiros de ella y las esmeraldas de él parecían tallados por el mismo joyero.</p> <p>-Claro que sé leer, madre -bufó Danekal-. ¿Cómo no iba a saber? Soy el príncipe de Novana.</p> <p>-Hay muchos príncipes que no saben ni cómo se escribe su nombre. -Isobe se acercó a una de las sillas que había junto a la mesa-. Y teniendo en cuenta lo horrible que es tu educación en otros aspectos, no me sorprendería lo más mínimo que tú fueras uno de ellos.</p> <p>-Oh, venga ya, madre -sonrió, observando cómo arrastraba la silla para acercarla a donde él se sentaba-. No es para tanto. Sé leer, sé escribir, y sé muchas otras cosas.</p> <p>-Muchas, pero no todas, por lo que veo -señaló la reina, cogiendo el pergamino de sus manos y sentándose en la silla con un garboso movimiento-. «<i>Novana: desde el Ocaso hasta Seldecto II</i>...» ¿Todavía necesitas estudiar tratados de Historia? -inquirió con un suspiro.</p> <p>-No. Pero me gusta hacerlo. -Enderezó la copa y pasó la mano por la mancha húmeda y roja como la sangre-. Leía sobre los hombres azules.</p> <p>-Ya eres demasiado mayor para leer cuentos de hadas.</p> <p>-Si supieras ver la verdad en medio de la leyenda, sabrías que no son sólo cuentos, madre.</p> <p>La reina se recostó sobre el respaldo de la silla. Con ella allí sentada, más parecía un trono.</p> <p>-No es mi cometido saber. Son los hombres los que tienen la obligación de adquirir conocimientos. Pero sé distinguir los cuentos de la realidad. Los hombres azules ya no existen.</p> <p>Danekal se tumbó sobre uno de los almohadones y se estiró como un gato. La mirada de desaprobación de su madre le hizo sonreír.</p> <p>-Ya lo sé. Pero es interesante saber lo que ocurrió hace años.</p> <p>-Más interesante sería saber lo que va a ocurrir dentro de unos años. -La reina de Novana se llevó la mano a la boca y se mordisqueó la yema del dedo-. Dime, ¿por qué te gusta tanto estar aquí encerrado?</p> <p>Danekal cerró los ojos, disfrutando por un instante de la cómoda postura que había adoptado, y de la reprobación que emanaba de su madre a despecho de la sonrisa que esbozaba.</p> <p>-Cuando estás solo -expuso sin mirarla- eres tú mismo... Cuando estás solo, tu cabeza reposa en una almohada de sueños.</p> <p>-Hoy te has levantado con el alma poética, ¿eh? -dijo Isobe. La silla crujió cuando cambió de postura-. Espero que el señor de Lenvania vuelva pronto, o vas a acabar convertido en un trovador. Deja los versos y las leyendas del pasado para otro momento y céntrate en el presente, por favor.</p> <p>Danekal inspiró y exhaló el aire con calma.</p> <p>-El presente no me atrae en absoluto.</p> <p>-¿Y el futuro? -preguntó ella. Danekal abrió un ojo y la miró.</p> <p>-El futuro, todavía menos. -Volvió a cerrar el ojo. «Y ahora es cuando ella lo dice, yo me niego, y ella se enfada y se va.»</p> <p>-Ya tienes veinte años, Danekal. ¿No te has planteado que ya va siendo hora de que...?</p> <p>-¿Para qué me lo iba a plantear, madre, si ya te lo planteas tú por mí? -replicó él apoyando el cuerpo sobre un costado para mirarla-. Ya te he dicho que sí. Pero no ahora. No tengo ni putas ganas.</p> <p>Ella miró al techo fingiendo indignación.</p> <p>-Podrías aprovechar ahora que la reina de Phanobia viene... En su cortejo seguro que hay alguna noble que sea de tu agrado, quizá incluso su princesa, y...</p> <p>-Phanobia está en guerra -contestó él, como si eso fuera suficiente respuesta.</p> <p>-Y su reina viene a pedir una alianza -aportó Isobe-. Una alianza, debo decir, que nos es tan beneficiosa a nosotros como a ellos. ¿Qué mejor modo de sellarla que casar al heredero de Novana con una phanobiana?</p> <p>-No, muchas gracias. Esa princesa debe tener más bigote que el rey de Dröstik, si todavía no han conseguido colocársela a nadie. No voy a casarme con una mujer que es más hombre que yo.</p> <p>-Cásate, Danekal -dijo ella, impaciente.</p> <p>«Y ahora me niego, y se va.»</p> <p>-Cuando se acabe esta guerra entre Phanobia y Dröstik. Es la de los Siete Años, y ya han pasado tres. -Danekal sonrió, travieso-. ¿Es que no tienes paciencia, madre?</p> <p>Isobe resopló de un modo muy poco regio. Él rio en tono quedo, se levantó y alzó los brazos, estirándose con un gruñido de placer.</p> <p>-¿Te vas? -preguntó Isobe, extrañada-. ¿Adónde?</p> <p>Danekal bajó los brazos y la miró.</p> <p>-Voy a ver a mi padre. -La sonrisa se desvaneció de sus labios-. Tu esposo. Ese que está enfermo, ¿recuerdas...?</p> <p>Ella sacudió la cabeza y se levantó de la silla, dejando caer el pergamino al suelo.</p> <p>-No seas desagradable. Claro que me acuerdo de quién es mi esposo. He estado casada con él más de veinte años. -Se palpó el pelo para comprobar que seguía perfectamente recogido en lo alto de su cabeza-. Me ha sorprendido, nada más. Pensé que ibas a pasarte el día aquí encerrado, leyendo cuentos de hombres con el rostro pintado.</p> <p>Danekal se encogió de hombros y se dirigió hacia la puerta. El ruido apagado de pasos, amortiguado por la alfombra, le hizo comprender que Isobe lo seguía.</p> <p>-Sé que estás muy ocupada preparándote para la visita de Sihanna de Phanobia, mi boda y todo eso -comentó, indiferente-. Pero igual alguien se pregunta por qué la reina no está a todas horas junto al lecho de muerte de su esposo.</p> <p>La reina rodeó su cuerpo y lo adelantó. No parecía enojada, ni turbada por su comentario.</p> <p>-Hacemos lo que debemos hacer, Danekal -repuso Isobe con decisión.</p> <p>-Siempre, madre. -Danekal posó un breve beso en su frente antes de abrir la puerta y hacerse a un lado para dejarla salir.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>HILAA (DRÖSTIK)</p></h3> <p></p> <h2>Décimo día antes de Letsa.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">En el año 357 después del Ocaso los tikën atacaron por primera vez las costas de Phanobia y Novana. Eran guerreros feroces, navegantes, ansiosos de riquezas. Las crónicas de los dos siglos siguientes están preñadas de relatos horrendos: sangre, muerte. Los tikën aterrorizaron el continente con sus incursiones, hasta que algunos clanes se unificaron bajo el mando de un solo hombre, el drötikën. Formaron el país que ahora conocemos como Dröstik, al sur de Trïga y de Hordrav. Y, primero Novana, después Phanobia, comenzaron a sufrir los ataques de unos tikën unidos y mucho más fuertes y sanguinarios.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Enciclopedia del Mundo</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Los altísimos árboles, tan juntos que casi se rozaban sus troncos, impedían el paso de la luz del sol. Los escasos haces que lograban atravesar las frondosas copas caían sobre ellos como magia hecha luz, luz licuada, luz convertida en polvo. Entre los árboles, Sikk pudo entrever una cabaña construida con palos torcidos y tablones irregulares atados con sogas. Un tejado de paja húmeda, oscurecida por el tiempo y la lluvia, el sol y la niebla, coronaba la pequeña construcción. Una estrecha pasarela de tablones medio podridos conducía a la entrada.</p> <p>«¿Es así como viven?», se preguntó Sikk, acelerando el paso para no quedar atrás. «¿En casas que sólo los perros aceptarían?» Zravo alababa la fuerza de aquella gente, su poderío y su sed de sangre y guerra, incluso sus costumbres y su forma de vida. ¿Qué habría dicho al ver que vivían en... casuchas?</p> <p>«No te burles -se recriminó a sí mismo-. Al fin y al cabo, vienes a suplicar su ayuda.» Y se mordió el labio. La ayuda de unos salvajes que se cubrían con pieles de lobo, llevaban armaduras con forma de escamas y se trenzaban la barba. «Aunque, con este frío, cubrirse con pieles y dejarse barba debe ser lo más sensato que un hombre puede hacer...»</p> <p>Sonrió, rodeando el ancho tronco de un árbol que debía medir tanto como algunas de las montañas de la cordillera de Saldehêna.</p> <p>«Salvajes.» Pero ¿acaso los sureños no llamaban «salvajes» también a los he-ranne sólo por vivir en aldeas y pintarse la cara de azul? Recorrió con un dedo el tatuaje que rodeaba sus ojos en un intricado dibujo, simbolizando la confianza que Zravo depositaba en él. Después lo pasó por sus mejillas, también tatuadas con rann: el símbolo de la valentía, un tatuaje por cada hombre que había matado en combate, un dibujo por cada misión que había llevado a cabo por su pueblo, por los he-ranne. «Salvajes -escupió en un arbusto-. ¿Quiénes son ellos para juzgarnos?» Y volvió a sonreír. Y ¿quién era él para juzgar a los tikën?</p> <p>Tal vez las trenzas de las barbas fueran para los tikën lo que los dibujos azules eran para los he-ranne. Tal vez fueran igual de salvajes, los unos y los otros. Con trenzas o sin trenzas, con pieles o sin ellas, los tikën eran más parecidos a los hombres azules que los novanos, que se decían sus compatriotas. Al menos los tikën no permitían que las supuestas comodidades que la vida en el sur ofrecía les nublasen el entendimiento. Los señores sureños eran blandos, vivían en sus torres de piedra y se escondían detrás de sus soldados, bailaban con débiles mujeres vestidas de seda, comían en platos de oro y bebían en vasos de cristal...</p> <p></p> <p>-Díselo, Sikk -le había ordenado Zravo, su líder y amigo-. Diles lo que queremos.</p> <p>-¿Y el drötikën va a acceder a venir a Hongarre, sin más? -inquirió Sikk-. ¿Cuando se está preparando para invadir Phanobia?</p> <p>-No se está preparando para invadir nada. Phanobia es demasiado fuerte, y los tikën de Dröstik todavía no pueden invadirla, hasta que cuenten con más hombres o Phanobia con menos. El drötikën necesita a Trïga y a Hordrav, y Trïga y Hordrav no están dispuestos a apoyarle en un ataque a un aliado de Novana...</p> <p>-Ese que se llama a sí mismo «rey» de Trïga es tan tikën como nosotros, Zravo -se mofó Sikk-. Apuesto lo que quieras a que el drötikën acaba matándolo por traidor. Si no lo matan sus propios clanes. Un tikën que piensa como un sureño... -Sacudió la cabeza, divertido.</p> <p>-Trïga no atacará a Novana porque su rey se crió en Novana, y Novana es aliada de Phanobia. Y Hordrav está demasiado al norte... Dröstik sólo cuenta consigo mismo para hacerse con Phanobia. No son hombres suficientes. Díselo, Sikk -había ordenado El He-ranne-. No creo que al drötikën le importe retrasar un año su guerra si, a cambio, los he-ranne garantizamos la victoria de Dröstik en Phanobia.</p> <p>-Claro, Zravo -asintió Sikk, sonriendo con animación y alzando el cuerno en un brindis silencioso-. Iré a Hilaa y hablaré con el drötikën.</p> <p>-Le dirás...</p> <p></p> <p>«Venid a Hongarre -recitó Sikk para sus adentros-. Ayudadnos a librarnos de las garras de Novana. Ayudad a los he-ranne a recuperar su libertad, y los he-ranne ayudarán después a los tikën a conquistar Phanobia.»</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>EL LUGAR</p></h3> <p></p> <h2>Décimo día antes de Letsa.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">La Shah. Qué hermosa, cuán exquisito es su contacto...</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Diario de una shalhia</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Dámela, Mellizo. Dame la Shah.</p> <p>El shalhed apretó los puños, iracundo. Obediencia. Inspiró y comenzó a buscar la Shah a su alrededor. No podía negarse a cumplir una orden de su Melliza. Ni planteárselo siquiera. La Shah lo inundó, dulce y cálida como el vino, más embriagadora. Por un instante se permitió el capricho de disfrutar de la sensación de la energía anegando su cuerpo, impregnando su alma.</p> <p><i>No es tuya. No es para ti. No te pertenece, igual que no te perteneces tú mismo</i>. Gimió. Tan dulce... «Déjame usarla, aunque sólo sea una vez... Mía, la Shah, ha venido a mí...»</p> <p>Se rindió. Cerró los ojos y dirigió el torrente de energía hacia su Melliza, que la esperaba, anhelante, sedienta. Ella la absorbió como la tierra reseca embebe el agua de la lluvia de primavera. Y dejó al shalhed vacío, hueco, desnudo, jadeante, temblando de deseo por una Shah que jamás podría utilizar, que estaba condenado a oler pero que nunca sería capaz de saborear.</p> <p>«¿Por qué?», gritó en silencio. ¿Por qué no podía hacer lo que hacía ella? ¿Por qué sólo podía ser el canal por el que pasaba, y no el recipiente? ¿Por qué ningún otro shalhed parecía sentir el mismo deseo que él? ¿Por qué sólo él recordaba su nombre?</p> <p>Su Melliza tejió con los dedos la Shah que él le proporcionaba y rodeó con la urdimbre el tocón pelado que había sido un árbol. Poco a poco el tronco volvió a crecer, las ramas se alzaron y se cubrieron de brotes verdes y yemas amarillentas. El shalhed se dejó caer al suelo, cansado. «Déjame usarla... Una vez, sólo una vez...» Mellizo.</p> <p>El shalhed sacudió la cabeza. «Kal. No Mellizo: Kal.» Ella se volvió, dejando que el árbol volviera a la vida tras ella, y, sin mediar palabra, le dio una bofetada, clavándole las uñas en el rostro.</p> <p>-Quítate el sha’al -susurró. Aturdido, el shalhed se llevó la mano a la muñeca.</p> <p>Dolor. Gritó. «Kal.»</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Décimo día antes de Letsa.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">En Yinahia pagan elevadas sumas a los actores que representan escenas ante el emperador de Monmor. Son como las fábulas que relatan los trovadores, pero contadas por un grupo de personas que simulan ser sus protagonistas. Y siempre hay un grupo de hombres que no son, en sentido estricto, parte de la obra: son los que cuentan la historia tal como es, mientras los actores fingen y engañan. Pero muchas veces, al finalizar la representación, los espectadores descubren que las únicas mentiras que han escuchado son las que ha dicho ese grupo, al que llaman «rueda» o «coro».</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Enciclopedia del Mundo</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">¿Y Angarad de Teilhil? -preguntó Solge, mirando a Nikao con su habitual expresión bovina-. ¿No decías que también iba a venir?</p> <p>Nikao de Venver frunció el ceño.</p> <p>-No -fue su seca respuesta-. No, no va a venir.</p> <p>Hizo una brusca señal al criado que trataba de pasar desapercibido para que le sirviera más vino. El hombre, que llevaba a su servicio desde que podía recordar, avanzó hacia el grupito de nobles con sus andares renqueantes, cargando una jarra de plata labrada.</p> <p>-En serio, Solge -comentó Reol de Vinania, tratando de imprimir en su voz un tono lo más ligero posible-, a veces creo que te dejaste todo el cerebro en el vientre de tu madre. Angarad todavía no ha regresado del bosque de Lignile. Lo sabe todo Lanhav -sonrió, llevándose la copa a los labios. «Y deja de recordarle a Nikao lo enojado que debería estar, hombre...»</p> <p>-Pero Nikao dijo que vendría -insistió Solge, confundido.</p> <p>-Toma -le espetó Reol, poniéndole una copa en las manos-. Bebe y calla un poco. O Nikao te arrancará los miembros uno a uno.</p> <p>Ignorando el gesto de terror de Solge, Nikao de Venver siguió bebiendo con la misma expresión tormentosa que había adoptado ante el sonido del nombre de Angarad de Teilhil. Toda la corte lo sospechaba, pero Solge y Reol sabían a la perfección los esfuerzos que Nikao dedicaba a incluir en su camarilla al señor de Teilhil. En vano: Angarad sólo había aceptado reunirse con ellos en una ocasión, y fue porque Nikao lo arrinconó delante de la mitad de los nobles de Lanhav y no le dio más opción que a ir con ellos. «Y no creo que vuelva», se lamentó Reol, recordando lo poco que había tardado Angarad en librarse de su compañía.</p> <p>Aquello fue un revés para el ego de Nikao de Venver, que aspiraba a convertirse en uno de los nobles más influyentes de Lanhav pese a su «ruralismo», como lo denominaban los demás miembros de la corte lanhavense. Venver era un señorío amplio y rico, pero estaba demasiado alejado de Lanhav. Nikao necesitaba amigos, y los necesitaba ya. Y Reol y Solge no le servían, porque ellos mismos habían llegado a Lanhav con Nikao y eran sólo sus vasallos.</p> <p>Nikao necesitaba a Teilhil y a Lenvania. Eran los dos señores más poderosos de Novana después del rey. Pero ninguno de los dos parecía inclinado a buscar la compañía de un noble rural como él. El señor de Lenvania era el mejor amigo del príncipe y no deseaba la amistad de más nobles. Con Danekal tenía suficiente. Y Angarad de Teilhil...</p> <p>-Es un idiota -masculló Nikao, exigiendo más vino al viejo sirviente-. Va por Lanhav dándose aires de comandante de la Guardia Real, pero no es más que un idiota.</p> <p>-Bueno -Solge parpadeó-, es el comandante de la Guardia Real...</p> <p>Enmudeció cuando Nikao le lanzó una mirada fulminante.</p> <p>-Dime, Nikao -comentó Reol en tono calmado-, ¿qué opinas de lo del rey? Ayer oí a Caleno asegurarle a Mina que los phanobianos estaban detrás del ataque del otro día...</p> <p>Nikao hizo una mueca de disgusto.</p> <p>-Anteayer ese plebeyo idiota decía que era Tilhia quien había intentado asesinar a Tearate. Y mañana jurará haber visto al mismísimo emperador de Monmor pasearse por Lanhav con una ballesta justo antes de atacar al rey.</p> <p>-El emperador de Monmor es demasiado pequeño para sostener una ballesta -apuntó Reol.</p> <p>-Caleno es un idiota -dijo Solge, probablemente intentando complacer a Nikao. Como premio, recibió otra mirada exasperada.</p> <p>-Es curioso -siguió Reol, dejando la copa sobre la repisa del hogar de piedra-. Hace diez días, Caleno se dedicaba a hablar de las perversiones y la corrupción de Tearate y de toda la familia real. Ahora, habla de su posible asesino y de las implicaciones políticas del ataque a nuestro rey.</p> <p>-Como si supiera siquiera lo que significa la palabra «política» -escupió Nikao.</p> <p>Reol asintió.</p> <p>-Curioso -repitió-, que antes hablase del rey como si fuera un depravado, y ahora nuestro monarca sea para Caleno el héroe que ha escapado de la horrible muerte que le deparaban los depravados enemigos de Novana.</p> <p>Nikao se lo quedó mirando con los ojos entrecerrados. Al cabo de unos instantes soltó una breve exclamación, aferró la copa y apretó tanto los dientes que Reol tuvo la impresión de que iba a desencajársele la mandíbula.</p> <p>-Eso es igual -dijo al fin-. Lo importante ahora mismo es saber por qué esos imbéciles siguen empeñados en ignorarme. Como si yo no fuera tan importante como todos ellos. Más, incluso.</p> <p>«Al menos, ya se le ha olvidado renegar por lo de Angarad...», meditó Reol. Nikao de Venver era inasequible al desaliento: seguiría insistiendo en invitar a Angarad de Teilhil a sus veladas y a sus diversiones menos públicas, pero ahora que otro asunto se había colado en su obsesivo cerebro no cejaría hasta haberle dado tantas vueltas que incluso Solge, tan simple e infantil como era, acabaría saturado de su señor.</p> <p>-Dales tiempo -dijo por enésima vez, disimulando un bostezo de hastío. En el año escaso que llevaban en Lanhav se había acostumbrado a las tabernas y prostíbulos de la Ciudad de los Comerciantes, y cada día descubría que le aburría un poco más la vida en la Ciudad de la Isla. Sobre todo por la noche, cuando los intentos de Nikao por lograr que algún noble acudiera a su casa o lo invitase a la suya fracasaban indefectiblemente.</p> <p>-Estoy harto de darles tiempo -gruñó Nikao. Se levantó de la silla, dio una vuelta por la amplia sala y volvió a sentarse-. Parecen querer que les dé al menos de aquí a Dietlinde para que accedan a saludarme siquiera...</p> <p>-¡Dales tiempo! -se encrespó Reol. La mirada extrañada de Nikao le hizo vacilar-. Perdona, señor. Pero tienes que enfrentarte a los hechos. La nobleza de Novana no desea relacionarse contigo... No todavía, al menos. No te conocen.</p> <p>-No quieren conocerme -se quejó Nikao, levantándose de nuevo y volviendo a pasearse por la estancia. El salón era grande, tal vez demasiado para una casa urbana. La residencia era de nueva construcción, y sus proporciones estaban en armonía con el anhelo de Nikao de impresionar a los nobles novanos.</p> <p>-Tienes que tener paciencia -le aconsejó Reol. Solge asintió con vehemencia-. Nikao, escucha: para esta gente, Venver ha sido sólo un nombre hasta hace poco más de un año. Un lugar remoto al otro lado de las montañas. Para ellos, el señor de Venver era más parecido al jefe de los clanes de Hongarre que a ellos. Tienes que darles tiempo.</p> <p>-No lo tengo -masculló Nikao-. Quiero que se me tenga en cuenta. Quiero...</p> <p>-Ya eres alguien -apuntó Solge con tono pausado-. Eres el señor de Venver.</p> <p>Reol cerró los ojos, esperando el bufido de fastidio de Nikao. Para su sorpresa, no se produjo.</p> <p>-Exacto -corroboró Nikao en voz baja-. Y no sólo eso. También podría haber sido el heredero del trono. Esos nobles que me ignoran podrían haber tenido que jurarme lealtad.</p> <p>-Tu conexión con la casa de Laurvat es muy lejana -dijo Reol-. Nikao, no creo que el rey recuerde siquiera que una antepasada suya se casó con un señor de Venver. No te serviría para acceder al trono aunque no existieran ni Danekal ni Angarad.</p> <p>Nikao apretó los labios hasta que se le volvieron blancos.</p> <p>-Angarad... Oh, el señor de Teilhil, el más noble de entre los nobles de Novana. Cómo lo admiran todos -escupió-. Si yo hablara... Si yo les contara todo lo que sé de Angarad, más de uno le retiraría el saludo mañana mismo. -Su cara se arrugó en una mueca de rabia-. Y que ninguno recuerde que mi padre era su capitán en aquella época...</p> <p>-Dales tiempo -suspiró Reol.</p> <p>-No quiero darles más tiempo. Además, Angarad no querría el trono, ya tiene bastante con ser el comandante de la Guardia Real.</p> <p>-Podrías ser tú también comandante -sugirió Solge. Nikao lo miró con exasperación.</p> <p>-Sólo hay un comandante de la Guardia Re...</p> <p>-Espera -lo interrumpió Reol, pensativo-. Sihanna de Phanobia viene a pedir un ejército...</p> <p>-Y ¿qué tiene eso que ver con...?</p> <p>-El hombre que esté al mando de ese ejército -siguió Reol- obtendrá una victoria fácil contra esos salvajes de los tikën. Son unos indisciplinados y no tendrán nada que hacer contra un ejército novano.</p> <p>Nikao lo pensó un momento y después meneó la cabeza.</p> <p>-Lenvania es el comandante del Ejército de Novana. Y a mí Tearate apenas me conoce. No me nombraría ni aunque me dedicase a cambiarle las sábanas todas las noches.</p> <p>-Lenvania no está en Lanhav -replicó Reol-. Déjate ver por la Isla. Que Danekal se acostumbre a tu cara. Él sí estará en las conversaciones con la reina de Phanobia. Convéncelo de que tú serías un buen comandante, y vete a Phanobia a quedar como un héroe.</p> <p>Nikao parpadeó, y al cabo de un instante sonrió ampliamente.</p> <p>-Estaría bien -murmuró-. Pero no tengo tiempo... Sihanna llegará en unos días.</p> <p>-Tal vez podríamos convencer a Tearate para que posponga las conversaciones hasta que recupere la salud.</p> <p>-Tal vez. -Nikao se encogió de hombros-. Como siempre. Es tiempo lo que necesito. Como con esos malditos nobles...</p> <p>-Eres el primer señor de Venver que intenta introducirse en la corte de Lanhav desde hace siglos. Dales... -hizo una mueca de disculpa-, dales tiempo.</p> <p>-Estoy harto de darles tiempo. -Nikao vació de golpe la copa y cogió la capa que había dejado colgada al descuido en el respaldo de la silla-. Vámonos a La Doncella. Invito yo.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Noveno día antes de Letsa.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Hay una verdad que hemos de comprender: todos guardamos en lo más hondo de nuestros corazones anhelos tan intensos que haríamos casi cualquier cosa por conseguirlos. Saber cuáles son nuestros anhelos es el camino más recto hacia la felicidad. Saber cuáles son los anhelos de los demás es el camino más recto hacia el poder.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Política Moderna</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Lo encontramos al pie de una quebrada, alteza -informó Angarad con su tono inflexible-. Debía llevar muerto desde el mismo día del ataque. Tenía el cuello roto.</p> <p>Y así, con esas simples palabras, acabó con las esperanzas de Danekal de atrapar con vida al hombre que casi había acabado con la de su padre. «Con las ganas que tenía yo de hacerle confesar...» Se mordió una uña sin darse cuenta. Hacerle daño... Mucho...</p> <p>-Lo lamento, alteza -dijo Angarad de Teilhil con la misma voz firme-. Haré los arreglos pertinentes para mi relevo y mi expulsión de la Guardia. Podéis ordenar al capitán Dussek que se ocupe de la custodia de su majestad hasta que tengáis a bien nombrar a otro comandante.</p> <p>-No pienso hacer ni lo uno ni lo otro -declaró Danekal-. No ha sido culpa vuestra.</p> <p>El comandante de la Guardia Real saludó con la cabeza, pero no se retiró. Danekal estuvo a punto de hacer una mueca. «Es tan honorable que da asco», rumió antes de que sus pensamientos volvieran a enmarañarse en lo que Angarad acababa de decirle. «Mierda.» Jamás creyó que un cuello roto pudiera causarle una desazón tan repentina. «Excepto si el cuello roto hubiera sido el mío, claro.» Se lo tocó en un gesto inconsciente. Tenía los músculos rígidos y agarrotados. Movió la cabeza a un lado y otro para aliviar el malestar provocado por la intranquila noche que le había destrozado el cuello y los nervios.</p> <p>-Y ¿por qué habéis tardado tanto en regresar, Angarad? -fue la única pregunta que se le ocurrió a Danekal, con la cabeza en la desilusión que se pintaría en el rostro del rey cuando supiera lo ocurrido.</p> <p>-Tardamos días en encontrar el cuerpo, alteza. -Sin intentar justificarse ni escudarse en excusas. Así era Angarad, señor de Teilhil, comandante de la guardia de Tearate II de Novana. A Danekal le hacía rechinar los dientes.</p> <p>-Está bien, comandante -dijo al fin, mirándolo a los ojos. Angarad le devolvió la mirada sin parpadear-. ¿Creéis que podríais descubrir quién era?</p> <p>Angarad asintió.</p> <p>-Haré lo que pueda, alteza. -Otra inclinación de cabeza. Danekal apretó los dientes. Rechinaron.</p> <p>Los tres hombres que aguardaban detrás de Angarad rebullían de impaciencia, cambiando el peso del cuerpo de una pierna a otra. No eran guardias: ningún hombre que sirviera a las órdenes de Angarad se permitiría tanta indolencia. Danekal habría preferido no saber quiénes eran, pero ni siquiera necesitaba mirarles para reconocerlos.</p> <p>Habían entrado en el Gran Salón con Angarad, pero no habían ido con él hasta allí. El comandante jamás habría aceptado su compañía. Nikao de Venver y su cohorte de idiotas eran tan distintos de Angarad como la Torre del Rey de las casuchas del Cenagal, pese a que todos, Angarad incluido, formaban parte de la corte de Lanhav. Ellos habían acudido a la Torre del Rey sin ser invitados, sabiendo que nadie les diría que eran mal recibidos. Angarad, por el contrario, jamás habría impuesto su presencia. Y él tenía que soportar a ambos, al comandante y al grupo de nobles, cuando lo único que pretendía era localizar a Tranlovar y exigirle que lo dejase en paz toda la mañana. Peor aún, tenía que intentar poner buena cara y disimular las ganas que tenía de echarlos a todos de la torre de una patada en el culo.</p> <p>El comandante apenas había acabado de hablar cuando Nikao empezó a balbucir algo cuyo sentido Danekal no captó, rodeando a Angarad para ponerse ante el pensativo príncipe. Danekal se pasó la mano por el rostro y cerró los ojos. El leve dolor de cabeza con el que se había levantado aquella mañana se iba convirtiendo con el pasar de las horas en una punzada aguda detrás de los ojos que lo estaba volviendo loco. Suspiró, y el suspiro se convirtió en un bostezo que ocultó tras la palma de la mano.</p> <p>-¿Os ocurre algo, alteza? -solicitó Nikao. Danekal abrió los ojos y apartó la mano.</p> <p>-No he dormido muy bien esta noche, eso es todo -contestó, parpadeando para enjugarse la humedad de los ojos-. ¿Qué decíais, señor?</p> <p>-Decía -repitió el señor de Venver, un poco irritado- que tal vez deberíais posponer las negociaciones sobre el acuerdo con Phanobia hasta que su majestad vuelva a estar en condiciones, o...</p> <p>-El rey está herido, no tonto -lo interrumpió Danekal antes de que Nikao pudiera terminar la frase-. Es posible que Sihanna tenga que ir a su dormitorio a firmar, pero mi padre tiene la cabeza tan bien como siempre. Incluso más, ahora que no tiene que preocuparse de según qué tonterías.</p> <p>Nikao de Venver hizo una reverencia y sonrió, obsequioso.</p> <p>-No quería decir que su majestad no fuera capaz de hacerlo, alteza. No se me ocurriría ni pensarlo siquiera.</p> <p>«Vaya mérito, teniendo en cuenta que no sueles pensar en absoluto.» Danekal volvió a pasarse la mano por el rostro. «No debería infravalorar a este imbécil.» No, cuando Nikao llevaba días extendiendo por Lanhav el rumor de la incapacidad del rey. ¿Con qué propósito? Inspiró, clavando la mirada en la pared de piedra de la que, en esos momentos, no colgaban los estandartes que adornarían el salón durante la visita de la reina de Phanobia. El tratado con Phanobia... «Y ¿qué quiere? -se preguntó, aburrido-. ¿Que mi padre no firme el tratado? ¿Que lo firme yo? ¿O estar presente en las negociaciones?» Nikao lo miraba con toda la inocencia del mundo reflejada en sus ojos pardos.</p> <p>-¿Pero...? -preguntó al fin, molesto. El noble se quedó desconcertado. Tardó un instante de más en empezar a hablar.</p> <p>-Nada, alteza -respondió, con un ademán que quería demostrar indiferencia-. No quería...</p> <p>«Entonces cállate y deja de tocarme las pelotas.»</p> <p>-La llegada de la reina de Phanobia se espera para Letsa, si no sufre contratiempos importantes y los vientos le son favorables. Para entonces, su majestad ya estará lo bastante recuperado como para recibirla aquí -con un movimiento de la mano abarcó el amplio salón que ocupaba gran parte de la planta inferior de la torre-, si lo que os preocupa es que Sihanna tenga que subir a saludarle a su lecho. El tratado con Phanobia se negociará y se firmará como estaba previsto. Y no se va a retrasar -añadió, tajante. Apretó los labios. «¿Está intentando algo, o sólo es un deseo?»</p> <p>-Desde luego, alteza -aceptó Nikao-. No podemos permitir que Sihanna de Phanobia piense que la hemos hecho venir hasta aquí en balde. No sería cortés.</p> <p>«Si a mí me importa una mierda ser o no cortés con Sihanna, a Nikao debe importarle todavía menos.» Parpadeó en un vano intento de mitigar el dolor tras sus ojos.</p> <p>-Entonces no sigáis insistiendo, Venver -dijo al fin. Una punzada más intensa que las demás le hizo enseñar los dientes. Nikao abrió mucho los ojos-. Si no tenéis nada más que decir, preferiría seguir soportando los informes que tan amablemente ha redactado para mí el mayordomo mayor, aquí presente. -Señaló con el dedo a Tranlovar, que esperaba en un lateral de la estancia, agarrado a su cartapacio como si fuera una única rama flotando en un mar embravecido.</p> <p>-Sí, a-alteza -balbució el mayordomo mayor, acercándose un paso al grupo de nobles. Nikao de Venver frunció el ceño, pero se apartó para dar paso a Tranlovar, que carraspeó, apretando la carpeta repleta de documentos contra su pecho-. Como os decía, el mercado ya está despejado, tal como ordenasteis. He informado al capitán Salpa de los efectivos que deseáis repartidos por todo el recorrido del cortejo real. Sólo espera que seáis vos quien dé las órdenes oportunas.</p> <p>-Muy bien. -Danekal se frotó las manos para no llevárselas a las sienes. El dolor de cabeza arreciaba. De pronto deseó estar solo, en su alcoba, con la única compañía de la penumbra y sus propios pensamientos. Y ni Tranlovar ni Nikao de Venver y su comparsa de nobles venidos a más parecían tener intención de abandonar la Torre del Rey. Desde luego, Angarad de Teilhil no lo haría hasta que se lo ordenase, o hasta que él mismo saliera de la sala-. Muy bien. Hablaré con él después de hablar con mi padre.</p> <p>Tranlovar carraspeó.</p> <p>-Alteza, quizá deberíais...</p> <p>La mirada tormentosa de Danekal le hizo enmudecer.</p> <p>-Mientras el rey siga vivo -su voz sonaba tensa incluso en sus propios oídos-, es él, en última instancia, quien tiene el mando de todos los ejércitos. No voy a dar yo la orden, Tranlovar. Al menos, hasta que me dé su sello para que lo haga. Pero será él quien me lo dé cuando lo considere oportuno.</p> <p>El mayordomo mayor dobló la espalda e hizo una reverencia.</p> <p>-Como vos digáis, alteza. Sin embargo -lo miró con la incertidumbre plasmada en los rasgos fofos de su cara-, sigo creyendo que sería más seguro ceñirnos a la tradición, y hacer que el cortejo vaya por la calle del Puerto. Los comerciantes protestarán por lo del mercado, alteza, podéis estar seguro. Tal vez...</p> <p>-Déjalo, Tranlovar -lo interrumpió Danekal, y estuvo a punto de hipar de sorpresa al oír su propio tono hastiado. Tosió-. Si chillan, que chillen. Ya se les pasará.</p> <p>El mayordomo mayor lo miró, dubitativo, pero no dijo nada más. Danekal hizo un gesto de fatiga y se apartó de él y del grupo de nobles que lo había acorralado para sonsacarle sus planes respecto a Phanobia, Dröstik y los Tres sabrían cuántas cosas más. «Mis planes.» Estuvo a punto de reír, pero se dio cuenta de que no le hacía ni puta gracia.</p> <p>-Evan, ¿dónde coño estás? -murmuró. «¿Qué haces, que no vienes a librarme de estos tiburones?» Sacudió la cabeza y se arrepintió al instante, cuando el cerebro empezó a golpear contra las paredes de su cráneo. Al menos, ésa fue la sensación que le dio.</p> <p>-Os aseguro que envié un mensaje al señor de Lenvania para que acudiese a Lanhav, alteza -afirmó Tranlovar a su lado.</p> <p>-No te preocupes: lo creí cuando me lo dijiste, y lo sigo creyendo ahora. -Emitió un hondo suspiro-. Evan hace lo que le da la gana, va y viene cuando le apetece, y se va y aparece sin molestarse en avisar. Vendrá, seguro. Lo que no sé es cuándo. -«Seguro que cuando ya no lo necesite para nada.»</p> <p>-Sí, alteza.</p> <p>Danekal abrió los ojos. Los notaba hinchados, casi a punto de salírsele de las cuencas. Contuvo el impulso de frotárselos.</p> <p>-Voy a retirarme un rato, Tranlovar -dijo, intentando por todos los medios que su voz sonase firme-. Que nadie me moleste a menos que sea absolutamente necesario.</p> <p>-Como vos deseéis.</p> <p>Asintió y se alejó, vacilante, en dirección a la escalera.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>EL LUGAR</p></h3> <p></p> <h2>Octavo día antes de Letsa.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Las mujeres necesitan a los hombres para utilizar la Shah. Los hombres no pueden servirse de ella, y las mujeres no pueden encontrarla. Por eso las shalhias tienen que tener un shalhed a su lado, un hombre que atraiga la Shah y se la ofrezca a ellas para utilizarla. La Shah se niega a dejarse utilizar por los hombres, y no se deja recoger por las mujeres. Unos la absorben, las otras la usan.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>La Shah</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">La mujer de gris estudió a Dila con detenimiento. La joven se encogió pese a ser más alta que la Señora, algo que nadie habría dicho cuando la encontró, en una Fiesta de la Renovación, hacía ya diez años. La encontró a ella y también a su Mellizo.</p> <p>Dila era poderosa. O tal vez lo era él. En realidad, si su Mellizo era poderoso, era Dila quien tenía ese poder. El shalhed era una parte indivisible de la shalhia. El poder era de Dila, igual que era de su propiedad el hombre que se lo ofrecía.</p> <p>-Has castigado a tu Mellizo -dijo la Señora. No era una pregunta.</p> <p>-Él mismo se ha castigado, Señora -respondió Dila en voz baja-. Ha pensado en su nombre.</p> <p>La mujer de gris asintió, pensativa. También Dila trató de dejar el rostro inexpresivo, de no permitir que en sus facciones se leyera la desazón que la inundaba y helaba su sangre. Su nombre. <i>Los shalhed no tienen nombre</i>. Se lo arrancaban en el mismo momento en que les ponían el sha’al en la muñeca. «¿Por qué mi Mellizo recuerda algo que ya no existe? ¿Por qué él?»</p> <p>-Nunca había ocurrido nada semejante -meditó la Señora, golpeándose la barbilla con la punta de los dedos-. Los shalhed sólo son shalhed. No son hombres. No tienen voluntad.</p> <p>-No, Señora. -Dila la miró con expresión avergonzada-. Es joven. Todavía no se ha acostumbrado al sha’al.</p> <p>-Hace diez años que lo lleva. Y sabes que al sha’al no hay que acostumbrarse. El vínculo es instantáneo. ¿O tú tuviste que acostumbrarte a la presencia de tu Mellizo en tu alma?</p> <p>Dila negó con la cabeza. «¿Y ahora qué? ¿Va a matarlo?» Eso acabaría también con Dila. La Melliza era una con su Mellizo.</p> <p>-Vuelve a castigarlo, Dila -le ordenó la Señora-. Y sigue castigándolo hasta que sólo sea tu Mellizo, y no quede en él nada del hombre que cree seguir siendo. Es un shalhed, y no es bueno para nadie, y menos para él, que aún no haya asumido que lo es.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Séptimo día antes de Letsa.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Los tikën ansiaban conquistar el sur del continente de Ridia por su clima templado, sus tierras fértiles, sus riquezas. Sin embargo, el frío del norte no impedía que también quisieran esas tierras heladas y menos fecundas. Aún así, cuántas veces intentaron invadir Novana, penetrando por el estrecho driniano, que, congelado desde Yeöi hasta Letsa, ofrecía un paso hacia la abundancia de la isla... Phanobia ayudó en muchas ocasiones a Novana a rechazar a los tikën, agrupados ahora bajo la bandera de Dröstik. Y Novana se comprometió a ayudar a Phanobia si, llegado el caso, precisaba su apoyo para expulsar a los tikën.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Enciclopedia del Mundo</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Phanobia no puede esperar, y nosotros tampoco.» Se frotó la nariz para evitar tocarse las sienes, que le palpitaban con saña. Miró a la reina con los ojos medio cerrados.</p> <p>-Llevo dos días con un dolor de cabeza infame, madre -reconoció al ver la mirada inquisitiva de Isobe-. Te aseguro que no necesito para nada que me vuelvas a repetir lo mismo. Ya lo sé. Lo sé tan bien que soñaría con ello si pudiera dormir.</p> <p>-Pero no parece que hayas entendido lo que quiere decir, por mucho que sepas las palabras de memoria. -La reina miró a un lado, después a otro, y posó una mano sobre su frente-. ¿Tienes fiebre?</p> <p>-No, madre. -Danekal le apartó la mano-. Estoy bien.</p> <p>-No estarás tan bien si no duermes y te duele la cabeza. -Isobe volvió a tocarle la frente-. Si lo que te preocupa es que Nikao de Venver vea cómo te dejas mimar como un niño, no está. Ya me he cerciorado. No creo que se haya levantado todavía. -Posó la mejilla en su frente para comprobar su temperatura. El familiar olor a rosas le hizo suspirar-. Ayer estuvo en La Doncella hasta el alba.</p> <p>-Vaya -gruñó Danekal-, no soy el único que no duerme por las noches... Es un consuelo, aunque Venver haya ocupado sus horas en algo mucho más placentero que darle vueltas a la puta visita de la puta reina de Phanobia.</p> <p>Isobe se apartó de él, sonriendo y revolviéndole el pelo con un ademán cariñoso.</p> <p>-Me alegra saber que no consideras también «puta» a Phanobia entera. Pero cuida tus palabras cuando llegue Sihanna. Lo último que nos interesa es que nos declare la guerra porque la hayas insultado en público.</p> <p>-¿Si la insulto en privado da igual? -murmuró Danekal, lanzando una mirada esperanzada hacia las puertas abiertas del Gran Salón. El rayo de sol que penetraba hasta la mitad de la estancia era una invitación, una tentación en la que Danekal estaba dispuesto a caer cuando bajó de sus habitaciones. En lugar de eso, había caído en las garras de la reina de Novana. Lo único que quería era coger una espada y agotarse a base de mandobles, hasta quedarse dormido de pie en el patio de armas. «O dejar que Salpa me mate de una puta vez.» Que el capitán de la guarnición de la Isla le cortase la cabeza sería una enorme mejoría respecto a lo que sentía en esos momentos encima de los hombros. Se rindió. Alzó las manos y se frotó los ojos con un gemido.</p> <p>-Danekal. -El tono le obligó a abrir un ojo. Su madre lo miraba sin perder la sonrisa, pero parecía preocupada. «¿Por Phanobia, por mi dolor de cabeza, o por mi padre?» Parpadeó-. Ya sé que te inquieta Nikao de Venver y su obvio deseo de sentarse en el trono, pero esto es más importante.</p> <p>Danekal exhaló débilmente.</p> <p>-¿No te importa que Nikao vaya por ahí diciendo que padre es un inútil, madre?</p> <p>-Me da igual. Todo Lanhav sabe que Venver quiere la corona. Intentó convencer a Tearate de que su derecho al título de heredero era superior al tuyo, y de eso hace ya diez años. Si entonces lo deseaba, ¿cuánto no lo querrá ahora? Pero me da igual -repitió-. También todo Lanhav sabe que es un idiota. Va diciéndoles a todos los taberneros, mendigos y prostitutas que se encuentra que él es el verdadero heredero del trono. Si lo que quiere es un ejército de rameras, que se lo quede.</p> <p>-Madre. ¡Has dicho «ramera»! ¿Estás enferma?</p> <p>Los ojos de Isobe brillaron de enojo. Danekal no pudo evitar reír. Se arrepintió al instante, cuando la cabeza empezó a darle vueltas.</p> <p>-Nikao de Venver no tiene por qué preocuparte, así que, si no duermes por eso, será mejor que lo olvides. Sihanna, sin embargo...</p> <p>-Oh, sí -resopló él-, Sihanna sí que me quita el sueño. Por Jenhaha, madre, no es más que la reina consorte de Phanobia... Un banquete, un par de bailes, incluso un torneo si tanto te apetece, y comerá en la palma de la mano de padre.</p> <p>Isobe frunció el ceño.</p> <p>-Danekal -respondió, y volvió a lanzar una mirada hacia uno y otro lado para asegurarse de que en el Gran Salón no había más que sirvientes-, si de verdad crees que una mujer no puede pensar más que en vestidos, bailes y caballeros, será mejor que renuncies a tu derecho al trono y dejes que Venver suceda a Tearate cuando muera, los Tres quieran que sea dentro de muchos años. -Danekal parpadeó, sorprendido ante la acritud del tono de su madre-. Novana te lo agradecerá. Y yo también. No quiero tener un rey incapaz de ver más allá de su estúpida espada. -Atónito, Danekal abrió la boca para protestar, pero la reina se lo impidió con una mirada fulminante-. ¿Crees que Sihanna viene en nombre de Nhiconi de Phanobia, que él le ha dado instrucciones para negociar este tratado y ella va a limitarse a trasladarle a tu padre lo que Nhiconi desea?</p> <p>Danekal volvió a abrir la boca. Isobe volvió a impedirle hablar.</p> <p>-En Phanobia reina Sihanna, no Nhiconi -dijo con voz tensa-. Mientras él se dedica a desflorar sirvientas, Sihanna maneja a sus nobles, dirige su ejército y establece las alianzas. La firma de Sihanna es la que cuenta. Si fuera Nhiconi el que viniera a negociar el tratado, después ella tendría que ratificarlo. No de forma oficial, por supuesto -aceptó-, pero sí de hecho. Si Sihanna se negase a seguir los términos del tratado, sería como si no se hubiera firmado, por mucho que Nhiconi hubiera puesto su sello en él.</p> <p>Incrédulo, Danekal se echó a reír a carcajadas, ignorando la jaqueca que amenazaba con hacerle vomitar en el suelo de piedra gris. La reina, por el contrario, no hizo ningún ademán que denotase hilaridad. Cuando vio a su madre apretar los dientes sus carcajadas se fueron apagando, hasta que dejó escapar un ronco gemido.</p> <p>-Por Jenhaha -tartamudeó, desconcertado-. Hablas en serio.</p> <p>-Siempre hablo en serio. Danekal, sabes que Sihanna no viene a suplicar ayuda. Novana necesita este tratado tanto como Phanobia.</p> <p>«Otra vez lo mismo.» Chasqueó la lengua.</p> <p>-Lo sé, madre. Podría...</p> <p>-... repetirlo dormido... Pues harías bien en hacerlo. No podemos arriesgarnos a ofender a Phanobia en lo más mínimo.</p> <p>-Es Phanobia quien está en guerra con Dröstik, no nosotros -se defendió Danekal, aun sabiendo que era una batalla que había perdido hacía meses.</p> <p>-Y es Dröstik quien se hará con todo el territorio de Phanobia si no la apoyamos -replicó Isobe-. ¿Crees que los tikën se van a conformar con Phanobia?</p> <p>-El drötikën puede decidir seguir hacia el sur. Creo que Tilhia tiene mucho más que temer de Dröstik, madre. Es mucho más suculenta que nosotros. Y tiene menos capacidad de defensa.</p> <p>-Los Indomables de Tilhia hacen que hasta los tikën tengan pesadillas, Danekal.</p> <p>-Pero todos los Indomables están defendiendo Tilhia del ataque del Imperio de Monmor -repuso Danekal-. No hay Indomables suficientes para proteger todo el país de un doble ataque a Monmor y Dröstik. Y el drötikën lo sabe.</p> <p>Isobe suspiró.</p> <p>-Y el drötikën tampoco es de los que comparten un país conquistado, ni siquiera con el Imperio de Monmor. Pero... ¿apostarías la seguridad de Novana a una tirada de dados, Danekal? Porque yo no. Pronto los tikën comenzarán de nuevo a avanzar hacia Phanobia, después del invierno. Si Phanobia cae, es muy posible que después nos toque a nosotros.</p> <p>-Y si no cae, el drötikën puede decidir de todos modos invadir Novana. -Danekal frunció los labios. Se sentía mareado, y no había nada que desease más que salir de la Torre del Rey al soleado patio. O volver a meterse en la cama-. Si no lo ha hecho todavía es porque sabe que, si cruza el estrecho driniano, se dará de narices con los clanes de Hongarre. Por eso creo que su objetivo, después de Phanobia, será Tilhia.</p> <p>-Ya veremos. Pero no podemos arriesgarnos a que Dröstik cambie de idea. No hagas nada que pueda provocar que Sihanna se sienta ultrajada, Danekal -le advirtió levantando un dedo.</p> <p>-¿Yo? -preguntó él con inocencia-. Soy yo el que se siente ultrajado, madre... Qué poquita confianza. -Fingió una mueca de dolor.</p> <p>-Te conozco -dijo ella.</p> <p>-Como si fuera tu hijo, sí -masculló Danekal.</p> <p>-Sí, algo así -sonrió Isobe. Le acarició la mejilla-. Vete a jugar con tus espadas, si es lo que deseas. Pero que no te dé mucho el sol o no te vas a quitar ese dolor de cabeza en la vida. -Le propinó una palmadita. Danekal le enseñó los dientes en una parodia de sonrisa satisfecha-. Esta noche le diré a Julda que te haga una de sus infusiones para ayudarte a dormir. Son repugnantes, pero hacen milagros.</p> <p>-Gracias, madre. -Danekal se esforzó por sonreír una última vez antes de tomar el camino hacia la zona del patio bañada por el sol.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>SEÑORÍO DEL SALDELLAL (PHANOBIA)</p></h3> <p></p> <h2>Séptimo día antes de Letsa.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Es inquietante observar cómo todas las religiones, todas las creencias, hablan de la ayuda al débil, al hambriento, al desamparado, y, sin embargo, también recogen entre sus preceptos el odio, la intransigencia, la persecución, la muerte de aquellos que no siguen dicha creencia. Y más inquietante aún es ver cómo la mayoría de los creyentes ponen por encima este último precepto y prefieren obviar el primero.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Naturaleza del Hombre</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Contempla: el Ejército de la Luz.</p> <p>Nial lanzó una mirada de soslayo a Janee, sin saber muy bien si el muchacho pretendía hacer una broma o si su tono ligero ocultaba un estado de ánimo mucho más sombrío. Inspiró al ver el rictus derrotado del joven y siguió su mirada, que recorría las desordenadas hileras de hombres, mujeres, niños, animales y carros que avanzaban pesadamente por el camino de tierra. A un lado, un campo parduzco mostraba ya los primeros signos de verdor que anunciaban una temprana primavera; a otro, la silueta aserrada de las montañas Tianhavê señalaba la dirección que habían de seguir para pasar del Saldellal a Soligna, y de ahí a Teune.</p> <p>Teune. ¿Cómo llamaba Vantar a la capital de Phanobia? ¿«El corazón del mal»?</p> <p>-Menudo ejército -añadió Janee en un murmullo. Nial lo oyó a la perfección.</p> <p>-Así es como le gusta llamarlo a Vantar -contestó, refiriéndose tanto al Ejército de la Luz como a Teune, la ciudad a la que se dirigían a toda prisa, espoleados por la mirada fanática de su líder, por sus palabras cortantes, por su fe inquebrantable, por las ocasionales demostraciones del favor de la Luz en forma de castigo divino a los que dudaban de su palabra. «¿Y una vez allí, qué?», se preguntaba Nial. La mirada interrogante de Janee y la expresión plácida de Dendalior decían con toda claridad que ellos se preguntaban lo mismo.</p> <p>-Le gusta llamarlo así porque no sabe lo que es un ejército de verdad. -Janee sacudió la cabeza, se acomodó el fardo que cargaba sobre el hombro y siguió andando detrás de la carreta que hundía sus ruedas en el barro. Sus pies, como los de Nial, se hundían en la tierra mojada y en los excrementos de los bueyes. Pese a su aspecto infantil, casi delicado, Janee no protestaba por la suciedad. Incluso había dicho en alguna ocasión que prefería andar detrás de un carro. «La mierda de esos bichos me mantiene los pies calientes», decía. Nial no podía sino darle la razón.</p> <p>-¿Y tú sí sabes qué es un ejército de verdad? -lo interrogó, sin preocuparse, él tampoco, por el barro y los excrementos que se filtraban por el cuero blando de sus botas hasta llegar a sus pies.</p> <p>Janee se encogió de hombros.</p> <p>-Cualquiera que no tenga el cerebro reblandecido por el fanatismo sabe que esto -hizo un gesto que abarcaba los cientos, quizá miles de personas que avanzaban con ellos- es lo menos parecido a un ejército que se podría imaginar. No hay orden, no hay disciplina, no hay...</p> <p>-A veces -dijo Nial, mirándolo con los ojos entrecerrados- hablas como si supieras lo que dices.</p> <p>Janee volvió a encogerse de hombros. Parecía mortificado, pero lo escondía detrás de esa mirada desafiante que a menudo emplean los niños cuando quieren demostrar que son hombres.</p> <p>-Todos tenemos nuestros secretos.</p> <p>Nial sacudió la cabeza, divertido.</p> <p>-Guarda los tuyos, si es lo que quieres. Pero ten cuidado. Si tú sabes que yo me escondo, también Vantar puede saber que tú haces lo mismo. Al fin y al cabo -sonrió-, tú también entiendes lo que dice Dendalior, ¿verdad...? Aunque a veces no se entienda a sí mismo. Puto sacerdote...</p> <p>-Creía que ya no era sacerdote.</p> <p>-Estoy convencido de que él creía lo mismo. O, al menos -agregó, buscando con la mirada al antiguo triakos y localizándolo, al fin, varias varas por delante, caminando al lado de Vantar-, estoy convencido de que él cree que Vantar lo cree. Que, al final, es lo que importa.</p> <p>-En realidad, si te fijas -respondió Janee-, <i>nosotros</i> somos lo que cree Vantar. El Ejército de la Luz.</p> <p>-El Ejército de la Luz, sí -suspiró Nial.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>EL LUGAR</p></h3> <p></p> <h2>Séptimo día antes de Letsa.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Muchas culturas utilizan el castigo para educar a los niños. También el castigo puede educar a los adultos, pero cuando se castiga a un hombre o una mujer lo que se pretende no es que aprenda y no vuelva a incurrir en su error, sino aplacar el orgullo herido del castigador.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Enciclopedia del Mundo: Comentarios</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Mellizo -le ordenó su Melliza-. Quítate el sha’al.</p> <p>Eso había sido muchas horas antes. O así se lo parecía al shalhed, que yacía tiritando en el suelo. Sus dedos aún aferraban compulsivamente el brazalete de plata que lo vinculaba a su Melliza. Todavía intentaba arrancárselo con todas sus fuerzas, pese a que era eso lo que estaba enloqueciéndolo de agonía.</p> <p>-Quítatelo -susurró ella-. Mellizo.</p> <p>«Kal. Me llamo Kal.» Una mano al rojo vivo oprimió sus entrañas.</p> <p>-¿Por qué te haces esto? -preguntó ella. Su voz sonaba entristecida. Pero no le ordenó que soltase el sha’al.</p> <p>Él tiró una vez más del brazalete. La joya se fundió en su muñeca. Un dolor helado, ardiente, le traspasó la piel. Emitió un grito agónico, pero no soltó el brazalete. Siguió pugnando por arrancárselo, sollozando de dolor, sin atreverse a mirarse el brazo por temor a lo que pudiera ver.</p> <p>-Mírate, Mellizo -exigió ella, leyendo sus pensamientos.</p> <p>Temblando, bajó la vista.</p> <p>Estuvo a punto de desmayarse al verse la muñeca. El brazalete había atravesado la piel y la carne, dejando el hueso a la vista. La sangre manaba por la horrenda herida, la carne palpitaba a ambos lados de la abertura. Pero él volvió a tirar de él, siguió intentando quitárselo. Ella se lo había ordenado.</p> <p>Gritó cuando sintió como si unos dientes afilados estuvieran clavándosele por dentro. El sufrimiento le nublaba la visión, la habitación giraba vertiginosamente a su alrededor. Cerró con fuerza los ojos, se dobló sobre sí mismo y se estremeció por la náusea que contrajo su estómago.</p> <p>Tuvo que volver a mirar cuando su Melliza pasó un dedo por la herida palpitante. La sangre dejó de brotar al instante. La herida se cerró. La vista del shalhed se empañó y temió perder el conocimiento. El dolor agudo y helado empezó a subir por su brazo, dejándolo entumecido.</p> <p>Entre la niebla de agonía roja, pulsante, que inundaba su mundo, oyó a la shalhia.</p> <p>-Suéltalo -dijo con suavidad-. Suéltalo, Mellizo.</p> <p>-¡Kal! -aulló-. ¡Me llamo Kal!</p> <p>Silencio.</p> <p>Su Melliza se arrodilló ante él, tan cerca que pudo percibir su olor. Dulce, casi tanto como la Shah. Alargó la mano y apartó de su frente un mechón de pelo húmedo. Él tembló sin dejar de sollozar. El brazalete palpitaba en su muñeca herida. La caricia de ella le dolió casi tanto como el mordisco del sha’al.</p> <p>-Kal -repitió él en voz baja. En sus vísceras sentía el desconcierto de ella, la angustia, el miedo. Su vínculo le hacía padecer lo que su Melliza padecía. «¿Y ella? ¿Sentirá lo que siento yo cuando me tortura?»</p> <p>-Dámela -exigió ella-. La Shah.</p> <p>No podía negarse.</p> <p>Sin dejar de temblar buscó la Shah a su alrededor, en el aire, en la tierra y en la roca sobre la que se erguía la Montaña, en el cielo que la cubría como un dosel azul y blanco. Cerró los ojos. «¿Va a castigarme usando la Shah?» ¿Acaso no era suficiente con el sha’al? Se abrió a ella y vertió toda la energía que había condensado dentro de sí en el cuerpo ansioso de su Melliza.</p> <p>-Tú no tienes nombre. -Pasó la mano por el pelo de él-. Sólo eres mi Mellizo.</p> <p>Posó las yemas de los dedos en su frente y le devolvió en forma de dolor la Shah que él le ofrecía, formando un círculo con sus dos cuerpos, un nudo por el que fluía la Shah, él dándosela a ella para que ella pudiera restituírsela, envuelta en una cáscara de sufrimiento. Él gritó. Pero no dejó de absorber la Shah, ni dejó de dársela a su Melliza.</p> <p>-Mellizo. -Los dedos de ella resbalaron por su rostro en una caricia punzante. Apoyó la frente en la de él-. Mellizo.</p> <p>Él abrió los ojos.</p> <p>-Kal -murmuró-. Soy Kal.</p> <p>Alzó las manos y las posó en las mejillas de ella. Estaba tan seguro de lo que debía hacer como si alguien se lo hubiera susurrado al oído. Retuvo en su interior la Shah, cerrando el conducto abierto hacia ella, secando la corriente de energía que los unía.</p> <p>La Shah que seguía extrayendo se expandió por su cuerpo, bañando su alma de luz, de calor, de color. Dulce. <i>Estoy aquí</i>, arrulló, invitadora. <i>Kal. Tuya</i>. No Mellizo: Kal. De él, no del shalhed. En su ser. <i>Tuya</i>.</p> <p>Ella abrió mucho los ojos, desconcertada. Él acarició su rostro y, por primera vez en diez años, sonrió.</p> <p>-Estaba equivocado -dijo-. El mundo entero estaba equivocado. -«Pero hay que ser alguien... Hay que tener un nombre para que ella te pueda llamar.»</p> <p>Y, abriéndose a la magia que le había estado vedada toda la vida, a él y a todos los hombres, se abrazó a ella, la cogió, la acarició. La Shah rio dentro de su cuerpo y se dejó manipular. Él la manipuló hasta formar un tejido sólido y lo lanzó contra su Melliza.</p> <p>Ella chilló de sorpresa y de miedo, y cayó hacia atrás. El shalhed la atrapó antes de que se apartase de él, y siguió golpeándola con la Shah que, por increíble que pareciera, se dejaba tocar por él y guiaba sus acciones, ocupaba su cuerpo, lo transformaba en un ser distinto, un ser que podía no sólo llamarla, sino también hacerla suya. Como hacían las mujeres. Pero él era un hombre.</p> <p>«No, como una mujer no. Como un amante. Su amante.» La Shah volvió a reír. Kal también.</p> <p>-Imposible -farfulló su Melliza, temblorosa. Él hurgó en sus pensamientos con el poder recién descubierto. ¿Imposible? Simplemente, nadie lo había intentado nunca.</p> <p><i>Rebelde</i>, bramó una voz en su alma. <i>Sacrílego</i>.</p> <p>«No. Rebelde no. Sacrílego tampoco. Un hombre que es una shalhia.» Saboreó la palabra como saboreaba la Shah que nunca había podido abrazar. Rio de nuevo.</p> <p><i>Mellizo</i>.</p> <p>-No.</p> <p>Ella lo miró entrecerrando los ojos y lo atacó. La fuerza del golpe, la cascada de Shah le hizo trastabillar. De forma instintiva tejió la Shah para protegerse, aislándose del vínculo que los unía desde hacía tanto tiempo...</p> <p>No lo logró. Su cerebro parecía a punto de explotar. Ahogó un gemido.</p> <p>-No -porfió-. No. «No voy a seguir siendo un esclavo. Un Mellizo.» Mellizo...</p> <p>Apretó las manos en las sienes de ella y, del mismo modo que le entregaba la Shah cuando ella lo exigía, empezó a quitársela.</p> <p>Ella se revolvió, mientras él absorbía la Shah de su cuerpo, usándola para protegerse del ataque cada vez más débil de su Melliza. La sensación de la energía recorriendo sus músculos, sus venas, sus huesos, era pura alegría, era gozo destilado. Estuvo a punto de gritar de placer. Shah. «Mía.»</p> <p>Poco a poco, ella dejó de luchar y quedó inerte entre sus brazos.</p> <p>-No puedes romper el vínculo -protestó con voz débil. Él volvió a penetrar en su ser, donde ya no quedaba ni una gota de Shah, sosteniéndola para que no cayera al suelo.</p> <p>Sonrió una vez más.</p> <p>-Dila. -Su nombre. Las shalhias tenían nombre. El de ella estaba inscrito en su cerebro como grabado a fuego.</p> <p>Ella levantó la mirada con lentitud.</p> <p>-Mellizo... -susurró.</p> <p>-Kal -insistió él. Ella pareció luchar un momento consigo misma y, al fin, se rindió. Su cabeza cayó hacia delante y se apoyó sobre su pecho.</p> <p>-Kal... -gimió.</p> <p>El nombre parecía una canción en sus labios. Él rio, enterrando el rostro entre los cabellos de Dila. «Kal... Mi nombre.» El nombre de ella. Dila.</p> <p>Mellizos.</p> <p>El cuerpo de Dila temblaba pegado al suyo. Sin Shah. Débil, hasta que él volviera a llenarla. «Sólo su Mellizo puede dársela. Sólo yo.»</p> <p>Levantó la cabeza y la apartó con suavidad. Ella lo miró con expresión soñolienta. Permitió que Kal la ayudase a levantarse del suelo, y se quedó de pie, inmóvil, demasiado débil para hacer nada que no fuera permanecer erguida.</p> <p>-Dila -repitió él, y, sin poder contenerse, posó un dedo bajo su barbilla y la obligó a levantar la cabeza. Sonrió-. Dila -repitió-. Me gusta.</p> <p>Se inclinó sobre ella y besó sus labios. Una chispa de Shah pasó de él a ella. «Lo justo para que no te desplomes. Melliza.» Se apartó y volvió a sonreír.</p> <p>-Adiós -dijo. Acarició su mentón y bajó la mano. Dila abrió la boca, desconcertada, y después apretó la mandíbula.</p> <p>-No puedes irte. Un Mellizo no puede vivir sin su Melliza. -Su voz estaba preñada de desesperación. Una Melliza tampoco podía vivir sin su Mellizo.</p> <p>-Yo ya no soy tu Mellizo -contestó Kal.</p> <p>-Todavía llevas el sha’al. Todavía eres mío.</p> <p>Kal alargó la mano y la cogió por la muñeca. Dila gritó, trató de zafarse, pero Kal no la soltó. Al contrario, apretó aún con más fuerza, hasta que vio lágrimas inundando los ojos de ella. Entonces abrió la mano, ahogando el sentimiento de culpa en un mar de rabia.</p> <p>-Ahora -murmuró- tú también llevas un sha’al.</p> <p>Y apartó la mano. Ambos miraron a la vez; en la muñeca de Dila, en el pliegue donde la mano se unía al brazo, brillaba un fino brazalete de plata.</p> <p>-Si yo soy tuyo -musitó Kal-, tú también eres mía.</p> <p>Volvió a alzar la mano y acarició la mejilla de ella, rodeando su cintura con el otro brazo, obligándola a acercarse a él, hasta que sus cuerpos volvieron a estar pegados. Si él podía notar cómo se aceleraba el corazón de Dila, ella también podría sentir los apresurados latidos del corazón de Kal.</p> <p>-Veremos si tú tampoco puedes soportar que me aleje de ti -susurró-. Veremos si te duele, si sufres, si lloras cada momento que paso lejos. Veremos si al final descubres que no puedes soportarlo y decides venir a buscarme. Melliza.</p> <p>La soltó con tanta brusquedad que ella estuvo a punto de caer al suelo. Mientras Dila recuperaba el equilibrio, Kal se dirigió a la puerta y la abrió.</p> <p>-No puedes irte -insistió ella. Él la miró por encima del hombro.</p> <p>-Veremos -respondió, burlón. Y salió de la habitación.</p> <p>Cerró la puerta y se apoyó contra la hoja de madera. Desde el otro lado le llegó el sonido de un llanto apagado, teñido de un dolor tan intenso que estuvo a punto de llorar él también. Cerró los ojos, tomó aire y lo exhaló, tembloroso.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Sexto día antes de Letsa.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Novana... la Isla Encantada. Todos la desean, incapaces de olvidar sus verdes montañas, el mar estrellándose contra las escarpadas orillas. Todos harían lo que fuera por que Novana los amase tanto como ellos la aman.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Ridia: Orígenes</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Se levantó mareado, con el cuerpo dolorido, los ojos hinchados y la lengua pegada al paladar. Deseó no haber despertado. El brebaje de Julda le había hecho descansar, pero si los efectos secundarios eran los que estaba sintiendo en ese instante casi prefería no volver a dormir en toda su vida.</p> <p>-Podría llegar a acostumbrarme -se dijo Danekal, lavándose la cara con el agua helada de la jofaina-. Así aprovecharía las noches para algo constructivo.</p> <p>El día anterior se había encontrado mal, pero nada comparado con lo que sentía ahora. Se secó el rostro con un lienzo. En el hogar no quedaba ni el rescoldo. Por la ventana entraba una débil claridad grisácea, la luz enfermiza que precedía al amanecer.</p> <p>-Aunque eso significase tener que encontrarme con el imbécil de Nikao a todas horas. -Se enjuagó la boca después de limpiarse los dientes: el horrible sabor de la infusión de Julda se pegaba a su lengua-. Bien pensado, prefiero pasar las noches en vela en otra parte. En cualquier sitio donde no esté ese gilipollas.</p> <p>Estiró los músculos con un gruñido. Si se encontraba tan mal después de una noche de sueño, ¿cuánto peor no estaría si se dedicase a beber como un tikën en época de celo? Resopló. No recordaba cuándo le había dolido tanto la cabeza por última vez, pero en aquella ocasión debía haber bebido el suficiente alcohol como para dejar tirado a un clan entero de norteños. O a dos. Dolorido, paseó la mirada por su alcoba, y después, tomando aire, sumergió la cabeza entera en el agua de la jofaina.</p> <p>La sacó cuando se quedó sin aliento. Los regueros de agua que chorrearon por sus hombros y su pecho le hicieron temblar, pero también aliviaron su malestar. Sacudió la cabeza; de su pelo brotaron un sinfín de gotitas de agua que volaron por toda la habitación. Le gustó la sensación de estar empapándose poco a poco, conforme el agua iba bajando, gota a gota, por su cuerpo. Cerró los ojos y sonrió.</p> <p>-Será verdad que esa guarrada funciona -musitó, disfrutando del aire frío del amanecer que se colaba por la ventana y rozaba su piel mojada. Aún notaba los ojos hinchados, pero al menos ya no tenía ganas de vomitar hasta los intestinos. «Igual tengo que darle las gracias a Julda y todo», pese a que todavía tenía la lengua como un trapo con el que la nodriza de su madre hubiera limpiado los suelos.</p> <p>Se acercó a la ventana y apartó el lienzo que tapaba el hueco. Una ráfaga de aire le puso la piel de gallina. El sol asomaba por detrás de la muralla de Lanhav, bajo la que se amontonaban las casuchas del Cenagal. Un primer rayo pintó de oro la ciudad, convirtiendo en un lugar encantado las almenas y torres de la muralla, los tejados de los barracones de la Isla, las casonas de la Ciudad de la Isla.</p> <p>Suspiró.</p> <p>-Será mejor que te pongas en movimiento antes de que Tranlovar decida venir a por ti, muchacho. -Antaño creía que le caía mal el mayordomo mayor. Qué poco sabía entonces. Dio la espalda a la ciudad dibujada en oro y fue una vez más hacia la jofaina. Cogió del suelo el lienzo que había dejado caer al descuido y se lo pasó por el pelo alborotado. Después se frotó el cuerpo para enjugar las gotas de agua que todavía corrían por su piel.</p> <p>Volvió a la ventana y abrió el arcón para coger una camisa, unos calzones y un jubón. Después de embutirse en la ropa buscó con la mirada las botas que había dejado tiradas la noche anterior, más por molestar a Julda cuando acudió a llevarle ese veneno que llamaba «infusión» que por descuido. Ver los labios apretados de la anciana y su ceño fruncido bien valía tener que perder media mañana buscando su calzado.</p> <p>-O se las ha comido uno de esos malditos gatos, o Julda ha venido a medianoche para llevárselas -murmuró, poniendo los brazos en jarras y recorriendo una última vez el aposento con los ojos. Los gatos no comían botas, hasta donde él sabía, así que si tuviera que apostar lo haría por lo segundo. Se encogió de hombros. Tenía más botas de las que podía llegar a calzarse en un año, y aún podría tener más si tan sólo le insinuaba a Tranlovar que su guardarropa no era el más adecuado: el mayordomo mayor se sentiría encantado de encargarle uno nuevo. O varios. Abrió otro arcón y rebuscó en su interior hasta dar con un par exactamente igual que el que había perdido.</p> <p>Estaba poniéndose la segunda bota cuando sonó un golpe en la puerta y ésta se abrió antes de darle tiempo a contestar. Dio un salto, vaciló y, perdiendo el equilibrio, cayó cuan largo era sobre el suelo.</p> <p>-¿Es que no sabes esperar, hombre? -exclamó al ver en el umbral al sirviente que lo observaba atónito portando una bandeja. Con un quejido terminó de calzarse en el suelo y se levantó, pasándose la mano por la frente. Por un momento creyó que la cabeza iba a empezar a dolerle otra vez, pero, después del instante de terror, respiró aliviado al ver que no era así. Lanzó al sirviente una mirada indignada y se sacudió las calzas.</p> <p>Detrás del desconcertado siervo entró Tranlovar.</p> <p>-Buenos días, alteza. -El mayordomo mayor recorrió el dormitorio con ojos inexpresivos, evitando mirar a su príncipe mientras éste trataba de recuperar la dignidad.</p> <p>-Buenos días... una mierda -gruñó Danekal. El sirviente abrió mucho los ojos, dejó la bandeja encima del arcón y se apresuró a salir de la estancia, olvidando en su prisa hacer una reverencia. «Bien, eso que he ganado.» Los oídos empezaron a zumbarle. Hizo caso omiso del olor del pan aún caliente y se encaró con el mayordomo mayor-. Hoy no tengo ganas de hablar de cintas de colores ni de vajillas de plata o de oro, Tranlovar -le espetó, buscando la capa con la mirada y renunciando a ella tras un primer vistazo al gancho vacío junto a la puerta-. Así que dime algo interesante u olvídame para siempre. Mejor aún: olvídame.</p> <p>Tranlovar pestañeó.</p> <p>-Alteza -dijo, inclinando la cabeza-, os recuerdo que su majestad la reina ha exigido que se le informe de los platos que se van a servir en el banquete de bienvenida de la reina de Phanobia, así como de las actuaciones y entretenimientos previstos para...</p> <p>-Pues hazlo -le soltó Danekal, fastidiado-. Dile todos los jodidos platos y todos los jodidos trovadores y los jodidos bailarines que me has estado vendiendo todos estos días. Los jodidos metros de cinta y de tela para los toldos y carpas, las jodidas flores y los jodidos estandartes. Pero no me jodas más. -Abrió del todo la puerta que el sirviente había dejado entreabierta y salió al corredor. El mayordomo mayor no lo siguió.</p> <p>El molesto zumbido era ahora ensordecedor. Mientras caminaba la cabeza empezó a dolerle de nuevo. Ahogó una maldición y se palpó las sienes. «Mierda.» La creciente claridad que penetraba por las ventanas le picaba en los ojos, y el mero recuerdo del aroma a pan que había inundado su habitación se le enroscó en el estómago, haciéndole desear tener una bacinilla cerca. Se pasó el dorso de la mano por la frente.</p> <p>-Parece que al final me voy a ahorrar tener que darle las gracias a esa vieja bruja -musitó. Aunque quizá sí debería presentarle sus excusas a Tranlovar. El mayordomo mayor sólo hacía su trabajo, y tal vez, sólo tal vez, no merecía la respuesta que había recibido. Bajó la escalera con cuidado. «Si hablar de una puta comida empieza a afectarme así, la próxima vez que Nikao me dirija la palabra puedo hacer una barbaridad.» Se recreó un instante con las imágenes que ese pensamiento hizo aparecer en su mente, pero tuvo que apartarlas cuando su cabeza protestó. «Mierda.»</p> <p>Estuvo a punto de gritarlo en voz alta al ver quién esperaba en el Gran Salón. Cerró los ojos con gesto dolorido y se las arregló para componer una media sonrisa dirigida al hombre que permanecía de pie en un lateral de la inmensa sala, con su habitual expresión impertérrita.</p> <p>Angarad de Teilhil no le era especialmente antipático, pese a lo mucho que había cambiado desde que ambos eran niños. Joven, aunque no tanto como Danekal, el señor de Teilhil tendría unos treinta años, y las damas lo consideraban un hombre muy atractivo por alguna razón que a Danekal se le escapaba; sí, era apuesto, con ese pelo negro que enmarcaba un rostro de facciones regulares, y tenía un cuerpo acorde con su cargo de comandante de la Guardia Real, algo que a las mujeres parecía agradarles... Sin embargo, Danekal no acababa de comprender cómo podían suspirar por un hombre tan inexpresivo, tan imperturbable, tan... frío. La sonrisa se convirtió en una mueca que disimuló a duras penas. Angarad no destacaría en el Templo de Cahhir... si acaso, los monjes acabarían expulsándole del culto por ser demasiado serio.</p> <p>Angarad vestía el uniforme azul y plata de la Guardia Real. No le quedaba mal. Si acaso, destacaba aún más el agraciado rostro del muy desgraciado.</p> <p>-Angarad -lo saludó, conteniendo el gruñido que amenazó con brotar de su garganta cuando su mirada se posó en los ojos azules del comandante.</p> <p>-Alteza. -La inclinación de cabeza fue casi imperceptible.</p> <p>Danekal esperó. Pero Angarad no dijo nada más. Se limitó a permanecer de pie, impasible, mirando a su príncipe.</p> <p>Éste carraspeó.</p> <p>-¿Qué hacéis aquí, Angarad? -preguntó al fin. El ceño de Angarad se arrugó el tiempo que tarda el corazón en latir una única vez, y al momento volvió a alisarse.</p> <p>-Quería saber cómo está su majestad -respondió. Sin más. Danekal torció la cabeza para estudiarlo mejor, desconcertado, pero el señor de Teilhil no parecía incómodo, ni nervioso, ni impaciente. «Es una puta estatua...»</p> <p>-Los heraldos informan a diario acerca del estado del rey por toda la ciudad -explicó sin apartar los ojos de Angarad-. No era necesario que vinierais a la torre a preguntarlo.</p> <p>-Prefiero las noticias de primera mano, alteza. No me gusta enterarme de las cosas después de que hayan pasado por tantas bocas. Las probabilidades de que haya algo de verdad en ellas son escasas.</p> <p>Danekal tuvo que darle la razón, pese a que, al menos de forma oficial, los heraldos sólo decían lo que el rey les ordenaba. Pero ¿a qué heraldo no le gustaba adornar las noticias? Más aún, ¿qué heraldo no deseaba, en su fuero interno, convertirse en un trovador?</p> <p>-¿Habéis venido todos los días? -inquirió. Angarad volvió a asentir. Danekal enderezó la cabeza, suspicaz-. ¿Y quién os surte de esas noticias acerca de la salud de mi padre?</p> <p>-El mayordomo mayor, alteza. -El jodido Tranlovar. Danekal renegó en su fuero interno. De acuerdo, Angarad era el comandante de la Guardia Real y su labor principal era garantizar la seguridad del rey y de su familia, pero tampoco era necesario que se le tratase como a un miembro de la Casa Real... «Aunque -pensó Danekal-, lo cierto es que lo es.» Angarad, hijo menor de Linat de Teilhil y, desde la muerte de su hermana Diaina y de su padre, señor de todas las tierras desde la cordillera de Saldehêna hasta el mar de Trisema, desde Drine hasta el Tinhal, tenía los mismos ojos que la hermana de su padre, Isobe de Ilhah, reina de Novana.</p> <p>Danekal estuvo a punto de echarse a reír. Tan acostumbrado estaba a pensar en los miembros de la corte como un conglomerado de sanguijuelas que a veces olvidaba quiénes eran en realidad. «¿Qué diría si ahora mismo le dijera que tiene más derecho al trono que ese idiota de Nikao...?» Tuvo que morderse la lengua. «Seguro que me pide que le corte la cabeza con su propia espada, tras pasar por su mente una idea tan desleal.» Tosió para disimular.</p> <p>-¿Habéis hablado ya con Tranlovar, Angarad? -dijo.</p> <p>-Sí, alteza.</p> <p>Frunció el ceño.</p> <p>-Y entonces, ¿qué hacéis aquí?</p> <p>Por primera vez que pudiera recordar, Angarad vaciló. Sólo un instante, pero sirvió para que Danekal pudiera sonreír a gusto sin sentirse culpable.</p> <p>-Lo cierto, alteza -contestó en un tono un poco más bajo- es que esperaba veros a vos.</p> <p>Danekal se sorprendió.</p> <p>-Y ¿por qué, si se puede saber? -demandó. Aún se asombró más al ver a Angarad mirar a un lado, luego al otro, para asegurarse de que no hubiera oídos indiscretos en el Gran Salón. Una sirvienta que llevaba un buen rato mirándolo embobada desde un rincón dio un respingo, se alisó la falda, turbada, y corrió hasta desaparecer por la puerta que utilizaban los criados para salir de la estancia.</p> <p>-Me ordenasteis descubrir quién era el hombre del bosque de Lignile, alteza -dijo-. El que hallamos con el cuello roto.</p> <p>Danekal asintió, pero no pudo evitar que la suspicacia creciera en su interior. Si Angarad no quería decir a las claras «el hombre que atacó al rey», sus razones tendría. Pero... ¿qué razones? La única persona que podía haberlos oído acababa de salir corriendo, roja como una doncella la primera vez que un hombre la veía desnuda...</p> <p>-Llevaba un adorno -continuó Angarad-. Una pulsera de cuero. Era lo único que lo distinguía de las ratas que viven en el Cenagal.</p> <p>-Muchos hombres tienen chucherías como esa que describís, Angarad. Pulseras, collares, algunos hasta llevan anillos, si consiguen robárselos a alguien.</p> <p>-Desde luego, alteza -aceptó Angarad-. Pero ésta era muy curiosa. Cuero sin curtir con el dibujo de una rosa.</p> <p>-¿Una rosa? -repitió Danekal-. ¿Y qué? ¿Qué tiene eso de curioso?</p> <p>Angarad estuvo a punto de esbozar una sonrisa. El gesto, tan inoportuno y tan antinatural en su rostro, no hizo sino embellecerlo todavía más.</p> <p>-Que esa pulsera no era suya. Al menos, no lo era siete días después de Kertta, cuando la vi por última vez.</p> <p>Esta vez Danekal no pudo evitar que su boca se abriera de asombro. La expresión de Angarad volvía a ser lo que había sido, rígida e impávida, pero, por alguna razón, el comandante rehuyó su mirada. Sólo fue un momento. Extrañado, Danekal se cruzó de brazos.</p> <p>-¿La visteis...?</p> <p>Angarad asintió una vez más, tal vez con un poco de renuencia. Alzó la cabeza y lo miró, y en su semblante Danekal pudo leer un leve atisbo de vergüenza.</p> <p>-Sí, alteza. La pulsera pertenecía a una mujer. Una... ramera.</p> <p>Incrédulo, Danekal se lo quedó mirando un largo instante y después, sin poder contenerse, se echó a reír a carcajadas.</p> <p>-¡Una ram...! ¡No me lo puedo creer! ¡Angarad de Teilhil... con una... ramera! -Se enjugó los ojos con el dorso de la mano-. ¡Una puta! ¡Con Angarad...! -Y volvió a soltar una risotada al ver el rostro inexpresivo del comandante-. Y yo que pensaba que eras de piedra...</p> <p>Sus carcajadas arreciaron, pero ni aun así logró una reacción en su interlocutor.</p> <p>-¡Anímate, hombre! -exclamó cuando logró controlarse-. Todos lo hacemos. Lo hacen -rectificó, y su sonrisa se ensanchó-. Jenhaha te bendecirá por cada vez que tú bendigas a una mujer con tus favores, ¿sabes?</p> <p>-Ignoraba que fuerais tan piadoso, alteza -respondió Angarad, rígido como una estaca. Danekal se atragantó con su propia risa y tosió. ¿Piadoso...? No lograba obligar a la amplia sonrisa a desaparecer de su rostro.</p> <p>-Sí, bueno, la familia real cumple sus obligaciones para con los Tres, desde luego...</p> <p>Calló, desconcertado por la súbita sensación de estar haciendo el ridículo.</p> <p>-La mujer en cuestión -continuó Angarad, de nuevo dueño de sus propias reacciones- trabajaba en La Doncella, alteza.</p> <p>-¿La Doncella? Joder -murmuró-. No me extraña que te avergonzaras. Sólo Nikao de Venver es capaz de dejarse caer por allí de vez en cuando, y apuesto a que después de salir se da un baño y todo.</p> <p>Angarad le lanzó una mirada rápida. Y entonces Danekal lo comprendió. Volvió a quedarse boquiabierto.</p> <p>-¿Nikao...?</p> <p>-Aquella noche yo estaba allí con él, alteza -admitió Angarad-. Y con Reol de Vinania, Solge de Cornor y un tal Caleno. Un plebeyo -aclaró sin necesidad.</p> <p>-Menudo grupo... -musitó Danekal. Aquella conversación empezaba a no gustarle en absoluto.</p> <p>-Sí, alteza. El señor de Venver me invitó a ir con él. -«Que es lo mismo que decir que te obligó», pensó Danekal-. Pero fue mucho antes del... incidente del bosque. Y no vi a Venver mirar siquiera a aquella mujer.</p> <p>-Ya. -Tomó aire y miró hacia el techo de gruesas vigas de madera. Que Nikao iba a menudo a La Doncella lo sabía todo Lanhav. ¿Significaba eso que tenía algo que ver con aquella pulsera que llevaba el hombre que atacó a Tearate? La pulsera de una puta, por los Tres... Se le escapó una risita. Angarad no hizo ningún comentario-. Bien. De acuerdo. Entonces, lo único que sabéis -dijo, volviendo a usar el tratamiento al ver aquellos ojos fríos de nuevo posados en él- es que el hombre que atacó a mi padre tuvo ciertos... tratos con esa prostituta. Bueno -se encogió de hombros-, hablad con ella. A ver si sabe algo. Aparte de cómo complacer a un comandante de la Guardia Real, quiero decir. -Volvió a reír al ver el parpadeo incómodo de Angarad. Estaba seguro de que no había tocado a la mujer ni tenía intención de tocarla jamás, pero no pudo resistir la tentación de añadir-: Podéis orar a Jenhaha con ella. Pago yo.</p> <p>Angarad se despidió con una rígida reverencia y le dio la espalda a su príncipe, pero eso sí, con todo el respeto.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Sexto día antes de Letsa.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Ten cuidado cuando creas conocer a alguien. Todos jugamos a ser distintos, nos ocultamos bajo la piel de otro hombre, escondemos lo que pensamos y sentimos para evitar que los demás sepan cuáles son nuestras debilidades.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Política Moderna</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">La reina había ordenado que cubriesen la ventana con un lienzo. No quería luz. Tampoco había permitido que apartasen las colgaduras de seda que protegían su lecho de las corrientes y de los insectos. No había querido que la ayudasen a asearse, ni que la vistieran. Ni siquiera había accedido a levantarse. No había comido nada.</p> <p>Ese día, la reina estaba de luto.</p> <p>-Vas a beber un poco de jengibre aunque tenga que metértelo a la fuerza por la garganta. -Sólo Julda se atrevía a hablar así a la reina. Era su vieja nodriza, y, a juzgar por la forma en que la trataba, debía haberle dado mucho más que el pecho cuando la reina era niña.</p> <p>-Déjame en paz, Julda.</p> <p>Gae, la sirvienta que aquel día había subido el desayuno a la monarca, no dijo nada ni hizo ningún movimiento. De pie, junto al lecho, con la enorme bandeja en las manos, miró a Julda, desconcertada. La anciana tenía los labios apretados. Apartó un palmo las colgaduras de la cama y estudió a su ocupante.</p> <p>-Tienes que comer algo, Isobe. -Su tono era terminante.</p> <p>-Pero es que no quiero, ¿me entiendes? No quiero. -La voz de la reina sonaba áspera, muy distinta del tono musical, un poco infantil, que Isobe de Novana solía emplear-. Estoy cansada. Estoy cansada, Julda...</p> <p>La nodriza se encaramó al lecho. Desde donde estaba, la sirvienta sólo podía oír un suave murmullo, un ronroneo, como el de un gatito pidiendo consuelo. Pese a que Julda había cogido la taza de la infusión, la bandeja pesaba mucho. Gae cambió de postura sin moverse del sitio, con los brazos doloridos. Algunas palabras flotaron hasta ella, un susurro entre las cortinas de seda.</p> <p>-Mi niña...</p> <p>-Me duele tanto... -sollozó la reina-. Y no puedo llorar. ¿Por qué no me dejan llorar?</p> <p>Gae desvió la mirada, incómoda, pese a que los cortinajes le impedían ver a su reina.</p> <p>La nodriza siguió susurrando tras el dosel:</p> <p>-Nadie te impide llorar, mi niña. Nadie, ¿me oyes? Pero hay que llorar cuando hay que llorar, y hay que tragarse las lágrimas cuando hay que tragarse las lágrimas. Son amargas, pero estás acostumbrada, ¿eh? Toma, bebe un poco... Tienes que levantarte, Isobe. Sal, y demuéstrales a todos que todavía tienen una reina.</p> <p>-Estoy cansada -repitió la reina.</p> <p>-Tienes que hacer lo que tienes que hacer -insistió Julda-. Bébetelo todo.</p> <p>-Déjame en paz.</p> <p>-Isobe. -La nodriza se irguió. Gae pudo verla de nuevo, de pie, pegada al lecho de su señora. Parecía una madre severa-. Deja las lágrimas para la noche: ella siempre calla cuando ve llorar a alguien. Deja el luto para cuando tengas que llorar a tu esposo.</p> <p>-Pero es que quiero llorar a mi esposo...</p> <p>-Cuando tengas que hacerlo.</p> <p>-Es lo único que me queda -sollozó Isobe-. Mis padres, mi hermano, todos muertos... y Tearate. Por Los Tres, Tearate...</p> <p>-Aún tienes un hijo del que preocuparte. -Para su sorpresa, aquello sólo hizo que los sollozos de Isobe arreciaran, mezclados con balbuceos sin sentido en los que Gae creyó distinguir el nombre del difunto Linat de Teilhil, hermano de la reina.</p> <p>La nodriza apartó las colgaduras de un manotazo y después caminó con paso enérgico hacia la ventana para quitar el lienzo y dejar entrar la luz del sol. Se volvió hacia Gae.</p> <p>-Asegúrate de que come algo antes de salir.</p> <p>-Sí, Julda -contestó ella, sumisa, ocultando a duras penas su confusión.</p> <p>-Y ni una palabra de esto, ¿me oyes? -le espetó Julda. Le lanzó una mirada de advertencia en su camino hacia la puerta del dormitorio de la reina-. O te desollaré.</p> <p>-No, Julda.</p> <p>Miró de nuevo al lecho.</p> <p>-Ponte ese vestido amarillo que guardas con tanto celo, Isobe. Que nadie diga que una reina de Novana no es capaz de soportar con buena cara cualquier cosa.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>HILAA (DRÖSTIK)</p></h3> <p></p> <h2>Sexto día antes de Letsa.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">A decir verdad, no son tantas las diferencias entre los pueblos de Ridia. Puede parecer que los tikën son tan distintos de los nómadas monmorenses como los caballos de los hongos pero, aparte de su color y de su estatura, son más las cosas que los asemejan que las que los diferencian.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Enciclopedia del Mundo</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Sikk no dejaba de asombrarse cada día que pasaba junto a los tikën. Siempre había creído que su gente y los clanes del norte de Ridia eran, más que aliados, hermanos. Sus semejanzas, por lo que conocía de la cultura de los norteños, eran tantas... Resultaba casi doloroso comprender que sólo el Ocaso había sido el culpable de su separación. Sin la creación del mar de Trisema, que escindió el continente y convirtió Novana en una isla, los he-ranne y los tikën seguirían siendo el mismo pueblo. Eso era lo que Sikk había escuchado desde que era un niño que miraba estupefacto cuanto lo rodeaba. Ahora, sin embargo, ya no estaba tan seguro.</p> <p>Como un nuevo signo de lo muchísimo que, en realidad, los diferenciaba pese a sus enormes similitudes, los centenares de hombres altos como árboles y de aspecto fiero que llevaban días preparando la partida hacia Novana entre risas, gritos, peleas más o menos amistosas y mucha, muchísima cerveza se habían congregado ante la portada de madera labrada de la vivienda del drötikën y observaban con solemnidad a la decrépita anciana que permanecía de pie ante el líder de los guerreros del norte, haciendo gestos con una mano, como si siguiera el vuelo de las hojas al caer de los árboles, de los pájaros al planear sobre cabezas coronadas de trenzas rubias.</p> <p>-En el cielo como en la tierra -dijo la vieja con voz estentórea- se lee el destino, drötikën. En las nubes como en las piedras, en el aire como en las hojas, el destino de los tikën es acudir a Novana. Id -ordenó, y, sorprendentemente, el enorme drötikën emitió un sonoro suspiro de alivio-. Rezaremos por que los dioses os sean propicios. Pediremos que la lluvia respete vuestro viaje y el viento hinche vuestras velas para acercaros con rapidez a lo que os aguarda.</p> <p>-¿Viento? -dijo Sikk, confuso-. ¿Velas? Pero si vamos a ir a pie. ¿No?</p> <p>-Las costumbres son las costumbres, pequeñajo -contestó un gigante rubio que se había detenido a su lado y observaba, como él, la curiosa escena-. Intenta decirle a una känevä que no otorgue su bendición a una partida de guerra: puede incluso ser divertido. -Cuando Sikk posó la mirada en él, sonrió-. Para nosotros, claro. Para ti sería más bien doloroso.</p> <p>-¿Ésa es una känevä? -inquirió Sikk, mirando a la anciana. Había oído hablar en multitud de ocasiones de esas mujeres, que dominaban a los tikën como si fueran muñecos.</p> <p>-Sí, he-ranne. Es una känevä. De hecho, es la känevä que gobernará a los clanes mientras nosotros nos vamos a echarnos unas risas a tu islita -respondió el tikën-. Aunque no es que haga falta un jefe... Las mujeres se apañan bastante bien para gobernarse ellas solas cuando los hombres nos vamos de excursión. Somos nosotros los que nos desmadramos si no tenemos a nadie ante quien responder.</p> <p>-¿Dejáis a las mujeres aquí? ¿Por qué? ¿Porque no pueden combatir? -preguntó Sikk, sorprendido. Sabía que había lugares donde se consideraba a la mujer un ser débil, pero jamás habría creído que Dröstik fuera uno de ellos. Desde luego, en Hongarre las mujeres y los hombres marchaban hombro con hombro a la guerra, incluso aquellas que tenían a sus hijos todavía prendidos del pecho.</p> <p>El tikën lo miró sin parpadear y alzó una ceja.</p> <p>-No, las dejamos porque queremos saquear Novana, no convertirla en un erial. -Esbozó una sonrisa-. Cuando una mujer empuña una espada, sólo ella acaba con vida. Ni siquiera queda hierba para su caballo.</p> <p>-Y ¿qué hacen con el pobre animal? -Sikk se cargó al hombro la alforja que lo había acompañado desde que partió de la cabaña de Zravo, hacía ya tantos días.</p> <p>-Creía que era obvio. Se lo comen -contestó el tikën, risueño-. Cuando la mujer baja la espada, quedan pocas cosas con las que llenar la panza... Su caballo, los enemigos que se ha cargado y sus compañeros. Y bueno -agregó, burlón-, también les gusta comer hombres de su propio clan. Dicen que somos tan sabrosos que no hace falta acompañarnos con ningún tipo de salsa ni guarnición.</p> <p>Sikk le dirigió una mirada dubitativa, sin saber muy bien si tomarse en serio sus palabras o no.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>EL LUGAR</p></h3> <p></p> <h2>Sexto día antes de Letsa.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Dicen que un hombre no prueba su verdadera valentía hasta que no se enfrenta a sus terrores cara a cara. Quienes dicen eso no deben haber tenido miedo en su vida.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Naturaleza del Hombre</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Kal levantó la mirada hasta que el cuello ya no quiso seguir alzando su cabeza. El muro grisáceo no tenía fin, no había almenas, ni plataforma, ningún límite. Se elevaba hasta el mismo cielo.</p> <p>La Bruma.</p> <p>Dio un paso.</p> <p><i>Vienen con la Bruma... Nadie los ve, ni los oye. Pero ellos vienen: vienen con la Bruma</i>. Volvió a quedarse inmóvil, con los ojos clavados en la espesura blanca y voluble, de aspecto suave y aterciopelado, horrendo y a la vez extrañamente seductor. Un susurro. <i>La Bruma</i>.</p> <p>Alargó la mano y la rozó. Húmeda y viscosa, se adhirió a sus dedos. Un helor insoportable ascendió por su brazo hasta llegar al hombro. Se estremeció. Apartó la mano y se la frotó en la camisa. Un breve fulgor: el sha’al. Helado. Como sus dedos.</p> <p>-La Bruma -musitó, incapaz de apartar la mirada de ella.</p> <p>Otro susurro... palabras que rozaban su razón, a punto de dejarse entender... Un rostro dibujado en la pared blanca y gris, los ojos clavados en los suyos, los labios entreabiertos. <i>Mellizo</i>. Una oleada de dolor, como si le hubieran amputado un miembro. <i>Mellizo</i>, volvió a sollozar la voz.</p> <p>Temblor. Bajó la mirada.</p> <p>-¿Es éste el fin del mundo? ¿Es el fin de mi viaje? -«¿Es el fin de todo?» Del tormento, del terror, de la desesperación. La Bruma.</p> <p>Una risa cantarina. Giró la cabeza, sobresaltado. Caminando junto a la Bruma, como si fuera una simple muralla que diera sombra a sus pasos, había una mujer.</p> <p>-El Lugar es infinito. -Su cabello rojo era el único color en el mundo-. El Lugar es infinito y, a la vez, infinitesimal. -Una carcajada suave. Sus ojos parecían contener a la vez todos los colores y ninguno-. El Lugar es tan vasto o tan pequeño como tu imaginación pueda concebir.</p> <p>Se detuvo ante él.</p> <p>-Su único límite es la Bruma.</p> <p>Giró el cuerpo para ponerse también ella de cara al muro de niebla. Lo estudió sin perder la mueca irónica, recorriéndolo con sus ojos multicolores. Se inclinó hacia Kal sin mirarlo y acercó la comisura de los labios a su oído.</p> <p>-Anda, ve -susurró con la vista prendida en la Bruma-. Es la frontera, sí, pero ¿qué Mellizo tendría miedo de abandonar el Lugar? -Lo miró con una amplia sonrisa-. Ve. -Y, con un guiño travieso, le dio una palmada en el trasero. Su risita maliciosa se perdió en la lejanía.</p> <p>Kal no volvió la cabeza para verla marchar. Se quedó allí quieto, atraído y a la vez repelido por la inmensidad de la muralla de bruma. De nuevo, los susurros. Palabras que casi lograba comprender. Tomó aire, tragó saliva y echó a andar.</p> <p>La Bruma lo rodeó como un sudario en un abrazo tan estrecho que Kal dejó de respirar. Fría. Un susurro, después otro. <i>Ven. Ven</i>... Un paso, y otro, Kal se adentró en la Bruma, ciego, sordo y sin aire en los pulmones, pero no pensó en retroceder. Tropezó. Ante sus ojos, poco a poco, las formas cambiantes de la Bruma dibujaron un rostro, una boca, una sonrisa perversa.</p> <p><i>Vienen con la Bruma</i>. Otro paso. El terror recorrió su columna como una descarga, pero dio otro paso, y otro más. <i>Vienen... con la Bruma</i>. Un sollozo de pánico se atascó en su garganta. La Bruma lo envolvía todo, amortiguando los sonidos, engullendo la vida hasta dejar sólo silencio, y la blancura que formaba siluetas irreconocibles, rostros descarnados, manos sin vida que se alargaban hacia él. <i>Vienen con la Bruma</i>... Dio otro paso.</p> <p>-Mellizo. Vuelve. -Un llanto apagado, dolorido.</p> <p>Una mano helada acarició su brazo. Dio un alarido de terror. Pero no dejó de andar.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Quinto día antes de Letsa.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Tan difícil es conocer lo que oculta dentro de sí el hombre que está frente a ti como conocer lo que tú mismo escondes bajo tu piel.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Naturaleza del Hombre</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Danekal despertó con un grito congelado en la garganta.</p> <p>Temblando, se pasó la mano por la frente y la retiró empapada en sudor. «Joder.» Levantó la mirada. Rostros deformes, siluetas sin definir, acercándose y rodeándolo, rozándolo con sus dedos...</p> <p>-Joder -exclamó en voz alta, apartando las sábanas de un manotazo. Intentó levantarse de un salto, se le enredaron las sábanas en las piernas y estuvo a punto de caer al suelo. Mascullando una maldición, se libró de la manta, que se obstinaba en impedirle andar, y trastabilló para alejarse de la cama-. Joder, joder, joder...</p> <p>No notó el frío de la habitación. La única luz era el brillo parpadeante de las brasas que se apagaban poco a poco en el hogar. Tambaleándose, tropezando con sus propios pies y con muebles llenos de esquinas y aristas que ni siquiera recordaba que estuvieran en su dormitorio, se dirigió hacia la puerta. Tuvo que palpar varios palmos de pared hasta encontrarla. El sudor se enfriaba rápidamente sobre su piel, erizándole el vello de los brazos y piernas. Abrió la puerta de un tirón, con los ojos desorbitados.</p> <p>La repentina luminosidad lo cegó. Parpadeó y se cubrió los ojos con la mano.</p> <p>-Vaya -dijo una voz sorprendida-. ¿Eres sonámbulo, o acostumbras a pasearte de noche por tus aposentos desnudito como una virgen del templo de Jenhaha?</p> <p>-Evan... -murmuró. Una vela. La luz deslumbrante no era más que una vela. Entrecerrando los ojos, apartó la mano y lo miró.</p> <p>-Kal -lo saludó Evan, estudiándolo de arriba a abajo con una sonrisa burlona-. Debo decir que prefiero a las vírgenes de Jenhaha. Son mucho más guapas que tú, dónde va a parar.</p> <p>-Kal -repitió Danekal, aturdido-. Kal. Me llamo Kal. -«Kal. Mi nombre.» Tembló de frío y de miedo. «Mellizo.»</p> <p>-Vale, sí, te llamas Kal. ¿Y qué? -preguntó Evan, jovial, empujándolo a un lado para abrirse paso hasta su alcoba-. En realidad, creo que te llamas Danekal, príncipe de Novana, Amo Benévolo de Venver, Gran Patrón de Lenvania y Sendala, Jefe Gordo de Hongarre, Lucecita de Lanhav -rio-, y un montón de gilipolleces más que nunca me he aprendido. -Se detuvo en el umbral y miró el interior en penumbra del dormitorio. Soltó un gruñido de desaprobación. Se giró y volvió a salir, atropellando a Danekal por el camino y sin molestarse en pedir disculpas-. Mejor no. Ahí dentro huele a buey.</p> <p>-Kal... -balbució Danekal de nuevo, incapaz de reaccionar. Evan avanzó hasta el centro del salón y torció la cabeza para mirarlo.</p> <p>-Kal eres tú, ¿sabes? -comentó-. Yo me llamo Evan. Un nombre horrible, si quieres saber mi opinión, pero no tuve nada que ver en ello. -Dio una vuelta completa sobre sus talones. Su ceño se hizo más pronunciado-. ¿Es que no tienes ni una puta jarra de vino, hombre? ¿Qué clase de príncipe eres tú? ¿Uno abstemio?</p> <p>Danekal gimió y se dejó caer sobre la silla más cercana, sujetándose la cabeza con las manos. «Kal.» Un nombre. Imágenes imposibles daban vueltas en su mente. Una celda de piedra, una estrecha ventana. Un brazalete de plata en su muñeca. Se miró, asustado: nada. Estuvo a punto de echarse a reír, pero en vez de eso sollozó. «Mellizo.» No, Mellizo no. Danekal. Kal. «Príncipe de Novana.» El sollozo se convirtió en una risa histérica.</p> <p>-Uno con dolor de cabeza, más bien -logró decir, con el rostro oculto entre las manos.</p> <p>-Ah, ya has bebido, entonces. Bien -repuso Evan, abriendo la puerta y asomando la cabeza al pasillo-. ¡Eh! ¡Trae un poco de vino para Su Cabezona Alteza, hombre! ¿Es que quieres que muera de sed, o qué? -Volvió a cerrar la puerta y sonrió-. Yo también quiero beber.</p> <p>-No deberías despertar a mis sirvientes en plena noche -indicó Kal, su voz amortiguada por las palmas de las manos-. En realidad, tampoco deberías despertarme a mí en plena noche.</p> <p>Evan arrastró una silla hasta colocarla junto a la de Kal y se sentó. El crujido de la madera resonó en el silencio de la noche. La risita de Evan también.</p> <p>-Tú ya estabas despierto, así que da igual.</p> <p>Despierto. Tuvo ganas de reír y llorar a la vez. Un sueño...</p> <p>-Mellizo.</p> <p>Evan enmudeció. El silencio volvió a adueñarse de la habitación, roto tan sólo por los quedos sollozos de Kal y sus carcajadas ahogadas.</p> <p>-Vale. Ya te has vuelto loco del todo. Hace años que lo veía venir, pero...</p> <p>-¿Quieres dejar de decir gilipolleces? -gritó Kal, levantando la cabeza-. ¡Cállate! ¡Cállate de una puta vez!</p> <p>La expresión de asombro de Evan lo enfureció aún más. Volvió a enterrar el rostro entre las manos sin dejar de temblar. <i>Mellizo</i>. El llanto de su Melliza seguía martilleando en sus oídos, sus llamadas desesperadas bañándolo en tristeza y miedo.</p> <p>-Cállate -suplicó. El llanto de ella se mezcló con el suyo, hasta que fue incapaz de distinguir a quién pertenecían los sollozos que resonaban en la penumbra.</p> <p>Una sábana sobre sus hombros tapó su cuerpo desnudo. Asintió, agradecido. La puerta se abrió con un chirrido. Los pasos de Evan se alejaron de la silla en la que Kal se sentaba. La puerta volvió a cerrarse. De nuevo, el amortiguado sonido de los pasos.</p> <p>-Toma -dijo Evan en voz baja, obligándole a separar las manos y poniéndole una copa de cristal entre los dedos. Abrió los ojos y miró el líquido rojizo, y el llanto de la shalhia se apagó en su cabeza sin llegar a desaparecer. <i>Vuelve</i>. Levantó la copa y bebió un sorbo. Evan se sentó frente a él y también bebió.</p> <p>-Gracias -murmuró Kal, dejando la copa en el suelo y arrebujándose en la sábana que Evan había sacado de su lecho para cubrirlo. Cerró los ojos y se reclinó en el respaldo. <i>Vuelve</i>... Un último sollozo. «Cállate.» Cuando volvió a mirar a su alrededor, el llanto se extinguió.</p> <p>-Una pesadilla, ¿eh? -comentó Evan, removiendo el vino que llenaba a medias su copa. Dio otro sorbo y sonrió-. Está bueno. Si hay algo que me gusta de este sitio es el vino.</p> <p>-Gracias.</p> <p>-Es mi deber para con mi rey impedir que su hijo salga corriendo desnudo de noche. Aunque debo dar gracias a Jenhaha porque esta vez fuera en tus propias habitaciones. No me habría gustado tener que volver a explicarle por qué habías salido corriendo desnudo de la casa de Daphane. No creo que volviese a creer que habías ido allí a rezar.</p> <p>-No. -Kal inspiró y logró sonreír a duras penas. Se envolvió mejor en la sábana y cogió la copa que descansaba a sus pies.</p> <p>-Bueno, ¿y se puede saber qué demonios has soñado para ponerte así de idiota? -indagó Evan-. ¿Que tu madre te casaba con Tranlovar?</p> <p>Kal fingió un escalofrío y luchó por reír. Lo consiguió al segundo intento.</p> <p>-No, gracias a los Tres. Eso habría sido aún peor. -Dio un sorbo a la copa-. No, no ha sido eso.</p> <p>-¿Entonces...?</p> <p>Kal se miró sus pies descalzos, cruzados bajo la silla, los dedos blancos, en contraste con los dibujos verdes, amarillos y naranjas de la alfombra. Jugó a estirarlos y encogerlos. El roce suave de la lana tejida le resultó consolador.</p> <p>-Un Mellizo. -Decirlo en voz alta le hizo temblar de nuevo-. Era un Mellizo.</p> <p>Silencio.</p> <p>-Ah -dijo Evan al cabo de unos instantes-. Claro. Entiendo que te hayas puesto así. Tiene que ser horrible. -Kal levantó la cabeza. Evan lo miraba, pensativo, con la copa medio vacía en las manos-. ¿Cenaste mucho anoche, o es que estás enfermo?</p> <p>Kal negó con la cabeza.</p> <p>-Bueno -Evan se encogió de hombros-, pues habrá sido porque bebiste mucho vino, entonces. Las pesadillas son lo normal cuando...</p> <p>Kal volvió a negar.</p> <p>-Llevo soñando que soy un Mellizo desde que era niño.</p> <p>-Ah -repitió Evan-. ¿Y? ¿Qué vas a hacer? ¿Ir a ver a Yosen para que te abra la cabeza y hurgue un poco a ver si encuentra lo que va mal ahí dentro? -Se inclinó hacia delante, dio un golpecito en el cráneo de Kal y rio-. Venga ya, hombre. Todos soñamos estupideces. Luego te despiertas, y ya está. -Se llevó de nuevo la copa a los labios y la vació de un ruidoso trago.</p> <p>-Sí -musitó Kal. Se rozó los párpados hinchados con las yemas de los dedos-. Sí, luego te despiertas y ya está.</p> <p>Vació su copa. El vino dulce y denso como la melaza bajó por su garganta, cálido, llevándose el frío y colmándolo de un repentino bienestar. <i>Mellizo</i>, susurró una voz en su oído. La apartó como quien aparta un mosquito molesto.</p> <p>-Siempre me he preguntado cómo es posible que todavía siga habiendo shalhed y shalhias -continuó Evan, inclinándose para coger la jarra de plata y servirse un poco más de vino. Alargó el brazo y llenó también la copa de Kal-. Hace décadas que los triastas han condenado la esclavitud, pero toleran que haya hombres esclavizados sólo porque algunas mujeres quieren ser hechiceras. En fin -volvió a encogerse de hombros y a beber-, allá se las entiendan los sacerdotes y las brujas. Aunque me alegro de que tu padre accediera a expulsar a esas arpías de Lanhav. Tendría que haberles prohibido la entrada en Novana. Bastante malo es saber que existen como para encima tener que verlas pasear a esos pobres tipos como si fueran perritos bien entrenados. Al Abismo con ellas -gruñó.</p> <p>-Se fueron -tartamudeó Kal-, pero se llevaron a sus Mellizos con ellas.</p> <p>Volvió a sentir ganas de llorar. El recuerdo del dolor le hizo llevarse la mano al estómago. El recuerdo del terror, de la Bruma, le erizó los cabellos de la nuca. Bebió un largo trago de vino. Apartó el pensamiento de su cabeza y se concentró en la figura de Evan, que bebía de su copa con gesto despreocupado. El señor de Lenvania le devolvió la mirada.</p> <p>-Bueno -dijo al fin, sonriendo-, me dijiste que volviera a Lanhav, y aquí estoy. Me he enterado de lo de tu padre -añadió en voz más baja-. ¿Qué tal está?</p> <p>Kal sacudió la cabeza y posó la copa en su regazo.</p> <p>-Sigue vivo, que ya es bastante. Supongo que ya te habrán dicho que le han cortado una pierna...</p> <p>Evan respondió con un asentimiento.</p> <p>-Lo que no me han explicado es por qué.</p> <p>-Se le envenenó la sangre.</p> <p>Evan hizo una mueca.</p> <p>-¿Una herida de espada?</p> <p>-Una flecha. -Otro sorbo de vino. Cuanto más hablaba de ello, más sencillo le resultaba. Y ya casi no oía el llanto de su Melliza en su cabeza... Otro sorbo-. Yosen no se aclara: un día dice que fue por la infección, otro que había veneno en la flecha. Pero da igual. Lo importante es que se muere, y no podemos hacer otra cosa que rezar.</p> <p>Evan le dio una palmadita en la rodilla.</p> <p>-Es un hombre fuerte, Kal. Seguro que sale de ésta.</p> <p>-Claro -repuso Kal fingiendo una confianza que estaba bien lejos de sentir-. Sólo... Sólo es cuestión de tiempo.</p> <p>-¿Sabéis ya quién fue? -inquirió Evan. Su tono calmado lograba aliviar la ansiedad de Kal.</p> <p>-Angarad cree que el tipo tenía amigas en La Doncella. Una amiga, al menos.</p> <p>Evan resopló.</p> <p>-Todos los plebeyos tienen amigas en La Doncella. Son tan cariñosas, esas chicas... -Volvió a llenarse la copa-. Si ese idiota de Teilhil no sabe nada más, entonces es que no sabe nada. Claro que eso no es ninguna novedad.</p> <p>-No. Pero a lo mejor descubre algo, quién sabe. Por lo menos, Angarad se lo toma con interés. Demasiado -añadió Kal con acritud-. Cuando me contó que el culpable había muerto, quería que lo retirase de su cargo de comandante y lo expulsase de la guardia y que le ordenase abandonar la fortaleza en la deshonra y el oprobio, y no sé cuántas cosas más.</p> <p>-Qué chico más leal -lo ensalzó Evan, irónico-. A veces me da ganas de vomitar. ¿He dicho a veces? -Fingió un estremecimiento-. Quería decir a todas horas. En fin. -Vació la copa y se levantó de la silla, estirando los músculos-. Si quieres que husmee un poco por La Doncella, no tengo ningún inconveniente. -Sonrió con descaro.</p> <p>-Ni lo sueñes. No pienso pagar para que te tires a todas las putas de Lanhav. Angarad me sale mucho más barato. -Rio-. Y la cara que pone cuando habla de La Doncella no tiene precio.</p> <p>-Tiene que ser digna de un poema épico -admitió Evan-. Bueno, pues te dejo para que sigas durmiendo, muchacho. A ver si consigo que tus criados me den otra jarra de vino. Estoy seco.</p> <p>¿Dormir...? Kal se levantó de un salto. De pronto se dio cuenta de que la idea lo aterrorizaba. Compuso un gesto travieso, con el corazón palpitándole con fuerza en el pecho.</p> <p>-No voy a volver a la cama. Si vas a acabarte mis existencias de vino, ten la decencia de invitarme a compartirlas conmigo, Señor Comandante de Todos Los Ejércitos.</p> <p>Evan parpadeó. Su sonrisa se ensanchó.</p> <p>-Si querías emborracharte sólo tenías que decirlo, ¿sabes? No es algo a lo que suela negarme. Aunque me llames «comandante». -Hizo un gesto de asco-. Qué poco me gusta tener el mismo título que el primito Angarad. Venga -dijo, señalando la puerta del dormitorio-, vístete y vámonos. No tengo intención de ir a ninguna parte con un principito vestido con una mierda de sábana.</p> <p>-De acuerdo -respondió Kal entre dientes, dejando caer la tela. Comenzó a andar hacia su cámara-. Pero si mi madre se queja porque Sihanna de Phanobia acaba teniendo que beber agua, pienso acusarte de traición y cortarte la cabeza.</p> <p>-Si tu vino sigue siendo tan peleón como recuerdo, igual hasta te lo agradezco -le llegó la voz de Evan desde la otra habitación.</p> <p>-Si cuando bebes más de tres copas te sigues poniendo tan gilipollas como recuerdo, seré yo quien le estará agradecido al verdugo.</p> <p>-En Novana es el rey el que ejecuta a la gente, te lo recuerdo -comentó Evan.</p> <p>Kal se apresuró a pasarse la camisa por la cabeza.</p> <p>-Soy capaz de contratar un verdugo sólo para ti -dijo, buscando las calzas.</p> <p>-Cuánto honor -refunfuñó Evan-. ¿Vas a darte prisa o qué? ¿Quieres que te vista yo?</p> <p>Kal no pudo evitar reír mientras se calzaba las botas.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>SEÑORÍO DEL SALDELLAL (PHANOBIA)</p></h3> <p></p> <h2>Quinto día antes de Letsa.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Unos hombres acudieron a Beren y le dijeron: «Maestro, ¿Qué debemos hacer?» Beren los miró y contestó: «Mirad a la Luz.»</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>De la Vida y la Verdad</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Vantar se encaminó hacia el prado que se extendía en el lado norte de la aldea, donde se aglomeraban las pocas decenas de personas que habían vivido en el lugar hasta la llegada del que ya llamaban «el Ejército de la Luz». Los aldeanos lo miraron con un brillo en los ojos que podía ser fervor, o también, reflexionó Nial, terror.</p> <p>Nial recorrió la aldea con la mirada antes de seguir a Vantar. Los miembros del Ejército de la Luz cargaban en sus carretas todo lo que podían encontrar: sacos de grano, barriles de vino y cerveza, carnes ahumadas; otros conducían a los asustados animales, vacas y cabras en su mayoría, hacia la pradera donde acampaba el ejército de hombres, mujeres y niños desarrapados, sucios, hambrientos, que llamaban a Vantar «el Profeta de Beren». Sonrió con amargura y evitó mirar el centro de la aldea, donde yacían los cuerpos calcinados de los únicos tres hombres que se habían opuesto a seguir a Vantar. «Llámame Profeta o te achicharro... Así cualquiera cree», pensó con deslealtad.</p> <p>A su lado, Dendalior miraba cómo los hombres de Vantar registraban las casuchas en busca de alimentos o bienes que pudieran llevar con ellos. El antiguo triakos suspiró con tristeza.</p> <p>-Somos como las langostas... -le oyó murmurar.</p> <p>Janee se adelantó hasta alcanzar a Nial y se quedó inmóvil, entre Dendalior y él, mirando sin ver la devastación de la aldea. «¿Recuerdas lo que hicimos en la tuya?», le preguntó Nial en silencio. Como siempre, Janee pareció leer sus pensamientos. Giró el rostro hacia él y clavó sus ojos oscuros en los suyos.</p> <p>-Fue igual -murmuró-. Pero es igual en todas partes, Nial...</p> <p>-Sí -reconoció él, apartando la vista del rostro compungido del muchacho. Él también lo recordaba. Quizá porque esa primera mirada de Janee cuando vio a Vantar, esa mezcla de terror y de odio infinito reflejada en sus ojos, había provocado que, también por primera vez, Nial se preguntase por qué... Por qué tenían que obligar a nadie a cambiar sus creencias, por qué tenían que usar el temor a la Luz y a la violencia para engrosar sus filas y sus provisiones. Por qué Vantar, el Vantar que años atrás era un niño apocado y tímido que sólo hablaba cuando le preguntaban o cuando se apoderaba de él el fervor religioso, se había convertido en un hombre capaz de justificar, incluso de instigar, las crueldades más horrendas a mayor gloria de la Luz y de su mensaje. El Profeta de la Luz.</p> <p>Por qué «profeta» había empezado a significar «sangre».</p> <p>-Dime -continuó Janee con los ojos fijos en Vantar, que en esos momentos se dirigía a los pocos aldeanos que todavía seguían reunidos allí donde la calle se ensanchaba para formar algo parecido a una plaza cubierta de hierba rala y matojos resecos por el frío del invierno-, ¿es cierto que quiere llevarnos a Teune? Quiero decir... Una cosa es conquistar esto -lanzó una mirada significativa a su alrededor, hacia la aldea que se iba vaciando poco a poco de habitantes, de animales, de víveres-, y otra muy distinta conquistar la capital. Ni siquiera con todos los aldeanos que consigan sobrevivir a Vantar y al viaje podríamos entrar y hacernos con Teune.</p> <p>Nial no lo miró. A veces, apartar la vista de Vantar podía ser tan peligroso como mirarlo con mucha insistencia.</p> <p>-¿Quién sabe cuál es el verdadero objetivo de Vantar? -respondió, ocultando la amargura que le producía comprender que, en realidad, no conocía en absoluto a aquél a quien llamaba «amigo»-. De cualquier forma, sea cual sea, lo logrará. Es de ese tipo de hombres. Quería un ejército, y tiene un ejército. Si quiere Teune, apuesto a que la tendrá. Y después...</p> <p>-¿Phanobia? -sugirió Janee. Parecía asustado, y también parecía intentar ocultarlo con todas sus fuerzas.</p> <p>-El mundo -contestó Nial. Incluso a él, su voz le sonó tenebrosa.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Quinto día antes de Letsa.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Un hombre ha de prever todas las posibilidades. Pero ¡ah, cuán difícil es saber cuándo algo en apariencia sin importancia acabará sacudiendo los cimientos de su vida!</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Naturaleza del Hombre</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Evan cerró con cuidado la puerta de las habitaciones de Kal, ahogando la voz que resonaba desde el interior. Se apoyó contra la pared. «Estoy borracho.» Se pasó la mano por el rostro. Kal debía haber encontrado una frase de su agrado, porque comenzó a reír a carcajadas y a repetir una serie de palabras a voz en grito. Evan abrió los ojos y chasqueó la lengua, divertido. Se separó con cautela de la pared y, con una mano pegada a la piedra para ayudarse a mantener el equilibrio, comenzó a andar hacia la escalera.</p> <p>El sol le sonreía alegremente desde el trozo de cielo que se veía por las ventanas, y su luz se clavaba en sus ojos. Maldijo al pensar en lo que sería salir al patio, donde la protección del techo y las paredes desaparecería, y sólo quedarían él y el deslumbrante sol, cayendo sin clemencia sobre su cabeza empapada en vino. El corto paseo hasta su casa, situada frente a la Isla, acabaría con su escaso autocontrol. Para cuando llegase a su puerta, estaría tambaleándose como los marineros que salían a esa misma hora de La Doncella o de cualquier otro antro similar. «Mi buen nombre a la mierda.» Estuvo a punto de volver a reír cuando una vocecita le indicó que su buen nombre había desaparecido antes de ver la luz.</p> <p>Su mano derecha perdió contacto con la pared cuando llegó a la intersección de dos corredores. Vaciló, tanteando en el aire. Una figura caminaba hacia él por el pasillo al que acababa de llegar. Bajó la mano y la observó: una mujer alta, de cabello castaño rojizo, vestida de seda y terciopelo azul. Tragó saliva, osciló al tratar de enderezarse y tropezó con sus propios pies. «Las reinas no deberían pasear por los pasillos como si tal cosa», pensó, indignado. Se las arregló para disimular su tropezón y hacerlo pasar por una graciosa reverencia.</p> <p>-Majestad -dijo con voz pastosa. Estuvo a punto de perder el equilibrio. «Coño.» Se enderezó y sonrió-. Me alegro de veros en tan buen estado de salud.</p> <p>-Me temo que no puedo decir lo mismo de vos, señor de Lenvania -contestó, mirándolo de arriba a abajo. A Evan le pareció ver un brillo divertido en los ojos azules-. Supongo que el príncipe estará todavía peor si no se encuentra con vos. ¿Lo habéis dejado en su dormitorio?</p> <p>-Por supuesto, majestad -respondió él, y rio, reconociendo al fin la hilaridad en el rictus de la reina-. Se ha empeñado en componer una gesta en octosílabos que narre la gran victoria de Seldecto II sobre las tropas de Jede de Taledia. No me ha hecho ni caso cuando le he recordado que Seldecto, los Tres le hayan cubierto de seda y joyas, vivió doscientos años después de la muerte de Jede -añadió en tono quejumbroso-. Cuando le he dejado estaba buscando una rima para «derrotas».</p> <p>Isobe frunció el ceño.</p> <p>-Apuesto a que sólo se le ocurre «pelotas». Danekal puede llegar a ser tan previsible...</p> <p>Evan soltó una breve carcajada.</p> <p>-Habéis acertado, majestad. Creo que incluso ha conseguido encajarla en el poema, pero me he ido antes de que me lo recitase entero.</p> <p>La reina suspiró.</p> <p>-No quiero saber cómo será cuando llegue a la rima de «perdones» -dijo, levantando la mirada y clavándola en la de él-. Acompañadme abajo, señor.</p> <p>-Por supuesto, majestad -accedió Evan, gimiendo para sus adentros mientras le ofrecía el brazo en lo que esperaba pudiera interpretarse como un gesto galante. Ella posó la mano en su antebrazo y comenzó a andar. «Ahora sólo me faltaba caerme rodando por la escalera con su majestad cogida del brazo»-. Mucho me temo que vuestro hijo tiene intención de recitar su gran obra en honor de la reina de Phanobia...</p> <p>-Entonces -contestó Isobe, mirándolo de soslayo- cuento con vos para quitarle esa idea de la cabeza, señor. No quiero tener que encerrar al príncipe de Novana en sus habitaciones como si fuese un niño travieso.</p> <p>-Desde luego, majestad -murmuró él, más concentrado en bajar los escalones que en lo que ella estaba diciendo. Tuvo que contener un suspiro de alivio cuando sus pies pisaron al fin el suelo del Gran Salón. Se soltó de Isobe con suavidad-. Y ahora, si me disculpáis...</p> <p>La reina se plantó delante de él y lo miró con los ojos entrecerrados. Sus labios se curvaron en una sonrisa.</p> <p>-¿Adónde vais, señor?</p> <p>Sorprendido, Evan pestañeó.</p> <p>-Pensaba ir a mi casa, majestad. No la he pisado desde antes de Tihahea, y estoy seguro de que a estas alturas mis criados la habrán convertido en un antro de depravación. -Sonrió. Ella le devolvió el gesto.</p> <p>-Quedaos aquí -le pidió Isobe con voz suave-. Si no habéis enviado recado de vuestra llegada, podéis encontrar cualquier cosa cuando lleguéis a vuestra casa. En palacio hay alcobas de sobra.</p> <p>-No querría ser una molestia, majestad... Ahora, que esperáis la llegada de una visita real, no es un buen momento para tener invitados. Menos aún cuando esos invitados tienen casa propia en la misma Ciudad de la Isla.</p> <p>-Quedaos -insistió ella-. En la Torre del Rey hay sitio para tres visitas reales, señor de Lenvania. Y Danekal podrá teneros más a mano para leeros su poema épico -añadió con una risa queda.</p> <p>Evan fingió una mueca de dolor.</p> <p>-Será un honor, como siempre, majestad. Pero, si me disculpáis, preferiría no tener que escuchar los poemas de vuestro hijo. Su alteza puede ser muy buena persona, pero como poeta no vale nada, si me permitís decíroslo.</p> <p>-Os lo permito, señor. -La expresión de Isobe la hacía parecer una chiquilla traviesa. Evan se descubrió pensando en lo parecido que era ese gesto al que se pintaba tan a menudo en el rostro de su hijo Danekal. Sacudió la cabeza.</p> <p>-En ese caso, subiré a los aposentos que me ofrecéis con tanta amabilidad, majestad. Necesito... eh... asearme un poco.</p> <p>-En ese caso -lo imitó ella-, diré a Tranlovar que ordene traer todo cuanto necesitéis de vuestra casa. Si vais a asearos, necesitaréis ropa para cambiaros.</p> <p>-Gracias, majestad. -La saludó con una inclinación de cabeza e hizo amago de dirigirse hacia la escalera.</p> <p>-Cuando hayáis descansado, espero que tengáis a bien acompañarme en el almuerzo, señor -solicitó ella sin moverse del lugar donde se había detenido-. Y al príncipe de Novana, si es que ha dejado la poesía para entonces.</p> <p>Evan volvió a inclinar la cabeza.</p> <p>-Será un honor -repitió-. Pero, por favor, no os enojéis si nos sirven agua con la comida. Os aseguro que no ha sido culpa mía.</p> <p>Ella rio alegremente.</p> <p>-Si he de culpar a alguien, no será al señor de Lenvania. Quizá sea para mejor, si así logramos comer sin que su alteza nos deleite con sus églogas.</p> <p>-Si es así -respondió Evan-, yo mismo compondré una poesía alabando la calidad del agua de Lanhav, majestad.</p> <p>Isobe hizo un mohín.</p> <p>-Oh, no lo hagáis, señor. Por favor. No deseo tener que cambiar mi opinión acerca de vos.</p> <p>-Como ordenéis, majestad. -Un último saludo, y Evan caminó de vuelta a la escalera de caracol que ascendía a los pisos superiores de la Torre del Rey.</p> <p>-Me atrevería a adivinar que las estancias que utilizáis desde que erais niño estarán preparadas -dijo Isobe desde detrás de él-. Tranlovar puede ser muchas cosas, pero nadie puede acusarle de ser poco previsor.</p> <p>-No -reconoció Evan, poniendo un pie en el primer escalón-. Gracias, majestad. Con vuestro permiso...</p> <p>-Retiraos -aceptó ella sin perder la sonrisa-. Que descanséis, señor.</p> <p>-Gracias, majestad -volvió a decir él, y subió con rapidez la escalera. La reina parecía llevar bien el precario estado de salud del rey, pero Evan se preguntó cuánta de aquella aparente alegría sería fingida. Toda, supuso. Isobe era igual que Kal. «Puede estar hecho una mierda por dentro, pero por fuera es capaz de sonreír tanto que cualquiera podría contarle los dientes.» Muy mal tenía que estar para que se le notase en la cara.</p> <p>Se le escapó una risita al llegar a la primera planta, donde estaban las habitaciones que no utilizaba la familia real. «Seguro que Danekal ahora está bien jodido si yo me encuentro como si hubieran fregado el suelo con mis intestinos.» Buscó la puerta de los aposentos que usaba cuando era invitado a la Isla. «Cómo se puede beber tanto...», caviló, y se tiró encima del lecho sin quitarse las botas.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Cuarto día antes de Letsa.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Todos creen saber qué hay que hacer para ser un buen gobernante. Pero hasta que no se ha sido rey durante muchos años no se comprende que no existen los buenos gobernantes, sólo aquellos que logran no ser demasiado malos. Y para ser uno de ellos hay que haber sido antes un mal gobernante.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Política Moderna</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Bajo la ventana la actividad era frenética pese a lo temprano de la hora. Había gente caminando con diligencia por el patio, dirigiéndose a la torre o volviendo de ella, afanándose en sus quehaceres. Justo debajo de donde Kal se encontraba un hombre tiraba de las riendas de un caballo; el animal cojeaba de forma perceptible. A su lado pasaban mujeres cargadas con cestos y baldes, unas hacia las cocinas, otras de camino a la Torre del Rey. Un par de sirvientes barrían la paja de la entrada a los establos con grandes cepillos de cerdas rígidas por el barro y el estiércol. Una mujer repartía lo que parecían gachas que portaba en una olla de hierro que apoyaba con destreza en su cadera; los pocos hombres sentados con la espalda apoyada en la pared de adobe de los establos tendían sus cuencos de madera hacia el cucharón con expresión ansiosa. Otro cepillaba un enorme castrado de color castaño. El paciente caballo se dejaba hacer relinchando de cuando en cuando.</p> <p>Kal ahogó un bostezo y parpadeó. El sol caía sobre los adoquines del patio sur, haciendo brillar aquellos que uno de los palafreneros acababa de baldear.</p> <p>-No voy a dejar que una noche en vela me afecte tanto -murmuró.</p> <p>-¿No has dormido? ¿Por qué?</p> <p>Kal se apartó de la ventana. Comparado con la luminosidad del exterior, el dormitorio del rey estaba casi a oscuras. Y era preferible así. De ese modo, apenas era capaz de distinguir la figura consumida que se perdía entre las sábanas del lecho.</p> <p>-Tenía muchas cosas en que pensar -mintió, acercándose a él con una risa fingida-. En Angarad de Teilhil, por ejemplo. Lleva días apareciendo a todas horas por la torre con esa cara de soy-el-más-noble-delos-hombres. Sólo le he dicho que vaya a hablar con una puta, por Jenhaha... Ni que le hubiera pedido que matase a alguien. Menudo cretino.</p> <p>Tearate soltó una risita.</p> <p>-Cuando aún era príncipe me llevaba a matar con el padre de ese muchacho. Veo que ahora es a los jóvenes a quienes os toca continuar con las tradiciones y las buenas costumbres. -Se revolvió entre las sábanas. Su sonrisa desapareció cuando miró a Kal con seriedad-. No deberías despreciar a Angarad. Es un buen hombre, y un buen soldado. Muy leal. -Cerró los ojos y volvió a abrirlos casi al instante-. Es un buen vasallo para cualquier rey.</p> <p>Kal asintió.</p> <p>-Lo sé, padre. Pero es tu vasallo. Si alguien tiene que aguantarlo, hazlo tú.</p> <p>-Cada día eres más bruto, Danekal. -Tearate volvió a reír-. Angarad es igual que Linat, los Tres le hayan dado un tirón de orejas de mi parte. -Kal notó la ironía en la voz de su padre, pero no hizo ningún comentario-. No sabe divertirse, es cierto -admitió el rey, esta vez sin burla alguna en la voz-, pero él sí sabe cuál es su deber.</p> <p>-No como yo, ¿eh? -comentó Kal, apartando a un lado la banqueta que había junto a la cama del monarca para besar su frente ardiente.</p> <p>Tearate se dejó hacer, y eso preocupó a Kal más incluso que su aspecto. Si antes de su ataque hubiera intentado besar al rey de Novana, éste le habría propinado una paliza delante de toda la corte.</p> <p>-Has sido tú quien lo ha dicho, no yo -repuso su padre con tono sosegado.</p> <p>-Pero lo has pensado. -Kal se enderezó-. Me voy, padre. Voy a ver si desaparezco antes de que Angarad me encuentre. O Tranlovar. -Torció el gesto-. Si no me ven, es posible que piensen que estás lo bastante recuperado como para darte el coñazo a ti.</p> <p>-De eso, nada -le espetó Tearate-. Si algo bueno tiene estar moribundo es que la gente tiende a dejarte en paz. Si se les ocurre asomar la cabeza por aquí, se la arranco de un mordisco.</p> <p>Kal rio.</p> <p>-Para eso tendrías que pillarlos, padre. Y no estás lo que se dice en buena forma.</p> <p>Tearate puso los ojos en blanco y se retorció bajo la manta en un intento de encontrar una postura más cómoda.</p> <p>-Lárgate, anda -dijo en voz baja. El gesto cariñoso desmentía el tono de desprecio que había adoptado-. Y haz el favor de dormir algo. Estás aún más feo que yo, que ya es decir.</p> <p>-Tú siempre has sido feo -objetó Kal mientras se dirigía a la puerta-. Me pregunto si serás mi padre de verdad, o madre tendrá algún secreto inconfesable en su haber.</p> <p>-Pregúntate más bien si ella es realmente tu madre -se irritó Tearate-. Vete antes de que te arranque la cabeza, chico.</p> <p>-Adiós, padre -se despidió Kal desde la puerta, dirigiéndole una sonrisa traviesa.</p> <p>-Adiós. Y dile a ese sinvergüenza de Lenvania que haga el favor de venir a hacerme una visita si no quiere que le arranque la cabeza a él también -rezongó el rey-. Estoy enfermo, pero todavía puedo darle unos azotes como cuando era niño.</p> <p>-Se lo diré -prometió Kal.</p> <p>-¿O qué esperaba, que no iba a enterarme de que está aquí, bebiéndose todo mi vino? -oyó rumiar a su padre mientras salía de la habitación-. Estaré atado a esta jodida cama, pero ésta sigue siendo mi casa. ¡Díselo, muchacho!</p> <p>Kal sacudió la cabeza sin dejar de sonreír y cerró con cuidado la puerta a su espalda. Entonces se permitió el lujo de suspirar y apoyarse en la pared, cerrando los ojos. La fingida alegría se desvaneció de su rostro mientras se pasaba la mano por los ojos. Estaba tan débil... Aquel cuerpo otrora fuerte y recio se había convertido en una cáscara apergaminada, marchita, y del rostro franco sólo quedaba la eterna sonrisa. Tearate se estaba consumiendo, y su hijo sólo podía acompañarle mientras rezaba implorando el milagro que cada día estaba más seguro de que no ocurriría.</p> <p>-Y yo me muero de sueño -murmuró, abriendo los ojos e instándose a comenzar a caminar. La cabeza volvía a dolerle como si hubiera un hombrecillo en su interior golpeándole el cráneo con un martillo. Pero aquella noche había luchado contra su propio cansancio, utilizando todos los medios a su alcance para evitar dormirse, y tenía intención de no dormir nunca más. El recuerdo del dolor era tan intenso que tuvo que hacer un esfuerzo para no llevarse la mano a la muñeca y tocar el brazalete de plata. «No está ahí», se repitió, clavando los ojos en la puerta de madera que lo separaba del pasillo mientras se dirigía hacia ella con paso titubeante. Pero sentía palpitar la sangre en las venas, justo ahí, en ese punto, en el sha’al.</p> <p>En realidad no tenía nada que hacer, aparte de esquivar a Tranlovar y a Angarad y, de paso, a su madre. No había mentido al decir a Tearate lo que se proponía hacer, aunque le hubiera dado a entender que tenía un día ocupado en mil y una tareas, cuando era tan falso como que las vírgenes de Jenhaha fuesen vírgenes. Pero ver el estado en que se encontraba su padre lo incomodaba, le hacía desear hallarse lo más lejos posible del lecho desde el que la vida se le iba escapando poco a poco, y sus propias reacciones lo asqueaban aún más. «¿Cuándo me he convertido en un cobarde?» El sentimiento de culpa se mezclaba con la impotencia y la rabia, por no poder hacer nada por cambiar las cosas, por preguntarse cada vez que veía a su padre si sería la última vez y si, al marcharse de su cámara, estaría desperdiciando los últimos instantes que podía compartir con él en esta Orilla.</p> <p>Esquivar a Angarad también le hacía sentirse culpable, tuvo que reconocer mientras recorría a toda prisa los corredores que separaban las estancias de su padre de las suyas. Los pocos criados con los que se cruzó le dedicaron reverencias apresuradas. «Es un imbécil, pero se supone que está intentando descubrir quién le hizo esto a padre...» No querer hablar con él era no querer enterarse de quién, de cómo, y, sobre todo, de por qué. Pero sólo pensar en bajar al patio a buscarle lo ponía más enfermo. «Mañana», se prometió, mirando a su alrededor y abriendo la puerta de sus aposentos como quien intenta entrar furtivamente en la alcoba de una doncella. Soltó un suspiro de alivio al cerrar la hoja de madera. «Mañana. Si descubre algo importante, ya se encargará él de venir a buscarme.» Y ya se encargaría él de hacérselo pasar muy mal por estropear un día que pretendía dedicar por entero a leer tratados de historia y poesía facilona.</p> <p><i>Mellizo</i>.</p> <p>El lecho lo llamaba desde el dormitorio, con la voz acariciadora y sensual de una doncella en cuyas habitaciones hubiera entrado de rondón, una doncella que no lo fuese tanto. Kal contuvo un bostezo y le dio la espalda. <i>Mellizo</i>. Buscó con la mirada un pergamino, cualquiera, que lo distrajera y asfixiase la voz que se obstinaba en susurrarle al oído, llorosa unas veces, invitadora otras. Siempre convencida de que iba a obedecer.</p> <p>La luz blanquecina se doró conforme la mañana se convertía en tarde, y se transformó en un resplandor violáceo cuando la tarde dio paso al ocaso. Kal rechazó todos los intentos de su madre y de Evan de hacerle bajar a comer y se resistió también a probar nada de lo que le trajeron los criados, excepto el vino. Pergamino tras pergamino fue leyendo acerca de Novana, de Phanobia, de Dröstik; de Tilhia, Svonda, Taledia y Monmor. Leyó historias sobre los hombres azules, sobre los sacerdotes tikën, sobre los ianïe y los öiyin, la Tríada, que en Novana llamaban «los Tres», las diversas religiones que profesaban los pueblos del continente de Ridia y los pueblos que habitaban tierras que nadie había visitado. Leyó sobre las leyendas que todos los pueblos tenían acerca de Ahdiel, del Ocaso. Leyó canciones, poemas, cuentos, intercalando sorbos de vino con la lectura en voz alta de algunos pasajes, y entre sorbo y sorbo leyó creencias imposibles, hazañas increíbles, proezas que, bien pensado, tenían que ser mentira.</p> <p>Leyó hasta que las letras comenzaron a bailar ante sus ojos y tuvo que parpadear para enfocar la mirada. Leyó hasta que estuvo tan ebrio que ni siquiera era capaz de interpretar los extraños símbolos que danzaban ante su rostro, y después siguió leyendo, esforzando la vista, luchando contra la pesadez de sus párpados y de su cerebro. En un momento dado, las palabras que leía empezaron a mezclarse con las que se decía a sí mismo. Algunas tenían que ver con el tema que leía, otras eran simples divagaciones, pensamientos que oscilaban entre la visita de Sihanna de Phanobia, el atacante de su padre, el menú del banquete que ofrecería a la reina que venía cruzando el mar de Trisema. Se llenó la copa una vez más, bebió un sorbo, se frotó los ojos y volvió a posarlos sobre el pergamino que descansaba en su regazo.</p> <p>-«Esas mujeres tikën, a las que llaman käneväs -leyó-, dominan a los clanes con sus palabras con más efectividad que si utilizasen espadas y lanzas.» Vaya, hasta los locos ésos se dejan manejar por las hembras... ¿Será que no somos tan distintos...? «Ingieren gran cantidad de alcohol mezclado con ciertas hierbas, se sumen en una especie de trance y ven el pasado y el futuro, lo que está más allá del alcance de la vista de cualquier mortal.» Yo también veo más allá cuando bebo, no es que tenga mucho mérito. -Dio otro sorbo-. «Los clanes no actúan sin antes tener la aprobación de una känevä, ni un hombre hará algo si una känevä se lo prohíbe.» ¿Debería decirle a Tranlovar que mezclase el vino con hierbas de ésas para el banquete? Podría resultar divertido... «Las käneväs tienen más poder que los hombres, que los drötk, que el drötikën.» Las mujeres, siempre jodiendo. Siempre acaban dominándolo a uno -se quejó. Bebió un poco más de vino-. «Tienen más poder incluso que las llamadas “shalhias”.» ¿Será verdad que Sihanna tiene a Nhiconi tan agarrado por las pelotas como las tipas éstas a sus hombres? Pfff... menudo gilipollas. «Y no necesitan a un hombre al lado para usar todo su poder.» Al menos, mi madre sabe cuándo quedarse callada... Bueno, casi siempre. «No necesitan a ningún hombre. Los hombres las obedecen. Ejercen su poder... sin usar... un...»</p> <p>-Mellizo.</p> <p>Dio un respingo. El pergamino cayó de entre sus dedos rígidos; el corazón latía tan apresuradamente en su pecho que parecía a punto de salírsele por la boca. <i>Mellizo</i>. Un sollozo.</p> <p>Se levantó de un brinco del nido que se había hecho con almohadones sobre la alfombra y comenzó a pasearse por la habitación, pisando sin darse cuenta los pergaminos que yacían por el suelo. Pese al sobresalto, pese a los acelerados latidos de su corazón notó cómo sus ojos se cerraban. <i>Ven</i>. ¿Era el lecho el que lo llamaba, o era ella? Se llevó las manos a los oídos. <i>Vuelve</i>. Un sollozo.</p> <p>«No. ¡No!» Perdió el equilibrio cuando su cabeza cayó sobre su pecho, olvidando que estaba de pie, que estaba andando. <i>Mellizo. Vuelve</i>. Estuvo a punto de caer al suelo.</p> <p>-Evan... -murmuró. Echó a correr para llegar a la puerta y tropezó por el sueño y el mareo provocado por el alcohol-. Evan... no dejes que me duerma -lloriqueó. Chocó contra la puerta y rebotó, y cayó de culo al suelo. Se quedó allí sentado, sollozando, hasta que los párpados volvieron a cerrársele. «No.» Se los abrió a la fuerza con los dedos-. Evan...</p> <p>A gatas, logró abrir la puerta y se asomó. Un sirviente yacía tumbado sobre un jergón de paja frente a la entrada a sus habitaciones, bajo la ventana por la que penetraba la luz del atardecer.</p> <p>-Llama al señor de Lenvania -dijo. El siervo levantó la cabeza y lo miró, adormilado-. ¡Corre! ¡Y dile que, si estoy dormido, me despierte aunque tenga que arrastrarme hasta el Gran Salón por los pies!</p> <p>Se puso en pie con esfuerzo y fue todo lo rápido que pudo hacia el balde con agua que otro sirviente le había llevado horas antes. Tomó aire y metió la cabeza en el agua helada.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>SEÑORÍO DE SOLIGNA (PHANOBIA)</p></h3> <p></p> <h2>Cuarto día antes de Letsa.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Oíd, pues, lo que los dioses tratan de deciros... Abrid vuestros oídos a su verdad, pues no hay otra más que la que ellos han tenido a bien revelarnos, y aquel que cierre su alma a ella está destinado a ver cómo se clausuran ante él las puertas del Reino Divino tras su muerte.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>La Tríada: Verdades Fundamentales</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">La cara de Vantar, el Profeta, se contorsionó. Nial observó con curiosidad morbosa cómo trataba de disimular la rabia que lo embargaba y que, a juzgar por cómo apretaba los labios y los puños, consideraba una debilidad demasiado humana para permitir que los ojos de sus seguidores, y de sus enemigos, la percibieran.</p> <p>Al final consiguió fingir que no sentía más que una leve decepción. Asintió hacia los aldeanos, que lo observaban con el desafío pintado en los rostros asustados, mientras trataban por todos los medios de ignorar el cuerpo todavía humeante que yacía a escasas varas de donde ellos se encontraban.</p> <p>-Sea.</p> <p>Se volvió hacia donde Nial y Dendalior aguardaban, mudos e inmóviles, a que su líder terminase de hablar a aquellos desgraciados de la Luz y de sus Mandamientos. Una única mirada fue suficiente. Nial sintió cómo una mano de hierro oprimía su garganta hasta casi asfixiarlo. Como la había sentido aquella vez, tantos meses atrás, cuando fueron los ojos de Janee los que le exigieron una respuesta. Vaciló.</p> <p>-No hagas tonterías, Nial -susurró en tono urgente Dendalior, acercándose a él lo suficiente como para que Vantar no viera la mano que posaba sobre su antebrazo, el breve apretón disuasorio con el que trataba de impedir que abriese la boca para preguntar a su Profeta, la Luz no lo quisiera, por qué. «Sólo los incrédulos se hacen preguntas. Sólo los incrédulos dudan.» Y, en la cabeza de Vantar, los incrédulos sólo podían tener un destino.</p> <p>La muerte.</p> <p>La imagen tomó forma en su cabeza de repente. El rostro del niño golpeado por la mujerona que le había dado la vida. La cara del muchacho, cubierta de polvo y heridas, hirviendo de vergüenza y rabia mientras aplastaba la flor entre los dedos. Su rostro observando con salvaje alegría el cuerpo de la mujerona tirado en el barro de la calle. Volvió a temblar, como había temblado tantos años atrás. Todavía recordaba el frío que le calaba hasta los huesos, el helor que no estaba causado por el clima sino por la mirada llena de odio de Vantar dirigida hacia el cuerpo sin vida de su madre, hacia la muchacha rubia vestida de seda que tiritaba al lado de su amigo. «¿Has visto, Nial? ¡Tu amigo el campesino quiere tocarme la mano!» Un frío que ni siquiera la capa forrada de piel había logrado mitigar.</p> <p>Como entonces, Nial se estremeció. «Vantar, ¿qué estás haciendo? ¿En qué te estás convirtiendo?»</p> <p>Tomó aire. La mano de Dendalior resbaló por su brazo hasta descansar de nuevo, pegada a su costado, invisible, inofensiva. Nial lo miró de reojo. Después, buscó con la vista entre el grupo de hombres que había seguido a Vantar y a sus lugartenientes al interior del poblado.</p> <p>-Ya habéis oído al Divino Profeta -dijo, alzando la voz y mirando con insistencia al más adelantado de ellos, un hombre alto cuyo rostro estaba oculto por una poblada barba negra-. Ya sabéis lo que tenéis que hacer.</p> <p>«Esa orden la has dado tú, Nial -susurró una vocecita en sus oídos-. Por mucho que intentes convencerte de que ha sido Vantar, tú eres el responsable.» Fingió no oír las palabras que se hundían en su alma como antes se habían clavado las imágenes de sus recuerdos. Y se obligó a observar cómo los hombres del Profeta reunían a los habitantes de la aldea y, de uno en uno, abrían sus gargantas con las espadas romas y los cuchillos que portaban con el orgullo de pertenecer al Ejército de la Luz.</p> <p>«¿En qué nos estás convirtiendo?»</p> <p>Dendalior se tensó a su lado cuando la sangre empezó a formar un charco de color oscuro, casi negro, en la tierra apisonada de la calle. Pero no pronunció una sola palabra. El antiguo triakos tampoco dijo nada cuando los gritos de los que todavía seguían vivos se alzaron en el anochecer. No se miraron mientras los alaridos iban ahogándose en la sangre que empapaba las armas de los Seguidores de la Luz, ni cuando los cadáveres formaron una pila en el centro del poblado, tan alta que los que iban depositando en la parte superior acababan rodando hasta posarse de nuevo en la tierra empapada de rojo.</p> <p>El sol decía adiós desde lo alto de una de las colinas que rompían la línea del horizonte cuando el silencio volvió a apoderarse de la aldea. Con un gesto, Nial ordenó a los que no habían utilizado sus armas que trasladasen todo lo útil hasta el campamento, que se alzaba a unas leguas de distancia. Giró sobre sus talones y, seguido de Dendalior, echó a andar, pasando junto a un horrorizado Janee, que se apresuró a correr tras ellos después de recibir una mirada de advertencia.</p> <p>El olor del fuego llenó el aire de la noche.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Cuarto día antes de Letsa.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Nunca sabes cuándo vas a necesitar tener a la suerte de tu parte. Y tampoco puedes saber cuándo la suerte va a decidir salirte al paso o darte la espalda.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Proverbios</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Atravesó el umbral detrás de Evan, empujándolo con la mano para que se diese prisa y huir de la lluvia que había empezado a caer. Evan se volvió en la puerta y lo miró con el ceño fruncido.</p> <p>-Tu madre me matará si se entera de esto, ¿sabes? -gruñó.</p> <p>Kal le dio un empujón. Del desvencijado cartel que colgaba sobre la puerta caía, con certera puntería, un chorro de agua sobre su cabeza. El chirrido del cartel, en el que apenas se distinguía un dibujo casi borrado, se desvaneció entre el clamor de risas y conversaciones que surgía por la puerta que acababan de abrir.</p> <p>-Mi madre tendrá bastante con matarme a mí, así que calla la boca y entra de una puta vez.</p> <p>El humo y el calor lo hicieron parpadear mientras cerraba la puerta, que encajaba a duras penas en el marco. El ruido era ensordecedor. Aturdido, Kal siguió a Evan hasta una de las mesas de la sala común de la taberna. El señor de Lenvania escogió, de entre las pocas que estaban vacías, la más cercana a la puerta. Si por Kal hubiera sido, habría ocupado otra que estuviera todavía más cerca, aun teniendo que echar a alguien del asiento. Y si tenía que romperle la cabeza a ese alguien, mejor. Se sentó, o más bien se dejó caer, en una silla que crujió al recibir su peso, y paseó la mirada a su alrededor.</p> <p>Ni su situación, junto al puerto de la Ciudad de los Comerciantes, en el distrito de los bataneros, ni el olor a sosa y a pescado, que el Hexene no lograba disipar, impedían que La Doncella estuviera atestada. Parecía una taberna común, pese a que todo el mundo sabía que sus ganancias provenían, casi en su totalidad, de la planta de arriba. En ese momento se veía abarrotada de hombres vestidos con ropas desastradas y mugrientas, que ya a esa hora estaban ebrios o iban camino de conseguirlo, y de mujeres engalanadas con paños recios y pieles desnudas, que mantenían el control pero perdían el recato entre las risas de los clientes.</p> <p>Las mujeres eran el principal entretenimiento de La Doncella, pero no el único. La segunda atracción del local era la cerveza, un brebaje caliente y aceitoso que no podía calificarse ni de mediocre. El líquido que le trajo una mujerona de enorme osamenta y que Kal se llevó a la boca no había visto la cebada ni a una legua de distancia. Dejó la copa de madera sobre la mesa, tratando de no mirar demasiado su contenido.</p> <p>-¿Prefería vino su alteza? -preguntó Evan en tono hiriente. Kal le lanzó una mirada fulminante.</p> <p>-¿Quieres que nos maten, o qué? -cuchicheó.</p> <p>-Pues no haberme sacado de la cama, imbécil -resopló-. Y menos para venir aquí. La Doncella, bah. -Bebió un trago de cerveza y torció el morro-. Qué asco.</p> <p>-¿No me sacaste tú de la cama la otra noche?</p> <p>-Pero tú lo estabas deseando, idiota. Yo estaba tan feliz durmiendo... Y ni siquiera has tenido la decencia de venir tú, no. Su alteza, no. Ha enviado a un criado.</p> <p>-Si no sabes aguantar una broma, vete de la ciudad -masculló Kal.</p> <p>-Es lo que llevo intentando hacer desde que tenía cinco años, pero hay cierto príncipe mimado que no me deja. Y cuando me voy siempre se las arregla para hacerme volver. Mierda, esto está asqueroso -protestó-. ¡Eh, mujer! ¡Tráeme vino!</p> <p>La mujerona puso mala cara, pero se dirigió al rincón donde amontonaba los barriles, apartando a manotazos las caricias de los hombres que iba encontrándose en su camino.</p> <p>-¿No eras tú el que nunca se negaba a cogerse una buena curda? -se indignó Kal.</p> <p>-Me gusta escoger dónde y cuándo, chaval -murmuró Evan.</p> <p>La jarra de cobre apareció sobre la mesa como por arte de magia; ninguno de los dos se molestó en alzar la vista para darle las gracias a la mujer. Kal derramó su cerveza en el suelo, ya de por sí pringoso y con un dedo de mugre mezclado con sustancias que prefería no identificar. Evan, por el contrario, vació la copa en su boca.</p> <p>-¡Quinta a brujas! -exclamó alguien desde detrás de Kal.</p> <p>La tercera atracción de La Doncella, a juzgar por los gritos provenientes de una mesa bajo la ventana, eran las cartas. Un juego que provenía del continente hacía furor entre las clases más bajas. Lo llamaban «kasch», y, por lo que Kal sabía de las reglas, se trataba de darle una paliza al de al lado mientras intentabas que él te pegase lo menos posible. Aún no tenía muy claro qué papel jugaban las cartas en el kasch, pero seguro que Evan se lo acabaría explicando tarde o temprano. El señor de Lenvania parecía disfrutar conociendo las costumbres y entretenimientos de aquellos que estaban tan por debajo de él como los adoquines que pisaba al andar.</p> <p>-¿Brujas? ¿No tienes bastante con tu mujer, que tienes que tirar a brujas hasta cuando te vas de farra, Eko? -rio a gritos otro de los hombres que se sentaban a la mesa.</p> <p>-¡Doblo y tres a granos! -profirió un tercero.</p> <p>Kal se volvió con disimulo. Los cuatro parecían recién salidos del Cenagal sin haber pasado antes por algo que se pareciese ni remotamente al agua o al jabón. «Como casi todos los que están aquí», pensó, llevándose la copa de madera desportillada a los labios. Evan y él habían tenido cuidado de vestirse con sus peores ropas, pero aun así destacaban como una verruga en la mejilla de una virgen.</p> <p>-¡Anda y vete a doblar con tu puta madre! -renegó el primero.</p> <p>-¡Arrastro!</p> <p>-¡Cuatro a granos!</p> <p>-¡Coño! ¿Qué tenéis, más granos que Rondalma? ¡Cinco!</p> <p>Kal suspiró y se dio la vuelta para mirar a Evan, que se servía su segunda copa de vino. El caldo había diluido su mal humor y había relajado su semblante, curvando sus labios en una sonrisa ausente. Miraba a la sala con un leve brillo de interés en los ojos pardos.</p> <p>-¡Me cago en mi puta vida, Golno! ¿Un tres de arados? ¡Si tuviera una granja, te habría pedido un tres de arados!</p> <p>-¡Sexta a flechas!</p> <p>-Kine. Cuatro de flechas y juglar de granos.</p> <p>-¡La bruja te cubre!</p> <p>-¡Que te he dicho que no hables de mi mujer, joder! ¿Quieres que te parta el alma?</p> <p>-¡Doblo!</p> <p>-¡Eh, que yo no he tirado! ¡Doblo y quinta a flechas!</p> <p>-Pasa la tanda...</p> <p>-¡La tanda se la metes a tu padre por el culo! ¡He dicho que quinta a flechas!</p> <p>-Si quieres flechas, métete a soldado, Eko. Le toca a Golno.</p> <p>-¡Y a Golno también se lo metes a tu padre por el culo!</p> <p>Un golpe sordo y un gruñido. Kal se encogió y sonrió al ver la risa que Evan ocultaba tras la mano izquierda.</p> <p>-Deben ser muy buenos amigos si todavía no le ha arrancado un ojo -comentó Evan, levantando la copa-. ¿Es la primera vez que ves una partida de kasch?</p> <p>-Tampoco me he preocupado nunca de ver una, si quieres que te diga la verdad. Es un juego tilhiano, ¿no?</p> <p>-En realidad, creo que es de Svonda. Qué más da... -desechó Evan con un gesto-. El vino no es mucho mejor que la cerveza, pero al menos no me da la impresión de que se me va a quedar la lengua dentro.</p> <p>-Me da igual que el vino sea bueno o malo. -Kal bebió otro trago. «Lo único que quería era no dormirme.» Aún sentía los ojos a punto de cerrarse, pero la algarabía de La Doncella parecía más indicada para mantenerlo despierto que los pergaminos que había estado leyendo. Estaba dispuesto a aprender a jugar al kasch ése con tal de no volver a dormir en su vida. Pese a los golpes que oía a sus espaldas, llegó a planteárselo en serio: no parecía lo que se decía un juego relajado.</p> <p>Un hombre canoso y desdentado manoseaba a una muchacha mientras la acompañaba hasta la escalera desvencijada que partía de un rincón. La chica reía, sosteniendo al anciano al caminar. El hombre parecía incapaz de permanecer erguido, mucho más de hacer con aquella joven lo que a todas luces pretendía hacer. La tabernera pululaba entre los clientes repartiendo cachetes y copas a partes iguales. Los hombres que jugaban al kasch retomaron sus absurdos gritos. Una mujer se sentó en el regazo de Kal sin molestarse en pedirle permiso.</p> <p>-Lárgate -le espetó. En vez de levantarse, ella soltó una risita cantarina y le rodeó el cuello con los brazos.</p> <p>-¿Por qué? -ronroneó.</p> <p>Kal bajó la vista para mirarla y enarcó una ceja, gratamente sorprendido al ver el cabello rojo, la piel blanca y suave, los extraños ojos que, a la luz del fuego y de las lámparas de aceite, brillaban con todos los colores del arcoíris. Llevaba un vestido negro de un paño que al tacto casi parecía terciopelo; una extraña indumentaria para una mujer de su clase. Era hermosa. No, más que hermosa... impresionante.</p> <p>-¿Cómo te llamas?</p> <p>Ella sonrió: unos dientes pequeños y blancos asomaron entre los labios carnosos.</p> <p>-Algunos me llaman Ailvée, otros Loto -dijo, acariciándole la barbilla con un dedo-. Me han llamado Minade, Valuska, Ighana. Me han llamado por tantos nombres... Pero tú puedes llamarme Tije.</p> <p>-Tije -repitió él, saboreando el nombre mientras se preguntaba si le gustaría saborear también sus labios-. Tije. Suena bien.</p> <p>Ella volvió a reír. Evan la miró, escéptico, y se sirvió más vino. Kal se recostó en el respaldo de la silla para aguantar mejor el peso de la muchacha. De la mujer: tenía la piel suave y tersa, el cabello lustroso, y bajo el vestido se adivinaba un cuerpo firme, sí, pero esos ojos no podían pertenecer a alguien tan joven como aparentaba. «Claro que todas estas chicas han vivido más que cualquier doncella de su edad, e incluso que cualquier sirvienta», caviló, permitiendo que ella apoyase el rostro en su hombro. El olor que emanaba de ella, a flores, a hierba, a miel y a peligro, destacaba entre el hedor a cerveza, vino, sudor y sexo como un faro en la noche. Su aroma se le subió a la cabeza y al mismo tiempo lo despejó.</p> <p>-Kal -susurró Evan. Hubo algo en su voz, una urgencia que obligó a Kal a apartar la vista del rostro de Tije. Evan hizo un gesto elocuente y los ojos de Kal se dirigieron hacia donde señalaba. Contuvo un gruñido al ver al hombre que se acercaba a ellos sorteando mesas y clientes. Apartó las manos de Tije de sus hombros. Ella se limitó a reír de nuevo sin levantarse de su regazo. Evan se inclinó sobre la mesa-. Sabías que era posible que estuviera aquí. Compórtate.</p> <p>-Cada día te pareces más a mi madre -le espetó Kal, acomodando el peso de la mujer sobre sus rodillas. Evan frunció el ceño, le lanzó una mirada enojada y se volvió para recibir al otro hombre con una expresión risueña tan obviamente falsa que nadie podría haberla tomado por una expresión amistosa.</p> <p>-Lenvania -saludó Nikao de Venver con una sonrisa torcida. Miró a Tije y después al propietario del regazo sobre el que descansaba-. Alteza. -Tuvo el buen sentido de no hacer ninguna reverencia, pero no pudo contener una leve inclinación de cabeza.</p> <p>-¿Queréis que salgamos los tres de aquí con los pies por delante, Venver? -dijo Kal entre dientes-. Haced el favor de dejar de llamar la atención.</p> <p>Nikao arrastró una silla que cogió de una mesa cercana, quitando de encima sin muchos miramientos los pies que apoyaba un hombre tan ebrio que ni siquiera parpadeó, y se sentó.</p> <p>-Nadie va a reconoceros, alteza. No aquí. No así. -Le dirigió una mirada elocuente que abarcaba su vestimenta, las ojeras que adornaban su rostro y, por encima de todo, la mujer que se enroscaba a su cuerpo.</p> <p>-No lo llaméis así -intervino Evan, apoyando la mejilla en la mano y sonriendo para suavizar el tono agrio-. No quiero tener que abrirme camino hasta la puerta mientras los hombres se lanzan a su cuello por ser quien es, y las mujeres también por el mismo motivo.</p> <p>Nikao miró a Tije, pero no dijo nada.</p> <p>-Olvídate del tratamiento por esta noche -graznó Kal-. Yo te trato como a un bandido, y tú a mí como a un simple zapatero, ¿vale?</p> <p>-Será un honor, señor. -En lugar de inclinar la cabeza, hizo una seña a la mujerona para que le trajera una copa. Kal abrió la boca para hacer un comentario hiriente, pero Tije decidió que ya la había ignorado demasiado tiempo y volvió a apoyar el rostro contra su pecho.</p> <p>-Estate quieta -murmuró.</p> <p>La sonrisa de Nikao se ensanchó, sardónica.</p> <p>-¡Doble kasch! ¡Bufón, Dama, Juglar y Bruja!</p> <p>-¿De qué?</p> <p>-¡De granos! ¡Ajajajajajaja! ¡Y seis de flechas!</p> <p>-¡Me cago en...! ¡Joder, Golno! ¿No has visto que yo tenía un bufón de arados? ¿Y me tiras un cuatro de bueyes?</p> <p>-¡Cállate de una puta vez! ¡Que me tienes hasta las pelotas!</p> <p>-No esperaba veros esta noche en La Doncella, señores -confesó Nikao de Venver-. Nunca os había visto por aquí.</p> <p>-Gracias a Jenhaha -barbotó Kal.</p> <p>-¿Estás solo, Nikao? -investigó Evan con toda la amabilidad que era capaz de reunir-. No veo a Vinania ni a Cornor por aquí... ni a Teilhil, por supuesto -añadió.</p> <p>-A Angarad no lo veréis nunca en un sitio como éste -contestó, sin ocultar el desprecio en su voz-. Una vez, creo recordar que logré convencerle para que se relajase un poco. Estuvieron a punto de echarlo. De La Doncella -rio-. Si casi siempre da la impresión de tener un palo metido en el culo, tendríais que verlo cuando lleva un par de copas.</p> <p>-¿Teilhil, un par de copas? -inquirió Evan, incrédulo.</p> <p>-Bueno, lo intenté, Lenvania. Otra cosa es que no se las bebiese. También se le acercó una puta, y él se la quitó de encima, gritando algo sobre la vergüenza y el honor que no me molesté en intentar entender. Qué idiota.</p> <p>Evan sonrió y miró a Kal. En sus ojos brillaba la diversión.</p> <p>-Parece que el primito Angarad no es tan bueno con la lanza como aparenta, ¿eh?</p> <p>Kal frunció el ceño y le lanzó una mirada de advertencia. La mueca sardónica de Nikao desapareció, y su rostro se trocó en una máscara inexpresiva. Si Evan quería cabrear a Venver, llamar «primito» a Angarad era el mejor modo. Primito de Kal, por supuesto. La familia de Evan no tenía nada que ver con Teilhil ni con nadie al norte del Hexene.</p> <p>-Y ¿Vinania y Cornor? -insistió Coren, Kal supuso que para dar conversación a Nikao más que porque le interesase la respuesta.</p> <p>-Reol y Solge -lo corrigió Nikao-. Aquí no hay títulos. ¿No es cierto, señor? -preguntó, dirigiéndose a Kal. Él lo ignoró-. Están arriba. Creo.</p> <p>-¿Y tú, Nikao? ¿No te apetecía subir?</p> <p>-Hoy no tengo ganas de follar. ¡Eh, mujer! ¡Trae otra jarra! -Se recostó en la silla y volvió a sonreír-. Sólo he venido por acompañarlos, pero ni siquiera me han pagado una copa, los muy imbéciles. Menos mal que me he encontrado con vosotros. -Alzó la copa en un amago de brindis-. Si algo bueno tiene beber con aquí nuestro amigo -señaló a Kal- es que no hay que pagar.</p> <p>Kal frunció el entrecejo. Idiota... Una cosa era apearle el tratamiento, otra muy distinta perderle el respeto de semejante forma. Irguió la espalda. Nikao sostuvo su mirada con una sonrisa burlona. Si creía que iba a invitarle a todo el vino que bebiese aquella noche, estaba muy equivocado. De repente se dio cuenta de que prefería estar en cualquier otro lugar, donde fuera, siempre que Nikao no estuviera allí. Se levantó con tanta brusquedad que Tije estuvo a punto de caerse al suelo. Ella no dijo nada, pero tampoco se apartó de él.</p> <p>-¿Adónde vas? -indagó Evan, extrañado.</p> <p>Kal vaciló y se esforzó por sonreír. Levantó la copa, apuró su contenido y la dejó sobre la mesa con un golpe sordo.</p> <p>-Es posible que a Nikao no le apetezca follar, pero eso no significa que todos tengamos que aguantarnos las ganas. -Rio sin pizca de alegría, rodeando a Tije por la cintura con un brazo-. Sed buenos en mi ausencia, chicos.</p> <p>Tije se apretó contra él.</p> <p>-Me honráis, Danekal de Novana -susurró, pestañeando con coquetería.</p> <p>Kal abrió la boca, pasmado, y volvió a cerrarla. Saludó al sonriente Nikao y al contrariado Evan, y la arrastró hacia la escalera. Ella se dejó arrastrar.</p> <p>-¿Sabéis quién soy? -la apremió en voz baja.</p> <p>-Desde luego. No soy ciega, ni sorda, ni tonta, señor. Soy muchas cosas, pero eso no. -Lo abrazó, y oprimió su costado con la mano-. Eso no.</p> <p>-¡Como vuelvas a echar un bufón de bueyes te reviento la cabeza, Golno! ¡Joder!</p> <p>-¡Doblo a granos!</p> <p>-¿Doblo a granos? ¿Doblo a granos? Y ¿qué coño quieres que haga con tantos granos, plantármelos en el culo?</p> <p>-¡Bufón!</p> <p>-¿De qué, también de putos granos?</p> <p>-Te estaba insultando, Eko. Yo sexta a arados.</p> <p>-¡Maldito hijo de...!</p> <p>Tije le dio un codazo. Cuando Kal se volvió para mirarla se perdió en el brillo divertido de sus ojos multicolores.</p> <p>-Si lo deseáis, señor, cuando estemos arriba puedo enseñaros a jugar al kasch. Teniendo en cuenta que, por mucho que hayáis dicho, no deseáis tumbarme en el lecho, al menos podríamos ocupar el tiempo en algo interesante.</p> <p>Le guiñó el ojo y abrió el camino escaleras arriba.</p> <p>-¿Quién ha dicho que no lo deseo? -balbució Kal subiendo tras ella. Tije se volvió. Sonreía.</p> <p>-Os aseguro que cuando bajéis habréis dejado de considerarme ciega, sorda y tonta, señor.</p> <p>Siguió subiendo escalón a escalón, remangándose la falda lo suficiente como para que toda la gente congregada abajo pudiera verle los tobillos y, de paso, un buen tramo de sus muslos.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>ATTÖ (DRÖSTIK)</p></h3> <p></p> <h2>Tercer día antes de Letsa.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">¿Qué anhelan los hombres cuando van a la guerra? ¿Poder, riquezas, reconocimiento? ¿Honor? ¿O es la guerra misma lo que buscan?</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Naturaleza del Hombre</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Sikk soltó el fardo sobre la tierra medio congelada y se llevó la mano al hombro para desabrocharse el talabarte del que colgaba su espada. Una vez libre del peso del arma, se irguió, levantó los brazos hacia el cielo y gruñó cuando todos los huesos de su espalda se recolocaron con una serie de crujidos. Por mucho que odiase reconocerlo, la larga marcha desde Hilaa hasta Novana empezaba a afectarle más de lo que le habría gustado admitir. «La edad», se burló, aspirando con fruición el aire salado de la costa.</p> <p>Miró a su alrededor, al campamento que los tikën improvisaban a toda prisa a las afueras de la aldea. ¿Cuántos había traído consigo el drötikën, al final? ¿Cuántos serían, una vez que se unieran a los heranne que esperaban, con Zravo a la cabeza, en Hongarre? ¿Diez mil, quince mil? El cansancio desapareció de pronto de sus miembros, y no pudo reprimir una sonrisa triunfal. Zravo lo premiaría con un tatuaje que cubriría lo poco de su rostro que aún no estaba teñido de azul. El mayor honor que un he-ranne podía obtener. Y, después...</p> <p>Después, Hongarre mismo le tatuaría el cuerpo con rann, cuando los hombres azules fueran de nuevo los dueños de sus tierras y de sus vidas. Y después...</p> <p>Después, Phanobia.</p> <p>-No voy a tener piel suficiente para tantos tatuajes -sonrió, sentándose a los pies de un árbol retorcido y apoyando la espalda en el tronco. Exhaló, aliviado, y se masajeó las piernas con disimulo.</p> <p>-Descansa, pequeñajo -le aconsejó el altísimo tikën que se sentó a su lado, un hombre de físico imponente y sonrisa contagiosa. Su expresión infantil le hacía parecer un enorme cachorro juguetón-. Todavía nos quedan algunas jornadas para alcanzar el estrecho, y al drötikën no le haría ninguna gracia llegar a Novana y ver que te has quedado tan agotado que no recuerdas el camino de vuelta a tu casa, choza, lo que sea.</p> <p>Sikk aceptó con agrado el cuerno de cerveza que el hombre le ofrecía. Sólo pretendía darle un sorbo, pero acabó vaciándolo de un trago.</p> <p>-Es difícil que olvide dónde está mi... choza -sonrió, haciendo un gesto elocuente con el cuerno vacío-. Esas cosas no se olvidan. Mucha cerveza iba a tener que tomar para no acordarme.</p> <p>-Si es por eso, no hay problema -replicó el hombretón, volviéndole a llenar el cuerno-. El drötikën nos advirtió antes de salir de Hilaa que le daba igual acabar racionando las provisiones, pero que nos cortaría los huevos a todos si se acababa la cerveza a mitad de camino. Así que tenemos de sobra. Tenemos suficiente para que te olvides hasta de tu nombre.</p> <p>Sikk rio en silencio. Dio un sorbo, asegurándose de no vaciar esta vez el cuerno con tanta prisa, y después miró al tikën.</p> <p>-Entonces, tendrás que recordarme que me llamo Sikk.</p> <p>-Y tú, si ves que he bebido tanto como para no poder articular palabra, haz el favor de recordarme que me llamo Olsär -contestó el tikën.</p> <p>-Y, por si acaso, será mejor que te diga también cómo llegar -añadió Sikk-. Después de cruzar el estrecho driniano hay que viajar hacia el norte, a través de la cordillera de Saldehêna. Los he-ranne os acogerán en cuanto salgáis del territorio de Teilhil.</p> <p>-Espero que nos acojan con cerveza -exclamó Olsär, y después bajó la voz para continuar en un susurro confidencial-: El drötikën no tiene ni idea, pero a mí me da que, con lo que llevamos, no llegamos ni a tu islita, hombre azul. O, si llegamos, llegamos secos.</p> <p>-Y sin cojones -apuntó Sikk.</p> <p>Olsär soltó una carcajada.</p> <p>-Eso, también -confirmó, alzando el cuerno y vaciándolo ruidosamente.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Tercer día antes de Letsa.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">En nuestros estudios anatómicos hemos comprobado que el órgano central del cuerpo humano es el corazón. De él parten las venas, tubos flexibles que transportan la sangre que el corazón empuja. Esos tubos la llevan por todo el cuerpo, como los canales construidos por los arquitectos llevan el agua hasta el último rincón de Yinahia. No es, pues, el cerebro, sino el corazón el que da a los miembros su vigor. Y la sangre, que muchos consideran la causante de las enfermedades y la muerte, es en realidad la que da vida al hombre.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Compendio del Saber Médico de Monmor</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Nikao no podía evitar sonreír.</p> <p>-Esto podría ser mucho más efectivo que fomentar el descontento de los comerciantes -dijo, respirando hondo y disfrutando del aire fresco y húmedo del río. A su derecha el sol empezaba a despuntar, manchando el azul oscuro del cielo con un intenso naranja-. El heredero del trono en La Doncella, por los Tres... Qué inapropiado.</p> <p>-Podría hacer el efecto contrario -bostezó Reol pasando la mano por el pretil de piedra del Puente de las Cestas-. La gente del pueblo podría considerarlo una muestra de cercanía, y adorar aún más a su príncipe por acostarse con las mismas putas que ellos.</p> <p>-El pueblo no quiere que sus reyes sean como ellos. Los reyes tienen que ser reyes.</p> <p>-Creía que querías hacerte amigo de Danekal para que te enviase a Phanobia al frente del ejército... -titubeó Solge, más desconcertado de lo habitual a causa del exceso de bebida.</p> <p>-Tienes tan poca visión de futuro que a veces me asombras, Solge -resopló Nikao-. Sigo queriendo que Danekal me conozca, aunque ese maldito idiota de Lenvania haya aparecido justo ahora por Lanhav...</p> <p>-... pero también hay que pensar en todas las posibilidades, ¿no? -terminó Reol por él-. Nikao, aunque Danekal no existiera seguiría habiendo un Angarad. Siempre estaría por delante de ti. Es familia de Tearate por partida doble.</p> <p>-Sí, ya -asintió Nikao, fastidiado-. Sobrino de la reina y primo lejano del rey. Ya lo has dicho. Pero -y esta vez sonrió- Angarad jamás se permitiría soñar siquiera con el trono. No después de lo de su padre.</p> <p>-No -aceptó Reol.</p> <p>-Y eso me deja sólo a mí -concluyó Nikao con gesto de satisfacción.</p> <p>-Pero entonces, ¿qué pasa con Danekal...? -murmuró Solge, confuso.</p> <p>Nikao lo acalló con una mirada exasperada.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Tercer día antes de Letsa.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Los triakos leen el futuro orando a la Tríada e implorando su Gracia. Los ianïe y los öiyin insisten en que el futuro sólo trae Vida y Muerte. Las sacerdotisas de los tikën, sin embargo, aseguran que pueden leer el futuro de los hombres y las naciones en las hojas, en el cielo, en la tierra. Son capaces de predecir cuándo descargará la tormenta. Lo que no pueden prever es qué la hará desencadenarse.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Historia y Costumbres de Ridia</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Evan procuró no dejar que su rostro trasluciera su incomodidad. Kal parecía un niño enfurruñado, aunque sus ojeras y el tono amarillento de su piel fueran más propios de un moribundo. Sólo faltaba que también él pareciera un niño pillado en falta, y la reina se relamería como una gata hambrienta, teniendo no una sino dos presas asustadas buscando desesperadas una vía de escape. Aunque en esos momentos su majestad recordaba más a una leona enfadada, con ese gesto tormentoso haciendo brillar sus ojos como dos zafiros.</p> <p>-Déjame en paz, madre -se obstinó Kal. Su ceño se acentuó cuando ella se puso en jarras y le impidió seguir su camino hacia la escalera de caracol.</p> <p>-Vas a escucharme, Danekal -insistió Isobe. Incluso Evan, que no era el blanco de su enojo, se encogió al ver la expresión de su rostro-. Hace dos días que ni comes ni duermes. Tranlovar se está volviendo loco con los preparativos para la llegada de Sihanna de Phanobia, Angarad se está volviendo loco también buscándote, supongo que para lo mismo. Y tú en La Doncella. La Doncella, por Cahhir... No podrías haber escogido otro lugar peor -masculló-. Nikao de Venver lleva hablando de ello desde la salida del sol.</p> <p>-Me importa un caraj... -empezó a decir Kal, pero ella lo interrumpió.</p> <p>-Sea en La Doncella o en la Isla, no te puedes alimentar sólo de vino. La gente está empezando a murmurar. Ya he oído a dos criadas decir que te estás volviendo loco.</p> <p>-Que hablen -gruñó Kal, tratando de esquivarla y fracasando en el intento. Exactamente igual que había fracasado en su empeño de evitarla al entrar por las dobles puertas que separaban el patio del Gran Salón. Kal apretó la mandíbula-. Me importa una mierda, madre. Que digan lo que quieran.</p> <p>-¡Escúchame! -exclamó ella, agarrándolo de un brazo. Pese a la diferencia de estatura entre madre e hijo, Evan no tuvo ninguna duda de quién vencería en el combate que se avecinaba-. Novana no puede tener un heredero ebrio como un mendigo. Sihanna no puede firmar un tratado con un príncipe alcoholizado. Y yo no pienso permitir que te eches a perder porque no eres capaz de aguantar la presión.</p> <p>Kal dejó de forcejear con ella y la miró con la sorpresa brillando en sus ojos enrojecidos.</p> <p>-¿Presión? -repitió, anonadado-. ¿Presión? -dijo de nuevo y, sin más, se echó a reír. Evan deseo poder desaparecer, hundirse en el suelo o incluso morir cuando Isobe entrecerró los ojos.</p> <p>-Hacemos lo que debemos hacer, Danekal -afirmó Isobe en un susurro cargado de intención-. Siempre. Recuérdalo.</p> <p>-Si no quiero dormir, no dormiré, madre -insistió Kal-. Mientras no haga ninguna tontería, es cosa mía.</p> <p>-No, no es cosa tuya. -Isobe lo soltó, pero no se apartó para dejarle pasar-. Eres un príncipe, Danekal. Lo que los príncipes hacen no es cosa suya sino de todo el reino. Nos debemos a ellos. -Apuntó hacia la puerta abierta, en un ademán que abarcaba todo Lanhav, o quizá todo Novana-. Eres lo que eres. Así que sube a tu dormitorio y aséate. Y aféitate, por los dioses. Enviaré a Julda con una bandeja. Cómetelo todo -le advirtió en un tono que no admitía réplicas-. Y después duérmete.</p> <p>-Madre...</p> <p>-Vas a hacerlo aunque tenga que meterte en la cama yo misma.</p> <p>Kal apretó los dientes.</p> <p>-Madre, no voy a...</p> <p>-Arriba. -Isobe señaló la escalera con un dedo-. Ya. -Se volvió hacia Evan y su expresión se suavizó hasta componer una sonrisa, haciéndola pasar en un parpadeo de una madre irascible a una jovencita risueña-. Señor de Lenvania -murmuró-, ¿puedo confiar en vos para llevar a su alteza a sus aposentos?</p> <p>Evan vaciló. El gesto de Isobe era contagioso, pero también lo era el ceño de Kal. La reina se acercó a él y colocó la mano en su antebrazo.</p> <p>-Por supuesto, majestad -contestó-. Kal, ¿vamos...?</p> <p>-Gracias, señor. Aseguraos de que come bien y de que descansa. Y descansad vos también. -Su sonrisa se amplió mientras apartaba la mano de su brazo-. No quiero que la reina de Phanobia piense que en mi corte todos los hombres están enfermos. -Y, para su sorpresa, le guiñó un ojo y giró sobre sus talones, dirigiéndose con su habitual paso garboso hacia el exterior y dejando a Kal refunfuñando por lo bajo y a Evan completamente desconcertado.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>SEÑORÍO DE TEUNE (PHANOBIA)</p></h3> <p></p> <h2>Tercer día antes de Letsa.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Cuando un hombre castiga a su hijo, está intentando apartarlo de un camino erróneo. Cuando un hombre castiga a su mujer, está intentando ocultar, incluso ante sí mismo, que es él quien ha tomado la mala senda.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Enciclopedia del Mundo: Comentarios</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">El fuego se alzaba en el centro del círculo de hombres. Sus llamas parecían querer lamer las estrellas del cielo. Temblando, Janee se abrazaba a sí mismo, como si el calor del fuego no llegase a diluir la caricia helada del viento, todavía invernal. Escuchaba a Nial y a Dendalior con los ojos muy abiertos, brillantes como los de un gato a la luz del fuego. Parecía preferir escuchar a hablar. «Mejor -se dijo Nial, no por primera vez-, si cada vez que hablas demuestras que hay algo raro en ti, muchacho...»</p> <p>No había nada que Vantar odiase más que las cosas que no encajaban. Por eso a Nial todavía le seguía extrañando que hubiera confiado en él lo suficiente como para ponerlo al frente de su ejército, codo con codo con Dendalior, otro personaje que tampoco encajaba en lo que, para Vantar, era el esquema natural de las cosas. «Un triakos que da la espalda a la Tríada y mata en nombre de la Luz, un pordiosero que todavía viste una camisa de seda, y un niño que habla como un adulto educado... Vaya trío», pensó. Lo raro era que Vantar no los hubiera matado a los tres en un ataque de ira.</p> <p>-Y ¿tú qué crees? -preguntaba Janee en ese instante en dirección a Dendalior-. Tú eres un hombre culto, no un palurdo como todos esos que siguen a... que seguimos a Vantar -se corrigió.</p> <p>-Ah, creer -suspiró Dendalior-, qué verbo más peligroso. Si crees en algo erróneo, puedes acabar colgado de un árbol. Si no crees en algo verdadero, puedes acabar de la misma forma. -Miró a Janee y esbozó una sonrisa serena-. Vantar es un hombre, y nada más que eso. Incluso él acepta ese hecho, aunque no le guste demasiado.</p> <p>-Pero la Luz lo escucha -susurró Janee-. La Luz le obedece.</p> <p>-Un rayo -repuso Dendalior- es un fenómeno de la naturaleza. Si cae justo encima de la persona que está discutiendo con Vantar, puede ser simple casualidad. Pero varias veces... -Meneó la cabeza-. Si hubiera habido una sola ocasión, te diría que fue una coincidencia. Pero... lo cierto es que no sé qué creer -admitió-. Por eso lo seguí.</p> <p>-Vantar no era más que un niño raro -dijo Nial, más para sí que para las dos figuras con quienes compartía la hoguera-. Pero ahora... Yo tampoco sé qué creer.</p> <p>Janee los miró con el rostro contraído en un gesto de confusión, y al final se encogió de hombros y se arrebujó en su colorida manta.</p> <p>-Al menos no se le ha ocurrido cambiar de rumbo y cruzar las Tianhavê para ir a golpear la puerta de Nhiconi -murmuró Dendalior-. Lo que nos faltaba... presentarnos en Soligna con menos de dos mil hombres para exigirle que abjure de la Tríada y se una al Ejército de la Luz.</p> <p>-Vantar no quiere al rey. -Nial cogió una piedra del suelo y la lanzó entre las llamas con expresión ausente-. Lo que quiere es el reino.</p> <p>-Algunos dirían que es lo mismo.</p> <p>-Tú y yo sabemos que no es así. -Nial tiró una segunda piedra a la hoguera. Dio en un tronco y creó una lluvia de chispas que regó la tierra a su alrededor-. Claro que -agregó, levantando el rostro y mirándolo con una sonrisa torcida- a lo mejor lo que pasa es que piensa que Nhiconi está en Teune.</p> <p>-Todo el mundo sabe que la corte de invierno no está en la capital. Incluso un inculto como Vantar tiene que...</p> <p>-No lo digas muy alto, no sea que acabemos colgados de una rama por herejes -susurró Nial, lanzando una mirada aprensiva en derredor-. No todo el mundo sabe quién es el rey de Phanobia -siguió en un murmullo-. ¿Por qué iban a saber dónde está en cada estación?</p> <p>-Pero tú sí lo sabes -señaló Dendalior-. Los dos sabemos de dónde has salido, Nial, así que no te preocupes por eso. También Vantar lo sabe.</p> <p>-Ya -rumió Nial, estirando las piernas delante del cuerpo para devolverles la circulación que la inactividad les había cortado-. Cómo no iba a saberlo, si me conoce desde que éramos unos críos. Lo que me estaba preguntando es por qué no le has dicho lo de Nhiconi -repuso en un tono que podía pasar por acusador o por divertido, dependiendo de quién lo escuchase.</p> <p>A su lado Janee rebulló, inquieto, pero no dijo nada. Dendalior lo miró.</p> <p>-¿En serio quieres que Vantar decida ir a Soligna? -preguntó.</p> <p>Nial abrió la boca para replicar, pero un grito ahogado proveniente de la arboleda que se extendía a su izquierda congeló las palabras en su garganta. Torció la cabeza en dirección al sonido al mismo tiempo que Dendalior y Janee.</p> <p>Vislumbró unas siluetas en la penumbra del bosquecillo, justo antes de que un segundo grito apagado llegase hasta ellos.</p> <p>-¿Qué coñ...?</p> <p>Dendalior se puso en pie antes que él, pero su cuerpo era mucho más lento por culpa de la vida sedentaria del Tre-Ahon. Para cuando llegó a la hilera de árboles, Nial ya se había internado entre los primeros troncos y se había quedado paralizado al ver el origen de los gritos.</p> <p>-¿Qué estáis haciendo? -exclamó, deteniéndose en la linde del bosque. Sus ojos se ajustaron poco a poco a la penumbra, permitiéndole ver con más claridad lo que antes sólo había sido capaz de adivinar.</p> <p>Un grupo de hombres, cinco, tal vez media docena, había arrastrado a unas mujeres hasta el abrigo de los árboles. Estaban tumbadas entre las raíces de los árboles, sobre piedras cubiertas de verdín, en la tierra congelada. Nial logró entrever una mezcolanza de piernas desnudas y ojos llorosos que apenas se atrevían a mirar por miedo a ver.</p> <p>-¿Qué estáis haciendo? -repitió. Janee ahogó una exclamación al llegar a su lado, y Dendalior intentó obligar al muchacho a retroceder. No lo consiguió. La curiosidad del chiquillo era, casi siempre, superior a su sentido común.</p> <p>Su pregunta hizo que uno de los hombres se detuviera y mirase en su dirección, boquiabierto. Arrodillado entre las piernas de una mujer, con las calzas a medio bajar y el trasero reluciendo blanco bajo la luna, su imagen era a la vez ridícula y horrenda.</p> <p>-Las hembras son el mal -contestó, inclinado sobre la mujer, que sollozaba, sin fuerzas y voluntad para debatirse-. Lo ha dicho el Profeta.</p> <p>-Y ¿también el Profeta ha dicho que tenéis que follaros al mal? -replicó Nial antes de que la mano de Dendalior, apretando su antebrazo, pudiera detenerle. Dejando que la rabia bullera en su interior, Nial dio un paso adelante-. ¿No estáis haciendo justo lo que el Profeta dice que las convierte en seres malignos?</p> <p>-Porque lo son.</p> <p>-¡Entonces sois vosotros los que las hacéis malvadas! -profirió Nial, exasperado-. No son ellas las que os hacen pecar, sois vosotros los que pecáis con ellas. Sois vosotros los malvados, no esas mujeres.</p> <p>-Nial -dijo Dendalior en tono de advertencia.</p> <p>-¿Estás diciendo que el Profeta se equivoca? -demandó el hombre, entrecerrando los ojos. Se irguió sin prisa, mirándolo con un gesto amenazador-. ¿Es eso lo que estás diciendo, Nial?</p> <p>Dendalior intentó obligarle a retroceder, pero Nial estaba lo bastante furioso como para hacer caso omiso de su mano, y de los aullidos de su propia razón. Se encaminó hacia el hombre.</p> <p>-Déjala. Si pecas, el pecado es tuyo. No intentes echarle la culpa a esta desgraciada.</p> <p>-Es ella quien me hace pecar -replicó el hombre, obstinado-. Es ella la que me tienta con su cuerpo, ella la que usa esas armas que la oscuridad le ha dado para apartarme del camino de la Luz...</p> <p>-Pero eres tú el que se aleja de la Luz -insistió Nial-. Déjala en paz. Deja que se vaya. Dejad que se vayan -añadió, mirando a los demás hombres, desconcertados.</p> <p>-Pero tienen razón, señor -sollozó la joven tumbada delante de él, que no había hecho ningún movimiento para cubrir su desnudez-. Tienen razón -recalcó. Se pasó el dorso de la mano por la nariz ensangrentada, apartando también los mechones de pelo rojo que se pegaban a sus mejillas-. Las mujeres somos el mal. No merecemos... No merecemos más que esto.</p> <p>Dejó caer una mano manchada de sangre a un costado de su cuerpo mientras abría las piernas y alzaba las caderas hacia el cielo, ofreciéndose al grupo de hombres que la rodeaban.</p> <p>-No merecemos más que esto.</p> <p>Sus ojos multicolor se clavaron en Nial. Le dirigió una extraña sonrisa. Nial dio un paso atrás, horrorizado, mientras observaba cómo el hombre se arrodillaba de nuevo ante ella y se manipulaba las calzas. A juzgar por el agudo gemido que escapó de los labios de la mujer un instante después, debía estar sintiendo de todo menos placer.</p> <p>-No sé qué es peor -murmuró Dendalior a su lado-, lo que están haciendo ellos, o lo que ellas se dejan hacer.</p> <p>Nial lo miró. El sacerdote había dejado caer de su rostro la habitual máscara impávida, y en esos momentos tenía la misma expresión espantada que debía adornar la cara de Nial.</p> <p>-¿Las han obligado a venir -susurró él-, o han sido ellas las que han suplicado su castigo?</p> <p>«No merecemos más que esto.» Un recuerdo surgió en su mente abotargada por la consternación: la imagen de un joven de ojos negros, con el rostro amoratado y la piel sucia de polvo y mugre, ofreciendo una flor a una muchacha de pelo rubio. La cara de la chica convertida en una mueca de burla. «¿Has visto, Nial? ¡Tu amigo el campesino quiere tocarme la mano! -Una risa aguda vestida de seda-. ¿No merezco más que esto? ¿Una flor arrugada?» Y el rostro de Vantar contrayéndose por la vergüenza y el odio mientras estrujaba la flor en su mano...</p> <p>«¿En qué nos estás convirtiendo, Vantar? ¿En qué te estás convirtiendo tú?»</p> <p>Giró sobre sus talones para encaminarse de vuelta al fuego, sin decir una palabra más.</p> <p>A la luz de la luna, la piel de Janee parecía verde.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Segundo día antes de Letsa.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Un error muy común entre los gobernantes y entre los comandantes de los ejércitos es evitar la rendición por todos los medios y a cualquier coste. No es más que una cuestión de orgullo. En ocasiones, rendirse puede suponer un acercamiento a la victoria.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Política Moderna</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Después del encontronazo con la reina el día anterior, ya no podía convencer a Evan de que lo acompañase a la Ciudad de los Comerciantes a beber hasta quitarse de encima el sueño. Evan había decidido obedecer a su madre, como si, por primera vez en su vida, supiera quién tenía más poder en Lanhav, cosa que antes nunca le había importado salvo para guardar las formas. Incluso había intentado obligar a Kal a comer y a dormir. Lo primero lo consiguió, harto Kal de aguantar las miradas ceñudas y las exclamaciones de impaciencia de Evan, y, por qué no reconocerlo, hambriento después de tres días de no comer nada; pero lo segundo no, aunque no había nada que Kal desease más que cerrar los ojos y dejarse llevar por el sueño. Tuvo un momento de debilidad cuando el mismo Evan se quedó dormido, hecho un ovillo entre los almohadones que cubrían la alfombra monmorense, pero logró permanecer despierto paseando en círculos alrededor del cuerpo tendido del señor de Lenvania, asomándose de vez en cuando a la ventana para observar la ciudad.</p> <p>Cuando Evan despertó a la mañana siguiente, rígido y dolorido y con los ojos hinchados, le propuso bajar al patio a practicar un rato con las espadas para desentumecerse. A esas alturas Kal ya estaba tan cansado que apenas podía pensar y sólo se mantenía en pie porque sabía que, si se sentaba, acabaría claudicando ante el sueño; sin embargo, aceptó la invitación. Cualquier cosa con tal de apartar de su cabeza los pensamientos inconexos que habían empezado a aparecer cuando menos lo esperaba, reflexiones sin sentido e ideas febriles que le hacían plantearse si no estaría, pese a todo o quizá precisamente por todo, volviéndose loco.</p> <p>La paliza que le dio Evan con la espada no hizo sino dejarle aún más cerca de la inconsciencia. Volvió a sus habitaciones tambaleándose y rechazó de malos modos el baño que su sirviente le ofrecía; el agua caliente podría acabar con el poco control que todavía le quedaba, dejándolo tan relajado que ni con toda su fuerza de voluntad podría mantener los ojos abiertos. Se lavó de forma somera en la palangana, se cambió de ropa y retomó los paseos por la estancia, una vuelta alrededor de la alfombra, después otra... el dibujo naranja, amarillo y verde retorciéndose ante su mirada desenfocada mientras él buscaba con desesperación algo que lo entretuviese lo suficiente como para mantenerlo despierto.</p> <p>Evan no estaba. Había preferido retirarse a sus aposentos, y en esos instantes probablemente estuviera durmiendo como un bebé en su lecho de plumas. Aunque hubiera dormido toda la noche, aunque el sol estuviera alto y todavía no hubiera llegado la hora de comer. Evan tenía sus propios horarios, y eran los demás los que tenían que adaptarse a ellos. Y Kal intentaba no hacer lo mismo que él, pese a que el colchón que descansaba en la otra habitación bajo el dosel con los colores de la Casa Real lo llamaba, susurrante, en una invitación más tentadora que la de la más hermosa de las mujeres.</p> <p>Ante sus ojos apareció la imagen de Tije. Sonrió. No, no era la más hermosa de las mujeres, pero quizá sí una de las más tentadoras. Aunque no había llegado a tocarla. No más de lo necesario, al menos. Tije había acertado al pensar que no tenía intención de acostarse con ella cuando la invitó a subir a la planta de arriba de La Doncella. Lo cual no quería decir que no quisiera tener otra oportunidad. Sí, ¿por qué no? Que La Doncella fuera un antro de la peor especie no implicaba que Tije no fuese todo lo deseable que una mujer podía ser.</p> <p>Además, lo intrigaba. Y no era sólo por no haber logrado descubrir el color de sus ojos, que parecían a la vez de todos los colores y de ninguno. Eso influía, pero también la certeza de estar ante una mujer que sabía algo que él no. Kal sentía el impulso de encerrarse con ella hasta saber qué la hacía sonreír de ese modo, enigmático y tal vez un poco superior, cuando él era el príncipe heredero de Novana y ella una simple prostituta.</p> <p>También lo intimidaba. Pero eso no hacía sino acrecentar el deseo de saber. Por qué. ¿Qué tenía aquella hembra? Volvió a reír, girando antes de llegar a la pared cubierta de tapices y reemprendiendo el camino hacia la pared opuesta. «Al menos, ayer fue capaz de mantenerme despierto.» Que era lo que se suponía que debía hacer una ramera. En ese aspecto, al menos, no tenía ninguna queja.</p> <p>-Qué buena eres, hija de puta -exclamó para sí, apoyándose en la pared y cerrando los ojos. Le dolía todo el cuerpo, le dolía la cabeza, le dolía el alma-. ¿Cómo lo haces para sorberle el cerebro a un hombre que ni siquiera te ha tocado? -La cabeza le dio vueltas. Abrió los ojos y parpadeó, separándose de la pared de un brinco. «Joder.» Trastabilló hacia atrás y estuvo a punto de echarse a reír una vez más-. No me extraña que Angarad se escandalizase si todas las putas de La Doncella son como ella -se dijo, pasándose la mano por la frente para apartar el mechón que se obstinaba en pegarse a su piel, húmeda de sudor-. Claro que Angarad se escandalizaría aunque fueran cubiertas de la cabeza a los pies. -Angarad era de los que se escandalizaban al ver a un muchacho y una doncella pasear juntos. Y ni siquiera hacía falta que estuvieran cogidos de la mano. ¿Cómo habría conseguido Nikao arrastrarlo hasta La Doncella aquella noche? Se encogió de hombros y empezó de nuevo a pasear por la habitación. «En cualquier caso, fue una suerte: al menos ahora sabemos que el asesino también estuvo allí... aunque por ahora no nos haya servido de una mierda», maldijo para sus adentros.</p> <p>Volvió a sentirse mareado. Fue hacia la estrecha ventana y, torciendo el cuerpo, asomó la cabeza para tomar aire. La brisa fresca besó su rostro.</p> <p>«Joder», repitió. Tres días. Tres días sin dormir y ya estaba medio loco de cansancio. ¿Cuánto más aguantaría? Por un instante se vio a sí mismo tumbado en el lecho durmiendo profundamente, y sonrió. Sería tan fácil... Gruñó y abrió los ojos.</p> <p>Se sorprendió al ver el color morado del cielo. ¿Tan pronto...? Se apartó de la ventana. Un día más, había sido fuerte un día más... y ahora venía la noche, y, con la oscuridad, el deseo casi irresistible de dejarse acunar por las sombras hasta caer rendido, arrullado por la voz que susurraba una nana en su oído.</p> <p>-Mellizo.</p> <p>Contuvo un gemido y se masajeó las sienes.</p> <p>-No.</p> <p>La repentina punzada de dolor fue tan intensa que, sin poder contenerse, se llevó la mano a la muñeca, al sha’al.</p> <p>Nada. Suspiró de alivio.</p> <p>-Mellizo. Ven.</p> <p>La voz resonó en su alma. Un sollozo. Se dobló sobre sí mismo, mordiéndose el labio hasta que notó el sabor de la sangre en la boca. Tomó aire.</p> <p>-No.</p> <p>Abrió el baúl, cogió una capa y, colocándosela sobre los hombros, salió corriendo hacia la puerta.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Segundo día antes de Letsa.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Las decisiones son las que dirigen nuestra vida, pero también son las que con más claridad muestran ante los ojos expertos quiénes somos, cuáles son nuestras fortalezas y debilidades, nuestros deseos más ocultos. Cuesta tomar una decisión, más aún cuando esa decisión puede revelar a los demás algo sobre nosotros que no queremos que sepan.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Política Moderna</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Le habría gustado quedarse en sus habitaciones y pedir que le subieran algo de comer, pero cuando Tranlovar acudió a la caída del sol a recordarle que se le esperaba en uno de los comedores pequeños, reservado para la familia real y sus amigos más íntimos, Evan no pudo negarse a bajar. Estaba cansado a pesar de haber dormido casi todo el día, y aunque Kal no hubiera sido precisamente un rival duro en la tentativa de práctica que habían hecho aquella mañana con la espada. Estaba cansado sólo de ver lo cansado que estaba Kal. Cuando observaba cómo se le cerraban los ojos, o tropezaba con obstáculos inexistentes, Evan tenía que contener el impulso de reírse a carcajadas y a la vez se descubría sintiendo lástima por el príncipe. Y enojo.</p> <p>-En seguida bajo, Tranlovar.</p> <p>El mayordomo mayor hizo una reverencia.</p> <p>-Como queráis, señor.</p> <p>Si no había podido negarse a aceptar la invitación de la reina cuando le sugirió que se quedase en la Isla, tampoco podía rehusar comer y cenar con ella y con Kal. Aunque desde hacía algunos días compartir una mesa con Kal fuese lo mismo que compartirla con un jarrón de cerámica vidriada monmorense. Cuando se dignaba a bajar.</p> <p>La reina lo esperaba a solas en el saloncito, sin más compañía que la de los sirvientes. Estaba de pie ante el hogar encendido, con la mirada perdida entre las llamas, bebiendo a sorbos de una copa que sostenía con las dos manos.</p> <p>-Ah, señor de Lenvania. -Se volvió al oír sus pasos y esbozó una sonrisa-. Me temo que tendremos que contentarnos con nuestra mutua compañía. Una vez más, su alteza el príncipe ha decidido negarnos el placer de su presencia. -Se llevó la copa a los labios y bebió sin dejar de mirarlo.</p> <p>Evan aceptó la copa que le tendía un servicial criado vestido de blanco y negro, y fue hacia ella.</p> <p>-¿Y vuestras damas de compañía, majestad? ¿Y Venver, Cornor, Vinania, Sendala, todos esos que suelen orbitar cual satélites hambrientos alrededor del sol que es su reina? -preguntó, sonriendo. Ella rio echando la cabeza hacia atrás.</p> <p>-Vais a resultar ser mejor poeta que Danekal, señor... -murmuró, dejando la copa sobre el hogar de piedra azulada-. Esos satélites, como muy atinadamente los habéis llamado, no han sido invitados esta noche. Ni siquiera ellos se atreverían a venir a cenar a la Isla sin una invitación.</p> <p>Evan bebió un sorbo de vino, rojo como la sangre y con olor a flores.</p> <p>-¿Puedo preguntaros por qué? -inquirió, bajando la copa de cristal coloreado, un lujo que no había visto más que en la Torre del Rey-. Creía que os gustaba estar acompañada.</p> <p>-Y estoy acompañada -contestó Isobe, desplazándose con pasos lentos hacia la mesa alargada de madera que ocupaba la mayor parte de la estancia. Lo miró de reojo-. Pensaba contar también con el príncipe de Novana, pero aun sin él sigo estando acompañada, señor de Lenvania. ¿O tenéis miedo de no estar a la altura?</p> <p>Evan se apresuró a dejar la copa junto a la de ella y fue hacia la mesa. En un gesto galante retiró la silla de la cabecera para que se sentara. Ella le sonrió.</p> <p>-Gracias, señor. Veo que estaba equivocada respecto a vos -comentó, cogiendo la copa que había frente a ella, de plata bruñida, y haciendo una seña a una de las sirvientas que se alineaban en la pared.</p> <p>-¿A qué os referís, mi señora? -solicitó él mientras se sentaba en el único asiento que tenía un plato delante, situado en mitad de la mesa, a la derecha de la reina. La sirvienta sirvió vino a Isobe y ella levantó la copa en dirección a Evan.</p> <p>-Una vez le dije a vuestra madre que jamás seríais digno de comer en la misma mesa que la familia real, y que, con los modales que teníais, me vería obligada a relegaros a las cocinas el día de la coronación de Danekal.</p> <p>-Imagino que mi madre, los Tres la bañen cada día con aceite perfumado, estaría de acuerdo con vos, majestad.</p> <p>-Por supuesto. Ella, de hecho, afirmaba que las cocinas no estaban lo bastante alejadas del Gran Salón -rio Isobe, dejando la copa a un lado y desenvainando la pequeña daga enjoyada que siempre llevaba colgada del cinturón. Pinchó con ella un trozo de pan y lo cogió con los dedos-. Me alegra haberme equivocado, señor. Es una alegría, en medio de tanta tristeza, saber que Danekal va a poder contar con la presencia de su mejor amigo el día que el triasta ponga la corona sobre su cabeza.</p> <p>Evan no dijo nada. No se le pasó por alto lo que la reina no había dicho en voz alta: «Un día que, por desgracia, está bastante cercano.» Extrajo su propia daga del cinto y ensartó un trozo de pan para ocultar su turbación. Era fácil olvidarlo cuando la veía siempre sonriente, siempre alegre. Pero Isobe debía estar pasando uno de los peores momentos de su vida. El mayor triunfo de su hijo, obtener la corona a la que estaba destinado, traería consigo, de forma inevitable, la muerte de su esposo. Si bien eso era algo que Isobe de Ilhah tenía asumido desde que se casó con el rey de Novana, no era lo mismo saberlo que ver cómo Tearate cruzaba a la Otra Orilla ante sus ojos, cuando aún deberían quedarle muchos años para ceder el trono a su único hijo y marchar a la otra vida en brazos de los Tres.</p> <p>-Lamento que vuestro hijo no haya bajado a cenar, majestad -dijo, más por romper el incómodo silencio que por otra cosa-. ¿Habéis enviado a algún sirviente a su cuarto? Tal vez no se ha percatado de la hora...</p> <p>-No, señor -respondió Isobe, observando sin interés cómo los criados iban llenando la mesa de viandas-. Prefiero no hacerlo. Si no ha bajado ni ha enviado sus disculpas, es posible que sea porque todavía está dormido. Y es mejor que duerma. Siempre puede comer a medianoche, en caso de que despierte y se vea con hambre.</p> <p>-Tenéis razón, majestad -concedió Evan, absteniéndose de explicarle que no estaba seguro de que Kal hubiera descansado algo desde que le encomendó vigilarle. Evan sí se había quedado dormido como un bebé en la alfombra de las habitaciones del príncipe. Pero Kal estaba tan despejado cuando Evan se rindió al cansancio como cuando despertó con las primeras luces del alba.</p> <p>La cena fue como podía esperarse que fuera en la Torre del Rey, gran cantidad de comida deliciosa regada con los mejores vinos de Novana, pero con el diálogo más insólito que había mantenido en su vida a modo de guarnición. A la reina le gustaba hablar de Kal, pese a que cada vez que lo hacía su gesto se ensombrecía. Y cuando sus palabras o las de Evan se desviaban hasta Tearate, su rostro cambiaba, pasando de ser una joven risueña a convertirse en una mujer afligida y avejentada. Sus esfuerzos por mostrarse en público como la reina que debía ser, segura de sí misma e imperturbable ante las circunstancias, vacilaban de forma perceptible. Y esa noche, acompañada sólo por Evan y con sus sirvientes personales como únicos testigos, Isobe parecía dispuesta a no disimular sus sentimientos. Su estado de ánimo fluctuaba como un estandarte agitado por el viento, oscilando entre la alegría y la congoja, del mismo modo que su atención cambiaba de un alimento a otro entre sorbo y sorbo de vino.</p> <p>Evan también bebió demasiado, incapaz de encontrar otro modo de mitigar la incomodidad que le producía ver a la reina de Novana implorar de una manera tan evidente un consuelo que nadie estaba en disposición de ofrecerle, salvo, tal vez, su hijo, que tampoco encontraba consuelo y que ni siquiera se permitía a sí mismo refugiarse en el sueño para atenuar su pena. Despojada de la fortaleza de su esposo y de la compañía de su hijo, privada también del apoyo de sus amigas, como había sido la madre de Evan, o de sus familiares, por la muerte o por la distancia, Isobe estaba sola. Y buscaba ese consuelo en Evan, el mejor amigo de su hijo, el hijo de su mejor amiga, hablando con él como si nunca hubiera sido el niño al que había azotado personalmente en más ocasiones de las que Evan quería recordar. Kal seguía siendo un niño a ojos de Isobe. Evan, por el contrario, había ocupado el lugar que Marionna dejó vacío cuando murió, pocos años atrás, al dar a luz a un niño que Jenhaha consideró demasiado tardío para permitirle vivir.</p> <p>Comprender eso le hizo desear beber hasta caer desmayado debajo de la mesa. Consciente de la mirada de la reina, sin embargo, dejó la copa de plata ante su plato y centró su atención en la comida. Por mucho que Isobe quisiera, sabía que no estaba a la altura de Marionna ni sería jamás para su reina la amiga cuya compañía pedía a gritos.</p> <p>-Espero que bailéis conmigo en el banquete que ofreceremos a la reina de Phanobia, señor de Lenvania -decía Isobe, cortando un trozo de carne con la daga enjoyada mientras se ayudaba con los dedos para mantenerlo en su sitio-. Me temo que mi esposo no está en condiciones de acompañarme en ninguna danza. Y los bailes de Phanobia son bastante... agitados -sonrió. Sólo con los labios; los ojos azules seguían en sombras, más negros que garzos, como cada vez que mentaba la afección del rey.</p> <p>Evan se lamentó en silencio. «Bien, al menos eso es algo que mi madre no habría podido hacer aunque siguiera viva.»</p> <p>-Si es vuestro deseo, majestad... -murmuró-. Pero apuesto a que todos los nobles de ambos países se sentirían muy honrados si decidierais bailar con ellos.</p> <p>-No conozco a los nobles de la corte de Sihanna. Pero los de Novana bailan peor con sus dos piernas que mi esposo con una sola. Si he de bailar, que sea con vos, señor.</p> <p>Evan agradeció sus palabras con una inclinación de cabeza y cogió de nuevo la copa, vaciándola de un trago.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>SEÑORÍO DE TEUNE (PHANOBIA)</p></h3> <p></p> <h2>Segundo día antes de Letsa.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">A menudo la solución al problema más difícil es la más sencilla.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Estrategia y Práctica de la Guerra</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">¿Vas a escucharme, Vantar? -exclamó Nial, inclinándose hacia el Profeta. Con un gesto impaciente, se llevó la mano al trasero para sacarse de debajo el molesto guijarro que llevaba clavándose en su carne desde que se había sentado frente al fuego. Se frotó la nalga, mientras miraba sin parpadear al líder de su ejército-. Ahora que ya no estamos ni en el Saldellal ni en Dalmendia, la gente no va a unirse a nosotros con tanta facilidad. Aquí la gente cree en la Tríada, no en la Luz. -Se pasó la mano por la frente-. Y con los que somos no es suficiente... Puede que contemos con varios miles, pero no hay ni cien que puedan levantar un arma con cierta destreza. Son todos muy jóvenes, o muy viejos, o muy...</p> <p>-Mujeres -sonrió Dendalior, socarrón, recibiendo a cambio una mirada envenenada del Profeta.</p> <p>-La Luz nos guía -repitió Vantar, con una obstinación digna de un niño enfurruñado-. Nuestra fuerza no son las armas, sino la fe.</p> <p>-Pero ¡hacen falta armas para tomar una ciudad como Teune! -insistió Nial-. No puedes pretender que entremos ahí y digamos lo mismo que hemos dicho en todos esos poblachos donde...</p> <p>Calló de golpe al ver los ojos brillantes de ira de Vantar clavados en él. Se lamió los labios, indeciso. Cuando eran más jóvenes, Vantar no escuchaba salvo a la voz de la Luz. El Profeta era la voz de la Luz, de modo que, ahora que eran hombres, Vantar sólo se escuchaba a sí mismo.</p> <p>-Es un suicidio -dijo, sacudiendo la cabeza.</p> <p>-No se puede hacer -musitó Janee, sentado a su lado, como cada noche desde que el Ejército de la Luz había conquistado su aldea-. Aunque el rey no esté en Teune, y la reina tampoco, habrá suficientes guardias y soldados como para...</p> <p>-Y ¿tú cómo sabes que el rey y la reina no están en Teune? -inquirió Vantar, mirándolo con los ojos entrecerrados, y con el brillo de la suspicacia reluciendo entre sus pestañas. Janee alzó la vista, asustado, y retrocedió de forma imperceptible al ver la atención del Profeta fija en él.</p> <p>-Yo... -balbució-. Yo... se lo oí a... a...</p> <p>-Yo se lo dije -intervino Dendalior con su habla cadenciosa, posando una mano tranquilizadora sobre la rodilla despellejada de Janee, que no se atrevió a apartar la mirada de los ojos de Vantar-. Ya sabes cómo son los niños, Profeta... Escuchan las conversaciones ajenas, y luego repiten lo que oyen. Yo le comenté que los reyes no estaban en la capital.</p> <p>Vantar meneó la cabeza, disgustado.</p> <p>-Y ¿cuándo pensabas decírmelo a mí, hombre? Es más, y ¿tú cómo lo sabes?</p> <p>-Lo sé porque es mi labor saberlo, Profeta -respondió Dendalior con tranquilidad, como si Vantar no estuviera dirigiéndole la misma expresión que deformaba sus rasgos justo antes de ordenar a alguno de sus hombres que le hiciera algo desagradable a otro, a una mujer, a un niño-. En esta época del año la corte está en Soligna, como todos los inviernos. El rey estará allí. -Señaló con la cabeza la silueta casi invisible de la cordillera que se alzaba a su derecha, la dirección en la que se encontraba la ciudad que daba nombre a todo el señorío-. Y la reina, por lo que cuentan los rumores, está en Novana, firmando un tratado para que los isleños ayuden a Phanobia en su guerra contra los tikën.</p> <p>-Oh. -El entrecejo de Vantar se frunció hasta que su mirada quedó en sombras-. Es igual. No son los reyes los que nos interesan, sino Teune. Cuando la capital sea nuestra, los reyes dejarán de ser reyes.</p> <p>Había repetido tantas veces la frase desde que Nial lo conocía que, de forma automática, sus labios formaron las palabras que faltaban: «Los reinos se convertirán en uno solo, y la única reina será la Luz.» Lanzó una mirada de soslayo a Dendalior, que se la devolvió preñada de burla, una burla disimulada bajo su habitual máscara impasible y que Nial había aprendido a reconocer a lo largo de las estaciones que llevaban viajando juntos.</p> <p>-De todos modos -continuó Dendalior, como si no hubiera estado al borde de la muerte por ocultar información a su Sagrado Profeta-, creo que Nial se equivoca. No sólo podemos conquistar Teune como hemos hecho con las aldeas que se han unido a nuestra causa: es que es el único modo -sentenció-. Nuestra fuerza, Profeta, es la Verdad. La Verdad de la Luz. Ésa es nuestra arma.</p> <p>-Y es un arma invencible -asintió Vantar, con una expresión que a Nial le pareció siniestra.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Segundo día antes de Letsa.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><i>Las estrellas del cielo</i></p> <p><i>te miran, niño,</i></p> <p><i>y con los sus ojitos</i></p> <p><i>te lanzan guiños</i>.</p> <p><i>Que ya llegó la noche</i></p> <p><i>y el sol ya duerme</i>:</p> <p><i>duerme tú también, niño,</i></p> <p><i>no el sol despierte</i>.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Canción de cuna popular de Novana</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">La Doncella estaba igual de concurrida que dos noches antes, cuando Kal y Evan habían entrado por primera vez en el desvencijado local. El mismo hedor a cerveza rancia y a sudor le asaltó al abrir la puerta, la misma vaharada cálida y desagradable, las mismas conversaciones, susurradas unas, a gritos otras. La misma mujerona de gesto desapacible esquivando mesas, sillas y manos mientras se afanaba en servir a sus ingratos clientes. Las mismas jóvenes con mirada de anciana bailándoles el agua a hombres de aspecto repulsivo.</p> <p>-¡Doble kasch! ¡Dama, bufón, bruja y juglar de arados!</p> <p>-¡Me cago en mi...! ¿Con qué?</p> <p>-Tres de granos.</p> <p>-¡Yo tengo una bruja de granos, Eko! ¿La tiro ya?</p> <p>-¡Mierda! ¿Te guardas la bruja de granos y antes me tiras un cinco de bueyes, gilipollas? Pero ¿dónde has aprendido tú a jugar, en el Tre-Ahon?</p> <p>-¡Cállate de una puta vez, Eko, joder! ¡Reparte!</p> <p>-¡Te voy a meter la bruja de granos por lo estrecho, imbécil! ¿Bueyes? Y ¿para qué cojones quiero bueyes, para ponerlos a dos patas y enseñarles a bailar una dietlinda, o qué?</p> <p>-¡Que te calles, coño!</p> <p>-¡Lo mismo si les enseño a jugar al kasch juegan mejor que tú, Golno, me cago en mi puta vida!</p> <p>Kal no se atrevió a quitarse la capa. Había salido con tanta precipitación de su dormitorio que no se había cambiado de ropa, y bajo la prenda anodina de paño grueso y marrón todavía vestía la casaca de seda azul, el ave rapaz de la casa de Laurvat, la Casa Real, bordada con hilo de plata en el cuello. Mantuvo la capa en su sitio sujetándola con la mano mientras recorría la sala con los ojos. Nadie le prestó atención. Ni siquiera la mujerona le dirigió una mirada de más.</p> <p>Dejó escapar un suspiro de alivio mientras avanzaba dos pasos y cerraba la puerta. Nikao de Venver no estaba a la vista, y tampoco se veía por ninguna parte a Reol de Vinania ni a Solge de Cornor, su inseparable comparsa. Angarad tampoco estaba. Si el comandante había obedecido la orden de seguir acudiendo a La Doncella para indagar acerca del propietario de la pulsera de cuero, aquella noche no era una de las elegidas para ello. Arrugó la nariz para protegerse del mal olor. «Quita el “si” de la anterior frase», se dijo. Angarad jamás se plantearía obedecer o no una orden: simplemente, lo haría. Bostezó. «Empiezas a hablar contigo mismo demasiado a menudo, muchacho. ¿Puedes permitirte el lujo de volverte loco en este momento? ¿No sería mejor rendirse...?» Sacudió la cabeza. «Déjame en paz.»</p> <p>-Vuelvo a sentirme honrada, Danekal de Novana.</p> <p>Sonrió antes de volverse para mirarla. Ella también sonreía, y a la vez parecía estar riéndose por dentro de una broma secreta. Los ojos le bailaban, los labios se le curvaban invitadoramente, el cabello brillaba tan rojo a la luz de las lámparas que parecía tener la cabeza rodeada de llamas.</p> <p>-Soy yo quien se siente honrado, Tije. Una mujer con tantos hombres no debe acordarse de los nombres de todos... Y, sin embargo, el mío lo recordáis.</p> <p>-¿Seguís creyendo que soy ciega, sorda y tonta, señor? -replicó con un brillo peligroso en sus pupilas multicolores. Él hizo un ademán negativo. Tije lo estudió un instante y después asintió, satisfecha-. Rondalma nos subirá un poco de vino -añadió, enhebrando el brazo en el de Kal y tirando de él hacia la escalera de madera que subía hasta la planta superior. Dedicó una seña a la mujer robusta; ésta se la devolvió sin variar un ápice su expresión arisca.</p> <p>Tije abrió el camino hacia el piso de arriba como había hecho la primera vez, subiéndose las faldas hasta una altura que habría hecho desmayarse a Angarad de Teilhil. Kal apenas lo percibió. Tenía que hacer un gran esfuerzo para enfocar la mirada, y aprovechaba cada momento que podía para descansar la vista, relajando los ojos, sabiendo que sólo podía permitirse aquella mirada vidriosa y ausente cuando nadie lo miraba directamente a la cara, cuando no necesitaba ver bien para desenvolverse. La mancha oscura que era el vestido de Tije lo guió hasta lo alto de la escalera.</p> <p>La alcoba a la que lo condujo era la misma en la que habían estado dos noches antes. A un lado, un jergón; al otro, un espejo desportillado que distorsionaba la imagen hasta hacerla irreconocible, una jofaina, una jarra de porcelana descascarillada. Tije se acomodó en el camastro como si fuera un lecho de plumas rodeado de cojines mullidos.</p> <p>-Es la segunda vez que entro en esta... estancia -dijo Kal cerrando la puerta-. ¿Vivís aquí?</p> <p>-No. Sólo es una habitación -respondió Tije dando una palmada en el catre para indicarle que se reuniera con ella-. Creo que ya va siendo hora de que dejéis de tratarme como si fuera una dama, señor -añadió cuando él se sentó a su lado-. Casi nunca es necesaria una segunda vez para comprenderlo.</p> <p>Él le dirigió un guiño socarrón.</p> <p>-En ese caso -concedió-, puedes llamarme Kal.</p> <p>Ella se alisó la falda negra sin perder esa sonrisa que no decía nada y que lo ocultaba todo. Kal cruzó las piernas y estiró la espalda. Tije se recostó en un almohadón de terciopelo negro, que destacaba en la miseria de la cámara como una flor solitaria en un erial. Alguien llamó a la puerta.</p> <p>-Adelante.</p> <p>Para sorpresa de Kal, quien entró fue la mujerona que, a todas luces, regía La Doncella. Dejó una jarra y dos copas en el suelo, junto a la puerta, y salió con un gruñido por toda despedida. Kal se volvió hacia Tije, extrañado.</p> <p>-¿No eres tú quien trabaja para ella? -preguntó.</p> <p>Ella soltó una risita.</p> <p>-Yo no trabajo para nadie. Ya te lo he dicho: esto no es más que una habitación. -Se levantó y fue hacia la puerta. Los ojos de Kal la siguieron sin poder evitarlo, admirando la figura que se adivinaba bajo el paño negro, y sus andares sinuosos. Cuando se agachó para coger la jarra Kal carraspeó y apartó la mirada. Oyó una risa complacida.</p> <p>-Se supone que estoy para que me mires, Kal. -Volvió junto a él y le tendió una copa-. Entre otras cosas.</p> <p>Se sentó después de dejar la jarra junto al jergón. Él la recorrió con lo que esperaba fuera una mirada sugerente, desde el ondulado pelo rojo hasta los pies descalzos. Tije volvió a reír.</p> <p>-He dicho «se supone». No tienes por qué hacerlo si no quieres. No me gusta que me miren si no desean hacerlo. Aunque sea con esos ojos. -Le acarició la mejilla con un dedo. Él apoyó la cara en su mano.</p> <p>-Me gusta mirarte -contestó en voz baja-. Me gusta que me toques. Me gustaría tocarte.</p> <p>Tije siguió acariciándole.</p> <p>-No me tientes. -En sus ojos multicolores brillaba la advertencia-. Cuando un hombre me tienta, suele salir perdiendo.</p> <p>Kal asintió. Los ojos se le cerraron. Los abrió a toda prisa. Agarró con fuerza la copa que Tije acababa de darle y bebió un sorbo. Ella hizo lo mismo sin dejar de mirarlo. Después posó la copa en el suelo y se recostó contra la pared, estirándose como un gato.</p> <p>-No eres una prostituta normal, ¿sabes? -comentó Kal, reclinándose él también sobre el tabique.</p> <p>-Soy de todo menos normal, Kal. -Alargó una mano y señaló la copa. Kal se incorporó, la cogió y se la tendió.</p> <p>-Me refería a... Bueno -se aclaró la garganta-, no te importa subir aquí con un hombre para luego no acostarte con él...</p> <p>-¿Por qué iba a importarme? Me vas a pagar igual -sonrió ella detrás de la copa-. ¿Quieres conversación? La tarifa es la misma que si quisieras tumbarme en el jergón y abrirme las piernas.</p> <p>-Sí, pero no quería decir... Quiero decir -farfulló él- que vistes bien, con ropa limpia y de buena calidad, no como las otras. No te gustan las joyas...</p> <p>-¿Quién dice que no me gusten las joyas? -Ella cruzó las piernas-. No soy tonta.</p> <p>-Ni ciega, ni sorda, ya lo sé -aceptó Kal-. Pero no llevas ninguna, ni me has pedido que te regale... Lo hacen todas -se defendió al ver relampaguear los ojos de Tije.</p> <p>-Yo no pido regalos. -Parecía enojada, pero su sonrisa seguía inconmovible-. No exijo que me regalen cosas, como no exijo la compañía de nadie ni exijo su calor. -Esta vez, la caricia fue con el dorso de la mano. Suave como una pluma, recorrió el pómulo de Kal-. Todo sabe mejor cuando te lo dan de forma voluntaria, cachorro.</p> <p>-¿Cachorro? -rio él-. ¿Por qué me llamas así?</p> <p>-Porque quiero. -No apartó la mano de su rostro para beber otro sorbo de vino-. Prefiero que me den un beso sin pedirlo a una noche de pasión sin ganas. Prefiero una pulsera de cuero regalada con cariño a todos los collares de diamantes de Novana, si esos diamantes sólo son un compromiso.</p> <p>-Una pulsera de cuero -murmuró Kal. La caricia de Tije empezaba a relajarlo. Apoyó la cabeza sobre su hombro-. ¿Tienes una pulsera de cuero? -dijo, ausente.</p> <p>-La tuve. -Los dedos de ella juguetearon con su pelo-. Pero eso tú ya lo sabías. Angarad te lo contó.</p> <p>-¿Conoces a Angarad?</p> <p>-Tanto como te conocía a ti hasta hoy... Menos: él me echó de sus rodillas. -Sus dedos eran sedantes. La cabeza de Kal se apoyó en su regazo.</p> <p>-Angarad es un cretino.</p> <p>-Pero es leal al rey de Novana. Y a su príncipe. Recuérdalo, príncipe de Novana.</p> <p>-¿Una pulsera de cuero? -repitió él. Ella siguió acariciándole el pelo. Adormilado, Kal sonrió, disfrutando de la sensación de sus dedos.</p> <p>-Deja eso para mañana. Yo seguiré estando aquí para hablarte de todas las pulseras de cuero de Ridia.</p> <p>Kal estiró las piernas para apoyarlas sobre el jergón mientras ella masajeaba sus sienes. Cuando Tije volvió a hablar, lo hizo en un tono tan bajo que apenas fue perceptible en el silencio de la habitación.</p> <p>-Muchas veces tenéis miedo de lo que no conocéis. Pero no puedes permitir que el miedo te impida vivir, cachorro. Porque entonces aquello que te provoca miedo habrá ganado la batalla.</p> <p>Lo rodeó con los brazos y empezó a acunarle como a un niño. Disfrutando del contacto de la tela de su falda contra la mejilla, Kal suspiró.</p> <p>-Duérmete -musitó Tije-. Duérmete, cachorrito. Si vas a luchar, tienes que estar descansado antes de enfrentarte a tu enemigo.</p> <p>Arrullado por sus susurros, acunado por sus brazos, Kal claudicó y, con un hondo suspiro, se dejó llevar hasta caer en la inconsciencia.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>EL LUGAR</p></h3> <p></p> <h2>Segundo día antes de Letsa.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Un olor, un rayo de sol, un sabor, un color especial, una ráfaga de viento... Sólo allí, en ese lugar en concreto, existe ese color, esa luz, ese sabor, ese aroma familiar que hace de él un lugar único, especial.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Cantares (Glosas)</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Podía notar los dedos húmedos clavándose en su espalda, resbalando por su piel, intentando asir su cuerpo, atraerlo hacia ellos. <i>Ven</i>. La Bruma.</p> <p>Kal tembló y dio un paso para alejarse del muro gris. Tropezó. Los susurros lo siguieron, bisbiseando palabras cuyo sentido no llegó a captar. Echó a andar tan aprisa como pudo, cerrando los oídos, tratando de no ver.</p> <p>Se detuvo, sin aliento, cuando el terror que se aferraba a su columna vertebral lo soltó. Tomó aire. <i>Ven</i>. Un llanto apagado. Y la súbita acometida del dolor, que le hizo doblarse sobre sí mismo, aferrándose el estómago.</p> <p><i>Mellizo</i>.</p> <p>Se miró la muñeca. El brillo plateado del sha’al le devolvió la mirada, indiferente. Sacudió el brazo, abriendo y cerrando la mano, tratando de mantener el rostro tan inexpresivo como frío era el brazalete que ceñía su antebrazo. El sha’al palpitó, provocándole una nueva oleada atormentadora, lacerante. <i>Mellizo</i>.</p> <p>-Melliza -murmuró, mirando a su alrededor-. ¿Dónde estás?</p> <p>La pradera se extendía hasta donde alcanzaba la vista. A su izquierda se alzaba un pueblo pardo y rojo; las casitas amontonadas de forma desordenada formaban una mancha indefinida y agradablemente familiar. Frente a él, las inmensas montañas azuladas cortaban el horizonte. Una de ellas destacaba como un colmillo afilado, elevándose, vertical, hacia el cielo. La Montaña.</p> <p>Lo llamaba. <i>Ella</i> lo llamaba.</p> <p>Dolor.</p> <p>El sollozo le desgarró la garganta. Agarró el sha’al con la otra mano y se lo llevó al pecho.</p> <p>-¡Melliza! -reclamó en un grito que resonó en su cabeza-. ¿Dónde estás?</p> <p>Se dejó caer sobre la hierba y, posando los labios sobre la plata helada del brazalete, se echó a llorar.</p> <p>El discordante sonido de una risita le hizo levantar el rostro.</p> <p>-La buscas, ¿verdad?</p> <p>Temblando de angustia, se enjugó los ojos y enfocó la mirada en la figura sentada a su lado. Ella siguió riendo en tono quedo. Se abrazaba sus propias piernas, cubiertas por una falda negra.</p> <p>-Te conozco -dijo Kal, frotándose los ojos. Las punzadas provenientes del sha’al no cesaron. El sufrimiento que sentía en el alma tampoco.</p> <p>-Me conoces -asintió ella, balanceándose hacia delante y hacia atrás al ritmo de una música imaginaria-. Pero eso no importa. Lo importante, lo único importante de verdad, es que la buscas.</p> <p>-No.</p> <p>Agonía... El sha’al oprimía tanto su brazo que por un instante creyó que le había cercenado la mano. Contuvo un sollozo mordiéndose el labio. La sangre cálida goteó desde su boca y se mezcló con las lágrimas.</p> <p>Ella apoyó la mejilla sobre las rodillas y lo miró con un mohín infantil.</p> <p>-¿Crees que el dolor está sólo en ese brazalete que llevas? -preguntó. La risa suavizó el tono hiriente, la mueca pueril atenuó el brillo perspicaz de sus ojos-. ¿Que todo proviene del sha’al?</p> <p>La sonrisa había desaparecido de su rostro, que ya no parecía el de una muchacha, pero tampoco el de una mujer. No era ni lo uno ni lo otro. Era intemporal.</p> <p>-Quítatelo -ordenó-. Shalhed.</p> <p>Su primer impulso fue arrancarse el brazalete de la muñeca. Incluso llegó a introducir los dedos entre la plata y la piel, buscando con desesperación el cierre que no existía; pero se detuvo antes de empezar a tirar de él, antes de aumentar el suplicio, antes de obedecer la orden. Ella no era su Melliza. Ella no podía darle órdenes.</p> <p>Ella volvió a reír.</p> <p>-Pero no podrías quitártelo -cuchicheó-. El sha’al forma parte de ti. El sha’al eres tú.</p> <p><i>Y tú no eres más que un Mellizo</i>.</p> <p>-No -rechazó con voz temblorosa-. No. No. Soy Kal. Tengo un nombre. Mi nombre. Mío.</p> <p>-Y tú eres suyo -susurró ella, inclinándose sobre él-. De tu shalhia.</p> <p>Aquello aumentó aún más su hilaridad. Aturdido, Kal soltó el brazalete y dejó caer el brazo sobre la hierba. «Melliza. ¿Dónde estás?» El llanto se le atascó en la garganta.</p> <p>-No -gimoteó-. Soy Kal.</p> <p>-La necesitas -le dijo ella al oído-. Cómo duele estar lejos de ella... Y ese dolor no está sólo en el sha’al.</p> <p>Kal negó con un gesto mientras las lágrimas volvían a empañar su mirada.</p> <p>-El vínculo. -La voz de ella lo acariciaba, dulce, suave, tan cálida como el sol, tan aterradora como la Bruma-. No pudiste romperlo. Y ahora es más intenso, ahora que ella también tiene un sha’al. ¿O creías que eso iba a hacerte ser libre?</p> <p>No llegó a tocarle, pero Kal sintió la mano rozando su mejilla.</p> <p>-Ahora duele más.</p> <p>Cerró los ojos. «¡Sí, duele!», quiso gritar, pero tenía la garganta ocluida por su propio llanto. «Melliza... Duele... ¿Dónde estás?» Era una tortura estar junto a ella. Y mil veces peor era hallarse lejos.</p> <p>-La buscas. -Ella posó la mano en su hombro, apretó con suavidad y rio de nuevo-. El vínculo no es un brazalete, shalhed: ni el tuyo, ni el suyo. El vínculo eres tú, y es ella.</p> <p><i>Y tú no eres más que un Mellizo. Recuérdalo</i>.</p> <p>Miró al cielo y apretó el sha’al con la mano. Del brazalete de plata ascendía, pulsante, el dolor, el recuerdo de su Melliza.</p> <p>Era un tormento tan familiar que lo sentía como parte de sí. «Como ella. Melliza.» La ardiente amargura oprimía su muñeca, y todo su ser. Y cada vez que pensaba en ella un ramalazo desgarrador lo dejaba tembloroso, anhelante, roto por dentro.</p> <p>-La buscas.</p> <p>-La necesito -reconoció al fin. «Para que acabe este suplicio.» Si hubiera sabido que el vínculo iba a provocarle esa agonía, ¿habría abandonado la Montaña? Se llevó la mano al pecho y sujetó el sha’al contra su corazón. ¿Habría preferido ser para siempre un shalhed? ¿Sin nombre, sin alma? Cerró los ojos y tomó aire, temblando. «Tener alma duele. No tener Melliza duele.»</p> <p>Ella dolía.</p> <p>La hierba alta y húmeda se enredaba en sus tobillos. El alma que pensaba que le habían arrebatado estaba enredada en la de ella, y ahora, después de desgajarla y romperla por la mitad, se sentía incompleto, mutilado, perdido.</p> <p>La tortura de estar con ella no podía compararse a la angustia de estar lejos. Melliza.</p> <p>-¿Vas a volver? -se preguntó, acunando el sha’al contra su pecho como si fuera un niño asustado-. ¿Vas a arrastrarte a los pies de tu Melliza, implorando una caricia que te diga que te ha perdonado? ¿Mellizo?</p> <p>«No.»</p> <p>-Kal -dijo sin darse cuenta. Posó la mirada en la Montaña que se erguía frente a él, indiferente. «¿Prefieres el dolor...?» Acarició el sha’al sin dejar de mirar hacia la mole que hendía el cielo. También a su lado había sufrimiento. Más.</p> <p>Pero ella también llevaba un sha’al.</p> <p>«¿Y eso cambia las cosas? -se burló su voz en su mente-. Sólo te ha traído más daño, más pena, más amargura. Mellizo. La odias, pero la necesitas.»</p> <p>-Sí -gimió, y posó los labios en el brazalete que temblaba en su muñeca, sin apartar los ojos de la Montaña. «Pero ella también me necesita.» Ella también llevaba un sha’al. «Es tan mía como yo suyo.» Melliza.</p> <p>¿Cuál era su nombre...? Kal recorrió con la mirada los contornos desdibujados de la Montaña, gimiendo, con el brazalete apretado contra la mejilla.</p> <p><i>Dila</i>, deslizó la voz en su cabeza. Él asintió. Dila. «Mi Melliza.» Entrecerró los ojos. «Mía», se juró, con el alma llena de pena, de odio y de anhelo.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Primer día antes de Letsa.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Las cosas suceden, sin más. No busquéis un motivo: ni es voluntad de los dioses, ni es voluntad de los hombres, aunque ellos jueguen un papel fundamental. No existe un destino que mueva los hilos. Lo que sucede, simplemente, es fruto del azar.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Enciclopedia del Mundo: Comentarios</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Despierta. -Alguien lo sacudió por los hombros-. ¡Despierta, imbécil!</p> <p>Kal intentó abrir los ojos, pero fue incapaz. Rebulló y se apartó de la mano que se obstinaba en maltratarlo.</p> <p>-¡Despierta de una puta vez, joder!</p> <p>Volvió a intentarlo y sólo consiguió poner los ojos en blanco.</p> <p>Una maldición en voz alta, ruido de pasos. Kal volvió a girarse para alejarse de la voz. Murmuró algo que ni él mismo comprendió y se abrazó a la almohada. Era cálida y firme. Suspiró y volvió a dormirse.</p> <p>El agua helada golpeó su rostro como un guantelete de acero. La impresión le arrancó todo el aire de los pulmones. Farfullando se incorporó, luchando por recuperar el aliento. Se pasó la mano por el rostro para enjugar el agua que le escocía en los ojos y le impedía ver con claridad.</p> <p>-No me importa que me mojéis, señor -dijo una voz a su lado-, pero la próxima vez pedidme permiso. Al fin y al cabo estáis en mi habitación, y ni siquiera os he invitado a entrar.</p> <p>-Lo lamento, mi señora.</p> <p>Kal tosió y escupió agua. Calado hasta los huesos y helado de frío miró a su alrededor, frenético, buscando a su atacante. Lo identificó en la silueta que se elevaba sobre él con una mano apoyada en la cadera y una jarra de cerámica en la otra mano. Entrecerró los ojos.</p> <p>-¿Evan? -balbució-. ¿Qué...?</p> <p>-Las preguntas, después -gruñó Evan, dejando la jarra en el suelo-. Levántate antes de que toda la Guardia Real, con el primito Angarad a la cabeza, incendie la Ciudad de los Comerciantes para hacerte salir de tu escondite como a una rata.</p> <p>-¿Ang... Angarad...? -tartamudeó Kal.</p> <p>-Lanhav entera cree que te han secuestrado o te han matado de mala manera, y tú aquí, durmiendo como un bendito en brazos de Jenhaha.</p> <p>-Me honráis, señor de Lenvania -dijo la voz femenina.</p> <p>-Un placer, señora. No tanto como el que le habéis proporcionado a mi amigo, pero un placer, sin duda.</p> <p>Kal se enjugó el cuello y el pecho con la mano. Sus dedos sólo tocaron piel desnuda. ¿Cuándo se había desnudado? Turbado, Kal miró a la mujer. Ella le dedicó una sonrisa torcida; el largo cabello rojo no llegaba a ocultar el cuerpo sinuoso que Kal abrazaba creyendo que era su almohada. Ella también tenía la carne de gallina, casi tan mojada como la de él, pero no temblaba. Y tampoco intentaba ocultar su cuerpo a la mirada de Kal o de Evan. Se limitaba a permanecer allí recostada, sonriéndole. ¿Cuándo se había desnudado ella? Azorado, se levantó a toda prisa. Evan le alargó un lienzo blanco para que se secase.</p> <p>-¿Qué has dicho de Angarad? -preguntó Kal, esta vez con la voz clara. Evan se apartó y recogió las ropas desperdigadas por todo el dormitorio. Tendió el vestido negro a Tije, que lo cogió con un gesto de agradecimiento y lo dejó en su regazo sin molestarse en ponérselo.</p> <p>-Hace horas que tus criados han ido a despertarte y no te han encontrado -explicó Evan-. Han informado a Tranlovar, por supuesto, y él ha venido a despertarme a mí -masculló. Sus palabras prometían venganza por el madrugón que el mayordomo mayor le había proporcionado-. Cuando se han dado cuenta de que yo no tenía ni idea de dónde estabas, Tranlovar se ha puesto a corretear por toda la fortaleza como una gallina clueca. Hasta que el alboroto ha hecho salir a tu madre de sus estancias, cosa que la ha puesto de un humor de perros. -Le tendió las calzas oscuras-. Y ella ha ordenado un registro de la fortaleza. Como el querido principito no aparecía -le lanzó una mirada envenenada-, Angarad ha cogido a toda la guardia y la ha dividido por sectores. Llevan desde el amanecer registrando cada casa, establo, granero, taberna y burdel de la Ciudad de los Comerciantes y del Cenagal.</p> <p>-Y ¿cómo es que estás tú aquí y no ellos? -se alarmó Kal, anudándose el cordón de las calzas.</p> <p>-La Doncella no es de los primeros sitios que alguien registraría para buscarte, muchacho. Aun así, todos creen que te ha ocurrido algo malo, así que no buscan en los pisos superiores sino en los sótanos. Pero tu madre te conoce mejor que tu guardia. En cuanto ha dado las órdenes oportunas para que iniciasen tu búsqueda ha venido a hablar conmigo y me ha pedido que viniera a por ti.</p> <p>-¿Aquí? -se asombró Kal. Evan sonrió, burlón, e hizo un ademán en dirección a Tije, que los observaba con gesto divertido mientras jugaba con los pliegues de su vestido negro, que descansaba en su regazo.</p> <p>-Venir a La Doncella ha sido cosa mía. Cualquiera que la haya visto habría imaginado que querrías volver a verla.</p> <p>-Vais a conseguir que me sienta en deuda con vos por tanto halago, señor -murmuró Tije enarcando una ceja. Evan le hizo una breve inclinación de cabeza.</p> <p>-No lo entiendo. -Kal se pasó la camisa blanca por encima de la cabeza y metió los brazos en las mangas-. ¿Por qué tanta prisa? Muchas veces he vuelto a la fortaleza bien entrado el día, y nadie se ha asustado. No demasiado, al menos.</p> <p>Evan se volvió para mirarlo. La sonrisa había desaparecido, y sus ojos pardos relucían de indignación.</p> <p>-A veces eres un poco gilipollas, Danekal de Novana -dijo, lanzándole la casaca-. Llevas cuatro días recorriendo los pasillos como un espíritu atrapado entre las dos Orillas, y ni siquiera te has preocupado de enterarte de lo que se supone que es tu responsabilidad. Imbécil -le espetó-. Recuérdame que hable con Nikao. Después de esto, creo que voy a darle mi apoyo si decide hacerse con el trono.</p> <p>-Mi padre todavía está vivo. -Kal se quedó inmóvil, con la casaca a medio poner-. ¿Verdad? -preguntó, repentinamente asustado. El corazón empezó a latirle con fuerza.</p> <p>-Oh, sí -afirmó Evan-. Sí, vivito y coleando. Bueno, coleando no. Eso ya lo hace su hijito por los dos -refunfuñó.</p> <p>Kal suspiró de alivio y se alisó la prenda sobre el pecho.</p> <p>-¿Entonces...?</p> <p>-Entonces -repitió Evan con voz dura-, tu invitada debe estar a estas alturas llamando a la Puerta de Lenvania con sus reales nudillos, y tú aquí, jugando a los perritos con una puta... Sin ánimo de ofender, señora -añadió.</p> <p>-Cuando me ofendáis, lo sabréis, señor -contestó ella.</p> <p>-¿Sihanna de Phanobia? -exclamó Kal, estupefacto-. ¿Hoy?</p> <p>-Sihanna de Phanobia -asintió Evan-. Hoy. Y su anfitrión ha desaparecido de la fortaleza. A estas alturas, Tranlovar debe haberse arrancado el poquito pelo que le quedaba en la cabeza. Si ya era repulsivo, ahora las madres pueden utilizarlo para obligar a los niños a comerse la verdura -rio sin ganas. Kal se apresuró a ponerse las botas, pensando frenéticamente. Sihanna de Phanobia... Y él en brazos de Tije, desnudo como su madre lo trajo al mundo. «Si no me mata por esto, puedo considerarme inmortal.» Se abrochó las botas a toda prisa y se irguió.</p> <p>-Péinate un poco -le recomendó Evan, acercándole la capa de color indefinido que había llevado la noche anterior-. Señora -miró a Tije y suavizó el gesto-, lamento arrebataros a vuestro amante con tanta precipitación, pero me temo que lo requieren en otro lugar.</p> <p>-Lleváoslo, señor. -Tije se acostó en el jergón y apoyó el rostro en la palma de la mano. Su cuerpo desnudo dejó sin aliento a Kal. Evan, a juzgar por su brusca inspiración, sintió lo mismo. Ella sonrió.</p> <p>-¿Os debe algo? -inquirió Evan. Kal rechinó los dientes al oír la frase-. Si es así, os prometo que esta misma mañana vendrá un sirviente a pagaros lo que...</p> <p>-No os preocupéis, señor -lo interrumpió ella-. Va a regalarme un collar de diamantes. Podríamos decir que eso cubre el precio.</p> <p>Kal se detuvo junto a la puerta. Frunciendo el ceño, volvió la cabeza y la miró.</p> <p>-Creía que no te gustaba pedir regalos, Tije.</p> <p>Ella soltó una risita divertida.</p> <p>-Oh, pero es que tú deseas regalármelo. ¿No es cierto, Danekal de Novana...?</p> <p>Él parpadeó, desconcertado. Sus labios se curvaron en una sonrisa espontánea.</p> <p>-Es cierto -aceptó. La saludó con un cabeceo y abrió la puerta.</p> <p>-Vámonos -lo urgió Evan-. Ya tendrás tiempo otro día de recorrerte el sector de los joyeros, si es lo que deseas. A vuestros pies, señora. -Hizo una reverencia mucho más pronunciada de lo que dictaba la situación. Tije soltó una risa alegre.</p> <p>-La Doncella no se moverá de su sitio por que tardéis unos días en volver, señores -dijo la muchacha mientras Kal salía al estrecho y oscuro pasillo-. Y Tije no se moverá de La Doncella, si es que deseáis volver a verla.</p> <p>-Tengo que darte un regalo, ¿no? -Kal asomó la cabeza por el umbral-. Claro que volveré. Lo que no sé es cuándo.</p> <p>-Con eso me vale. -Tije se abrazó a sí misma; se estiró con una sonrisa satisfecha-. Aquí os espero, pues, alteza. Hasta que decida no hacerlo. -Cerró los ojos.</p> <p>Kal la recorrió con la mirada una última vez, preguntándose si en realidad habría disfrutado de ese cuerpo como Evan parecía creer y, en ese caso, por qué era tan imbécil de no recordarlo. Se pasó la mano por el pelo y salió al pasillo. Evan cerró de un portazo y lo miró con la burla suavizando el brillo enojado de sus ojos.</p> <p>Kal apenas se dio cuenta del camino que recorrían, absorto en sus pensamientos. Las horas de sueño habían disipado el dolor de cabeza, la sensación de mareo, la debilidad de sus miembros; su cuerpo seguía pidiendo descanso a gritos, pero al menos ya no se sentía tan al borde de la muerte como su padre. ¿Había sido tan terrible claudicar al fin? «Sí. Pero supongo que mejor eso que morir de agotamiento.» Tal vez no había sido tan buena idea decidir no volver a dormir jamás, pero Kal estaba dispuesto a cualquier cosa si así lograba sacarse al Mellizo de dentro. <i>Mellizo</i>. Volvió a sentir un escalofrío. Se arrebujó en la capa; el radiante sol era incapaz de calentar su cuerpo.</p> <p>-Será mejor que te des un baño antes de que tu madre te vea -le sugirió Evan. Kal levantó la mirada, sorprendido al comprobar que ya habían llegado a la Isla. Los criados y soldados que abarrotaban el patio lo miraban con asombro, deteniéndose en sus quehaceres. Evan les dedicó una mirada ceñuda. Kal se mordió el labio y aceleró el paso, rodeando la Torre del Rey hacia la puerta principal.</p> <p>Sus esperanzas se vieron segadas de un tajo cuando atravesó la doble hoja de madera. Isobe estaba de pie en el centro del Gran Salón, acompañada por Tranlovar. Era evidente que la reina había estado retorciéndose la falda de seda: el frente de su vestido azul tenía tantas arrugas como si acabase de llegar de un paseo a caballo. Pero recuperó la compostura al instante. Se irguió, enderezando la espalda hasta que Kal pensó que iba a doblarse hacia atrás, y le dirigió una mirada fulminante.</p> <p>-Ya -musitó Kal, sin detenerse-. Voy a asearme, con tu permiso, madre.</p> <p>Isobe abrió la boca, tan tensa que parecía a punto de quebrarse, los ojos chispeantes de cólera. Kal corrió hacia la escalera de caracol.</p> <p>-Después -prometió sin volverse a mirarla, y empezó a subir los escalones de dos en dos, dejándola con la boca abierta y muda de asombro e indignación.</p> <p></p> <p>-Sabes que, al final, tendrás que escucharla, ¿verdad? -comentó Evan dando una leve palmadita en el cuello de su montura para tranquilizarla-. Y me atrevería a decir que será peor. Considérate afortunado si no te llevas unos azotes.</p> <p>-No me azotará mientras esté aquí Sihanna -dijo Kal.</p> <p>-No te azotará mientras no tenga claro si te gusta o no que te azoten. Cualquiera que le eche un vistazo a esa Tije pensará que es muy capaz de darte placer mientras te da de correazos. Y es tan impresionante que yo se lo permitiría -agregó con una sonrisa lasciva. Kal bufó.</p> <p>Plantado ante las puertas cerradas de la ciudad, acompañado por Evan y flanqueado por todos los guardias que no estaban repartidos por el recorrido del cortejo, Kal era el encargado de recibir y conducir hasta la Isla a su majestad Sihanna, reina de Phanobia, señora del Saldellal y soberana de Teune, Phendara, Dalmendia y Cahrad. Un honor que le correspondía como príncipe heredero de Novana, aunque su madre hubiera insistido en que esperase a su lado, a las puertas de la Isla, y ocupase el lugar que había dejado vacante el rey, postrado en su lecho con una pierna menos.</p> <p>-No quiero que Sihanna piense que ya no hay un rey con quien firmar ese puto tratado, madre -fue su respuesta, y recibió a cambio una mirada afilada que hablaba de tormentos sin fin. Ya se los había prometido con otra mirada cuando Kal bajó de sus aposentos, limpio y vestido como correspondía a su regia persona.</p> <p>Al final Kal había ganado esa batalla, y ahora esperaba nervioso ante la Puerta de Lenvania, montado en un magnífico palafrén de color gris, aguantando los ácidos comentarios de Evan respecto a su imprevista escapada nocturna a la taberna de peor fama de toda la capital. Su montura relinchó, inquieta. Kal se inclinó para acariciarle el cuello.</p> <p>-Te noto incómodo -comentó Evan-. ¿Es porque estás impaciente por ver a tu invitada o porque tienes el trasero dolorido? -Sonrió con fingida inocencia-. ¿Tu damisela no se ha molestado en aplicarte un ungüento después de azotarte?</p> <p>-Vete a tomar por culo -gruñó Kal por una comisura de la boca. Evan soltó una carcajada.</p> <p>La fanfarria lo dejó sordo y aturdido un instante, el suficiente para perder el control de su caballo y tener que emplearse a fondo para evitar que el animal echase a correr hacia la multitud agolpada junto a las murallas y frente a la puerta. Se oyó un grito proveniente del exterior. El heraldo, vestido de rojo y oro, se adelantó, destacándose entre las filas de los guardias reales de azul y plata, y miró a Kal. Éste asintió, no sin antes recibir un codazo de Evan. El heraldo gritó algo en respuesta. La puerta de madera se abrió. Era parte de la ceremonia, como muy bien había recalcado Tranlovar en tantas ocasiones que Kal se sintió como si ya hubiera visto la escena cientos de veces: el rastrillo estaba subido, pero una de las dos puertas dobles de la ciudad debía permanecer cerrada. Lo suficiente para que Sihanna supiera que era bienvenida, pero no tanto como para que creyese que le estaban entregando Lanhav envuelta en terciopelo. «Que tenga que pedir permiso para entrar.» Kal suspiró e instó a su montura a avanzar hasta a la puerta abierta, seguido por Evan. Ambos se detuvieron bajo el arco redondeado de piedra parduzca.</p> <p>La reina de Phanobia y su cortejo habían llegado por mar, y habían remontado el Hexene también en barco. Sin embargo, el protocolo les obligaba a desembarcar antes de entrar en Lanhav. Toda visita oficial debía acceder a la ciudad por la Puerta de Lenvania. Su equipaje, sus criados, todo lo que hubiera llevado consigo podía seguir camino río arriba por el único hueco en la muralla hasta los muelles de la Isla; pero Sihanna, sus guardias, sus damas de compañía y los nobles que la hubieran acompañado en el largo viaje tenían que rodear la ciudad para entrar como correspondía. A Kal le cansaba sólo pensar en la cantidad de esfuerzo que se habría ahorrado si Sihanna hubiera llegado en su barco hasta la fortaleza, en vez de desembarcar para entrar en la ciudad «como dictaba la tradición». Pero la expresión horrorizada de Tranlovar cuando se le ocurrió sugerirlo había hablado a las claras: podía haber transigido en la cuestión del breve paseo en barca desde el puerto interior de Lanhav hasta la Isla, pero era impensable que una reina entrase en la capital como una simple comerciante, sin un centenar de trompeteros en la puñetera Puerta de Lenvania.</p> <p>Se inclinó para saludar a la mujer que montaba la yegua blanca, rodeada de hombres con cotas de malla doradas y capas verdes.</p> <p>-Majestad -murmuró.</p> <p>-Alteza. -Ella miró a su alrededor con un gesto de curiosidad-. Os agradezco el recibimiento, Danekal de Novana. Esperaba... menos gente. -Hizo un gracioso mohín y alzó la mano para saludar a la multitud, que emitió un bramido ensordecedor-. Espero que me otorguéis vuestro permiso para entrar en vuestra ciudad, alteza.</p> <p>-Lo tenéis, majestad. -Kal se adelantó y cogió las riendas de la yegua, que Sihanna le tendía con la mano enguantada. Era difícil controlar dos caballos a la vez, pero Kal logró permanecer en su montura y mantener a Sihanna en la suya mientras atravesaban la ancha arcada que conducía a la calle del Príncipe. Una vez allí, le devolvió las riendas-. Sois la invitada de mi padre, su majestad Tearate II, rey de Novana, señor de Laurvat, soberano de Lenvania, Venver, Teilhil y Sendala, Conquistador de Hongarre, Protector de las Islas de Somlo y Desa, Luz de Lanhav, por la Gracia de los Tres. Que todo Lanhav lo sepa. Que todo Lanhav actúe en consecuencia.</p> <p>Sihanna inclinó la cabeza y sonrió, altanera. Sus ojos negros lo recorrieron desde las botas de piel de gamo hasta el cabello revuelto por el viento.</p> <p>-Llevadme ante vuestro padre y vuestra madre, alteza -pidió-. Estoy cansada, y no tengo ánimos para aguantar los gritos de una multitud que no tiene otro entretenimiento que mirar a sus gobernantes como si fuesen animales exóticos.</p> <p>-Os llevaré con mi madre, majestad. -La reina de Phanobia le dirigió una mirada de curiosidad, pero no dijo nada. «Que se lo explique ella», pensó Kal, agitando las riendas para que su caballo comenzase a andar. No tenía ganas de prolongar el paseo por las calles de la ciudad más de lo necesario. Ni tenía ganas de hablar con aquella mujer. Miró a Evan. Éste asintió y se colocó detrás de la reina de Phanobia mientras Kal instaba a su montura a ponerse a la altura de la yegua de Sihanna. Después, torció el cuello y miró a su derecha. El comandante de la Guardia Real captó su mirada y dio una breve orden en voz baja.</p> <p>Angarad de Teilhil comenzó a avanzar en cabeza, seguido por una cuña de lanceros de la guardia a caballo. Sus cotas plateadas y capas azules hacían que su avance pareciese el desbordamiento de un río. Tras ellos, los dos portaestandartes alzaban el ave rapaz de Novana y el lince de Phanobia. Kal y Sihanna los seguían, cada uno detrás de su enseña, aceptando los gritos de la multitud con dos sonrisas tan falsas como dos monedas talladas en madera. Kal estaba aturdido pese al descanso que había disfrutado durante unas horas en brazos de Tije. Sihanna de Phanobia también parecía cansada, aunque su aspecto distaba mucho de ser descuidado, con sus cabellos rubios impecablemente peinados bajo la capucha verde de la capa de seda y la amplia falda dorada cayendo en estudiados pliegues por uno de los flancos de la yegua.</p> <p>La ancha avenida que partía de la Puerta de Lenvania, la calle del Príncipe, estaba vigilada por los hombres de la Guardia Real, al igual que todo el resto del recorrido hasta la Isla. Los uniformes azules y plateados coloreaban aún más la calle adornada de estandartes, repleta de gente que gritaba al paso de los caballos que marchaban con paso garboso, trasladando su noble carga a la vista de todos los lanhavenses. Los guardias no parecían amenazadores, pero Kal se percató del brillo de las espadas desenvainadas, de las lanzas atravesadas para impedir el paso de la multitud. Una precaución innecesaria, a su juicio, pero lo que menos deseaba en esos instantes era tener problemas con el gentío. Sihanna de Phanobia trotaba a su lado con el rostro resplandeciente y los ojos empañados por el cansancio.</p> <p>Los que observaban su paso desde detrás de la hilera de guardias eran hombres y mujeres pobres y sucios, que, sin embargo, parecían felices hasta el éxtasis al ver a su príncipe y a la reina de un país que la mayoría ni siquiera sabría situar en un mapa. Gritaban a pleno pulmón. Kal oyó corear varias veces a su paso «¡Danekal! ¡Príncipe Danekal! ¡Salve a Danekal de Novana!» e incluso algún «¡Danekal Rey!» que le hizo fruncir el ceño. Muchos gritaban «¡Phanobia! ¡Phanobia! ¡Sihanna!», y un par de ellos hasta gritaron el nombre de Evan, cosa que hizo sonreír con suficiencia al señor de Lenvania, que avanzaba detrás de ellos.</p> <p>Al torcer por la calle de la Reina, Kal sintió de pronto las miradas rencorosas clavadas en él. Miró a un lado y a otro: ceños fruncidos sobre chaquetas y jubones de buen paño. Aquellos no eran pobres: los que no jaleaban al cortejo real eran los comerciantes, los artesanos pudientes, los líderes de los gremios. Parecían a punto de gritar, pero no de júbilo, sino de rabia. «Que chillen», pensó Kal, crispado. El rugido de los que sólo habían acudido a ver el desfile por diversión no se veía empañado por aquellos que, en las cercanías de la vacía plaza del mercado, mostraban con su silencio su descontento. Kal se obligó a seguir saludando con una mano mientras con la otra apretaba las riendas de su montura.</p> <p>Sin duda, Sihanna notó la hostilidad que la rodeaba, ya que su sonrisa se hizo más forzada y dejó de saludar con la mano, posándola sobre el regazo en un gesto premeditado de tranquilidad.</p> <p>Estaban en mitad de la plaza del mercado cuando un hombre logró abrirse paso entre los guardias que contenían a la multitud y se plantó delante del cortejo, cruzando los brazos sobre el pecho y observando a Kal con expresión desafiante. Angarad sofrenó su caballo y lo miró con el rostro inexpresivo.</p> <p>-Nos debéis dinero, alteza -denunció el hombre en voz lo bastante alta como para hacerse oír entre el clamor de la multitud que habían dejado atrás.</p> <p>Sihanna detuvo a su yegua y miró a Kal.</p> <p>-¿Vais a permitir que un plebeyo se interponga en nuestro camino, alteza? -preguntó la reina con suavidad.</p> <p>Un murmullo se elevó a ambos lados de la comitiva. Kal apretó los dientes. «Y ¿qué opciones me deja esto ahora?», se preguntó, enojado. Lanzó una mirada de soslayo a Evan. Éste se encogió de hombros. Ya no sonreía, pero tampoco parecía preocupado.</p> <p>-Comandante -dijo Kal-, apartad a este hombre. -«Pero no lo mates, Angarad, por los Tres», imploró para sus adentros. Se forzó a mantener la vista fija en la calle, en el camino que todavía les quedaba por recorrer hasta llegar al Puente de las Cestas.</p> <p>Angarad desenvainó la espada, se inclinó sobre su montura y golpeó al hombre con el plano de la hoja. Éste cayó hacia atrás con un grito ahogado y se quedó en el suelo, a los pies de los guardias que flanqueaban la calle, mirando a Angarad con los ojos relucientes de odio. «Al menos no está muerto», se consoló Kal, dirigiendo un ademán tranquilizador a Sihanna mientras la instaba a seguir avanzando. A saber lo que habría podido ocurrir en caso contrario. Una repentina imagen de sí mismo rodeado por una horda de hombres y mujeres furiosos y lanzando tajos a diestro y siniestro con la espada ceremonial le hizo taconear los flancos del caballo para acelerar el paso. Sihanna se le puso a la par.</p> <p>-¿Puedo preguntaros a qué ha venido eso? -requirió sin dejar de esbozar la rígida sonrisa que estiraba sus pómulos y alisaba su piel.</p> <p>-Más tarde, majestad -dijo él.</p> <p>-¡Hijo de puta! -increpó alguien desde la multitud. Kal no se volvió-. ¡Bastante nos sangráis con impuestos, y ahora nos quitáis lo que es nuestro! ¡Hijo de puta!</p> <p>Con el rostro tenso, Kal observó cómo Angarad se retrasaba para dirigirse al lugar de donde había provenido la voz. La cuña de guardias siguió avanzando, y Kal y Sihanna detrás de ella, cambiando el paso por un trote.</p> <p>-Yo no habría metido a su majestad la reina Isobe en esto, pero razón no le falta, ¿sabes? -comentó alguien a su izquierda. Kal no necesitó mirar para saber que Evan había aligerado el paso para ponerse a su altura-. Un poco cabronazo sí que eres.</p> <p>-Ahórrate las bromas, Lenvania -mugió Kal-. No es el mejor momento.</p> <p>Algo lo golpeó en el pecho. Bajó la vista y renegó al ver un huevo estampado en la seda azul, la yema escurriéndose por el tejido. «¿Era tanto pedir unos días?», se irritó. Ignorando el otro huevo que pasó volando por encima de su cabeza, miró a Sihanna y se esforzó por sonreír.</p> <p>-Será mejor que nos demos prisa, majestad -dijo, sereno-. No deseo que mi pueblo, en su alegría por veros, eche a perder vuestra ropa.</p> <p>-¡Bastardo! -gritó airado alguien-. ¡Maldito bastardo! ¡Esta plaza es nuestra!</p> <p>Una lechuga impactó en la cabeza de Sihanna, arrancándole la capucha y despeinando sus cabellos rubios. Ella no pestañeó. Kal sintió que una rabia repentina lo inundaba.</p> <p>-¡Traedme al hombre que ha tirado esa lechuga! -ordenó a Angarad, que cabalgaba muy cerca de ellos-. ¡Traédmelo, comandante! -«Sólo falta que estos imbéciles echen a perder el tratado con Phanobia por un par de días de venta.» La ira le hizo apretar los puños. El caballo notó su inquietud y se agitó, nervioso.</p> <p>-¡Devolvednos nuestra plaza! ¡Llévate a esa puta al puerto, Danekal!</p> <p>Angarad trató de internarse entre la multitud sin bajar de la silla, pero le resultó imposible atravesar la marea humana. Los que estaban en primera fila, los comerciantes, trataban de apartarse para dejarle pasar; pero, desde detrás, una masa de hombres y mujeres de aspecto desaliñado empujaba para ver mejor, sus gritos de alegría mezclándose con los insultos de los que tenían una posición más privilegiada tanto en la sociedad como en la fila. Kal vio recular al caballo de Angarad. Frunció el ceño. Si su montura pisaba a algún hombre, de los que lo alentaban o de los que lo insultaban... Si lograban descabalgar a Angarad...</p> <p>-Dejadlo, comandante -dijo, contrariado-. Ya lo encontraréis más tarde.</p> <p>Impertérrito, Angarad obligó a su caballo a retroceder. Los gritos de ambos bandos arreciaron. Una lluvia de hortalizas cayó sobre ellos. Kal se apresuró a acercarse a Sihanna para protegerla, en la medida de lo posible, con el brazo doblado. Contuvo una maldición.</p> <p>-Será mejor que no nos entretengamos mucho -murmuró Evan desde su izquierda. Kal asintió.</p> <p>-¡Angarad! -vociferó, buscando con la mirada al comandante-. ¡Angarad, a la fortaleza!</p> <p>-Cabalgad, altezas -respondió Angarad tan imperturbable como siempre-. ¡Guardias!</p> <p>Kal no esperó a escuchar las órdenes del comandante de la Guardia Real. Picó espuelas y salió disparado hacia delante, mientras Sihanna cabalgaba a su lado con la sonrisa congelada en el rostro. La mitad de los guardias que abrían la comitiva se desvió a uno y otro lado para ayudar a los que contenían a la multitud, mientras los otros desenvainaban las espadas y emprendían un ordenado galope, arrollando a los que habían invadido la calle. Kal gimió al oír los gritos. «No matéis a nadie», suplicó mentalmente sin dejar de azuzar a su montura.</p> <p>-¡Apartaos! -gritó, temiendo la reacción de la multitud si empezaba a ver muertos en las calles. Evan desenvainó la espada-. ¡Déjate de espadas y cabalga, idiota! -Lo que menos necesitaba era que su mejor amigo comenzase a cortar cabezas como si fuese la Dama de las Sombras. Evan giró la cabeza y le sacó la lengua. «Condenado imbécil...»-. ¿No puedes tomarte en serio ni un jodido tumulto?</p> <p>-¿Tan enamorado estás, alteza, que ya no ves la diferencia entre una revuelta y un momento de diversión que amablemente te ofrece tu abnegado pueblo? -contestó Evan, risueño. Para su sorpresa, Sihanna de Phanobia soltó una carcajada sin dejar de cabalgar.</p> <p>Delante de él, su portaestandarte arrancó el ave rapaz de Novana y arremetió contra la masa con el mástil. A la segunda embestida el poste se partió. El hombre lo soltó y desenvainó la espada sin reducir el ritmo de su marcha, mientras a su espalda el gentío rasgaba el estandarte caído en mil pedazos.</p> <p>El corto trecho hasta el Puente de las Cestas se le hizo tan largo que, para cuando su caballo pisó las piedras lisas y rectangulares, Kal estaba sin aliento. El rugido de la multitud había quedado lejos. Se detuvo y dio media vuelta, asegurándose de que todos los acompañantes de la reina de Phanobia llegaban sanos y salvos al puente. Los guardias permanecían junto a la boca del puente, impidiendo el paso a los pocos que se habían atrevido a seguirles hasta allí.</p> <p>-Déjalos -susurró Evan-. Teilhil se encargará de ellos, no te preocupes.</p> <p>-¡Angarad! -aulló Kal-. ¡Angarad! ¡No quiero muertos!</p> <p>Angarad saludó desde su posición, al borde del puente, con la espada en alto. Sihanna se acercó a Kal y acarició a su yegua entre las orejas.</p> <p>-Tal vez ya no podáis impedirlo, alteza -dijo con voz tranquila, pese a que su respiración agitada hacía subir y bajar a toda prisa su generoso busto. Con el cabello despeinado y el rostro enrojecido por la cabalgada parecía una granjera hermosa y risueña que tratase de recobrar el aliento después de bailar una dietlinda-. A veces pasan estas cosas. Los hombres se sienten ofendidos por tan poco... -Chasqueó la lengua y sonrió-. Bien, alteza, ¿me llevaréis ahora ante vuestro padre y vuestra madre?</p> <p>Kal cerró la boca con brusquedad y asintió.</p> <p>-Evan, asegúrate de que Angarad devuelve la paz a las calles sin dejarlas llenas de sangre.</p> <p>-Angarad es muy capaz de conseguir eso él solito -replicó Evan, ceñudo-. Mientras no acudas al ejército, es cosa suya. Y a partir de ahora las cosas interesantes van a pasar en la Isla, no fuera.</p> <p>Kal gruñó y volvió a avanzar al trote. Los cascos del palafrén repicaban contra las piedras del puente al mismo ritmo que los de la yegua de Sihanna y las decenas de monturas, incluida la de Evan, que los seguían.</p> <p>También la explanada que se abría ante la Isla había sido despejada de tiendas y puestos, pero allí, a diferencia de al otro lado del puente, los únicos que se aglomeraban para verles pasar eran los nobles de la corte lanhavense. En ordenadas filas y sin grito alguno les observaron acercarse, a ambos lados de la puerta de la fortaleza.</p> <p>Delante del rastrillo levantado, custodiada por varios guardias reales y un par de decenas de soldados de la guarnición de la Isla, esperaba la reina. A su lado se erguía el triasta de Lanhav, imponente en sus ropajes bordados en hilo de oro sobre terciopelo negro y blanco, con su alto bonete rematado en tres picos, que simbolizaba cada una de las cabezas de los Tres. Kal siempre se había preguntado si el triasta sería consciente de que el pico de color dorado honraba a una diosa que pedía a gritos que los hombres se revolcasen con las mujeres y tenía por servidoras a las vírgenes menos vírgenes de todo Ridia. Una vez más tuvo ganas de echarse a reír. La ampulosa solemnidad del anciano, sus pomposas demostraciones de humildad y obediencia a los Tres, su expresión siempre piadosa, su defensa de la virtud, resultaban ridículas si se tenía en cuenta que uno de los tres dioses a los que representaba exigía de sus adoradores, simple y llanamente, sexo.</p> <p>Ocultando la inoportuna sonrisa tras la mano, Kal detuvo al palafrén y desmontó. Antes de poder llegar hasta la yegua de Sihanna para ayudarla a bajar, ella resbaló de la silla, se dejó caer en la plazoleta empedrada de un salto y se colocó los pliegues de la falda dorada.</p> <p>-Majestad -saludó Kal una vez más, esta vez con una breve reverencia.</p> <p>-Conozco el protocolo de Novana, alteza -dijo ella-. Os agradezco vuestra compañía, pero sé que a partir de aquí he de seguir sola.</p> <p>Él se retiró para permitirle avanzar. Sihanna se irguió, se alisó el cabello revuelto y caminó con paso lento hasta donde esperaba el triasta con las manos entrelazadas sobre el abultado estómago. Los ricos ropajes le hacían parecer un buey vestido con una cortina. La reina de Phanobia se arrodilló ante el bovino sacerdote sin preocuparse por el estado en que pudiera acabar la seda dorada de su falda e inclinó la cabeza para recibir su bendición.</p> <p>-Los Tres han traído a esta mujer a salvo a la Isla, y a cambio exigen su devoción plena...</p> <p>Después de varios minutos de oraciones, Kal comenzó a impacientarse. La voz nasal del triasta resonaba en las murallas de la fortaleza. Kal cambió el peso de su cuerpo de un pie a otro, aburrido.</p> <p>-Lhadhar os bendice con su sabiduría, Cahhir con su prudencia, Jenhaha con su alegría...</p> <p>«Ya está bien, hombre, acaba de una puta vez, que no tenemos todo el día -pensó, irritado-. Y los Tres tampoco.» El ruido proveniente de la Ciudad de los Comerciantes no llegaba a ahogar las plegarias del sacerdote, y Kal se sorprendió a sí mismo oteando el horizonte en busca de señales de violencia. Desde la Isla no se veía nada: ni humo, ni fuego, ni lucha alguna.</p> <p>-Lhadhar, haz saber a esta mujer que es bienvenida a este lugar. Cahhir, otórgale prudencia para seguirlo siendo. Jenhaha, regocíjate con su llegada, como Lanhav entera se regocija al verla llegar -terminó el triasta su alocución.</p> <p>Kal tosió para esconder una risita y lanzó a Evan una mirada fulminante cuando éste se echó a reír sin reparos, mientras Sihanna se incorporaba y comenzaba a caminar hacia la reina de Novana, que esperaba para darle la bienvenida en nombre de Tearate, ya que el triasta se la había dado en nombre de los dioses.</p> <p>-¿Crees que Lanhav se va a regocijar de verdad? -preguntó Evan-. Porque dicen que Sihanna es muy capaz de regocijarse ella solita...</p> <p>-Ella solita, no -lo corrigió Kal en un susurro-. Al parecer, para eso tiene a sus damas de compañía. Para regocijarse. -Sonrió. Evan lanzó una mirada fugaz al grupito de mujeres que se amontonaba detrás de ellos.</p> <p>-Maldita sea, qué desperdicio... Eso sí que debería estar prohibido por la Ley Divina.</p> <p>-Creo que lo está -indicó Kal con indiferencia.</p> <p>De alguna manera Isobe había logrado hacer desaparecer las arrugas de su falda de seda azul. Los bordados en hilo de plata, la redecilla argéntea, los zafiros que colgaban de sus orejas y de su cuello, los escarpines plateados, todo le daba el aspecto de una emperatriz de un imperio aún más grande que Monmor. A su lado, Sihanna de Phanobia parecía una simple noble, quizá la esposa de un señor feudal. Las dos se saludaron con idénticas reverencias envaradas, como calculando el ángulo de inclinación de la otra para no agacharse ni más ni menos que ella. Ambas se dieron cuenta de su gesto, y las dos se sonrieron a la vez.</p> <p>-Majestad -murmuró Isobe, enderezándose.</p> <p>-Majestad -pronunció casi al mismo tiempo Sihanna. Se echó a reír. Isobe se relajó de forma visible-. Hacía tiempo que no os veía, Isobe. Estáis estupenda -dijo con voz alegre. Isobe se acercó a ella y señaló la puerta de la Isla. Ambas comenzaron a caminar, conducidas por los guardias reales que habían permanecido toda la ceremonia flanqueando a la reina de Novana.</p> <p>-Espero que hayáis sido recibida en Lanhav como corresponde, Sihanna -comentó Isobe en tono casual. La reina de Phanobia rio con suavidad.</p> <p>-Debo decir que ha sido un recibimiento... interesante -respondió Sihanna, mirando a Kal de reojo. Su madre también lo miró, pero en los ojos azules de Isobe no había ni pizca de simpatía. Kal inspiró y se volvió hacia Evan.</p> <p>-Será mejor que vaya a ver qué tal se las apaña Tranlovar con el banquete, antes de que mi madre haya acumulado tanto odio por mí que me haga azotar como entretenimiento para las damas de los dos países. ¿Te importaría conducir a las señoras de Phanobia a la Torre del Rey?</p> <p>-¿Puedo? -fingió suplicar éste. Le guiñó un ojo-. Lo haré encantado, por supuesto. Pero ¿eso no es cosa del príncipe?</p> <p>-Sí, pero prefiero una mala cara por no llegar al mismo tiempo que todas esas florecillas a una azotaina por no haber previsto que los phanobianos beberían como tikën o comerían como monmorenses después de una campaña por el desierto. Apuesto a que Tranlovar está histérico porque no encuentra al trovador para explicarle qué temas no se pueden tocar para no herir la puta sensibilidad de los phanobianos.</p> <p>-No apuesto contigo -replicó Evan, dirigiéndose hacia las jóvenes vestidas de seda que observaban las dobles murallas erizadas de almenas con expresiones asombradas-. Tienes una suerte que no te la crees ni tú. Eso, o haces trampas.</p> <p>-Me ofendes -contestó Kal alegremente.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>TEUNE (PHANOBIA)</p></h3> <p></p> <h2>Primer día antes de Letsa.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Es la teoría más extendida cuando de estrategia bélica hablamos: la unión hace la fuerza, divide y vencerás. Mas ¿acaso no es la sorpresa la que puede dar una victoria, aun por encima de la fuerza? Y ¿qué sorpresa puede haber en actuar tal y como nuestro oponente espera de nosotros?</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Estrategia y Práctica de la Guerra</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Desde el altozano, Teune parecía hecha de arena y sal.</p> <p>-Es... grande -murmuró Janee, cohibido, observando la ciudad desde detrás de un espeso matorral.</p> <p>-Grande, dice -comentó Nial-. Es la ciudad más grande de Phanobia. Bueno -se corrigió-, Lorma es un poquito más grande, pero Teune tiene el palacio real, y el Tre-Ahon más lujoso después del de Tula. Claro que es grande. -Dominó el impulso de pasar la mano por el revuelto cabello negro del muchacho; la única vez que lo había hecho, el joven estuvo a punto de morderle un dedo. «El orgullo de la juventud», pensó, dejando a un lado el hecho de que él mismo no era mucho mayor que Janee. Quizá los años que los separaban habían hecho de él un hombre mientras Janee seguía siendo todavía un chiquillo, pero en realidad no era tanta la diferencia entre ambos. Cinco, seis años a lo sumo.</p> <p>-¿Y tú has visto todas esas ciudades? -inquirió Janee, apartando una rama del espino que los protegía de los ojos de los soldados que se apostaban en la muralla de Teune.</p> <p>-¿Yo? Qué va -mintió Nial-. Me lo ha contado éste. -Apuntó a Dendalior con el pulgar.</p> <p>-Todos tenemos nuestros secretos -dijo Dendalior, agachándose junto a ellos para apartarse, él también, del radio de visión de los guardias que custodiaban la entrada sur de la capital-. Por fortuna, ése no es uno de los míos. Dividí mi alma en tres en presencia del triasta de Tula -explicó-, y pasé más de cinco años en Svonda estudiando los Libros Sagrados. Después me enviaron al Tre-Ahon de Teune como asistente personal del triasta -agregó, indicando con la cabeza las tres agujas de piedra que se destacaban en la silueta de la capital de Phanobia-. Eso tampoco es un secreto, por cierto -sonrió-. Y estuve allí hasta que encontré a Vantar.</p> <p>-¿En Teune? -preguntó Janee-. Creía que el Profeta no conocía la ciudad...</p> <p>-Y no la conoce. No, no fue en Teune. Fue en Vierla, durante una visita que hice al triasta de Dalmendia en nombre de mi superior. -Dendalior lo miró con una sonrisa divertida-. A veces, incluso los dignatarios y los gobernantes, o sus representantes en este caso, tienen que salir de sus ciudades y visitar a su pueblo, ¿verdad...?</p> <p>Janee agachó la cabeza, incómodo, y Nial levantó una ceja sin saber muy bien si la conversación iba de lo que aparentaba o si, como suponía, se estaba perdiendo algo. Carraspeó.</p> <p>-Bueno, eh... Creo que ya va siendo hora de que volvamos. Tengo hambre -afirmó Nial al ver la mirada interrogante de Dendalior-. Y es evidente que se les está dando bastante bien -añadió, señalando las puertas de la ciudad, que permanecían abiertas pese a que se acercaba el anochecer-. Todavía no le han impedido la entrada a nadie.</p> <p>Dendalior puso los ojos en blanco en un gesto de exasperación tan poco propio de él que incluso Janee soltó una risita.</p> <p>-Porque no llaman la atención. Incluso Vantar ha tenido que reconocer que ha sido buena idea eso de mandarlos de tres en tres, o de dos en dos, o de cinco en cinco. Sólo espero que nos dé tiempo a entrar a todos.</p> <p>-Pues claro que nos va a dar tiempo. Hasta dentro de dos días no tenemos que estar ahí dentro, ¿no? -resopló Nial-. Y hay cuatro puertas. Nos da tiempo de sobra.</p> <p>-Si los soldados no empiezan a preguntarse por qué, de repente, tanta gente quiere entrar en Teune.</p> <p>-Bah, pues les decimos que hay una feria de la lana o algo así -zanjó Nial-. El rey se pasa el día inventándose mercados nuevos para sacarles el dinero a los comerciantes, así que no creo que se lo planteen demasiado.</p> <p>-Las ferias de la lana suelen celebrarse en el exterior de las ciudades, ¿sabes...? -replicó Dendalior.</p> <p>-No -contestó él-. Nunca he tenido ovejas. Es igual -agregó, impaciente-. No van a preguntar nada. Los soldados no hacen preguntas inteligentes. Les enseñan a callarse la bocaza y a sujetar una espada. Nada más. Para cuando se den cuenta de que estamos todos ahí dentro, ya habremos tomado el palacio. Dos veces.</p> <p>-Si tú lo dices... -dudó Dendalior, mirando a Janee por el rabillo del ojo. El muchacho parecía absorto en sus pensamientos, que no debían ser demasiado optimistas, a juzgar por su expresión.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>ESTRECHO DRINIANO (DRÖSTIK)</p></h3> <p></p> <h2>Primer día antes de Letsa.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Sea como sea, los hombres, hayan nacido en uno u otro extremo de Ridia, tienen una cosa en común: a todos les gusta divertirse.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Enciclopedia del Mundo</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Las llamas de las hogueras lamían con sus lenguas de oro el trozo de costa que los tikën habían reclamado para sí aquella noche. Sentado sobre la playa pedregosa, Sikk jugueteaba con un canto del tamaño de su puño, envuelto en una capa de piel de zorro blanco, mientras movía dentro de las botas los dedos de los pies para intentar devolverles la circulación tras la larga caminata. A su alrededor, los miles de tikën que marchaban hacia Novana trataban, cada uno a su manera, de recobrar el aliento: algunos gastaban el poco que les quedaba en gritos y cánticos de guerra, otros se sentaban tan en silencio como el «pequeño he-ranne» que los observaba, y aguardaban a que aquellos que todavía tenían fuerzas para permanecer de pie se apiadasen de ellos y les permitieran comer algo de lo que preparaban en los cientos de fuegos similares al que calentaba los pies de Sikk. Detrás de ellos, el acantilado más imponente que había visto en su vida los protegía del viento. Más allá de la playa de piedras grises y redondeadas se extendía lo que a primera vista parecía una llanura cubierta de nieve. Sin embargo, Sikk sabía que bajo ella había una delgada capa de hielo. Y, bajo el hielo, el agua del mar.</p> <p>Escudriñó el horizonte, pese a que estaba seguro de que no sería capaz de ver la costa de Novana desde donde se encontraba. El mar de Trisema era, en ese punto y en esa estación, lo bastante estrecho como para permitir el viaje a pie o a caballo; pero no lo suficiente como para que un hombre pudiera atisbar desde una costa la otra. «Y sin embargo está cerca, tan cerca...» Sikk no sentía nostalgia al pensar en su tierra. No demasiada, al menos. Pero sí tenía que reconocer que la punzada que notaba en la boca del estómago no se debía al hambre. No del todo.</p> <p>-Toma -dijo una voz justo antes de que un cuenco humeante entrase en su campo de visión, ocultándole el agua congelada. Lo cogió, sorprendido, mientras alzaba la vista-. Sopa de ortiga -informó Olsär, dejando caer frente a él su enorme corpachón y su enorme sonrisa, demasiado contagiosa para no corresponderle.</p> <p>-Hay que ver -contestó, rodeando con las manos el cuenco para disfrutar del calor del caldo a través del barro- qué guarrerías podéis llegar a comer. Sopa de ortiga... En mi tierra, las ortigas sirven para que los niños se pinchen.</p> <p>-Está rica -se limitó a responder Olsär, sujetando un cuenco idéntico y relamiéndose de anticipación-. Y después hay cerdo asado. Oh, y creo que puedo robarle a Töin un poco de pastel de arándanos y miel, si tienes mucha hambre. Me debe un favor.</p> <p>-¿Pastel? -repitió Sikk, mientras Olsär vaciaba el cuenco de sopa hirviente con tanta ansia como solía vaciar los cuernos de cerveza-. Por los dioses, ¿quién se va a la guerra llevando en las alforjas pastel de arándanos?</p> <p>-Bah, lo hace por el camino, cuando le apetece un dulce y no hay una hembra cerca. -Olsär se limpió con el dorso de la mano los bigotes empapados en sopa-. Los tikën no sólo sabemos matar, ¿sabes? También sabemos comer. Y para comer hay que cocinar. Y a veces no hay mujeres que cocinen -añadió.</p> <p>Sikk soltó un bufido antes de probar la sopa con un sorbo cauteloso. Cerró los ojos y tomó aire. Tenía que reconocer que estaba sabrosa, con ese regusto un poco amargo que no llegaba a identificar y que, a buen seguro, eran las ortigas con las que cuando era niño fustigaba a Zravo y a Reldan entre carcajadas. Se la terminó de un largo trago.</p> <p>-Y ¿qué favor te debe Töin para que te permita robarle un trozo de pastel? -sondeó, tendiéndole el cuenco vacío. Olsär se levantó y cogió los dos recipientes.</p> <p>-Me acosté con su mujer -contestó alegremente antes de encaminarse hacia otra hoguera que ardía a unos veinte pasos de distancia, y sobre la que chisporroteaba un cerdo empalado.</p> <p>Sikk sacudió la cabeza, divertido, y estiró las piernas con un nuevo suspiro. El enorme tikën resultaba mucho menos fiero de lo que su apariencia podía decir. Claro que aún no lo había visto en combate, pero tenía que reconocer que Olsär no se correspondía en absoluto con la imagen que tenía de los feroces guerreros del norte de Ridia. Ninguno de ellos, en realidad, pensó mientras recorría con la mirada las sombras sentadas cerca de donde él se encontraba. A dos pasos de Sikk, tres hombres se dedicaban insultos de lo más coloridos sobre un tablero improvisado encima del cual iban colocando guijarros de distintos colores, siguiendo unas reglas que al he-ranne se le escapaban; un poco más allá, otro grupo de tikën cantaba a voz en grito una canción de la que, en la distancia, sólo captaba una palabra de cada cinco, pero que, si debía guiarse por la melodía frenética y las risotadas con que la entonaban, debía versar sobre mujeres, cerveza, o ambas cosas. Las notas desafinadas se mezclaban en una horrible polifonía con las que entonaban cinco tikën sentados alrededor de otro fuego, cuerno en mano, empeñados en vociferar una canción distinta en una aparente lucha musical con el primer grupo. Sikk no tenía muy claro si las normas tácitas que regían ese tipo de peleas establecían como ganador al grupo que cantase más alto o al que cantase peor.</p> <p>-El cerdo -le espetó Olsär, y posó un plato sobre su regazo-. Töin acaba de decirme que vayamos a su hoguera cuando acabemos la carne, que Inglär le debe un favor.</p> <p>-¿Cuál? -preguntó Sikk, con la boca ya llena de carne tierna. Olsär lo miró con el ceño fruncido antes de sonreír.</p> <p>-Que se acostó con su mujer, claro. Vamos, he-ranne -rio-, todo el mundo quiere ser amigo de Inglär. Es un ëskäl. -Al ver la expresión de extrañeza de Sikk, le dirigió una mirada escéptica-. Un contador de historias.</p> <p>Y se embutió en la boca un enorme pedazo de cerdo. Sikk masticó la carne con lentitud. Si había una cosa que los tikën y los he-ranne tenían en común, además de su odio por los sureños y su querencia por la batalla, era justo aquello: el respeto rayano en la adoración por aquellos que eran capaces de contar historias.</p> <p>En ese momento, con la boca llena y la perspectiva de una larga noche de descanso después de un trozo de pastel de arándanos y miel, y una velada junto a uno de esos ëskäl, Sikk se sintió repentinamente feliz.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Primer día antes de Letsa.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Cuán distintos suelen ser nuestros sueños de la realidad... Y aun así, el hombre siempre anhela que sus sueños cobren vida.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Naturaleza del Hombre</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Alargó la mano para que una sirvienta le llenase una vez más la copa y, sin mirar a la mujer, se la llevó a los labios y bebió. El vino dejó un regusto amargo en su lengua y su paladar. Dejó la copa y se las arregló para sonreír; nadie vio su sonrisa desde los bancos alargados que llenaban el Gran Salón, repletos de hombres y mujeres sentados ante las mesas que Tranlovar había ordenado instalar en la planta baja de la Torre del Rey.</p> <p>La estancia estaba repleta de humo, olía a pan recién hecho, a carne asada, a especias y a sudor, a afeites, a gente. Desde el estrado Kal apenas distinguía los rostros de los invitados al festín de bienvenida a la reina de Phanobia. Sedas, brocados, gasas y bordados en hilo de oro, plumas y joyas preciosas; allí, una mujer miraba hacia la mesa principal y sonreía con timidez, tal vez observándolo a él; un par de asientos más allá, Angarad de Teilhil, joven, alto y, a juzgar por las numerosas miradas de las mujeres, bastante atractivo, permanecía callado entre las risas y chanzas de los nobles y caballeros que lo rodeaban. Había dejado a un lado por esa noche el uniforme azul y plata para vestirse de terciopelo negro y oro, un color que, lejos de hacerle parecer sombrío, realzaba el rostro melancólico que hacía suspirar a las mujeres. Nikao de Venver, con una túnica corta de seda verde en honor a la invitada de Phanobia, reía de forma estentórea, medio levantado, alzando la copa hacia la mesa que acogía a las damas de compañía de Sihanna.</p> <p>Kal levantó la cabeza para mirar con gesto alegre a la criada, una muchacha bajita y regordeta. Ella se ruborizó y avanzó a cortos pasos por detrás de los invitados de la mesa del estrado, sujetando la jarra de plata entre las manos. Su vestimenta blanca y negra contrastaba con los estandartes que colgaban en la pared hasta casi rozar el suelo. La sirvienta volvió a llenarle la copa, y Kal apartó de ella la mirada y el pensamiento.</p> <p>-¿Ahora te dedicas a las criadas? -murmuró Evan-. ¿Después de esa cosita que te encamaste anoche? ¿Tanta hambre tienes?</p> <p>Apenas lo oyó con el crepitar del fuego que ardía en los dos enormes hogares de piedra y el ronco murmullo de las conversaciones medio ebrias. Kal no lo miró. Dedicar toda su atención a Evan habría sido una descortesía aún mayor que la que ya suponía haberlo sentado a su lado, desplazando a una ilustre dama phanobiana.</p> <p>Procurando no dejar de mirar al trovador, musitó:</p> <p>-Tengo mucha hambre. Pero me conformo con esto. -Señaló la mesa repleta de bandejas, de platos de plata, de copas finamente labradas.</p> <p>Evan rio disimuladamente.</p> <p>-Te diría que no estás para despreciar a las sirvientas bonitas, muchacho. Pero, visto lo visto... Lo que he visto esta mañana, quiero decir... -Se relamió y después volvió a reír-. Si no te importa, igual me la quedo un rato esta noche.</p> <p>-Haz lo que quieras. Pero no me la dejes preñada: no tengo ganas de tener que ir yo mismo a las cocinas a servirme el vino.</p> <p>-Nunca dejo preñadas a las criadas -comentó Evan en tono risueño-. Siempre son otros.</p> <p>-Haz lo que quieras -repitió Kal, girando el cuello para mirar a la reina de Phanobia, que se sentaba a su lado. Sonrió con lo que esperaba fuera una expresión de amistad. Sihanna no le hizo el menor caso.</p> <p>Su madre, sentada al otro lado de la reina de Phanobia, se inclinó para hablarle sin dejar de sonreír a Sihanna, que seguía mirando absorta el interior de su copa de vino.</p> <p>-Los reyes de Phanobia tienen una hija, ¿sabías, Danekal...? Dicen que es tan hermosa como la reina. -Por fin, una reacción: Sihanna lanzó una breve mirada a Isobe e inclinó la cabeza en señal de reconocimiento. Kal, por el contrario, enseñó los dientes en una mueca que nadie que no estuviera ebrio podría tomar por una sonrisa.</p> <p>-Madre, no empieces otra vez -protestó.</p> <p>-Pero es que tienes que hacerlo -insistió Isobe, dejando la copa sobre la mesa con un fuerte golpe-. Es tu deber.</p> <p>-Ahora mismo me importa una mierda mi deber, madre -dijo él en voz baja-. Déjalo ya, ¿quieres? Quiero comer.</p> <p>-¿Sois un príncipe, o un traidor? -preguntó de pronto la reina de Phanobia, mirándolo con una expresión enigmática.</p> <p>-No sé a qué os referís, mi señora.</p> <p>-A lo que acabáis de decirle a vuestra madre, alteza. -Sihanna alzó la copa y ordenó a la criada que había despertado el interés de Evan que le sirviera vino-. ¿No os importa vuestro deber? Entonces, alteza, sois un traidor. ¿O ya habéis cambiado de opinión acerca de vuestro matrimonio con la princesa de Phanobia...?</p> <p>Kal torció la cabeza, sin saber muy bien qué contestar. «¿Esta mujer está loca...?» Miró a Evan de refilón. Éste se encogió de hombros.</p> <p>-Mi señora -empezó Kal, cogiendo un trozo de pan. Comenzó a desmigajarlo entre los dedos casi sin darse cuenta. «Calma... Eres un príncipe, no un tabernero...» Carraspeó-. Honro a mi madre, como hijo respetuoso que soy -explicó. Se sintió humillado por el mero hecho de estar haciéndolo; sin embargo, la mirada severa de su madre le impelió a seguir hablando-. Pero también soy el futuro rey de Novana. Sé cuál es mi deber, y también sé la diferencia entre una orden y un consejo. Y sí -recalcó-, me casaré. Pero cuando yo lo decida. Y con quien yo decida.</p> <p>-¿Rechazáis a mi hija? Bien -concluyó Sihanna, volviéndose hacia los dos guardias que flanqueaban el estrado, vestidos de azul y plata-. Si ya no es un yerno, entonces vuelve a ser un traidor. Ejecutadlo.</p> <p>Y rio a carcajadas al ver la expresión desconcertada de Kal. Éste cogió la copa y bebió para ocultar su embarazo.</p> <p>-El sentido del humor phanobiano es legendario -cuchicheó Evan en su oído-. Todos lo alaban. Pero ninguno reconoce que, en realidad, Phanobia tiene la gracia en el culo.</p> <p>Kal se atragantó y estuvo a punto de escupir el vino. Limpiándose los labios con la manga, dejó de nuevo la copa.</p> <p>-Si quisiera que me contasen chistes estúpidos habría contratado a un juglar -susurró.</p> <p>-¿Quieres un juglar? -indagó Evan, masticando ruidosamente un trozo de cordero-. Pídeselo a Tranlovar. Es especialista en diversiones.</p> <p>-Es especialista en nucas -gruñó Kal-. Puestos a divertirme, prefiero a una mujer, gracias.</p> <p>-Acabas de prestarme a esa criada. Ni se te ocurra cambiar de idea ahora, ¿eh?</p> <p>-Es toda tuya. -Kal bebió otro sorbo-. Pero no bailes con ella antes de abrirle las piernas: no quiero escándalos. Y pídeselo antes, por Jenhaha -masculló-. Que no se ponga a chillar.</p> <p>-Siempre gritan, Kal -expuso Evan en tono paciente, como si se dirigiera a un niño inexperto. Señaló a Nikao, que seguía medio levantado con la copa en alto-. La diferencia entre esos idiotas y yo es que las mías gritan de placer.</p> <p>-Seguro -bufó Kal, y mordió un trozo de carne para no tener que mirar a sus compañeros de mesa.</p> <p>-Tu Tije tiene pinta de ser de las que berrean como un carnero. ¿Me equivoco? ¿O es más bien calladita?</p> <p>-Te agradecería que no hablases de esas cosas cuando estoy sentado al lado de una mujer que quiere casarme con su hija -bisbiseó-. No es lo que se dice cortés, ¿sabes?</p> <p>-¿Y a ella qué le importa con cuántas putas te acuestas? -preguntó Evan-. ¿Vas a dejar de hacerlo sólo por estar casado?</p> <p>-No -repuso Kal, más pendiente de Sihanna que de lo que Evan murmuraba en su oído.</p> <p>-Cásate, entonces. ¿Por qué no? Escoge a una chica bonita y cásate con ella. Será divertido.</p> <p>-¿Divertido? ¿Para ti? ¿Qué tienes tú que ver con todo esto?</p> <p>-Si es tan guapa -explicó Evan-, pasaré mucho tiempo en esta fortaleza, te lo aseguro. -Soltó una risita-. Para que no se aburra en un castillo tan grande, pobrecilla. Tú eres un cardo desde que naciste. Desde antes, incluso.</p> <p>Kal tuvo que sonreír.</p> <p>-Y ¿qué haré yo mientras tanto? ¿Aprender a bailar la dietlinda?</p> <p>-Sentirte agradecido porque tus hijos se parezcan a mí -rio Evan-. Tú eres más bien feo, tienes que reconocerlo.</p> <p>Kal asintió, risueño.</p> <p>Entre plato y plato, Tranlovar hizo callar al trovador y presentó diversión tras diversión, canciones, malabares, más canciones, que, a juicio de Kal, de diversiones tenían poco. Se descubrió añorando los gritos de los jugadores de kasch de La Doncella. Por un instante se permitió el lujo de imaginar las expresiones horrorizadas de las damas si oyeran los exabruptos que los hombres se gritaban al cantar tal o cual jugada, al tirar sobre la mesa tal o cual carta grasienta.</p> <p>Casi sintió alivio cuando el banquete finalizó y Tranlovar ordenó retirar las mesas. Kal se había negado en redondo a organizar un torneo pero, pese al precario estado de salud de su padre, no pudo convencer a Isobe y al mayordomo mayor de que anulasen también el baile. Esperaba no tener que aguantar mucho tiempo más: lo cierto era que las pocas horas de sueño en La Doncella no habían logrado quitarle de encima todo el cansancio acumulado, y la tensión del día había empeorado su malestar.</p> <p>Al aburrido trovador se unieron otros cinco que, desde un lateral del salón, comenzaron a tocar una música que se suponía alegre. Kal suspiró cuando su madre le lanzó una mirada elocuente; se levantó, alargó una mano renuente hacia Sihanna y le dirigió una sonrisa cansada.</p> <p>-Majestad -dijo, disimulando su hastío-, si mi padre estuviera aquí, os suplicaría que le permitierais ser vuestra pareja en el primer baile. Puesto que yo he ocupado su lugar en la mesa, confío en que me permitáis sustituirle también en esta ocasión.</p> <p>Sihanna aceptó su mano con un gracioso gesto y se levantó de la silla. Ésa fue la señal para que todos los nobles que llenaban la sala se levantasen y formasen dos hileras, las mujeres a un lado, los hombres al otro, esperando a que empezase la música. A su lado Evan inspiró, abriendo y cerrando las manos. Parecía tan ansioso como él. Y no era de extrañar: la mujer que lo esperaba, de pie junto a Sihanna, era Isobe, reina de Novana y Luz de Lanhav, que sonreía mirando a Evan como si de verdad esperase con impaciencia a que empezara el baile.</p> <p>-¿Le has pedido bailar a mi madre? -inquirió Kal, sorprendido.</p> <p>-Ha sido ella -musitó con la vista fija en el frente-. Ha insistido, de hecho.</p> <p>La música ahogó la risa de Kal. Evan apretó los labios y dio un paso a la vez que el resto de los hombres. Kal se tapó la boca con la mano y avanzó también hacia la hilera de mujeres, hacia la extraña mueca torcida de Sihanna.</p> <p></p> <p>La reina de Novana parecía disfrutar del baile. Con los labios rojos y los ojos brillantes, hacía un par de vueltas que su cabello rojizo se había soltado de la redecilla de plata y enmarcaba su rostro arrebolado y su amplia sonrisa de niña. Reía sin motivo aparente cada vez que tenía que dar otro giro, y clavaba los ojos en los de Evan.</p> <p>-No sabía que os gustase tanto la danza, majestad -comentó Evan tratando de seguir su ritmo. No estaba muy acostumbrado a bailar, y se sentía patoso al lado de la reina, que llevaba haciéndolo toda la vida.</p> <p>-Me gusta -admitió ella-. Me hace olvidar... lo que deseo olvidar.</p> <p>Evan optó por callar. Había percibido un atisbo de tristeza en el tono de Isobe, y no quería que recordase a su esposo enfermo justo cuando parecía estar tan contenta. La reina estaba muy tensa desde el ataque al rey, por lo que Kal le había contado y él había podido ver en muchas ocasiones desde que había llegado a la Isla.</p> <p>-Recuerdo cómo erais cuando Danekal y vos apenas teníais diez años -dijo Isobe tras la siguiente vuelta-. ¿Os acordáis...? Entonces os llamaba «Pichón». -Rio-. Erais como un pajarillo... Yo intentaba enseñaros a bailar, a Danekal y a vos, y siempre os escapabais al patio a ver entrenar a los soldados... Ya entonces erais más ducho con la espada que con los pies, señor -añadió, risueña, y se alejó de él dando una vuelta.</p> <p>Evan frunció el ceño, retrocediendo con torpeza hasta volver a la hilera de hombres. A su lado Kal renegaba por lo bajo. Sihanna debía estar ensayando otra vez su sentido del humor, si había conseguido poner al príncipe en semejante estado de nervios.</p> <p>Avanzó de nuevo al ritmo que marcaban los músicos. Isobe seguía sonriendo, pero parecía ausente, absorta en sus pensamientos. Evan no habló mientras cogía sus manos y se cruzaba con ella para intercambiar el sitio. Al cabo de tres pasos Isobe tomó aire.</p> <p>-Que nadie diga que una reina de Novana no es capaz de soportar con buena cara cualquier cosa -murmuró.</p> <p>-¿Cómo decís, majestad?</p> <p>-Nada, Pichón. -Sus ojos se clavaron en él-. Me gusta ese nombre. Pichón. -Después de unos segundos, sonrió con tristeza y se alejó hacia la fila de mujeres.</p> <p></p> <p>Sihanna reía por cosas incomprensibles y se encrespaba cuando Kal hacía una broma que él consideraba graciosa. Al cabo de cinco giros, Kal optó por guardar silencio. «Tiene el sentido del humor tan desviado como el gusto», pensó.</p> <p>Cansado, dio vueltas, y vueltas, y retrocedió y volvió a avanzar, hasta que los colores de los vestidos de las mujeres y de los jubones de los hombres se confundieron en una mancha multicolor, borrosa, que giraba demasiado rápido a su alrededor. Trastabilló y estuvo a punto de caer al suelo; a Sihanna debió parecerle gracioso, ya que empezó a reír a carcajadas. Molesto, Kal volvió a la fila de hombres estúpidos que sonreían estúpidamente a sus estúpidas compañeras de danza. Evan no. Evan parecía tan irritado como él. Eso, lejos de animarlo, le hizo sentirse aún peor.</p> <p>Tuvo que volver a enlazarse con la reina de Phanobia en una trenza de la que salió con la cabeza dándole vueltas. «Si sigo así, voy a empezar a dar tumbos como un imbécil ebrio...» Se llevó las manos a las sienes.</p> <p>-¿Estáis bien, alteza? -preguntó Sihanna con amabilidad. Kal negó con un gesto brusco.</p> <p>-Estoy... Creo que no bailo muy bien, majestad -se disculpó con toda la cortesía que logró reunir-. Si no os molesta, preferiría volver a la mesa.</p> <p>-Como queráis, alteza. -Sihanna volvió a reír-. Ya encontraré a otro joven que desee bailar conmigo. De algo tiene que servir ser una reina, ¿no es cierto...?</p> <p>Kal se alejó de ella intentando disimular sus andares tambaleantes, esquivando jóvenes risueñas y hombres que jugaban a divertirse bailando con ellas. Nikao de Venver chocó con él y faltó poco para que lo hiciera caer sobre uno de los trovadores. Aceptó su disculpa con un gruñido y siguió andando, mirando sin prestar atención a los danzarines que se cruzaban y volvían a cruzarse en el centro del Gran Salón.</p> <p>Entonces la vio. Abrió la boca, atónito, tropezó y se quedó sentado en una silla que por fortuna se hallaba entre él y el suelo. Ella pasó frente a él, rozándolo con su falda de seda malva. Joven, hermosa, su pelo negro relucía a la luz de las lámparas, los ojos ambarinos brillaban regocijados. Tan idéntica, tan distinta...</p> <p>-Dila -musitó Kal.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Primer día antes de Letsa.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">No existe el destino. No hemos de vacilar al repetirlo: no existe el destino. Sólo si lo decimos hasta creerlo de verdad lograremos librarnos de las zarpas del sino. Que no existe. Pero desgarra.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Enciclopedia del Mundo: Comentarios</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Dila intentaba disfrutar del baile, aunque la música sonaba distorsionada en sus oídos, del mismo modo que la comida le había sabido a ceniza y el vino a agua corrompida. Hacía días que comía sólo por no desairar a su señora, después de la suave reprimenda de la reina al comprobar que apenas probaba la comida que le ponían delante.</p> <p>-No te creeré si me dices que estás mareada, Dilanya -había murmurado Sihanna en su oído-. Si viajar por mar te sentase mal lo habríamos comprobado hace semanas. Así que come.</p> <p>-No tengo hambre, majestad -fue su respuesta.</p> <p>-Es por un hombre, ¿verdad? Echas de menos a alguien que se ha quedado en Teune. ¿Me equivoco? -Posó la mano sobre su hombro-. Dilanya... un nombre de flor. -Apretó su hombro-. Las flores se cogen, se huelen y se tiran, Dilanya. Si un hombre ha hecho eso contigo, será mejor que tires su recuerdo por la borda y empieces a mirar a otros.</p> <p>Dila había respondido con una débil sonrisa tras la que escondió la inexplicable desazón que le impedía disfrutar de cualquier cosa, y la reina se había dado por satisfecha. Desde entonces procuraba fingir alegría cuando Sihanna estaba cerca, comer cuando la reina la miraba y, como en esos momentos, reír cuando se suponía que debía estar disfrutando. Incluso había aprendido a reír con los ojos, un brillo que casi siempre conseguía engañar a su perspicaz señora, pendiente de sus damas de compañía como si, en vez de las descendientes de sus nobles, fuesen sus propias y díscolas hijas.</p> <p>Engañaba a su reina, pero no se engañaba a sí misma. Sabía que no siempre podía disimular la extraña tristeza que abotargaba su mente y llenaba sus venas de hielo. En ocasiones, sobre todo durante las primeras horas del día, se hacía tan aguda que no podía contener los sollozos. Hacía días que, al asomarse por la ventana del estrecho camarote para saludarla, el sol la descubría llorando a lágrima viva, con el corazón oprimido, y sin un motivo.</p> <p>No sabía de dónde procedía esa angustia. Había aparecido de pronto una mañana, hacía seis o siete días, un amanecer en que despertó sintiéndose tan triste y tan sola que no había podido evitar que las lágrimas se desbordasen de sus ojos.</p> <p>-Hace ya dos años que murió tu hermano, Dila -había dicho Sorsha cuando ella trató de explicar su inexplicable desconsuelo-. Pero todavía puedes echarlo de menos. ¿Qué tiene de raro?</p> <p>-Es como si... como si me faltase algo -musitó Dila, bajando la cabeza. Claro que echaba de menos a Iven. Día a día, hora a hora, no había un instante en que no recordase el rostro moreno de su hermano, su eterna sonrisa, el brillo de sus ojos castaños que parecían querer beberse el mundo. Pero no era eso lo que la entristecía hasta quitarle las ganas de vivir. Iven estaba siempre en sus pensamientos. Lo que la afligía desde siete días atrás era otra cosa.</p> <p>Y no saber qué era no mitigaba su congoja.</p> <p>-Pero fingir no te ayudará, Dila -había razonado Sorsha, acodada en el castillo de proa con la mirada fija en las torres de Lanhav, que se acercaban más y más conforme el <i>Dama Valenia</i> remontaba el río con las velas desplegadas en un hermoso remedo de las nubes esponjosas que flotaban en el cielo-. Eso sólo te hará sentir más dolor.</p> <p>-Prefiero eso a tener que aguantar a Sihanna consolándome por la pérdida de mi amante -rezongó Dila-. Empieza por ofrecerte vino, y a saber por dónde querrá seguir.</p> <p>Sorsha soltó una risita.</p> <p>-Valenia le da todo lo que necesita, así que no creo que tengas que preocuparte por eso.</p> <p>-Eso será si Sihanna no se entera de que se ve con Geren de Namoda en secreto -se lamentó Dila-. Como lo descubra, me veo esquivando las manos de la reina como tuve que esquivar las del rey hasta que ella le advirtió que no tocase a sus damas de compañía. Menudo cerdo.</p> <p>-Venga ya, no eres tan guapa -rio Sorsha-. Si la reina se entera de que Valenia es la amante de Geren además de la suya, lo más probable es que quiera sustituirla por mí. Y a lo mejor yo acepto -añadió con un guiño cómplice-. Viendo los vestidos y las joyas que tiene Valenia, ser la amante de la reina me parece cada vez más deseable.</p> <p>-Pues toda para ti -refunfuñó Dila-. Yo no tengo ganas de enredarme con Sihanna, muchas gracias. Nuestra querida reina es de las que, si se enfada, te corta la cabeza antes de pensárselo dos veces.</p> <p>-Qué exagerada eres -se irritó Sorsha-. Bien, recréate en tu propia amargura si quieres. Yo iré a ayudar a Sihanna a vestirse, a ver si consigo que se dé cuenta de una vez de que, a mi lado, Valenia no vale una moneda de corcho. -Le guiñó el otro ojo y se alejó, bajando con cuidado la precaria escalerita de madera.</p> <p>«Recrearme en mi propia amargura.» Dila se echó a reír. A su compañero de baile aquello pareció gustarle, porque le dirigió una amplia sonrisa mientras retrocedía para colocarse una vez más en la hilera de los hombres. Necio... Parecía un noble arrogante y pagado de sí mismo, idéntico a todos aquellos que Dila se había obstinado en esquivar en Teune. Sofocó un suspiro. «¿Tendré que hacer lo mismo en Lanhav que en casa?» De pronto, contar con la protección de Sihanna parecía mucho más atrayente.</p> <p>-Nikao de Venver, a vuestros pies, mi señora -se había presentado el joven, seguro de que Dila accedería a bailar con él nada más mirarse en sus ojos. Los tenía hermosos, eso tenía que reconocerlo: grandes, pardos, muy parecidos a los de Iven. Pero donde los ojos de Iven habían reflejado alegría y desenfado, los del noble novano parecían calculadores. No le gustó lo que vio en ellos, como tampoco le gustaba el joven.</p> <p>Y bailaba bien, además, pero Dila no estaba de humor para danzas. Bailó la primera pieza con el señor de Venver, y la siguiente con un tal Solge de Cornor, un hombre tan anodino que olvidó su apariencia nada más separarse de él. La reina, que había comenzado bailando con el príncipe para sustituirlo por otro antes de terminar la primera danza, le cedió a su siguiente pareja, un hombre serio y callado, tal vez de la edad de Nikao de Venver pero, a diferencia de éste, tan atractivo que Dila contuvo el aliento cuando Sihanna se lo presentó: alto, moreno, con unos impactantes ojos azules. Era un hombre que haría suspirar de amor a cualquier jovencita casadera, y que estuvo a punto de arrancarle un suspiro a ella también.</p> <p>-Éste es Angarad de Teilhil, Dilanya. El comandante de la Guardia Real de Novana -fue la presentación de Sihanna-. Estoy segura de que bailar con él es la medicina que necesitas para olvidar tus... desvelos. - La breve risa de la reina la hizo sonrojarse; las manos del señor de Teilhil la hicieron sudar.</p> <p>-Dilanya del Saldellal -contestó a su mirada interrogante, y sonrió, nerviosa. El inicio de la canción la pilló desprevenida. Se sobresaltó y tuvo que correr de una forma poco digna para colocarse en su sitio.</p> <p>A pesar de su incomprensible sentido del humor, muchas veces Sihanna tenía razón: bailar con aquel hombre relegó su tristeza a un segundo plano y la hizo sonreír de verdad por primera vez en días. Aunque fuera tan silencioso y reservado que la risa pareciera estar fuera de lugar a su lado. Era tan atrayente que Dila no podía dejar de sonreír como una tonta cada vez que los ojos de Angarad de Teilhil se posaban en los suyos. Lamentó que la canción terminase, aunque aquello le diera pie a reunirse con Teilhil en el centro del salón para despedirse de él como correspondía.</p> <p>-Aguardaré con vos a vuestra siguiente pareja, señora -dijo él con seriedad. Una vez más, Dila tuvo que contenerse para no suspirar. «Pero qué sugestivo es este hombre...»</p> <p>-No os molestéis, señor -respondió, tragando saliva-. No deseo seguir bailando. Creo que voy a sentarme un rato. -«No quiero que un patán cualquiera me quite este buen sabor de boca que me has dejado», pensó, y ocultó una risita tras la mano antes de tendérsela para que él la tomase. Con un gesto galante Angarad de Teilhil la acompañó hasta el borde de la estancia, y después se inclinó para acercar los labios al dorso de su mano.</p> <p>-Un honor, señora -murmuró, con una mirada que la dejó temblorosa y débil como una niña enferma.</p> <p>-Llamadme Dilanya -pidió. Él asintió.</p> <p>-Es un honor. Y me sentiría más honrado aún si me llamaseis Angarad, señora.</p> <p>Dila sonrió.</p> <p>-Así lo haré la próxima vez que os vea, señor. Os lo prometo.</p> <p>Angarad de Teilhil se alejó, perdiéndose entre la multitud de nobles que daban los primeros pasos de un nuevo baile. Los ojos de Dila lo persiguieron hasta que otros cuerpos se interpusieron entre ella y él. «Ahí va uno por el que sí perdería el apetito», se dijo, disfrutando poco más de la sensación de los ojos de Angarad en su rostro antes de que la tristeza retornase. Solían gustarle los hombres que la hacían reír, pero Angarad era tan taciturno que la hacía sentir una inverosímil ternura. «Y es tan guapo, por la Tríada...»</p> <p>-Dila.</p> <p>Se volvió, sorprendida. El propietario de la voz era un hombre joven, más que Angarad, de rostro agradable, piel morena y expresión sombría. Tal vez lo habría considerado atractivo en otro momento, si no tuviera el recuerdo de Angarad inserto con tanta firmeza en la memoria. Por un instante se quedó desconcertada al ver los ojos verdes que la asaetaban con la mirada, hasta que comprendió por qué le resultaban tan familiares. Hizo una graciosa reverencia con las faldas extendidas.</p> <p>-¿Conocéis mi nombre, alteza? -preguntó.</p> <p>Danekal, príncipe heredero de Novana y Luz de Lanhav, parpadeó. Parecía confuso, y también molesto.</p> <p>-Dila -reiteró. Frunció el ceño-. ¿No sabes quién soy?</p> <p>Dila volvió a inclinarse.</p> <p>-Sois el príncipe de Novana, mi señor. Sí, claro que lo sé. -Esbozó una breve sonrisa-. Pero «Dila» es un nombre que sólo utilizan mis... amigos, alteza. Me ha sorprendido que lo conocierais.</p> <p>El ceño de él se hizo más pronunciado.</p> <p>-No sabes quién soy -repitió.</p> <p>Ella abrió la boca para contestar, pero calló al ver el brillo del odio en los ojos del príncipe. Atónita, se quedó paralizada mientras él le daba la espalda y se alejaba sin despedirse.</p> <p>Cerró la boca, que el asombro había mantenido abierta, y apretó la mandíbula con furia. «¿Que no sé quién es? Pero ¿quién se ha creído que...?» Ni siquiera miró a Sorsha cuando ésta se despidió del hombre con quien bailaba y se acercó a ella. «Imbécil prepotente...» Entrecerró los ojos, furibunda.</p> <p>-Menudo ejemplar, ¿eh? -comentó Sorsha con los ojos brillantes.</p> <p>Dila la miró, extrañada.</p> <p>-¿Quién, el príncipe?</p> <p>-No, el príncipe no. Me refería a ese pedazo de hombre con el que acabas de bailar. ¿Quién es?</p> <p>-El comandante de la Guardia Real -contestó Dila, ausente-. Un pedazo de hombre, como muy bien has dicho. Encantador.</p> <p>-Aunque el príncipe tampoco está mal -siguió Sorsha, estudiando el salón con la mirada-. Parece un hombre agradable. Un poco rarito, pero agradable.</p> <p>-La alegría de la fiesta -gruñó Dila mientras la rabia se iba diluyendo en un remolino de sensaciones enfrentadas: desconcierto, sorpresa, y, por encima de todo, una tristeza infinita-. Creo que me odia -añadió en voz baja. «¿Por qué?»</p> <p>Sorsha soltó una carcajada.</p> <p>-¿Tan pronto? Normalmente tardan unos días... ¿Qué le has hecho?</p> <p>-Nada -respondió, y sacudió la cabeza.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>EL LUGAR</p></h3> <p></p> <h2>Primer día antes de Letsa.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Los que han sufrido una amputación aseguran que, años después, siguen sintiendo el miembro que les han cortado. Sigue allí aunque no lo vean, aunque no puedan tocarlo, aunque no responda sus órdenes ni forme ya parte de su cuerpo.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Compendio del Saber Médico de Monmor</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">La imagen estaba grabada a fuego en su mente. Los sentimientos, que en aquel instante le parecieron tan intensos como para morir de agonía, se habían acrecentado hasta convertirse en un malestar insoportable y constante. Como la Shah. «No, como la Shah no. Como lo que siento cuando él no está cerca de mí.» No podía compararse con nada más.</p> <p>Y él no estaba. Mellizo.</p> <p>-Si yo soy tuyo, tú también eres mía.</p> <p>Una caricia, su mano en su mejilla, su brazo rodeándole la cintura, obligándola a acercarse a él. Su corazón latiendo a toda prisa, al mismo ritmo que el de él. «Kal.» Una lágrima resbaló por su mejilla. Pero no apartó los recuerdos, como era incapaz de apartar el dolor de no estar junto a su Mellizo.</p> <p>Un susurro. <i>Veremos si tú tampoco puedes soportar que me aleje de ti. Veremos si te duele, si sufres, si lloras cada momento que paso lejos. Veremos si al final descubres que no puedes soportarlo y decides venir a buscarme. Melliza</i>.</p> <p>Sintió la desilusión y la pérdida como si acabase de soltarla con rudeza. Volvió a trastabillar y a pugnar por recuperar el equilibrio. Pasos. Su Mellizo dirigiéndose a la puerta a grandes zancadas.</p> <p>-No puedes irte -suplicó de nuevo, como había hecho cientos de veces desde aquel día, hacia la imagen que, en sus pensamientos, se volvía a mirarla por encima del hombro. Una sonrisa burlona. <i>Veremos</i>.</p> <p>Su Mellizo salió de la habitación y desapareció de su alma. Otra vez. El dolor regresó, intenso, sordo, insoportable.</p> <p>Dila se quedó inmóvil, aturdida, mirando la puerta que sólo tenía ante sí en sus recuerdos. El brazalete soldado a su piel seguía vibrando, había comenzado a vibrar en cuanto él desapareció de su vista. Bajó la mirada y lo agarró.</p> <p>-Mellizo... -murmuró. Se echó a llorar.</p> <p>La Señora desvió la vista hacia la ventana, poco más que un pequeño arco abierto en la pared de piedra. Desde la oquedad se dominaba la Montaña, el abrupto precipicio que la separaba del valle, el Lugar, que se extendía hasta donde la vista podía alcanzar. En algún sitio allí abajo había un Mellizo. Solo. Con poder sobre la Shah. Lo que no podía ocurrir, había ocurrido.</p> <p>-Viste a tu Mellizo usar la Shah -dijo la Señora, volviendo a mirar a Dila, inexpresiva-. Luchaste contra él.</p> <p>-Luché contra él -lloró Dila-, y estuve a punto de morir a sus manos. Seca. Sin Shah. Sin Mellizo.</p> <p>«El vínculo no es necesario. Los hombres también pueden usar la Shah. Kal puede utilizarla. Todo era mentira, un engaño, una falacia. Los shalhed son esclavos.» Dila se abrazó a sí misma y ahogó un sollozo. «Los shalhed son esclavos. Pero las shalhias no lo somos menos.»</p> <p>Miró a la Señora, desvalida. «Y ¿qué va a ser ahora de su esclava, si él no está?»</p> <p>-Vas a ir a buscarlo -musitó la Señora del Lugar. No era una pregunta.</p> <p>Dila bajó la mirada.</p> <p>-Duele -explicó, aferrándose la muñeca-. Estar lejos de él. Duele...</p> <p>-Lo necesitas. Lo quieres.</p> <p>-Lo necesito, y lo quiero -asintió Dila-. Intentó romper el vínculo. -Se estremeció de terror-. La soledad, el vacío... No sabéis cómo es.</p> <p></p> <p>Caminaba por la abrupta senda que bajaba de la Montaña respirando entrecortadamente. No era capaz de tomar aire con normalidad desde que su Mellizo había cerrado aquella puerta, intentando cortar un vínculo que todavía existía por mucho que él se hubiera alejado de ella. Lo sentía dentro de sí, una ansiedad que se agitaba en su interior, una angustia que era peor que un padecimiento físico, como si alguien le hubiera arrancado algo suyo, algo secreto, algo íntimo, su misma alma.</p> <p>Su Mellizo.</p> <p>Ya no le quedaban lágrimas, pero estalló en sollozos y buscó con los dedos ciegos el sha’al que él había creado con su contacto lleno de odio.</p> <p>-¿Por qué? -se preguntó. La certeza que sintió en presencia de la Señora, que los shalhed eran esclavos y que ella merecía el sufrimiento por haberlo condenado a la esclavitud, había ido desapareciendo conforme el dolor se hacía más intenso. «¿Por qué?» Dila no comprendía la ira que había visto brillar en los ojos del shalhed, ni el desprecio con que la miró antes de marcharse. «Él es mi Mellizo -se repitió una vez más-, y es mío... Sólo puede ser eso, no puede ser suyo, no es un hombre. Es un Mellizo.»</p> <p>-Le necesitas. Le quieres. -La voz de la Señora todavía repetía aquellas palabras de vez en cuando en su cabeza. Dila negó.</p> <p>-Es mío -contestó. Pero no dejó de asir el sha’al con los dedos temblorosos mientras bajaba por la ladera de la Montaña. «Por eso lo busco.» Y para castigarlo por haberle causado ese tormento al escaparse e intentar romper un vínculo que no se podía romper.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Letsa.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Es la Öiyya, la Portadora del Öi, la más temida de entre las mujeres de este mundo. Y, sin embargo, ¡cuán suaves son sus manos cuando toma las nuestras para conducirnos a la Otra Orilla! La Dama de las Sombras, la llaman algunos. Y ¿no prefieren los hombres encontrarse con sus damas en la penumbra de la noche? Igual que la canción de la Muerte es el arrullo de una madre, las manos de la Öiyya en las nuestras son la caricia de una amante.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Reflexiones de un öiyin</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">La noche anterior se había dormido nada más tumbarse en el lecho y, por primera vez que pudiera recordar, durmió sin soñar.</p> <p>Despertó tarde; el sol ya estaba encima de Lanhav, pintando una sonrisa en su rostro y aligerando el peso invisible del terror y el cansancio que lo habían dominado los últimos días. En un primer momento pensó que se debía al hecho de no haber visitado el Lugar aquella noche en sueños. El recuerdo del dolor se había diluido, el sol brillaba radiante en un cielo sin nubes, y Kal se sentía feliz por algún motivo que se le escapaba. No le importó; lo importante era aquella sensación, después del horror. Sentir el calor del sol en el rostro, su propio bienestar caldeando su cuerpo desde dentro.</p> <p>-Es por ella -se dijo con los ojos cerrados y la cabeza asomada por la ventana de su dormitorio. Compuso una expresión satisfecha. «Allí, yo soy su esclavo, pero aquí...» Rio. En Lanhav él era el príncipe heredero, y ella sólo la dama de compañía de una reina que había venido de visita.</p> <p>Curiosamente, pensarlo le hizo reír, pero su alegría disminuyó al hacerlo. Frustrado, abrió los ojos y se apartó de la ventana.</p> <p>-¿Qué pensabas hacer? ¿Torturarla como ella te ha torturado cada noche durante diez años? -Dio la espalda a la luz del día-. Si ella ni siquiera sabe quién eres... No se acuerda de ti, ni de lo que te ha hecho. ¿Vas a castigarla por algo que desconoce?</p> <p>Eso era lo que Evan le había dicho la noche anterior, palabra por palabra. Su mirada fue lo bastante elocuente, pero aprovechó un momento de soledad, cuando Isobe había consentido en permitir que su pareja de baile tuviera un breve descanso, para recalcar esa mirada con palabras.</p> <p>-¿Estás loco? -susurró cogiendo a Kal por el brazo y arrastrándolo hasta una de las mesas apoyadas contra la pared. Llenó dos copas y le tendió una-. ¿Que ella es tu... tu Melliza? ¿Ella?</p> <p>-Sí. Maldita sea -rumió Kal. No tocó el vino.</p> <p>-Kal. -Evan parecía asustado, o tal vez solamente fuese el brillo del fuego en sus ojos castaños-. Kal, es una de las favoritas de Sihanna, por Jenhaha... ¿Qué pretendes, meterla en una mazmorra sólo porque has soñado que te hacía daño? Un sueño es un sueño... ¿Te has vuelto loco?</p> <p>Kal le lanzó una mirada furibunda. Ése fue el instante que eligió su madre para recuperar a su pareja. Evan miró a Kal, implorante, antes de dejarse arrastrar por Isobe de nuevo a la hilera de hombres sudorosos que sonreía a la hilera de mujeres despeinadas y ruborizadas.</p> <p>Un sirviente entró en su antecámara, seguido por Tranlovar. Kal los vio a través de la puerta entreabierta de su alcoba. El criado avanzó hasta perderse de vista, con toda probabilidad para recoger los almohadones que Kal siempre tenía desperdigados sobre la alfombra monmorense. Era una lucha constante, los siervos recogiendo sus cojines, él volviendo a esparcirlos por toda la habitación. Tranlovar, sin embargo, se dirigió sin vacilar a la entrada del dormitorio del príncipe.</p> <p>Kal se sorprendió al ver su expresión aterrada, los ojos desorbitados, cómo se retorcía los dedos, un gesto que sólo hacía cuando estaba nervioso. Se apartó de la ventana a toda prisa y avanzó hacia él mientras el mayordomo mayor abría la puerta y entraba en la estancia.</p> <p>-¿Qué ocurre? -requirió. «¿Qué demonios ha pasado ahora? ¿Sihanna ha amenazado con cortarme la cabeza porque le sentó mal la cena de anoche, o algo así?»</p> <p>-Alteza... -Tranlovar tragó saliva y recordó hacerle una reverencia antes de continuar-: Alteza, creo que deberíais bajar. Cuanto antes.</p> <p>No quiso explicarle más, pero el tono urgente de su voz aceleró los latidos del corazón de Kal. ¿Qué...? La curiosidad cedió paso a la inquietud. Sintió un escalofrío. Miró a Tranlovar, intranquilo, y le indicó que lo precediera. Ni siquiera pestañeó cuando, al pasar por su antecámara, comprobó que el sirviente estaba recogiendo con meticulosidad todos los almohadones forrados de terciopelo.</p> <p>Para cuando llegaron a la planta baja de la Torre del Rey, Kal había imaginado cientos de posibilidades para la urgencia de Tranlovar y su falta de explicaciones. En su mente había visto una rebelión de la guarnición permanente de la Isla, el asesinato de una de las damas de compañía de Sihanna de Phanobia -«Que haya sido ella», suplicó para sus adentros-, el asalto a la Isla de los mismos comerciantes que el día anterior le habían regalado una lluvia de hortalizas y huevos podridos, la noticia de una invasión de Tilhia, Dröstik o incluso el Imperio de Monmor, con su niño rey a la cabeza. Lo que no esperaba era encontrar el Gran Salón casi vacío, los suelos húmedos después de la limpieza a fondo a que los habían sometido una legión de criados con las primeras luces del día, y un silencio más ensordecedor que el peor de los tumultos.</p> <p>Su madre se encaminaba a la escalera en el momento en que Kal pisaba el suelo de la sala. Lo miró con los ojos hinchados y enrojecidos y, sin una palabra, lo esquivó y comenzó a subir los escalones hacia las plantas superiores. Confuso, Kal avanzó hacia el centro de la enorme estancia, mirando a derecha e izquierda sin saber qué se suponía que tenía que ver.</p> <p>-Alteza -lo llamó Tranlovar. Kal dio media vuelta y lo miró. El mayordomo mayor se encontraba junto al estrado donde se había elevado la mesa principal la noche anterior. Ahora en lugar de la mesa había un trono, el trono de madera dorada que los reyes de Novana utilizaban para recibir a los embajadores o a su propio pueblo en audiencia. Y, sobre el trono, estaba él.</p> <p>-Padre -titubeó. Tearate posó los ojos sobre su hijo y esbozó una débil sonrisa.</p> <p>-Ah, Danekal -dijo en un murmullo apenas audible-. Ven.</p> <p>No permanecía erguido en su asiento, sino que se recostaba sobre el alto respaldo tallado; la única pierna que le quedaba descansaba sobre un reposapiés que alguien, probablemente Tranlovar, había colocado allí. El mayordomo mayor hizo una pronunciada reverencia y volvió a salir sin dar a Kal una sola explicación.</p> <p>Se acercó al estrado donde se elevaba el trono. Tearate tenía la piel más amarillenta que nunca, las mejillas hundidas, los pómulos tan salientes como si su piel fuese un lienzo tan fino que en cualquier momento fuese a dejar ver el hueso que ocultaba. Tenía los labios encogidos en un rictus de dolor y los ojos oscuros brillantes de fiebre. Su cuerpo enjuto se cubría con un manto de terciopelo azul; pero, lejos de conferirle la majestad de antaño, le hacía parecer un niño delgaducho entre los pliegues de la tela bordada. Kal puso un pie en el estrado.</p> <p>-¿Por qué estás aquí, padre? ¿Has querido saludar a Sihanna desde tu trono? ¿O ha sido ella la que no ha querido subir a tus habitaciones? -Miró de nuevo a su alrededor. Con la salida de Tranlovar el Gran Salón había quedado desierto.</p> <p>Tearate negó de forma casi imperceptible con la cabeza.</p> <p>-Sihanna tendrá la oportunidad de saludar al rey de Novana como corresponde. Más adelante. No, he pedido que me sienten en el trono porque es aquí donde quiero estar. Donde tengo que estar justo ahora. -Y le lanzó una mirada significativa desde las cuencas hundidas de sus ojos.</p> <p>A Kal le costó unos instantes comprender lo que quería decir.</p> <p>-No -murmuró-. No, padre. -Subió el otro pie al estrado-. Te ayudaré a subir a tu lecho.</p> <p>Tearate lo interrumpió con un ademán seco. Después, sonrió.</p> <p>-¿A qué viene esa cara? -inquirió. Tenía la voz cascada, como un anciano que hubiera vivido muchos más años de los que le correspondían-. No es tan horrible. Hacemos lo que debemos hacer, Danekal.</p> <p>-Siempre -respondió Kal de forma automática. La cabeza le dio vueltas y tuvo que alargar una mano y apoyarse en el trono para no perder el equilibrio. Tearate seguía sonriendo: en sus labios, el gesto era una mueca descarnada. Levantó una mano temblorosa y la apoyó sobre la frente de su hijo.</p> <p>-Qué joven eres todavía -musitó-. Casi tanto como la primera vez que te vi, en brazos de tu madre, berreando como un carnero... Aún no has comprendido que esto no es sino una última aventura que nos ofrece la vida. La mayor de todas. Abrazar a la Dama es el más intenso de los abrazos que puedas dar a una moza, a cualquiera, a todas juntas. Y ella... -Exhaló-. Verás su rostro, Danekal, y te darás cuenta de que tiene los ojos más hermosos que haya descrito jamás un poeta.</p> <p>Kal tragó saliva sin saber qué decir. Tearate cerró los párpados y empezó a canturrear por lo bajo. Se interrumpió cuando un acceso de tos estuvo a punto de asfixiarlo. Se recompuso a duras penas y miró a su hijo.</p> <p>-No luches nunca contra la Muerte. Ésa es una batalla que se pierde antes de empezar. -Dejó caer la mano, que quedó en su regazo, inerte-. Y ahora vete, Danekal. Sal al patio, entretente un rato con tus espadas o vete a meterles mano a las doncellas de las cocinas. Vete -repitió.</p> <p>-Padre...</p> <p>-Esto es cosa mía -dijo Tearate en voz baja-. Es algo entre la Dama de las Sombras y yo. No necesito tenerte aquí delante mirándome como un cordero que acaba de descubrir que es el plato principal de la cena de esta noche.</p> <p>-Pero... Padre... -La angustia había vuelto y apretaba su garganta como una mano dispuesta a asfixiarlo.</p> <p>-Ve a disfrutar un rato. Ríete, baila, bebe vino a mi salud y acuéstate con una mujer: eso es lo que los jóvenes tenéis que hacer en homenaje a los muertos -dijo Tearate-. Lárgate de aquí, muchacho. -Pese a su debilidad, la voz sonó tan fuerte, la orden tan terminante, que Kal sólo pudo dirigirle una mirada desesperada antes de dar media vuelta, bajar del estrado y salir a grandes zancadas del Gran Salón. El rey empezó a canturrear de nuevo con los ojos cerrados y una sonrisa plácida en los labios, su única pierna iluminada por un rayo de sol que caía hasta él desde una de las ventanas que abrían la pared de la estancia.</p> <p>Al despertar aquella mañana su primer deseo había sido bajar al patio a practicar un rato con la espada, como Tearate acababa de recomendarle. Sin embargo, sus pasos lo sacaron de la Isla sin preguntarle siquiera su opinión, y lo hicieron cruzar el Puente de las Cestas antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo. Todo su optimismo había caído al suelo y sus pies lo habían pisoteado hasta convertirlo en una masa informe de pena y de amargura. Todavía sentía el impulso de volver a la Torre del Rey y obligar a su padre a subir a su dormitorio; o, al menos, de sentarse a sus pies, en el estrado, y esperar a su lado la venida de la Muerte. Pero dejarlo solo...</p> <p>Sus pies, mucho más conscientes de lo que ocurría que su propia cabeza, lo llevaron sin desviarse hasta La Doncella. A esa hora la taberna estaba casi vacía. Cuando la mujerona lo vio entrar se quedó petrificada, con los ojos desorbitados, recorriendo de arriba a abajo su figura cubierta de paño y terciopelo bordado en plata. Kal caminó hacia el interior ignorando el silencio que había sustituido las escasas conversaciones que había a hora tan temprana.</p> <p>Tije apareció en la barandilla del piso superior casi al instante, como si hubiera oído su voz llamándola desde lejos. Se asomó con la curiosidad pintada en el rostro, y frunció el ceño al ver a Kal. Él la miró, inexpresivo. Tije bajó a toda prisa recogiéndose las faldas, corrió hacia él y se colgó de su brazo. Por una vez no sonreía.</p> <p>-Ven -lo instó en un susurro, tirando de él-. Ven, Kal. Vamos. -Lanzó una mirada feroz a la dueña de la taberna y otra al grupito de hombres que charlaba en un rincón. Todos apartaron los ojos en cuanto la mirada multicolor de Tije cayó sobre ellos-. Este hombre no ha estado aquí -dijo en un tono tan duro que no parecía su voz, sino una imitación hecha de acero-. Conozco vuestros rostros y vuestros nombres. No ha estado aquí. ¿Entendido?</p> <p>Un murmullo, algún gesto de asentimiento. Kal ni siquiera reaccionó. Se dejó conducir hasta el cuartucho donde se había rendido al sueño hacía dos noches en brazos de la misma mujer que ahora lo obligaba a sentarse en el jergón y se sentaba a su lado. Todavía atronaban en sus oídos las últimas palabras que su padre le había dirigido. «Ríete, baila, bebe vino a mi salud y acuéstate con una mujer: eso es lo que los jóvenes tenéis que hacer en homenaje a los muertos.» El nudo que tenía en la garganta le impidió hablar. Miró a la mujer, desvalido. Ella no dijo nada. «¿Por qué estoy aquí?» Todavía podía ver ante él el trono, a Tearate sentado, con la pierna apoyada en el escabel, la sonrisa dolorida y el canturreo asomando a los labios. «También ha obligado a madre a marcharse... ¿Por qué está solo? ¿Por qué no quiere a nadie a su lado justo ahora?» Se mordió una uña, acongojado. Miraba a Tije, pero lo único que veía eran los ojos de su padre, repletos de severidad, de cariño, de remordimiento, de risa, siempre observando para asegurarse de que su único hijo estaba a su lado. Y, si miraba esos ojos detenidamente, podía verse a sí mismo, no como era en realidad sino como Tearate lo veía, a través del cristal del orgullo de un padre, de la esperanza de hacer de su vida algo grande a través de su hijo.</p> <p>-Iré a por un poco de vino -murmuró Tije haciendo ademán de levantarse. Kal la retuvo agarrándola por la muñeca. Ella se volvió para mirarlo-. Sólo será un momento, cachorro.</p> <p>-No me dejes -pidió él con voz ronca-. Él quería estar solo, pero yo no.</p> <p>Tije se lo quedó mirando un instante y asintió. Volvió a sentarse en el jergón. Kal se acurrucó contra ella con los ojos abiertos, incapaz de hacer otra cosa que no fuera mirar sin ver lo que tenía delante del rostro, viendo en vez de la pared de madera enmohecida el trono sobre el estrado, al rey moribundo y sonriente sobre el trono. «Y yo le he dejado solo...»</p> <p>-Es su deseo -argumentó Tije, acariciándole los cabellos con la mano, cuando Kal pudo explicarle por fin el motivo de su zozobra. La mujerona, al igual que la última vez, les había llevado vino. Kal había bebido, había hablado mientras Tije escuchaba con atención, había vuelto a beber, y ahora yacía apoyado en su regazo-. Es lo que él desea, Kal. Y todos los hombres deberían poder morir como quieren. Aunque la mayoría no puede elegir -añadió con suavidad.</p> <p>Kal se dejó acariciar, ausente. «Lárgate de aquí, muchacho.» Era lo que quería. ¿Por morir a solas, o por que su hijo no lo viera morir?</p> <p>Levantó la mirada y la clavó en Tije.</p> <p>-Mi padre desea que beba vino y le haga el amor a una mujer mientras él se muere. -Dudó-. ¿Debo cumplir sus deseos?</p> <p>Tije rio.</p> <p>-El rey te ha dicho eso porque te conoce. Y sabe que, en tu caso, el mejor consuelo que puedes buscar es ése. El vino ya lo has bebido, pero yo no estoy aquí para consolar a nadie, Kal. No es mi cometido.</p> <p>-No -musitó él, lleno de tristeza-. Tendrá que bastar con el vino.</p> <p>«Entretente un rato.» Sólo de pensar que no iba a volver a escuchar su voz, le temblaba todo el cuerpo. Alargó la mano hacia la copa que había dejado en el suelo y, sin querer, la volcó.</p> <p>Tije suspiró. Se puso en pie. Mientras Kal se agachaba para enderezar la copa que derramaba todo su contenido sobre los deteriorados tablones del suelo, ella se despojó de su vestido negro con un par de movimientos rápidos. Se volvió hacia él y sonrió ampliamente.</p> <p>-Anda, ven aquí -dijo, dejándose caer sobre el jergón-. No diré que no lo haya deseado. Eres hermoso, Danekal de Novana -afirmó-, por fuera y por dentro. Sí, lo he deseado. Ven aquí.</p> <p>-Pero no lo deseas ahora -rechazó Kal, negando con la cabeza, aunque sus ojos no pudieron evitar recorrer aquel cuerpo lleno de curvas capaces de arrancarle el aliento a un hombre.</p> <p>-A veces incluso yo misma me sorprendo de lo que deseo y de cuándo lo deseo, Kal. No me pidas que siempre quiera lo mismo. No me pidas que nunca cambie de idea. Y no me pidas que vuelva a decírtelo. Ven.</p> <p>-Pero...</p> <p>-Ven -insistió ella, alargando una mano hacia él para acariciarle el pecho sobre el jubón de terciopelo-. Que no lo desease hace unos instantes no quiere decir que no lo desee ahora -murmuró contra sus labios, y después se apartó, juguetona-. Y tú me deseas -añadió, esbozando una sonrisa retozona-. Ven -dijo una vez más-. Puedes llorar mientras tanto: la pena no está reñida con el gozo, y honrar a tu rey no quiere decir que llores a solas por él.</p> <p>Kal se sacudió. La tristeza se mezcló con el deseo y, de repente, se sintió extrañamente culpable.</p> <p>-Tiemblas como un pajarillo, cachorro -susurró ella en su oído, atrayéndolo hacia sí y obligándolo a tumbarse encima de ella-. Déjale marchar. La muerte es tan necesaria como la vida. Todos los seres vivos mueren. -Comenzó a desabrocharle el jubón y después la camisa-. Tearate tiene razón. ¿Qué mejor manera de honrar a los muertos que seguir vivo? Y ¿qué mejor manera de seguir vivo que demostrarte a ti mismo que lo estás?</p> <p>Su mano era cálida sobre su piel desnuda. El temblor de Kal se acentuó. Sin embargo, de repente tuvo la absoluta seguridad de que, estuviera vivo o hubiera muerto ya, Tearate estaba sonriendo. Y él no pudo evitar sonreír a su vez, luchando por desprenderse de la ropa, aunque estuviera a punto de regar su risa con un torrente de lágrimas.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>TEUNE (PHANOBIA)</p></h3> <p></p> <h2>Letsa.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Muchas veces se ha dicho que el Ocaso convirtió a los hombres en bestias. Muchas veces el Hombre se ha escudado en esa afirmación para cometer las peores atrocidades. Muchas veces se ha demostrado que no fue por causa del Ocaso, que el Hombre no era, aun antes del Ocaso, más que un disfraz que ocultaba a la peor de las alimañas creada por los dioses.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Naturaleza del Hombre</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Dendalior sonrió con satisfacción al oír el rugido de la multitud que abarrotaba las calles de la capital de Phanobia. Los puños alzados, las caras brillantes de fervor, los ojos febriles miraban hacia el improvisado estrado que alzaba la figura del Profeta por encima de las de los miles que se arracimaban a su alrededor. Muchos de ellos eran rostros familiares: hombres, mujeres y niños sucios por el polvo del camino, hambrientos y cansados, cuyos ojos, sin embargo, relucían con el fulgor de la fe alimentada durante más de una estación, día tras día, noche tras noche, hasta llegar a ese momento. El día, el instante, en el que el Profeta y la Luz conquistarían la Ciudad de Plata. La mayoría, sin embargo, eran ciudadanos de Teune: limpios, bien alimentados, sus gritos y sus rostros congestionados hablaban del dolor de una fe recién descubierta, recién nacida, que carecía quizá de la fuerza de la fe enraizada de los que habían viajado con el Sagrado Profeta hasta allí, el amor profundo de los que habían convivido con él durante tantos días, pero poseía en cambio la violencia de un enamoramiento súbito y apasionado y, por sus expresiones de felicidad, correspondido.</p> <p>-A Vantar no le gusta -gruñó Nial desde la esquina donde se había apoyado para escuchar la alocución del Divino Profeta, el sucesor de Beren-. Dice que hemos entrado como ladrones, ocultándonos en las sombras, cuando deberíamos haber acudido a Teune arropados por la Luz...</p> <p>-Pues ahora parece encantado -replicó Dendalior con su habla cadenciosa y culta, observando a su líder encaramado en la tarima de madera-. Si hubiéramos intentado entrar como un ejército nos habrían matado a todos. Pero ahora estamos dentro. Y nuestro ejército está aquí. -Abarcó con un gesto la saturada plaza, en la que el griterío había arreciado hasta convertirse en un estruendo ensordecedor-. En lugar de luchar contra todos estos hombres, Vantar ha conseguido que se unan a él sin derramar una gota de sangre. Y ahora tomaremos el palacio de forma pacífica. El corazón de Teune -asintió, satisfecho, y recalcó-: Sin derramar su sangre.</p> <p>Nial hizo una mueca mientras observaba con curiosidad la riada de gente que empezaba a salir de la enorme plaza, muchos de ellos empuñando cuchillos, horcas, martillos, hachas, todos gritando su rechazo a la malignidad del rey de Phanobia y su incondicional adoración a la Luz. Todos aullando su sed de muerte, su hambre de violencia, su deseo de seguir a Vantar hasta donde el Divino Profeta quisiera conducirles, su ansia de morir por sus palabras, por la verdad que el sucesor de Beren acababa de mostrarles.</p> <p>-¿Sabes lo que pasa, Dendalior? -masculló en dirección al antiguo triakos, que se apretaba contra la pared para dejar pasar a la enfebrecida multitud que se derramaba por una de las arterias principales de Teune, en dirección al palacio real-. Que a Vantar le gusta la sangre.</p> <p>-Sí, eso es lo que me temo -se afligió el sacerdote sacudiendo la cabeza-. Pero también me temo que, sangre, va a haber de sobra. No hemos derramado la de sus futuros soldados, pero sí vamos a derramar la de los soldados de Nhiconi.</p> <p>-¿Dónde está Janee? -preguntó Nial, súbitamente inquieto, mirando a su alrededor-. Por la Luz, no me digas que ese chiquillo ansioso está ahora camino del palacio para... ¿Qué quiere, hacerse matar?</p> <p>-Janee está bien -lo interrumpió Dendalior-. Esta mañana, mientras tú hablabas con Vantar, lo he llevado al Tre-Ahon. Para evitar que se sintiera tentado a... eh... bueno, a dejarse matar -finalizó-. He pedido a mis antiguos subalternos que lo mantuvieran allí encerrado hasta que todo esto terminase. Está más seguro de lo que estaría si se hubiera quedado con nosotros.</p> <p>-¿El Tre-Ahon? -repitió Nial-. Pero... pero... pero ¿no ves lo que...? ¿No has oído nada de lo que ha dicho Vantar ahí arriba? -exclamó.</p> <p>-Lo he oído todo -respondió Dendalior-. De hecho, mucho de lo que Vantar ha dicho se lo hice aprender de memoria anoche yo mismo. Él no podría hablar con tanta corrección ni aunque se tragase veinte pergaminos con sus fundas y todo.</p> <p>-¡Pero el Tre-Ahon también es un objetivo de... de...! ¡Joder, Dendalior! -gritó Nial, asustado-. «La Tríada es la enemiga natural de la Luz», «Los Tres son tres demonios del Abismo que buscan alimentarse de nuestras almas», «Los triakos son el mal»... ¿Es que no has oído nada de todo eso?</p> <p>-Ya te he dicho que se lo dicté yo mismo. -Dendalior se separó de la pared y lo miró con el rostro inexpresivo-. Pero lo primero es lo primero, e incluso un fanático como Vantar sabe que antes de ir al Tre-Ahon tiene que hacerse con el palacio. Janee está seguro allí -insistió-. Y, mientras él esté allí, nosotros también -añadió crípticamente. Y se negó a decir nada más mientras conducía a Nial calle arriba, detrás de la marabunta de ciudadanos exaltados, hacia la figura imponente del palacio.</p> <p></p> <p>La residencia de los reyes de Phanobia había sido construida al mismo tiempo que el Tre-Ahon y que las murallas de Teune, cuando los phanobianos lograron expulsar a los tikën del norte del país y decidieron instalar su capital en la aldea que, hasta entonces, era el hogar del líder de una de sus tribus. Parecía erigida a propósito para distinguirse de las casas de madera y piedra de los tikën, de su estilo exótico y, a su manera, etéreo. Era una construcción sólida, pesada, de piedra clara que el tiempo había tornado en gris plomizo. Cuadrado, achatado y flanqueado de torres de la misma planta, el edificio miraba a las calles de Teune con el ceño fruncido, advirtiendo a los observadores de la imposibilidad de entrar entre sus muros sin permiso expreso del rey o la reina de Phanobia.</p> <p>Caminando a paso rápido por uno de los corredores del palacio, Nial sacudió la cabeza, desasosegado.</p> <p>«¿Sabes lo que pasa...? Que a Vantar le gusta la sangre.»</p> <p>-Pues ahora debe estar contentísimo -gañó, saltando sobre el cuerpo de un hombre vestido con la librea verde de los guardias de palacio tendido en el pasillo, en mitad de un charco de color escarlata.</p> <p>A su alrededor, en cualquier lugar en que posase los ojos, hallaba pruebas de hasta dónde debía llegar la euforia de su líder. Tras el paso del Ejército de la Luz, la oscuridad en forma de muerte se había adueñado del palacio, salpicando de sangre y sufrimiento los lujosos tapices, las mullidas alfombras, los candelabros, las lámparas, los escasos trozos de pared desnuda. Los cuerpos tendidos en desorden formaban un doloroso contraste con la hasta entonces suntuosa decoración: las muecas de terror pintadas en los rostros muertos, los miembros seccionados, los uniformes verdes y dorados rasgados, los cadáveres destrozados. El pasillo parecía un muestrario de la variedad de formas de morir que existía; las heridas que Nial pudo ver eran un cántico al poder de las armas sobre el frágil y blando cuerpo del ser humano. Los estudiosos monmorenses pagarían por poder ver lo que él vio en aquellos minutos interminables, durante los cuales aprendió que en el interior del hombre no había luz, ni alma, ni maldad, ni bondad: sólo trozos de carne palpitantes, tubos viscosos, músculos de las texturas más diversas y, empapándolo todo y unificándolo con su desafiante color escarlata, sangre.</p> <p>«Por la Luz, Vantar -gimió-, ¿en qué te has convertido...?»</p> <p>Por encima del sonido ahogado de la lucha que parecía no poder alcanzar jamás se elevó un aullido agudo, que se clavó en sus tímpanos como una daga. El grito se interrumpió abruptamente. Un escalofrío recorrió su columna vertebral. Mascullando una maldición, Nial echó a correr hacia el siguiente recodo.</p> <p>Al fin logró llegar al lugar del que provenían los ruidos que habían acompañado su desesperante carrera por las entrañas del palacio. Se detuvo en seco, en mitad de un corredor que en nada se distinguía de los demás, salvo porque allí había más vivos que muertos. Aunque parte de esos seres vivos parecía empeñada en cambiar eso a toda prisa.</p> <p>El pasillo estaba flanqueado de puertas que, abiertas unas, trabadas la mayoría, ocupaban los espacios entre los tapices y los candelabros. Al fondo, decenas de hombres corrían gritando, alzando las herramientas convertidas en armas hacia aquellos que, corriendo y gritando también, trataban de escabullirse y robarle a la Muerte unos minutos. En el centro del corredor una pequeña multitud armada de cuchillos, hachas, palos o sus propias manos desnudas destrozaba con saña a otros seres humanos. Horrorizados, los ojos de Nial se clavaron en la carita aterrorizada de una niña de unos doce años de edad que, merced a la locura que Vantar había inoculado en sus conciudadanos, ya no viviría. Conteniendo un nuevo exabrupto, se adelantó a tiempo de ver cómo tres cuerpos caían sobre su cadáver, ocultando los rasgos suaves de la niña, congelados en una mueca de pánico.</p> <p>-¿Qué estáis haciendo? -gritó, lanzándose hacia la multitud-. ¿Qué demonios estáis haciendo? -insistió a voz en grito, tratando de abrirse camino entre los cuerpos vivos y muertos que abarrotaban el corredor.</p> <p>La chusma lo rodeó como un mar embravecido, y la marejada estuvo a punto de hacerle perder el equilibrio. Se abrió paso a codazos mientras lo empujaban y tiraban de él por todos lados; el hedor a sudor rancio, a odio y a terror lo envolvió y amenazó con arrastrarlo a él también hacia la locura. Sumergido en un bosque de extremidades y armas alzadas, Nial volvió a gritar exigiendo cordura, pero su voz se perdió en los aullidos atronadores mientras su cuerpo era zarandeado de un lado a otro como una barca en mitad de una tormenta.</p> <p>Esquivó a duras penas un tajo. Tuvo que agacharse para evitar el filo de un cuchillo empuñado por una mujer desgreñada que gritaba de rabia. El cuchillo pasó por encima de su cabeza. Un instante después, una lluvia fina y cálida empapó su rostro, un gorgoteo coreó los chillidos que resonaban entre las paredes. «A Vantar le gusta la sangre.» Escupió, asqueado, y se pasó la lengua por los labios, tratando de ignorar el sabor salado, casi metálico, que se había adherido a su paladar. Se enderezó justo a tiempo de ver cómo otro hombre ensartaba a una joven con una horca y clavaba con las tres púas su cuerpo a un tapiz. La muchacha ni siquiera tuvo aliento para protestar antes de morir.</p> <p>-¡Qué estáis haciendo! -aulló por tercera vez, alargando el brazo y sujetando la mano armada con un punzón de una niña, que parecía dispuesta a destrozar el cuerpo ya sin vida de un anciano que yacía a sus pies-. ¿Os habéis vuelto locos?</p> <p>La muchacha se revolvió, enloquecida, y tuvo tiempo de arañar su hombro con el punzón antes de verse obligada a soltarlo. En vez de quedarse quieta, siguió forcejeando hasta que logró soltar el brazo y se abalanzó sobre él, con los dedos convertidos en unas garras que buscaban sus ojos. Nial se debatió para librarse de ella, asombrado ante la fuerza que la ira proporcionaba a aquel cuerpecillo a medio formar que luchaba por acabar con él como si su dueña no tuviera espacio en su enloquecida razón más que para el asesinato. La empujó hasta estamparla contra la pared, justo al lado de la joven que todavía se balanceaba en la horca que la sujetaba al tapiz, y logró inmovilizar sus brazos por encima de su cabeza despeinada.</p> <p>-¿Estás loca? -exclamó, y volvió a escupir en un vano intento de librarse del sabor de la sangre-. ¿Qué coño te crees que estás haciendo?</p> <p>-Matar -respondió la muchacha sin aliento, mirándolo con los ojos brillantes de odio-. Matar. El Profeta ha ordenado matar.</p> <p>«¿En qué has convertido a esta gente?» Horrorizado, Nial la soltó y retrocedió un paso. Otro cuerpo lo golpeó por la espalda. Se tambaleó, agitó los brazos y trató de sujetarse del tapiz para no caer al suelo, temiendo los pisotones de la masa, que podían ser tan efectivos como un arma. Se estampó contra la pared. Sin aliento, giró sobre sí mismo, con las manos en alto en un intento de defenderse, y se quedó petrificado cuando sus pupilas se clavaron en los ojos asustados de Janee.</p> <p>-Nial... -susurró el muchacho, alargando las manos, como implorando el contacto con alguien que alejase toda aquella locura y devolviera al mundo algo de orden, de coherencia, de cordura. Nial tiró de él para alejarlo del maremágnum de filos, cuerpos y sangre.</p> <p>-¡No! -dijo en lo que esperaba que fuera un tono autoritario cuando un hombre hizo el amago de lanzarse sobre Janee, hacha en mano. Atrajo el cuerpecillo tembloroso del chiquillo contra su pecho. Éste no se resistió-. ¡No! -repitió, irguiéndose ante el hombre y obligando a Janee a parapetarse detrás de él, contra el tapiz salpicado de rojo.</p> <p>-Muerte -jadeó el hombre.</p> <p>-Él no. Es amigo personal del Profeta -agregó Nial a la desesperada-. Los dos lo somos -siguió explicando de forma apresurada, aun sabiendo que en la mente de aquel hombre, de todos aquellos hombres, mujeres y niños, ya no había sitio para razonamiento alguno-. Por la... por la Gloria de la Luz -balbució, entrecerrando los ojos mientras su cuerpo se tensaba a la espera del golpe del hacha.</p> <p>-Es cierto -dijo una voz a su derecha. Por primera vez en mucho tiempo, Nial estuvo a punto de suspirar de alivio al reconocer la voz de Vantar. Se dejó caer contra la pared, con Janee todavía abrazado a él, y cerró los ojos.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Letsa.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">... y mirarás a los ojos de la Dama, y verás que son tan hermosos que ninguna canción, ningún poema, ninguna palabra podría hacerles justicia.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Reflexiones de un öiyin</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Tije se dejó mecer en sus brazos como una niña, apoyando el rostro en su pecho y acariciándole el hombro desnudo. Sus pestañas le hacían cosquillas cada vez que parpadeaba. Le gustaba sentir cómo sus piernas pugnaban por enredarse en las suyas, como un juego, compitiendo por ver cuál de los dos mantenía calientes los pies y cuál tenía que dar calor al otro. Kal bajó la cabeza y besó sus cabellos rojos. Ella rio con suavidad y se agitó en sus brazos.</p> <p>Ninguno de los dos se sobresaltó cuando, tras una queda llamada, se abrió la puerta de la habitación. Kal alzó la mirada, aferrándose a Tije, y su sonrisa vaciló al ver en el umbral a Evan, con el rostro serio, el pelo despeinado por el viento, la ropa arrugada como si hubiera dormido con ella puesta. El señor de Lenvania miró sus cuerpos entrelazados, hizo una mueca, entró y cerró la puerta. En un par de pasos llegó hasta el único taburete que había en la alcoba. Se sentó, apoyó los codos en las rodillas e inspiró.</p> <p>-¿Ya? -preguntó Kal, mirando a Evan con el corazón latiendo apresuradamente en su pecho. Evan asintió.</p> <p>-Ha muerto como un gran rey -explicó en voz baja-. Sentado en su trono, con la cabeza erguida, los ojos abiertos y el rostro convertido en una máscara de sabiduría y justicia. Ha muerto como un gran rey.</p> <p>Kal sintió el cosquilleo de una lágrima cayendo por su mejilla. Tije levantó una mano y se la enjugó.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Letsa.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Hay tantos rituales para demostrar la pesadumbre causada por la muerte como pueblos en el mundo. El luto en Monmor es muy distinto al luto de los tikën: unos se rasgan los vestidos, otros no se lavan hasta que el tiempo del duelo acaba. Unos se cubren de heces de caballo, algo que guarda una compleja simbología para ellos. Otros lloran en público durante varios días. Algunos organizan banquetes para despedir a sus seres queridos. Pero todos, sin excepción, intentan mitigar con esos ritos el dolor de la pérdida, la soledad que queda cuando alguien se va.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Historia y Costumbres de Ridia</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Evan se sentó en la cama para descalzarse. Gruñó por el esfuerzo, doblado sobre sí mismo, mientras tiraba de una de las botas, que se obstinaba en aferrarse a su pie como un parásito. Cuando por fin salió lo hizo con tanta brusquedad que se golpeó la mejilla con el hombro.</p> <p>-Joder. -Tiró la bota contra la puerta, y se llevó la mano a la mejilla. «Mierda.» Se frotó el pómulo. Exhaló y se echó hacia atrás hasta que su espalda tocó el colchón de plumas. Cerró los ojos y tomó aire. «Mierda», repitió.</p> <p>Kal había aguantado muy bien, mucho mejor de lo que esperaba después de ver cómo se derrumbaba días atrás y se convertía en una especie de alma en pena que vagaba por la Isla, negándose a dormir y a comer, como si ya estuviera de luto por su padre. Evan no habría apostado ni un cobre por él pero, una vez muerto Tearate, el príncipe había mantenido la compostura en todo momento, soportando con estoicismo las muestras de condolencia de toda la corte. Y de la de Phanobia también, se recordó, frotándose los ojos. Incluso cumplió con el protocolo y arregló con sus propias manos la vestimenta de Tearate, colocando la corona sobre los ralos cabellos, el cetro entre los dedos rígidos y cerrándole los ojos para que todo Lanhav pudiera rendirle un último homenaje en la explanada de la fortaleza. Eso sería al día siguiente; esa noche Tearate la pasaría sentado en su trono, velado por su Guardia Real.</p> <p>La reina no había sido tan fuerte. Evan todavía sentía un nudo en el estómago al recordar sus sollozos, el rostro contorsionado por la pena, las manos agarrando el borde de la capa de Tearate y llevándosela a los labios para besarla una y otra vez. Kal había tenido que llevarla a sus habitaciones cuando ella empezó a chillar antes de desmayarse sobre el estrado. Ver el cuerpo desmadejado de la reina en brazos de su hijo había estado a punto de hacer llorar también a Evan.</p> <p>-Era un gran rey -fue la despedida de Sihanna de Phanobia, observando a Tearate-. Lamento no haber podido hablar con él una última vez antes de que cruzase a la Otra Orilla. Recuerdo cómo era cuando se casó con Isobe: un joven encantador. Un poco brusco, pero encantador. -Sonrió, y se encogió de hombros-. Espero que la reina se recupere pronto.</p> <p>Kal había dejado a su madre al cuidado de su antigua nodriza y había regresado al Gran Salón. Evan tuvo que aplaudir internamente su entereza: lidió con los nobles de ambos países mucho mejor que Tranlovar, que parecía aún más histérico que la propia reina. Si los ojos de Tearate todavía hubieran podido ver, se habría sentido orgulloso de su hijo. «El rey -pensó-. El rey», tuvo que repetir para empezar a creerlo. Kal no sería coronado hasta muchos días después, pero, a todos los efectos, ya era el rey de Novana. El rey. Se echó a reír.</p> <p>-Las cosas que tiene el destino -masculló, apoyando las manos en la nuca y clavando los ojos en el dosel que se alzaba sobre su cabeza-. Kal, el rey. Los pocos idiotas que todavía creen en la procedencia divina de la realeza van a llevarse un disgusto.</p> <p>Se incorporó y empezó a forcejear con la otra bota.</p> <p>«Pero ¿acaso Kal, con todos sus defectos y todas sus virtudes, será peor rey que Tearate, los Tres le hayan dado la bienvenida como corresponde? -Evan hizo una mueca-. Cualquiera sabe... Desde luego, mejor que Nikao seguro que sí.»</p> <p>Renegó mientras tiraba de la bota, retorciéndola para soltarla del pie. «Debería usar sandalias, como los monmorenses», resopló. Aunque tampoco estaba seguro de que en Monmor utilizasen sandalias. Con un sonido hueco, la bota decidió salir de golpe y estuvo a punto de golpearle la otra mejilla. La tiró con la otra, junto a la puerta, justo en el momento en que ésta se abría.</p> <p>La mujer se quedó en el umbral mirando la bota que acababa de aterrizar a sus pies. Después alzó la vista y la posó en él. Todavía tenía los ojos hinchados y enrojecidos, pero se había cepillado el cabello, que caía sobre sus hombros como un río de aguas rojizas. Bajo la tela fina de la bata asomaban los pies descalzos.</p> <p>-Majestad -murmuró Evan, estupefacto. Ella cerró la puerta y caminó, titubeante, hacia él. Parecía una niña con el pelo suelto y aquella expresión desorientada en el blanco rostro. Evan se levantó y, sin saber muy bien qué hacer, esperó a que ella llegase hasta él.</p> <p>Isobe no dijo nada. Se limitó a mirarlo, acongojada. Después de un instante, los labios comenzaron a temblarle y empezó a llorar en silencio.</p> <p>-Mi reina... -Evan se mordió el labio, desconcertado. Buscó con la mirada una silla antes de recordar que no había ninguna en su dormitorio. La condujo hasta el lecho y la ayudó a sentarse mientras ella seguía llorando en silencio. «Vino. ¿No hay una jodida jarra de vino cuando la necesitas? -se desesperó-. ¿Y cómo coño se consuela a una reina?» Hizo amago de rodearla con un brazo, se lo pensó mejor y le cogió una mano, dándole una palmadita. Isobe no hacía sonido alguno; sólo miraba al infinito, permitiendo que las lágrimas bajasen por su rostro hasta caer, una a una, sobre su regazo. Una gotita golpeó el dorso de la mano de Evan. «Mierda», maldijo él una vez más. «Kal, ¿dónde estás?» Probablemente con Angarad, velando el cuerpo de su padre. O con Tije, en La Doncella, intentando quitarse de encima la pena revolcándose con ella. Si la reina había acudido a él sería porque no encontraba a su hijo. O porque no quería bajar al Gran Salón a buscarle. «O porque el muy cabrón no ha querido dejarse encontrar por ella», dedujo, acariciando con torpeza la mano de Isobe mientras volvía a preguntarse: «Y ¿cómo coño se consuela a una reina?»</p> <p>-Majestad -empezó, vacilante-. Majestad, vuestro esposo... -se interrumpió. «¿Qué le digo? ¿Que era estupendo? ¿O eso la hará llorar todavía más?»-. El rey... -volvió a callar. Suspiró, desalentado-. Ha muerto como lo que era. No podíais haber deseado una muerte más honrosa para él.</p> <p>Ella volvió la cabeza para mirarlo, con las lágrimas colgando de sus pestañas como joyas de una cadenita. Sin decir nada, levantó el rostro y lo besó.</p> <p>Incrédulo, Evan se apartó de un salto. Isobe parpadeó. Las lágrimas se desprendieron de sus ojos y corretearon por sus mejillas. Volvió a acercarse a él y volvió a besarlo.</p> <p>-Majestad -titubeó él, apartándola de sí con toda la suavidad que pudo reunir-. Majestad, no... Yo...</p> <p>Ella lo hizo callar con un tercer beso. Después posó un dedo sobre sus labios.</p> <p>-No digas nada -musitó-. No hables. No me rechaces -suplicó.</p> <p>Entreabrió los labios, húmedos de lágrimas. Evan creyó estar a punto de echarse a llorar él también. Apartó el rostro para impedir que volviese a besarle mientras posaba las manos sobre sus hombros.</p> <p>-Si pudiera alcanzar las estrellas, os las regalaría engarzadas en un collar -proclamó-. Lo que fuera, con tal de secar vuestras lágrimas. Pero no me pidáis esto. Por favor.</p> <p>Isobe se quedó callada. Parecía pensativa, pero seguía sin hacer nada por contener sus lágrimas. Al cabo de un rato emitió un suspiro tembloroso.</p> <p>-Nadie dirá que una reina de Novana no es capaz de soportar con buena cara cualquier cosa -dijo en voz baja, hablando consigo misma-. No. Si he de honrar a mi esposo, he de hacerlo demostrándole al mundo que era digna de él.</p> <p>-Nadie en su sano juicio podría pensar lo contrario, majestad. -Evan tuvo que ocultar el alivio que amenazaba con asomar a su rostro.</p> <p>Ella sonrió con desgana.</p> <p>-¿Sabes lo que decía mi esposo acerca de los duelos y los períodos de luto? -Alzó las manos y las posó sobre las de él, que aún descansaban sobre sus hombros-. Tearate creía que los muertos no cruzaban en paz a la Otra Orilla hasta que no estaban seguros de que sus seres queridos los despedían como merecían. -Cerró los ojos y apoyó la mejilla sobre su mano, como un gatito implorando una caricia-. «Respeta mi recuerdo», me decía. «Ríete a carcajadas cada vez que te acuerdes de mí. Baila, bebe, haz el amor, y sonríe, Isobe, porque a los muertos les gusta ver reír a los vivos.» -Abrió los párpados y miró a Evan, con los enormes ojos azules todavía húmedos de lágrimas-. Hazme reír, señor de Lenvania -susurró, enlazando los brazos alrededor de su cuello y posando los labios en los suyos. Lo besó con suavidad y se apartó ligeramente de él, sin soltarlo-. Que nadie diga que no honro el recuerdo de mi esposo.</p> <p>-Majestad... -El resto de la frase se ahogó en el beso de la reina. Alarmado, pugnó por alejarse de ella, pero Isobe se aferró a él sin dejar de besarlo-. No -murmuró contra sus labios-. No... -Sin saber muy bien cómo se encontró otra vez tumbado de espaldas en el lecho, pero esta vez la reina trepaba sobre él y lo besaba con avidez. Evan intentó luchar contra el deseo que lo asaltó de repente. Cuando ella empezó a mordisquearle los labios, supo que acababa de perder la batalla. Le devolvió el beso. «Estoy loco.» Ella jadeó.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Primer día desde Letsa.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Pero, por mucho que se respeten todas y cada una de las tradiciones, que se sigan los ritos y se demuestre ante los dioses y los hombres el amor que los vivos profesaban al muerto, es en la intimidad donde todos, sin importar el pueblo o la cultura a la que pertenezcan, dan rienda suelta al dolor de la pérdida, o dejan de fingir sentirlo.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Historia y Costumbres de Ridia</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">La explanada estaba tan abarrotada como el día de su llegada a Lanhav. Parecían haberse dado cita todos los nobles de la capital novana, e incluso había gente en la otra orilla del río, observando a la multitud congregada en la Isla. Los comerciantes, los artesanos, los pobres, se dijo Dila. Los lanhavenses, que habían acudido allí aquella fría mañana de Letsa para rendir un último homenaje a su rey.</p> <p>El colorido que el día antes adornaba la entrada a la fortaleza se había apagado, los hombres y mujeres ya no parecían ramilletes de flores recién cortadas sino cuervos y golondrinas posadas en el suelo adoquinado, los ojillos brillantes, fijos en la figura sentada en el trono de madera dorada. Hasta el sol había ocultado su rostro tras un manto de nubes, gris como la mortaja que pronto cubriría el rostro del monarca fallecido.</p> <p>Flanqueando el trono estaban dos guardias reales, el azul de sus uniformes desvaído por la ausencia de luz solar; ante el sitial, el príncipe Danekal, alto y tan aparentemente impasible como la reina, de pie a su lado. Ella se cubría el rostro con un velo negro que no llegaba a ocultar sus facciones inexpresivas, pero Dila la vio apoyarse varias veces en el joven que acompañaba al príncipe, uno de los nobles de la corte de Novana, que tuvo que sujetarla del brazo para evitar que tropezara y cayera al suelo. Su entereza era fingida, como lo era el aplomo del joven, que también vaciló al ver la debilidad momentánea de su reina. Respecto a la imperturbabilidad del príncipe, Dila no estaba tan segura de que no fuera real. «Nadie puede fingir tan bien», pensó, rencorosa, recordando la mirada de odio que Danekal de Novana le había dirigido sin motivo alguno durante el banquete.</p> <p>Sin embargo, tuvo que cambiar de idea cuando el príncipe alzó el rostro hacia el difunto, de espaldas a la multitud. Sólo los pocos nobles que acababan de salir de la Isla podían verle, aparte de los guardias, de su madre y de su amigo. Al percibir la enorme tristeza que brillaba en los ojos verdes del joven cuando los posó en los ojos muertos de su padre, Dila tragó saliva y rectificó, reconociendo para sí que había amor en aquella mirada y una pena que no podía ser fingida.</p> <p>El príncipe bajó los ojos y murmuró algo que no llegó hasta donde ella estaba. Incapaz de seguir reprochándole nada, Dila centró su atención en la figura que se alzaba frente a él, el comandante de la Guardia Real. Tomó aire. «Es tan guapo...» Angarad de Teilhil sí que era la viva imagen de la impasibilidad, allí erguido, imponente, al lado derecho del trono que sostenía el cuerpo rígido de Tearate de Novana.</p> <p>El triasta se adelantó como había hecho dos días antes y se aclaró la garganta. Abrió la boca para empezar a hablar; sin embargo, antes de que consiguiera emitir un solo sonido Danekal dio un paso y posó una mano sobre la manga de brocado blanco, negro y dorado.</p> <p>-Mi padre ya no puede hablar. -El viento llevó sus palabras hasta los hombres y mujeres que se agolpaban en la explanada-. Solicito a los dioses que me permitan hacerlo en su nombre.</p> <p>El triasta parecía escandalizado. Dila, por el contrario, tuvo que taparse la boca con la mano para ocultar una sonrisa. «De modo que el muchacho tiene agallas...» Su primera impresión había sido que tenía delante a un príncipe caprichoso y malcriado; también ésa tuvo que rectificarla y cambiarla por la de un joven que se saltaba de forma premeditada la ley y la costumbre. «¿Por amor a su padre? -se preguntó-. ¿O por simple rebeldía?» Cualquiera de las dos cosas era preferible a la imagen de él que acababa de rechazar.</p> <p>El heredero del trono de Novana empezó a hablar:</p> <p>-Fui rey durante muchos años, tantos que muchos de mis súbditos apenas recuerdan quién fue mi padre. Pero aseguran que fui mejor rey que él. Si no lo recuerdan, ¿cómo van a saberlo?</p> <p>El silencio, roto tan sólo por las palabras del príncipe, ocupaba la explanada como una presencia palpable. Dila se estremeció cuando una ráfaga de viento agitó su vestido. Se arrebujó en la capa.</p> <p>-Hice lo que debía hacer. Siempre -siguió Danekal. Pese a que nunca había tenido el honor de verlo antes de morir, Dila creyó por un instante estar oyendo la voz del propio Tearate-. Mantuve la paz en Novana, ayudé a mis aliados, impedí el avance de mis enemigos. Desposé a mi reina, engendré a mi heredero. Y morí como debía morir, en mi trono. Cuidando de mi reino.</p> <p>Danekal se interrumpió y miró a su alrededor. Sus ojos se posaron en los de Dila; vaciló, abrió la boca y la volvió a cerrar, apretando las mandíbulas. Después, apartó la mirada de ella.</p> <p>-Fui fiel a mi reino y a los dioses. Los errores que cometí fueron sin maldad. Ruego a los dioses que lo entiendan así.</p> <p>El príncipe bajó la cabeza y su rostro quedó oculto por el pelo castaño, desordenado por la brisa. Parecía la viva imagen de la desolación.</p> <p>-Por lo que tendría que haber pensado y no pensé, os pido perdón, Lhadhar. Por lo que tendría que haber dicho y no dije, os pido perdón, Cahhir. -Su voz tembló-. Por lo que tendría que haber hecho y no hice, os pido perdón, Jenhaha.</p> <p>Entonces se adelantó, cubrió el rostro del rey con un paño gris y se apartó del trono.</p> <p>Detrás de él, el triasta apretó los labios y alzó los brazos hacia la multitud congregada, hacia los miles de pares de ojos clavados en el príncipe en lugar de en él. Dila sonrió, sardónica. «¿No deberían mirar al difunto?»</p> <p>-Ha muerto como un gran rey -declaró el triasta.</p> <p>Detrás de él, Dila vio rebullir, inquieto, al joven noble que acompañaba a la reina de Novana, el que la había sostenido en su momento de debilidad. No le extrañó. También ella estaba impaciente por volver al interior de la Isla, y no hacía como aquel joven moreno porque Sihanna, a diferencia de Isobe, estaba muy pendiente del comportamiento de toda su corte.</p> <p>Del gentío se elevó una lenta aclamación, como una enorme ola formándose en el centro del océano. El silencio fue rompiéndose poco a poco, las voces creciendo en intensidad, hasta que la cresta de la ovación se estrelló contra el trono, donde permanecía sentado, impasible en la muerte, Tearate.</p> <p>Contrariado, el triasta volvió a bajar los brazos. Tras una última mirada rencorosa hacia el príncipe giró sobre sí mismo, inclinó la cabeza ante el cadáver sentado en el trono e hizo una seña al corrillo de triakos que se había mantenido aparte de los nobles de los dos países. Los monjes echaron a andar sin levantar la cabeza. Dila observó la procesión con gesto burlón.</p> <p>-Tiene que ser aburridísimo -susurró Sorsha a su lado, rozándola con la mano. Dila la miró de soslayo. Sorsha señaló con un gesto la hilera de sacerdotes vestidos de blanco que caminaba a paso lento tras su triasta.</p> <p>-Ándate con ojo -murmuró-. Como Sihanna se harte de tenerte siempre pegada a sus faldas puedes acabar como ellos antes de darte cuenta de lo que está pasando.</p> <p>-¿Quieres decir... con el pelo rapado? -exclamó Sorsha con una fingida expresión de horror. Acto seguido se echó a reír ocultándose tras el pañuelo de encaje-. Ser sacerdotisa de Jenhaha tampoco tiene que ser tan malo. No es cierto que sean vírgenes, ¿lo sabías? Al menos, no siguen siéndolo mucho tiempo.</p> <p>-Ya. Pero apuesto a que Sihanna te mandaría al templo de Cahhir. No va a regalarte una túnica dorada para que te pases la vida remangándotela.</p> <p>-Las chicas de Jenhaha no usan túnica. Es más cómodo -sonrió Sorsha.</p> <p>-Sigue teniendo ese tipo de ideas y acabarás con el pelo rapado -replicó Dila. El príncipe comenzó a andar con el semblante adusto y se colocó a un lado del trono. Dila sabía lo que vendría a continuación: los cientos de nobles que abarrotaban la explanada empezarían a acercarse hasta donde estaban Danekal e Isobe, a ambos lados del cuerpo rígido de Tearate, y se inclinarían ante su rey. Algunos besarían su mano, otros su túnica, unos pocos le hablarían o solicitarían una última gracia del monarca, tal vez un salvoconducto hasta la Otra Orilla con validez indeterminada para asegurarse una muerte tranquila el día que la Dama tuviera establecido para ellos. La reina y el príncipe agradecerían cada expresión de dolor, cada muestra de condolencia de sus súbditos. Y después irían los que esperaban al otro lado del Tinhal y del Hexene, primero los más pudientes, más adelante los pobres, hasta que todo Lanhav hubiera pasado por el trono y hubiera mirado el rostro sereno de su rey.</p> <p>Por fortuna, el protocolo novano sólo exigía a la viuda y a la familia real estar presentes en el homenaje de los nobles. Incluso así, el sol empezó a declinar antes de que los que tenían derecho a vivir en la Isla hubieran terminado de pasar por delante del trono. Y la corte de Phanobia tenía que estar junto a la familia real de Novana hasta que ésta decidiera que era momento de marcharse.</p> <p>Qué distinto era aquello de los funerales que Dila había presenciado en Phanobia... Nunca había estado en el velatorio de un rey, pero sí había tenido que penar por sus propios muertos: sus padres, que cruzaron a la Otra Orilla, casi podría decirse que de la mano, cuando Dila tenía unos once años. Y sobre todo Iven, su pobre Iven, cuya muerte la convirtió en señora del Saldellal y acabó de golpe con su vida, con tanta efectividad como si, en lugar de ser él la víctima de aquellos asaltantes, hubiera sido el cuerpo de Dila el que ensartaron con la lanza, dejándolo clavado en un árbol al borde de un camino.</p> <p>Nhiconi exoneró a Iven de toda responsabilidad por aquello. Todavía atontada por la muerte de su hermano, Dila apenas llegó a comprender lo que el rey de Phanobia le decía: que, pese a que se había dejado arrebatar aquel mensaje, pese a que aquello era una traición a su país y a su rey, Iven del Saldellal podía ser recordado como un hombre de honor. Y que Dilanya, su hermana y heredera, podía disponer de su cuerpo y honrarlo como considerase más apropiado. Y que, puesto que la joven noble era todavía soltera y no tenía tutor, el rey la adoptaría hasta que un esposo se hiciera cargo de sus posesiones, debido a lo cual Dilanya del Saldellal debía trasladarse al palacio real de Teune y convertirse en dama de compañía de la reina hasta que Nhiconi le encontrase un esposo adecuado. Y Dila se encontró de pronto vestida de seda y encaje, instalada en un palacio que había visitado tan sólo una vez en su vida, convertida en una mera sirvienta de Sihanna. Una sirvienta de alcurnia, desde luego, pero una sirvienta.</p> <p>El funeral de Iven apenas lo recordaba. Sorsha le explicó mucho tiempo después que había estado llena de hoja de tena hasta las orejas: la reina la vio tan angustiada que la obligó a beber tanta infusión como para tranquilizar a una horda de tikën sedientos de sangre. Pero sí se acordaba de los funerales de sus padres. Y habían sido tan distintos del que ahora presenciaba como la noche sin día de Dröstik de los días interminables y abrasadores de Monmor.</p> <p>Soltó una exclamación de alivio cuando vio que el príncipe se inclinaba ante su madre y encabezaba la marcha de regreso a la Isla, dejando el cadáver de su padre con la única compañía de Angarad, sus guardias y la multitud que se adelantaba para rendirle un último homenaje. «Por fin...» El sol de Lanhav bailaba de puntillas encima de las tejas azules. Estaba cansada, aburrida y muerta de frío, y sólo deseaba volver bajo techo y tomar una copa de vino caliente. Y darse un baño, si era capaz de convencer a alguna sirvienta de que subiera agua a sus aposentos.</p> <p>Tuvo que replantearse su idea cuando llegaron a la Torre del Rey. De nuevo, el Gran Salón estaba repleto de gente, las mesas habían sido apartadas hasta casi rozar las paredes y los criados bullían entre los nobles, confundiéndose sus atuendos negros y blancos con los vestidos oscuros de sus señores. Desconcertada, Dila se internó en el bullicio. Sólo había dado dos pasos cuando una sirvienta se le acercó para ayudarla a despojarse de la capa.</p> <p>-¿Qué es esto? -le consultó en voz baja. La criada, una muchacha algo rolliza y de rostro ruborizado, hizo una reverencia.</p> <p>-Es costumbre en Novana festejar el paso de un alma a la Otra Orilla, señora. A los muertos les gusta ver reír a los vivos.</p> <p>-Una costumbre de lo más civilizado, si quieres saber mi opinión -comentó Sorsha mientras la sirvienta saludaba y se alejaba trotando de ellas. Rio y, con una mirada significativa, se perdió entre la gente. De pronto, Dila se encontró sola. Buscó a su alrededor algún rostro conocido, pero también la reina de Phanobia y el resto de sus damas habían desaparecido. Se acercó a una de las mesas y paseó la mirada por las copas y jarras que la llenaban.</p> <p>-Tengo hambre -murmuró, y no se sorprendió al descubrir que era cierto-. ¿No hay nada que se pueda comer?</p> <p>-Me temo que hoy sólo hallaréis vino, señora -le contestó una voz.</p> <p>Dila se volvió, sobresaltada, y sonrió débilmente al reconocer a Nikao de Venver. Éste inclinó la cabeza.</p> <p>-¿Sólo vino? Y ¿por qué? -indagó ella, luchando contra el desagrado que le causaba aquel presumido. Lejos de interpretar la rigidez de su expresión, el noble novano se acercó más a ella, hasta el punto de incomodarla.</p> <p>-Pero no os preocupéis: podéis quitaros el apetito de otras formas. Empezando por el vino, por supuesto -respondió él, tendiéndole una copa de fino cristal azulado. Ella la aceptó con un gesto de agradecimiento y bebió un sorbo. Nikao la miraba sin parpadear, con una sonrisa torcida.</p> <p>-¿Es correcto que os embriaguéis con vuestro rey de cuerpo presente, señor? -preguntó. Sus ojos localizaron a Sorsha hablando con un hombre al que no pudo ver con claridad.</p> <p>-Es lo que quería el rey de Novana, los Tres le hayan ofrecido todo el vino que quiera beber -le explicó Nikao-. Amenazó con volver nadando desde la Otra Orilla y arrastrarnos a todos con él si se nos ocurría escatimar en el vino, o no obligar a los trovadores a tocar toda la noche. Me extrañaría que las criadas no se estuvieran frotando las manos. Y es probable que los guardias también. Él prometió que la noche de su duelo sería memorable. -Le guiñó un ojo-. Eso vale para todos, ¿sabéis...?</p> <p>Dila se zafó de él tan rápidamente como le fue posible sin insultarlo, y se alejó lo más aprisa que pudo. Miró a su alrededor, irritada. Si la despedida de Tearate II de Novana iba a convertirse en un canto a Jenhaha, bien podían apañárselas sin ella. Desde luego, Sorsha parecía muy dispuesta a unirse a ellos, a juzgar por la risita tonta con que festejaba alguna idiotez que acababa de decir el hombre con quien hablaba, uno de los amigos de Nikao, tal vez el mismo con el que Dila había bailado unas noches antes allí mismo.</p> <p>No era la única que había encontrado un compañero con el que reír y beber hasta perder el recato. Buscó una sirvienta a la que poder encargar un baño y fue incapaz de encontrar una sola dispuesta a perder media noche en aquella tarea: todas parecían demasiado ocupadas en servir a nobles, soldados y guardias con sonrisas desvergonzadas. Algunas incluso servían a otros sirvientes. Otras, perdido el sentido común, bailaban al son del arpa de un trovador que parecía haber bebido demasiado. Eso, o era la primera vez que un instrumento caía en sus manos. Si lo que Tearate quería era que los vivos riesen, en esos instantes debía estar contentísimo.</p> <p>Conteniendo un bufido, Dila se dirigió hacia el fondo de la estancia, hacia la puerta por la que entraban y salían los miembros de la servidumbre. Si la Isla se parecía en algo al palacio real de Teune, habría una cocina dentro de la residencia de los reyes. Muchos de los monarcas se enojaban si la comida llegaba fría a la mesa. «¿Me darán algo de comer si se lo pido...?» Lo más seguro era que sí. Aunque no estuviera previsto servir comida junto con el vino, Dila no sería la única que deseaba algo sólido para acompañar a la bebida. Y el mayordomo mayor de la Isla era un hombre demasiado previsor para pasar por alto tal eventualidad.</p> <p>Los pasillos eran más estrechos allí que en las plantas superiores, y también estaban mucho peor iluminados. Dila avanzó con pasos cautelosos por el corredor, pisando los charcos de luz proyectados por las antorchas sujetas a intervalos regulares en las paredes. Casi parecía una mazmorra. Se estremeció de forma inconsciente y torció una esquina.</p> <p>Un criado chocó con ella. Con una apresurada disculpa la esquivó y siguió caminando hacia el Gran Salón. Dila miró hacia la derecha, hacia el pasillo de donde había surgido el hombre, y a la izquierda, donde se abría otro corredor, desierto por completo.</p> <p>Se encogió de hombros y empezó a andar hacia la derecha. Tal vez no hubiera nada caliente, pero siempre podría pedir un poco de jamón, o una fruta, o un poco de pan con mantequilla y miel. Se relamió, hambrienta. Y una copa de leche de cabra. A lo mejor hasta conseguía olvidar las ganas que tenía de darse ese baño que no lograba conseguir.</p> <p>A su espalda oyó una voz.</p> <p>-No...</p> <p>Se detuvo en seco, sorprendida. Giró la cabeza para mirar. Nadie.</p> <p>-Por favor... -susurró la voz.</p> <p>Dila dio media vuelta y regresó al lugar donde se encontraban los tres pasillos. El susurro no parecía tener dueño.</p> <p>-Por favor... -repitió. La voz del hombre provenía del corredor desierto que había ignorado en favor del que conducía a las cocinas. Extrañada, Dila caminó en silencio hacia el murmullo. A una docena de pasos del inicio del pasillo, una esquina le impedía ver lo que había más allá.</p> <p>Indecisa, se mordió el labio. Se asomó con cautela. La luz parpadeante de las antorchas mostró ante sus ojos una escena que la dejó boquiabierta.</p> <p>El hombre que susurraba era el mismo joven al que había visto acompañando a la reina en el funeral de Tearate, el que, según tenía entendido, era el mejor amigo del príncipe. Evan de Lenvania, recordó con esfuerzo. No imploraba por su vida, como creyó en un primer momento de alarma; su súplica no tenía nada que ver con un ataque o con un peligro real. A menos que pudiera considerarse un peligro a la mujer que lo besaba apasionadamente, ignorando las débiles protestas del joven noble.</p> <p>-No me hagáis esto -rogó él. La mujer lo miró con la boca entreabierta, y Dila contuvo un respingo al reconocer a Isobe, la mismísima reina de Novana, que todavía conservaba sobre sus cabellos rojizos el velo negro que había ocultado su rostro a la multitud. Cuán distinta parecía de la mujer enloquecida por el dolor de la noche anterior, o de la reina impasible que había presidido esa tarde el homenaje a su esposo fallecido... No parecía la misma que, pocas horas antes, lloraba hasta perder el sentido, para después presentarse ante su pueblo como un ejemplo de serenidad. Los ojos de Dila se desorbitaron mientras veía cómo su majestad manipulaba las ropas del joven.</p> <p>-Voy a perder el control -musitó la reina-. Y creo que me gusta.</p> <p>A juzgar por su gruñido, que más pareció un sollozo ahogado, y por cómo buscó sus labios como un hombre sediento, fue él quien perdió el control al oír las palabras de Isobe. Dila observó fascinada cómo aplastaba el cuerpo de la reina contra la pared de piedra desnuda y le levantaba las faldas de seda negra. Ella gimió y rodeó su cuello con los brazos, su cintura con las piernas, y echó la cabeza hacia atrás cuando el joven la sujetó con las manos y la penetró, enardecido hasta el punto de olvidar quién era la mujer que se aferraba a él.</p> <p>Prudentemente, Dila se alejó en silencio, los jadeos de los dos amantes persiguiéndola mientras regresaba hasta el pasillo que conducía al Gran Salón y martilleando en sus oídos a cada paso que la alejaba de ellos. «La reina.» Estuvo a punto de echarse a reír. Qué mejor consuelo que buscarse a un joven atractivo que la hiciera olvidar a su esposo... Debería sentirse escandalizada.</p> <p>La risa todavía bailaba en sus labios cuando llegó a la abarrotada estancia. Pero se desvaneció al instante, cuando se dio de bruces con el hijo de la mujer que gemía de placer en ese mismo momento apoyada en la pared de un pasillo de la zona de la servidumbre.</p> <p>-Alteza -murmuró. Él frunció el ceño, y Dila notó una vez más cómo la alegría se transformaba en una pena inexplicable cuando sus ojos se posaron en los ojos verdes del príncipe de Novana.</p> <p>-Señora, ¿venís del excusado, o habéis estado orando a Jenhaha en nombre de mi padre? -la interpeló en tono hiriente.</p> <p>Dila suspiró. «Bueno, al menos ha dejado de hablarme como si fuera una plebeya...» Intentó enfadarse por su insinuación, pero sólo logró sentirse más triste que antes. Aquello la desconcertó.</p> <p>-En realidad -respondió, esquivando sus ojos- he ido a ver si lograba encontrar algo de comer, alteza.</p> <p>-Espero que lo hayáis conseguido.</p> <p>-Ya no tengo hambre. -Dila lo miró y no se sorprendió al comprobar que Danekal tampoco parecía disfrutar de la fiesta en honor a su padre fallecido. En su rostro todavía podía verse la misma tristeza que había sorprendido a Dila durante el funeral, pero sus ojos relucían de odio y desagrado. Ella volvió a desviar la mirada. «¿Por qué...?»</p> <p>-Una lástima. -Danekal la saludó con un gesto rígido y le dio la espalda, dejándola con la sensación de estar sucia y un sentimiento de culpa que no acababa de comprender, pero que pesaba en su estómago como un monolito de basalto. Sin dejar de mirar al príncipe que se alejaba, esquivando con habilidad a nobles y sirvientes, Dila cogió de la mesa una copa al azar y la vació de un trago.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>TEUNE (PHANOBIA)</p></h3> <p></p> <h2>Primer día desde Letsa.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">No dejéis que los falsos dioses os seduzcan con sus palabras de miel y sus dedos de seda, pues está escrito: aquel que desoiga la llamada de la Luz, aquel que dé la espalda a la Verdad, no merece sino el tormento al que se verá sometido tras la muerte.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>De la Vida y la Verdad</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Y quien sigue a la Luz está obligado a actuar en el mundo con el enemigo de la Luz como Ella lo hará en el otro mundo.</p> <p>Las palabras de Vantar, que horas antes le habían parecido una simple prolongación de su habitual letanía monocorde, resonaron en los oídos de Nial mientras caminaba, mucho después, por el inmenso salón triangular del edificio que, hasta aquella mañana, era un santuario dedicado a la paz de los dioses.</p> <p>Parecía incapaz de sacárselas de la cabeza: retumbaban en su cráneo, sobrepasando incluso los vítores de la multitud que rodeaba el Tre-Ahon y que, pese a ser ensordecedores, no lograban ahogar los gritos que se emitían en el interior del edificio. Unos gritos que Nial estaba seguro de que jamás conseguiría apartar de su mente, mezclados con las palabras del Profeta que, sólo entonces, coreadas por esos aullidos agónicos, cobraban el sentido que Vantar había querido darles.</p> <p>Desde aquella mañana, desde que el Divino Profeta consideró que el palacio estaba limpio de toda la falsedad y engaño, que, en forma de seres humanos, lo corrompían, los juicios se celebraban en el Tre-Ahon. Unos juicios muy rápidos que siempre tenían el mismo veredicto, y cuyas condenas se ejecutaban con aún más celeridad. Nial había perdido la cuenta de los hombres que había visto morir aquel día, de las distintas formas de matar que se había visto obligado a presenciar. A media mañana, después de encontrar a Janee hecho un ovillo en un rincón del templo, sollozando, le obligó a regresar al palacio al comprender que el muchacho no lograba controlarse pese a su advertencia de que su vida, la de todos, podía depender de que lo hiciera. Él mismo tuvo que reunir toda su fuerza de voluntad para no convertirse también en un guiñapo tembloroso, después de ver algunas de las ejecuciones que Vantar ordenaba y que los fieles miembros del Ejército de la Luz se apresuraban a realizar. Y aquel horror, aquella matanza descontrolada, se había prolongado todo el día, y aún seguía en esos momentos en que la luz del sol se convertía en un fulgor rojizo que penetraba por los altos ventanales y bañaba el interior del santuario, haciendo relucir la sangre que inundaba el suelo, las paredes, incluso el aire.</p> <p>En lo que hasta ese día había sido el centro del templo, un salón de mármol, piedra y luz, un sacerdote yacía en el suelo, con la cabeza apoyada sobre un tajo cuya madera supuraba sangre, incapaz de absorber más. Un hombre, de ropas humildes empapadas en escarlata, golpeaba el cuello del triakos con una espada, intentando sin conseguirlo separar la cabeza del cuerpo. El sacerdote estaba vivo, con la boca abierta en un grito silencioso, y cada vez que trataba de levantarse un nuevo borbotón de líquido espeso y rojo brotaba de las heridas de su cuello. De un extremo a otro corrían hombres, saltando por encima de los cadáveres amontonados en toda suerte de posiciones, a cual más horrenda. Resultaba imposible saber a cuántos habían matado: piernas, brazos, torsos y cabezas se acumulaban bajo la bóveda, junto a las columnas, bajo las ventanas. Había montones de vísceras a lo largo de las paredes. El suelo estaba resbaladizo por la sangre.</p> <p>Mientras tragaba saliva, intentando que su imaginación dejase de torturarlo con los detalles de lo que había visto y de lo que todavía le quedaba por ver, Nial contempló cómo varios de los hombres de Vantar empujaban a una pareja de triakos por las escaleras que conducían a las viviendas construidas en el edificio anexo al santuario. Los sacerdotes cayeron al suelo delante de una mesa tras la que se sentaba Vantar, al fondo de la cámara, donde se levantaba el signo de la Tríada hasta que el Ejército de la Luz lo descolgó para destruirlo a martillazos. Los hombres del Profeta se burlaron de ellos a gritos, antes de obligarlos a levantarse y sostenerlos ante el que se había erigido en juez en nombre de la Luz. Los rostros de los triakos estaban tan pálidos que parecían haber muerto ya y haberse convertido en fantasmas al ver lo que les aguardaba.</p> <p>La sonrisa de Vantar no logró ocultar el odio que reflejaban sus ojos.</p> <p>-Escupid sobre los adoradores de los tres demonios. -Su voz, pese al tono bajo y tranquilo que empleaba, pese a los gritos de furia y de agonía, se oyó a la perfección por toda la estancia-. Pisotead a los sacerdotes, matad a los nobles y a los reyes. ¡Devolvedles todo el sufrimiento que han provocado durante siglos! ¡Que los mismos cielos caigan sobre sus cabezas! ¡Muerte! -aulló al fin, y la multitud coreó su orden con un espantoso clamor-. ¡El veredicto es de muerte!</p> <p>El gentío que abarrotaba el Tre-Ahon y sus alrededores soltó un nuevo grito estremecedor. Uno de los dos triakos fue conducido a empujones hasta un espacio abierto muy cerca de donde Nial observaba toda la escena, intentando apartar su mente de lo que veía. A tirones, los hombres que lo sujetaban desgarraron su túnica sacerdotal, dejándolo desnudo y temblando de miedo y de frío. Entonces lo empujaron para volver a tirarlo al suelo, y uno de ellos ató con movimientos rápidos dos cuerdas a sus tobillos, atajando los movimientos desesperados del sacerdote con patadas y puñetazos. Otro sujetó sus brazos apretándolos contra el suelo.</p> <p>Adivinando lo que se disponían a hacerle al triakos, Nial tomó aire, angustiado, y buscó con disimulo el apoyo de la columna de mármol que se erguía a su lado, tratando por todos los medios de no apartar la mirada. Un tercer hombre se acercó al sacerdote, armado con un pesado mazo de madera. Con dos golpes demoledores, le partió los brazos a la altura de los hombros. Los gritos de dolor se perdieron entre los chillidos enfervorizados de la multitud mientras el berenita que sujetaba sus brazos los soltaba y alargaba la mano para coger una de las cuerdas que su compañero había amarrado a los tobillos del clérigo.</p> <p>Nial sintió cómo su rostro se contraía en una máscara de horror al observar cómo los otros dos hombres tiraban de las cuerdas para obligar al sacerdote a abrir las piernas, tanto que parecía imposible que sus músculos resistieran sin partirse. El tercer hombre, el del mazo, alzó una estaca de vara y media de altura, con un rictus cruel deformándole la cara. La estaca tenía un extremo afilado como una espada; fue ese extremo el que el hombre estampó entre las piernas del triakos, en su ano.</p> <p>El primer golpe del mazo sobre el otro lado de la estaca fue coreado por la turba. Pero ni los golpes del mazo ni los gritos de la multitud fueron capaces de amortiguar los aullidos inhumanos conforme la estaca se abría paso a través de su cuerpo hasta que la punta afilada, cubierta de sangre y otros fluidos, asomó por detrás de su hombro. Nial se tapó la boca con la mano; tenía el estómago revuelto. Se obligó a seguir mirando mientras el improvisado verdugo daba media vuelta y descargaba el mazo sobre el suelo una, dos, tres veces, hasta partir una losa y revelar la tierra que había debajo.</p> <p>-Aquí -gritó, torciendo la cabeza para mirar a sus compañeros-. Es un buen sitio para clavarla.</p> <p>Nial creyó que iba a vaciar su estómago, o quizá su vejiga y sus intestinos, allí mismo, en pleno centro del Tre-Ahon. Conteniendo una náusea, o tal vez un sollozo, siguió con los ojos vidriosos los movimientos de los tres hombres que trasladaban al triakos, ensartado como un cordero destinado al asador, y colocaban la estaca que hacía las veces de espetón en posición vertical sobre la tierra que acababan de descubrir. El mazo comenzó a clavar la vara en el suelo.</p> <p>-¿No es curioso? -dijo Dendalior, acercándose a él desde detrás de la columna que sostenía el altísimo techo sobre sus cabezas-. Esto es lo que los öiyin hacen para adorar a la Muerte... y nosotros estamos utilizando su ritual para adorar a la Luz.</p> <p>Por debajo del tono casual, casi burlón, del antiguo triakos, Nial creyó adivinar un leve temblor que amenazaba con agudizar su voz hasta convertirla, en cualquier momento, en un graznido incoherente. No le extrañó. Tampoco él se sentía capaz de controlar por completo la voz; de hecho, temía incluso abrir la boca por miedo a que entre sus labios, en vez de palabras, brotase un grito de horror, o, peor, el desayuno a medio digerir que pesaba en su estómago como una roca. «Vantar -gimió para sus adentros-. Vantar, Vantar, ¿en qué te has convertido? ¿En qué has convertido a toda esta gente?»</p> <p>Pese a todo, se armó de valor para contestar. Mostrar debilidad podía acabar no sólo con su autoridad y el respeto que le tenían los hombres del Profeta. Tal y como estaban las cosas, podía acabar también con su vida.</p> <p>-No les avisaste... -consiguió farfullar.</p> <p>Dendalior bajó la mirada.</p> <p>-Sí lo hice -confesó-. Pero ellos no quisieron huir.</p> <p>Nial tomó aire. En vez de aliviarlo, el gesto no hizo sino acrecentar las náuseas que amenazaban con obligarle a vaciar su estómago en mitad del santuario.</p> <p>-Esto es lo que Vantar considera adecuado para los sacerdotes de los falsos dioses... -Tragó saliva-. Y eso que son hombres. Me pregunto qué les habrán hecho a las sacerdotisas de Jenhaha -murmuró, tratando de no mirar con demasiada atención lo que tenía delante y, al mismo tiempo, de no demostrar la repugnancia que le causaba el espectáculo.</p> <p>«No merecemos más que esto.» Una mujer llorando, tumbada en un claro a la luz de la luna... La cara de Vantar, cubierta de golpes y heridas a medio curar, con los labios apretados mientras soportaba las burlas de la muchacha rubia vestida de seda. «¿Has visto, Nial? ¡Tu amigo el campesino quiere tocarme la mano!» Los ojos brillando de terror mientras el niño Vantar alzaba las manitas para protegerse de los golpes que la mujerona hacía llover sobre su cabeza. Su expresión de odio infinito mientras estrujaba la flor entre sus dedos. Nial tomó aire para serenarse y apartar los recuerdos que se clavaban en su alma con tanta saña como los gritos del triakos moribundo. «Vantar, ¿en qué te has convertido...?»</p> <p>-No quieras saberlo -respondió Dendalior, también en un susurro.</p> <p>Nial lo miró de reojo. En el rostro del ex sacerdote, por primera vez que pudiera recordar, se podían leer las emociones con tanta claridad como si las tuviera escritas con rann azul. Odio, ira, asco, se dibujaban sobre sus facciones, superponiéndose a las líneas de sus rasgos como una máscara que desfigurase su cara o, quizá, que la dejase ver de verdad por primera vez. Y, por encima de todas, una emoción que hacía relucir de forma mortecina sus ojos oscuros y que el antiguo triakos no podía ocultar.</p> <p>Terror.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>REGIÓN DE HONGARRE (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Sexto día antes de Dietlinde.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Los novanos, que antes del Ocaso se llamaban a sí mismos «hombres azules», conservaron su forma de vida hasta que tuvieron que admitir que los tiempos habían cambiado y que ellos debían cambiar también si querían seguir viviendo.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Ridia: Orígenes</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Binsar tembló cuando el gigante de cabellos rubios y barba trenzada clavó en él su mirada de hielo. Se odió a sí mismo por sentirse tan intimidado. Pero aquellos hombres eran tan... amenazadores... Odió también a su señor por haberle ordenado dejar la seguridad de su hogar para recorrer los caminos del norte de Novana, que en el mejor de los casos eran incómodos y en el peor mortales. Y lo odió todavía más por haberle enviado en una misión que, después de salvar montañas, bosques infestados de lobos y proscritos y aldeas en las que el concepto de la hospitalidad se acercaba mucho al del asesinato ritual, ahora se revelaba como infinitamente más peligrosa de lo que había supuesto.</p> <p>-Dile al drötikën lo que nos has dicho a nosotros -ordenó Zravo.</p> <p>Binsar había creído que el hombretón de rostro pintado de azul era terrorífico, pero el rey de Dröstik, con su mirada penetrante y su enorme estatura, lo aterrorizaba todavía más. Y era con ellos con quienes su señor le había enviado a tratar... Esta vez no bastaba con hacerse invisible entre las decenas de hombres que orbitaban en torno a los grandes nobles de Novana; tampoco era suficiente con enviar una misiva que estableciera los términos de un acuerdo. Lo más probable, imaginaba Binsar, era que aquellos hombres ni siquiera supiesen leer.</p> <p>Tuvo que abrir la boca varias veces antes de encontrar su voz.</p> <p>-Mi señor asegura que el tratado entre Novana y Phanobia es inminente -balbució-. Novana enviará un ejército a Phanobia para ayudarla en la guerra contra... contra los tikën -finalizó en un murmullo. Contra aquellos hombretones de barba amarilla... Cuánto se alegraba Binsar de que su señor hubiera decidido estar en su bando. Si tuviera que alzar una espada contra uno solo de ellos, tendría que cambiarse las calzas.</p> <p>Zravo, el líder de los he-ranne, los hombres azules, miró al drötikën con un gesto de satisfacción.</p> <p>-Como te reveló Sikk, mi mensajero, no podría haber un momento mejor, drötikën -dijo. El gigante rubio se mantuvo inexpresivo-. El ejército de Novana estará en Phanobia. Y lo que queda aquí está disperso: tardarían no menos de cincuenta días en reunirlo. -Se acercó a él y le ofreció su propio cuerno. El tikën lo aceptó sin cambiar de expresión-. Ayudadnos a librarnos de las garras de Novana -casi suplicó Zravo- y el próximo año tendréis a los he-ranne a vuestro lado para conquistar Phanobia.</p> <p>El drötikën clavó su mirada helada en Binsar. Éste se estremeció.</p> <p>-¿Quién es tu amo? -inquirió el líder de los tikën.</p> <p>-E-el señor de Venver, ma-majestad -logró articular Binsar. El drötikën miró a Zravo.</p> <p>-También Venver pertenece a los he-ranne. Está al este de Hongarre. Es nuestro, como todo lo que está a este lado de Saldehêna.</p> <p>El drötikën asintió.</p> <p>-Queréis ser los amos de Hongarre y Venver -dijo. Se mesó la barba trenzada-. Y ¿por qué no de todo Novana?</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>SEGUNDA PARTE</p></h3> <h2>Senda</h2> <p></p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Sexto día antes de Dietlinde.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Novana es una isla, y como tal no tiene frontera directa con país alguno. No obstante, el mar de Trisema no constituye una protección fiable, ya que Phanobia tiene una tradición marítima tal que el agua le resulta tan cómoda como la tierra, y lo único que separa Novana de Dröstik, el estrecho driniano, se convierte en un camino de hielo entre Yeöi y Letsa.</p> <p>Novana nunca se ha aliado con Dröstik. No se puede firmar un tratado con los tikën. Por eso es Phanobia su aliado natural, y por eso, salvo en contadas ocasiones, Novana y Phanobia han sido países amigos, afines tanto en su cultura como en sus intereses.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Enciclopedia del Mundo</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Kal logró mantener el rostro imperturbable pese al fastidio que le impelía a levantarse de un salto y salir corriendo hacia su dormitorio. O hacia el patio. O hacia cualquier lugar que no fuese aquél. Retuvo el impulso de apoyar la mejilla en la mano y cambió de postura, cruzando las piernas bajo la mesa, y se mordió la lengua para no soltar un exabrupto.</p> <p>Isobe levantó la mirada del bastidor y frunció los labios, pero no hizo ningún comentario. También Sihanna de Phanobia fingió no haberse percatado de la impaciencia del príncipe, y siguió charlando animadamente con una de sus damas, una mujer rubia lo bastante bonita como para relucir en Lanhav. Valenia, se llamaba. Evan aseguraba que era la amante de Sihanna, y Kal no había visto todavía una prueba de lo contrario. Las demás damas de Sihanna y las de Isobe se entretenían cada una a su modo. Algunas bordaban, otras jugaban a inventar canciones de amor. Un par de ellas había conseguido una baraja de cartas y edificaba castillos sobre una mesita junto a la ventana. Dila estaba apoyada en un cojín, con los pies recogidos bajo la túnica verde de seda, absorta en la lectura de un pergamino.</p> <p>En los treinta y cinco días que llevaban en la Isla, sin apenas salir al exterior, Kal había logrado acostumbrarse a su presencia. No tanto como para relajarse delante de ella, ni para olvidar quién y qué era, pero al menos había sido capaz de dejar de fulminarla con la mirada cada vez que la veía, e incluso respondía con cortesía cuando se veía en la obligación de hablar con ella.</p> <p>Algo que tenía que agradecerle a Evan, al menos en parte. El señor de Lenvania sólo había aguantado dos días de encierro antes de insinuar que aquellas miradas llenas de furia no se debían a los sueños de Kal, sino más bien a que Dila era la mujer de sus sueños. Y que Sihanna e Isobe no tardarían en percatarse de sus miradas, y antes de que Kal se diese cuenta acabaría casado con la joven phanobiana y tendría tres hijos clavaditos a Evan. No había olvidado su promesa de entretener a la esposa de Kal para que la pobre no acabase tirándose al Tinhal de puro aburrimiento.</p> <p>-Es bonita -había murmurado, recorriéndola de arriba a abajo con los ojos-. Además, si es una de las damas de Sihanna, seguro que es virgen. En sentido estricto -sonrió, lascivo.</p> <p>-Prefiero un poco de experiencia en mis mujeres -replicó-. Si son doncellas siempre hay algún malentendido. Incluso antes de que tu conciencia empiece a darte por culo.</p> <p>Evan alzó una ceja.</p> <p>-Ah, pero ¿tú tienes de eso? Me refiero a la conciencia, no al culo.</p> <p>-Supongo. -Kal se encogió de hombros y le dijo a Evan con exactitud dónde podía guardarse sus ideas acerca de su matrimonio. Sin embargo, pocos días después Isobe volvió a insistir en la necesidad de casarlo, más aún ahora que estaba a punto de convertirse en rey de Novana. Y le preguntó sin tapujos si no había ninguna dama entre las visitantes de Phanobia con quien le apeteciese compartir el trono.</p> <p>-Esa joven a la que miras tanto... -empezó Isobe. Kal frunció el ceño y su madre optó por cerrar la boca.</p> <p>Un momento después volvió a abrirla.</p> <p>-Danekal, no he podido evitar fijarme en cómo la miras, y creo que tal vez podrías...</p> <p>-No, madre -contestó él con más brusquedad de la que pretendía-. No voy a cortejar a nadie mientras estamos de luto por padre. Y menos a ella.</p> <p>Isobe apretó los labios en una mueca obstinada, tan parecida a la suya propia que Kal creyó por un instante estar mirándose en un espejo.</p> <p>-Si no estás dispuesto a quedar como un estúpido -lo criticó fríamente-, jamás conseguirás que te pase nada maravilloso. Eres un idiota, príncipe de Novana.</p> <p>Y se marchó con paso altivo. Desde entonces Kal optó por disimular los sentimientos que lo asaltaban cada vez que Dila aparecía ante él. Su ardiente rabia acabó siendo una mera punzada de aborrecimiento que ocultaba sin demasiado esfuerzo. No era capaz de ignorarla, pero tampoco sentía el impulso de matarla nada más verla.</p> <p>También Dila tuvo algo que ver con aquello. Días después de su primer encuentro, cuando el rencor todavía era tan agudo que le dolían los músculos de tanto odiarla, Kal se vio obligado a reconocer que no había mentira en su mirada, que no lo había reconocido y que no sabía que el príncipe al que miraba con desconcierto era el mismo hombre al que había torturado todas las noches durante diez años. Su Mellizo. Y ella no lo recordaba.</p> <p>-No sabe quién soy -se lamentó al fin, preguntándose dónde dejaba aquello sus deseos de venganza y la feroz alegría que lo había embargado la mañana que despertó sabiendo que su Melliza se hallaba en su poder.</p> <p>-Y ¿qué esperabas? -demandó Evan-. Los sueños sólo son sueños. Yo nunca me acuerdo de lo que sueño. Y casi lo prefiero si un sueño puede convertirte en un gilipollas.</p> <p>Dila no sabía quién era. Y Kal, obligado a soportar su presencia casi a todas horas, optó por guardarse su inquina para sí y dejar de buscarla con la mirada para disfrutar del ardor de su odio, no fuera que tanto Evan como Isobe acabasen por creer que ese aborrecimiento era deseo.</p> <p>La inactividad forzada por los setenta días de duelo debidos a un rey muerto empezaba a cansarle, y verse obligado a compartir las horas muertas con su madre, con Sihanna y con todas aquellas idiotas risueñas comenzaba a hacerle desear tirarse él mismo al río. Pero hasta después del luto no sería coronado rey, y sin un rey no era posible firmar un tratado. Sihanna había accedido a permanecer en Lanhav hasta que Kal tuviera derecho a llevar la corona, y la Torre del Rey se había convertido en una prisión en la que, en lugar del dolor y la desesperación, rezumaba el hastío.</p> <p>Incluso el mensajero que llegó aquella tarde con malas noticias fue bienvenido en el ambiente cargado de tedio.</p> <p>-No te sientas culpable, Dilanya -estaba diciendo Sihanna, que había dejado de lado a la rubia Valenia por un momento. Dila levantó la mirada, sorprendida, y dejó que el pergamino volviera a enrollarse en su regazo-. Aunque el germen haya sido el Saldellal, tú no podrías haber hecho nada por evitarlo. ¿Quién habría imaginado lo que esos andrajosos pretendían?</p> <p>Dila sonrió con inseguridad, y empezó a juguetear con los cordones dorados que ceñían el vestido a su cintura.</p> <p>-Gracias, majestad. Yo...</p> <p>-Sin embargo -la interrumpió la reina- habría que haberlo previsto. No en vano llevo años suplicando a mi esposo que prohíba esas creencias impías y adopte el culto a la Tríada como religión oficial y única... Si me hubiera escuchado, haría décadas que el berenismo ya no tendría seguidores en el Saldellal.</p> <p>Dila frunció el ceño.</p> <p>-Majestad -murmuró-, no ha sido en el Saldellal donde... sino en Dalmendia. Es...</p> <p>-Por desgracia -la ignoró Sihanna-, con la desaparición de mi hija, contamos con menos efectivos de los que necesitaríamos para acabar con esta tontería: mi esposo ha enviado a la mitad de nuestro ejército a buscarla. Aunque confío en que Novana nos preste su ayuda -continuó Sihanna, dirigiéndose a Kal-. Ya sé que estáis de luto, alteza, pero las circunstancias...</p> <p>Kal gruñó en silencio. ¿Acaso aquella mujer había esperado hasta verlo desesperado de aburrimiento para decirle lo que pretendía? Como si Kal no lo hubiera adivinado nada más verla arrugar el ceño mientras leía el mensaje... Era joven, por Jenhaha, pero no idiota. Alzó la cabeza y miró a la reina de Phanobia, que parecía la viva imagen de la inocencia.</p> <p>-El tratado que mi padre, los Tres lo hayan llevado a una fiesta eterna, firmó con vuestro esposo ya no tiene valor -masculló, irritado-. Por eso estáis vos aquí, tengo entendido. Pero no os preocupéis: Novana no abandona a sus aliados, aunque no la obligue ningún papel.</p> <p>-Puedes tomar decisiones de este tipo antes de ser coronado, Danekal -intervino Isobe sin levantar los ojos del paño que bordaba-. Si aduces que es una cuestión urgente. O puedes dejar que lo haga yo en tu nombre. Todavía llevo el título de reina. Pero no puedes dejar que Phanobia afronte esto a solas.</p> <p>-No tengo intención de hacerlo -contestó él, enojado-. Aun sin un rey, Novana sigue siendo un país amigo de Phanobia, y la familia real de Novana es amiga de la familia real de Phanobia. Podéis contar con esos hombres, majestad -concedió con una desganada inclinación de cabeza-. Pero no serán del ejército de Novana sino vasallos de mi casa. Serán menos de los que veníais a buscar, me temo, pero prefiero que esto sea un acuerdo entre nuestras familias y no un tratado entre países. Todavía no puedo hablar en nombre de Novana -añadió, atajando la protesta que Isobe estaba a punto de pronunciar-. Mis vasallos irán a recuperar vuestra capital, no a luchar contra los tikën. Cuando acabe el período de luto y sea coronado hablaremos de la guerra con Dröstik.</p> <p>Sihanna se lo agradeció con un gesto y volvió a dirigir toda su atención a su dama de compañía. Kal ignoró la mirada reprobadora de Isobe y bajó los ojos para volver a leer el mensaje que Sihanna había dejado en sus manos.</p> <p></p> <p><i>De Nhiconi V, rey de Phanobia, señor del Saldellal y soberano de Teune, Soligna, Phendara, Dalmendia y Cahrad, a Sihanna</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><i>En Soligna, a diecisiete de Letsa del año del Ocaso de 570</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><i>Esposa</i>:</p> <p><i>Lamento no poder escribirte para darte buenas noticias, pero Jenhaha ha tenido a bien robarnos una parte más de la ya escasa alegría que nos restaba. Recordarás que nuestros informes aseguraban que los tikën seguían inmovilizados en su territorio por el hielo, y su rey aislado en Hilaa. La calurosa primavera que estamos padeciendo ha hecho que el deshielo se adelantase, por lo que debemos esperar que se pongan en movimiento en cualquier momento</i>.</p> <p><i>No obstante, estábamos preparados para esa contingencia, y contábamos con la ayuda de Novana... ayuda que, debido a la muerte de Tearate II, va a retrasarse. Pero aún nos quedaba un último golpe por recibir: Teune ha caído en manos de esos que se hacen llamar «berenitas», los seguidores del Profeta Beren y de la Luz. Tras alzarse contra los señores del Saldellal y marchar sobre Teune con su ejército de pobres y desarrapados, han ocupado nuestro palacio y gobiernan ahora la capital siguiendo sus pervertidas creencias</i>.</p> <p><i>Hay, por fortuna, una buena noticia: tanto yo como nuestra corte y la mayor parte de nuestro ejército y vasallos nos hallábamos todavía en Soligna, preparándonos para regresar a la corte de Teune para Dietlinde. No hemos sufrido daños, y nos hallamos todos en buen estado de salud. Seguimos, por desgracia, sin recibir noticias de nuestra hija, aunque, teniendo en cuenta que hoy día un mensajero tarda más en recorrer Phanobia que en cruzar el mar para llegar a Novana, es muy posible que sea ése el motivo por el cual no conocemos su situación. Me aseguran que no se hallaba en Teune cuando fue asaltada por los berenitas, de modo que hay motivos fundados para considerar que se halla, si bien en paradero desconocido, en perfecto estado</i>.</p> <p><i>No así nuestro reino. Debes implorar a Novana que</i>...</p> <p></p> <p>-Sé que sois la cabeza de vuestra casa desde la muerte de vuestro padre, alteza -dijo Sihanna, interrumpiendo su lectura y obligándole a levantar la mirada-, pero me preguntaba si os habéis asegurado la lealtad de vuestros vasallos. Muchas veces las lealtades cambian cuando cambia el rey.</p> <p>Kal abrió la boca para contestar, pero, para su sorpresa, Isobe se le adelantó.</p> <p>-Estáis preocupada por vuestro país, por vuestro esposo y por vuestra heredera, Sihanna, y no os lo reprocho -le espetó con voz fría-. Pero comprenderéis que eso es asunto de Danekal, y de nadie más que de él.</p> <p>Sihanna aceptó la reprimenda con un gracioso gesto de cabeza y volvió a concentrarse en su conversación con Valenia, mientras Isobe lanzaba una mirada de advertencia a Kal y bajaba de nuevo el rostro hacia su bastidor.</p> <p>Kal la observó con curiosidad. Antes de la muerte del rey, Isobe jamás habría amonestado a Sihanna en público, ni siquiera delante de sus damas; sin embargo, en los últimos días no parecía tan dispuesta a guardar las formas. El encierro en la Isla los estaba afectando a todos, e Isobe mostraba su desazón dejando que, de vez en cuando, la rigidez que se había impuesto a sí misma desde que contrajo matrimonio con Tearate se relajase un poco. Jamás faltaría al respeto a nadie, mucho menos a Sihanna de Phanobia, pero, de haberse producido ese incidente antes de comenzar el duelo, Isobe habría dejado que fuera Kal quien respondiese. «Y después me habría azotado por contestar de forma insolente.» Enrolló el mensaje de Nhiconi y lo dejó sobre la mesa.</p> <p>La frase de la reina de Phanobia no había golpeado lejos del blanco. Kal había pasado los primeros días del luto buscando a sus vasallos en Lanhav y enviando mensajes a los que permanecían en sus propiedades incluso en invierno, tanteando a los cabezas de las casas que habían jurado lealtad a la suya además de al reino. Kal era hijo legítimo de Tearate, no era ningún niño y nadie podía insinuar que no estuviera en posesión de todas sus capacidades; pero no estaba de más procurarse todos los aliados posibles por si acaso Nikao de Venver lograba reunir valor suficiente para proponerse como candidato al trono. Nikao o cualquier otro. Sonrió con sorna al pensar en Angarad: la mera idea habría hecho vomitar de horror al señor de Teilhil.</p> <p>Ni uno solo de sus vasallos rehusó prestar de nuevo su juramento ante él: ni los que estaban en Lanhav, ni los que se hallaban en el señorío de Laurvat, perteneciente a la familia de Kal. Muchos ya lo habían hecho y sólo esperaban a la coronación de Kal para jurarle lealtad también como rey; otros se dirigían en esos momentos hacia Lanhav para volver a pronunciar ante su hijo el juramento que hicieron antes a Tearate, señor de Laurvat y señor suyo.</p> <p>«Todos ellos irán a Phanobia», reflexionó, dando golpecitos en la superficie pulida de la mesa con los dedos. O enviarían a sus hombres para recuperar el país que ese pusilánime de Nhiconi no había pensado en defender hasta que se encontró con que había perdido su capital. Todos los vasallos de Laurvat sabían lo importante que era mantener buenas relaciones con Phanobia, y ninguno había eludido nunca su deber para con su señor y su rey. «Irán a Phanobia y atacarán a los berenitas, y después, cuando firmemos el tratado con Sihanna, regresarán y dejarán que sea el ejército quien expulse a los tikën.»</p> <p>Apartó sus pensamientos y miró a su madre con asombro cuando ésta empezó a canturrear inconscientemente sin dejar de bordar.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>TEUNE (PHANOBIA)</p></h3> <p></p> <h2>Quinto día antes de Dietlinde.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Cuando los reyes del sur reclamaron nuestra tierra para ellos, nos obligaron a abandonar nuestras creencias, nuestras costumbres, nuestras vidas, para convertirnos en copias de los que ahora se llamaban «novanos». Nos quitaron nuestra alma, nuestro ser, incluso nuestro nombre.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>El pueblo del rann</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Nial no solía pensar en su pasado. Vantar lo conocía, y era posible que Dendalior sospechase algo, y también Janee, pero en el enloquecido Ejército de la Luz era peligroso atreverse siquiera a pensar en quién había sido, dónde había crecido y quién seguía siendo en realidad pese a su actual disfraz de fanático religioso y lugarteniente del Divino Profeta de la Luz.</p> <p>Sin embargo, sí había algo que le rondaba la cabeza. Un recuerdo, convertido casi en una ensoñación por el paso del tiempo. Paseando por las calles desiertas de la capital de Phanobia al abrigo de la oscuridad, Nial descubrió que, en ocasiones, la memoria remota puede ser más vívida que la que se ha guardado hace pocos días. «Y por qué no, si lo que un hombre desea es poder olvidar todo lo que ha visto últimamente...» Suspiró, cansado, mientras dejaba que sus pies lo condujesen por el empedrado irregular de las calles de Teune, tropezando cada pocos pasos con algunos de los adoquines peor colocados, y maldiciendo por su falta de previsión. «Bien podría haberme acordado de traer una luz», se increpó a sí mismo. No lo había hecho porque no tenía intención de salir del palacio. Se había limitado a salir. Tal vez porque sus piernas respondían a esa parte inconsciente de su ser que comprendía mejor que sus pensamientos conscientes que estaba a punto de no ser capaz de soportar ver más sangre, más muerte, más dolor, más terror.</p> <p>Lo curioso era que el recuerdo que se empeñaba en abrirse camino a través de todos los muros que protegían su cabeza no era suyo. Era el recuerdo de un recuerdo, la imagen de algo que había presenciado otra persona, cientos de años atrás, y cuya memoria había viajado hasta él pasando por las bocas de decenas de hombres que compartían con Nial su linaje.</p> <p>Casi podía paladear el sabor de la cerveza aguada que le habían servido aquella noche, como todas las noches de su infancia; el olor del fuego que ardía en el enorme hogar de piedra y que se pegaba a su lengua, mezclando su aroma con el de la bebida y la carne asada que acababa de comer, mientras escuchaba ensimismado el cuento que su padre sentado frente a él iba desgranando entre sorbo y sorbo de vino svondeno. Una historia sobre el pasado más remoto, sobre quiénes eran sus antepasados, sobre cómo sus ancestros se habían visto obligados a rendir sus armas, sus costumbres, su cultura a la superioridad de los reyes de Tilhia, que por aquel entonces dominaban casi todo el continente de Ridia. Cómo los que antaño se llamaban a sí mismos «tikën» habían tenido que aprender a pensar en sí mismos primero como tilhianos, después como phanobianos, hasta convertirse en poco menos que una mala copia de aquellos a quienes antaño habían jurado odiar. Perdiendo su historia, su alma. Perdiendo su nombre... Tikën.</p> <p>Nial saboreó el nombre junto con el recuerdo de la carne, la cerveza, el humo del fuego, el olor a sudor rancio y a vino y al pelaje mojado de los perros que descansaban bajo la enorme mesa de roble. Aún ahora, tantos años después, sentía la amargura que sus antepasados debían haber sentido al verse despojados incluso de eso. «Y qué poco sabía yo cuando decidí seguir a Vantar... Qué poco entendía, qué poco fui capaz de prever. Cómo no vi que, al marcharme, estaba dejando atrás mi nombre.»</p> <p>Sabía por qué, de repente, había surgido ese recuerdo de entre todos los que guardaba de su infancia. Fue al comprender que, junto con la vida de muchos de sus habitantes y la humanidad de los que aún continuaban vivos, junto con sus dioses, sus reyes, sus nobles y sus sacerdotes, Teune, y después Phanobia, estaban a punto de sufrir el mismo destino que aquellos tikën de antaño cuya sangre corría por las venas de Nial.</p> <p>Y Teune, y Phanobia, también perderían sus nombres.</p> <p>-¡Alto! -gritó una voz, sacándolo de su ensoñación con tanta brusquedad que desenvainó a medias la reluciente espada que portaba en la cadera desde que los berenitas habían saqueado la armería del palacio real. Nial se sacudió los recuerdos y enfocó la mirada justo a tiempo de reconocer al hombre que lo apuntaba con una lanza y muy malas intenciones.</p> <p>Logró componer una expresión desenvuelta.</p> <p>-Soy yo, Innéo. Nial -sonrió, asegurándose de colocar el cuerpo bajo la luz de la luna que asomaba entre dos maltrechos edificios. El hombre, un labriego de Soligna convertido en soldado por la Gloria de la Luz, se relajó.</p> <p>-Señor -murmuró, acordándose después de realizar algo que alguien podría tomar por un saludo marcial si estuviera completamente borracho-. No esperaba ver a nadie de noche en... lamento lo de... -Se apresuró a apartar la lanza-. Lo siento -se excusó de nuevo.</p> <p>-No te disculpes por cumplir tus órdenes, hombre -respondió Nial en tono despreocupado. En realidad, el miedo que de pronto se reflejaba en los ojos de Innéo al reconocer a uno de los hombres de confianza del Profeta no hizo sino incrementar la sensación de repulsa y de culpabilidad que había empezado a sentir cuando Vantar ordenó quemar la primera aldea. O antes, cuando ordenó matar al primer hombre que se negó a unirse al Ejército de la Luz. O tal vez se había acumulado poco a poco, conforme Vantar iba desplegando sus sagradas alas sobre los que juraban seguirle y convertía a aquellos hombres sencillos en carniceros, al servicio de un ser que creía que aquellos que adoraban a otros dioses, que aquellos que se oponían a él, que aquellas que habían nacido mujeres, eran el mal y no merecían otra cosa que la muerte.</p> <p>«Y ¿qué hemos conseguido después de nuestra bendita lucha por la Luz?» se preguntó, no por primera vez. Aldeas arrasadas, cadáveres calcinados, una ciudad en la que el hambre y la enfermedad gobernaban en nombre de Vantar, pese a la insistencia de Dendalior en que exponer los cuerpos de los herejes y los enemigos no era buena idea. Una ciudad en la que el miedo se extendía al mismo ritmo que las enfermedades infecciosas por las calles repletas de cadáveres descompuestos.</p> <p>«Es la Luz la que decide quién vive y quién muere», decía Vantar, negándose a escuchar a Dendalior cuando el antiguo triakos trataba de explicarle que no bastaba con haber conquistado la ciudad y las almas de sus habitantes, que también había que conservar sus cuerpos con vida.</p> <p>-Es peligroso pasear por Teune a estas horas de la noche, señor -dijo Innéo-. La ciudad no es segura.</p> <p>-No. -Exhaló aire antes de dirigirle un último saludo y girar sobre sus talones para regresar al palacio. «Y todo el peligro y la inseguridad y la muerte que gobiernan Teune se pueden resumir en una sola palabra.»</p> <p>Nosotros.</p> <p>«¿En qué nos has convertido, Vantar?», sollozó su alma.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>EL LUGAR</p></h3> <p></p> <h2>Quinto día antes de Dietlinde.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Muchos hombres aseguran hallar la plenitud en la oración, o en el amor, o en la amistad. Otros la buscan en el poder o en la riqueza. No debemos culparlos por ello. Imaginad, sólo por un instante, que supierais que jamás ibais a poder tocar la Shah, que os estaría vetado para siempre su contacto...</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Diario de una shalhia</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Estaba sedienta.</p> <p>Tanto que había metido la cabeza debajo de la fuente para empaparse por dentro y por fuera con el helado líquido que brotaba de la roca en la ladera de la Montaña. Había mojado sus cabellos, había dejado que el agua corriese por sus mejillas, por su cuello, por todo su cuerpo, sin importarle el estado en que quedasen sus ropas. Había abierto la boca bajo el chorro como un niño suplicando el pecho de su madre.</p> <p>Pero seguía sedienta. Su cuerpo entero gritaba de sed.</p> <p>-Shah -murmuró tapándose los ojos con la mano. Le ardían la piel y los huesos, y creía que el calor iba a disolver sus ojos en las cuencas. Un calor que no existía, que no provocaba el tímido sol que apenas asomaba entre los montes que la rodeaban.</p> <p>Arrastró los pies un trecho más, dolorida, ignorando la tierra que se pegaba al repulgo empapado de su falda de lana. Y después se dejó caer a la sombra de un peñasco.</p> <p>La Señora había solicitado a otra shalhia que le prestase a su Mellizo. Pese a que aquello iba contra todas las normas, contra la naturaleza, contra todo cuanto conocía, Dila suplicó, se arrodilló, hasta que la shalhia ordenó a su Mellizo que la llenase de Shah. Tanto ella como Dila estuvieron a punto de vomitar de repugnancia ante la idea, pero la necesidad de Dila era muy superior a su aversión. Y el shalhed lo intentó, siguiendo las órdenes de su Melliza.</p> <p>La Shah había resbalado sobre ella, sin tocarla.</p> <p>Y la sed había sido mucho peor. Gritando de ansiedad, Dila había llorado hasta quedarse sin lágrimas. Y habría seguido sollozando si aún tuviera fuerzas.</p> <p>-Necesitas a tu Mellizo. -<i>Lo quieres</i>, fue el pensamiento que Dila captó en la Señora. «Lo necesito, sí.» La sed... La sed de Shah la atormentaba.</p> <p>Tanto que ella misma era la sed.</p> <p>-Lo quieres.</p> <p>«Lo necesito.» Apoyó la cabeza contra el peñasco, suspirando ante el contacto fresco de la piedra en su cabeza, y cerró los ojos. «Mellizo. ¿Dónde estás?» Él, y la Shah, que sólo él podía darle. «Antes de que muera de sed.»</p> <p>Él, que le había arrebatado la Shah, absorbiéndola de su cuerpo como antes se la había entregado. Un shalhed capaz de utilizarla. Un shalhed capaz de quitársela a su Melliza. «Pero que todavía puede otorgármela.» Estiró las piernas y se tumbó en el camino. Shah. Se echó a temblar y, al fin, lloró.</p> <p>-Dámela -sollozó-. Dámela, Mellizo. La necesito. -«Te necesito.» Alzó las piernas y se las abrazó haciéndose un ovillo. <i>Lo quieres</i>.</p> <p>Contrajo los labios de dolor y tomó aire, tratando inútilmente de contener los sollozos.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Cuarto día antes de Dietlinde.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Un día llevaron a Beren una soga con un nudo que nadie había conseguido desatar. Beren miró la cuerda y, tomándola entre los dedos, hizo un nuevo nudo encima del primero.</p> <p>«¿Por qué habéis hecho esto?», le preguntaron. Beren levantó la mirada y contestó: «¿No sabéis que es pecado intentar desentrañar los misterios que no están al alcance de los hombres? Ante los enigmas de la Luz, ponga yo un velo que los oculte; sobre sus sacramentos, ate yo un nudo que los mantenga en secreto. Pues sólo la Luz debe conocer lo que ha vedado a los hombres.»</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>De la Vida y la Verdad</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Había suspirado de alivio cuando Evan aceptó su propuesta y ambos se encaminaron a La Doncella sin molestarse en decirle a Isobe que no iban a quedarse a cenar. Saltarse las normas por una noche, aunque sólo fuese por una, calmó la ansiedad de Kal y lo llenó de una sensación de regocijo que ni siquiera el griterío ensordecedor de la taberna fue capaz de mitigar. Y que Evan no protestase cuando Kal expresó su deseo de subir a la planta de arriba lo alegró todavía más.</p> <p>-¿Te ocurre algo? -le preguntó a Evan. De un tiempo a esa parte el joven señor de Lenvania no había estado muy alegre, pero Kal lo achacaba al largo encierro en la Isla. Sin embargo, ni siquiera una escapada a La Doncella parecía haberlo reanimado. Claro que, teniendo en cuenta la calidad del vino que servían, no era de extrañar. Kal sonrió mientras se levantaba de la mesa-. Sube conmigo, si quieres. Hay muchas chicas ahí arriba...</p> <p>Evan negó, ausente, y se llevó la copa a los labios.</p> <p>-No tengo ganas, gracias -rechazó-. Disfruta de la velada. Y dale recuerdos a tu Tije de mi parte. Yo prefiero quedarme aquí y emborracharme.</p> <p>-Hazlo, pues. -Kal abrió la bolsa y dejó caer sobre la mesa un par de platas, que tintinearon al chocar entre sí-. Invito yo.</p> <p>-Gracias -repitió Evan. Kal frunció el ceño, extrañado al no oír un comentario hiriente por su parte, pero no dijo nada. Dio media vuelta y se dirigió hacia la conocida escalera de madera que llevaba al piso superior.</p> <p>Tuvo que esquivar muchas mesas, a un borracho empeñado en invitarle a una copa, una silla que volaba desde el lugar donde cuatro hombres se insultaban a voz en grito y a la dueña de la taberna, que parecía dispuesta a impedirle subir a solas. Pero al final logró atravesar la concurrida sala común de La Doncella y ascender la desvencijada escalera. Tije lo esperaba en el descansillo, acodada en la barandilla, inmersa en sombras que la hacían invisible desde abajo. Cuando lo miró, sus ojos multicolores relucieron en la oscuridad como los de un gato.</p> <p>Le sonrió.</p> <p>-Te echaba de menos, Danekal de Novana -murmuró, alargando la mano hacia él para coger la suya y arrastrarlo al interior del estrecho cubículo que se abría tras ella. Cerró la puerta y su sonrisa se ensanchó-. Ya pensaba que te habías olvidado de Tije... -El tono quejumbroso fue fingido, pero sus mohines hicieron reír a Kal. Besó su mano.</p> <p>-Lo he intentado, pero tu recuerdo se niega a abandonar mi cabeza -contestó-. Estás preciosa, Tije.</p> <p>Ella aceptó el cumplido con una breve inclinación de cabeza que agitó sus cabellos rojos y, sin soltar su mano, caminó hacia lo que antes era un camastro, ahora un mullido colchón sostenido sobre un bastidor de madera. Kal lo recorrió con una mirada interrogante.</p> <p>-Si iba a tener que esperar a cierto príncipe esquivo, pensé que sería mejor procurarme algunas... comodidades -explicó ella, indicando la mesita y la silla colocadas bajo la ventana, la bañera de cobre llena de agua caliente, la alfombra de lana que ocultaba los tablones medio podridos del suelo-. Para consolarme por el dolor de tu ausencia -añadió con un guiño.</p> <p>Kal vaciló al sentir un escalofrío, pero ella le obligó a sentarse en el borde de la cama y le sirvió una copa de vino antes de que pudiera preguntar nada. No se sentó a su lado.</p> <p>-Estaba a punto de darme un baño. -Señaló la bañera y el agua caliente que desprendía un ligero aroma a flores-. ¿Te importa?</p> <p>-En absoluto -sonrió él, reclinándose hasta tocar la pared con la espalda y cruzando una pierna sobre la otra. Ella rio, traviesa, y se despojó de la falda, que quedó tirada en el suelo. Se desató con dedos diestros los lazos del corpiño y se sumergió en el agua, sujetándose el pelo en lo alto de la cabeza con una horquilla de hueso. Inspiró y cerró los ojos.</p> <p>-El espectáculo es gratis -comentó sin mirarlo, con una sonrisa en los labios-. El resto, no. -Se salpicó a sí misma y rio-. Me refiero a la conversación. Ya sé que no has venido a nada más, por mucho que me mires con esa cara, cachorro.</p> <p>-Me gusta mirarte -se defendió él, sosteniendo la copa sin probar su contenido-. Yo también te he echado de menos.</p> <p>Ella apoyó la cabeza en el borde de la bañera y se relajó. Kal admiró la expresión tranquila y casi inocente que adquirió su rostro, tan distinta de la que tenía cuando esbozaba esa sonrisa ambigua y los ojos brillantes y juguetones se clavaban en los de él. Sobre la mesa había un par de velas encendidas cuya luz besaba la piel húmeda de sus hombros, tiñéndola de ámbar y convirtiendo los mechones de pelo que escapaban de la horquilla en regueros de sangre que se escurrían por su cuello. «No es hermosa», volvió a pensar llevándose la copa a los labios. Pero era tan atractiva que no necesitaba ser bonita para secarle la boca a un hombre. Una mujer que no podía dejar de ser sensual en ningún momento. «Si Jenhaha tuviera un cuerpo, sería el suyo.» Estuvo a punto de suspirar él también.</p> <p>Tije abrió los ojos y parpadeó. A la luz de las velas sus ojos brillaron como el oro líquido. Kal dio un respingo al verlos. Sólo fue un instante: al siguiente volvieron a ser de todos los colores y a la vez de ninguno. Kal se pasó la mano por el rostro, confuso, tratando de hacer desaparecer el rostro de ojos ambarinos que acababa de ver en lugar del de Tije.</p> <p>Ella enarcó una ceja.</p> <p>-¿Sigues soñando, Kal? -dijo incorporándose en la bañera y dejando al descubierto casi todo su cuerpo. Él bebió para ocultar su turbación. Tije levantó los brazos para sujetar los mechones de pelo rojo que habían escapado de su moño-. La cara de esa chica está tan grabada en tu mente que hasta yo puedo verla, cachorro. ¿La odias, la temes, o sólo sueñas con ella?</p> <p>Se quedó tan perplejo que la copa resbaló de entre sus dedos y cayó sobre su justillo y sobre la cama. Tije puso los ojos en blanco, alzó una mano e hizo un gesto con los dedos extendidos. La copa se enderezó y flotó hasta la mesa, y la mancha de vino desapareció de la sábana blanca y de la pechera de Kal como si nunca hubiera existido.</p> <p>Él se levantó de un brinco, aterrorizado. Abrió la boca para hablar, pero sólo consiguió balbucear. Tije volvió a sonreír y metió la mano en el agua caliente.</p> <p>-Oh, por favor -exclamó, divertida-. No me digas que te asustas por tan poco.</p> <p>-Una bruja -farfulló él. Su espalda chocó contra la puerta. Tanteó en busca del pomo sin apartar la mirada de ella. «¿Qué va a hacer ahora?» Tragó saliva. Ella rio.</p> <p>-Qué simples podéis llegar a ser -comentó, cogiendo agua en el cuenco de sus manos y derramándosela sobre el rostro-. No soy nada, Kal. Soy Tije. Sólo Tije. -Le guiñó un ojo. Una gotita se desprendió de sus pestañas y rodó por su mejilla empapada-. Deja de hacer el idiota y siéntate.</p> <p>Él no se movió. Ella se inclinó hacia un lado y apoyó los brazos en el borde de la bañera.</p> <p>-¿Por qué se asustaría de ver volar una copa un hombre que puede usar la Shah? -preguntó-. Tú tienes tus secretos, y yo los míos, Danekal de Novana. Y ahora, dime: ¿Sigues soñando?</p> <p>Sin darse cuenta Kal se sentó de nuevo en el borde de la cama y alargó la mano para coger la copa, que había vuelto a llenarse sin que ninguno de los dos hubiera tocado la jarra. Kal abrió la boca para hablar y volvió a cerrarla. Desesperado, buscó las palabras en la confusión que atontaba su cerebro y sólo fue capaz de preguntar: -¿Cómo...?</p> <p>Tije se puso en pie. A la luz titilante de las velas su cuerpo de diosa refulgió cual si en vez de en agua hubiera estado bañándose en oro líquido. El pelo húmedo se adhería a sus sienes y a su cuello, sus ojos irradiaban una luz más deslumbrante que la del mismo sol. Kal retrocedió, y al momento siguiente tuvo que contener el impulso de levantarse y lamer las gotitas de agua que formaban regueros en su cuello, entre sus pechos. Sacudió la cabeza y cogió la copa.</p> <p>-Tú tienes tus secretos -recalcó ella, cogiendo un lienzo para secarse-, yo tengo los míos.</p> <p>Rodeó su cuerpo con el lienzo y salió de la tina. Kal suspiró de alivio cuando ella ocultó sus perturbadoras curvas. Tije volvió a reír en silencio y se agachó; descubriendo la parte superior de su cuerpo, empezó a secarse las piernas.</p> <p>-No me has contestado.</p> <p>Kal bebió un sorbo de vino intentando tranquilizarse. «¿Acaso no sabías desde el principio que era distinta? ¿Qué importa que sea una bruja? ¿O que sepa...?» Kal carraspeó.</p> <p>-Sigo soñando, sí -respondió el príncipe al fin, parapetándose tras la copa. La expresión divertida de ella se acentuó.</p> <p>-Te altera. Sobre todo desde que ella ha aparecido en tu vida. -Se irguió y comenzó a frotarse los brazos con el lienzo, sin preocuparse por la desnudez del resto de su cuerpo-. Te preguntas por qué sueñas lo que sueñas, y por qué ella es tan distinta aquí, en Lanhav, por qué no es la misma mujer a la que has aprendido a odiar.</p> <p>Dejó caer el lienzo en el suelo y caminó hasta la percha clavada detrás de la puerta, de la que descolgó una túnica negra de terciopelo.</p> <p>-Pero es la misma mujer -continuó, alzando los brazos para ponerse la prenda por encima de la cabeza-. O tal vez no. ¿Quién sabe? -La gruesa tela amortiguó su voz risueña y ocultó su piel dorada, dejando sólo a la vista los pies descalzos-. ¿Quién sabe cómo somos en realidad?</p> <p>Ciñó su talle con un cinturón de plata y lo miró sin perder la sonrisa.</p> <p>-En el Mundo de los Sueños todos sois lo que creéis ser, o lo que queréis ser, o lo que pretendéis ser. ¿Quieres extraer una enseñanza de tus sueños? Sería más útil que intentases aprender algo de ti mismo cuando estás despierto.</p> <p>Y, con el semblante sosegado, se dejó caer en la cama junto a él. Acarició su mejilla y Kal dejó escapar un suspiro de alivio. «Es Tije», pensó él. Sólo ella. Se sintió extrañamente tranquilo.</p> <p>-Hay tantas cosas que no comprendo... -musitó, cerrando los ojos y permitiendo que su cuerpo se relajase.</p> <p>-Algunas no llegarás a comprenderlas. Otras ya las entiendes, aunque no lo sepas ver todavía. Y las demás... -Pasó un dedo por su mandíbula-. ¿Qué importa? Llegarás a saber lo que significan. A su tiempo.</p> <p>-No es una respuesta muy satisfactoria, ¿sabes? ¿No podrías ser más concreta?</p> <p>Ella volvió a reír.</p> <p>-¿Qué quieres saber, cachorro? -inquirió, revolviéndole el pelo con la mano-. Si te lo cuento todo, ya no será tan divertido...</p> <p>-Joder. -Abrió los ojos y los clavó en ella. Intentó enfadarse, pero el fulgor de los ojos multicolores y el roce cariñoso de los dedos enredándose en su cabello se lo impidieron. Sonrió a su pesar-. Y yo creía que me divertía cuando salía con Evan y bebíamos hasta que vomitábamos en el río... Hasta ahora, el día que más me había divertido fue cuando nos colamos en el Tre-Ahon y nos sorprendió un triakos: los azotes que nos propinó antes de saber quiénes éramos sí que fueron divertidos... La verdad es que está resultando de todo menos divertido, Tije -confesó.</p> <p>-Paso a paso.- Ella posó la mano sobre su frente, después los labios-. Hay que hacer las cosas paso a paso. -Besó la punta de su nariz-. ¿Por qué siempre tenéis tanta prisa? -Rio en silencio a una pulgada de su boca. Kal cerró los ojos-. Haz las cosas despacio, sólo así las harás bien. -Y lo besó en los labios, sosteniendo su rostro entre las manos, hasta que Kal tuvo que obligarse a recordar que tenía que respirar.</p> <p>Tije sonreía cuando se separó de él. Rozó su boca con el pulgar, con los ojos multicolores casi cerrados y la boca entreabierta.</p> <p>-Por ejemplo -susurró-, podrías haberme preguntado por aquella pulsera de cuero.</p> <p>El sobresalto de Kal la hizo reír otra vez. Se recostó sobre la pared, mirándolo con las cejas enarcadas, y atrajo hacia sí una copa con un gesto. La copa flotó por el aire en respuesta a la orden de su dedo.</p> <p>-Es cierto -murmuró Kal, sintiéndose tan idiota que la sangre comenzó a acumularse en su rostro-. La pulsera... Era tuya. ¡Era tuya!</p> <p>-Muy perspicaz, teniendo en cuenta que yo te lo dije -comentó ella mientras se llevaba la copa a los labios-. Sí, era mía.</p> <p>-¿A quién se la diste? -quiso saber él. La desconfianza volvió, más acusada que antes. Por un instante deseó aferrarla por los hombros y sacudirla. Ella le lanzó un beso provocativo antes de beber un sorbo de vino.</p> <p>-No se la di a nadie. -Bajó la copa. El vino dejó sus labios teñidos de un brillante color rojo-. La... perdí.</p> <p>Kal la miró, incrédulo.</p> <p>-¿Que la perdiste? -clamó, poniéndose en pie de un salto-. ¿La perdiste? ¿Y por qué...? ¿Y cómo sabías entonces...? Un momento... -Cerró la boca y reflexionó-. ¿Cómo sabías que yo buscaba esa pulsera?</p> <p>-Otra vez te estás dejando llevar por la impaciencia, cachorro. -Se levantó, alargó la mano para dejar la copa sobre la mesa y, sin darle tiempo para reaccionar, se inclinó y lo besó de nuevo-. Ve a buscar a Rondalma. Fue ella quien la encontró. Ella podrá decirte a quién se la dio en lugar de devolvérmela. -Sonrió-. Creía que así me molestaba. Qué simples podéis ser a veces.</p> <p>-¿Rondalma? -preguntó él con el ceño fruncido-. ¿Quién es?</p> <p>Tije hizo un gesto con la cabeza hacia la puerta.</p> <p>-Corre -instó-. No se va a escapar. No mientras tu amigo no le haya pagado las dos jarras de vino que ha pedido. Pero corre, si eso te hace sentir mejor. -Soltó una carcajada, le dio un último beso y lo empujó hacia la puerta, instándolo a salir con una palmada en el trasero.</p> <p></p> <p>Evan observó con indiferencia a Kal mientras éste bajaba a trompicones la escalera. Esbozó una sonrisa desganada al ver su ceño fruncido. «¿Problemas en el Paraíso?», pensó, y vació la copa que tenía entre las manos. Tije no parecía ser de las que se negaban a nada, pero tal vez Kal, en su entusiasmo, había conseguido ofenderla. Quiso reír al pensar en qué habría podido pedirle a Tije, pero no le salió más que un gruñido. Se encogió de hombros y llenó la copa con el contenido de una de las jarras que descansaban sobre la mesa.</p> <p>Kal bajó los escalones de dos en dos y aterrizó en la sala común. Los clientes de La Doncella debían estar habituados a las extravagancias de otros parroquianos porque ninguno dirigió al príncipe más que una mirada casual antes de devolver toda su atención a lo que estuvieran haciendo en esos momentos. Evan alzó la copa para beber, pero se quedó inmóvil antes de llegar a probar el vino. Kal parecía agitado: miraba a derecha e izquierda, como si buscase a alguien desesperadamente entre el laberinto de mesas y sillas de la taberna. Evan levantó la mano para recordarle dónde estaba, pero Kal lo ignoró y fue como una exhalación hacia el rincón donde la mujerona seguía llenando jarras de los barriles.</p> <p>Evan frunció el ceño al ver a Kal arrinconar a la enorme mujer y decirle algo en un tono que, a juzgar por la cara de ésta, no fue muy educado. Su reacción fue violenta: levantó la mano y cerró el puño, dispuesta a golpearlo.</p> <p>Evan se levantó de un salto, olvidando su apatía al ver que su amigo estaba a punto de quedarse sin dientes. Apartó la silla de un empujón y corrió hacia ellos, pero Kal se las arregló para detener el puñetazo de la tabernera. Sujetando su muñeca con la mano, la empujó contra la pared y se lanzó contra ella. La mujerona se lo sacudió de encima como quien espanta a un insecto.</p> <p>Evan llegó a su lado a tiempo de impedir que Kal se estampase contra la pared de madera. Aturdido, Kal sacudió la cabeza y se volvió hacia la enfurecida hembra, que había aprovechado el momento para armarse con una enorme jarra de peltre y los miraba con expresión amenazadora.</p> <p>-¡Sólo quiero hablar contigo, mujer! -exclamó Kal, levantando la mano para parar la jarra que le venía encima-. ¡Cálmate!</p> <p>-A saber lo que le habrás dicho para que se ponga así -dijo Evan, divertido, ayudando a Kal a enderezarse-. ¿Acaso el Gran Kal está perdiendo ese toque especial que tenía con las mujeres? ¿Será la edad?</p> <p>-Vete a la mierda -gruñó su amigo-. Mujer, deja eso -añadió en dirección a la matrona-. Por favor. Sólo quiero preguntarte una cosa.</p> <p>La tabernera no sólo no soltó la jarra sino que la alzó por encima de su cabeza y enseñó los dientes como un perro rabioso. Kal se irguió ante ella.</p> <p>-¿Eres Rondalma? -inquirió-. Sí, ¿verdad?</p> <p>Ella entrecerró los ojos, recelosa, pero asintió. Aunque no bajó la jarra.</p> <p>-¿Qué quieres? -masculló-. Si tienes alguna queja sobre mis chicas, puedes cogerte la lengua y metértela por el culo. No admito reclamaciones sobre las putas.</p> <p>-No tengo ninguna queja -aseveró Kal, lanzando una mirada ceñuda a Evan al oír su bufido-. Sólo quiero preguntarte por una pulsera de cuero que encontraste. Creo que fue entre Kertta y Tihahea.</p> <p>-¿Una pulsera? -dijo ella frunciendo el ceño.</p> <p>-De cuero -subrayó él-. Con el adorno de una rosa. Antes pertenecía a Tije.</p> <p>Rondalma sonrió perversamente.</p> <p>-Sí -admitió, bajando al fin la jarra y depositándola sobre uno de los barriles-. Una chuchería que debía haberle regalado algún idiota. Me extrañó que ésa llevase puesto algo así. No me la imaginaba aceptando algo tan feo.</p> <p>-Y ¿por qué se la quitaste? -quiso saber Kal. Evan arqueó una ceja al ver la tensión en su mandíbula, el gesto inocente con el que trataba de ocultar su enojo.</p> <p>-Yo no se la quité. Estaba tirada en el suelo -contestó la mujer con aspereza-. Lo que hay en La Doncella es mío. Podría habérsela quitado, pero no lo hice.</p> <p>-Tampoco se la devolviste -apuntó Kal.</p> <p>-¿Qué importancia puede tener una pulserita que como mucho valdrá dos cobres? Tije cobra tres platas sólo por hablar con un hombre. Dos oros si se abre de piernas. Tienes gustos caros, chico. -Rio y propinó un codazo cómplice en las costillas de Kal, que soltó un ahogado gemido-. Puede comprarse todas las pulseras que quiera.</p> <p>-Pero quería ésa.</p> <p>Rondalma volvió a encogerse de hombros.</p> <p>-Pensaba devolvérsela, si tanto interés tienes. Pero Pav la vio, se encaprichó de ella, y se la regalé.</p> <p>-¿Pav? -dijo Kal. Evan comprendió que la respuesta era importante para él cuando vio la fingida indiferencia con la que pronunciaba la pregunta, y él también se esforzó por disimular su curiosidad-. ¿Quién es Pav? ¿Un cliente?</p> <p>-Uno de mis mejores parroquianos. Pasaba más tiempo aquí que en su casa -asintió Rondalma-. A lo mejor quería tener la pulsera para recordar a Tije, no lo sé. No recuerdo si alguna vez llegó a follársela. Solía elegir a Mina.</p> <p>-Y ¿ya no viene? -intervino Evan, pensando que si era Kal el que insistía Rondalma podría sospechar que allí había algo raro.</p> <p>-Hace mucho que no lo veo por aquí. Estará metido en algún asunto turbio, seguro. -Hizo una mueca de indiferencia-. Ya aparecerá.</p> <p>«Y tan turbio», pensó Evan, dando un paso atrás. Kal se adelantó.</p> <p>-¿Sabes dónde vive? ¿Podría encontrarlo?</p> <p>-¿Para qué te interesa tanto saber de él, chico? -objetó ella, suspicaz.</p> <p>-Me debe dinero -graznó Kal. La mujerona pareció aceptar la explicación al instante. Volvió a esbozar una sonrisa desagradable.</p> <p>-No sé dónde vive. Si queréis saber algo más, preguntadle a Mina. Pasaba tantas horas arriba con ella que seguro que lo conocía como si fuera su hermano. Bueno, tal vez como a un hermano no -rio, maliciosa.</p> <p>Kal miró de reojo a Evan sin que la risueña mujer, cuya papada temblaba de forma desagradable con cada carcajada, se percatase.</p> <p>-¿Podríamos hablar con Mina?</p> <p>Rondalma miró al príncipe con unos ojillos brillantes enterrados entre los pliegues de su piel curtida, hizo un ademán despreocupado y señaló una de las ventanas que daban a la calle.</p> <p>-Es ésa de ahí. No la entretengáis mucho. Me debe tres días, y para pagármelos va a tener que encamarse a cinco hombres esta noche. Si no quiere que la azote delante de toda la clientela, por supuesto. -Sonrió con malevolencia y dejó de prestarles atención al instante, volviéndose hacia sus preciosos barriles llenos del veneno líquido que pretendía hacer pasar por cerveza y vino.</p> <p>Kal se encaminó hacia allí sin decir nada. Evan lo siguió enfrascado en sus propios pensamientos. ¿Qué habría ocurrido arriba para que Kal de repente hubiera recordado el asunto de la pulsera? Por lo poco que había entendido de la conversación de Kal con Rondalma, Tije poseía la dichosa pulsera hasta que fue a parar a manos de la mujerona, y ésta se la entregó a un hombre que solía acostarse con la rubia que reía tontamente sentada en el regazo de otro hombre justo debajo de la ventana.</p> <p>-¿Crees que ese tal Pav fue quien atacó a tu padre? -preguntó en voz baja, mientras sorteaban una mesa en la que se jugaba una partida de cartas. Kal apretó las mandíbulas y asintió con sequedad.</p> <p>La joven prostituta los miró, abriendo mucho sus ojos del color del hielo, cuando Kal le dijo con rudeza que querían hablar con ella. El tipo torció el morro y ladró una negativa, aferrándola. Evan abrió la boca para asegurarle que sólo sería un momento, pero antes de que pudiera decir nada Kal levantó a la joven, la dejó de pie a su lado y agarró la pechera de la mugrienta camisa del individuo.</p> <p>-Largo -le espetó. Para realzar su orden lo empujó hacia atrás, hasta que la cabeza del hombre golpeó la madera de la pared con un golpe sordo. Después, tirando de él, le obligó a levantarse.</p> <p>-Vuelve después de tomarte una copa en la taberna de al lado -le sugirió Evan en un tono mucho más amistoso. El tipo sacudió la cabeza, estupefacto, y se alejó hacia la puerta a trompicones, lanzándoles una última mirada aviesa. Evan parpadeó-. Qué fácil, ¿no?</p> <p>-Nadie ha dicho que para meterle mano a una puta haga falta ser valiente -bufó Kal, y se volvió hacia la desconcertada muchacha, que lo miraba con los ojos entrecerrados-. Mina, ¿verdad? -Sin esperar respuesta la forzó a sentarse en la silla que había dejado libre su cliente.</p> <p>-No tenéis derecho a hacer eso -protestó. Era muy joven, mucho más que ellos dos, pero las ojeras y la red de finas arrugas que rodeaba sus ojos echaban a perder el que podría haber sido un rostro bonito. El corpiño anudado a medias dejaba ver mucho más de lo que nadie debería ver de una mujer en público-. ¿Vais a pagarme lo que iba a pagarme él? -demandó-. Por dos a la vez cobro el triple.</p> <p>-Sólo queremos hablar. -Kal cogió una banqueta y se sentó frente a ella. La joven levantó la barbilla en un gesto desafiante.</p> <p>-Él no quería hablar -dijo, indicando la puerta por la que acababa de desaparecer el hombre que le había servido de asiento.</p> <p>Evan se encogió de hombros.</p> <p>-Rondalma ha dicho que Tije cobra un par de oros -dejó caer. Kal abrió la bolsa y sacó dos monedas de oro, que depositó con disimulo en la manita de la muchacha. Ella abrió la boca, asombrada, pero las guardó en su corpiño antes de que nadie pudiera verlas.</p> <p>Evan se inclinó para susurrarle al oído a Kal:</p> <p>-Creo que ella cobra menos.</p> <p>-Así tendrá para pagarle a esa bruja lo que le debe -replicó Kal entre dientes mientras Evan buscaba otra banqueta para sentarse a su lado-. Mina -se dirigió a la prostituta, cuyos ojos brillaban de satisfacción-, Rondalma nos ha dicho que eras amiga de un tipo que se llamaba Pav.</p> <p>-Yo no diría que fuéramos amigos -repuso-, pero sí, lo conocía. Venía casi todos los días. -Cruzó las piernas-. No lo veo desde mitad de Tihahea, más o menos. Si lo buscáis, no creo que lo encontréis en La Doncella.</p> <p>-¿Sabes dónde vivía?</p> <p>Mina se tocó el corpiño como si quisiera asegurarse de que las monedas seguían allí.</p> <p>-Nunca fui a su casa, si eso es lo que preguntas. Una vez me insinuó que vivía en la Isla, pero creo que lo dijo para ver si le regalaba un polvo. A veces los hombres sois tan simples... -Su risa era aguda y desagradable.</p> <p>-¿En la Isla? -insistió Kal-. ¿En la fortaleza?</p> <p>Ella volvió a reír.</p> <p>-No, idiota, los de la fortaleza no necesitan venir a la ciudad para nada. Dicen que tienen sus propios prostíbulos y todo -añadió en un susurro confidencial.</p> <p>-¿En serio? -Kal miró a Evan con una sonrisa divertida. Éste le respondió con un gruñido. Sus propios prostíbulos... Tragó saliva y desvió la mirada. Kal lo miró, interrogante.</p> <p>-Pav decía que trabajaba en un establo. Y debía ser verdad, porque olía a caballo -siguió Mina-. Decía que era el encargado de los establos de una de las casas de la Isla, pero yo creo que sólo era un mozo de cuadra.</p> <p>-¿En qué casa? -inquirió Kal mirando a Evan de reojo con extrañeza. Evan se esforzó por sonreír con desgana y miró a la muchacha, que arrugó la frente, concentrándose.</p> <p>-Dijo... que la casa de su señor tenía un escudo de piedra labrada encima de la puerta principal. En la cornisa.</p> <p>-Como la mitad de las casas de la Isla -resopló Evan.</p> <p>-Un tejón -agregó la chica, y sonrió con inocencia-. Se reía del escudo. Decía que más que un tejón parecía una ardilla calva. Me preguntó si sabía si el tallista había pasado por aquí antes de esculpir la fachada. Pav aseguraba que sólo se podía tallar tan mal después de unas copas del vino de Rondalma. -Levantó las manos y se atusó el cabello rubio antes de mirar a Evan-. ¿Conoces la Ciudad de la Isla? ¿Alguna vez has visto un tejón que parezca una ardilla calva?</p> <p>Kal se echó hacia atrás, buscando el respaldo inexistente del taburete. Estuvo a punto de perder el equilibrio, se tambaleó y se levantó de golpe.</p> <p>-Gracias, Mina. -Le tendió una moneda de plata que ésta se apresuró a reunir con las dos de oro que aguardaban en su corpiño. Evan se puso en pie, se despidió de la muchacha y siguió con rapidez a Kal entre las mesas y las sillas, los gritos y los insultos de los jugadores de kasch.</p> <p>El frío nocturno alejó el aturdimiento que el vino y la desconcertante conversación habían provocado a Evan. Se detuvo en la entrada, cerró los ojos y dejó que la brisa de la noche le acariciase el rostro enrojecido.</p> <p>-¿Conoces a alguien que tenga un tejón en su escudo, Evan? -le planteó Kal en voz baja. Evan abrió los ojos, tomó aire y, mirando al príncipe con cansancio, afirmó con la cabeza.</p> <p>-No sé a ti, pero me entran ganas de coger al idiota de Venver, cortarle los cojones y metérselos en la boca.</p> <p>-A mí también. -Kal echó a andar por la calle que recorría la orilla del río en dirección al Puente de las Cestas-. Insal de Fev -murmuró, apretando los puños.</p> <p>-Lo que más me jode es que no podemos relacionar al tal Pav con Nikao -comentó Evan, caminando con la vista fija en el agua. La tranquila corriente del Hexene convertía el reflejo de las escasas luces de la calle en una mancha brillante y temblorosa-. ¿Crees que estará detrás de todo esto?</p> <p>-Ese tío mató a mi padre. Trabajaba en las caballerizas de Insal de Fev. Y ¿de quién es vasallo Insal? ¿En serio piensas que Nikao no tiene nada que ver?</p> <p>-No lo sé -confesó Evan-. Nikao quiere el trono, y nunca lo ha ocultado. Pero habría apostado a que intentaría matarte a ti antes que a tu padre, para que Tearate lo nombrase heredero. Ahora tú vas a ser rey. No ha conseguido nada matando a tu padre, si es que ha sido él. No tiene sentido. -Sacudió la cabeza mirando el Puente de las Cestas, el agua que lamía sus pilares, perezosa-. Y no ha intentado acabar contigo antes de que te coronen.</p> <p>-Dale tiempo -refunfuñó Kal-. Sea como sea voy a pedirle a Angarad que esté muy pendiente de ese cabrón. Y que le pregunte a Insal si un tipo llamado Pav trabajaba en su establo. Si descubro que fue Nikao el que ordenó que disparasen a mi padre, te juro que voy a hacer algo más que cortarle los cojones y hacérselos comer.</p> <p>Evan sonrió maquinalmente y volvió a mirar hacia el río. La Isla se alzaba justo enfrente de ellos, majestuosa. Las murallas almenadas abrazaban la Torre del Rey, que sobresalía como un árbol que se abriese camino entre las zarzas.</p> <p>Cuando giró de nuevo la cabeza hacia Kal, entrevió por el rabillo del ojo unas sombras que se separaban de la negrura. Las sombras se convirtieron en las siluetas de varios hombres, tres, tal vez cuatro, que se abalanzaron sobre Kal y lo golpearon con un garrote en la cabeza. Evan apenas tuvo tiempo de abrir la boca antes de sentir el fuerte golpe en la nuca que lo sumergió en la oscuridad.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>EL LUGAR</p></h3> <p></p> <h2>Cuarto día antes de Dietlinde.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Despertar suele ser angustioso, cuando el día nos arranca del ensueño en el que deseamos permanecer. ¡Cuán hermoso sería poder quedarnos siempre en el Mundo de los Sueños, allí donde todo nos es grato, donde la vida es como nosotros deseamos!</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Naturaleza del Hombre</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Kal cayó al suelo de rodillas con un grito de agonía. Se llevó la mano a la cabeza antes de comprender que no era allí donde le dolía, que el dolor estaba en todo su cuerpo, en sus huesos, en sus órganos, en cada gota de su sangre. Abrió la boca para gritar y sólo logró emitir un ahogado lamento.</p> <p>«Melliza.»</p> <p>Tenía los ojos abiertos. Bajo las palmas de las manos notaba la hierba fría, la humedad se filtraba por la lana de sus calzas. Se estremeció. Un arbusto ocultaba el paisaje a sus ojos hinchados. Entre las ramas se enredaba un jirón de niebla.</p> <p>Alzó la cabeza. El canto de los pájaros, en el que apenas se había fijado, se extinguió de pronto, dejando tan sólo un silencio opaco. Poco a poco la hierba, los arbustos, las raíces de los árboles, se ocultaron bajo la húmeda capa grisácea de la niebla, hasta que ésta rozó sus manos y su rostro como unos dedos de algodón.</p> <p><i>Vienen con la Bruma</i>. Susurros. Apartó la mano con asco, el terror ocupando de pronto su lugar junto al sufrimiento de su Melliza.</p> <p>Sombras. Sin nombre. Sin forma. Sólo sombras. Ni siquiera llegó a verlas con claridad, pero sí notó sus manos alargándose hacia él, los susurros atrayéndolo, tentadores. <i>Ven</i>. Intentó gritar, pero la voz se le atascó en la garganta. <i>Déjanos tocarte, déjanos besarte, ven</i>... Una caricia que fue como el arañazo de unas zarpas goteantes de veneno. La Bruma cubrió el mundo. A su alrededor, sólo había niebla y sombras informes murmurando palabras en sus oídos. <i>Ven, Mellizo</i>... Un roce en el brazo, y el dolor ascendió hasta su cuello. Dio un alarido de horror.</p> <p>Se debatió, aterrado, tratando de escapar de aquellas garras ardientes. <i>Vienen con la Bruma. No queda rastro de los que matan: ni una gota de sangre, ni un cuerpo, ni un miembro. Nada, ni una señal de los que vienen con la Bruma</i>.</p> <p>-Pero vienen -gimió, más aterrorizado de lo que había estado jamás. Forcejeó con la niebla que se enroscaba en sus miembros y cegaba sus ojos. «Vienen... ¿Quiénes?» Susurros. Un beso, los afilados dientes le arrancaron el labio inferior. Gritó.</p> <p><i>Ven</i>. La sangre corría, caliente, manchando su barbilla. Desesperado, manoteó en la oscuridad blanquecina de la niebla. «No. Tengo que...» Volvió a gritar cuando una garra se clavó en su nuca y hurgó en busca de su cerebro, desgarrando piel, hueso. «Tengo... que...»</p> <p>-¿Despertar? -sugirió una voz.</p> <p>«Despertar.» Abrió los ojos.</p> <p>La niebla había desaparecido, y con ella las sombras. El malestar seguía allí, y el miedo y la sangre que goteaba de su boca. La mujer no hizo ademán de ayudarle a levantarse.</p> <p>-No estás despierto -sonrió.</p> <p>-Hay algo que tengo que hacer -musitó, pasándose el dorso de la mano por los ojos para enjugar las lágrimas-. Hay algo... Melliza...</p> <p>-No, no es tu Melliza. No ahora. No esta noche. -Ella siguió sonriendo sin acercarse a él-. Estás asustado, pero, por una vez, no es por este Lugar, ni por ella, ni por ti.</p> <p>-Tengo que despertar.</p> <p>-Sí.</p> <p>«Kal. Me llamo Kal.» La cabeza le dio vueltas.</p> <p>-Por fin parece que te das cuenta. -La mujer estiró las piernas, dejándolas asomar por debajo de la falda negra, y levantó el rostro hacia el sol naciente. Kal se llevó la mano a la cabeza. El dolor era tan intenso que creyó tener todavía la zarpa de la sombra clavada en el hueso. La sombra. <i>Vienen con la Bruma</i>.</p> <p>«¿Dónde...?»</p> <p>Aquello no parecía importante. No en ese momento, ya no.</p> <p>-Quiero salir de aquí. -El miedo ascendía por su espalda, uniéndose al suplicio al que ya se había acostumbrado... al que jamás llegaría a acostumbrarse-. Tengo que salir de aquí -suplicó.</p> <p>-Vosotros no aprendéis, ¿verdad...? -preguntó ella, risueña, y apuntó al aire con un dedo alargado. Pese a la lejanía, pese a que desde donde estaban apenas podía verla, supo al instante qué señalaba.</p> <p>La Bruma.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Cuarto día antes de Dietlinde.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Uno de los que le habían llevado la cuerda sacó un cuchillo y cortó el nudo por la mitad. Dijo: «Oculten los dioses lo que quieran. Los hombres tienen el deber de intentar conocer su secreto.»</p> <p>Beren lo miró con calma sin moverse de su sitio, y habló: «El deber de los hombres es servir a la Luz. Ay de aquel que trate de desvelar lo que debe permanecer velado, pues sólo con permiso de la Luz puede el hombre aspirar a entrever siquiera lo que oculta.»</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>De la Vida y la Verdad</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Cuando recuperó la conciencia el dolor de cabeza estuvo a punto de hacerle desmayarse otra vez. Ahogó un gemido y luchó por permanecer inmóvil. Cerró los párpados, incapaz de pensar con claridad. «¿Dónde...?» Contrajo los labios. «¿Qué coño...?»</p> <p>-Estás loco -susurró alguien desde algún lugar justo encima de su cabeza. Sintió otra aguda punzada en los ojos.</p> <p>-No sabía que...</p> <p>-¡Claro que no lo sabías, imbécil! -masculló una tercera voz, que se clavó en los oídos de Kal e hizo palpitar sus sienes-. Si creyese que lo sabías, te habría cortado los huevos.</p> <p>-Pero piénsalo, hombre -se defendió su compañero-. Pensábamos sacar un par de docenas de oros, pero ahora podríamos conseguir mucho más... Un cofre, o incluso varios...</p> <p>-Claro que sí, Kasro. Y después de dártelos te cortarán la maldita cabeza y la clavarán en una pica -se burló el que, a juzgar por su tono, era el jefe del grupo. Kal apretó los dientes y fingió seguir dormido.</p> <p>-Pensábamos coger un polluelo y hemos conseguido al gallo del corral -comentó el primero que había hablado-. El chico tiene razón. Si por un noble nos darían oro suficiente para cubrir lo que perdimos, por él sacaríamos dinero para comprar un título. Y la promesa de no volver a...</p> <p>-Haced lo que queráis. Yo no pienso participar en esto.</p> <p>-Jodido cobarde...</p> <p>-¡Prefiero no ganar un solo cobre y seguir vivo, muchas gracias, Zej!</p> <p>-¡Pero si fue idea tuya...!</p> <p>-¡Atacar al hijo segundón de un noble, no al puto príncipe de Novana! ¿Sabes lo que van a decir? ¡Que queríamos matarlo para vengarnos! ¡Sólo por pensar en ello ya podrían ahorcarnos, imagínate lo que nos harán por haberle partido la cabeza!</p> <p>-¿Y si lo matamos?</p> <p>Silencio.</p> <p>Kal contó los latidos de su corazón: uno, dos, tres, cuatro, cinco... al sexto la duda se convirtió en pánico. Se agitó sin poder controlarse.</p> <p>-Estás loco -renegó de nuevo el primer hombre-. Y ¿qué conseguiríamos con eso, aparte de tener que responder de su muerte ante los Tres?</p> <p>-Salvar nuestra vida, joder, Caleno...</p> <p>-Sólo si no nos pillan -negó su compañero-. Y nos pillarán. Seguro.</p> <p>-Yo no voy a matar al príncipe -advirtió otro hombre.</p> <p>-¡Jodido cobar...!</p> <p>-¡Que te calles la puta boca de una puta vez, Kasro! ¡Que me tienes hasta los huevos de tantas tonterías!</p> <p>-¡Pues propón tú algo, imbécil!</p> <p>-¡Cállate, o te juro que mañana mismo le meto a tu sobrino su firma de mozo por el hueco del culo!</p> <p>-Sí, ¿eh? ¡Pues te mando a Guigo a ver si le hace gracia ver que te pasas las ordenanzas por el...!</p> <p>-¡Me las paso por donde me sale de la verga!</p> <p>Alguien sacudió a Kal por los hombros.</p> <p>-¡Eh! ¡Despierta!</p> <p>El dolor estalló en su cráneo hasta llegar a las puntas de sus dedos. Kal gimió, giró para ponerse de lado y contuvo una arcada. La bilis dejó un regusto amargo en su boca. Volvió a gemir y, contrayendo el gesto, vomitó.</p> <p>-Joder, qué asco -resopló uno de los hombres.</p> <p>Kal levantó la mano y se limpió la boca.</p> <p>-Agua -murmuró, apartándose el pelo de la cara.</p> <p>Las mismas manos rudas que lo habían sacudido instantes antes lo incorporaron, y le pusieron un recipiente en los labios. El agua helada sabía a metal, a descomposición y a algas, pero Kal tragó con ansiedad, sin preocuparse por el líquido que resbalaba desde la comisura de su boca y manchaba su justillo. El hombre apartó la taza y lo dejó apoyado contra algo duro, una pared de madera.</p> <p>-Señor -dijo uno, cuya voz Kal reconoció como la del primero que había hablado-. Señor, espero que te encuentres mejor.</p> <p>Kal levantó la mirada, medio ciego y a punto de vomitar otra vez. A su alrededor se erguían cuatro hombres cuya estatura no fue capaz de calcular. No parecían bandidos ni ladrones: vestían ropas de calidad, de lana y paño, con algún ribete. Lo miraban atentamente, con preocupación. Kal hizo una mueca que quería pasar por una sonrisa.</p> <p>-He tenido momentos mejores -articuló con voz espesa. Apoyó la dolorida cabeza en la pared con un quejido. Ya no estaban en la calle, sino en una habitación de paredes forradas de madera y techo de vigas vistas. Frente a él había una mesa que ocupaba casi la mitad de la estancia, rodeada de sillas un poco desgastadas pero de calidad innegable. Él se hallaba sobre una alfombra de diseño thaledi, marrón y amarilla, que jamás habría esperado ver en una casa humilde de Lanhav. Lo más seguro que porque aquella no era una casa humilde, ni lo eran tampoco aquellos cuatro hombres.</p> <p>A su lado estaba Evan, sentado también con la espalda apoyada en la pared. Estaba despierto, pero el golpe que se le veía con claridad en la frente enrojecida ya comenzaba a hincharse y en pocas horas tendría el tamaño de un huevo de codorniz. Kal se palpó la cabeza con la mano; el pinchazo de dolor le mostró el lugar donde, en breve, él tendría su propio huevo. «Joder.» Cerró los ojos y suspiró.</p> <p>-No teníamos intención de hacerte daño, señor -aseguró uno de los hombres-. Pero, puesto que estás aquí y parece que estás mejor, querríamos pedirte...</p> <p>-¿Me equivoco -preguntó Evan- o pertenecéis al gremio de pelaires?</p> <p>-No te equivocas, señor -contestó otro-. Pelaires, sederos y tejedores, eso somos. -El tono era grave, pero no exento de cierto respeto por los dos jóvenes.</p> <p>«¿Sabrán quién es Evan?», se dijo Kal, mareado. Quién era él lo sabían de sobra. Y ellos eran artesanos. Aquello le hizo sentirse aún más enfermo.</p> <p>-Si me disculpas, señor -expuso el primero dirigiéndose a Kal-, queremos que nos prometas...</p> <p>-Creo que tampoco me equivoco, señores -continuó Evan, que parecía mucho más dueño de sí mismo que Kal-, si pienso que no teníais intención de secuestrar a vuestro rey.</p> <p>Kal abrió los ojos con brusquedad, sorprendido. Evan no lo miraba a él, sino que esbozaba una sonrisa calmada en dirección a los cuatro artesanos, que rebulleron, incómodos, y desviaron la mirada. En el mismo tono plácido que ocultaba una amenaza sutil, Evan continuó:</p> <p>-Su majestad comprende que no queríais hacerle ningún mal, pero no es de su gusto que sus súbditos lo maltraten sin darle ninguna explicación. De modo que explicaos, por favor.</p> <p>Los hombres intercambiaron una mirada sombría y no dijeron nada. Pese a su malestar, Kal no pudo sino alabar el tacto de Evan, que había conseguido cambiar la situación con unas pocas palabras: de víctimas habían pasado a ser jueces, y los artesanos ya no eran sus captores sino unos ciudadanos que imploraban su perdón.</p> <p>Uno de ellos se adelantó.</p> <p>-No queríamos hacer daño a nadie -alegó mirando a Kal con un gesto inseguro.</p> <p>-No lo parece, teniendo en cuenta que se lo habéis hecho. No sólo lo habéis golpeado para secuestrarlo, sino que os habéis ensañado partiéndole el labio mientras estaba indefenso.</p> <p>El hombre negó, apurado.</p> <p>-Nosotros no le hemos hecho eso. Ha debido golpearse al caer al suelo. Yo...</p> <p>-El resultado ha sido el mismo -le espetó Evan en el mismo tono amistoso.</p> <p>-Sólo queríamos... Es decir, pensábamos que si lográbamos ponerle las manos encima a un noble, a alguien que contase con el aprecio del príncipe... De ti, señor...</p> <p>-Es a tu rey a quien te estás dirigiendo -lo interrumpió Evan sin cambiar de expresión-. Ten cuidado.</p> <p>-Sí, señor. Lo lamento, señor -gimoteó el hombre-. Nosotros sólo queríamos lo que es nuestro, señor. El príncipe... su majestad... -se corrigió a toda prisa-, aseguró que seríamos compensados por los días que tuvimos que desalojar la plaza del mercado para dejar pasar el cortejo de la reina de Phanobia, pero... Bueno, comprendemos que con la muerte de su maj... del rey Tearate, los Tres estén jugando al kasch con él en...</p> <p>Su voz se convirtió en un murmullo ininteligible hasta que, al fin, calló. Kal entrecerró los ojos. Una nueva náusea. Tragó saliva y se obligó a mirar al hombre, que se retorcía las manos.</p> <p>-¿No os ha pagado Tranlovar? -dijo con voz débil. Evan le lanzó una mirada de advertencia e hizo un gesto negativo con la cabeza. Kal cerró la boca y trató de adoptar una expresión impávida.</p> <p>-No, señor... majestad -respondió el hombre. Volvió a sonreír, vacilante-. Pero nosotros creíamos que tal vez tú... vos...</p> <p>-Si no lo he entendido mal -intervino Evan, separando la espalda de la pared con un equilibrio envidiable-, el mayordomo mayor debía pagaros una compensación por haber tenido que renunciar a vuestros negocios durante unos pocos días, pero no ha llegado a hacerlo. Supongamos que ha sido por la preparación de los funerales de su majestad Tearate II, los Tres compartan su vino con él, y el posterior período de luto, que, me atrevo a señalar, todavía no ha concluido. -Logró imprimir tanto reproche en su tono calmo que Kal tuvo que aplaudirle para sus adentros-. Y vosotros no habéis podido esperar los setenta días antes de presentar vuestra queja en persona a su majestad Danekal VII.</p> <p>-Íbamos a hacerlo -protestó sin convicción el portavoz del grupo-, pero creíamos que...</p> <p>-Creíais que, si amenazabais a su majestad con matar a uno de sus nobles, vuestra petición obtendría una respuesta más rápida y, con seguridad, más cuantiosa. -Evan alzó el mentón-. Vuestro rey es generoso y justo, y jamás habría permitido que vuestros... desvelos por su invitada quedasen sin recompensa. Sin embargo, comprenderéis que, en estas circunstancias, su majestad no se siente con ánimo para negociar un precio justo. Lamento decir que lo más probable es que, caso de obligarle a tomar una decisión en estos momentos, obtengáis un precio muy inferior al que pretendíais.</p> <p>Kal gimió en silencio. «Evan, ¿estás loco...?» Consiguió dejar el rostro inexpresivo mientras los hombres volvían a intercambiar una mirada hosca. La protuberancia que comenzaba a formarse en su coronilla palpitaba dolorosamente.</p> <p>-Señores -dijo, haciendo caso omiso de los ojos exasperados de Evan-. Sentimos que hayáis pensado que habíamos olvidado vuestra situación, pero convendréis con nos que la solución que habéis buscado no es la más oportuna. El señor de Lenvania ha acertado al decir que el hecho de haber relegado el tema de vuestro pago ha sido provocado por la muerte de nuestro padre, los Tres lo hayan abrazado en la Otra Orilla -argumentó-. Es posible que penséis que esperar setenta días es demasiado, pero la situación es la que es, y sabéis que durante el luto por un rey no podemos efectuar pago alguno, salvo los más urgentes, aunque sea nuestro deseo recompensar con la mayor diligencia a los ciudadanos abnegados como vosotros. -«¿Será lo bastante pomposo para ellos?» Irguió la cabeza en un gesto que esperaba interpretasen como una demostración de su magnificencia; tuvo que contener el mareo que amenazó con volver a tirarle contra la pared-. Os proponemos que aguardéis a que finalice el duelo por nuestro padre. Entonces podremos hablar de vuestra justa recompensa.</p> <p>Disimuló un suspiro y se apoyó con cuidado, fingiendo esperar su respuesta con paciencia. Al parecer, el tono altisonante había logrado lo que Kal se proponía: los cuatro hombres se miraron con los ojos brillantes de expectación y asintieron casi a la vez antes de sonreír.</p> <p>A partir de ese momento todo fueron reverencias y más reverencias. Los ayudaron a levantarse «sin deshonrarlos con sus plebeyas manos» y los escoltaron hasta el Puente de las Cestas. Más reverencias y más palabras de adulación los despidieron cuando Kal y Evan saludaron con expresión altiva y enfilaron la calzada empedrada que cruzaba el río.</p> <p>-Justa recompensa... -barbotó Kal, frotándose la cabeza-. Un palo por el culo es lo que les daría.</p> <p>-Un rey siempre cumple sus promesas -se burló Evan, caminando con lentitud por el puente iluminado por la luna llena-. Tendréis que recibirles con toda pompa, majestad.</p> <p>Kal gruñó y bajó la mano. Tendría que recibirlos, desde luego que sí. No podía permitirse el lujo de despreciar a sus súbditos, y mucho menos al gremio de pelaires, sederos y tejedores. Sería lo primero que haría cuando fuese coronado, antes de firmar el tratado que Sihanna esperaba desde Letsa. «Maldito seas, Tranlovar...»</p> <p>-Y tendréis que convencerles de que sois vos mismo -añadió Evan con una risita-. Habladles como les habéis hablado hoy, majestad.</p> <p>-Todavía no tengo derecho a recibir ese trato, Evan. Y no me gusta una mierda.</p> <p>-Ya. -Evan sonrió y le dio un breve codazo-. Pero creí que a esos idiotas les impondría mucho más verte como a un rey que como a un príncipe malcriado recién salido de una taberna de mala muerte. Y tenía razón.</p> <p>-Cuando quiera que me hables como a un puto rey, te lo diré -rezongó Kal, inclinando la cabeza para saludar a los dos soldados que hacían guardia donde la calzada del puente se internaba en la Ciudad de la Isla.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Tercer día antes de Dietlinde.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Es la mujer la que ha traído al mundo todo el sufrimiento, todo el horror, toda la muerte. Y si no fuese porque la Luz ha querido que las mujeres sean necesarias para dar a luz a nuestros hijos, el mundo haría bien en matarlas a todas. Es justo, pues, relegarlas al lugar que corresponde a su naturaleza, entre los animales que nos dan alimento, como ellas nos alimentan en su vientre.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>De la Vida y la Verdad</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Medio dormido, Evan intentó darse la vuelta y chocó contra el cuerpo cálido que compartía sus sábanas. Abrió los ojos. Ella se agitó entre sueños y se abrazó a él, apoyando la mejilla sobre su pecho desnudo.</p> <p>«No...» Cerró los ojos otra vez, pero la presencia de Isobe a su lado no desapareció. La inflamación de la frente todavía le dolía, tenía la boca seca y las articulaciones anquilosadas, como si hubiera permanecido en cama desde Letsa.</p> <p>Y estaba ella. Intentó apartarla, pero Isobe se aferró a él y lo rodeó con el brazo sin despertarse.</p> <p></p> <p>-¿Qué te han hecho, Pichón? -había preguntado la noche anterior, apenas unas horas antes, cuando Evan ya había conseguido adormilarse lo suficiente como para olvidar el malestar provocado por el golpe en la cabeza. En un primer momento creyó que era un sueño, pero cuando ella se metió en su cama y empezó a acariciarle la frente dolorida despertó de golpe, más asustado que cuando recuperó la conciencia en manos de aquellos artesanos convertidos en secuestradores. Y aún lo aterró más comprobar que su cuerpo reaccionaba ante la cercanía de la reina sin contar con su voluntad. Una vez más peleó contra el deseo, y una vez más perdió la batalla.</p> <p>Llevaba luchando y siendo derrotado desde la muerte del rey, los Tres estuvieran riendo con él mientras jugaban a destrozar al señor de Lenvania. Había evitado a Isobe e intentado trasladarse a su casa y dejar la Isla. Había suplicado a la reina que dejase de meterse al abrigo de la oscuridad en sus estancias. Se había arriesgado a pedirle a Yosen una pócima de tena, que calmaba el dolor y mitigaba los apetitos de los hombres, soportando el escrutinio y la posterior hilaridad del sanador de la fortaleza. Había rechazado las invitaciones de la reina a cenar con ella y sus invitados, exponiéndose al enojo no sólo de ella sino también de Kal. No sirvió de nada. Isobe prohibió a los criados que le dieran de comer en otro lugar que no fuera la mesa de la reina, prohibió a Tranlovar que trasladase las posesiones de Evan de la Isla a la residencia de la casa de Lenvania en Lanhav, y le impidió mudarse por el simple procedimiento de pedirle delante de toda la corte que se quedase en la fortaleza.</p> <p>Y el cuerpo de Evan seguía traicionándole cada noche, con tena o sin ella, reaccionando a sus caricias o a su mera presencia y ahogando cualquier protesta de su conciencia.</p> <p>-¿Y si tienes un hijo? -había intentado razonar con ella en una ocasión-. ¿Qué diría tu país, si ve cómo das a luz a un niño concebido sin tu esposo?</p> <p>-Eso no va a ocurrir -fue la rotunda respuesta de Isobe. Evan frunció el ceño.</p> <p>-Kal es la prueba de que puedes tener hijos. Y aún eres joven para...</p> <p>-Eso no va a ocurrir -repitió Isobe. Cuando él trató de insistir, ella lo acalló con un beso-. No intentes escaparte de mí -le advirtió, justo antes de posar los labios bajo su oreja-. Ambos sabemos que no es eso lo que deseas. No me obligues a demostrártelo delante de todo mi país.</p> <p>Y Evan tembló de terror al pensar en su cuerpo expuesto ante la corte, sabiendo que, pese a la vergüenza, reaccionaría igual que estaba reaccionando en ese instante bajo las manos suaves de Isobe. Y, por extraño que aquello pudiera parecerle, la idea de ser acariciado por ella ante la escandalizada mirada de los nobles de Novana y Phanobia lo excitó.</p> <p></p> <p>Ella murmuró algo en sueños. Evan inspiró. Levantó la mano y acarició sus cabellos rojizos. El contacto la despertó. Sonrió sin abrir los ojos y se estiró sin separarse de él. Parpadeó, abrió los ojos y los clavó en los suyos, y Evan se sumergió en su mirada de agua azul.</p> <p>-Pichón -susurró, adormilada. El apretón de su brazo se convirtió en una suave caricia. Él gimió internamente y volvió a prepararse para luchar, sabiendo de antemano que iba a volver a ser derrotado.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>REGIÓN DE HONGARRE (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Primer día desde Dietlinde.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Hay muchas religiones distintas. Eso nos lleva a una pregunta inevitable: ¿Cuál es la auténtica? ¿O lo son todas? ¿Existen todos esos dioses? ¿O son los hombres quienes los crean? Y, en ese caso, ¿están los hombres al servicio de los dioses, o los dioses al servicio de los hombres?</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Naturaleza del Hombre</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Las käneväs han dado su consentimiento -dijo Olsär mientras los tikën y los he-ranne se congregaban, una vez levantada la improvisada aldea, preparándose para partir hacia Lanhav. Sikk lo miró con curiosidad-. Ellas lo ven todo, y han debido ver nuestra victoria, porque, si no, el drötikën no nos conduciría hasta las tierras del sur. Así que anímate -añadió poniéndole una mano sobre el hombro-. Nos espera la gloria, he-ranne... La gloria, la riqueza, Novana... Dicen que las mujeres del sur de Novana son muy pequeñas. ¿Es cierto?</p> <p>-Ni idea -admitió Sikk-. Nunca he visto ninguna.</p> <p>Olsär parecía preocupado.</p> <p>-Si son muy pequeñas a lo mejor las aplasto como a ratones...</p> <p>-Ratones hay muchos. -Sikk le guiñó el ojo.</p> <p>-Y mujeres -rio Olsär.</p> <p>-¡Tikën! -gritó el drötikën desde el centro de la multitud de nativos de Dröstik y de hombres azules, dirigiendo su enorme hacha hacia las lejanas cumbres de la cordillera de Saldehêna-. ¡La gloria! ¡El Änellkä!</p> <p>-¡La gloria y el Änellkä! -gritaron las miles de bocas rodeadas de cabellos trenzados. Sikk se volvió hacia Olsär.</p> <p>-El Änellkä -dijo Olsär colgándose el hacha de un hombro y la alforja del otro-. Donde van los guerreros cuando mueren.</p> <p>-No me lo digas -sonrió Sikk con sorna-. Como si lo viera. Un sitio repletito de alcohol y mujeres desnudas.</p> <p>Olsär rio con ganas.</p> <p>-Y ¿dónde dices que hay que apuntarse para ir allí? -preguntó Sikk.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Segundo día desde Dietlinde.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Es irresistible. El destino. Lo marcan los dioses, y nadie puede oponerse a la voluntad divina.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Naturaleza del Hombre</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">El humor del príncipe había empeorado desde que fue atacado en las calles de la Ciudad de los Comerciantes. Eso sólo significaba que era todavía más insoportable que antes, si aquello era posible: arisco, brusco, hosco, cualquiera de esos adjetivos le iba como anillo al dedo. Huraño, intratable.</p> <p>Pero Dila seguía sintiendo esa enorme e inexplicable tristeza cada vez que él fruncía el ceño al verla, a cada respuesta destemplada, cuando esos ojos verdes se posaban en ella y no podían ocultar su odio.</p> <p>Áspero, adusto, rudo. Derrotado, quizá. La pena no era por ella, al menos no sólo. La desolación que sentía Dila era por él. Y no sabía por qué lo buscaba, anhelando su compañía, aunque fuera esquivo, grosero, seco, aunque cada mirada se clavase en su alma como el cuchillo de un cirujano monmorense que no se hubiera molestado en usar raíz de tena para calmar la agonía de la operación.</p> <p>Por extraño que pareciera, él no rechazaba su presencia. En los últimos días incluso parecía conforme con ella. Su gesto tenso se relajaba de forma casi imperceptible cuando Dila entraba en la habitación, y ella se sentaba lejos de él, sin mirarlo, agradecida por su silencio y disfrutando del sordo dolor de la pena y la culpa, dos sentimientos que no sabía de dónde provenían pero que, cuando Danekal estaba cerca, se hacían a la vez más intensos y más llevaderos.</p> <p>-¿Sabes que Sihanna cree que te acuestas con el príncipe? -le susurró Sorsha sin apartar la mirada de la ventana por la que las dos se asomaban. Allí abajo, en el patio, el comandante de la Guardia Real supervisaba el entrenamiento de los reclutas que aspiraban a incorporarse al cuerpo ahora que iba a haber un nuevo rey.</p> <p>-¿Qué? -se alarmó Dila.</p> <p>-Shhh. Calla -le suplicó Sorsha, lanzando una rápida mirada al interior de la estancia. Ni Sihanna, ni la reina de Novana ni sus damas parecían haber oído nada. También el príncipe Danekal parecía absorto en su conversación con su madre y con Sihanna-. ¿Qué esperabas? Te pasas todo el día detrás de él como un alma atrapada entre las Dos Orillas. Cada vez que lo ves pones carita de perro apaleado. Y no tengo nada mejor que decir de él -añadió, y echó otro vistazo por la ventana-. Te mira como si te odiara, pero no es capaz de disimular que tu presencia lo perturba. Y cuando tú descubres que te está mirando, lo esquivas y disimulas. Fatal, por cierto -agregó-. Parecéis dos enamorados capaces de morir antes de reconoceroslo el uno al otro.</p> <p>Dila tragó saliva.</p> <p>-Qué... tontería -farfulló-. Yo no... él no...</p> <p>-No, ya sé que no -la interrumpió Sorsha-. Eres demasiado complicada para enredarte en algo tan simple. Y si lo hicieras me lo contarías, ¿verdad...? Con detalles -agregó, fingiendo indiferencia y acodándose en el alféizar de la ventana-. Por la Tríada, ese hombre me hace desear ser tan desvergonzada como una moza de taberna -suspiró, señalando al patio. Angarad de Teilhil hablaba en voz baja con un joven que parecía demasiado pequeño para su lanza. Dila asintió y contuvo un suspiro a su vez. «Es tan guapo...»</p> <p>-Y ¿qué más dice Sihanna?</p> <p>Sorsha se encogió de hombros.</p> <p>-Dice que hagas lo que te dé la gana, pero que recuerdes para quién es el príncipe de Novana. Su intención no es casarlo contigo, sino con la niñita. Si es que a estas alturas ha aparecido, claro -dijo Sorsha con un mohín-. Lo mismo sigue perdida hasta que a la reina se le olvide esa idea de casarla con Novana. Ojalá: así a lo mejor Sihanna decide volver a Phanobia a fingir que es una buena madre, y a ti se te quita esa cara de tonta que se te ha puesto últimamente.</p> <p>-No tengo cara de... -comenzó Dila, indignada, pero se detuvo cuando las voces subieron de volumen. Sorsha y ella se volvieron a la vez para ver qué ocurría.</p> <p>-No pienso firmar ese tratado si no incluye a mi hija -discutió Sihanna en tono áspero. El príncipe parecía a punto de gritar de impotencia.</p> <p>-Pero ¡si ni siquiera sabéis dónde está! ¿Qué hacéis aquí, majestad? ¿Perder el tiempo?</p> <p>-Uno va de visita para hacer perder el tiempo a los demás, no para perderlo él -repuso la reina de Phanobia con una sonrisa de suficiencia. Se alisó la falda de seda oscura y dejó las manos en el regazo. Él permanecía de pie, abriendo y cerrando los puños como buscando una salida para su furia que no fuese golpear a la mujer que tenía delante.</p> <p>-Es Phanobia quien busca ayuda, no Novana -dijo el príncipe con voz tensa-. Haríais bien en recordarlo. No estáis en posición de imponernos nada que no queramos que nos impongan.</p> <p>-¿De veras? -preguntó Sihanna con voz suave-. Alteza, me permito indicaros que el invierno volverá, y mucho antes de lo que pensáis. Y con él, el hielo que abre un camino entre Dröstik y esta isla. Si Phanobia cae, Novana será la siguiente. Incluso es posible que Dröstik decida invadir Novana este invierno aunque no haya conseguido que Phanobia caiga. Nosotros os necesitamos, cierto, pero vos nos necesitáis también. Mi hija es una condición aceptable.</p> <p>Al príncipe no se lo parecía. Dila observó fascinada cómo contenía su ira y convertía el rostro en una máscara impasible. No respondió.</p> <p>-Aún quedan casi treinta días de luto -intervino Isobe alzando la mirada-. No es momento de discutir ningún tratado. Os rogaría que pospusierais esta conversación.</p> <p>Sihanna se levantó, se inclinó ante ella y caminó con lentitud hacia la puerta. Tiyha y Larmuha, las dos damas que aquel día se habían ocupado de vestirla y peinarla, se apresuraron a seguirla. Fue entonces cuando Dila se percató de la ausencia de Valenia.</p> <p>-Problemas femeninos, creo -dejó caer Sorsha en su oído. La sonrisa descarada desmentía sus palabras. Dila hizo una mueca.</p> <p>-Danekal... -empezó la reina de Novana, dejando a un lado su eterna labor de costura para mirar a su hijo. Él la acalló con un gesto brusco.</p> <p>-No pienso casarme con su hija, aunque aparezca y siga siendo una princesa y no una desmelenada cualquiera -dijo en tono terminante.</p> <p>Lanzó una rápida mirada hacia Dila antes de dirigirse a grandes zancadas hacia la puerta y salir cerrando de un portazo.</p> <p>Dila parpadeó. El ambiente enrarecido de la Torre del Rey se había ido espesando conforme pasaban los días, interminables, tediosos, y los enfrentamientos eran algo común. Sihanna y Danekal eran demasiado impacientes para esperar, y demasiado engreídos para permitir que cualquiera de los dos saliese victorioso de una conversación, por banal que fuese el tema. Dila casi esperaba con excitación la hora en que comenzasen de verdad a discutir los términos del tratado. Sólo por ver cómo se congestionaban sus rostros y rechinaban los dientes merecía la pena arriesgarse a que algo de la sangre que iban a derramar, metafóricamente hablando, la salpicase.</p> <p>-Qué carácter -murmuró Sorsha con los ojos brillantes-. Dila, querida, ¿estás segura de que no quieres...? Si es así delante de su madre, imagina cómo será en la... intimidad.</p> <p>-Eres una perdida -masculló Dila, girando para volver a ponerse de cara a la ventana. Apoyó los codos en el alféizar y se dedicó a observar al atractivo comandante de la Guardia Real.</p> <p>Un poco más allá de donde Angarad se afanaba en mostrar a los reclutas cómo había que empuñar una lanza, un grupo de sirvientes de ambos sexos, armados con baldes, escobas y escaleras, limpiaba y recogía los restos de la fiesta de Dietlinde que todavía ensuciaban el patio. Y eso sólo en la Isla; Dila no quería ni pensar cómo estaría el resto de Lanhav. Si en Novana celebraban la Fiesta de los Brotes como en Phanobia, la capital no despertaría del todo hasta pasados cinco o seis días.</p> <p>No había reconocido ante Sorsha que tenía guardada la corona de flores que el mismo príncipe se encargó de colocar sobre su cabeza cuando ella encontró en su trozo de pan la dietlinda, la bellota que elegía a la Reina de los Brotes entre todos los comensales femeninos. No dejaba de ser gracioso... «Toda mi vida deseando ser la Dietlinda, y encuentro la bellota justo aquí, justo ahora.» Había dejado la corona colgada de la ventana de su dormitorio para que se secase, recordando con una horrible nostalgia cómo Iven intentaba siempre revelarle dónde estaba oculta la dietlinda para que ella la hallase, y cómo siempre, sin excepción, la encontraba la mujer que se sentaba junto a Dila. Y en lugar de ser coronada por su padre, o por Iven, había tenido que ser el príncipe de Novana quien le regalase la corona de flores...</p> <p>«Al menos no tuve que bailar una dietlinda con él», pensó, suspirando cuando Angarad atravesó con la lanza un muñeco de paja colgado de una cuerda en el otro extremo del patio para enseñar cómo hacerlo a los muchachos que se agolpaban a su alrededor. Si hubiera tenido que abrir el baile con un compañero que la odiaba a cada mirada se habría echado a llorar.</p> <p>Las horas pasaron en fila sin apresurarse, una a una, como habían hecho día tras día desde que se inició el duelo por Tearate de Novana. El enojo de Danekal y Sihanna se disipó para la hora del almuerzo; las escasas palabras que intercambiaron ambos dirigentes durante la tarde estuvieron acompañadas de la más exquisita cortesía, y la velada también transcurrió plácidamente en el salón pequeño, al son de las suaves notas que tocaba un trovador al que, al fin, Isobe había permitido entrar en la Torre del Rey, pensando que ya era tiempo de aliviar el luto por su esposo muerto.</p> <p>Sí, la velada transcurrió plácidamente hasta que Sorsha decidió que era el momento de cambiar las cosas. Dila había intentado retenerla, había discutido con ella, había pronosticando un destino horrible detrás de otro infame, había suplicado que no lo hiciera, pero Sorsha sólo sabía escuchar cuando quería. Y ese día no quería.</p> <p>Se inclinó sobre Sihanna y le comentó algo en un susurro. Dila cerró los ojos al ver cómo el rostro apacible de la reina de Phanobia adquiría una expresión iracunda conforme su dama de compañía hablaba. «Maldita sea, Sorsha...» Sólo los abrió cuando oyó cómo se cerraba la puerta de la sala. Sorsha la miró con un mohín satisfecho y le sacó la lengua. Dila gimió en silencio.</p> <p>-¿A qué ha venido eso? -dijo Isobe, desconcertada-. Señora, ¿le ocurre algo a su majestad?</p> <p>Sorsha asintió.</p> <p>-Sí, majestad, pero no es grave, no os preocupéis. Volverá en seguida.</p> <p>Y no explicó nada más, dejando que la reina de Novana aumentase su propia desazón lanzando miradas intranquilas en dirección a su hijo. Sorsha se acercó al asiento de Dila y se sentó a su lado. Cogió un trozo de hilo del costurero que Dila tenía a sus pies y empezó a jugar a las cunitas consigo misma, sin deshacerse de la sonrisa maliciosa que adornaba su rostro e iluminaba sus ojos castaños.</p> <p>-¿Por qué? -susurró Dila, exasperada-. ¿Delante de la reina y del príncipe? ¿No podías haberlo dejado para después?</p> <p>-Así es mucho más efectivo -contestó Sorsha-. Para cortar una mala hierba hay que arrancarla de raíz.</p> <p>Los minutos se le hicieron interminables. Ansiosa, lanzaba miradas periódicas hacia la puerta cerrada y recorría con los ojos la cámara. La inquietud bajó sobre la estancia como una nube de tormenta, y los relámpagos eran las miradas que la reina de Novana intercambiaba con su hijo, tan perturbado como ella por la súbita partida de su invitada.</p> <p>Sihanna regresó tan de repente como se había ido, tirando del brazo de una muchacha rubia vestida sólo con su propia piel y con el rostro anegado en lágrimas. Dila renegó cuando la sonrisa de Sorsha se ensanchó al ver a la orgullosa Valenia sollozando sin control, desnuda, despeinada y descalza, arrastrada por su señora hasta la presencia de sus dos anfitriones. Sihanna la obligó a avanzar hasta el centro del saloncito y la dejó allí de pie, con la cabeza gacha.</p> <p>-Majestad -empezó Isobe tratando de disimular su estupor-. ¿Qué es esto? ¿Qué le ha ocurrido a esta joven?</p> <p>Sihanna tenía los labios apretados y el rostro pálido, pero se las arregló para levantar la barbilla y mirar en dirección a Danekal.</p> <p>-Alteza -dijo con una serenidad que dejó atónita a Dila-, esta mujer ha sido sorprendida cuando deshonraba a la Tríada y se deshonraba a sí misma con un hombre. Ambos son súbditos de Phanobia, pero, como nos hallamos en vuestro país, solicito vuestro permiso para obrar con ellos como dictan las leyes phanobianas.</p> <p>Danekal pestañeó sin ocultar su consternación. Miró a Valenia, que temblaba, asustada, desnuda delante de tanta gente, y después miró a Sihanna.</p> <p>-¿Qué dictan las leyes phanobianas en este caso? ¿Dónde está el hombre con quien ha deshonrado a dos de los Tres? -demandó. Dila enarcó una ceja. «¿Eres adorador de Jenhaha, príncipe?» En Phanobia, Jenhaha apenas tenía un templo dedicado a su Gloria, pero en Novana las cosas podían ser distintas. «Son distintas», pensó de pronto, recordando la escena que había contemplado la noche del banquete fúnebre de Tearate.</p> <p>-Me he tomado la libertad de confinarlo en sus habitaciones hasta contar con vuestro permiso para azotarlo en público, alteza -respondió Sihanna-. Después regresará a Phanobia, por supuesto. Su delito no es tan grave como para apartarlo de mi corte.</p> <p>-¿Y el de ella sí? -apuntó Danekal señalando a la llorosa Valenia.</p> <p>Sihanna se puso lívida. Dila se mordió el labio, esperando el estallido.</p> <p>No se produjo. La reina de Phanobia se controló a duras penas, e incluso fue capaz de esbozar una sonrisa dura.</p> <p>-Por supuesto que no, alteza. Tampoco ella será apartada de la corte de Phanobia. Sin embargo -Lanzó a su favorita una mirada despectiva-, la honestidad en un hombre es beneficiosa, pero en una mujer es imprescindible. Antes de regresar a Phanobia, Valenia tendrá que contraer matrimonio. Es la ley -añadió-, y es lo mejor para ella, teniendo en cuenta lo que le ocurriría si no lo hiciera.</p> <p>Danekal guardó silencio un instante, asimilando las implicaciones de sus palabras. Abrió la boca para preguntar, pero pareció preferir no saber a qué se refería la reina. Isobe levantó la mirada y dejó el bastidor sobre su regazo.</p> <p>-No veo cuál es el problema. Azotadlo si tenéis que hacerlo. Azotadla a ella también, si eso es lo que dictan las leyes de vuestro país, antes o después que a él. Casadlo con esta desgraciada. El triasta accederá gustoso a obviar sus pecados si los reparan en el Tre-Ahon. Y dejad que Yosen los cure. No quiero que muera nadie en mi país por una infección provocada por descuido. -Detrás de sus ojos indiferentes había una advertencia velada. Sihanna negó con suavidad.</p> <p>-Por desgracia, Geren de Namoda, pese a tener un título, está muy por debajo de Valenia. Mis damas de compañía son todas de la más alta nobleza phanobiana. No puedo permitir que una de ellas contraiga matrimonio con un hombre que sólo está un escalón por encima del plebeyo más encumbrado de Teune. No sería correcto -alegó-, e iría en contra de todas las leyes de mi corte.</p> <p>El príncipe parecía exasperado. Rodeó a Valenia, se detuvo y se volvió hacia Sihanna.</p> <p>-Pues casadla con otro -sugirió-. ¿Estáis pidiendo nuestra aprobación, majestad? Nosotros no sabemos nada acerca de vuestras costumbres ni podemos intervenir en vuestros asuntos. Habéis hecho bien en pedirme permiso para azotar a un hombre, pero no esperéis que discuta con vos cuál es el marido ideal para esta muchacha. -Chasqueó la lengua, fastidiado-. Oh, por los Tres... Lleváosla y vestidla, por favor. Todavía estamos muy cerca de Dietlinde, y esta fortaleza no es lo que se dice cálida.</p> <p>Sihanna hizo una seña a uno de los escasos sirvientes que había en la habitación, y éste acompañó a Valenia hasta la puerta. La joven lanzó una mirada de súplica hacia Dila antes de verse obligada a salir detrás del criado.</p> <p>-Una mala hierba menos -susurró Sorsha, satisfecha. Dila se enfureció.</p> <p>-Si hay cizaña entre nosotras, eres tú, Sorsha de Soligna -le espetó-. Eres un veneno.</p> <p>-Y dentro de poco seré un veneno muy bien vestido -le confió Sorsha sin dejar de sonreír-. Y con muchas joyas.</p> <p>Incrédula, Dila se apartó de forma imperceptible de ella. Sorsha siempre había amenazado con hacer lo que acababa de hacer, pero Dila jamás tomaba en serio sus palabras.</p> <p>-¿Y bien? -apremió Danekal, que a cada momento parecía más incómodo-. ¿Cuál es vuestro propósito, majestad?</p> <p>Sihanna se acercó a él con lentitud.</p> <p>-Mi esposo es el tutor de todas mis damas de compañía, de algunas por ser huérfanas, de otras por petición expresa de sus padres. Él no está en Lanhav, de modo que soy yo quien tiene que actuar como si fuera la madre de todas ellas. Pese a la indiscreción de Valenia, tengo el deber de conseguir para ella un matrimonio adecuado. -Tomó aire, buscando las palabras apropiadas o el valor para pronunciarlas-. Alteza, como tutora de Valenia de Vierla, os pido que consideréis darla en matrimonio a uno de vuestros nobles.</p> <p>Danekal la miró con expresión inescrutable. Sihanna vaciló un instante antes de continuar.</p> <p>-Comprendo que muchos de ellos ya están casados o comprometidos, o tienen una edad inadecuada, alteza -titubeó-, pero no he podido evitar fijarme en el joven señor de Lenvania, que cuenta con la amistad de vuestra alteza y de su majestad la reina.</p> <p>Dila ahogó una exclamación. ¿Lenvania? ¿Valenia la engañaba con un hombre, y ella la convertía en señora de Lenvania? «¿Tan agradecida está Sihanna por todas las noches que Valenia le ha regalado?»</p> <p>-Quizá sea pedir demasiado -siguió Sihanna-, pero os agradecería que tomaseis en consideración su nombre a la hora de buscar un lugar para Valenia en vuestra corte. Si la aceptáis, por supuesto -concedió graciosamente.</p> <p>Danekal abrió la boca en un gesto de incredulidad y después se echó a reír. Isobe, por el contrario, bajó la vista hasta el bastidor, lo cogió y clavó la aguja en el paño.</p> <p>-La familia de Valenia posee el señorío de Dalmendia, uno de los más ricos de Phanobia, y el señorío pasará de su padre a su esposo -explicó Sihanna a toda prisa-. Ya sé que el señor de Lenvania es uno de los nobles más poderosos de Novana, y que tal vez no le interese tomar por esposa a una mujer deshonrada...</p> <p>-A Evan eso le toca los cojones, señora, sin ánimo de ofender -la interrumpió Danekal, dejando boquiabierta a Sihanna. Dila no pudo evitar dar un respingo. Sorsha soltó una risita. Isobe no levantó la mirada ni hizo ningún comentario-. Sin embargo, él, al igual que yo, se casará con quien quiera y cuando quiera. Vuestra dama es una mujer hermosa, pero a veces eso no le basta. A mí tampoco -añadió con dureza.</p> <p>-Alteza...</p> <p>-No obstante -prosiguió él, elevando el tono-, se lo preguntaré, si tal es vuestro deseo. Por el momento, aseguraos de que la dama no sale de sus aposentos. Y no la azotéis, por los Tres -agregó-, ni a ella ni a su amante. Esperad a tener un recambio antes de estropear la pieza original. Y ahora, si me disculpáis... -Hizo una breve reverencia y salió de la habitación, sin dejar de fruncir los labios, tal vez, pensó Dila con sorpresa, conteniendo la risa.</p> <p>Perturbada, miró a su alrededor. Acababa de darse cuenta de una cosa: el señor de Lenvania compartía con ellos todas las comidas, pero nunca estaba allí durante el resto de las horas del día. El príncipe pasaba las mañanas y las tardes con su madre y su invitada, salvo el tiempo que dedicaba a otras tareas que Dila no había llegado a adivinar. Pero su amigo nunca estaba a su lado cuando hacía compañía a las dos reinas y a sus damas. ¿Por qué?</p> <p>Isobe siguió bordando afanosamente, ignorando a la reina de Phanobia y a las damas de compañía, tanto las suyas como las de Sihanna.</p> <p>-Creo que ha llegado el momento de retirarse -dijo Sihanna al cabo de un rato. Sorsha se levantó a toda prisa e hizo una reverencia.</p> <p>-Majestad... -empezó a decir con una luminosa sonrisa. Sihanna la miró sin pestañear y después asintió.</p> <p>-Sí -murmuró-. Sí, ayúdame tú esta noche, Sorsha. Pero recuerda una cosa -entrecerró los ojos y bajó el tono para que Isobe no la oyese-: que una mujer ame a otra mujer no significa que las ame a todas. Eres mi dama de compañía. No esperes ser más.</p> <p>La sonrisa resbaló por el rostro de Sorsha como el hielo derritiéndose al sol. Se apresuró a asentir.</p> <p>-Sí, majestad -musitó, y la siguió hasta la puerta. No miró a Dila.</p> <p>Ella empezó a recoger los hilos que se habían desperdigado por el suelo alfombrado del saloncito. Sorsha no iba a conseguir lo que tanto deseaba, y Dila suponía que tenía que alegrarse al ver que recibía su merecido, pero no pudo evitar sentir lástima por su amiga. Sin embargo, Valenia tampoco merecía la vergüenza que había pasado ni la que se vería obligada a pasar... «Claro que, si acaba casándose con el señor de Lenvania, apuesto a que Sorsha se arranca el pelo a tirones.» La idea la hizo sonreír.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>EL LUGAR</p></h3> <p></p> <h2>Segundo día desde Dietlinde.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">No perdáis la esperanza. La Luz nunca muere. Aunque parezca que las tinieblas han inundado la tierra, la Luz siempre volverá a bañaros con su Gracia. Perder la esperanza es perder la fe, y perder la fe es perder el alma.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>De la Vida y la Verdad</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Mellizo...»</p> <p>Lloró de alivio al verlo caminar hacia ella. «Mellizo.» Echó a correr y cayó en sus brazos, sollozando de sed y de alegría. Él la abrazó y acarició su pelo, y susurró algo en su oído, algo que Dila no comprendió. No le importó. Apoyó la mejilla en su hombro y suspiró, y volvió a abrazarlo con tanta fuerza que él emitió un suave quejido. Su Mellizo la apartó con suavidad y encerró su rostro entre las manos.</p> <p>-Melliza... -Recorrió sus facciones con esos ojos verdes que Dila no había logrado olvidar, como si él también estuviera sediento y quisiera beberse su rostro-. Melliza...</p> <p>Sólo esas pulgadas de separación ya resultaban dolorosas. Dila se pegó a él dejando que las lágrimas corrieran en libertad por sus mejillas. «Mellizo.»</p> <p>-Estás aquí. -Tanto tiempo... Tanta sed. Enterró los dedos en el revuelto cabello castaño y miró anhelante la nariz recta, los brillantes ojos rasgados, los finos labios. ¿Había llegado a besarla? Sólo una vez. Aquella vez. Cuando dijo su nombre y la dejó sedienta, sin Mellizo, sin Shah. Contrajo el gesto y cerró los ojos. Volvió a abrirlos casi al instante. Y lo besó ansiosamente.</p> <p>Él rio contra sus labios. Su risa fue burlona. En sus ojos Dila leyó que había adivinado su propósito. «Por favor», dijo sin hablar. Por favor. Él posó los labios en su boca y Dila lo sintió, la Shah, pasando de él a ella, tan dulce... Gimió y se derrumbó sobre él, y él la abrazó y se dejó caer sobre la hierba sin separar sus labios de los de Dila. La Shah la inundó, dejándola temblorosa, saciada, y, sin embargo, todavía anhelante.</p> <p>-Te necesito -murmuró en su boca. Él retiró el rostro.</p> <p>-Lo sé. -Con delicadeza, la apartó y se sentó sobre la pradera verde que se extendía a la sombra de la Montaña. Tenía la mirada perdida en la lejanía, tan lejos como sus pensamientos. Turbada, Dila se levantó y se quedó quieta a su lado, sin saber qué decir.</p> <p>El prado llegaba casi hasta donde alcanzaba la vista, cubierto por una alfombra de hierba verde y salpicado de florecillas azules. Cerró los ojos y disfrutó del olor de la hierba húmeda, del calor del sol que apenas la rozaba, semioculto por la inmensa mole de la Montaña, de la sensación de la Shah empapando su cuerpo, de la cercanía de su Mellizo, que había apagado su dolor y su angustia como quien apaga una vela de un soplido.</p> <p>-¿Por qué? -preguntó, abriendo los párpados. Él no apartó los ojos del horizonte.</p> <p>-Yo también siento daño -respondió a la pregunta que ella no había llegado a formular-. Siempre. Desde que me pusiste el sha’al. -Tampoco miró el brazalete de plata que ceñía su antebrazo, pero lo rozó con la otra mano con un gesto ausente-. Es una agonía constante, un sufrimiento que nunca se acaba. Pero yo llevo años acostumbrándome a él.</p> <p>Dila asintió. Él permaneció en silencio un rato interminable, y al fin bajó la cabeza.</p> <p>-Yo también te necesito -confesó en un susurro-. Te odio, y te necesito. No soporto que te alejes. Duele.</p> <p>Ella volvió a afirmar con la cabeza.</p> <p>-Las shalhias somos esclavas, porque necesitamos a nuestros Mellizos -dijo-. Vosotros lo sois porque tenéis que obedecernos. Es el orden de las cosas, Mellizo. No vuelvas a alejarte de mí sin mi permiso.</p> <p>-¿No serías capaz de soportarlo? -sugirió él con sorna. Hizo una mueca y miró de soslayo el sha’al: el enojo de ella le provocó una aguda punzada. Él la ignoró-. No voy a volver a la Montaña, Dila. Puedes torturarme si lo deseas. No voy a hacerlo.</p> <p>Ella vaciló. «Es mi Mellizo.» Se encrespó, pero el desconcierto ahogó su ira y la dejó confusa y asustada.</p> <p>-Pero... -musitó-, el dolor...</p> <p>El shalhed la interrumpió.</p> <p>-Durante años, ese sufrimiento ha sido lo único que poseía. Lo único que me pertenecía, lo único que era mío de verdad. Todo lo demás era tuyo, Melliza. -Su tono era tan duro que por un instante Dila se sintió avergonzada-. Te necesito, sí. Pero si debo enfrentarme otra vez al dolor, lo haré. Veremos si tú también puedes enfrentarte al tuyo -la desafió con el ceño fruncido. <i>Veremos si tú tampoco puedes soportar que me aleje de ti. Veremos si te duele, si sufres, si lloras cada momento que paso lejos</i>. Ella temió volver a echarse a llorar.</p> <p>-Eres mi Mellizo... -protestó, desvalida.</p> <p>-Sí -aceptó él-. Y tú mi Melliza. No lo olvides, Melliza -añadió, buscando el sha’al de Dila, el que él le había colocado, y cerrando los dedos alrededor de él.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>TEUNE (PHANOBIA)</p></h3> <p></p> <h2>Tercer día desde Dietlinde.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Pues la Luz os hablará, y cuando lo haga no debéis dudar de la veracidad de sus palabras, o estaréis escuchando a la oscuridad.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>De la Vida y la Verdad</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Acabar con la maldad del cuerpo hará que vuestra alma logre encontrar el camino a la Luz -afirmó Vantar, con los ojos fijos en el grupo de aterrorizadas mujeres que se congregaban ante él, en el que había sido el salón del trono de Phanobia-. La mujer sólo puede hallar la Luz cuando se deshace del envoltorio maligno con que la oscuridad la ha cubierto. El cuerpo de la mujer pertenece a la oscuridad, y es preceptivo que sea devuelto a la oscuridad antes de que arrastre consigo a aquellos que han dedicado su vida a la Luz.</p> <p>Nial abrió la boca, horrorizado, pero no consiguió pronunciar ninguna palabra. Su mente se convirtió de pronto en un conglomerado de imágenes que cambiaban de forma vertiginosa, imágenes que creía enterradas en lo más hondo de su memoria. Un niño llorando en la calle. Ese mismo niño temblando de miedo al ver a la mujer que se acercaba con cara de enfado. Un niño aullando de terror mientras era arrastrado lejos de la muralla de la casa señorial, en dirección a la aldea que la rodeaba.</p> <p>Nial cerró los ojos, pero las imágenes no desaparecieron. La mujer propinando una paliza al niño sin molestarse en esperar a estar lejos de la mirada de los hijos de su señor. La cara del niño amoratada mientras balbuceaba una disculpa por haberse atrevido a hablarle el día anterior. La risa aguda de una muchacha rubia que se burlaba del niño por su pobreza, por su suciedad, por sus heridas. Ese mismo rostro, menos aniñado, cubierto por una costra negruzca. Sus ojos, ya engastados en la cara de un hombre joven, reluciendo todavía de odio y de miedo hacia la mujerona que se dirigía hacia él con expresión amenazadora. El gesto de feroz alegría mientras observaba el cuerpo sin vida tendido en la calle, sobre el barro, los excrementos y la sangre. Su expresión furiosa y avergonzada al estrujar la flor entre los dedos.</p> <p>«¿En qué te has convertido, Vantar...?»</p> <p>-Necesitamos a las mujeres, Profeta -replicó Dendalior con voz suave. Vantar clavó sus ojos negros en el antiguo triakos.</p> <p>-La mujer aparta al hombre de la Luz -dijo en un susurro-. Sin embargo, por el bien de la Guerra de la Luz, aquéllas en edad de tener hijos vivirán. Las otras -señaló a las llorosas hembras acurrucadas unas contra otras a sus pies- pagarán por los pecados en que ésas harán incurrir a los hombres para concebirlos.</p> <p>«Dónde está mi amigo. Qué te ha pasado, Vantar...», lloró el alma de Nial, sin atreverse a exteriorizar ese llanto más allá del breve temblor de su labio.</p> <p>-Te-tenéis razón, Profeta -farfulló una de las mujeres arrodilladas ante él. Se apartó el pelo rojo del rostro empapado en lágrimas y, tras un momento de vacilación, clavó los ojos, que el llanto hacía brillar con todos los colores del arcoíris, en Vantar-. E-es cierto. Somos el Mal, sosomos dem-demonios. No me-recemos -hipó- más que e-esto.</p> <p>-Y esto es lo que tendréis -afirmó Vantar.</p> <p>Dendalior le dio la espalda, y sólo entonces su habitual expresión de placidez se contrajo en un gesto de rabia. Nial lo siguió con los ojos mientras Dendalior salía con paso lento del antiguo salón del trono. «¿Lo has comprendido ya?», le preguntó en silencio.</p> <p>Locura.</p> <p>Su mirada se cruzó con la de Janee. En sus ojos, Nial pudo ver un miedo tan hondo que, por un instante, pensó que eran los ojos del mismo Miedo los que lo miraban. El muchacho estaba tan pálido que parecía a punto de desmayarse. A la escasa luz de las velas, Nial pudo ver sus ojeras que proyectaban sombras sobre las mejillas suaves, lampiñas... Janee bajó la cabeza, y el pelo negro y liso cubrió su rostro como una cortina.</p> <p>Sobresaltado, Nial abrió la boca y ahogó una exclamación. Janee se encogió sobre sí mismo, muerto de miedo, ocultando al encorvar la espalda lo que, justo antes, a Nial le había resultado tan evidente... Se arriesgó a lanzar una mirada apresurada a Vantar, pero el Profeta no miraba en su dirección. No se había percatado de lo que era, en realidad, el muchacho que se hacía llamar «Janee».</p> <p>Tragó saliva.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Tercer día desde Dietlinde.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Sí es cierto uno de los preceptos del berenismo, aunque sólo si se toma de forma literal: cuantos más nudos intentas deshacer en una cuerda, más nudos acaba por tener la soga.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Enciclopedia del Mundo: Comentarios</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Kal hizo una seña a Yosen para que saliera de la habitación con él. El sanador asintió pero le indicó que esperase. Kal inspiró y permaneció de pie en el umbral, incómodo. Habían retirado el lienzo que impedía el paso de la luz del sol y el dormitorio estaba bien ventilado, pero aun así todavía se percibía el olor dulzón de la muerte.</p> <p>En el lecho, desnuda y manchada con sus propios excrementos, yacía Valenia, la dama de compañía de Sihanna de Phanobia. Sus ojos azules y ciegos lo miraban con fijeza, acusadores, bajo los mechones de pelo rubio que cubrían su rostro. Incluso así, en la muerte, era hermosa. Evan se habría sentido satisfecho con ella como esposa. Suspiró. Ni siquiera había llegado a preguntárselo. Y, aunque fuera un deseo irrealizable en aquella fortaleza invadida por los rumores, tal vez fuera mejor que Evan no supiera que aquella belleza que había muerto tan cerca de sus propias habitaciones podría haberse convertido en señora de Lenvania, y él, en la misma ceremonia, en señor de Dalmendia, las tierras de la familia de Valenia.</p> <p>Yosen murmuró algo a los dos sirvientes que lo acompañaban y se acercó a la puerta, limpiándose las manos con un lienzo blanco.</p> <p>-Alteza -susurró, como si hablar en voz alta pudiera molestar a la mujer tumbada sobre el colchón de plumas-. He administrado una infusión de hoja de tena a la reina de Phanobia, como me pedisteis, pero me temo que eso sólo la ha alterado más.</p> <p>-¿Por qué? -se extrañó Kal.</p> <p>-Porque fue la tena lo que mató a esta pobre muchacha. -Hizo un gesto hacia Valenia-.Ya sabéis que hay que ser muy cuidadoso con la elaboración de la infusión. Si está demasiado concentrada, resulta mortal.</p> <p>Kal frunció el ceño, miró a Valenia y apartó la mirada, asqueado.</p> <p>-¿Crees que fue por accidente? ¿O fue ella la que se mató?</p> <p>Yosen se encogió de hombros. El sanador guardaba todo su nerviosismo para cuando sus pacientes estaban vivos. Una vez muertos, parecía tan tranquilo como ellos.</p> <p>-No podría asegurarlo, alteza. Se me ha informado de que esta joven tuvo ayer un... disgusto muy grande -añadió con prudencia-, y es posible que estuviera lo bastante nerviosa como para no poder conciliar el sueño y decidiera prepararse una infusión para dormir. Pero también es posible que su preocupación fuese tal que eligiera acabar con ella por la vía rápida. No lo sé.</p> <p>«Y tampoco te importa, ¿cierto?»</p> <p>-Y ¿cómo podría prepararse una infusión una mujer que estaba confinada en su alcoba? ¿No debería haberla pedido a algún sirviente?</p> <p>Yosen señaló con la mano las brasas que todavía brillaban en la chimenea.</p> <p>-En Phanobia tienen costumbres extrañas, y las nobles son más extrañas todavía, alteza, sin ánimo de ofender. Todas las damas de la reina de Phanobia tienen la costumbre de tomar una infusión o un vaso de leche caliente antes de dormir. Lo calientan en el hogar, señor. Deben estar acostumbradas a hacerlo ellas mismas. En una taza de cobre -agregó, abriendo mucho los ojos como si eso fuera lo más incomprensible de todo.</p> <p>-Y supongo que también tienen la tena en sus habitaciones...</p> <p>-La leche no porque se agria, alteza -aportó el sanador-. Pero siempre guardan un manojo de hierbas. Por fortuna no son tan irresponsables como para tenerlas frescas... Me pidieron la tena cuando llegaron a Lanhav: tena seca y tratada. Tienen costumbres extrañas, señor -repitió, y sacudió la cabeza. Kal lo miró con curiosidad.</p> <p>-¿Tratada? ¿A qué te refieres?</p> <p>-Hay que macerarla en vinagre y sal, y secarla antes de poder hacer una infusión con ella. La tena es venenosa, como vos sabéis muy bien, alteza. Si las hojas entran en contacto con la sangre, la muerte es inevitable. Puede ser instantánea o tardar días en llegar, como ocurrió con vuestro padre, los Tres lo hayan...</p> <p>-¿Mi padre? -lo interrumpió Kal, desconcertado-. ¿Qué quieres decir? Mi padre murió por la infección de la pierna.</p> <p>Yosen parpadeó.</p> <p>-No, señor. -Negó con la cabeza-. La flecha estaba envenenada con tena. Por desgracia, el veneno entró en su torrente sanguíneo antes de que le cortásemos la pierna, y no pudimos...</p> <p>-Me dijiste que había sido la gangrena -insistió Kal-. Que se le había infectado.</p> <p>-Eso pensé al principio -admitió Yosen-, pero los síntomas y su muerte fueron claros: sólo la tena podría haber...</p> <p>-Y ¿no podrías habérmelo contado antes? -se exasperó Kal-. ¿Veneno? Y ¿se te ocurre decírmelo ahora?</p> <p>Yosen no se alteró.</p> <p>-Estoy seguro de que os lo dije, alteza. Cuando lo descubrí -recalcó-. Ahora bien, la tena es muy traicionera. No es necesario envenenar una flecha para que ésta cause la muerte. Un simple roce con una hoja es suficiente. Por eso los boticarios y los sanadores siempre nos ponemos guantes para recogerla y tratarla, señor. Si manipulas una hoja y tienes una herida en la mano, por minúscula que sea...</p> <p>-Ya, lo he entendido. Por accidente o no, mi padre fue asesinado con esa flecha. Dime, Yosen: ¿También tengo que contar con esta pobre como la víctima de un asesinato?</p> <p>Yosen volvió a encogerse de hombros, lo que torció todavía más su espalda encogida.</p> <p>-Lo mismo pudo ser una cosa que la otra, alteza. Yo no aseguraría nada con certeza. En realidad -continuó-, si lo pensáis bien, de cuatro posibilidades, tres descartarían el asesinato: o se equivocó al contar el tiempo que debían permanecer las hojas en el agua caliente, o lo hizo a propósito, o lo hicieron por ella, por azar o por la propia voluntad de quien fuera. No hay más. -Cogió el lienzo que le colgaba del cinturón y se frotó las manos-. Así se lo he hecho saber a la reina cuando me ha preguntado, y así se lo diré a la reina de Phanobia si me pregunta.</p> <p>-No hables con Sihanna de Phanobia de esto. Ya se lo diré yo. -Lanzó una mirada a la habitación-. Será mejor que limpies un poco a esa chica y la cubras. Que haya muerto de forma sospechosa no quiere decir que tenga que ofender a su señora mostrando sus vergüenzas a todo el que pase por aquí.</p> <p>Cuando salió al pasillo la cabeza le daba vueltas. «Tena.» No había imaginado que su padre hubiera podido morir por el veneno, pero Yosen lo creía, y Kal confiaba en el criterio del viejo sanador. «¿Y acaso importa...?» Con veneno o sin él, aquella flecha iba en busca de la vida de Tearate, y al final se la había llevado. La flecha que disparó Pav, el caballerizo.</p> <p>Angarad aseguraba que Insal de Fev admitía que el tal Pav trabajaba para él, y que había desaparecido alrededor de mitad de Tihahea sin dejar rastro. «Cuando murió partiéndose el cuello al rodar por aquella quebrada», reflexionó Kal. Pero Insal no tenía ni idea de cómo había muerto su siervo y, a decir de Angarad, su sorpresa y horror fueron genuinos cuando supo de boca del comandante de la Guardia Real que fue Pav quien mató al rey. «¿Y debemos creerlo?», le había preguntado a Angarad. El señor de Teilhil había contestado que sí.</p> <p>Insal no estaba detrás de la muerte de Tearate. ¿Excluía aquello a Nikao? Kal no estaba dispuesto a renunciar a su venganza, y Angarad le había prometido encontrar al verdadero culpable, haciendo preguntas o exigiendo respuestas.</p> <p>«Hará lo que sea necesario, aunque tenga que mancharse de sangre. Si tiene que sacarles los ojos a todos los que vivan en casa de Insal, lo hará. El primito Angarad siempre hace lo que tiene que hacer», se había burlado Evan. Pero era cierto. Angarad haría lo que fuera necesario.</p> <p>Chocó con ella al torcer una esquina. El golpe lo dejó aturdido, pero no tanto como para no ser capaz de reaccionar a tiempo y alargar un brazo para sujetarla antes de que cayera cuan larga era al suelo cubierto de alfombras. Dila sacudió la cabeza y se sostuvo contra él, atontada.</p> <p>-Gracias, alteza -murmuró, trepando por su brazo para ponerse en pie y apartándose a toda prisa. Kal esbozó una sonrisa sardónica. «¿Ahora ya no me besas, Melliza? ¿Ya no la necesitas?» Inclinó la cabeza en un gesto de saludo.</p> <p>-Señora -dijo. Tras un instante de vacilación clavó los ojos en los suyos-. Tal vez no sea el mejor momento, pero quería deciros que lamento lo que le ha ocurrido a vuestra amiga. Os aseguro que recibirá todos los honores debidos a una mujer de su rango.</p> <p>Dila pestañeó, abrió la boca y apartó la mirada.</p> <p>-En realidad, no éramos muy amigas, alteza -respondió-. Pero las dos éramos damas de la reina, y su muerte nos ha trastornado a todas. Os agradezco vuestro interés.</p> <p>-¿Qué tal está vuestra señora? -Kal gruñó por dentro. «¿Qué estás haciendo? ¿No tienes bastante con verla todos los días, todas las noches, como para encima conversar con ella?»</p> <p>-Su majestad está... bien, alteza. -Dila volvió a mirarle, volvió a esquivar su mirada, y esbozó una sonrisa indecisa-. No sé si ella llegará a pedíroslo, pero desea que los funerales de Valenia sean en Phanobia. Os estaríamos muy agradecidas si... si pudierais hacer los arreglos pertinentes.</p> <p>-Se hará como deseéis, por supuesto -concedió-. Sin embargo, vuestra señora quería que Valenia de Vierla se convirtiese en una mujer novana y, como tal, es posible que su majestad prefiera que sea aquí donde yazca.</p> <p>-No llegó a hacerlo, alteza -musitó Dila-. No se casó con el señor de Lenvania. A todos los efectos, Valenia sigue siendo una doncella phanobiana.</p> <p>Kal inclinó de nuevo la cabeza. Siguiendo un impulso travieso, tomó su mano y la besó. Ella dio un respingo, pero no se atrevió a apartar los dedos.</p> <p>-Se hará como deseéis, señora -reafirmó, soltando su mano y enderezándose-. Decídselo así a su majestad. Si quiere que su dama vuelva a Phanobia, la escoltará uno de los capitanes de mi Guardia Real. Si prefiere que se quede en Novana, su cuerpo podrá reposar en el santuario de la Isla, junto a los nobles y reyes de este país.</p> <p>Ella se quedó perpleja, mirándolo fijamente. Tardó un instante en reaccionar.</p> <p>-Os lo agradezco, alteza. Y sé que su majestad también os estará muy agradecida.</p> <p>-Bien. -Kal se apartó de ella, pero, antes de seguir caminando, se volvió para mirarla-. Disculpad, señora...</p> <p>-¿Sí...?</p> <p>Kal carraspeó.</p> <p>-El hombre... Geren de Namoda -recordó-. ¿Cómo está?</p> <p>Dila se quedó inmóvil. Pestañeó antes de responder.</p> <p>-Está dormido, alteza. Su majestad ordenó que le... que le administrasen hoja de tena -explicó con esfuerzo- cuando empezó a gritar y a arrancarse las ropas. Parecía haberse vuelto loco.</p> <p>Kal le lanzó una mirada suspicaz.</p> <p>-¿Dormido? -presionó. Ella asintió y, como desafiándose a sí misma, lo miró a los ojos.</p> <p>-Dormido. Su majestad sigue asegurando que Geren de Namoda todavía tiene un lugar en la corte de Teune. Cuando la recuperemos, por supuesto.</p> <p>-Aseguraos de decirle a vuestra señora que es mi deseo que ese hombre viaje a Phanobia con el cuerpo de Valenia de Vierla -dijo Kal, y se despidió de ella con un gesto. Ella inclinó la cabeza y sonrió.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>TEUNE (PHANOBIA)</p></h3> <p></p> <h2>Tercer día desde Dietlinde.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Es lo que se oculta bajo nuestra faz lo que nos hace ser quienes somos. No juzguéis por lo que veis con los ojos, sino por lo que los ojos de vuestra alma ven en el alma del otro.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>La Tríada: Verdades Fundamentales</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Eres una mujer.</p> <p>Janee se volvió al oír el susurro acusador de Nial. En sus ojos brillaba la alarma, el miedo. Miró hacia la derecha, hacia la izquierda, y después tendió una mano en dirección a Nial.</p> <p>-Ven -le pidió en voz baja. Él titubeó antes de aceptar la mano tendida y seguirla por el corredor de piedra hacia lo que, antaño, debían ser las habitaciones de la servidumbre del palacio real. Janee lo condujo hasta un cuarto que contaba como único mobiliario con un jergón y un baúl que sostenía un plato de cerámica con una vela medio derretida encima.</p> <p>-Eres una mujer -repitió Nial cuando Janee cerró la puerta a su espalda.</p> <p>Frunció el entrecejo y estudió la carita asustada que se alzó hacia él en la penumbra de la alcoba. «Por la Luz, si es tan evidente...» ¿Cómo podía haber sido tan estúpido? Aquél no era el rostro de un joven: las mejillas redondeadas, la mandíbula de líneas suaves, la nariz respingona, los párpados almendrados... Incluso el pelo era demasiado suave, demasiado liso, demasiado brillante. Ningún muchacho lo llevaría tan limpio, ni tan cuidado.</p> <p>Ella asintió.</p> <p>-¿Y ahora qué? -se preguntó Nial, repentinamente confuso. Si Vantar descubría que Janee era una mujer, que se había atrevido a ocultar su «cuerpo impúdico, creado para servir a la oscuridad» bajo las ropas de un hombre... Y si descubría que Nial lo sabía y no se lo había dicho...</p> <p>-No me delates -suplicó Janee.</p> <p>Nial parpadeó para volver al presente, y retrocedió, sobresaltado, cuando ella levantó los brazos y rodeó su cuello con ellos.</p> <p>-¿Qué...? -inquirió, antes de que Janee lo silenciase con un beso.</p> <p>Luchó por apartarla, pero ella le obligó a retroceder hasta la pared de piedra sin dejar de besarlo. Horrorizado, sintió cómo su cuerpo respondía al beso, endureciéndose contra el cuerpo de ella. «Pero es Janee, no...» pensó, frenético. <i>Ah</i>, dijo otra vocecita en su oído, <i>sí, es Janee, pero ahora Janee no es un niño... es una mujer. Una mujer que te está besando</i>. Un escalofrío recorrió su espalda.</p> <p>-No me delates -subrayó ella contra sus labios, y entonces Nial lo comprendió, justo cuando Janee lograba hacerle perder el equilibrio y caía, con ella todavía pegada a su cuerpo, sobre el jergón, que no logró amortiguar el golpe. Sin aliento, Nial luchó por despegar los labios de Janee de los suyos. Al fin lo logró, y jadeó para tomar aire.</p> <p>-No... -farfulló.</p> <p>Ella se incorporó encima de él, se llevó las manos a la camisa y, de un tirón, dejó sus pechos al descubierto. Su gesto volvió a arrancar todo el aire de los pulmones de Nial mientras ella pugnaba por desembarazarse de sus calzas. Janee terminó de forcejear con las de Nial, las bajó de un tirón y se puso a horcajadas sobre él.</p> <p>-No lo hagas -imploró Nial-. No es necesario, Janee, yo...</p> <p>El resto de su frase se perdió en el gemido ahogado que brotó de su garganta cuando Janee se dejó caer sobre él. La sensación de su cuerpo entrando en el de ella le arrancó un nuevo gemido, que se convirtió en un jadeo.</p> <p>-Janee -susurró. Titubeante, alzó las manos para posarlas en sus caderas. Cerró los ojos, y ella clavó las uñas en su pecho y gimió en silencio, casi como si, incluso en ese momento, tuviera miedo de llamar la atención. Un instante después, Janee giró la cabeza y clavó los ojos en la figura que se erguía en el umbral de la puerta, apoyada en el quicio. Soltó una exclamación ahogada.</p> <p>Dendalior cerró la puerta, dio un paso hacia el interior de la habitación, esbozó una sonrisa y alzó las manos.</p> <p>-No hace falta que hagas lo mismo por mí. No voy a descubrirte.</p> <p>-¿No...? -receló Janee, todavía jadeante.</p> <p>-No lo he hecho antes. -Dendalior se encogió de hombros-. ¿Por qué iba a hacerlo ahora?</p> <p>Fue entonces cuando Nial pudo volver a pensar con claridad, cuando Janee se apartó con lentitud de su cuerpo, cubriéndose con la camisa medio desgarrada.</p> <p>-Lo sabías.</p> <p>-Sí. -Dendalior avanzó y se sentó sobre el arcón-. ¿Te sorprende que no le haya dicho nada a Vantar? Dime -sonrió con desgana-, ¿qué iba yo a ganar viendo cómo Vantar infligía una muerte horrible a otra mujer más? No es mi diversión favorita.</p> <p>-Pues no has hecho mucho por convencer a Vantar de que tampoco debería ser la suya -le espetó Nial mientras se abrochaba las calzas con dedos torpes. Dendalior lo miró sin pestañear, una mirada atenta e insistente que, en esas circunstancias, dejó a Nial con una sensación de incomodidad tan aguda que tuvo que ahogar la tentación de salir corriendo.</p> <p>-Ah -dijo al fin Dendalior-, pero es que otra de las diversiones favoritas de Vantar es ejecutar triakos. Y no tengo intención de recordarle que mi alma, dedicada o no a la Luz, sigue partida en tres.</p> <p>-Por si acaso decide partirte también en tres el cuerpo, ¿eh? -gruñó Janee. Había conseguido vestirse de nuevo sin un sonido; pero las ropas de hombre no lograban ocultar lo que cubrían, ya no. Al menos, a los ojos de Nial, que tragó saliva al recordar lo que acababa de ver, lo que acababa de acariciar. Agachó la cabeza, confuso.</p> <p>-O en más trozos. Contar no es uno de los dones de Vantar. Y tampoco es que le importe demasiado -replicó Dendalior-. Supongo que para eso me tiene a mí.</p> <p>-Y ¿te dedicarías a explicarle la diferencia entre tres y nueve si te estuviera despedazando? -indagó Janee, levantándose del jergón y poniéndose en pie delante del ex sacerdote. Su postura erguida, con los brazos en jarras y la barbilla alzada, era tan distinta de su anterior actitud sumisa que Nial sacudió la cabeza, asombrado, preguntándose cómo era posible que alguien la hubiera tomado siquiera por un instante por un muchacho. La sonrisa de Dendalior se ensanchó.</p> <p>-Por eso prefiero que no se plantee ciertas cosas, señora. Ni sobre la naturaleza de tu cuerpo, ni sobre la naturaleza de mi alma. -Se levantó y amagó una reverencia. Y la expresión de Janee al ver su gesto se arrugó en una mueca de terror.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Vigésimo día antes de Cheloris.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">En el centro de Ridia, la monarquía está íntimamente unida a la religión. Los triastas dan la bienvenida a los reyes cuando nacen y los despiden cuando mueren, y posan sobre sus cabezas la corona bendecida por sus Tres Dioses. Esto no ocurre en el sur: los sacerdotes de Svonda y Taledia no intentan intervenir en el gobierno, y los reyes sureños no pretenden interpretar los designios de los dioses.</p> <p></p> <p><i>Historia y Costumbres de Ridia</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><i>Oh, Mi Rey, Danekal, dijo</i>:</p> <p></p> <p>«<i>Presto he de partir yo,</i></p> <p></p> <p><i>que los enemigos vienen</i></p> <p></p> <p><i>a infligirme gran dolor.</i>»</p> <p></p> <p><i>Y de la Isla, su Isla,</i></p> <p></p> <p><i>Mi Rey, Danekal, salió</i>.</p> <p></p> <p><i>Hasta noventa banderas</i></p> <p></p> <p><i>mostraban todo su honor</i>.</p> <p></p> <p><i>De los balcones la gente</i></p> <p></p> <p><i>para verlo se asomó</i>.</p> <p></p> <p><i>Las mujeres le lloraban</i></p> <p></p> <p><i>sin ocultar su temor</i>:</p> <p></p> <p>«<i>¡Oh, Mi Rey, Danekal mío,</i></p> <p></p> <p><i>regresa pronto, señor</i>!»</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">-¿Y cuándo se supone que he hecho eso? -preguntó Kal en voz baja, aburrido, apoyando la mejilla en la mano e intentando por todos los medios adoptar una expresión halagada al mismo tiempo. Evan se inclinó a su lado para susurrarle al oído:</p> <p>-El mismo día que te enfrentaste al dragón con la espada rota de tu tatarabuelo, y dos días después de obligar al sol a detenerse en el cielo para derrotar a los veinte clanes norteños e impedir que huyesen al abrigo de la noche.</p> <p>-Lleva cantando desde ayer, por los Tres... -se quejó Kal, cambiando la mano que sostenía su rostro y cruzando la pierna contraria para mitigar el dolor que empezaba a sentir en los riñones y en el trasero-. ¿Falta mucho?</p> <p>Evan fingió contar con los dedos.</p> <p>-Si no me equivoco, majestad, todavía hay siete trovadores esperando su turno para presentaros la canción que han compuesto en vuestro honor.</p> <p>-Joder -murmuró Kal, hastiado.</p> <p>-Y veinte platos -añadió Evan-. ¿Queréis vino, majestad? ¿Un poco más de pastel de cerdo? ¿O preferís hacer hueco para el ciervo asado con ajedrea y cilantro, la empanada de trucha en escabeche de hinojo, el jabalí con miel, el cordero en salsa de menta, el pastel de cerdo con leche de almend...?</p> <p>-Alguno debería componer una canción sobre mi ilimitada paciencia -meditó Kal.</p> <p>-Sobre tu ilimitado estómago, más bien. -Evan se recostó en el respaldo de la silla. Una vez más había obtenido un sitio en la mesa principal, aunque su lugar, según dictaba el protocolo, estaba junto a Nikao, Solge, Reol e Insal en la mesa colocada justo debajo de la tarima. Tranlovar estuvo a punto de estallar en sollozos cuando Kal se mostró inflexible en ese punto.</p> <p>Tampoco Evan se lo había tomado con demasiado entusiasmo, a decir verdad.</p> <p>-Ahí arriba todo el mundo te mira. Prefiero estar abajo, en serio -había dicho-. Además, abajo sirven más vino.</p> <p>Al final Kal tuvo que explicarle que lo necesitaba a su lado, y que si, después de pasar todo el día sentado en el trono con miles de ojos clavados en su cara y pendientes hasta de su gesto más nimio, tenía que soportar un larguísimo banquete sin una compañía mejor que su madre y su real invitada, acabaría por soltar un alarido de exasperación delante de toda la corte.</p> <p>El festín no tenía en común con el que habían celebrado a la llegada de Sihanna de Phanobia más que el nombre. Tampoco el resto de la jornada se había parecido en nada a las precedentes: Kal no recordaba un día más largo, ni más aburrido, que aquél. Se suponía que tendría que haber disfrutado... pero hacía muchas horas que deseaba fervientemente que todo terminase y poder esconderse en sus habitaciones y berrear toda su frustración y toda su impaciencia hasta quedarse afónico. «Si es que todavía son mis habitaciones», pensó, sombrío. Otra cuestión por la que había reñido con Tranlovar y con su madre, sin llegar a un acuerdo que satisficiera a los tres.</p> <p>-Ya ha terminado -informó Evan-. Aplaude, hombre, no sea que se sienta ofendido y decida repetir la puta canción para ver si la segunda vez la aprecias...</p> <p>Kal se apresuró a incorporarse y a dedicar una amplia sonrisa al vacilante trovador, cuya expresión se iluminó al instante. Hizo una rebuscada reverencia y salió con ese paso garboso que utilizaban todos los de su oficio y que Evan describía como «andar a saltitos sacando el culo hacia afuera».</p> <p>-Todos parecen ir pidiéndole guerra a Tranlovar -se había burlado en más de una ocasión.</p> <p>Kal mantuvo el gesto mientras rebullía en su asiento tratando de aliviar el dolor sordo que empezaba a subirle desde las nalgas hasta el cuello. «¿En esto consiste ser rey? ¿En estar sentado hasta que las almorranas se me hagan tan grandes como los cojones?», se sulfuró. Asintió, hosco, cuando un ejército de sirvientes pidió su aprobación para servir el siguiente plato, un enorme cerdo asado en compota de manzana.</p> <p>Al menos podía comer y beber hasta hartarse mientras escuchaba las pamplinas de los bardos. Había sido peor aguantar las palabras del triasta, que debía haber decidido resarcirse de la mudez que tuvo que guardar en el funeral de Tearate y se había recreado en su propia voz durante lo que a Kal se le antojaron horas. Y había sido mucho peor permanecer quieto, erguido, viendo pasar uno a uno a todos sus vasallos, a los nobles de Novana, a los vasallos de éstos, a los capitanes del ejército, a todos y cada uno de los miembros de la Guardia Real. «Cientos», especuló Kal, pasándose la mano por la frente para enjugar el sudor. Cientos de hombres que se habían arrodillado ante él para jurarle fidelidad... Y la corona, la maldita corona de oro y piedras como huevos que se clavaba en sus sienes y que al final de la ceremonia le hizo desear poder arrancarse la cabeza de cuajo. «Al menos he podido quitármela...» Ahora ceñía su frente un sencillo aro de plata que retiraba de su rostro el húmedo pelo castaño, la corona que usaría en público salvo en las ocasiones más solemnes. Y en privado, el único aro de plata que llevaría sería el sha’al.</p> <p>Dio un respingo y se irguió en su asiento, parpadeando para despejarse. ¿El sha’al? ¿En qué estaba pensando? «Idiota, idiota... ¡No te duermas en tu propia coronación, imbécil!» Se frotó los ojos y se miró subrepticiamente la muñeca. Nada.</p> <p>-Éste es todavía peor -masculló Evan, refiriéndose al trovador que había ocupado el lugar del anterior-. ¿Crees que serás capaz de hacer creer a tus súbditos que estuviste en silencio un año sólo para poder apreciar mejor el sonido del viento en los árboles, la verdadera voz de los dioses?</p> <p>-Pues bien que podría probarlo él -contestó Kal, cansado-. Quedarse calladito un año, empezando por hoy.</p> <p>-Ya. La voz de los dioses... A ti sólo te interesa apreciar la voz de Jenhaha, y para eso no necesitas quedarte en silencio, ¿eh?</p> <p>Evan se inclinó sobre la mesa y cogió una cereza antes de volver a reclinarse. Empezó a jugar con ella lanzándola al aire y recogiéndola sin mover la mano. Al otro lado de Kal, Isobe miró a Evan con enojo. Él fingió no haberla visto. Tiró la cereza y la cogió, la lanzó y volvió a recogerla.</p> <p>-Dime una cosa, Kal -dijo sin dejar de jugar con la cereza-. ¿Sigues pensando en enviar a Insal de Fev a Phanobia?</p> <p>-Angarad asegura que es leal -afirmó-, pero prefiero alejarlo de Nikao todo lo que pueda. Y en Phanobia... -Se encogió de hombros-. Si descubrimos que su lealtad no es tan firme como Angarad cree, siempre puedo enviar un mensaje a alguno de los capitanes para que el señor de Fev tenga una muerte honorable.</p> <p>-Y de paso le das un disgusto a Nikao, ¿eh...? -sonrió Evan.</p> <p>-Es tan transparente... Sólo le falta pintarse en la frente con tintura azul: «Quiero ser el comandante que vaya a Phanobia, volver a Novana triunfante y disputarte el trono.» Me gustaría ver su cara cuando sepa que el comandante va a ser uno de sus vasallos más insignificantes.</p> <p>Evan miró hacia el techo y abrió la boca. La cereza rebotó contra su mejilla y cayó rodando hasta detenerse frente al trovador, que vaciló, perdió el hilo de la canción y acabó en una nota falsa que levantó más murmullos que aplausos. Evan se echó a reír sin disimulo.</p> <p>Si en el banquete de bienvenida de Sihanna el ambiente había sido festivo, esa noche los invitados parecían dispuestos a acabar con todo el vino de la Isla y con toda la comida de Lanhav y los alrededores. Ninguno escuchaba a los trovadores que cantaban las hazañas de su nuevo rey, unas proezas que debía haber estado ebrio por completo cuando realizó, porque Kal era incapaz de recordar haber llevado a cabo siquiera una. El murmullo de las conversaciones fue aumentando de volumen hasta convertirse en un sordo rugido que ahogó los versos del último de los juglares. «Gracias a los dioses.» El vino empezaba a subírsele a la cabeza, el humo oloroso que espesaba el aire lo mareaba, y las canciones habían acabado por minar su ánimo. Los colores vivos de los atuendos de los cortesanos, tanto hombres como mujeres, lo aturdían. Parpadeó cuando se descubrió a sí mismo mirando sin pestañear el juego de la luz sobre el collar de una de las damas, una joya labrada en plata con pequeños topacios engarzados. Las piedras relucían tan doradas como los ojos de la mujer a la que adornaban. ¿O eran los ojos los que adornaban al collar? Sacudió la cabeza, azorado. «Dila.» Apartó la vista y cogió la copa que una sirvienta acababa de llenar de nuevo, esta vez de clarea.</p> <p>-Se acabó -gruñó Evan de repente. Kal alzó la vista cuando el señor de Lenvania se levantó de su asiento-. Necesito tomar un poco el aire -explicó. Miró de reojo a la regordeta criada que se alejaba de la mesa principal, la misma en la que se había fijado en el banquete de bienvenida de Sihanna de Phanobia.</p> <p>-Que disfrutes, muchacho -lo despidió Kal con una mirada intencionada. Soltó una carcajada cuando Evan le respondió con un gruñido y se apartó de la mesa, siguiendo sin disimulo a la muchacha vestida de blanco y negro. Kal puso los ojos en blanco y se volvió hacia su madre.</p> <p>-Por lo menos alguien se divierte -comentó, y bebió un sorbo de clarea. La canela se le subió a la cabeza. Isobe tenía los labios apretados y una expresión reprobadora en el rostro-. Anímate, madre -añadió con voz alegre-. Mañana todos estos idiotas estarán tan enfermos que no serán capaces ni de salir de sus lechos. No creo que venga nadie a molestar. Mañana podrás descansar.</p> <p>El rostro de Isobe dibujó una sonrisa forzada.</p> <p>-¿Bailarás con Sihanna de Phanobia? Deberías. Y también con unas cuantas de sus damas, y algunas de las nobles de Lanhav. Si no tienes intención de decidirte por una -no ocultó el reproche en su tono-, no bailes demasiado con ninguna. No queremos que la gente empiece a hacer cábalas acerca del nombre de su futura reina.</p> <p>-No creo que nadie piense que voy detrás de Sihanna de Phanobia, así que puedo bailar sólo con ella. -«Y así me ahorro los otros veinte bailes», se dijo, esperanzado-. Es hermosa, pero un poco mayor para mí, ¿no crees, madre?</p> <p>Isobe frunció el ceño.</p> <p>-Sihanna es más joven que yo -murmuró. Bajó la cabeza y, suspirando, cogió la copa de plata que reposaba delante de su plato.</p> <p>-Pero tú eres mucho más guapa que ella. -Posó un suave beso en su sien-. Si Lanhav espera a ver con quién bailo para adivinar quién es la mujer de mi vida, baila conmigo. Dejemos que nuestros súbditos se desconcierten un poco.</p> <p>Ella sonrió débilmente.</p> <p>-Bailaré contigo, Danekal -aceptó-. Pero sólo una canción. Estoy cansada.</p> <p>Él levantó la copa.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>EL LUGAR</p></h3> <p></p> <h2>Vigésimo día antes de Cheloris.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Nunca hallaréis nada tan dulce y a la vez tan amargo como la Shah. Embriaga, aturde, y al mismo tiempo te hace sentirte más viva que nunca. A su lado, estar con un hombre es algo vano, insípido.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Diario de una shalhia</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Kal cerró los ojos, alzó el rostro hacia el cielo y extendió los brazos.</p> <p>Ya no era él quien la buscaba. La Shah acudía a su llamada antes de invocarla, lo empapaba sin que él se lo pidiera, llenaba su cuerpo y su mente, haciéndolo suyo. Era la Shah la que lo buscaba. Se le entregaba tanto como podría soñar que se le entregase cualquier mujer. Y en ese instante Kal le pertenecía en cuerpo y alma, era tan suyo como si ella hubiera sido su amante, su esposa. La única. <i>Tuya, Kal, mi amor</i>... Se sentía morir de deseo cada vez que ella, la Shah, le susurraba en el oído, acariciaba su cuerpo, no con las manos sino consigo misma, toda ella una eterna caricia que lo dejaba tembloroso y anhelante. Y ella le pedía que la acariciase también, y Kal se rendía a ella y la acariciaba como ella le pedía, convirtiéndola con sus caricias en algo vivo, vibrante, que manipulaba la existencia y la cambiaba al antojo de Kal, como una amante llenaría el aire de música para hacer más agradable el mundo si su amante se lo pidiese.</p> <p>Tejió la Shah, y ella creó para él un haz de luz de todos los colores, tan intensa que pudo verla a través de los párpados cerrados, y tan suave que no lo deslumbró cuando los abrió. Alzó una mano y la pasó sobre el punto luminoso, que se agitó ante su contacto. Rio.</p> <p>-Dámela, Mellizo -dijo Dila haciendo añicos el hechizo, la dulce amargura de la Shah.</p> <p>Decepcionado, Kal apretó los dientes y volvió a buscar la Shah, y esta vez no la tocó, «No me mires, no me digas nada, o no podré dejar de abrazarte jamás», sino que, con gran esfuerzo, se apartó de ella y se abrió a Dila, y derramó en su interior toda la risa, toda la alegría, toda la dulzura que era la Shah.</p> <p>Alejó la envidia que lo abrumó al ver la expresión extasiada de su Melliza, «Mía, no de ella, mía...» y la observó con curiosidad. ¿Sería la Shah para Dila como era para él, un amante a quien complacer, o por quien dejarse acariciar...? Los celos hincaron los dientes en su alma, y tuvo que contenerse para no absorber toda la Shah que le estaba entregando, para no dejarla sedienta de nuevo. «Melliza.» El mero pensamiento de desobedecerla le provocó una punzada en la muñeca, en todo el cuerpo.</p> <p>Dila extendió la mano con la palma hacia arriba y movió los dedos.</p> <p>El paisaje osciló a su alrededor. La pradera cubierta de hierba se combó, el cielo se inclinó, el sol cambió de lugar y se acercó peligrosamente hacia ellos. La misma realidad pareció doblarse sobre sí misma, lo de arriba abajo, lo de abajo arriba, los montes convertidos en colmillos que colgaban del labio superior del mundo... el suelo, o el cielo, o ambos a la vez. Dila empezó a absorber más y más Shah a través de él, tirando de su alma y de su ser, y forzando el conducto abierto entre ambos hasta que Kal gritó de dolor.</p> <p>Un zumbido resonó en su cabeza. Los oídos le sangraron. Trató de cerrar el canal, de atraer a la Shah y quitársela a ella, pero el torrente de energía se negó a dejar de manar, el suave deseo convertido en un abrazo tan apasionado que era incapaz de desasirse, un amante que hubiera llegado al punto del que no se puede retroceder.</p> <p>-¡Para! -aulló, cayendo de rodillas al suelo, o al cielo, y llevándose las manos a la cabeza-. ¡Suéltame! -gimió y alargó una mano para tocar a Dila, para tirar de ella, para detenerla.</p> <p>Un instante después abría los ojos, tumbado en el inmóvil océano verde de la llanura. Sobre su cabeza brillaba el sol, en el centro exacto de un cielo azul sin una nube. Un pájaro trinó a lo lejos.</p> <p>Aturdido, miró a Dila. Se incorporó a toda prisa. Ella le devolvió la mirada. Los ojos dorados relucían de asombro, de miedo, de incertidumbre.</p> <p>-¿Cómo...? -susurró. Se miró la mano, que todavía tenía extendida, y volvió a mirarlo.</p> <p>Tan sobrecogido como ella, Kal se puso en pie. Cogió su mano y la observó, mudo por la sorpresa. No había cerrado el conducto, no le había negado la Shah... pero ella se había detenido.</p> <p>-No he... no has... -balbució Dila.</p> <p>Él negó con un gesto sin soltar su mano. Una mano pequeña, de dedos alargados, en cuyo extremo brillaba el sha’al. Estudió el brazalete de plata que él mismo había creado. Y entonces lo entendió.</p> <p>-El sha’al -murmuró, levantando el rostro hacia ella-. Llevas un sha’al.</p> <p>Dila clavó los ojos en los suyos. No se leía odio, ni pena, ni rechazo en su rostro: sólo una repentina comprensión que la hizo soltar una exclamación ahogada.</p> <p>-Y tú me lo pusiste -musitó sin liberar su mirada-. Mellizo.</p> <p>-Melliza. -Acarició el sha’al de ella con un dedo-. Mía.</p> <p>Ella inspiró y soltó el aire en un suspiro tembloroso.</p> <p>-Sí. -Bajando el rostro, miró el brazalete y los dedos de él, y cerró los ojos-. Tanto como tú eres mío.</p> <p>-Obediencia. -Por algún motivo que se le escapaba, Kal no sintió deseos de sonreír.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Decimonoveno día antes de Cheloris.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">No subestiméis jamás a una mujer enojada. Si nuestros ejércitos estuvieran compuestos por mujeres, las guerras serían mucho más sangrientas, mucho más brutales, mucho más atroces.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Enciclopedia del Mundo: Comentarios</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Horrorizado, Evan se obligó a mantener el rostro impasible mientras miraba al frente con los ojos entrecerrados para protegerse de la luz deslumbrante del sol y de la imagen que tenía ante sí. La escena había atraído la atención de prácticamente todos los habitantes de la Isla, que se habían ido congregando en el patio conforme el rumor pasaba de boca a oído, de palafrenero a moza de cocina, de criado a soldado. Incluso los nobles habían salido al patio, aburridos después de setenta días de inactividad y bastante desmejorados después del banquete y el baile de la noche anterior, y no disimulaban su curiosidad. Los siervos sostenían sus herramientas de trabajo mientras observaban, escobas, horcas, baldes, cestos; lanzas y espadas los soldados; los nobles asían copas con cerveza o infusiones para sus maltratados estómagos. Pero eso y sus atuendos eran lo único que diferenciaba a ambos grupos.</p> <p>A su lado Kal permanecía inmóvil, en silencio, sin ocultar su desagrado.</p> <p>-¿No puedes hacer nada? -preguntó de nuevo Evan en un murmullo casi inaudible. Kal volvió a negar en un gesto tenso.</p> <p>-La ley es la ley -repitió, apretando los dientes-. Esto me gusta tan poco como a ti, pero no puedo empezar mi reinado ignorando las leyes. Lo siento.</p> <p>La muchacha volvió a emitir un alarido desgarrador pese a que nadie la había tocado. Después calló. Tan sólo de vez en cuando emitía un gemido que se clavaba en el alma de Evan como si fuera él quien recibía los golpes sañudos de Lonan. Cada vez que abría la boca se escapaba entre sus labios un reguero de sangre, y a veces escupía uno de sus blanquísimos dientecillos, que caía al suelo, ante sus pies descalzos.</p> <p>-Pero es que no es cierto -insistió Evan obligándose a mirar la carita llorosa e hinchada, los ojos amoratados, la cabeza rapada, el cuerpo desnudo, cruzado de líneas rojizas allí donde lo había golpeado la vara de Lonan-. No es cierto...</p> <p>Kal lo miró.</p> <p>-Tu broche estaba en su arcón -explicó de nuevo como si Evan no hubiera oído los hechos decenas de veces, como si no revoloteasen en su cabeza las palabras de la cocinera, de la nodriza de la reina y del mayordomo mayor-. Onone la vio escondérselo mientras limpiaban el Gran Salón, Julda la vio con él en la mano cuando entró en su cuarto casi al amanecer. Y Tranlovar lo ha sacado de entre sus ropas esta misma mañana. Y tú mismo has dado fe de que el broche es tuyo.</p> <p>-Pero no me lo robó -aseguró Evan una vez más-. No me lo robó, Kal, de verdad que no.</p> <p>Kal suspiró, pesaroso. Se giró para mirarlo.</p> <p>-Tuvo la oportunidad. Sabes tan bien como yo que no te habrías enterado aunque te hubiera robado hasta los calzones.</p> <p>-Pero cuando yo llegué a mi dormitorio tenía el broche -reiteró Evan con la mirada fija en la picota donde permanecía sujeta Gae, la vivaracha criada que siempre servía el vino en la mesa del rey y que la noche anterior había servido a Evan algo mucho más embriagador. La muchacha volvió a gemir y agachó la cabeza calva, que hasta esa mañana adornaba una brillante mata de cabellos del color del trigo-. Me lo quité de la casaca, lo recuerdo perfectamente...</p> <p>-Entonces es peor -lo interrumpió Kal-. Entonces ha entrado en tus aposentos para robártelo.</p> <p>-Ahórrale la picota -suplicó Evan sin cambiar de expresión-. Todos hemos visto su castigo: no es necesario prolongarlo. Y aquí no van a verla los que podrían tomarlo como un castigo ejemplar, porque no se permite la entrada de los desarrapados en la Isla. Por favor. Kal...</p> <p>El rey no dijo nada. Lonan alzó la cabeza y lo miró, con el rostro tan inexpresivo como el de su soberano. Kal vaciló.</p> <p>-Por favor -rogó Evan en un susurro.</p> <p>-Suéltala, Lonan -decretó Kal al fin en voz alta. Un murmullo se elevó desde la multitud congregada a su alrededor. Kal se irguió-. Llévala a las cocinas. Que Yosen le aplique un ungüento y que Onone le dé algo de comer. Y después que se vaya de la Isla.</p> <p>Giró sobre sus talones y se alejó hacia la Torre del Rey. Evan titubeó, miró a Gae y sus ojos tropezaron con los ojos de la reina, que lo observaba sin pestañear de pie junto a Sihanna de Phanobia, rodeada del eterno grupito de damas de la alta nobleza de ambos países. Isobe sonrió e inclinó la cabeza en señal de saludo.</p> <p>Una ira helada llenó sus pulmones y le arrancó el aliento. En lugar de devolverle el gesto, Evan la miró con frialdad, dio media vuelta y se encaminó hacia la puerta por la que Kal acababa de desaparecer, apartando a empujones a los que le obstaculizaban el paso, sin pedir disculpas.</p> <p>La sombra y el ambiente fresco del Gran Salón no hicieron sino enfurecerlo todavía más. Kal había desaparecido. Evan avanzó a grandes zancadas hacia la escalera de caracol sin mirar a nada ni a nadie y subió a toda prisa los empinados escalones. Sólo cuando llegó a sus habitaciones se permitió dar rienda suelta a su enfado: desabrochándose la capa la tiró al otro extremo de la alcoba, dio una patada al primer mueble que se le puso delante, un pequeño arcón, y después, con un gruñido, propinó un puñetazo a la pared desnuda, de la que días atrás habían retirado los tapices que podrían haber amortiguado el golpe. Se frotó los nudillos sin sentir el dolor.</p> <p>La puerta se abrió detrás de él y volvió a cerrarse en silencio. No se dio la vuelta para mirar.</p> <p>-Enséñame el cielo, Pichón -murmuró Isobe, avanzando hacia él y rodeando su cuerpo con los brazos. Temblando de cólera, Evan se apartó de ella y la miró. Ella sonreía.</p> <p>-Marchaos -graznó él-. Marchaos, majestad. Por favor.</p> <p>Ella hizo caso omiso y se acercó, ignorando también la expresión llena de rabia de Evan. Volvió a abrazarlo. Con el cuerpo rígido, Evan apretó la mandíbula y no se movió, temeroso ante la idea de dejarse llevar por la furia y golpear a su reina. Isobe levantó el rostro y entreabrió los labios como hacía siempre que le pedía un beso.</p> <p>-Déjame sin aliento -le ordenó.</p> <p>Evan apartó la cara y la empujó con toda la suavidad que pudo imprimir en sus brazos, que no fue mucha. Isobe hizo un mohín que lo enojó todavía más.</p> <p>-Vete -exigió-. Isobe. No me toques.</p> <p>Ella se apoyó contra su pecho.</p> <p>-¡Vete! -exclamó Evan, tan enfurecido que tuvo que apretar los puños para no abofetearla.</p> <p>-¿Qué te pasa, Pichón? -Isobe alzó la mirada con el rostro iluminado por una expresión juguetona.</p> <p>-¿Que qué me pasa? -profirió, indignado, sujetándola por los brazos y sacudiéndola-. ¿Que qué me pasa? ¿Julda? ¿Onone? ¿Tranlovar? ¿Lo planeaste anoche, o te ha salido todo sin pensarlo, majestad?</p> <p>Ella frunció el ceño. La sonrisa desapareció de su rostro.</p> <p>-No sé de qué me estás hablando -dijo fríamente-. Anoche estuve en el banquete de coronación de mi rey. Al contrario que otros, yo sí sé cuál es mi deber.</p> <p>Evan apretó sus hombros con fuerza.</p> <p>-No vas a hacerme creer que todo este numerito ha sido para castigarme por haberme ido del banquete -siseó-. No, Isobe, no voy a creérmelo.</p> <p>-¿Quién ha dicho que todo esto tenga algo que ver contigo? -preguntó ella con una mueca intencionada-. Una criada ha robado un objeto de valor de un invitado del rey, y el rey la ha castigado. A quién perteneciese el objeto en cuestión es irrelevante.</p> <p>-¡No juegues conmigo! -aulló él, y la zarandeó sin darse cuenta de lo que hacía. Lo veía todo rojo: el rostro de Isobe apenas era visible a través de la bruma que lo cegaba-. ¡Tú cogiste ese broche, y ordenaste a tu nodriza y a tu cocinera que mintieran! ¡Gae no ha cometido más delito que pasar la noche conmigo!</p> <p>Ella entornó los párpados. Su sonrisa se endureció.</p> <p>-Y es un delito, Pichón, no te quepa duda. -Acarició su pecho con la palma de la mano-. Aún peor que el de robarte un broche. Ha intentado robarme a mí, a su reina. -De un tirón le rasgó el lazo que ataba la camisa de seda-. Nadie me quita lo que es mío, Evan de Lenvania. Ni siquiera tú. -Posó los labios en su pecho-. Tú -declaró, colgándose de su cuello-, menos que nadie.</p> <p>Indefenso, Evan intentó zafarse de su beso, pero Isobe logró sujetar su cabeza y mordió sus labios. Él gruñó, encolerizado, tan enfadado que creyó estar a punto de explotar de furia, pero ella no lo soltó. Y entonces Evan gimió, asqueado, cuando la ira se convirtió en deseo una vez más y su cuerpo reaccionó con toda la violencia que contenía en su interior, con toda la rabia que había acumulado, y lo impulsó hacia ella.</p> <p>-Maldita seas -renegó sin apartarse de su boca-. Maldito sea yo -añadió, derrotado, dejándose empujar hacia el lecho y estrujándola entre sus brazos.</p> <p></p> <p>Con la mirada perdida en lo alto, Evan intentó serenarse al tiempo que se tranquilizaba el ritmo de su respiración, los latidos de su corazón. La cólera seguía allí, el enojo, la ira, de la mano del incontenible deseo, arropados todos sus sentimientos con una manta de incredulidad y de pesar por su falta de control y cubiertos por un dosel de pavor, por sí mismo y por ella, por los dos.</p> <p>-Me ha alcanzado un rayo -murmuró Isobe, y se dio la vuelta en el lecho para mirarlo-. No sé si seré capaz de soportar tanta luz.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Decimoséptimo día antes de Cheloris.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Y cuán prestos estamos a engañarnos a nosotros mismos, pensando que con eso logramos también engañar a los demás...</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Naturaleza del Hombre</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Dila levantó la mirada del bastidor y miró a Sorsha sin ocultar el reproche que brillaba en sus ojos.</p> <p>-No merecía morir así -repitió. Sorsha agitó el pañuelito con el que acababa de enjugarse el sudor de la frente. El calor se había hecho casi insoportable en apenas unos días, aunque no llegaba a las temperaturas que se alcanzaban en Phanobia entre Cheloris y Ebba. No obstante, era muy pronto para que hiciera tanto calor, estando Novana tan al norte, y todo Lanhav gruñía de incomodidad durante las horas centrales del día, y también por la noche.</p> <p>-Ella no lloraría tanto si fueras tú la muerta -replicó Sorsha, sentándose con un gesto muy poco elegante-. Valenia era peor que una enfermedad venérea, Dila. Tú no llegaste a conocerla como yo, porque llegaste a Teune hace sólo dos años, y para entonces ella ya se dedicaba en exclusiva a Sihanna. Pero era una arpía. De hecho, por mucho que su padre insista en que lo repudió antes de Kertta, estoy segura de que, en realidad, Valenia quitó de en medio a su hermano para quedar como única heredera de Dalmendia. Ése está enterrado en pleno campo con una piedra encima, te lo digo yo. -Introdujo el pañuelo de encaje en la manga de su vestido y se echó el cabello hacia atrás-. Da igual. Yo no la maté, ya te lo he dicho miles de veces.</p> <p>-Es como si lo hubieras hecho. Valenia no se habría tomado esa maldita infusión si tú no le hubieras dicho a Sihanna que se acostaba con Geren de Namoda.</p> <p>-Y ¿tengo yo la culpa de que esa idiota no supiera hacer una infusión en condiciones? -exclamó Sorsha. Dila meneó la cabeza.</p> <p>-¿En serio crees que se despistó y se envenenó por accidente? Sorsha -objetó Dila, escéptica-, Valenia nos ha preparado más tena en estos últimos dos años de la que puede beber un ejército en una noche de insomnio. Podía hacerla mientras cantaba la <i>Canción de Silhle El Destructor</i> y explicaba a las sirvientas cómo debían guardar su ropa. Yo la he visto calcular el tiempo que estaban las hojas en remojo mientras contaba el número de perlas de un collar y rezaba el Tredonai en voz alta. Valenia se mató porque quiso.</p> <p>Sorsha resopló y volvió a sacar el pañuelo.</p> <p>-Vale. Se mató por vergüenza -admitió-. Menuda idiota. Si Sihanna quisiera casarme con Evan de Lenvania no me prepararía una tena. -Le guiñó el ojo-. Le pondría a él una verderona majada en vino y después me colaría en su dormitorio en plena noche. Para asegurarme de que no se me escapase.</p> <p>Dila puso los ojos en blanco.</p> <p>-Yo no estaría tan segura de que el señor de Lenvania accediese a casarse contigo aun después de eso, Sorsha. Y tampoco con Valenia.</p> <p>-Haría lo que su rey le ordenase.</p> <p>-No sé -dijo Dila-. No parece ser de los que agachan la cabeza delante de su señor. Y menos teniendo en cuenta que el rey y él son amigos de la infancia. Aunque lo más probable es que no necesite la verderona para hacerte un sitio en su cama.</p> <p>-Ah, y lo haría incluso sin la promesa del matrimonio si no fuera porque no sé cómo reaccionaría Sihanna -se lamentó Sorsha-. Son guapos, estos isleños... Ese tal Teilhil es más deseable, pero en Lanhav hay hombres con los que pasaría un rato sin pensarlo dos veces.</p> <p>-No te lo pensarías ni una -replicó Dila. Sorsha era la más impúdica de las damas de la reina de Phanobia, pero se consideraba moralmente autorizada a criticar a Valenia por su relación con Sihanna. Por envidia. Y del mismo modo que no había sentido ninguna pena al enterarse de la desaparición de la heredera del trono de Phanobia, a la que muchos daban ya por muerta, Sorsha tampoco había penado por la muerte de Valenia. Dila se preguntaba por qué la señora de Soligna seguía inspirándole simpatía.</p> <p>Suspiró y volvió a coger la aguja. En dos años jamás había sido capaz de bordar algo reconocible: cuando bordaba una flor, las demás pensaban que era un perro; cuando bordaba una escena de caza, todas creían que se trataba de un bodegón. Había sido testigo de violentas discusiones acerca de si su bordado representaba un campo de amapolas o una dietlinda campestre, cuando Dila pretendía bordar la Batalla de Dalmendia.</p> <p>Con todo, había muchas cosas que hacía bien, o al menos de forma aceptable. Tal vez no las tareas que se suponían más apropiadas para la dama de compañía de una reina, pero Dila había sido educada con Iven y sabía todo lo que su hermano sabía sobre historia, política, caza, geografía. Como él, hablaba no sólo phanobiano, tilhiano y novano sino también thaledi, svondeno e incluso se defendía en monmorense. Sabía gobernar un señorío, coordinar a los criados de un castillo, mantener intacta la fidelidad de los vasallos de un señor. También, y gracias a la insistencia de su madre, sabía bailar, cantar, contar historias y mantener una conversación amena con cualquiera, desde el mendigo más hediondo hasta un rey. En definitiva, sabía ser una dama y también habría sabido ser un caballero si hubiera nacido con pene, como Iven le decía tan a menudo.</p> <p>Pero los misterios de la costura se le escapaban. Nunca había tenido paciencia cuando su madre insistía en que aprendiera a coser y a bordar, y cuando llegó a la corte de Teune ya era demasiado tarde para aprender. Sus bordados, decía Sorsha, burlona, debían seguir las pautas de la escuela monmorense y su obsesión por los dibujos abstractos. Por curioso que pudiera parecer, descubrir su torpeza con la aguja cuando llegó al palacio real de Phanobia con dieciocho años la hizo llorar por primera vez en su vida. Todavía se sentía mortificada cuando lo recordaba. «No fue por la costura -se repetía-. Fue por papá, por mamá, por Iven. Por el cerdo de Nhiconi, por la arpía de Sihanna, pero no por la costura. Eso sólo me puso rabiosa.» Sin embargo, por mucho empeño que pusiera, dos años después, sus puntadas seguían siendo torcidas y sus imágenes, meras manchas hechas con hilos de colores.</p> <p>Sorsha se agitó en su asiento, incómoda por el calor que adhería el fino lino de su vestido a su piel. Dila tiró del hilo, estudió su labor con ojo crítico y renegó por lo bajo. Clavó la aguja y la dejó en el paño con el hilo colgando antes de levantar la cabeza.</p> <p>-¿Qué haces aquí, Sorsha? -Apoyó las manos sobre el bastidor que descansaba en su regazo-. Pensaba que querías estar con Sihanna, intentando que dejase claro que ahora tú eres su favorita...</p> <p>-No es ser su favorita lo que quiero. Y menos ahora que su niñita ha desaparecido. Quién sabe, igual necesita una nueva heredera del trono -contestó Sorsha con una media sonrisa-. Sihanna está con el rey, discutiendo su maldito tratado.</p> <p>-Y no te ha dejado quedarte -adivinó Dila, ignorando a propósito el comentario sobre la princesa phanobiana. Que Sorsha era ambiciosa, todas lo sabían. Que nunca había sentido ningún cariño más que por sí misma, también. Pero Dila sí guardaba cierto afecto por la hija de Sihanna y Nhiconi, y no tenía ganas de escuchar cómo Sorsha construía planes encima de su supuesto cadáver.</p> <p>Sorsha se secó la garganta con el pañuelo.</p> <p>-A nosotras sólo nos consideran un adorno, Dila. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo para que lo entiendas? -Se levantó el rizado pelo castaño y se enjugó la nuca-. Estaba con ellos hasta que me aburrí. Larmuha se ha quedado, no sé muy bien por qué, teniendo en cuenta que no es capaz de entender ni la mitad de lo que le dicen. No sé qué interés puede tener en escuchar a ese muchacho hablar de infantería, caballería, herreros, carros de suministros y barcos.</p> <p>Dila sonrió.</p> <p>-«Ese muchacho», como tú lo llamas, es el rey de Novana, Sorsha -apuntó-. Creía que después de tres días de fiesta ya te habrías dado cuenta de que lo han coronado.</p> <p>-Ya lo llamaré «majestad» cuando esté delante. En realidad no es más que un chiquillo malcriado. Cuando salí, Sihanna estaba a punto de acogotarlo con sus propias manos. Creo que se ha contenido porque es sólo un crío. Veinte años... -bufó.</p> <p>-Tiene los mismos años que yo, ¿sabes...?</p> <p>-Tú también eres una cría. Solterona, pero una cría. Aunque ni siquiera a ti se te ocurriría mencionar la posibilidad de enviar mercenarios a Phanobia en lugar de soldados.</p> <p>-¿Eso dijo...? -preguntó Dila, divertida-. No me extraña que Sihanna quisiera sacarle los ojos con las uñas. Los mercenarios sólo luchan bien si les pagas bien, y a veces ni eso.</p> <p>-En realidad no fue así como lo dijo. Creo recordar que fue la reina Isobe quien mencionó los mercenarios, y Danekal le recordó que no podían permitirse pagar a tantos como para enviar un ejército de ellos a Phanobia. Los mercaderes de Lanhav pueden parecer unos pobres incultos, pero han sangrado al reyecito como unas sanguijuelas por no sé qué de una plaza que les obligó a desalojar cuando todavía era el príncipe.</p> <p>-Qué lástima -comentó Dila, irónica-. ¿Entonces...?</p> <p>-Lo que ha molestado a Sihanna es que Danekal quisiera enviar a algunos. Odia a los mercenarios, y no quiere ni uno solo entre los soldados que Novana envíe a Phanobia.</p> <p>-¿Así que van a enviar un ejército? -se interesó Dila-. ¿Cuántos hombres? ¿Van a...?</p> <p>-No me importa una higa-rezongó Sorsha, sacudiendo el trozo de encaje húmedo-. Pero creo que hablaban de unos ocho mil. La mitad del ejército novano -explicó-. Discutían acerca del número de caballeros: Danekal quería enviar dos mil, y Sihanna quería cuatro mil. Cuando Danekal ha empezado a desvariar sobre el número de carracas y galeras que necesitarían para transportarlos he decidido que no tenía por qué soportarlo más.</p> <p>-Ocho mil -caviló Dila-. Teniendo en cuenta que el tratado es amistoso, no creo que ninguno de los dos luche por quedar por encima del otro. Al final acordarán que sean tres mil caballeros. ¿La flota de Novana será suficiente para llevarlos a todos a Phanobia?</p> <p>-Dila -la interrumpió Sorsha-. Como no dejes de hablar de esas cosas, Sihanna va a acabar pensando que quieres convertirte en el comandante de su maldito ejército. Y entonces va a encerrarte aquí -señaló el pequeño saloncito de las habitaciones de Dila-, o a nombrarte capitán. -Soltó una risita-. ¿Qué estás bordando? -dijo de pronto, arrebatándole el bastidor a Dila de las manos-. ¿Una montaña?</p> <p>-Sí -contestó, sorprendida de que, por una vez, alguien hubiera sabido interpretar sus puntadas.</p> <p>-Qué alta -comentó Sorsha, devolviéndole el bastidor-. Si es el monte Dsalha, se parece lo mismo que una vaca a una maceta de geranios.</p> <p>-No es el monte Dsalha. -Dila dio la vuelta al bordado para estudiar una vez más la imagen-. Es una montaña, nada más.</p> <p>-Si tú lo dices...</p> <p>Dila hizo una mueca y desclavó la aguja, unida al paño por un trozo de hilo del color de la hierba.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>EL LUGAR</p></h3> <p></p> <h2>Decimoséptimo día antes de Cheloris.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Fue en los años posteriores al Ocaso de Ahdiel cuando surgió la Shah en el mundo roto, un hálito de esperanza para un continente desgarrado, cuyas heridas todavía sangraban. O quizá ya existía la Shah y fue después del Ocaso cuando se descubrió cómo utilizarla. Lo único seguro es que supimos, sin lugar a dudas, que la Shah era a la vez una maldición y una bendición. Pues sólo podían usarla algunas mujeres, y sólo algunos hombres podían proporcionársela.</p> <p>El sentido del humor de los dioses es difícil de comprender.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Enciclopedia del Mundo: Comentarios</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">La hierba formaba una alfombra mullida y húmeda bajo sus pies descalzos. Kal tenía razón. En la pradera, estar descalza era un placer. «Kal.» Le costaba pensar en él por un nombre.</p> <p>-Me llamo Kal. Kal -seguía insistiendo él.</p> <p>Y al final Dila había descubierto que, si utilizaba su nombre, aunque sólo fuera alguna vez, él sonreía. Y después accedía a llenarla de Shah, y la Shah era más dulce. «La diferencia entre arrebatársela y recibirla como un regalo.» Esos pensamientos todavía la turbaban, pero no la perturbaba menos saber que ella, una shalhia, tenía que obedecer a un shalhed. El brazalete de plata pesaba como si fuera de plomo. Decir su nombre todavía le resultaba amargo. La Shah, por el contrario, era la miel que endulzaba su boca después de pronunciarlo.</p> <p>Tumbada boca arriba, con las piernas dobladas, Dila hacía dibujos en el aire con los dedos. Por donde pasaban, sus manos dejaban una estela brillante, una fina línea de plata que titilaba sobre su cabeza y se quedaba flotando, esperando para unirse al siguiente trazo dibujado por sus dedos. No era un hechizo propiamente dicho: sólo lo hacía para entretenerse. La Shah fluía con lentitud por su interior, un suave riachuelo manando de forma ininterrumpida desde el hombre que descansaba a su lado. «Kal.» Trazó un arco con la mano, formando la silueta de las colinas que se elevaban frente a ellos.</p> <p>Su Mellizo alargó el brazo y dibujó con un dedo el círculo del sol sobre la colina de plata de Dila. La urdimbre de Shah se estremeció, y Dila sintió como si, en lugar de tocar su tejido, su Mellizo la hubiera tocado a ella. Dio un respingo y bajó la mano. Incómoda, frunció el entrecejo, sintiéndose de pronto sucia: la Shah, su Shah, manipulada por una mano que no era la suya.</p> <p>-Mellizo -protestó, torciendo la cabeza para mirarlo.</p> <p>-Shhh -susurró él-. Mira esto.</p> <p>Cerró los dedos alrededor de una de las líneas que había dibujado Dila. Tiró con suavidad y convirtió la colina redondeada en un pico afilado que rozaba el sol que había trazado él; cogió otra línea y, con un movimiento lento, la transformó en un árbol. Dila ahogó una exclamación al notar la caricia en la mejilla cuando la mano de él seguía en el aire, sobre su cabeza.</p> <p>Siguiendo un impulso alzó la mano y esbozó un arroyo al pie del árbol. Él sonrió, la miró y negó con un ademán.</p> <p>-No uses tu Shah -le indicó en voz baja-. Usa la mía.</p> <p>Dila tardó un instante en comprender lo que quería decir. Abrió la boca para protestar, pero el gesto de él la hizo volver a cerrarla. Movió la mano y tocó el árbol de luz plateada; cogió una rama, y la arrancó. Su Mellizo rozó el otro extremo de la rama rota y la guio para que Dila la plantase un poco más cerca del arroyo, creando otro árbol.</p> <p>La Shah la recorrió de arriba a abajo como una corriente eléctrica, pasando de él a ella y de ella a él, burbujeante, riendo, mientras se extendía por sus entrañas, acariciando todas sus terminaciones nerviosas, un relámpago de éxtasis que la dejó temblorosa y asombrada. Dila abrió mucho los ojos, impresionada. Kal seguía sonriendo.</p> <p>-Ahora lo entiendes -dijo, acariciando con la mano la trama que habían creado entre ambos.</p> <p>-No -murmuró ella-. No lo entiendo.</p> <p>Kal rio con suavidad.</p> <p>-Pues imagina cómo será cuando hagamos un tejido de verdad, y no un simple dibujo.</p> <p>Dila bajó la mano y posó el dorso sobre su frente. Cerró los ojos y tomó aire.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Octavo día antes de Cheloris.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">No hay que sangrar a los enfermos. Aquellos cuyas dolencias son internas no tienen el mal en la sangre. Hemos llegado a ver cuerpos invadidos por la podredumbre cuya sangre, sin embargo, continuaba estando sana. Para tratar ese tipo de enfermedades hay que extirpar el mal que tiene dentro, pues, de no tratarse, se extenderá por todo el cuerpo y causará la muerte.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Compendio del Saber Médico de Monmor</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Nikao de Venver soltó una carcajada aguda y se dejó caer sobre la silla labrada. Siguió riendo sordamente, ignorando las miradas sobresaltadas de Reol y Solge, desconcertados por su repentina hilaridad.</p> <p>-Nikao -dijo Reol-, ¿estás bien...?</p> <p>-Le ha dado algo -comentó Solge.</p> <p>Tal vez tuviera razón. La conversación que estaban manteniendo no era divertida en absoluto, y Nikao llevaba más de diez días tan furioso que hasta ellos dos habían optado por no hablar demasiado del tema. Aunque no siempre podían evitarlo: Nikao parecía obsesionado por el tratado entre Novana y Phanobia, por cómo su nombre era ignorado a la hora de nombrar un comandante para el ejército que acababa de partir. Por su fracaso. Casi le dolía más saber que Danekal no había nombrado comandante a Angarad o a Evan de Lenvania, los dos nombres que Nikao más aborrecía pero, también, los dos únicos nombres que habría considerado dignos de sustituirlo al mando de un ejército.</p> <p>-¡Ha nombrado a Insal! -fue el aullido furibundo de Nikao al enterarse de los términos del tratado-. ¡Mi vasallo! -Por un momento, Reol temió que Nikao matase a Insal de Fev en un arrebato de cólera.</p> <p>Sin dejar de reír, Nikao le tendió el pergamino que había estado leyendo.</p> <p>-Es de Binsar -informó-. ¿A que no sabes quiénes van a venir a unirse a la fiesta...?</p> <p>-¿Quiénes? -inquirió Solge. Nikao siguió riendo.</p> <p>-Ah -murmuró Reol, leyendo a toda prisa el breve mensaje escrito en Hongarre días atrás.</p> <p>-No me han nombrado comandante -dijo Nikao-. Pero hay otros modos...</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>CORDILLERA DE SALDEHÊNA (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Séptimo día antes de Cheloris.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">El camino recto no siempre es el más rápido. Pero dar un rodeo no siempre asegura llegar al destino deseado.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Proverbios</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Binsar todavía temblaba de aprensión cuando el enorme tikën puso en sus manos un cuerno repleto de cerveza amarga. Miró al tikën y al he-ranne que lo acompañaba, mucho más bajo que el hombre de Dröstik pero aun así una cabeza más alto que Binsar.</p> <p>-¡Ven acá, pequeño! -lo había llamado el tikën con su voz tronante-. ¡Demuéstranos que el tamaño no importa a la hora de beber!</p> <p>Y Binsar se vio en la obligación a sentarse con aquella inverosímil pareja, «Un tikën y un he-ranne, por los Tres...» Muchas veces Binsar los había oído reír junto al fuego que los protegía del frío que bajaba de la cordillera de Saldehêna, y se preguntaba qué tendrían en común dos hombres tan distintos para pasar tantas horas hablando y riendo a carcajada limpia. Pero nunca se había planteado la posibilidad de averiguarlo.</p> <p>Ahora iba a tener la oportunidad. ¿Sería de alguna utilidad para su señor...? Sonrió con nerviosismo antes de llevarse el cuerno a los labios. No le gustaba la cerveza que bebían los he-ranne, pero había acabado por acostumbrarse a ella desde su llegada a Hongarre. «Haz lo que hagan ellos. Y por los Tres, ni se te ocurra despreciar sus costumbres o burlarte de ellas», le había ordenado su señor, y Binsar siempre obedecía a su señor, aunque le resultase tan difícil como lo de enviarle mensajes periódicos informándolo de su situación. Vació el cuerno de un trago y trató de disimular el gesto de asco.</p> <p>-Y ¿en el Änellkä ese los tíos también van desnudos? -exclamó el he-ranne-. ¡No me jodas!</p> <p>-Así es mucho más fácil, Sikk. -El tikën le tendió a Binsar otro cuerno lleno.</p> <p>-Sí, bueno -dijo Sikk, el he-ranne-, ya sé que ellas no llevan ropa, pero hombre...</p> <p>-¿Qué?</p> <p>-Joder, Olsär, pues que una cosa es estar muerto y otra ir por ahí con la espada colgando...</p> <p>Binsar aprovechó la carcajada del tikën llamado Olsär para vaciar su cuerno en la tierra reseca.</p> <p>-Y encima de día -refunfuñó Sikk-. Todo el badajo al aire, y de día. No tenéis decencia.</p> <p>-No tenemos decencia vivos, y vamos a tenerla muertos -replicó, vaciando su cuerno-. Pero en el Änellkä no siempre es de día. Sólo cuando llegamos. El resto es una interminable noche de juerga.</p> <p>-No acabo de entender esa puta manía de llegar y despelotaros -refunfuñó Sikk. Los tatuajes azules ocultaban casi todos sus rasgos. Binsar sabía que eran una muestra de valentía y honor entre los he-ranne-. O sea, vale, estoy de acuerdo en lo de no combatir de noche...</p> <p>-¿Vosotros tampoco combatís de noche? -investigó Olsär, curioso-. ¿Vuestras almas también necesitan luz para hallar el camino a la otra vida?</p> <p>-No -contestó Sikk-. Nosotros no luchamos de noche porque de noche no se ve una mierda.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Cheloris.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Los nudos estropean la cuerda, cierto, pero ¿qué es una cuerda sino una sucesión de nudos trenzados? Los nudos también pueden hacer la cuerda más fuerte.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>De la Vida y la Verdad</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">El calor, que durante el día era insoportable, llenaba la noche de magia. El aire irrespirable se refrescaba con la suave brisa de los dos ríos y parecía brillar, violáceo, dorado, rosa, rojizo, negro, cuajado de estrellas. Las risas y canciones estallaban por todo Lanhav, libres sus habitantes de las cadenas del frío, de la lluvia y de la nieve, libres para pasar la noche en la calle, en las plazas, junto a las orillas de los ríos que regalaban su frescor con tanta generosidad como en invierno otorgaban una cualidad húmeda al helor que calaba hasta los huesos. Durante el día los lanhavenses buscaban el amparo de las sombras, se refugiaban en sus casas, procuraban no asomarse a la calle, no dejarse ver por el abrasador ojo del sol. Pero las noches, risueñas, llenas de luz y sombras, de música y susurros, eran mágicas.</p> <p>Y había pocas noches más mágicas que Cheloris. La Noche de los Espíritus. La noche más corta del año, una noche para contar historias de fantasmas, para hablar con los muertos, para reírse del mismo miedo.</p> <p>-¿Contaréis esta noche una historia, majestad? ¿O preferís escucharlas?</p> <p>Kal miró a Angarad de reojo. El comandante de la Guardia Real avanzaba a su lado sin mostrar en su rostro más que su habitual impavidez, pero había planteado la pregunta en un tono ligero impropio de él. A la cambiante luz de las antorchas que iluminaban el estrecho pasillo, él mismo parecía un espíritu que acabase de cruzar desde la Otra Orilla, la cara pálida, los cercos negros que la llama proyectaba sobre sus ojos, una sombra de sí mismo que, pese a todo, no hubiese perdido su atractivo.</p> <p>-¿No creéis que ya tenemos bastantes historias de muertos? -contestó Kal-. Tengo demasiados fantasmas para recrearme en los de los demás. -«Mi padre, Pav, Valenia, todos muertos... Y Dila...» Mellizo. Formó la palabra con los labios. El peor fantasma de todos era él mismo. Tragó bilis y se obligó a seguir avanzando por el corredor.</p> <p>Angarad lo guió con tanta seguridad como si conociera cada pasillo, cada recodo y cada puerta con detalle. Kal prefirió no hacer preguntas. Jamás se le ocurriría poner en duda la honorabilidad del comandante, pues Angarad ponía por encima de todo la seguridad de su rey y de la familia real. Si para ello tenía que familiarizarse con las mazmorras de la Torre del Rey, Angarad no dudaría en hacerlo. «Qué hombre más extraño.» Toda la Guardia Real estaba compuesta por soldados de lealtad incorruptible, pero lo de Angarad llegaba a ser enfermizo.</p> <p>Era la primera vez que bajaba a los sótanos de la Torre del Rey. Cuando era niño, muchas veces Evan y él se habían internado por los pasadizos que se hundían en los cimientos de la Isla, pero nunca llegaron más abajo del primer nivel: si la Isla estaba custodiada hasta rozar la paranoia defensiva, sus entrañas estaban cerca de ser inexpugnables, y eran desconocidas para todos aquellos que no tuvieran la desgracia de verse obligados a bajar, ya fuera como carceleros o como prisioneros. Respetuosamente, los guardianes de las mazmorras los habían devuelto a la superficie en todas esas ocasiones, ignorando sus protestas y haciendo como que no veían las sonrisas de alivio que ambos niños trataban de ocultar.</p> <p>El laberinto de pasillos y corredores se hundía en la roca, desafiando las corrientes gemelas de los ríos que rodeaban la fortaleza. El olor a barro y a humedad, a cerrado y a miedo, hirió el olfato de Kal y le obligó a arrugar la nariz. La luz que irradiaban las antorchas colocadas en las paredes no le permitía ver los detalles, sólo evitaba que tropezase con sus propios pies. No obstante, no había gran cosa que ver aparte de las paredes desnudas de piedra arenosa y el suelo rugoso. El techo era demasiado bajo y los corredores demasiado estrechos, y la oscuridad y el aire inmóvil y cargado le provocaron una sensación de ahogo, de ansiedad, que le obligó a acelerar el paso, siguiendo a Angarad para no ceder al impulso de dar media vuelta y salir corriendo hacia la superficie.</p> <p>El comandante lo llevó hasta el tercer nivel. Que Kal supiera, hacía muchos años que nadie ocupaba una de las celdas del tercer nivel, reservado a los traidores, los presos peligrosos, los que amenazaban a la misma Novana.</p> <p>-¿Por qué en el tercer nivel? -había preguntado al señor de Teilhil cuando éste acudió a buscarle. Angarad lo había mirado con una expresión inescrutable.</p> <p>-Allí nunca va nadie -fue su respuesta-. Ni siquiera los carceleros, a menos que tengan a su cargo a algún prisionero. Pensé que queríais mantener esto en secreto por el momento.</p> <p>Tenía razón. Pero Kal no podía sino estudiar a su guía, preguntándose qué pensaría, qué sentiría Angarad al recorrer aquellas celdas, cuyo último ocupante había sido su padre.</p> <p>«Si es que es capaz de sentir algo», pensó, observando el rostro impertérrito del comandante. Angarad no parecía tener en mente a Linat de Teilhil ni siquiera entonces, mientras recorría el lugar donde su padre había muerto estrangulado. «¿Sentirá todavía su muerte? ¿O le resultará más difícil asumir que Linat murió en la ignominia, que se le negó una ejecución honrosa? Es probable -se dijo Kal- que sea lo segundo.»</p> <p>¿Habría sido en aquella misma celda donde el carcelero acabó con la vida del hermano de la reina? Era un cubículo sin una sola ventana, con una gruesa puerta de hierro que lo comunicaba con el angosto pasillo.</p> <p>El hedor no era tan terrible como se lo había imaginado. El hombre que se acurrucaba en un rincón no llevaba encerrado el tiempo suficiente para que el rancio olor de su sudor se mezclase con el de sus excrementos.</p> <p>-Tu nombre -preguntaba en ese instante Angarad, levantando al hombre de su rincón sin demasiados miramientos. El prisionero alzó la cabeza, parpadeando para acostumbrarse a la luz de la antorcha. Se dejó sostener por Angarad como una marioneta sin hilos.</p> <p>-Ya os lo dije antes -murmuró, medio adormilado-. Eko. Me llamo Eko.</p> <p>Kal alzó una ceja y estudió al hombre. No distinguía ni un solo rasgo reseñable en el rostro anodino, cubierto en parte por una espesa barba castaña y por los mechones de pelo sucio que caían sobre sus ojos, ni le llamaban tampoco la atención sus ropas desgastadas, que lo situaban en el estrato más bajo de la escala social de Lanhav. Podía ser el hombre que profería insultos a sus compañeros de partida en La Doncella, o podía ser otro Eko cualquiera.</p> <p>-¿Sirves en la casa de Insal de Fev? -interrogó Angarad, empujándolo contra la pared de la celda. Eko frunció el ceño y se debatió con debilidad.</p> <p>-¿No me has sacado de allí, maldito hijo de mala madre? ¿Qué crees que hacía en su puto establo, joderme a sus caballos?</p> <p>Kal sonrió, sardónico. Sí, debía ser el mismo Eko que gritaba y mascullaba improperios cada vez que el azar se ponía en su contra en una partida de kasch. O alguien muy parecido.</p> <p>-¡Responde! -exigió Angarad, sacudiéndolo sin demasiada violencia pero con fuerza suficiente para que la cabeza del hombre golpease contra la pared. Eko soltó un exabrupto y Angarad volvió a sacudirlo.</p> <p>-¡Sí, joder! ¡Sirvo en casa del señor de Fev! -exclamó-. Y ¿qué? ¿Es un delito?</p> <p>Angarad no respondió. Kal apoyó el hombro en el marco de la puerta abierta y cruzó los brazos, adquiriendo la postura indolente que, suponía, se esperaba de él en esas circunstancias. Hizo un gesto a Angarad. Éste asintió.</p> <p>-¿Conocías a un hombre llamado Pav?</p> <p>Eko cerró los ojos y apoyó la cabeza en la pared.</p> <p>-Pav -repitió, despectivo-. Menudo hijo de puta. A estas alturas ya debe estar en Monmor, por lo menos. Con sus cincuenta oros. -Hizo una mueca-. Y ¿quién coño no se iría de esta mierda de ciudad si tuviera cincuenta oros? Hijo de puta -remachó-. Ojalá le contagie la diviesa una zorra de Yinahia.</p> <p>Una mirada de Angarad le informó sin necesidad de que aquello era lo que habían venido a escuchar. Kal supo en ese instante que Angarad ya conocía la respuesta a todas las preguntas que estaba formulando. Si obligaba a aquel hombre a contestar era en beneficio de su rey, no porque no supiera lo que iba a contarles. Kal se irguió, interesado.</p> <p>-¿Qué cincuenta oros? -preguntó Angarad en tono suave. Eko siguió mascullando. Kal se separó del marco de la puerta y avanzó un par de pasos hacia él.</p> <p>-Eko -dijo con la misma voz amable que Angarad había empleado-, es posible que el señor de Teilhil te parezca un hombre afable y cordial, pero te aseguro que es muy capaz de arrancarte los dientes uno a uno si cree que así contestarás más rápido. Y después las uñas, y después los párpados. Y todo eso antes de desayunar. Imagina lo que podrá hacer después. -Angarad le dirigió una mirada de sorpresa, tal vez la primera expresión auténtica que había visto en su rostro desde hacía mucho tiempo, pero no hizo ningún comentario. Eko, por el contrario, miró a Angarad con cara de susto.</p> <p>-Cincuenta oros, señor -confesó a toda prisa-. Los cogió y se los guardó en los calzones, y luego no quiso ni invitarme a una jodida cerveza, el muy roñoso -gruñó.</p> <p>-¿Qué cincuenta oros? -volvió a preguntar Angarad. Eko tragó saliva ruidosamente.</p> <p>-No lo sé, señor. Yo sólo vi que los cogía, nada más. No pensé que pudiera ser dinero robado, no creía que... -Se echó hacia atrás y se golpeó en la coronilla con la pared. Soltó un quejido-. Yo no toqué ese dinero, señor.</p> <p>Angarad volvió a aferrar el brazo del hombre, tal vez para dar más énfasis a sus palabras: a Kal se le hacía muy cuesta arriba pensar que fuera a maltratarlo sin un buen motivo. Aunque no dudaba de que pudiera no sólo arrancarle los dientes, las uñas y los párpados sino mucho más si consideraba que el motivo era legítimo.</p> <p>-¿Quién se lo dio?</p> <p>Eko parecía debatirse entre el enojo y la angustia. «La imaginación de un hombre puede torturarlo con mucha más saña que cualquier otro hombre», pensó Kal mientras observaba cómo le temblaba el labio inferior. «El miedo hace más daño que cualquier tenaza, cuchillo, hierro al rojo o instrumento de tortura que podamos utilizar.» Con sus ademanes suaves y su voz indiferente, Angarad podía provocar más terror que Lonan con su látigo y sus cuchillos sucios.</p> <p>O tal vez fuera Kal. En los ojos de Eko leyó que lo acababa de reconocer, y que por fin comprendía dónde se hallaba y lo que eso implicaba.</p> <p>-U-un hombre -balbució al fin, sin atreverse a tratar de liberarse de las manos de Angarad-. No lo vi, señor...</p> <p>-Y ¿cómo sabes que era un hombre? -demandó Angarad. La suspicacia sólo se oía en su tono. Su rostro no mostraba más que imperturbabilidad.</p> <p>-Lo... lo oí, señor. Hablaba como un puto... perdón -suplicó, abriendo mucho los ojos-. Hablaba como un noble, señor, como vos, o como s-su majestad. -Lanzó una mirada a Kal y volvió de nuevo los ojos hacia Angarad-. Yo estaba almohazando la yegua de mi señora, señor, y Pav revisaba los cascos de un castrado que... bueno, estaba en otra parte del establo. Pero lo oí -aseguró con fervor. Era probable que Eko creyera que, si respondía rápido, saldría de allí con todos los dientes en su sitio.</p> <p>-¿Qué dijo?</p> <p>El hombre abrió y cerró la boca como un pez, mirándolo con los ojos desorbitados.</p> <p>-Dijo... No lo recuerdo, señor -hipó, desesperado-. Algo sobre hacer algo... Le dijo a Pav que ya sabía lo que tenía que hacer, y que el mejor momento sería al día siguiente. Algo sobre una cacería, no sé... Yo me asomé por la puerta del cubículo de la yegua -añadió al ver el ceño fruncido de Angarad-. Dijo que su señor, que nuestro señor, le debía lealtad, y que por tanto Pav también le debía lealtad, y que la lealtad siempre se recompensa con creces, y que, puesto que nuestro señor era vasallo suyo, debía obedecerle a él, y que en ese caso la lealtad para con él significaba hacer lo que le ordenaba y no contarle nada a nuestro señor. Entonces le dio una bolsa y Pav se la guardó en los calzones, y el noble, él, señor, le dijo que esos cincuenta oros eran sólo un... un adelanto, señor, dijo que si lo hacía como habían quedado le recompensaría con...</p> <p>Calló y miró a Kal, aterrado. Él torció la cabeza, extrañado, mientras Angarad sacudía de nuevo a Eko.</p> <p>-¿Con qué? ¿Con qué le recompensaría?</p> <p>-Con un título, señor -farfulló Eko-. Un título nobiliario. Y tierras.</p> <p>Kal tuvo que morderse la lengua para no soltar él también un exabrupto. «Nuestro señor era vasallo suyo, y por tanto Pav también le debía lealtad.» Nikao de Venver.</p> <p>-Maldito hijo de puta -masculló. Eko se echó a temblar. A Kal ya no le cupo duda: el hombre al que Eko había visto era Nikao de Venver. El señor de Insal de Fev. ¿Qué otro podría ofrecer a cambio de la muerte del rey algo que sólo estaba al alcance del rey? «Alguien que esperase convertirse en rey a la muerte de mi padre...» Eso sólo dejaba dos posibilidades: Danekal de Laurvat y Nikao de Venver. «Y yo no he sido.»</p> <p>-Majestad -llamó Angarad soltando al tembloroso Eko, que resbaló por la pared y se sentó en el suelo cubierto de paja-. Majestad, ¿queréis preguntar algo más?</p> <p>Kal sacudió la cabeza. «Y ¿cómo demuestro ahora que fue Nikao quien mató a mi padre?» La declaración de Eko era como mínimo confusa, y Pav estaba muerto... Podía ejecutarlo de todos modos, o desterrarlo, pero no quería que Novana creyese que su rey era un gilipollas arbitrario. Y eso pensaría si decidía librarse sin una explicación plausible del único que había asegurado tener derechos al trono por encima de él.</p> <p>Un ruido de pasos apresurados lo sacó de su ensimismamiento. Sorprendido, miró hacia la puerta a la vez que Angarad, justo en el momento en que aparecía en el umbral una silueta oscura.</p> <p>Angarad cogió la antorcha que colgaba de una abrazadera en la pared y la levantó. Ante sus ojos apareció un hombre de mediana edad, despeinado y sudoroso, con las pupilas dilatadas y sin resuello. Vestía la librea de los lacayos de la Torre del Rey. Se apoyó en la puerta y se dobló sobre sí mismo, sujetándose el costado como si hubiera venido corriendo y no estuviera habituado al ejercicio físico. A su lado se materializó de entre las sombras uno de los carceleros, que debía haberle servido de guía.</p> <p>-Majestad -jadeó el siervo-. Majestad, por fin os encuentro. Gracias a los dioses, el señor de Lenvania sabía dónde... Hay un... un... Hay...</p> <p>-¿Un qué? -exclamó Kal, impaciente-. ¡Habla de una vez, hombre! ¿Un qué?</p> <p>-Un mensaje -logró articular por fin el lacayo sin dejar de lanzar miradas de reojo al hombre del interior de la celda. Tragó saliva-. Un mensaje para vos, majestad.</p> <p>-¿A estas horas? -se extrañó Kal. ¿Un mensaje, en plena noche, en Cheloris? ¿De quién?</p> <p>-Ha dicho que es urgente, yo...</p> <p>-¿Quién lo envía? -lo interrumpió Kal.</p> <p>-No lo ha dicho, majestad. No...</p> <p>Kal atajó el resto de la frase con un gesto y se volvió hacia Angarad.</p> <p>-Comandante -dirigió una mirada hacia el asustado Eko-, ¿podéis...? No es necesario que sea ahora. Podéis seguir más tarde -añadió al ver la duda en los ojos de Angarad, que antes se cortaría una mano que dejar a Kal subir sin una escolta apropiada.</p> <p>-Desde luego, majestad -respondió Angarad-. Si hay algo más que saber, lo sabréis.</p> <p>-De acuerdo. Llévame con ese mensajero, pues. -El lacayo hizo una exagerada reverencia y comenzó a trotar pasillo arriba, siguiendo al carcelero como un perro bien entrenado.</p> <p>«Es imposible que sea otro», reflexionó Kal, dejando a un lado la furia para pensar con más claridad mientras recorrían los mismos pasadizos y corredores vacíos que habían visto Angarad y él en el camino hacia la celda. Debía acordarse de decirle a Angarad que sacase a Eko de Lanhav y se asegurase de que no volvía. Por el momento no le interesaba que nadie fuese con el cuento de que el rey sospechaba quién había sido el asesino de su padre. Y Eko no podía serle de utilidad a la hora de acusar a Nikao, no con una descripción tan vaga e imprecisa de una conversación en la que uno de los interlocutores podía haber sido cualquiera. «Cualquiera -rumió-, pero un cualquiera cuyo nombre sea Nikao de Venver.» Un noble de rango superior a Insal y al que éste debiera lealtad, y que creyese poder acceder al trono con la muerte de Tearate... «Él o yo. Somos los únicos. Y Angarad.» Pero Angarad no era el señor de Insal de Fev, no directamente, al menos. Y jamás habría intentado matar al rey, ni habría reclamado el trono. No después de lo de Linat. Y, puestos a dudar de él, no habría traído a la torre a alguien que pudiera testificar en su contra.</p> <p>En un primer instante, cuando entró en uno de los salones pequeños, Kal se sintió desconcertado. Recorrió la habitación con la mirada, posándola en la silla labrada que hacía las veces de trono, en las ventanas, en los tapices de hilo. No había ningún mensajero: sólo Evan, con dos guardias reales, acompañando a una mujer y a un hombre.</p> <p>Confuso, se detuvo en el umbral. Angarad lo alcanzó y sobrepasó su figura inmóvil para colocarse junto al trono que, por lo visto, esperaba que el rey ocupase de inmediato. Kal caminó hacia el comandante observando con curiosidad a los dos extraños que habían dejado de hablar con Evan en cuanto él asomó la cabeza. La mujer, de mediana edad, alta y rechoncha, llevaba los cabellos de color acero recogidos en un complicado moño y vestía una túnica azul ceñida con un cinturón de medallones de plata; sus ojos eran tan acerados como su pelo. Él, que tendría la misma edad que ella, llevaba unos calzones y una camisa de paño oscuro, demasiado gruesos para la época del año pero de buena calidad. Al lado de la imponente mujer parecía un hombre apocado, casi un siervo, o tal vez su escolta. «¿Será ella la mensajera?», se preguntó. En tiempos de guerra era común usar a cualquiera que pudiera montar a caballo para llevar mensajes, pero aquella mujer no parecía la más cualificada para emprender una cabalgada larga e incierta.</p> <p>Evan fue hacia él mientras Kal se sentaba. Tenía el rostro ensombrecido y los labios apretados, y no parecía ser por estar perdiéndose la fiesta de Cheloris. Hizo un gesto de saludo y se volvió a medias para indicar a la pareja que se acercase.</p> <p>-Majestad -comenzó en tono lúgubre, como si estuviera contando una historia de fantasmas-. Esta dama y su... acompañante -A Kal no se le escapó la breve vacilación de Evan, pero no dijo nada- tienen un mensaje para vos. -Cerró la boca y le lanzó una mirada en la que se mezclaban una advertencia y una súplica.</p> <p>Kal miró a la mujer y al hombre. Ella se adelantó para saludarlo con una leve inclinación de cabeza, como si no supiera que ante el rey había que hacer una reverencia. Sus escrutadores ojos grises se clavaron en los suyos. Él se quedó detrás de ella. Perplejo, Kal posó los ojos en Evan, y al momento volvió a mirar a la mujer, al hombre.</p> <p>Él, sin mirar más que al suelo o al repulgo de la falda de la mujer a la que acompañaba, levantó una mano y se frotó el brazo contrario. Por debajo de la manga larga de paño oscuro asomó el extremo de un brazalete de plata.</p> <p>Un sha’al.</p> <p>Kal dio un respingo y se echó hacia atrás, apoyando la espalda en el respaldo del trono. El hombre levantó el rostro. Sus miradas se cruzaron por un instante, y un escalofrío de pánico recorrió la columna vertebral de Kal. <i>Mellizo</i>. El hombre bajó la cara y se ocultó de nuevo tras la mujer, que actuó como si su compañero no existiera.</p> <p>De repente, Kal sintió frío.</p> <p>-Sé que no estáis acostumbrados a ver shalhias en Lanhav, majestad -dijo la mujer, la shalhia-, y os estoy muy agradecida por haberme permitido acceder a vuestra presencia. Si he venido yo y no otro se debe a que suponíamos que el camino sería peligroso, y no había nadie mejor capacitado para sortear esos posibles peligros que yo.</p> <p>Calló y alzó la barbilla, orgullosa. «Yo. He venido yo. Yo estoy capacitada para sortear toda clase de peligros. Yo, yo, yo.» Ni una mención, ni una mirada al hombre que la acompañaba, que le otorgaba todo ese poder y que no recibía a cambio más que dolor. Kal evitó su mirada, perturbado, y miró en cambio al shalhed, que seguía con la vista fija en sus propios zapatos. La postura de aquel hombre, los hombros encorvados, la mirada gacha, le produjeron nauseas. <i>Mellizo</i>. Su actitud servil le hizo llevarse la mano a la boca para ocultar una arcada.</p> <p>-Sacad a este hombre de aquí -murmuró-. ¡Sacadlo!</p> <p>La shalhia lo miró con los ojos entrecerrados y después asintió.</p> <p>-Mellizo -ordenó-, vete.</p> <p>El hombre dio la vuelta y comenzó a caminar hacia la puerta como un autómata. Su rostro se contrajo en un rictus de dolor antes de dar el segundo paso. No dejó de andar. No dudó, pese a la expresión agónica que se pintaba su rostro, y que se hacía más acusada conforme se acercaba a la puerta. El dolor que aquel hombre sentía al alejarse de su Melliza fue para Kal como un puñetazo en la boca del estómago. Gimió y se llevó la mano a las sienes, incapaz de apartar los ojos del shalhed. <i>Mellizo</i>. Cuando el hombre inspiró y apretó los labios para disimular el sufrimiento, Kal gritó en su lugar.</p> <p>-¿Qué ocurre...? ¿Majestad? -Angarad se acercó a toda prisa a él. Evan miró a Kal, miró al shalhed y contuvo una exclamación.</p> <p>-No -musitó Kal. <i>Mellizo</i>...</p> <p>-Majestad, ¿qué os ocurre...?</p> <p>-Traedlo -decidió Evan, agachándose junto a Kal y mirándolo con preocupación-. Ya está -susurró posando una mano sobre su rodilla-. Ya está, ¿vale? Tranquilo. -Alzó la cabeza para mirar a Angarad-. Dejad que se quede con... con su Melliza. -A él también le tembló la voz.</p> <p>Kal levantó el rostro justo a tiempo de ver la sonrisa satisfecha de la mujer.</p> <p>-Mellizo -dijo ella-, ven.</p> <p>El shalhed dio la vuelta obedientemente y regresó a su lado. Kal tomó aire, tembloroso, giró el rostro y apretó los labios. La bilis le abrasó la garganta. Se aferró el estómago y, sin poder contenerse, vomitó junto al trono. Cerró los ojos y se estremeció.</p> <p>-Majestad... -Angarad se inclinó a su lado, inquieto-. ¡Llamad a Yosen! -exclamó-. Majestad, ¿estáis bien...? -Kal hizo un gesto afirmativo y se limpió la boca con el dorso de la mano. <i>Mellizo</i>. Cerró los ojos y apoyó la frente en la mano.</p> <p>-¿Qué mensaje traéis para el rey? -la instó Evan. Kal oyó el murmullo consolador que la mujer dedicaba a su Mellizo. Con toda probabilidad le estaba acariciando la cabeza mientras le susurraba al oído alguna palabra cariñosa. Como a un gato asustado, como a un perro durante una tormenta... Volvió a sentir náuseas.</p> <p>-El mensaje es éste -contestó la shalhia-: en Hilaa ya no quedan tikën. En Hongarre los he-ranne han vuelto a pintarse los rostros de azul, y han pintado los rostros de los tikën. Los hombres azules y los hombres del norte viajan hacia el sur. Y el sur es la Ciudad de la Isla.</p> <p>Kal ni siquiera intentó entender las palabras de la mujer, concentrado en impedir que el asco y el horror le hicieran vomitar encima del comandante de la Guardia Real. Pero oyó a Evan soltar el aire que guardaba en los pulmones con lentitud, emitiendo un suave silbido.</p> <p>-¿Los clanes de Hongarre se han aliado con Dröstik y marchan hacia Lanhav? -preguntó Evan, traduciendo el mensaje de la shalhia.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Primer día desde Cheloris.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">¿Qué ocurriría si todos supiéramos las consecuencias de nuestros actos antes de hacer cualquier cosa, antes de tomar cualquier decisión? ¿Sería el mundo un lugar mejor, o la inexistencia del riesgo nos convertiría en unos seres más abyectos de lo que ya somos?</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Naturaleza del Hombre</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">No se suponía que ya no existían esos hombres azules? -exclamó Kal mirando a su madre. Isobe tenía los ojos y el rostro oscurecidos por la preocupación.</p> <p>-Se han aliado con los tikën. Con los tikën -repitió, como intentando convencerse a sí misma-. No han esperado a conquistar Phanobia.</p> <p>-A Dröstik le da igual ir al este o al sur mientras pueda conquistar algo. -Kal reinició sus paseos por la antecámara de la reina. Isobe, sentada ante el espejo de bronce, cepillaba sus largos cabellos rojizos con un peine de hueso. Con el pelo suelto y vestida con la amplia túnica de dormir, parecía una muchacha asustada.</p> <p>-Los he-ranne les han dado una excusa perfecta para hacerse con Novana -reflexionó ella, cogiendo un largo mechón de pelo entre los dedos y pasándole el peine-. Si ya están atravesando la cordillera de Saldehêna, como ha dicho la shalhia, debieron pasar por el estrecho driniano antes del diez de Letsa... todavía estaba helado entonces. -Como si Kal no lo supiera ya. Como si no lo hubiera pensado cientos de veces desde que aquella maldita mujer le dio su maldito mensaje.</p> <p>-¿Quién os ha enviado? -había preguntado, alarmado, mirándola a los ojos pese a la repulsión y al desasosiego que le producía su mera existencia. La shalhia contestó con vaguedad, mencionando a algunos de los señores menores de las faldas de las montañas de Saldehêna y hablando de campesinos desplazados, caballeros errantes que contaban historias atroces y aldeas y villas incendiadas. «Me he enviado yo misma», parecía decir con cada palabra. Kal no sabía si debía agradecer que la shalhia fuese leal a Novana o si, por el contrario, habría preferido no contar con ninguna de esas depravadas entre sus súbditos.</p> <p>-¿Cuántos son? -preguntó Isobe, hundiendo las púas del peine entre sus cabellos.</p> <p>-Muchos, al parecer. La... esa mujer habló de unos quince mil, entre he-ranne y tikën.</p> <p>-Quince mil... De modo que sólo es Dröstik. El drötikën no ha buscado el apoyo de Trïga y Hordrav. Versko ha respetado su juramento aun después de muerto -caviló Isobe.</p> <p>-Con quince mil le basta para atravesar Novana de arriba abajo, madre -gruñó Kal. Ella siguió peinándose con movimientos lentos.</p> <p>-Tú eras muy niño todavía, Danekal -continuó Isobe-. ¿No recuerdas a Vandre de Trïga? ¿No recuerdas al hijo de Versko?</p> <p>Kal se la quedó mirando.</p> <p>-Lo recuerdo -repuso él al fin-. Vivía aquí cuando yo era un crío. Volvió a Trïga cuando yo tenía... catorce años, creo. Pero no entiendo qué tiene eso que ver con...</p> <p>-Trïga ha respetado el juramento que hizo su rey cuando Tearate tomó a su hijo como... invitado -dijo ella en voz baja-, el juramento de no volver a alzar las armas contra Novana. Es bueno saber que algunos de los tikën siguen siendo hombres de honor. Vandre ha respetado el juramento que hizo su padre.</p> <p>-Vandre era un idiota -murmuró Kal, malhumorado-. Iba detrás de Angarad como si fuese Cahhir hecho carne. Menudo idiota. -Sacudió la cabeza.</p> <p>-Ese idiota es ahora el líder de Trïga, Danekal -le explicó Isobe como si hablase con un niño-. Debería alegrarte saber que, por muy tikën que sea, se ha negado a apoyar al drötikën. Trïga es tan poderosa como Dröstik. Los Tres nos amparen si algún día Vandre se olvida de dónde vivió desde los seis hasta los veinte años.</p> <p>Kal resopló.</p> <p>-Trïga no participa en esta invasión, como muy bien has dicho, madre -dijo, exasperado-. ¿Quieres hacer el favor de centrarte en el problema que tenemos? Ya nos preocuparemos de las lealtades del idiota de Vandre en otro momento.</p> <p>-Bien. -Isobe dejó el peine sobre un arcón y se volvió para mirarlo. La primera luz del alba cayó de lleno sobre su rostro, inflamando el largo cabello recién cepillado-. Quince mil, has dicho. A los niños los habrán dejado en Hilaa y en Hongarre con las mujeres. Son tan fieras y buenas guerreras como sus esposos y padres. Ellas se encargarán de proteger su territorio mientras ellos van a conquistar otro. Quince mil -repitió-. Incluso si la shalhia ha contado mal, serán un mínimo de diez mil. Y nosotros contamos con...</p> <p>-Siete mil -contestó Kal, pisando con fuerza la alfombra de lana que Isobe se había negado a retirar pese al calor-. Aquí, en Lanhav, y en las cercanías... Los otros ocho mil están de camino a Phanobia. Para luchar contra unos tikën que resulta que están en Novana. Joder.</p> <p>-Siete mil, de acuerdo. Y los ejércitos de tus señores...</p> <p>-No tenemos más ejércitos, madre -ladró Kal dando media vuelta al llegar a una pared-. Teilhil tiene a sus hombres concentrados en la zona de Urvuh, los de Lenvania están demasiado lejos, y Sendala tiene cuatro bueyes uniformados por todo ejército. Los únicos soldados que podrían llegar a tiempo son los de nuestros propios vasallos, los de Laurvat. ¡Y también están en Phanobia! ¡Joder! -Dio un golpe en la pared.</p> <p>-Danekal. -Isobe se echó el pelo hacia atrás-. No te alteres y piensa: ¿Cuánto pueden tardar los he-ranne y los tikën en llegar a Lanhav?</p> <p>-¿Y yo qué sé? -aulló él.</p> <p>-¡Piensa! ¿Dónde están?</p> <p>-En Saldehêna. A quince, tal vez veinte días de aquí. ¡Joder! ¡Joder, joder, joder!</p> <p>-¡Danekal! -exclamó Isobe-. ¡Haz el favor de calmarte! Piensa. Los he-ranne no tienen caballos, y los tikën no los habrán traído desde Hilaa si tenían que cruzar por el hielo del estrecho driniano. Nosotros todavía tenemos cuatro mil caballeros y tres mil infantes en Lanhav. Y entre Lanhav y Saldehêna está Kianlê.</p> <p>-¿Y qué?</p> <p>-¡Que tienen que pasar por allí para llegar hasta nosotros! -respondió Isobe, irritada-. Pueden haber avanzado sin obstáculos antes de cruzar la cordillera, pero en el sur de Novana las cosas se les van a poner mucho más difíciles.</p> <p>-¿Difíciles? -rio Kal con amargura-. ¡Son quince mil hombres, madre! ¡Puedes ponerles delante una puta montaña, y pasarán por encima y la dejarán más plana que la puta planicie de Caredne!</p> <p>Isobe puso los ojos en blanco.</p> <p>-¿Vas a encerrarte en Lanhav a esperarlos? -le planteó. Kal abrió la boca para mascullar otra imprecación, pero volvió a cerrarla en seguida.</p> <p>-¿Quieres decir... que salgamos a su encuentro?</p> <p>Ella se acercó a la ventana. El cielo era ahora una mancha de todos los colores: morado arriba, violeta en el centro, azul, rosáceo, anaranjado, y el brillante amarillo dorado del sol recién nacido asomando por encima de los tejados y torres de Lanhav.</p> <p>-Pero -razonó Kal- no es necesario que pasen por Kianlê... Sólo tienen que rodear el castillo para...</p> <p>-Ni siquiera unos indisciplinados como los hombres azules dejarían a su espalda una fortaleza con cuatro mil soldados -lo interrumpió Isobe.</p> <p>-¿Cuatro mil...? -Kal arqueó las cejas-. Pensaba que Angarad mantenía sólo una dotación simbólica en Kianlê. Si tuviera a la mitad de su ejército tan cerca de Lanhav, yo lo sabría.</p> <p>-No hay cuatro mil hombres en Kianlê -le contradijo Isobe-. De lo que se trata, Danekal, es de que tú envíes a esos cuatro mil hombres.</p> <p>-¿Yo...?</p> <p>-Pensaba que tú eras el rey de Novana -comentó-. Sí, Danekal, tú. Tienes siete mil hombres: envía cuatro mil a Kianlê a enfrentarse con los he-ranne y los tikën. Eso los retrasará lo suficiente.</p> <p>-Pero dejará Lanhav desprotegida. Con sólo tres mil hombres defendiéndola, cualquiera podrá entrar en la ciudad armado con una puta piedra.</p> <p>-Kianlê los retrasará lo suficiente -recalcó- para que Teilhil, Lenvania, Sendala e incluso Venver envíen sus ejércitos a Lanhav. Y entonces serán casi veinte mil hombres los que defenderán la capital.</p> <p>Kal miró al techo, pensativo. «Venver no -se dijo-. Venver está demasiado lejos.» Pero Teilhil y Lenvania juntarían unos cuantos miles de soldados, e incluso Sendala podía enviar un millar... «Y si convocamos a las armas a los siervos, tal vez podamos impedir que esas bestias se hagan con Lanhav.» Si enviaba a esos cuatro mil hombres de inmediato, llegarían a tiempo a Kianlê.</p> <p>-Podría funcionar -reconoció-. Sí, podría funcionar. Avisaré a Evan para que haga los preparativos lo antes...</p> <p>-¿Evan? -preguntó Isobe, sombría-. ¿Qué tiene que ver el señor de Lenvania con esto?</p> <p>-Técnicamente, Evan es el comandante del ejército, madre. Te recuerdo que fue padre quien lo nombró cuando cumplió los diecisiete años.</p> <p>-Fue un nombramiento honorífico -arguyó Isobe. Se apartó de la ventana y lo miró con expresión contrariada-. No puedes enviar a Evan a Kianlê, Danekal.</p> <p>-Honorífico o no, sigue siendo el comandante. Evan está preparado para hacerlo, madre. El hecho de que nunca hayamos necesitado...</p> <p>-El señor de Lenvania no tiene experiencia -contestó ella-. No, Danekal. Esto es demasiado importante, demasiado... -Vaciló, como buscando las palabras-. Kianlê está en Teilhil. Envía a Angarad -dijo, y levantó la barbilla para dar más fuerza a sus palabras.</p> <p>-¿A Angarad? Pero... -Kal parpadeó, desconcertado- Angarad es el comandante de la Guardia Real, no puedo alejarlo de Lanhav así como...</p> <p>-Nómbralo comandante del ejército -sugirió Isobe-. Angarad conoce el terreno, es el señor de esas tierras y del castillo de Kianlê, y lleva años siendo un soldado. Está acostumbrado a mandar y a que lo obedezcan. Y sabe reaccionar de prisa, que es lo que necesitas. -Asintió para sí-. Sí, Angarad. ¿Qué otro deber tiene el comandante de la Guardia Real más que proteger a su rey, aunque sea lejos de él? Envía a Angarad.</p> <p>Kal lo pensó un instante. Su madre tenía razón: Angarad era la mejor elección. Y Evan... preferiría quedarse en Lanhav, seguro. La capital era mucho más cómoda que el campamento de un ejército.</p> <p>-De acuerdo -accedió al fin-. Será Angarad. Iré a decírselo ahora mismo. Si queremos que intercepte a los hombres azules y a los tikën, tienen que partir mañana con las primeras luces del alba. Será difícil que el ejército esté preparado con tan poco tiempo...</p> <p>-Si conozco a mi sobrino Angarad, lo conseguirá. No sé cómo logra sacar tanto de sus hombres, pero el caso es que lo hace. Es igual que su hermana -agregó, y en su voz Kal creyó oír una amargura que lo desconcertó.</p> <p>Inclinó la cabeza y fue a toda prisa hacia la puerta. Isobe se sentó de nuevo en el escabel. Toqueteó el peine.</p> <p>-Danekal -dijo en voz baja, sin levantar la mirada-. Hay algo que debo decirte.</p> <p>Kal se detuvo y le dirigió una mirada interrogante. Ella esperó un momento antes de alzar el rostro.</p> <p>-He oído que has estado haciendo preguntas acerca de la muerte de Tearate.</p> <p>Sorprendido, Kal giró sobre sus talones y se acercó a ella.</p> <p>-Sí -contestó-. Sí, he descubierto quién disparó la flecha y por orden de quién. Pero no quería contártelo hasta tener pruebas de verdad.</p> <p>-No has descubierto nada. -El ceño de Isobe se hizo más pronunciado-. No sabes nada, Danekal. Y no tienes por qué saber nada.</p> <p>Isobe miró su propio reflejo en el espejo de bronce y, claudicando por fin, cogió de nuevo el peine de hueso.</p> <p>-¿Por qué? -preguntó al fin Kal, atónito-. ¿Por qué dices eso, madre?</p> <p>-Porque -Isobe clavó las púas entre sus cabellos- hay ciertas cosas que es mejor dejar como están.</p> <p>No dijo nada más. Kal se quedó inmóvil, confuso, observando cómo se peinaba, y después fue hacia la pared, cogió la silla que descansaba apoyada en el muro y la llevó hasta donde se sentaba Isobe. Se sentó. Ella siguió sin hablar.</p> <p>-Madre. -Kal se inclinó hacia delante-. No pienso moverme de aquí hasta que me expliques de qué va todo esto.</p> <p>Ella suspiró hondamente, dejó el peine y se volvió para mirarlo, entristecida.</p> <p>-Hacemos lo que debemos hacer, Danekal.</p> <p>-Siempre -confirmó él-. Y yo hago lo que debo hacer averiguando quién mató a mi rey.</p> <p>-Tu rey -indicó ella- también hacía lo que debía hacer.</p> <p>-Fue padre quien me pidió que lo averiguase.</p> <p>-Para no levantar sospechas -replicó Isobe-. ¿A que te sugirió que fuese Angarad quien indagase...? Lo hizo porque Angarad sabe cuándo debe callar.</p> <p>Volvió a coger el peine. Kal se la quedó mirando, tan desorientado que por un instante no supo qué decir. Al final se hartó, cogió el peine de manos de Isobe y se lo guardó en la mano.</p> <p>-Cuéntame -exigió.</p> <p>Ella cerró los ojos, inspiró y los volvió a abrir. Lo miró a través del espejo.</p> <p>-¿Recuerdas a mi hermano Linat? La casa Laurvat lleva mucho tiempo en el trono, Danekal, pero no siempre ha contado con el apoyo incondicional de Novana. A veces... A veces el heredero, o incluso el rey, ha tenido que demostrar su derecho al trono. Con mi hermano ya ocurrió.</p> <p>-Madre, ya sé lo que pasó con Linat...</p> <p>-Linat fue el obstáculo que Tearate se encontró en su camino al trono -continuó ella-. Tearate creyó que lo había esquivado al casarse conmigo, y después, cuando... pero no fue así. Linat siguió negándose a jurarle lealtad como rey de Novana. Y Linat era el noble más importante...</p> <p>-Linat murió -masculló Kal.</p> <p>Ella lo miró sin pestañear.</p> <p>-Linat fue el obstáculo que Tearate tuvo que acabar aplastando. Y, conforme se acercaba el momento de que tú sucedieras a Tearate, se fue haciendo más evidente que tú tenías tu propio obstáculo.</p> <p>-Nikao.</p> <p>-Nikao era uno de ellos. Nikao y sus vasallos, algunos comerciantes, gente que tal vez parezca que no tiene importancia pero que podía hacer mucho daño. Sobre todo porque, aparte de Lenvania y Teilhil, nadie se había declarado abiertamente partidario tuyo. -Lo miró con insistencia-. El principal objetivo del rey era asegurarse de que tú accedieras al trono.</p> <p>-Eso ya lo sé, madre -se impacientó Kal-. ¿Qué tiene que...?</p> <p>-Tenía que conseguir el apoyo sin fisuras de los indecisos, de esos cuya amistad buscaba Nikao con tanto anhelo -continuó Isobe-. Y ¿qué mejor manera de lograr que alguien defienda a su rey que hacer que vea cómo lo atacan?</p> <p>Kal abrió la boca, estupefacto.</p> <p>-Pero... qué tontería -barbulló-. Nadie en su sano juicio...</p> <p>-Funcionó, ¿no es cierto? -inquirió Isobe-. No sólo Angarad y Evan, sino todos los nobles que no deben vasallaje a Venver se pusieron de parte de tu padre sin vacilar. Y esa lealtad te la han traspasado a ti.</p> <p>Asombrado, Kal vaciló, sacudió la cabeza y se inclinó aún más hacia delante.</p> <p>-¿Me estás diciendo que fue padre... que fue él quien...?</p> <p>Ella asintió con un gesto.</p> <p>-Más de la mitad de la corte se tomó el ataque al rey como algo personal. De ese modo logró afianzar su posición y la tuya, y relegó a Nikao. Porque tú no eres el único que creía que Venver estaba detrás de todo esto -añadió.</p> <p>Kal se apartó el pelo de la cara.</p> <p>-Pero... pero qué riesgo más innecesario... Padre ya tenía el trono, y yo era su legítimo heredero...</p> <p>-Si no apuestas -dijo Isobe-, no ganas.</p> <p>-No -aceptó él, ausente. Miró a su madre-. Y ¿cómo...?</p> <p>Isobe volvió la vista al espejo.</p> <p>-Tearate se decidió por Insal porque era vasallo de Nikao, y así todo apuntaría a Venver. No deseaba que nadie mencionase siquiera tu nombre -explicó-, pues eras quien más ganaría con su muerte. Nikao era un blanco muy fácil y mucho más seguro. Contrató a uno de los sirvientes de Insal, un...</p> <p>-Pav -aportó Kal en un murmullo.</p> <p>-Ése -dijo ella con un gesto de desdén-. Le prometió un título y tierras en Laurvat a cambio de un simple disparo, uno solo... dirigido a un lugar no vital de su cuerpo, por supuesto. Tearate no deseaba morir -le aseguró-. Si nadie descubría al atacante, Novana entera le echaría la culpa a Nikao. Si lo descubrían, el siervo debía jurar que era leal al rey y que Nikao le obligó a atacarle, amenazándolo con matar a su familia, pero que él había apuntado a la pierna o al brazo porque seguía siendo fiel al rey... Nikao caería, y Tearate lograría lo que se proponía: la lealtad de toda la nobleza novana a sí mismo y a sus herederos.</p> <p>Incrédulo, Kal se levantó y retomó sus paseos por la estancia. El sol había ascendido un poco en el cielo, convirtiéndose en una bola casi blanca sobre la muralla de Lanhav.</p> <p>-¿Qué ocurrió? -preguntó de pronto-. ¿Qué salió mal?</p> <p>-No lo sé -admitió.</p> <p>-El veneno... -Kal miró por la ventana, retrocedió y siguió dando vueltas alrededor de la alfombra-. ¿Pav traicionó a padre?</p> <p>-No lo sé -repitió ella-. Es posible que, en definitiva, Nikao sí tuviera algo que ver con la muerte de Tearate. Que descubriera lo que había hecho y decidiera aprovecharlo, o que ese siervo decidiera contárselo a su señor. Pero -giró la cabeza para clavar los ojos en los de él- su objetivo se cumplió de todos modos. Eres el rey, y nadie se te ha opuesto. Ni siquiera Nikao. Es extraño, pero así es como ha sucedido, y debemos dar gracias a los Tres por ello.</p> <p>Kal se detuvo y la fulminó con la mirada.</p> <p>-Estás loca -murmuró-. Padre ha muerto, y tú... tú...</p> <p>-Tearate quería que tú fueras rey. Después de todo lo que hizo para... No importa. Arriesgó su vida por ello, y la perdió. Pero a sus ojos y a los míos el vencedor fue él. De modo que deja de hacer preguntas, Danekal, y concéntrate en conservar el reino que te entregó a cambio de su vida.</p> <p>Kal intentó decir algo más, pero no le salió la voz. Hizo un gesto de rechazo, miró a su madre y, cuando ella sostuvo su mirada, farfulló que iba a buscar a Angarad y corrió hacia la puerta.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>EL LUGAR</p></h3> <p></p> <h2>Primer día desde Cheloris.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Durante casi seiscientos años los países de Ridia han guerreado los unos contra los otros, y se han unido firmando tratados en ocasiones impensables, inverosímiles, imposibles. Pues los gobernantes saben, como tal vez no sepan los que no tienen la responsabilidad de gobernar, que muchas veces deben olvidar el odio o el resquemor y unirse a alguien que otrora fue considerado su enemigo por el bien de su reino, de sus súbditos, de sí mismos.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Historia y Costumbres de Ridia</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><i>¿Dio su vida, Mellizo? ¿Por ti?</i></p> <p><i>¿Harías tú lo mismo? ¿Lo harás, cuando tu pueblo muera por ti? ¿Morirás por ellos?</i></p> <p>Tuvo que apartar todo pensamiento de su mente para poder concentrarse en lo que hacía. «No soy yo.» Esos pensamientos eran de otro Kal, del Kal que era cuando estaba despierto. <i>Oh, pero sí eres tú. El mismo. Mellizo</i>. Una risa cantarina.</p> <p>-Kal -se quejó.</p> <p>-Mellizo -dijo ella en tono de advertencia.</p> <p>Kal sacudió la cabeza, abrió los ojos y se aferró con desesperación a la Shah que se le escurría entre los dedos. Con una carcajada, la Shah lo esquivó y lo obligó a correr detrás de ella. <i>Ven</i>.</p> <p>Le tendió la mano y, con una sonrisa, le suplicó que volviese. Tentadora, la Shah rio de nuevo y se lanzó hacia él, dejándose estrechar entre sus brazos. <i>Mío, Kal</i>...</p> <p>-Mellizo -ordenó Dila-, aquí.</p> <p>No intentó ocultar su renuencia, pero tampoco desobedecerla. Levantó la mano y volvió a concentrarse en la trama que sostenía su Melliza, que habían creado ambos, juntos, un hilo Dila, otro él.</p> <p>Su mano encontró la de ella.</p> <p>La Shah jugó a pasar de uno a otro, traviesa, estremeciéndolos, y después se cruzó y entrecruzó hasta formar un tejido que se superpuso al que ya flotaba entre ambos. Kal entrelazó los dedos con los de Dila.</p> <p>-No digas nada -susurró. «No me des ninguna orden.» Ella tuvo que obedecer: guardó silencio y dejó que él apretase su mano. Cerró los ojos a la vez que él.</p> <p>Kal se abrió como había hecho tantas veces y dejó que su cuerpo se convirtiese en un recipiente que la Shah llenó, alborozada, hasta que se sintió rebosar de energía. Y se abrió aún más, a ella, a Dila, traspasándole parte de esa Shah que seguía manando desde el aire, la tierra, el cielo, hacia su cuerpo. Sin una palabra ambos alzaron la mano a la vez, ordenaron a la Shah hacer lo mismo: una puntada, un nudo, una trenza. Y la Shah se dobló sobre sí misma y los envolvió como una capa invisible, cubriendo los dos cuerpos con sus pliegues.</p> <p>La tela se derritió sobre su piel y penetró por todos sus poros. Kal echó la cabeza hacia atrás. La Shah recorrió sus venas, sus músculos, como un río de agua hirviente que quisiera arrastrar su esencia hacia el cuerpo de Dila y arrastrar el alma de Dila a su interior. Inspiró con fuerza, abrió los ojos y los posó en los de ella.</p> <p>«Tuya.» No hizo falta que lo dijese en voz alta. Dila asintió y levantó la otra mano, posó la palma en la palma de él y se abrió, como él, absorbiendo la Shah, la trama entera, que habían tejido entre los dos.</p> <p>Kal no lo vio: lo sintió en cada pulgada de su piel, en cada músculo, tendón, hueso. Dila tiraba de los hilos con suavidad, instándolos a cambiar de forma. Y con el tejido cambiaba él también, y ella, ambos unidos a la Shah y unidos entre sí, formando un todo lleno de luz, de calor, de color, al que Dila daba forma con los dedos. Se sintió expandirse hasta cubrir el mundo entero, su alma tejida a la de ella con las puntadas de la Shah.</p> <p>La sensación fue también pura luz. Lejos de ser degradante como había sido verse obligado a darle la Shah durante tantos años, fue como si el sol hubiera entrado en su cuerpo y hubiera sustituido su corazón: cada latido bombeaba éxtasis líquido, ardiente, hasta los rincones más recónditos de su cuerpo, y el siguiente era aún más embriagador, hasta que creyó que iba a gritar de placer.</p> <p>Cayó al suelo y quedó tendido sobre la hierba, temblando como un niño.</p> <p>Una gota cayó sobre su rostro, después otra. Pronto comenzó a caer un aguacero, los goterones empapaban sus ropas y su pelo.</p> <p>A su lado Dila reía con los brazos extendidos bajo la fuerte lluvia, tumbada en el suelo. La cortina de agua convirtió la pradera en un mar de hierba; las gotas caían con tanta fuerza que resultaban dolorosas. Kal se arrastró por la tierra hasta llegar a ella, y Dila, sin dejar de reír, se abrazó a él.</p> <p>-Ha sido increíble -murmuró, enterrando el rostro en su cuello-. Oh, Kal, la Shah... Ha sido... -Y siguió riendo de puro gozo. «Kal.» Todavía temblando él se dejó abrazar, la violenta tormenta rugiendo sobre sus cabezas, el no menos violento torbellino girando vertiginosamente dentro de su ser.</p> <p>La lluvia amainó, y su corazón volvió poco a poco a latir a un ritmo normal. Dila exhaló y se apartó un poco de él, tumbándose boca arriba, indiferente a la humedad de la hierba y de su atuendo, su pelo, su cuerpo. Kal apoyó la mejilla en las manos y la miró. Ella seguía sonriendo.</p> <p>-La Shah -musitó Dila-. Es tan suave cuando la manejo yo... No imaginaba que pudiera ser así. Cuando la utilizamos los dos. -Lo miró con los ojos entornados y una sonrisa lánguida en los labios. Él se estiró con gesto perezoso y se secó el rostro con la mano.</p> <p>-¿En qué pensabas?</p> <p>-En la lluvia -contestó-. Una lluvia fina, como las que caen a veces en primavera.</p> <p>-A eso me refería. Tu poder, el mío, los dos juntos... Es mucho más poder del que podríamos imaginar por separado.</p> <p>Dila dio media vuelta para mirarlo.</p> <p>-¿Porque somos dos? -preguntó-. ¿O porque somos Mellizos?</p> <p>-No sé más que tú. Sentí la Shah por primera vez el mismo día que lo hiciste tú. Pero si un hombre puede utilizarla, ¿por qué no iban a poder hacerlo dos personas a la vez?</p> <p>Pensativa, Dila se irguió y se quedó sentada, haciendo caso omiso de la túnica que se adhería a su cuerpo, de los cabellos negros pegados a su rostro. El límite de la Shah, de lo que podían hacer con ella... «¿No es ella la que debe decir hasta dónde somos capaces de llegar?»</p> <p>Dila lo miró.</p> <p>-Mellizo -ordenó-, vamos a hacerlo otra vez.</p> <p>Kal se incorporó al instante, incapaz de desobedecerla, y, por una vez, asintió antes de levantarse, siguiendo sus órdenes.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Primer día desde Cheloris.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">¿Quién hace la guerra? Son los señores quienes declaran las hostilidades y firman la paz. Son los señores quienes envían a sus ejércitos a matarse en nombre de su país, de su región, de su religión, de su honor. Pero ¿alguien ha pensado alguna vez en preguntar a quienes de verdad luchan, sangran y mueren si les importan esos nombres, esas creencias, esos ideales? ¿Si los conocen siquiera?</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Estrategia y Práctica de la Guerra</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Los barracones que los soldados del ejército de Novana compartían con los miembros de la Guardia Real estaban en el interior de la fortaleza. La Isla, fortificada por tres dobles murallas erizadas de almenas, no sólo amparaba a la familia real y a sus invitados, a la legión de sirvientes que atendían sus necesidades: también tenía su guarnición militar. Hacía muchos siglos que los barracones no podían acoger a todos los miembros del ejército. Algún antepasado de Danekal pensó en repartir los efectivos y dejar un retén armado en la fortaleza. En la actualidad, sólo una pequeña guarnición utilizaba las obsoletas instalaciones, compartidas con la élite de la Guardia Real, y el grueso de ambas fuerzas se hallaba repartido en las distintas guarniciones que salpicaban el mapa de Lanhav como manchas de herrumbre en una hoja. Dispuestos en las puertas de la ciudad, la muralla y los sectores predominantes, los soldados tenían en teoría la misión de controlar la paz ciudadana, sofocar las posibles revueltas que pudieran estallar en la capital, o proteger a los habitantes de ataques provenientes del exterior.</p> <p>Con todo, en tiempos de paz no era extraño que los barracones instalados en la Isla parecieran más una taberna que un lugar de disciplina. A ciertas horas, la «taberna» se convertía en un burdel. Los mandos lo sabían y lo permitían. De hecho, la mayoría de ellos participaba en esas diversiones, algunos para ganarse una confianza y un respeto que podían ser decisivos en la lucha, otros simplemente para matar el aburrimiento. Y también lo sabían los miembros de la familia real, que hacían oídos sordos cuando alguna de las diversiones de los soldados encargados de su protección se desmadraba.</p> <p>Eso era lo que hacía en ese momento el capitán Deno, intentar decidir si prefería mirar hacia otro lado o participar en el ruidoso intercambio de aguardiente y bromas soeces que, poco a poco, iba convirtiendo los barracones en un remedo de la Fiesta de la Cosecha, cuando un fuerte carraspeo le obligó a alzar una mirada extrañada.</p> <p>-Lukio -saludó, incorporándose a medias antes de dejarse caer de nuevo contra la muralla que sostenía su espalda. El capitán Lukio sonrió pese a que Deno había omitido su graduación, y desvió los ojos hacia el soldado que aguardaba a su lado con expresión impaciente.</p> <p>-Puedes ir a beber hasta desmayarte, Hiko. Pero tráenos al capitán Deno y a mí un barrilete de esos que Venok guarda como si fueran sus hijas casaderas. Que nadie diga que los soldados de Novana no celebran las cosas que tienen que celebrar como los Tres mandan.</p> <p>-¿Desde cuándo bebes aguardiente, Lukio? -inquirió Deno, haciéndose a un lado para dejar que el otro hombre tomara asiento en el suelo a su lado.</p> <p>-Desde que a alguien se le ocurrió que la cerveza tenía el deber patriótico de saber a meados de cabra. El otro día no pude terminarme una jarra en La Doncella, imagina lo mal que sabría.</p> <p>-O lo viejo que te estás haciendo -rio Deno mientras Lukio acomodaba su osamenta junto a él y emitía un suspiro.</p> <p>-Eso, también. Oye, ¿te has enterado de...?</p> <p>-El comandante ha tenido la deferencia de venir en persona a decírmelo -respondió Deno con una mueca que desmentía la cortesía de sus palabras-. No sé quién le habrá dicho a ese engreído que los comandantes tienen que hablar de tú a tú con sus capitanes. Como si nos hiciera tanta ilusión como un regalo de la Vigilia de Kertta, o algo así.</p> <p>-Ah -Lukio esbozó sonrió de torcido-, así que tú también prefieres a Lenvania como comandante...</p> <p>-Lenvania no se ha molestado en enseñarnos la jeta desde que Tearate le puso la capa roja. Se dedica a entretener al reyecito para que no nos dé el coñazo, y punto -rezongó Deno-. Es mucho más cómodo. Teilhil, en cambio...</p> <p>-He hablado con Dussek -lo interrumpió Lukio, levantando la cabeza cuando Hiko se detuvo ante ellos con un barrilito bajo cada brazo. Alargó las manos para coger uno de ellos, y no pudo evitar sonreír cuando el soldado se negó a entregarle también el segundo-. ¿Quieres desmayarte de verdad, Hiko? -preguntó-. ¿Tanto miedo te dan esos norteños?</p> <p>-Miedo, bah -escupió el soldado-. Lo que tengo son muchas ganas de no sentir mañana mi trasero. No me gustan los caballos.</p> <p>-Pues dicen que asados con una guarnición de espinacas están bien ricos -rio Deno, arrebatando el barril a Lukio para abrirlo con un golpe seco propinado con la empuñadura de una daga-. Yo no he tenido el gusto de probarlos, pero no me niego a las nuevas experiencias culinarias.</p> <p>-Ya sabía yo que compartir catre con Gaidal era peligroso para un jovenzuelo impresionable como tú -bromeó Lukio-. Mejor no hagas nada de eso esta noche, no sea que mañana tú tampoco puedas subirte al caballo.</p> <p>-Me refiero a la comida, hombre. Culinario no tiene nada que ver con el trasero. Y yo no comparto catre con Gaidal -agregó, haciendo una seña a Hiko para que le pasase un par de las tazas de madera que se amontonaban de cualquier manera junto al fuego.</p> <p>-Pero si a Gaidal le gustan las hembras. -El soldado se agachó con esfuerzo y le acercó dos tazones astillados; el tercero, se lo guardó-. El otro día el capitán Salpa se trajo a Daphane a la fortaleza y yo mismo le vi montarla contra un montón de heno en el establo. A Gaidal, digo. Salpa prefiere hacerlo en horizontal.</p> <p>Lukio aceptó el tazón que Deno le tendía y bebió ruidosamente. Se limpió la boca con la manga de la camisa.</p> <p>-Que te tires a una tía cuando estás borracho como un he-ranne no quiere decir que no puedas tirarte también a un tío.</p> <p>-O a una cabra. O a lo que se te ponga por delante con un agujero en el sitio adecuado. -Deno bebió también un largo sorbo de aguardiente. El licor estuvo a punto de hacerle toser; le abrasó la garganta, la tráquea y la boca del estómago. No era de extrañar que Venok lo guardase con tanto mimo: un par de vasos, y uno debía acabar riéndose a carcajadas en la puta cara de la Muerte.</p> <p>-A saber de dónde sacó Salpa el dinero para pagarle a Daphane un viaje a la Isla -bufó Lukio-. Por lo que cobra ésa, te vienen todas las de La Doncella y hasta te dan palmas mientras te las vas follando de una en una. Y después te hacen la cena.</p> <p>-Salpa tiene una suerte con los dados que dan ganas de cortarle las manos -contestó Deno como si ésa fuera suficiente explicación-. Lo interesante sería saber de dónde sacó Gaidal el dinero para pagarle a Daphane un revolcón.</p> <p>-Se lo pagó Venok -informó Hiko con calma-. Gaidal tiene un hermano que a veces hace trabajitos descargando cajas en el puerto y el resto del tiempo se dedica a dar de hostias a los que se ponen tontos en una taberna que hay al lado del Tinhal. Así que supongo que esos barriles que ha donado para que se nos pase el dolor de trasero a los que vamos a montar mañana habrán pasado antes por las manos de Gaidal y de su hermano.</p> <p>-Y a cambio, Gaidal se ha pasado por la piedra a la puta más cara de Lanhav -finalizó Deno por él-. No es mal trato. Aunque no creo que a nuestro nuevo comandante le guste saber que nos lo pasamos en grande cuando estamos encargados de guardar el orden y la ley en esta ciudad.</p> <p>-Sí, dicen que es tan recto que si le metes una cimitarra por el culo te la endereza -refunfuñó Hiko-. Yo me largo, capitanes -informó, sujetando el barrilito y el tazón como si fueran su más preciado tesoro-. Si mañana no me despierto con el toque, dadme una patada en la cabeza. Eso suele funcionar.</p> <p>-Más te vale no vomitar antes de que dejemos atrás las murallas de Lanhav -gruñó Lukio a su espalda-. ¡Hay que mantener la imagen ante los ciudadanos!</p> <p>Por toda respuesta, Hiko se alzó los faldones del jubón sin molestarse en volverse, y les mostró parte de una nalga blanca y tersa como la de un bebé.</p> <p>-Bonita imagen -se carcajeó Deno antes de dar un nuevo sorbo-. Menos mal que Gaidal está muy entretenido tragándose todas las provisiones de Venok... -Se giró hacia Lukio-. Decías que habías hablado con Dussek.</p> <p>-Ajá -asintió éste, derramándose parte del contenido de su taza sobre la pechera del jubón-. El rey lo ha ascendido a comandante de la Guardia Real para sustituir a Angarad.</p> <p>-¿En serio? ¿Dussek? -preguntó Deno. Lukio se encogió de hombros.</p> <p>-Lleva a las órdenes de Angarad por lo menos seis años, así que supongo que habrá sido por recomendación de nuestro excelso nuevo comandante. El caso es que -volvió a encogerse de hombros- le he preguntado por el señor de Teilhil. Si hay alguien que conozca a Angarad en esta fortaleza, aparte de Danekal -murmuró-, ése es Dussek.</p> <p>-Dudo de que ninguno de los dos lo conozca en realidad. -Deno dejó el tazón de madera sobre los adoquines y se recostó contra la muralla-. No he hablado nunca con Angarad, pero tiene pinta de ser de los que no te contestan por no perder la dignidad abriendo la boca.</p> <p>-Dussek no opina lo mismo. -Lukio vació el tazón de un trago y alargó la mano para coger el barrilito que descansaba junto a la pierna de Deno-. Por lo que me ha contado, el comandante es algo así como la encarnación de Cahhir. Vaya, que le ha faltado declararle su amor y lealtad eternos. -Torció el gesto-. Porque es Dussek, que si no pensaría que está enamorado del puto Angarad de Teilhil.</p> <p>Deno miró hacia el infinito, pensativo. Ante sus ojos, las llamas de la pequeña hoguera danzaban como esclavas monmorenses drogadas hasta las orejas. Un poco más allá, las siluetas difuminadas por las sombras de varias decenas de soldados se disputaban los barriles de aguardiente de Venok y, a juzgar por sus gritos, la posesión de una bolsa que alguien había apostado a los dados. Distinguió el rostro congestionado del capitán Salpa entre una multitud de soldados a medio camino entre la ebriedad parcial y total.</p> <p>-Bueno -dijo al fin-. Ya veremos si Dussek tiene razón o es Jenhaha la que habla por él. De aquí a Kianlê tenemos tiempo para descubrir si Angarad es un gilipollas como aparenta, o un gilipollas que, encima, va de bueno por la vida.</p> <p>Lukio se echó a reír antes de llevarse a los labios el tazón otra vez rebosante de aguardiente.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>CORDILLERA DE SALDEHÊNA (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Primer día desde Cheloris.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Muchos se rieron de los he-ranne al conocer hasta qué extremos llegaba su adoración por una simple planta. Pero pocos rieron después, al comprender que no era casual que la planta tuviera forma de lanza.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Enciclopedia del Mundo</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Venga, tikën -rio Sikk una vez más-. No me vengas con cuentos y dime cuántos.</p> <p>-Ya te lo he dicho, pequeñajo. Por lo menos cien -insistió Olsär, risueño como un niño, sujetando su cuerno con el mismo cariño que una madre emplearía con su hijo recién nacido-. ¿Qué pasa? ¿Tú has matado a menos?</p> <p>-Mira mi cara, muchachote -replicó Sikk, señalándose el rostro con el palito afilado que sujetaba entre los dedos-. ¿Puedes contar mis tatuajes?</p> <p>-Podría, si supiera contar. -Olsär alzó el cuerno y lo inclinó sobre su boca. Más de la mitad del líquido se derramó sobre la capa de piel que cubría su regazo.</p> <p>-¿Entonces cómo cojones se supone que sabes que has matado a más de cien enemigos? -fingió enojarse Sikk, cogiendo el cuerno del tikën y tirándolo a un lado. Ignorando la exclamación ultrajada del gigante de pelo trenzado, cogió el cuenco de madera lleno de una densa pasta azulada y lo colocó entre ambos-. Vale, digamos que por lo menos te has cargado a un par desde que te hiciste lo bastante alto como para sujetar esa hacha que llevas, ¿de acuerdo?</p> <p>-¿A un par? ¡A un par de cientos! ¡Joder! -protestó gritando cuando Sikk posó la punta afilada del palito sobre su sien y la hundió en su carne.</p> <p>-Chillas como una niña. -Sikk mojó el palo en la pasta azul que llenaba el cuenco y volvió a clavarlo en la piel de Olsär, que reprimió un nuevo quejido-. Quién lo iba a decir, con lo grande que eres... No te muevas, niñita -ordenó-, que al final voy a hacerte el signo de la virginidad en vez del de la guerra.</p> <p>-Vamos, no jodas, ¿tenéis un tatuaje que dice que sois vírgenes? -se alarmó Olsär, apretando los dientes cuando Sikk comenzó a perforarle la piel con el palo-. Y ¿qué pasa cuando os tiráis a una? ¿Os lo borráis con piedra pómez?</p> <p>Sikk entrecerró los ojos, con la mirada fija en la sien del tikën.</p> <p>-Sólo se lo tatúan los que hacen voto de castidad, idiota -contestó en un murmullo, más atento a lo que su mano derecha hacía con la cara de su compañero que a lo que decía-. Es un signo que honra al que lo lleva. Un sacrificio por la comunidad para buscar el favor de la diosa-tierra y todo eso.</p> <p>-Pues a mí me parece una gilipollez -gruñó el tikën, haciendo una mueca de dolor.</p> <p>-Entre nosotros, a mí también -susurró Sikk, hundiendo de nuevo la punta del palo en el cuenco de madera. Su lengua asomó entre sus dientes cuando el palito alcanzó la ceja derecha de Olsär. Concentrado en trazar a la perfección el arco que enmarcaría su mirada e informaría a quien lo viera de que aquel hombre no era alguien con quien conviniera pelearse, no percibió la presencia a su lado hasta que la figura proyectó su sombra sobre ellos.</p> <p>-Eso debería hacerlo una rannia, Sikk -dijo una voz tranquila.</p> <p>-Zravo -lo saludó sin apartar la vista de la piel que tatuaba con paciencia-. Si quieres un cuerno, hay cerveza en el barril que Olsär tiene debajo del culo.</p> <p>-No, gracias -respondió Zravo-. Todavía no tengo tanta sed como para beber del culo de un tikën.</p> <p>-Algunos lo considerarían un honor -graznó Olsär, que permanecía tan inmóvil como una piedra bajo el filo del palito manchado de azul. Sikk horadó su piel por encima del arco de su ceja.</p> <p>-No es mi caso. Por mucho que este tikën haya decidido tatuarse con rann. Aunque -rio Zravo- no sé si yo me habría dejado tatuar por Sikk. Esa curva lo mismo puede decir que has matado a veinte hombres que te has acostado con ellos.</p> <p>-¿Qué? -exclamó Olsär, apartándose instintivamente del palo afilado. Sikk dejó escapar un suspiro y mojó una vez más el palo en la pasta de rann machacada.</p> <p>-Olsär es un tikën. No puedo hacer la curva de los he-ranne, así que he improvisado. -Levantó el palito y lo dirigió al ojo del tikën-. Estate quieto, coño...</p> <p>-Si no le pones dos puntos encima, parece el signo de los no-hombres -comentó Zravo.</p> <p>-¿Qué? -volvió a exclamar Olsär.</p> <p>-¿Quién está haciendo el tatuaje, joder? -se exasperó Sikk-. Zravo, vete a jugar a la hriaa con el drötikën y déjame acabar, por los dioses. Y tú -añadió en dirección a Olsär, apuntándolo con el palo que goteaba tintura azul-, quédate quieto o te juro que te tatúo que eres un flojo y te caes de espaldas cuando te bebes medio cuerno.</p> <p>La amenaza bastó para inmovilizar a Olsär, que enmudeció y permitió que el palo se clavase en su carne sin decir una sola palabra más. Zravo, ignorando el comentario de Sikk, se dejó caer en la tierra húmeda a su lado y recogió el cuerno que su subordinado había tirado momentos antes.</p> <p>-Ya te he dicho que eso debería hacerlo una rannia -sentenció, y soltó una carcajada al ver los ojos en blanco de Sikk y la expresión aterrada de Olsär.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>SEÑORÍO DE LAURVAT (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Segundo día desde Cheloris.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">En una batalla, como en otros muchos aspectos de la vida, golpear rápido es muchas veces más efectivo que golpear con fuerza.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Estrategia y Práctica de la Guerra</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Sin saber muy bien por qué, su mente eligió ese momento para recordar a su hermana. Tal vez por la mirada pretendidamente resuelta, en realidad insegura y casi implorante que el rey le había dirigido esa misma mañana al despedir al ejército que le había encomendado. Tal vez, supuso Angarad, por el brillo contrito de los ojos verdes de Danekal al enviarlo a la muerte.</p> <p>Diaina de Teilhil había mostrado ante su hermano pequeño una mirada muy parecida el día que se despidió de Novana para siempre. Incluso el reflejo del sol en sus iris, tan verdes como los de Danekal, había sido casi idéntico. Aunque la situación había sido muy diferente. Diaina no trataba de asumir la responsabilidad de sacrificar a Angarad y a varios miles de sus hombres por la supervivencia de Novana. Era Diaina la que se dirigía a su propio sacrificio, sin saberlo.</p> <p>-Monmor -recordaba Angarad haber dicho-. Todo el mundo se va a inclinar delante de ti y a hacerte reverencias. ¿También se tendrán que inclinar delante de mí?</p> <p>-Para eso tienes que ser rey como mínimo, muchacho -gruñó su padre, Linat. A su lado, el tío Tearate aguardaba con expresión impaciente.</p> <p>-Y ¿yo voy a ser rey? -preguntó el niño.</p> <p>-Tú vas a ser lo que quieras ser, Garad -había sido la respuesta de Diaina, ocultando el temblor de sus labios tras una sonrisa entristecida. Alargó una mano blanca para revolverle el cabello.</p> <p>-Yo no quiero ser rey. Quiero ser soldado.</p> <p>El recuerdo de la risa de Diaina se clavó en sus entrañas.</p> <p>Aunque, al partir hacia el sur de Ridia, Diaina no sabía que iba a acabar derramando su sangre en Monmor. A diferencia de la hija mayor de Linat e Ilena de Teilhil, Danekal, rey de Novana, entendía perfectamente que se estaba despidiendo de unos hombres a los que era muy probable que no volviera a ver.</p> <p>-Comandante -lo llamó uno de sus capitanes, cabalgando hacia él-. Comandante, con vuestro permiso...</p> <p>-Capitán Deno -lo saludó Angarad, sofrenando a su montura. Sacudió la cabeza con disimulo para librarse del recuerdo de los ojos verdes de su rey, de los ojos verdes de su hermana.</p> <p>-Comandante. -El capitán puso al caballo a su altura-. No deseo cuestionar vuestras órdenes, pero si seguimos a este ritmo dejaremos muy atrás los carros de suministros. Es mediodía y ya los hemos perdido de vista. No podrán alcanzarnos ni siquiera cuando nos detengamos a pasar la noche.</p> <p>Angarad no apartó la mirada de la interminable planicie que se extendía hacia el norte y que marcaba el comienzo de sus tierras, el señorío de Teilhil.</p> <p>-No vamos a detenernos más que unas pocas horas, de modo que no podrían alcanzarnos de ninguna manera.</p> <p>-Pero...</p> <p>-Capitán -giró la cabeza para mirarlo-, ¿has visto lo que transportan esos carros?</p> <p>Deno pareció pensarlo un instante antes de negar con la cabeza.</p> <p>-Sacos de grano -informó Angarad-, vino, cerveza, tena y láudano. Suficiente para soportar un asedio de diez o doce días.</p> <p>El capitán pareció confundido.</p> <p>-Pero... Comandante... ¿No se supone que eso es lo que...?</p> <p>-No vamos a soportar un asedio, capitán -contestó-. Al menos no tan largo. Lo que necesitamos para llegar a Kianlê y para resistir allí tres o cuatro días lo llevamos con nosotros. -Indicó las dos abultadas alforjas que cargaba su caballo y las que portaba el animal de Deno-. Nuestra comida y la de los caballos, y las armas. Vamos a combatir, capitán, no a quedarnos encerrados en un castillo lanzando escupitajos a nuestros enemigos.</p> <p>-Pero...</p> <p>-Deno -lo interrumpió Angarad, llamándolo por su nombre de pila. El capitán pareció más asombrado por eso que por sus anteriores palabras-. ¿Todavía no has comprendido adónde vamos? Somos cuatro mil. Ellos quince mil. -Hizo una pausa-. Si aguantamos lo suficiente como para que lleguen los carros de suministros, intentaremos abrirles paso hasta el castillo. Pero no creo que vivamos lo bastante como para necesitar la comida, y los heridos serán tantos que no tendríamos láudano ni tena suficientes ni aunque nos siguiera una caravana entera de carros. Y no tendremos grandes cosas que celebrar -auguró-, de modo que tampoco necesitaremos la cerveza y el vino.</p> <p>-Entonces... los carros...</p> <p>-Los carros eran para que los vieran los ciudadanos de Lanhav -explicó Angarad-. Un ejército sin suministros es un ejército que se dirige a la muerte, por inanición o por las armas. Y había que mantener elevado el ánimo de los lanhavenses.</p> <p>-Comandante -objetó el capitán Deno-, nuestra misión no es morir. Es detener a los enemigos.</p> <p>-Y eso vamos a hacer. Detenerlos hasta que Lanhav esté protegida. Pero para eso te aseguro que no vamos a necesitar los carros. No vamos a tener tiempo de necesitarlos.</p> <p>Deno se irguió en su montura.</p> <p>-Somos cuatro mil, y ellos quince mil. Pero nosotros somos la Caballería de Novana.</p> <p>Angarad lo miró sin una pizca de burla en los ojos.</p> <p>-Mucho me temo que descubrirás que, dentro de un castillo, los caballos sólo sirven para que huela a mierda de caballo.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Segundo día desde Cheloris.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Cuando la Dama de las Sombras pasa cerca de nosotros comprendemos cuánto nos gusta la vida. Es en esos momentos, cuando casi creemos poder ver a través del tenue velo que nos separa de la Otra Orilla, cuando la vida se nos antoja tan atractiva que resulta doloroso el mero hecho de pensar en abandonarla.</p> <p></p> <p><i>Naturaleza del Hombre</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Evan no la miró cuando ella entró en su dormitorio. La ventana estaba orientada al oeste, sus habitaciones justo debajo de las que ocupaba el rey. En esa época del año el sol todavía lucía a esas horas, cuando los habitantes de Lanhav ya habían cenado y se disponían a descansar o a iniciar sus correrías, lícitas o ilícitas. En ese instante el sol, una enorme bola roja, se hundía entre las dos torres que custodiaban las orillas del Hexene en la muralla exterior de la ciudad, convirtiendo el río en un camino empapado en sangre.</p> <p>-No hemos tenido el placer de verte en todo el día, Pichón -gorjeó Isobe en su oído, rodeándolo con los brazos por detrás e inclinándose sobre él-. ¿Llevas aquí desde que me marché esta mañana?</p> <p>-No.</p> <p>Un beso, bajo la oreja. Por una vez su cuerpo adormilado no despertó ante su cercanía. Evan no se movió.</p> <p>-¿Entonces...?</p> <p>-He estado hablando con Kal -contestó él, reacio-. Y después he venido aquí, a ver la partida de nuestro ejército.</p> <p>Ella rio contra su cuello.</p> <p>-Desde aquí no se ve la Puerta de Lenvania, señor de Lenvania -objetó.</p> <p>-Tal vez prefería imaginar su partida a verla -murmuró él-. Tal vez prefería imaginar que era yo el que conducía a nuestro ejército a luchar contra los he-ranne y los tikën, como era mi deber, en vez de esconderme en mi habitación y dejar que Angarad hiciera lo que debía hacer yo.</p> <p>Isobe lo soltó y rodeó la silla para ponerse frente a él. Se inclinó, posó las manos sobre sus piernas y lo miró con una media sonrisa.</p> <p>-Deberías estar agradecido -dijo, cogiendo las manos que él mantenía en el regazo-. La guerra no es un juego, Pichón: la gente muere.</p> <p>-Como si no lo supiera -respondió él amargamente.</p> <p>-Si quieres jugar, juega conmigo -añadió ella con una mirada invitadora-. Cada noche siento que estoy a punto de morirme en tus brazos, pero nunca muero. Y al día siguiente todavía estoy viva para recordarlo. Ésa es la guerra que deberías querer librar, y no la que va a librar Angarad.</p> <p>-Puedo estar loco -alegó él apartando las manos- y olvidar cada noche quién soy y quién eres tú. Pero todavía sé cuál es mi deber, majestad. Soy el comandante en jefe del ejército de Novana, aunque tu esposo sólo me nombrase por respeto a mi padre.</p> <p>-Ya no -replicó Isobe-. Danekal ha nombrado comandante a Angarad.</p> <p>-Ya lo sé.</p> <p>No quiso ocultar la desilusión de su voz. Kal se lo había explicado, y Evan tuvo que estar de acuerdo con él. Pero eso no mitigaba la sensación amarga que sus palabras le dejaron en la boca. «Y así, Evan de Lenvania queda relegado, una vez más, a ser el bufón de la corte de Lanhav.» Kal le había ofrecido la Guardia Real a cambio, pero Evan la había rechazado, enojado, para correr a esconderse en su alcoba. Sabía que debía hablar con Kal y explicarle que no estaba enfadado con él, pero tenía tanta amargura en el alma que prefería esperar un día, dos, hasta que pudiera enfrentarse a su rey y recordar que era su mejor amigo.</p> <p>Isobe acarició su mejilla.</p> <p>-Si te sirve de consuelo, Pichón -susurró-, Danekal pensó en enviarte a ti con el ejército. Ni te desprecia, ni te considera incapaz. Es sólo que nos jugamos mucho en esta batalla...</p> <p>-Ya lo sé</p> <p>-Quería enviarte a ti. Tuve que convencerle para que eligiese a Angarad.</p> <p>Evan se puso rígido. Apartó la mano de Isobe de su rostro y se levantó de la silla con tanta brusquedad que ella estuvo a punto de perder el equilibrio.</p> <p>-¿Tú? ¿Fuiste tú?</p> <p>Ella asintió.</p> <p>-Y créeme, no fue fácil. Danekal quería...</p> <p>-¿Por qué? -la interrumpió él con voz tensa-. ¿Porque nos jugamos mucho en esta batalla? ¿Porque crees que no soy lo bastante hombre como para conducir un ejército?</p> <p>Isobe frunció el ceño.</p> <p>-No creo haberte dado motivos para pensar que dudo de tu hombría. -Posó la mano en su pecho para juguetear con los lazos de su camisa-. Y no, no fue sólo por lo que nos jugamos en la batalla. Pero Angarad es mi sobrino, y los dioses no verían con buenos ojos que durmiese con él. Si uno de los dos tenía que alejarse, prefería que fuese él.</p> <p>Boquiabierto, Evan la miró un instante mientras ella tiraba del cordón de la camisa. Después apartó su mano de un manotazo.</p> <p>-¿Por eso? -profirió-. ¿Por tu capricho me has negado el único honor que iba a poder compensar...? ¿Me has relegado a ser tan sólo tu amante, majestad?</p> <p>-Yo no diría «tan sólo» -negó ella, volviendo a coger el lazo de seda.</p> <p>Él volvió a apartarla.</p> <p>-Suéltame -le espetó. La apatía que había paralizado su cuerpo durante todo el día desapareció bajo una súbita cólera que cayó sobre él como una avalancha.</p> <p>-Ah, Pichón, ¿qué te preocupa? Eres joven. -Pasó una mano por su brazo-. Habrá otras oportunidades. Y ahora mismo tú eres más útil en Lanhav que en Kianlê. O que en cualquier otro sitio.</p> <p>-Para ti -masculló él-. Me quieres aquí para ti. Maldita seas. Eres... Eres ponzoña -le soltó, tratando de apartarse de ella-. Me impides servir a mi rey y mi amigo, maltratas a las mujeres que se interesan por mí, como a esa pobre infeliz... ¿También mataste a la dama de Sihanna? -dijo de pronto, lleno de ira y de alarma al ver que ella componía una mueca perversa-. ¿Sólo porque ella quería casarla conmigo? ¿Sólo por eso? -exclamó, incrédulo, lleno de desprecio y de rabia-. ¿Cómo eres...? ¿Qué eres?</p> <p>-Soy tu reina. -Ella apoyó el rostro contra su pecho-. Si quiero que estés aquí conmigo, tienes que obedecerme.</p> <p>-¡Es mi vida, joder! -gritó, aferrando sus brazos y sacudiéndola con fuerza-. ¡Mi vida!</p> <p>Ella le devolvió la mirada, impasible.</p> <p>-Y tu vida pertenece a tu rey. -Compuso una sonrisa sensual-. ¿Qué mejor modo de emplearla que en servir a tu reina? -Le acarició los antebrazos. Si eso no hubiera sido bastante, su mirada habría bastado para decirle cuál era el servicio que tenía en mente.</p> <p>-¡No soy tu juguete! -chilló, librándose de ella de un tirón. Isobe sonrió como una gata relamiéndose delante del nido de un pájaro. Se llevó la mano al cinturón y desprendió de él, con un único movimiento, la daga que utilizaba para pinchar la carne. Evan no se movió. Ella levantó el brazo y apoyó la punta del arma bajo su barbilla.</p> <p>-Oh, pero sí que lo eres -arrulló-. Sí que eres mi juguete. ¿Quieres que juguemos? -Bajó el cuchillo y le rasgó el primer lazo de la camisa, después el segundo-. Pichón -murmuró, pegándose a su rostro y entrecerrando los ojos.</p> <p>Evan la apartó de un empellón y dio un manotazo a la mano que sostenía la daga contra su pecho. No logró obligarla a soltarla, pero sí a bajar el filo y el brazo. Se miró la mano: un corte de un intenso color escarlata. Ni siquiera notaba el dolor, pero la rabia le hizo verlo todo rojo. Se limpió la sangre en la camisa, apretando los dientes. Ella se acercó de nuevo sin levantar la daga.</p> <p>-Maldita puta -gritó Evan-. ¡Maldita puta! -bramó, empujándola para que se apartara de él-. ¡No puedes tratarme como si fuera un jodido animal de compañía! Soy un hombre, ¿me entiendes? ¡Un hombre!</p> <p>Ella abrió mucho los ojos por la sorpresa y se tambaleó hacia atrás. Iracundo, Evan quiso golpearla, matarla, besarla hasta hacerle daño. Se adelantó sin saber cuál de las tres cosas deseaba más, pero vaciló al ver cómo ella trastabillaba y caía al suelo de rodillas.</p> <p>De su vientre sobresalía la empuñadura enjoyada de la daga, las piedras preciosas reluciendo, rojizas.</p> <p>Isobe miró hacia abajo, asombrada. Se llevó las manos al abdomen y tiró de la empuñadura. La sangre manó como de una fuente, y ella sollozó y abrió la mano, alzando los ojos hacia él. La daga tintineó al caer al suelo.</p> <p>-Pichón... -balbució, y cayó hacia delante. Evan sintió un escalofrío en la espalda.</p> <p>-No... No. -Se lanzó hacia ella, asustado, y le dio la vuelta. Isobe se llevó la mano al rostro para enjugarse las lágrimas, manchándose de rojo las mejillas y la frente. Sus ojos azules todavía lo miraban, asustados. Jadeó y contrajo el rostro en un rictus de agonía.</p> <p>Él se echó a temblar, aterrorizado, y abrazó el cuerpo de la reina. Su camisa medio desgarrada se empapó con la sangre que manaba de la horrible herida abierta en el estómago de ella. La abrazó con tanta fuerza que Isobe emitió un agudo gemido. Por un instante vio una imagen de sí mismo, de pie, solo, observando cómo ella desaparecía entre la niebla que separaba las dos Orillas. Por mucho que estirase el brazo, sus dedos eran incapaces de alcanzarla, de impedir que siguiera internándose en la bruma. «Y has sido tú quien me ha empujado», dijo la imagen de Isobe. Evan estalló en sollozos y enterró el rostro en el pelo ensangrentado de la mujer que tiritaba en sus brazos.</p> <p>-Angarad -musitó Isobe, arañando su camisa en un vano intento de aferrarse a él-. Angarad... Por favor -susurró-. No olvides. No recuerdes. Danekal. -Y gimió de pena y de dolor.</p> <p>-Isobe, no soy Angarad, soy Evan -tartamudeó, acariciando su cabello-. Isobe... Lo siento. -La angustia oprimía tanto su pecho que apenas podía respirar-. Lo siento tanto... No te vayas. No te vayas así... Te juro que... -Levantó una mano para apartar una lágrima que le impedía ver con claridad. Ella tenía los ojos abiertos y lo buscaba con la mirada, sin encontrarlo-. Te juro que... Yo no...</p> <p>-No me dejes -imploró ella casi sin voz, y Evan se echó a llorar con tanta pena que su llanto resonó en el dormitorio. Isobe suspiró una vez más, y su cuerpo se relajó en brazos de Evan.</p> <p>Una mano de acero rodeó su corazón y lo estrujó hasta dejarlo completamente seco antes de arrancárselo de entre las costillas. Posó una mano sobre su pecho y lo apretó para sujetárselo. El sufrimiento era tan intenso, tan asfixiante, que ni siquiera parpadeó cuando la puerta de la habitación se abrió.</p> <p>-Evan, ¿quieres que vayamos a...?</p> <p>Silencio.</p> <p>-Hijo de puta. -Un susurro lleno de cólera y de angustia-. ¡Hijo de puta!</p> <p>Alguien lo golpeó en un lado de la cabeza y lo lanzó por el suelo, lejos de Isobe. No pudo abrir los ojos, y tampoco se defendió cuando una lluvia de golpes cayó sobre él. El dolor, la desesperación de pensar en Isobe abandonada en la Otra Orilla, eran mucho peores que los golpes que latían en su cabeza, su torso, sus piernas.</p> <p>-Majestad. ¡Majestad, por favor! -exclamó una segunda voz. «Dussek», pensó Evan, aturdido. Gritos, y pasos apresurados. Sacudió la cabeza y se arrastró para alejarse de las voces que se confundían en un incomprensible galimatías. Reconoció la voz de Kal, un aullido agónico que taladraba sus oídos, y la de Dussek de Drine, que intentaba calmarle hablando en voz baja. Se encogió contra la pared, desvalido y derrotado, tembloroso como un cachorro abandonado. Isobe yacía tumbada mirándolo con los ojos vacíos, la mano extendida hacia él como si todavía le implorase que no se alejase de ella.</p> <p>-Kal -murmuró con voz estrangulada-. Mi corazón, Kal...</p> <p>Alguien lo levantó.</p> <p>-Lleváoslo. -Era la voz de Dussek. Miró a su alrededor y no fue capaz de ver nada. Un sollozo resonó en su cabeza. «Pichón.»</p> <p>Intentó mirar una última vez a Isobe, pero el empellón del guardia se lo impidió.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Tercer día desde Cheloris.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">La tristeza. ¿Es lo único que nos une a todos? ¿Sentir pena? Probablemente no. Pero sí hay algo innegable: la tristeza demuestra que todos, seamos quienes seamos, somos seres humanos.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Naturaleza del Hombre</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">En la Isla se hablaba en susurros. Nadie se atrevía a hacerlo en voz alta. No por temor a molestar a alguien, sino porque todos, desde los criados hasta la nobleza, parecían haber perdido la voz durante las últimas horas.</p> <p>En realidad no había nadie a quien molestar. El rey de Novana se había encerrado en sus aposentos la noche anterior, y nadie era capaz de convencerlo de que saliese ni conseguía entrar. No comía ni hablaba con nadie. El comandante de la Guardia Real, Dussek de Drine, se había apostado en su puerta y no se había movido de allí desde que el rey entró en sus habitaciones.</p> <p>Novana estaba decapitada, y nadie parecía saber cómo reaccionar.</p> <p>Sihanna estaba furiosa. No parecía tan afectada por la muerte de Isobe de Novana como por las consecuencias de su asesinato; Dila podía llegar a entender la frustración que sentía su señora al no tener a nadie a quien dirigir sus críticas. No había rey ni había reina. Nadie gobernaba Novana, aunque eso no se notaría hasta muchos días después. Nadie gobernaba la Isla, y el caos ya se hacía notar pese a los evidentes esfuerzos del mayordomo mayor, Tranlovar, por mantener el control en la fortaleza.</p> <p>-Quiere traer de vuelta a su ejército -repetía una y otra vez Sihanna, relegada también a su cámara-. ¡Quiere que vuelva! ¿Y el tratado? ¿Y Phanobia?</p> <p>Ninguna de las damas se atrevía a responder. Dila tenía que morderse la lengua para no contestar a gritos a su señora.</p> <p>-¿Cómo puede ser tan egoísta?</p> <p>-Es una reina -era la respuesta indiferente de Sorsha.</p> <p>-¿Cómo puede pensar en el tratado, en el ejército de Novana? ¡La madre del rey ha muerto asesinada por su mejor amigo! ¡Los hombres azules y los tikën avanzan hacia aquí! Y ¡Sihanna sólo piensa en su maldito tratado! ¡Es aquí donde es necesario el ejército de Novana, no en Phanobia! ¿Cómo puede...? ¡Isobe era su amiga!</p> <p>-Es una reina -repetía Sorsha.</p> <p>Dila procuraba pasar el menor tiempo posible en los aposentos de Sihanna. Ella también estaba prisionera en sus habitaciones con la única compañía de Sorsha, pero su encierro era por voluntad propia. Como el del rey. Como el de Sihanna, si lo pensaba bien. De un día para otro la Torre del Rey se había convertido en una enorme mazmorra donde los prisioneros vestían sedas, linos y brocados, y no tenían nada que hacer salvo esperar, esperar a que el rey decidiera qué iba a ocurrir a continuación.</p> <p>-¿Qué crees que hará? -preguntó Sorsha, jugando con un mechón de su pelo. Dila se encogió de hombros y siguió saludando a la noche de Lanhav, que por primera vez en días sólo le respondió con silencio.</p> <p>-¿Quién sabe? Romper el tratado, matar al señor de Lenvania, declararle la guerra a Monmor... ¿Quién sabe qué puede llegar a hacer un hombre cuando todo su mundo se derrumba?</p> <p>Sorsha la miró, repentinamente seria.</p> <p>-Tú lo sabes. Tú lo pasaste.</p> <p>-Yo ni siquiera tuve que pensar. Ni siquiera pude pensar -reconoció Dila-. Estaba tan aturdida que no supe lo que había pasado hasta que un día me di cuenta de que estaba en Teune, intentando bordar una funda para un cojín. Pero nadie me pidió que pensase. -Se reclinó buscando una postura más cómoda-. Él tiene que gobernar un reino en guerra, tiene que proteger su capital con un ejército que no existe. Tiene que mantener contenta a Sihanna mientras busca la forma de romper el tratado que acaban de firmar. Y tiene que decidir qué hacer con su mejor amigo -añadió en un murmullo-, que ha resultado ser el amante de su madre, y el asesino de su madre. No, Sorsha, te aseguro que no es lo mismo.</p> <p>-Perdiste a tus padres, perdiste a Iven, y te convertiste en una simple sirvienta de la reina, en un adorno para su corte -la contradijo Sorsha-. Yo creo que eso es algo, ¿no?</p> <p>-Pero yo tenía a Sihanna -dijo sin ironía-. Os tenía a vosotras. Danekal no tiene a nadie.</p> <p>Sorsha no fue la única sorprendida por sus palabras. Dila se mordió el labio y calló, y extendió la mano para pedirle a Sorsha que le sirviera un poco de vino de una jarra que había en una bandeja sobre un arcón.</p> <p>-Tal vez no consigamos una comida caliente -comentó Sorsha, levantándose de la silla-, pero al menos los criados no le niegan el vino a nadie. En Novana debe ser costumbre ahogar las penas en alcohol. -Le tendió la copa. Dila la cogió con un gesto de agradecimiento y dio un sorbo. Apoyó los codos en el alféizar y siguió observando la noche, abatida por la inquietud y el dolor.</p> <p>El ambiente enrarecido de la Torre del Rey había apagado la euforia que la había hecho sonreír los últimos días, y Dila volvía a sentirse abrumada por la tristeza, e intranquila por no saber el motivo. Lo único que tenía claro era que, de alguna manera, aquello tenía relación con el rey de Novana. ¿No había aumentado su desolación cuando lo vio por primera vez? Y ¿no era ahora, que sabía que él estaba sufriendo a solas su congoja, cuando Dila volvía a sentir la pena que creía olvidada? No tenía claro el porqué, pero, por muy curioso que pudiera parecer, tenía la sensación de estar sintiendo la tristeza de Danekal.</p> <p>No dejaba de ser inquietante.</p> <p>-¿Tendremos que estar otros setenta días de luto?</p> <p>-¿Sólo se te ocurre eso? -repuso Dila.</p> <p>-No creo que pueda soportar estar encerrada aquí hasta Ebba. Estoy harta de esta fortaleza. La corte de Novana es tan aburrida...</p> <p>-Es aburrida porque lleva de luto desde Letsa. -Dila no ocultó su impaciencia-. Si no hubiera muerto el rey...</p> <p>-Entonces Danekal seguiría siendo el príncipe, y seguro que se le quitaba esa cara de indigestión que tiene. -Sorsha alzó la copa-. Y el señor de Lenvania no se habría atrevido a levantarle las faldas a la reina con Tearate vivo, de modo que Isobe también seguiría viva y Danekal podría seguir yéndose con su amiguito a beber y a revolcarse con mujeres interesantes.</p> <p>-No lo tengo tan claro -murmuró Dila, recordando una vez más la escena que había presenciado en el funeral de Tearate. Ese «no, por favor» no parecía la frase que diría un joven deseoso de convertirse en el amante de una reina. Bebió otro poco de vino. «¿Qué importa a estas alturas?» Isobe había muerto, y Evan de Lenvania estaba encerrado nadie sabía dónde, esperando la decisión del que había sido su amigo. O tal vez ya estuviera muerto.</p> <p>-No -rio Sorsha, malinterpretando sus palabras-. Las mujeres interesantes estamos todas aquí, así que no tendría por qué ir a buscarlas fuera.</p> <p>Dila la miró de soslayo.</p> <p>-Apuntas muy alto, Sorsha.</p> <p>-Así, si fallo el disparo, seguro que acierto en un blanco cercano -replicó Sorsha-. Un señor es preferible a un comerciante, un comerciante es mejor que un zapatero. Si apuntas a un rey, quizá aciertes en..., no sé, un comandante, por ejemplo. -Sonrió detrás de su copa.</p> <p>-Danekal está triste -dijo Dila, con los ojos clavados en las tres agujas del Tre-Ahon, que se recortaban contra el cielo negro de Lanhav a la luz de la luna menguante-. Está triste, y no creo que sea el mejor momento para apuntar hacia él.</p> <p>Bebió lentamente con el estómago oprimido.</p> <p>-¿Cómo te sentirías tú, Sorsha? -le preguntó al cabo de un rato.</p> <p>-¿Cómo te sentiste tú, Dila? -fue la respuesta de Sorsha.</p> <p>Dila dejó la copa en el alféizar.</p> <p>-Sola -contestó en un murmullo-. Abandonada. Perdida. Como si todo lo que me rodeaba fuera hostil. A veces hablaba con Iven -confesó-. Le pedía que me sacase de Teune y me llevase al Saldellal, a casa. Y me enfadaba con él porque nunca contestaba. Y con Sihanna, y con vosotras, porque nunca queríais hablar de Iven, ni de mis padres, ni del Saldellal. Y con Nhiconi -masculló-. Porque era el único que mencionaba el nombre de Iven, pero siempre lo hacía cuando fingía consolarme mientras intentaba meterme la mano debajo de las faldas. Pero -hizo una mueca- al final, pasó. No sé cómo ni cuándo, pero un día, de repente, ya no estaba triste.</p> <p>La aguja más alta del Tre-Ahon, la torre de Lhadhar, ensartó la luna, convertida, tres días después del plenilunio, en un huevo plateado.</p> <p>-A lo mejor podríamos enseñar a Danekal a bordar -propuso Sorsha.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Cuarto día desde Cheloris.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Rechazad lo que os ofrezcan, aunque creáis que es la generosidad la que mueve al oferente. ¿No sabéis que la naturaleza humana es imperfecta, y que la Luz no siempre iluminará al que tenéis enfrente? Lo que hoy es generosidad, mañana se trocará en codicia, en ira, en envidia, en odio.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>De la Vida y la Verdad</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Perdió la noción del tiempo a las pocas horas de estar encerrado en la mazmorra, o quizá a los pocos días. Los latidos de su corazón se habían ralentizado hasta el punto de que sólo palpitaba una vez cada pocos minutos. «Estoy muerto, pero él todavía no se ha enterado.» No tuvo ánimos para sonreír. Tal vez había olvidado cómo hacerlo.</p> <p>No podía llevar allí más que unos días. No le habían dado de comer ni de beber desde que cerraron la puerta a su espalda. Hacía ya tiempo que su estómago, hastiado, había dejado de protestar. Tenía la lengua hinchada y reseca, tanto que le ocupaba toda la boca. Era como tener un trapo áspero y sucio entre los dientes. Y notaba los ojos como dos huevos de gallina, tan grandes que no le cabían en las órbitas.</p> <p>La mazmorra era estrecha y baja. Al entrar había tenido que encogerse y se sentó con las piernas pegadas al cuerpo y los brazos rodeándose las rodillas. Le dolía la espalda, las nalgas, el cuello y las piernas. Le dolía la cabeza. Le dolía el alma.</p> <p>Le dolía <i>ella</i>.</p> <p>Movió el cuello con precaución, e hizo una mueca al oír el sonoro crujido de sus vértebras. «Es posible que no pueda volver a levantarme jamás.» Era posible que ni siquiera tuviera la oportunidad de comprobarlo. Quizá Kal había decidido dejarle morir de hambre y sed en lugar de ejecutarlo en público. «Pero Kal... si yo ya estoy muerto», sonrió, y el labio cuarteado se partió y empezó a sangrar. No levantó la mano para enjugarse. La sangre goteó sobre la camisa desgarrada, sobre la mancha marrón ya seca. «Pichón.»</p> <p>No podía pronunciar su nombre en su mente sin sentir un intenso sufrimiento. «Isobe.» ¿Cuándo había dejado de ser un juego, cuándo había dejado de luchar? ¿Qué batalla fue la que le hizo perder la guerra? ¿Cuándo la reina se convirtió en <i>ella</i>?</p> <p>Veía la expresión de <i>ella</i>, tirada sobre la alfombra, mirándolo con los ojos ciegos, y todavía creía poder ver el brillo de la pasión en sus iris del color del mar. «Pichón...» Durante un instante olvidaba la sed, el hambre, los dolores que recorrían todo su cuerpo, y sólo la sentía a <i>ella</i>. Pero después, sólo deseaba que todo acabara de una vez. «Casi imploraría a Kal que desenvainase la espada y me la clavase en el corazón.» Así dejaría de dolerle a cada latido. «Casi me lo arrancaría yo mismo con mis propios dedos.»</p> <p>Al oír el ruido del cerrojo despertó del estado de ensoñación en que se había sumergido. La puerta se abrió. Evan parpadeó cuando la luz de la antorcha cayó sobre él, pero no levantó la cabeza.</p> <p>-Esperadme fuera.</p> <p>No reaccionó cuando la puerta volvió a cerrarse, dejando al rey a solas con su prisionero.</p> <p>Silencio.</p> <p>Se prolongó. Demasiado. «Debería sentirme incómodo», pensó con esa parte de su cerebro que todavía era capaz de pensar. Pero ya no podía sentir. Salvo a <i>ella</i>, y el dolor que le provocaba pensar tan sólo en su nombre.</p> <p>Kal se puso en cuclillas frente al rincón donde Evan se sentaba. No dijo nada.</p> <p>Al cabo de un rato Evan levantó la mirada. La antorcha que el rey había colocado en la abrazadera de la pared creaba más sombras que luz. El rostro de Kal estaba a la altura del suyo. Ojeroso y pálido, los huecos y volúmenes más pronunciados a la escasa luminosidad de la llama que ardía por encima de ellos. Un rostro macilento, endurecido por la tensión y lleno de angustia. Sólo los ojos eran los de Kal: verdes, rasgados, relucientes. Brillaron en la penumbra, tal vez de ira fría, tal vez de desesperación.</p> <p>-¿Por qué?</p> <p>La pregunta fue tan simple y a la vez tan llena de significado, rabia, incomprensión, pena, cólera, y sobre todo de una tristeza infinita, que Evan no pudo evitar el temblor que contrajo sus labios cuando abrió la boca.</p> <p>-Kal. Kal. Mi corazón... -murmuró llevándose la mano al pecho, allí donde Isobe le había arrancado el órgano de cuajo para llevárselo consigo a la Otra Orilla. Tembló y, en silencio, bajo la dura mirada de Kal, se echó a llorar.</p> <p>-¿Lloras por miedo? -inquirió Kal con frialdad-. ¿Por arrepentimiento?</p> <p>-Por dolor -musitó Evan, sin molestarse en levantar la mano para enjugarse las lágrimas. «Duele. Duele tanto, Kal...» Podría explicarle lo que había ocurrido, que Isobe lo obligó, que murió por accidente, que él no quiso... Pero eso no la traería de vuelta. «Pichón.»</p> <p>Nunca más. Las palabras que había pensado tantas veces, que tantas veces le había dicho a Isobe, «nunca más», adquirían ahora un sentido absoluto, irrevocable. «Pichón.» ¿Cuándo el rechazo, el miedo, se habían convertido en aquello que oprimía su garganta y licuaba su alma? Sollozó y bajó el rostro hasta ocultarlo entre las rodillas.</p> <p>Kal se enderezó con un suspiro.</p> <p>-¿Por qué no me lo dijiste?</p> <p>Evan se frotó los ojos empapados. «¿Me habrías creído? ¿O habrías pensado que estaba aprovechándome de su pena? ¿Que pretendía convertirme en su amante para buscar favores, tal vez convertirme en su esposo, en tu rey?» Sacudió la cabeza.</p> <p>-Era tu madre, Kal -respondió en voz baja, sin mirarlo.</p> <p>-Era mi madre, sí -dijo Kal con dureza.</p> <p>Evan alzó la cabeza y sonrió tristemente. «¿Si te dijera que la amaba cambiaría algo? ¿Llegarías a comprenderlo, cuando ni yo mismo lo entiendo?» No contestó.</p> <p>Kal lo miró sin parpadear, esperando una respuesta. Fue como si transcurrieran horas, años quizá. En un momento parecía tener que hacer un enorme esfuerzo para no golpearlo. Al siguiente daba la impresión de estar conteniéndose para no agacharse y abrazarlo, Evan no sabía si para consolarse o para consolarlo. El impulso de refugiarse en sus brazos y llorar, de derramar sobre su hombro todas las lágrimas que presionaban detrás de sus ojos, estuvo a punto de hacerle gritar. «Pichón.»</p> <p>«Mi corazón. Kal. Me lo han arrancado, pero sigue latiendo...» Y cada latido dolía, impulsando lava en vez de sangre por sus venas.</p> <p>Los ojos de Kal relucieron, el verde se transformó por un instante en un intenso azul, y Evan gimió de angustia y apartó la mirada. «Pichón.»</p> <p>-Dame una excusa para no hacerlo -rogó Kal. Evan se sorprendió al oír la súplica que impregnaba la voz dura de Kal y tuvo que volver a levantar la cabeza-. Dame una excusa, Evan. Todavía estoy a tiempo de darte esto. -Sacó del cinturón la daga que usaba para comer, tan parecida a la que tenía su madre que Evan sintió un nudo en el estómago.</p> <p>Rio, desganado.</p> <p>-La muerte es la muerte, Kal.</p> <p>-Preferiría que murieses aquí. Preferiría no tener que ser yo quien te matase. -Había tanta tristeza en los ojos de Kal que Evan estuvo a punto de volver a llorar.</p> <p>«Hazme reír, señor de Lenvania.»</p> <p>Negó con la cabeza.</p> <p>-Haz lo que tengas que hacer. Siempre, Kal.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Quinto día desde Cheloris.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">El poder de unos hombres sobre otros hombres proviene de los dioses. Pero los dioses no son desinteresados, ni sus regalos son hechos por pura generosidad. La Tríada ofrece, y exige a cambio que los hombres a quienes les han otorgado poder lo utilicen conforme a sus deseos.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>La Tríada: Verdades Fundamentales</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">El patio de armas estaba aún más abarrotado que el día que Lonan castigó a aquella criada delante de toda la corte. Todos los miembros de la Guardia Real, los soldados que no habían partido con Angarad y muchos nobles novanos y phanobianos, la mayoría hombres, se habían animado a salir al patio.</p> <p>Pese a la insistencia de Tranlovar, Kal se había negado tajantemente a hacer aquello en la explanada que unía la fortaleza con la Ciudad de la Isla.</p> <p>-Pero... Majestad, la costumbre...</p> <p>-Que le den por culo a la costumbre -fue la respuesta de Kal. «¿No tienes bastante con lo que voy a hacer? ¿Quieres además un público enfervorizado, un tumulto, insultos, piedras volando hacia él?» Tranlovar debió de ver algo en sus ojos que le hizo recular y alejarse de él a toda prisa. Nadie ocupó su lugar. Desde que salió de sus habitaciones, Kal no había sido una buena compañía, y todos los habitantes de la Isla se habían apartado de él.</p> <p>Sí, eran muchos los que esperaban bajo el sol inclemente de Cheloris. Pero el silencio era casi total. Kal también aguardaba, ignorando el calor, el sudor que le corría desde el pelo y por la espalda, apretando la empuñadura de la espada cuya punta apoyaba en la tarima sobre la que había accedido a subirse. La única concesión que pensaba hacerle a Tranlovar. Ésa, y avenirse a respetar a la costumbre más antigua de Novana, la única costumbre que habría implorado poder omitir.</p> <p>El recuerdo de las palabras de Evan hizo que estuviera a punto de echarse a temblar. «En Novana es el rey el que ejecuta a la gente, te lo recuerdo...»</p> <p>«Soy capaz de contratar un verdugo sólo para ti», había sido la respuesta de Kal.</p> <p>No lo había hecho. Tal vez Lanhav lo habría comprendido. Al fin y al cabo, Evan había matado a la reina. No merecía el honor de ser ejecutado por su rey.</p> <p>Lanhav lo habría entendido, pero Kal sabría el verdadero motivo: que no se sentía capaz de hacerlo, que no quería matar a nadie, y mucho menos a Evan.</p> <p>Aunque... Evan había matado a su madre. «No merece una ejecución honrosa», se había dicho en múltiples ocasiones, luchando por conservar la furia que justificaba sus pensamientos. «Debería ordenar que lo estrangulasen en la celda, debería...»</p> <p>No lo había hecho. «Es un noble: la ley dice que tiene derecho a recibir la muerte a manos de su rey. Y es Evan.» Y Kal se hallaba sobre el estrado de madera, apoyado en la espada, pugnando por disimular el temblor de sus manos. «Hacemos lo que debemos hacer.» Cuando hablaba en su mente, Isobe no parecía enojada: su voz estaba inundada de tristeza.</p> <p>-Siempre -murmuró, y apretó la empuñadura hasta que los nudillos se le pusieron blancos-. Siempre, madre.</p> <p>No hubo redoble de tambores ni sonido alguno que rompiese el silencio. Como Kal, los carceleros y la Guardia Real no sabían muy bien cómo tratar al reo, uno de los nobles más poderosos de Novana, el mejor amigo del rey. Los soldados que lo custodiaron durante el trecho que separaba la Torre del Rey del estrado más parecían su guardia de honor, y el mismo Evan, con las manos atadas, la camisa desgarrada y ensangrentada, el pelo despeinado y apelmazado, pero el cuerpo erguido y el paso firme, parecía el señor que siempre había sido más que el condenado a muerte que era.</p> <p>Subió los tres escalones de madera con dignidad y se detuvo ante Kal, flanqueado por dos soldados que, indecisos, no se atrevían a tocarlo. Kal lo estudió con los ojos entrecerrados, viendo no al hombre sucio y pálido sino al joven que había compartido con él toda su vida. Tuvo que aferrarse a la espada para que no le fallasen las piernas.</p> <p>-Dame una excusa -imploró una vez más en un murmullo-. Dime que se mató ella, dime que no fuiste tú. Dime lo que sea. No me obligues a hacerlo. Por favor.</p> <p>Evan lo miró.</p> <p>-Kal -respondió-. ¿Cómo era eso que decía tu padre? Ríete a carcajadas cada vez que te acuerdes de mí. Baila, bebe, haz el amor, y sonríe, porque a los muertos les gusta ver reír a los vivos. -Sonrió-. Kal...</p> <p>Ignorando los cientos de ojos clavados en ellos, Kal soltó la espada y abrazó a Evan. Éste exhaló aire e intentó abrazarlo a su vez, pero las cuerdas que ataban sus muñecas se lo impidieron. Kal tuvo que hacer verdaderos esfuerzos por no echarse a llorar.</p> <p>-Y dale una patada en el culo a Nikao de mi parte -sugirió Evan.</p> <p>Kal se separó de él y buscó la espada con la mirada. Dussek, el comandante de la Guardia Real, se la tendió con el rostro impasible.</p> <p>Cuando volvió a mirar a Evan, éste ya se había arrodillado y colocaba la cabeza sobre el tajo, hacia la derecha, hacia Kal. Seguía sonriendo.</p> <p>-Apunta bien, reyecito -se burló-. No me demuestres una vez más que manejas la espada con el culo.</p> <p>-Eres un jodido gilipollas, Lenvania, ¿lo sabías? -exclamó Kal con la voz temblorosa y sin poder reprimir las lágrimas.</p> <p>-Sí. Soy un jodido gilipollas -suspiró Evan-. Hazlo de una puta vez, Kal. No tenemos todo el día.</p> <p>Kal se limpió los ojos y asintió. Empuñó la espada con las dos manos y la alzó por encima de su cabeza.</p> <p>-Majestad -protestó Tranlovar desde abajo-. Majestad, los cargos... Debéis enumerarlos...</p> <p>-Que les den por culo a los cargos -masculló Kal.</p> <p>Desde el tajo, Evan soltó una carcajada.</p> <p>Descargó la espada sobre su cuello, cerrando los ojos en el último momento para no verlo. «Cobarde.» Los entreabrió, mordiéndose el labio, al oír cómo la risa de Evan se interrumpía con brusquedad. Y soltó una exclamación.</p> <p>La hoja se acero sólo había logrado seccionar la mitad del cuello. Por un instante pensó que Evan seguía riendo, hasta que vio el líquido escarlata brotar de sus labios entreabiertos, sus intentos desesperados por respirar, el ahogado boqueo, el borboteo de la sangre que inundaba poco a poco sus pulmones. Kal trató de alzar de nuevo la espada para asestar un segundo golpe, pero la hoja no se movió, enganchada en la tráquea medio seccionada, en las vértebras que no había llegado a partir. Tiró, desesperado, pero fue incapaz de arrancarla del cuello del hombre que lo miraba con los ojos muy abiertos, respirando sangre en vez de aire.</p> <p>Conteniendo un gemido, Kal movió la hoja hacia un lado. El chirrido del metal al rozar el hueso le erizó los cabellos de la nuca. Evan boqueó y soltó un gañido. Un murmullo se elevó de entre los cientos de personas que observaban la escena.</p> <p>Con un brusco tirón Kal logró liberar la espada. La sangre brotó a chorros de la horrenda herida que dejaba a la vista el hueso. La levantó de nuevo, tembloroso, y la descargó una segunda vez, con más fuerza, rezando a los Tres con palabras que ni en su cabeza tenían sentido alguno.</p> <p>La espada se hundió varias pulgadas por encima de la primera herida. Evan tosió. Una burbuja sanguinolenta brotó entre sus labios, después una bocanada carmesí. Lo miró con ojos suplicantes. «Kal...» Abrió la boca, pero de sus labios sólo salió más sangre.</p> <p>Kal cayó de rodillas ante el tajo y un sollozo convulsionó todo su cuerpo.</p> <p>-Evan -lloró, los ojos de su amigo fijos en él en una muda súplica. «No puedo...» Tembló y siguió sollozando, enterrando el rostro en las manos cubiertas de rojo, la espada olvidada sobre la tarima.</p> <p>-Majestad -dijo el comandante Dussek posando una mano sobre su hombro-. Majestad, por favor... Acabad -suplicó-. No le hagáis sufrir más.</p> <p>Evan cerró los ojos y los volvió a abrir. Un asentimiento. «Hazlo de una puta vez, Kal...»</p> <p>Tembloroso, Kal se apoyó en Dussek y se levantó. Cogió de nuevo la espada. La empuñadura estaba resbaladiza, cubierta de escarlata. La alzó una vez más.</p> <p>El tercer golpe separó limpiamente la cabeza de Evan de su cuello.</p> <p>Kal soltó la espada, que tintineó al golpear el suelo de madera, y giró sobre sí mismo para no ver cómo se desplomaba el cuerpo de Evan. Estuvo a punto de tropezar con el comandante Dussek. Lo miró con la vista desenfocada, fijándose, sin saber muy bien por qué, en su peto: la coraza seguía estando impoluta, reluciente a la luz del sol. Kal miró su reflejo en la superficie bruñida. Su rostro estaba cubierto de sangre, excepto los dos riachuelos que las lágrimas habían limpiado en sus mejillas.</p> <p>-Joder -sollozó, ocultando el semblante a la multitud y esquivando a Dussek para bajar de la tarima. Echó a correr hacia la puerta de la Torre del Rey, apartando a empujones a los que no se quitaban de su camino con la suficiente rapidez. Un murmullo conmocionado lo siguió mientras torcía la esquina de la torre donde se hallaba la entrada-. ¿Queréis más espectáculo? -gritó, más para sí que para sus súbditos-. ¡Ahí tenéis la espada! ¡Servíos vosotros mismos!</p> <p>Entró en el desierto Gran Salón y se apoyó junto al quicio de la puerta, tembloroso. Cerró los ojos y tomó aire.</p> <p>-Habría dado un ojo por darte una muerte limpia, Evan -musitó-. Un ojo, un brazo, lo que fuera. Pero, ya ves -sonrió mientras las lágrimas volvían a brotar de sus ojos-, sigo manejando la espada con el culo.</p> <p>Intentó serenarse respirando hondo, pero su cuerpo se negaba a dejar de temblar de horror y de congoja. «Evan. Maldita sea, Evan...»</p> <p>-Cualquiera podría haberlo hecho mejor que yo -lloró-. Cualquiera te habría matado sin tanto dolor, sin tanto...</p> <p>-Majestad -dijo una voz a su lado, una voz titubeante-. Majestad, yo...</p> <p>Abrió un ojo. Las lágrimas y la sangre le escocían. Tuvo que parpadear para verla. Apretó los puños. «No. Ahora no. Tú no.»</p> <p>-Majestad -siguió Dila, vacilante-. Yo... venía a deciros que... que sé que no... Lo siento -farfulló-. Lo siento, sé que estáis pasando un mal momento con la muerte de vuestra madre y ahora con la de...</p> <p>Se interrumpió cuando Kal alargó una mano y agarró su brazo. Apretó los dedos, furioso, deseoso de hacerle daño, de hacerla gritar. Melliza. «¿Quieres ordenarme que deje de llorar? ¿Quieres que te obedezca, que me humille aún más de lo que ya me he humillado?»</p> <p>-Déjame en paz, maldita zorra -gañó, iracundo.</p> <p>Ella tembló. Lo miró, desvalida, y sus ojos se llenaron de lágrimas.</p> <p>-¿Por qué me odiáis tanto, majestad? -preguntó en un susurro-. ¿Qué os he hecho?</p> <p>Él apretó su brazo con tanta fuerza que ella gimió. Pero no apartó la mirada de la suya.</p> <p>-¿Quieres saberlo? -siseó Kal-. Lo sabrás. Por los Tres que vas a saberlo.</p> <p>La soltó con rudeza y caminó a grandes zancadas para alejarse de ella, hirviendo de rabia y con el corazón helado de pena.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>EL LUGAR</p></h3> <p></p> <h2>Quinto día desde Cheloris.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Creemos que hacemos nuestra propia voluntad. Pero ¿sabemos en realidad quién mueve los hilos?</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Naturaleza del Hombre</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Dila lo miró con el ceño fruncido, enojada y a la vez aliviada al verlo allí, junto a ella. Esto la hizo fruncir aún más el gesto. Aliviada, sí, porque lo necesitaba. Necesitaba la Shah. Puso los brazos en jarras, haciendo caso omiso de la expresión tormentosa del shalhed.</p> <p>-Te echaba de menos -dijo-. Pensaba que ya me habías vuelto a dejar... -Lo miró implorante, sedienta, y después irguió los hombros-. Dámela, Mellizo. Dame la Shah.</p> <p>Él lo hizo. Pero no de buena gana. Dila lo notó en el torrente lleno de furia que penetró en ella, tan impetuoso que casi dolía. Se abrió a él pese al regusto agrio que estropeaba la dulzura de la Shah, y volvió a sentirse llena, saciada, aunque la renuencia de su Mellizo hubiera estropeado la sensación de plenitud que siempre acompañaba al río de energía.</p> <p>Se quedó de pie, quieta, disfrutando de la sensación. «Cuánto la necesito... Cuánto lo necesito a él.» También aceptó eso último, aunque el pensamiento tuviera un leve sabor amargo. <i>Las shalhias necesitan a sus Mellizos, los shalhed no pueden vivir sin sus Mellizas</i>. Pero el suyo podía manejar la Shah... y ella no podía encontrarla sin él.</p> <p>Él la agarró por la muñeca, por el sha’al.</p> <p>-Ven -ordenó.</p> <p>Dila lo miró, encrespada. «¿Me das órdenes...?» El brazalete de plata oprimió su abrazo aún con más fuerza que él. Obediencia. Se acercó al shalhed.</p> <p>-Ven -volvió a decir él, tirando de su brazo. Parecía tan enfadado como ella. Más. La rabia de Dila había sido un breve estallido; la de él, a juzgar por la dureza de sus ojos verdes, parecía una hoguera que alguien hubiera alimentado días y días.</p> <p>No dio ni un paso, pero supo que él la había arrastrado hasta otro lugar. Sus pies ya no se hundían en la hierba; lo que tenían debajo era tierra dura. El intenso verde de la pradera, el deslumbrante azul del cielo, habían desaparecido. Ya no existía color en el mundo, sólo un enfermizo gris que empañaba el aire.</p> <p>-¿Qué...? -preguntó, desconcertada. Él giró la cabeza para mirarla con los labios apretados.</p> <p>-Ven -exigió una vez más, antes de que ella pudiera darle otra orden, antes de que se le ocurriera siquiera. Tiró de ella. Dila alzó la vista, estupefacta, y sus ojos se toparon con una infinita muralla de color gris.</p> <p>La Bruma.</p> <p>Se elevaba hasta más allá de donde alcanzaba la vista, ocupando el cielo y la tierra. Los zarcillos nebulosos que se desprendían del muro se enroscaban en los ralos matorrales que crecían junto a él, se estiraban para enredarse en los tobillos de Dila, en sus cabellos, rodeando todo su cuerpo. La niebla siguió acariciándola, pero como si quisiera clavarle los dedos en los ojos. Dila retrocedió.</p> <p>-No -dijo con voz ronca.</p> <p>Él oprimió su muñeca con los dedos.</p> <p>-Ven -demandó, tirando de ella hasta internarse en la Bruma. Un frío repentino ascendió desde su mano hasta el hombro, paralizándole las cuerdas vocales. «No.» Se resistió, tiró de él para sacarlo de la pared de niebla. «Mellizo.» Fue incapaz de hablar. Él la obligó a seguir avanzando hasta que ella también se vio rodeada por la Bruma.</p> <p>Entonces empezaron los susurros. <i>Ven. Melliza</i>. Unas manos heladas sostuvieron su rostro y agarraron sus brazos, los dedos fríos resbalando sobre su piel. <i>Dánosla. La Shah. Nuestra... Tan dulce, dánosla...</i> El terror recorrió su espalda. «No, la Shah no, no me quitéis la Shah...» Lo único real entre la irrealidad de la espesa niebla era la mano de su Mellizo, que tiraba de ella, arrastrándola sin hacer caso de su reticencia. <i>Dánosla</i>. Una mano aferró su pelo y la obligó a echar la cabeza hacia atrás. <i>Dámela, mía</i>, unos labios descarnados se posaron en los suyos, bebiendo de ella, dejándola seca, una carcasa sin vida, sin alma, sin Shah. Dio un alarido. Su Mellizo tiró de su brazo, y Dila se vio impulsada hacia delante.</p> <p>En la Montaña, la Señora se apartó de la ventana, sonriente.</p> <p>-Por fin.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Sexto día desde Cheloris.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Muchas religiones exigen a sus fieles que mantengan sus mentes puras, alejadas de todo conocimiento, pues hay saberes que pueden resultar perniciosos y condenar de forma irremisible sus almas. También lo hacen muchos gobernantes, temerosos de descubrir que sus súbditos son más sabios que ellos. Pero es el conocimiento el que da al hombre su esencia, el saber el que hace del hombre un ser libre.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Historia y Costumbres de Ridia</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Gritó con tanta fuerza que se hizo daño en la garganta.</p> <p>-No me la quitéis -sollozó-, no... - Se incorporó y volvió a gritar.</p> <p>-La Shah no, la Shah no... No me la quitéis. -«La sed, no puedo soportarla», el sudor que empapaba su cuerpo y pegaba la túnica de dormir a su piel se enfrió y la hizo estremecerse. Abrió la boca y gritó una vez más. «Mellizo... Mellizo, ven, dámela...»</p> <p>Una mano se posó sobre sus labios y la obligó a callar.</p> <p>Gimió contra la palma y abrió mucho los ojos. En la penumbra distinguía los contornos de los muebles de su dormitorio, la enorme cama, el arcón, las dos sillas, la jofaina donde solía lavarse, el apagado brillo del espejo de superficie irregular. El estrecho rectángulo de la ventana apenas era visible en la negrura, una forma levemente más clara.</p> <p>-Calla -susurró una voz en su oído. Se giró.</p> <p>Apenas fue capaz de distinguir su rostro en la oscuridad. Percibió la línea de la mandíbula, los pómulos, el cabello oscuro cayendo desordenado sobre sus ojos. Un breve brillo verde. Mellizo. Volvió a gemir. «Dámela, la Shah...»</p> <p>-Mellizo -maulló en la palma de su mano. Entonces lo recordó. La Shah, el sha’al, la Montaña, los diez años que aquel hombre había sido su esclavo, su incomprensible rebelión. «Kal.» Forcejeó para librarse de la mano que la enmudecía y se apartó de él gateando hacia atrás, enredándose en las sábanas revueltas, asustada.</p> <p>Él se inclinó hacia un lado y encendió la vela de la palmatoria que descansaba sobre un pequeño arcón junto a la cama. Se volvió hacia ella.</p> <p>-Majestad -gimió Dila con la voz estrangulada. Saltó hacia atrás para apartarse de la mano extendida de Kal, y, con un grito de sorpresa, cayó de la cama y se quedó sentada en el suelo, dolorida y aterrada, sin atreverse a apartar la mirada de los ojos brillantes del rey de Novana, todavía empañados por el sueño del que, él también, acababa de despertar.</p> <p>-Ahora ya lo sabes. Ahora sabes quién eres, y quién soy yo.</p> <p>-Mellizo -musitó ella. Tragó saliva, el corazón palpitando tan deprisa en su pecho que creyó que se le iba a salir por la boca. «Te he torturado, te he maltratado, te he ordenado que...» Estuvo a punto de volver a gritar de miedo y repulsión. Retrocedió sin apartar la mirada de él y se agazapó en un rincón, temblando de la cabeza a los pies.</p> <p>-Kal -corrigió él, y, sin motivo aparente, se echó a reír. No hubo alegría ni hilaridad en su carcajada: sólo amargura. El recuerdo de su celda en la Montaña y de los castigos que había tenido que imponerle para que la obedeciese sacudió a Dila y la hizo temblar con más violencia. «¿Qué he hecho?» Apretó la espalda contra la pared en un intento de alejarse todavía más de él.</p> <p>-Vete -suplicó, aterrada, cuando él bajó de la cama y empezó a andar con calma hacia el rincón.</p> <p>-Allí tengo que obedecerte -contestó-. Pero aquí no.</p> <p>Otro escalofrío sacudió su cuerpo. «Aquí es él quien da las órdenes.» Posó las manos en la pared, buscando un refugio donde no lo había. «Mellizo...»</p> <p>Él se detuvo antes de llegar a donde ella se acurrucaba, temblorosa. Pareció luchar consigo mismo un instante, apretó los dientes, y después inspiró y agachó la cabeza.</p> <p>«¿Qué vas a hacer?», se dijo.</p> <p>Dio media vuelta y, tras un par de pasos, se sentó en el lecho. Alzó la mirada y la posó en ella. Dio una palmada en el colchón.</p> <p>-Anda, ven aquí. No voy a morderte. Todavía no.</p> <p>Ella lo miró con los ojos muy abiertos. Era su Mellizo. Tenía tantos motivos para hacerle daño... Los ojos de él relucían de cólera, pero su expresión derrotada se parecía mucho más a la que había ensombrecido su rostro cuando... cuando ejecutó al señor de Lenvania. Volvió a temblar.</p> <p>-No.</p> <p>-Ven -insistió él.</p> <p>Ella se levantó con rapidez y fue, indecisa pero incapaz de desobedecer. Se pasó la mano por la muñeca: nada. No era el sha’al, era... Miedo. De saber lo que le había hecho y de saber que él lo sabía. Culpa.</p> <p>-Sólo era un sueño -susurró.</p> <p>Dila se sentó en el borde de la cama y se quedó quieta, esperando, sin poder controlar el temblor. «¿Qué va a hacerme?» Escondió las manos entre las rodillas para que él no viera que no podía mantenerlas quietas.</p> <p>Él no dijo nada.</p> <p>Aterrorizada al sentir la mirada fija de Kal sobre ella, su odio, que le llegaba a ráfagas, como en sus sueños le había llegado la Shah, luchó contra su propio miedo, y perdió. Agachó la cabeza y se echó a llorar.</p> <p>-Duele, ¿verdad? -El tono de él era frío, pero la mano que posó sobre su hombro era cálida a través de la fina tela de la túnica de Dila-. Despertar... Duele.</p> <p>Ella le dirigió una mirada fugaz y después asintió.</p> <p>-Lo que he hecho... Lo que te he hecho -rectificó. Volvió la cabeza para mirarlo sin dejar de temblar-. ¿Por qué?</p> <p>La expresión sombría de él no varió. «Maldita zorra. Por los Tres que vas a saberlo.» Dila contuvo un gemido.</p> <p>-Ahora lo sé. -Agachó la cabeza. «¿Vas a hacerme lo mismo? ¿Vas a encerrarme, a torturarme, a obligarme a servirte?»</p> <p>-¿Por qué soñamos lo que soñamos? -murmuró él-. Yo no soy un esclavo, soy un rey. Pero sueño que soy tu Mellizo. -En sus labios, el término sonó como una maldición-. ¿Eres tú una tirana, Dila? ¿Una maltratadora, una torturadora?</p> <p>Ella negó con un gesto, abrumada. «Pero llevo años exigiéndote que me obedezcas, y haciéndote daño cuando no lo haces...» El sentimiento de culpa cayó sobre ella como una losa. Los ojos se le llenaron de lágrimas una vez más.</p> <p>Kal la dejó llorar en silencio. Al cabo de un rato, cuando Dila creyó que sus lágrimas no iban a agotarse jamás, él rodeó sus hombros con el brazo y la obligó a apoyar la cabeza en su hombro. Recelosa, Dila se puso tensa, su cuerpo rígido. Notó la sonrisa de Kal en la repentina tirantez de su cuello.</p> <p>-Una vez -comentó él en voz baja- alguien me dijo que no intentase extraer una enseñanza de mis sueños. Que sería más útil que intentase conocerme a mí mismo cuando estoy despierto. -Tomó aire, y apretó su hombro-. Te he despertado para poder odiarte -reconoció-. Necesito odiar a alguien.</p> <p>Dila cerró los ojos. «Para demostrarme lo mucho que me odias. Por qué me odias.» Su visión volvió a emborronarse por las lágrimas.</p> <p>-¿Por qué has venido, entonces? -hipó ella al fin, levantando la cara empapada hacia él.</p> <p>-Soy el rey. En la Isla nadie me pregunta adónde voy ni me dice dónde no tengo que ir. Si quiero meterme en el dormitorio de una dama -se encogió de hombros-, lo hago y, si alguien me ve, sólo se pregunta quién será la afortunada.</p> <p>-No me refería a eso. -Dila bajó la cabeza. «Dime qué vas a hacerme...» Levantó una mano y se enjugó los ojos.</p> <p>-Ya sé a qué te referías. ¿Qué quieres que te diga? ¿Que he venido a ver cómo te humillabas? ¿Que he venido a hacerte lo mismo que me has hecho tú a mí? ¿Que he venido a asustarte, a maltratarte, a matarte?</p> <p>Giró el cuerpo para ponerse frente a ella y la sujetó por los brazos, con firmeza pero sin hacerle daño. Había rabia en sus facciones, pero no en sus ojos.</p> <p>-He venido a hacer eso -admitió-. ¿Es lo que quieres? ¿Que te torture? -La sacudió un poco-. ¿Y acabar así con tu sentimiento de culpa, y ayudarte a odiarme? -Su voz de endureció. Dila se sintió más asustada que antes, incapaz de interpretar el brillo de los ojos de él. Sus dientes entrechocaron cuando él siguió sacudiéndola.</p> <p>La puerta se abrió de golpe.</p> <p>-Dila, ¿ocurre al...?</p> <p>Ambos se volvieron a la vez. En el umbral, Sorsha los miraba con los ojos muy abiertos y una expresión de asombro. Sostenía una palmatoria idéntica a la que Dila tenía junto a la cama, y estaba apenas vestida con una túnica casi transparente, entre cuyos pliegues se adivinaba hasta el más nimio detalle de su cuerpo. Abrió la boca en una «O» perfecta, la cerró, meneó la cabeza y sonrió con malicia.</p> <p>-Oh -dijo, apoyándose en el marco de la puerta-. Bien, ya veo que los gritos que he oído no eran nada de lo que tuviera que preocuparme. -Recorrió la habitación con la mirada y regresó al instante al lecho-. Apuntas muy alto, Dila -añadió. Le guiñó el ojo-. Disfrutad, preciosos. Y sed buenos. -Dio media vuelta-. No -rectificó-, mejor sed malos. Es más divertido. -Dirigió una levísima inclinación de cabeza hacia Kal-. Majestad, os deseo buenas noches. Dila... Te odio -rio. Y salió cerrando la puerta tras de sí, dejándolos a ambos petrificados, sentados en el borde de la cama.</p> <p>Dila siguió mirando la puerta cerrada un buen rato, sin saber muy bien qué decir. Kal la soltó y bajó los brazos con lentitud. Negó con la cabeza y se pasó la mano por el pelo. Se levantó.</p> <p>-Bueno ya he destrozado tu reputación. Por ahora, mi señora, me conformaré con eso.</p> <p>Le dedicó una reverencia y después sonrió con tristeza. Turbada, Dila también se levantó. Kal dio un paso hacia la puerta, se detuvo y se volvió hacia ella.</p> <p>-Un consejo -dijo, recomponiendo su rostro hasta devolverle la expresión impávida que Dila pensó que había copiado de Angarad de Teilhil-. No intentes huir.</p> <p>-No pensaba hacerlo.</p> <p>-De la Isla no podrías hacerlo aunque quisieras -contestó-. Me refiero a los sueños. No intentes huir de ellos. Yo ya lo he intentado. -Sacudió la cabeza con pesadumbre-. No funciona.</p> <p>Fue hacia la puerta y la abrió, y la miró una vez más por encima del hombro.</p> <p>-¿Te veo esta noche, Melliza?</p> <p>Y esta vez sí Dila supo adivinar, sin lugar a dudas, la burla que había en su voz.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>KIANLÊ (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Séptimo día desde Cheloris.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">También es necesario saber sorprender al enemigo. No hagas siempre lo más lógico, lo que se supone que has de hacer, lo que un buen comandante haría. La sorpresa es, en más ocasiones de las que podría parecer, un arma mucho más contundente y efectiva que una catapulta.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Estrategia y Práctica de la Guerra</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">La cordillera de Saldehêna cerraba el señorío de Teilhil como un enorme muro erizado de almenas irregulares. Las montañas coronadas de nieve dividían en dos la isla de Novana, separando Hongarre y Venver del resto del país. La cordillera constituía una muralla descomunal, cuyos aserrados picos se recortaban contra el cielo, confundiéndose con las esponjosas nubes que flotaban sobre ellas, blancas como sus cumbres.</p> <p>Aferrado a la ladera de una de esas montañas estaba el castillo de Kianlê. Las piedras grises oscurecidas por el tiempo destacaban en el verdor de la ladera, alzando su forma rectangular posada sobre un lecho de rocas, como un ave rapaz que otease las planicies extendidas bajo sus garras.</p> <p>Kianlê había sido durante cientos de años el centro del señorío de Teilhil, y todavía conservaba gran parte de su antigua grandeza pese al evidente deterioro de algunas partes de su muralla, medio derruidas y cubiertas de musgo rojizo. Como bastión de uno de los pocos pasos que atravesaban la cordillera de Saldehêna y capital del antiguo reino de Teilhil, Kianlê había sido un castillo orgulloso, hermoso incluso, y aún se erigía con cierta arrogancia sobre la ladera del monte Dêha, desafiando a cualquiera a decir que ese advenedizo del castillo de Ilhah era merecedor del título de Fortaleza de Teilhil que antaño ostentó Kianlê con merecido honor.</p> <p>Su castellano, Bresulo de Kianlê, era tan altanero como el castillo que gestionaba en nombre de su señor.</p> <p>-No pienso hacerlo -espetó, despectivo, sin molestarse en mirar a ninguno de los cinco soldados. Ni siquiera el uniforme azul y rojo de Novana le había impresionado lo más mínimo. Bresulo parecía creer que el único lugar del mundo era el señorío de Teilhil, y que el lugar más importante del señorío era Kianlê. El resto no existía.</p> <p>«Al menos no nos han atacado nada más avistarnos», se consoló Hiko, armándose de paciencia. Su temple, como el orgullo de Bresulo, podía llegar a ser legendario. Tal vez por eso el comandante lo había elegido para encabezar la avanzadilla de su pequeño ejército. Si alguien conocía a los hombres que estaban bajo su mando, ése era Angarad de Teilhil. Tanto a sus soldados, adivinó Hiko mirando a Bresulo con interés, como a sus vasallos.</p> <p>-Mi señor -dijo Hiko en el tono más sosegado que fue capaz de dar a su voz-, me temo que no es una sugerencia. El señor de Teilhil llegará a Kianlê en menos de una jornada, y para entonces desea que todos los habitantes hayan salido de la fortaleza en dirección a Lanhav.</p> <p>-Lanhav está en Laurvat -gruñó Bresulo-. Los teilhili vivimos en nuestra tierra y morimos en nuestra tierra, soldado.</p> <p>«Joder. Un tradicionalista. Me cago en todo», suspiró Hiko.</p> <p>-Podéis morir donde os venga en gana, señor, pero Angarad de Teilhil ha ordenado que, por el momento, vos, vuestra esposa, vuestros hijos, vuestros sirvientes y los campesinos vinculados a vuestra tierra os vayáis a vivir una temporada en Lanhav. -Tuvo cuidado de no mencionar la palabra «capital». Viendo cómo era Bresulo, lo más probable era que se marchase ofendido a sus aposentos si le recordaba que Teilhil, en realidad, no era más que un señorío de Novana-. Aseguraos de llevar provisiones suficientes para llegar hasta allí. El señor de Teilhil quiere que viajéis con rapidez, y no tendréis tiempo de procuraros alimento por el camino.</p> <p>-¿Vamos a tener que ir a caballo? -se horrorizó el castellano de Kianlê, llevándose de forma inconsciente la mano a las nalgas-. Pero...</p> <p>-Oídme, señor -lo interrumpió Hiko-. Los hombres azules están cruzando en estos momentos el paso de Dêha acompañados por los tikën de Dröstik. El rey... El señor de Teilhil -se corrigió- tiene intención de detenerlos aquí, en Kianlê, pues ésa era la función original de esta fortaleza, ¿me equivoco? Dentro de dos o tres días vuestro precioso castillo se va a convertir en un campo de batalla. De modo que haced el favor de reunir a todos los que vivan en este lugar y largaos de aquí con viento fresco.</p> <p>Ofendido por el tono destemplado de Hiko, Bresulo aspiró por la nariz y entrecerró los ojos.</p> <p>-¿Vais a enviarnos sin escolta? -inquirió, buscando una excusa para negarse de nuevo a partir. Hiko disimuló una sonrisa.</p> <p>-Un soldado por cada diez hombres. ¿Es suficiente para vuestra señoría? El resto de la guarnición se queda.</p> <p>Lanzó una mirada a su alrededor. El patio de armas del castillo, mucho más pequeño que el de la Isla y bastante más descuidado, estaba casi a rebosar de hombres cuyo parecido con los soldados era más bien inexistente: el más joven tendría cuarenta años, el más delgado pesaría dos quintales, el mejor armado contaba con una espada herrumbrosa. La única uniformidad que guardaban sus atuendos era el desgaste de las telas. Hiko contó en silencio: apenas llegarían a los cuatrocientos.</p> <p>-Llevaos un carro de suministros -ofreció-. Si alguno de los miembros de vuestra familia o de la servidumbre está impedido para montar, que viaje en él. Pero os aseguro que no será un viaje cómodo -vaticinó, no sin cierta perversa satisfacción-. El señor de Teilhil quiere que lleguéis a Lanhav en menos de diez jornadas.</p> <p>El castellano abrió mucho los ojos, le lanzó una mirada aviesa y salió corriendo, a mucha más velocidad de la que su enorme panza podría haber hecho imaginar, hacia el interior de la estructura rectangular que llamaba ampulosamente «la Torre de la Cordillera».</p> <p>Hiko sonrió y se volvió hacia uno de los hombres de la guarnición de Kianlê.</p> <p>-¿Quién es vuestro capitán? -preguntó. El hombre, de mediana edad y tan ancho de hombros como de estómago, señaló su propio pecho con aire cansino. Hiko asintió-. El señor de Teilhil me ordenó que te dijese que comenzaseis a meter a todos los caballos, los nuestros y los vuestros, por el pasadizo que se abre desde la despensa.</p> <p>-¿Cómo es que sabes...?</p> <p>-Yo no tenía ni puta idea. Pero mi comandante es el señor de estas tierras, y te aseguro que conoce todo esto como si fuera el cuerpo de su amante. Si es que la tiene, que tampoco tengo ni puta idea -admitió.</p> <p>-¿Meter a los caballos en la despensa? Galda me matará si hago algo parecido...</p> <p>-Menos mal que Galda ya estará a medio camino de Lanhav cuando empieces, ¿eh? -respondió Hiko, palmeándole el hombro.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Séptimo día después de Cheloris.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Si ni siquiera sabemos lo que nosotros mismos tenemos dentro, ¿cómo vamos a conocer a los demás, cómo vamos a pretender entender siquiera alguna de sus motivaciones, de sus anhelos, el porqué de sus acciones?</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Política Moderna</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Se dejó acariciar el cabello. La sensación de los dedos de ella en su cabeza era relajante, y Kal notó cómo, por primera vez en muchos días, sus músculos se ablandaban y su mente empezaba a tranquilizarse. Aunque las mismas preguntas seguían girando sin descanso en su cabeza, exigiéndole una respuesta que no sabía darles y que no sabía si quería dar. «¿Por qué, madre? ¿Por qué, Evan? ¿Por qué?»</p> <p>-¿Qué pretendía yendo a su habitación? -musitó.</p> <p>Tije peinó su pelo con los dedos. Kal la miraba con los ojos entornados, recostado en su regazo. Le gustaba verla desde abajo, admirar cómo caía en ondas la cortina de pelo rojo a ambos lados de su rostro, el brillo hipnótico de sus iris de todos los colores reflejándose en la sencilla gargantilla de diamantes que relucía en su cuello.</p> <p>-A veces -dijo- para ver algo con claridad no se pueden tener los ojos abiertos ni cerrados. A veces, es mejor abrir sólo uno. Demasiada luz puede deslumbrar, pero sin luz no vemos nada.</p> <p>-No te entiendo.</p> <p>-No soy yo quien tiene que responder a esa pregunta. ¿Tú qué crees, cachorro?</p> <p>-No lo sé -confesó Kal, observando la forma de los brillantes, engarzados de tal forma que parecía que la gargantilla fuese una onda de gotitas de agua en la garganta de ella. Una obra de arte de la joyería: Kal se había enamorado del collar nada más verlo, sabiendo que sólo podía pertenecerle a ella, y lo había comprado hacía tanto tiempo... y nunca tuvo ocasión de llevárselo. Pero no había olvidado su promesa. Ahora, por fin, Tije tenía su collar de diamantes, y Kal tenía... nada.</p> <p>-Tú mismo se lo dijiste. -Tije enterró de nuevo los dedos en su pelo-. Fuiste allí a odiarla. Pero no pudiste.</p> <p>-¿Por qué? -se lamentó, él cerrando los ojos.</p> <p>-Porque ella no tiene la culpa de lo que te ocurre, cachorro. Ella no mató a tu padre, no mató a tu madre, no mató a tu amigo.</p> <p>-No -murmuró Kal, y se llevó la mano a la frente cuando los ojos comenzaron a escocerle una vez más-. No, los maté yo. A los tres.</p> <p>La mano de Tije acarició su mejilla.</p> <p>-No puedes pretender ser el responsable de todo, Kal.</p> <p>-Soy el rey -susurró él, conteniendo las lágrimas-. De eso se trata. De ser el responsable de todo.</p> <p>-Muchas veces -continuó ella- las cosas suceden por azar. -Poniendo un dedo bajo su barbilla le obligó a levantar la cabeza. Él abrió los ojos-. Échale la culpa al azar.</p> <p>Kal sonrió con tristeza.</p> <p>-Ojalá lo conociera. Le iba yo a enseñar lo que es un rey muy cabreado -bromeó.</p> <p>Ella se echó a reír. Y siguió riendo un buen rato. Desconcertado, Kal abrió los ojos e intentó incorporarse, pero ella le instó a seguir recostado con un leve empujón. Cogió una copa y le dio a beber un sorbo de vino. Kal se sintió como un niño, pero no le disgustó la sensación. Se acurrucó entre los pliegues de terciopelo negro de la falda de Tije y se dejó mimar.</p> <p>-De cualquier forma -dijo ella al fin, tomando la otra copa para beber ella también-, no pudiste odiarla. A tu Melliza -explicó sin necesidad-.¿Qué esperabas?</p> <p>-Llevo odiándola diez años.</p> <p>-¿Te consideras a ti mismo responsable por soñar que eres un Mellizo, cachorro? -Tije lo miró con los ojos entrecerrados. Él negó vehementemente con la cabeza-. Pues ella tampoco es responsable de soñarse una Melliza. Aunque ahora mismo lo crea. Aunque lleve esquivándote dos días por miedo a lo que puedas hacerle. No... -Posó la copa en la mesita y retomó sus caricias. Kal sintió cómo los ojos se le cerraban una vez más-. Lo que es de verdad interesante es que, después de soñar durante años el uno con el otro, os hayáis encontrado. Eso sí es interesante. Qué caprichos tiene el azar en ocasiones...</p> <p>Se incorporó y se colocó un cojín detrás de la espalda.</p> <p>-La pregunta es de parte de quién está la suerte en esta ocasión -reflexionó para sí-. ¿A quién beneficia que hayas conocido a tu Melliza? ¿A ti, a ella, o a un tercero?</p> <p>Kal sonrió sin abrir los ojos.</p> <p>-A veces hablas, y tus palabras tienen sentido, pero yo no las entiendo -dijo-. Tú misma me dijiste que no debería buscar un sentido a mis sueños. ¿Qué importa entonces que haya soñado con una mujer a la que he conocido después?</p> <p>-Interpretas lo que quieres de mis palabras -suspiró Tije-. Creía que era a ti a quien le importaba quién era ella...</p> <p>Kal se sentó, y Tije dejó la mano suspendida en el aire.</p> <p>-¿Importa? -preguntó él-. Dímelo, Tije: ¿Es importante? ¿Debo odiarla? ¿Debo alejarme de ella?</p> <p>Tije volvió a acariciarle el pelo.</p> <p>-Cachorro -contestó-. ¿Por qué piensas que soy yo quien tiene que decirte qué tienes que sentir? Ódiala si la odias, compadécela si lo que sientes es compasión, sé su amigo si crees que ella es la única capaz de comprender lo que sientes.</p> <p>-Tú lo comprendes. -Kal cerró los ojos y apoyó la mejilla en la palma de su mano.</p> <p>-Ay, cachorro... Pero no soy yo quien tiene que luchar contra el Destino. No soy yo quien tiene que morir para seguir viviendo. No soy yo quien tiene que enfrentarse a sus pesadillas.</p> <p>Kal la miró, interrogante, pero ella volvió a sonreír, negándose a contestar.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Octavo día desde Cheloris.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Un padre intentará que su hijo no cometa los mismos errores que él. Qué esfuerzo más inútil... El hombre tiene que experimentarlo todo en su propia carne, las consecuencias de sus fallos y de sus aciertos, para aprender lo que debe y lo que no debe hacer.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Política Moderna</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Tres días -refunfuñó Sorsha, apartando la copa vacía y levantándose de la silla. Lo hacía de forma periódica: cada pocos minutos se ponía en pie de un salto y empezaba a pasear arriba y abajo, mirándola con los ojos brillantes de enojo y de curiosidad-. Dila... ¿Vas a decirme de una vez...?</p> <p>-No -murmuró ella. La misma respuesta que daba cada una de las veces que Sorsha hacía la pregunta. Acurrucada en un montículo de cojines sobre la alfombra, dejaba pasar las horas sin hacer nada, salvo escudriñar el cielo por el estrecho rectángulo de la ventana, viéndolo pasar de azul a naranja, de naranja a rojo, de rojo a morado, de morado a negro, de negro a violeta, de violeta a amarillo, de amarillo a naranja, de naranja a azul... El lienzo de la ventana era el cuadro que la Tríada pintaba cada pocas horas, y Dila, una espectadora apática que admiraba la obra mientras los dioses daban un paso atrás, entrecerraban los ojos para observar la pintura con ojo crítico, suspiraban y mezclaban otro color en la paleta para repintar el lienzo.</p> <p>-¿Vas a comer algo? -insistió Sorsha.</p> <p>-No.</p> <p>Sorsha suspiró.</p> <p>-¿Vas a dormir?</p> <p>-No.</p> <p>Tres días. No había salido de sus habitaciones ni había permitido que Sorsha la dejase sola. «Por si viene él. Por si el sueño me vence.» Sorsha dormía en el lecho de Dila, incómoda por ocuparlo y desconcertada por la negativa de ésta a ocuparlo a su vez. Las lacónicas respuestas de Dila no la satisfacían, pero había accedido a comer y dormir en el cuarto de Dila; la curiosidad había vencido a la exasperación.</p> <p>-Eres una mema -dijo la primera noche, cuando Dila suplicó que se quedase con ella-. Dila, es el rey... ¡Es el rey! ¡Aprovecha, tonta!</p> <p>-No.</p> <p>-Es joven, es guapo, está soltero -enumeró Sorsha-. Y ya ha demostrado que te desea. ¡Que os vi ayer con mis propios ojos! -exclamó-. ¡El rey de Novana! ¿Eres idiota? ¿Quieres que Nhiconi te case con un imbécil de doscientos años o qué? -Puso los ojos en blanco-. ¡Maldita sea, Dila! Deja que Danekal se meta entre tus sábanas. Entre tus piernas -especificó-. Quédate embarazada y ese chico te pondrá la corona de su madre en la cabeza antes de que tú misma te des cuenta de que ya no tienes la sangre de la luna.</p> <p>-No.</p> <p>La imprecación de Sorsha había sido muy poco digna de una dama. Pero, impaciente o no, incrédula o no, curiosa o no, se quedó con ella mientras Dila se arrellanaba en la alfombra y permanecía inmóvil tres días, con los ojos fijos en la ventana, agradeciendo las protestas de sus músculos por la inactividad y la postura forzada. «Al menos, eso me impide quedarme dormida.» Por el momento.</p> <p>No le había costado reconocer que tenía miedo. Mientras permaneciera despierta, Kal tenía poder sobre ella, sí, pero hasta cierto punto. Dila era súbdita de Phanobia, y ni siquiera un rey podía hacerle daño a un invitado de otro reino sin una buena excusa. Aunque no estaba de más ser precavida... De ahí la presencia de Sorsha en sus aposentos. Hasta un rey se lo pensaría dos veces antes de maltratar no a una sino a dos mujeres, dos nobles, dos protegidas de la reina de un país amigo.</p> <p>Pero en el Lugar... En el Lugar, Kal era su Mellizo. «Y yo, su Melliza.» Con el incongruente sha’al brillando en su muñeca.</p> <p>Obediencia.</p> <p>Ya la había arrastrado a la Bruma. ¿Qué más haría, ahora que la sabía obligada a obedecerle? ¿Ahora que sabía que ella sabía...?</p> <p>-No seas boba -musitó, admirando el lienzo de la ventana mientras la Tríada salpicaba la negrura de gotitas de plata. La Bruja, El Juglar, La Doncella, El Castillo, formaban la baraja que los dioses repartían sobre el tapete del cielo. Desde allí también se veían dos de las estrellas que formaban El Dragón, y la brillante Noxlia, la llama de La Lámpara-. Hace mucho que sabe que tienes que obedecerle... y no te ha hecho nada.</p> <p>Era cierto. Y desconcertante. Ahora que Dila tenía grabados a fuego en su alma los recuerdos de diez años de sueños, le resultaba incomprensible que Kal no hubiera aprovechado su aparente ventaja para vengarse de ella. «Ni en sueños, ni aquí. No me ha hecho daño.»</p> <p>Descruzó las piernas y colocó una sobre un cojín para aumentar su incomodidad.</p> <p>«¿Por qué? ¿Está esperando a que me confíe? ¿Quiere que piense que no va a hacer nada, para que el golpe me duela más? ¿Tan terrible va a ser, que tiene que prepararlo a conciencia?»</p> <p>«¿O será verdad que no va a hacer nada?», se planteó, apoyando la sien sobre el puño, el codo encima de la pierna doblada. «Inocente... Nadie es tan poco rencoroso, nadie dejaría pasar la oportunidad de vengarse de quien ha estado diez años torturándolo.»</p> <p>Lo que Dila todavía no acababa de comprender era cómo ella, que se consideraba una buena persona, era capaz de hacer lo que había hecho con Kal en sueños. Y por qué Kal, el hijo de un rey, un rey, se había dejado esclavizar por ella.</p> <p>-Quédate embarazada, Dila -dijo Sorsha, pasando junto a ella en uno de sus periódicos paseos por la habitación.</p> <p>-No.</p> <p>-Venga ya -se sulfuró la señora de Soligna-. El método es divertido. Y ser reina también tiene que ser divertido.</p> <p>Dila levantó la mirada y la clavó en la de Sorsha, ceñuda.</p> <p>-No.</p> <p>Sorsha bufó y volvió a caminar a grandes zancadas alrededor de ella.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>EL LUGAR</p></h3> <p></p> <h2>Octavo día desde Cheloris.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">La mente es tramposa. El cuerpo también. Cada noche, arrullado por la oscuridad, se sume en el sueño... Tal vez no dormiríamos tan tranquilos si nos diésemos cuenta de lo cercano que está el sueño de la muerte.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Naturaleza del Hombre</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Tres días.</p> <p>Sentado en la infinita pradera, Kal miraba el cielo sin verlo. Ya no le resultaba extraña la falta de color del mundo. Sabía que lo había, que la hierba era del mismo verde intenso que siempre, que el azul del cielo seguía siendo puro, que el sol brillaba fulgurante sobre su cabeza. Sabía que si no lo percibía, si sus ojos se negaban a ver el color, no era culpa del mundo ni culpa de sus ojos.</p> <p>Melliza.</p> <p>Esta vez no estaba dispuesto a dejarse dominar por el dolor. Estaba ahí acechándolo, esperando el momento en que estuviera más relajado. Entonces atacaría y volvería a dejarlo tembloroso, suplicante, anhelante, enloquecido por su ausencia. «No. Esta vez no.» Dila volvería a él. Pronto. «Cuando ya no pueda soportarlo más.» ¿Cuánto había tardado él en rendirse, tres, cuatro días? ¿Cuánto tardaría Dila en claudicar?</p> <p>¿Cuánto tardaría la agonía en llegar, reptando hasta él, y atacarlo por la espalda?</p> <p>-Melliza -murmuró-. No luches...</p> <p><i>¿No luchaste tú? ¿No estás luchando ahora mismo?</i> Sonrió con tristeza. ¿Dila sería más fuerte que él, o menos? Había llorado al encontrarse con él después de tanto tiempo, sedienta...</p> <p>-Estás aquí.</p> <p>Giró la cabeza, sorprendido. La mujer que lo miraba desde arriba, de pie a su lado, no era su Melliza. Vestía de gris. «¿De qué color viste Dila?», se preguntó por primera vez. «¿De qué color visto yo?» Miró hacia abajo, pero no pudo distinguir el tono de su ropa, la forma, el tejido.</p> <p>-Mírame -exigió la mujer de gris. Kal levantó la cabeza tan rápido que su cerebro no llegó a dar la orden a sus músculos. La miró.</p> <p>Tenía los ojos grises. También su cabello era gris, no del color acerado de la edad sino de un gris nebuloso, cambiante, apagado y a la vez reluciente. Su piel era cenicienta, tersa y de aspecto suave.</p> <p>La sonrisa que esbozó le produjo un escalofrío.</p> <p>-Has hecho lo que quería -dijo, sin moverse de su sitio, sin mover un músculo-. Has tardado, shalhed. Diez años. -La sonrisa se convirtió en una mueca siniestra-. Debería castigarte por hacerme esperar tanto. Pero no mereces el esfuerzo. Ya no.</p> <p>Kal se levantó con movimientos lentos sin apartar los ojos de la mujer gris. No necesitaba que se lo dijera: sabía quién era. La Señora. Esa presencia susurrada, esa mujer de la que los shalhed hablaban en murmullos asustados. La Señora.</p> <p>-¿Qué quieres? -balbuceó, inseguro.</p> <p>-Me molestas -respondió-. Tu rareza me ha resultado útil, shalhed. Cualquier otro me habría hecho esperar mucho más de diez años. Cualquier otro habría tardado mucho más en atravesar la Bruma -se adelantó un paso sin llegar en realidad a acercarse-, y pocos habrían logrado que su Melliza lo hiciera con ellos. ¿Qué shalhed desobedecería a su Melliza, y qué shalhed encontraría el modo de obligar a su Melliza a obedecerle? -Siguió allí, de pie, sonriendo-. Pero no te sientas especial -susurró-. Sólo eres un accidente. Y ya has hecho lo que quería que hicieras.</p> <p>«Atravesar la Bruma. Obligar a mi Melliza a atravesarla.» La expresión plácida y a la vez malévola de la Señora le hizo temblar. La curiosidad, sin embargo, pudo más que el miedo repentino, inexplicable, que se había apoderado de él.</p> <p>-¿Por qué?</p> <p>La Señora no se molestó en contestar.</p> <p>-Tres días -dijo Kal controlando el temblor de su voz a duras penas-. ¿Por qué has esperado tres días antes de venir?</p> <p>Su sonrisa se hizo más perversa.</p> <p>-Porque quería que te dieras cuenta de que ella no va a volver.</p> <p>-Volverá -afirmó Kal con una seguridad que en realidad no sentía-. Yo volví.</p> <p>-Tampoco ella me es necesaria ya. Si regresa tendrá el mismo destino que tú. Si no... También -rio con sequedad-. Porque habéis hecho lo que quería, ¿sabes, shalhed? Y ya no necesito que ella venga para tenerla a mi alcance. Ni a ella, ni a nadie.</p> <p>Tomó aire y lo exhaló, sin ocultar la expresión complacida que apareció en su rostro. Se irguió aún más y señaló el brazo de Kal con un dedo.</p> <p>-Shalhed -ordenó-, quítate el sha’al.</p> <p>Inexplicablemente, Kal se vio obligado a obedecer. Su mano fue de forma automática hasta el brazalete de plata, se introdujo entre el metal y la piel, y tiró.</p> <p>No gritó. Llevaba demasiados años soportando el dolor. Siguió tirando del brazalete dándole la bienvenida al familiar tormento, absorbiendo el sufrimiento como absorbía la Shah. «No vas a conseguirlo...» Tiró del sha’al con fuerza, con saña, provocándose a sí mismo una agonía que derretía sus huesos, que estrujaba sus órganos, que disolvía sus ojos en sus cuencas, que hacía hervir su sangre hasta hacerla salir a borbotones por sus oídos, por su nariz, por su boca, por sus ojos.</p> <p>Cayó de rodillas y forcejeó con el sha’al para obligarlo a soltarse de su muñeca.</p> <p>-Suéltalo -exigió la Señora.</p> <p>Kal obedeció. Su cuerpo se negó a seguir sosteniéndolo. Se encontró tirado en el suelo, hecho un ovillo tembloroso, con el rostro empapado por las lágrimas y el sudor. <i>Suéltalo</i>. «¿Cuánto tiempo vas a atormentarme? ¿Hasta que me vuelva loco de agonía? ¿O hasta que descubras que no puedes enloquecerme, que el dolor es mío, que yo soy el dolor?»</p> <p>-Tú me hiciste esto -gimió-. Tú la obligaste a torturarme. Porque me necesitabas...</p> <p>«Dila. Melliza. ¿Dónde estás?»</p> <p>-¿Quién necesita a un insecto? -se burló la Señora-. ¿Quién te necesita, shalhed?</p> <p>-Tú me encerraste ahí -sollozó Kal-. Tú me esclavizaste, me convertiste en un ser sin alma, sin vida, sin nombre.</p> <p>La Señora rio, desdeñosa.</p> <p>-Eras tú quien soñaba, Mellizo.</p> <p>-Kal -lloró él-. Me llamo Kal.</p> <p>-Levántate.</p> <p>Kal obedeció. La Señora seguía a la misma distancia de él, de pie.</p> <p>-Me gustaba ver que ella no conseguía doblegarte. Era lo que quería, lo que necesitaba. Pero ahora me cansas, shalhed. -Apretó los labios grises-. ¿Quieres saber cuánto dolor eres capaz de soportar? ¿O el padecimiento físico no es suficiente para hacerte sufrir?</p> <p>-¿Por qué quieres hacerme sufrir? -inquirió Kal todavía tembloroso. El sha’al palpitaba con fuerza en su muñeca-. Si no me necesitas, déjame marchar. O mátame.</p> <p>-Matarte, sí. Dejarte marchar significaría perder después el tiempo buscándote. Y ya he perdido demasiado, shalhed.</p> <p>Levantó el rostro y clavó la mirada en el infinito.</p> <p>-Matarte -repitió-. Pero ¿cómo? ¿De dolor? ¿O de miedo?</p> <p>Los pliegues de su vestido, sus cabellos, comenzaron a ondear agitados por un viento invisible. Cada ráfaga alargaba su pelo y ampliaba el vuelo de su falda, extendiendo el gris de su figura, ocupando con su tejido y sus cabellos la pradera, el mundo entero. Al mismo tiempo la hierba empezó a cubrirse de una pátina blancuzca, algodonosa, húmeda, que rodeó los tobillos de Kal, después sus rodillas, su cintura.</p> <p>La Bruma.</p> <p>Surgía de la Señora y al mismo tiempo ella la atraía hacia sí. Una sábana blanca, una mortaja informe que cubrió a Kal, ocultándolo todo, excepto a ella.</p> <p>Entonces llegaron las sombras.</p> <p><i>Vienen con la Bruma</i>. Bultos sin forma ni rostro, desdibujados, lo rodearon, llenando sus oídos de susurros. <i>Ven</i>. No se movió. <i>Ven, Mellizo... Ven a nosotros, ven</i>... No trataba de resistirse. El terror había regresado más virulento que nunca, paralizando sus músculos y su cerebro. <i>Los que se internan en la Bruma pierden el alma</i>... Una risa maligna se alejaba, proveniente de todas las direcciones y de ninguna. El alma y la vida. La mente. La cordura. <i>No queda rastro de los que matan: ni una gota de sangre, ni un cuerpo, ni un miembro. Nada, ni una señal de los que vienen con la Bruma</i>. Un zarpazo abrió la carne de su brazo y rozó el hueso. Gritó de agonía y se revolvió contra la sombra, contra la niebla que ocultaba el universo. Oyó el lento goteo de su savia sobre un charco de sangre. <i>Ven</i>. Una carcajada. Los dientes afilados de una sombra se hundieron en su cuello. <i>Sí, tan cálida</i>...</p> <p>-¡Suéltame! -aulló, tirando de la sombra, del monstruo que succionaba su sangre y, con ella, su alma. Furioso, se lo arrancó del cuello y lo lanzó con toda la fuerza de su pánico de vuelta a la niebla. La sombra desapareció.</p> <p>Con los ojos desorbitados pugnó por ver algo, y sólo pudo vislumbrar el brillo apagado del sha’al en su muñeca.</p> <p>Pesadillas...</p> <p>-Mi pesadilla -murmuró, aferrándose el brazalete, su monstruo, su peor terror-. Mía. No me asusta, no me asusta, no me asusta... No... me asusta. Mío. Sha’al...</p> <p>«Melliza.»</p> <p>Las sombras se agazapaban a su alrededor, fuera de su alcance pero todavía presentes. Gruñidos. Un susurro. <i>Ven</i>...</p> <p>-Puedes enviarme todos los monstruos que quieras -jadeó Kal, temblando-. Ya no tengo miedo. Ya no.</p> <p>La Señora rio.</p> <p>-¿Y tus peores pesadillas? -preguntó con voz suave.</p> <p>Un rostro surgió de entre la neblina, seguido por un cuerpo que avanzaba a saltos grotescos sobre una sola pierna. Los ojos vacíos se clavaron en los suyos. Un gusano blanco estriado salió reptando de una de las cuencas y trepó por la frente medio descompuesta.</p> <p>-Padre -susurró Kal, horrorizado. Vaciló entre dejarse vencer por la náusea, doblarse sobre sí mismo y vomitar, o permitir que su alma gritase.</p> <p>El grito venció.</p> <p>Retrocedió, tropezando con la niebla que se obstinaba en enredarse en sus tobillos. Tearate desapareció entre la Bruma. Kal siguió retrocediendo hasta que topó con algo duro y cayó agitando los brazos. Se golpeó contra el suelo.</p> <p>Se incorporó, aturdido, y gateó en un intento de ponerse en pie. La niebla lo sujetó impidiéndole levantarse. A una pulgada de su rostro apareció una cara, un cuerpo tendido sobre la niebla, empapado de sangre.</p> <p>-Madre -gimió. Los ojos de Isobe estaban cubiertos de insectos. La herida abierta en su estómago se agitaba, los órganos a la vista, medio comidos por los gusanos blancuzcos que se peleaban por la carne y la sangre coagulada. El vómito se mezcló con las lágrimas en el rostro de Kal, sobre el cadáver de Isobe. Aterrado, saltó hacia atrás, sentándose en la hierba cubierta de niebla. «Madre...»</p> <p>Chocó contra una pierna. El horror lo dejó petrificado un instante. Levantó el rostro. Ante él surgió de la Bruma la figura esbelta de la Señora, que reía en silencio.</p> <p>-¿No tienes suficiente, shalhed?</p> <p>La pierna sobre la que se apoyaba su espalda se movió, y Kal tuvo que inclinarse hacia delante para recuperar el equilibrio. Aprovechó el impulso para ponerse en pie y dio media vuelta.</p> <p>Evan le devolvió la mirada con los ojos blancos.</p> <p>-No -dijo Kal con un hilo de voz-. No. Tú no.</p> <p>Evan alzó el brazo. Una espada manchada de rojo apareció en su mano. La espada de Kal. Saludó con una inclinación de cabeza. Su testa osciló, a punto de separarse de su cuerpo, cuando la horrenda herida del cuello se abrió, dejando a la vista la tráquea seccionada, el hueso medio hendido.</p> <p>La espada se elevó y cayó, buscando el cuerpo de Kal. Tan aturdido que apenas fue capaz de reaccionar, Kal hipó cuando el filo arañó su brazo. «No.» Dio un paso atrás. «Tú no...»</p> <p>-No puede ser -barbotó, apartándose del segundo golpe de Evan. Su amigo lanzó un tajo largo que Kal esquivó por una pulgada. «No puede ser. No puede ser.» Evan siguió avanzando sin molestarse en cubrirse, levantando el brazo y lanzando mandobles de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, descargando golpe tras golpe, con el rostro inexpresivo y los ojos ciegos.</p> <p>Kal retrocedió a toda prisa.</p> <p>-No puede ser -repitió.</p> <p>Lanzó una mirada a la Señora del Lugar. Seguía de pie, observándolo con el rostro imperturbable, un brillo gélido en sus ojos grises.</p> <p>Un fuerte golpe en el costado, un dolor helado. Ahogó un gemido y abrió mucho los ojos cuando Evan extrajo de un tirón la espada que acababa de hundir en su cuerpo.</p> <p>Se llevó la mano a la cadera. «Duele.» Sangre. Se le doblaron las rodillas y cayó al suelo. «No puede ser...»</p> <p>-No puedes hacer eso. -Una voz. Ni fría, ni cálida: suave, arrulladora. Atrayente. Kal torció la cabeza para mirar a su propietaria. Junto a la Señora del Lugar se erguía una mujer vestida de plata.</p> <p>La Señora sonrió.</p> <p>-Éste es mi reino, hermanita. No puedes estar aquí.</p> <p>-Y tú no puedes hacer eso -replicó la mujer de plata. Su cabello relucía con el mismo color que sus ropas, sus ojos parecían joyas engastadas en su rostro. Hasta su piel parecía brillar, bañada en plata.</p> <p>-Es mi reino -insistió la Señora, encarándose con la mujer.</p> <p>El costado de Kal palpitaba dolorosamente. Jadeó y cayó sobre la hierba.</p> <p>-Deja de esconderte y muéstrate -repuso la mujer plateada-. No me gusta tener que buscarte debajo de ese estúpido disfraz. -La Señora sostuvo su mirada y, sin un gesto, sin que su cuerpo hiciera movimiento alguno, cambió. Donde antes había una mujer ahora había un hombre vestido de gris, de largos cabellos grises, ojos grises, piel gris.</p> <p>La mujer vestida de plata asintió. El hombre le devolvió el ademán sin sonreír. La mujer plateada señaló a Kal. O quizá a Evan. Era imposible decirlo.</p> <p>-Es tu reino, hermano -aceptó-. Pero tú has intentado jugar con lo que no te pertenece. Él es mío</p> <p>-Es su pesadilla -dijo él.</p> <p>-No puedes hacer eso. El miedo, sí. El miedo a los muertos, también. Pero no usar a los muertos para matar. -La voz de la mujer de plata seguía siendo tan suave como la seda, pero aún así sonó a amenaza.</p> <p>Giró el rostro y, levantando una mano, apuntó hacia Evan. Ante Kal, la figura de su amigo titiló un instante y, casi sin transición, desapareció.</p> <p>Aturdido, Kal sacudió la cabeza. No sabía cómo ni cuándo, pero había acabado con el rostro pegado a la hierba grisácea. Alzó la cabeza; los músculos de su cuello protestaron, su cuerpo se negó a obedecer. Cerró los ojos y exhaló.</p> <p>-Despierta -susurró la voz de la mujer plateada en su oído-. Despierta, joven... y ten cuidado cuando vuelvas a dormirte.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Noveno día desde Cheloris.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Si tú sientes lo que yo siento, ¿Qué importa lo que sienta el mundo?</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Cantares</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Dila se levantó de un salto de la alfombra, con tanta precipitación que estuvo a punto de caer de bruces al suelo.</p> <p>-¡Kal! -gritó, sintiendo un terror tan virulento que creyó ir a morir de miedo. El escalofrío que recorrió su cuerpo como un rayo agarrotó todos sus músculos.</p> <p>-¿Qué pasa? -preguntó Sorsha, adormilada, levantando la cabeza de la almohada y buscándola con los ojos hinchados por el sueño.</p> <p>-¡Kal! -clamó Dila, y el dolor, un dolor que en realidad no sentía ella pero que era más real que cualquier otro que hubiera sentido jamás, la hizo doblarse sobre sí misma.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Noveno día desde Cheloris.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">El hombre teme lo que no comprende, lo que no conoce. Eso dicen los sabios; pero es tan difícil no tener miedo cuando la luz se desvanece y sólo queda la oscuridad...</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Naturaleza del Hombre</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Tomó aire, ansioso, abrió los ojos y soltó un aullido que sólo resonó en sus oídos.</p> <p>-Evan -gritó casi sin voz, agitándose espasmódicamente para librarse de las sábanas.</p> <p>Un pinchazo en el costado le hizo gritar otra vez. Se tocó el costado. Dolor. Estaba húmedo. Sangre.</p> <p>-No puede ser -dijo, apretando los dientes-. No puede ser.</p> <p>Oprimió la herida y trató de levantarse de la cama. Una punzada lo sacudió. Cayó hacia delante con la mano todavía pegada al costado y se golpeó contra el duro suelo de piedra, con las piernas todavía enganchadas en las sábanas, que se negaban a dejarlo escapar.</p> <p>-¡Evan!</p> <p>La sangre se extendió por el suelo.</p> <p>-Evan -gimió, demasiado débil para levantarse. «No puede ser, no puede ser...»</p> <p>-¿Majestad?</p> <p>Una exclamación ahogada, pasos apresurados acompañados por el tintineo de una espada.</p> <p>-¿Has venido a rematarme? -murmuró-. Evan, hazlo ya de una puta vez.</p> <p>Unos brazos lo levantaron del suelo como a un niño y lo depositaron de nuevo en el lecho, húmedo de sudor y sangre, húmedo como la Bruma.</p> <p>-¡Traed a Yosen! -vociferó una voz. La cabeza de Kal se hundió en la almohada.</p> <p>-Dila... -imploró, y la niebla lo envolvió de nuevo. <i>Ven</i>. Unos dedos acariciantes recorrieron todo su cuerpo. <i>Ven</i>... Se hundieron en su costado, hurgando en la herida, jugando con su carne.</p> <p>Gritó de agonía.</p> <p></p> <p>-¿Quién lo ha atacado? -susurró una voz-. Esto es una herida de espada...</p> <p>Unas manos diestras manipulaban su costado. Kal sintió la aguja clavándose en su piel, el breve tirón del hilo que unía la carne desgarrada. Gimoteó.</p> <p>-¿Has visto su cuello? -dijo otra voz-. Eso no lo ha hecho una espada.</p> <p>-Parece un... mordisco.</p> <p>-¿Un animal?</p> <p>-Un animal con dientes y con garras. Mira su brazo...</p> <p>-Y ¿con una espada? -preguntó la segunda voz, escéptica. Kal abrió los ojos. Tres figuras borrosas se inclinaban sobre él. Trató de levantar la cabeza, pero una oleada abrasadora se extendió desde su costado hasta su hombro y por todo su cuello.</p> <p>-Ni una palabra de esto. -Kal se dejó caer sobre la almohada-. Ni una palabra, ¿me oís? -gimió, y cerró los ojos.</p> <p></p> <p>Gusanos. Tenía el torso abierto del cuello a la ingle y en su interior se agitaban miles de gusanos, mordiendo sus órganos, consumiendo sus entrañas. Un gusano más grande, del tamaño de una serpiente, se abría camino desde su costado a dentelladas. «No -lloró-. No, dejadme, no me devoréis...» Una mujer se inclinó sobre él armada con una enorme aguja, dispuesta a cerrar la herida. <i>Melliza</i>. Sonreía. «No, Dila no, ella, él, la Señora... el Señor...»</p> <p>Se debatió. «Sácalos, no los dejes dentro, sácalos...»</p> <p>-¡Dila! Dila... Sácalos -sollozó.</p> <p>La aguja se clavó en su carne, cosiendo la voraz serpiente a su cuerpo.</p> <p></p> <p>-Tiene mucha fiebre, Yosen.</p> <p>-¿Qué esperabais, comandante? ¿Habéis visto sus heridas?</p> <p>Silencio.</p> <p>-¿Quién ha podido hacerle esto?</p> <p>-Yo me encargo de curar, Dussek. Averiguar quién ha hecho el daño es cosa vuestra.</p> <p>Silencio.</p> <p>-La reina de Phanobia lleva desde ayer exigiendo ver al rey -respondió al cabo de un rato la primera voz-. Y también hay otra dama que...</p> <p>-Ya oísteis lo que dijo. Ni una palabra.</p> <p>-Pero...</p> <p>-Decidle que ha ido a visitar las tierras de Lenvania -sugirió la segunda voz-. Al fin y al cabo, ahora tiene que hacerse cargo de ellas. Si sobrevive.</p> <p>-¿Y si no...?</p> <p>Silencio.</p> <p></p> <p>Una hormiga salió del lagrimal de su ojo, seguida de otra, y otra más. Una hilera de insectos inició una lenta procesión por su mejilla, emulando las lágrimas que no era capaz de verter, ascendiendo por el puente de su nariz para llegar al otro ojo y convertirlo en un segundo hormiguero. Abrió la boca para chillar, «Dila, ¡Dila!», pero las minúsculas patitas de cientos de cucarachas sujetaron su lengua contra su paladar.</p> <p></p> <p>-¡Dejadme entrar! -gritó una voz de mujer.</p> <p>-Señora, ya os dije ayer que no puedo...</p> <p>-He oído cómo grita mi nombre -le interrumpió la mujer-. Me llama. Dejadme entrar, comandante.</p> <p>-Dila... -oró Kal. La niebla tiró de él y lo arrastró de nuevo al vacío.</p> <p></p> <p>El rostro putrefacto de Tearate, el rostro cubierto de sangre de Isobe, la cabeza seccionada de Evan lo rodeaban. <i>Dila</i>, decían. <i>Melliza</i>... Las palabras surgían de sus bocas en forma de coágulos que caían sobre las sábanas y se agitaban, convertidos en sanguijuelas que, hambrientas, hundían sus cabezas en su torso, en su cuello, en su rostro, y comenzaban a chupar. <i>Sangre, tan cálida, tan dulce, dánosla</i>...</p> <p>La Shah. <i>Dámela, Mellizo</i>...</p> <p>«Cógela tú», trató de decir, desafiante, pero un puñado de sanguijuelas se adhirió a su lengua.</p> <p></p> <p>-Kal. -Un susurro-. Kal... Despierta... Por favor. -Lloraba.</p> <p><i>Una Melliza no puede vivir sin su Mellizo</i>. Se agitó. Una mano cálida se posó sobre su frente.</p> <p>-Despierta. Despierta.</p> <p>-Dila -murmuró, casi sin voz-. Dila...</p> <p>-Kal. -Había alivio y lágrimas en su voz. «Te necesito.» Apartó la mano de su frente y buscó la mano de él, que reposaba sobre las sábanas, sobre su pecho. «Yo también -lloró él-, yo también, el dolor...»</p> <p>Una risa malévola. <i>Tampoco ella me es necesaria ya</i>.</p> <p>-No te duermas -farfulló Kal-. Dila...</p> <p>-Kal -musitó ella-. ¿Qué... qué quieres decir?</p> <p>-No te duermas -suplicó él, y volvió a caer en la inconsciencia.</p> <p></p> <p>Los ojos ambarinos de Dila se volvieron rojos como dos carbones ardientes. Su alegre sonrisa cambió. Dientes afilados como cuchillos. Rio con malicia, se inclinó sobre su lecho y hundió los dientes en su cuello. <i>Dámela, Mellizo... La sangre, no la Shah, ya no, la Shah es mía. Ahora quiero tu sangre, tan dulce</i>... «Sediento, como estuve yo, seco, vacío», una carcajada, y la boca pegada a su cuello, succionando su vida, cada latido del corazón de Kal llenándola de rojo viscoso...</p> <p>Sed. Agua. Shah. Sangre.</p> <p></p> <p>-Bébete esto, cachorro -lo instó una voz de terciopelo negro. Una mano sujetaba su cabeza, otra sostenía una copa contra sus labios.</p> <p>-Señora, no creo que... No deberíais estar aquí.</p> <p>Kal abrió la boca y bebió. El líquido estaba a la vez caliente y agradablemente fresco. Bajó por su garganta irritada como un bálsamo.</p> <p>-Estoy donde quiero estar, y voy a donde quiero ir -contestó la voz de terciopelo negro-. Bebe, cachorro -insistió. Kal obedeció.</p> <p>-Señora...</p> <p>Apartó la copa de sus labios y dejó que su cabeza volviese a reposar sobre la blanda almohada. Un golpe seco, la copa sobre una superficie de madera.</p> <p>-Cállate, comandante. No sabes la suerte que has tenido de que viniera -dijo la mujer de voz aterciopelada. Su cabello acarició la frente de Kal-. Duerme -susurró-. Y no sueñes. Duerme, mi cachorrito, mi rey.</p> <p>Un beso en su frente. Kal abrió la boca para responder, y de repente se encontró flotando en una nada cálida, suave, incolora, silenciosa.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>KIANLÊ (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Decimocuarto día desde Cheloris.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Todo es más sencillo cuando todavía no lo has hecho. Lo difícil viene cuando lo haces.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Proverbios</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Olsär dejó el cuerno en el suelo y cogió el hacha que descansaba junto a la hoguera. Sacó un trapo de su alforja y comenzó a limpiar la hoja manchada de sangre y polvo. Sikk se fijó en su ceño fruncido y en la mueca despectiva que formaban sus labios mientras frotaba el acero con mimo.</p> <p>-Venga, suéltalo ya -le dijo después de un rato de silencio-. ¿Qué coño te pasa? ¿Te han hecho daño esos sureños malos?</p> <p>-A estas alturas creía que ya estaríamos disfrutando de Lanhav -contestó Olsär agriamente-. No perdidos en mitad de la nada, luchando contra cuatro idiotas que se empeñan en defender un montón de piedras mal puestas.</p> <p>-No sabía que fueras de los que se niegan a una buena pelea, Olsär. Porque tienes que reconocer que, para ser cuatro, están siendo de lo más entretenidos...</p> <p>-No sé por qué tenemos que perder el tiempo con ellos, así de simple -gruñó Olsär sin dejar de limpiar la hoja del hacha-. Creía que habíamos decidido ir a Lanhav lo más rápido que pudiéramos, aprovechando que el ejército de tus sureños está disperso... el que no está en Phanobia, quiero decir.</p> <p>-No son <i>mis</i> sureños -protestó Sikk-. Y sí, Zravo y tu drötikën han decidido caer primero sobre Lanhav, antes de que tengan tiempo de reunir a sus soldados. Creo que ese tío de Venver, el pequeñajo, les ha dicho que podremos tomar la ciudad en un par de jornadas a lo sumo. Pero, para unos que nos plantan cara, no vamos a decepcionarles, ¿eh?</p> <p>-Me aburren.</p> <p>-Menos te aburrirían si te atacasen por la espalda antes de llegar a Lanhav, por haberlos dejado atrás -replicó Sikk.</p> <p>-Somos quince mil -masculló Olsär-. ¿Qué importa que nos ataquen por la espalda? No creo que queden más de cinco o seis en ese castillo.</p> <p>-Aunque sean dos. Zravo no quiere arriesgarse a dejar a nadie detrás. Los sureños son unos llorones, pero hasta ellos te pueden poner en un aprieto si te atacan a la vez por delante y por detrás.</p> <p>-Pero ¿quién nos va a atacar por delante? -preguntó Olsär-. Tú mismo has dicho que sólo tenemos entre nosotros y Lanhav a esos idiotas que se han encerrado ahí. -Señaló la silueta recortada del castillo medio derruido.</p> <p>-Pero si nos han enviado este comité de bienvenida, pueden mandarnos otro. Venga ya -exclamó al ver la expresión de impaciencia del tikën-. Esos tíos de ahí no tienen ni media leche... Ya no les deben quedar muchas ganas. ¿Qué importa que nos entretengamos un día o dos más?</p> <p>-No, si a mí me da igual -contestó Olsär-. Pero es que tengo ganas de empezar a luchar de verdad -rio, acariciando el hacha.</p> <p>-Te vas a hartar -vaticinó Sikk-. De aquí a Lanhav las cosas se van a poner mucho más interesantes. El norte es nuestro, y en Saldehêna no nos hemos cruzado con nadie, pero en el sur...</p> <p>-¿Lo prometes? -preguntó Olsär con una cómica expresión esperanzada.</p> <p>Sikk soltó una carcajada.</p> <p>-Bien -dijo Olsär, soltando el hacha y cogiendo el cuerno que descansaba a su lado-. Para cuando lleguemos a Lanhav quiero haber matado a un par de docenas de sureños.</p> <p>-Y haberte follado a un par de docenas de sureñas.</p> <p>-También -admitió Olsär con su amplia sonrisa.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>KIANLÊ (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Decimocuarto día desde Cheloris.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Para vencer hay que atacar. Pero no desdeñéis a los que prefieren vivir hoy para luchar mañana. No hay que tener piedad con los cobardes, pero tampoco hay que perder nunca de vista el objetivo principal de toda guerra: ganarla. Hoy, mañana o el próximo año. Y para eso hay que seguir vivo.</p> <p>Mas, ¡qué difícil, qué duro es elegir entre la victoria y la vida de los hombres que te siguen!</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Estrategia y Práctica de la Guerra</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Angarad tuvo que reunir toda su entereza para no tambalearse. Se separó de la pared y se obligó a seguir andando, sin apartar la mirada de los cientos de cuerpos tendidos sobre el empedrado del patio de Kianlê, sin cerrar los oídos a los gemidos y gritos incoherentes que emitían muchos de ellos.</p> <p>-Ahora sí que nos vendría bien ese láudano, ¿eh, comandante? -comentó Deno, que caminaba a su lado esquivando los bultos vestidos de rojo, azul y sangre.</p> <p>Los heridos ya habían abarrotado hacía un par de jornadas las estancias de la torre, y durante la última batalla los defensores de Kianlê habían estado a punto de tener que combatir encima de los que habían ido llenando el patio.</p> <p>-Al menos, así nos ahorramos tener que trasladarlos adentro -había bromeado Hiko, tal vez el soldado más animoso que Angarad había conocido en su vida. Lo dijo mientras se llevaba la mano al vientre para sujetar con los dedos el asta de flecha que sobresalía un palmo de su ombligo, instantes antes de derrumbarse a los pies de Angarad-. ¿Lo veis? -balbució sin dejar de sonreír-. Así no tendréis que cargar conmigo...</p> <p>Angarad recorrió con los ojos los cuerpos de los heridos, que ocupaban más de un tercio del patio. Ni tenían láudano para paliar su dolor, como había observado Deno, ni tenían vendas para detener sus hemorragias, ni mantas para cubrir sus cuerpos febriles. La noche era cálida, pero muchos de ellos temblaban, convulsos; otros gritaban, otros lloriqueaban en silencio. El mismo Angarad lloraba por dentro al verlos y sentía ganas de ponerse a gritar por la decisión que iba a tener que tomar.</p> <p>-¿Cuántos heridos? -preguntó en voz baja.</p> <p>-Mil quinientos, comandante -fue la rápida respuesta de Deno-. Los muertos, más de novecientos -añadió.</p> <p>Angarad no pudo evitar que su vista se desviase hacia el rincón del patio donde todavía ardían algunos de los cadáveres de los hombres que habían muerto aquel día, tal vez un par de centenares, tal vez más. Novecientos. En cinco días. Y tantos heridos... y tantos que habían muerto durante las cuatro interminables noches, algunos de sus heridas, otros de forma inexplicable; las heridas que de noche parecían leves se habían revelado mortales a la luz del día.</p> <p>-Deno -dijo, levantando un pie para no pisar a un hombre que sollozaba agarrándose el muñón donde horas antes tenía un brazo-. ¿Cuánto más crees que podremos resistir?</p> <p>Después de pasar a su lado tantos días, Deno ya no se sorprendió por la consulta de su comandante. Tal vez el señor de Lenvania no fuera partidario de compartir con sus hombres sus planes, o, en este caso, sus temores. Deno observó el patio, recorrió las maltrechas murallas con los ojos, se detuvo en las enormes brechas abiertas por las salvajes embestidas de los tikën y de los hombres azules, y meneó la cabeza.</p> <p>-Mañana a esta hora estaremos todos muertos -contestó-. O deseando estarlo. Ya lo estaríamos si no se hubieran retirado con la caída del sol.</p> <p>Una de las creencias de los tikën por la que Angarad daba gracias a los Tres con cada nueva bocanada de aire que llenaba sus pulmones. Si no hubiera sido por eso, si aquellos gigantes del norte no fueran también hombres supersticiosos hasta la estupidez...</p> <p>«Las käneväs aseguran que las almas de los guerreros van al Änellkä», recordaba haber oído decir a Vandre de Trïga. Entonces, cuando todavía era demasiado joven para ocultar sus reacciones, Angarad lo había mirado con incredulidad, y después se había echado a reír. La risa murió en sus labios al ver la mezcla de odio y miedo que enturbiaba el rostro del joven tikën cuando hablaba de aquellas käneväs, las hechiceras que los hombres del norte temían más que a la muerte.</p> <p>No quiso preguntarle a Vandre, que parecía estremecerse cada vez que hablaba de su propia gente. Crecer en Novana había convertido al tikën en un hombre mucho más parecido a los sureños que a los salvajes de su país natal, pero no había logrado extirpar el miedo que sentía hacia los que allí gobernaban.</p> <p>Angarad le había preguntado a su tío, que se ufanaba de saber mucho más que la mayoría de los hombres y de ser capaz, además, de ocultárselo para evitar suspicacias.</p> <p>-El Änellkä es como la Otra Orilla, Garad, y está reservada a los que han muerto en combate... Pero para llegar hasta allí tienen que seguir a unos espíritus a los que llaman «källes». Sin su guía, las almas son incapaces de encontrar el camino al Änellkä. Por eso los tikën no combaten nunca de noche. Porque de noche los källes están durmiendo.</p> <p>Angarad se había reído a carcajadas al escuchar aquella tontería. Ahora no se reía en absoluto.</p> <p>-En cuanto despunte el sol -rumió- vamos a pasarlo muy mal. Esas brechas son demasiado grandes.</p> <p>-Las únicas murallas que le quedan a Kianlê somos nosotros -se lamentó Deno-, y somos muy pocos.</p> <p>«Ya sabíamos a lo que nos enfrentábamos», pensó Angarad. Aunque ninguno de los dos había pronunciado las palabras, tanto el rey como él sabían que los estaba enviando a la muerte. «Por Novana, por Danekal», se dijo una vez más Angarad. Pero ni siquiera su oración particular le sirvió de consuelo en aquella ocasión. Tantos hombres... ¿Para qué? ¿Para darle a Danekal seis días? «Y ¿qué esperabas? ¿Resistir hasta Elleri con cuatro mil hombres, en un castillo que parece hecho de barro mal cocido, contra quince mil?»</p> <p>Cuando llegaron fue como ver una marea de langostas volando sobre las montañas y derramándose ladera abajo, hacia los verdes campos del señorío de Teilhil. Los miles y miles de he-ranne pintados de azul; los miles y miles de tikën desgreñados; miles y miles de gargantas gritando en el mismo desorden con que cargaban contra Kianlê. Como una ola gris y parda se estrellaron contra el muro de piedra y rodearon la estructura cuadrada del castillo, borboteando y burbujeando igual que el mar.</p> <p>Qué poco efecto hicieron las flechas, las lanzas cortas, el agua hirviente... Qué poco habían tardado en tener que entablar una lucha cuerpo a cuerpo con aquellos hombres bestiales, que luchaban con una eficacia digna de la máquina de guerra mejor engrasada.</p> <p>-Son como un molino -había dicho, jadeante, aquella noche-. Por mucho que empujes, por mucho que te resistas, al final la muela siempre acabará aplastándote.</p> <p>Llevaban empujando cinco días, y la muela seguía funcionando, y cada vez quedaban menos granos enteros... Hasta que al final, inexorablemente, la Caballería de Novana acabaría convertida en harina.</p> <p>No tenía miedo a morir. Y menos de la muerte que lo esperaba, todo lo honorable que habría podido desear. Lo que temía era no poder cumplir las órdenes de su rey. «Detenedlos. Entretenedlos. Retrasadlos lo suficiente para que otros vengan a proteger Lanhav.»</p> <p>-Seis días no son suficientes -murmuró. Habían pasado sólo doce desde que partieron de Lanhav, y los he-ranne y los tikën tardarían siete, tal vez ocho días en llegar hasta la capital. «No es suficiente, no es suficiente...» Y no veía la forma de retenerlos más tiempo en Kianlê. No había murallas, no había defensas, no había hombres.</p> <p>-Comandante -lo llamó una voz débil.</p> <p>Sorprendido, Angarad miró a su alrededor hasta que comprendió que la voz venía del suelo. Bajó la mirada.</p> <p>El hombre herido tumbado a sus pies era Hiko. Todavía sobresalía de su estómago el asta emplumada de la flecha, y su rostro estaba pálido como el de un hombre que tuviera un pie en la Otra Orilla. «Lo extraño es que haya aguantado tantas horas.» Se agachó sobre él.</p> <p>-Comandante -repitió Hiko-, lo que me ordenasteis... lo de los caballos... -Tosió y esbozó una sonrisa ensangrentada-. No queríais que los llevásemos a las despensas para tener carne para salar, creo.</p> <p>Angarad negó con un gesto, sombrío.</p> <p>-Menos mal -declaró Hiko-. La carne salada está asquerosa. Y la carne de caballo más.</p> <p>-Hiko...</p> <p>-Hacedlo -balbuceó Hiko sin apartar en ningún momento la mano de su vientre herido-. Aquí ya no podéis hacer nada. Mañana entrarán -afirmó-. Por mucho empeño que pongáis, ya no hay forma de defender esa mierda de muralla.</p> <p>Angarad se enderezó.</p> <p>-El rey nos ordenó aguantar aquí todo lo que pudiéramos.</p> <p>-Y lo hemos hecho -dijo Hiko, y volvió a toser-. Decidme, comandante... ¿Cuál es la diferencia entre que los enemigos se entretengan un día jugando a que no pueden atravesar esa puta muralla, y que se entretengan un día matando novanos que se van a morir de todas formas?</p> <p>Angarad frunció el ceño.</p> <p>-Comandante -insistió Hiko-. ¿Queréis saber cuál es la diferencia? Que habrá dos mil novanos menos que matar en este jodido castillo. Dos mil novanos más para defender Lanhav.</p> <p>Angarad lo miró con los ojos entrecerrados.</p> <p>-Hiko -se alarmó-, ¿cómo te has enterado tú...?</p> <p>-¿Del plan de «por si acaso»? -rio Hiko-. Comandante, soy gilipollas, pero no tanto. ¿Para qué ibais a querer si no esconder tanto caballo? ¿Para que se pasen la vida follando y pariendo potros y se monten un criadero ellos solos? -Volvió a reír-. Sólo había dos yeguas -susurró-. Se lo iban a pasar de puta madre, las muy guarras. -Escupió una flema sanguinolenta-. Era bastante obvio, si me permitís decirlo, señor.</p> <p>-Te lo permito -sonrió Angarad con tristeza-. Pero no se trataba de ningún plan... Sólo pretendía que los he-ranne no pudieran hacerse con nuestros caballos.</p> <p>-Y ahora ya sabéis para qué tenéis que utilizarlos -musitó Hiko-. Bueno, lo habéis sabido siempre. Sois el comandante.</p> <p>Angarad suspiró. «Si la fe que ponéis todos en mí estuviera justificada no estarías tirado en un patio con una flecha en el ombligo, muchacho.»</p> <p>-Comandante -siguió Hiko al ver que no contestaba-. No perdáis de vista el objetivo... Hay que proteger Lanhav. Hay que proteger Novana.</p> <p>-Hay que proteger al rey -murmuró Angarad. Sí. Sabía lo que tenía que hacer. Pero eso no lo hacía menos doloroso.</p> <p>-Como os he dicho antes -agregó Hiko-, nosotros vamos a morir igual. Y ya todo nos importa una mierda -aseguró-. De hecho, estoy seguro de que los que todavía puedan ponerse en pie mañana por la mañana van a plantarse de cara a la pared para enseñarles el culo a esos cabrones cuando entren.</p> <p>-Eso es lo que hacen ellos -sonrió Angarad en respuesta-. O eso dicen. Nunca he tenido la ocasión de verlo.</p> <p>-Gracias a Jenhaha. -Hiko rio entrecortadamente-. Luchar contra ellos es una cosa, pero si hubiera tenido que verles los culos peludos me habría quedado muerto en el sitio.</p> <p>Angarad se inclinó para apretarle el hombro.</p> <p>-Largaos, mi comandante -le pidió Hiko en un susurro-. Todavía quedan muchas horas de oscuridad. Dejad que los que no podemos montar tengamos una última fiesta con esos hijos de perra. Ya tendréis oportunidad de darles lo suyo en Lanhav.</p> <p>Él asintió, dio un último apretón en el hombro de Hiko y se enderezó.</p> <p>-Capitán -dijo a Deno-. Que no incineren a los que quedan. -Señaló la ordenada pila de cadáveres que esperaban junto a la pira casi consumida-. Utilizad las lanzas rotas, palos, lo que haya. Quiero que apostéis a esos hombres, los Tres les agradezcan esta última batalla que van a librar, en las brechas de las murallas y en las almenas. Que parezca que están de pie.</p> <p>-¿A los muertos, comandante? -se sorprendió Deno.</p> <p>-Sí. Y armadlos: quiero que sea creíble. Después, reunid a todos los hombres capaces de cabalgar en la parte posterior de la torre, junto a las cocinas. Que estén ahí dentro de una hora.</p> <p>-Como vos ordenéis, comandante -respondió Deno con un saludo marcial, antes de alejarse a toda prisa hacia el otro extremo del patio, saltando por encima de los heridos.</p> <p>De pronto, Angarad se sintió cansado hasta la extenuación. Pensar en Vandre de Trïga había vuelto a hacerle recordar cosas que no quería recordar: a su padre, Linat, su primera vergüenza... a Vandre, y a la hermana del tikën, Krista. Inspiró y sacudió la cabeza. Sí, sabía lo que debía hacer. E Hiko tenía razón al insinuar que lo había sabido desde el principio. ¿Por qué, si no, había ordenado que llevasen a los caballos a una de las cuevas que se abrían en la roca caliza de Saldehêna, y mantenía allí a algunos hombres para cuidar de los animales? «Para hacer precisamente lo que voy a hacer, si llegaba la ocasión.» Huir al abrigo de la noche, dejando atrás a los heridos para entretener a los tikën y a los he-ranne. Correr hacia Lanhav. Y saber que lo hacía por el bien de Novana no le hacía sentirse mejor.</p> <p>«Hacemos lo que debemos.» Una frase de su padre, Linat. También por ese motivo había decidido desde el principio que los carros de suministros de su ejército no tuvieran el propósito de llegar a Kianlê. «Id advirtiendo a todo el que os encontréis por el camino -había sido su orden antes de salir de Lanhav-. Que corran y se refugien en la capital. Después, cuando lleguéis a la comarca de Kianlê, dad media vuelta e id recogiendo a todos los que se hayan quedado atrás. Que no encuentren a nadie más a quien matar cuando acaben con nosotros.» La escolta de los carros había parecido sorprendida, pero Angarad sabía que obedecerían sus órdenes. Siempre le obedecían. Confiaban en él. «Me pregunto por qué, si todos saben que sólo dejo hombres muertos por donde paso.» La antigua amargura le abrasó la garganta. Tragó y comenzó a andar entre los heridos, intentando cruzar al menos una palabra con cada uno de ellos. Era lo menos que les debía.</p> <p>«Deja también la cerveza -se dijo- y el vino que tenía guardado ese inútil de Bresulo. Quizá eso los retrase un poco más.»</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>KIANLÊ (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Decimoquinto día desde Cheloris.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Conoce a tu enemigo, elogia sus puntos fuertes y aprovecha sus puntos débiles, pero no cometas el error de temer tanto su fuerza como para sentirte inseguro, o de despreciar tanto su debilidad como para sentirte superior.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Estrategia y Práctica de la Guerra</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Sikk bajó la espada y lanzó una mirada de escepticismo a los cuerpos tendidos a ambos lados de la brecha de la muralla. Delante de él podía oír los aullidos que tanto tikën como he-ranne emitían al penetrar en la fortaleza, que por fin se abría a ellos como el molusco del que tanto hablaba Olsär.</p> <p>-Éstos ya estaban muertos ayer -dijo.</p> <p>El tikën no lo escuchó; se internó en el abarrotado patio del castillo blandiendo el hacha con su espeluznante grito de guerra. Sikk le había preguntado qué significaba, pensando que sería una maldición ritual, una última oración a los dioses, un saludo a las chicas que habitaban el Änellkä ése... y Olsär le había confesado que significaba «¡Venid a comérmela, que hay polla para todos!». Volvió a reír antes de dar una patada al cadáver que vigilaba la brecha del muro.</p> <p>«Joder, pero si lo maté yo mismo -reconoció-. ¿Han puesto a los muertos a vigilar el muro?»</p> <p>En el patio del castillo no había señales de lucha por ningún lado. Sólo los muertos saludaron su entrada en la fortaleza que llevaban días tratando de tomar. Cientos de cuerpos tirados en el patio, vestidos con el chillón uniforme de los soldados de Novana.</p> <p>Una mano atrapó su tobillo y le hizo tropezar. Sobresaltado, Sikk se revolvió con la espada en la mano hacia el hombre tendido en el suelo. Después, con movimientos lentos, bajó la espada.</p> <p>-No sé si molestarme en rematarte -murmuró, sacudiéndose su mano del tobillo. Lo estudió-. Ya pareces muerto... ¿Estás seguro de que no lo estás? -preguntó, observando el rostro grisáceo.</p> <p>-¿Vas a enseñarme el culo, he-ranne? -El soldado soltó una débil risotada. Sikk se fijó en el asta de flecha que sobresalía de su estómago y lo miró con asombro. «¿Ha aguantado vivo toda la noche con esa herida...?»</p> <p>No pudo evitar sonreír.</p> <p>-Nunca les enseño el culo a los desconocidos -contestó.</p> <p>-Hiko -tosió el soldado novano, y escupió sangre-. Me llamo Hiko.</p> <p>-Con lo del culo me has dejado tieso -comentó Sikk, apoyándose en el pomo de la espada-. No me extraña que las mujeres del sur nos reciban con una sonrisa en la boca y otra más abajo -rio.</p> <p>Para su sorpresa, el tal Hiko coreó su risa.</p> <p>-Dicen que los he-ranne usáis esas espadas tan grandes porque tenéis la polla minúscula -se burló. Acarició él también el filo de la espada que descansaba a su lado, y que, comparada con la de Sikk, parecía de juguete-. Mi espada es pequeña justo por lo contrario.</p> <p>Sikk se echó a reír a carcajadas. De repente sentía unas ganas tremendas de invitar al novano tirado en el suelo a un cuerno.</p> <p>-Lo siento, machote -se disculpó antes de levantar el espadón-, pero mi mamá me enseñó a no dejar vivo a ningún enemigo.</p> <p>Descargó el golpe y partió limpiamente por la mitad el cráneo del soldado. Después de extraer la espada de su cabeza, lo observó. Se inclinó hacia él.</p> <p>-Míralo por el lado bueno -le dijo en un susurro confidencial-. Ya es de día. Seguro que esos källes se han despertado e incluso han desayunado -sonrió-. ¿Quién sabe? Igual hasta te llevan al sitio ése donde las tías van en cueros y la cerveza es gratis. Si tu espada es como dices, a lo mejor las impresionas.</p> <p>Se enderezó y miró a su alrededor en busca de más vivos entre los cadáveres.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>TEUNE (PHANOBIA)</p></h3> <p></p> <h2>Decimoquinto día desde Cheloris.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">La ciudad de plata se volverá negra, y la oscuridad se extenderá desde ella por los montes, los prados, los ríos, hasta llegar al mar. Y todos los que caigan bajo la oscuridad perecerán, pero los que se mantengan puros devolverán la Luz a la ciudad y a los territorios que la rodean.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>De la Vida y la Verdad</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Nial miró por la ventana de las que, antes de la llegada de la Luz, eran las habitaciones de la reina de Phanobia, y negó con la cabeza.</p> <p>-Rodeados -masculló-. Teune está rodeada.</p> <p>Fue al oír su propia voz enunciando lo evidente cuando su razón al fin aprehendió el significado de lo que sus ojos llevaban un buen rato diciéndole a gritos. Ante ellos, un poco más allá de la muralla de sal reluciente, la pradera lisa como el mar en un día despejado se había convertido de la noche a la mañana en una marejada de olas irregulares y espuma plateada.</p> <p>Aquí y allá, entre las aguas formadas por el enorme ejército que acampaba a sus puertas, las lanzas y las enseñas destacaban como los mástiles de los barcos atrapados en una tormenta que, irremediablemente, fueran a estrellarse contra el escollo de la ciudad blanca. Los miles de hombres se habían extendido alrededor de Teune, formando un frente pequeño pero suficiente para impedir que los famélicos berenitas pudieran salir, rodeando por completo la capital de Phanobia como una segunda muralla mucho más inexpugnable que la de piedra.</p> <p>-Maldita sea...</p> <p>-Esos estandartes son de Novana -informó Dendalior con calma-. El ave rapaz es el blasón de Laurvat, la Casa Real de Novana.</p> <p>Nial lo miró de reojo.</p> <p>-A veces me da la sensación de que sabes demasiado, Dendalior -murmuró-. A Vantar no le gusta que la gente sepa demasiado. Dice que luego se hacen preguntas, y que las preguntas llevan siempre a la condenación.</p> <p>-Tú también conocías ese blasón, así que no me vengas con cuentos. De todos modos, es igual: Vantar me utiliza. Utiliza lo que sé. -Su expresión plácida vaciló un instante, convertida en una mueca de disgusto-. Pero esta vez no. Esta vez no ha querido escucharme cuando le he dicho que no podemos resistir mucho tiempo contra semejante ejército. -Señaló al exterior. Desde aquella ventana se dominaba gran parte de la capital de Phanobia y las tierras circundantes, que en esos momentos estaban ocupadas por cientos de soldados con estandartes de Novana.</p> <p>-Vantar dice que si alguno propone que nos rindamos lo matará por hereje -comentó Nial-. Ya ha ordenado colgar a unos cuantos. -Se volvió hacia él-. Nos matará a todos si piensa que así sirve a la Luz, lo sabes, ¿verdad?</p> <p>«Y no le importará.» Nial disimuló su consternación. «Vantar, ¿en qué te has convertido?» ¿Qué había ocurrido para que el niño amable y tímido que recordaba se hubiera alzado hasta alcanzar la Gloria de la Luz sobre una montaña de cadáveres?</p> <p>-Es un hombre sin imaginación -dijo Dendalior-. Matar a una persona le deja indiferente. Matar a cientos, aún más.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Decimoquinto día desde Cheloris.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Dad gracias a los dioses... Pues son ellos quienes, en su infinita bondad, nos libran de todo mal.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>La Tríada: Verdades Fundamentales</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Abrió los ojos. Parpadeó, consciente de la mullida almohada en la que se hundía su cabeza, de la liviana sábana que cubría su cuerpo, de la débil luz de la lámpara de aceite junto al lecho, que iluminaba las colgaduras de seda que caían del dosel, agitadas por la fresca brisa que penetraba por la ventana.</p> <p>Era de noche.</p> <p>Intentó incorporarse. Estaba atontado y sentía la lengua hinchada. Lo consiguió pese a la súbita punzada en el costado. Se llevó la mano a la garganta; un paño doblado lo cubría desde debajo de la oreja hasta la clavícula. Gruñó y apartó la sábana de seda blanca para estudiar el apretado vendaje que cubría su tronco desde la ingle hasta el pecho. Posó la mano por el lienzo, sobre el costado, y apretó con cautela. Un pinchazo le hizo gemir.</p> <p>-Deberías ir con más cuidado, cachorro.</p> <p>Alzó la mirada sin apartar la mano del vendaje.</p> <p>-Tije.</p> <p>Sentada en un escabel junto a su lecho, parecía hecha de fuego: su pelo largo y suelto las llamas, su piel dorada el corazón de una hoguera, el eterno vestido negro el carbón, sus ojos los rescoldos multicolores. La gargantilla de diamantes estaba hecha de chispas blancas.</p> <p>-Por mucho que me guste contemplar tu cuerpo -dijo ella, cogiendo la sábana y subiéndola para volver a taparlo-, no desearía que te resfriases. Una tos a destiempo puede arruinar el espléndido bordado que tienes en el lomo.</p> <p>Una mujer armada con una aguja. Kal se recostó sobre la almohada.</p> <p>-¿Lo has hecho tú?</p> <p>-No. Nunca he tenido paciencia para la costura. -Tije se puso en pie, cogió varios cojines de la cabecera de la cama y los colocó bajo su almohada, para ayudarlo a mantenerse incorporado-. Dale las gracias a Yosen por adornarte la piel con una cicatriz que, o mucho me equivoco, o va a acabar pareciendo un tapiz.</p> <p>Kal se frotó los ojos. El dolor del costado y del cuello remitió, convirtiéndose en una leve pulsación.</p> <p>-¿Dónde está?</p> <p>-Acaba de marcharse. Cuando hemos visto que ya no tenías fiebre le he dicho que se fuera a descansar. -Tije fue hacia el arcón que había junto a la cama y cogió una copa. Se la tendió. Él rechazó con un gesto.</p> <p>-No quiero dormir -susurró-. No más.</p> <p>Tije alzó una ceja, divertida.</p> <p>-Lo recuerdas. -Se sentó con la copa entre los dedos-. Eres suspicaz, y eso está bien. No confíes en nadie... Pero -añadió, tendiéndole de nuevo la copa- esto sólo es agua.</p> <p>Kal la miró un instante y después asintió, levantando una mano temblorosa para coger la copa. Se la llevó a la boca y bebió un sorbo. Era agua. Vació el contenido a grandes tragos, ansioso, descubriendo de pronto lo sediento que estaba.</p> <p>-Despacio, cachorro... No te atragantes. Eso tampoco sería bueno para tu tapiz -bromeó.</p> <p>Kal le devolvió la copa y se apoyó en los almohadones, mareado.</p> <p>-Dila -murmuró.</p> <p>Tije dejó la copa, se sentó y lo miró con atención.</p> <p>-También se ha ido hace un rato -respondió-, cuando su señora ha exigido su presencia. Ha estado aquí tres días, cogiéndote la mano como una abnegada esposa -resopló-. Otra que no sabe distinguir los sueños de la realidad. Bueno -suspiró, alisando la sábana sobre el pecho de Kal-, ya no importa. Dentro de poco no va a hacer falta distinguirlos.</p> <p>-Tije. -Kal cerró los ojos y se llevó la mano a la frente-. Sigo sin entender lo que dices. Y, si te soy sincero, no me importa.</p> <p>-Te importará -vaticinó ella-. Pero no te preocupes ahora por eso. Lo primero es que se te cierre esa herida. La del cuello está casi curada, por fortuna. Y la del brazo es menos seria de lo que parecía. También por fortuna.</p> <p>Kal tomó aire intentando controlar el mareo que amenazaba con hacerle vomitar otra vez.</p> <p>-Sihanna -musitó de pronto abriendo los ojos-. Tengo que hablar con ella. Tengo que...</p> <p>-Tienes que quedarte aquí tumbado como un buen niño -le contradijo ella, posando una mano suave pero firme sobre su hombro-. Ya hablarás con Sihanna mañana.</p> <p>-No se me van a desparramar las tripas porque vaya a...</p> <p>-Kal -le advirtió ella en un tono que le recordó dolorosamente al de Isobe-. O te quedas aquí acostado o llamo al comandante de tu guardia. Está ahí mismo, en la puerta. -Señaló con la cabeza sin soltar su hombro-. Creo que ha relevado a uno de sus capitanes hace un rato. Sólo tengo que decir su nombre o gritar y entrará aquí con un ariete para ver qué ocurre. Es probable que también traiga una catapulta -sonrió-. Por si acaso. Si aun así eres capaz de levantarte, será mejor que lo destituyas y nombres otro comandante.</p> <p>-Ya he nombrado muchos comandantes en muy poco tiempo -masculló Kal con amargura.</p> <p>-Entonces no lo pongas a prueba. -Ella se sentó de nuevo en el escabel. Kal torció la cabeza para mirarla.</p> <p>-¿Y tú? ¿No necesitas dormir?</p> <p>Tije arqueó las cejas en un gesto de incredulidad, y después se echó a reír a carcajadas.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Decimosexto día desde Cheloris.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Mi Mellizo. No podría haber deseado uno más fiel...</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Diario de una shalhia</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Dila reprimió una exclamación de alivio al ver entrar al rey en el pequeño salón al que Sihanna las había arrastrado, a ella y a otras cuatro de sus damas, a primera hora de la tarde. Danekal, Kal, caminaba erguido y sin dar muestras de debilidad, pero su tez pálida y el ocasional gesto de dolor, el reflejo de llevarse la mano al costado, la lentitud de sus movimientos, denunciaban su estado de salud todavía precario. «Despertó ayer», tuvo que repetirse para no sentirse desconcertada por las fugaces muecas que torcían los labios del rey. «¿Qué esperabas? ¿Que ya estuviera en condiciones de participar en el Baile de la Cosecha?»</p> <p>Ni siquiera había creído posible que Kal se hubiera levantado ya de la cama, por mucho que Sihanna asegurase haber recibido un mensaje de su majestad solicitando una entrevista esa misma tarde. Después de ver las espantosas heridas, de escuchar sus delirios durante los tres días eternos y las tres noches interminables que había pasado junto a su lecho... Parecía imposible que fuera el mismo hombre que dos días antes farfullaba incoherencias, temblando y empapado en sudor, convulso, ardiendo de fiebre. La sensación de alivio estuvo a punto de acabar con el poco control que todavía atesoraba Dila. Se tambaleó de puro cansancio y tuvo que sacudir la cabeza para que no se le doblasen las rodillas.</p> <p>-Majestad -saludó Kal a Sihanna. La túnica corta de terciopelo bordado y el brial de seda que vestía bajo ella, en tonos azules y violáceos, resaltaban su tez pálida, pero llamaban lo bastante la atención como para evitar que nadie se fijase en su rostro agotado-. Os agradezco que hayáis sido paciente conmigo. Lamento no haber podido veros estos últimos días...</p> <p>-Ya podéis lamentarlo -exclamó Sihanna-. ¡Trece días! ¡Trece días llevo esperando para veros, majestad, y vos habéis hecho caso omiso de mis requerimientos!</p> <p>-Las circunstancias son las circunstancias, señora -respondió Kal, vacilando sólo un poco al sentarse en la silla que uno de los guardias que lo acompañaban le había acercado-. Repito: lamento que hayáis tenido que esperar, pero no he podido atenderos.</p> <p>Y la miró como desafiándola a seguir pidiendo explicaciones.</p> <p>Sihanna hervía de rabia. No parecía haber notado nada extraño en la postura de Kal, ni en el hecho de que hubiera sido uno de los guardias quien le buscase un asiento, ni en lo cerca de la entrada que se había sentado. «Idiota...» Dila no se escandalizó de sus propios pensamientos. Ya había empezado a aborrecer a la reina de Phanobia antes de la muerte de Isobe de Novana, pero su comportamiento durante los últimos días la estaba sacando de quicio. El tiempo que había pasado junto al lecho de Kal casi fue un alivio, pese al horror, pese al miedo, pese a la incertidumbre. Al menos, Sihanna no había estado allí.</p> <p>-¿Y bien? -Kal se reclinó en la silla con una media sonrisa, como si no hubiera estado a punto de morir desangrado o por la fiebre provocada por sus heridas-. ¿Qué queríais tratar conmigo, majestad?</p> <p>Sihanna apretó los dientes. Seguía sin darse cuenta de que el rey no sólo estaba herido sino también enfermo de tristeza y de terror. Sólo parecía percatarse de su propia humillación, de la ignominia que para ella suponía haberse visto relegada a sus estancias tantos días, como una invitada molesta. «Y lo eres, mi señora, lo eres...» Si Dila ya detestaba la compañía de la reina cuando estaban en Teune, creyéndola demasiado pagada de sí misma, demasiado segura de su propia capacidad de gobierno y de su habilidad para relegar a Nhiconi a un papel secundario, en Lanhav la monarca phanobiana había demostrado no ser más que una egoísta y una egocéntrica.</p> <p>-Habíais prometido enviar un ejército a Phanobia, majestad -contestó Sihanna, tensa-. Lo firmasteis en un documento.</p> <p>-Y lo hice. -Kal sólo mostraba su malestar en la casi imperceptible tensión de la mandíbula, en la rigidez de su postura-. Envié los hombres que os prometí, majestad. Cuando os prometí.</p> <p>-Y ¿no habéis decidido traerlos de vuelta? -replicó Sihanna-. ¿No lleváis días evitándome porque no sabéis cómo decirme que queréis romper los términos del tratado?</p> <p>Kal enarcó una ceja.</p> <p>-¿Cómo habéis llegado a esa conclusión, majestad? -preguntó, dejando que la curiosidad se reflejase en su gesto fingidamente relajado.</p> <p>-¡Los tikën y los he-ranne se dirigen hacia aquí! -exclamó Sihanna-. ¿Cómo vais a defender vuestra capital si no contáis con hombres suficientes para...?</p> <p>Kal se inclinó hacia delante. Dila se estremeció al pensar en el dolor que debía haberle provocado ese simple movimiento. Sin embargo, el rey sólo permitió que su tranquila sonrisa vacilase un instante.</p> <p>-Si mi madre, los Tres la hayan coronado con flores, estuviera aquí -dijo en voz baja-, os diría que lo que ocurra en mi reino es asunto mío, majestad. Ella no está, de modo que os lo diré yo mismo: tenéis vuestro tratado, tenéis vuestro ejército. Dejad a mi país, a mi ciudad y a mis enemigos en paz.</p> <p>Sihanna se quedó boquiabierta. Trató de hablar, pero no le salió la voz. Tardó unos instantes en volver a encontrarla; para entonces estaba roja de rabia.</p> <p>-Creía que vuestros enemigos y los míos eran los mismos, majestad.</p> <p>-Cuando están en Phanobia, son vuestros. Cuando están en Novana, son míos -le contesó Kal-. Llegará un momento en que os pediré que hagáis honor a nuestro tratado. Tal vez incluso os pida, en nombre de la amistad que une a nuestros dos países, que me permitáis retrasar el cumplimiento de algunos de los puntos de dicho tratado. Pero ahora mismo os pediría, señora, que no supongáis nada sin informaros antes. -Apoyándose en los brazos de la silla se levantó con esfuerzo. Sus facciones permanecieron impasibles-. No es cortés, ¿sabéis?</p> <p>Se enderezó con calma, haciendo pasar su debilidad por indiferencia.</p> <p>-Si no os aflige ninguna otra duda, majestad, os ruego me disculpéis, pero hay asuntos que requieren mi atención. -Inclinó la cabeza en un movimiento casi imperceptible-. Por supuesto, si hay algo más que queráis hablar conmigo, sólo tenéis que solicitarlo y estaré encantado de reunirme con vos.</p> <p>Salió del salón con una dignidad que habría envidiado el mismísimo emperador de Monmor. Sihanna soltó un fuerte bufido.</p> <p>-«Estaré encantado de reunirme con vos»... ¡Pero qué se ha creído ese... ese... maldito crío! -estalló, girando sobre sus talones con tanto ímpetu que la falda se le enredó en las piernas y estuvo a punto de tropezar cuando comenzó a andar-. ¡Como si no supiera que tiene que hacer volver a su ejército, con tratado o sin tratado! ¿Me ha tomado por imbécil?</p> <p>Dila miró a la reina de reojo, comprobó que estaba pendiente sólo de sí misma y de su ira y se escabulló hasta la puerta que Kal había dejado entreabierta. Salió sin hacer ruido y la cerró con cautela.</p> <p>Miró a derecha e izquierda. El rey y los dos guardias que lo acompañaban se alejaban por el pasillo, a un paso tan lento que Dila todavía podía distinguir los bordados de hilo de oro en el cuello de la túnica de Kal.</p> <p>-Majestad -lo llamó, tratando de hacerse oír sin levantar la voz-. Majestad...</p> <p>Kal dio media vuelta y la miró, sorprendido. Sonrió y se detuvo a esperarla. Ella se apresuró a reunirse con él.</p> <p>-Dila -murmuró. Lanzó una rápida mirada a los guardias. Éstos se retiraron un par de pasos casi al instante, no lo suficiente como para no oír lo que decían pero sí para darles un poco de privacidad.</p> <p>-Kal -contestó ella, y bajó la mirada, cohibida.</p> <p>-Dila -volvió a decir él-. No he tenido la oportunidad de darte las gracias por... Yo... -Carraspeó-. Tije me ha dicho que estuviste conmigo durante... -Se encogió de hombros-. Gracias.</p> <p>-No fue nada -le aseguró-. Estaba intranquila, pese a que Yosen me aseguró anoche que ya habías despertado. Me alegro de verte de pie. -Posó una mano sobre su brazo y, acto seguido, la retiró. «¿Qué estás haciendo?» Sacudió la cabeza y disimuló su turbación con otra sonrisa-. Me sorprendió conocer a Tije. Ignoraba que tuvierais una amante, majestad. -Comprendió demasiado tarde que el comentario había sido más que inconveniente. Enrojeció.</p> <p>-No la tengo -contestó él, y rio al ver su azoramiento-. Tije es... Tije. -Hizo un gesto de disculpa, como si de verdad lamentase no poder expresarse mejor.</p> <p>-Lo siento -dijo ella-. Entró en la Isla y en vuestras... en tus habitaciones -se corrigió, sin saber muy bien por qué le parecía más apropiado tutearlo- como si fuera la reina, en lugar de una... Lo siento -repitió. «Idiota, idiota... ¿Por qué te empeñas en quedar como una estúpida cada vez que hablas con él?» Irguió la cabeza e hizo un esfuerzo por volver a sonreír con animación-. Ahora que sé que no vas a morirte por fin podré descansar. La Tríada sabe que lo necesito... Llevo casi siete días sin cerrar los ojos. Estoy a punto de volverme loca de cansancio, y tú...</p> <p>El ceño fruncido de Kal la hizo callar. Él giró la cabeza con precaución y miró a los dos soldados que esperaban junto a la pared del corredor.</p> <p>-Guardias, esperadme en mis aposentos. No creo que la señora del Saldellal tenga intención de atacarme. Y si me ataca algún otro -esbozó una sonrisa torcida-, ella puede defenderme.</p> <p>Los dos guardias se miraron, parecieron titubear un instante y después, incapaces de desobedecer una orden directa de su rey, saludaron y comenzaron a alejarse con paso marcial. Kal esperó hasta que se perdieron de vista para encararse con Dila. Ya no sonreía.</p> <p>-Creía que recordabas lo que te había dicho -susurró-. Dila, no puedes dormirte. Es peligroso. El Lugar ya no es como era... ya lo has visto, yo tuve que... -Tragó saliva, y palideció aún más-. Dila, no puedes ni imaginar lo que vi, lo que tuve que...</p> <p>-Tengo que dormir -se obstinó ella-. Aunque me dejes sola, aunque me dejes sedienta, aunque mis sueños se llenen de pesadillas. No puedo más, Kal...</p> <p>-No seas estúpida -insistió él-. ¿Has visto mi costado, mi cuello, mi brazo? ¿Quieres alguna prueba más de lo que las pesadillas pueden hacerte, Dila? No es sólo miedo: es... Ella, él... quiere matarnos -explicó en un murmullo-. Intentó matarme a mí, y los Tres saben que estuvo a punto de conseguirlo. Y también va a intentar matarte a ti. No puedes... No lo permitiré.</p> <p>Una figura apareció en el recodo del pasillo, el mismo que acababan de torcer los dos guardias. La seguía un hombre. La shalhia y el shalhed, que Kal no había llegado a expulsar de la Isla y todavía seguían allí, nadie sabía muy bien por qué motivo. Dila frunció los labios y apartó la vista de ellos, disgustada.</p> <p>-Tengo que dormir -suplicó volviendo a mirar a Kal. El cansancio la hizo tambalearse. Se sostuvo de su brazo, pero se apartó a toda prisa al ver la mueca de dolor que arrugaba el rostro de Kal. Se enderezó como pudo-. Voy a dormir -decidió.</p> <p>-No.</p> <p>Kal la miró a los ojos y ella sostuvo su mirada, desafiante. Apenas notó la corriente cálida, invisible, que agitó sus cabellos, ni pensó que el brillo repentino que iluminaba el rostro de Kal provenía de ella misma.</p> <p>Kal sí lo vio, y retrocedió de forma imperceptible, con los ojos muy abiertos.</p> <p>-Dila...</p> <p>Una mano apartó a Dila de un empujón. Atontada, sacudió la cabeza y alzó la mirada a tiempo para ver a la shalhia retener a Kal con una simple mirada, dejarlo petrificado, incapaz de hablar, de hacer otra cosa que no fuera mirarla.</p> <p>El silencio pareció prolongarse durante años enteros.</p> <p>-Sí -anunció la mujer-, tiene el brillo de la Shah.</p> <p>Y, al oír el grito ahogado de Kal, esbozó una sonrisa que a Dila le pareció siniestra.</p> <p>Él cayó de rodillas, agachó la cabeza y se sostuvo el rostro con las manos. El fino aro de plata que ceñía sus sienes resbaló y golpeó la piedra del suelo con un tintineo. Kal volvió a gritar. Las piernas dejaron de sostenerlo y se dejó caer al suelo, temblando. Horrorizada, Dila dio un paso hacia él.</p> <p>-Kal...</p> <p>La mujer la agarró de la muñeca y la obligó a detenerse.</p> <p>-Shalhia -dijo haciendo un gesto con la mano, como si quisiera aferrar también el aire-. Es tu Mellizo. Tómalo.</p> <p>Y la empujó hacia el tembloroso ovillo que era el rey de Novana, un joven, casi un niño, que sollozaba sin lágrimas en el suelo. Dila vaciló.</p> <p>-Tómalo -ordenó la shalhia. Tiró de su muñeca y colocó la mano de Dila sobre el brazo de Kal. Él aulló de terror, se debatió, volvió a gritar. Dila cerró los dedos alrededor de su muñeca sin saber muy bien qué hacer, y abrió mucho los ojos cuando la Shah anegó su cuerpo como una inundación, estremeciéndola, y buscó su mano, tensando los músculos y apretando el brazo de Kal. Las yemas de los dedos que estaban en contacto con la piel de él empezaron a arder. Ella también gimió, y retiró la mano.</p> <p>En la muñeca de Kal, allí donde sus dedos lo habían sujetado, brillaba un sha’al.</p> <p>-Eres su Melliza -proclamó la shalhia-. Y él tu Mellizo. Para siempre.</p> <p>Y se apartó de ellos, sonriendo, antes de mirar a su propio Mellizo y ordenarle en silencio que la siguiera.</p> <p>«Hasta que muera. Hasta que muramos los dos.» Dila dejó que sus piernas se doblasen y cayó al lado de Kal, que se aferraba el sha’al con la mano y murmuraba palabras sin sentido, llenas de dolor, con sus ojos verdes mirándola, desvalidos, desde el suelo.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>TERCERA PARTE</p></h3> <h2>Sueño</h2> <p></p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Decimosexto día desde Cheloris.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Los filósofos tilhianos proclaman el poder de las palabras. Un poder que, aseguran, es muy superior al de cualquier espada, por templada que sea su hoja, por cortante que sea su filo. Aunque nos riamos de las extrañas ideas de esos filósofos, no perdamos de vista una verdad fundamental: con palabras nos entendemos, con palabras damos órdenes o hacemos peticiones, y con palabras mentimos.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Enciclopedia del Mundo: Comentarios</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Cuando Sorsha bajó el último peldaño, el Gran Salón le pareció tan concurrido como en los banquetes a los que había asistido desde su llegada a Lanhav. No había mesas, pero sí corros de decenas de hombres y mujeres, hablando en susurros, lanzando miradas de refilón al trono vacío. A los sirvientes no se los veía por ninguna parte: del mismo modo que los nobles parecían haber sentido todos el mismo impulso de reunirse a hablar, los siervos debían creer que, en esos momentos de confusión e incertidumbre, era preferible no dejarse ver.</p> <p>-¿... puedes creerlo? -oyó decir a una dama, no recordaba su nombre, al pasar junto a su corrillo-. Un shalhed, nada menos... ¡Su propio padre expulsó a esos engendros de Lanhav hace años!</p> <p>-Debió hacerlo para que no pudieran descubrir lo que era su hijo -respondió en un susurro un hombre de mediana edad, vestido con una túnica corta de un tono anaranjado-. Dicen que se reconocen los unos a los otros... A Danekal lo reconoció ese shalhed que...</p> <p>-No, fue la mujer -lo contradijo la dama-. La shalhia. Dicen que Danekal la atacó con un rayo cuando ella descubrió su disfraz...</p> <p>Sorsha buscó con la mirada a su reina. Entre tanto colorido era difícil reconocer a alguien: no podía decirse que los nobles de Novana destacasen por saber vestir para la ocasión. Si juzgase por los atuendos de los que abarrotaban la sala, habría asegurado que aquello era un banquete nupcial. Faltaba la música. Y la comida y el vino.</p> <p>-... estoy seguro de que mató a Tearate, los Tres lo hayan reunido con su esposa -captó otro murmullo a su derecha-. Se sirvió de sus poderes demoníacos, y le proporcionó una muerte lenta...</p> <p>Puso los ojos en blanco. «La imaginación de esta gente no tiene límites...» Pero ¿quién era ella para hablar? ¿Ella, que había retrocedido, horrorizada, cuando Dila le contó lo que había pasado, para después huir corriendo, como si la persiguiesen todos los monstruos del Abismo?</p> <p>-Una aberración. -La voz hablaba en un tono un poco más alto, como si no le importase que lo oyese todo Lanhav. Sorsha se volvió y reconoció a uno de los nobles que orbitaban siempre alrededor de la Torre del Rey. Nikao de Venver, recordó. Se acercó un poco al grupo-. Las shalhias son brujas, todo el mundo lo sabe. Obtienen sus poderes de la adoración a unos dioses cuyo mero nombre hace temblar a las piedras. Y los shalhed son sus esclavos, están atados a ellas de por vida.</p> <p>-¿No habría que liberar al rey? -preguntó vacilante una muchacha de aspecto tímido.</p> <p>-Por desgracia, eso es imposible -respondió el señor de Venver en tono pesaroso-. Cuando una shalhia convierte a un hombre en su Mellizo, lo ata con hechizos que sólo la muerte puede deshacer. Él se convierte en un ser sin alma ni mente.</p> <p>La muchacha soltó una exclamación.</p> <p>-No podemos tener un rey así -rechazó otro hombre, un poco mayor que Venver-. Un hombre sin alma... -Se estremeció-. No puede seguir siendo nuestro rey.</p> <p>-Pero Danekal... ese ser -puntualizó Venver- no tiene herederos. No hay nadie que pueda...</p> <p>-El señor de Teilhil -exclamó una mujer rolliza, cuyo apretado corpiño parecía a punto de explotar, liberando a la vista de toda la corte los rollos de grasa que debía ocultar-. El señor de Teilhil es pariente de Laurvat... Su tía era la reina Isobe, los Tres hayan mitigado su tristeza.</p> <p>-La reina no era de la casa de Laurvat, sino de la de Teilhil.</p> <p>-La casa de Teilhil emparentó hace dos generaciones con la de Laurvat, cuando Anneta, la hermana de Kevol IX, se casó con Harad de Teilhil, los Tres lo hayan...</p> <p>-Y Angarad es hijo de Ilena, los Tres la sigan amando por su belleza, que era pariente lejana de Tearate, los Tres le hayan devuelto la pierna para que dance eternamente con ellos... Dalin, tú lo sabes mejor que yo. -La matrona miró al más anciano.</p> <p>-Seldecto II, los Tres le permitan seguir reinando en la Otra Orilla, tuvo dos hijos: Indalo III, los Tres le hayan regalado un cetro de diamantes, y Kerolo, de la casa de Laurvat, los Tres hayan llenado su camino de rosas. Indalo fue padre de Kevol IX, los Tres le sirvan vino en copas de oro, que a su vez fue padre de Tearate II, los Tres le sirvan de muleta en la Otra Orilla. Kerolo de Laurvat se casó con Vanda de Sendala, los Tres cepillen su bello cabello cada noche, y su hija fue Ilena de la casa de Laurvat, los Tres...</p> <p>-La madre de Diaina y Angarad -apuntó la rolliza mujer-. Lo que yo decía, Ilena era sobrina de nuestro amado rey Tearate, los Tres hayan...</p> <p>-Por partida doble: Isobe, los Tres la bañen en aceites perfumados, y también su hermano, eran sobrinos del rey Kevol IX, los Tres se...</p> <p>-A ver si me aclaro -interrumpió el hombre de mediana edad-. El rey Seldecto II fue abuelo de Ilena de Teilhil, bisabuelo del rey Tearate y de la reina Isobe y su hermano y, por tanto, bisabuelo y tatarabuelo de Angarad por parte de su madre y de su padre. Los Tres estén bailando con todos ellos -añadió al ver las miradas perturbadas de los miembros del corro-. No creo que sea necesaria tanta información para darse cuenta de que Angarad tiene derecho al trono.</p> <p>-Y su hermana Diaina, los Tres hayan tejido para ella un vestido de plata y miel, fue además...</p> <p>-Angarad también es hijo de Linat -interrumpió Nikao de Venver. No hubo mención a la Tríada en ese caso. Curiosa, Sorsha se unió al grupo, cuidando de no mostrar en sus facciones ni demasiada tristeza ni demasiada alegría-. Y todos sabemos lo que hizo Linat...</p> <p>Le respondió un silencio incómodo. Sorsha contuvo una mueca y miró a todos los componentes del corro con los ojos muy abiertos y expresión de inocencia.</p> <p>-Pero Angarad limpió el honor de su casa -objetó al fin la matrona con voz grave-. Tearate mismo, los Tres lo hayan coronado de estrellas, lo ratificó como señor de Teilhil y le devolvió sus posesiones. Y desde entonces Angarad ha dedicado su vida a proteger al rey y a su familia.</p> <p>-No olvidéis -terció uno de los hombres que había hablado al principio, que al fin Sorsha recordó que se llamaba Reol de Vinania- que Angarad recuperó el honor de Teilhil después de la traición de su padre, y ha demostrado no guardar ningún parecido con Linat. Sobre todo, en sus aspiraciones al trono -añadió en un susurro confidencial-. Angarad se ha encargado de asegurar de forma bastante explícita que jamás aceptaría la corona de Novana.</p> <p>-Pero en estas circunstancias... -murmuró la muchacha. Sorsha arqueó una ceja al ver la mirada que intercambiaba Reol de Vinania con Nikao de Venver.</p> <p>-Angarad no aceptará -dijo Nikao con pesar-. Jamás. Además, está en Kianlê, intentando detener a los tikën y a los he-ranne que han invadido el sur de Novana...</p> <p>La muchacha se estremeció. Otro de los nobles que componían el corrillo, un hombre algo mayor, asintió con energía.</p> <p>-Necesitamos un rey ahora -sentenció-. No podemos esperar a que acabe la guerra.</p> <p>-Necesitamos un rey <i>porque</i> estamos en guerra -subrayó Nikao.</p> <p>-Pero ¿quién? -Reol se mordió el labio-. ¿Quién, aparte de Angarad de Teilhil, tendría derecho a reclamar el trono? ¿Queda algún noble relacionado con la casa de Laurvat? Dalin, tú conoces la genealogía de media Novana... ¿Sabes de alguien...?</p> <p>El hombre más anciano del grupo carraspeó.</p> <p>-Creo -comenzó- que muchos de nosotros tenemos, en mayor o menor medida, algo de sangre Laurvat. Sin embargo, en estos momentos, y si descartamos a la nobleza menor y a los que han perdido sus títulos o sus posesiones... el pariente más cercano eres tú, Nikao.</p> <p>La sorpresa de Nikao de Venver pareció genuina.</p> <p>-¿Yo? -preguntó, asombrado-. Pero... pero si yo...</p> <p>-La noble hermana del rey Seldecto II, Vialana de Laurvat, los Tres los hayan vestido a ambos de seda, se casó con Fellno de Venver, los Tres hayan llenado su otra vida de risas, en el año del Ocaso de 478 -recitó como un niño delante de su maestro-. Tus bisabuelos, muchacho -aclaró.</p> <p>-A veces me asustas, Dalin -bromeó Reol de Vinania, convenientemente impresionado-. ¿Qué comes para tener esa memoria?</p> <p>El tal Dalin se encogió de hombros y no contestó.</p> <p>-Bueno -intervino el hombre de mediana edad-, parece que tenemos un rey. -Dio una palmadita en el hombro de Nikao, que parecía no poder salir de su asombro-. Si el triasta te da su bendición, por supuesto.</p> <p>-Por supuesto -balbució Nikao de Venver, aturdido.</p> <p>-Y ¿qué sucederá con el rey... con Danekal? -planteó la muchacha.</p> <p>-El shalhed, querida -la corrigió el hombre mayor-. Tiene razón... No puede seguir en las habitaciones del rey, aunque sea como prisionero...</p> <p>-Esa mujer tendrá que llevárselo -dijo Nikao, saliendo a toda prisa de su estupor y hablando con firmeza-. Por el momento, yo propondría que se lo confinase en otro lugar... donde no pueda hacer daño a nadie.</p> <p>La muchacha asintió con entusiasmo. Parecía asustada. Los demás nobles hicieron otro tanto, aceptando la sugerencia de Nikao como si fuera una orden consumada. Sorsha sonrió, se abrió camino entre los señores y las damas y se colocó junto a Nikao de Venver.</p> <p>-Señor -solicitó en voz baja, pestañeando y con una leve sonrisa-. Hacía tiempo que quería hablar con vos... Espero que me recordéis, yo...</p> <p>Nikao bajó el rostro, sorprendido, y la recorrió con una mirada de interés.</p> <p>-Sorsha de Soligna -dijo-. ¿Cómo no iba a recordaros, señora? En Novana tenemos una tradición: nunca olvidamos las cosas bellas.</p> <p>La sonrisa de Sorsha se ensanchó.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Decimoséptimo día desde Cheloris.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">La mayor prisión, la más inexpugnable, la más cruel, es la mente del hombre.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Proverbios</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">La primera noche lo habían dejado confinado en sus propios aposentos, pero en cuanto despuntó el día lo trasladaron a los sótanos, al tercer nivel, aquel que había visitado con Angarad hacía unos días. En una vida anterior, cuando todavía tenía una vida.</p> <p>No se resistió. La herida del costado se le había abierto al caer al suelo en el pasillo, cuando la shalhia pronunció aquellas palabras que lo habían despojado de todo. «De mí mismo.» Ya no tenía ni siquiera un yo. Y su Melliza no estaba con él, la habían apartado de su lado cuando ella le puso el sha’al y no había vuelto a verla. Y el sufrimiento de estar lejos de su Melliza era mucho peor de lo que recordaba. «Antes era un sueño. Ahora es real.» Una punzada en el corazón, un clavo ardiente en cada una de sus articulaciones, un hierro al rojo clavado en su pecho.</p> <p>Y no cesaba.</p> <p>-Melliza -murmuraba de forma automática, acurrucado en el suelo cubierto de paja sucia de orín, de excrementos de rata, de la sangre que manaba de su herida-. Melliza. -Un mantra para hacer más llevadero su incesante tormento-. Melliza, Melliza, Melliza...</p> <p>En su cabeza retumbaban las carcajadas de la Señora. Del Señor. <i>Mellizo. ¿Qué esperabas, Mellizo?</i> Lo acosaban, aturdiéndolo, impidiéndole perderse en el suave olvido de la locura que ya empezaba a tentarlo. Y descansar, sin dolor, sin miedo, sin odio, sin ser nada, nadie...</p> <p><i>Mellizo</i>. Otra carcajada. ¿Era una voz femenina o masculina? ¿Importaba? <i>¿Duele, Mellizo? ¿Saber que todo ha sido un sueño? Tu vida, tu corona, tu reinado, un sueño... La realidad es ésta. Mellizo. Mellizo</i>. Risas.</p> <p>-No me llames Mellizo -musitó, con los ojos vidriosos perdidos en la oscuridad.</p> <p><i>¿Pretendes tener un nombre, Mellizo? Mellizo, Mellizo</i>...</p> <p>-Sólo ella puede llamarme así. Mi Melliza.</p> <p><i>Shalhed</i>. Las carcajadas arreciaron. <i>¿Lo entiendes ahora? ¿Qué eres? Tanto, como para saber quién puede llamarte Mellizo... Tu dueña, tu ama, tu Melliza</i>.</p> <p>-Melliza -clamó en silencio. «Duele. Dame la mano, sostenme, no me dejes hundirme en esta pesadilla... Ven. Ven. Cerca. Aleja el dolor. Aleja la risa...»</p> <p>-Kal.</p> <p>«Mi nombre. Tenía un nombre, ¿verdad...? Antes... Cuando tenía una vida.»</p> <p>-Llámalo como debe ser llamado, shalhia.</p> <p>Él parpadeó para enfocar la mirada. «Dila.» Su Melliza. A su lado, otra mujer. Y un hombre. «Shalhed.» Estuvo a punto de reír, de llorar, de gritar hasta que la locura lo abrazase definitivamente.</p> <p>-Shalhia -la voz de su Melliza-, míralo. Se está desangrando. Tengo que... Tengo que curarlo, no puedo...</p> <p>Kal se giró hasta quedar tumbado boca arriba y levantó una mano para posarla en su frente y protegerse los ojos del deslumbrante fulgor de la antorcha.</p> <p>-Lo primero es lo primero -dijo la otra mujer con dureza-. Lo sabes. Te lo he explicado, shalhia. Debes hacerlo.</p> <p>«Para aprender a obedecer, para aprender lo que es el brazalete, para aprender lo que soy.»</p> <p>-El sha’al es parte de mí -murmuró él con los ojos casi cerrados-, el sha’al soy yo.</p> <p>-Shalhia -titubeó su Melliza. «Dila»-. Él ya lo sabe. Permíteme que...</p> <p>-Un shalhed que ya sabe -se sorprendió la otra mujer-. Impresionante. Pero no basta, shalhia. Él sabe lo que tienes que hacer, y tú sabes lo que tienes que hacer.</p> <p>Su Melliza se inclinó sobre él.</p> <p>-Mellizo.</p> <p>-Kal. -«Es mi nombre. ¿Verdad...?»-. Kal.</p> <p>Dolor. Intenso, penetrante. Real. Gritó. Apretó los dientes sin darse cuenta de que se estaba mordiendo la lengua. La sangre inundó su boca.</p> <p>La shalhia miró a Dila de reojo.</p> <p>-Ya sabes lo que tienes que hacer -repitió en tono terminante.</p> <p>Dila dudó antes de mirarlo.</p> <p>-Mellizo -dijo, titubeante-, quítate el sha’al.</p> <p>Él se llevó la mano al brazalete de plata, sin dejar de mirarla.</p> <p>-¿Vamos a tener que volver a pasar por esto? -se irritó-. Me llamo Kal. Kal.</p> <p>Y tiró del brazalete que ceñía su muñeca.</p> <p>No pudo reprimir el chillido de agonía. El tirón le arrancó la piel de todo el cuerpo, la carne se desgajó y se separó de sus huesos, los tendones se estiraron y se rompieron, de uno en uno, con secos chasquidos. El cráneo le estalló, y por la enorme herida surgió, gelatinoso, el cerebro, la sangre, el hueso, la piel todavía adherida al cabello. Volvió a gritar, y volvió a tirar del sha’al: los dedos cayeron al suelo rompiéndose en pedazos. El brazalete mordió su carne y se hundió, royendo el interior de su brazo hasta su hombro, buscando su torso, sus pulmones, su corazón.</p> <p>-Mellizo -un susurro acongojado-. Suéltalo.</p> <p>Se quedó tendido en el suelo respirando agitadamente, con los ojos cerrados, incapaz de sentir nada que no fuera dolor. Apenas se dio cuenta cuando ella posó la mano en su costado. No pudo traspasar la barrera que el sufrimiento había erigido entre él y la realidad. «Loco... Por fin.»</p> <p>La calidez se extendió desde su cadera aliviando el ardor y derritiendo el hielo que congelaba sus venas. Masculló e intentó darse la vuelta.</p> <p>-Quieto -susurró Dila. Hizo una breve pausa-. Mellizo.</p> <p>Él obedeció. Su Melliza restañó la herida. Con la Shah. Kal parpadeó y cerró los párpados. «¿Se la he dado yo? ¿Cuándo?» Obediencia. La sensación de bienestar se apoderó de él, dejándole los músculos laxos, debilitados, la mente apenas consciente. Volvió a murmurar algo.</p> <p>-Descansa. Mellizo.</p> <p>Obediencia.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Decimoctavo día desde Cheloris.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Pasamos la vida anhelando, temiendo, pero sobre todo creyendo saber lo que vamos a sentir cuando nos ocurra eso con lo que fantaseamos... Mas ¡Ay! ¡Cuán distinta es la realidad, qué inesperada y, al mismo tiempo, qué espantosamente parecida a lo que imaginábamos!</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Naturaleza del Hombre</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><i>El vínculo no es necesario</i>.</p> <p>-Oh, pero sí que lo es, querida -había explicado la shalhia con voz tranquila-. El problema es que los que no son como nosotras, los que no conocen el sabor de la Shah, están equivocados. Creen que es magia.</p> <p>-Y ¿no lo es?</p> <p>La shalhia negó con la cabeza.</p> <p>-La Shah eres tú, la Shah es tu Mellizo. No es algo que exista de por sí: no es algo que tu Mellizo atraiga de la nada, que reúna dentro de sí para después dártelo a ti. La Shah no existe sin ti ni sin él. -Sonrió-. Es una de las primeras cosas que una shalhia debe aprender. La Shah, querida, es el vínculo. Vosotros la creáis.</p> <p>Asombrada, Dila se había dejado caer sobre una silla.</p> <p>-Pero entonces...., Ellos... Los shalhed...</p> <p>La shalhia la miró con algo parecido al afecto.</p> <p>-No hay otra manera. El vínculo no funciona de otra forma. Somos nosotras las que debemos controlarlo, o la Shah dejará de existir entre nosotras y nuestros Mellizos. Ellos sólo deben obedecer.</p> <p>Obediencia. «Mellizo.»</p> <p>-¿Por qué me siento mal? ¿Por qué quiero bajar, volver a verlo, sentarme con él?</p> <p>-Al principio nos pasa a todas -asintió la shalhia-. Pero no podemos subirlo de nuevo aquí. El futuro rey no lo permitiría.</p> <p>«No, claro. ¿Cómo va a dejar que su predecesor, aquel a quien ha arrebatado la corona, viva en la Torre del Rey?» Dila se mordió el labio.</p> <p>La shalhia había partido de Lanhav. La había dejado sola, en sus habitaciones, donde ya ni siquiera Sorsha se atrevía a entrar. «A hacerle compañía a una bruja.»</p> <p>-El vínculo... -murmuró acongojada desde el montón de cojines que ya empezaba a considerar una prolongación de su propio cuerpo.</p> <p><i>Los hombres también pueden usar la Shah. Kal puede utilizarla. Todo era mentira, un engaño, una falacia. Los shalhed son esclavos</i>. Dila reprimió un sollozo. Mentira, todo mentira. Cada palabra que había salido de la boca de la shalhia. Cada palabra que había salido de la boca de la Señora. <i>Los shalhed son esclavos. Pero las shalhias no lo somos menos</i>. Desvalida, se abrazó a sí misma y se acunó. Una lágrima se desprendió de sus pestañas.</p> <p>«¿Y qué va a ser ahora de su esclava, si él no está?»</p> <p>-Duele -sollozó- estar lejos de él.</p> <p>El dolor no existía. Pero ella lo sentía en el mismo centro de su ser. Un hueco donde su Mellizo no estaba. <i>Lo necesitas. Lo quieres</i>.</p> <p>Se levantó de un brinco y, sin molestarse en calzarse ni en comprobar si estaba vestida con decencia, salió de la habitación.</p> <p>Los guardianes de las mazmorras solían impedir la entrada de todo el mundo por principio. Excepto el rey y los comandantes de la Guardia Real y del ejército, nadie podía acceder a las celdas que horadaban los cimientos de la Torre del Rey.</p> <p>Pero nadie le ponía pegas a una shalhia. Tearate podía haber expulsado a las shalhias de Lanhav, pero la gente sencilla, y también la nobleza, seguía recordando de qué eran capaces aquellas mujeres perpetuamente acompañadas de sus hombres. Y Dila, a ojos de toda la Isla, ya no era la dama de compañía de Sihanna de Phanobia: era una shalhia. Que había esclavizado al mismísimo rey. Al que fue el rey. «El rey no puede ser un esclavo. Un esclavo no puede ser el rey.»</p> <p>Su Mellizo seguía acurrucado en un rincón de la celda donde lo habían confinado. La miró sin pestañear cuando entró en el cubículo, pero no dijo una palabra.</p> <p>-Traed paja limpia y dos jergones -ordenó al guardia que la había acompañado, renuente, hasta el tercer nivel-. Agua. Y comida. Para los dos.</p> <p>El carcelero pareció vacilar un instante.</p> <p>-¿Vais... vais a quedaros, señora, shalhia? -preguntó con voz débil-. ¿Dos jergones...?</p> <p>Ella le dirigió una dura mirada.</p> <p>-Este shalhed es mío -dijo con frialdad-. Y voy a asegurarme de que sea bien tratado hasta que decida llevármelo de Lanhav. No ha sido voluntad mía que fuera traído a una celda, pero os aseguro que no voy a permitir que lo torturéis con hambre, con sed o con frío.</p> <p>-No. No, señora, shalhia. -El hombre hizo una pronunciada reverencia-. Por supuesto, shalhia, señora. Dos jergones. Comida. Agua. Por supuesto. -Su tono obsequioso no ocultó ni la intriga ni el reproche. Retrocedió haciendo una reverencia a cada paso hasta que se perdió en la oscuridad, dejándola a solas con su lámpara de aceite y con su Mellizo.</p> <p>Él seguía mirándola sin parpadear. Había algo en sus ojos, un brillo mortecino... Desde donde estaba Dila pudo sentir el calor que emanaba, como una serie de ondas cuyo centro fuera él y cuyo destino fuera ella.</p> <p>La ráfaga de odio que alcanzó a Dila la hizo tambalearse.</p> <p>-Melliza -susurró él.</p> <p>Dila entró en la celda y cerró la puerta. El hedor era espantoso, una mezcla de sudor, suciedad y desesperación. Vaciló un momento antes de arrodillarse sobre la paja medio podrida para mirarlo a los ojos.</p> <p>-Kal.</p> <p>Alargó la mano para retirarle el pelo de la frente, pero él se apartó para evitar su contacto. La mano de Dila se quedó suspendida en el aire. «¿Por qué?» Sus labios temblaron. Bajó el brazo.</p> <p>-Mellizo -suspiró. «¿Quieres que las cosas sean así? ¿Que sea tu Melliza?»</p> <p><i>Es lo que eres</i>. Bajó la mirada y volvió a levantarla endureciendo la expresión.</p> <p>-Mellizo -repitió-, levántate.</p> <p>Él se puso en pie con lentitud. Dila sabía que no era por debilidad: ella misma se había encargado de curar sus heridas, y un día confinado en una celda no era suficiente para volver a acabar con su salud. Parecía hacerlo para demostrar su reticencia a obedecer.</p> <p>La miró. El odio seguía irradiando desde su cuerpo, bañando a Dila, haciéndola sentirse sucia, sórdida, culpable.</p> <p>-Mellizo. Mellizo...</p> <p>No fue capaz de ordenarle nada. Tragó saliva y se quedó inmóvil. «Kal.»</p> <p>-Melliza -balbuceó él. El odio brillaba, puro, desnudo, en sus ojos. Alzó los brazos y rodeó su garganta con las manos. Su rostro, pálido y demacrado los últimos días, enrojeció de pronto. Empezó a apretar. La mirada de Dila no flaqueó.</p> <p>-Mellizo. Suéltame.</p> <p>Los dedos se abrieron al instante. Él le lanzó una última mirada empapada en hiel, y un momento después titubeó. Los ojos verdes se le llenaron de lágrimas; se tambaleó, y cayó al suelo.</p> <p>-El dolor -musitó-... Cuando estás lejos... Es tan corrosivo... estoy deshecho por dentro. Estoy roto. No puedo más.</p> <p>-Estoy aquí -afirmó ella en voz baja.</p> <p>Él levantó el rostro.</p> <p>-Y te odio. Melliza. Mi pesadilla. Diez años, diez años... -Comenzó a llorar de nuevo-. Diez años. Melliza. No soporto el dolor cuando no estás, pero tu presencia sólo me trae más sufrimiento.</p> <p>-Hago lo que tengo que hacer. -La angustia oprimió su garganta; la voz le salió como un graznido-. ¿No lo entiendes? ¿No lo ves? Yo también soy una esclava.</p> <p>Él la miró con los ojos enrojecidos.</p> <p>-Ordéname lo que quieras, lo que se te antoje -dijo-. Tengo que obedecerte. Soy tu Mellizo.</p> <p>-Oh, Kal... -Dila se arrodilló junto a él, pero no se atrevió a tocarlo-. ¿Por qué te haces esto? ¿Por qué me haces esto a mí?</p> <p>Su Mellizo no respondió.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Decimonoveno día desde Cheloris.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Lucha por conseguir lo que deseas. Pero no te enojes si después las cosas no son como esperabas.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Proverbios</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Los rumores habían corrido por todo Lanhav, pero no impidieron que la ceremonia se celebrase como estaba previsto. Después del descubrimiento del cadáver de Solge de Cornor, horriblemente mutilado y con una expresión de espanto desfigurándole los rasgos, Nikao había insistido en la necesidad de recuperar la serenidad y el orden en la capital de Novana. Y para eso, dijo, el pueblo necesitaba apoyarse en la figura de su rey.</p> <p>-Pregunta -susurró a Reol de Vinania cuando pensaba que Sorsha no podía oírle-, pero con discreción. Quiero saber quién, aparte de nosotros, sabía que a Solge le aterrorizaba la idea de morir desmembrado. Si es una especie de advertencia, quiero saberlo.</p> <p>Esta vez el triasta no se extendió demasiado en su discurso. Los rostros llenos de miedo y de aprensión no parecían estar en realidad escuchando sus palabras, y por una vez el sacerdote pareció darse cuenta del hecho. Se limitó a pedir la bendición de los Tres para su nuevo rey y se retiró a un lado del trono para permitir a los nobles y a los capitanes que rindieran vasallaje al nuevo monarca.</p> <p>Cosa que hicieron con mucha más rapidez que en la coronación de Danekal. Parecían ansiosos por desaparecer del patio y refugiarse en un lugar donde estuvieran menos expuestos. Los nobles de Novana veían asesinos por todas partes. También Sorsha se sentía un poco insegura pero, protegida como estaba por los guardias reales que custodiaban a Nikao, no podía estar más a salvo. Aun así, un asesino que se dedicaba a descuartizar a sus víctimas... y que había matado a uno de los amigos más cercanos del rey... Se estremeció pese al insoportable calor que hacía ondular el aire ante sus ojos.</p> <p>Nikao se inclinó de forma casi imperceptible hacia la derecha e hizo un gesto con el dedo hacia Reol de Vinania, que permanecía de pie junto a Sorsha, un poco más retrasado que el comandante Dussek de la Guardia Real. Sorsha aguzó el oído.</p> <p>-... mensaje a Binsar -bisbiseó Nikao, sonriendo al hombre que se arrodillaba ante el trono, uno de los nobles menores de Lanhav que Sorsha apenas había visto una vez en la torre-. Que esos salvajes sepan que ya no es necesario.</p> <p>-Sí, Nik... majestad -cuchicheó Reol en respuesta.</p> <p>-Tengo el trono -fue el murmullo de Nikao-, pero ellos todavía pueden ayudarme a asegurarlo. Los términos de nuestro acuerdo no tienen por qué cambiar, pero no quiero ver más que a sus jefes en Lanhav. Hablaré sólo con ellos. Que les quede claro.</p> <p>Reol asintió y volvió a colocarse al lado de Sorsha, que tuvo que esforzarse por mantener la expresión imperturbable. «¿Qué demonios ha querido decir?», se preguntó. Lo pensó un instante, y después se encogió de hombros: «¿Y qué importa ya?»</p> <p>Quedaban pocos en la fila de hombres que tenían que inclinarse ante su nuevo rey, y a Sorsha se le hizo corto el tiempo que tuvo que estar bajo el sol de Cheloris, mirando desde arriba a lo más granado de la sociedad novana. El triasta fue el último, dado que había sido el primero. Su reverencia fue tan leve que resultó casi imperceptible, y en seguida encabezó la procesión de triakos hacia el Tre-Ahon.</p> <p>Nikao bajó del trono con cuidado de no pisarse la larga capa forrada que se había puesto para la ocasión, desafiando el calor, y le tendió la mano. Sorsha se apresuró a tomarla y se dejó conducir por él sin poder contener una sonrisa triunfal.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>SEÑORÍO DE LAURVAT (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Vigésimo día antes de Elleri.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Todas las religiones, y nuestra propia conciencia, nos dicen que debemos hacer lo correcto. Pero ¿qué es lo correcto? ¿Seguir los mandamientos de nuestros dioses, las enseñanzas de los profetas? ¿Obedecer sin dudar las órdenes de nuestro señor, de nuestro rey, de nuestros sacerdotes? ¿Ayudar a nuestros compatriotas, matar a nuestros enemigos?</p> <p>Lo correcto, y también lo más difícil, es permanecer fiel a uno mismo.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Naturaleza del Hombre</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">La Puerta de Teilhil era mucho menos ostentosa que la Puerta de Lenvania, por mucho que el señorío que le daba nombre fuera el más grande de todo Novana. Era la entrada noroeste de Lanhav, la entrada al Cenagal, y sólo la utilizaban los que tenían asuntos que atender en aquella zona de la capital. No solía ser gente agradable, y la puerta tampoco lo era: dos simples arcos abiertos en la muralla de la ciudad, un portón de madera reforzada con remaches de hierro, un rastrillo de aspecto sólido. Desde donde estaban se veían pocos detalles de la puerta y las murallas, pero sí había algo que llamó su atención a primera vista y que, por desgracia, no le extrañó demasiado.</p> <p>-No hay nadie -dijo Angarad, erguido sobre el derrengado caballo, recorriendo con la mirada las almenas-. No hay ni un hombre ahí arriba, Deno...</p> <p>El capitán no respondió. También él debía estar pensando lo que pensaba Angarad. «Nikao.» Frunció el ceño.</p> <p>Conforme se acercaban a Lanhav, las noticias que les comunicaban los escasos aldeanos y granjeros que todavía no se habían refugiado en la ciudad le iban preocupando cada vez más. Angarad se había negado a creerse ni la mitad de ellas. ¿Danekal, esclavizado por una de las damas de Sihanna de Phanobia? ¿Danekal, convertido en un monstruo? ¿Danekal, un ser sin alma, sin mente? Y ¿Nikao de Venver, nada menos, rey de Novana?</p> <p>Pero ahora...</p> <p>El soldado parecía agitado. No sólo por haber tenido que adelantarse a ellos, ni por haber regresado de la Puerta de Teilhil tan rápido como el pobre animal que montaba le había permitido. Su rostro estaba congestionado por el esfuerzo, pero también por las noticias que traía de la ciudad.</p> <p>-Señor... Danekal de Laurvat ha sido confinado en las mazmorras de la Torre del Rey, comandante -jadeó el soldado al llegar hasta él-. Junto con esa bruja que lo ha hechizado. Hace días que el triasta coronó al señor de Venver. Y el rey ha concentrado a todos los soldados de la guarnición en la Isla. A todos: los soldados del ejército, la Guardia Real, la Milicia...</p> <p>«Nikao. Maldito seas...»</p> <p>-Al menos, ya sabemos que una de las noticias era cierta -musitó Angarad sin perder de vista las murallas de Lanhav-. Danekal jamás habría dejado desprotegidas las murallas, ni siquiera en tiempos de paz.</p> <p>-No quisiera faltar al respeto a un miembro de la nobleza, comandante -dijo Deno en tono tenebroso-, pero si hay alguien capaz de cometer una insensatez así, ése es el señor de Venver.</p> <p>-El rey de Novana. -Angarad miró de soslayo a Deno-. Nikao, rey de Novana... -Meneó la cabeza. «Protegeré al rey con mi vida, hasta la última gota de mi sangre.»</p> <p>Observó a los dos mil caballeros que esperaban en el altozano que dominaba la ciudad desde el oeste. Parecían extenuados por los seis días de cabalgada sin descanso, después del breve pero horrendo sitio de Kianlê. Sabiendo que los tikën y los he-ranne les pisaban los talones. Y aun así, qué orgullosos, qué altivos pese a los uniformes destrozados, los caballos sudorosos, la mugre y el polvo que los cubrían de la cabeza a los pies. «¿Van a entrar en Lanhav para que... para qué?» No había hombres en la muralla.</p> <p>Nikao, rey de Novana.</p> <p>«Oh, sí -le llegó la voz ronca de su padre desde el pasado-, claro que sí. Voy a gritarlo en voz alta delante de todo Novana, antes de que Tearate encuentre el valor para cortarme la cabeza. Voy a gritarlo tan fuerte que van a oírme desde Monmor. Voy a gritar su nombre. Y después... después voy a gritar el del niño. Que lo sepa todo Ridia. -Sus ojos se entrecerraron al mirar una última vez a su hijo menor-. Venganza, Angarad. Por lo que hizo Monmor, por lo que hizo Novana. Diaina.»</p> <p>Las lágrimas que había derramado mientras observaba cómo el rostro de Linat se iba oscureciendo todavía ardían en sus mejillas. Sus dedos volvieron a crisparse por el recuerdo.</p> <p>«Mi alma por mi rey.»</p> <p>-Deno -ordenó-, toma el mando. Entrad en la ciudad e id a las murallas. Y enviad a un hombre a informar al rey, por si le interesa saberlo. -Hizo una mueca-. Quiero a estos dos mil hombres repartidos por todas las torres. Ya sabéis cómo se protege una muralla, ¿no? -Se permitió sonreír.</p> <p>Deno le lanzó una mirada escrutadora e hizo un gesto negativo.</p> <p>-Poned al mando al capitán Lukio, comandante -contestó-. Yo voy con vos.</p> <p>Angarad enarcó una ceja. Deno le sostuvo la mirada y después sonrió.</p> <p>-Si conocéis los pasadizos de un castillo como Kianlê, que habíais visitado una vez a lo sumo antes de lo de estos días, ¿pretendéis que crea que no sabéis dónde están los de Lanhav, la ciudad donde vivís desde hace al menos veinte años?</p> <p>Angarad enarcó la otra ceja, y asintió.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Vigésimo día antes de Elleri.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Cuántos desvelos, cuánta pesadumbre nos ahorraríamos si fuéramos capaces de ponernos en el lugar del otro... Cuánta angustia ahorraríamos también a los demás si supiéramos el dolor que podemos provocarles por desconocimiento, por desidia, por falta de atención.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Naturaleza del Hombre</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Odio.</p> <p>Eso sí lo recordaba: exactamente el mismo odio que había sentido, noche tras noche, durante diez años. Un odio puro, profundo, que surgía de su misma alma. «Melliza.» Sólo tenía que pensar en ella para que le rechinaran los dientes.</p> <p>Dila.</p> <p>No necesitó levantar la vista para saber que seguía allí. <i>Sosteniendo tu mano como una esposa abnegada</i>. Lo había visto en sus ojos cuando le puso el sha’al... Pena, miedo, congoja, rechazo. Incredulidad. Compasión. «Pero después me hiciste daño. Melliza.» ¿Dónde estaba ahora la pena, el miedo, la compasión? ¿Dónde estaba Dila?</p> <p><i>Fuiste allí para odiarla. Pero no pudiste hacerlo</i>. Tije. Se echó a reír. «¿Dónde estás ahora, Tije? ¿Dónde están todos aquellos que me juraron lealtad?»</p> <p>«¿Dónde están los dioses?»</p> <p>-Mellizo -dijo ella desde el jergón que se había hecho llevar. Se levantó y fue hacia él. Posó una mano sobre su hombro y le susurró-: Kal, Kal...</p> <p>-Intentaba rezar -murmuró Kal apartando su mano-. Pero no sé a quién.</p> <p>Dila volvió a poner la mano encima de su hombro, y él le propinó otro manotazo. Ella aferró un puñado de su pelo y le obligó a levantar la cabeza.</p> <p>-Mírame -ordenó. En sus ojos brillaba la rabia; pero Kal sentía cómo en su ser palpitaba la pena, la confusión, la curiosidad, la atracción. Un sentimiento de <i>ella</i>. El vínculo-. Sólo quería saber qué te ocurría -explicó Dila en voz baja-. Sólo quería...</p> <p>Kal tembló. Dila se inclinó y lo besó. Sus labios lo rozaron con tanta brevedad que Kal apenas lo percibió; fue todo tan rápido que no comprendió lo que ocurría hasta que ya había sucedido. Parpadeó, anonadado. <i>Mellizo</i>. Dila se abrazó a él. <i>Veremos si tú tampoco puedes soportar que me aleje de ti. Veremos si te duele, si sufres, si lloras cada momento que paso lejos. Veremos si al final descubres que no puedes soportarlo y decides venir a buscarme</i>.</p> <p>-Melliza -susurró.</p> <p>Cerró los ojos y se dejó abrazar, y de repente se descubrió a sí mismo implorando una mirada. Podía oír los latidos del corazón de Dila. El suyo empezó a latir más de prisa y con más fuerza.</p> <p>Dila no dijo nada. Se inclinó de nuevo sobre él y sus labios buscaron su boca. Fue un beso dulce; sin embargo, él sintió en los labios el sabor salado de sus propias lágrimas. O quizá no fueran suyas. ¿Por qué iba a llorar? ¿Por qué iba a llorar ella?</p> <p>Se soltó con brusquedad. Dila estuvo a punto de caer al suelo: desconcierto, cólera, odio, en el vínculo. «Te necesito.» Temblando, Kal apartó la vista.</p> <p>-Tú sigues siendo mi Melliza. Y yo... Yo soy tu Mellizo.</p> <p>Agachó la cabeza, enterrándola entre las rodillas dobladas, y se echó a llorar.</p> <p>Indecisión. Dila lo dejó llorar. La furia, el odio, eran de él. La desesperación. <i>Mellizo</i>. Las lágrimas ardían al caer por sus mejillas, el corazón le dolía a cada latido.</p> <p>-Mellizo -tanteó Dila. Una caricia, sus dedos entre su pelo. Sacudió la cabeza. Ella le obligó a mirarla. Él la miró.</p> <p>-Me han robado mi reino -lloró-. Me han robado mi nombre, mi vida, mi alma.</p> <p>-Llevas el alma en los ojos. -Ella le acarició la mejilla. Compasión. Curiosidad. Atracción.</p> <p>Kal apretó los dientes y trató de zafarse de su caricia. Dolor. Ira: «¡Tienes que obligarme a estar a tu lado, ordenarme que no me aparte!» Tristeza. Pena, piedad. «Soy tuyo. Pero no puedes obligarme a sentir lo que quieras.» La rabia explotó en su interior. Abrió los ojos, y diez años de odio empañaron su mirada.</p> <p>-Vete -suplicó.</p> <p>-No.</p> <p>Kal rio con amargura. Mellizo. <i>¿Quieres dar órdenes, Mellizo?</i> Una risita burlona. Tomó aire.</p> <p>-O te vas -mordió las palabras, luchando por controlar su propia furia, su propia impotencia-, ¡o te quedas, joder!</p> <p>-Y ¿tú qué prefieres? -preguntó ella. Un susurro, su aliento rozando su boca. Con un gemido de rendición, Kal se inclinó hacia delante y buscó sus labios, sediento.</p> <p>El deseo ardía dolorosamente en sus entrañas. No supo muy bien si suyo, de ella, o de ambos. Sentir lo que ella sentía resultaba confuso, pero en ese momento, mientras su boca se pegaba a la de Dila y su cuerpo al suyo, comprendió que no importaba a cuál de los dos perteneciesen las sensaciones, los sentimientos. Los suyos se superponían a los de ella, y al revés, y una espiral de deseo se enroscó en su estómago, girando cada vez más de prisa.</p> <p>La espiral se convirtió en un torbellino cuando ella se apretó contra su pecho y Kal comprendió que, si él sentía lo que ella sentía, Dila también podía sentir lo mismo que él. Gimió contra sus labios y enterró las manos en su pelo.</p> <p>-Mellizo.</p> <p>Apartó el rostro de Dila del suyo dando un brusco tirón a sus cabellos. Ella gritó.</p> <p>-No -protestó Kal-. No.</p> <p>Dila se quedó inmóvil, mirándolo con los ojos húmedos de lágrimas. El dolor que le causaban los dedos de Kal, aferrados a su pelo, lo sentía él también a través del vínculo; aflojó la mano y dejó descansar los dedos entre los suaves cabellos negros. Dila suspiró. Kal cerró los ojos por no ver su expresión entristecida. Volvió a abrirlos al instante y los clavó en su rostro de niña.</p> <p>La besó. «Melliza.»</p> <p>-No -repitió. Pero no dejó de besarla.</p> <p>Y ella tampoco lo soltó. Se colgó de su cuello, arañándolo, mientras de su garganta brotaba un gruñido gutural. Kal lamió sus labios y se odió por no poder contener un quejido de placer. Ella susurró algo y, de un violento tirón, le rasgó la arrugada camisa de seda. Medio loco de pasión y de rabia, la empujó para tumbarla en el jergón. Dila se agarró a la camisa destrozada y le impidió apartarse de ella. Sus ojos brillaban como dos trozos de ámbar en la oscuridad. Alzó el rostro y entreabrió los labios. Kal los besó. Ella le mordió. El dolor no hizo sino enardecerlo aún más. Sin separarse de ella, bajó las manos y las posó en el corpiño.</p> <p>-Rómpelo -dijo ella.</p> <p>Kal hizo un gesto de rechazo. El sha’al oprimió su muñeca. Obediencia. Tiró: la tela se desgarró sin ofrecer resistencia. «No...» La suavidad de su piel le hizo echarse a llorar. Sollozó sobre su pecho, incapaz de dejar de besarla. Hundió los dedos en su carne, sabiendo que aquello le haría sentir tanto daño como el que le estaba provocando a él, odiándose por ello, odiándose por no poder apartarse de ella.</p> <p>Dila jadeó. Enloquecido, él hundió el rostro en su cuello, sus manos perdidas entre los pliegues de seda de su vestido. Ella tembló. Kal apretó los dientes, tratando de controlar el estremecimiento que sacudió todo su cuerpo. «No.»</p> <p>-No. -Apoyó las manos en el suelo y luchó por incorporarse, con la respiración agitada.</p> <p>Dila clavó los ojos en los suyos.</p> <p>-Hazlo -ordenó-. Hazlo, Mellizo.</p> <p>Con un gemido, Kal entró en su cuerpo, llorando de furia y de angustia. Ignorando su exclamación de sorpresa y dolor, volvió a hundirse en ella, con violencia, asqueado por la reacción de su cuerpo, sobrecogido ante la reacción del de ella, que tras el primer momento de agonía se enlazó a él con las piernas y lo atrajo aún más hacia sí. Tomó aire y embistió una vez más, lleno de ira, las lágrimas resbalando por sus mejillas. Y entonces se rindió, cuando ella abrió los párpados y lo miró, echó la cabeza hacia atrás y gimió, esta vez de placer.</p> <p>Ebrio de deseo, temblando de cólera, sin dejar de llorar amargamente, siguió moviéndose dentro de ella, obligado por los brazos que lo rodeaban en un apretado abrazo, hasta que sintió una necesidad que recorrió su columna vertebral como un escalofrío y una tensión que se fundió en sus vísceras como plomo hirviente.</p> <p>El grito de éxtasis de Dila resonó en las paredes de la celda. Un instante después, Kal gritó también.</p> <p>Jadeante, se quedó tendido sobre ella, esperando a que su respiración volviera a su ritmo normal, disfrutando de la sensación de la piel de ella contra su piel, su cuerpo todavía hundido en el de Dila.</p> <p>-Mellizo -murmuró ella, mirándolo con los ojos casi cerrados y una sonrisa en los labios-. Abrázame.</p> <p>Con el cuerpo rígido de odio, Kal obedeció.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>SEÑORÍO DE LAURVAT (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Decimonoveno día antes de Elleri.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Hay ciertos aspectos en los que los clanes he-ranne son muy superiores a todas y cada una de las sociedades que se consideran más avanzadas. Por ejemplo, en su sistema de gobierno.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Ridia: Orígenes</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Y qué importa? -se impacientó Olsär-. Mírala. -Señaló la ciudad-. Un molusco. ¿Qué importa quién esté al mando? Una cabeza es igual que otra -sonrió, buscando con la mirada su hacha-. Pero es que el que manda ahora es un he-ranne -le explicó con paciencia Sikk-. O eso dice Zravo. A mí, personalmente, los de Venver me parecen unos mocosos llorones.</p> <p>Sacó un trozo de tela de la alforja para enjugarse el cuello. El clima del sur de Novana era demasiado caluroso para él; incluso después de prescindir de la mitad de sus prendas seguía sudando copiosamente. Todavía le asombraba ver que Olsär, acostumbrado a una temperatura muy inferior a la de Hongarre y muchísimo más que la del señorío de Laurvat en pleno Elleri, lograba mantener la frente seca pese a seguir fiel a sus calzones de piel de foca y a su túnica de ciervo. El tikën parecía tan fresco como si estuviera completamente desnudo correteando por el Änellkä ese suyo en vez de por la abrasada dehesa de Lanhav.</p> <p>-¿Cómo decías que se llama el tipo ése?</p> <p>-Nikao de Venver. -Sikk escupió-. Un nombre sureño. Los heranne no tenemos señores, de modo que ese tal Nikao, que se hace llamar «de Venver», es más novano que he-ranne, por mucho que haya nacido al norte de Saldehêna.</p> <p>Olsär se encogió de hombros.</p> <p>-Creía que a eso habíamos venido. A librar a los he-ranne de sus señores. Y de paso a librar a sus señores de sus cabezas. No he llegado hasta aquí para que ahora me digan que me vuelva a casa sin haber cortado un par de cabezas por lo menos.</p> <p>-No sé qué pensará hacer Zravo -masculló Sikk-, pero no creo que se incline ante ningún rey de Novana. Por mucho que sea he-ranne en teoría. Venver, bah. -Volvió a escupir-. Unos mocosos llorones, te lo digo yo.</p> <p>Un movimiento en una de las hogueras más cercanas atrajo la atención de Olsär. Esbozó su sonrisa de niño grande en dirección a la enorme figura que se acercaba a ellos.</p> <p>-Buenas noches, drötikën -saludó en tono dicharachero y sin levantarse, y alargó un brazo para golpear con los nudillos el barrilito en el que apoyaba la cabeza-. ¿Quieres un cuerno?</p> <p>El drötikën no sonrió. Se dirigió hacia Olsär con expresión tormentosa, seguido de cerca por Zravo, el he-ranne cubierto de tatuajes. También el líder de los hombres azules parecía perturbado por algo. O tal vez el ceño fruncido sólo fuera un reflejo del humor del drötikën.</p> <p>-Traedme a ese tal Binsar -ordenó el drötikën. Zravo levantó la cabeza y asintió en dirección a Sikk, sombrío.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Decimonoveno día antes de Elleri.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Uno de los mayores errores de muchos gobernantes es exigir la lealtad de sus súbditos utilizando el miedo. Casi siempre, el miedo acaba convirtiéndose en odio, y del odio no puede provenir lealtad alguna. Al menos, ninguna duradera.</p> <p>Un gobernante sabio utilizará el amor para asegurarse la lealtad de sus vasallos. Y el amor deben sentirlo ambas partes: el gobernante debe amar a sus súbditos, no sólo exigir su amor.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Política Moderna</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Están dudando -murmuró Nikao. Acodado en la almena, observaba los miles y miles de hombres que se extendían casi hasta donde alcanzaba la vista, ocupando gran parte de la comarca de Lanhav-. Ven que el héroe de leyenda que pensaban que era Angarad no ha logrado detener a los enemigos, ven que son como un enjambre de abejas rabiosas que rodean la ciudad, y dudan. De mí -gruñó, enojado-. De mí, Sorsha. Pero yo soy su rey...</p> <p>-No dudan de vos, majestad -respondió la hermosa phanobiana con una sonrisa zalamera-. Dudan de Angarad de Teilhil.</p> <p>Angarad... Nikao frunció el ceño. ¿Dónde estaba Angarad? Los dos mil hombres que habían aparecido de pronto en las murallas eran los que habían regresado de Kianlê, pero no había rastro de su comandante.</p> <p>-Nos ordenó proteger las murallas, majestad -le explicó el sucio y agotado soldado que había acudido a la Isla la noche anterior. «Ordenado. Él.» Tuvo que morderse la lengua para ahogar la indignación. Pero el hombre no sabía dónde estaba su comandante. «¿Lo recordará si le ordeno a Lonan que se muestre un poco persuasivo con él?», se preguntó.</p> <p>-Lo que no saben es que yo ya me he asegurado de que Lanhav no corra ningún peligro -dijo Nikao-. Los tikën y los he-ranne no vienen a arrebatarnos Lanhav... Vienen a darnos estabilidad, vienen a asegurarme en el trono... No saben que era necesario, era necesario -repitió, inseguro-. Novana tiene que estar unida bajo una sola bandera. Los clanes vienen a inclinarse ante mí. Y eso hará que Novana sea un país mucho más fuerte.</p> <p>-Todos los novanos saben que lo que hacéis, lo hacéis por ellos -lo tranquilizó Sorsha posando una mano en su brazo-. Se apoyan en vos, majestad... Ahora que tienen miedo, vos sois su consuelo.</p> <p>Miedo. «Por supuesto que tienen miedo.» Incluso él empezaba a estar un poco intranquilo. Se habían producido tantas muertes en una misma noche... La ciudad hervía con los rumores: el comerciante que había amanecido decapitado en su cama, el mendigo cuyo cuerpo parecía haber sido devorado por los lobos. «Lobos en Lanhav, nada menos.» La historia de la esposa de un zapatero que vio cómo su esposo moría a su lado, gritando y agitándose, mientras aparecían en su cráneo las marcas de unos clavos invisibles. Volvió a resoplar, incrédulo.</p> <p>Y Reol... Pese a que el sol caía a plomo sobre la Isla, Nikao se estremeció de pies a cabeza. Reol no había llegado a despertar aquella mañana. Los criados de la Torre del Rey lo encontraron en el lecho, tieso como un tronco, con el cuerpo tan duro como la misma piedra. Según Yosen, el sanador, había muerto de congelación.</p> <p>-Congelación, bah... ¿A tan pocos días desde Cheloris? ¿Congelación? -Nikao creía haber dejado claro su escepticismo mientras observaba las manos rígidas, las piernas petrificadas en una postura antinatural, la estatua en que se había convertido Reol de Vinania.</p> <p>La respuesta de Yosen fue un encogimiento de hombros.</p> <p>-Magia -estableció Nikao una vez más, observando el atardecer sobre las murallas de Lanhav-. Esto es cosa de ese engendro en que se ha convertido Danekal. Su venganza por haberlo expulsado del trono... Pretende matar a todo Lanhav... -Cerró los ojos, cansado de ver el humo que se elevaba de los miles de hogueras que ardían en el inmenso campamento improvisado por los he-ranne y los tikën amontonados ante sus puertas-. Voy a ejecutarlo -prometió-. Delante de toda la corte. Así Lanhav dejará de temblar... Dussek -llamó sin dar media vuelta ni mirar al comandante de la Guardia Real-. Dile a Tranlovar que vuelva a montar la plataforma de madera. Pero no en el patio de armas. En la explanada. Quiero que lo vea toda la ciudad.</p> <p>-Como ordenéis, majestad.</p> <p>-Veremos si es capaz de seguir matando gente sin cabeza -caviló Nikao-. Y ella. La cabeza de ella también. En una pica. Mañana... Hoy ya no queda apenas luz. Mañana.</p> <p>-Majestad -dijo Dussek desde donde se accedía a la escalera de caracol que bajaba hasta el Gran Salón-. Majestad, un hombre desea veros.</p> <p>-Que espere a la hora de las audiencias -renegó Nikao sin volverse.</p> <p>Dussek carraspeó.</p> <p>-Con el debido respeto, majestad, no habéis celebrado ninguna audiencia desde vuestra coronación.</p> <p>Con un suspiro de fastidio, Nikao dio media vuelta. El capitán de la Guardia Real seguía de pie junto al inicio de la escalera, acompañado por un hombre bajito, pobremente vestido, que retorcía entre sus manos un cordel del que colgaba un saco de arpillera. Un barbero, un zapatero, o un menestral cualquiera. Nikao frunció el ceño.</p> <p>-Majestad -dijo el hombre, nervioso, adelantándose un paso-. Majestad, esto lo lanzaron por encima de las murallas esta mañana... Con una catapulta, dice mi cuñado, porque cayó delante de la puerta de mi casa, que, señor, está muy alejado de la muralla, yo, nosotros, pensábamos que tal vez...</p> <p>-Basta -atajó Nikao con un gesto-. ¿Por qué me molestáis con esto? ¿Os asusta que los enemigos nos ataquen con sacos o qué?</p> <p>-Es que... Veréis, señor, majestad, el hermano de mi cuñado, el boticario, señor, dice que es un... que es para vos -finalizó, indeciso-. Tiene... tiene un mensaje, señor, ¿veis? -Tiró del cordón; en efecto, había un rollo de pergamino atado al cordel de cuero crudo-. El hermano de mi cuñado lo ha leído, señor, para saber qué decía, porque no sabíamos... -Tragó saliva-. Dice que es para vos -reiteró, y le tendió el saco.</p> <p>Extrañado, Nikao vaciló antes de cogerlo. Era tan liviano que parecía estar vacío. Miró a Dussek, que parecía haber heredado la inexpresividad de su predecesor, y después, encogiéndose de hombros, desató el cordón y cogió el pergamino.</p> <p></p> <p><i>Señor Nikao</i>:</p> <p><i>Creemos que esto te pertenece, y por ello te lo devolvemos. Del mismo modo que nosotros te damos lo que es tuyo, exigiremos de ti lo que es nuestro</i>.</p> <p></p> <p>Con el ceño fruncido, Nikao dejó caer el pergamino y entreabrió el saco. Soltó un alarido de asco y lo lanzó lejos de sí, sobresaltado, con los ojos desorbitados. Empezó a temblar y a mascullar incoherencias mientras el saco caía a los pies de Sorsha, que dio un brinco y un gritito cuando de la bolsa de tela salió rodando la cabeza ensangrentada y medio machacada, pero todavía reconocible, de Binsar.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>TEUNE (PHANOBIA)</p></h3> <p></p> <h2>Decimonoveno día antes de Elleri.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Son los motivos de la mujer un misterio para el hombre. Mas ¿qué esperabais? ¿Acaso la Luz ha dado al hombre el discernimiento para comprender la motivación de los guerreros de la oscuridad?</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>De la Vida y la Verdad</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">El susurro de la manta, el súbito helor del aire que besó su piel desnuda cuando quedó destapado, hizo sonreír a Nial en la oscuridad. Se movió con cautela hacia un lado para permitir que Janee cupiera en el lecho, y sacudió la cabeza, divertido y preocupado a partes iguales, cuando la manta volvió a cubrir sus dos cuerpos y el brazo de ella rodeó su pecho. Cerró los ojos al sentir el beso sobre su hombro.</p> <p>-Te arriesgas demasiado -murmuró, girándose para ponerse de cara a la mujer que, durante el día, fingía ser un muchacho-. Cualquier día Vantar va a descubrir que duermes conmigo, y te va a cortar la cabeza por llevarme por el mal camino.</p> <p>-A lo mejor te la corta a ti por llevar por el mal camino a un chiquillo inocente. Y la cabeza también -bromeó Janee en el mismo tono quedo, encajando el cuerpo con el suyo para pegarse lo más posible a él-. Las mujeres que hacen pecar a los hombres son demonios, pero los hombres que hacen pecar a otros hombres son peores.</p> <p>Nial puso los ojos en blanco en la oscuridad, y la atrajo hacia sí para recuperar el calor que había perdido con su llegada.</p> <p>-Ah, pero ¿hay algo peor que una mujer? -Enterró el rostro en el pelo mal cortado de ella, tratando de esquivar la avalancha de imágenes que volvió a caer sobre él como siempre que hablaba del odio de Vantar hacia el sexo opuesto. Un niño sentado en un charco de barro, las lágrimas dejando surcos blancos en sus mejillas manchadas. Una mirada preñada de tristeza, «¿Por qué? ¿Por qué el dolor, el miedo, el odio?» Una mano alzada, un puñetazo borrando esa expresión y cambiándola por otra de rencor infinito, de rabia provocada por el terror. Los ojos de Vantar, del niño Vantar, y la mujer que secaba sus lágrimas a golpes. La risa aguda de la muchacha rubia vestida de seda que ridiculizaba al joven cubierto de heridas y mugre que pretendía regalarle una flor. La burla reluciendo en los ojos de la joven al volverse hacia su hermano, «¿Has visto, Nial?», una carcajada hiriente, «¡Tu amigo el campesino quiere tocarme la mano!» Tragó saliva-. Pensaba que encabezabais su lista de monstruos...</p> <p>-Siempre hay que dejar espacio para otro monstruo peor. -Janee rebulló hasta que encontró una postura cómoda entre sus brazos, y después posó otro beso, tan leve como el primero, en el hueco de su clavícula-. Porque siempre es posible que aparezca otro ser más malvado que el que pensabas que era el más malvado de todos.</p> <p>-Por la Luz, espero que no aparezca otro peor que Vantar -musitó Nial, y abrió mucho los ojos al comprender que había pronunciado las palabras en voz alta. Janee, lejos de escandalizarse, soltó una risita.</p> <p>-Si te oye decir eso y no se da cuenta de que yo soy una mujer, apuesto a que acabas con las tripas vacías en menos de dos horas. Y la boca llena -agregó, posando una mano traviesa encima de su entrepierna. En vez de sentir la ya familiar punzada de deseo, Nial se estremeció al recordar lo que Vantar había ordenado hacer unos días antes a un siervo que tuvo el atrevimiento de insinuarse a alguien de su mismo sexo. Janee volvió a reír-. Vaya, señor -se burló, con esa voz cultivada que usaba cuando no tenía que fingir ser un niño del campo y que hacía sospechar a Nial que quien yacía a su lado no era una joven campesina-, ¿os he asustado? Lo lamento... -Pero no apartó la mano de donde la había colocado instantes antes.</p> <p>-Nunca me has explicado por qué estabas en esa aldea disfrazada de chaval -comentó en voz baja.</p> <p>-Había ido a visitar el... pueblo de una amiga -respondió.</p> <p>-¿Vestida de hombre?</p> <p>-Las calzas son más cómodas para viajar. -Janee ronroneó contra la palma de su mano-. Oh, por la Luz, deja de preguntar tonterías, Nial. ¿De verdad te interesa más eso que <i>esto</i>? -inquirió, oprimiendo con suavidad la carne que se endurecía bajo sus dedos.</p> <p>-Ya te he dicho que no voy a denunciarte -dijo él en un susurro-. ¿Por qué sigues viniendo? ¿Por qué sigues haciendo esto? -Hizo una mueca de incredulidad que se perdió en la negrura-. No me digas que es porque sientes algo por mí. No soy idiota del todo.</p> <p>-Y ¿por qué tiene que haber un motivo? -preguntó Janee. Se inclinó sobre él y posó un tercer beso, esta vez sobre sus labios-. ¿Por qué tiene que haber un motivo para todo?</p> <p>-Janee -suplicó Nial-. Janee, no hace falta que...</p> <p>Se interrumpió cuando el estruendo de la puerta al abrirse de golpe resonó en la alcoba. Sobresaltado, se incorporó en el momento en que el charco de luz proveniente de una vela inundó la habitación. Parpadeó para acostumbrar los ojos a la claridad. Y sintió cómo el mundo se desplomaba sobre su cabeza cuando reconoció el rostro del hombre que sostenía el candelabro con una mano temblorosa.</p> <p>-Ah... -dijo Vantar en un siseo cargado de odio.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Decimonoveno día antes de Elleri.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">La lealtad, el amor, la amistad, el odio... La honradez, el afecto, el cariño, el rencor, son emociones intrínsecamente humanas: sólo los hombres pueden sentirlas. Sólo los hombres pueden fingirlas. Sólo los hombres pueden decidir confiar en las emociones de otros hombres, acceder a creer que esos otros hombres sienten lo que dicen que sienten, amistad, amor, lealtad, afecto, odio, rencor.</p> <p>Confianza. Otra emoción humana. Tal vez la más difícil de sentir.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Naturaleza del Hombre</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Cuando el sonido de una mano forcejeando con el cerrojo de la puerta rompió el silencio de la celda, Kal ni siquiera se molestó en abrir los ojos. Había dejado pasar las horas tumbado en el jergón, hundido en la apatía, ignorando la presencia de su Melliza, salvo cuando ella le ordenaba que la mirase o que respondiera a sus preguntas. Cada vez que la veía aumentaba su confusión, su aversión, su tristeza, su curiosidad, su atracción. Se mezclaban con los caóticos sentimientos de ella, que le transmitía a través del vínculo, hasta que la cabeza le daba vueltas y tenía que apretar los labios para no gritar de frustración.</p> <p>El vínculo no era así antes. En sus sueños, en los sueños de los dos. No había podido sentir los sentimientos de ella, ni ella los de él. «¿Habrías querido hacerlo?», se preguntó no por primera vez. Y en esta ocasión tampoco obtuvo respuesta.</p> <p>La puerta se abrió con un chirrido. Kal permaneció tumbado con las manos detrás de la cabeza, flotando en un estado de semiinconsciencia producida por su propio desánimo.</p> <p>-¿Os han encerrado? -dijo una voz cargada de sarcasmo.</p> <p>Kal buscó desesperadamente en su memoria el rostro que asociaba con aquella voz.</p> <p>-Podría haber abierto ese cerrojo cuando hubiera querido -fue la orgullosa respuesta de su Melliza-. Estamos aquí porque así lo he decidido yo, comandante. Mejor aquí que allí arriba.</p> <p>El rechinar de una espada al desenvainarse le impelió a abrir los ojos.</p> <p>-No te muevas.</p> <p>-No pensaba hacerlo.</p> <p>Los pesados pasos de un hombre vestido con armadura se acercaron a su jergón.</p> <p>-Majestad.</p> <p>Angarad.</p> <p>Kal sonrió con desgana. Torció la cabeza en un lento movimiento y fijó los ojos en la figura que se inclinaba sobre él. El comandante de su ejército, «del ejército de Novana», se corrigió, tenía los ojos muy abiertos y la boca contraída en un rictus.</p> <p>-Vaya -dijo Kal casi sin voz-. Si tienes sentimientos, Angarad... Evan se habría partido de risa al verte. Si estuviera vivo. Si yo estuviera vivo. Si hubiera alguien vivo en esta puta ciudad, en este puto país. -Y se echó a reír sin saber qué encontraba tan gracioso.</p> <p>-Majestad -repitió Angarad, recorriéndolo con la mirada en busca de heridas.</p> <p>-Ya no tengo derecho a ese título -contestó él-. Ya no tengo derecho ni siquiera a un nombre, ¿sabes, Angarad...? Angarad -rio-. Y Evan se quejaba de que su nombre era feo... Yo no tengo nombre -gimoteó-. No tengo nombre. Mellizo. Mi nombre. -Hizo un gesto de diversión-. Pero sí tengo derecho a que me curen las heridas. Si ella quiere. Melliza. La Shah también cura... también cura. Tendré que decírselo a Tranlovar: mi Melliza puede curar con la Shah. Aunque -bajó el tono hasta convertirlo en un susurro- ella también me ha herido... No con una espada, pero me ha herido. Y duele tanto... -Y volvió a reír a carcajadas.</p> <p>Angarad intercambió una mirada consternada con alguien que estaba fuera del campo de visión de Kal, y volvió a inclinarse sobre él.</p> <p>-¿Podéis caminar, majestad? -le preguntó con voz firme-. ¿No estáis herido?</p> <p>-Shalhed. ¿Sabes que «shalhed» es una palabra monmorense? De Monmor, como mi alfombra... La alfombra que tendría que haberte regalado a ti, ese niño. A ti, Angarad, por Diaina... Significa... Mellizo -balbució Kal, y cerró los ojos. Empezó a llorar-. Estoy herido, Angarad... y no encuentro la herida, no la encuentro...</p> <p>Se dejó palpar por todo el cuerpo sin dejar de lloriquear. «No la vas a encontrar, pero está ahí, la herida, no sangra, pero me está matando...» Después, unas manos suaves pero firmes le obligaron a levantarse.</p> <p>-Poneos en pie, majestad.</p> <p>Obedeció. El sha’al no hizo nada. Pero era tan fácil obedecer... Se mantuvo erguido y abrió los ojos, soñoliento. En la celda había un guardia. Un soldado del ejército, a juzgar por los colores azul y rojo que adornaban su uniforme. Amenazaba a Dila con la espada, obligándola a permanecer inmóvil con la espalda apoyada en la pared.</p> <p>-Comandante -instó otro hombre desde la puerta-. Comandante, el rey... El otro rey -aclaró-. ¿No deberíamos...?</p> <p>-Lo primero es lo primero. -Angarad ofreció a Kal su brazo cubierto de cuero y placas metálicas-. Majestad, os vamos a sacar de aquí.</p> <p>-Pero... -discutió el soldado-. Pero si dejamos la Isla en sus manos...</p> <p>-Voy a asegurarme de dejar a su majestad en un lugar seguro. Después ya veremos.</p> <p>-¿Qué lugar seguro puede haber? -inquirió el otro soldado, el que vigilaba a Dila-. Los tikën y los he-ranne ya han rodeado Lanhav. Tendríamos que sortearlos, y aun así no hallaríamos ni una granja, ni una aldea que esos salvajes no hayan arrasado...</p> <p>-No voy a dejar a su majestad cerca de la Isla -negó Angarad-. Cuando vuelva a la Torre del Rey quiero que tenga un trono, no que luchar por uno.</p> <p>-Mellizo -murmuró Kal, ausente.</p> <p>Se dejó conducir al exterior de la celda, al pasillo estrecho de piedra. Algo despertó en su conciencia, algo que empezó a dar chillidos de alarma, de angustia. Volvió la cabeza y la miró.</p> <p>-Melliza -dijo-. Melliza...</p> <p>Dila lo miraba, inmóvil, con la punta de una espada apoyada sobre su clavícula. Abrió la boca para decir algo, pero Angarad se dio la vuelta y la observó con expresión tormentosa.</p> <p>-Mi rey es lo primero -siseó, amenazador-. Dad gracias, señora. No tengo tiempo de ocuparme de vos. Pero lo haré si os encuentro en la Isla cuando regrese. Os lo prometo.</p> <p>«Mellizo», formó ella con los labios sin que el aliento diera cuerpo a la palabra. Kal se resistió un momento a caminar pese al comedido tirón que Angarad dio a su brazo.</p> <p>-Melliza...</p> <p>-Venid, majestad -ordenó Angarad con amabilidad. Su voz estaba cargada de ira contenida.</p> <p>Angarad tenía sentimientos. Kal quiso volver a reír, pero la carcajada demente se le atascó en la garganta. Comenzó a andar obligado por el comandante, que aferraba su brazo sin llegar a hacerle daño pero impidiendo que siguiera paralizado en la puerta de la celda.</p> <p>Angarad lo condujo por el mismo pasillo que los había llevado un día a ver a Eko, el palafrenero de Insal de Fev. «Hace una vida...» Pasó de largo celdas y celdas, corredores y corredores, hasta que al fin torció hacia la izquierda y se internó, con Kal a su vera y un puñado de soldados a modo de séquito, en un pasillo mucho más estrecho y lóbrego. Una vez más, Kal tuvo la sensación de que Angarad conocía a la perfección el laberinto que se ocultaba bajo la Isla. Una vez más recordó que era allí donde su padre, Linat, había encontrado la muerte.</p> <p>-Comandante -susurró a su espalda uno de los soldados-. Si salimos por el mismo pasadizo por el que entramos, vamos a darnos de narices con los tikën y con esos demonios pintados de azul.</p> <p>-No creo, Deno. -Angarad soltó el brazo de Kal, lo miró, dubitativo, y asintió con satisfacción al ver que seguía caminando sin su ayuda-. Este túnel sale a la superficie junto a la muralla este. Los tikën y los he-ranne están concentrados en la Puerta de Lenvania y en la Puerta de Teilhil.</p> <p>-Ya habrán rodeado la ciudad a estas alturas, comandante...</p> <p>-Pero Lanhav no tiene entradas en el este -rechazó Angarad-. La doble muralla y la guarnición de la Isla harán que concentren sus esfuerzos en entrar por el Cenagal y por la Ciudad de los Comerciantes. Será más sencillo despistarlos en el este -insistió.</p> <p>-Eso si han cruzado el Tinhal -terció otro soldado, uno de los que cerraban la marcha-. Los hombres azules le tienen tanto miedo al agua que son capaces de dejar pasar de largo Lanhav sólo por no vadear los ríos.</p> <p>-Yo no contaría con eso -replicó con sequedad Angarad, apresurando el paso. Kal sacudió la cabeza sin dejar de andar. «Mi ciudad. Lanhav.» La locura fue cediendo poco a poco, y el sentido de las palabras de aquellos hombres penetró en su razón. Los tikën, los he-ranne... rodeando Lanhav...</p> <p>-¿Quién es el rey? -preguntó de pronto, mareado. Angarad le lanzó una mirada por encima del hombro.</p> <p>-Vos, majestad -contestó sin vacilar.</p> <p>-Ya sabéis a qué me refiero.</p> <p>Angarad dudó antes de responder. Se irguió. Sus labios formaron una fina línea en su atractivo rostro.</p> <p>-Nikao de Venver.</p> <p>Kal estuvo tentado de echarse a reír de nuevo. Nikao. No dejaba de ser irónico.</p> <p>-Entonces, comandante -suspiró-, Lanhav no tiene nada que hacer.</p> <p>-Preocupaos por eso después, majestad. Ahora, lo primero es sacaros de aquí.</p> <p>«Sí. Y dejar que Nikao se hunda con su jodido reino.» Quiso decir muchas cosas, pero las palabras se agolparon en su garganta y sólo fue capaz de farfullar:</p> <p>-Melliza...</p> <p>Un giro a la derecha, otros dos corredores que Angarad ignoró, y un nuevo giro, esta vez a la izquierda. Una pared les cerró el paso.</p> <p>Angarad le pasó la antorcha a uno de los soldados y posó la mano sobre la pared de piedra rugosa. Un bloque se deslizó hacia delante bajo la presión de la mano de Angarad, dejando un hueco de una vara de alto y otra de ancho. El comandante se giró para mirarlo.</p> <p>-Sencillo -dijo-, pero hay que saber cuál es el bloque para entrar. Y para eso hay que conocer su existencia. Pasaré yo primero, si no os importa, majestad.</p> <p>Se inclinó y contrajo el cuerpo para salvar el hueco. Desde el otro lado asomó su mano; el soldado que sostenía la antorcha se la entregó, y tanto el brazo como la luz desaparecieron por el agujero cuadrado, dejando el pasillo en penumbra, iluminado tan sólo por la segunda antorcha que portaba uno de los soldados que se hallaban a la espalda de Kal. Todavía aturdido, Kal se inclinó y metió la cabeza y los brazos por el hueco. Era tan estrecho... Cerró los ojos, agobiado por la opresión de la piedra sobre la cabeza, a ambos lados de su cuerpo. «Melliza.» Una punzada de pesar lo paralizó.</p> <p>-Majestad -susurró Angarad.</p> <p>Kal parpadeó. «Melliza...»</p> <p>Tuvo que reptar y sacudirse para poder llegar al otro lado, donde Angarad lo esperaba con la mano tendida para evitar que se diera de bruces.</p> <p>Se puso en pie y miró a su alrededor mientras los demás soldados traspasaban la pared. El corredor se había convertido en un túnel cuyas paredes, suelo y techo se unían formando una sección irregular que recordaba vagamente a un círculo. Casi por completo a oscuras salvo por la temblorosa llama de la antorcha, lo único que se veía era el barro negro que rezumaba de las paredes y el techo, un barro que cubría el suelo con una pátina viscosa y llenaba el aire del olor picante y penetrante de la humedad. A unos pasos de distancia el túnel se dividía en tres.</p> <p>-Por aquí -indicó Angarad señalando la oscura boca del pasadizo de la izquierda. Kal lo siguió sin hacer ningún comentario.</p> <p>Los soldados lo miraban con respeto, pero no se acercaban a él. «Un bicho raro, eso es lo que soy. Un esclavo, un Mellizo.» Rodeado por aquella parodia de guardia de honor, Kal se sintió mucho más solo que en la celda que había sido su morada durante seis, siete días, un año, una vida.</p> <p>Conforme fueron avanzando hacia el exterior, hacia la libertad, fue incrementándose la sensación de desamparo. Sentía a Dila en su interior como una presencia física, una parte de sí que, a cada paso, intentase arrancar de sus entrañas. Kal tiraba del vínculo que los ataba y cada tirón era una tortura, una congoja opresiva en el pecho, una tristeza inmensa, infinita.</p> <p>Pronto comenzó el dolor.</p> <p>Escoltado por Angarad y por los soldados que el comandante había traído consigo, Kal siguió caminando. La agonía que hacía latir sus sienes, que abrasaba sus venas al paso de la sangre hirviente, se fue haciendo más y más insoportable, hasta que le subió por la garganta un hondo sollozo de ansiedad.</p> <p>-Melliza -gimoteó, deteniéndose en seco y cerrando los ojos.</p> <p>Angarad se paró a su lado.</p> <p>-¿Majestad...?</p> <p>Kal tomó aire. La infelicidad era tan aguda, tan heladora, que tuvo que volver a inspirar antes de abrir los ojos, mirar a Angarad y ensayar una trémula sonrisa.</p> <p>-Sigamos, comandante -murmuró sin aliento. Angarad asintió y comenzó a andar, y Kal, apretando los labios, continuó detrás de él. «¿Y no sería más fácil morir que seguir soportando esta angustia?» Era una sensación enloquecedora que aumentaba a cada pulgada que lo alejaba de ella, una mezcla de pena y de terror, de dolor y de inquietud que estiraba todas las fibras de su ser y amenazaba con arrancarle el corazón del pecho si seguía avanzando. Cerró los puños y dio otro paso.</p> <p></p> <p>Angarad observó a Danekal de reojo sin que éste se percatase. Su paso tambaleante hablaba a las claras del sufrimiento que había tenido que soportar, la debilidad de los músculos que, antes de su encarcelamiento, eran flexibles y bien entrenados. Él mismo había tenido el honor de cruzar espadas con el monarca cuando todavía era el príncipe heredero, y sabía que el hombre que ahora caminaba tras él era sólo un remedo del joven que era hasta pocos días antes.</p> <p>-Mi rey -se lamentó-, ¿qué te han hecho?</p> <p>Él no le oyó. Caminaba como un sonámbulo; parecía más dormido que despierto, o quizá aquejado por una fiebre que le impedía pensar con claridad. Angarad notaba la furia bullir en sus vísceras cada vez que posaba los ojos en el rostro macilento, en la piel fina y tirante que cubría un rostro tan delgado que apenas podía reconocerse en él al joven risueño que había sido.</p> <p>Danekal gemía como si lo aquejase un intenso dolor. Mientras avanzaban, Angarad tuvo que contener varias veces el impulso de volver a preguntarle si lo habían torturado en las mazmorras de la Isla, aunque suponía que la respuesta sería idéntica a la que ya había recibido: una mirada preñada de sufrimiento, y silencio.</p> <p>De vez en cuando murmuraba una palabra. Sólo una: «Melliza.» Cada vez que la oía, Angarad tenía que apretar los dientes para no dar media vuelta, regresar corriendo a la fortaleza y atravesar con su espada a esa desgraciada.</p> <p>Pero su deber era estar junto a su rey. Lanzó una mirada a los guardias que andaban delante y detrás de ellos y comenzó a caminar más despacio, al mismo ritmo que Danekal, para no obligarlo a sufrir más de lo necesario. Él ni siquiera se dio cuenta.</p> <p>-Melliza -lloró. Angarad giró el cuello para mirarlo. Danekal había vuelto a detenerse y se apoyaba contra la pared del pasadizo, respirando entrecortadamente, con una expresión de agonía pintada en el rostro desencajado.</p> <p>Apenas tuvo tiempo de llegar hasta él para sujetarlo antes de que cayera al suelo.</p> <p>-Mi rey, ¿qué te han hecho? -repitió, desesperado, sosteniendo entre sus brazos el cuerpo desmayado de Danekal.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Decimoctavo día antes de Elleri.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Un Mellizo no puede vivir sin su Melliza, ni ella vivirá sin él: ambos mueren a la vez. Un Mellizo vive mientras viva su Melliza. Ésa es su bendición, pues ellos no son sino una parte de ellas, y ¿cuánto dolor sufriría un Mellizo si le amputasen la mitad del cuerpo?</p> <p>Y el shalhed no morirá mientras viva su Melliza. Es la mayor bendición que la Shah puede otorgarnos: ¿cuánto dolor no sufriría una shalhia si se viera privada de la Shah, si la fuente se secase para ella?</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Diario de una shalhia</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><i>Estoy viviendo y no estoy vivo, estoy muriendo y no puedo morir</i>, canturreaba una voz en su cabeza. «Cállate.» Manoteó para ahogar a la voz, como si quisiera espantar una mosca, y golpeó algo duro, algo que emitió un quejido de sorpresa. Dejó caer la mano y abrió los ojos.</p> <p>-Melliza. -La sensación de alivio fue tan abrumadora que creyó estar a punto de volver a llorar-. Melliza...</p> <p>-Dila -susurró ella apartándole el pelo de la frente con una caricia-. Estoy aquí, Kal.</p> <p>-Estás aquí. -«¿Es un sueño? ¿Te estás burlando otra vez de mí? ¿Cuándo llegará el dolor...?» Cerró los ojos y suspiró-. Melliza.</p> <p>-Dila -repitió ella. Un leve crujido y su cuerpo se tendió a su lado-. Dila. Me llamo Dila, Kal... -Se acurrucó contra él-. Todo era mentira, todo es falso. No es cierto, no es cierto...</p> <p>Kal abrió los ojos de nuevo. No estaba en el pasadizo que iba a sacarlo de la Isla ni en la celda del tercer nivel de las mazmorras. La posición de la ventana, los tapices familiares colgados de las paredes, las sedas que adornaban el dosel... Un pinchazo de nostalgia retorció sus entrañas. «Mi dormitorio.» No el que había ocupado después de ser coronado: la habitación en la que se había criado, la habitación del príncipe heredero de Novana. «Un sueño. No es real...» <i>Fue tanto el dolor, la vida escapando a cada latido... Al verte es la angustia quien me toca</i>, canturreó la voz. <i>Suspiro por ver tus ojos... anhelo el sabor de tu boca... y lloro por merecer mi castigo</i>...</p> <p>«Mi castigo.» Mellizo.</p> <p>-Deja de jugar conmigo -suplicó. Cerró los ojos, los abrió, pero todo seguía siendo igual, tal como recordaba. Una brisa agitaba las colgaduras de seda y lino, azules y plateadas.</p> <p>-Todo es falso -subrayó Dila-. Las shalhias, los shalhed... Una mentira, Kal...</p> <p>-No es real -se empeñó Kal-. Despertar. Tengo que despertar.</p> <p>Dila se incorporó para mirarlo desde arriba.</p> <p>-Kal. -Parecía preocupada-. Kal, no estás soñando... Los shalhed no sueñan.</p> <p>«No hay pesadillas. Los shalhed no soñamos.»</p> <p>-Despertar...</p> <p>Dila le acarició la frente.</p> <p>-No es un sueño -respondió-. Es real. Estamos los dos aquí. Escucha, Kal... Todo era mentira -insistió-. El vínculo... Lo notaste, ¿verdad?</p> <p>Kal asintió, confuso. La agonía, el tirón, la sensación de estar siendo desgarrado por dentro.</p> <p>-Yo también -confesó Dila-. Yo también, Kal... Yo también lo sentí. Yo también lo siento, ahora mismo.</p> <p>Él se sentó a toda prisa, repentinamente alerta, y clavó una mirada extrañada en ella.</p> <p>-El dolor lo sienten los shalhed. El dolor es nuestro. Por desobedecer, por alejarnos, por no hacer...</p> <p>-Yo también lo sentí -lo interrumpió ella-. No fue físico, pero... Dolía. Kal, es mentira. Todo. Los shalhed son esclavos porque las shalhias así lo quieren, porque es más fácil, porque les da poder. Pero ellas... nosotras también somos esclavas. Del vínculo.</p> <p>-No entiendo lo que quieres decir -murmuró-. Me duele la cabeza. Yo...</p> <p>-Es el vínculo -perseveró Dila-. El vínculo... es el que crea la Shah. La creamos los dos, Kal, los dos... El shalhed no tiene por qué ser esclavo de la shalhia... Todo es mentira... El vínculo no es sometimiento, no es control, es otra cosa, es... Shah.</p> <p>Kal negó con la cabeza.</p> <p>-El sha’al -musitó, llevándose la mano a la muñeca.</p> <p>-Lo hicieron ellas. Lo hicimos nosotras. Para que obedecierais. -Dila hizo una mueca-. Para controlar todo el poder, toda la Shah. Para no compartirla con... los hombres. Pero sin ellos no hay Shah, y sin nosotras no hay Shah, la Shah es el vínculo... -Se llevó las manos a las sienes y cerró los ojos-. ¿Por qué? ¿Por qué tanto sufrimiento? Los shalhed... están todos locos, todos trastornados por el ansia de poder de las shalhias... Locos de dolor, de angustia, locos por no poder tocar la Shah... La Shah que es tan suya como nuestra. -Bajó la cabeza y ocultó el rostro tras la cortina de su pelo negro y liso-. Lo siento. Lo siento, lo siento...</p> <p>Parecía a punto de echarse a llorar como una niña. Kal la observó con incredulidad. «¿Qué...? ¿Qué está diciendo? ¿Qué quiere...?»</p> <p>-¿Cómo lo sabes? -preguntó.</p> <p>Ella levantó la cabeza. Tenía los ojos enrojecidos, pero no lloraba.</p> <p>-Tú lo hiciste -susurró-. Tú te rebelaste. Usaste la Shah. Contra mí. Y después... después pudiste utilizarla conmigo. -Esbozó una sonrisa-. Se puede hacer, Kal. Los hombres no encuentran la Shah a su alrededor, la encuentran en el vínculo... Es el vínculo el que la crea. Y tú la utilizaste. Un hombre.</p> <p>-Era un sueño -graznó Kal, apartando la cara. «¿Por qué me dices esto? ¿Para torturarme una vez más, para darme esperanzas, para ver cómo me duele cuando las rompas y vuelvas a destrozarme el alma...?»</p> <p>Dila apoyó la mano en su brazo. Él sacudió la cabeza. «No contestes. No me rompas todavía...»</p> <p>-¿Por qué estamos aquí? -Estudió la habitación, el lecho, las columnas de madera que lo rodeaban, los arcones, la luz difusa de la mañana entrando por la ventana, haciendo brillar el aire-. Creía que Novana tenía un nuevo rey. ¿Cómo ha permitido que yo, precisamente yo, me aloje en la torre?</p> <p>-Angarad te trajo aquí, y después ordenó que me trajeran a mí también. No he visto al rey... a Nikao de Venver -corrigió-, ni he visto a Angarad. Sé lo mismo que tú, Kal.</p> <p>Él se quedó pensativo un instante. Angarad. ¿Qué hacía allí, en Lanhav? Debería estar en Kianlê, luchando contra los tikën y los heranne... Se levantó con rapidez, dejando a Dila desconcertada, y fue hacia la ventana.</p> <p>El paisaje familiar le alegró el alma: el patio de la Isla, la muralla, el Tinhal, cuyas aguas bajaban perezosas hacia el Hexene, con la primera luz del día creando reflejos dorados en su superficie. Incluso el Cenagal parecía hermoso desde allí, las casitas arracimadas, los tejados rojos y pardos, y al fondo las murallas, con el elegante arco de la Puerta de Teilhil como un ojo guiñado hacia él... Y, más allá...</p> <p>Soltó una exclamación.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Decimoctavo día antes de Elleri.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">No diremos que el esfuerzo de conocer al enemigo, y también al amigo, sea en vano. Pero sí es cierto que, por muy bien que creáis haber llegado a conocer a alguien, siempre conservará la capacidad de sorprenderos.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Política Moderna</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Allí estaba. El rey. Frunció el ceño al pensar en él de esa manera. Apoyado de forma indolente en una de las picudas almenas que coronaban la Torre del Rey, observaba la ciudad, las murallas, a los enemigos que rodeaban Lanhav. Lo acompañaban una mujer joven de rizado pelo castaño que contrastaba con el rico vestido de seda dorada, y dos guardias de azul y plata. Nikao ni siquiera se había molestado en cambiarles el uniforme.</p> <p>-¿Te sientes seguro, protegido por unos hombres que portan los colores de la casa de Laurvat? -le soltó Angarad, acercándose a Nikao por detrás. Éste se volvió. Su primera reacción fue de sorpresa. Después su expresión cambió y esbozó una sonrisa maliciosa.</p> <p>-La casa de Laurvat ya no existe. ¿Por qué iba a desperdiciar tanto paño? He decidido firmar un decreto. Los colores azul y plata serán los colores de la Casa Real.</p> <p>Angarad se detuvo a un paso de él.</p> <p>-Así ha sido desde hace dos siglos -dijo-. No te molestes en firmar ese decreto. Puestos a no desperdiciar, ahórrate el pergamino.</p> <p>-Y la Casa Real -continuó Nikao sin hacerle caso- tendrá el señorío de Laurvat, el señorío de Lenvania y, por supuesto, el señorío de Venver. -Esta vez su sonrisa se hizo más amplia-. Es una lástima que no seas una mujer. Me casaría contigo.</p> <p>-¿Para tener también el señorío de Teilhil? -preguntó Angarad en tono hiriente-. Eso sería más de lo que podrías manejar, Nikao. Además -Dirigió una mirada a la mujer que miraba alternativamente a Nikao y a Angarad con un gracioso mohín en los labios-, creía que ya habías elegido a tu reina.</p> <p>-Oh -repuso Nikao con un ademán evasivo-, es posible... Sorsha de Soligna me convertiría en un buen amigo de Phanobia, desde luego. Pero Teilhil es tan... tentador... -Rio a carcajadas, ignorando el ceño fruncido de la mujer, que no parecía sentirse cómoda cuando hablaban de ella como si no estuviera presente. «Acostúmbrate, si es que quieres casarte con Nikao de Venver -le sugirió Angarad en silencio-. Para Nikao las mujeres son como los jarrones que adornan los pasillos de la torre.»</p> <p>La risa del rey fue tan falsa que duró apenas unos instantes, y pronto volvió a adoptar su anterior pose perezosa. Su mirada fija, no obstante, demostraba que estaba alerta.</p> <p>-No te hemos visto pasar por la Puerta de Lenvania, comandante -dijo con desgana-. No es que merezcas una entrada triunfal después del fiasco de Kianlê, pero tampoco pretendíamos que llegases a Lanhav como un vulgar ratero. ¿Por dónde has entrado? -preguntó, fingiendo una camaradería que jamás había sentido.</p> <p>-¿Qué fortaleza que se precie no tiene un par de pasadizos secretos? -repuso Angarad-. Para salir a la ciudad... o de la ciudad. Y para entrar, por supuesto.</p> <p>-Espero que ésos -Nikao señaló al enjambre de enemigos- no los conozcan también... No me gustaría que apareciesen a mi espalda sin avisar, dándome un susto de muerte. -Rio sin ganas-. Eso se lo reservo a mis comandantes derrotados.</p> <p>-No van a necesitar pasadizos -contestó Angarad, ignorando la pulla de Nikao-. Las murallas vacías sólo los retendrán unas horas. Quizá menos.</p> <p>-Ya has colocado en las murallas a tus dos mil desechos, Angarad. Bueno -se encogió de hombros-, al menos están ahí, por ahora. Tengo intención de convocar a la mitad a la Isla esta misma tarde.</p> <p>Angarad lo miró, sorprendido.</p> <p>-Nikao -murmuró.</p> <p>-Majestad -corrigió Nikao con un gesto de suficiencia.</p> <p>-¿Por qué no quieres proteger las murallas exteriores? -demandó Angarad, reprimiendo la ira-. Tienes tres mil soldados en Lanhav, Nikao... Quinientos guardias reales... Y unos cientos de miembros de la Milicia -enumeró-. Podrías detener a los tikën y a los he-ranne en las murallas al menos cinco, seis días, tal vez incluso diez. Tiempo suficiente para que lleguen los hombres de Lenvania y Sendala. Quizá incluso mis vasallos. Podrías salvar Lanhav. ¿Por qué prefieres concentrarlos a todos en la Isla?</p> <p>-Porque la Isla es lo único que importa, Angarad. Mientras la Isla siga perteneciendo a Novana, seguirá habiendo una Novana. Lo demás es irrelevante.</p> <p>-Si Lanhav cae -susurró Angarad-, la Isla acabará por caer también.</p> <p>-Tenemos tiempo -aseguró Nikao-. Si las murallas caen esta noche o mañana, como pareces creer, los ciudadanos detendrán a los tikën y a los he-ranne unos días... y los cuatro mil hombres que tengo en la Isla, y los mil que se les van a unir esta tarde, harán que podamos resistir hasta Yeöi, si queremos. Hasta que los destrocemos a todos. -Se asomó entre dos almenas-. Los lanhavenses son valientes: resistirán. Lo suficiente.</p> <p>Angarad no pudo reprimir una exclamación de incredulidad.</p> <p>-¿No has dado refugio a los ciudadanos? -dijo en un susurro horrorizado-. ¿Has vaciado las murallas, dejando la ciudad a merced de esos salvajes, y no has llamado a los ciudadanos para que se refugien en la Isla?</p> <p>-¿Para qué? -La extrañeza de Nikao era genuina-. Bueno, he permitido que los nobles se alojen en la Isla, desde luego... Pero alguien tiene que entretener a los salvajes, ¿no?</p> <p>-¡Para eso están las murallas! -exclamó Angarad, exasperado-. ¡Para eso están los soldados, Nikao!</p> <p>-Majestad -repitió Nikao, frunciendo el ceño-. Te lo repito: la Isla es lo que importa. El trono. El rey. El resto...</p> <p>No pudo terminar la frase. Angarad fue incapaz de reprimir por más tiempo su cólera. Dio un paso hacia Nikao y rodeó su garganta con las manos.</p> <p>-¿Para esto has luchado por el trono, imbécil? -gritó, apretando los dedos-. ¿Para esto has hecho todo lo que has hecho?</p> <p>Los ojos de Nikao se desorbitaron de sorpresa y de miedo. A su espalda Angarad oyó el silbido de varias espadas al desenvainarse, y un gritito ahogado de mujer.</p> <p>-Ese hombre no es un rey -declaró Deno al lado de Angarad-. Pero el comandante sí es el comandante. Bajad las armas.</p> <p>No hubo ruido de aceros entrechocando, ni un insulto, ni una palabra. Nikao abrió y cerró la boca como un pez, buscando aire.</p> <p>-Sabes que yo no maté a Tearate -boqueó-. Ni convertí a Danekal en esclavo.</p> <p>-No -aceptó Angarad, furioso-, pero si este país está enfermo, Nikao de Venver, es por <i>tu</i> culpa.</p> <p>No soltó el cuello de Nikao. Éste jadeó, inspiró como pudo y volvió a abrir la boca.</p> <p>-¿Vas a... matarme como... mataste a tu padre? -farfulló.</p> <p>-Voy a matarte como merece morir un traidor.</p> <p>-Soy tu rey -protestó Nikao con el rostro congestionado-. Me debes... me debes lealtad.</p> <p>Abrió la boca en busca de aire, pero las manos que lo asfixiaban se lo impidieron. Angarad no cejó, pese a las lágrimas que brotaban de sus ojos. Lágrimas de vergüenza, de ignominia, de pesar.</p> <p>-Debo lealtad a Novana -susurró, acercando el rostro a la cara amoratada de Nikao-. Y su rey es Danekal.</p> <p>Hundió los dedos en su garganta y notó el seco crujido de la tráquea al partirse. Después lo soltó, dejando que su cuerpo cayese desmañado sobre la almena y resbalase hasta el suelo.</p> <p>-¡Angarad!</p> <p>Giró sobre sus talones a tiempo para ver llegar a la almenara a Danekal, seguido por la mujer, la shalhia. Angarad frunció el ceño al verla doblarse sobre sí misma, medio asfixiada, sin soltar la mano de Danekal. «Pero tenía razón. Tenía que estar cerca de ella.» Su ceño se hizo más pronunciado. Aborrecía a las brujas, y odiaba la idea de ver a su rey hechizado por una de ellas hasta el punto de enfermar si se alejaba de ella. Danekal, sin embargo, no parecía molesto por su cercanía.</p> <p>Se apartó del cuerpo caído de Nikao y dio un paso hacia él. Danekal parecía confuso mientras observaba el cadáver de Nikao de Venver, tal vez incluso horrorizado. «¿Cómo pensabas que sería? ¿Que te devolvería la corona con una sonrisa, mi rey?» Se cuadró y esperó, impasible, a que él llegase hasta las almenas. Danekal sólo vaciló un momento antes de apartar los ojos de la figura caída de Nikao y clavarla en la suya.</p> <p>-Era necesario, supongo -suspiró.</p> <p>Angarad asintió.</p> <p>-Majestad, yo...</p> <p>Por el rabillo del ojo vio un movimiento rápido, el breve brillo del acero. Giró con rapidez hacia donde sus soldados se habían reunido con los dos guardias, que habían titubeado sólo un instante antes de dedicar toda su lealtad, una vez más, al que fuera su comandante. Al dar media vuelta vio que uno de ellos lanzaba una veloz estocada. Angarad echó mano a su espada.</p> <p>Tarde.</p> <p>Los ojos de la mujer vestida de dorado se abrieron por la sorpresa y el dolor cuando la espada del guardia la atravesó limpiamente. Tan atónita estaba que ni siquiera gritó. Sólo emitió un suave gemido cuando el guardia extrajo la hoja de su cuerpo, se miró el pecho, desconcertada, y cayó al suelo, muy cerca de donde yacía el que era probable que hubiera acabado siendo su esposo.</p> <p>-¡Sorsha!</p> <p>La mujer que acompañaba a Danekal, la shalhia, se lanzó hacia delante y esquivó a los soldados y a los guardias para arrodillarse junto a la dama de Phanobia. Se abrazó a ella con los ojos muy abiertos y tapó la herida con la mano, tratando de contener la sangre que manaba a borbotones por la herida.</p> <p>-Sorsha -gimió, bajito.</p> <p>Enfurecido, Angarad se irguió, dio un paso y, sin mediar palabra, golpeó en el rostro al guardia que había atravesado con la espada a la mujer que la shalhia acunaba con tristeza. No llevaba puesto el guantelete, pero aun así el golpe lanzó al hombre contra la almena. Aprovechó su aturdimiento para aferrarlo por los hombros y sacudirlo hasta que su cabeza golpeó la piedra azulada.</p> <p>-¿Desde cuándo la Guardia Real mata mujeres? -dijo en voz baja, sin soltarlo-. ¿Habías recibido una orden de tu comandante, o de tu rey?</p> <p>-E-era una traidora, señor -balbució el guardia con los labios contraídos en un rictus de ansiedad. Lanzó una mirada al cadáver de la mujer-. Era la a-amante del traidor... comandante...</p> <p>Siguiendo su mirada, Angarad también miró. Sorsha de Soligna yacía en brazos de la shalhia con los ojos muy abiertos, la cabeza colgando, fláccida, hacia atrás. La shalhia sollozó contra su pecho y después, en un movimiento tan rápido que sorprendió incluso a Angarad, alzó la cabeza y miró al guardia que éste retenía contra la almena.</p> <p>-Maldito bastardo -masculló con los ojos brillantes de cólera. La ira emanó de ella y golpeó de refilón a Angarad, que echó la cabeza hacia atrás, impresionado. Oyó un gorgoteo. Miró al guardia que mantenía aprisionado contra la almena justo a tiempo de ver cómo sus ojos se desorbitaban en una mueca de espanto y su boca se abría en un gesto de terror. Su cabeza estalló como una sandía demasiado madura al caer al suelo, rociándolo todo de sangre y de trozos de cerebro.</p> <p>-¡Por los Tres...!</p> <p>Angarad retrocedió, asqueado y asombrado. Se volvió, escupiendo sangre y vísceras, hacia la colérica shalhia, que todavía abrazaba el cadáver de Sorsha de Soligna. Un grito de rabia resonó junto a Angarad.</p> <p>Todo sucedió demasiado de prisa: Angarad extrajo la espada de la vaina en un intento desesperado de detener el arma del segundo guardia.</p> <p>-¡Maldita puta phanobiana! -gritó el hombre alzando la espada, dispuesto a descargarla sobre la cabeza de la shalhia. Ella alzó una mano para protegerse en un acto reflejo.</p> <p>La espada chocó contra una barrera invisible, vibró y se hizo añicos en la mano del guardia, que gritó de dolor y cayó también de rodillas, llevándose la mano herida al pecho. La shalhia lo miró como si estuviera a punto de reventarle la cabeza a él también.</p> <p>-Bruja -susurró uno de los soldados de Angarad. Éste miró a su alrededor, aturdido, y vio las miradas de terror y de odio clavadas en la mujer de pelo negro, que lloraba junto al cadáver ensangrentado de la otra dama, pero sin apartar los ojos de los hombres que la rodeaban, amenazantes. Sin saber muy bien si deseaba defenderla o matarla él mismo, Angarad se interpuso entre ella y los soldados.</p> <p>-Dejad en paz a mi Melliza -exigió Danekal con voz firme, avanzando hacia las dos mujeres caídas con la espalda erguida.</p> <p>-Ya habéis visto lo que... Es una bruja, señor -contestó el soldado, el horror todavía pintado en su cara manchada de rojo.</p> <p>-Y yo también -replicó Danekal, deteniéndose junto a la mujer-. Es mi bruja, y yo su brujo. Es mía -añadió, y los miró a todos por turnos para reafirmar sus palabras-. Si alguien hubiera de matarla, sería yo.</p> <p>Angarad estuvo a punto de suspirar al ver cómo los soldados bajaban la mirada, uno a uno, avergonzados ante el escrutinio de Danekal. Todavía temblaba un poco por la escena que acababa de presenciar, pero se sentía extrañamente reanimado al ver la facilidad con que Danekal se había impuesto a unos hombres dispuestos a matar. También, de uno en uno, los soldados envainaron las espadas e hicieron una breve inclinación de respeto hacia Danekal.</p> <p>-Guardia -dijo Angarad al otro hombre de azul y plata-, ve a decirle al comandante Dussek que le ordeno que se presente ante mí. A partir de este momento tomo el mando de todos los efectivos de Lanhav: ejército, Guardia Real, Milicia y guardias de los nobles.</p> <p>-Sólo el rey... -empezó a decir el guardia, y enmudeció al posar la mirada en Danekal. Éste pareció vacilar, renuente a alejarse de las dos mujeres, la viva y la muerta, que se acurrucaban a sus pies. Angarad caminó a toda prisa hacia él, se agachó junto al cadáver de Nikao y desprendió de su cabeza el aro de plata que se había enredado en sus cabellos. Se enderezó con los ojos fijos en la corona.</p> <p>-Esta gente necesita un rey, majestad -rogó en un murmullo. Levantó la cabeza y lo miró. Danekal le devolvió la mirada. La indecisión brillaba en sus ojos verdes-. Y el rey sois vos.</p> <p>Danekal se quedó inmóvil. Angarad trató de mantener la expresión impávida, pero acabó por permitir que la súplica se reflejase en sus ojos. «No te niegues, mi rey... Por favor.»</p> <p>Danekal bajó la cabeza.</p> <p>-Si me viera el triasta -musitó-, me condenaría por hereje.</p> <p>Angarad no pudo evitar sonreír mientras colocaba la corona de plata en la cabeza de cabellos castaños de Danekal.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Decimoctavo día antes de Elleri.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Por más que pretendamos condenar todas las enseñanzas de los Adoradores de la Muerte, hemos de reconocer la verdad de sus palabras cuando dicen: «La Muerte todo lo iguala, todo lo une, todo lo ata.»</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Enciclopedia del Mundo: Comentarios</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Los mercaderes habían pagado las murallas de Lanhav de su propio bolsillo poco después de la fundación de la ciudad, pero su vigilancia y mantenimiento dependía del rey, quien, a su vez, les había vendido las piedras de sus canteras. El rey también aportó los obreros que alzaron su estructura doble, erizada de torres. Eran otros tiempos. Por aquel entonces los monarcas de Novana no tenían que pagar a los obreros por su trabajo. Bastaba con que eligieran a los más fuertes, ágiles y diestros de entre los esclavos capturados en las innumerables guerras que libraban contra uno u otro país, o contra uno u otro clan de la propia Novana.</p> <p>Las murallas de Lanhav eran, en realidad, dos murallas dobles: del mismo modo que la fortaleza de la Isla, Lanhav estaba rodeada por una muralla exterior de unas siete varas de altura, y detrás de esa primera se elevaba otra más alta, que alcanzaba en algunos lugares las doce varas.</p> <p>Las murallas de Lanhav estaban pensadas para contener a los enemigos eternamente.</p> <p>Lograron contenerlos hasta mediodía.</p> <p></p> <p>El capitán Lukio se enjugó una lágrima de rabia de la mejilla y descargó una vez más la espada, cercenando la mano del enemigo que acababa de asomar por encima de la muralla. El hombre, un he-ranne de pelo largo y enredado con el rostro cubierto de intricados dibujos azules, chilló de dolor, perdió el equilibrio y cayó hacia atrás desde la escala de madera, llevándose consigo a dos de los que trepaban detrás de él.</p> <p>-¡Seguid luchando! -gritó, sin dirigirse en concreto a ninguno de sus soldados. Por el rabillo del ojo vio la avalancha de hombres vestidos de cuero que se desbordaba sobre el muro, a unos doscientos pasos de donde se encontraba. Maldijo para sus adentros, no tanto al enemigo, que demostraba ser demasiado fuerte y demasiado numeroso, cuanto al rey loco que había dejado la muralla desprovista de hombres y de armas. Los dos mil soldados que defendían las murallas de Lanhav eran caballeros, no arqueros; pero aunque hubieran sido expertos en el tiro con arco o con ballesta, ¿de qué habría servido, si el rey había guardado todas las flechas y dardos en la Isla como si fueran un tesoro? No había dejado ni un caldero, ni un leño con el que encender fuego y hervir agua para verterla sobre los enemigos... «No hay ni siquiera agua», pensó, desesperado, blandiendo la espada de nuevo mientras a su lado un soldado intentaba empujar otra escala de madera con todas sus fuerzas.</p> <p>El ominoso crujido de la Puerta de Lenvania al recibir el primer golpe de ariete le erizó el pelo de la nuca.</p> <p></p> <p>-¡Comandante! -exclamó Deno.</p> <p>Angarad se volvió con las manos todavía alzadas sobre la cabeza de Kal, alarmado ante el tono sobresaltado del capitán. Deno señalaba por encima de las almenas, hacia el norte, hacia la Puerta de Teilhil. Angarad bajó las manos y se acercó corriendo a él. Desde donde estaba Kal se veía a la perfección lo que Deno indicaba: el mar de hombres que hacía un momento chapoteaba contra las murallas se había desbordado por fin y se elevaba en una enorme ola que se derramaba por uno, dos, tres puntos distintos del muro que rodeaba Lanhav. Pese a la distancia podían oírse los gritos elevándose desde las calles más cercanas a la muralla en esos puntos. Dio media vuelta justo a tiempo de ver cómo una nueva cresta coronaba la muralla, justo detrás de las tres torres del Tre-Ahon.</p> <p>-Son demasiados... -Angarad se volvió hacia Deno-. Me temo que al final tendremos que seguir los planes de Nikao. Dad la orden: que se replieguen hasta la Isla. Los ciudadanos primero -añadió, tajante.</p> <p></p> <p>Kasro gimió y, suspirando, soltó el asa del enorme arcón. Se enderezó con cuidado y se masajeó las lumbares doloridas.</p> <p>-Bueno. Seguirá aquí cuando vuelva... -murmuró, tratando de convencerse.</p> <p>-Sólo es seda, Kasro -dijo Caleno desde la puerta-. ¿Quieres hacer el favor de darte prisa?</p> <p>Kasro volvió a suspirar, se colgó la pesada bolsa de monedas del cinturón, cogió el cofrecillo lleno de piedras preciosas y se lo colocó bajo la axila.</p> <p>-No tendría que dejarlo si esos malditos traidores no hubieran salido corriendo -renegó, paseando la mirada por el salón para despedirse de las alfombras, los pesados muebles de roble, las cortinas de brocado, las riquezas que reflejaban su prosperidad.</p> <p>-¿Qué esperabas? ¿Que se hubieran quedado a ver qué se le antojaba a su señor? ¡Joder, Kasro, corre! -exclamó Caleno.</p> <p>-¡Ya voy, ya voy! -refunfuñó Kasro-. Ni que fueran a llamar a la puer...</p> <p>Enmudeció cuando la puerta se abrió de golpe y de la calle entró un griterío ensordecedor.</p> <p>-¡Están dentro! -aulló Zej sin llegar a entrar en la casona-. ¡Están dentro, Kasro, están dentro!</p> <p>-¿Quién est...? ¿Qué coño dic...?</p> <p>-¡Están dentro! -gritó de nuevo Zej-. ¡Han saltado la muralla!</p> <p>Y sin una palabra más salió corriendo calle arriba.</p> <p>Kasro y Caleno intercambiaron una mirada asustada y, los dos corrieron hacia la puerta. Se atascaron en el umbral cuando ambos intentaron salir al mismo tiempo.</p> <p>Una muchedumbre corría alocada sin dirección, gritando de terror. Caleno y Kasro observaron la escena un instante, se miraron y dieron un respingo al oír el sonido de los combates que se libraban en la zona de la Puerta de Lenvania.</p> <p>-La Isla... -dijeron los dos al unísono, y echaron a correr sin molestarse en cerrar la puerta.</p> <p></p> <p>-Están demasiado dispersos -explicó Deno cuando el capitán Salpa de la guarnición de la Isla se unió a él en su apresurado camino hacia los barracones de los soldados-. En las murallas... Éramos dos mil -añadió.</p> <p>-Es imposible -sacudió la cabeza Salpa-. No pueden replegarse, Deno, y lo sabes. Dos mil hombres repartidos por todo el perímetro de la muralla... A duras penas lograrán entretenerlos unas horas, a los que todavía no han entrado -dijo en tono lúgubre-. Si bajan de la muralla para tratar de llegar hasta aquí los masacrarán en las calles.</p> <p>-Van a masacrarlos de todas formas -gruñó Deno, saliendo al luminoso patio-. Salpa, las murallas han caído. Lo único que se puede defender ya en esta puta ciudad es la Isla.</p> <p>Salpa asintió.</p> <p>-Han entrado por el norte y por el sur -meditó-. El re... Nikao cerró los dos puentes que llevan a la Ciudad de la Isla. Imagino que los ciudadanos estarán concentrados en sus cercanías. O se concentrarán allí en cuanto las calles se llenen de salvajes.</p> <p>Deno miró a Salpa y sonrió.</p> <p>-¿Yo el sur, tú el norte? -preguntó.</p> <p>Salpa le devolvió la sonrisa.</p> <p>-Me dejas el Cenagal, maldito cabrón...</p> <p>-Los del Cenagal son más fáciles -contestó Deno-. No vas a tener que convencerlos para que dejen sus pertenencias y salgan a toda leche de su casa.</p> <p>-Ya, porque la mayoría no tiene casa, no te jode... -se quejó Salpa-. Llévate quinientos. Si te das prisa llegarás al Templo de Jenhaha antes que esos hijos de puta. No hace falta que te quedes a rezar -agregó, sardónico.</p> <p>Deno soltó una carcajada.</p> <p></p> <p>Gae se quedó paralizada al ver la horda de hombres que pasaba por encima de la muralla justo enfrente de ella y saltaba a los tejados de las casas que se apoyaban contra el muro de piedra, gritando y gruñendo mientras mataban como al descuido a los pocos soldados que aún podían verse entre las almenas. Algunos de los tejados no resistieron y se rompieron bajo el peso, haciendo caer a los hombres al interior de las casitas. Otros resbalaron hacia la calle.</p> <p>Y seguían apareciendo más y más, saltando la muralla como si fuese sólo la valla de un corral de gallinas. Los gritos de los guerreros grotescamente pintados de azul se mezclaron con los chillidos de los hombres y mujeres de Lanhav. Gae, aterrorizada, fue incapaz de moverse pese a los empujones de los lanhavenses que huían de los invasores, corriendo en desbandada... ¿Cuántos serían? ¿Cientos, miles?</p> <p>Un fuerte golpe la lanzó contra una pared. Atontada, sacudió la cabeza y se aclaró la vista justo a tiempo de ver a un hombre enorme, vestido de cuero, con un casco redondeado y la barba trenzada, sucia de sangre coagulada, blandir una espada de tamaño descomunal y abrir en canal a una mujer. Ignorando el cuerpo que caía ante él, los órganos que se desparramaban por la herida que acababa de abrir, el hombre levantó la cabeza y clavó los ojos en ella. Sonrió bajo la miríada de tatuajes que adornaban su piel.</p> <p>Gae soltó un alarido, dio media vuelta y empezó a correr. Sentía en la espalda el hormigueo de sus omoplatos, esperando recibir el golpe que la derribaría y abriría también su cuerpo como había abierto el de aquella pobre mujer. Olía a humo y a muerte. Un doloroso pinchazo en el costado la hizo doblarse sobre sí misma, sin aliento. Pero no dejó de correr, empujando y derribando a los que se interponían en su camino. Levantó la cabeza, jadeante, y vio, entre el humo y las lágrimas, la primera de las tres torres del Tre-Ahon.</p> <p></p> <p>-Coge a trescientos hombres y ve a la Ciudad de la Isla -ordenó Angarad a Dussek-. Quiero que todos los nobles y sus siervos estén en la Isla antes de abrir los puentes. Vamos a ver si hacemos esto de una forma un poco ordenada -agregó. No se le escapó la sonrisa irónica de Dussek.</p> <p>-No creo que se resistan a dejar sus casas, viendo lo que se les echa encima.</p> <p>-No, pero igual protestan cuando les digas que dejen a sus guardias personales -alegó Angarad-. ¿Cuántos habrá? ¿Cuatrocientos, quinientos...?</p> <p>-Más o menos, quinientos, sí -contestó Dussek-. ¿Qué es lo que...?</p> <p>-La Isla va a tener que resistir muchos días, si queremos que Lanhav sobreviva -dijo Angarad en tono desapasionado-. En la muralla este no hay puerta, pero ya hemos visto que a esos salvajes no les hacen falta puertas para entrar. Quiero a esos quinientos hombres en la muralla este dentro de media hora. Y a tus trescientos hombres.</p> <p>-Todavía no han cruzado los ríos. -Dussek apresuró el paso para que Angarad no lo dejase atrás-. Reforzaré las torres del Teilhil y el Hexene...</p> <p>-No han cruzado los ríos porque no conocen Lanhav -lo interrumpió Angarad-. Pero no podemos contar con que no vayan a hacerlo. Si la Isla tiene que resistir, esa parte de la muralla tiene que resistir. Cuentas con ochocientos hombres: prométeme que no van a entrar por ahí hasta el anochecer.</p> <p>Dussek se golpeó el pecho, inclinando la cabeza.</p> <p></p> <p>-El Puente de las Cestas sigue bloqueado -renegó Caleno, poniéndose de puntillas para ver entre la multitud que colmaba la Plaza del Mercado-. Malditos hijos de puta...</p> <p>Los gritos y aullidos parecían acercarse cada vez más. Kasro olfateó y arrugó la nariz al percibir el olor a humo, todavía tenue, que flotaba en el aire.</p> <p>-Van a dejarnos morir aquí como ratas -se lamentó, sujetando con fuerza el cofrecillo de joyas. Contuvo el impulso de dejarse caer hasta quedar sentado en el suelo.</p> <p>-Os dije que no le hiciéramos daño -musitó Caleno-. ¡Os lo dije! ¡Y vosotros pidiéndole quinientos oros! ¿Creíais que iba a abrirnos después la puerta de su casa como si fuéramos amigos de toda la vida?</p> <p>Kasro lo miró, incrédulo, y después se echó a reír con histerismo.</p> <p>-Pero ¿tú eres gilipollas? ¿Crees que todo esto tiene algo que ver con...? ¡El puto Danekal está muerto, joder!</p> <p>-Y ¿tú te lo crees? ¡Os dije que no le...!</p> <p>-¡Cállate la puta boca!</p> <p>Un aullido de terror demasiado cercano los acalló a los dos. Se miraron, miraron a Zej, y empezaron a luchar contra la marea humana que se agolpaba en el extremo noreste de la plaza, pugnando por llegar hasta las callejuelas que conducían hasta el Puente de las Cestas.</p> <p></p> <p>-Es imposible defender el Cenagal -comentó uno de los soldados, corriendo por el Puente Nuevo-. Es una ratonera...</p> <p>-Te equivocas, soldado -respondió el capitán Salpa en tono firme-. Mira.</p> <p>Señaló primero hacia atrás: desde allí apenas se veía el Puente de las Cestas, que conducía a la Ciudad de los Comerciantes, pero sí se adivinaba la enorme aglomeración de gente que exigía a gritos que le permitieran cruzar para ponerse a salvo y los evidentes esfuerzos de los guardias por impedírselo. Después indicó el otro extremo del Puente Nuevo, el que cruzaban ellos en esos momentos, donde los escasos ciudadanos que se habían reunido pidiendo paso hasta la Isla empezaban a dispersarse en dirección contraria.</p> <p>-Van hacia los enemigos... -se extrañó el soldado-. ¿Por qué? ¿Qué...?</p> <p>-Dicen que Lanhav es una ciudad, pero en realidad son tres. -Salpa se detuvo al llegar al final del Puente Nuevo-. Los que viven en la zona sur son tan distintos de esta gente como si fueran de países diferentes. Y ésos -hizo un gesto hacia delante- saben de sobra lo que tienen que hacer. Llevan haciéndolo toda la vida. Sólo que ahora los enemigos no son sus propios vecinos.</p> <p>El capitán Salpa se dirigió a los dos hombres que guardaban el puente en la orilla norte:</p> <p>-Esperad a que todos los nobles hayan llegado a la Isla y después dejad que crucen el puente los que lo deseen. Los cenagaleses -agregó, mirando al soldado que lo seguía- tienen mucha más madera de luchadores que esos idiotas de la Ciudad de los Comerciantes. Y eso que tienen muchas menos cosas que defender.</p> <p>-No lo entiendo, capitán -reconoció el joven.</p> <p>-En el Cenagal no hay calles, soldado. La callejuela más ancha tiene el espacio suficiente para que pasen dos personas juntas. Si no están muy gordas. Te aseguro que, por muy grandes que sean esos tíos, hasta ellos caerán como moscas si una de las brutas que viven allí empieza a dar de sartenazos a todo el que pase junto a la puerta de su casa -sonrió, y se volvió hacia los doscientos hombres que lo seguían en formación de a tres-. Soldados -ordenó con voz clara-, cuando salgáis del puente, extendeos por la orilla del río y después internaos en las calles, hacia la muralla. Elegid una esquina o una puerta, o bloquead las calles con carros, con lo que os encontréis. Y matad a todo lo que se mueva y lleve trenzas o la jeta pintada de azul. Veremos si son capaces de llegar al río esos mamones.</p> <p></p> <p>El capitán Lukio soltó un exabrupto para sus adentros cuando la Puerta de Lenvania crujió una vez más, resistiendo a duras penas el embate del ariete.</p> <p>-Para qué mierda queremos un rastrillo, si dejamos que la cadena se oxide tanto que resulta inservible... -rumió-. Lanhav, la Ciudad Inexpugnable. Los cojones -maldijo, corriendo por la muralla hacia el soldado que blandía frenéticamente la espada contra los he-ranne y los tikën que seguían subiendo por la escala-. Largo -berreó en dirección al muchacho, que tenía los ojos muy abiertos, como si no supiera en realidad qué hacía allí-. Corre la voz: uno de cada dos, abajo. No vamos a quedarnos en la muralla dejando que esos hijos de puta se den un paseo por las calles. -Y ensartó por la boca al gigante rubio que acababa de asomar la cabeza por encima de la almena. El muchacho salió corriendo muralla arriba.</p> <p></p> <p>-Si no empiezan a cruzar el puente no vamos a poder llegar ni a la Plaza del Mercado.</p> <p>El capitán Deno hizo un gesto afirmativo.</p> <p>-Que pasen -ordenó a las dos docenas de guardias que custodiaban el extremo sur del Puente de las Cestas-. A estas alturas los nobles ya deberían haber llegado a la Isla. Y si no, que les den por culo. Vamos -instó al soldado que había hablando en primer lugar-. Apartad a esta gente.</p> <p>Los soldados comenzaron a abrirse paso entre el gentío que gritaba y empujaba hacia el río, cientos y cientos de cuerpos apretujados que ofrecían más resistencia que un muro de piedra. Deno tuvo que luchar por conservar el equilibrio cuando la masa comenzó a fluir hacia el Puente de las Cestas una vez desbloqueado el camino.</p> <p></p> <p>-¿Están todos? -inquirió Tranlovar, nervioso, paseando la mirada por el abarrotado Gran Salón. Los nobles congregados, la mayoría de pie, otros sentados en las escasas sillas repartidas por la sala, parecían mucho más alterados que él.</p> <p>-Es probable. -Julda se encogió de hombros-. Según los pocos que pueden hablar con coherencia, nadie echa de menos a nadie. Desde luego, la Ciudad de la Isla está vacía, según ha informado el comandante Dussek.</p> <p>-No van a caber todos... -Tranlovar miró hacia la escalera de caracol, y volvió a recorrer la estancia con los ojos-. Ya he reunido a las damas de Phanobia en los aposentos de la reina Sihanna, y a los phanobianos en las demás habitaciones de la primera planta...</p> <p>-Tranlovar -lo interrumpió Julda-. Te aseguro que la menor de las preocupaciones de esta gente va a ser dónde dormir esta noche. Ordena a los siervos que vayan bajando sus jergones.</p> <p>Tranlovar abrió la boca, atónito.</p> <p>-¿A-aquí?</p> <p>Julda asintió.</p> <p>-Y paja. Sí, paja y mantas. Si no están cómodos, que se vayan a buscar una cama a la Ciudad de los Comerciantes -agregó en tono destemplado.</p> <p></p> <p>-Se mueven -exclamó Kasro-. ¡Se mueven, Caleno!</p> <p>El movimiento de la muchedumbre era casi imperceptible desde donde estaban, pero Kasro había percibido la leve vibración, el suave cambio en el tono de los gritos que provenían del otro extremo de la Plaza del Mercado. «Han abierto el puente», se dijo, esperanzado.</p> <p>-Como no se den prisa no llegamos -presagió Caleno, tan optimista como siempre.</p> <p>Kasro le lanzó una mirada fulminante.</p> <p></p> <p>Angarad volvió a reunirse con ellos en la almenara de la Torre del Rey, donde Dila todavía permanecía abrazada al cadáver de Sorsha, acunándola con la mirada perdida, ignorando deliberadamente el cuerpo caído de Nikao y el cadáver descabezado y ensangrentado del guardia que ella misma había matado. Kal corrió hacia Angarad, ansioso, al verlo aparecer por la escalera de caracol.</p> <p>-Las torres que vigilan los ríos pueden resistir, majestad, tienen flechas de sobra y una buena provisión de agua. Y alimentos -informó Angarad-. Han levantado las cadenas bajo esa parte de la muralla. Por el agua no van a entrar, os lo aseguro. Nikao temía que pudieran llegar hasta aquí nadando. -Su mirada se endureció al posarse en el cuerpo del rey muerto-. Pero claro, en el agua no podía ponerles delante a los ciudadanos para que los detuvieran.</p> <p>-¿Qué coño importan las torres y las cadenas, Angarad? -preguntó Kal-. ¡Están entrando por todas partes! ¡Eso no es una muralla, es un jodido cedazo!</p> <p>-Al menos los criba -repuso Angarad con tranquilidad-. He ordenado cegar los túneles que dan acceso a la fortaleza desde la muralla este, para impedir que entren por allí. Los nobles ya están todos en la Torre del Rey, y hemos abierto los puentes. Esperamos que la mayoría de los ciudadanos pueda llegar a la Ciudad de la Isla antes de media tarde.</p> <p>-Para entonces los tikën y los he-ranne ya los habrán matado a todos -se lamentó Kal.</p> <p>-He enviado hombres al Cenagal y a la Ciudad de los Comerciantes. Ellos protegerán a los ciudadanos para que puedan llegar hasta aquí. Es evidente que no caben todos en la Isla -indicó Angarad-, pero en la Ciudad de la Isla estarán mucho más seguros. También me he encargado de reforzar la muralla este, de modo que...</p> <p>Kal lo interrumpió con un gesto. Señaló por encima de las almenas, hacia las tres torres triangulares del Tre-Ahon. Alrededor del templo todas las casas habían empezado a arder, y una espesa columna de humo se elevaba en el aire.</p> <p>-En esa zona todos los tejados son de paja -dijo Angarad-. El fuego no pasará la calle del Príncipe. En cualquier caso, no pasará el río.</p> <p>-Pueden incendiar toda la puta ciudad si les da la gana -masculló Kal. De pronto se sintió cansado, tan cansado que tuvo que apoyarse en la almena para mantenerse en pie. Suspiró-. Me siento inútil -murmuró-. Todo el mundo hace algo, y yo estoy aquí mirando cómo muere mi ciudad. Qué inútil.</p> <p>Angarad se acercó a él y posó una mano en su hombro.</p> <p>-Sois el rey -dijo-. ¿Sabéis cuál es vuestro deber?</p> <p>Kal lo miró, sombrío. No contestó.</p> <p>-Manteneros con vida -afirmó Angarad-. Odio tener que darle la razón a Nikao, pero mientras haya una Isla, mientras el rey de Novana siga en su trono, no nos habrán vencido.</p> <p>-Y acabaré reinando sobre un montón de huesos -se desesperó Kal, desviando la vista hacia la columna de humo que flotaba sobre el Templo de los Tres.</p> <p></p> <p>Una mujer no mucho mayor que Gae empezó a correr en círculos dando aullidos cuando su pelo comenzó a arder. Las chispas caían por todas partes, de los tejados, de las vigas, del cielo mismo. La mujer chilló cuando el fuego consumió todo su cabello y prendió su vestido, mordiendo su carne. Por primera vez, Gae se sintió agradecida por el castigo inmerecido que, buscando avergonzarla en público, la había dejado despojada de su honor y de su modo de vida, con la espalda y las piernas marcadas por los varazos, varios dientes de menos y la cabeza rapada. «No tengo pelo -pensó-, no me lo pueden quemar...» Siguió corriendo hasta que tropezó con el joven monje que obstruía las puertas del Tre-Ahon.</p> <p>-¡Déjame pasar! -gritó, aterrorizada.</p> <p>-Las mujeres no pueden entrar en el templo de los Tres -dijo-. Si queréis refugio, dirigíos al Templo de Jenhaha, muchacha.</p> <p>Gae lo miró, incrédula.</p> <p>-¿Quieres que me recorra toda la ciudad para...? ¡Déjame pasar, maldito imb...!</p> <p>Un nuevo grito a su espalda la hizo dejar la frase a medias. Cerró los ojos y arremetió contra el triakos, que, sorprendido por su ataque, perdió el equilibrio y cayó hacia atrás. Gae traspasó la puerta y se internó en la agradable penumbra del templo, abarrotado de hombres que la miraban con los ojos muy abiertos.</p> <p></p> <p>Tuvieron que apartarse para dejar pasar a lo que parecía todo un ejército de soldados vestidos de rojo y azul. Muchos de los ciudadanos aglomerados en la Plaza del Mercado protestaron al verse obligados a apretarse todavía más, pero Kasro se sintió aliviado al ver desfilar a los impasibles soldados.</p> <p>-Venok, con ciento cincuenta a la calle del Puerto -oyó decir al capitán, que iba casi en cabeza, un hombre joven de aspecto afable-. Gaidal, con otros ciento cincuenta a la calle del Príncipe. Yo me quedo en la calle de la Reina.</p> <p>Kasro se quedó inmóvil viendo cómo comenzaba a marchar la mayoría de los soldados mientras otros se quedaban donde estaban. El capitán recorrió la abarrotada plaza con la mirada. Sus ojos sorprendentemente azules se posaron en él.</p> <p>-Buen hombre -le dijo-. ¿Sabéis dónde podríamos conseguir un par de carros grandes?</p> <p>Kasro se quedó tan desconcertado que apenas acertó a abrir la boca.</p> <p></p> <p>Lukio se quedó petrificado al oír el horrible crujido. La Puerta de Lenvania.</p> <p>-¡Me cago en la puta! -gritó con toda su alma, y, en un arranque de furia, se lanzó contra la escala llena de enemigos posados como aves en sus travesaños y, con la fuerza nacida de la rabia, logró separarla de la muralla y hacerla caer hacia atrás. Ni siquiera sonrió al oír los gritos de los hombres que caían, aferrados a la escalera, sobre el ejército que esperaba abajo.</p> <p>-Joder, capitán -jadeó un soldado, pasando a toda prisa junto a él, hacia una de las torres que defendían la puerta principal de la ciudad-. Si sois así de entusiasta en todo, no me extraña que en La Doncella no os cobren...</p> <p>Lukio rio sin alegría.</p> <p></p> <p>El llanto apagado de la muchacha empezaba a crisparle los nervios.</p> <p>Julda trató de hacer caso omiso mientras ordenaba a las asustadas sirvientas que colocasen los jergones pegados a las paredes del Gran Salón. Los nobles estaban congregados en el centro, en un silencio casi fúnebre, observando mientras los palafreneros y los siervos entraban y salían de la Torre del Rey, llenando el suelo de paja fresca que habían robado a sus preciados caballos. La joven, que debía pertenecer a la casa de Sendala a juzgar por los colores de su corpiño, lloraba en el rincón más cercano a la escalera que ascendía a las plantas superiores, entorpeciendo el paso de las criadas e ignorando las peticiones de éstas de que se apartase.</p> <p>En ese momento apareció el rey por la escalera. Julda sólo lo miró de pasada: estaba muy delgado, y pálido, y vestía tan sólo la camisa arrugada sobre las calzas, pero tenía el porte erguido y grave que su madre siempre había soñado que adoptase algún día. Julda no pudo evitar sentir una punzada de orgullo al verlo.</p> <p>Lo seguía de cerca la mujer, la shalhia. A diferencia de él, ella sí se vestía de acuerdo con su rango, con una túnica de seda plateada y una sobretúnica azul ceñida a la cintura por una cadena de plata. Los labios de Julda se contrajeron. ¿Qué diría Isobe si la viera de la mano de su hijo...?</p> <p>La muchacha miró al rey y se echó a llorar con más ganas todavía. Julda soltó una exclamación indignada. «Todo Lanhav muriendo, y esta imbécil llora porque va a tener que estropearse el vestido durmiendo encima de un montón de paja...» O tal vez no fuera ése el motivo de su llanto, pero Julda habría apostado su mano izquierda a que no difería demasiado.</p> <p>La mujer que acompañaba al rey, la shalhia, soltó la mano de Danekal, se acercó a la muchacha y, sin mediar palabra, le soltó una bofetada.</p> <p>-Cállate -oyó Julda desde donde estaba-. Y si tienes miedo, muérdete las uñas, ponte a bailar una dietlinda o bébete un cántaro de vino. Pero cállate, estúpida niñata.</p> <p>La joven se quedó tan impresionada que sólo tuvo ánimo para hipar en respuesta. Julda esbozó una sonrisa de aprobación.</p> <p></p> <p>Salpa se apretó contra la pared y se asomó por la esquina.</p> <p>-¿Veis algo? -preguntó el soldado que se había pegado a él, un joven que no llegaría a los dieciséis años y que con toda seguridad no había tenido que afeitarse en su vida-. ¿Capitán?</p> <p>Salpa hizo un gesto para que se callase y siguió mirando. La calle que partía del estrecho hueco donde se escondían, más un callejón que una calle propiamente dicha, estaba desierta.</p> <p>-Sigamos -susurró-. Y haz el favor de sujetar bien la espada, Zudo. Parece que lleves un sonajero colgando -se burló. El soldado asintió con energía.</p> <p>Avanzaron por la sinuosa callejuela hasta la siguiente esquina. Salpa se asomó de nuevo, con movimientos pausados, pegado a la pared. Estuvo a punto de gritar de sorpresa al ver al hombre de rostro azul que se abalanzaba sobre él.</p> <p>Con un movimiento reflejo se separó de la pared y, alzando la espada, detuvo el golpe del he-ranne. Resopló al notar la fuerza del hombre y el peso de la enorme espada que portaba. El norteño dijo algo con voz gutural y se echó hacia atrás, levantando el mandoble con las dos manos para descargarlo de nuevo sobre él, con la evidente intención de partirlo por la mitad. Salpa arremetió aprovechando que había dejado su pecho al descubierto y lo atravesó con su acero justo debajo del esternón.</p> <p>-¿Ves por qué no hay que asustarse de una espada más grande que la tuya? -explicó mientras el cuerpo del hombre azul caía al suelo con un golpe sordo-. El tamaño no lo es todo, jovencito...</p> <p>Un fuerte golpe atrajo su atención. Volvió la cabeza con rapidez levantando de nuevo la espada, justo a tiempo de ver a una mujerona golpear por segunda vez con una cazuela de hierro a un inmenso tikën en la cabeza. El gigante puso los ojos en blanco, dejó que el hacha le resbalase de entre las manos y se desplomó.</p> <p>-¡He dicho que no vais a pasar! -barbotó la mujer, y escupió sobre el cuerpo caído. Después se giró hacia ellos y les regaló una sonrisa medio desdentada-. Mis once hijos siempre hacen lo que les digo. Y son tan grandes como éstos.</p> <p>-Lo que yo te decía -comentó Salpa, yendo hacia ella para rematar con la espada al tikën desmayado-. Cuanto más altos son, de más arriba caen.</p> <p></p> <p>Deno empujó apretando los dientes y sonrió cuando el carro cedió al fin y empezó a volcarse. A su lado, los soldados que empujaban con él gruñeron por el esfuerzo mientras colocaban el carro atravesado, justo en la bocacalle que se abría a la Plaza del Mercado. Deno se apartó y observó su trabajo, frotándose las manos para devolverles la circulación. El carro medio volcado tapaba casi por completo la calle.</p> <p>-Bien -murmuró-. Éste era el último, ¿me equivoco?</p> <p>-No, capitán -contestó uno de los soldados, sonriendo ampliamente. Deno le devolvió el gesto.</p> <p>Habían taponado con carros, carretas, mesas, e incluso con puertas arrancadas todas las calles que desembocaban en la Plaza del Mercado, excepto la que conducía al Puente de las Cestas, por la que todavía salían en un río incesante los ciudadanos reunidos allí, a la espera de que los soldados les permitieran cruzar hasta la Ciudad de la Isla. Deno siguió estudiando su trabajo un momento y después se volvió hacia el comerciante de sedas.</p> <p>-Maese Kasro, muchas gracias por vuestra colaboración. Ya podéis ir hacia el puente.</p> <p>-Capitán -dijo el hombre en un murmullo-, humm... ¿Para qué es esto?</p> <p>Deno sonrió.</p> <p>-Si tenemos que entretener a esos salvajes hasta que todos estéis en la Isla, mejor hacerlo con una muralla, ¿no...?</p> <p>-Una muralla -caviló Kasro, mirando el carro que bloqueaba la calle.</p> <p>-Marchaos -ordenó con amabilidad el joven capitán-. Y, de nuevo, gracias por vuestra ayuda. ¡Soldados! -gritó. La atención de los doscientos hombres uniformados se volvió hacia él a toda prisa-. Los lanceros, delante. Veremos si son tan gilipollas como para cargar. Arqueros, detrás. Los que estéis borrachos, dejad el arco y dormid la mona en una puta esquina. No quiero ni un sólo soldado novano con una flecha en la nuca, ¿entendido? -Unas cuantas risas le respondieron-. Treinta hombres en cada bocacalle, ochenta conmigo en la calle de la Reina. Éstos no pasan por aquí hasta Yeöi, o me como el Puente de las Cestas a bocados.</p> <p></p> <p>«El capitán Deno ha dicho que bloqueemos la calle del Puerto, pero...» Pero al ver el enjambre de enemigos que rodeaba el Tre-Ahon, Venok apenas dudó un instante antes de gritar la orden de cargar.</p> <p>Echó a correr hacia delante con la espada en alto. Ni siquiera se sorprendió cuando los tikën que se dirigían hacia la puerta del templo se detuvieron, los miraron y parecieron sonreír todos a la vez, empuñando sus armas.</p> <p></p> <p>Debían ser sólo una treintena, pero estaban logrando retrasar a la muchedumbre de he-ranne y tikën que penetraba por la destrozada Puerta de Lenvania. Gaidal se quedó boquiabierto al ver al resto de la Caballería de Novana luchar contra cientos de hombres armados con espadas tan altas como ellos y hachas de guerra de doble filo. «Y no pasan», se asombró Gaidal, sintiendo un nudo en el estómago cuando se dio cuenta de que los caballeros novanos, que debían ser los mismos que habían protegido las murallas tras su regreso de Kianlê, peleaban con furia pero sin dejar de retroceder y de caer ante la abrumadora superioridad de sus oponentes.</p> <p>-¡Soldados! -rugió Gaidal, alzando la espada por encima de su cabeza-. ¡Por Novana! ¡Por Lanhav! ¡Por Danekal!</p> <p>-¡Novana! ¡Lanhav! ¡Danekal! -entonaron los ciento cincuenta hombres que lo seguían, y se lanzaron hacia delante tan ordenadamente como caótico era el ataque de los hombres que estaban masacrando a los restos de la Caballería de Novana.</p> <p></p> <p>Los tikën y los he-ranne habían abandonado las escalas apoyadas en la muralla. El capitán Lukio esperó un instante para asegurarse, pero ningún otro enemigo apareció entre las almenas. «Y ¿para qué iban a intentar escalar, si tienen la jodida puerta abierta de par en par?», se preguntó con amargura.</p> <p>-Abajo -gruñó-. ¡Abajo! -gritó al soldado más cercano, que debía estar a unos doscientos pasos de él-. ¡A las calles!</p> <p>Dio media vuelta. Debajo de él, en la calle del Príncipe, algunos de sus hombres luchaban contra la horda de gigantes norteños que se había abierto paso rompiendo a golpes la orgullosa Puerta de Lenvania. Lukio musitó un juramento al ver cómo los miembros de la Caballería de Novana caían, uno a uno, en un combate desigual.</p> <p>-Abajo -musitó, buscando con la mirada la escalera.</p> <p>Un golpe en la espalda le hizo tambalearse hacia delante. Sobresaltado, vio cómo de repente brotaba de su pecho la punta de una lanza ensangrentada.</p> <p>-Genial -murmuró antes de caer de la muralla.</p> <p></p> <p>Salpa clavó la espada en el estómago de un hombre, la extrajo sin mirarlo siquiera y esperó a que el siguiente atacase.</p> <p>-¡Vete al otro lado del callejón! -increpó a Zudo. Lo que menos necesitaba en ese momento, pensó mientras cercenaba la mano armada que asomaba por la esquina, era que lo atacasen por la espalda. Estaban encerrados en la callejuela, pero era tan estrecha que podían defenderse de forma indefinida de la hilera de enemigos que se abalanzaba sobre ellos. Hasta que cayesen rendidos por el cansancio. Aquello era una ratonera, recordó, y esbozó una sonrisa tensa.</p> <p>El hombre, un he-ranne, bramó de dolor. Salpa aprovechó para trazar un arco con la espada que le partió la cabeza por la mitad. «Maldición.» Tiró del arma y el cuerpo del hombre estuvo a punto de caerle encima. Tuvo que forcejear con la espada para desengancharla de la cabeza del norteño. La blandió a ciegas, con tan buena suerte que le rebanó el cuello al he-ranne que había seguido al que acababa de dejar en el suelo.</p> <p></p> <p>-¡Lanceros! -gritó Gaidal. No tuvo que repetir la orden: veinte hombres se adelantaron en una ordenada hilera y avanzaron hacia la turba que subía por la calle del Príncipe-. ¡Caballeros de Novana! -vociferó, dirigiéndose a los hombres que luchaban de espaldas a ellos-. ¡Replegaos!</p> <p>Los escasos hombres que aún restaban de los defensores de la muralla dieron media vuelta y echaron a correr hacia ellos justo cuando los lanceros llegaban hasta la primera línea de enemigos.</p> <p>-¡Escudos! -aulló Gaidal. Otros treinta hombres clavaron la rodilla en tierra y se parapetaron tras los escudos rectangulares. Los caballeros que corrían llegaron hasta ellos y superaron la hilera de escudos, que se cerraron tras ellos formando una pared sin fisuras, con un bronco gruñido emitido a la vez por las treinta gargantas. Los lanceros retrocedieron apresuradamente y se colocaron justo delante de la línea de escudos, apoyando también una rodilla en tierra, esperando la acometida de los tikën y los he-ranne que, furiosos, se lanzaron hacia delante como una violenta riada.</p> <p>-¡Arqueros! -ordenó Gaidal.</p> <p>Cayeron diez, veinte hombres, y los que corrían detrás tropezaron con los muertos. Una segunda andanada de flechas mató a otra decena de hombres. Los lanceros tomaron impulso y se lanzaron una vez más contra los enemigos que esquivaban los cadáveres de sus compañeros.</p> <p>-No está mal -reflexionó Gaidal, observando cómo los lanceros atravesaban la tercera hilera de he-ranne, de tikën, de lo que fueran. No dijo nada cuando los que seguían a éstos avanzaron en desorden y empezaron a masacrar a sus lanceros, que todavía pugnaban por liberar sus armas de los hombres que habían matado-. ¡Arqueros! -gritó una vez más. Las flechas cayeron más allá de la línea de lanceros que morían bajo las espadas y hachas de los enemigos.</p> <p>Los norteños seguían avanzando sin que las flechas lograsen retrasar su paso. Gaidal se mordió el labio, viendo volar las flechas sobre su cabeza. «Son tantos...» Desenvainó la espada.</p> <p>-¡Escudos! -dijo, adelantándose-. Me temo que no vamos a aguantar demasiado.</p> <p>-Vamos a por ellos -sugirió un soldado, volviéndose a medias para mirarlo sin soltar el escudo-. Capitán. No pienso morir de rodillas.</p> <p>Gaidal asintió, y volvió a alzar la espada.</p> <p>-¡Por Novana! -dijo-. ¡Por Lanhav!</p> <p>-¡Por Danekal! -gritaron sus hombres, y, soltando los escudos y los arcos, y empuñando las espadas, se lanzaron hacia delante.</p> <p>Gaidal escogió al primer hombre que se le puso delante, un tikën de barba trenzada que blandía un hacha casi tan grande como él. La esquivó y, en el mismo movimiento, le abrió el costado con la espada. No se detuvo a ver si el hombre había muerto. Se internó entre los enemigos, lanzando estocadas a cada cuerpo que veía moverse, aprovechando su estatura inferior para pasar medio desapercibido entre los gigantes del norte. Le cortó el brazo a uno, abrió con un revés el estómago de otro, golpeó a un tercero en las corvas y se apartó antes de que cayera al suelo gritando de dolor. Una espada le hirió el brazo izquierdo. Chilló, giró sobre sí mismo y alzó el arma para matar al hombre que lo había herido.</p> <p>El mandoble del he-ranne le abrió la garganta. Gaidal cayó de rodillas, se llevó la mano al cuello y trató de gritar cuando notó que en sus pulmones, en vez de aire, entraba sangre.</p> <p></p> <p>Salpa hundió la espada en el vientre del tikën y la extrajo a toda prisa. El cuerpo cayó sobre la pared y resbaló hasta el suelo. Se llevó el dorso de la mano a la frente para enjugarse el sudor.</p> <p>-Era el último -dijo-. Aquí ya no hay más, Zudo... Vamos hacia ese otro callejón, si te... ¿Zudo? -Se volvió y soltó una exclamación al ver caer a Zudo a su lado y quedarse tumbado en el suelo con la parte posterior de la cabeza abierta hasta el hueso.</p> <p></p> <p>Venok comprendió su error cuando sus hombres empezaron a caer a su alrededor. Gimió al ver cómo la enorme hacha de guerra de doble hoja se elevaba en el aire y caía, hendiendo el hombro de uno de los soldados novanos y clavándose hasta la mitad de su pecho. Esgrimió la espada y la hundió en los riñones del tikën que acababa de matar a su compañero. El hombre se arqueó hacia atrás, y Venok tuvo que apoyar el pie en su nalga para extraer su arma y tirar al tikën al suelo. «Qué error.» Volvió a gemir, trazando un amplio arco con la espada para mantener alejados a los enemigos que lo rodeaban. A su lado, a un paso de él, otro soldado cayó, decapitado. «Son tantos...»</p> <p>-Por esto el capitán Salpa nunca llegó a ascenderme -se reprochó, esquivando el hacha de otro tikën y agachándose para evitar que el arma, al regresar, lo partiese por la mitad. En vez de golpearlo, el hacha se clavó en la espalda de un soldado novano que peleaba cerca de Venok. «¿Cómo se me ocurre, lanzarme así contra tantos, sin pensarlo...?» Y eran tantos... Tantos-. «Parapétate detrás de un escudo, dice siempre. Protégete y haz que vengan a por ti... Que sean ellos los que estén en desventaja...» Y yo, no -se quejó, lanzando una estocada e hiriendo en el costado a otro hombretón rubio que amenazaba a un soldado-. Yo, ni caso. Yo, me lanzo contra ellos pegando berridos. -Volvió a clavarle la espada, esta vez en el estómago-. Por si no se habían dado cuenta de que llegábamos...</p> <p>Alzó la espada para protegerse del golpe de un tikën que se abalanzaba sobre él gruñendo. Las trenzas pelirrojas, rígidas de sangre, enmarcaban una cara ebria de violencia, adornada con tatuajes azules.</p> <p>-Sólo me ha faltado pedirles que nos matasen un poco a todos, por favor -se lamentó Venok. El primer golpe del hacha le hizo caer al suelo de rodillas, con la espada en alto. El tikën tatuado se elevó sobre él, casi tan alto como la torre del Tre-Ahon que se alzaba a su espalda, y descargó un segundo golpe sobre su frente.</p> <p></p> <p>Rondalma se había construido una barricada con los barriles de vino y cerveza en su rincón favorito de La Doncella, y desde allí se defendía con bastante efectividad, armada con una enorme sartén. A su alrededor todo era caos: mesas volcadas, mujeres chillando y corriendo, hombres que se defendían con lo que podían, cuchillos, patas de mesa, botellas, contra aquellos gigantones que portaban espadas y hachas y sonrisas malévolas en los rostros pintados de azul o cubiertos de pelo trenzado. Tije observó desde la barandilla de la escalera cómo morían los clientes de La Doncella. Muchos de los invasores, sin embargo, ni siquiera se molestaban en entretenerse matando a los escasos hombrecillos medio alcoholizados. Eran las mujeres quienes les interesaban.</p> <p>Tije se acodó en la barandilla y recorrió la sala común con sus ojos multicolores. Un chillido más agudo que los demás atrajo su atención hacia el enorme cuerpo de un hombre rubio que, tumbado en el suelo, se movía violentamente. Debajo de él se agitaban las piernas blancas de Mina. Tije alcanzó a ver la manita blanca de la muchacha, armada con un pequeño cuchillo. El hombre la inmovilizó con un brazo sin dejar de moverse sobre ella. Tije enarcó una ceja al ver el gesto de furia de Eko, el idiota de Eko, cuando posó los ojos en la escena. Y arqueó la otra ceja al verlo correr hacia ellos, armado con su oxidada daga. Eko se lanzó sobre el hombre y le hundió la hoja en la nuca. Después, ebrio de ira, lo apartó de Mina con un fuerte empujón.</p> <p>Mina soltó un alarido, se enderezó y clavó el cuchillo en el rostro de Eko. Un instante después se dio cuenta de quién era y comenzó a gritar aún con más fuerza. Tije observó cómo caía Eko con la empuñadura de la daga sobresaliendo de la cuenca sanguinolenta.</p> <p>-También es mala suerte...</p> <p></p> <p>Deno sonrió cuando la primera avalancha de enemigos se ensartó en las lanzas que erizaban las improvisadas murallas que habían construido con carros y muebles.</p> <p>-¡Arqueros! -La andanada de flechas detuvo en parte al segundo alud.</p> <p>La calle de la Reina era ancha, pero no tanto como para no poder defenderla con sus ochenta hombres. Los lanceros, agazapados tras las carretas, pugnaron por desenganchar los cuerpos de los enemigos caídos. Un he-ranne se abalanzó sobre ellos y se atravesó con una lanza que ya estaba ocupada por el cuerpo de uno de sus compañeros. Deno se volvió hacia uno de los soldados que, nerviosos, esperaban a su lado con la espada empuñada.</p> <p>-Parece que no son muy listos, ¿eh? -rio.</p> <p>Enmudeció de golpe cuando una flecha atravesó el ojo del soldado al que se había dirigido.</p> <p></p> <p>-Vamos a morir todos aquí -gimió un muchacho cerca de Gae.</p> <p>-Cállate, imbécil -gruñó un hombre de mediana edad cubierto de ceniza y con el jubón chamuscado-. Estamos en un templo. Aquí estamos a salvo. Esto es un recinto sagrado.</p> <p>Sentada en un rincón con la cabeza gacha, Gae procuraba no mirar demasiado a nadie. «Vamos a morir.» No sabía muy bien si tenía ganas de reír o de llorar.</p> <p>-Los tikën no adoran a los Tres -dijo el hombre que se apoyaba en la pared a su lado-. ¿Crees que van a respetar un...?</p> <p>El fuerte golpe de las puertas del Tre-Ahon al abrirse interrumpió sus palabras. Gae no levantó la cabeza ni siquiera cuando los gritos comenzaron a elevarse desde el extremo del santuario más cercano a la entrada.</p> <p>-¡Deteneos! -oyó decir a alguien, imaginó que uno de los triakos-. ¡Deteneos! ¡Esto es un lugar sagrado! ¡No podéis...!</p> <p>Gae cerró los párpados con fuerza cuando la frase terminó en un gorgoteo. Los gritos arreciaron. A su alrededor los hombres comenzaron a correr, atropellándose unos a otros en su ansia por huir de un lugar que no tenía salida.</p> <p>Se abrazó las piernas y empezó a rezar en silencio. «Lhadhar, protégeme... Cahhir, líbrame de todo mal... Jenhaha, dame valor... Lhadhar, protégeme... Cahhir, líbrame de todo mal... Jenhaha, dame valor...» El ruido del acero al hundirse en la carne, los gritos, el sonido sordo de los cuerpos al caer al suelo se mezclaban en un galimatías insoportable. Se tapó los oídos con las manos. «Lhadhar, protégeme... Cahhir, líbrame de todo mal... Jenhaha, dame valor...»</p> <p>-¡Han matado al triasta! -gritó alguien muy cerca de ella.</p> <p>Los hombres intentaban correr en todas direcciones, los gritos y estertores se acercaban hacia donde ella se acurrucaba, mortalmente asustada. «Lhadhar, protégeme... Cahhir, líbrame de todo mal... Jenhaha, dame valor...» Alguien tropezó con ella y la hizo caer de lado. Se quedó tumbada, hecha un ovillo, sin atreverse a abrir los ojos, tapándose el rostro con las manos y notando el escozor de las lágrimas que pugnaban por brotar entre sus párpados. «Lhadhar, protégeme... Cahhir, líbrame de todo mal... Jenhaha, dame valor...»</p> <p>-Vamos a morir -susurró en su oído una voz que reconoció como la del muchacho que había dicho aquellas mismas palabras unos instantes antes-. Vamos a morir... -Aferró con fuerza su brazo y la obligó a apartar las manos de la cara. Gae no abrió los ojos. «Lhadhar, protégeme... Cahhir, líbrame de todo mal... Jenhaha, dame valor...» El joven empezó a sacudirla con vehemencia-. ¡Vamos a morir! -chilló el muchacho, que temblaba de miedo, y se abrazó a ella con tanta fuerza que la dejó sin respiración.</p> <p>Detrás, continuaban los gritos, el horrendo sonido de los cientos de pies chapoteando en sangre, el inconfundible ruido de la matanza. Gae no protestó cuando el chico, que seguía temblando de forma espasmódica, rasgó su camisa y hundió la cabeza entre sus pechos desnudos.</p> <p>-Vamos a morir -berreó una vez más el joven. Gae abrió los ojos y vio el temblor de los labios del chico, sus pupilas dilatadas por el miedo. «Lhadhar, protégeme... Cahhir, líbrame de todo mal... Jenhaha, dame valor...»-. Vamos a morir... -Parecía asustado hasta el paroxismo. Con una violencia nacida de ese miedo le subió la falda medio rota, la obligó a separar las piernas y la penetró. «Lhadhar, protégeme...» El muchacho la embistió con tanta fuerza que la cabeza de Gae chocó con la pared. «Cahhir, líbrame de todo mal... Jenhaha, dame valor...» Apenas tuvo tiempo de abrir la boca para gritar cuando un enorme hombre rubio alzó su espada detrás del joven y arremetió contra su espalda, con tanta fuerza que lo atravesó y atravesó también a Gae, clavándola al muchacho que todavía permanecía dentro de ella. Ni siquiera sintió dolor.</p> <p></p> <p>Salpa alzó la cabeza y olfateó el aire. Humo. El cielo se había vuelto de color gris. Estaba solo, pero podía oír, muy cerca, gritos de dolor y de miedo, ruido de lucha, y el crepitar inconfundible del fuego. «El Cenagal... lleno de casas tan juntas que apenas hay separación entre ellas, hechas de madera, de paja...»</p> <p>-Cabrones -musitó, bajando la espada y apoyándose en la pared de madera de una casucha. Sin poder evitarlo, se echó a llorar.</p> <p></p> <p>Deno miró un instante hacia atrás antes de volver a posar los ojos en los he-ranne que empezaban a escalar los cuerpos de sus compañeros caídos para superar la muralla de carros y muebles. A su alrededor volaban las flechas ardientes que los tikën habían comenzado a disparar, incendiando sus improvisadas murallas.</p> <p>-No queda ninguno -se dijo-. Los ciudadanos... Se han ido todos...</p> <p>-Capitán -llamó uno de los lanceros-. ¡Capitán!</p> <p>-¡Retirada! -aulló Deno-. ¡Hacia el Puente de las Cestas! ¡Escudos, lanceros, en la retaguardia! ¡El resto, no quiero una puta desbandada! ¿Entendido?</p> <p>Los soldados que había a su alrededor echaron a correr hacia la única bocacalle que permanecía abierta.</p> <p>-¡He dicho ordenada, joder! -clamó Deno, furioso-. ¡Quietos ahí si no queréis que os meta una espada por el culo!</p> <p>El grito surtió efecto. Los soldados se detuvieron en la bocacalle y esperaron a sus compañeros, formando hileras más o menos ordenadas.</p> <p>-Espero que no quede nadie por ahí fuera... -Deno se unió a los soldados para esperar el retroceso de los lanceros hasta donde se encontraban. Miró al cielo: el sol se ocultaba, rojizo, tras la espesa nube de humo que cubría toda la ciudad.</p> <p></p> <p>Kal dejó que las lágrimas corrieran libremente por sus mejillas mientras veía cómo ardía el Cenagal. A su espalda seguía oyendo los gritos, el crepitar del fuego que también incendiaba algunas partes de la Ciudad de los Comerciantes.</p> <p>Percibió su presencia a su lado. Supo quién era sin necesidad de verlo, tal vez porque había llegado a conocer a la perfección aquel silencio respetuoso, o la forma que tenía de hablar sin decir una palabra, de expresarse manteniendo el rostro inexpresivo. Angarad se asomó en silencio entre las dos almenas.</p> <p>-Una tarde -murmuró Kal-. Una tarde... es lo que ha durado mi ciudad.</p> <p>-Está anocheciendo -comentó Angarad-. Los tikën no luchan de noche.</p> <p>El fuego pasaba de un tejado a otro, y a otro, saltando jubiloso e iluminando el río con su luz rojiza, que se mezclaba con la del sol moribundo que se hundía tras las colinas.</p> <p>-Sólo ha regresado el capitán Deno -informó Angarad-. Con cincuenta hombres. El resto... Cuatrocientos cincuenta han muerto en la Ciudad de los Comerciantes, doscientos en el Cenagal con el capitán Salpa. Y la caballería... no ha vuelto ninguno...</p> <p>Kal vaciló antes de posar una mano sobre el hombro de Angarad.</p> <p>-Lo lamento -dijo en voz baja-. Esos dos mil hombres... Si no fuera por ellos y por lo que hicieron en Kianlê y aquí, en las murallas, ahora la Isla no sería nuestra.</p> <p>Angarad asintió.</p> <p>-La Isla está bien protegida. Y la Ciudad de la Isla. He traído de vuelta a la Guardia Real y he colocado seiscientos hombres en la muralla este. Hay cien hombres vigilando el Puente de las Cestas y el Puente Nuevo, y otros cien patrullando las orillas. Me temo que estamos encerrados, majestad.</p> <p>-Estamos vivos -lo corrigió Kal.</p> <p>Permanecieron en silencio, el uno al lado del otro, observando cómo se extendía el fuego como si el Cenagal fuese un campo de trigo reseco por el sol del verano. Al cabo de un rato, Angarad carraspeó.</p> <p>-¿Y vuestra... y vuestra reina, majestad?</p> <p>Kal esbozó una sonrisa torcida. «Mi reina...»</p> <p>-Mi Melliza está abajo. Tiene mucha más experiencia que yo en eso de tratar con nobles histéricos. Al menos, eso tengo que reconocérselo.</p> <p>Angarad guardó un prudente silencio.</p> <p>-Mi reina -musitó Kal, ensimismado-. Bueno, debo decir que jamás pensé que un matrimonio atase tanto a un hombre y a una mujer. -Giró la cabeza y lo miró-. Incluso ahora que estoy tan cerca de ella lo siento, Angarad... El suplicio de no estar a su lado... ¿Es eso lo que siente un hombre por su esposa?</p> <p>-Nunca he estado casado, majestad.</p> <p>-No. Claro... -Kal se acodó en la almena. Las ráfagas de aire le llevaron un intenso olor a quemado-. Es lo más parecido a una esposa que voy a tener jamás. Pero ¿mi reina? -Estuvo a punto de echarse a reír-. Qué extraña puede ser a veces la vida. La odio, Angarad -confesó.</p> <p>-Muchos hombres sienten eso por sus esposas.</p> <p>-Y también la necesito.</p> <p>Angarad lo miró de reojo con lo que a Kal le pareció una mirada divertida.</p> <p>-Majestad -dijo-, si me preguntaseis, yo diría que la queréis.</p> <p>Kal se encogió de hombros.</p> <p>-Sí, eso también. ¿Por qué no...? La quiero.</p> <p>Se apartó de las almenas y torció el cuerpo para ponerse de frente al antiguo comandante de su Guardia Real, ahora del escaso contingente que aún quedaba en la Isla.</p> <p>-Gracias -titubeó, buscando su mirada. Angarad parpadeó, turbado. Kal lo miró a los ojos, esos ojos azules tan idénticos a los de su tía que, por un instante, creyó hallarse delante de Isobe una vez más-. Por lo que has hecho -explicó-. Por serme fiel. Por lo de Nikao. Por sacarme de esa celda. Gracias. -Sonrió-. Primo.</p> <p>«El primito Angarad.» La voz de Evan estrujó dolorosamente su corazón, pero se las arregló para seguir sonriendo. Angarad le devolvió la mirada y su expresión se suavizó.</p> <p>-Soy fiel a mi país y me soy fiel a mí mismo. Soy fiel a mi rey. Y amo a mi primo Danekal.</p> <p>-Kal -corrigió éste sin perder la sonrisa.</p> <p>-Kal, sí -asintió Angarad-. Pero no esperéis que os llame así: la época en que jugábamos a ser soldados pasó hace mucho, majestad.</p> <p>-Pues vamos a tener que jugar a ser soldados una vez más, comandante -replicó Kal, señalando por encima de las almenas que coronaban la Torre del Rey. Angarad volvió a asentir.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Decimoctavo día antes de Elleri.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><i>Recuerdo haberte soñado</i></p> <p><i>y haber visto que ni en sueños tú me amabas</i>.</p> <p><i>Triste, mi amor,</i></p> <p><i>qué triste el sueño</i></p> <p><i>que aun despierto todavía te lloraba</i>.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Cantares</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Se detuvo en la puerta y alzó una ceja al verla apoyada en el alféizar de la ventana observando la ciudad. La luz de los fuegos dispersos por la Ciudad de los Comerciantes y de la perfecta «D» de la luna creciente, que ya se alzaba sobre las torres del Tre-Ahon, bañaba su rostro de oro y plata y hacía relucir, rojizo, su pelo negro. Dila no se volvió para mirarlo, pero su rostro se suavizó cuando él cerró la puerta.</p> <p>-Me ha dicho Angarad que Tranlovar ha vuelto a trasladar mis pertenencias aquí -comentó Kal, mirando con pesar el dormitorio que una vez perteneció a su padre.</p> <p>-Son los únicos aposentos que no están ocupados por un par de docenas de nobles. Incluso Sihanna ha tenido que compartir los suyos con todas sus damas y sus sirvientas. No está muy contenta.</p> <p>-¿Y tú? -preguntó Kal, yendo hacia el arcón que volvía a estar a los pies de la cama.</p> <p>-Yo ya no soy una de sus damas.</p> <p>Kal abrió el arcón y se sintió reconfortado al ver, perfectamente doblada encima de una pila de ropa, su mejor capa de paño gris. La acarició con una sensación de nostalgia y después la cogió, la dejó sobre el lecho y buscó una camisa limpia y unos calzones.</p> <p>-Sabes que no necesitas dormir hacinada en el Gran Salón, ¿verdad? -dijo al cabo de un rato al ver que ella no se apartaba del mirador-. No es que quiera que mis habitaciones se conviertan en un campamento militar, pero aquí hay sitio de sobra. Al menos para ti.</p> <p>-Gracias.</p> <p>Kal se cambió de ropa a toda prisa y vaciló antes de coger la capa. La noche era calurosa, pero... Se la puso sobre los hombros.</p> <p>-¿Te vas? -se extrañó Dila, volviéndose para mirarlo-. Yo no lo haría. Lo de ahí abajo es un caos. A Yosen se le ha acabado la provisión de tena de tantas infusiones que ha tenido que repartir entre las idiotas ésas, y a Julda se le ha acabado la provisión de bofetadas de tantas que ha repartido entre las sirvientas histéricas. Ah, y creo que a este paso también se va a acabar el vino. Tus nobles beben como soldados borrachos, ¿sabes?</p> <p>-Sí, lo sabía -sonrió Kal-. Me voy, sí.</p> <p>Dila se apartó de la ventana y fue hacia él con una expresión indescifrable en el rostro. Kal volvió a titubear junto a la puerta.</p> <p>-No iré muy lejos -explicó, sin saber muy bien por qué-. No... El dolor... -Tragó saliva-. Volveré pronto. Te lo prometo.</p> <p>Dila desvió la mirada. Kal se mordió el labio, indeciso, y se puso la capa sobre los hombros.</p> <p>-Dila -dijo al fin, odiándose por decirlo pero sin poder contenerse-, sólo quiero... Sólo quiero asegurarme de que está bien. De que ha llegado a la Isla.</p> <p>-Tije -adivinó ella.</p> <p>-Sí. Yo... He visto fuego en las cercanías del puerto, y quiero estar seguro de que... No voy a ir hasta La Doncella -aclaró-. No podría salir de la Isla aunque quisiera. Pero tengo que saber si está viva. Ha hecho... Le debo mucho, ¿entiendes? Ella no... Yo...</p> <p>Calló sin saber qué más decir. El rostro de ella se arrugó en una mueca extraña, tal vez de enojo, o de malestar. Kal le dio la espalda y fue hacia la puerta a paso rápido. «Antes de que tengas tiempo de ordenarme que me quede, antes de que...»</p> <p>Dila se echó a llorar desconsoladamente. Kal se volvió, sorprendido, y abrió la boca al verla desviar la mirada sin dejar de sollozar. Ella agachó la cabeza en un fútil intento de impedirle ver sus facciones. La humedad no sólo no lograba afearla, sino que hacía de su cara un dibujo resplandeciente, realizado por el pincel de algún dios mojado en cristal líquido. Absorto, la miró durante un instante, varias horas, días.</p> <p>-¿Lloras porque voy a buscar a Tije? ¿O es sólo porque me voy? -la sondeó, sintiendo al mismo tiempo incredulidad y una agradable calidez en el estómago.</p> <p>-No. Lloro por lo que siento cuando te vas.</p> <p>Estupefacto, Kal la observó: parecía avergonzada, y también desafiante, mientras las lágrimas seguían corriendo por sus mejillas. «Lo que siento cuando te vas.» Con un movimiento brusco Kal la agarró del brazo y levantó la manga de seda del vestido para estudiar su muñeca.</p> <p>Nada.</p> <p>Volvió a alzar los ojos, desconcertado. Dila tenía los ojos llorosos clavados en él, brillando como trozos de ámbar entre las pestañas oscuras.</p> <p>-Hazlo -suspiró. Kal abrió la boca. Sacudió la cabeza.</p> <p>-Dila -musitó-. Dila...</p> <p>-Hazlo -insistió ella-. Mellizo.</p> <p>Incapaz de desobedecer, Kal apretó su antebrazo y buscó la Shah. Dila gritó, pero siguió mirándolo sin pestañear. Él apretó aún con más fuerza hasta que las lágrimas volvieron a brotar de los ojos dorados. Ambos miraron a la vez: en el pliegue donde la mano se unía al brazo, como había ocurrido en su sueño, brillaba un fino aro de plata.</p> <p>-Dila. -Bajó la cabeza. También de sus ojos surgieron lágrimas de fuego que ardieron en la piel de sus pómulos. Ella levantó la mano marcada y le obligó a mirarla.</p> <p>-Ahora yo también llevo un sha’al, como me dijiste aquella vez.</p> <p>-No sabes lo que es, Dila -dijo él, apesadumbrado-. No sabes lo que has hecho. El dolor...</p> <p>-Ya sufría antes de tener el sha’al. Ya lloraba sin necesidad de llevar un brazalete. Te lo dije, Kal. Te lo expliqué cuando regresaste. Pero ahora -agregó, acercándose aún más a él-, por fin lo sabes.</p> <p>Posó la mano en su mejilla y acercó el rostro al suyo.</p> <p>-No niego que me da miedo sentir dolor cuando te vas -susurró contra su boca. Sus lágrimas se mezclaron con las de Kal-. Pero he descubierto algo que me aterra todavía más que la agonía que siento cuando te alejas.</p> <p>-¿El qué? -preguntó él, confuso.</p> <p>-Que te alejes.</p> <p>Lo besó. Kal se dejó besar. «Majestad, yo diría que la queréis.» La capa cayó al suelo cuando levantó los brazos para abrazarla con fuerza, tratando de apartar todos los pensamientos y de sentir sólo su contacto. Tan dulce. «El vínculo. Es sólo el vínculo, nada más...» Pero no dejó de besarla. Ella le rodeó el cuello con los brazos. Sus labios eran tan embriagadores como la Shah. Kal sufrió un escalofrío, y la sintió temblar en sus brazos.</p> <p>Dila se separó de él y lo miró, sin aliento.</p> <p>-Ahora entiendo -jadeó- por qué tus súbditos te reverencian tanto como para aceptar, sin necesidad de ceremonias, que eres su rey.</p> <p>Lo dijo con voz risueña, pero Kal bajó el rostro, apenado.</p> <p>-Yo no puedo ser el rey de nadie -dijo, desolado-. Ahora sólo soy un esclavo. Tu esclavo.</p> <p>-Kal. -Dila posó las manos sobre sus antebrazos. Sobre el sha’al-. Kal, no... No.</p> <p>-Soy tu Mellizo -alegó él sin mirarla-. Sólo eso. Y no puedo ser otra cosa.</p> <p>-Ni tú has elegido ser mi Mellizo, ni yo he elegido ser tu Melliza. Pero podemos elegir ser mucho más. No tienes por qué ser mío.</p> <p>Kal alzó la cabeza, la miró y sonrió con tristeza.</p> <p>-Pero, Dila... -murmuró-. Si soy tan tuyo que ya no me pertenezco...</p> <p>Ella clavó los ojos en los suyos. Ensayó una sonrisa temblorosa, y una lágrima solitaria, tan dorada como sus ojos, resbaló por su mejilla.</p> <p>-Si tú eres mío, yo también soy tuya.</p> <p>No se soltó de él cuando se puso de puntillas para juntar sus labios con los suyos. «Mía. Mi Melliza. Mi... reina.» Kal sintió que la cabeza le daba vueltas.</p> <p>-Tuya -repitió Dila. Rio pegada a su boca, y lo besó con tanta intensidad que Kal tuvo que hacer un esfuerzo para no dejar de pensar. «Espera... ¡Espera!» tuvo que gritarse cuando sintió en sus entrañas no sólo su deseo sino también el deseo de Dila. Se separó de ella y la miró. Sus ojos dorados relucían como joyas. Tomó aire, tratando inútilmente de serenarse. Se inclinó sobre ella y besó su mejilla, después su frente, su nariz, y, por fin, su boca. Envolvió su rostro con las manos y siguió besándola. Ella se pegó a él y rodeó su cuello con los brazos. No se sorprendió cuando notó el roce de las sábanas de su lecho bajo la espalda. «Melliza.» La estrechó entre sus brazos, incapaz de separarse de sus labios, y tampoco se sorprendió al sentir el tacto de su piel desnuda contra la de ella.</p> <p>Lo que sintió le hizo temblar. Sentir lo que sentía ella le hizo gemir.</p> <p>En ese momento el deseo se unió a algo más, algo que pugnaba por abrirse camino entre sus enmarañados pensamientos. Gimió de nuevo al sentir que la Shah lo inundaba de repente. Sujetó la cabeza de Dila, la apoyó sobre la almohada y se abrió a ella, dejando que la Shah pasase de él a ella mientras sus manos empezaban a acariciarla con ternura. Ella cerró los ojos, dejó caer la cabeza hasta que su rostro quedó flotando en un charco negro formado por sus cabellos desparramados, y también gimió, alzando una mano para acariciarlo. Kal siguió entregándole la Shah mientras entraba en su cuerpo. Dila abrió mucho los ojos y soltó una breve exclamación que sonó como un jadeo.</p> <p>Kal se quedó inmóvil. Levantó la mano y apartó del rostro de Dila un mechón de pelo húmedo, acarició su mejilla. «Mi reina.» Ella siguió mirándolo con los labios entreabiertos, y, cuando él volvió a llenarla de Shah, echó la cabeza hacia atrás y emitió un grito ahogado que estremeció a Kal y le hizo temblar.</p> <p>Empezó a moverse mientras Dila se arqueaba debajo de él. Sintió una vez más el frenesí de ella en su interior, uniéndose a sus propias sensaciones, la dulzura y la sensualidad de la Shah, el delirio de sentirla recorriendo todo su cuerpo, el placer de Dila al recibirla, el placer de ambos al añadir a la unión del vínculo la unión física, todo se convirtió en un remolino de sensaciones que empezó a girar con tanta rapidez que temió ahogarse, a volverse loco de éxtasis, a morir.</p> <p>Sonriente, la Shah se retiró, dejándolos a ambos aturdidos. Dila murmuró algo que Kal no entendió, acarició su rostro con las dos manos y lo besó con suavidad, sin aliento. Kal se dejó caer a su lado en el lecho y tomó aire.</p> <p>-Mi reina -jadeó, pugnando por recuperar el aliento.</p> <p>Al fin su corazón volvió a latir a un ritmo normal. Ella se echó el pelo hacia atrás e inspiró. Por el rabillo del ojo Kal vio un brillo plateado a la luz de los fuegos y de la luna, que todavía penetraba por la ventana.</p> <p>-Te queda bien el sha’al. -Se tumbó de lado y enroscó en un dedo un mechón de pelo de ella. Dila sonrió y levantó la mano. El sha’al relució en la penumbra.</p> <p>-Es como... un anillo. Un anillo grande. -Bajó el brazo y apoyó la cabeza sobre su hombro-. No deja de ser curioso -dijo en voz baja-. La gente se casa, y se regala un anillo para simbolizar esa unión. Las shalhias les regalan un anillo a sus shalhed. Y tú me has regalado un anillo a mí. La primera shalhia con anillo de Ridia. -Le mordió, retozona, en el hombro-. Que todos lleven anillos: yo prefiero el sha’al. El sha’al es nuestro.</p> <p>-Como la Shah.</p> <p>Dila asintió.</p> <p>-¿Recuerdas... aquel sueño? ¿Cuando lo hicimos juntos, el tejido, con la Shah? ¿La tormenta?</p> <p>-Lo recuerdo.</p> <p>-¿Lo que sentiste?</p> <p>-Sí. -«¿Cómo iba a olvidarlo?» Dila se tumbó de lado y pasó un brazo por encima de su pecho, y le dio un beso en el cuello. Se incorporó y lo miró desde arriba.</p> <p>-Jamás pensé que se pudiera sentir más placer -musitó, cohibida-. Pero aquello no fue nada, no fue nada... -Enrojeció tan violentamente que su rostro brilló en la oscuridad. Kal no pudo contener una carcajada. La abrazó, enredándose con ella, la tumbó boca arriba y la besó.</p> <p>-La Shah es esto -dijo bajito. Acarició su nariz con un dedo-. Tú misma lo dijiste. Es el vínculo. Entre nosotros. Y un vínculo puede ser débil, o puede ser fuerte. -Bajó el rostro y ella entreabrió los labios, esperando el beso, pero él no la besó-. ¿Quieres otra explicación práctica? -sonrió, travieso.</p> <p>-Sí -afirmó ella, y le devolvió la sonrisa-. Kal... -Levantó la mano y recorrió con el dedo el perfil de su rostro-. No sé si es el vínculo lo que siento. O es otra cosa.</p> <p>Él le mordió el dedo, juguetón.</p> <p>-Yo tampoco -confesó-. Pero lo siento.</p> <p>Ella lo obligó a bajar la cabeza para besarla.</p> <p>-¿Qué pasaría -preguntó ella en un susurro- si decido llamarlo «amor»?</p> <p>Kal gimió contra sus labios y la abrazó.</p> <p>-Entonces -respondió, también en un susurro- yo tendría que decirte que te quiero.</p> <p>Dila le apartó el pelo de la frente, acarició su mejilla.</p> <p>-Habías dicho algo acerca de otra explicación práctica...</p> <p>Kal puso los ojos en blanco, rio y se inclinó para acariciar los labios de Dila con los suyos.</p> <p>Un alarido los hizo separarse a toda prisa. Un segundo grito, más fuerte que el anterior, resonó en el silencio nocturno. Alarmado, Kal miró hacia la puerta.</p> <p>-Eso no venía del otro lado del río -dijo, bajando la mirada hacia Dila. Ella negó con la cabeza. Tenía los ojos muy abiertos.</p> <p>Kal se levantó de un salto y corrió hacia la puerta. Oyó los pasos de Dila detrás de él, pero no esperó a ver si lo seguía. Abrió la puerta y salió al pasillo en el momento en que sonaba un tercer grito, todavía más agudo que los anteriores.</p> <p>-Viene de abajo -exclamó, y corrió hacia la escalera. Bajó los escalones de dos en dos y se detuvo al llegar a la primera planta cuando oyó un cuarto alarido.</p> <p>Abrió de un empujón la primera puerta y entró en las habitaciones que se hallaban justo debajo de las que habían sido de su madre. Tropezó con un cuerpo tumbado en el suelo.</p> <p>-Luz -murmuró, asustado e impaciente a la vez. Alguien llegó corriendo detrás de él y se detuvo a su lado. De pronto sintió el tirón, la familiar sacudida de la Shah en su interior. Se abrió a la figura que esperaba a su lado y empujó la Shah hacia ella. Un instante después una luz dorada bañó la habitación. Parpadeó para acostumbrarse a la luminosidad y vio a Dila en el umbral, con el brazo alzado, el sha’al reluciendo en su muñeca. Lo miró y sonrió, temblorosa.</p> <p>Un aullido casi inhumano le erizó la piel. Entró en la alcoba saltando los cuerpos dormidos de una decena de mujeres. Las damas de Sihanna, adivinó en un rincón de su mente. El grito provenía del centro del dormitorio, ocupado por el enorme lecho. Corrió hacia él seguido por la luminosa figura de Dila, y cuando llegó soltó una exclamación de horror y tuvo que agarrarse a una de las cuatro columnas del dosel.</p> <p>Sihanna de Phanobia se agitaba entre unas sábanas empapadas en sangre y chillaba con toda la fuerza de sus pulmones. Tenía la túnica de dormir desgarrada, el cuerpo cubierto de arañazos y cuchilladas. Le habían arrancado mechones enteros de pelo y en el cuello y en el pecho podían verse marcas de lo que parecían mordiscos. Kal distinguió también una honda herida en su estómago, provocada, sin duda, por un arma afilada. Sihanna volvió a aullar de dolor cuando uno de sus ojos se hundió en la cuenca, convirtiéndose en una masa viscosa. La luz osciló cuando Dila se dobló sobre sí misma y ahogó una arcada.</p> <p>-Pesadillas... -susurró Kal, aterrorizado. Se abalanzó sobre el lecho y sacudió a Sihanna por los hombros-. Despierta. ¡Despierta! -gritó, y la abofeteó con fuerza. Sihanna chilló, balbució algo incoherente y de repente, mientras Kal la sacudía, su cabeza cayó hacia atrás, separada de su cuerpo, y rodó por la almohada.</p> <p>Asqueado, Kal se apartó de un salto y bajó del lecho. «Mierda. Mierda, mierda, mierda...»</p> <p>-Tiyha -dijo Dila, horrorizada. Él se volvió para mirarla, notando la bilis en la lengua. Dila señalaba algo a sus pies.</p> <p>Era el cuerpo de otra mujer. Lo miraba con los ojos velados por la muerte, la cabeza ladeada y una expresión soñadora que contrastaba con el cuerpo desnudo, abierto desde la garganta hasta la ingle, con los órganos destrozados por los dientes de algún depredador. Kal se tapó la boca con la mano. «Mierda. Mierda.» Dila parecía no tener fuerzas ni para llorar.</p> <p>-Despertad -acertó a balbucir Kal, trastabillando para alejarse de los dos cadáveres-. ¡Despertad! -clamó, propinándole una patada a la primera mujer que se encontró en su camino. Ella se incorporó de un salto, farfullando y con los ojos embotados por el sueño. Parecía intacta-. ¡Despertad a todo el mundo! -ordenó. Se volvió hacia la puerta y vio las expresiones de asombro y de espanto de Angarad y de Tranlovar, el primero con la espada desenvainada, el segundo con la cara de un tono cerúleo que le hacía parecer más muerto que Sihanna. «Pero está vivo», se dijo Kal.</p> <p>La mujer a la que había despertado se quedó paralizada al ver la carnicería junto a la que había estado durmiendo. Kal se agachó y la obligó a levantarse tirando sin ceremonias de la pechera de su túnica de dormir.</p> <p>-Despierta a todas las que estén dormidas. ¡Ya!</p> <p>Ella asintió, sobrecogida. Angarad intercambió con él una mirada de comprensión y salió corriendo.</p> <p>-¡Reunidlos a todos en el Gran Salón! -gritó Kal a su espalda, rezando porque el comandante le hubiera entendido. Se volvió hacia Tranlovar-. Despierta a todos los que haya en la torre -le ordenó, tratando de calmar los acelerados latidos de su corazón-. Y envía a alguien a hacer lo mismo en el patio y en la Ciudad de la Isla. Que nadie vuelva a dormirse esta noche. Bajo ningún concepto. ¿Entendido?</p> <p>-No... Sí, majestad -tartamudeó, y salió disparado, huyendo de la espeluznante escena. Más furioso que asustado, Kal se volvió para ver si la mujer estaba haciendo lo que le había dicho y se topó de bruces con Dila.</p> <p>Con una sonrisa trémula, ésta le tendió un bulto negro.</p> <p>-Toma. No vayas por ahí enseñando tu... majestad. -Bajó la mirada a su entrepierna, y rio. En ese momento Kal se dio cuenta de dos cosas. La primera, que Dila llevaba puesta su propia camisa, que la cubría apenas hasta medio muslo y dejaba a la vista la mitad de su escote. La segunda, que él iba completamente desnudo.</p> <p>Con un bufido cogió el bulto de ropa que ella le acercaba, que resultaron ser sus calzones, y se los puso a toda prisa. La miró una segunda vez: la camisa de hombre flotaba sin forma alrededor de su cuerpo desnudo, pero resultaba mucho más tentadora que cualquier corpiño ajustado que hubiera podido elegir. Frunció el ceño.</p> <p>-Voy a asegurarme de que todos están despiertos -gruñó-. Dila, haz el favor de ir a ponerte algo encima, por los Tres.</p> <p>-Voy vestida -replicó ella-. Ya habrá tiempo después, Kal. Prefiero dedicarme a impedir que muera nadie más.</p> <p>Él abrió la boca para protestar, pero Dila se lo impidió poniendo un dedo sobre sus labios.</p> <p>-Ni se te ocurra ordenármelo -dijo, y eso sonó como una orden. Kal cerró la boca, derrotado-. Luego me visto. Y tú también. Vamos.</p> <p>Caminó con paso rápido hacia la puerta. Kal la siguió sin dejar de fruncir el ceño al ver sus piernas desnudas.</p> <p>-Qué relación más cojonuda, la nuestra -refunfuñó-. Los dos tenemos que obedecernos. Es lo que siempre deseé.</p> <p>Ella le lanzó una mirada maliciosa desde la puerta.</p> <p>El Gran Salón parecía un hormiguero en el que los insectos fueran hombres y mujeres vestidos con ropas arrugadas, despeinados y con los rostros llenos de terror y desconcierto. Kal vio cómo los guardias reales se encargaban de sacar de la estancia algunos cadáveres. Uno de los tapices que colgaban junto a uno de los hogares tenía una enorme mancha escarlata. Oyó murmullos a su alrededor. Se mordió el labio, furioso, cuando entendió la palabra que repetían: «Bruja.»</p> <p>-He enviado veinte hombres a la Ciudad de la Isla -informó Angarad, reuniéndose con ellos en las escaleras-, y otros diez están despertando a los del patio.</p> <p>-Bien. -Kal se pasó la mano por la cara sin darse cuenta de que la tenía cubierta de la sangre de Sihanna-. No se me había ocurrido que pudiera pasar esto -admitió, contrito-. Tendría que haberlo pensado, yo... Después de lo que me ocurrió, tendría que haber imaginado que podría pasarles lo mismo a otros.</p> <p>-Ya había sucedido algo parecido antes -le explicó Angarad en voz baja-. Hace días que hay rumores... de gente que muere de noche en extrañas circunstancias. El capitán Salpa me lo contó. Pero jamás pensé que...</p> <p>-¿Por qué no me lo han dicho antes? -se irritó Kal. Se sentía enojado consigo mismo.</p> <p>-¿Porque estabas encerrado en una celda? -ironizó Dila.</p> <p>Kal la miró, ceñudo, y después hizo una mueca burlona. Angarad lo miró, la miró a ella y levantó una ceja en un gesto divertido. Carraspeó.</p> <p>-Majestad -dijo, recuperando su expresión seria-. ¿Qué es...? ¿Qué ocurre? ¿Por qué muere esta gente?</p> <p>Kal exhaló.</p> <p>-Ni siquiera yo estoy muy seguro de entenderlo. Lo único que sé es que... que los sueños pueden hacerse realidad. -Se encogió de hombros-. No se me ocurre una forma mejor de explicarlo. Lo que te ocurre en un sueño, puede que te esté ocurriendo de verdad.</p> <p>Angarad asintió, impasible.</p> <p>-¿Por qué?</p> <p>-No lo sé -admitió Kal, mirando a los nobles que lo observaban con los ojos desorbitados. Tomó aire. «Y ¿cómo se lo explico a ellos?» Dio un paso hacia el centro del salón, pero Tranlovar lo interceptó, jadeante, posando una mano sobre su brazo desnudo.</p> <p>-Majestad -solicitó en un susurro-. Majestad, he traído... Quizá sea mejor... Para que sepan... -Calló, sin aliento, apoyando en Kal casi todo su peso, y alargó la otra mano. Sostenía entre los dedos regordetes dos aros de plata, uno liso, el otro labrado formando una línea suavemente ondulada.</p> <p>Kal los observó un instante y después sonrió.</p> <p>-Sabes demasiado, cabronazo -murmuró, y su corazón se aligeró al comprobar que el mayordomo mayor reconocía la frase que le había dirigido tantas veces cuando sólo era un príncipe caprichoso. Cogió el aro liso y se lo colocó en la frente; después miró a su alrededor-. No hay ningún triasta por aquí, ¿verdad? -bromeó. Tomó el segundo aro, el ondulado, y miró a Dila.</p> <p>Ella parpadeó, estupefacta.</p> <p>-Es preferible «majestad» a «bruja» -cuchicheó Angarad en el oído de Dila-. Hacedlo por él, señora. Nadie obedecerá a un rey esclavizado por una bruja. Pero sí lo harán si creen que sólo está hechizado por una mujer.</p> <p>-Viene a ser lo mismo -comentó Kal, colocando la corona sobre el despeinado cabello de Dila-, pero te lo agradezco, Angarad.</p> <p>Dila se llevó la mano a la cabeza y tocó el aro plateado con expresión de asombro. Apartó los dedos como si quemase, miró a Kal, abrió la boca y no le salió la voz.</p> <p>-No te preocupes -repuso Kal-. Nadie creerá de verdad que eres una reina hasta que te vean con un vestido como los Tres mandan.</p> <p>-Es lo que necesitaba para tranquilizarme -contestó ella-. Muchas gracias.</p> <p>Él le guiñó el ojo y giró sobre sus talones para mirar a los nobles, que guardaban un silencio sepulcral.</p> <p>«¿Y cómo se lo explico a ellos?», volvió a suspirar. Avanzó hasta quedar frente al nutrido grupo de hombres y mujeres, lo pensó un instante y después, ignorando su poco majestuoso aspecto, casi desnudo, cubierto de sangre y con la incongruente corona brillando en su cabeza, se irguió y se dirigió a ellos:</p> <p>-No os durmáis -dijo, endureciendo la voz-. ¡No os durmáis! ¡Ninguno!</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>TEUNE (PHANOBIA)</p></h3> <p></p> <h2>Decimoséptimo día antes de Elleri.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Pues todos debemos someternos, tarde o temprano, al juicio de la Luz.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>De la Vida y la Verdad</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Como siempre que Vantar creía necesario tener un público que fuera testigo de sus acciones, el salón desde el que los reyes de Phanobia habían gobernado su país durante seiscientos años estaba abarrotado. La mayoría de sus ocupantes, como era previsible -dentro de la lógica demente que el Profeta había inoculado en sus seguidores-, eran varones. Sólo algunas hembras se arracimaban al fondo de la enorme estancia, ocultándose tras la multitud de hombres como malas hierbas en un campo de trigo a punto de ser cosechado. Una analogía que también provenía del divino sucesor de Beren.</p> <p>-... si ya es terrible tener que presenciar cómo las mujeres nublan la razón de los hombres de bien -estaba diciendo Vantar, mientras Nial trataba de abrirse camino con disimulo hasta donde Dendalior permanecía de pie, muy cerca del arrinconado trono-, es mucho peor ver cómo una de esas desgraciadas intenta llevarse el alma de uno de los instrumentos elegidos por la Luz. Pues no olvidéis -agregó alzando la voz- que eso es lo que son Nial y Dendalior. -Hizo un gesto hacia ellos sin mirarlos-. Ellos, mis hombres de confianza, son los Elegidos de la Luz, pues fui yo mismo quien los llamó para que acudieran a mi lado. Y una mujer que intenta alejar a uno de ellos de mí, de la Luz, tiene por fuerza que ser un demonio elegido por la maldad, por la oscuridad, por el enemigo.</p> <p>«Siempre hay que dejar espacio para otro monstruo peor.» En aquellos momentos, sin embargo, Janee no parecía muy dispuesta a seguir bromeando. De rodillas en el pequeño espacio que los hombres reunidos ante Vantar le habían dejado, ninguna prenda permitía disimular los golpes, las heridas, los moratones que cubrían su piel desnuda, de un blanco casi violáceo. Temblaba abrazándose a sí misma, con la cabeza gacha, sin atreverse a mirar a los ojos al que iba a ser su juez, a los que iban a ser sus verdugos.</p> <p>-Me pregunto dónde habrá quedado eso de la igualdad entre los seguidores de la Luz -murmuró Dendalior, ausente, sin apartar los ojos de Janee-. ¿No decía que todos éramos idénticos a los ojos del bien? ¿O es que algunos somos más idénticos que otros?</p> <p>-Dendalior -susurró Nial-, ¿crees de verdad que es un buen momento para bromear? ¡Va a matarla, joder! ¡Y tú diciendo idioteces sobre...!</p> <p>-¿Nuestro Profeta? -lo interrumpió Dendalior-. Quizá si te hubieras molestado en estudiarlo, ahora sabrías qué decirle para apaciguar esa ansia asesina que cada día va a peor.</p> <p>-Su pecado, pues, es mucho más horrible, mucho más maligno que el de aquellas que han usado su cuerpo para apartar de la Luz a otros de mis hombres -siguió diciendo Vantar en voz cada vez más alta-. Porque ella no ha escogido a un seguidor de la Luz para arrastrarlo a la oscuridad, no. Ella ha intentado llevar a la sombra a uno de los Elegidos de la Luz. Y, si las demás merecían la muerte, ella merece mil muertes, cien mil muertes. O, puesto que el demonio ocupa un cuerpo mortal -concedió-, una sola muerte, pero una muerte tal que este súcubo desee no sólo no haber nacido, sino no haber posado jamás los ojos en el mundo que, por derecho, pertenece a la Luz.</p> <p>Una muchacha rubia se volvió hacia su hermano, «¿Has visto, Nial? ¡Tu amigo el campesino quiere tocarme la mano!», y la mirada de rencor de Vantar atravesó el alma de la muchacha vestida de seda, odiándola con todas las fibras de su ser. Odiando a la mujer que lo ridiculizaba, que se burlaba de la flor que había recogido con la ilusión de su primer amor adolescente. Odiándolas a todas a través de ella. Nial abrió la boca, desesperado, sacudiendo la cabeza para librarse del inoportuno recuerdo. Vantar levantó la vista para mirar a la multitud reunida delante de él.</p> <p>-Muerte -dijo, con la misma rudeza con que había estrujado aquella flor entre los dedos-. El veredicto es de muerte.</p> <p>-¡Muerte! -gritó alguien desde el fondo del salón.</p> <p>-¡Muerte! ¡Muerte! -aullaron los berenitas-. ¡Muerte!</p> <p>-¡No! -vociferó Nial, abriéndose paso hasta el hueco en que se encontraba Janee. Cuando Vantar se volvió para mirarlo, el terror sacudió su cuerpo hasta que estuvo seguro de que no iba a ser capaz de seguir hablando. Tragó saliva-. No puedes matarla, Profeta -se obligó a decir, con voz temblorosa, indicando a la sollozante Janee-. No es... quiero decir, es...</p> <p>-¿Acaso ha conseguido arrancarte del lado de la Luz y sumirte en la oscuridad? -lo interpeló Vantar, entrecerrando los ojos-. ¿Te ha hecho suyo con sus artes demoníacas, Nial? ¿A quién perteneces ahora, a la Luz o a la sombra? -bramó.</p> <p>Nial tomó aire en un vano intento de serenarse. Quizá porque era la primera vez que la mirada de Vantar se posaba en él con la sospecha reluciendo en las pupilas negras, su mente empezó de pronto a aullar de terror, de angustia, de incredulidad. Fue en ese momento cuando lo entendió al fin, cuando su alma alcanzó a comprender lo que su corazón se había negado a aceptar hasta entonces: que Vantar no era Vantar, que tal vez no lo había sido nunca. Que el Vantar que recordaba, que el Vantar al que aún amaba, no era sino una imagen que su mente había creado para sustituir al ser que en ese instante lo observaba en silencio, evaluándolo en busca de algo que le hiciera decidir si debía vivir o morir.</p> <p>Nial tragó bilis y avanzó un paso, después otro, hasta colocarse al lado de Janee, que había prorrumpido en sollozos apagados y temblaba cada vez con más violencia. Hizo acopio de toda su fuerza de voluntad para apartar la mirada de ella y posarla en Vantar.</p> <p>-A la Luz, por supuesto, Profeta -declaró en un falso tono sereno-. Siempre he pertenecido a la Luz. Y sé que... sé lo que es esta mujer -explicó, tratando de ignorar la exclamación de sorpresa y de alarma proveniente de la figura encogida a sus pies-. Sé que es un demonio que... bueno, eso. Pero no puedes matarla -agregó-. Está en... eh... Está embarazada -se apresuró a mentir-. Y tú mismo dijiste que las mujeres en... eh... Bueno, eso -repitió, sintiéndose cohibido y sin saber muy bien por qué.</p> <p>Vantar cerró la boca y torció la cabeza para estudiar con detenimiento a Janee. Dio un paso hacia ella, pero no se acercó más. «Seguro que para no contagiarse de su maldad», pensó Nial, desesperado.</p> <p>-¿Es cierto eso, mujer? -requirió Vantar con la voz afilada como un cuchillo. Ella levantó la cabeza, miró a Nial, desvalida, y volvió a agacharla.</p> <p>-S-sí, Profeta -contestó con un hilo de voz empapado en lágrimas.</p> <p>Vantar volvió a callar durante lo que a Nial le pareció una eternidad.</p> <p>-Dendalior -llamó al fin Vantar en tono seco-. Compruébalo.</p> <p>El triakos fue hacia ellos con paso rápido, esquivando a los hombres del Profeta, demasiado asombrados para intentar obstaculizar su camino.</p> <p>-No sé si puedo hacer... -empezó Dendalior, deteniéndose ante Janee-. No soy sanador. Soy... era sacerdote -se corrigió-. Pero... Vantar, creo que tiene razón -añadió-. Por lo poco que sé sobre el tema, el... los... Bueno, se ve que... que es cierto.</p> <p>Miró a Vantar con el rostro casi inexpresivo. Nial se descubrió rezando en silencio porque el Profeta se tragase la evidente mentira del antiguo triakos. Por la Luz, si incluso un inculto como Vantar tenía que saber que eso no se veía a simple vista...</p> <p>Él también se mordió el labio.</p> <p>-Bien. -Al cabo de unos instantes interminables, Vantar se irguió para permitir que toda la concurrencia viera su figura bañada en la luz de su fe-. Todos los hijos son necesarios para la Luz, y un hijo de uno de mis Elegidos será un instrumento útil para los que han de desterrar la maldad de este mundo. Permitiremos que el demonio viva -sentenció, mirando a Janee con todo el desprecio que fue capaz de acumular en una mirada- hasta que dé a luz al hijo de Nial. Volveremos a juzgarla entonces, cuando su justo castigo no sea un impedimento para la victoria del bien.</p> <p>Antes de salir, Vantar le dirigió una mirada cargada de suspicacia.</p> <p>-Está loco -musitó Nial, todavía aturdido, cuando el Profeta abandonó la estancia-. Está chalado del todo, Dendalior... Va a acabar matándonos a todos para preservar la pureza de su mierda de fe. Y nosotros le hemos dado un país entero para que lo sacrifique. ¿Cómo vamos a salvar Phanobia si tenemos como líder a un chiflado como Vantar?</p> <p>-Ése es el objeto del estudio de los sanadores -dijo Dendalior con una sonrisa irónica-: cómo salvar un cuerpo cuando el mal que lo aqueja está en su interior.</p> <p>-Pues más vale que vayas aprendiendo lo que debe saber un sanador -replicó Nial-. Antes de que Teune enferme tanto que sea imposible salvarla.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Decimoséptimo día antes de Elleri.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">No lamentes lo que has perdido: trata de recuperarlo.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Estrategia y Práctica de la Guerra</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Entre el humo y los fuegos que aún ardían aquí y allá, diseminados por toda la ciudad, Sikk logró por fin encontrar la familiar figura que llevaba buscando desde que los combates cesaron, desde que exterminaron al último novano escondido en las calles y casas de la capital de la isla. Contuvo un suspiro de alivio y se encaminó a toda prisa hacia el edificio semiderruido bajo cuyo umbral, sin molestarse en buscar siquiera el poquito de intimidad que podría haberle brindado la ruinosa taberna, el tikën agitaba las trenzas sobre el cuerpo de una de las pocas novanas que todavía conservaban la vida.</p> <p>-Olsär -lo llamó, sin dirigir una mirada a la mujer que recibía las atenciones del gigante-. Deja eso y ven conmigo, muchachote -ordenó con la voz cargada de risa-. Zravo y tu drötikën acaban de pedirme que vaya al bosque en el que acampamos el otro día para preparar el invento ése del que hablamos...</p> <p>-¿Y qué? -dijo Olsär, girando la cabeza hacia él sin liberar a la hembra, que ya no se retorcía debajo de su inmenso cuerpo-. ¿Te da miedo ir solo, o qué?</p> <p>-Venga ya. -Sikk se apoyó en la pared medio caída y resopló-. ¿A cuántas has violado desde ayer? ¿No puedes dejarlo por un ratito?</p> <p>-Oh, él sí puede dejarlo, he-ranne -intervino de pronto la mujer, asomando la cabeza por detrás del hombro de Olsär-. La que no puede dejarlo soy yo. -Sacudió la cabeza coronada de cabellos rojos como la sangre y sonrió-. ¿Tanta prisa tienes? ¿No podrías esperar un poco?</p> <p>Sikk enarcó una ceja, admirado, al ver la mirada intencionada de los ojos de aquella hembra novana, de un curioso tono que parecía contener al mismo tiempo todos los colores del arcoíris.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Decimoquinto día antes de Elleri.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Hay tantas diferencias entre las culturas que pueblan Ridia que muchos estudiosos prefieren no considerar un todo al continente, digan lo que digan los geógrafos. Esas diferencias se ven en la religión, en las costumbres funerarias, festivas, gastronómicas, en las formas de vestir, en las formas de vivir. Y, por supuesto, en la forma de guerrear.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Estrategia y Práctica de la Guerra</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Angarad se detuvo una vez más a su lado y guardó silencio mientras Kal veía despuntar el día sobre lo que quedaba de Lanhav. El único edificio reconocible del paisaje era el Tre-Ahon, cuyas tres torres aguantaban, erguidas y desafiantes, entre el amasijo de casas quemadas algunas, derruidas otras, ocupadas las demás por un enjambre de hombres que las habían convertido en su campamento. Del Cenagal no quedaba nada, salvo la muralla que lo rodeaba. Seguido por Angarad, Kal fue hacia el lado este de la almenara de la Torre del Rey, que había acabado siendo su mirador exclusivo, todos los demás hombres de armas repartidos entre la parte de la muralla que todavía protegía la Ciudad de la Isla y las murallas de la fortaleza. «Tal vez se convierta pronto en el único lugar desde donde podamos defendernos.» El sol bañó su rostro, elevándose perezoso desde detrás de los árboles del bosque de Lignile, sobre la única parte de Lanhav que seguía siendo Lanhav, la Ciudad de la Isla.</p> <p>-¿Cuántos, esta noche? -preguntó en voz baja.</p> <p>-Cerca de doscientos. Quince nobles y cuarenta y seis soldados - respondió Angarad. Kal suspiró. Angarad apoyó las manos en el muro de piedra-. No podéis pretender que no duerman nunca, majestad. Todos necesitamos dormir.</p> <p>Kal giró el rostro para mirarlo.</p> <p>-Tú no has dormido.</p> <p>-Obedezco a mi rey -argumentó Angarad. Después se encogió de hombros-. No quiero morir. No mientras Novana, Lanhav y mi rey corran peligro. Y si para ello tengo que mantenerme despierto, eso haré.</p> <p>Kal soltó un bufido.</p> <p>-No me harás creer que ése es el único motivo por el que no quieres morir.</p> <p>Angarad se quedó en silencio un instante, y sonrió.</p> <p>-Cuando tenga que dejar de ser el comandante del ejército, os lo contaré. Mientras tanto, majestad, dejad que sea sólo vuestro comandante.</p> <p>-Haz lo que te salga de los cojones -respondió Kal sin dejar de sonreír-. Pero no te mueras antes de contarme ese oscuro secreto que guardas, ¿eh? Ni se te ocurra.</p> <p>Angarad inclinó la cabeza y esbozó una sonrisa irónica que sorprendió a Kal.</p> <p>-Majestad -dijo, recuperando su expresión grave-, la Isla puede resistir muchos días, pero los hombres no aguantarán eternamente sin dormir. Y es imposible que recuperemos Lanhav.</p> <p>Kal hizo una mueca.</p> <p>-Si hay algo que me gusta es la sinceridad. -Se acodó en la almena y dejó que su mirada se perdiese en el brillo del sol naciente sobre los dos ríos, el Tinhal y el Hexene-. Ellos tampoco pueden tomar la Isla.</p> <p>-No mientras queden suficientes hombres vivos en su interior. Ya han intentado atacar la fortaleza y los hemos rechazado. Han intentado sorprendernos por los ríos y también los hemos rechazado. Ahora supongo que se centrarán en la muralla. -Señaló hacia donde Kal miraba, justo debajo del sol, el pedazo de muro que unía un río con otro y que aislaba el triángulo de tierra que acogía no sólo la fortaleza de la Isla sino también las casas, ahora vacías, de los nobles.</p> <p>-Yo les soltaría a Julda -gruñó desde la izquierda una voz femenina. Kal y Angarad se volvieron a la vez a mirar a Dila, que emergía en esos momentos por la escalera de caracol, con un mohín de fastidio torciendo sus labios que no casaba en absoluto con el lujoso vestido de seda azul, el cinturón de plata enjoyado y la corona que ceñía sus sienes-. Esa mujer es capaz de conseguir que se maten ellos mismos en un ritual de suicidio colectivo.</p> <p>-Creía que esos rituales sólo se hacían en Monmor -repuso Kal, divertido.</p> <p>-<i>Todo</i> se hace en Monmor -replicó ella, llegando hasta él y poniéndose de puntillas para darle un fugaz beso en los labios.</p> <p>-¿Qué ha hecho ahora, majestad? -inquirió Angarad, con la mirada fija en el horizonte y el rostro cuidadosamente inexpresivo.</p> <p>-Ha prohibido a las criadas servir más vino. -Posó un codo en la almena y apoyó la mejilla en la mano con un resoplido muy poco majestuoso-. Dice que los hombres, y también las mujeres, beben tanto que es imposible que no se duerman.</p> <p>-No le falta razón -reconoció Kal. Dila le lanzó una mirada hosca.</p> <p>-Pues ahí abajo está a punto de estallar un motín, Oh, rey de Novana -bufó-. Primero les raciona los alimentos y después les prohíbe el vino. No me extrañaría que acabase colgada por los pulgares de los pies en el centro del Gran Salón.</p> <p>-Mi padre amenazó con hacer eso mismo un millar de veces. Y creo recordar que mi madre también.</p> <p>-Es una superviviente, entonces -comentó Angarad con voz tranquila-. Igual vuestra espos... vuestra reina tiene razón, majestad. Deberíamos lanzarla contra los tikën y los he-ranne.</p> <p>-Con una catapulta, a ser posible -apostilló Dila.</p> <p>Kal soltó una queda risita. Ella torció la cabeza para mirarlo, y su expresión se ensombreció de repente.</p> <p>-Kal -dijo-. He estado buscando entre los que están en el patio, en los establos y en los barracones. Pensaba que... pensaba que ahora que has ordenado que todos los ciudadanos se refugien dentro de la fortaleza sería sencillo encontrarla. Pero no está.</p> <p>Él asintió y rodeó sus hombros con un brazo.</p> <p>-Ya lo imaginaba -murmuró, apesadumbrado-. Han pasado tres días... Habría tenido noticias de ella si hubiera logrado llegar a la Isla.</p> <p>-Lo siento.</p> <p>Kal suspiró.</p> <p>-¿Quién sabe? Puede ser que haya huido de Lanhav. O que haya logrado sobrevivir entreteniendo a esos salvajes. Si hay una mujer con recursos para mantenerse con vida, ésa es Tije.</p> <p>-Rezad por que siga sobreviviendo unos días más, majestad. -Angarad observaba la ciudad-. Puede que ella tenga recursos, pero el único que nos queda a nosotros es resistir hasta que alguien acuda a liberarnos.</p> <p>-Envié la orden a los señoríos de Teilhil, Lenvania y Sendala cuando te mandé a ti a Kianlê, Angarad -contestó Kal-. Quieran los Tres que se den prisa en obedecerla.</p> <p>-Mis vasallos lo harán -sonrió Angarad-. Les envié otra orden de mi puño y letra. Sólo por si... se les ocurría esperar a ver qué decía yo.</p> <p>Kal torció el gesto.</p> <p>-Sendala también vendrá. No son tantos como para oponerse a una orden real. Son los de Lenvania los que me preocupan.</p> <p>«¿Por qué? -se burló de sí mismo-. ¿Acaso crees que se habrán enfadado porque decapitaste a su señor?»</p> <p>-Majestad, no creo que...</p> <p>Un estruendo lo interrumpió. Los tres alzaron la vista a la vez, sorprendidos, hacia el lugar del que provenía el ruido, justo a tiempo para ver la enorme roca que salía volando de entre los fresnos del bosque de Lignile y describía una corta parábola en el aire antes de estrellarse contra la muralla este de Lanhav.</p> <p>-Catapultas... -renegó Angarad con los ojos muy abiertos. Una tercera roca cayó exactamente en el mismo punto que la segunda, en el centro de la muralla, entre dos de las torres que la reforzaban. Los soldados que la vigilaban parecieron convertirse de repente en los habitantes de un hormiguero en el que un niño travieso hubiera metido un palo. Kal miró a Dila con el ceño fruncido.</p> <p>-¿Nadie te ha enseñado nunca a no mencionar según qué cosas? -se indignó. Ella observaba la muralla con los ojos desorbitados. Angarad parecía desconcertado.</p> <p>-Pero ¿cómo han...?</p> <p>Dila señaló al frente.</p> <p>-Los árboles -dijo-. Las han escondido entre los árboles. Por eso no las hemos visto.</p> <p>Mientras hablaba, dos enormes bolas incandescentes se elevaron del bosque. Brea, adivinó Kal tragando saliva. Otra roca las siguió y se estampó en el mismo lugar que los otros proyectiles. Desde donde estaban Kal pudo ver con claridad los bloques de piedra y los hombres volando en todas direcciones. El punto de la muralla donde habían golpeado las rocas y la brea osciló y se derrumbó por su propio peso.</p> <p>-Hijos de puta... -balbuceó Angarad-. Qué buena puntería...</p> <p>-Ya los alabarás más tarde, primito -le espetó Kal, señalando hacia delante. De entre los árboles del bosque surgieron cientos, miles de hombres corriendo hacia la muralla destrozada.</p> <p>-¡Arqueros! -gritó Angarad, haciendo bocina con las manos para hacerse oír. Todos los soldados se concentraron en el punto central del muro defensivo.</p> <p>-Son un maldito río -exclamó Kal, mirando horrorizado cómo por la brecha de la muralla intentaban colarse cientos de hombres a la vez pese a los esfuerzos de los novanos-. No podemos defender la Ciudad de la Isla mientras eso siga abierto...</p> <p>Taponar la muralla... Tragó saliva. «¿Se podrá hacer?» Cerró los ojos y buscó la Shah, llenándose de ella, permitiendo que llegase hasta el último rincón de su cuerpo. Levantó una mano. «Déjame usarte, déjame...»</p> <p>No sucedió nada.</p> <p>Una carcajada se clavó en su alma. <i>¿Creías poder usar la Shah? ¿Un hombre? ¿Mellizo?</i></p> <p>-No puedo -clamó, desesperado-. No puedo hacerlo. No... Aquí no. -«Y ¿de qué me sirve usarla cuando estoy dormido? Los shalhed no sueñan»-. Pero creé el sha’al de Dila, la utilicé para... ¿No? -dudó, confuso.</p> <p>-Majestad -urgió Angarad-. Si vos no podéis, tal vez ella sí pueda. -Hizo un gesto elocuente en dirección a Dila. Kal frunció el ceño.</p> <p>-No -objetó-. No. No voy a darle la Shah. -«A menos que me lo ordene.» Reprimió el impulso de agarrar el sha’al-. Ella se queda dentro... Abajo -dijo con sequedad.</p> <p>Dila le lanzó una mirada desafiante.</p> <p>-Dámela -ordenó.</p> <p>Kal se enfureció, pero no tuvo más remedio que abrir una vez más el conducto y empujar la Shah hacia ella. Dila la absorbió como la tierra reseca absorbe el agua de la lluvia, tirando de él con tanta fuerza que su cabello se soltó de la redecilla que lo sujetaba y empezó a ondear a su alrededor, la corona de plata brillando como un aro de pura luz. Alzó la mano como había hecho él un instante antes. Kal se estremeció al sentir la cascada de Shah que brotaba de ella hacia la muralla.</p> <p>Los enemigos siguieron intentando entrar por la enorme brecha.</p> <p>Dila se tambaleó y bajó el brazo. Kal tuvo que sostenerla por la cintura para evitar que cayera al suelo. Ella lo miró, desvalida.</p> <p>-No puedo -susurró.</p> <p>Kal sintió un nudo en el estómago al ver sus ojos dorados llenos de pena y contrición. Apretó la mandíbula y la ayudó a ponerse en pie.</p> <p>Angarad bajó la mirada hacia el muro de defensa de la Isla.</p> <p>-¡No salgáis! -exclamó al ver correr a los que hacían guardia en las murallas de la fortaleza-. ¡No salgáis! ¡Cerrad las puertas!</p> <p>-Angarad, ¿qué...? -preguntó Kal, extrañado. Angarad negó con un gesto y apuntó hacia el río Hexene.</p> <p>Aprovechando la confusión creada por la brecha abierta en la muralla, tres embarcaciones habían logrado superar la vigilancia y trataban de llegar a la Ciudad de la Isla por agua. La primera de ellas, que apenas era un bote, pero que estaba ocupado al menos por treinta hombres, acababa de atracar en la orilla norte del Hexene y los tikën comenzaban a desembarcar, un poco más arriba del Puente de las Cestas.</p> <p>-El Tinhal -indicó Dila, alzando un dedo tembloroso.</p> <p>Otras cuatro embarcaciones cruzaban el río pegadas al límite este de la ciudad. Los defensores de la muralla se habían concentrado en la brecha abierta por las catapultas, tratando desesperadamente de impedir la entrada de los miles de he-ranne que se agolpaban en el hueco; los vigilantes de las orillas se aglomeraban junto a los puentes, intentando hacer lo mismo.</p> <p>-Imposible -manifestó Angarad, observando a los treinta, sesenta, cien hombres que ya avanzaban por la Ciudad de la Isla, preparándose para atacar por detrás a los que defendían como podían la fisura en la muralla-. La Ciudad de la Isla es suya -aceptó, derrotado, y miró a Kal-. Ahora sólo nos queda defender la Isla, majestad.</p> <p>-Pero... Los hombres... -murmuró Kal, angustiado. ¿Cuántos...? Cerca de un millar, entre la muralla, las torres de los puentes y el resto de la Ciudad de la Isla. Angarad mantuvo el rostro impasible.</p> <p>-La Isla -repitió. Le tembló un músculo en la mandíbula.</p> <p>Kal recompuso su expresión. Miró hacia los he-ranne que se aglomeraban al otro lado de la brecha en la muralla; miró las pequeñas embarcaciones abarrotadas de tikën que bajaban por el Tinhal y por el Hexene. «Y ni Dila ni yo podemos hacer nada... La Shah...»</p> <p>-Tendrá que ser por el método tradicional -gruñó, desenvainando la espada.</p> <p>-Majestad -volvió a llamar su atención Angarad-. Si hemos de defender la Isla, permitidme ser vuestra voz en las murallas.</p> <p>-¿Por qué? -inquirió Kal, sorprendido-. ¿Me he quedado mudo de pronto y no me he dado cuenta?</p> <p>-Un buen oficial se queda atrás, majestad -dijo Angarad-. Cuando un oficial desenvaina una espada, entonces tira el bastón de mando y se convierte en un simple soldado.</p> <p>-Pues seré un simple soldado, comandante.</p> <p>Un grito proveniente del norte les hizo callar. Corrieron hacia allí y se asomaron entre dos almenas. Un soldado miraba hacia arriba desde la muralla interior de la Isla. Pareció aliviado al verlos. Señaló al río Tinhal con lo que, incluso desde esa altura, Kal reconoció como una expresión de desconcierto.</p> <p>El sol despuntaba en un día que amenazaba con traer el mismo calor sofocante que los anteriores. Sin embargo, aquella parte del Tinhal aparecía cubierta por una neblina blanca que parecía elevarse de la misma agua y que se espesaba rápidamente ante sus ojos, transformándose en una nube que ocultaba el agua, los juncos, las orillas. Fluctuaba como buscando una forma, un rostro, una mano, una zarpa con la que asirse a las resbaladizas rocas y salir del agua.</p> <p>-La Bruma -susurró Kal, echándose hacia atrás de forma inconsciente. La niebla se alzó desde el río y trepó, como si sus formas cambiantes fueran los tentáculos de algún monstruo ignoto, por la ribera, hacia la piedra de la muralla de la Isla.</p> <p>-La Bruma -coreó Dila casi sin voz.</p> <p>-Vienen con la Bruma -se estremeció-. La Bruma separa el Lugar del mundo real... -comprendió de pronto. La miró, aterrado-. Cuando estás despierto, te da miedo dormirte. Cuando estás dormido, no quieres despertar. Por eso la Bruma es tan terrorífica. Por eso no la atravesamos de forma voluntaria. Casi ninguno -agregó en tono tenebroso.</p> <p>-Y ¿quiénes vienen con la Bruma? -preguntó Dila.</p> <p>-¿Acaso no es en ese momento, tan cercano a la vigilia, cuando nos asaltan las peores pesadillas...?</p> <p>Dila calló. Parecía tan asustada como él. Kal volvió a asomarse hacia el río. La niebla reptó por la orilla del Tinhal, palpó la parte baja del muro y se extendió por la ribera sin ascender, como una masa viscosa que buscase un hueco por el que entrar en la Isla.</p> <p>-Vienen con la Bruma -remachó Kal, mirando con el cuerpo tenso la neblina que envolvía la Isla. Dila tembló. Se volvió a mirar a Angarad-. Tendrás que ser tu propia voz, me temo.</p> <p>Dila posó la mano sobre su antebrazo.</p> <p>-No se puede luchar contra un sueño, Kal. -Su expresión era de angustia, pero sus ojos lo miraban con firmeza.</p> <p>-Se puede -contestó Kal-. Pero no aquí.</p> <p>Dila rodeó su muñeca con los dedos. Kal miró el brillo de los dos sha’al y volvió a levantar la vista.</p> <p>-Los shalhed no sueñan -le discutió ella.</p> <p>-El sueño ha venido a nosotros, Dila -replicó él con amargura-. Es el sueño el que nos está soñando.</p> <p>-Voy contigo -anunció Dila con decisión.</p> <p>Los gritos de los enemigos no parecían de miedo ni dolor. Kal se inclinó una vez más sobre la almena. Una tenue neblina cubría ya el patio de armas de la fortaleza.</p> <p>-Son muchos, majestad -dijo Angarad en tono calmado, estudiando la muralla.</p> <p>-Muchos, sí -aceptó Kal. Miró a Angarad de reojo-. Pero sólo son hombres, y no es a los hombres a quienes debéis temer. -Tendió la mano hacia Dila. Ésta la tomó y se la apretó-. Los hombres te los dejo a ti, Angarad. Reza por que sólo tengas que enfrentarte a ellos.</p> <p>Bajaron corriendo la escalera de caracol y salieron a toda prisa de la Torre del Rey, donde reinaba una confusión tal que por un momento Kal creyó haber entrado ya en una pesadilla. Se zafó de todos los que trataron de retenerlo con preguntas estúpidas y aseveraciones aún más estúpidas, y logró salir al patio, sosteniendo todavía la mano de Dila.</p> <p>El exterior estaba también abarrotado de gente, campesinos, comerciantes, artesanos, mendigos, todos los que Angarad y Kal habían decidido que se refugiasen en la fortaleza dos días antes. No se veía el suelo de adoquines y paja: estaba cubierto por la misma neblina que ascendía desde el río, que se enroscaba en sus tobillos y tanteaba sus piernas como si quisiera hacerle tropezar.</p> <p>Entonces empezó a oír los susurros. <i>Ven, Mellizo... Ven</i>. Miró a Dila. Ella examinaba el rincón del patio donde se alzaban los barracones de los soldados. <i>Ven</i>. La pared de piedra no se veía, y tampoco el edificio de madera y adobe. <i>Tanto tiempo... Ven... Déjanos tocarte una vez más</i>... Había un muro grisáceo, compacto, inmóvil, una muralla de niebla tan espesa que ocultaba todo lo que tenía detrás. <i>Ven a nosotros, Mellizo</i>. Al mirarla, Kal tuvo la horrible sensación de no estar mirando nada. De estar mirando a la Nada. <i>Ven. Ven</i>.</p> <p>Se acercaron con movimientos cautos.</p> <p>-¿Quiénes somos nosotros? -musitó Dila, observando la Bruma con el rostro tan pálido como la muerte-. ¿Para enfrentarnos a... a esto?</p> <p>Kal apretó su mano. <i>Ven, Mellizo... Eres tú. Tú</i>.</p> <p>-Ha venido a por nosotros -respondió en un murmullo-. Tarde o temprano, todos los demás acabarán durmiéndose, pero nosotros... No soñamos. La Señora no nos puede matar. -Tuvo que reunir toda su fuerza de voluntad para no alejarse corriendo del muro de niebla-. ¿No oyes cómo te llama la Bruma?</p> <p>Dila asintió.</p> <p>-¿Crees que desaparecerá si la ignoramos...? -Inspiró y agachó la cabeza-. ¿Por qué?</p> <p>Él le dirigió una sonrisa temblorosa.</p> <p>-¿Vamos...?</p> <p>-Vamos.</p> <p>Ambos dieron un paso a la vez y se internaron en la Bruma.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LA BRUMA</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Todos sentimos un breve instante de terror justo cuando vamos a dormirnos. Se debe a que nuestra mente interpreta el sueño como la muerte del cuerpo.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Compendio del Saber Médico de Monmor</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Los susurros parecieron hacerse más amenazadores en cuanto se hundieron en el muro de niebla blanca y gris. <i>Ven</i>. Provenían de todas partes y de ninguna. <i>Mellizo. Esclavo, Mellizo. Insecto</i>. Mezclándose con las risas. <i>No puedes ser otra cosa. Esclavo. Shalhed</i>. Dila apretó con fuerza su mano cuando dieron otro paso.</p> <p>-La Shah no -la oyó murmurar a su lado-. No. La Shah no. No me la quitéis.</p> <p>-Shhh -musitó, acercándose a ella-. No los escuches.</p> <p>No pudo ver su rostro entre la niebla, pero notó su terror como notaba el suyo propio. Acarició su mano, buscó la Shah a su alrededor. Tan dulce. Se abrió a Dila para llenarla de Shah sin soltarla; ella la absorbió, sedienta, buscando en la cascada de energía que brotaba de Kal el consuelo de la madre a un niño que acaba de despertar de un mal sueño.</p> <p>La niebla se enredó en sus piernas y le hizo tropezar. Cayó al suelo de bruces y se incorporó, aturdido, mirando a su alrededor sin poder ver nada. Sentía en los tobillos el apretón de la Bruma, como el de una enredadera que inmovilizara sus pies, como una soga. Se llevó la mano a los tobillos.</p> <p>Algo se enroscó en su brazo y comenzó a trepar.</p> <p>-Una serpiente -exclamó, sacudiendo el brazo para arrojar al animal lejos de sí. Miró hacia abajo y se puso en pie de un salto, conteniendo un grito, cuando vio el suelo plagado de serpientes negras, enormes, que siseaban a sus pies, bajo ellos, formando con sus lenguas bífidas palabras que casi era capaz de comprender... <i>Ssssí, ven... Déjanossss morderte... Déjanossss... Sssangre... tan dulzzze</i>...</p> <p>Oyó a su lado la exclamación de asco de Dila.</p> <p>Kal empuñó la espada y comenzó a matar a los áspides metódicamente, partiéndolos por la mitad, sin soltar la mano de Dila. Al cabo de un rato se enderezó.</p> <p>-Las serpientes no me dan miedo -dijo en voz alta, dirigiéndose a la Bruma. Descargó una vez más la espada sobre el suelo, pero sólo encontró niebla.</p> <p>-Kal -señaló Dila-. Kal, creo que ésa no era nuestra pesadilla. Que... que no estaba destinada a nosotros. -Rio, nerviosa-. No sé cómo explicarlo.</p> <p>-¿Crees que vamos a tropezar con las pesadillas de todo el mundo? -inquirió él, incrédulo, tirando de ella para seguir avanzando-. No tiene sentido.</p> <p>-¿Están... esperando? -sugirió ella-. ¿Para salir en busca de quienes las han soñado?</p> <p>Kal se encogió de hombros.</p> <p>-Y ¿a qué esperan? -murmuró. «¿A que nuestras pesadillas nos maten a nosotros?»</p> <p>Un gruñido paralizó sus piernas.</p> <p>Apenas pudo entreverlo entre la Bruma, pero lo que vio le erizó el vello de todo el cuerpo. Una enorme cabeza escamosa, unos ojos rojizos, relucientes, una boca llena de dientes del tamaño de su brazo, de la que goteaba saliva verdosa.</p> <p>-¿Un dragón? -susurró Dila-. ¿Un dragón? ¿De quién es esta pesadilla?</p> <p>Kal alzó la espada, sabiendo la inutilidad del gesto. «Una espada contra un dragón, por todos los dioses...»</p> <p>-Mía no -respondió en voz baja. Tiró de ella y retrocedió para alejarse de la criatura, que los observaba con un brillo maligno en los ojos rojos. El dragón no los siguió. «¿Por qué? ¿Porque no somos nosotros quienes más lo tememos?»</p> <p><i>Y ¿qué es lo que más temes, Mellizo?</i>, preguntó una voz en su cabeza.</p> <p>Sintió su presencia antes de verlos rodeándolo. El rostro putrefacto de Tearate, los ojos comidos por los insectos de Isobe. La sangre ya no manaba de la herida del cuello de Evan, pero los bordes de los dos tajos que Kal había abierto con su espada estaban negros y a través de ellos se veía el hueso medio hendido. Le habían desaparecido los labios y su rostro estaba congelado en una macabra sonrisa. Una cuarta figura se unió a las otras tres: una mujer desnuda, ensangrentada, medio calva y con un solo ojo. «Sihanna.» Los cuatro avanzaron hacia él.</p> <p>-Esta vez no -negó Kal, controlando a duras penas el temblor que sacudía todo su cuerpo y empuñando la espada-. Esta vez no. ¡No tengo miedo! -gritó.</p> <p><i>¿Qué es lo que más temes?</i>, repitió la voz con suavidad.</p> <p>Dila se soltó de su mano y se perdió en la Bruma.</p> <p></p> <p>Se encontró sola y ciega, perdida en la niebla infinita y cambiante. «Kal.» Manoteó buscando su brazo, pero sólo encontró más niebla. Sintió un roce en la espalda y se volvió. Nadie. Un susurro acarició su oreja izquierda. <i>La Shah. Dánosla</i>...</p> <p>-Dejadme en paz -siseó, aterrada-. ¡Kal! Kal, ¿dónde estás?</p> <p>La Bruma se arremolinaba a su alrededor, húmeda y pegajosa, buscando una forma. Las sombras la rodeaban y se acercaban con paso lento, como si supieran que eso iba a aterrorizarla aún más, como si bebieran su miedo. <i>¿Qué es lo que más temes?</i>, preguntaron en un centenar de susurros, como el zumbido de un enjambre de abejas. <i>¿Qué temes, Melliza?</i></p> <p>Dila abrió la boca para gritar.</p> <p>-¡...!</p> <p>El cerco de sombras se estrechaba, y Dila no tenía aliento para chillar. «Kal. ¡Kal!», gritó, pero no le salía la voz, no podía hacerse oír, y la niebla buscaba una forma mientras la rozaba con lentitud, una mano, una zarpa, un tentáculo, un simple jirón de niebla, <i>lo que más temes</i>...</p> <p></p> <p>-¡Dila! -clamó Kal una vez más, avanzando a trompicones, ciego, entre la Bruma.</p> <p>Nada. Nadie.</p> <p>Ni siquiera los susurros.</p> <p>-Dila -gimió, desesperado, tanteando con las manos extendidas.</p> <p></p> <p>La Bruma acarició su rostro. Dila se llevó la mano a la mejilla, notó cómo le temblaban los labios. Se los mordió para controlar el temblor, y sus dientes agujerearon la carne y arrancaron el labio inferior, que cayó al suelo, perdiéndose en la neblina. La mano de Dila llegó a su mejilla y encontró... dientes. Sus dientes. «Mi piel. ¿Dónde está mi piel?» Abrió la boca para gritar, pero seguía sin tener voz.</p> <p>Cayó al suelo de rodillas, horrorizada, y se encontró a la orilla de un estanque sobre el que la Bruma se disipaba. El agua estaba tan calma que pudo ver su reflejo con nitidez.</p> <p>Su rostro ya no era su rostro. Era un amasijo de carne, sangrante, medio podrida, que se desprendía pedazo a pedazo, dejando el hueso a la vista. Gritó, pero el grito sólo se oyó en su mente. <i>Lo que más temes</i>...</p> <p>-No es real -pudo balbucir al fin haciendo un enorme esfuerzo. «No es real»-. ¡No es mi pesadilla! -chilló, tapándose la cara con las manos-. ¡No tengo miedo! -sollozó.</p> <p></p> <p><i>¿Qué es lo que más temes, Mellizo?</i>, rio la Señora, el Señor, en su oído.</p> <p>-Dila -dijo. «¿Dónde estás?» Sintió la soledad como un agujero en el pecho, como el hueco lleno de gusanos que había visto en el estómago de Isobe. Un hueco donde antes estaba Dila. «¿Dónde estás?» Contuvo el impulso de echar a correr entre la niebla, gritando su nombre.</p> <p></p> <p>«No estoy durmiendo. No es mi pesadilla. No tengo miedo.» Dila se palpó el rostro y acarició su piel suave. «No tengo miedo. No.» Se puso en pie y dio un paso. El estanque había desaparecido, tragado por la Bruma.</p> <p>Sintió un hormigueo en las piernas, en los brazos. Se miró. Las arañas comenzaron a trepar por su estómago, por su pecho, por su cuello. Sintió un escalofrío de repugnancia. Una araña tanteó sus labios con las pegajosas patitas, buscando un hueco por el que entrar en su boca.</p> <p>-¡No es mi pesadilla! -gritó, pateando y agitando las manos, sacudiéndose las arañas de encima, más enojada que asustada-. ¡No tengo miedo!</p> <p></p> <p>La Shah se le escurría de dentro, saliendo gota a gota de su interior por sus poros. Y era incapaz de contenerla. La risa resonaba en sus oídos, la risa de la Señora, del Señor. <i>¿La quieres, Mellizo? ¿La Shah?</i> Una carcajada. <i>Tan dulce, tan</i>...</p> <p>-¡Dila! -llamó, ignorando los susurros-. ¡Dila! ¿Dónde estás?</p> <p></p> <p>-Dilanya.</p> <p>Reconoció la voz untuosa al instante. Cerró los ojos, asqueada, al sentir la caricia de la mano húmeda recorriendo su brazo. «Nhiconi.» La mano se posó en su cintura.</p> <p>-No te preocupes, criatura -murmuró el rey de Phanobia en su oído. La mano bajó hasta su cadera, palpó en busca de su entrepierna-. No tengas miedo. En Teune estarás a salvo...</p> <p>-No me das miedo -respondió ella sin abrir los ojos, conteniendo la repugnancia que sentía con cada caricia de la mano del rey-. No me das miedo. Me das asco.</p> <p>La mano se convirtió en una zarpa que arañó su cadera y desgarró la carne de su muslo. Con un fuerte empujón, Dila apartó a Nhiconi y salió corriendo. «No me das miedo.» Temblaba.</p> <p></p> <p><i>Ya no te quiero. No me toques</i>.</p> <p>Era la voz suave y dulce de la Shah. Kal tomó aire y no intentó impedir que se escapase de entre sus dedos.</p> <p>-Dila -murmuró-. Dila. Dónde estás...</p> <p></p> <p>Tropezó con una piedra y cayó al suelo.</p> <p>Cuando alzó la cabeza los vio. Los triakos. Al menos una docena, rodeando una pira funeraria. Sobre la pira había dos cuerpos que reconoció al momento. La congoja hizo un nudo en su garganta. «Padre. Madre.»</p> <p>Ellos le devolvieron la mirada.</p> <p>El triasta hizo una seña, y un triakos acercó una antorcha encendida a la base de la pira. Su padre abrió la boca y gritó:</p> <p>-¡Dila! ¡Dila!</p> <p>-¡Están vivos! -aulló ella, lanzándose hacia delante-. ¡Están vivos! ¡Deteneos! -hipó, luchando por deshacerse del abrazo del triakos que trataba de mantenerla alejada de la pira.</p> <p>-Muchacha, debes dejar que los muertos viajen hasta la Otra Orilla...</p> <p>-¡Están vivos! -volvió a gritar, golpeando al triakos, que, sin inmutarse, la inmovilizó entre sus brazos e impidió que se acercase a sus padres, que gritaban de dolor mientras las llamas mordían su carne.</p> <p>Se dejó caer al suelo de rodillas. «No es real.» Lloró entre sus manos.</p> <p>-No siento miedo -balbuceó, temblorosa-. ¡Siento pena! ¡No me da miedo!</p> <p></p> <p>La Shah aguardó, expectante. Kal se serenó a duras penas, respirando con calma.</p> <p>-Dila.</p> <p>Nada.</p> <p>Algo se rompió dentro de él. La risa alegre de la Shah se convirtió, una vez más, en la carcajada malévola de la Señora, del Señor.</p> <p></p> <p><i>Lo que más temes</i>. El susurro fue suave, casi tierno. Tan suave como el movimiento de la mano que se formó en la niebla y abrió una rendija, apartando el velo de bruma.</p> <p>Al otro lado vio un árbol. El tronco nudoso, las ramas secas y retorcidas se recortaban contra la blancura de la niebla.</p> <p>Había un hombre clavado al árbol.</p> <p>-Iven -susurró Dila acercándose, titubeante.</p> <p>La lanza atravesaba el cuerpo por el esternón y se hundía profundamente en el tronco, sosteniéndolo erguido, con los brazos laxos y la cabeza inclinada hacia un lado.</p> <p>-Iven -repitió con los ojos llenos de lágrimas, alargando una mano hacia el rostro de su hermano. Los ojos ambarinos, tan idénticos a los suyos, la miraban, implorantes, acusadores, llenos de pena y de incomprensión.</p> <p>No llegó a tocarlo. Su mano se quedó inmóvil a una pulgada de la mejilla de Iven. Parecía... cálida. Viva. «Iven.» Se llevó la mano a los ojos y se echó a llorar.</p> <p>-¡Esto no me da miedo! -sollozó, alzando el rostro hacia lo que debería ser el cielo y no era más que niebla. «No tengo miedo.» Miró una última vez a Iven.</p> <p>Soltó un grito ahogado. El cabello negro de su hermano se aclaró, y los ojos castaños que la miraban con la fijeza de la muerte se convirtieron en los ojos verdes de Kal. Clavado a un árbol.</p> <p>Gritó.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Decimoquinto día antes de Elleri.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">En las eras anteriores al Ascenso de Ahdiel había muchas religiones, que fueron condenadas al ostracismo por el dualismo del Ia y el Öi, de la Muerte y la Vida. La mayoría de esas creencias poseían una mitología muy elaborada, cientos de dioses y diosas, semidioses, héroes y monstruos. Esas religiones tenían una pauta común: cualquiera podía convertirse en un héroe, e incluso en un dios menor, si superaba las pruebas que el Destino ponía en su camino.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Ridia: Orígenes</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Angarad se abalanzó hacia la escalera de caracol y comenzó a bajar los escalones de tres en tres. Derrapó al llegar al Gran Salón y echó a correr hacia las puertas, esquivando y empujando a los nobles que lo observaban, aturdidos y asustados, con las caras pálidas y ojerosas.</p> <p>-¡Dussek! -vociferó al salir al patio, sin dejar de correr. Allí recibió las mismas miradas veladas por el sueño y el aturdimiento-. ¡Dussek!</p> <p>-¿Señor? -saludó el comandante de la Guardia Real, avanzando hacia él desde la zona norte, la que los soldados habían reservado para sí en el abarrotado exterior de la Isla.</p> <p>-¡Dussek! ¡Tú y tus hombres, a las murallas! -ordenó Angarad, corriendo para rodear la Torre del Rey-. ¡Deno! -gritó al ver al capitán levantarse de entre un corro de hombres que parecían estar jugando a los dados-. ¡Envía a los arqueros arriba!</p> <p>-¿A la torre, comandante? -quiso asegurarse Deno, que parecía asustado de ver alterado a su superior. Corrió hacia él.</p> <p>-¡Cincuenta, en la torre! ¡El resto, al paseo de ronda! -Angarad se detuvo antes de llegar a la otra esquina de la Torre del Rey y miró a las decenas y decenas de soldados y guardias que lo observaban, confusos. Tomó aire y contó mentalmente hasta diez-. De acuerdo -dijo, serenándose-. Cincuenta arqueros, en la almenara de la torre. El resto, en la muralla interior. Quiero al menos ciento cincuenta en la muralla este -explicó, señalando hacia las puertas de la Isla-. Quinientos hombres en el paseo de ronda de la muralla exterior -siguió-. Veinte en cada torre. Comandante Dussek, la Guardia Real en el lado este de la fortaleza, en la galería entre las murallas. Y los demás, en las galerías norte y sur. Las puertas están cerradas. No quiero ver a uno solo de vosotros ahí fuera, ¿entendido? -subrayó en tono terminante-. La Ciudad de la Isla ha caído. Hay que defender la Isla. Por Novana.</p> <p>-¡Por Danekal! -corearon todos los soldados que se hallaban a su alrededor. Y, sin una palabra más, echaron a andar a pasos rápidos, cada uno al destino que Angarad acababa de ordenar. El capitán Deno hizo un rápido recuento de los hombres, dio una orden en voz baja y comenzó a trotar detrás de Angarad, que se dirigía hacia la puerta de la muralla y al acceso a la franja en liza entre muros.</p> <p>-Comandante. -Apretó el paso para ponerse a su altura-. Nos quedan más efectivos. Cerca de quinientos, si mis cálculos son correctos. Podrían...</p> <p>-Alguien tiene que quedarse de reserva -contestó Angarad sin dejar de andar a grandes zancadas a la sombra de las dos murallas que rodeaban la Isla-. Pretendo que sea un sitio largo, Deno. Aunque no puedan dormir, al menos algunos podrán descansar cuando otros los releven.</p> <p>La Guardia Real entró tras ellos en la galería que se abría entre las murallas. Deno lanzó una mirada por encima del hombro antes de seguir a Angarad hasta una de las dos torres que flanqueaban la puerta principal de la fortaleza. Angarad captó el breve brillo de la envidia en los ojos azules del capitán, y sonrió. «¿Qué piensas, Deno?», se planteó, deteniéndose un instante antes de entrar por la puerta de la torre de vigilancia. «¿Te estás preguntando cómo es posible que tengan los petos pulidos, el uniforme impecable, que parezcan vestidos y peinados como para ir a un baile, incluso en estas circunstancias?» Sacudió la cabeza, divertido. Él había sido su comandante. Sabía que, si existían unos hombres que merecieran el título de «soldados de élite», ésos eran los miembros de la Guardia Real. Y no era sólo por su aspecto.</p> <p>Desde las torres de vigilancia de la puerta de la Isla no se llegaba a ver tan lejos como desde la Torre del Rey. Aun así se dominaba la Ciudad de la Isla, el bosque de Lignile, el este del Cenagal y gran parte de la Ciudad de los Comerciantes, hasta la Puerta de Lenvania. La Torre del Rey impedía ver la zona oeste de Lanhav, pero Angarad comprendía que su atención debía centrarse en la explanada que se extendía ante la fortaleza; los soldados apostados en las torres y en las murallas sabían de sobra lo que debían hacer para resistir un asedio.</p> <p>El capitán Deno se asomó entre dos de las almenas que coronaban la torre y ahogó una exclamación. Angarad gruñó y se asomó a su vez, sabiendo lo que iba a ver.</p> <p>La brecha abierta en la muralla de la Ciudad de la Isla se había agrandado. Desde el bosque fluía un incesante río de he-ranne, perfectamente reconocibles por sus rostros pintados de azul. Las enormes rocas y bolas de brea encendida seguían volando hacia Lanhav, cayendo con precisión diabólica sobre los desesperados soldados que trataban de impedir el avance de los enemigos. Tan absortos estaban en bloquear el paso por la brecha que aún no se habían percatado de los tikën que avanzaban por la Ciudad de la Isla, recién desembarcados.</p> <p>Para su sorpresa, los tikën no se dirigían hacia la brecha de la muralla para atacar por la retaguardia a sus desesperados defensores, sino que avanzaban a toda prisa hacia la Isla.</p> <p>-¿Quieren suicidarse o qué? -murmuró Deno-. Deben de ser un centenar... No va a llegar ni uno a la puerta-. Se volvió hacia la muralla interior, que superaba en altura a la exterior-. ¡Arqueros! ¡Enseñadles lo hospitalarios que podemos ser en Lanhav!</p> <p>Angarad se inclinó sobre la almena, arriesgándose a recibir un flechazo. «¿Qué pretenden?» No tenía sentido. Un ataque tan coordinado, las catapultas, los he-ranne surgiendo de entre los árboles al mismo tiempo que cruzaban los tikën por el río... «¿Y ahora esto?»</p> <p>Miró el enjambre de enemigos que se agolpaban en el Puente de las Cestas tratando de abrirse paso, las flechas incendiarias que comenzaban a volar hacia la Isla desde la orilla de la Ciudad de los Comerciantes.</p> <p>-¡Las torres! -exclamó, comprendiendo de pronto al ver que los hombres azules se dirigían hacia los dos puentes. Los hombres que vigilaban ambos accesos a la Ciudad de la Isla estaban tratando de impedir el paso de los enemigos que, también de forma coordinada, se habían abalanzado sobre el Puente Nuevo desde el Cenagal y sobre el Puente de las Cestas desde la Ciudad de los Comerciantes, cruzando los ríos hasta llegar a las dos pequeñas torres cuadradas que guardaban la entrada a la zona más exclusiva de Lanhav. Del mismo modo que los que defendían la brecha en la muralla no se habían percatado de la presencia de los tikën a su espalda, los que luchaban por impedir el paso de los enemigos por los puentes tampoco se habían dado cuenta de que estaban a punto de ser atacados por la espalda. «Y si caen las torres...»</p> <p>Angarad cerró los ojos, sintiéndose de pronto abrumado ante la imagen de miles y miles de salvajes penetrando por los dos puentes. Los pocos cientos que aún aguantaban en la muralla no durarían demasiado, atacados por delante y por detrás. Por la brecha entrarían entonces millares de he-ranne y de tikën. La fortaleza sería una auténtica isla, rodeada por un mar de hombres sedientos de sangre y de violencia.</p> <p>-¡Arqueros! -volvió a gritar Deno, esta vez sin un ápice de burla en su voz.</p> <p>-¿Cuánto tiempo...? -se dijo Angarad, observando el vuelo de la primera andanada de flechas que partió de la muralla de la fortaleza-. ¿Cuánto tiempo podríamos aguantar, sin dormir, frente a tantos enemigos? -Rio con amargura-. ¿Para qué necesitamos entonces hombres de reserva? ¿Duraremos hasta esta noche?</p> <p>-Están demasiado lejos -oyó decir a Deno-. Pero que Jenhaha me arranque la polla si dejamos que se acerquen esos cabrones. ¡Arqueros! ¡Seguid disparando!</p> <p>Angarad posó la mano sobre su brazo.</p> <p>-No desperdiciéis flechas. Pueden hacernos falta más tarde.</p> <p>Los tikën ya se aglomeraban en la explanada, luchando con los pocos soldados que habían salido de las torres al advertir su presencia. «Tan pocos...» Casi creía poder ver las sonrisas de los hombres azules al encontrar una resistencia tan ridícula. El primero alzó el hacha y la descargó. Angarad se encogió de dolor, como si el golpe no hubiera hendido el cráneo del soldado que en esos momentos se desplomaba sobre el empedrado de la explanada sino el suyo.</p> <p>Un instante después las puertas de las dos torres de los ríos se habían convertido en una carnicería. Angarad tuvo que aferrarse a toda su fuerza de voluntad para mantener el rostro impasible, obligándose a no apartar la mirada de los soldados vestidos con el uniforme rojo y azul de Novana que se enfrentaban a la aniquilación sin una sola posibilidad de sobrevivir. «Nadie va a reforzar su resistencia. Nadie va a salir de la Isla para unirse a ellos. Nadie va a salvarlos de la muerte.» Y era él quien había dado la orden.</p> <p>Por segunda vez en su vida, fue incapaz de contener las lágrimas.</p> <p>-Comandante.</p> <p>Deno señaló al frente. Desde el bosque de Lignile comenzaron a surgir más y más hombres; también por el norte, más allá de la muralla del destruido Cenagal, se acercaba lo que parecía un ejército. Angarad giró la cabeza para mirar hacia el sur. La Puerta de Lenvania, que llevaba al menos dos jornadas abandonada, hervía de actividad, abierta de par en par para los enemigos de Lanhav.</p> <p>-Se han traído a unos amigos -dijo Deno. Angarad abrió la boca para contestar, pero se interrumpió al oír el chirrido inconfundible del rastrillo de la puerta al alzarse.</p> <p>-¿Qué dem...? -exclamó, inclinándose entre las dos almenas para mirar hacia abajo, justo a tiempo de ver cómo salía de la Isla, en perfecta formación, un ancho río vestido de azul y plata.</p> <p>Abrió la boca, asombrado, mientras los soldados salían y salían y, sin que su paso acompasado vacilase un instante, se dividían en dos ríos, tal y como el Tinhal y el Hexene se separaban en el centro de Lanhav, para dirigirse cada afluente a uno de los dos puentes. Reconoció al último de los hombres que salieron sin necesidad de ver el símbolo grabado en su peto.</p> <p>-¡Dussek! -increpó-. ¡Dussek!, ¿qué demonios estás haciendo? ¡Te he dado una orden, joder!</p> <p>El comandante Dussek de la Guardia Real se detuvo, se giró, alzó la vista hacia la torre y, con una amplia sonrisa, se llevó la mano abierta al pecho y saludó. Después siguió al grupo de guardias que avanzaba en perfecta formación hacia la torre del Puente de las Cestas.</p> <p>Angarad se quedó tan aturdido que tuvo que apoyarse en la almena para no caer al vacío. El saludo de Dussek. El saludo de la Guardia Real. Se pasó la mano por la frente para enjugar el sudor que le cubría la piel como una pátina pegajosa. «Protegeré al rey con mi vida.» Se tapó los ojos con las manos. «Hasta la última gota de mi sangre.» Por el honor de la Guardia Real.</p> <p>«Mi vida por su vida. Mi muerte por su muerte. Mi alma por mi rey.»</p> <p>-Mi vida por su vida. Mi muerte por su muerte -repitió, irguiéndose-. Dussek, maldito hijo de puta...</p> <p>-Comandante -lo llamó el capitán Deno. Angarad se volvió hacia él y sonrió con tanta alegría como Dussek había imprimido a su gesto un momento antes.</p> <p>-Comandante Deno -dijo, llevándose la mano al pecho-, proteged la Isla. Por Lanhav, por Novana, por Danekal.</p> <p>Inclinó la cabeza en un breve saludo y, sin una palabra más, salió corriendo hacia la estrecha escalera que bajaba de la torre.</p> <p>-¡Comandante! -oyó aullar a Deno detrás de él. Llegó al espacio entre las murallas, ahora vacío, pasó entre los soldados que lo guardaban y salió al exterior, desenvainando la espada.</p> <p>-¡Cerrad las puertas! -gritó sin volverse hacia ellos, y corrió hacia la mancha azul y plata que era la Guardia Real de Novana.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LA BRUMA</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;">El ser humano es el único que siente terror. También es el único que puede superarlo.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Naturaleza del Hombre</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Dila -sollozó de alivio, de alegría, al volver a encontrar su mano. La apretó con fuerza. «Dila»-. Lo que más temía era -murmuró- que no estuvieras...</p> <p>Su rostro emergió, sonriente, entre la espesa niebla. Los ojos dorados lo miraron con un brillo malévolo, y Kal sintió el primer tirón, que estuvo a punto de desgarrarlo por dentro.</p> <p>-La Shah -exclamó, pugnando por separarse de ella.</p> <p>Dila rio con crueldad mientras lo sujetaba y le arrancaba toda la Shah que contenía su cuerpo y, a través de él, toda la Shah que flotaba a su alrededor, toda la Shah que contenía el mundo, el universo, desgajando su mente, su cuerpo, su alma, obligándolo a gritar de dolor y de desesperación.</p> <p>-¿Es esto -preguntó Dila, sus ojos convirtiéndose de pronto en los ojos grises de la Señora, su rostro disolviéndose en una neblina gris, ni masculino ni femenino- lo que más temes, Mellizo?</p> <p></p> <p>Dila retrocedió con la mirada clavada en el cuerpo de Kal, ensartado y sostenido por la lanza. «No es real.» Su espalda chocó contra el tronco de otro árbol. Se apoyó en él con la respiración agitada.</p> <p>-No es real -dijo-. No me da miedo. No me da miedo.</p> <p>Abrió los ojos justo a tiempo de ver al hombre que se abalanzaba sobre ella empuñando una lanza.</p> <p>Alzó la mano en un acto reflejo, gritando de sorpresa. La Shah surgió de ella a borbotones y creó un escudo que detuvo la punta de la lanza a una pulgada de su estómago. El astil se partió en mil pedazos. Con un aullido de rabia, Dila sujetó la Shah entre los dedos y la lanzó hacia aquel mendigo, bandido, salteador de caminos, que abrió mucho los ojos y balbució algo que surgió de su boca acompañado por un borbotón de sangre. El hombre cayó al suelo.</p> <p>La Bruma fluyó a su alrededor y tomó forma ante sus ojos, convirtiéndose en una mujer alta, vestida de gris, que la miró un instante y con una sonrisa perversa. Señaló a sus pies, al cuerpo tendido del hombre que acababa de matar.</p> <p>Dila bajó la mirada y se quedó inmóvil al ver el cuerpo de Kal, el hilillo de líquido carmesí que manchaba su barbilla.</p> <p>-¡No! -Aterrada, se tiró al suelo para arrodillarse a su lado-. No. Kal. No. ¡No!</p> <p>Cogió su cabeza y la posó en su regazo, sin impedir que las lágrimas brotasen de sus ojos. «Kal. No, Kal, tú no, tú no...»</p> <p>Él rebulló entre sus brazos y abrió la boca.</p> <p>-Kal -lloró Dila, abrazando su cabeza-. Kal, no he sido yo, dime que... que...</p> <p>-Dila -musitó él, y sonrió-. Dila... -Cerró los ojos. Un escalofrío recorrió la espalda de Dila. Lo apretó contra sí. Kal emitió un suspiro y perdió el conocimiento, y su cabeza se desplomó sobre el regazo de Dila.</p> <p>La sombra de la Señora se proyectó sobre ellos. Dila levantó la mirada hacia ella, llena de odio.</p> <p>-No está muerto -dijo, desafiante.</p> <p>La Señora siguió mirándola sin pestañear.</p> <p>-No deberíais haber venido -masculló-. No deberíais estar aquí.</p> <p>La energía surgió de pronto de la Señora y la golpeó con la fuerza del puño de un gigante.</p> <p>Dila cayó hacia atrás, soltando la cabeza de Kal, y se quedó tumbada en el suelo, aturdida. Una segunda ráfaga la lanzó contra el tronco del árbol. Dila apretó los dientes y alzó la mano, buscando la Shah y lanzándola contra la Señora en un ataque que derretiría su carne y sus huesos, que convertiría la sonriente figura en un montoncito humeante de cenizas...</p> <p>La Señora aferró el tejido y tiró de él sin dejar de sonreír. Dila gritó al notar que la figura vestida de gris le arrebataba la Shah que estaba utilizando contra ella y, después, seguía absorbiendo la que guardaba en su interior, la que Kal le había dado al entrar en la Bruma. Volvió a gritar, luchando por retener la energía dentro de sí, pero la Señora tiraba de ella con una fuerza tal que sólo pudo seguir gritando mientras la vaciaba. Fue como si, con la Shah, se estuviera llevando también sus entrañas, su sangre, su esencia, su alma. A su alrededor, el mundo cubierto de niebla empezó a girar. Notó cómo su cuerpo se quedaba fláccido, sin fuerzas, una carcasa vacía, sin nombre. Se acurrucó junto al cuerpo de Kal, aterrada, vacía, sedienta, temblando como una niña.</p> <p>-Kal -lo llamó, luchando contra su propio terror-. Kal -repitió, acariciando su mejilla.</p> <p>-Dila... -murmuró, entreabriendo los ojos.</p> <p>-Kal -imploró-, dámela. Dame la Shah. Por favor.</p> <p>Él volvió a cerrar los ojos y exhaló, agotado.</p> <p>-No puedo -dijo casi sin voz. Abrió otra vez la boca, pero fue incapaz de decir nada más.</p> <p>La Señora se echó a reír. Dila se abrazó a Kal. «Y así es como termina todo...» Lloró sobre su hombro. Kal...</p> <p><i>Y ¿no te has dado cuenta de que no tienes miedo?</i>, susurró una voz en su oído. Parpadeó, perturbada. Era una voz de mujer, pero no se parecía en nada a la de la Señora. Era alegre, agradable. <i>¿Sabes por qué?</i>, continuó la voz. <i>Porque sabes lo que tienes que hacer. Y sabes que puedes hacerlo. Porque él te enseñó</i>. Una risita. <i>Qué suerte, ¿verdad...?</i></p> <p>Dila alzó la cabeza. Las únicas figuras que tenía cerca eran la de Kal y la de la Señora, que seguía riendo a carcajadas. Frunció el ceño. «¿De qué te ríes?» Irritada, buscó.</p> <p>No sabía hacerlo. No había tenido que hacerlo jamás. Pero, aun así, buscó. Y la Shah acudió a ella de repente, dulce, cálida, embriagadora, llenándola de calor y de energía, acariciando todo su cuerpo como tantas veces la había acariciado Kal, tocando cada una de sus terminaciones nerviosas. No pudo contener una exclamación de asombro, de placer. <i>Dila</i>, gorjeó la Shah, recorriendo sus venas, acudiendo a ella y entrando en su alma, proveniente de todas partes a la vez. <i>Tuya, mi vida, mi amor</i>... Una sonrisa, un beso. La Shah tocó sus labios. <i>Dila</i>.</p> <p>Sin dejar de entrar en su cuerpo como un amante, brotó también de ella como un surtidor dirigido contra la Señora, un raudal de energía que la golpeó con toda la fuerza de su rabia.</p> <p>La Señora gritó.</p> <p>La Shah formó un remolino a su alrededor, disolviendo la Bruma. Dila no pudo evitar reír de alegría, de asombro, de éxtasis. <i>Tuya</i>. La figura de la Señora onduló y se transformó en un hombre. Él. Un susurro. <i>Su verdadera forma. Si es que tiene una verdadera forma</i>, rio la voz.</p> <p>El Señor se irguió, los ojos grises relampagueantes de ira. Dila abrazó la Shah y tensó el cuerpo, esperando el ataque, esperando la oportunidad de volver a golpear...</p> <p>-Mira -ordenó el Señor-, mujer.</p> <p>«Mujer. No Melliza. Me ha llamado “mujer”.» Dila miró.</p> <p>El Señor agarró el cuerpo de Kal y lo lanzó contra el árbol, donde rebotó y cayó al suelo, desmadejado. No se movió.</p> <p>El mundo entero se detuvo.</p> <p>-Kal -dijo Dila con un hilo de voz.</p> <p>-Está muerto -se burló el Señor-. Está muerto. ¿Qué es lo que más temes, mujer? -Avanzó hacia ella y la agarró del cuello del vestido, levantándola un palmo del suelo-. ¿Es éste tu peor temor? ¿Es tu pesadilla?</p> <p>Dila rechazó sus palabras con un gesto. «Lo siento dentro de mí. La Shah, el vínculo, a Kal.» Levantó las manos y las posó en las sienes del Señor, como hizo una vez, tanto tiempo atrás, en un sueño, con su Mellizo. La Shah burbujeó en su interior y brotó de sus dedos, horadando la piel, abriendo diez heridas sangrantes en el cráneo que sostenía entre las manos. El Señor bramó y la soltó, dando un paso atrás. Dila se enderezó.</p> <p>-No está muerto. -La Shah soltó una risa alegre y la acarició-. Y no puedes hacerme creer que lo está. Mi peor terror, mi miedo más profundo...</p> <p>Sonrió.</p> <p>-No tienes poder sobre mí -dijo sencillamente.</p> <p>El Señor la asaetó con la mirada, furibundo.</p> <p>-¿Es que no sabes darte por vencido, hermanito? -preguntó una voz.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Decimoquinto día antes de Elleri.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Protegeré al rey con mi vida, hasta la última gota de mi sangre.</p> <p>Mi vida por su vida. Mi muerte por su muerte. Mi alma por mi rey.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Juramento de la Guardia Real de Novana</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Angarad corrió hacia el combate que se libraba junto a la torre del Puente de las Cestas, que había adquirido las proporciones de una batalla con la llegada de la mitad de la Guardia Real. Los tikën se habían separado en dos grupos y luchaban como gatos enloquecidos contra los guardias reales, que habían abierto la cuña hasta crear dos líneas de ataque.</p> <p>Angarad se abrió camino hasta el comandante Dussek. Éste mascullaba órdenes en voz lo bastante alta como para que le oyesen todos sus hombres, los cerca de doscientos cincuenta que lo habían seguido hasta el Puente de las Cestas.</p> <p>-Dussek, ¿qué cojones te crees que estás haciendo? -le espetó Angarad en voz baja. «No le arrebates su autoridad justo ahora», tuvo que decirse. A su lado cayó un guardia real vestido con el uniforme azul y plata. El tikën que lo había matado avanzó hacia ellos con el hacha enarbolada y un gruñido brotando entre sus dientes.</p> <p>-Comandante -replicó Dussek, deteniendo el golpe-. Con el debido respeto... os pediría -el tikën volvió a levantar el hacha de guerra, y Dussek lo atacó con una estocada directa al pecho- que fuerais... a prestar vuestra ayuda al... otro grupo. -El tikën no cambió de expresión al desplomarse en los adoquines. Dussek lo miró, sin aliento-. Un oficial al mando crea orden -resolló-. Dos oficiales al mando crean desconcierto.</p> <p>Angarad asintió, saludó a Dussek y se abrió paso, con los brazos a través de la hilera de guardias y después, con la espada, hasta un lugar despejado. Miró al frente: los otros efectivos de la Guardia Real habían hecho lo mismo con los tikën que peleaban por tomar la torre del Puente Nuevo, abriendo una fisura en sus filas con una formación en cuña y dispersándolos para, una vez desorganizados, acabar sistemáticamente con ellos. «Soldados de élite», pensó, con el orgullo hinchiendo su pecho. En verdad, lo eran. No se podía negar, viendo cómo luchaban. Y cómo vencían.</p> <p>Miró a la derecha. La grieta de la muralla resistía a duras penas: las pocas decenas de soldados que quedaban en pie formaban un semicírculo en varias hileras. También al verlos sintió orgullo. «No pasaréis mientras quede vivo uno solo de nosotros», decían con sus posturas en tensión, sus armas alzadas, la primera hilera de escudos aguantando a la altura de la muralla la embestida brutal de los he-ranne, pese a los cientos de cuerpos tendidos en el suelo que atestiguaban el destino que habían corrido los que ocupaban su lugar un momento antes.</p> <p>Volvió a mirar al Puente Nuevo. En el centro de los dos grupos de enemigos estaban los guardias reales, en perfecta formación, casi como si alguien hubiera trazado dos líneas con una cuerda tensa y hubiera colocado sus cuerpos encima. Mientras miraba, dos de los miembros de la Guardia Real dieron media vuelta y se unieron a la hilera que luchaba contra el otro grupo de tikën. El hueco que dejaron fue cubierto con rapidez por sus compañeros.</p> <p>-Dos oficiales al mando crean desconcierto -murmuró-. Ya tienen un oficial. Es evidente.</p> <p>Echó a correr por la calle del Rey, hacia la brecha de la muralla.</p> <p>-¡Arqueros! -gritó al llegar a la retaguardia de la defensa, levantando la mirada hacia lo alto del muro resquebrajado-. ¡Arqueros! ¡Aguantad en la muralla!</p> <p>Algunos de los soldados que ya intentaban bajar utilizando como escalera improvisada las piedras sueltas del muro titubearon, lo miraron y, tras un instante de vacilación, volvieron a encaramarse a lo alto de la muralla. Una enorme roca voló por los aires y se estrelló a cien pasos de distancia, haciendo temblar los bloques de la gruesa pared. Angarad apretó los dientes al ver los cuerpos que caían al vacío. Se obligó a apartar la mirada y concentrarse en lo que tenía delante.</p> <p>La disciplina de los soldados novanos impedía que se rompieran las filas de defensores con las sucesivas acometidas de los he-ranne, que pugnaban por abrirse paso hasta la Ciudad de la Isla. Al desplomarse la muralla con la primera descarga de rocas y brea, se había formado un montículo de piedras sueltas, que incrementaba su altura con los cadáveres tanto de los defensores como de los atacantes. Angarad estudió la primera hilera de escudos. Los he-ranne se estrellaban contra ellos y rompían la fila con cada embestida, pero los soldados que aguardaban detrás los reemplazaban con tanta rapidez que a los hombres azules les resultaba imposible abrir una brecha. Orgullo. Angarad se abrió camino entre sus soldados, que lo miraban con desconcierto y, también, con un repentino brillo de esperanza en los ojos asustados. Aguardó hasta que la siguiente ola de enemigos retrocedió en el inevitable reflujo.</p> <p>-¡Soldados! -gritó a los que cogían los escudos de los caídos para ocupar sus puestos-. ¡Soldados! ¡Avanzad!</p> <p>Los hombres de azul y rojo no vacilaron. Empuñaron los escudos, formando una barrera, y comenzaron a andar todos a la vez, ascendiendo por el montículo de piedras y cuerpos.</p> <p>-¡Alto! -ordenó cuando la fila de escudos llegó a lo alto del montículo. Miró a su alrededor-. ¡Lanceros!</p> <p>Los hombres que empuñaban las lanzas, y que habían estado diseminados entre las hileras de soldados, lo miraron con expresiones de alivio pese a que la orden de Angarad implicaba que todos ellos tuvieran que adelantarse hasta primera línea. Un oficial al mando, se recordó. ¿Dónde estaría el capitán Sodak? Muerto, con toda probabilidad. Habían muerto tantos...</p> <p>La siguiente embestida de los he-ranne fue mucho menos impetuosa que la anterior. Angarad sonrió. «No es lo mismo cargar cuesta arriba que cuesta abajo, ¿eh...?»</p> <p>-¡Arqueros! -volvió a gritar. Desde las murallas cayó una lluvia de flechas sobre el oleaje de norteños. La marea volvió a bajar.</p> <p>No tardó más de un instante en subir de nuevo, trepando por los restos de sus compañeros caídos, y estrellarse contra los abollados escudos de los novanos.</p> <p>-Comandante -saludó uno de los soldados, golpeándose el peto con el puño y mirando después a los he-ranne que caían como una avalancha sobre ellos-. Si nosotros podemos usar a nuestros muertos, ellos también.</p> <p>Angarad asintió, y señaló a su vez. En la siguiente riada, algunos de los he-ranne que iban en cabeza tropezaron y cayeron antes de llegar hasta la línea de escudos, entorpeciendo la acometida de los que iban detrás de ellos.</p> <p>-La sangre resbala -explicó-. Que se resbalen ellos.</p> <p>El soldado volvió a colocarse en formación, el arma preparada para entablar una lucha cuerpo a cuerpo si los escudos caían. «Que caerán», auguró Angarad, observando la lluvia de flechas que se derramaba sobre los hombres azules. No debían quedar muchas saetas, como no quedaban muchos hombres que tomasen el lugar de los que eran abatidos con cada arremetida de los enemigos. Angarad retrocedió hasta colocarse en la parte posterior de la formación. Sonrió, irónico. «Lo que menos necesitan estos hombres es que ahora mismo sea yo quien tire el bastón de mando, mi rey», replicó a un invisible Danekal que lo miraba con expresión interrogante. «¿O no recordáis lo que os he dicho?»</p> <p>-¡Aguantad! -gritó, más para recordarles su presencia que porque los soldados necesitasen la orden para hacerlo.</p> <p>No se le ocurrió mirar atrás ni una sola vez. «Defiende la muralla.» ¿Qué importaba si la Guardia Real era masacrada, si los tikën los atacaban por detrás desde la Ciudad de la Isla? «¿Qué estás haciendo aquí en realidad, Garad?», se preguntó.</p> <p>-Aguantar -murmuró en respuesta a sus pensamientos, conteniendo una mueca de dolor cuando una enorme ola de he-ranne acabó casi en un instante con toda la hilera de escudos-. Aguantar todo el tiempo posible. Dar tiempo a Deno. Dar tiempo a la Isla.</p> <p>Empuñó la espada.</p> <p>-¡Soldados! -gritó, alzando el brazo. El acero relució a la luz del sol-. ¡Por Lanhav! ¡Por Novana!</p> <p>-¡Lanhav! ¡Novana!</p> <p>-Por Danekal -añadió antes de avanzar, mezclándose con el resto de los soldados, hacia el enemigo que ascendía por el montículo de piedras y cadáveres.</p> <p>El mundo ordenado y preciso de Angarad se convirtió en un caos. A su alrededor sólo veía manchas azules, rojas, marrones y grises. Lo único que fue capaz de percibir antes de que todo se convirtiera en un borrón fue el esfuerzo de sus soldados por no romper la formación. Por mantenerse juntos.</p> <p>Orgullo.</p> <p>-¡Vamos allá, muchachos! -aulló, lanzándose hacia delante.</p> <p>Su espada se cubrió de sangre en un santiamén. Un momento después perdió la cuenta de las veces que había hendido la carne de los hombres azules que se abalanzaban sobre él. Dos, tres, cinco, diez, ¿cuántos? No importaba. Seguía habiendo más, y más, y cada uno que caía era sustituido por otro, o por otros dos, y Angarad dejó de pensar y se limitó a seguir blandiendo la espada por instinto, dejando que fuera su brazo el que tomase la iniciativa, su cuerpo el que hiciera los movimientos necesarios para mantenerlo con vida y acabar con la mayor cantidad de enemigos.</p> <p>Una bola de brea encendida cayó a menos de cien pasos de él. La parte de su cerebro que todavía funcionaba lanzó un grito de advertencia cuando sus oídos percibieron los aullidos de agonía, y sus ojos las llamas, los cuerpos chamuscados, destrozados, de soldados novanos y heranne por igual. «Les da igual matarse ellos mismos.» Una estocada, un arco para mantener alejado a un hombre rubio. Eran tantos... Un tajo en diagonal, un grito, un cuerpo cayendo ante él. «Y estamos demasiado juntos. Un par de lanzamientos más de esa catapulta y seremos historia.»</p> <p>-Esto es un suicidio -jadeó. Levantó el brazo para detener el ataque de un he-ranne. El impacto le hizo clavar la rodilla en tierra. Aguantar. El hombre alzó el mandoble. Angarad se revolvió, desesperado, ignorando el ominoso crujido de la articulación, y trazó un arco cerrado con la espada, abriendo el estómago del he-ranne. Aguantar.</p> <p>Un ramalazo de dolor proveniente de la rótula le hizo trastabillar al tratar de levantarse. Vaciló y cayó de nuevo al suelo, y gritó cuando el hueso de la rodilla chocó contra una de las piedras de la muralla dispersas por el suelo. Notó un golpe en el hombro. Sintió la espada hundida en su carne como si en vez de acero fuese fuego, o lava, y estuvo a punto de caer de bruces cuando el he-ranne extrajo el arma de su cuerpo. El fuego se transformó en hielo. El tintineo de su propia espada al caer a tierra provino de un lugar muy lejano.</p> <p>Los gritos se alejaban cada vez más. Sin embargo, en algún lugar de su aturdido cerebro registró el sutil cambio en los aullidos. Pugnó por mantener los ojos abiertos. Estaba de cara a la brecha abierta en la muralla. Entre la niebla de sufrimiento helado vio a los soldados de novana, a los he-ranne, y al enjambre de hombres que, desde detrás de los norteños, se acercaban hacia ellos. «¿Más?», pensó, extenuado. Sus dedos se crisparon en el suelo buscando la empuñadura de su espada. Un nuevo grito en la parte de atrás de su cerebro: «Demasiado ordenados, demasiado organizados, no son he-ranne...»</p> <p>Intentó enfocar su visión. Los hombres azules chillaban, los soldados de Novana gritaban, los hombres que acababan de hacer aparición por detrás de las líneas de norteños avanzaban en silencio. En hileras. En formación.</p> <p>Sus ojos se quedaron fijos en un punto anaranjado. «Mira. ¡Mira!», se ordenó. Luchó por aclararse la vista. Un estandarte. Naranja. Un dragón rojo sobre fondo naranja.</p> <p>Lenvania.</p> <p>-Ah, bien -murmuró, y sus ojos se negaron a ver nada más.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LA BRUMA</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Están tan cercanos, el sueño y la muerte, que en ocasiones es posible llegar a confundirlos.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Reflexiones de un öiyin</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Kal abrió los ojos al sentir la caricia en el rostro. Una mujer se inclinaba sobre él. «Dila.» No, no era ella. La mujer irradiaba una luz plateada, tenía los ojos de metal fundido, el pelo argénteo, la piel nívea. Toda ella era de plata. Le sonrió.</p> <p>-Te... conozco -balbució Kal, apoyándose en su brazo mientras ella le ayudaba a incorporarse.</p> <p>-Todos los hombres acaban por conocerme. Pero sí, tú me conoces. Soy la Muerte.</p> <p>Kal se puso en pie, mareado, y la miró. «Los ojos más hermosos que haya descrito jamás un poeta...» No sintió temor. Por extraño que pudiera parecer, aquella mujer lo atraía, le hacía sentirse relajado, tranquilo, en paz.</p> <p>-Estoy muerto -dijo.</p> <p>-No he venido a por ti. Ni a por ella. -Señaló a Dila, que se hallaba junto a una mujer vestida de negro.</p> <p>-Tije -exclamó Kal, asombrado.</p> <p>-Me ofendes, Danekal de Novana. -Kal giró la cabeza con rapidez; la expresión traviesa de Tije se transformó en una risita-. No me parezco en nada a ella -replicó, indicando con la cabeza a la mujer que estaba junto a Dila-. Aunque no tiene mal gusto para vestir, eso tengo que reconocérselo.</p> <p>La mujer de plata apretó su brazo y se separó de él, dando un paso adelante. La mujer de negro se volvió hacia él. Y le dirigió una sonrisa tan alegre que Kal sintió en su corazón un júbilo y una dicha indescriptibles.</p> <p>-Siempre causa ese efecto. La Vida -aclaró Tije-. Casi siempre van juntas, ella y la Muerte. Se llevan bien.</p> <p>Confuso, Kal miró a Tije, pero ella le hizo callar con un gesto y giró la cabeza hacia la mujer vestida de negro, que se había unido a la figura plateada de la Muerte y avanzaba a su lado, hacia el Señor. Dila se acercó a él y tomó su mano, y de su contacto brotó un chispazo de energía. El estómago le dio un brinco. La miró, sobrecogido, cuando la Shah lo inundó proveniente de ella. De Dila. Ella le sonrió.</p> <p>La mujer vestida de plata miró al Señor con expresión apenada.</p> <p>-Sueño -saludó.</p> <p>El Señor gruñó.</p> <p>-Te lo dije. No puedes estar aquí. Éste es mi reino.</p> <p>La Muerte negó con la cabeza.</p> <p>-La Bruma es la frontera. No te pertenece. No del todo, al menos. Además -añadió-, ¿quién eres tú para decirme que no puedo entrar en tu reino, cuando tú has estado jugando con el mío?</p> <p>El silencio que siguió a sus palabras fue tan prolongado que Kal creyó que no iba a volver a existir el sonido en el universo. Al fin, la mujer vestida de negro, la Vida, se adelantó.</p> <p>-¿Por qué? -Tenía una voz que aligeraba el alma.</p> <p>-¿Por qué no? -repuso el Señor, el... Sueño-. ¿Por qué tengo que quedarme en el Lugar, mientras vosotras tenéis el universo entero?</p> <p>-Tienes un reino propio -dijo la Muerte en un murmullo que sonó como una canción de cuna-. Nosotras sólo tenemos almas.</p> <p>-¿Quién querría conformarse con el Lugar, pudiendo entrar en el mundo real? -insistió el Señor.</p> <p>-Siempre has sido demasiado ambicioso, hermanito -se lamentó la Muerte-. Podías entrar en el mundo real, como tú lo llamas. Los hombres siempre han soñado despiertos.</p> <p>-No le bastaba -comentó la mujer vestida de negro.</p> <p>-El mundo. -Los ojos grises del Sueño se perdieron en el infinito como si él mismo estuviera inmerso en una ensoñación.</p> <p>-Y ¿por qué tanta muerte? -musitó Dila sin soltar la mano de Kal. Pareció cohibirse cuando todos la miraron, pero siguió hablando-. Quieres el mundo. Pero... ¿por qué las pesadillas, por qué el miedo?</p> <p>-Creo que nuestro querido Sueño es de los que creen que toda conquista comienza con una masacre -afirmó Tije, jugueteando con un mechón de su pelo-. ¿O era por aburrimiento, cariño? -inquirió con voz suave.</p> <p>El Sueño pareció extrañarse al verla. Después frunció el ceño.</p> <p>-Estás en todas partes -masculló, disgustado.</p> <p>-Claro -contestó Tije, como si fuera lo más obvio del mundo-. Pero no te extrañes de que quiera participar también en esto. Si no hubiera sido por mí, no lo habrías encontrado. -Miró a Kal y le guiñó el ojo-. Y él tampoco la habría encontrado a ella.</p> <p>-Tije -dijo la Muerte-. ¿De qué lado estás?</p> <p>-Del mío, desde luego -canturreó.</p> <p>-No me vengas con ésas. -De repente, la Muerte resultaba amenazadora.</p> <p>-Si te refieres a los planes de tu hermano, jugaban en mi contra -respondió Tije con tranquilidad.</p> <p>-Pero lo ayudaste.</p> <p>-No -replicó Tije, sonriente-. Sólo tenía curiosidad. Ya me conoces. Quería saber qué hacía él, y qué hacía el joven. Y ella, por supuesto -añadió, dirigiendo a Dila una mirada risueña.</p> <p>La mujer de negro miró a Tije, hizo un gesto de impaciencia y posó una mano sobre el brazo de la Muerte.</p> <p>-Sabes que no se habría conformado con inmiscuirse en lo que es tuyo. No quería sólo matar. También quería sus vidas. <i>Mis</i> vidas -enfatizó.</p> <p>-El mundo nunca podrá ser tuyo, Sueño -afirmó la Muerte-. Ni las almas de sus habitantes. Cuando están vivos, sus almas son de ella. Cuando mueren, son mías.</p> <p>-Cuando sueñan me pertenecen -indicó él.</p> <p>-Sólo cuando sueñan. Pero no puedes controlar sus vidas, y no puedes matarles.</p> <p>El Sueño se quedó callado y cruzó los brazos sobre el pecho, con el ceño fruncido y los labios apretados. Parecía un niño enfurruñado. Un niño al que le hubieran arrebatado un juguete cuando éste empezaba a ser interesante.</p> <p>De repente, Kal se sintió tan furioso que tuvo que apretar la mano de Dila para no lanzarse sobre él.</p> <p>-¿Por qué? -demandó, y su voz tembló de ira-. ¿Por qué? -recalcó-. ¿Por qué yo? ¿Por qué me torturaste a mí?</p> <p>La Vida se acercó a él y lo observó con curiosidad.</p> <p>-No sabes lo que eres, ¿verdad? -preguntó-. No lo sabéis.</p> <p>-Hay magia en los sueños -dijo el Sueño. Ya no parecía amenazador. De hecho, su rostro había adquirido una expresión que suavizaba sus rasgos-. En los sueños, los hombres pueden ser lo que más desean o lo que más temen.</p> <p>-Pero sólo cuando duermen, cariño -terció Tije-. El resto del tiempo prefieren ser lo que son.</p> <p>-Hay magia en los sueños -repitió el Sueño, ignorándola-. Los hombres tienen poder cuando sueñan. Y tú... -Miró a Kal-. Pocas veces he visto a alguien soñar con tanta intensidad, con tanta pasión como para actuar dormido como actuaría despierto, siempre, en todo momento.</p> <p>-Me gustan los hombres que saben hacer las cosas -comentó Tije-. Y tú, cuando sueñas, sabes soñar, cachorro...</p> <p>-Él era él mismo en sus sueños -dijo el Sueño-. Podía llegar a hacer sus sueños realidad.</p> <p>-Eso fue cosa tuya -le espetó Kal.</p> <p>-Tú me abriste el camino -expuso el Sueño-. Yo me limité a recorrerlo.</p> <p>-Abrió el camino -asintió la Muerte-. Y también puede volver a cerrarlo.</p> <p>Un súbito fogonazo de comprensión hizo tambalearse a Kal.</p> <p>-Por eso... -exclamó-. Por eso querías matarme. Por eso me llamaste para que entrase en la Bruma...</p> <p>Tije soltó una risita cantarina. La Muerte esbozó una sonrisa tolerante.</p> <p>-Mi hermano no es estúpido. Sabía lo que podías hacer si entrabas de nuevo. Lo que entra, puede salir. Lo que se hace, se puede deshacer. No ha sido él quien os ha llamado. Hemos sido nosotras. Él sólo ha intentado mataros -confirmó en tono de reproche.</p> <p>Dila ahogó una exclamación, mientras Kal abría la boca, horrorizado. La Muerte se volvió hacia el Sueño.</p> <p>-Necesitabas un alma para mostrarte el camino -dijo con su voz suave y plateada-. Y encontraste a este muchacho. No pensaste que podría no servirte, ¿verdad?</p> <p>-Tú viste que era capaz de soñar con tanta intensidad como para verse afectado por sus sueños en la vigilia -remachó Tije-. Le viste soñar que era un Mellizo. ¿No se te ocurrió que pudiera serlo de verdad? -Chasqueó la lengua-. Qué poquita imaginación, querido... Para ser el Sueño, quiero decir.</p> <p>El Sueño le dirigió una mirada fulminante y no dijo nada. Dila se mordió el labio, indecisa, y después dio un paso hacia las cuatro figuras.</p> <p>-Disculpadme -intervino, insegura-. ¿Podríais...? Es decir, él no... Nosotros no...</p> <p>La Vida intercambió una mirada con la Muerte y después clavó los ojos primero en Dila, luego en Kal.</p> <p>-El Lugar es el reino del Sueño -explicó-. Aunque gobierne sobre todo y sobre todos cuando dormís, no puede salir de sus dominios. Y deseaba hacerlo. -Lanzó una mirada de soslayo al Sueño, que se revolvió, inquieto-. Pero la realidad está fuera de su alcance. No conoce el camino que lleva hasta ella.</p> <p>-Sólo los hombres saben cuál es -dijo la Muerte-. Sólo las almas de los hombres pueden vivir en el mundo de los sueños y en el mundo real.</p> <p>-En realidad no conocen la senda, ¿sabéis? -comentó Tije. La Bruma había formado una especie de diván en el que se reclinaba-. Les da miedo dormirse, y les da miedo despertar. Lo recorren, el camino, pero no saben dónde está. Prefieren no saberlo. -Levantó el rostro y sus ojos multicolores se clavaron en Kal-. La Bruma... -agregó-. Ninguno despierta por su propia voluntad. Por eso ninguno atraviesa la Bruma.</p> <p>Kal abrió la boca, estupefacto.</p> <p>-Fuiste tú -recordó de pronto. Un guiño travieso, una palmada en el trasero. «Anda, ve.» Tije rio con ganas.</p> <p>-¿La que te enseñó el camino? Sí -admitió. Y sonrió al ver los ceños fruncidos de la Vida y de la Muerte-. Eh, soy yo, ¿recordáis? Sentía curiosidad -dijo, y la frase fue cualquier cosa menos una disculpa.</p> <p>-Te arriesgaste mucho -murmuró la Vida, observándola con una expresión indescifrable.</p> <p>-El que no arriesga -replicó ella, mirándola con una repentina seriedad que desconcertó aún más a Kal-, no gana.</p> <p>La Muerte la miró, exasperada, y se volvió hacia Kal y Dila.</p> <p>-Tal vez mi hermano no habría conseguido que le mostrases el camino sin Tije, pero también es posible que sí. Te encontró: un hombre capaz de soñar como tú sueñas... y te presionó para que tus sueños fueran insoportables, hasta el punto de obligarte a huir de ellos. Para seguirte.</p> <p>-Necesitaba un alma que le enseñase el camino de salida -continuó la Vida-. Y tú lo hiciste.</p> <p>-Me encantó ver la cara que pusiste cuando te diste cuenta de que no podías seguirle. -Tije miró al Sueño y se echó a reír a carcajadas-. Fue genial. ¿Podrías repetirla? -le pidió. El Sueño apretó los labios, y Tije suspiró-: Siempre has sido un rancio.</p> <p>-No lo entiendo -insistió Dila, tratando de no mirar a Tije-. Decís que... que él necesitaba un alma que le mostrase el camino. Kal lo hizo. ¿Por qué no pudo seguirlo?</p> <p>La Vida la miró sin pestañear.</p> <p>-Necesitaba un alma. Y la de él estaba incompleta.</p> <p>Dila se quedó muda de asombro. Kal sintió un escalofrío. ¿Incompleta...?</p> <p>-¿Qu-qué quieres decir? -tartamudeó.</p> <p>-Te faltaba ella -contestó la Vida, señalando a Dila.</p> <p>-Oh, por favor. -Tije puso los ojos en blanco-. Me decepcionas, cachorro... ¿Acaso crees que os llaman «Mellizos» porque queda bonito?</p> <p>-¿Mi... alma?</p> <p>-La vuestra -corrigió la Muerte-. Un alma. Dos cuerpos. Mellizos.</p> <p>-A veces eres tan lacónica que me das grima -criticó Tije, incorporándose en su diván de niebla para mirar a Kal y a Dila-. Para ser las dueñas de las almas, aquí mis amigas no se explican muy bien cuando tienen que hablar de estas cosas.</p> <p>-Tije -dijo la Muerte en tono de advertencia.</p> <p>Ella la ignoró.</p> <p>-Mellizos -siguió en tono didáctico-. Cada alma ocupa un cuerpo durante el tiempo que dura su vida. Eso lo sabe todo el mundo. -Se encogió de hombros-. A veces, sólo a veces, un alma ocupa dos cuerpos. Será porque es tan ambiciosa como el querido Sueño, o porque le da la gana, sin más. ¿Quién sabe las motivaciones de las almas? Yo, desde luego, no. -Se estudió las uñas-. No tengo alma.</p> <p>-Pe-pero... -barbulló Dila. Kal notó cómo se estremecía su mano dentro de la de él. No le extrañó: él temblaba de la cabeza a los pies.</p> <p>-Un alma ocupa dos cuerpos, digamos que porque le apetece -continuó Tije sin dejar de examinarse las uñas-. Y se encuentra con que está partida en dos. -Alzó la mirada. Los ojos de todos los colores parecieron ocupar el universo entero-. ¿Queréis saber lo que ocurre cuando un trozo se reúne con el otro...?</p> <p>-Hay poder en un alma completa -corroboró la Vida, con esa voz que sonaba a mañanas de primavera, a amaneceres, a danza, a vino mezclado con miel-. Pero en un alma que ha estado rota y vuelve a unirse...</p> <p>-Hay Shah -finalizó la Muerte con suavidad.</p> <p>-El vínculo -exclamó Kal-. El vínculo...</p> <p>-... se crea cuando una mitad del alma se encuentra con la otra mitad -dijo la Vida-. El vínculo sólo puede formarse entre dos almas que sean una, y su unión es la que crea la Shah.</p> <p>Dila apretó su mano. Kal estaba tan conmocionado que fue incapaz de mirarla. «Mi alma. Ella. Yo.» Todo empezó a dar vueltas a su alrededor, y temió ir a desmayarse de nuevo. Se asió de la mano de Dila y tragó saliva.</p> <p>-Lo curioso -comentó Tije, reclinándose de nuevo en el diván de bruma- es que esos dos pedazos de alma siempre acaban por reunirse. Tarde o temprano, se encuentran. Será que sienten una atracción, o será la Shah, o será el azar.</p> <p>-Tije... -volvió a decir la Muerte.</p> <p>-Si tuviera que dar respuesta a todas las preguntas, sería mucho menos divertido. -Hizo un gesto evasivo-. El caso es que se encuentran. Y se crea un vínculo entre ellos, y la energía que crean al vincularse dos almas que son una es la Shah.</p> <p>-Un momento -reflexionó Kal-. No tiene sentido... Dila y yo nos hemos conocido hace muy poco tiempo, y el vínculo se ha creado hace unos días. Pero llevamos soñando el uno con el otro diez años...</p> <p>-En realidad -intervino la Vida, mirando al Sueño de reojo- lleváis soñando el uno con el otro desde que nacisteis. Como todos los shalhed. Sólo que los demás no recuerdan sus sueños.</p> <p>-Los shalhed no sueñan -musitó Dila. Parecía tan alterada como él.</p> <p>-Cachorro -dijo Tije-, cachorrita -añadió en dirección a Dila-, ¿de verdad os creéis todo lo que os cuentan? ¿Todo eso de la necesidad de esclavizar a los shalhed para que atraigan la Shah, o eso de que sólo las shalhias pueden utilizarla? ¿Qué diferencia puede haber entre una mitad y otra de la misma alma? ¿Que una ha ocupado un cuerpo masculino, y la otra un cuerpo de mujer? ¿Eso es suficiente motivo para que una mitad tenga que obedecer a la otra?</p> <p>-Y ¿por qué un cuerpo de hombre y uno de mujer? -preguntó Kal.</p> <p>-Será por casualidad, supongo -respondió Tije alegremente-. Pero así es más divertido, ¿verdad...? -inquirió con una sonrisa sugerente. Kal se sorprendió al notar que el rubor ascendía por su rostro.</p> <p>-Por supuesto que los shalhed sueñan -interrumpió el Sueño-. Como todo el mundo. Ningún alma tiene vedado el paso a mi reino, aunque esté partida en dos. Incluso los muertos sueñan.</p> <p>-Es la Shah la que os ha estado poniendo fuera del alcance de mi hermano -explicó la Muerte.</p> <p>-Hay poder en un alma completa -repitió la Vida-. Pero en un alma que ha estado rota y ha vuelto a unirse... En esa alma hay tanto poder que es capaz de protegerse incluso de los sueños. Si lo desea. -Sonrió, y su gesto mostró a Kal toda la alegría que podía haber en el mundo-. La mayoría de los shalhed sueña. La mayoría sólo tiene los sueños para escapar de la pesadilla que es su realidad. La de ellos, y la de ellas. -Miró de frente a Dila-. Pero vuestra realidad era preferible al sueño, ¿me equivoco? -Y su risa fue como un cascabel.</p> <p>-Más que nada porque en la realidad estábamos vivos -rezongó Kal.</p> <p>-Podéis soñar -repuso el Sueño-. Y es seguro que lo haréis. Al fin y al cabo, ¿qué sería de la vida de los hombres si no tuvieran sueños?</p> <p>-A mí no me metas en esto -replicó la Vida-. Eres tú quien ha intentado ocupar el lugar de tu hermana. ¿O crees que los hombres disfrutan teniendo sueños capaces de matarlos?</p> <p>Dio un paso hacia él, y repentinamente pareció tan amenazadora como un ejército entero de tikën sedientos de sangre.</p> <p>-Ella -apuntó a la Muerte- no va a permitirte seguir matando a los hombres. Y yo -y lo dijo en un susurro que no era una amenaza, sino una promesa- no voy a permitirte jugar con las vidas de los hombres. Confórmate con sus sueños.</p> <p>El Sueño abrió la boca para decir algo, pero la volvió a cerrar al ver la mirada de las dos mujeres, la de negro y la de plata. Gruñó.</p> <p>-Los sueños. Ésos son míos.</p> <p>-Desde luego -aceptó la Vida.</p> <p>-Y serán horribles -aseguró el Sueño con una mueca desagradable-. Os lo prometo.</p> <p>-Pero sólo serán sueños. Adiós, hermanito -añadió la Muerte, señalando hacia un lugar indeterminado.</p> <p>El Sueño apretó la mandíbula, inclinó la cabeza y se perdió entre la niebla.</p> <p>La Vida y la Muerte se giraron hacia Dila y Kal. Fue en ese momento cuando Kal se dio cuenta de lo parecidas que eran. La Muerte era plateada; la Vida vestía de negro, su cabello era la noche, sus ojos dos pozos de oscuridad. Pero ambas eran casi idénticas, los rostros intemporales, las miradas insondables, las voces suaves, alegre la de una, arrulladora la de la otra. Parecían hermanas. Parecían... Mellizas.</p> <p>-No lo son -susurró Tije en su oído. Kal no se había dado cuenta de que se había levantado para acercarse a ellos-. La Muerte es hermana del Sueño. La Vida es... Bueno -sonrió-, podría decirse que es hermana de los dos.</p> <p>-¿Y tuya? -sugirió Kal, volviéndose hacia ella. Tije parpadeó. Y a continuación se echó a reír con tantas ganas que tuvo que apartarse de él y buscar apoyo en una mesa de bruma que se creó en ese mismo instante.</p> <p>-Lo que habéis hecho, lo podéis deshacer -afirmó la Muerte, rozando con los dedos la Bruma que los rodeaba-. Cerrar un camino es tan sencillo como abrirlo... aunque pueda parecer lo contrario. Sabéis lo que tenéis que hacer. -Miró a la Vida y ambas cerraron los ojos y se desvanecieron.</p> <p>Kal se quedó inmóvil, tratando de asimilar todo lo que había presenciado, lo que había escuchado, lo que había dicho. Después bajó la mirada y se encontró con los ojos dorados de Dila.</p> <p>-Melliza -dijo.</p> <p>Ella asintió.</p> <p>-Mellizo.</p> <p>Y siguieron mirándose a los ojos, maravillados, buscando cada uno en las pupilas del otro la verdad de lo que acababan de escuchar, hasta que un carraspeo les hizo desviar la mirada, confusos y sonrojados.</p> <p>Tije los observaba con su habitual sonrisa divertida.</p> <p>-Bueno, cachorro. -Hizo desaparecer la mesa con un movimiento de la mano-. Has resultado ser mucho más entretenido de lo que esperaba. Eso es un piropo -le explicó.</p> <p>-Sigo sin comprenderlo -murmuró-. ¿Por qué yo? ¿Por qué nosotros?</p> <p>-Ya lo has oído -replicó Tije-. Por tus sueños. Por cómo los soñabas. A él se le da muy bien distinguir entre un soñador y otro. -Hizo una mueca-. Es su trabajo, podríamos decirlo así.</p> <p>-Ya sabes a qué me refiero -dijo Kal-. Me torturó. Diez años. Tanto tiempo... ¿Por qué me escogió a mí? ¿Por qué tuve que ser yo?</p> <p>-Fuiste tú porque te atreviste. Y ella porque te siguió. Podría haber sido otro, pero te tocó a ti. No busques al destino en todo esto, porque el destino no existe.</p> <p>Kal notó el leve sarcasmo que empañaba su voz.</p> <p>-Sé quién eres -dijo en voz baja.</p> <p>Los labios de Tije se curvaron.</p> <p>-¿Sí? -preguntó-. Claro que lo sabes. Soy Tije.</p> <p>-Una vez me dijiste que te llamaban de muchas formas. ¿Por qué a mí me dejaste utilizar tu nombre?</p> <p>Ella rio.</p> <p>-Ni siquiera Tije es mi verdadero nombre, cachorro: sólo es el que más veces he utilizado. El que prefiero utilizar.</p> <p>Kal hizo un gesto de asentimiento, pensativo.</p> <p>-Ellos... te conocen. La Vida, la Muerte, el Sueño...</p> <p>-Sí. Hace mucho -contestó-. Aunque tampoco su conocimiento es perfecto. Yo soy yo, y nadie puede conocerme de verdad. Ni siquiera ellos. -Soltó una risita-. ¿Querías saber por qué te dejé llamarme Tije...? -Se inclinó sobre su oído-. Si hay un nombre que pueda considerarse mío, es ése. Se lo doy a quien yo elijo. A mis guerreros. Los Guerreros de Tije. -Volvió a reír como si fuera la broma más graciosa del mundo-. Ahora que no se te suba a la cabeza, cachorro -le advirtió sin perder la sonrisa, con un brillo divertido en los ojos de todos los colores-. Sois tantos como nombres puedo llegar a tener. Keyen, Kamur, Liewe, Nern, Jeno, Angarad, Ziante, Nial, incluso tengo una guerrera, Isendra. Aunque ella me diría dónde puedo meterme mis nombres de una forma bastante explícita, estoy segura. -Más que desaprobación, en sus facciones se leía hilaridad-. Y Danekal, por supuesto. -Le acarició la mejilla con el dedo alargado, arañándole suavemente con la uña larga y pulida-. Eso incluye a Dilanya, me parece -caviló-. Otra guerrera. Tendré que decírselo a Issi. -Alzó una ceja-. Todos conocéis mi nombre. Uno de mis nombres, por lo menos.</p> <p>Se apartó de Kal sin dejar de mirarlo con esos ojos que hurgaban en su alma como agujas finas que atravesasen los suyos.</p> <p>-Que tengas suerte, Danekal de Novana -dijo, antes de desvanecerse en la niebla.</p> <p>Kal miró a Dila.</p> <p>-¿Vamos...? -sonrió.</p> <p>Ella le devolvió la sonrisa.</p> <p>-Vamos.</p> <p>Ambos absorbieron la Shah a la vez, y ambos empezaron a la vez a tejerla a su alrededor. Kal alzó la mano y buscó la de ella, la que tenía libre, y entrelazó los dedos con los suyos.</p> <p>La Shah pasó de él a ella, de ella a él, formando un círculo por el que fluía sin detenerse la energía, la alegría, la dulzura, el éxtasis más puro. La Shah se tejió a su alrededor sin dejar de entrar en sus cuerpos y volver a salir, haciéndolos uno, uniéndolos también al tejido que comenzaba a tomar forma, cubriéndolos y disipando la niebla. Kal miró a Dila. «¿Tuya, o mía?», dijo sin palabras, la trama de Shah aguardando, expectante, la mano que iba a manejarla, la de ella o la de él.</p> <p>«De los dos.» Dila apretó sus manos y cerró los ojos, y Kal hizo lo mismo. La Shah los cubrió, se fundió con ellos, metiendo a Dila en el interior de Kal y a Kal en el interior de Dila y expandiendo sus esencias hacia el exterior, tirando de sus almas, de <i>su alma</i>, con una fuerza que en lugar de dolor les produjo un intenso placer. Un gemido se escapó entre los labios de Kal, uniéndose al que emitió Dila en el mismo instante.</p> <p>Temblando, Kal abrió los ojos sin soltar sus manos.</p> <p>La Bruma había vuelto a concentrarse en una muralla de aspecto impenetrable. La observaron un momento, se miraron, y, sin una palabra, dieron un paso y la atravesaron, saliendo a la brillante luz del sol. Ambos miraron hacia atrás.</p> <p>El muro de Bruma permaneció inmóvil y, repentinamente, desapareció, y Kal y Dila se encontraron mirando la pared de piedra azulada del patio de armas de la Isla.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Decimoquinto día antes de Elleri.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">El mejor regalo es el que se recibe por sorpresa.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Proverbios</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Cap... comandante -dijo un soldado. Miraba hacia el norte-. Esos... esos hombres son vasallos de Teilhil. -Alargó el brazo tembloroso hacia el Cenagal. Deno lo ignoró. El sol se elevaba justo enfrente de él, deslumbrándolo. Hizo visera con la mano y entrecerró los ojos. «Hay algo raro en esa nueva horda...» Avanzaban demasiado ordenados, demasiado... no eran una horda. Se enjugó una lágrima y forzó la vista para enfocarla en la pequeña pradera que unía el bosque de Lignile con la muralla este de Lanhav.</p> <p>Tuvo que contener un aullido de alegría al ver los estandartes de color naranja.</p> <p>-¡Lenvania! -exclamó, intentando por todos los medios adoptar en la medida de lo posible la misma expresión impávida del comandante Angarad-. ¡Lenvania!</p> <p>Apretó los puños. «Contrólate, contrólate...» Dio un grito y se abrazó al soldado que tenía al lado, que todavía contemplaba el Cenagal.</p> <p>-Te-Teilhil -balbució éste, estupefacto. Deno lanzó una rápida mirada hacia el norte. ¿Era cierto? Desde allí no podía ver la Puerta de Teilhil, pero los hombres que avanzaban por entre los restos calcinados del Cenagal...</p> <p>-¡Y Sendala! -añadió el soldado, eufórico, señalando al sur, a la Puerta de Lenvania. Deno se volvió. La calle del Príncipe y la calle de la Reina ya estaban abarrotadas por los hombres que el comandante Angarad y él habían visto entrar en Lanhav. Los que creyeron he-ranne. Desde las torres de la Isla se veía lo que no habían podido ver antes, cuando estaban tan lejos. Los estandartes verdes eran inconfundibles: Sendala. Los vasallos de Sendala. Una mancha amarilla que llegaba en ese instante al Puente de las Cestas se convirtió ante sus ojos en el blasón de Istas.</p> <p>-¿Cómo han llegado todos a la vez? -musitó, sintiendo un entusiasmo que le hizo desear ponerse a dar saltos de alegría, y a la vez un estupor que le secó la boca y le pegó la lengua al paladar-. Teilhil, Lenvania, Sendala...</p> <p>-¿Coincidencia? -propuso el soldado, Deno no conocía su nombre, acodándose con una amplia sonrisa en la almena de la torre y observando cómo los defensores de la brecha de la muralla este, los que todavía quedaban en pie, se revolvían con furia contra los he-ranne que habían estado a punto de aniquilarlos. Los hombres azules se encontraron de repente encerrados entre dos frentes.</p> <p>-Qué suerte -respondió Deno, aturdido-. Joder, pero qué suerte.</p> <p>Levantando la mirada hacia la muralla interna de la fortaleza, donde los arqueros aguardaban a que los tikën se acercasen a la Isla, desenvainó la espada, la alzó y soltó un aullido de victoria.</p> <p></p> <p>Kal giró sobre sus talones y se encontró cara a cara con el caos.</p> <p>En el patio de armas parecía haber cientos de personas. Todas ellas corrían en direcciones distintas, y ni una sola aparentaba tener un propósito. La mayoría eran soldados, vestidos con el uniforme azul y rojo del ejército de Novana, y todos, o al menos así se lo pareció a él, gritaban al mismo tiempo sin pronunciar una palabra coherente.</p> <p>-¿Qué está pasando? -murmuró Dila.</p> <p>-No tengo ni idea. -Tirando de la mano de ella avanzó hasta colocarse en el centro del tumulto.</p> <p>-¿Qué ocurre? -preguntó al primer soldado que pasó por su lado, cerrándole el paso con el brazo extendido.</p> <p>El soldado se volvió hacia él, abrió mucho los ojos al reconocerlo, trató de hacer una reverencia sin haberse detenido del todo, tropezó con sus pies y estuvo a punto de caer al suelo. Se irguió a duras penas.</p> <p>-Ma-Majestad -tartamudeó-. Hemos vencido, majestad -logró articular después de varios intentos-. Nosotros...</p> <p>-¿Vencido? -repitió Kal, confundido-. ¿Qué quieres decir?</p> <p>-Le-Lenvania, majestad -dijo el soldado-. Lenvania, y Teilhil, y Se-Sendala -farfulló, y, con una torpe reverencia, siguió corriendo hacia donde quiera que corriese cuando Kal se había interpuesto en su camino.</p> <p>Kal y Dila se miraron.</p> <p>-¿Qué? -exclamaron a la vez, y también a la vez alargaron el brazo para detener al siguiente soldado que pasó a su lado.</p> <p>-¿Dónde está el comandante Angarad? -lo apremió Kal. Los ojos del soldado se desorbitaron. Probó a decir algo y la voz se le atascó en la garganta-. ¡Responde, hombre! -exclamó Kal.</p> <p>El soldado se echó a temblar.</p> <p>-E-el comandante Deno está en las pu-puertas, majestad -contestó-. En la to-torre sur.</p> <p>-¿El comandante Deno? -casi gritó Kal, más desconcertado que nunca. El soldado aprovechó su confusión para saludarlo con una inclinación de cabeza y alejarse a toda prisa de ellos. Kal intercambió una mirada con Dila. ¿El <i>comandante</i> Deno?</p> <p>Un súbito presentimiento le atenazó la garganta. Dila parecía angustiada, quizá tanto como él. El <i>comandante</i> Deno.</p> <p>-Angarad -se asustó.</p> <p>Dila tiró de su brazo y comenzó a avanzar entre el caótico ir y venir de soldados y milicianos en dirección a la puerta interior de la muralla de la Isla, abriéndose paso con codazos y empujones muy poco dignos de una dama de la nobleza, mucho menos de una mujer que llevaba una corona real sujetándole los cabellos.</p> <p>No llegaron a alcanzar la entrada al corredor entre las murallas. Dila se detuvo en seco y Kal chocó con su espalda a menos de diez pasos de la puerta.</p> <p>-¿Qué...?</p> <p>Enmudeció.</p> <p>Un hombre flanqueado por una guardia de seis soldados de uniforme naranja y rojo acababa de entrar en el patio de la Isla. Vestía un peto reluciente sobre un jubón de cuero, un gorjal protegiendo su cuello, espinilleras de acero sobre el cuero de sus botas y una chillona capa roja y naranja en los hombros. Tenía la cabeza descubierta, el yelmo sujeto entre los dedos cubiertos de cuero negro de su mano izquierda. El corazón de Kal se detuvo un instante. «Por los Tres...» El pelo moreno ya encanecía en algunos lugares y los ojos eran más oscuros, casi negros, pero su rostro... su rostro era el rostro de Evan de Lenvania.</p> <p>Kal estuvo a punto de gritar de terror. «No. Tú no. Tú no.» El fantasma de Evan se detuvo y lo miró sin parpadear. Apoyado en él había otro hombre, al que ayudaba a caminar rodeando sus hombros con el brazo derecho, pero Kal no pudo apartar la mirada de la cara de Evan.</p> <p>El espectro lo miró durante eones, y después inclinó profundamente la cabeza.</p> <p>-Majestad -dijo-, los vasallos de Lenvania venimos a juraros lealtad.</p> <p>Entonces Kal lo reconoció. Su corazón empezó a latir de nuevo a un ritmo normal. Inspiró, e incluso se permitió esbozar una leve sonrisa.</p> <p>-Davan... Davan de Lenvê -recordó, aceptando su saludo con un leve movimiento del cuello. El primo de Evan. La congoja y la angustia seguían ahí, pero sintió una repentina ligereza en el alma que no logró ahogar del todo la ansiedad.</p> <p>-Me arrodillaría ante vos, majestad -continuó Davan de Lenvê-, pero me temo que tendréis que esperar un poco... -Con la cabeza apuntó al hombre al que sostenía con los brazos, que parecía incapaz de mantenerse en pie y se apretaba el hombro con una mano.</p> <p>Era Angarad de Teilhil.</p> <p>Tuvo que tomar aire varias veces para no empezar a gritar de alivio. La mano de Dila se agitó en la suya. En vez de chillar, Kal torció la sonrisa y enarcó una ceja en un gesto burlón.</p> <p>-Estás herido -indicó, señalando la sangre que empapaba la manga de la camisa por debajo de la mano del comandante. Angarad hizo un gesto irónico.</p> <p>-Ya lo dije -replicó. Se adelantó cojeando de forma ostensible pese al apoyo que le prestaba Davan-. Cuando un oficial desenvaina una espada, tira el bastón de mando y se convierte en un simple soldado.</p> <p>El señor de Lenvê ayudó a Angarad a sentarse en un repecho de la muralla. Éste dio un respingo de dolor y cerró los ojos.</p> <p>-Y esto es lo que pasa cuando se juega a ser un simple soldado. -Dejó escapar un hondo suspiro-. Kal -dijo de pronto, abriendo los ojos-. Duele de cojones.</p> <p>Kal abrió la boca en una mueca de incredulidad, y después, sin poder contenerse, se echó a reír a carcajadas.</p> <p>Deno apareció en ese preciso instante, saliendo a toda prisa del espacio entre las dos murallas y deteniéndose en seco al ver a Kal. Inclinó la cabeza, miró a Angarad, parpadeó varias veces, murmuró algo incomprensible y después, poniéndose tan derecho que sus huesos crujieron, se golpeó el pecho con el puño con tanta fuerza que el golpe resonó como el tañido de una campana.</p> <p>-Comandante -saludó. Se notaba que trataba por todos los medios de controlar sus facciones para mantenerlas inexpresivas. Pareció luchar consigo mismo, y después sonrió alegremente.</p> <p>-Comandante Deno -contestó Angarad con un murmullo cansado-. Informad a su majestad, por favor.</p> <p>-Sendala está retomando la Ciudad de los Comerciantes. -Deno no parecía poder borrar la amplia sonrisa que bailaba en sus labios-. Ha tomado las calles principales y ahora mismo está persiguiendo a los pequeños grupos de enemigos que puedan estar ocultos, limpiando sector por sector. Los hombres del comandante -hizo una seña de saludo hacia el fatigado Angarad, que respondió con un débil asentimientohan tomado el Cenagal. Y en la Ciudad de la Isla no queda ni un solo enemigo con vida -añadió, a punto de echarse a reír de pura alegría. Ni siquiera la mirada de reconvención de Angarad pudo mitigar el júbilo que brillaba en sus ojos azules. Kal asintió.</p> <p>-¿Y en el bosque de Lignile?</p> <p>-Los que no fueron masacrados por el ejército de Lenvania antes de llegar a las murallas huyeron en desbandada, majestad.</p> <p>Kal hizo un gesto de reconocimiento a Davan de Lenvê. Éste esbozó una sonrisa torcida tan parecida a la de su primo que la euforia de Kal se apagó como una hoguera bajo la lluvia.</p> <p>-Envía a mil hombres -dijo Angarad-. De la guarnición de la Isla. Los que no entraron en combate. Que peinen los alrededores de Lanhav.</p> <p>-Sí, comandante -contestó Deno. Se dio otro resonante golpe en el pecho con el puño y se alejó en dirección a los barracones.</p> <p>Fue entonces cuando Kal percibió el silencio. Miró a su alrededor: los soldados habían dejado de correr y permanecían inmóviles, mirando hacia donde ellos se encontraban. También los observaban los ciudadanos que atestaban el patio desde hacía días. De la Torre del Rey salían poco a poco, con rostros llenos de incertidumbre y desconcierto, los nobles, los siervos, los que se habían refugiado allí tras la destrucción de Lanhav. Toda la Isla parecía haberse concentrado en el patio, y toda la Isla parecía mirarlos a ellos cuatro.</p> <p>-Majestad -siguió Angarad, indiferente al resto de la humanidad-. ¿Vos también habéis vencido?</p> <p>Kal se encogió de hombros.</p> <p>-En realidad, podríamos decir que ha vencido mi reina.</p> <p>Dila lo miró y sonrió. Se acercó a él para susurrar:</p> <p>-Eso quiere decir que hemos ganado los dos.</p> <p>Él abrió la boca para contestar, pero los murmullos que se habían ido elevando entre la multitud sin que ellos lo advirtieran se convirtieron primero en un zumbido, después en un rugido ensordecedor. Impresionado, volvió a recorrer el patio con la mirada. Los soldados empezaron a gritar, algunos alzando el puño o las armas. Los ciudadanos y los siervos comenzaron a corear sus gritos, e incluso algunos de los nobles, después de una breve vacilación y de intercambiar miradas con sus pares, se unieron a las aclamaciones de la multitud.</p> <p>-Majestad -lo llamó Davan de Lenvê acercándose a él-. El señor de Teilhil necesita un sanador. La herida del hombro es más grave de lo que parece, y la rodilla... Creo que podría quedarse cojo...</p> <p>-Aguarda -lo interrumpió Kal, y miró a Angarad con una amplia sonrisa-. Deja que por una vez reciba lo que se merece. -Ignoró la mirada interrogante de Davan y se inclinó para poner los ojos al mismo nivel que los de Angarad-. Y esta vez no puedes escaparte, primito... -Le guiñó el ojo-. ¿Oyes lo que gritan?</p> <p>Éste gruñó y volvió a cerrar los ojos, recostándose sobre la pared de la muralla interior. Las piedras de los muros retumbaron con el sonido de los cientos de bocas que pronunciaban a un tiempo el mismo nombre: «Angarad.»</p> <p>-Hay que joderse -murmuró él.</p> <p>-Vaya, señor de Teilhil... -Kal posó una mano sobre el hombro sano del comandante y apretó en un gesto afectuoso-. Todavía haremos de ti un ser humano...</p> <p>Angarad masculló una maldición.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LANHAV (NOVANA)</p></h3> <p></p> <h2>Decimoquinto día antes de Elleri.</h2> <p></p> <h2>Año 570 después del Ocaso</h2> <p></p> <p style="text-indent:0em;">A menudo desearíamos poder conocer nuestro futuro. Qué ciegos somos... cuando no somos capaces de entender que, muchas veces, el futuro nos está gritando al oído para llamar nuestra atención.</p> <p></p> <p style="text-align:right; text-indent:0em;"><i>Naturaleza del Hombre</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Kal ordenó que trasladasen a Angarad a los aposentos que había ocupado Sihanna, en la primera planta de la Torre del Rey, y después expulsó a todos los soldados, sirvientes y curiosos que habían seguido en procesión al comandante herido.</p> <p>-No quiero que esto se convierta en un espectáculo -fue su explicación, y su tono amenazador vació la habitación en un parpadeo.</p> <p>El dormitorio estaba impoluto, sin rastro de sangre ni en el lecho, ni en las paredes, ni en el suelo. Dila sabía que durante el asedio Julda había atajado los ataques de histeria y el sueño de las sirvientas obligándolas a emprender una limpieza a fondo de las estancias vacías de la torre, que eran todas excepto las habitaciones que ocupaban Kal y ella. «Los únicos que dormíamos, creyendo que no soñábamos...»</p> <p>Angarad estaba tumbado en la cama. Una apretada venda de lino blanco cubría gran parte de su torso y su hombro herido. Yosen había actuado con rapidez, temiendo tal vez sufrir un linchamiento público si perdía al comandante por no hacer su trabajo con la suficiente celeridad. El sol apenas había descendido en el cielo para cuando tuvo a Angarad tumbado en el lecho, con la herida limpia y cosida, cubierta por un emplasto de hierbas y vendada con un lienzo limpio.</p> <p>Se volvió hacia la pierna del comandante. Con una eficacia nacida de la experiencia, empuñó un cuchillo y rasgó los calzones sucios de sangre y polvo y, sin hacer caso del gemido de Angarad, se los quitó y los tiró a un rincón de la alcoba. Se inclinó sobre la pierna doblada y la observó con ojo crítico. La palpó con los dedos sarmentosos, ignorando los quejidos de su paciente.</p> <p>-No está rota -determinó-, pero está dislocada. -Levantó la mirada hacia Kal-. Majestad, hay que colocarla en su sitio. Si no os importa, llamaré a...</p> <p>Kal lo interrumpió con un ademán. Parecía inquieto, pero ni Yosen ni Angarad percibieron su vacilación antes de acercarse al lecho.</p> <p>-¿Qué... qué hay que hacer? -preguntó Kal-. Lo haré yo mismo.</p> <p>-Hay que sujetar la pierna, pero... También habría que sostener al comandante, por si... por si se resiste. -Yosén miró de soslayo a Angarad-. Disculpadme, comandante. Necesitamos a alguien más.</p> <p>-Si sólo hay que sostenerlo, puedo hacerlo yo misma -intervino Dila, dando un paso adelante.</p> <p>Ése fue el momento en que tanto Yosen como Angarad descubrieron su presencia en la habitación, a juzgar por la expresión sorprendida de ambos. También debió ser ése el instante en que Kal se dio cuenta de que Angarad estaba completamente desnudo. Se volvió hacia ella y la fulminó con la mirada.</p> <p>-Dila -dijo con voz tensa-, por los Tres, esto no es decente...</p> <p>-Oh, por favor -exclamó ella, apartándolo de un manotazo y acercándose a la cabecera del lecho-. Ni que fuera la primera vez que veo a un hombre. Yosen, ¿qué tengo que hacer?</p> <p>El rostro blanco como el yeso de Angarad se tornó de un rosa intenso cuando ella se subió al lecho y, siguiendo las instrucciones del sanador, lo ayudó a incorporarse para apoyarlo contra su cuerpo y rodear su pecho con los brazos.</p> <p>-Dila, no creo que... -vaciló Kal.</p> <p>-Soy una mujer fuerte.</p> <p>Kal puso los ojos en blanco cuando Dila comenzó a buscar la Shah sin mover ni un músculo y sin dejar de mirarlo, desafiante. «Lo notas, ¿eh?», sonrió ella.</p> <p>-Eres capaz de cualquier cosa con tal de demostrar... -empezó Kal, pero el carraspeo de Yosen lo interrumpió.</p> <p>-Majestad -le explicó-, mirad, tenéis que sostener la pierna inmóvil, así...</p> <p>Estiró con cuidado la pierna de Angarad. Dila notó la brusca tensión de sus músculos y oyó el gemido ahogado del comandante, que apretó los dientes. Kal rodeó el ancho muslo de Angarad con las manos y miró a Yosen. Éste volvió a estudiar la pierna. Con un movimiento brusco colocó las manos sobre la rodilla de Angarad y empujó hacia abajo y, aferrando la parte inferior de la pierna, la giró con rapidez.</p> <p>Angarad soltó un alarido tan desgarrador que retumbó en las paredes y se clavó en los tímpanos de Dila como un punzón. Cayó sobre ella, echó la cabeza hacia atrás, apoyándola en su hombro, y volvió a chillar. Aturdida, Dila apretó los brazos alrededor de su cuerpo, aplastada contra el cabecero del lecho. Él gimió mientras Yosen palpaba de nuevo la rodilla y asentía.</p> <p>-Joder -jadeó Angarad entre dientes.</p> <p>Dila vio las lágrimas que correteaban por sus mejillas y apartó la vista, más azorada al ver su momento de debilidad de lo que se había sentido antes, cuando Yosen lo desnudó. El señor de Teilhil seguía apoyando todo su peso sobre ella, su cabeza descansaba en su hombro y tenía los ojos cerrados. De pronto, Dila notó un incontenible deseo de sonreír. «Ay, Sorsha -pensó, más risueña que apenada-. Si me estás viendo ahora mismo desde la Otra Orilla, apuesto a que has vuelto a morirte, esta vez de envidia...»</p> <p>Yosen colocó una tablilla de madera bajo la corva de Angarad y otra encima de su rodilla y las ató con varias tiras de lienzo blanco. Levantó la mirada hacia su paciente.</p> <p>-Me temo que no podréis moveros hasta Elleri, comandante -le informó en tono aséptico-. Por lo menos. -Sacudió la cabeza al ver el rictus en el rostro de Angarad-. Os traeré una infusión de tena para que remita el dolor.</p> <p>Angarad abrió un ojo.</p> <p>-Y ¿no podrías... haberlo... pensado antes, coño? -dijo en un débil gruñido. Kal rio nerviosamente mientras Yosen inclinaba la cabeza ante él y salía de la estancia. Dila soltó a Angarad y lo ayudó a recostarse sobre los almohadones. El «Gracias» que musitó la hizo sonreír. El comandante exhaló aire y levantó la mano para limpiarse el rostro de sudor y lágrimas.</p> <p>Kal se había apartado de la cama para caminar hacia la ventana, donde se acodaba en esos instantes, observando el patio sur de la Isla, que se extendía justo debajo de él. Dila bajó del lecho y se reunió con él.</p> <p>El soleado patio estaba repleto de gente. Allí abajo se mezclaban los soldados con los sirvientes, los comerciantes y los artesanos con los mendigos, los menestrales con los taberneros, una representación de toda la sociedad de Lanhav. Excepto los nobles, que al parecer habían vuelto a refugiarse a la sombra de la Torre del Rey y debían estar llenando el Gran Salón y exigiendo a los pocos siervos que no estaban en el exterior que trajeran vino y comida para celebrar la victoria.</p> <p>Kal señaló al patio, donde los congregados seguían gritando y aclamando sin cesar.</p> <p>-He estado pensando -dijo sin mirarla.</p> <p>Ella apoyó la mano en el alféizar.</p> <p>-Ya lo sé. -El sol había alcanzado la cara sur de la Torre del Rey, y había caldeado las piedras lo suficiente como para resultar molesto. Dila apartó la mano y la posó sobre el brazo de Kal-. Yo he pensado lo mismo.</p> <p>-No me gusta que me leas la mente, mujer.</p> <p>-No lo hago -replicó ella-. Pero sé lo que sientes. Mellizo.</p> <p>Él la miró de reojo.</p> <p>-Diez años... -empezó en tono serio.</p> <p>-Y son muchos los que lo sufren toda la vida. Pero, Kal... -Apretó su brazo hasta que logró que él se girase para mirarla de frente-. No hay ninguno en Lanhav. Ni siquiera creo que haya muchos en Novana. Tu padre... tu padre...</p> <p>-Los expulsó, sí -afirmó él-. Bueno, las expulsó a ellas. No se atrevió a prohibir su presencia en todo Novana porque aún había muchos lugares donde se creía que eran diosas, pero a estas alturas no debe haber muchas en la isla. Habrán emigrado al continente.</p> <p>Dila lanzó una mirada hacia el lecho. Angarad había cerrado los ojos, pero no dormía.</p> <p>-No es como si abandonases tu deber, ¿sabes?</p> <p>-No lo sé, Dila -confesó Kal, y suspiró-. Lanhav está destruida por completo, y gran parte de Novana ha sufrido la misma devastación por el paso de los he-ranne y de los tikën...</p> <p>Dila hizo una seña hacia el comandante.</p> <p>-¿Has visto sus manos? ¿Crees que podrías dejar a Novana en unas manos mejores?</p> <p>Kal la miró prolongadamente, y se llevó la mano a la frente. Se quitó el aro plateado que ceñía sus sienes. Bajó la mano y lo observó mientras jugueteaba con él.</p> <p>-Creo que en realidad no la he querido nunca -murmuró-. La corona. -La miró-. ¿Sabes cuándo me pusiste el sha’al, en el Lugar? ¿Cuándo empecé a soñar que era tu Mellizo?</p> <p>Dila negó con la cabeza.</p> <p>-El día que mi padre me nombró oficialmente heredero del trono.</p> <p>Ella abrió la boca, asombrada, y después la cerró. Diez años. Ella tenía diez años entonces, igual que él. Estuvo a punto de reír.</p> <p>-¿Pudo ser el mismo día que mi madre me prohibió seguir jugando a ser un caballero con Iven y me puso un vestido de seda? -preguntó con voz suave.</p> <p>Él la miró con incredulidad y después se inclinó sobre ella y la besó.</p> <p>-Qué extraña puede ser a veces la vida -dijo en voz baja. Dila levantó la mano y se quitó la corona plateada mientras Kal daba media vuelta y se acercaba de nuevo al lecho.</p> <p>-Angarad.</p> <p>-Majestad.</p> <p>Kal se sentó en el borde de la cama con la cabeza gacha, mirando el aro de plata. Al cabo de un rato levantó el rostro y miró a Angarad.</p> <p>-Garad. -El tono cariñoso hizo brincar el corazón de Dila-. Primo. Quiero que... Bueno... -carraspeó. Miró a Dila, suplicante, y después, encogiéndose de hombros, alargó la mano y tendió la corona a Angarad.</p> <p>Él no la cogió.</p> <p>-Garad -repitió Kal. Parecía estar buscando las palabras-. Voy a renunciar al trono. Y quiero que lo ocupes tú.</p> <p>Angarad lo miró sin pestañear.</p> <p>-¿Habéis estado bebiendo, majestad? -preguntó en su habitual tono sosegado, un poco más débil por la pérdida de sangre y el dolor.</p> <p>-Todavía no. Aunque tengo intención de empezar a hacerlo en breve. -Le dirigió una mirada intencionada-. En cuanto consiga quitarme el «majestad» que tengo pegado a mi nombre.</p> <p>-Pero vos sois su rey -insistió Angarad.</p> <p>Kal lanzó una mirada a Dila. El sha’al vibró en su muñeca.</p> <p>-Tienes derecho al trono. Yo no lo quiero. Y si yo renuncio, ya sabes a quién le va a tocar. -Sonrió y señaló su pierna entablillada-. Y esta vez tampoco vas a poder escaparte.</p> <p>Angarad gruñó. Kal hizo un gesto con la cabeza hacia la ventana por la que penetraba, junto con la luz, la algarabía de gritos y hurras proveniente de la multitud.</p> <p>-Ellos quieren un héroe. -Su sonrisa se ensanchó-. Y tú das mucho más el tipo, a qué engañarnos.</p> <p>Dila soltó una risita. Tanto Angarad como Kal la miraron, desconcertados. Ella alzó las cejas y estudió con descaro el cuerpo desnudo de Angarad.</p> <p>-Bueno -dijo, traviesa-, vuestra majestad es innegable, Angarad de Teilhil...</p> <p>Y se echó a reír a carcajadas cuando Angarad enrojeció hasta la raíz del cabello, y Kal soltó un exabrupto antes de coger la sábana y cubrir el cuerpo del comandante a toda prisa.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>EPÍLOGO</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Nial alzó la mirada y la clavó en Dendalior.</p> <p>-Ya está -masculló, alzando el cuchillo empapado de rojo y dejando caer al suelo el cuerpo degollado de Vantar. Apartó de su mente el pinchazo agudo de su conciencia, obstinada en señalarle que acababa de matar a sangre fría al hombre al que había jurado obedecer y venerar. Sin embargo, no pudo controlar el escalofrío que le produjo el sonido del cadáver al golpear el suelo, la súbita angustia de saber que aquel hombre, que aquel monstruo, era el mismo niño con quien había compartido su infancia, su juventud, su vida.</p> <p>Bajó la vista hacia el cuerpo sangrante. Controlando a duras penas el temblor de su labio inferior, Nial cerró y abrió los ojos a toda prisa, conminando a las lágrimas a esconderse de nuevo tras sus párpados. «Por la Luz, Vantar... ¿En qué te habías convertido? ¿En qué nos has convertido a nosotros?» El rostro de un niño hinchado por los golpes y las lágrimas, cubierto a medias por los delgados bracitos con los que trataba en vano de protegerse de los puñetazos que llovían sobre su cabeza. «Maldita seas, Marsha», lloró en dirección a la mujer que había dado a luz al hombre que yacía a sus pies. La cara de un muchacho, preñada de dolor y de rabia al oír las risas burlonas de la joven que rechazaba su flor. «Maldita seas, Valenia», gritó a su hermana.</p> <p>Miró el cuchillo, la gota escarlata que eligió ese momento para caer sobre el charco que ya se formaba bajo el cadáver, y de pronto comprendió que aquello no era sangre. Era una lágrima, una de las muchas que Nial no se atrevía a verter, una de las muchas que Phanobia había vertido por culpa de aquel al que todavía, en su mente, llamaba «amigo».</p> <p>Dendalior asintió.</p> <p>-El corazón había dejado de bombear sangre al resto del cuerpo y estaba absorbiendo la vida de sus órganos -sentenció.</p> <p>Nial disimuló un sollozo y rechinó los dientes.</p> <p>-Déjate de gilipolleces -graznó, ocultando su angustia-. ¿Y ahora qué? -lo instó, limpiando el cuchillo en el faldón de su camisa-. ¿Esperamos a que la Luz se cabree y nos fulmine por habernos cargado a su Profeta? ¿Parlamentamos con los novanos?</p> <p>Dendalior negó con la cabeza sin cambiar su sosegada máscara.</p> <p>-Eso sólo haría que retornase el corazón podrido de Nhiconi -contestó-. No. Phanobia debe tener un corazón fuerte y sano. O tal vez dos.</p> <p>Nial lo miró con suspicacia. Dendalior le devolvió la mirada y después sonrió.</p> <p></p> <p>Insal de Fev hizo una reverencia ante el hombrecillo que lo miraba con los ojos entrecerrados y una expresión de suficiencia en el rostro blando y blancuzco.</p> <p>-Majestad -dijo-. Nuestras órdenes son muy claras: los soldados de Novana están aquí para ayudaros en vuestra guerra contra Dröstik. Recuperar Teune no es nuestro cometido.</p> <p>Nhiconi de Phanobia se irguió en el trono dorado.</p> <p>-Pero ¡es que el ejército que me envió vuestro rey para eso no ha hecho nada más que sitiar Teune y sentarse a esperar! -exclamó-. ¡No está haciendo nada!</p> <p>-Ese ejército está bajo el mando directo del señor de Laurvat, majestad.</p> <p>-Que es también tu rey -indicó Nhiconi.</p> <p>-Nosotros hemos venido a luchar contra Dröstik. Y, puesto que Dröstik no está atacando Phanobia... -se encogió de hombros-. Con vuestro permiso, majestad-. Insal hizo una reverencia, giró sobre sus talones y salió del Salón del Trono sin molestarse en mirar una vez más al encolerizado monarca.</p> <p></p> <p>Sikk se detuvo, jadeante, y se apoyó en el tronco de un árbol antes de dar media vuelta para mirar una última vez a las torres de Lanhav. El humo se había disipado, y la radiante luz del sol iluminaba una ciudad destruida. Sonrió con desgana y echó a andar de nuevo. Volvió a detenerse a los pocos pasos, apoyó la espalda contra un árbol y se dejó resbalar hasta quedar sentado en el suelo. Se palpó el hondo tajo que abría su costado hasta la espalda y gimió de dolor.</p> <p>-Bueno -dijo-. Olsär, espero que a estas alturas ya te hayas despelotado del todo y estés corriendo detrás de alguna de esas frescas. -Rio con amargura y volvió a emitir un suave quejido-. Si pillas a dos, guárdame una, ¿vale...?</p> <p></p> <p>El capitán Deno se golpeó el pecho con el puño.</p> <p>-Como ordenéis, mi com... majestad.</p> <p>Angarad sonrió y se retorció para acomodar mejor los almohadones que mantenían su espalda erguida en el lecho.</p> <p>-En primer lugar, Deno, todavía no tengo derecho a ese tratamiento -contestó-. En segundo lugar, vas a tener que aprender el saludo de la Guardia Real si vas a unirte a ella. Es sencillo: sólo tienes que acordarte de abrir la mano antes de darte el golpe en el pecho. En tercer lugar... -Su sonrisa se hizo más amplia-. Deja de llamarme cosas raras. Me llamo Garad.</p> <p>Deno abrió mucho los ojos, asombrado.</p> <p>-Pero, mi comand... Majest...</p> <p>Angarad suspiró.</p> <p>-A veces hay que saber aprender lo que la gente quiere enseñarte, ¿sabes, Deno? -Se recostó sobre el almohadón-. ¿Cómo era eso? -murmuró-. Todavía haremos de ti un ser humano...</p> <p></p> <p>Kal abrazó a Dila y entrelazó sus piernas con las de ella. Si algo había aprendido era que cuanto más cerca de ella estuviera, mejor.</p> <p>-¿Así que vas a conservarlo? -preguntó Dila.</p> <p>Él asintió contra su cuello.</p> <p>-Una cosa es la corona, y otra esto. -Se apartó un poco para mirarla en la penumbra del dormitorio-. Además, tú sigues siendo la señora del Saldellal, ¿no...? ¿Por qué iba yo a renunciar a mi título?</p> <p>-No, si a mí me parece bien -dijo ella-. Danekal de Laurvat. -Le acarició la mejilla-. ¿Sabes...? En realidad, no soy la señora del Saldellal. Nhiconi sigue siendo mi tutor legal mientras yo esté soltera, así que lo único que tengo es el título.</p> <p>-Bueno, para solucionar eso sólo nos hace falta un triasta.</p> <p>-¿Has visto un triasta por aquí últimamente? -inquirió, cáustica-. Al último que vi le falta todo el cuerpo. Me temo que no nos sirve.</p> <p>Kal volvió a reír.</p> <p>-Lo malo que tiene este continente es que en cuanto le das una patada a una piedra te sale un triasta. O dos, si te descuidas. -Fingió un estremecimiento-. El triasta de Tula tiene que nombrar a uno en Lanhav para coronar a Angarad. Apuesto lo que quieras a que en menos de tres días tenemos a un tío vestido con túnica dándose aires por el Tre-Ahon.</p> <p>-Igual decide instalarse aquí y mandar a Angarad al templo -sugirió Dila.</p> <p>-Angarad puede ser muy respetuoso con la religión -respondió Kal-, pero apuesto a que un triasta que le proponga eso será un triasta que saldrá de la Isla de una patada en el culo.</p> <p>La risa de Dila sólo se interrumpió cuando Kal la apretó entre sus brazos y la besó.</p> <p>-Oye -jadeó ella-, a lo mejor nosotros también deberíamos mudarnos antes de que Angarad nos eche de sus habitaciones de una patada en el culo...</p> <p>Kal levantó la cabeza para mirar a su alrededor. Asintió y bajó la vista hacia ella.</p> <p>-Tienes razón. No sería cortés vivir en las estancias privadas del rey mientras él se conforma con una habitación de invitados.</p> <p>Dila alzó un dedo para posarlo sobre la nariz de Kal.</p> <p>-¿Un triasta, decías? Pensaba que tenías pensado casarte con la hija de Nhiconi y Sihanna...</p> <p>-Pues lo que me faltaba -protestó él-. Con lo que me ha costado librarme de mi corona, como para dejar que me pongan otra en la cabeza. Además, no soy de los que se casan con alguien que no conocen. No sé qué edad tiene, no sé su aspecto... ¡Si ni siquiera sé cómo se llama, por los Tres! Aparte de que nadie sabe dónde está, claro.</p> <p>-Oh, bueno, eso te lo puedo decir yo. Es más joven que yo, es simpática, es bastante guapa, no se parece ni a su madre ni a su padre, y se llama Janhicana. Aunque todos la llaman Janee.</p> <p>-Janee. Bonito nombre. -Kal rechazó con un gesto-. No me interesa, gracias. A mí me van las chicas con nombre de flor -sonrió, acariciando una vez más la nariz de ella con su nariz.</p> <p>-Bueno, ella tampoco quería casarse contigo. Si quieres saber un secreto -dijo Dila-, escribí a mi castellano antes de partir hacia aquí para informarle de que cierta princesa iba a pasar una temporada muy larga en mi señorío sin el conocimiento de sus regios padres.</p> <p>Kal la miró con una mezcla de estupefacción y horror. Después, sacudió la cabeza con incredulidad.</p> <p>-Porque Sihanna ha perdido la cabeza, que si no me temo que habría acabado pidiendo la tuya en una pica por esconder a la niña en tu casa -añadió, risueño.</p> <p>-Hablando de eso, ¿qué te parecería si, después de la coronación, fuéramos a decirle a Nhiconi que saque sus manazas de todas mis tierras?</p> <p>Él bajó de nuevo el rostro para besarla.</p> <p>La Shah se agitó en su interior y rio, maliciosa. Kal se separó de Dila, la miró, y siguió besándola hasta que se quedó sin aliento. Los ojos dorados de ella brillaban en la oscuridad.</p> <p>-Somos uno -musitó ella, y se echó a reír-. ¿Sabes...? Si se lo hubiera oído decir a cualquiera, me habría parecido una estupidez. Pero ahora me parece... apropiado.</p> <p>-Porque -contestó Kal, acariciando sus labios con un dedo- en este caso estás diciendo la pura verdad. Alma mía...</p> <p>-Jamás me llames eso en público, ¿quieres...? No podría soportar la vergüenza.</p> <p></p> <p>Clop, clop, clop, clop... El emperador de Monmor siguió obligando a su caballito de madera a cabalgar sobre el brazo del trono mientras leía el pergamino que el sheidan le había entregado con tanta renuencia. Estaba empezando a hartarse de fingir que permitía que fueran sus consejeros quienes gobernaban el Imperio mientras él ocupaba su tiempo jugando. A veces los sheidan eran tan estúpidos...</p> <p>Sin embargo, el pueblo parecía feliz creyendo que estaba en las manos capaces de unos hombres serios y adultos que impedían que el niño que ocupaba el trono utilizase el Imperio para jugar con él. Contuvo una sonrisa irónica. «Pero si es que de eso se trata... ¿O no entendéis que gobernar un país no es más que jugar una partida en un tablero más grande?»</p> <p>Clop, clop, clop, clop... El pergamino desplegado sobre sus delgadas piernas estaba cubierto por la pulcra escritura del sheidan.</p> <p></p> <p><i>... y, según nuestros informes, la reina Klaya de Tilhia tiene previsto contraer matrimonio con el heredero de Adelfried de Taledia, pese a que el heredero aún no ha cumplido un año de edad</i>...</p> <p></p> <p>El emperador de Monmor levantó la cabeza. Novana en plena guerra civil... Una rebelión religiosa en Phanobia... Y Tilhia a punto de reforzar de forma permanente su alianza con Taledia.</p> <p>Miró el caballito que tenía en la mano. Iíííí.</p> <p>La última vez que se encabritaba en sus manos... Lo tiró a un lado. Después miró al atónito sheidan, que abrió la boca de asombro al ver cómo la figurita de madera se rompía en el suelo cubierto de baldosas.</p> <p>-Ya soy demasiado mayor para esto -dijo el emperador, levantándose del trono-. Traedme un caballo de verdad.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>APÉNDICE I</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Reyes de Novana</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Desde la separación de Novana del resto de Ridia y su conversión en país independiente han sido tres las estirpes reinantes: la dinastía Halaav, procedente del linaje de los tikën de la actual Dröstik y que se extinguió en el siglo II a la muerte de Lärad I, aunque todavía existen descendientes de una rama ilegítima en Venver; la dinastía Teunhalad, que reinó hasta bien entrado el siglo IV, con origen en la zona de Teune (actualmente en Phanobia) y que tras la abdicación de Lehdo III en el año 394 se retiró al señorío de Teilhil, todavía hoy en sus manos; y la dinastía Laurvat, que reina desde el ascenso al trono de Fiodoc I en el año 395 y que se ufana de ser la única estirpe cuyo origen, muy anterior al Ocaso, se halla en las mismas tierras en las que se asienta la capital del país.</p> <p>No obstante, en la actualidad los tres linajes están emparentados, como se colige de la genealogía extraída del tratado <i>Laurvat: dos siglos de sangre real</i>.</p> <p></p> <p><img src="/storefb2/P/V-Perez-De-La-Puente/El-Sueno-De-Los-Muertos/i1"/></p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>APÉNDICE II</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Personajes</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">LA FAMILIA REAL DE NOVANA</p> <p></p> <p>Tearate II: rey de Novana, señor de Laurvat, soberano de Lenvania, Venver, Teilhil y Sendala, Conquistador de Hongarre, Protector de las Islas de Somlo y Desa, Luz de Lanhav. Por la Gracia de los Tres. Descendiente directo de Seldecto II.</p> <p>Isobe de Ilhah: reina de Novana, Luz de Lanhav.</p> <p>Danekal: príncipe de Novana, heredero del trono y único hijo de Tearate e Isobe.</p> <p></p> <p>LA FAMILIA REAL DE PHANOBIA</p> <p></p> <p>Nhiconi V: rey de Phanobia, señor del Saldellal y soberano de Teune, Phendara, Dalmendia y Cahrad.</p> <p>Sihanna: reina de Phanobia.</p> <p>Janhicana: hija de Nhiconi y Sihanna, actualmente en paradero desconocido.</p> <p></p> <p>NOBLES DE NOVANA</p> <p></p> <p>Angarad de Teilhil: señor de Teilhil, comandante de la Guardia Real. Desciende de Seldecto II por su madre, Ilena (prima del rey Tearate) y está también emparentado con la familia real por su padre, Linat (hermano de la reina Isobe).</p> <p>Evan de Lenvania: señor de Lenvania, comandante del ejército de Novana y amigo más cercano del príncipe heredero.</p> <p>Nikao de Venver: señor de Venver (el señorío que, oficialmente, incluye las tierras de los clanes de Hongarre).</p> <p>Insal de Fev: vasallo de Venver.</p> <p>Reol de Vinania: vasallo de Venver.</p> <p>Solge de Cornor: vasallo de Venver.</p> <p>Bresulo de Kianlê: castellano de Kianlê, vasallo de Teilhil.</p> <p>Titvus de Sendala: señor de Sendala, Istas incluida.</p> <p>Davan de Lenvê: vasallo y primo de Evan de Lenvania.</p> <p></p> <p>NOBLES DE PHANOBIA</p> <p></p> <p>Dilanya del Saldellal: señora del Saldellal, dama de compañía de la reina.</p> <p>Valenia de Vierla: la favorita de la reina Sihanna.</p> <p>Sorsha de Soligna: otra de las damas de compañía de Sihanna de Phanobia.</p> <p>Tiyha de Darana: dama de compañía de la reina.</p> <p>Larmuha de Avsis: dama de compañía de la reina.</p> <p>Geren de Namoda: señor de Namoda, parte del séquito de Sihanna en su viaje a Novana.</p> <p>Iven del Saldellal: señor del Saldellal, hermano de Dilanya (fallecido).</p> <p></p> <p>GUARDIA REAL DE NOVANA</p> <p></p> <p>Angarad de Teilhil: comandante de la Guardia Real.</p> <p>Dussek de Drine: capitán, lugarteniente de Angarad.</p> <p></p> <p>EJÉRCITO DE NOVANA</p> <p></p> <p>Evan de Lenvania: comandante del ejército de Novana.</p> <p>Salpa: capitán de la guarnición de la fortaleza.</p> <p>Deno: capitán.</p> <p>Lukio: capitán.</p> <p>Hiko: soldado.</p> <p>Venok: soldado.</p> <p>Gaidal: soldado.</p> <p>Sodak: soldado.</p> <p>Zudo: soldado.</p> <p></p> <p>OTROS HABITANTES DEL PALACIO REAL DE NOVANA</p> <p></p> <p>Yosen: sanador de la familia real.</p> <p>Tranlovar: mayordomo mayor del palacio real.</p> <p>Julda: antigua nodriza de la reina.</p> <p>Onone: cocinera.</p> <p>Gae: criada.</p> <p>Lonan: siervo, encargado de los castigos.</p> <p></p> <p>HABITANTES DE LANHAV</p> <p></p> <p>Daphane: prostituta de lujo.</p> <p>Golno: cliente de La Doncella.</p> <p>Eko: cliente de La Doncella, caballerizo de Insal de Fev.</p> <p>Pav: antiguo cliente de La Doncella y caballerizo de Insal de Fev.</p> <p>Rondalma: dueña de La Doncella.</p> <p>Tije: prostituta de La Doncella.</p> <p>Mina: prostituta de La Doncella.</p> <p>Kasro: comerciante de Lanhav.</p> <p>Zej: comerciante de Lanhav.</p> <p>Caleno: comerciante de Lanhav, amigo personal de Nikao de Venver.</p> <p></p> <p>EN EL NORTE DE RIDIA</p> <p></p> <p>Zravo: líder de los hombres azules (he-ranne) de Hongarre.</p> <p>Sikk: segundo de Zravo, emisario de los clanes de Hongarre a los tikën.</p> <p>Binsar: enviado de Nikao de Venver a Hongarre.</p> <p>Drötikën: líder de los tikën de Dröstik, aliado de los hombres azules.</p> <p>Olsär: tikën de Dröstik.</p> <p>Töin: tikën de Dröstik.</p> <p>Inglär: tikën de Dröstik, ëskäl (contador de historias).</p> <p>Vandre: líder de los tikën de Trïga, educado en Novana.</p> <p>Krista: hermana de Vandre de Trïga.</p> <p>Versko: líder fallecido de los tikën de Trïga, padre de Vandre y Krista.</p> <p></p> <p>BERENITAS</p> <p></p> <p>Vantar: líder de los berenitas de Phanobia.</p> <p>Nial: su lugarteniente.</p> <p>Dendalior: antiguo triakos huido, convertido en consejero y lugarteniente de Vantar.</p> <p>Janee: muchacho que forma parte del Ejército de la Luz.</p> <p></p> <p>OTROS LUGARES DE RIDIA</p> <p></p> <p>Emperador de Monmor: líder absoluto de los pueblos monmorenses, un niño.</p> <p>Adelfried: rey de Taledia, recientemente enviudado y padre no natural de su heredero.</p> <p>Klaya: reina de Tilhia, adolescente.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>APÉNDICE III</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Calendario</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">El calendario vigente en Ridia en el siglo VI después del Ocaso es el que utilizaban los pueblos que habitaban la zona centro del continente, adoptado por el resto de sus habitantes en los cien años posteriores al Ocaso. El calendario Ahdiélico, que se usaba anteriormente, estaba basado en los ciclos lunares. Por el contrario, el calendario Ridiano está fundamentado en el sol.</p> <p>Según el calendario Ridiano, el año tiene 355 días. Los puntos de referencia del calendario son las ocho festividades que se celebran a lo largo del año: cuatro fiestas basadas en el sol y otras cuatro siguiendo las estaciones.</p> <p>Dependiendo de la duración del día se establecen cuatro festividades. Dos de ellas están fijadas los dos días del año en que el día y la noche duran exactamente lo mismo: Letsa, la Fiesta de la Renovación, cuando las largas noches del invierno dan paso a los días más largos de la primavera; y Ebba, la Fiesta de la Cosecha, que señala el punto del calendario en que las noches comienzan a ser más largas que los días. Kertta, la Fiesta de la Luz, es el día más corto y la noche más larga del año, en mitad del invierno. Y Cheloris, la Noche de los Espíritus, es la noche más corta.</p> <p>Las otras cuatro fiestas se establecen dependiendo de la estación. Tihahea, la Fiesta de la Vida, marca el paso del invierno más crudo al inicio de la primavera temprana; Dietlinde, la Fiesta de los Brotes, se celebra casi al final de la primavera; Elleri, la Fiesta de la Abundancia, tiene lugar en verano, cuando comienza la cosecha. Y Yeöi, la Noche de los Muertos, marca el inicio del invierno.</p> <p>Así, el calendario Ridiano establece en primavera las fiestas de Letsa y Dietlinde; en verano, Cheloris y Elleri; en otoño, Ebba y Yeöi; y en invierno, Kertta y Tihahea.</p> <p>En la actualidad, tanto los pueblos del norte como el Imperio de Monmor han adoptado el calendario Ridiano, aunque sólo se utiliza en las relaciones internacionales, diplomáticas y bélicas.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>AGRADECIMIENTOS</p></h3> <p style="text-indent:0em;">Cuando uno escribe una novela nunca está solo, por mucho que se diga que el trabajo del escritor es uno de los más solitarios que existen. Siempre hay alguien ahí al lado, alguien que te ofrece una idea, que te sirve de crítico implacable o te sube un poco el ego cuando lo tienes en los tobillos, y sin quien terminar la novela sería imposible.</p> <p>Alguien como José Luis Hernández de Arribas, que lleva años dándome su apoyo inquebrantable vía telefónica a cualquier hora y cualquier día de la semana. O como Guillermo Bernaldo de Quirós, con sus críticas inclementes repletas de sarcasmo. Alguien como Silvia Barbeito, que estuvo ahí aguantando carros y carretas y leyendo todo lo que me salía del teclado. O como Alejandro Alcalde, Ángeles Pavía, Israel Sánchez y Ángel Vela, que sacaron fuerzas de donde hiciera falta para darme ánimos. O como Ana Morán, Benjen Stark, Sergio Macías, Diana Muñiz, Cristina Martínez e Isa Miranda, que durante el proceso me ofrecieron opiniones y sugerencias que resultaron ser valiosísimas. Alguien como Sara Pérez Rey y Pedro Alegría, que vieron en mí a una escritora cuando aún no había juntado dos palabras. Y como Concha y Sergio Revuelta, por las tardes de charla literaria convertidas en noches.</p> <p>También tengo mucho que agradecer a la web Asshai.com con todos sus habitantes dentro; especialmente a los «jefazos» y a los integrantes de las tertulias nocturnas, por su amistad y por su apoyo en todas las circunstancias: a Miru, Hildi, Mer, Luna, Rauko, Boo, Rakoon, Vik, Jon, Aditu, Narbe, Dardo, Lobe, Raspu, y también a Amira, Tajuru, Lauerys, Gevaudan, Maniche, Elhoril, Daro, Joanna, Ivhon, Teon, Vir, Milo, Borja, y muchos más que estuvieron a mi lado cuando más lo necesitaba.</p> <p>Desde luego, tengo mucho que agradecerle a Javier Negrete, que me señaló el camino de baldosas amarillas cuando ni siquiera yo misma tenía claro hacia dónde tenía que encaminarme.</p> <p>Y, por supuesto, a mi familia: a mi padre, Federico, que sigue siendo mi lector más exigente; a mi hermano, Kiko, por compartir tardes de inspiración; a mi hermana y mi cuñado, Sofía y Carlos, y a mi madre, Teresa, por tantas cosas que tendría que escribir otra novela entera para detallarlas.</p> <p>Por último, a <i>Bruno</i>, que siempre está ahí cuando escribo y que ha sido mi única compañía durante muchos años. Su mirada desvalida cuando pide mimos es la mirada de Kal, y por eso, aunque sólo sea un gato, se ha convertido en el protagonista de una de las historias de su amita.</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><i>El sueño de los muertos</i></p> <p></p> <p>Virginia Pérez de la Puente</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal)</p> <p></p> <p>Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47</p> <p></p> <p>Título original: <i>El sueño de los muertos</i></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">© Imagen de cubierta: Shutterstock</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">© Virginia Pérez de la Puente, 2013</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">© Mapas de Fernando López Ayelo, 2013</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">© Editorial Planeta, S. A., 2013</p> <p></p> <p>Av. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España)</p> <p></p> <p><style name="u">www.scyla.com</style></p> <p></p> <p><style name="u">www.planetadelibros.com</style></p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Primera edición en libro electrónico (epub): enero de 2013</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">ISBN: 978-84-450-0116-5 (epub)</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Conversión a libro electrónico: Newcomlab, S. L. L.</p> <p></p> <p>www.newcomlab.com</p> <p></p> <p><img src="/storefb2/P/V-Perez-De-La-Puente/El-Sueno-De-Los-Muertos/i2"/></p> <!-- bodyarray --> </div> </div> </section> </main> <footer> <div class="container"> <div class="footer-block"> <div>© <a href="">www.you-books.com</a>. 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