A mis padres, a Oscar y a Venecia .

El tiempo es una imagen móvil de la eternidad.

PLATÓN

PRÓLOGO

La niña había sido una de las últimas víctimas de la epidemia.

La habían dejado en un camastro que se encontraba al fondo de la enfermería, al lado de una de las ventanas que daban sobre los descuidados jardines. Era una habitación pequeña y mal ventilada, sin más muebles que las estructuras de hierro que sostenían el agonizante peso de los enfermos, unos cuantos armarios adosados a la pared, con las medicinas y los rollos de vendas que los médicos pedían a cada momento, y una silla de tres patas en la que permanecía sentada una enfermera. El altísimo techo de la estancia se encontraba saturado de manchas de humedad, como si llorara cada una de las muertes que se habían producido entre sus paredes. Y habían sido demasiadas muertes en las últimas semanas.

Lo único que se escuchaba era el canto de las cigarras a través de los cristales. No se veía a nadie más en la habitación; los empleados de la morgue se habían llevado hacía tiempo a los últimos cadáveres y no quedaba más que hacerse cargo de la niña. Desde su cochambrosa silla, Carla Federici, la enfermera, no podía dejar de mirar con aprensión la pequeña silueta cubierta por la sábana. Los pliegues se amoldaban perfectamente a las formas de su cuerpecillo y delineaban la curvatura de su pequeña nariz y los pies desnudos que sobresalían por debajo de la tela. Si no vienen a llevársela de una vez me volveré loca, pensó mientras daba vueltas nerviosamente entre sus delgados dedos al rosario que sostenía sobre su uniforme, de un blanco inmaculado. ¡Necesito salir de este infierno!

Nadie comprendía por qué la epidemia de cólera más devastadora de la centuria tenía que haberse dado en una ciudad costera tan tranquila como Civitavecchia. No se sabía de dónde habían venido los primeros afectados, ni por qué la peste se había propagado con una rapidez que había dejado sin palabras a la totalidad de los rotativos italianos. En aquel verano de 1891 habían muerto más personas en la localidad que en un año entero, y las cifras no hacían más que aumentar. Las casas de curación no conseguían contener a más enfermos, y lo mismo sucedía con los dos hospitales y hasta con el orfanato, que se había quedado en unos días sin las tres cuartas partes de su alumnado. La agobiante ola de calor no hacía más que empeorar las cosas, si es que realmente podían ir a peor. Casi todos los supervivientes habían preferido marcharse de Civitavecchia antes que seguir los pasos de sus familiares muertos, y nadie en su sano juicio se atrevería a echárselo en cara. La misma Carla Federici había tenido que despedirse dos semanas antes de Laura y Cristina, sus hijas de seis y ocho años, respectivamente, después de que decidiera enviarlas a la casa de campo que tenía una de sus tías a las afueras de Cerveteri. Ahora no dejaba de contar las horas que faltaban para estrecharlas de nuevo entre sus amorosos brazos. Por lo menos le quedaba el consuelo de que no habían acabado como la niña que descansaba para siempre debajo de la sábana. La mala suerte no podía ensañarse más con ella, pensó mientras pasaba una a una las cuentas de su rosario. La muerte de su marido aún pesaba como una losa sobre su espíritu. Si su Domenico siguiera con vida, Carla no tendría que haber aceptado un empleo que la ponía todos los días al borde del sepulcro. Si hubiera...

Algo rompió de repente el hilo de sus pensamientos. Al levantar la cabeza reparó en una sombra que acababa de recortarse sobre la puerta que conectaba la enfermería con las demás alas del hospital. No pudo reprimir un suspiro de alivio mientras se ponía en pie. Debía de ser el empleado de la morgue que había acudido a llevarse a la niña. Le resultó un poco raro encontrarse con alguien tan vivo en medio de tanta muerte. El hombre no era demasiado alto, pero tenía un pecho robusto y una cara amable que a duras penas se podía distinguir debajo de su poblada barba, veteada por unas cuantas canas prematuras.

—¡Ya era hora! —le dijo la señora Federici en un susurro, un tono de voz que se había acostumbrado a usar durante toda la cuarentena. Casi parecía un sacrilegio hablar con normalidad en un sitio tan desolador—. Pensaba que no vendría nunca. ¿Qué ha ocurrido?

—Discúlpeme —le dijo cortésmente el hombre, desprendiéndose de su boina—. No se hace una idea del trasiego que hay. Casi no se puede avanzar en medio de tantos coches.

—La gente está desesperada por abandonar la ciudad. Pronto se quedará despoblada.

Y no me dará ninguna pena que sea así, pensó la enfermera con una amargura que le encogió el corazón. No pienso volver a pisar este antro por mucho que me paguen.

—Tenía entendido que el doctor Tosso era el encargado de esta sección —comentó su compañero después de unos segundos de silencio en los que dejó vagar su mirada por la enfermería, con cierto interés—. Confiaba en poder cambiar unas cuantas palabras con él.

—Tosso ha tenido que marcharse con los demás médicos. Hay una enorme cantidad de papeles por firmar. Le asombraría saber cuántos problemas burocráticos causa la muerte.

—¿Y no quedan más enfermeras en este sitio? ¿Es usted la única que permanece aquí?

—Suena heroico, ¿verdad? En realidad no me ha quedado más remedio. Soy la última a la que contrataron antes de la peste. Eso me convierte en la que menos derecho tiene a protestar, aunque no dejo de pensar en mis propias hijas. Sobre todo teniendo delante todo el tiempo a esa criatura. —Señaló con un gesto de su barbilla el pequeño montículo cubierto por la sábana—. Supongo que será mejor que acabemos cuanto antes. Sígame...

Le condujo por entre las hileras de camastros desvencijados hasta detenerse junto al único que se encontraba ocupado. Dudó antes de levantar la sábana, aunque si alguien le hubiera preguntado por qué lo hacía no habría sabido contestarle. No era por miedo a la muerte; había tenido que acostumbrarse a tener cadáveres cerca todo el tiempo si era la única manera de dar de comer a Laura y Cristina. Sacudió la cabeza, repitiéndose que estaba comportándose como una tonta, y apartó la sábana para presentársela al hombre.

Era lo mínimo que podía hacer después de lo mucho que se había encariñado con la pobre niña. Le escuchó contener el aliento, y no le costó adivinar el motivo. No parecía encontrarse muerta. Tenía la piel blanca como la nieve, en lugar de amarillenta como la mayoría de los apestados que la señora Federici había visto morir en aquella habitación. El sudoroso cabello rubio le llegaba hasta más allá de la cintura y caía en desordenadas guedejas sobre su pecho desnudo, enmarcando un rostro que podría haber adornado una de las cantorías de Donatello o Luca della Robbia. Era de una belleza demasiado dolorosa para ser un rostro completamente humano. El hombre se acercó en silencio al cabecero de la cama. Aunque no dijo ni una palabra supo que compartían la misma fascinación.

—Era bonita, ¿verdad? —musitó la señora Federici. Había apretado los brazos contra su pecho—. Habría sido muy guapa si hubiera vivido unos cuantos años más. Me imagino a los hombres haciendo toda clase de locuras por ella. Una italiana tan rubia, tan pálida...

—Sin duda era el orgullo de sus padres —susurró su acompañante—. ¿Qué fue de ellos?

—Murieron la semana pasada, los dos. No pudieron despedirse de su hija. —La señora Federici suspiró, sacudiendo la cabeza con tristeza—. Al menos no ha tardado demasiado en seguirlo s. Ha sido lo mejor, ya que la pobre estaba sufriendo muchísimo. A una se le parte el alma en estos casos. A las seis menos veinte dejé de escuchar su respiración y...

—Es muy injusto —susurró de repente el hombre. A la señora Federici le sorprendió un poco darse cuenta de que se le habían humedecido los ojos, que eran de un profundo azul.

—¿A qué se refiere? ¿A que tengamos que ver morir a niños tan pequeños?

—No —replicó él, frunciendo un poco el ceño—. A que algunas madres puedan partir antes de presenciar cómo la muerte les arrebata lo que más quieren. Eso es un privilegio.

La enfermera parpadeó, aunque no dijo nada. Siempre se había imaginado a los que trabajaban en las morgues como unos individuos toscos y curtidos, poco dados a los arranques melodramáticos. Pero parecía haberse equivocado, por lo menos en el caso de la persona que ahora tenía ante sus ojos. Se quedó mirando cómo se inclinaba más sobre la pequeña, sin dejar de contemplarla con manifiesta admiración. Alargó una mano para acariciar su revuelta melena, que se deshacía en destellos de oro bajo los rayos del sol, y colocó las puntas de los dedos sobre sus párpados. Al levantarlos cuidadosamente vieron que sus ojos también eran azules, aunque habían perdido por completo su brillo. Parecían los de una muñeca abandonada por su dueña durante años dentro de un trastero oscuro.

—Preciosa —le oyó susurrar al hombre, muy bajito. Dejó que sus párpados volvieran a velar sus pupilas—. Perfecta —siguió diciendo—. Y tan muerta como el clavo de una puerta.

Entonces la envolvió con la mayor delicadeza en la sábana, asegurándose de que la sucia tela amarillenta la cubría completamente, y se incorporó con ella en los brazos. No parecía acusar su peso más de lo que lo haría con un recién nacido. Dentro de unos días no quedará nada de ti, pensó la enfermera mientras la pequeña cabeza se balanceaba inanimadamente sobre los poderosos antebrazos del hombre, nada más que unos pocos huesos aplastados por un montón de tierra sobre el que nadie te dedicará un epitafio. Se sorprendió al sentir que una lágrima le resbalaba por la cara, y se apresuró a secársela con los dedos, dándole la espalda al hombre. Aquello era completamente ridículo, sobre todo teniendo en cuenta la cantidad de personas a las que había visto morir últimamente.

—Me imagino que la llevarán a la misma fosa que a sus padres. Pasará un buen tiempo antes de que la gente de Civitavecchia se atreva a acercarse, pero para entonces no habrá nada que les recuerde lo que ha pasado en este hospital. Los supervivientes olvidan muy pronto. Además... —Se quedó callada al darse cuenta de que estaba hablando sola. Se dio la vuelta para encontrarse con que no había nadie en la enfermería. El hombre y la niña habían desaparecido como por arte de magia—. ¿Oiga? —llamó en voz alta—. ¿Se ha ido ya?

Nadie le contestó. La señora Federici dio unos cuantos pasos entre los camastros. Se agachó para mirar por debajo de las estructuras de hierro, y se asomó a la puerta por la que se accedía al resto del hospital, pero no se encontró con nadie, ni vivo ni muerto. Era como si la tierra acabara de tragárselos a los dos. Como si acabara de imaginarlo todo.

Qué tipo más extraño, se dijo encogiéndose de hombros, uno de esos que no parecen pisar el mismo suelo que los demás. Me pregunto por qué nunca nos lo habían enviado. Parecía muy comprensivo. Estaba a punto de regresar a su silla cuando oyó precisamente lo que había tratado de escuchar antes: unos pasos en el corredor.

Se acercó de nuevo a la puerta. Esta vez no era un hombre el que caminaba hacia la enfermería, sino dos; y además saltaba a la vista que estaban extenuados por la ascensión desde la ciudad. Unas enormes manchas de sudor salpicaban sus camisas remangadas.

—... y dile que por el momento no nos prepare más ataúdes. Esta gente no los necesita tanto como los demás. Unas cuerdas para atar la sábana antes de que les echen la cal y...

—¿Quiénes son ustedes? —preguntó la enfermera con perplejidad—. ¿Qué hacen aquí?

Los desconocidos se detuvieron. El de edad más avanzada se quedó mirándola, y se llevó una mano a la gorra, que amenazaba con resbalar por su frente empapada de sudor.

—Sentimos haberla asustado, señora. Venimos de la morgue. Nos han dicho que aún queda una a la que llevar a la fosa. Yo soy Franceschi —agachó la cabeza un momento—, y este de aquí es Vincenzo, mi ayudante. Hemos procurado llegar lo más pronto posible.

El más joven asintió. Era un individuo oscuro y achaparrado, con los ojos demasiado saltones en comparación con el resto de su rostro. A la señora Federici le recordó a una especie de rana que acabara de alzarse, con un enorme esfuerzo, sobre sus ancas traseras.

Abrió y cerró la boca varias veces, aunque le llevó un momento recuperar la voz.

—Tiene que tratarse de un error. Nosotros no esperamos a nadie más esta mañana...

—¿No avisaron a nuestro jefe de que la epidemia acababa de cobrarse otra víctima?

—No... es decir, sí, así ha sido... una niña pequeña, la última en morir. Pero uno de sus colegas la ha llevado a la fosa hace apenas unos minutos. Habrá sido un malentendido.

Los dos hombres se quedaron mirando a la enfermera como si les hablara en arameo.

—¿Cómo que uno de nuestros colegas? —preguntó Franceschi pasados unos segundos.

—Tienen que conocerle. Deben de haber estado a punto de cruzarse con él. Es un tipo moreno, con una barba muy poblada y los ojos azules... alrededor de los cuarenta años...

—Nunca había escuchado hablar de alguien así. No hay ningún empleado parecido en nuestra morgue. Además, ahora los únicos que están haciéndose cargo del trabajo sucio somos Vincenzo y yo. A los demás les ha faltado tiempo para largarse de la ciudad.

—Puede que el jefe esté haciéndose de oro con la epidemia —apuntó Vincenzo—, pero no creo que contrate a nadie más sin avisarnos. —Se quedó callado de repente y levantó la mirada hacia su compañero—. No lo haría, ¿verdad? —preguntó con algo de inquietud.

—Qué va a hacer —farfulló Franceschi—. Lo que pasa es que alguien se ha hecho pasar por uno de nosotros para marcharse con la muerta mientras subíamos la maldita colina.

A la señora Federici se le abrió la boca como si fuera un pez. Una extraña neblina se le posó sobre los ojos, y el suelo se movió bajo sus pies mientras se daba cuenta de lo que había sucedido. Antes de que pudiera reaccionar percibió con el rabillo del ojo cómo se cerraba una de las puertas del corredor, y al volverse en aquella dirección reconoció a un hombre que se pasaba una mano por la cara con aire de cansancio. Su larga bata blanca revoloteaba alrededor de sus tobillos. La enfermera no pudo ahogar un suspiro de alivio.

—¡Doctor Tosso! ¡Gracias al cielo...! —Echó a correr hacia él, y los empleados de la morgue la siguieron sin conseguir disimular su recelo—. ¡Ha ocurrido algo muy extraño!

En pocas palabras le contó lo que acababa de presenciar. El doctor Tosso no movió ni un músculo mientras la escuchaba. Su rostro podría haber estado esculpido en basalto como los de los antiguos faraones; y era un rostro bastante hermoso, aunque casi nadie recordaba haberle visto sonreír en los quince años que llevaba trabajando en el hospital.

—Espere, espere un momento... ¿está diciendo que alguien nos ha robado un cadáver?

La señora Federici asintió, apretando una mano contra su boca. En los ojos de Tosso brilló una chispa de desconcierto que no tardó más que un segundo en retroceder ante su sentido común. Era un hombre de mundo, poco dado a las fantasías y las supersticiones.

—Me temo que delira usted, señora Federici. Ha pasado demasiado tiempo encerrada entre estas paredes. —Y mientras decía esto puso una mano sobre uno de los hombros de la enfermera—. Tiene permiso para marcharse con sus hijas ahora que aún puede hacerlo.

—¿Es que no me cree? —exclamó la señora Federici. La situación cada vez le parecía más extraña. ¿Acaso aquel hombre no era consciente de las consecuencias que tendría un hecho como el que acababa de suceder si llegaba a oídos de alguien? De los familiares de la niña que siguieran con vida, por ejemplo—. ¿Cómo puede pensar que lo he soñado todo? —siguió preguntando—. ¿No se da cuenta de que ha pasado hace unos minutos? Yo estaba sentada en la enfermería, como todas las mañanas, en uno de los rincones, y la niña había muerto pese a que hice lo imposible por ayudarla. Vi cómo se apagaba durante horas hasta que finalmente se marchó de mi lado. Puedo decirle la dosis exacta de los calmantes que tuve que administrarle. Lloraba mientras llamaba a su madre todo el rato...

—Creo que ha estado sometida a mucha presión. La he visto cabecear cuando pensaba que se encontraba sola. Esta situación ha resultado ser más dura de lo que imaginábamos.

—Oiga, yo no estoy inventándome ninguna muerte. Pregúnteselo a los médicos que pasaron la noche en la enfermería. ¡Ha habido una niña rubia agonizando en ese camastro!

El doctor se limitó a cruzar los brazos sobre su pecho. Nada pareció cambiar en su expresión, y a la señora Federici la asaltó la desesperante certeza de si no convendría ponerla en observación. ¡No creía ni una sola de sus palabras!

—La puerta —dijo mientras se hacía en su cabeza una repentina luz. Se preguntó por qué se había quedado quieta en el corredor todo aquel tiempo—. ¡No puede estar lejos del hospital! ¡No le habrá dado tiempo a marcharse! ¡Venga conmigo antes de que sea tarde!

—Le repito que es imposible —protestó el doctor Tosso mientras la enfermera agarraba sus faldas blancas para correr hacia la puerta principal. La siguió más por asegurarse de que no cometía ninguna locura que por creer en lo que decía—. Yo mismo me encontraba en la entrada hace un momento. Estaba despidiéndome de otro de los doctores y le juro que no he visto a ningún hombre como el que me describe. ¡Y no hay ninguna otra puerta!

La enfermera no le contestó. Jadeante, se detuvo en el primero de los escalones de la entrada, tanteando con la mano en la pared para dar con un punto de apoyo. Escuchó al doctor detenerse a sus espaldas y a los empleados de la morgue cuchichear en voz baja.

—No será la primera vez que pasa algo así. El mundo está lleno de desaprensivos que se aprovechan de estos golpes de suerte para hacerse con los despojos de los muertos. Un diente de oro, una pata de palo... cualquier cosa sirve. Hasta podría sacar algún dinero vendiéndola como carne fresca a uno de esos teatros anatómicos o escuelas de medicina.

—No sea absurdo —le increpó Tosso, claramente ofendido en su orgullo gremial—. Esas prácticas medievales no tienen cabida en el mundo moderno. ¡Estamos en el siglo xix!

—¿Dicen que la niña era rubia? —preguntó el otro, rascándose la barbilla—. Pues ahí lo tienen. Dentro de unas horas habrá una vieja medio calva de Civitavecchia pavoneándose con su nueva peluca delante de un espejo. Eso sí, del cuerpo nunca se sabrá nada más...

Se quedaron callados. Contemplaron a la enfermera mientras recorría ansiosamente con su mirada la vasta extensión que se extendía ante sus ojos, los campos marchitos por el implacable sol de agosto y el montón de tierra revuelta que se distinguía a la derecha, donde abrieron la fosa cuando murió el primer apestado. No había rastro del desconocido ni de su preciosa carga. El único movimiento era el de las alas negras de una bandada de cuervos que sobrevolaba la tumba comunal, atravesándoles los oídos con sus graznidos.

—A lo mejor no le interesaba vender ni su pelo ni sus dientes —oyeron susurrar al más joven de los sepultureros—. Hay gente muy retorcida. Aunque no fuera más que una cría...

—Cierra la boca —le interrumpió su superior—. Esta gente ya tiene bastantes problemas.

La señora Federici se llevó las manos a la cara. No podía creer lo que había pasado delante mismo de sus narices. Se sentía como si aquel desaprensivo se hubiera llevado a su Cristina o a su Laura. Pensó en la madre de la chiquilla, sepultada entre capas de cal y de tierra, a apenas unos metros de distancia de donde se encontraban, y se estremeció al imaginar el horror que aquello habría supuesto para ella, si hubiera sobrevivido a su pequeña. Nunca más sabría qué había sido de aquella pobre criatura que el día anterior le había sonreído con esfuerzo mientras la ayudaba a beber de un vaso de agua. Tosso, que parecía darse cuenta de lo que estaba pasando por su mente, se acercó un poco más para darle unas torpes palmaditas en el hombro, aunque la señora Federici ni siquiera lo notó.

Debían avisar a las autoridades de lo que acababa de suceder. No podía encontrarse muy lejos de allí. Tal vez, si actuaban a tiempo, lograrían localizarle antes de que saliera de la ciudad. Civitavecchia no era precisamente grande, y nadie sería capaz de desaparecer del mapa como lo había hecho aquel desconocido, llevándose a otra persona con él...

Nadie, a menos que fuese un mago... o un demonio con el rostro de un ángel...

I. NATURALEZA MUERTA

«Todos los humanos odian a quienes son infelices. ¡Cuánto odio debo despertar yo, que soy el más infeliz de los seres vivientes!».

MARY W. SHELLEY

CAPÍTULO I

La juguetería se encontraba en uno de los canales más alejados del centro. Nunca darías con ella si no pasaras en Venecia más que una semana, porque el distrito de Santa Croce no tenía nada que ver con las calles más populosas por las que transitaban a todas horas los turistas. Era un negocio sencillo; tenía un escaparate en el que se reflejaban las calmadas aguas que separaban la fondamenta Minotto de la orilla de enfrente, una puerta sobre la que se leían en grandes arabescos dorados las palabras Ca’ Corsini y una vieja enseña de madera con un tiovivo pintado. No parecía una tienda que perteneciera a 1908, sino a una época mucho más remota, en la que las damas seguían vistiéndose con faldas tan amplias que apenas podían pasar por las puertas, y los caballeros arrastraban capas de terciopelo por las calles. Una época en la que los niños suspiraban por los caballitos de cartón, y las niñas, por las muñecas de porcelana, en lugar de tener ojos solamente para los prodigios mecánicos que los artesanos más tradicionales tenían que traer del extranjero.

Aquel día era domingo, y además era bastante temprano, por lo que no había mucha aglomeración en las callejuelas del distrito. El sol de septiembre entraba a raudales por el escaparate, iluminando las sonrientes cabezas con ojos de cristal, los osos de peluche, las casas en miniatura y los animales de cuerda que llenaban los estantes. Al fondo había una puerta más modesta que la que daba a la calle, y por ella se accedía a una habitación diminuta cuyas paredes encaladas apenas podían distinguirse; los pesados armarios y las alacenas casi llegaban hasta el techo. Una mesa de trabajo ocupaba el centro de taller, y allí se encontraba acodado, como cada mañana, uno de los dos propietarios de la tienda.

Parecía demasiado joven para cargar con el peso del negocio familiar. No aparentaba más de treinta años como mucho. Tenía un rostro delgado, bastante descuidado debido a la barba de varios días que cubría sus mejillas, y unos ojos tan oscuros como el cabello que acariciaba sus hombros. El hecho de que siguiera llevando puesta la ropa con la que asistió a misa en la iglesia de San Rocco no significaba nada para Mario Corsini; todo el mundo sabía que ni siquiera la etiqueta más rigurosa le impediría concentrarse en lo que ocupaba sus pensamientos cuando encontraba un minuto libre. Se había desabrochado la hilera de botones de su chaleco marrón para ponerse cómodo antes de continuar con lo que había estado haciendo durante toda la noche anterior. No era una labor sencilla; junto a sus herramientas de relojería había colocado un cuaderno con minuciosas anotaciones relacionadas con los mecanismos que hacían hablar a las muñecas parlantes. Fruncía el ceño mientras se inclinaba sobre la mesa, pasando las páginas con una mano y sujetando con la otra una caja de resonancia en la que se disponía a insertar unas ruedas diminutas.

Si los de la casa de Armand Marseille han sabido hacerlo, Andrea y yo no seremos menos. Esto es pan comido. Mario alargó una mano a tientas para agarrar una taza de café que había encima de la mesa, al lado de un juego de destornilladores. Se la llevó a los labios sin acordarse de que hacía varias horas que la bebida se había quedado fría, y la apartó con una mueca de disgusto. ¿Cuántas noches llevaré con esto? ¿Una semana?

El tiempo carecía de importancia para Mario cuando tenía la mente puesta en algún asunto interesante, y lo que estaba construyendo en su taller prometía serlo. Se trataba de un sistema de discos sonoros que se habían colocado hasta hacía unos años dentro de las muñecas de porcelana para conseguir que hablaran. Las primeras grabaciones resultaron un fiasco; Mario sabía de buena tinta que una generación entera de aristócratas se había quedado traumatizada por culpa de las frasecitas que sus inocentes compañeras de juego soltaban en los momentos más inoportunos. No pudo disimular una sonrisa maliciosa al acordarse del primer prototipo diseñado por Thomas Edison que les habían enviado a la juguetería para que le echaran un vistazo. La muñeca ya era bastante escalofriante por sí misma, con sus desmesurados ojos castaños y sus dientes puntiagudos, que se abrían para decir con una voz de resabios metálicos: «Ahora que me acuesto para dormir le ruego a Dios que conserve mi alma. Si debo morir antes de despertarme, le ruego a Dios que se la lleve consigo». El hermano pequeño de Mario, Andrea, se había reído de lo lindo con estas grabaciones infernales que arrancaron de las cajas de resonancia de las muñecas y le había asegurado que las niñas venecianas valorarían mucho más las canciones que se disponían a colocar en su lugar. Algunas personas pensaban que las muñecas parlantes habían pasado de moda, pero Mario confiaba en que sus clientes aún las consideraran atractivas. No se encontraban en una posición económica lo suficientemente desahogada como para ponerse a experimentar con unos juguetes que nunca venderían. Hubiera dado cualquier cosa por regresar a los años dorados de los artesanos, en los que la maestría no tenía que ver con la mecánica ni con la tecnología, sino con la belleza de las creaciones.

Algo rozó de repente su pierna, por debajo de la mesa. Estaba tan acostumbrado a aquel contacto que ni siquiera apartó los ojos de lo que estaba haciendo. Alargó la mano derecha para acariciar la cabeza de un gato que se había deslizado dentro del taller en el mayor de los silencios. Era un animal flacucho, con mucho pelo castaño y unos ojos de color caramelo a los que asomaban de vez en cuando unos destellos de inteligencia de lo más inquietantes. Lo escuchó ronronear de placer mientras se restregaba contra su silla.

—¿Tienes hambre otra vez? —le preguntó. Deslizó los dedos por el lomo del gato, que se arqueó ante su contacto con un maullido de asentimiento—. Vas a salirme más caro de lo que había imaginado. Vamos, sal al patio ahora mismo. Te he puesto el desayuno allí.

Le dio una palmadita para que se marchara de la habitación antes de regresar a sus engranajes. Pero las horas de concentración parecían haber quedado muy atrás, al menos durante el resto de la mañana. No llevaba ni quince minutos trabajando cuando escuchó ruido de pasos sobre la tarima de madera de la juguetería, y después el sonoro bostezo de alguien que acababa de apoyarse en la puerta del taller. Mario le miró con cara de pocos amigos por encima de su nariz, ligeramente rota hacía unos años, a la altura del puente.

—Buenos días —murmuró su hermano pequeño—. Siento levantarme tan... tarde...

Acababa de cumplir veinte años, siete menos que Mario. Los dos se parecían mucho, aunque los rasgos de Andrea eran más suaves y redondeados y, en opinión de todas las jovencitas del barrio, mucho más atractivos. Todavía no había perdido su rostro aniñado de adolescente. Tenía el pelo del mismo color castaño, aunque más corto y ensortijado.

—¿Qué hay para desayunar? —quiso saber, y se rascó la cabeza con aire adormilado.

—Para ti, nada —le soltó Mario sin contemplaciones—. Si te apetece tomar algo puedes intentar quitarle a Shylock su cuenco de leche. Creo que va necesitando afilarse las uñas.

—Me encanta que estés de tan buen humor por la mañana. Sobre todo los domingos.

—He vuelto de San Rocco hace casi dos horas, y tú aún seguías roncando —contestó Mario en un peligroso tono de advertencia—. Aunque comprendo que estés muy cansado después de lo de anoche. Debiste de superarte a ti mismo, a juzgar por los ruidos que hacía cierta señorita al otro lado de la pared de mi cuarto. Espero que te encuentres satisfecho.

El muchacho, que se había puesto a peinarse con los dedos ante el cristal que había en la puerta de una de las alacenas, no pudo resistir la tentación de sonreír a su hermano.

—Ah —dijo con un aire de arrepentimiento poco convincente—. ¿Te hemos despertado?

—No me habéis dejado pegar ojo —rezongó Mario. Se inclinó de nuevo sobre la caja de resonancia, empuñando sus herramientas con una energía que hizo que a su hermano se le desdibujara un poco la sonrisa—. Creo que te dejé claro el año pasado que no puedes meter a tus amiguitas en casa. Esto es un negocio respetable, Andrea. Hay que madrugar si después quieres comer. —Apoyó los codos sobre la mesa para acercar más la esfera de hierro a sus ojos. Le ardían por tener que contemplar durante tanto tiempo unos resortes tan diminutos como granos de arena—. ¿Quién era esta vez? —quiso saber, introduciendo el punzón entre dos ruedas—. ¿Antonella Pietragnoli, la hija del encajero de Burano? ¿O esa pobre incauta que antes vendía flores en Rialto a la que llevaste a bailar en Carnaval?

—Ninguna de las dos —contestó Andrea mientras regresaba a sus ojos su característico brillo. No podía evitarlo; adoraba demasiado al bello sexo—. Pero no tenía ni idea de que fueras tan cotilla. Empiezas a parecerte a algunas de nuestras vecinas más metomentodo.

—Me gustaría hacerme una idea de la clase de mujer que puedo encontrarme cualquier mañana desayunando en mi cocina —replicó su hermano sin apartar los ojos de la esfera.

—No te la encontrarás —sonrió Andrea—. Creo que prefiere hacerlo con su hermana y con su padre. Al fin y al cabo no nos separa de ellos más que una pared. —Y al ver que Mario alzaba de nuevo la cabeza, con aire de sorpresa, dijo en voz baja—: Era Simonetta.

A Mario se le cayó el punzón sobre la mesa, y de ahí rodó hasta el suelo cubierto de serrín. El tintineo del metal hizo que Shylock asomara la cabeza en el taller una vez más.

—¿Qué dices? —dijo Mario en tono de incredulidad—. Simonetta... ¿nuestra Simonetta?

—Simonetta Scandellari, sí. La que ha pasado la mitad de su vida en nuestra casa. No veo por qué te escandaliza que siga haciéndolo. Prácticamente nos hemos criado juntos.

—Justo es eso lo que más... ¿es que te has vuelto loco? —casi vociferó Mario. Andrea se agachó para recoger la herramienta, suspirando—. ¿Desde cuándo te dedicas a rondarla?

—Llevamos un par de meses estrechando lazos, pero si lo que te preocupa es lo que diga Scandellari al respecto te aseguro que puedes estar tranquilo. Somos muy discretos.

—Sois un par de inconscientes. Eso es lo que sois: unos adolescentes con la cabeza a pájaros que no tienen ni idea del lío en el que están metiéndose —le aseguró Mario. Dejó la caja de resonancia sobre la mesa—. No lo comprendo. Siempre hemos considerado a las hijas de Scandellari nuestras hermanas pequeñas. Emilia y Simonetta son muy niñas...

—Emilia es una niña —matizó Andrea—. No tiene más que siete años. Simonetta ya ha cumplido diecisiete, y es dulce y complaciente y todo lo que debería ser una muchacha...

—También es muy crédula —le recordó Mario—. Demasiado para su propia seguridad.

—No estoy aprovechándome de ella —le aseguró Andrea, poniéndose a la defensiva.

—¿No? ¿Entonces cómo se explica que una muchacha que hasta hace un par de años todavía jugaba con nuestras muñecas se escape en plena noche para meterse en tu cama?

Su hermano pequeño no pudo evitarlo; en su boca apareció una sonrisa complacida.

—Secreto profesional —susurró como si hiciera una confidencia. Trató de enderezar el arrugado cuello de su camisa—. Apuesto a que la mitad de la población masculina de Venecia se pregunta lo mismo. A veces es realmente agotador ser codiciado por tantas bellezas...

—No te las des de Casanova conmigo —le advirtió Mario. Shylock subió a la mesa de un salto, restregándose contra la cintura de Andrea y metiéndole la cabeza en la palma de la mano para que se la acariciara—. Por una vez en tu vida, presta atención a lo que voy a decirte. Aprecio demasiado a Simonetta para ver cómo se convierte en una muesca más en tu cabecero. Ella no está hecha para ser la querida de nadie. Tiene un corazón que vale su peso en oro. Si se lo rompes, Scandellari te matará. Y te aseguro que yo también lo haré.

Andrea pareció sopesar seriamente aquella amenaza, rascando al ronroneante minino detrás de las orejas. Nunca había visto a Mario tan exaltado por culpa de sus conquistas amorosas. Era una constante en casa de los Corsini que su hermano le echara en cara su vagancia en comparación con las horas que él pasaba encerrado en su taller, pero nunca se había metido tanto con su vida privada. Después de unos instantes de silencio le dijo:

—Lo que más me sorprende es que de repente te intereses tanto por sus perspectivas de futuro. Es cierto que siempre has tratado a Simonetta como a una hermana... pero no podría encontrar dos personas más diferentes por mucho que lo intentara. Ella es una criatura sencilla, a la que parece bastarle la luz del sol para ser feliz... mientras que a ti...

—A mí nada podría hacerme feliz, ¿verdad? —se adelantó Mario—. Nada ni nadie, ¿no?

Andrea no supo qué contestar. Dudó mientras su hermano sujetaba de nuevo la caja en la que había estado trabajando. Se preguntó por qué antes no se había dado cuenta de lo agotado que parecía. Aquella mañana aparentaba más edad de la que realmente tenía.

—Es buena persona, y es cariñosa y fiel —dijo por fin, hurgando con el punzón entre los minúsculos engranajes—. No sabes la suerte que tienes de haber dado con alguien así.

Hubo una resonancia en sus palabras que hizo que Andrea se arrepintiera de haberlo mencionado. Una sombra había pasado por su rostro, y aunque Mario seguía inclinado sobre la mesa no le costó captar el relámpago de dolor que encendió por un instante sus pupilas, entre los mechones de cabello revuelto que le caían por la frente. No se atrevió a decir nada más; le conocía bien y sabía que no tenía sentido insistir. Le dio un par de palmadas en el hombro antes de abandonar la estancia con el gato pegado a sus talones.

—Voy a preparar más café. Esa taza tiene que estar helada, y los dos lo necesitamos.

El rumor procedente de la fondamenta Minotto había aumentado de volumen en los últimos minutos. Mario apartó la mirada de sus herramientas al captar con el rabillo del ojo cómo se dirigían en manada hacia San Marcos los conocidos grupos de caballeros con sombrero de copa y las damas envueltas en elegantes chales, chapurreando entre ellos en un idioma que nunca era capaz de reconocer. Los años en Ca’ Corsini le habían enseñado a distinguir a una turista francesa de una inglesa nada más ponerles los ojos encima, más por la ropa que llevaban que por los retazos de conversación que podía escuchar desde el taller. Las inglesas parecían sentir una curiosa dependencia de sus sombrillas, con las que se protegían desesperadamente del devastador sol de Italia. A las francesas no les preocupaba tanto regresar a su país de origen con las mejillas un poco más sonrosadas. Siempre era Andrea el que se las arreglaba para hablar con ellas, moviendo mucho las manos mientras recurría a expresiones como lovely o charmante que Mario no tenía ni idea de dónde podía haber aprendido. Las hacía ruborizarse tanto como el sol, y luego las convencía de que compraran toda clase de chucherías para sus sobrinas, o para las hijas de sus amigas, dado que era imposible que mujeres tan esplendorosas hubieran conocido en sus blancas carnes los rigores de la maternidad. A Mario le costó contener una sonrisa mientras se acordaba de Anne Marie, una escocesa pecosa y pelirroja que se marchó la semana anterior de la juguetería bañada en lágrimas, asegurándole a Andrea, mientras él besaba ceremoniosamente su mano, que atesoraría durante el resto de su vida el recuerdo de aquel hijo del Adriático que le había dicho palabra por palabra lo que imaginaba que dirían los italianos. Con el dinero que se gastó en la tienda, Andrea le regaló a Mario una pitillera que no pensaba estrenar y se llevó a las hijas de Scandellari a merendar pasteles.

—Tenemos que comprar más café. —La voz de su hermano atravesó sus pensamientos como lo hacía la luz de la mañana con los cristales—. Casi no nos queda. Aunque eso es buena señal; significa que hemos hecho horas extra por la noche. Al menos por tu parte.

Mario cabeceó silenciosamente en señal de asentimiento. Tanteó con la mano sobre la mesa para coger otro de sus punzones, casi tan afilados como agujas de coser. Andrea dejó una nueva taza humeante a su lado mientras se acercaba con la suya entre los dedos al escaparate que había limpiado la tarde anterior. Desde allí podía distinguirse la popa del Bucintoro, la pequeña barca que había sido de Marco, el padre de los Corsini, y que seguían amarrando a uno de los postes más cercanos. Una niña de largas coletas miraba con ojos muy redondos los juguetes que había tras los cristales, encima de unos cojines de raso descolorido. Parecía a punto de abrir la boca para decir algo, pero su madre la agarró de la mano para tirar de ella en la dirección en la que se encontraba San Marcos.

Andrea hizo una mueca de decepción. Tal vez Mario estuviera en lo cierto y las cosas en Ca’ Corsini no marcharan tan bien como deberían. Al ir a por el café se había fijado en la acumulación de facturas por pagar que había en uno de los estantes, y a las que aún no habían decidido cómo enfrentarse. ¿Qué habrían dicho sus padres si siguieran con vida?

—A propósito —dijo mientras aspiraba el reconfortante aroma de la bebida—, me había olvidado de contarte el último cotilleo de Santa Croce. ¡Menos mal que sigues sentado!

—Sorpréndeme —le desafió Mario—. ¿Antonella ha sentado la cabeza? ¿Se va a casar?

A Andrea se le escapó una carcajada cuyo significado comprendía demasiado bien.

—El día en que Antonella se case yo tomaré los hábitos en la iglesia de San Rocco.

—No lo digas tan alegremente —le advirtió Mario—. Cosas más raras han sucedido. ¿De qué puede tratarse entonces? ¿Pietragnoli se ha muerto al morderse la lengua sin querer?

—Caliente, caliente. Tiene que ver con Pietragnoli, aunque por una vez su veneno no iba dirigido a nosotros dos, sino a una familia que aún no conocemos: los Montalbano.

Sorbió poco a poco el café mientras Mario le miraba con las cejas enarcadas. Sabía lo mucho que le gustaba a su hermano hacerse el interesante, pero ciertamente resultaba extraño que el encajero, que parecía encontrar un placer perverso en contarles a todos los vecinos lo anticuados que se encontraban los productos de los Corsini, prestara atención a rumores procedentes de más allá del distrito. Santa Croce era, en muchos aspectos, una Venecia en miniatura, más parecida a un pequeño pueblo de pescadores que al enclave legendario con el que soñaban los poetas, los pintores y los músicos desde hacía siglos.

—A una familia que aún no... ¿quieres decir que esos Montalbano son unos forasteros?

—Ajá. Pero no son turistas. Ni los típicos ricos que adquieren un palacio al borde del Gran Canal para no visitarlo más que dos o tres veces en sus vidas. Son artesanos, como nosotros. —Dio un nuevo sorbo antes de añadir—: Claro que eso no les ha impedido hacerse con la casa de las cabezas de soldado que tenemos enfrente. Por lo que le he oído decir a Pietragnoli no se trata de que la hayan alquilado... ¡sino que se la han comprado a su dueño!

Aquello sirvió para espolear la curiosidad de Mario hasta límites insospechados. No podía haber dos edificios con los mismos adornos tan cerca de Ca’ Corsini, sobre todo cuando esos adornos consistían en una hilera de cabezas de piedra provistas de cascos, al modo de los antiguos romanos, que se habían hecho famosas por servir como blanco a la chiquillería del vecindario cuando practicaban su puntería sirviéndose de sus tirachinas.

—¿Lo dices en serio? ¿La antigua casa de herrGrünwald, la del otro lado del canal?

—Exactamente. Esa misma casa —Andrea apuntó con un dedo hacia la calle— que todos dábamos por hecho que se derrumbaría el día menos pensado. ¿A que es una primicia?

—No puede ser verdad. Está hecha una ruina. ¡Si apenas puede mantenerse en pie!

—Al parecer pretenden restaurarla para que en unas semanas vuelva a ser habitable.

—¿Habitable? ¿Cómo que habitable? —insistió Mario mientras soltaba la caja encima de la mesa—. Nadie puede vivir allí sin que su salud corra un grave peligro. Para que una familia la encontrara confortable habría que acometer tantas reformas que casi sería más económico echarla abajo. Mira esa fachada con desconchones, toda cubierta de óxido...

Se reunió con su hermano al lado del escaparate. Tuvo que levantar un brazo para eclipsar el sol, pero aun así pudo distinguirla. La casa se erguía justo enfrente de la de los Corsini, al otro lado del canal que separaba la fondamenta Minotto de la fondamenta Gaffaro, y que recibía el mismo nombre de rio del Gaffaro. Aquella mañana parecía más destartalada que nunca; la pintura de sus tres pisos estaba desprendiéndose como si tuviese la lepra, y encima del alero, atestado de palomas, se acumulaba tanta suciedad que se necesitaría un regimiento entero de trabajadores para arrancar la costra de salitre y verdín que lo recubría todo. Al balcón del primer piso le faltaban un par de balaustres, que seguramente yacerían en el fondo del canal, entre las algas y los restos del desayuno que alguna abnegada vecina acabara de arrojar desde su ventana. Las contraventanas se encontraban a punto de desprenderse, al igual que las cochambrosas cabezas con cascos.

Con las incrustaciones provocadas por las aves y por la lluvia la casa recordaba a un navío hundido, recubierto de plancton, de caracolas y de conchas marinas. Mario movió la cabeza, aún tratando de asimilar la noticia que acababa de darle su hermano pequeño.

—Tienen que estar locos de atar. ¿Quién querría instalarse en semejante cuchitril?

—Eso es lo más curioso. Yo que tú me sentaría de nuevo. Por lo que me han dicho son dos jugueteros procedentes de Florencia: un padre y una hija que siempre viajan juntos.

A Mario le llevó unos segundos reaccionar. Se quedó contemplando a Andrea como si le hablara en otro idioma. Veía abrirse y cerrarse su boca mientras le seguía contando que por lo visto herrGrünwald se había mostrado encantado de deshacerse de su antigua vivienda, pero su mente no era capaz de procesar más que una palabra: «Jugueteros»...

—Y ni siquiera han venido a ver la casa —prosiguió Andrea—. La han comprado casi a ciegas, sin consultar más que los planos. Me lo han contado todo en Rialto. Allí circulan toda clase de rumores sobre ellos. Me atrevo a decir que serán la sensación del invierno.

—Jugueteros —dijo Mario en voz baja—. Has dicho que son una pareja de jugueteros...

—Sí, eso es lo que he dicho. No es muy alentador. ¿Crees que nos darán problemas?

—Eso depende de si tienen pensado abrir un negocio en su casa. Si lo hacen, si quieren dedicar la planta baja a una juguetería... —Mario tuvo que pasarse una mano por la frente para enjugarse el sudor que le había cubierto todo el cuerpo en cuestión de segundos. No podía creer que tuvieran tan mala suerte. ¡Nadie podía tener tantos problemas al mismo tiempo!—. Una juguetería justo enfrente de Ca’ Corsini —siguió susurrando—. En una zona en la que nuestro dominio resultaba absoluto, hasta con estas estrecheces económicas...

—Vamos, no te hagas mala sangre antes de tiempo —le aconsejó Andrea. Él también parecía un poco preocupado, porque la reacción de su hermano había confirmado unos temores que se desvanecieron de su mente cuando los labios de Simonetta Scandellari y los suyos entraron en contacto la noche anterior—. Aún no sabemos nada sobre esa gente.

—Oh, lo sabremos, eso dalo por hecho —aseguró Mario—. Nos enteraremos de todo lo relacionado con sus vidas. En cuanto nuestros vecinos comprendan que nos conducirán a la ruina se dejarán caer por aquí con la excusa de ver qué tal nos van las cosas, y nos deleitarán con un rosario interminable de anécdotas suyas. Nada atrae tanto la atención de los depredadores como el aroma a decadencia. —Sacudió la cabeza sin dejar de mirar la casa recién comprada. Parecía estar retándola con su mirada a seguir manteniéndose en pie.— Sabes lo que significa esto, ¿no? —continuó más quedamente—. El invierno está a la vuelta de la esquina. Y las Navidades también. Tenemos que ponernos a trabajar más que nunca para demostrarles a los Montalbano que no permitiremos que nos pisoteen.

—Todavía no ha terminado septiembre —se horrorizó Andrea—. ¡No seas tan exagerado!

La única respuesta que obtuvo fue la de un trapo que le tiró a la cara. Mario regresó al taller mientras se subía las mangas de la camisa. Se dejó caer de nuevo en su silla.

—Lo peor que podríamos hacer sería dejar que nos cogieran desprevenidos —dijo en un tono tan decidido que su hermano comprendió que no conseguiría nada protestando—. En el fondo ha sido un golpe de suerte que Pietragnoli te lo contara. ¡Le debemos un favor!

Andrea soltó un resoplido. A veces le daba la sensación de que estaría mejor callado.

—No sé para qué te he dicho nada. Todo resultaba más cómodo cuando el mayor de mis problemas era que Scandellari me arrancara la piel a tiras. Esto va a dolerme mucho más.

Mario no le contestó. Dejó refunfuñar a su hermano entre dientes mientras volvía a sujetar sus herramientas con una pasión renovada. Ahora sabía qué era aquello a lo que se enfrentaban, y también lo que tenían que hacer si no querían perder lo que sus padres construyeron con tanto esfuerzo. Había tiempo de sobra para formar sus ejércitos antes de que empezara la batalla. Y no le importaba en absoluto que acabaran produciéndose más bajas de las que los Corsini podían permitirse. ¡Aquellos usurpadores no sabían con quién se la jugaban!

CAPÍTULO II

Mario no tardó en comprender que acabaría sabiendo más cosas de los Montalbano de lo que le hubiera gustado. La llegada del otoño trajo consigo toda clase de rumores sobre los forasteros que se instalarían en la orilla de enfrente. Los vecinos parecían estar de acuerdo en que aquella noticia, sobre todo teniendo en cuenta la supuesta fama de la que gozaban sus productos, caería como una bomba en casa de los Corsini, y tomaron la decisión de dirigirse a Mario y a Andrea en un tono de voz tan susurrante que casi hacía pensar que se había muerto alguien. Era evidente que sentían compasión por ellos, pero había pocas cosas que Mario Corsini odiara más que la compasión de las personas que a él no le importaban. Andrea se lo tomaba más a la ligera; estaba convencido de que no habría ningún problema aparte de la competencia que existiría entre ambos negocios. En octubre comenzaron las obras de rehabilitación, y mientras su hermano asistía con gran interés a las maniobras que los obreros llevaban a cabo sobre la descascarillada fachada de la casa, Mario no podía hacer más que cruzar los dedos para que sus peores sospechas no se confirmaran. ¡No podían tener esa mala suerte después de tantos años de esfuerzo!

El barrio entero de Santa Croce contenía el aliento mientras aquel edificio que todos consideraban una ruina comenzaba a renacer entre sus capas de mugre y sus escombros. Se repararon los balaustres, se pusieron cristales nuevos en las ventanas, se limpiaron la cornisa y las altas chimeneas troncocónicas en las que las palomas habían construido su propio imperio y se cubrieron las ronchas descoloridas de los muros con dos capas de pintura que hicieron relucir la casa como si acabaran de levantarla. Entonces, cuando se convirtió en un auténtico hogar, le tocó el turno al local que había en la planta baja. Esas obras fueron mucho más secretas por no realizarse en la calle, y lo único que los vecinos podían distinguir eran carretadas de cascotes que sacaban del interior de la tienda como si un ejército de enanos estuviera cavando una mina. Pronto los escaparates devolvieron los resplandores del sol, y los nuevos marcos de madera barnizada añadieron una nota de elegancia a la sobria blancura de la fachada. Hasta las cabezas de piedra sostenían la mirada a los curiosos como si una nueva vida asomara a los ojos esculpidos debajo de sus viseras. En un par de semanas la antigua propiedad de Julius Grünwald quedó tan irreconocible como si la hubieran derribado para construir una casa distinta en su lugar.

Finalmente, a comienzos de noviembre, dos pesadas barcazas de las que se conocían en Venecia como topi hicieron su aparición por el rio del Gaffaro. Venían tan cargadas de cajas de cartón y de madera y de bultos atados con cuerdas que parecía un milagro no verlas zozobrar sobre las aguas estancadas. En la primera venían los Montalbano; Mario no pudo resistir la tentación de asomarse al escaparate de su tienda para echar un vistazo a sus competidores, aunque la cantidad de gente que se había reunido en la fondamenta Gaffaro para darles la bienvenida no le permitió reconocerlos. Sintió una punzada en el corazón al comprender que todos los demás vecinos estaban encantados de tenerlos allí.

—Pero no te engañes: los han ayudado a descargar sus cosas solamente porque la hija de Montalbano ha resultado ser guapa —trató de tranquilizarle Andrea mientras Mario se desahogaba dando martillazos a una plancha de aluminio que quería usar para construir un tiovivo—. Intentan caerle bien a su padre porque más de uno ya le ha echado el ojo.

A Mario le parecía ridículo que Montalbano tuviera que aprovecharse de la supuesta belleza de su hija para asegurarse de que les daban un buen recibimiento. Que tuviera una cara bonita no haría que sus juguetes fueran más hermosos que los de Ca’ Corsini. Todo le parecía tan injusto que comenzó a amargarse como nunca antes le había sucedido con nada relacionado con su negocio. Así se lo hizo saber a Benedetto Scandellari, el dueño de la cristalería que había al lado de su tienda, cuando acudió a visitarle con Andrea la misma tarde en la que los Montalbano habían anunciado que abrirían sus puertas por fin.

El grado de familiaridad de los Scandellari y los Corsini era tal que nunca cerraban con llave las puertas traseras de sus casas. Compartían un patio interno al que se accedía por sus respectivas trastiendas, y de allí arrancaban unas escaleras adornadas siempre con geranios, que comunicaban con los dos pisos, situados sobre sus negocios. Se habían acostumbrado a pasar juntos todo el tiempo que podían como una gran familia en la que Scandellari seguía siendo algo así como el patriarca, aunque Mario tenía veintisiete años y hacía tiempo que su hermano había dejado de ser un adolescente. Siempre que tenían un problema acudían a su vecino para que los asesorara sobre los pasos que convenía dar.

—Estáis haciendo un desierto de un grano de arena —los regañó cuando le contaron lo que sucedía. Se habían sentado cada uno en una silla de su taller, tan cerca del horno que casi sentían cómo unas lenguas de fuego invisibles les acariciaban la cara—. No hay razón alguna para que desconfiéis de los Montalbano antes de conocerlos en persona. Varios vecinos nuestros los han visitado durante los últimos días y me han dicho que Gian Carlo Montalbano es de lo más agradable. No comprendo por qué os asusta tanto su llegada.

Scandellari se había hecho cargo de los Corsini cuando se quedaron huérfanos, diez años atrás, y en consecuencia seguía actuando como un padre con ellos. Se trataba de un hombre enorme, de cincuenta años, ancho de hombros y con unos brazos tan musculosos que costaba comprender cómo no se le rompía ninguna de las delicadas piezas de cristal que salían de su horno. Su cabello empezaba a escasear en torno a su frente, aunque el que le quedaba seguía siendo tan oscuro como sus ojos. Hacía unos cuantos años que su esposa Isabella había muerto, y desde entonces las únicas mujeres de su vida habían sido sus dos hijas: Emilia, a la que Mario quería casi tanto como su padre, y Simonetta, a la que Andrea quería como... bueno, como Mario suponía que quería a cualquier chica del barrio. Era una suerte que Scandellari no albergara la menor sospecha de lo que hacían a sus espaldas; le creía perfectamente capaz de moler a su hermano a palos si lo descubría.

—Estás diciendo todo esto para tranquilizarnos —contestó Mario con aire resentido—, pero en el fondo sabes que tenemos razón. Que alguien inaugure una juguetería al otro lado del rio del Gaffaro es la mayor desgracia que podría sobrevenirnos ahora mismo.

—Cuando la tomas con algo eres incapaz de atender a razones. A veces me recuerdas a tu padre más de lo que imaginas —resopló Scandellari. Examinaba atentamente la pasta de cristal de un rojo encendido a la que había dado forma soplando a través de una caña hueca—. No veo por qué va a perjudicaros algo así. No acabo de entenderlo, de verdad.

—Mario piensa que con una nueva juguetería abierta tan cerca de la nuestra todos los turistas que visiten Santa Croce se quedarán en la de los Montalbano —le explicó Andrea.

—Eso no tiene por qué ser así —protestó Scandellari. Al dar la vuelta a la caña vieron que se había formado una pequeña burbuja al extremo de la masa gelatinosa. Scandellari la colocó de nuevo dentro del horno, haciéndola girar lentamente hasta que alcanzara la temperatura deseada—. Cuando el gobierno de la Serenísima decretó que los talleres de los cristaleros deberían trasladarse a Murano, en la Edad Media —siguió diciendo— la noticia no sentó nada bien entre los artesanos de mi gremio. Todos comprendían que las estructuras de madera sobre las que se sustenta Venecia corrían un grave riesgo de arder por culpa de los hornos, pero pensaban lo mismo que tú: que al estar concentrados en la isla tantos negocios iguales se irían todos a pique. ¿Y crees que sucedió lo que temían?

—Parece que no —comentó Andrea. Había apoyado su silla sobre las patas traseras y se balanceaba rítmicamente adelante y atrás—. ¡De hecho les ha venido bien estar juntos!

—¡A eso me refiero! ¡Uno no tiene que tratar de hacer bien su trabajo solamente para ser el mejor! ¡A veces es necesario apoyarse en los compañeros para alcanzar un objetivo común! ¿Quién os ha dicho que no sacaréis nada aprovechándoos de los Montalbano?

—No tengo la menor intención de aprovecharme de ellos —resopló Mario—. Después de los años que llevamos al frente de Ca’ Corsini podemos capear solos cualquier temporal.

—Creo que no estás entendiéndome —le dijo Scandellari. Se había inclinado para ver con más detenimiento lo que sucedía dentro del horno—. No he dicho que os aprovechéis de los Montalbano en el sentido de robar sus ideas. He dicho que a lo mejor os vendría bien contar con unos aliados que tengan los mismos intereses que vosotros. Es estupendo eso de tratar de ganarse la vida uno mismo... pero muchas veces la unión hace la fuerza.

Mario no pudo estar de acuerdo con Scandellari en este punto. Diez años al frente de la juguetería le habían hecho comprender que las cosas salían mejor cuando no dependía de nadie más para hacerlas. Hasta la colaboración de Andrea, en más de una ocasión, le había parecido una carga porque sus ideas no solían comulgar con las de su hermano. ¡Y Scandellari le recomendaba estrechar lazos con unos completos desconocidos! ¡Como si no supiera tan bien como Mario lo que sucedería a partir de entonces con sus productos!

Mientras tanto Scandellari había vuelto a sacar la caña con el pegote de cristal en su extremo y, con ayuda de unas herramientas alargadas, ampliaba poco a poco una abertura practicada en la masa gelatinosa. Aquella circunferencia cada vez mayor no tardaría en convertirse en la boca de un jarrón. Por un momento Mario envidió la libertad de la que gozaba su vecino. Él no tenía que rendir cuentas a nadie, ni preocuparse por otros cristaleros que pudieran hacerle la competencia. Era uno de los pocos que vivían en Santa Croce y disfrutaba del honor de ser considerado uno de los mejores en lo suyo por parte de los demás vecinos. Como si supiera lo que se le pasaba por la cabeza, Scandellari le miró severamente por encima de su jarrón. Tenía la frente perlada de gotas de sudor.

—Escucha atentamente, Mario —le dijo en un tono de voz que le hizo comprender que le estaba hablando más en serio que nunca—. Cuando tus padres se instalaron en Venecia hace treinta años todos los recibimos con los brazos abiertos. Logramos que se sintieran como en su propia casa en cuestión de días. ¿Cómo crees que les habría sentado que los viéramos como una amenaza? ¿Piensas que se habrían encariñado con Isabella y conmigo, como sabes perfectamente que sucedió, si hubiéramos estado rezando todo el tiempo para que regresaran a Verona? ¿Qué clase de solidaridad habría sido la nuestra?

—Pero tú no eras el propietario de ninguna juguetería —murmuró Mario, huraño—. No existió nunca la menor rivalidad entre mi padre y tú. Sé que te quería como a un hermano.

—Yo no podía saber en el momento en que conocí a Marco Corsini y a su esposa que llegarían a ser de la familia —le recordó Scandellari—. Eres demasiado orgulloso, chico.

—Siempre se lo digo —suspiró Andrea, sacudiendo la cabeza—, pero no me hace caso.

Su hermano mayor le atravesó con la mirada. Scandellari apoyó la caña con el jarrón encima de una mesa metálica que había a la derecha del horno. El vidrio comenzaba a enfriarse poco a poco, y ya no quedaba más que aguardar hasta que adquiriera la forma definitiva. Al darse cuenta de que Mario parecía aún más abatido le dio una palmada tan fuerte en la mejilla que estuvo a punto de hacerle perder el equilibrio. Andrea tuvo que morderse los labios para no echarse a reír. A veces Scandellari no calculaba sus fuerzas.

—Deja de darle vueltas a las cosas, Mario. Lo que tenga que ser, será. Ahora no debes concentrarte en nada más que en tu trabajo. Cuando conozcas a los Montalbano seguro que pensarás lo mismo que yo. Además, nunca se sabe... ¡puede que hasta te caigan bien!

Desapareció en la trastienda para quitarse el pesado mandil de cuero que le caía por encima de los pantalones. Mario se pasó una mano por la cara con expresión de rencor.

—Me caerán bien cuando regresen a su condenada Florencia. Ojalá lo hagan pronto...

—Pues tenía mucha razón —le dijo Andrea bajando un poco la voz—. Deberías prestarle más atención. Estoy seguro de que nuestro padre nos diría lo mismo si siguiera con vida.

—Y tú deberías alejarte un poco más de su hija, sobre todo por las noches —replicó su hermano mordazmente—. Así evitarás que te parta la cara cuando lo descubra de una vez.

Acababa de decir esto cuando la puerta de la cristalería se abrió para dejar paso a las pequeñas de Scandellari. Las dos venían muy acaloradas, como si hubieran cruzado a todo correr el ponte Marcello que enlazaba las dos orillas del canal. El brillo de sus ojos le sirvió para hacerse una idea de por dónde habían estado deambulando aquella tarde.

—¡Ya han abierto la juguetería! —exclamó Emilia. Tenía las mejillas sonrosadas por la emoción—. ¡Tenéis que ir a verla los dos! ¡Es preciosa y enorme, y está llena de juguetes que parecen mágicos! ¡Había niños por todas partes y música y cosas que se movían...!

Casi se atragantaba con sus propias palabras. A Mario le hizo sentirse peor aquella emoción tan inocente de Emilia que cualquiera de las maliciosas ponderaciones de sus vecinos. Sus largas trenzas castañas se balanceaban con cada uno de los saltos que daba.

—Había una bailarina encima de una de las mesas. Como las de las cajas de música que hacéis vosotros, aunque mucho más grande... casi como una persona de verdad. Y la falda era rosa y tenía perlas cosidas y el pelo rubio recogido en un moño con una flor...

—Era impresionante —reconoció Simonetta, su hermana mayor, con cierto tacto que a Mario no le pasó inadvertido. Debía darse cuenta mejor que Emilia de lo mucho que la aparición de los Montalbano perjudicaría a los Corsini—. Pero no os preocupéis; esto no es más que una novedad. Pronto la gente se acostumbrará a sus juguetes. Siempre es así.

Acababa de cumplir diecisiete años y muchos vecinos de Santa Croce decían que era la mayor belleza del distrito. Simonetta tenía una cara en forma de corazón en la que sus ojos castaños resplandecían cada vez que se reía, lo que sucedía con mucha frecuencia, sobre todo cuando Andrea se dejaba caer por la cristalería de Scandellari. También su cabello era castaño, y solía llevarlo recogido en una gruesa trenza alrededor de la cabeza.

Mario se dio cuenta de que su hermano no le había quitado los ojos de encima desde que entró en la tienda. Parecía que Simonetta también lo había hecho, porque se sonrojó un poco mientras sonreía con una complicidad que logró disipar las pocas dudas que aún le quedaban. A aquella primera noche en casa de los Corsini habían seguido muchas más.

—¿Había conocidos nuestros en la juguetería? —quiso saber tratando de parecer sereno.

—Unos cuantos. Estaban el panadero Luciano con sus sobrinas, y también las hijas de Pietragnoli. Fue Antonella la que nos llevó a ver la bailarina cuando nos encontramos.

—Pues ya puede ponerse a ahorrar Pietragnoli si se la quiere regalar —comentó Andrea con aire escéptico—. No quiero ni imaginar cuánto costarán unos juguetes tan elaborados.

—Había cuatro cifras en las etiquetas de las muñecas de porcelana más sencillas —dijo Simonetta mientras se desprendía del chal que cubría sus hombros—. Pero eso no será un problema para los Montalbano. No creo que nuestros vecinos sean la clase de clientes en los que piensan. Solo los ricos del Gran Canal podrían permitirse comprar caprichos así.

—Entonces que trabajen para ellos. Así nuestras ventas seguirán siendo las mismas.

—¿Y qué tienes ahí? —preguntó Mario al ver que Emilia llevaba una bolsa en la mano.

—¡Caramelos! —dijo la niña muy contenta—. ¡Me los dio el propio Montalbano! ¡Y son más de diez! —Mario no pudo evitar sonreír por frustrado que se sintiera; Emilia aún no había aprendido a contar más allá del diez—. Espera, te daré uno. Verás lo ricos que están.

Fue a sentarse sobre las rodillas de Mario mientras abría la bolsa de papel. No tuvo más remedio que coger un caramelo, aunque no le apetecía demasiado. Le sorprendió un poco encontrarse con una textura gomosa recubierta de azúcar que no tenía nada que ver con los dulces a los que los confiteros de Venecia tenían acostumbrados a los pequeños.

—Esto sabe raro... como a almendras. —Mario frunció un poco el ceño—. ¿De qué son?

—No lo sé —exclamó Emilia—. Pero eso es lo mejor de todo. ¡Es lo que les da misterio!

—Bueno, pues si a Montalbano le sale bien esta táctica tendremos que empezar a usar caramelos como reclamo. Sus juguetes no parecen ser lo suficientemente interesantes...

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Andrea procurando no sonreír demasiado.

—¿No es evidente? Si los productos que salen del taller de los Montalbano valieran la pena no tendrían que andar comprando a sus futuros clientes con caramelos ni tonterías.

—Valen la pena —le aseguró Emilia, poniéndose seria de repente—. Esa bailarina que da vueltas todo el tiempo es bonita... aunque yo prefiero lo que hacéis vosotros. —Se estiró para besar ruidosamente a Mario en la mejilla—. ¿Me regalaréis una muñeca de trapo por mi cumpleaños? La que tengo está toda rota y pierde el relleno. Necesito una nueva...

Mario le prometió que tendría la muñeca de trapo más bonita de Venecia, y Emilia saltó sobre sus rodillas durante un rato antes de abandonar el taller. Quería enseñarle a su padre lo que le habían dado en la juguetería antes de que se marchara con sus amigos.

—Cada día que pasa está más enamorada de ti —dijo Simonetta en voz baja, y Andrea se rio de buena gana—. A mí no ha querido darme ni uno solo de los dichosos caramelos de Montalbano, y eso que llevo pidiéndoselos desde que nos marchamos de la tienda.

—Ya me encargaré yo de darte alguna cosa dulce —le prometió Andrea, y aprovechó que Emilia estaba entreteniendo a Scandellari para rodear la cintura de Simonetta con un brazo y sentarla sobre sus rodillas, como había hecho Mario con su hermana pequeña.

Ella dejó escapar una exclamación mezcla de sorpresa y de regodeo. Mario prefirió marcharse a su casa antes de que corriera la sangre. No quería estar presente cuando su vecino se enterara de lo que su preciosa Simonetta hacía cuando se suponía que estaba durmiendo en su cama. Al salir a la calle le dio un vuelco el corazón porque la orilla de enfrente seguía estando atestada de vecinos. Todo el mundo parecía haberse congregado ante la puerta de la nueva jugueteríapara contemplar con sus propios ojos los prodigios que las hijas de Scandellari habían descrito. Era como si hubieran adelantado la Navidad.

Aquella tarde se encerró en su cuarto antes de que anocheciera y permaneció mucho rato tumbado en la cama sin poder dormir, sintiendo cómo se hacía cada vez más pesada la carga de su pecho. Se le había puesto un dolor de cabeza tan insoportable que parecía repercutir por todo su cuero cabelludo. La fascinación que había leído en los ojos de la pequeña Emilia era una de las cosas más dolorosas por las que había pasado. Aunque lo peor todavía estaba por llegar... y con ello un encuentro que daría la vuelta a su universo.

***

Llegó con un sombrero de paja adornado con plumas de gorrión, un vestidito de organdí con enormes mangas abullonadas y una capa de seda blanca que caía sobre sus hombros como las alas plegadas de un querubín. Exactamente el mismo aspecto con el que Mario había imaginado lo que les sobrevendría en los siguientes días. La Fatalidad.

— ¡HerrWittmann! —le oyó exclamar una tarde a su hermano mientras se apresuraba a salir de detrás del mostrador para estrechar la mano del caballero que acababa de entrar en la juguetería. Tenía el cabello oscuro y repeinado con mucha gomina, y un elegante bigotito—. ¡Qué honor volver a verle por aquí! ¡Ya pensábamos que nos había olvidado!

—Señor Corsini... —contestó Joseph Wittmann mientras se quitaba el alto sombrero de copa con la mano que tenía libre—. Y señor Corsini —repitió sonriendo en la dirección en la que se encontraba la puerta abierta del taller. Mario apenas hizo un movimiento con la barbilla para devolverle el saludo—. Siento de veras haberlos desatendido durante tanto tiempo —continuó el caballero—. Pero los últimos meses han sido una locura. ¿Se enteró de lo que le sucedió a mi suegro este verano? Seguro que sí, toda Venecia debe de estar hablando de lo mismo... Sufrió una apoplejía fulminante al poco de que regresáramos a la ciudad. Habíamos pasado cuatro meses a su lado, en la casa que campo que poseía a las afueras de Salzburgo. ¡Y nada nos había hecho pensar que fuera a pasarle algo semejante!

—Algo he oído al respecto —corroboró Andrea, que le había puesto varios meses antes un periódico a su hermano en la cara mientas proclamaba: «¡Más dinero para nosotros!».

—Por suerte mis abogados supieron hacerse cargo de la situación. No imagino cómo mi pobre Elsa podría habernos sido de ayuda, postrada como se encontraba por la pérdida de su padre. Murió sin que nadie estuviera seguro de si había redactado un testamento...

—¡No me lo puedo creer! ¡Un hombre tan previsor, tan responsable con su patrimonio!

—Eso mismo pensaba yo mientras revolvíamos todos sus cajones —corroboró Joseph Wittmann. Había apoyado las manos sobre la empuñadura de plata de su bastón, con la forma de una cabeza de ángel cercada por dos largas alas que se retorcían hacia atrás para adaptarse a su curvatura—. Claro que una semana más tarde acabó apareciendo, con las generosas disposiciones que mi esposa y yo habíamos imaginado. Temo que pueda parecer que me comporté de una manera demasiado interesada, preocupándome por la herencia nada más enterrar a mi suegro, pero se supone que debo velar en todo momento por el bienestar de mi familia. Y mientras esté en mi mano —añadió a la vez que dirigía una radiante sonrisa a la niña que le acompañaba— no le faltará nada a mi preciosa Edelweiss.

Mario se obligó a pensar en liras, muchos cientos de liras, para no soltar un resoplido que herrWittmann habría encontrado poco educado. La hija del embajador austríaco se había apoyado sobre el mostrador para contemplar la colección de juguetes de hojalata que Andrea había abrillantado aquella misma mañana. Edelweiss Wittmann aún no había cumplido los ocho años, pero ya era una réplica en miniatura de su aristocrática madre, desde los pequeños pies calzados en cuero blanco hasta la punta de la nariz alzada hacia el techo, pasando por los pesados tirabuzones rubios que caían por encima de su vestido.

—Siento mucho lo que le sucedió a su abuelito, señorita Wittmann —le dijo Andrea en un tono que pretendía ser amable, aunque Mario sabía de sobra lo mucho que le costaba soportar los aires de grandeza de la mocosa que tenía ante sí—. Aunque estoy convencido de que no le gustaría verla llorar por su culpa. Sería mucho mejor recordarle con una son...

—¿Todavía no han traído más juguetes de hojalata? —le cortó Edelweiss—. Ya tenemos en casa todos estos. Los tenemos desde mucho antes del verano. ¿Por qué no traen más?

Había cogido en su mano, envuelta en un mitón de encaje de un blanco inmaculado, un pequeño polluelo de color naranja que picoteaba el suelo cuando se le daba cuerda. A Andrea se le debilitó poco a poco la sonrisa. Miró a su hermano como pidiéndole ayuda.

—Tenemos los polluelos, las ranas saltarinas y el cocodrilo que se acaba de comer al explorador, y también el columpio, la noria y el tranvía —enumeró Edelweiss—. Pero me falta el tiovivo que prometieron traer de Alemania. Me dijeron que lo tendrían en otoño.

—Cariño, ¿qué modales son esos? —la regañó herrWittmann, aunque no había dejado de sonreír mientras la miraba—. ¿No te das cuenta de lo ocupados que están estos señores?

Edelweiss levantó hacia su padre unos ojos que tenían la tonalidad de los glaciares al deshelarse. Con aquella mirada imperiosa conseguía siempre todo lo que se le antojaba.

—Claudia ya tiene su tiovivo. Me lo enseñó la otra tarde, cuando merendé en su casa.

—A tu amiguita se lo trajo su padre de su último viaje a Nuremberg. Ha sido un regalo especial y por eso es normal que quisiera enseñártelo. No tienes que enfadarte con ella...

—¡Mañana merendará conmigo! —protestó Edelweiss—. ¡Por eso necesito tener el mío!

HerrWittmann suspiró. Andrea dudó durante un segundo antes de decirle a la niña:

—En realidad, señorita Wittmann, tuvimos en Ca’ Corsiniel tiovivo que nos encargó hace meses. Una preciosa pieza de George Carette que nos enviaron desde una de sus delegaciones europeas. Pero como no volvimos a saber nada de ustedes durante todo el verano dimos por hecho que no les interesaba adquirirlo. Y me temo que... lo vendimos.

Mal hecho, Andrea, pensó Mario con creciente alarma al ver que las mejillas de la señorita Wittmann se ponían del color de las amapolas. Parece mentira que todavía no conozcas cómo funciona la mente de las criaturas como Edelweiss Wittmann. No quiere nuestros juguetes para divertirse con ellos; quiere lucirlos como hace su madre con sus vestidos y sus joyas. La niña cogió aire, pero antes de que abriera la boca, su padre dijo:

—Sin duda encontraremos algún otro juguete que puedas llevarte a casa. Ya sé lo que te voy a comprar: una muñeca. —Acarició los tirabuzones de Edelweiss en un intento por tranquilizarla—. Eso sí que te haría ilusión, ¿verdad? ¿Una muñeca de porcelana nueva?

—Tengo muchas —rezongó la niña. Apartó de un manotazo los dedos de su padre—. Y las muñecas de porcelana no le interesan a nadie ya. Ahora las mejores son las parlantes.

—Entonces estamos de suerte. Precisamente nos han enviado hace un par de meses...

Andrea dejó solos a los Wittmann un momento. Entró en el taller con unos andares que pretendían ser calmados, pero en cuanto se encontró fuera del alcance de la vista de sus clientes se precipitó hacia la mesa de su hermano. Mario dejó a un lado la marioneta del Gato con Botas ataviado de mosquetero con la que llevaba trabajando toda la tarde.

—¿Dónde está la condenada muñeca a la que le metiste los discos sonoros hace poco?

—En la alacena de la derecha. Pero no es un modelo nuevo, Andrea. Tiene sus años...

—Eso me da igual. Tratándose de la señorita Wittmann sería capaz de comprarnos un corcho de botella si supiera que lo han hecho sus amigas. Esta vez no se me va a escapar.

Pasó al lado de su hermano para abrir la doble puerta de la alacena. Dentro, sentada en una de las estanterías, había una muñeca con cabeza y manos de biscuit a la que se conocía en los catálogos como la Reina Luisa. Podía medir unos sesenta centímetros de alto y el cabello castaño de mohair le caía en ondas sobre las pomposas mangas de su vestido y asomaba por debajo de una aparatosa capota rosa con flores de terciopelo.

Mario cruzó los dedos mientras Andrea regresaba a la juguetería. La Reina Luisa era una de las muñecas más solicitadas de la casa de Armand Marseille junto con modelos como Alma, Rosebud, Floradora y Baby Betty, que podían jactarse de ocupar un puesto de honor en los dormitorios de las niñas más ricas de Venecia. Seguramente la señorita Wittmann estaría encantada de incorporarla a su colección en cuanto la escuchara hablar.

—Es una de las últimas creaciones que han salido de la casa Marseille. Una pequeña joya digna de una pequeña reina —oyó que le decía Andrea en su tono más adulador—. La muñeca que por lo que tenemos entendido ha causado mayor furor en París este verano.

Mario siguió cruzando los dedos, esta vez para que a la señorita Wittmann nunca se le ocurriera arrancarle el pelo a la Reina Luisa. Si lo hacía encontraría la firma del señor Marseille grabada en la parte posterior de su cráneo junto con el año en que salió de su fábrica de Köpperlsdorf. Y Edelweiss Wittmann nunca aceptaría un juguete que pudiera superarla en edad. Las cosas pasadas de moda siempre le arrancaban una mueca de asco.

Andrea puso a la muñeca de pie sobre el mostrador sin dejar de cantar sus alabanzas.

—La cabeza y las extremidades son de biscuit de la mejor calidad, así que no correrá el riesgo de que se rompa fácilmente. Se le puede cambiar la ropa gracias a esta serie de pasadores que recorren la parte posterior de su vestido. Y aquí, saliendo de su costado...

Tiró de un cordel que apenas podía distinguirse entre los lazos rosados. La boca de la Reina Luisa se abrió lentamente, y una vocecita salió de su interior: «¡Mamá! ¡Mamá!».

La señorita Wittmann no pareció muy impresionada. Se quedó mirando fríamente la lengua de terciopelo que asomaba entre los dientes cuadrados de la muñeca, y los ojos de cristal marrón, muy grandes y soñolientos, enmarcados también por cejas de mohair.

—¿Y eso es todo lo que sabe decir? —fue su respuesta—. ¿« Mamá»? ¿Nada más que eso?

A Andrea se le abrió la boca poco a poco, y tardó un par de segundos en reaccionar.

—Claro que no, señorita Wittmann. No era más que una demostración. —Sujetó a la muñeca de nuevo entre sus manos para mostrarle otro cordel que salía de su torso—. Si se tira de este dice también «Papá». Y si se la tumba en una cuna, en esta misma posición...

—Lo mismo que hacen todas las que tengo —murmuró Edelweiss en un tono bastante audible, tanto que Mario no tuvo ningún problema para escucharla—. Todas son iguales.

—Creo que sé qué es lo que necesita. Una muñeca andadora. Justo tenemos por aquí...

Antes de que Andrea pudiera pensar qué era lo que quería enseñarle, Edelweiss alzó la mirada hacia su padre. HerrWittmann parecía un poco incómodo ante sus exigencias.

—Te dije que sería mejor quedarnos en la juguetería de enfrente. Prefiero la muñeca que nos han enseñado allí. A esa no hace falta tirarle de ninguna cuerda para que hable y además... —Arrugó la nariz mientras miraba la ropa de la Reina Luisa—. Va vestida como una dama de verdad, y no como un bebé. Esta ni siquiera lleva un sombrero de plumas.

A Andrea se le resbaló la muñeca, y tuvo que agacharse a toda prisa para recogerla antes de que su cabeza impactara contra las tablas del suelo. Joseph Wittmann se pasó una mano por el engominado bigote. Era evidente que imaginaba que sucedería algo así.

—Pero bueno, Edelweiss, creía que había quedado claro. Esa muñeca resulta muy cara para que te la regalemos sin que sea tu cumpleaños. Los juguetes de los Montalbano son...

—Son los que me gustan —replicó Edelweiss apoyando las manos a ambos lados de su cintura—. Son los juguetes que quiero a partir de ahora. No importa lo mucho que cuesten porque con el dinero del abuelo tendremos de sobra para comprar muchas muñecas en su tienda. Además me prometiste una nueva cuando nos marchamos del cementerio. Me dijiste que tendría la mejor para que dejara de llorar. ¡Mamá ya me la habría comprado!

A Mario le llevó un momento darse cuenta de que estaba estrujando entre sus dedos la casaca de seda azul celeste de su gato mosquetero. Habría dado una fortuna por poder hacer lo mismo con la garganta de Edelweiss. HerrWittmann suspiró; se puso de nuevo el sombrero de copa y recogió el bastón que había dejado apoyado contra el mostrador.

—Siento haberles hecho perder tanto tiempo, señores. Pero ya saben quién es la que manda en nuestra casa. —Puso una mano sobre el hombro de una Edelweiss visiblemente satisfecha—. Confío en que no piensen que se trata de una cuestión personal por mi parte.

—En absoluto, señor... ¡faltaría más! —le garantizó Andrea—. ¡Nunca se nos ocurriría!

—Celebro escuchar algo así. Nos verán de nuevo dentro de poco. El mes que viene será Navidad y estoy seguro de que por entonces mi princesa no se conformará con una sola gama de productos. —Sonrió como en disculpa—. Ni siquiera con los de los Montalbano.

Edelweiss se rio de una manera que dejaba claro lo que pensaba exactamente de los productos de los Corsini, aunque no dijo nada más, ni se despidió de Andrea. Salió de la juguetería dando saltitos que hacían ondear la capa blanca a sus espaldas, y su padre siguió regañándola por algo que Mario estaba convencido de que no le quitaría el sueño.

—Asquerosa niña consentida —murmuró Andrea. Volvió al taller con la Reina Luisa y la devolvió a su estantería, cerrando la puerta de la alacena con un suspiro de cansancio.

—Hoy ha sido peor de lo que esperaba —reconoció Mario—. Peor que ningún otro día.

—Te lo juro, si alguna vez tengo una hija como Edelweiss me pegaré un tiro. ¿Cómo pueden pensar sus padres que es un angelito? ¡Solo le faltan unos cuernos y un tridente!

Mario no le contestó. Cerró uno a uno los botes de pintura, arrojó a la papelera unos trozos de cartón en los que había hecho las mezclas de colores y colocó la marioneta del Gato con Botas en un rincón de la mesa. Había una nueva determinación en su rostro.

—Hablar con ella me ha dado un dolor de cabeza espantoso —se quejó Andrea. Hundió la cara entre sus manos, pasándose después los dedos por el rizado cabello—. Me parece que me acostaré un poco antes esta noche. Necesito... ¿adónde vas? —le dijo de repente.

—A la tienda de los Montalbano —contestó Mario recogiendo su desgastada chaqueta.

—¿Qué... qué? —preguntó Andrea con los ojos muy abiertos. Su hermano no se inmutó ante su sorpresa—. ¿Vas a presentarte en casa de los competidores a los que tanto odias?

—Exactamente. Eso es lo que voy a hacer. Ver de una vez con mis propios ojos lo que son capaces de llevar a cabo. —Se puso la chaqueta con una rabia que se adivinaba en la crispación de sus manos—. No podemos seguir más tiempo así, Andrea. Esto es una locura.

—Pero ya escuchaste lo que dijo Simonetta. Siempre pasan cosas parecidas cuando un nuevo negocio abre sus puertas. La gente se acostumbrará en seguida a los Montalbano...

—Yo no me acostumbraré a quedarme en la ruina —le aseguró Mario—. Ni a ver cómo lo que construyeron nuestros padres se viene abajo por culpa de un par de oportunistas.

Abandonó el taller tan precipitadamente que estuvo a punto de llevarse por delante a Shylock. El gato dejó escapar un lastimero maullido antes de esconderse detrás de unas cajas de cartón con máscaras de Carnaval. Andrea se apresuró a alcanzar a su hermano.

—Oye, las cosas no se solucionan de esta manera —le dijo antes de que pudiera abrir la puerta de la calle—. No conseguirás nada montándoles un escándalo a los Montalbano delante mismo de nuestros antiguos clientes. Sería como darles la razón a todos los que aseguran que estamos desfasados... ¡como demostrarles que hemos perdido los papeles!

—No seas estúpido. No voy a ponerme a dar gritos. Soy lo bastante mayor para saber lo que conviene hacer en esta situación. Aunque no lo creas tengo mucha mano izquierda.

Andrea luchó contra la tentación de decirle a Mario que lo suyo era la mecánica, la relojería y la construcción de cajas musicales, no la diplomacia. Pero conocía lo bastante bien a su hermano para adivinar que no serviría de nada. Nunca prestaba atención a sus consejos. Le habría ido mejor si lo hubiera hecho cuando tuvo la oportunidad, pensó el muchacho mientras contemplaba la nariz rota de Mario y la antipatía adherida a unas facciones que habrían sido hermosas si se hubiera acostumbrado a sonreír de vez en cuando. Y no solamente en lo profesional. Han pasado muchos años desde que le declaró la guerra al mundo. Aún trató de esgrimir un último argumento antes de que saliera de la tienda.

—¿Qué excusa piensas darles cuando te reconozcan? ¿Vas a decirles que te parecía de muy mala educación no cruzar el canal para recibirles como se merecen en Santa Croce?

—Es posible. No sería tan extraño. Ya sabes que casi todos los vecinos lo han hecho.

—Los demás vecinos no tienen una juguetería justo enfrente —le recordó Andrea. Era evidente que no había nada más que hacer—. Tú sabrás lo que haces, pero si no vas con cuidado esto no servirá más que para declarar formalmente la guerra a los Montalbano.

—Deja de preocuparte tanto. Dicen que tiene una hija, ¿verdad? ¿Acaso te imaginas a Scandellari enzarzándose en una discusión delante de Simonetta y de Emilia? —Sacudió la cabeza mientras abría la puerta que Joseph Wittmann había cerrado apenas un par de minutos antes—. No, eso me permite jugar con ventaja. Los oídos de una muchacha son demasiado delicados para escuchar las cosas que Montalbano me diría en otro momento.

Salió a la fondamenta Minotto sin prestar atención a Andrea, que se quedó de pie en el umbral de Ca’ Corsini, mirando con aprensión cómo recorría los metros que separaban la juguetería del ponte Marcello, cruzaba la pesada estructura de ladrillo y alcanzaba la fondamenta de enfrente, la Gaffaro, en la que se encontraba la nueva tienda. Cualquiera pensaría que salía de paseo después de haber trabajado todo el día; Andrea reconocía en sus pasos la cadencia de un depredador que ve amenazado su territorio por primera vez.

Respiró profundamente antes de regresar a su mostrador. No tenía ni idea de lo que encontraría su hermano en la tienda de los Montalbano, pero por lo menos sabrían a qué atenerse. Al fin y al cabo no eran más que un padre y una hija absolutamente normales...

CAPÍTULO III

Había una enseña encima de la puerta: una especie de escudo familiar con un ave fénix que se elevaba entre lenguas de fuego hacia un cielo estrellado. Las letras en las que se leía el nombre de la tienda, La Grotta della Fenice, también parecían hechas a base de fuego, porque relucían sobre el fondo de madera dorada, como carbones al rojo vivo.

Mario esperó impacientemente en la calle durante casi media hora. Los Wittmann se encontraban aún en la tienda; la majestuosa góndola que los había traído desde su palacio en el Gran Canal aguardaba al pie de unos escalones de mármol que la última acqua alta había tapizado de algas. El gondolero se entretenía mirando unos escaparates que, para sorpresa de Mario, se encontraban vacíos; ni la más discreta muñeca de porcelana había sido colocada sobre los almohadones de terciopelo negro que se veían al otro lado de los cristales. A través de los diminutos resquicios que había entre las colgaduras no entraba la menor fuente de luz. Parecía como si el local no hubiera sido rehabilitado por dentro.

También el gondolero parecía sorprendido por aquella sobriedad. Tuvo que regresar a su puesto junto a la embarcación, tan oscura como el betún, cuando la puerta se abrió de una vez y los Wittmann abandonaron la juguetería. Mario se dio la vuelta para que no le reconocieran, aunque se encontraban demasiado ocupados hablando para fijarse en él.

—Esta misma tarde, mi vida, ya te lo he dicho. En cuanto lleguemos a casa encargaré a Fritz que se acerque con su barca para traerla con nosotros. ¡Es mayor de lo que creía!

—¡Es preciosa! —gorjeó Edelweiss. Dio una vuelta completa sobre sus talones con su pequeña capa blanca girando a su alrededor—. ¡Es lo más bonito que he tenido! ¡Pero no podemos sentarla con las demás! ¡Necesita una cama al lado de la mía! ¡Y mucha ropa!

Le hubiera gustado seguir oyendo lo que decían, pero el gondolero de los Wittmann cogió ceremoniosamente a Edelweiss en sus brazos para subirla a la embarcación. HerrWittmann no necesitó su ayuda; colocó su bastón sobre su asiento, sujetó con elegancia la capa negra que arrastraba sobre los adoquines y se acomodó al lado de su pequeña. Le pasó un brazo cariñosamente por los hombros mientras la góndola se alejaba hacia el Gran Canal entre las miradas de admiración y de envidia de los vecinos de Santa Croce.

La risa de Edelweiss aún cascabeleó durante un rato sobre el agua. Cuando Mario se encontró razonablemente seguro de que no habría nadie más en La Grotta della Fenice abrió la puerta con cuidado, procurando no hacer demasiado ruido al entrar en la tienda.

Le recibió una luminosidad muy distinta a la que había imaginado. La juguetería no tenía ninguna ventana, y la luz natural no atravesaba la espesa penumbra anaranjada que se extendía al otro lado del umbral. Mario tuvo una visión fugaz de farolillos de cristal encendidos sobre su cabeza, aunque no le dio tiempo a contemplarlos. Acababa de dar un paso hacia el centro de la estancia cuando algo enorme se precipitó desde las alturas.

Le faltó muy poco para gritar. Tuvo que agacharse para esquivar la ráfaga de plumas que descendió en picado, y que cuando se atrevió a abrir los ojos de nuevo, conteniendo la respiración, pudo identificar como la cola de un ave fénix. Era un pájaro tan grande que a duras penas conseguiría abarcar su envergadura con los dos brazos abiertos. De su cuerpo cubierto de terciopelo rojo surgía una cascada de largas plumas que sacudían el aire en un arpegio de escarlatas, naranjas y amarillos. El pico y las garras eran de oro, y los ojos, de un cristal azul oscuro que hizo pensar a Mario en las profundidades de algún océano desconocido por los hombres antes de que el enorme pájaro remontara el vuelo.

No es un fénix de verdad, pensó mientras trataba de calmar los acelerados latidos de su corazón. Vio cómo se acomodaba entre unas lejanas hojas de hiedra que debían de haberle servido como nido antes de que entrara en la tienda. Los fénix no existen. Esto no es más que un autómata... un juguete. Entonces se giró para contemplar la puerta y descubrió que no había ninguna campanilla colgando sobre el umbral. Aquel artefacto no era más que una manera que tenían los Montalbano de escuchar si entraba un cliente.

Pero no parecían encontrarse a la vista. Mario era la única persona que respiraba en aquella habitación. Volvió a levantar la cabeza para asegurarse de que el ave fénix no se precipitaría más sobre él. Lo único que se movía entre las hojas que casi lo ocultaban por completo de su mirada era el pico dorado, que se abría y cerraba como si estuviera diciendo algo en un lenguaje que Mario no era capaz de comprender. Cuando por fin se quedó tan quieto como una escultura pudo prestar atención a lo que había a su alrededor.

Se encontraba en una estancia que duplicaba y tal vez hasta triplicaba el tamaño de Ca’ Corsini. Se parecía al interior de una gruta debido al cartón rugoso que recubría las paredes circulares del local, salpicadas de protuberancias de rocas y de musgo que debían de ser naturales, o al menos daban la sensación de haber sido recogidos en el campo en lugar de haber salido del taller de los Montalbano. Gruesas piedras preciosas de todos los colores asomaban en cada uno de los resquicios de la improvisada caverna, brillando en la claridad evanescente que se derramaba desde los farolillos colgados en un mar de hojas secas y de lianas. Pero ninguna de aquellas joyas podía competir con los juguetes que los Montalbano habían colocado alrededor de la escalera de caracol, construida en hierro, que ascendía hasta el piso superior, al lado del nido del fénix. Había una miríada de pequeñas mesas en las que las muñecas de porcelana más realistas que había visto en su vida le devolvían la mirada con sus grandes ojos de cristal, espiándole con una media sonrisa en sus labios coloreados de rosa que le hizo pensar que se divertían a costa de su perplejidad. Había docenas de pequeñas hadas de resina balanceándose en las alturas, al extremo de unas cuerdas invisibles que asomaban entre la espesura. Sacudían de vez en cuando sus alas haciendo que una lluvia de purpurina cayera sobre el entarimado. Unas máscaras de Carnaval parpadeaban desde las paredes como si debajo de los agujeros abiertos en el papel maché hubiera unos ojos de verdad. Una colección de marionetas con cabezas de cartapesta unidas a cuerpos recubiertos con ropajes recamados permanecía sentada sobre una estantería. Eran los personajes tradicionales de la Commedia dell’arte que hacían las delicias de los niños venecianos desde hacía cuatrocientos años. Mario se adentró un poco más en la juguetería, sin saber muy bien en qué dirección mirar porque cualquier cosa que veía resultaba aún más impresionante que la anterior. En una de las paredes había una serie de vitrinas con teatros de cartón en miniatura que reproducían con todo detalle las escenografías de las óperas más aclamadas. Grandes bolas de cristal rellenas de nieve asomaban entre las hojas de hiedra, como frutos que acabaran de nacer ante los ojos de los clientes. Mario pasó con cuidado por encima de un pequeño tranvía que recorría todo el entarimado de la tienda sobre sus diminutos raíles. Cogió una de las esferas en su mano, contemplando con ojos desorbitados cómo la nieve que había en su interior, tan fina como el azúcar, se movía dentro de sus paredes sin necesidad de que le diera la vuelta. Danzaba en remolinos alrededor de un palacio de cuento de hadas como si alguien la hubiera puesto boca abajo antes de devolverla a su posición correspondiente.

—Esto no puede ser cierto —murmuró Mario. Recorrió con los ojos la estantería para comprobar que, como había imaginado, dentro de las demás bolas se producía el mismo fenómeno. Era como si un pequeño motor interno causara su movimiento constante—. Es peor de lo que pensaba. Mucho peor —murmuró para sí—. ¿Cómo se supone que puede...?

Le dio la vuelta a la bola para examinar su base, pero no encontró nada revelador. La acercó a su oído pero no percibió ningún ruido. Lo que tenía en su mano debía de ser producto de la brujería. El resultado de unas artes que los Corsini, se dijo mientras devolvía la esfera a su estantería con creciente angustia, no dominarían nunca como los Montalbano.

A su derecha reconoció a la bailarina de la que le había hablado Emilia. Era casi de tamaño natural, un esbelto maniquí que representaba a una muchacha de unos quince o dieciséis años ataviada como si estuviera a punto de debutar en la Ópera Garnier. Tenía las zapatillas de satén apoyadas sobre una esfera que daba vueltas sobre su eje, haciendo que los pies de la bailarina se desplazaran cada pocos segundos para conseguir mantener el equilibrio. Abría y cerraba los brazos por encima de su cabeza como un cisne con sus alas, acompañando cada uno de sus movimientos con un rechinar de ruedas que apenas podía percibirse si uno no se detenía a su lado. Mario tardó un momento en darse cuenta de que se le había abierto la boca. Los párpados de la bailarina descendieron fugazmente sobre sus ojos verdes, y la media luz de la tienda arrancó destellos deslumbrantes a los adornos florales de su cabello y a las pequeñas perlas prendidas en su vaporoso tutú rosa.

Cuando tragó saliva se dio cuenta de que tenía la consistencia del serrín. Aquella era, sin lugar a dudas, la muñeca de la que había hablado Edelweiss Wittmann. Se disponía a acercarse a ella cuando captó un movimiento con el rabillo del ojo, y al darse la vuelta se encontró con otra muñeca que le miraba desde una mesa de madera taraceada. No era una adolescente, sino una mujer hecha y derecha que debía de medir medio metro como mucho. Iba vestida al modo de las cortesanas venecianas del siglo xviii, con una peluca blanca tan alta que a Mario le recordó a un pastel de bodas, la cara cubierta con polvos de arroz y un lunar con forma de corazón al lado de unos labios pintados de rojo sangre.

Aquella muñeca tampoco se encontraba inmóvil. En su mano izquierda sostenía una máscara de Carnaval que acercaba y alejaba de su cara una y otra vez; y cuando lo hacía la cabeza de porcelana daba vueltas sobre sí misma para mostrar una expresión distinta a cada momento. Mario sintió que un escalofrío le trepaba por la espalda cuando la dulce sonrisa de la cortesana dio paso a una mueca de malicia, con una boca en la que podían adivinarse unos colmillos ensangrentados. Y a los pocos segundos había cambiado para mostrar un semblante compungido por el que resbalaban unas largas lágrimas de cristal.

Estaba empezando a ponerse realmente nervioso. Pero aquello, para su desgracia, no había hecho más que empezar. Cuando Mario estaba preguntándose qué más sorpresas podrían depararle los Montalbano escuchó un susurro procedente del rincón más opuesto de la tienda. Volvió a abrirse camino entre los raíles de los tranvías y los enormes osos de peluche para descubrir a la causante de aquel sonido. Y al hacerlo se quedó de piedra.

La tercera muñeca se encontraba graciosamente recostada en una silla. Sostenía en sus manos un ejemplar en miniatura del Manual de la mujer elegante de la Baronesa de Orchamps; el susurro que había oído Mario era el ruido que hacía al pasar las páginas. Había mucho de elegante en ella, aunque no de mujer, pues su cuerpo seguía siendo el de una niña pequeña por muy aparatosa que fuera la sobrefalda de tul plisado que le caía por encima de las rodillas. Un sombrero de ala ancha con plumas ensombrecía un poco sus facciones, pero Mario se inclinó para mirarla a la cara y comprobó que era la de una chiquilla de unos seis años. Sus carnosos labios eran del color de las cerezas, y sus ojos castaños estaban rodeados por unas pestañas tan negras como los tirabuzones de su pelo.

Casi se le salió el corazón por la boca cuando, a unos centímetros de distancia de su propio rostro, la muñeca abandonó su manual para posar sus pupilas en las de Mario. Su cabeza se enderezó poco a poco haciendo que las rizadas plumas rodaran por su espalda.

—¡Discúlpeme! Me parece que no nos han presentado. —Entonces cerró su libro sobre su regazo y le tendió su pequeña mano. Tenía los mismos dedos regordetes con hoyuelos que las muñecas que Mario vendía en su juguetería—. Soy miss Jane Doe. ¿Y usted es...?

Cuando se movía hacía un ruido muy parecido al de la bailarina y la cortesana. Son articulaciones de bola fija, pensó Mario en medio de su parálisis. Por eso sus gestos se asemejan a los de las personas de carne y hueso. Cuentan con trescientos sesenta grados de movilidad. Se había quedado tan aterrado que ni siquiera se dio cuenta de que miss Jane Doe agitaba un poco sus dedos, como si quisiera llamar su atención sobre algo que resultaba demasiado obvio. Finalmente dejó caer su mano con un resoplido de disgusto.

—Ya veo que sus modales se han quedado al otro lado de la puerta. —Ahora su voz era menos dulce, claramente ofendida—. Debería aprender del caballero que ha estado hace un momento con nosotros. HerrWittmann se mostró encantado de conocerme, y hasta me besó la mano. Y dijo que esta tarde me recibiría en su palacio con todos los honores.

Los párpados de la muñeca descendieron poco a poco sobre sus enormes ojos. Mario dejó escapar un jadeo. Tenía que ser una pesadilla. Una indigestión producida por algo que había comido en mal estado. Las muñecas de porcelana no hablaban sin que nadie tirara de sus cordeles... ¡y las muñecas de porcelana no hablaban como si pudieran darse cuenta de si quien tenían delante era una niña pequeña, una adolescente o un caballero!

—Antipático —murmuró miss Jane Doe. Abrió de nuevo su libro y regresó a su lectura como si no hubiera sucedido nada, aunque girándose hacia un lado para darle la espalda.

Durante casi un minuto Mario permaneció sin moverse. La tienda se había quedado silenciosa de repente, con excepción de los continuos chirridos y golpeteos que hacían los engranajes de los juguetes que había a su alrededor. Miss Jane Doe parecía haberse interesado por algo que había en su manual, porque lo acercó un poco más a su rostro mientras su cabeza se movía de izquierda a derecha siguiendo las líneas del texto con la mirada. Mario levantó una mano con cierta prevención y la alargó hacia las plumas del sombrero de la muñeca. Eran tan suaves como si una doncella acabara de acicalarlas...

—Le ruego que me perdone por no haberle atendido antes —dijo una voz a sus espaldas tan súbitamente que se sobresaltó—. ¡No he oído el sonido del ave fénix desde mi taller!

Al volverse se encontró con un caballero de grandes ojos azules que sonreían sobre la montura plateada de sus gafas tanto como lo hacían sus labios. Debía de tener poco más de cincuenta años, aunque su cabello, largo y lustroso, a la altura de sus hombros, casi parecía tan blanco como la nieve, al igual que su poblada barba. Llevaba un chaleco gris de corte militar con una doble abotonadura de cuyos bolsillos salían varias cadenas; una pertenecía a un reloj suizo, otra a un segundo reloj con carcasa de cristal que permitía contemplar sus diferentes mecanismos, y una tercera a una pequeña brújula cuyas agujas daban vueltas con cada uno de sus movimientos. Un pañuelo azul sujeto mediante un alfiler de plata y zafiros rodeaba su garganta. El hombre le tendió una mano a Mario tal y como lo había hecho miss Jane Doe; y a juzgar por cómo se acentuó su sonrisa había visto lo mucho que le había confundido aquel saludo dirigido por una de sus creaciones.

—Espero que mi pequeña no le haya asustado —dijo mientras señalaba con el mentón a miss Jane Doe. La muñeca seguía concentrada en sus artículos de moda—. A veces me da la sensación de que es un poco... presumida. Le fascina atraer la atención de todos los que la rodean. Tal vez sea eso lo que ha hecho que la señorita Wittmann quisiera tenerla.

Mario seguía estando tan confundido que estrechó su mano sin darse cuenta. Aquel hombre tenía unos dedos que irradiaban confianza al apretarlos, muy cálidos y robustos.

—Gian Carlo Montalbano —se presentó, aunque realmente no hacía falta—. Me siento muy honrado de que haya decidido visitar mi casa. ¿Había pensado en algo concreto...?

—No he venido a comprar —dijo Mario en un tono un poco inseguro—. Quería... esto...

La voz de Andrea resonó dentro de su cabeza. Diplomacia, le decía, como en cada ocasión en la que estaba a punto de dar un paso en falso. ¡Sé diplomático por una vez!

—Quería darles la bienvenida... a Venecia... y a Santa Croce. Soy uno de sus nuevos vecinos. Mi tienda se encuentra al otro lado del canal, en la fondamenta Minotto. Es...

—¡Ah! —exclamó Montalbano, abriendo mucho los ojos—. ¡De modo que es usted! ¡Es un Corsini, uno de los jugueteros de enfrente! ¡Cuánto me alegro de conocerle por fin!

Le estrechó de nuevo la mano, esta vez con un vigor que no tenía nada que ver con la simple cortesía. Parecía realmente contento de saludarle; sus iris azules resplandecían.

—Me han contado muchas cosas sobre su hermano pequeño y sobre usted. Si quiere que le diga la verdad estaba deseando visitarlos yo mismo, pero con todo el trabajo que hemos tenido estos días no he encontrado un momento libre para hacerlo. Ha sido una falta imperdonable, pero confío en que podamos arreglarlo. ¿Le apetecería tomar algo?

—Es muy amable por su parte... aunque en este mismo momento... ¿cómo demonios ha conseguido hacerlo? —preguntó Mario sin poder contenerse. Se acercó de nuevo a la muñeca—. ¿Cómo ha conseguido que sus discos sonoros sean capaces de reproducir tal cantidad de frases? —siguió preguntándole con una conmoción que hizo que Gian Carlo Montalbano se riera entre dientes—. ¡No lo entiendo! ¡No he visto nada igual en mi vida!

—Me alegro de que le haya gustado mi última creación. También yo le tengo mucho cariño —dijo mientras apoyaba una mano en la madera barnizada de la silla—. Me siento particularmente orgulloso del resultado, aunque su personalidad resulte... cómo podría decirlo... mucho más arrolladora de lo que había pensado al comenzar a trabajar en ella.

Estiró los dedos para rozar la cara de la muñeca. La pequeña lengua de terciopelo de miss Jane Doe hizo un ruido semejante a un chasquido contra sus dientes de porcelana.

—Ahora no, Gian Carlo... ¡no hasta que haya terminado de estudiar estos patrones!

—Ya lo ha visto. Por algún motivo que no acierto a comprender se niega a llamarme «papá». —Montalbano apartó la mano con un fingido gesto de tristeza. Mario sabía que lo que le decía era imposible. ¿Cómo no iba a conocer el contenido de los discos que él mismo había metido dentro de su caja torácica?—. Es impresionante, ¿verdad? Aunque lo será todavía más cuando la haya perfeccionado. De momento sigue siendo un prototipo.

—No creo que quede mucho por perfeccionar en este caso —reconoció Mario—. Es... es lo más extraordinario que he visto. ¡Reconoce dónde nos encontramos a cada momento!

—Pero casi no puede moverse de su asiento —le advirtió Montalbano. Se agachó para levantar un poco las rizadas enaguas de miss Jane Doe («¡Pero qué modales son esos!», les dijo de lo más escandalizada, levantando los ojos hacia ellos) y Mario comprobó que las articulaciones de sus rodillas eran más sencillas que las de su cuello y sus muñecas.

De hecho, parecían reducirse a un par de bisagras con las que las niñas podrían doblar las piernas de miss Jane Doe cuando quisieran levantarla de su silla para ponerla en pie.

—Al poseer un mecanismo parlante tan complicado no he podido dotarla de la misma anatomía que a sus compañeras. La caja de resonancia era demasiado grande para estar oculta dentro de su pecho, así que se extiende por la parte baja de su cabeza, sus brazos y casi la totalidad de sus piernas. Tiene cientos de minúsculos resortes que le permiten mantener una conversación como la que ha presenciado, pero apenas puede caminar por sí misma cuando una niña no la agarra de la mano. Es algo que espero poder mejorar en un futuro, aunque el comienzo es prometedor. Muchas familias nos la han encargado ya.

Miss Jane Doe no dejó de atravesarlos con sus ojos de cristal hasta que Montalbano soltó sus enaguas para que cubrieran de nuevo sus piernas. Mario volvió a tragar saliva.

—Pero basta de hablar de mis creaciones —continuó Montalbano cogiéndole del brazo para alejarle de la muñeca—. Tiene que contarme muchas cosas sobre su hermano y sobre usted. Podemos aprovechar que no hay clientes para tomarnos dos buenas tazas de café.

—No querría robarle tanto tiempo, Montalbano. Comprendo que está muy ocupado...

—Tonterías. Uno nunca está demasiado ocupado para relacionarse con sus vecinos. A día de hoy es la única persona de mi gremio que se ha molestado en pasarse por mi casa para darme la bienvenida a Venecia. —Depositó una mano afectuosamente sobre el hombro de Mario como podría hacerlo con un sobrino del que se sintiera orgulloso—. Y nunca me olvidaré de este detalle. Aunque sea un lobo solitario valoro mucho la sana camaradería.

Le condujo hasta una puerta que había a la izquierda del mostrador y en la que Mario no había reparado antes por estar tan rodeada por hojas de hiedra que casi desaparecía en medio de la espesura. Montalbano la empujó para dejar paso a una segunda estancia. Era mucho más modesta que la anterior y carecía por completo de sus derroches decorativos.

—Mi taller —le explicó con algo de solemnidad, como un sacerdote que presenta a los ojos de sus fieles las reliquias más preciosas de su iglesia—. No posee el mismo encanto que la juguetería, pero realmente no es necesario. Nadie entra nunca en esta habitación.

Allí sí había ventanas abiertas a la fondamenta Gaffaro por las que se derramaba la claridad del sol, una sucesión de cristaleras que ocupaban la parte superior de una pared y que quedaban a la altura de los tobillos de las personas que pasaban por la calle. Habían dejado a sus espaldas el local de cuento de hadas para adentrarse en una estancia que por fin pertenecía al mundo real. Desde ella se escuchaban las voces de la gente, las risas de los niños que jugaban sobre los adoquines y el sonido característico de las góndolas que se dirigían hacia la arcada del ponte Marcello. Grandes haces de luz dorada caían sobre el suelo en una diagonal casi celestial. Mario no quería parecer maleducado, pero trató de quedarse con todos los detalles que había a su alrededor mientras seguía a su vecino hacia el centro del taller. Dos de las paredes se encontraban cubiertas por estanterías con toda clase de instrumentos de relojería, algunos tan complicados que no pudo imaginar para qué servirían. Detrás de los cristales de una alacena reconoció las cabezas de porcelana sin ojos que también tenían en Ca’ Corsini, que se sucedían en una especie de galería de los horrores, y de un gancho que había en la pared colgaba un espeso matojo de cabello natural de todos los colores que supuso que serviría para hacer las pelucas. A su derecha, en otra de las alacenas, se alineaban una docena de tarros, parecidos a los que Simonetta usaba para guardar la mermelada, llenos de globos oculares de cristal con dilatadas pupilas negras que Mario temió que pudieran seguirle con la mirada hasta que se marchara a su casa. Y al fondo, apoyada contra la pared del taller, había una mesa. Y en la mesa había una persona que levantó la cabeza al escuchar acercarse a Montalbano.

Al principio pensó que se trataría de una muñeca de tamaño natural, pero un simple vistazo le hizo respirar aliviado. Por una vez no estaba contemplando un prodigio de la mecánica capaz de conducirlos a la ruina más absoluta. Era una persona de carne y hueso.

—Mi hija, Silvana —dijo el anciano sin poder disimular una cierta ternura—. Cariño, te presento a nuestro vecino Mario Corsini. Trabaja en la juguetería del otro lado del canal.

Era una suerte que le hubiera dicho quién era, porque aquello parecía cualquier cosa menos una chica. Tenía la cabeza cubierta por una especie de casquete de cuero provisto de unas enormes lentes de aumento que hacían que sus ojos se asemejaran a los de una mosca. Lo único que podía distinguir era su nariz, su boca y su pálida barbilla. Ante ella tenía unas planchas de madera en las que había estado trabajando con ayuda de un torno mecánico, y algo muy extraño que sorprendió a Mario: una campana de cristal en cuyo interior revoloteaban unas mariposas de brillantes colores que la señorita Montalbano se había encargado de reproducir con pasmosa precisión en unos papeles sujetos a la pared mediante chinchetas. No separó los labios cuando Mario inclinó la cabeza en un gesto de saludo; simplemente se quedó observándole con una atención que rayaba en lo descortés.

—Sé lo que está pensando —dijo Montalbano de repente. Mario apartó la mirada de su hija con preocupación, aunque el juguetero no había dejado de sonreír. Hizo un gesto con su brazo para abarcar todo el interior del taller—. Aquí es donde acaba la magia y empieza la ciencia. Me imagino que pasará algo parecido dentro de la trastienda de su juguetería.

—Más o menos —reconoció Mario. Metió las manos en los bolsillos de su chaqueta sin dejar de contemplar lo que había a su alrededor—. Aunque no puede decirse que estemos tan... adelantados como ustedes. Ca’ Corsini es un negocio pequeño. Siempre lo ha sido.

Había una pizca de resquemor en su voz que la señorita Montalbano sin duda debió de reconocer, porque siguió sin apartar sus lentes de Mario durante un rato tan largo que casi le dio la sensación de que su mirada quemaba. Montalbano no pareció darse cuenta.

—Está de suerte: he preparado café hace un momento. —Agarró una jarra humeante que había encima de la mesa y un par de tazas—. ¿Cómo lo quiere? —preguntó—. ¿Con leche?

—No, gracias. Siempre lo tomo solo. Me ayuda a mantenerme despierto por la noche.

—Conozco esa sensación —sonrió Montalbano. Cogió unas pinzas que había encima de la mesa para echar un par de azucarillos en cada taza—. Cuando tenía su edad también me parecía que dormir era una pérdida de tiempo. Había tantas creaciones bullendo en mi cabeza que no estaba dispuesto a desperdiciar ni un solo minuto fuera de mi taller. Y a veces sigue sucediéndome lo mismo, aunque ahora soy poco más que un anciano. No puedo permitirme permanecer más noches en vela y esperar que mis ojos se encuentren en plena forma a la mañana siguiente. —Le alargó a Mario su taza, de la que se elevaba un caprichoso penacho de humo—. Aunque le confesaré —siguió diciendo Montalbano en un tono más confidencial —que cuando creé a miss Jane Doe estuve tres noches seguidas sin dormir. No sé cómo conseguí implantarle su mecanismo parlante sin caer rendido al suelo. No me daba cuenta ni de lo que hacía con mis manos. Fue una auténtica pesadilla instalar su caja de resonancia, con todos esos resortes y esas pequeñas palancas que se...

—Necesito más bolas de plomo para los contrapesos —les cortó de repente la señorita Montalbano—. ¿Dónde las hemos dejado? ¿Siguen con las demás cosas sin desembalar?

Algo en su voz hizo pensar a Mario que aquella chica estaba deseando verle fuera de su taller. Parecía temer que su padre pudiera irse de la lengua en cualquier momento. Se llevó la taza de café a los labios tratando de poner la expresión más inocente del mundo.

—Pues ahora que lo dices... sí, creo que están en una de las cajas que hay debajo del mostrador —contestó Montalbano después de dudar unos segundos—. Ve a buscarlas, y de paso trae otro juego de destornilladores. Los míos se encuentran cada vez más mellados.

La señorita Montalbano se levantó de su silla sin decir una palabra, pasó junto a su padre, lanzándole una última mirada de advertencia a través de sus grandes lentes, y salió del taller en el mayor de los silencios. La oyeron trastear con las cuerdas que mantenían cerradas las cajas de cartón de la mudanza que aún no habían tenido tiempo de deshacer.

—Tiene que ser bastante lioso —dijo Mario después de unos minutos en los que ambos se limitaron a sorber su café— estar todo el rato arrastrando tanto equipaje de una ciudad a otra. Me dijeron que antes de instalarse en Venecia estuvieron viviendo en la Toscana.

—Al lado de la catedral de Florencia —asintió Montalbano, sonriendo—. En una de las callejuelas medievales que comunican con la piazza della Signoria. Fueron unos años inolvidables. Cinco, creo recordar... no, seis, fueron seis. Nos trasladamos allí en 1902.

—¿De manera que no son florentinos? —se extrañó Mario—. Qué curioso. Es la primera vez que los rumores de las ancianas de Santa Croce apuntan en la dirección equivocada.

—Hemos viajado tanto que a veces me cuesta recordar si tenemos raíces en alguna de las ciudades que visitamos. Antes de estar en Florencia nos dedicamos a deambular por buena parte del Lacio. En Roma pasamos casi tres años, en un local encantador que nos alquilaron al lado de la fontana di Trevi. Y antes, cuando mi hija todavía era una niña, estuvimos viviendo en Nápoles. Y antes de eso, en varios de los pueblecitos de la costa amalfitana. La marcha es lo que le da la vida a la gente. Estamos acostumbrados a esto.

Mario se esforzó por esconder una sonrisa de alivio dentro de su taza. Se le aligeró el corazón al comprender que no todo estaba perdido. No había nada que temer de un par de nómadas que seguramente se marcharían de Venecia cuando menos se lo esperaran.

—Me imagino que su hija estará encantada con la idea de recorrer el mundo —aventuró.

—Ah, ella es más bien... hogareña —contestó Montalbano tras un instante de vacilación que no le pasó desapercibido—. Nada le gusta más que quedarse trabajando conmigo en nuestro taller. Y yo se lo agradezco con toda mi alma. Ella es mi muñeca, la niña de mis ojos—. Se quedó callado mientras le observaba atentamente—. ¿Tiene usted hijas, Corsini?

—No, ninguna. Solamente una vecina de siete años a la que quiero como si fuese mía.

—La niña de Scandellari, el cristalero —adivinó Montalbano—. Vino a visitarnos con su hermana mayor cuando inauguramos la tienda. Una chica muy guapa, con unos enormes ojos castaños. Debe de ser un poco más joven que mi Silvana. A la pequeña le di una bolsa de caramelos antes de que se marchara. Es la criatura más adorable que he visto nunca.

Lo es, y además han hecho un buen trabajo con ella, pensó Mario mordiéndose los labios. Ahora Emilia no piensa más que en las muñecas que venden aquí. No tuvo la oportunidad de sonsacarle nada más porque un revuelo de plumas en la juguetería avisó a Montalbano de que alguien acababa de entrar. Desde el taller resultaba perfectamente audible el rechinar de las piezas metálicas que mantenían sujeto al ave fénix en la parte alta de la habitación. Montalbano colocó la taza encima de la mesa de trabajo de su hija.

—Deben de ser los hombres de los Wittmann. Con esta interesante conversación me había olvidado de que tenía que empaquetar a miss Jane Doe antes de que se la lleven al palacio... Si me disculpa, Corsini, serán solo unos minutos. En seguida estaré de vuelta.

Mario asintió con la cabeza y Montalbano se marchó de la habitación. Cuando por fin se encontró a solas no pudo reprimir un suspiro. Ahora sabía lo que sus competidores eran capaces de hacer, pero también sabía que no serían unos enemigos dignos de tener en cuenta porque en cualquier momento seguirían con su periplo por el norte del país. Y cuando se marcharan de Venecia nadie se acordaría de que los Montalbano demostraron ser mejores que los Corsini. Sería como si nunca hubieran puesto un pie en la ciudad.

De repente todo lo que había a su alrededor resultaba mucho más agradable, sin que hubiera una amenaza real en las cabezas de porcelana sin ojos que se alineaban sobre las estanterías. Mario tuvo que dejar de sonreír cuando escuchó el rumor de unos diminutos pies sobre la tarima. La señorita Montalbano había regresado al taller. Traía consigo las cajas que su padre le había ordenado que buscara. Fue a colocarlas encima de su mesa, y al verla de pie se dio cuenta de que apenas le sacaba unos centímetros de altura. Llevaba puesta una larga falda marrón que barría las virutas del suelo, una sencilla blusa blanca con botones de nácar y un ancho cinturón de cuero, también marrón, que ceñía su breve cintura y servía de sujeción a la bolsa de herramientas que colgaba de su cadera. En sus muñecas había una especie de brazales de cuero de los que sobresalían los mangos de unas herramientas tan diminutas como agujas de coser, pequeños útiles de relojería, sin lugar a dudas. Mario se quedó mirándola con disimulo mientras abría las cajas de cartón.

La señorita Montalbano le había dado la espalda, aunque de alguna manera debía de estar sintiendo su mirada posada en su nuca. Sacó un minúsculo cortaplumas de una de sus muñequeras, lo levantó hacia la ventana más cercana para examinar su filo y acto seguido se puso a rasgar el papel de embalaje. Su voz resultaba inexpresiva cuando dijo:

—¿Ha tenido tiempo suficiente para curiosear entre nuestras cosas? Ha sido un golpe de suerte para usted que los criados de Joseph Wittmann se presentaran de repente, ¿no?

Mario tardó un momento en reaccionar. Se había llevado la taza a los labios, aunque no pudo dar ni un sorbo. Ella no parecía esperar una respuesta; había empezado a hurgar dentro de la caja hasta dar con un estuche que contenía dos docenas de bolas de plomo.

—Me parece que no he entendido lo que me decía —contestó pasados unos segundos.

—Ah, yo diría que me ha entendido a las mil maravillas —replicó la muchacha. Volvió a meter el cortaplumas dentro de su muñequera—. No trate de hacerse el tonto conmigo.

—¿De hacerme...? —empezó a decir Mario sin comprender nada—. ¿De qué está hablando?

—¿Cree que no me doy cuenta de lo que planea? Se presenta en nuestra tienda con la intención de hacerse amigo de mi padre cuando todo el mundo en Santa Croce sabe que le considera su enemigo. ¿Realmente piensa que somos tan estúpidos como para creerle?

—Yo no he venido hasta aquí para... ¡no invente cosas! —exclamó Mario. Se le habían encendido las mejillas al comprender que aquella muchacha no estaba diciendo más que la verdad—. ¡Lo único que quería hacer era presentarle mis respetos a su padre!

—Bueno, pues ya lo ha hecho, así que puede marcharse cuanto antes. No conseguirá nada revoloteando a su alrededor para sonsacarle todo lo relacionado con esa muñeca de la que se ha quedado prendado. Debería aprender a disimular mejor. Es solo un consejo.

Mario entornó los ojos. Se acercó a la señorita Montalbano para dejar su taza junto a la de su padre, al lado de la hilera de pequeñas bolas de plomo que había ido sacando de su estuche. La superficie de la mesa estaba cubierta de papeles, fragmentos de madera a medio pulir y herramientas muy parecidas a las que tenían en Ca’ Corsini. Una mariposa dorada remontó el vuelo dentro de la campana, como si tratara de saludarle con sus alas.

—No sé qué es lo que le ha hecho tener tan mala opinión de mí —dijo Mario—, pero se equivoca en cuanto a mis intenciones. Le aseguro que esta tarde he venido en son de paz. —Ella le sostuvo la mirada con aquellas protuberancias bulbosas en las que las lentes de aumento convertían sus ojos—. Y he de admitir que me he llevado una grata sorpresa con su padre. No se parece en absoluto a lo que me había imaginado.

—¿No le parece un inventor maquiavélico que ha querido instalarse en Venecia con la única intención de hundir a los Corsini, los más reputados jugueteros de nuestro distrito?

Era bastante curioso que, pese a la ironía que escondían sus palabras, su tono de voz continuara siendo tan inexpresivo como el de una persona con la que estuviera hablando acerca del tiempo. La vio llevarse una mano a la cabeza para desabrochar las hebillas que mantenían el casquete de cuero en su sitio. Una melena interminable brotó de su interior, una cascada de cabello de un dorado oscuro que a Mario le hizo pensar de repente en los mosaicos que adornaban la entrada de San Marcos. No era lo que habitualmente se suele denominar «cabello de oro» en las mujeres, y que en muchas ocasiones se parece más al amarillo del trigo que al auténtico metal precioso que revestía la basílica, como si el rey Midas hubiera deslizado las palmas de sus manos por sus adornos de mármol blanco. La señorita Montalbano se pasó una mano por el pelo para apartárselo de la cara y entonces Mario pudo observarla por fin. La piel marfileña y los ojos azules le sentaban tan bien a la propietaria de aquella melena relumbrante, que por unos instantes se quedó sin aliento.

Andrea tenía que estar de broma. ¿Cómo podía afirmar que era «guapa»? ¿Simonetta le había embotado tanto los sentidos que ya no era capaz de reconocer la perfección?

—Sé que debe de pensar que somos un castigo del cielo —continuó la muchacha como si no se hubiera dado cuenta de su estupefacción—. Y en cierto modo tiene sentido que lo crea. Pero no puede pretender que nos quedemos de brazos cruzados simplemente por el hecho de que al otro lado del canal haya una juguetería como la nuestra. No es tanto una cuestión de supervivencia como de vocación. No vamos a dejar de trabajar por su culpa.

—No le he pedido en ningún momento que lo haga —le recordó Mario. Era curiosa la mezcla de emociones que aquella mujer le hacía sentir mientras hablaba con ella. Puede que fuera hermosa como un hada, pero tenía la lengua más afilada que había encontrado en alguien de su sexo, y a Mario nunca le había parecido atractivo algo así—. Pero estará de acuerdo conmigo en que su presencia... ha trastocado por completo la vida que hasta ahora llevábamos mi hermano y yo. Nunca habíamos tenido una competencia más feroz.

—Pero eso siempre resulta positivo para un inventor. La competencia es un estupendo estímulo a la hora de superarse a uno mismo. —Mientras decía esto, Silvana Montalbano cogió uno de los pequeños objetos que se amontonaban al lado de su torno—. Aunque le recomiendo que antes de planear una vendetta conozca a fondo la labor de su oponente.

Levantó las manos para arrojar hacia lo alto lo que tenía entre sus palmas. Lo único que pudo distinguir fue la textura de la madera antes de que ascendiera hacia las vigas que cruzaban el techo como si no pesara más que una hoja seca arrastrada por el aire. Y al cabo de unos segundos comenzó a descender, subió de nuevo, planeó unos instantes...

—¿Qué se supone que es eso? —preguntó Mario sin conseguir disimular su perplejidad.

—Mariposas voladoras —respondió la señorita Montalbano—. Pequeños divertimentos que me dedico a hacer en mis ratos libres. Parece que los niños venecianos las adoran...

No me extraña, pensó Mario con la boca abierta. La mariposa siguió revoloteando a su alrededor durante casi un minuto antes de posarse en sus manos. Lo hizo con una delicadeza parecida a la que podría emplear una flor para desprenderse de su rama. Muy despacio, casi como si temiera hacerle daño, la acercó más a su rostro. Cuatro láminas de madera de apenas un milímetro de grosor conformaban sus alas rematadas en punta.

—Es un diseño muy sencillo, realmente —continuó la señorita Montalbano—. Algo casi ridículo si lo compara con las creaciones de mi padre. Pero de momento se venden bien.

—No lo entiendo —murmuró Mario. Las piezas de madera eran tan delgadas como una hoja de papel, y el juguete no pesaba en sus dedos más de lo que lo haría un insecto—. No entiendo cómo pueden moverse sin que nadie les dé cuerda. ¡Ni siquiera tienen motores!

—Tampoco los tienen las mariposas de verdad —apuntó Silvana Montalbano—. Ni los pájaros, y aun así son capaces de volar. Esto no es mecánica, sino ciencia. Pura biología.

Mario le dio la vuelta cuidadosamente a la mariposa. Seguía batiendo sus alas entre sus manos como si un entomólogo acabara de capturarla con su red. Lo único metálico era la pequeña pieza que configuraba su abdomen, de la que surgían a ambos lados unos filamentos de cobre tan delgados que casi podrían pasar por cabellos. Esos minúsculos alambres eran los responsables de que sus alas se movieran igual que las de los insectos.

—Ya veo... Es su propia configuración la que las hace revolotear así. —Mario entornó los ojos para tratar de descifrar las palabras que Silvana Montalbano había garabateado en sus bocetos, junto a la campana con las mariposas vivas: «lúnulas», «ocelos», «franjas marginales, subapicales y dorsales»... Antes de que pudiera memorizar los esquemas, la chica se colocó delante para impedir que los viera—. No tiene que desconfiar de mí; tengo muy mala memoria visual —le advirtió Mario—. Así que es una cuestión... ¿aerodinámica?

Se dio cuenta en aquel preciso momento de que algo relucía encima de su escote: un pequeño reloj de oro, de caballero, que le colgaba del cuello. Era un adorno muy inusual en una muchacha. Las venecianas de su edad siempre solían llevar crucifijos o medallas con la Virgen o, cuando se arreglaban más de lo normal, colgantes de cristal de Murano.

—Aerodinámica, naturaleza... llámelo como más le guste —contestó ella—. No hay más magia en nuestra casa que la que pueda encontrar ahí fuera, en su mundo. Hasta un niño sería capaz de superar nuestras creaciones si realmente quisiera hacernos la competencia.

Acompañó estas palabras con una mirada tan significativa que Mario se puso rojo de rabia. Era evidente que Silvana Montalbano no le consideraba un enemigo a batir. No veía ninguna amenaza en Ca’ Corsiniporque sabía que ninguno de sus productos podría desbancar a los suyos. Al darse la vuelta comprobó que sus cabellos, de un rubio oscuro, llegaban por debajo de su cadera, y caían a plomo a lo largo de su espalda, lisos como una cascada de seda. Es tan hermosa como pagada de sí misma, pensó Mario con una pizca de despecho que no sabía muy bien a qué se debía. Aunque no es extraño siendo la hija de Montalbano. ¡Yo también sería un creído si supiera hacer lo que hacen ellos!.

Volvió a concentrarse en la mariposa que sostenía entre sus dedos, que por fin había dejado de agitarse. Lentamente, levantó las manos como le había visto hacer a ella. Las alas se pusieron en movimiento en cuanto dejaron de rozar su piel. Alzó el vuelo ante los ojos maravillados de Mario, dio unas cuantas vueltas por la habitación, subiendo y bajando caprichosamente, y acabó posándose sobre el hombro de Montalbano cuando se disponía a cerrar la puerta después de entrar en el taller. Los criados de los Wittmann se habían llevado a miss Jane Doe al palacio del Gran Canal que se convertiría en su hogar.

—¿Ha visto? —le dijo a Mario, sujetando la mariposa con las puntas de los dedos—. Es increíble, ¿verdad? Fue idea de mi Silvana. Es toda una artista. Vino un día a verme con unos diseños que se le habían ocurrido mientras veía revolotear las mariposas a través de la ventana de su cuarto en Florencia. Por aquel entonces no eran más que un montón de anotaciones, pero me di cuenta en seguida del potencial que tenían. Igual que mi pequeña.

La señorita Montalbano parecía incómoda de repente. Se dejó caer de nuevo sobre su silla, y regresó a su torno mecánico y sus planchas de madera sin decir nada. Pese a que su semblante no revelaba ninguna emoción Mario hubiera jurado que se sentía abochornada.

—He pensado que podríamos aprovechar este buen tiempo para salir a dar una vuelta por el barrio —continuó Montalbano. Mario se volvió hacia él, sorprendido—. Deje que le invite a tomar algo en una taberna de la que me hablaron ayer mismo. Me han dicho que se trata de un sitio muy agradable. Me hará bien respirar aire fresco durante un rato.

También la señorita Montalbano pareció quedarse de piedra. Su mirada de color azul se apartó de Mario para posarse en su padre, y después regresó a Mario, que sonrió ante su desconcierto. Aquella chica estaba pidiendo a gritos que alguien la pusiera en su sitio.

—¿Me dará permiso su hija para acaparar su atención durante un par de horas? —dijo con una candidez que no consiguió engañarla—. Le prometo que regresará sano y salvo. Y que no trataré de sonsacarle ninguno de sus secretos profesionales con una copa de vino.

Montalbano se rio de buena gana. Su hija entornó los ojos con una desconfianza tan palpable que Mario no pudo impedir que su sarcástica sonrisa se acentuara un poco más.

—Vámonos, pues. No me prepares nada para cenar, Silvana. Y no te preocupes por los clientes que puedan aparecer. —Echó un vistazo al reloj que había en una pared—. Dentro de un cuarto de hora podrás cerrar la juguetería para que nadie más venga a molestarte.

Recogió del único perchero que había en el taller una larga levita gris cuyos faldones rematados en punta rozaban las tablas del suelo. Besó a su hija en la mejilla, le recolocó unos cabellos sueltos mientras susurraba algo que Mario no pudo escuchar y agarró a su vecino por el hombro para guiarlo hasta la puerta. Antes de abandonar el taller se dio la vuelta para despedirse de la muchacha con una inclinación de cabeza. Ella no respondió a su gesto. Parecía pequeña y vulnerable de repente, una niña grande en medio de unos juguetes que sabía que nunca le pertenecerían. Aunque no le dijo nada, aunque no llegó a separar los labios, a Mario le dio la sensación de que Silvana Montalbano se sentía tan encerrada como las mariposas que revoloteaban en la campana de cristal que había a su lado, dando vueltas sin cesar de un lado a otro sin conseguir encontrar una vía de escape.

CAPÍTULO IV

Mario no regresó a su casa hasta que la noche se hallaba bastante avanzada. Estuvo bebiendo con Montalbano en una de las tabernas de la cercana plaza de San Rocco, al lado de la iglesia del mismo nombre. Durante casi tres horas, mientras paladeaban unas espumosas copas de prosecco, el hombre al que seguía considerando su máximo rival se embarcó en unas disquisiciones interminables sobre los prodigios de la mecánica que se habían dado a conocer en la Feria Mundial de los Estados Unidos y en las Exposiciones Universales a las que había acudido en París, Londres y Edimburgo. Habló de los dirigibles construidos por pioneros como Giffard y Dupuy de Lôme, de las luminarias fluorescentes de Nikola Tesla, de las proyecciones cinematográficas de los Lumière y de un curioso autómata, conocido como El Turco, que en el siglo xviii había traído de cabeza a toda Europa por ser capaz de ganar al ajedrez a cualquier persona que quisiera retarle. Habló de la transmisión de ondas de radio a través del Atlántico llevada a cabo por Marconi con una emoción que hacía pensar que su creador era, como mínimo, primo hermano suyo. Le relucían los ojos a medida que apuraba el vino, aunque no mostró en ningún momento signos de ebriedad. Saltaba a la vista que se sentía complacido de tener a alguien con quien poder hablar de lo que más amaba en el mundo aparte de su Silvana.

A Mario no se le daba tan bien disimular como a su hermano pequeño. Varias veces trató de desviar la conversación hacia la señorita Montalbano, ansioso por averiguar qué había encontrado de sospechoso en su manera de comportarse; pero cuando esto sucedía su interlocutor se limitaba a sonreír en silencio. Su hija era sagrada para él, y de las cosas sagradas no se podía hablar tan alegremente como de las polémicas patentes de Tesla y Marconi. Lo único que consiguió sonsacarle fue que su madre había fallecido muchos años antes y que en aquellos momentos no tenían a nadie más en el mundo. No era una perspectiva muy alentadora para los numerosos pretendientes que según Andrea le habían salido en Santa Croce desde el instante en que ambos desembarcaron ante su nueva casa.

Realmente tendría que haber disfrutado mucho más de aquel encuentro. Montalbano era un pozo de sabiduría y poseía los modales de un perfecto caballero aderezados con el entusiasmo propio de un científico loco, pero Mario no conseguía apartar de sí la idea de que aquella misma genialidad acabaría conduciéndolos a la ruina. Había demasiados prodigios madurando dentro de su cabeza, demasiadas creaciones maravillosas luchando por salir de los dedos que estrecharon afablemente los suyos cuando se despidieron en el puente que comunicaba las dos orillas del rio del Gaffaro. Mientras lo veía avanzar bajo los balcones de piedra, tarareando para sí mismo, casi esperaba que Silvana Montalbano apareciera en una de las ventanas para arrojarle a su padre su cabellera recogida en una trenza. La idea de aquella princesa de cuento de hadas encerrada en una torre le habría resultado de lo más romántica de no haber sabido el mal carácter que tenía la muchacha.

—¿Qué crees que hará todo el día ahí metida? —preguntó Andrea dos semanas después.

Mario levantó la vista del tiovivo que estaba reparando, sorprendido al comprobar que por una vez los pensamientos de su hermano seguían la misma línea que los suyos. Apartó hacia atrás su silla para reunirse con él. Andrea se había atrincherado detrás de las cortinas del comedor y observaba cómo Silvana Montalbano, acodada en el balcón de la casa de enfrente, alimentaba con migas de pan a las palomas de la fondamenta Gaffaro.

Parecía perdida en su propio mundo interior. Sus ojos no se movían mientras las aves pasaban volando por delante de la fachada, rozándole casi la cara con sus alas. Se había anudado un batín de color crema encima de un camisón de encaje de aspecto vaporoso.

—Nunca sale a la calle —susurró Andrea, de lo más intrigado—. Simonetta y sus amigas piensan que es un bicho raro. No la han visto comprar ropa ni comida en el mercado...

La señorita Montalbano sacudió las manos para limpiarse las últimas migas de pan. Los rayos de sol que se abrían camino entre las nubes arrancaban destellos dorados a la esfera del reloj que le colgaba del cuello, bailoteando con cada uno de sus movimientos.

—Deja de mirarla así —contestó Mario de malos modos—. Parece que la vas a comértela.

Andrea negó con la cabeza mientras la veían desaparecer detrás de las cortinas.

—No es... normal. No es como Simonetta —le aseguró—. Puede que las vecinas tengan razón y se encuentre muy enferma. Eso explicaría por qué ni siquiera la hemos visto esta mañana en la iglesia. ¿Qué clase de muchacha se encerraría voluntariamente en su casa?

—Que tú no lo hayas hecho hasta ahora no significa nada —le recordó Mario con una pizca de rencor—. Siempre has sido un bala perdida. Y las mujeres no se comportan así...

—¿Qué clase de muchacha se resistiría a hacer amigas de su edad? —insistió Andrea como si no le hubiera escuchado—. ¿Sabías que Antonella y su hermana se presentaron anteayer en su tienda? Querían invitarla a dar un paseo hasta Rialto con ellas. Pero Montalbano no las dejó pasar de la puerta. Dijo que a su hija le dolía la cabeza y no se encontraba en condiciones de salir, ni siquiera de levantarse de la cama durante un rato.

—A lo mejor era verdad —comentó Mario, aunque albergaba ciertas dudas al respecto.

—De eso nada —replicó Andrea—. Antonella volvió a pasar por la fondamenta Gaffaro al regresar a su casa y pudo verla a través de una de las ventanas del entresuelo. Estaba en su taller, trabajando con sus mecanismos, como siempre. Y tan fresca como una rosa.

Mario no supo qué decir. Se acercó de nuevo a la mesa del comedor, cogiendo un pincel para acabar de repintar las bridas de los corceles de un reluciente color morado.

—Me da mucha pena —suspiró su hermano—. Debe de estar completamente chiflada si la única cosa que le interesa a su edad es la relojería. Por eso me parece perfecta para ti.

—¿Qué demonios significa eso? —protestó Mario dejando el pincel—. Mi mundo no se reduce solamente a la relojería. Lo que pasa es que me tomo muy en serio mi trabajo.

—Igual que la señorita Montalbano, por lo que tenemos entendido. —Andrea no trató de reprimir una pícara sonrisa—. Sabes que estoy diciendo la verdad. Vuestros engranajes encajarían de maravilla. Sería la erótica de la mecánica llevada a su máxima expresión...

A Mario le temblaba tanto el pincel en la mano que no pudo evitar que en la cabeza de uno de los caballos apareciera un grueso lagrimón morado. No se atrevió a llevarle la contraria a su hermano, no obstante; tal vez porque aquella misma idea había rondado por su mente en repetidas ocasiones desde que visitó por primera vez La Grotta della Fenice.

—¿Crees que debería cruzar el canal para tratar de arreglar nuestras diferencias?

—Si me lo preguntas es que estás deseando que te diga que sí —aseguró Andrea, y le dio un tirón a las cortinas para cerrarlas—. Te mueres por volver a hablar con ella, ¿no?

—No estoy seguro —reconoció Mario a media voz—. No es solamente por lo que estás pensando —añadió ante la mirada de sorna de su hermano—. A mí tampoco me gusta.

—Es que la pobre es espantosa, ¿verdad? ¡La chica menos agraciada que has visto!

Su tono de voz resultaba tan compasivo que hasta Mario tuvo que sonreír.

—Es bastante impresionante —le concedió— sobre todo cuando la ves de cerca.

—Entonces déjate caer por su taller. Invéntate cualquier excusa para hablar con ella. Dile que necesitas que te preste una de las herramientas de Montalbano... no, eso no, no podemos dejar que piense que la quieres solamente para obtener información de primera mano sobre lo que están haciendo. —Andrea se rascó pensativamente el mentón—. No hay nada que moleste más a las chicas que sentirse utilizadas. Tienes que hacerle creer que no puedes dejar de pensar en ella. Ya tendrás tiempo para ramos de rosas y citas secretas...

—Me parece que me hago una idea de cómo funciona el ritual de cortejo en el mundo contemporáneo, muchísimas gracias —replicó Mario, malhumorado—. Y deja de inventar amoríos que no existen. No he dicho que quisiera a esa chica. Simplemente me apetece charlar un rato con ella de manera civilizada para quitarle de la cabeza la idea de que soy un patán con complejo persecutorio. Se trata de una cuestión puramente... hospitalaria...

La cara de Andrea era un auténtico poema. Mario prefirió abandonar sobre la mesa las piezas del tiovivo y marcharse de la habitación antes que darle la oportunidad de que siguiera riéndose a su costa. Sabía que lo que proponía su hermano era una locura. Él no tenía tiempo para semejante tontería, y la señorita Montalbano tampoco. No conseguiría sacar adelante el negocio de sus padres soñando todo el tiempo con una cabellera dorada y unos ojos de espuma de mar. Se refugió en su taller como siempre hacía, sentándose sobre el borde de la mesa mientras hundía la cara en sus manos, callosas y cuarteadas de tanto trabajar. Lo peor no era soportar las burlas de Andrea y las risas de Simonetta si se le ocurría contárselo todo; lo peor, y eso era lo que más desdichado le hacía sentirse, era comprender que no tardaría más que unos días en hacer lo que se había jurado no hacer.

***

Tardó menos de veinticuatro horas. Era un auténtico récord, teniendo en cuenta que cada vez que se abría la puerta de Ca’ Corsini apartaba la vista de lo que se traía entre manos para comprobar si Montalbano había decidido devolverle la visita llevando a su enfermiza Silvana del brazo. Pero los Montalbano no parecían abandonar sus dominios más frecuentemente de lo que lo hacía el propio Mario. Debían de estar tan atareados con los encargos que les llegaban de los seis distritos de Venecia que no tenían tiempo para nada más. Finalmente, aprovechando que Andrea había anunciado que se quedaría en la juguetería con las hijas de Scandellari, Mario decidió dar un paso adelante. Anunció que permanecería fuera de casa hasta la hora de cenar, se marchó de Ca’ Corsini antes de que su hermano pudiera preguntarle nada, cruzó con la mayor seguridad que pudo atesorar el ponte Marcello y se detuvo a la puerta de LaGrotta della Fenice. Esta vez no escuchó voces en su interior, lo que le pareció un buen comienzo. Armándose de valor, empujó la puerta de la juguetería con la sensación de que estaba a punto de cruzar una frontera.

—¿Hola? —preguntó con algo de inseguridad, esquivando como pudo al enorme ave fénix cuando volvió a abalanzarse sobre él—. ¿Hay alguien ahí? —continuó—. ¿Montalbano?

Le sorprendió que nadie hubiera oído su voz, ni los fuertes graznidos del autómata al descender en picado desde su nido. Las siniestras muñecas mecánicas le miraron desde sus respectivas mesas; la cabeza de la cortesana del siglo xviii dio una vuelta completa sobre sí misma para dedicarle la sonrisa más maligna de su repertorio. No pudo dejar de sospechar que alguno de aquellos artefactos se imaginaba lo que estaba tramando. Y no era una idea agradable, no con todas aquellas pupilas clavadas en su persona. Mario reprimió un escalofrío mientras se acercaba sigilosamente al taller. Alguien había dejado la puerta un poco entornada. Al empujarla en silencio descubrió a Silvana Montalbano en el extremo opuesto de la habitación, sentada junto a su mesa de trabajo, con su bella cabeza descansando sobre su mano derecha y la vista clavada en el libro que sostenía en su regazo. A su lado, encima de la mesa, había diversos materiales que Mario identificó de inmediato como los componentes de un caleidoscopio: un tubo de cartón, tres espejos alargados de forma rectangular y un pequeño montón de abalorios de brillantes colores.

La muchacha no parecía darse cuenta de que alguien acababa de detenerse junto a la puerta. De hecho, no parecía darse cuenta de nada; sus ojos recorrían a toda velocidad las líneas del relato con una atención desmedida que desconcertó un poco a Mario. Era como si pudiera sentir en su carne cada una de las palabras que paladeaba. Nunca antes la había visto tan viva, tan pendiente de algo ajeno a su trabajo... ni tan apesadumbrada.

Era extraño que una novela consiguiera suscitarle tantas emociones a una persona a la que todo el mundo tenía por inexpresiva. La frialdad de sus ojos desaparecía mientras leía; la luz del sol que entraba por la ventana situada a su izquierda daba de lleno sobre su rostro haciendo que sus iris azules resultaran casi transparentes, como si la claridad los atravesara en lugar de reflejarse en ellos. Mario decidió demorarse durante un rato para admirarla a sus anchas. La vez anterior había comprobado que era hermosa, pero no se trataba más que de una apreciación general; ahora podía contemplar muchos detalles de su rostro que había pasado por alto. No se había dado cuenta de la manera en que se le curvaban los párpados al alcanzar sus lagrimales, como lo harían los de una cierva, ni de la delicada barbilla puntiaguda que remataba el óvalo de su cara; tampoco había visto lo alargado que era su cuello ni cómo su cabeza parecía balancearse sobre sus hombros como si no fuera capaz de resistir la tormenta de pensamientos que se arremolinaban en su interior. Era hermosa, pero era imperfecta porque apenas había vida en sus rasgos. Un pintor podría haber capturado toda su belleza en un retrato titulado Naturaleza muerta.

Acudió a la mente de Mario una frase que Andrea le había leído en voz alta un par de años antes: «Nadie había pensado cuánta lava ardiente, furiosa y profunda hierve bajo la nevada frente del Etna». Era de un autor francés, aunque no recordaba su nombre. Antes de que pudiera reaccionar, Silvana pasó una página de su novela y, al hacerlo, al separar por un segundo sus ojos de las letras impresas, captó de reojo la mancha oscura que era Mario en el límite de su campo visual. Se enderezó de inmediato en su silla, cerrando la novela entre sus manos como si acabaran de sorprenderla cometiendo un acto delictivo.

—Lo siento —se apresuró a disculparse el joven, señalando con el pulgar por encima de su hombro en dirección a la tienda—. La puerta estaba entornada, y pensé que podría...

—No debería irrumpir tan alegremente en el sancta sanctorum de los demás —replicó Silvana en un tono tan cortante como una navaja. Sus dedos aferraban las tapas del libro fuertemente—. Mi padre no se encuentra aquí —siguió diciendo—. ¿Quería hablar con él?

Realmente querría hablar contigo durante el resto de mi existencia, reconoció Mario para sí. Querría comprender lo que piensas, lo que sientes. Querría saber por qué una novela consigue interesarte más que la vida real. En lugar de eso se conformó con decir:

—Venía a pedirle un favor, pero puedo esperar a que regrese. ¿Se ha ido de Venecia?

—No —contestó Silvana apartando un mechón de pelo de su cara—. En realidad, sí —se corrigió a sí misma—. Sigue en Venecia, aunque no en la ciudad. Se ha marchado hace un rato al cementerio de San Michele para asistir al entierro de la hija de Joseph Wittmann.

Mario se había acercado a la mesa para coger uno de los abalorios entre su índice y su pulgar, pero se quedó completamente quieto al escucharla. La miró con perplejidad.

—¿Se está refiriendo a Edelweiss Wittmann... la hija del embajador austríaco...?

—La misma. La que fue una de sus mejores clientas antes de descubrir nuestra gama de productos —apostilló Silvana—. Una decisión que nadie se atrevería a echarle en cara.

—¡No me lo puedo creer! ¡Si no tenía más que ocho años! ¿Qué le ha sucedido?

—De eso no tengo la menor idea. Puede haber sido cualquier cosa. Un resfriado, un trastorno estomacal... Aunque la verdad es que no parecía encontrarse enferma cuando la vimos por última vez. Era una niña pálida, pero por lo visto su madre también lo es...

—No me lo puedo creer —volvió a decir Mario. Dejó caer el abalorio sobre el pequeño montón que reposaba al lado del codo que Silvana mantenía apoyado en la mesa—. Esto me ha descolocado por completo. —Sacudió la cabeza—. No hemos escuchado nada al respecto, ni mis vecinos ni yo. Me imagino que mantendrán una relación muy estrecha con los Wittmann si los avisaron en persona de lo que le ha pasado a su única heredera.

—«Manteníamos» me parece un término más correcto —precisó Silvana—. Ahora que Edelweiss ha muerto no creo que recibamos muchos más encargos de sus pobres padres.

Mario se había quedado completamente confundido. Tenía que contárselo a Andrea cuando regresara a casa. Nadie hubiera dicho que Edelweiss Wittmann, a la que todo el personal de su palacio mantenía entre algodones, pudiera abandonar el mundo con tanta rapidez como los pequeños mendigos que agonizaban cada noche bajo los puentes de la ciudad. ¿De qué habían servido todos los caprichos que le habían dado sus padres? Y todos los juguetes que encargaron para ella, primero en Ca’ Corsini, y luego en La Grotta della Fenice, ¿serían relegados a algún rincón oscuro en un trastero, del que nadie los sacaría?

—Me imagino que lo que quería decirle a mi padre no tendrá nada que ver con la tasa de mortalidad de nuestra clientela —adivinó Silvana. No se había perdido ni una sola de las expresiones que se pasearon en un momento por el semblante de Mario—. ¿Qué es eso tan importante que debía consultar con él? ¿Tiene algo que ver con su última visita?

Mario tardó un momento en regresar al mundo real, y cuando lo hizo se dio cuenta de que no tenía ninguna excusa preparada. No se había acordado de que debía justificar de algún modo su presencia allí. La muerte de Edelweiss había trastocado todos sus planes.

—Sí... Venía a pedirle que me... que me... —Entonces la primera sugerencia de Andrea regresó a su memoria como si estuviera susurrándoselo un apuntador—. Querría saber si podría prestarme una herramienta —declaró—. Un calibrador... para llaves de relojería.

Ella enarcó una ceja. Al tenerla tan cerca pudo ver que era tan rubia como su pelo.

—No he visto en mi vida mayor desfachatez que la suya —le respondió, mirándole de arriba abajo—. ¿De manera que primero nos acusa de estar haciéndoles la competencia a su hermano y a usted... una competencia desleal, vergonzosa... y días más tarde, cuando necesita nuestra ayuda, regresa aquí como si fuésemos los mejores amigos del mundo?

—No estoy tratando de aprovecharme de su generosidad —se defendió Mario. Aquella chica tenía el raro don de sacarle de sus casillas. Casi hacía que se le olvidara lo hermosa que era por culpa de su insolencia—. Si quiere que sea sincero, lo que me ha traído hasta su juguetería era el deseo de reconciliarme con usted. Sé que no empezamos con buen pie, pero viendo cómo se ha puesto conmigo no me extraña que sea así. Debería ser más amable con las personas que la rodean. Hasta usted podría llegar a necesitarlas algún día.

Silvana se quedó mirándole con su libro todavía en la mano. Aunque no movió ni un músculo, a Mario le pareció ver aletear una chispa de ira en lo más profundo de sus ojos.

—Es demasiado joven para ser tan desconfiada —siguió diciendo a modo de disculpa. Se había dado perfecta cuenta de lo mucho que le habían dolido sus palabras, pese a su inexpresividad—. Y demasiado bonita. No le sienta nada bien una actitud tan desdeñosa.

—Deje esos jueguecitos para sus vecinas, Corsini. Conmigo no le servirán de nada.

—Usted también es mi vecina. Vamos a tener que convivir a menos de quince metros de distancia mientras permanezcan en Venecia. No le veo sentido a que nos arrojemos los trastos a la cabeza cada vez que nos veamos, sin que exista un motivo real para ello.

—Ah, ya veo detrás de lo que anda... Déjeme entonces que le aclare un par de cosas.

Soltó el libro tan bruscamente encima de la mesa que unos cuantos abalorios de colores rodaron hasta el suelo, deteniéndose al lado de sus zapatos. Mario acertó a distinguir la parte del título que no ocultaba su mano, ...nstein, cuando Silvana se levantó de la silla.

—En primer lugar, no soy tan joven —declaró—. Tengo veintitrés años y medio, lo que me convierte automáticamente en una solterona según la opinión general de los demás vecinos de Santa Croce, para los que lo más normal parece ser comprometerse nada más empezar a perder los dientes de leche. Y en segundo lugar —continuó sin hacer el menor caso a Mario, que se disponía a rebatir aquel argumento —no le recomiendo que pierda parte de su precioso tiempo tratando de sonsacarme la fecha en la que nos marcharemos de la ciudad. Cuando dejemos Venecia lo averiguará por usted mismo, y no a través de mí.

A esto siguió un largo silencio en el que no hicieron más que mirarse, ella desafiante como una amazona de la Antigüedad, él esforzándose para que su expresión no revelara lo mucho que le había angustiado escucharla hablar de su partida. Ya no le emocionaba tanto la idea de que cualquier día pudiera despertarse con la noticia de que se habían ido.

Estaba a punto de hablar cuando un nuevo graznido del ave fénix resonó en medio de la quietud del taller. Hubo risas y exclamaciones cuando el autómata revoloteó sobre las cabezas de dos niñas a las que Mario logró entrever por la rendija de la puerta. Iban ataviadas con la misma ropa: vestido de terciopelo azul marino cubierto por un coqueto delantal y una pechera almidonados y zapatos de charol relucientes. Se quedaron de pie en medio de la juguetería como Adán y Eva contemplando por primera vez un Paraíso creado únicamente para su disfrute. Detrás de las niñas entraron sus padres, y la mujer no pudo ahogar una nueva exclamación de asombro mientras se acercaba a las muñecas.

—Tengo que atender a mis clientes —le comunicó Silvana, algo incómoda. Procedió a recolocarse las mangas de su blusa blanca con botoncitos de nácar para que le cubrieran las muñequeras de cuero—. Puede esperarme aquí, si realmente no tiene nada mejor que hacer que soportar mi actitud desdeñosa. No quiero que nadie sepa que le he dejado pasar.

Abandonó el taller acompañada por el susurro que hacía su falda marrón al rozar las virutas diseminadas por la estancia, como tirabuzones recién arrancados de la cabeza de una mujer. Aunque entornó la puerta al salir, Mario consiguió escuchar su conversación.

—Veníamos buscando unos caballos de cartón —explicó la madre de las niñas—. No de los que se balancean adelante y atrás, esos se encuentran en cualquier tienda... Nos han contado que acaban de comercializar unos modelos que son capaces de andar al paso...

Mario se apretó con los dedos el puente roto de su nariz. Ya no le quedaba nada más por escuchar. Andrea se partiría de risa cuando le contara que en unos cuantos meses no fabricarían más caballos de cartón en Ca’ Corsini. Sería una pérdida de tiempo y dinero.

—Se nos han acabado —oyó que contestaba Silvana. Una de las pequeñas profirió un gritito de rabia que se transformó en uno de gozo cuando siguió diciendo—: Pero ahora tenemos un modelo más interesante. Uno que no se limita a caminar, sino que además relincha y mueve la cabeza cuando le acercan un terrón de azúcar. —Le llegó de nuevo el sonido que hacía su ropa al salir de detrás del mostrador—. Se lo enseñaré ahora mismo.

Mario dio un cauteloso paso hacia la puerta. A través de la rendija pudo vislumbrar a Silvana arrodillada en el suelo, con su falda desplegada a su alrededor, tirando de una de las enormes cajas de embalaje que Montalbano y ella habían colocado contra la pared de la tienda. Volvió a apartar con una mano el pelo que le caía por la cara, y Mario sintió una dolorosa punzada en su corazón al recordar que aquellos labios nunca le sonreirían.

La madre y las dos niñas se habían inclinado sobre su hombro con interés mientras el padre permanecía de pie con los brazos cruzados detrás de la espalda. Mario retrocedió hasta la mesa de trabajo de Silvana. Al apoyar una mano sobre su superficie, en el único hueco que encontró entre los abalorios y los espejos fragmentados, se fijó en el título de la novela que había estado leyendo a escondidas: Frankenstein o el moderno Prometeo. Le sorprendió comprobar la cantidad de señales que había ido dejando, pequeñas tiras de papel con las que debía de haber marcado los capítulos que más la habían impresionado.

Pasó los dedos por su manoseada cubierta, y estaba a punto de cogerla cuando se dio cuenta de que debajo de la novela había un pequeño montón de cuadernos manuscritos. Todos tenían tapas de cuero negro, menos el último; era tan pequeño que podría caber en un bolsillo. Sobre el cartón descolorido había garabateada una única letra: la M. A Mario se le aceleró la respiración al pasar las páginas, primero con simple curiosidad, y luego con un presentimiento cada vez mayor al descubrir que no había ni una palabra escrita en su interior. Lo único que contenía aquel cuaderno era un repertorio de diagramas y de esquemas tan abstrusos que le llevó un momento comprender a qué se referían. Lo logró al descubrir en una de las últimas páginas un esquema anatómico de una niña en la que reconoció de inmediato la clase de autómata parlante a la que pertenecía miss Jane Doe.

Se le escapó un jadeo de incredulidad. Los dedos le temblaban mientras pasaba tan rápidamente las páginas que en más de una ocasión estuvo a punto de arrancarlas. Aquel descubrimiento lo había conmocionado tanto que no escuchó los pasos de Silvana hasta que cerró a sus espaldas la puerta del taller. De las niñas y sus padres no había ni rastro.

—Al final se han llevado dos caballos de cartón y un rompecabezas de los cuentos de Andersen —venía diciendo. No sonreía, pero parecía muy ufana—. Mi padre se alegrará cuando se lo cuente. Aunque tendremos que pasarnos toda la noche construyendo más...

Mario escondió tras su espalda la mano con la que sostenía el cuaderno. Le latía con fuerza el corazón mientras una arriesgada idea comenzaba a cobrar forma en su cabeza.

—Antes de que me echara en cara mi mal carácter había dicho que necesitaba que le prestara una herramienta —prosiguió Silvana. Era evidente que se sentía un poco culpable por el modo tan hiriente en que le había hablado antes—. Pero me he olvidado de cuál era.

—Se trata de un calibrador de llaves. Un aparato que sirve para tomar medidas a las...

—Sé perfectamente lo que es un calibrador, Corsini. Hace un par de meses diseñé un modelo que incluía dos diámetros más de lo habitual. Espere un momento, se lo buscaré entre nuestras cosas. —Abrió las puertas de uno de los altísimos armarios que había en el taller—. ¡Siempre y cuando se comprometa a no copiármelo en cuanto regrese a su casa!

Mario le dio su palabra de caballero, aunque se le encogió un poco el estómago al deslizar el cuaderno de Montalbano dentro del bolsillo interior de su chaqueta. Se sintió la persona más miserable del mundo por hacer algo semejante cuando la muchacha por fin parecía estar dispuesta a confiar en él. O por lo menos a enterrar el hacha de guerra.

—Tiene que estar por aquí —murmuró Silvana entre dientes. Se puso de puntillas para pasar el dedo por las herramientas alineadas sobre la estantería superior—. Bruñidores, brocas, buriles... estuches para los escariadores y las fresas... prensas para los cristales...

Bien pensado, lo que se traía entre manos no tenía por qué ser considerado un crimen. Podría devolver el cuaderno a la mañana siguiente, cuando volviera a visitar a Silvana, y nadie se enteraría de lo que había hecho. Eso le ayudó a sentirse mejor consigo mismo.

—Un torno de mesa, unos alicates... Aquí está. —Silvana se estiró para alcanzar lo que parecía ser un prisma de madera pulimentada del que sobresalía una docena de pequeños cilindros metálicos de diferente altura y grosor—. Es una de mis invenciones preferidas.

Cerró las puertas del armario antes de darse la vuelta con la herramienta en la mano.

—Cuídelo bien —advirtió en un tono que no admitía réplicas—. Y devuélvamelo pronto.

—Mañana por la mañana —le prometió Mario—. Así le daré la oportunidad de que siga afilándose las uñas conmigo como ha hecho hasta ahora. Sé que en el fondo le encanta.

Al recoger el calibrador, sus dedos entraron en contacto con los de Silvana, como por descuido, aunque aquel roce acabó prolongándose más de lo que los dos esperaban. Al mirarla a los ojos comprobó lo cerca que se encontraban y lo sobrenaturalmente claros que parecían sus iris en comparación con las pupilas que la sorpresa acababa de dilatar.

Fue Silvana la primera que apartó su mano. Escondió los dedos entre los pliegues de su falda como si quisiera asegurarse de que no volvería a tocarla. Mario respiró hondo.

—Sé que estoy pidiendo demasiado, pero... ¿no podríamos despedirnos como amigos?

Esta vez no se trataba de ningún plan, no obedecía a ninguna estrategia destinada a sonsacarle más secretos. Había hablado con el corazón en la mano. Quería más de ella.

—¿Amigos? —Una leve línea había aparecido entre las cejas de Silvana.— No he hecho amigos en toda mi vida, y no veo por qué usted debería ser una excepción. Además yo...

Los dedos de Mario agarraron de nuevo los suyos, esta vez sin que mediara ningún calibrador entre ellos. No había imaginado que su piel pudiera ser tan suave... ni tan fría.

—No depende... de mí —añadió la muchacha en voz muy baja. Apartó la mirada—. Hace muchos años que dejó de depender de mí. No me conviene tener a nadie a mi alrededor.

Forcejeó suavemente para soltarse, y Mario tuvo que dejarla marchar. La siguió de mala gana hasta la puerta de La Grotta della Fenice, que Silvana abrió para él en un claro gesto de despedida. Al hacerlo se le movió el colgante que llevaba en torno al cuello, con el reloj que le había llamado tanto la atención cuando la vio por primera vez. Aunque en esta ocasión reparó en un detalle que había pasado por alto. Las agujas no se movían. La hora que marcaban no se correspondía con la que Mario sabía que debía ser, a juzgar por las últimas campanadas procedentes de San Rocco. Marcaban las seis menos veinte... la misma hora que la tarde anterior, la misma hora que no era real, congelada para siempre.

—Gracias por su visita, Corsini. Ahora, si me disculpa... tengo mucho trabajo pendiente.

Desapareció dentro de su taller sin añadir ni una palabra más. A Mario le llevó unos segundos procesar lo que había pasado, aunque cuando salió a la fondamenta Gaffaro, a la corriente de aire helado procedente de la laguna, le dio la sensación de que Silvana no estaba molesta con él, sino consigo misma. El roce de su piel, de alguna manera, había removido sentimientos a los que no le apetecía tener que plantar cara. ¿Cuánto tiempo habría pasado desde que le hubiera tocado las manos una persona distinta de Montalbano?

CAPÍTULO V

Sabía que no podía regresar tan pronto a Ca’ Corsini. Andrea le interrogaría acerca de su encuentro con Silvana, Simonetta le presionaría para que les diera más detalles y en cualquier momento, en cuanto descubriera lo que había hecho, la propia Silvana se presentaría en su taller exigiendo que le devolviese el cuaderno de su padre. Y entonces no sabría cómo explicar delante de su hermano y de su vecina lo que había ocurrido. Lo más prudente sería alejarse de Santa Croce hasta que la vela apagada del dormitorio de Silvana le indicara que la muchacha se había metido en la cama sin sospechar nada raro.

Las palabras «Silvana» y «cama» en una misma frase no contribuían a que la cabeza de Mario se despejara mucho más. No estaba dispuesto a reconocerlo, pero la sangre le ardía como si las brujas de Macbeth le hubieran dado a beber una de sus pócimas. La deseaba precisamente porque sabía que nunca podría tenerla. Aquella estatua de sal no sería para él. Ni para nadie, pensó con cierta amargura, metiendo las manos dentro de los bolsillos de su chaqueta mientras se encaminaba hacia el puente de Rialto. Nada de lo que le ofrezca un hombre puede interesarle. No necesita más que sus mecanismos, sus novelas y su padre para ser feliz. O para tratar de convencerse a sí misma de que lo es...

Rialto estaba atestado de turistas. La diadema de piedra del puente parecía a punto de derrumbarse sobre el canal, y Mario tuvo que abrirse camino a base de codazos hasta alcanzar la otra orilla. Si quería leer el cuaderno de Montalbano más le valdría alejarse de las aglomeraciones procedentes de San Marcos. Tenía que encontrar un lugar alejado de la fondamenta Minotto, donde nadie pudiera molestarle... nadie, ni siquiera Silvana. La mano de Mario se apretó inconscientemente contra el bolsillo donde había guardado el cuaderno, y durante todo el tiempo que tardó en recorrer el Gran Canal, en paralelo a los vaporetti que se dirigían hacia los hoteles del Lido, no se atrevió a apartarla de la tapa de cartón que podía palpar a través de la tela. Aún le parecía sentir en las puntas de los dedos el cosquilleo provocado por la piel de la mujer en la que no dejaba de pensar.

La tarde estaba derrumbándose sobre Venecia cuando desembocó en la iglesia de Santa Maria della Salute. La rara alquimia que solo aquella ciudad era capaz de realizar convertía poco a poco la superficie de la laguna en un espejo de oro y fuego, surcado por las sombras de las gaviotas que alzaban el vuelo por encima de los arcos apuntados del Palazzo Ducale. Daba la impresión de que la basílica flotaba sobre el agua como lo había hecho Jesucristo sobre el lago Tiberíades. Allí también había turistas, aunque no tardarían en retirarse hacia la zona más populosa situada en la otra orilla del Gran Canal.

Mario esperó a quedarse solo para acomodarse en el último de los escalones que se hundían en la laguna. El ruido de las embarcaciones llegaba atenuado a sus oídos, junto con el murmullo de algunos violines procedentes del palacio de los Dario, del que decían en la ciudad que se encontraba maldito. A veces le daba la sensación de que las leyendas eran más ciertas que la realidad: toda Venecia se encontraba maldita, y las almas que la habitaban, también. No había otra explicación para que aceptaran quedarse hasta el final en aquel navío que corría el riesgo de hundirse en cualquier momento, arrastrando a las profundidades del Adriático a sus más espectaculares palacios, iglesias, teatros y plazas.

Sacó el cuaderno, después de asegurarse de que no había nadie alrededor, y lo abrió sobre sus rodillas. No se había equivocado respecto a su contenido. En el taller de Ca’ Corsini también tenían diseños parecidos sobre los complicados mecanismos que había dentro de las muñecas de porcelana, aunque los de Montalbano eran tan detallados que casi convertían los de Mario en simples garabatos. Una de las primeras páginas mostraba un cuerpo de niña de edad y proporciones parecidas a la de aquella miss Jane Doe con la que nadie volvería a jugar. La habían representado desnuda, con las manos abiertas a ambos lados, los ojos cerrados, como si estuviera durmiendo, y un complejo entramado de líneas grabadas con punta de plata recorriendo el interior de su cuerpo. No había un solo miembro que no presentase esa sucesión de arterias metálicas, una especie de implantes internos que a Mario no le llevó más que unos segundos comprender para qué servirían.

—Esto es lo que las hace moverse como las personas de carne y hueso —murmuró, mientras su dedo recorría muy despacio las líneas plateadas—. Un armazón mucho más complejo que un esqueleto metálico... con tantas ramificaciones como nuestro sistema nervioso...

Bien pensado, el detallismo de Montalbano no se había hecho extensivo a los rasgos faciales de miss Jane Doe. No se había molestado en dibujar los labios carnosos de la muñeca ni los párpados ribeteados por unas pestañas más propias de una cabaretera que de una niña de seis años. Sabía que tenía que tratarse de ella (¿qué otra creación había en La Grotta della Fenice a la que Montalbano quisiera dedicar tantos esfuerzos?), pero su cabeza era mucho más real. Tenía la cara de una niña de verdad, en la que Mario creyó distinguir, por desconcertante que pudiera parecer, algo que le resultaba muy familiar...

Encogiéndose de hombros, pasó la página para continuar con su inspección. Lo que contenía el resto del cuaderno eran más variaciones sobre el mismo tema: detalles de los miembros de la muñeca atravesados por las mismas ramificaciones que se recogían en los demás bocetos. Había una representación de la mano de miss Jane Doe en la que se podía apreciar claramente cómo el metal había ocupado la parte de la anatomía que en un ser humano correspondería al esqueleto, además de expandirse a su alrededor como si los músculos, nervios y vasos sanguíneos pudieran recrearse mediante hierro. A su lado había una serie de complicadísimas anotaciones matemáticas relacionadas con los ángulos adecuados para permitir el movimiento de las diferentes partes de su cuerpo. Pasó una página más y encontró un nuevo boceto que corroboró su teoría: la espalda de la muñeca cubierta por una plancha metálica que podía apartarse a un lado para acceder a la cámara en la que se concentraban todos sus resortes. Y allí, justo allí, en su centro...

—¿Qué es esto? —se preguntó Mario en voz baja, y tuvo que cerrar la boca cuando un sacerdote que salía de Santa Maria della Salute pasó junto a él—. ¿Una caja de resonancia?

Había una pieza mecánica situada en el punto exacto en que debería estar el corazón de una niña humana. Tenía el tamaño de un puño, en comparación con las demás partes del diseño, y a Mario le recordó a una especie de rosa de metal debido a las capas y más capas superpuestas de láminas metálicas que la conformaban. Un centenar de cables de hierro conectaba aquel artilugio con las demás ruedas y engranajes que había dentro de la cavidad de la espalda. Es la pieza que sirve para dotarlas de voz, pensó Mario, y sus manos se agitaron poseídas por una emoción repentina. Esto es lo que tienen dentro de sus pechos. Lo que las hace hablar con cualquier persona que se les acerca. Aún tengo que averiguar cómo consigue que reconozcan nuestra apariencia, pero cuando por fin lo descubra no habrá ninguna creación de Gian Carlo Montalbano que pueda envidiar...

Tuvo que abandonar el cuaderno cuando la luz de las farolas más cercanas del Gran Canal dejó de ser suficiente para reconocer lo que aparecía en los bocetos. Se había hecho de noche mientras permanecía sentado en los escalones y las estrellas salpicaban el agua negra, recorrida en todas las direcciones por las estelas que dejaban las góndolas en pos de sus linternas encendidas. Se puso en pie, guardando de nuevo el cuaderno, y echó a caminar hacia el distrito de Santa Croce. Las orillas del canal habían vuelto a saturarse de turistas que se dirigían a la ópera, a las salas de conciertos, a los cafés de la plaza de San Marcos. En su caso lo único que quería era regresar a su propia casa, donde tendría por delante una larga noche en la que poner en práctica lo que acababa de descubrir. Con un poco de suerte lograría interpretar el resto de los esquemas antes de que saliera el sol.

Las campanas de San Rocco acababan de dar las ocho de la tarde cuando desembocó en el rio del Gaffaro. El Bucintoro se mecía suavemente con una brisa que hacía crujir su soga cada pocos segundos. Muchas ventanas se habían apagado ya, aunque en casa de los Montalbano seguía reluciendo una luz en la habitación que Mario había identificado como el dormitorio de Silvana. La observó de reojo mientras introducía la llave en la cerradura. No apareció ninguna cara detrás de los cristales, ni vio moverse una sombra entre las cortinas. Algo decepcionado, cerró por dentro la juguetería antes de dejar sobre la mesa de su taller el cuaderno de Montalbano. Después salió al patio que compartían con los Scandellari para subir cansinamente los escalones que conducían al primer piso.

Al abrir la puerta de la casa lo recibió un delicioso aroma a pasta recién hecha que desvió sus pensamientos a cuestiones más mundanas. Avanzó por el pasillo, pensando en lo extraño que era que Andrea se pusiera a trastear con los fogones, y al llegar a la cocina se encontró con Simonetta de pie delante de una olla. Llevaba un delantal atado a la cintura y canturreaba para sí mientras revolvía la pasta con un cucharón.

—¿Qué estás haciendo aquí? —se sorprendió Mario deteniéndose en la puerta.

—Yo también me alegro de verte —le contestó Simonetta con un gracioso mohín—. He venido para echaros una mano con la cena de hoy. Te gusta la salsa carbonara, ¿verdad?

—Sabes de sobra que sí —le dijo Mario. Fue a sentarse en una de las sillas que había apoyadas contra la pared de la cocina. Era una habitación tan pequeña que a duras penas cabían dos personas—. ¿No tendrías que estar preparándole la cena a tu padre?

—Hoy no está —le explicó Simonetta—. Se ha marchado a Murano después de la siesta.

Sus manos parecían volar mientras pelaba una cebolla y la cortaba en rodajas con el cuchillo que había dejado sobre la mesa, y después en pedazos aún más diminutos.

—Tenía una reunión con sus antiguos compañeros —prosiguió—. Ya sabes, los demás vidrieros de la isla. Me dijo que prefería quedarse a dormir en casa de Domenico Conti y regresar mañana por la mañana a Venecia para no tener que despertarnos a Emilia y a mí.

Y eso te ha venido de perlas, pensó Mario mientras Simonetta se apartaba de la cara un mechón de pelo castaño en un gesto mecánico que le recordó a Silvana. Seguro que ha sido el propio Andrea quien ha convencido a Scandellari para que os dejara solas esta noche. Os conozco demasiado bien. Como respondiendo a su pensamiento Andrea apareció en la puerta para echar un vistazo a lo que se traía entre manos.

—Eso huele que alimenta —aseguró—. ¿Te falta mucho?

—Estará listo en menos de un cuarto de hora —canturreó Simonetta.

Andrea miró un momento a Mario antes de adentrarse en la cocina. Se abrió camino como buenamente pudo hacia Simonetta, sorteando una silla medio desvencijada y una cesta con ropa para remendar lo que había a los pies de la mesa, y se detuvo a espaldas de la muchacha, rodeando su estrecha cintura con los brazos. Simonetta dejó escapar una risita y le dio un disimulado codazo en las costillas. Mario ni siquiera se dio cuenta de lo que hacían. Seguía pensando en el cuaderno que había dejado en Ca’ Corsini y en las herramientas que necesitaría para trasladar aquellos complicados diseños a la realidad.

Eso le hizo acordarse de algo que aún no le había comentado a Andrea. Levantó los ojos de las resquebrajadas baldosas de la cocina.

—Edelweiss Wittmann ha muerto. La han llevado esta tarde a la isla de San Michele.

Simonetta se quedó de piedra. Andrea se volvió hacia Mario con expresión perpleja.

—¿Edelweiss? ¿La misma Edelweiss rubia y relamida que estuvo a punto de escupirle en la cara a una de nuestras muñecas parlantes por considerarla demasiado anticuada?

—Gracias por recordarme ese episodio. Sí, me refiero a ella. No me han dicho qué le sucedió —añadió encogiéndose de hombros— pero debe haber sido algo muy inesperado.

En pocas palabras les transmitió lo que Silvana le había contado al respecto. Simonetta estuvo a punto de dejar que se le quemara la pasta por prestar atención a su conversación.

—Pobre niña —dijo en voz baja—. Puede que fuera muy cursi, pero no merecía algo así.

—A mí hay algo que me resulta aún más sorprendente —apuntó Andrea cruzándose de brazos. Los ojos le brillaban con un resplandor al que Mario se encontraba demasiado acostumbrado—. ¿Me estás diciendo que Montalbano dejó sola a su preciosa hija y a ti no se te ocurrió nada más que preguntarle por los últimos decesos producidos en el barrio?

—Cierra la boca —le increpó su hermano mayor—. Hemos hablado de muchas cosas, y la señorita Wittmann ha sido uno de nuestros temas de conversación. Y por si te interesa saberlo, me temo que los dos han establecido una red de contactos de lo más inquietante.

—¿Qué quieres decir con eso? —se extrañó Simonetta—. ¿Qué saben los Montalbano?

—Aún no estoy seguro. Pero su posición resulta de lo más privilegiada si tenemos en cuenta que acaban de instalarse en Venecia. Nadie había oído hablar de ellos antes, y de repente Montalbano se entera de primera mano de la noticia de la muerte de una de las herederas más ricas de la ciudad cuando nadie más en Santa Croce había oído decir que estuviera enferma. ¿Por qué los Wittmann no han avisado personalmente de lo ocurrido?

Hubo un momento de silencio. Andrea se puso a rascarse la cabeza, con expresión confundida, y Simonetta, tras un segundo de vacilación, se desató las cintas del delantal.

—Tengo que irme —les dijo— antes de que Emilia me acuse de dejarla abandonada. Se ha quejado de que le dolía la cabeza, aunque estoy segura de que solo lo hace para llamar la atención. A veces se comporta como un bebé. Me imagino que os veré por la mañana...

Miró de reojo a Andrea, y Mario enarcó una ceja porque sabía tan bien como ellos que Simonetta estaría de vuelta en cuanto Emilia se quedara dormida. Había escuchado muchas veces sus pies descalzos en la escalera del patio y el crujido de la puerta cuando Andrea la había dejado pasar. Su hermano la acompañó hasta la entrada mientras Mario llevaba a la mesa del comedor los dos platos de pasta humeante. Realmente la hija de Scandellari cocinaba de maravilla, pero no se sentía en condiciones de poder apreciar su talento culinario como le hubiera gustado. No podía dejar de pensar en los Montalbano.

Andrea, por suerte, se encargó de monopolizar la conversación durante buena parte de la cena hablándole de un artículo que había leído sobre los modelos automovilísticos recién salidos de la casa Ford. Mario le prestó escasa atención. Teniendo en cuenta que ni su hermano ni él habían pisado nunca tierra firme no le entraba en la cabeza cómo podían interesarle aquella clase de noticias. Cuando acabaron se retiró al piso de abajo diciendo que tenía mucho trabajo pendiente, y durante las siguientes horas no abandonó la mesa de su taller, tratando de seguir al pie de la letra los esquemas del cuaderno que había abierto encima de un atril. Pero daba lo mismo lo mucho que se esforzase; nada de lo que conseguía crear se parecía en lo más mínimo a lo que Gian Carlo Montalbano había dibujado. Nadie le había dicho tampoco cómo se suponía que tenían que encajar las piezas, ni mucho menos cómo había que activar su funcionamiento. Sabía que lo que había en medio del mecanismo central era una caja de resonancia, pero por mucho que daba vueltas a su propio modelo de madera entre sus manos, escarbando y limando para que se pareciera a lo que recogían aquellas páginas, seguía estando tan lejos de alcanzar a Montalbano como el más inexperto de los aprendices de carpintería. Aquel hombre era un misterio, y sus creaciones también. Las diferentes capas de madera que recubrían el núcleo del mecanismo tenían que estar conectadas entre sí de un modo que Mario no era capaz de descifrar. Mirando de cerca los esquemas y procurando no quedarse ciego en la imprecisa claridad de una lámpara de gas, le dio la sensación de que cualquiera de las piezas, al moverse, originaría un movimiento correspondiente en las más cercanas, que al cabo de una fracción de segundo lo transmitirían a las que se encontraban a su lado para conseguir... ¿qué pretendía conseguir Montalbano con eso? ¿Que las muñecas hablaran con el mismo desparpajo que miss Jane Doe? ¿Habría espacio dentro para contener las pequeñas grabadoras de cera donde se registraban las voces, o los anillos metálicos que habían empleado los jugueteros del siglo pasado desde que Thomas Edison los patentó?

Los párpados de Mario no tardaron en caer sobre sus ojos, y el cansancio se impuso incluso a la frustración que comenzaba a experimentar. Finalmente se dio cuenta de que no hacía más que perder el tiempo. No desvelaría los secretos de Montalbano sin dormir al menos unas cuantas horas. Al fin y al cabo, se dijo mientras abría las puertas de una de las alacenas bajas, todavía tendría su propio modelo de madera para seguir investigando por su cuenta aunque les devolviera el cuaderno. Seguro que en los próximos días daba con la clave del dichoso asunto. Lo deslizó entre los rollos de cachemira, terciopelo y gasa de colores con los que Simonetta los ayudaba a veces a confeccionar los vestidos de sus muñecas. Dejó a su lado la esfera de madera, soltándola con cierta reticencia. Una parte suya temía que pudiera desaparecer en cuanto se diera la vuelta para irse a su casa.

Cuando estaba a punto de levantarse sintió algo caliente y peludo restregándose contra su costado. Era Shylock, al que debía de haber despertado con todo aquel ruido. El gato le contemplaba con sus ojos de caramelo medio cerrados en una mueca de reproche tan humana que Mario no pudo evitar sonreír. Se incorporó con el animal en sus brazos.

—Siento haberte molestado para nada —le susurró. Shylock abrió la boca en un bostezo desmesurado que dejó al descubierto sus afiladísimos colmillos—. Empiezo a pensar que ni una sola cosa de las que hago sirve para nada. A veces te envidio con toda mi alma...

Lo devolvió al cesto en el que dormía, una cuna deteriorada a la que le faltaban las patas y que Andrea había llenado de miembros amputados de muñecas de trapo. Shylock dio un par de vueltas sobre sí mismo hasta que encontró el mejor rincón donde hacerse un ovillo. Antes de que Mario apagara la lámpara del taller se había quedado dormido.

Eran más de las cuatro cuando abrió de nuevo la puerta de su casa. No le hacía falta encender ninguna luz para recorrer el pasillo; aquel piso era tan pequeño que no podía haber más de seis metros hasta la puerta de su dormitorio. Cuando pasó por delante de la de Andrea, deslizando la mano a tientas por la pared, se detuvo al escuchar un sonido que tardó un momento en reconocer: el rítmico golpeteo de la madera contra la pared y los ruiditos de Simonetta a los que por desgracia estaba más que acostumbrado. Debían de pensar que se quedaría hasta la mañana siguiente en su taller. Dio un par de golpes en la puerta, de mal humor; hubo un momento de silencio, después una risita ahogada y al cabo de un minuto los ruidos se reanudaron. Mario tuvo que retirarse a su propio cuarto maldiciendo en todos los idiomas al hermano pequeño que le había tocado en desgracia.

Estaba tan cansado que ni siquiera se quitó la ropa antes de caer en la cama. Pero no tuvo la oportunidad de recuperar fuerzas como le hubiera gustado. Dos horas más tarde escuchó algo que lo arrancó bruscamente del sueño, haciendo que se quebrara dentro de su cabeza como una pompa de jabón. Permaneció sin moverse durante unos segundos, y cuando su respiración se hubo tranquilizado, cuando comprendió qué era lo que le había despertado, soltó una palabrota mientras hundía la cabeza en la almohada. En el cuarto de al lado debían de seguir con su festejo privado. ¡Y eran más de las seis de la madrugada!

—Esto ya ha pasado de castaño oscuro —rezongó en voz alta, aunque se quedó callado al darse cuenta de que aquel repentino crujido no parecía proceder del dormitorio de su hermano. Al otro lado de la pared no se oía nada más que las respiraciones acompasadas de los dos muchachos. Y de hecho, cuando lo escuchó de nuevo, comprendió que estaba equivocado: los pasos que lo habían despertado resonaban justo debajo de su habitación.

Alguien había forzado la cerradura de la tienda mientras dormían. Mario se quedó sin aliento, más por la rabia abrasadora que le asaltó de repente que por el miedo a lo que pudieran hacer unos ladrones. Sin encender la luz y sin calzarse ni abrocharse la camisa antes de salir de su casa, se dirigió hacia las escaleras procurando no hacer ningún ruido.

El patio se encontraba prácticamente en tinieblas. Hacía tiempo que las estrellas se habían marchado del cielo, pero la luz del amanecer aún no había empezado a despuntar sobre los tejados. Mario se deslizó silenciosamente hacia el piso de abajo como si fuera una sombra más profunda que la noche y se detuvo ante la puerta trasera de Ca’ Corsini antes de darse cuenta de que la llave continuaba en la cerradura, donde la había dejado pocas horas antes. Como los Scandellari eran los únicos con los que compartían el patio no tenían que preocuparse por aquella entrada. La hizo girar muy despacio, rezando para que no chirriara, y al traspasar el umbral sintió cómo algo impactaba contra sus tobillos.

Casi estuvo a punto de gritar. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra pudo reconocer a Shylock, acurrucado a sus pies con el cuerpo tan arqueado como una de las cúpulas de la basílica de San Marcos. El gato estaba muerto de miedo y le faltó tiempo para escabullirse entre las piernas de Mario cuando se aventuró poco a poco en la tienda.

Esto sí que es extraño, pensó con creciente inquietud. Nunca he visto a Shylock huir de nadie, ni siquiera de los niños más gamberros del vecindario. Normalmente son los demás los que tienen miedo de sus arañazos y mordiscos... Entrecerró los ojos para inspeccionar la juguetería, aunque nada se encontraba en desorden. Las muñecas seguían sentadas en sus respectivas estanterías. Los móviles de hojalata colgaban del techo sin que la menor corriente de aire los hiciera agitarse. Las ventanas continuaban cerradas a cal y canto. Tal vez Andrea tiene razón al decirme que necesito dormir un poco más...

Dejó escapar un suspiro de cansancio y estaba a punto de regresar al patio cuando le pareció escuchar el mismo ruido. Esta vez no había ninguna duda: era el inconfundible sonido de alguien revolviendo cosas. Y no podía proceder más que del interior del taller.

Las manos le temblaban de rabia al acercarse a la puerta. Antes no había reparado en la delgadísima línea de luz delimitada por el marco, señal inequívoca de que había una lámpara encendida sobre la mesa. Y Mario se acordaba perfectamente de haber apagado la suya al devolver a Shylock a su cesto. No contaba más que con sus puños, pero estaba tan encolerizado que podría enfrentarse sin nada más a los cuarenta ladrones de Alí Babá.

Apartó muy despacio la puerta para entrar en la habitación. Al acercarse en silencio a la mesa reparó en que había una figura agachada delante de las alacenas. No era capaz de distinguir quién era porque se había echado sobre la cabeza la capucha de una larga capa de viaje de color marrón. No era un atuendo demasiado común en un ladronzuelo.

Antes de que pudiera reparar en su presencia agarró con una mano una de las badilas con las que removían el contenido del brasero y con la otra la lámpara que ardía encima de la mesa. No iba a darle la oportunidad de que la apagara para escapar en la oscuridad.

—Muy bien, se ha acabado el registro —anunció en voz alta—. Me da igual quién seas, pero vas a salir ahora mismo de mi tienda si no quieres que avise a la policía de lo que...

—Me parece una idea estupenda. Yo también tengo cosas interesantes que contarles.

A Mario se le abrió lentamente la boca. Habría reconocido aquella voz en cualquier rincón del mundo. No pudo mover ni un músculo mientras contemplaba cómo un par de manos extremadamente blancas echaban hacia atrás la capucha marrón. La melena de la señorita Montalbano resbaló por encima de los pliegues de su ropa mientras se ponía en pie con la mayor naturalidad. Torció un poco el gesto, tapándose la cara con una mano.

—Haga el favor de apartar esa luz, Corsini. De lo contrario va a dejarme ciega.

Mario dejó caer la badila al suelo, de la impresión. Ahora sí que tenía la seguridad de que se había perdido en un sueño. No se le ocurría ninguna otra explicación para que precisamente ella se hubiera presentado en su casa de madrugada.

—¿Qué está... qué está haciendo aquí, señorita Montalbano?

—Allanar su juguetería, como salta a la vista. Le creía más perspicaz.

—¿Cómo demonios ha entrado? —Mario se volvió de nuevo hacia la tienda, pero no se había equivocado: las ventanas se encontraban intactas—. ¿Por el patio? ¿Ha saltado...?

Por toda respuesta Silvana Montalbano se abrió un poco la capa para mostrarle algo que tardó un momento en reconocer. Seguía llevando puestas sus muñequeras de cuero.

—Créame, ahora mismo tengo suficientes alambres encima como para escapar de los piombi del Palazzo Ducale —le aseguró—. Se sorprendería bastante si me viera en acción.

No lo dudo, pensó Mario, tragando saliva sin dejar de contemplarla. Nunca había conocido a nadie más potencialmente peligroso que aquella mujer. Era capaz de abrirle en canal con una horquilla para el pelo en cuanto se le ocurriera esgrimir una amenaza.

—Me he llevado una auténtica sorpresa esta noche —continuó Silvana. Pasó una mano por encima de la mesa de Mario, barriendo con sus dedos los restos de serrín que habían quedado diseminados sobre su superficie—. Me sentía un poco... culpable por la manera en que le había tratado. Y no hará falta que le diga que la culpabilidad es un sentimiento con el que no estoy familiarizada. Pensé que había malinterpretado sus intenciones, que había demostrado ser un caballero y que no me había comportado nada bien con usted...

Guardó silencio, pero Mario no se atrevió a decir nada. La mano con la que sujetaba la lámpara le tembló al dejarla sobre la mesa. La voz de Silvana era dura como el acero.

—Pero de repente —continuó— vuelvo a nuestro taller para recoger la novela que estaba leyendo esta tarde. Y descubro que las cosas de mi mesa se encuentran desordenadas...

—Lo siento muchísimo —murmuró Mario, sacudiendo la cabeza.— Nunca quise que...

—Al principio no podía creerlo. ¿Cómo iba a tener nuestro vecino la poca vergüenza de llevarse algo que sabe que nos pertenece? Y no una herramienta cualquiera como mi calibrador... ¡sino uno de los cuadernos en los que mi padre suele registrar sus creaciones!

Mario no se había sentido más avergonzado desde que Marco Corsini lo descubrió sisando de la caja familiar para comprarse unos caramelos en la tienda de la esquina. No sabía qué argumento emplear para disculparse. No haría más que empeorar la situación.

—Me mintió —siseó Silvana. Rodeó la mesa para acercarse más a Mario, y al levantar la cabeza vio que sus ojos se habían encendido con un resplandor del que carecían hasta entonces. Era como si la rabia les insuflara auténtica vida—. Me dijo que quería arreglar nuestras diferencias. Que quería que dejáramos de arrojarnos los trastos a la cabeza cada vez que nos encontrábamos. Y aunque no estuviera dispuesta a reconocerlo pensé que aún había esperanzas para nosotros. Por Dios, ¡si hasta me pidió que fuéramos amigos!

—Volvería a pedírselo ahora mismo si supiera que no me guarda rencor —dijo Mario con una sombra de desesperación en la voz—. Lo siento —añadió al cabo de un momento de silencio—. Lo siento muchísimo. Sé que mi palabra no significa nada para usted, pero le garantizo que cuando me presenté en su tienda lo hice con la mejor de las intenciones.

—Esas disculpas pueden servir con mi padre, pero no conmigo. Por algún motivo que no acierto a comprender siente gran simpatía por usted. Dice que tiene potencial... —Y se encogió de hombros—. ¡Qué decepción la suya si descubriera lo que se traía entre manos!

Bajó la vista hacia los pies de Mario cuando Shylock se deslizó entre ellos. El gato seguía teniendo el lomo tan erizado como un alfiletero, y de su garganta se escapaba un gruñido que Mario nunca le había escuchado dirigir a nadie. Se agachó para sujetarlo.

—Tenga cuidado —le advirtió de mala gana—. Le morderá si se nos acerca mucho más.

—Oh, ya lo intentó hace un momento. —Silvana se cruzó de brazos sin apartar sus ojos del encrespado animal—. Se abalanzó sobre mi tobillo derecho cuando abrí la puerta de su taller. Pero no se preocupe por mí; no ha sido nada. Y dudo que vuelva a intentarlo.

Mario miró también a Shylock. El gato temblaba de la cabeza a la cola, y cuando lo sacó de la habitación se perdió en la oscuridad que se apoderaba de los rincones del patio.

—No le he hecho nada —se defendió Silvana ante la mirada de Mario—. Simplemente ha demostrado ser más inteligente que usted. Se ha dado cuenta de lo que no debe hacer.

Le tendió la mano derecha con la palma vuelta hacia arriba. Mario tardó un momento en entender lo que significaba su gesto, pero acabó arrodillándose al lado de la alacena en la que había guardado el cuaderno. Silvana prácticamente se lo arrebató de entre los dedos cuando lo sacó. Se puso a pasar las páginas a toda velocidad como si quisiera asegurarse de que no faltaba ninguna. Aquella repentina ansiedad lo descolocó un poco.

—Solo es un cuaderno con anotaciones sobre muñecas mecánicas —le recordó sin que Silvana levantara la cabeza—. Ningún secreto familiar, ninguna correspondencia con la que un desaprensivo pudiera chantajearlos. ¡Tampoco me parece que sea algo tan grave!

—No tiene ni idea de lo que dice —susurró Silvana. Apartó un pliegue de su capa para desabrochar el cierre de la bolsa que le colgaba de la cintura, y deslizó el cuaderno en su interior con un cuidado que rozaba la reverencia—. Imagino —siguió diciendo— que dado que han pasado casi doce horas desde que lo robó sería demasiado suponer que no lo ha leído de cabo a rabo. Por una vez en su vida trate de ser sincero conmigo... ¿lo ha hecho?

Mario parecía tan abochornado que Silvana dejó escapar un suspiro de resignación.

—Lo ha hecho. Bueno, por lo menos me sirve de consuelo que no haya sacado nada en claro. Los apuntes de mi padre deben de quedar completamente fuera de su comprensión.

Dijo esto con una sinceridad tan pasmosa que Mario se sintió como si acabara de abofetearlo. ¿Quién creía que era aquella chica para hablarle como a un niño de seis años?

—Yo no estaría tan seguro de eso —contestó sin poder contenerse. Silvana frunció un poco el ceño mientras lo veía inclinarse de nuevo. Cuando se levantó sujetaba entre sus dedos la pequeña esfera de madera en la que había estado trabajando, su propio modelo de la caja de resonancia de Montalbano—. Ha sido un divertimento interesante para una noche de aburrimiento —prosiguió Mario dándole vueltas en su mano—. Aún me quedan unos cuantos detalles por incorporar, pero creo que más o menos he captado la esencia.

Silvana abrió la boca, aunque no pareció encontrar las palabras. Los ojos casi se le salían de las órbitas cuando depositó la esfera en su mano. La miraba como si se tratara de una bomba de relojería que pudiera destruir Venecia en el momento menos pensado.

—¿Se ha atrevido... se ha atrevido a reproducir sus esquemas... sin comprender...?

—He comprendido lo más importante —le aseguró Mario cruzando los brazos. Silvana se había quedado inmóvil—. Sé que se trata de una caja de resonancia. No es muy distinta de los modelos que mi hermano y yo solemos implantar dentro de nuestros juguetes.

—¿Una caja de resonancia? —repitió su vecina en un tono de voz cada vez más quedo.

—Sí... uno de esos mecanismos que hacen que las muñecas puedan hablar. Imagino que es lo que realmente se esconde detrás de la cháchara de su preciosa miss Jane Doe...

No le dio tiempo a añadir nada más. Las piernas de Silvana se desmoronaron como si estuvieran hechas con dos juncos y la muchacha tuvo que agarrarse a una esquina de la mesa para no caerse. No podía apartar los ojos de la bola que estrujaba entre sus dedos.

—¡Señorita Montalbano! —exclamó Mario sin preocuparse de que Andrea y Simonetta pudieran escucharle. Corrió a recogerla antes de que se desmayara—. Maldita sea... ¡no...!

La levantó con ciertas dificultades, porque el peso muerto de su cuerpo no ayudaba demasiado a que Mario conservara su equilibrio. Silvana no había pronunciado una sola palabra. No parecía capaz de reaccionar; lo único que hacía era contemplar la esfera de madera como si se tratara de una especie de alucinación. Mario la ayudó a sentarse en una de las sillas del taller. Se arrodilló a su lado para agarrar su mano libre entre las suyas.

—Dios mío, lo siento... Lo siento muchísimo... No sé en lo que estaba pensando —dijo en un susurro angustiado. Ella seguía sin despegar los labios—. Si hubiera imaginado...

—Tengo que marcharme a casa —murmuró Silvana antes de que pudiera continuar.

—¿Qué está diciendo? ¿Cómo voy a dejar que se vaya de esta manera... de noche...?

—Tengo que marcharme ahora mismo —insistió la joven. Hizo caso omiso de Mario cuando la sujetó suavemente por los hombros para que siguiera sentada—. No debía salir a la calle, y menos a escondidas. Venir aquí sin que lo supiera mi padre... ¡ha sido un error!

Parecía desesperada mientras se ponía en pie. Se liberó de sus manos con un gesto similar al que usaría para espantar unas moscas, y Mario la siguió pisándole los talones cuando salió a la juguetería. Las nubes se habían apartado de la cara de la luna y unos haces de luz plateada atravesaban los cristales, aunque lo único que podía distinguir era su silueta. Aun así pudo ver cómo dejaba caer la esfera de madera dentro de su bolsa.

—Escuche, señorita Montalbano... usted no se encuentra bien. Este desvanecimiento...

—Solo ha sido un mareo —murmuró Silvana. Entonces, al darse cuenta de la intensa preocupación con la que Mario la miraba, levantó la cabeza y añadió en un tono de voz más acorde con el que había empleado otras veces—: Provocado por la impresión que me ha causado su comportamiento. Le aseguro que ahora mismo me siento perfectamente.

Abrió la puerta que ella misma se había encargado de descerrajar. Una brisa helada corría al galope por los canales de la ciudad como lo haría un séquito de almas en pena.

—No hace falta —dijo Silvana cuando quiso acompañarla—. Creo que sabré cruzar sola el puente. Ah, y le ruego que me devuelva cuanto antes mi calibrador. —Le fulminó con los ojos antes de salir a la calle—. No puedo permitir que siga debiéndome más favores.

Desapareció en la noche, seguida por su sedosa melena dorada. Mario se asomó a la fondamenta Minotto, sintiendo cómo le castañeaban los dientes, y la observó cruzar el ponte Marcello para alcanzar la otra orilla. Caminaba deprisa, con su capa ondeando en torno a sus tobillos y la mano derecha apretada contra su bolsa de cuero. No la vio sacar su propia llave; simplemente desapareció dentro de la casa sin dirigirle una mirada más.

Mario no se había quedado tranquilo. Estaba luchando contra la tentación de seguirla cuando escuchó un aluvión de carcajadas a sus espaldas. Se dio la vuelta sabiendo lo que iba a encontrar. Su hermano se había detenido en la puerta del patio. Iba descalzo y con todo el pelo revuelto; y por encima de su hombro desnudo asomaba la despeinada cabeza de Simonetta. Era la primera vez que Mario la veía con el pelo suelto desde que empezó a recogérselo al cumplir catorce años. Se había cubierto apresuradamente con la colcha de la cama de Andrea, aunque a ninguno de los dos parecía molestarle el frío que hacía.

No le costó adivinar que les había suministrado material suficiente para que siguieran tomándole el pelo. No habían escuchado nada de su conversación; lo único que sabían era que la hija de Montalbano se había escapado de su casa para encontrarse con Mario.

—¡Tunante! —exclamó Andrea, casi llorando de la risa. Apretaba los brazos contra su pecho para no hacer ruido—. ¡Pero qué callado te lo tenías! ¡Esto sí que es una primicia...!

Simonetta tuvo que taparse la boca para no reírse. Había tal regodeo en sus ojos que Mario prefirió retirarse al piso de arriba antes que tener que darles una explicación que ninguno de los dos estaría dispuesto a creer. «¡Y luego te quejas de que nosotros hacemos ruido!», oyó que le decía Andrea mientras cerraba la puerta de su habitación. Realmente le daba lo mismo lo que pudieran pensar; había cosas que le preocupaban mucho más.

Abrió de un tirón las cortinas de su cuarto. El corazón le latía con fuerza mientras se repetía que Silvana no tardaría en aparecer. Tuvo que esperar casi un cuarto de hora, unos minutos que se le hicieron eternos, antes de que se encendiera una luz en el entresuelo del edificio. Suspiró con alivio al comprobar que por lo menos no había vuelto a marearse. Tenía que estar escondiendo el cuaderno entre las demás pertenencias de su padre. La luz no tardó en apagarse, siendo sustituida al cabo de unos minutos por el resplandor de una palmatoria detrás de los cristales que había a la derecha del balcón.

Silvana acababa de entrar en su habitación. Parecía completamente aturdida. No se había dado cuenta ni siquiera de que tenía las cortinas abiertas. Dejó la palmatoria sobre su mesilla y durante un rato se quedó de pie al lado de la cama, con la mirada clavada en el papel pintado de la pared. Aquella inmovilidad suya resultaba tan extraña que Mario se temió lo peor. Tal vez tendría que haberla acompañado a casa, pese a sus protestas...

Vio cómo Silvana daba unos pasos inseguros... y las piernas dejaban de sostenerla, como le había sucedido en Ca’ Corsini. Mario estuvo a punto de caerse por la ventana debido a la impresión. La muchacha se había derrumbado poco a poco sobre el borde de su cama, y de ahí había resbalado hasta la alfombra. El alféizar de la ventana le impedía distinguir nada más que la curvatura de su cadera y unos cuantos mechones de cabello que se habían quedado enganchados en su cobertor azul.

No podía ver su cara. No podía ver si seguía respirando. Las manos le temblaban de manera compulsiva mientras se preguntaba qué hacer. Tengo que contarle a Montalbano lo que ha sucedido. Hay que avisar a un médico ahora mismo. Puede que se trate de un ataque... Y entonces una única idea se abrió camino por su mente, una idea horrible, un convencimiento espantoso: Ha sido culpa mía... ¡he sido yo quien la ha alterado tanto!

Estaba a punto de apartarse de la ventana cuando la puerta del dormitorio de Silvana se abrió de nuevo y Montalbano irrumpió en la habitación. Iba en bata y zapatillas, y en la mano portaba una segunda palmatoria que a punto estuvo de dejar caer sobre la alfombra debido a su sobresalto. Mario no era capaz de escuchar lo que decía, aunque sus labios no dejaban de articular el nombre de su hija como si se tratara de una especie de mantra.

Presenció, reducido a la más dolorosa impotencia, cómo aquel hombre tiraba de uno de los brazos de la muchacha para incorporarla sobre la alfombra. Y entonces se llevó la mayor sorpresa de todas al comprobar que Silvana tenía los ojos abiertos. Su rostro no mostraba dolor, ni siquiera confusión; simplemente se había quedado tan tiesa como una estatua. Montalbano consiguió que se sentara en el suelo, con su espalda apoyada en una de las patas de la cama y se arrodilló a su lado, agarrando su pequeña cabeza con sus manos para moverla a izquierda y derecha. Silvana siguió sin inmutarse. Sus ojos no dejaron de contemplar el vacío, sin parpadear en ningún momento, sin dar muestras de reconocer a su padre aunque su rostro se encontrara a centímetros de distancia del suyo.

Mario no pudo observar nada más. Montalbano apoyó un momento su frente en la de Silvana, cerrando los ojos en un desconcertante gesto de resignación, y después se puso en pie para correr las cortinas del dormitorio. No había reparado en la presencia de Mario al otro lado del rio del Gaffaro. Debía de sentirse demasiado angustiado por su hija.

Lo último que pudo distinguir, por debajo de su brazo, fue la preocupante palidez de Silvana mientras permanecía recostada sobre la alfombra como una muñeca de la que su dueña se hubiera olvidado. Después, todo se redujo al silencio. Un silencio de muerte.

CAPÍTULO VI

Aquel fue el comienzo de uno de los días de los que Mario nunca podría olvidarse. Y no solamente por lo preocupado que se sentía por la salud de Silvana. Aún no era capaz de adivinarlo, pero las siguientes horas lo devolverían a un infierno por el que no había transitado más que una vez, en las semanas que siguieron al fallecimiento de sus padres.

Mientras permanecía de pie ante la ventana, contemplando las cortinas del cuarto de la joven, había escuchado a Simonetta despedirse de Andrea en susurros. La había oído cerrar la puerta, salir al patio que compartían con los Scandellari y subir silenciosamente las escaleras que conducían a su propia casa. Al entrar de puntillas en su habitación, sin hacer el menor ruido, encontró a Emilia donde la había dejado... acostada con la cabeza vuelta hacia un lado sobre la almohada y su pequeña mano resbalando por el borde de la cama. Pero hacía tiempo que la respiración había dejado de acariciar sus labios. Debía de haber muerto en algún momento de la noche, completamente sola después de que su hermana abandonara la cama que compartían para acudir a escondidas a la de su vecino.

Los alaridos de Simonetta despertaron a toda la fondamenta Minotto. Poco después se les sumaron los de Scandellari cuando volvió de pasar la noche en casa de su compañero de Murano. Mario y Andrea fueron los primeros que acudieron en su auxilio, y algo más tarde lo hicieron los demás vecinos, pálidos y despeinados y preguntándose unos a otros qué estaría sucediendo en el hogar del cristalero. La noticia de que habían encontrado muerta a Emilia corrió como la pólvora, y las orillas del canal se llenaron de caras consternadas. Nadie podía creer lo ocurrido hasta que uno de los médicos de Santa Croce confirmó el fallecimiento de la niña. Al parecer había sido un ataque al corazón...

—Algo fulminante. Uno de esos casos de muerte súbita que siempre sorprenden por ser más numerosos de lo que pensamos —le dijo en voz baja a Scandellari, que aún no había salido de su perplejidad. Las lágrimas que le corrían por la cara habían dejado gruesos surcos rojos a su paso—. No es un trastorno que se dé solamente en personas de avanzada edad. Conozco a más de un joven que se metió en la cama sano como una manzana y nunca volvió a ver la luz del día. —Y suspiró, cubriendo delicadamente el cuerpo de Emilia con las sábanas—. Lo siento, amigo mío. Por lo menos le queda el consuelo de saber que su pequeña no sufrió ningún dolor.

Scandellari se tapó la cara con las manos. Mario cruzó una mirada de preocupación con Andrea antes de que su hermano se arrodillara al lado de Simonetta. La muchacha había hundido la cara en las sábanas de Emilia y sollozaba calladamente sobre la tela convertida en sudario, sin sentir las torpes caricias de sus dedos al enredarse en su pelo.

—La he matado —la oyó gimotear Mario cuando estaba a punto de seguir a Scandellari fuera de la habitación para despedirse del médico—. Ha sido culpa mía. Ha sido porque la dejé sola durante toda la noche. Si me hubiera quedado con ella esto no habría pasado...

Andrea la atrajo hacia sí para besarla en la frente. Mario no necesitó ver más que la primera lágrima para comprender que Simonetta no era la única persona martirizada por el sentimiento de culpa. Nunca había visto llorar a su hermano; nunca, ni siquiera el día en que enterraron a su madre poco después de que hicieran lo mismo con su padre, tras verlos agonizar durante semanas por la misma fiebre, porque Andrea aún era demasiado pequeño para darse cuenta de lo que sucedía. «No has sido tú sola», oyó que le susurraba al oído a Simonetta. «Hemos sido los dos». Tuvo que dejarlos a solas en la habitación mientras se decía, sintiéndose la persona más inútil del mundo, que ninguno de sus consejos había servido para nada. No había conseguido que Andrea madurara en su momento y ahora tendría que hacerlo por sí solo de la manera más cruel: sabiendo que sus manos se encontraban manchadas con la sangre de una de las personas a las que más había querido y a la que había dejado morir totalmente sola sin ni siquiera sospecharlo.

***

Venecia no entierra a sus muertos en tierra firme. Cuando Napoleón acabó con los trece siglos de independencia de la ciudad, alarmado al comprobar que se encontraba a punto de hundirse en la laguna debido a la abundancia de tumbas abiertas en las iglesias, decretó la construcción de un cementerio en una de las islas que la rodeaban. El recinto amurallado de San Michele no podía ser alcanzado más que en una de las góndolas que partían de la sacca della Misericordia, un pequeño puerto situado al norte de la judería en el que se organizaban las comitivas para los funerales. De allí partió la que llevaría a Emilia a la sepultura en la que su madre, Isabella, la esperaba desde hacía siete años.

La plataforma de madera se levantaba sobre el mismo borde del agua, y la diminuta embarcación que contenía su ataúd se mecía como una cuna, sujeta todavía por una soga a su correspondiente poste. Había tanta gente deseosa de acompañar a los Scandellari a la isla de San Michele que Mario no tuvo problemas para pasar desapercibido cuando se separó de la muchedumbre. Sabía que su obligación moral era permanecer al lado de su amigo en aquellas dramáticas circunstancias, pero no se sentía con fuerzas para darle un último adiós a Emilia. Además había asuntos que le preocupaban tanto como su muerte.

—Discúlpame ante Scandellari si pregunta por mí —le susurró a su hermano cuando este se disponía a acompañar a una Simonetta medio postrada por el dolor al interior de una de las góndolas—. Tengo que comprobar algo importante antes de que comience el funeral.

—¿No puede ser en otro momento? —preguntó Andrea con el ceño fruncido.

Mario negó con la cabeza. Le parecía miserable comportarse así, pero no tenía más opción que regresar a Santa Croce. ¡Tenía que averiguar qué había pasado dos días antes!

—Se trata de la señorita Montalbano. Estoy preocupado por ella, Andrea. Temo que le haya sucedido algo terrible, y si la acaban llevando a la isla de los Muertos igual que a Emilia, sin que me haya dado tiempo a pedirle perdón... —Movió la cabeza, con su rostro contraído por la ansiedad—. No podré vivir en paz con mi conciencia si le pasa algo malo.

—Cualquiera diría que no tenemos bastantes sufrimientos. Mira quién ha aparecido...

Mario se dio la vuelta. Montalbano se acercaba a la sacca della Misericordia con uno de los matrimonios que vivían en su misma calle. Iba vestido de negro de los pies a la cabeza, con una larga levita muy parecida a la que Mario conocía. Saludó a los Corsini con un pesaroso movimiento de su sombrero antes de estrecharle la mano a Scandellari.

—No estaría aquí si hubiera experimentado una gran pérdida, ¿verdad? —dijo Andrea en voz baja, y se apartó de su hermano para sentarse al lado de la sollozante Simonetta.

A Mario se le aceleró el corazón. Había dejado sola a Silvana. Tuvo que armarse de toda su paciencia para no abandonar la sacca antes de que las embarcaciones se hicieran pequeñas en el horizonte, aunque cuando la que conducía a Montalbano desapareció tras un recodo no pudo resistirlo por más tiempo y echó a correr hasta su casa. La gente con la que se cruzaba lo miraba con extrañeza, pero Mario ni siquiera reparaba en ellos. Si Silvana se encontraba con vida, tendría que darle una explicación... y aceptar una disculpa.

Casi se había quedado sin respiración cuando alcanzó la puerta de La Grotta della Fenice. No se molestó en llamar; la empujó con la mano, entró en la juguetería como una exhalación y esquivó a tiempo al pájaro mecánico antes de que pudiera cegarlo con su cascada de plumas. Y allí estaba Silvana, sentada en la escalera de hierro que se alzaba en espirales en medio de la congregación de autómatas sonrientes. Aprovechaba que no había ningún cliente en aquel momento para trastear dentro del mecanismo de una caja de música, un pequeño cilindro dentado cuyas púas estaba afilando con ayuda de uno de sus útiles de relojería. Había vuelto a encasquetarse sus complicadas lentes de aumento.

Su piel presentaba un aspecto tan traslúcido como siempre, pero a Mario no le dio la impresión de que estuviera enferma. Levantó la cabeza brevemente cuando le vio entrar.

—Antes de que dé un paso más le advierto que tenemos contadas cada una de las piezas de relojería del taller. —Y volvió a concentrar su atención en el cilindro, soplando para eliminar cualquier posible residuo—. Si se le ocurre robar algo lo sabré en seguida y mi venganza será terrible. Le aconsejo que no tiente a la suerte si valora en algo su vida.

Es toda dulzura y delicadeza, pensó Mario, aunque se sentía demasiado aliviado al verla respirar con normalidad para tomarse en serio sus amenazas. Sabía que tenía todo el derecho del mundo a estar dolida. Se había comportado como un perfecto idiota.

—No he venido para... Lo único que quería saber es si se encontraba sana y salva.

Silvana volvió a levantar la cabeza, esta vez con auténtica sorpresa en su semblante.

—He estado pensando en usted todo el tiempo —continuó Mario, aunque al reparar en cómo seguía mirándole ella, con una mezcla de desconfianza y desconcierto, se dio la vuelta para hacer como que buscaba a alguien más—. No está su padre en casa, ¿verdad?

—Se ha marchado hace una media hora. Y por lo que me ha dicho no volverá hasta la hora de la cena —respondió la joven. Se quitó las hebillas con las que sujetaba sus lentes para dejarlas a su lado, sobre uno de los escalones—. Tenía que acudir a una cita con todo nuestro vecindario. El funeral de una niña a la que usted dijo querer como si fuera suya.

Mario guardó silencio. Había sido un golpe bajo, aunque en el fondo sabía que ella tenía razón. Había querido a Emilia con toda la ternura que podría darle su padre, pero aquella tarde no la había acompañado a la isla de los Muertos en su último viaje, y todo por querer asegurarse de que Silvana seguía con vida. Ciertamente, parecía sana como una manzana, y su ánimo belicoso dejaba bien claro que le quedaban suficientes fuerzas como para echarle de una patada de La Grotta della Fenice si volvía a hacer una tontería.

Como si le leyera la mente, los ojos de la muchacha le atravesaron hasta que Mario alzó de nuevo los suyos. Le sorprendió que ya no mostraran la menor sombra de rencor.

Le sorprendió aún más darse cuenta de que lo que relucía en ellos era la compasión.

—¿Por qué no ha ido con su hermano al cementerio? —le preguntó más suavemente.

Dejó caer dentro de la bolsa de cuero que le colgaba de la cintura el mecanismo de la caja de música y las lentes de aumento y se puso en pie, alisando sobre sus rodillas los largos pliegues de su falda marrón. La estructura de hierro chirrió bajo sus zapatos.

—Pensaba hacerlo —reconoció Mario—, pero por mucho que me haya afectado la muerte de esa pobre niña no podía olvidarme de ciertos asuntos que tengo pendientes. La verdad es que ahora mismo me preocupa más mi relación con los vivos que con los muertos.

Aguardó unos segundos, pero al ver que la muchacha no parecía dispuesta a decir nada acercó su mano a la de ella para rodear delicadamente su muñeca con sus dedos.

—Perdóname —le pidió en un tono mucho más quedo que el que acababa de usar.

Silvana parpadeó una, dos, tres veces, sin duda sorprendida por su repentino tuteo.

—¿Por qué, exactamente? ¿Por seguir espiándome día tras día por entre las cortinas del comedor? —Casi parecía divertida. Solo casi—. Me parece que en Venecia no hay ninguna ley que prohíba a sus ciudadanos asomarse a la calle. Nadie le juzgaría por... —Dudó un momento antes de continuar—: Nadie te juzgaría por un par de miradas indiscretas.

—Estaba refiriéndome a lo que ocurrió hace dos días.

—Ya lo sé. No soy tan estúpida como para no seguirte.

—Creo que me porté de la forma más rastrera al robarte ese cuaderno —confesó Mario. La ayudó a sentarse de nuevo en la escalera antes de hacer lo propio en uno de los peldaños inferiores, a sus pies—. No sé en qué estaba pensando. No quería causarte ningún problema. Simplemente lo vi ahí, encima de la mesa, y tu padre no se encontraba en el taller, y me dije que nunca volvería a tener una oportunidad así...

—Eso ya me lo has dicho antes —le recordó Silvana—. Y lo comprendo. Por mucho que te cueste creerlo, lo comprendo. Ningún inventor que se precie se hubiera echado atrás.

—Me sentiría mucho mejor si supiera que tú harías lo mismo con mis diseños.

—Ah, pero para eso primero tendría que considerarte un competidor digno de mí...

Mientras hablaba, Mario se había limitado a contemplar las puntas de los zapatos que asomaban por debajo de la falda de Silvana, pero al escuchar aquello no pudo dejar de levantar la vista. ¿Era cierto lo que veía? ¿Se movían sus labios como si fuera a sonreír?

—Tú no deberías haberme robado el cuaderno, pero yo no tendría que haber forzado de madrugada la cerradura de tu tienda. —Se encogió airosamente de hombros, y su larga melena cayó por encima de uno de sus brazos mientras lo hacía. Mario se preguntó si realmente no sería consciente de cómo lo cautivaba con cada uno de sus gestos—. Me da la sensación de que no tenemos nada que echarnos en cara. ¡Por lo menos de momento!

Esta vez fue Mario quien sonrió. Su mano no había abandonado su muñeca, y no le pasó inadvertido el detalle de que Silvana no había hecho nada por soltarse.

Despacio, le dio la vuelta para presionar sus labios contra las líneas de su palma.

—Ya veo que mi hermano tenía razón. Estamos hechos el uno para el otro. Los dos somos cabezotas y orgullosos, y muy desconfiados. Y defendemos nuestros respectivos territorios con uñas y dientes. —La miró por encima de sus dedos—. Una pareja perfecta.

Fría, fría como un témpano de hielo. Aquello era como besar a una muerta. Por primera vez pudo contemplar cómo resbalaba la máscara de impasibilidad de Silvana, y la joven de veintitrés años asomaba tras la diosa suprema de las ruedas y los engranajes.

—¡Qué tonterías dices! —exclamó aturulladamente mientras se apresuraba a soltarse.

Se levantó antes de que pudiera hacer nada por detenerla y pasó por encima de sus piernas tan rápidamente que estuvo a punto de tropezar con su falda. Dio un par de pasos inseguros por la juguetería antes de quedarse de pie ante la puerta, de espaldas a él.

No se había sonrojado, pero le faltaba muy poco, o eso le pareció a Mario.

—Vamos, será mejor que te marches —le dijo sin mirarle—. Ya has pasado demasiado tiempo a solas conmigo. Nuestros vecinos empezarán a hablar en cualquier momento...

Mario se puso también en pie, sin hacer ruido. La luz que entraba por la puerta hacía que el cabello de Silvana reluciera como una especie de nimbo dorado a su alrededor cuando se detuvo a sus espaldas. Pudo notar perfectamente cómo se estremecían sus delgados hombros al colocar sus manos sobre ellos, con toda la delicadeza que fue capaz de atesorar; los ojos que le devolvían la mirada desde el cristal de la puerta eran los de un cervatillo asustado. Un animal que se pregunta si realmente podrá comer de la mano que se le acerca, o si en realidad no será más que la trampa de un cazador sin escrúpulos.

—Me da igual lo que digan los vecinos —le susurró. Sentía el delicioso cosquilleo de su pelo contra sus labios al hablarle al oído—. En Venecia todo el mundo cotillea sobre las vidas de los demás. Es solo cuestión de tiempo que comiencen a hacerlo sobre nosotros.

—Mi padre no lo consentirá —le aseguró Silvana. Tenía los ojos muy abiertos, casi tan redondos como los de las muñecas de porcelana de la tienda—. Me llevará lejos de aquí en cuanto le llegue el primer rumor, a cualquier otra ciudad donde nadie nos conozca...

¡Qué joven parecía al hablar así, y qué desvalida! Mario sintió algo sofocante que le ascendía por el pecho y que no tenía que ver demasiado con la devoción que le inspiraba Silvana. Algo más primitivo, un instinto relacionado con raptarla en medio de la noche, llevarla lejos de su padre, vivir con ella en una cabaña y repoblar el mundo entre los dos.

—Si lo hiciera, no volverías a verme nunca más —insistió ella—. Por eso tienes que irte.

—Pero Montalbano se ha marchado. Y tú misma dijiste que no volvería hasta la hora de la cena —le recordó Mario—. Es el momento perfecto para reconciliarnos de una vez.

—Deja de hablar así. No me gustan los casanovas. Además no te pega ese personaje.

—También dijiste que comprendías que hubiera robado su cuaderno. Que tú habrías hecho lo mismo si estuvieras en mi lugar. ¿Qué diferencia hay con robar un beso tuyo?

Apenas se reconocía a sí mismo. Aquel comportamiento era más propio de Andrea que de su hermano mayor, pero Mario no estaba dispuesto a retroceder. Por primera vez en su vida sabía lo que quería tener a su lado, lo que deseaba. Sabía que Silvana sentía lo mismo, aunque todavía no lo supiera... tal vez porque nadie le había dado permiso para sentir nada semejante. Inclinó un poco la cabeza, siguiendo con su nariz la línea de su cuello. «No», la oyó susurrar de repente. «No puedo hacer esto». Entonces se removió entre sus brazos para soltarse y Mario tuvo que dejarla ir. La vio apoyar la espalda en la pared de la que sobresalían las bolas de cristal, sin darse mucha cuenta de lo que hacía.

Los ojos de la muchacha parecían contener mil tormentas marinas. Había tal mezcla de emociones en su mirada que Mario notó una repentina punzada de remordimiento.

—Lo... lo siento. No sé lo que acaba de pasarme. No pretendía aprovecharme de ti...

—No lo entiendes —le susurró Silvana. No podía apartar sus pupilas de Mario—. Llevo semanas imaginando esto, pero al tenerte tan cerca... no puedo. Yo no soy libre como tú.

Primero sintió incredulidad, y luego algo que se parecía al éxtasis; pero al procesar lo que estaba diciéndole. Mario apenas pudo contener la rabia abrasadora que le trepaba por la garganta. ¡Montalbano! ¡Siempre Montalbano! ¡No había nada que pudiera hacer para escapar de la sombra de aquel hombre que había aparecido para amargarle la vida!

—¿Cómo es posible que dejes que te manipule así? —quiso saber. Volvió a acercarse a Silvana y dio gracias a la pared que le impedía retroceder—. No pretendas negarlo —le advirtió antes de que pudiera decir nada—. He visto cómo te trató hace dos días.

—¿De qué estás hablándome? —preguntó la muchacha, desconcertada.

—¡Vamos! —resopló Mario—. ¡Tenías las cortinas abiertas! Te vi dar vueltas de un lado a otro de tu cuarto, después de marcharte de mi casa, hasta que te sentaste en el borde de la cama y de ahí te caíste al suelo. Y al poco rato vino tu padre y empezó a zarandearte como una muñeca. No dudo que se alarmara al verte así, pero no me parece la mejor manera de reanimar a una persona que acaba de perder el conocimiento...

—¿Pero qué estás diciendo? Yo no había perdido el conocimiento.

—Te repito que lo he presenciado todo. Te enfadaste muchísimo en mi taller, y con toda la razón del mundo... y al poco rato debió de darte una especie de ataque...

La cara de Silvana era la mejor definición posible de la palabra «estupefacción».

—Mario... te prometo que no tengo la menor idea de lo que estás contándome.

Pronunció las palabras muy despacio, como si estuviera diciéndoselas a sí misma en lugar de a él. Ni siquiera se daba cuenta de que había vuelto a cogerle las manos.

—¿No recuerdas nada? —insistió Mario, sin dar crédito a lo que oía—. ¿Nada de nada?

Silvana negó con la cabeza. Hubo ruido de pasos en la fondamenta Gaffaro, y risas de niños, pero no era más que una familia que pasaba de largo hacia Rialto. La joven se apresuró a dar la vuelta al cartel que colgaba del cristal para anunciar que habían cerrado.

—Solo nuestra discusión... mis pies cruzando el puente, subiendo por la escalera... mi cama... —Parecía completamente confusa. Mario se preguntó con creciente preocupación si al caerse al suelo no se habría golpeado la cabeza con algún mueble—. Eso lo recuerdo bien. Pero lo siguiente que me viene a la memoria es estar ayudando a mi padre a ponerse su levita mientras me contaba que tenía que asistir al funeral de la niña de Scandellari.

—¿Y por qué no quiso llevarte con él? ¿Acaso no conocías personalmente a Emilia?

—Claro que sí. —Silvana seguía frunciendo el ceño—. Estuvo un par de veces en la tienda con su hermana mayor. Pero mi padre creyó que mi presencia no sería necesaria.

—Muy inteligente por su parte —rezongó Mario—. Mejor tener a su princesa encerrada en su jaula de oro, donde nadie se la arrebate. Nunca pensé que pudiera ser tan egoísta.

—No, no ha sido por eso. Dijo algo sobre mi salud antes de irse... algo sobre que tenía que guardar reposo, como las otras veces, para que mi corazón no volviera a...

Las palabras murieron poco a poco en sus labios. Mario la miraba de hito en hito.

—¿Las otras veces...? —inquirió sin soltar en ningún momento sus manos.

—Oh, Dios mío —musitó Silvana. Se había quedado tan quieta como las marionetas de cartapesta que tenían al lado—. Ahora lo entiendo. Tuvo que ser por nuestra discusión...

—Me parece que esta vez soy yo quien no puede seguirte.

—Estaba muy alterada al marcharme de tu casa. Y no era solamente por el asunto del cuaderno. Hablar contigo siempre me produce el mismo efecto, pero la otra noche... la otra noche... —Alzó sus límpidos ojos hacia los de Mario—. Dime, ¿qué viste exactamente?

—Ya te lo he contado. Caíste al suelo como una marioneta con los hilos enredados.

—Como una muñeca a la que se le hubiera acabado la cuerda —susurró Silvana casi sin prestarle atención—. Un mecanismo deteriorado... sobrecalentado por las emociones...

Se pasó una mano por la frente. Saltaba a la vista que los recuerdos empezaban a ordenarse en su memoria, como las piezas de un rompecabezas que Mario todavía no era capaz de visualizar. No le veía ningún sentido a lo que estaba diciendo. Durante unos segundos permanecieron juntos, ella contemplando la nada, él mirando la nada dentro de sus ojos, hasta que Silvana volvió a ser consciente de que no se encontraba sola. Entonces tiró débilmente de la mano de Mario para que la acompañara al primer piso de la casa.

—Ven conmigo —le pidió en un susurro—. Creo que es hora de que te enseñe algo.

CAPÍTULO VII

La escalera de hierro chirriaba bajo sus pies, y los crujidos de las tablas del suelo los acompañaron durante todo el recorrido hasta la habitación que había al fondo del pasillo principal. Mario se sentía demasiado aturdido como para prestar atención a la distribución de una casa de la que había hablado a menudo con Andrea. La muchacha empujó la puerta, y no le costó comprender que aquella habitación era la que se encontraba al lado del saloncito en el que se abría el único balcón de la vivienda. La habitación de Silvana.

Las cortinas seguían corridas, tal y como las había dejado Montalbano al recoger a su hija del suelo. Pero la claridad que se filtraba entre ellas era suficiente para que Mario pudiera distinguir lo que había a su alrededor. Parecía un dormitorio normal: había una cama antigua, con colgaduras polvorientas a las que el paso del tiempo había privado de su color, una alfombra deshilachada, un enorme armario en una de las esquinas, con sus lunas salpicadas de manchas, y un pequeño tocador donde curiosamente no había tarros de crema, ni perfumes, ni ninguno de los pequeños caprichos que cualquier chica se dedica a atesorar desde que tiene uso de razón. Lo que abarrotaba la habitación de Silvana eran cientos de libros. Había tres montones encima del cobertor de la cama, resbalando unos sobre otros como las piezas de un dominó colocadas en hilera. Había más libros encima de la alfombra (Mario estuvo a punto de dar una patada a una primera edición de H. G. Wells), amontonados sobre la repisa de la ventana (la colección completa de las obras de Julio Verne al lado de un vaso de cristal con una rosa marchita desde hacía días), en equilibrio precario sobre el borde del aguamanil (El hombre de arena, de Hoffmann. ¿Se había aburrido Silvana de leerlo y lo había dejado en la primera superficie plana que fue capaz de encontrar?). Al presenciar aquel despliegue de erudición no pudo evitar sentirse un poco avergonzado de sí mismo. Con todo el trabajo que se le acumulaba en la tienda apenas tenía tiempo para leer, pero Silvana parecía haberse revelado como un auténtico ratón de biblioteca. Volvía a tener la molesta sensación de que nunca estaría a su altura.

Al lado de los libros que atestaban el tocador había un objeto que tardó un momento en reconocer: un pequeño astrolabio de fabricación casera en cuyos anillos la muchacha había prendido una serie de papeles con minúsculas anotaciones. Tenía la clase de letra pequeña y rizada que uno podría encontrar en la correspondencia de Leonardo da Vinci.

—Eres una caja de sorpresas —reconoció Mario, acercándose al dorado instrumento con un dedo extendido para rozar tentativamente los círculos concéntricos. Se movieron unos alrededor de otros, como en un baile planetario—. ¿Es esto lo que querías que viera? ¿Te interesa tanto la astronomía como la...? —Las palabras murieron en sus labios al darse la vuelta y sorprender a Silvana desabrochándose silenciosamente la blusa. Durante una fracción de segundo temió haber perdido la razón—. ¿Pero qué demonios estás haciendo?

—Olvídate de todo eso —contestó la joven, sin levantar la cabeza de su pecho—. Ahora tenemos entre manos asuntos mucho más apremiantes que la conjunción de las estrellas.

Mario comprendió que no era él quien había perdido la razón: era Silvana, no había la menor duda. No se le ocurría ninguna otra explicación para el hecho de que estuviera desnudándose ante él. Se le había abierto la boca como un pez fuera del agua mientras la muchacha proseguía con lo que estaba haciendo, al parecer indiferente al temblor que se había apoderado de las piernas de Mario. ¿Realmente había logrado ser tan persuasivo?

—Espera, Silvana... espera un momento... —La sujetó por las muñecas como lo había hecho momentos antes, en la juguetería—. Me parece que vas demasiado rápido... Esto no es lo que quería que hiciéramos... Quiero decir, lo es, pero no de una manera tan... tan...

—Oh, por el amor de Dios —resopló Silvana, apartándole los dedos—. No es momento de que te eches atrás por tu caballerosidad, ni yo por mi pudor. Vamos, ven a tocarme.

Mario no podía hacer más que mirarla, con las manos alzadas como las de alguien a quien acabaran de hipnotizar. Los últimos botones dejaron de cumplir la función para la que habían sido creados. Silvana se abrió la blusa, sacó los brazos de su interior y arrojó la prenda de cualquier manera sobre la cama, encima de los libros. No llevaba más que un corpiño blanco que realzaba la exquisita curvatura de sus pequeños senos, sobre los que se balanceaba la cadena dorada de su reloj. Sin dejar de sostenerle la mirada, tomó en su mano la de Mario para atraerla hacia la piel de su escote, tan fría como la escarcha.

Parece que no hay vuelta atrás, pensó mientras daba un paso tentativamente hacia la joven. Nunca había experimentado una sensación semejante: era como si caminara en medio de un sueño. Tal vez porque había soñado demasiadas veces con aquel momento.

—Tócame —volvió a susurrar Silvana, apretando los dedos de Mario contra uno de sus pechos de manera que pudiera abarcarlo con su palma—. Tócame... y dime qué sientes...

Deseo, un deseo salvaje que no atendía a ruegos ni explicaciones; y al mismo tiempo algo más fuerte que Mario se había jurado a sí mismo no volver a sentir nunca más. Ella había cerrado los ojos, y mientras percibía los rítmicos latidos de su corazón contra sus dedos pensó que daría el resto de los años que le quedaban de vida a cambio de detener el tiempo en aquel instante. No creía que ningún hombre pudiera amar más a una mujer.

Le llevó un rato comprender que algo no marchaba bien. Perdido en su delirio, había pasado por alto el detalle de que en realidad no estaba sintiendo el menor de los latidos.

—Has tardado más de lo que imaginaba en darte cuenta —oyó que susurraba Silvana.

Aún seguía teniendo los ojos cerrados. Mario levantó la mirada hacia su rostro, cada vez más confundido, y después volvió a posarla en su escote. Lo único que podía notar bajo sus dedos era un estremecimiento pausado, chirriante, que se propagaba por dentro de su cuerpo, un traquetear de engranajes apenas atenuado por la piel que los cubría.

Aquella revelación apagó su deseo casi tan rápidamente como había germinado.

—¿Qué significa esto? —consiguió articular por fin—. ¿Qué es lo que hace este ruido?

—Mi corazón. El mismo que has tenido toda la noche dentro de una de tus alacenas.

Mario se apartó de Silvana como si le hubiera dado una descarga eléctrica. Pálido y desencajado, se quedó de pie en medio del dormitorio con la misma cara que pondría un hombre después de haber visto a un fantasma. Un hermoso fantasma de cabellos de oro.

—Eso no es cierto —murmuró en un tono de voz que dejaba claro que estaba tratando de convencerse a sí mismo antes que a ella—. Era el esquema de una caja de resonancia...

—Era un corazón artificial idéntico al que acabas de escuchar moverse dentro de mí.

—Pero tenía el mismo aspecto que una caja de resonancia —insistió Mario, sintiendo cómo se le cubría la frente con una capa de sudor frío. Lo que antes le había parecido un sueño tenía que ser forzosamente una pesadilla—. Era una de esas piezas que se implantan dentro del pecho de las muñecas parlantes. ¡Hemos tenido docenas de ellas en mi taller!

Silvana sacudió la cabeza. Parecía una madre tratando de explicar a su hijo que dos y dos son cuatro, aunque la expresión de su rostro no resultara demasiado tranquilizadora.

—Lo que sujetabas anoche entre tus dedos —le dijo más bajito— era el mecanismo de relojería más complicado que ha visto nunca un ser humano. El movimiento continuo...

—Eso no es más que un mito con el que han soñado los científicos desde hace siglos.

—También lo era la posibilidad de resucitar a los muertos —repuso Silvana—. Y siento decir que lo que ahora mismo tienes delante de ti... no es más que un cadáver reanimado.

Un largo silencio siguió a sus palabras. Durante unos segundos no se escuchó nada más que los pausados entrechocares de las piezas que conformaban aquel mecanismo, y en los que Mario, por algún motivo incomprensible, no había reparado antes. Del pecho de Silvana surgía un sonido muy parecido al de las cajas de música una vez que se han extraído sus llaves, justo antes de que los cilindros comiencen a desgranar sus melodías.

—Eres... ¿eres una autómata, entonces? ¿Una muñeca que puede hablar... pensar...?

—Soy una persona. O por lo menos lo fui, hace mucho tiempo. Mi padre me convirtió en lo que ves... un amasijo de hierros, engranajes y ruedas recubiertos por una piel como la tuya. —Le cogió las manos para colocarlas sobre sus mejillas. Mario no había salido aún de su estupefacción—. Es suave, aunque muy fría, ¿verdad? Pero es una piel tan real como la de Simonetta Scandellari y el resto de tus vecinas. Por fuera somos idénticas.

—Además eres capaz de expresarte como una persona de carne y hueso —murmuró el joven, sin comprender cómo seguía saliéndole la voz—. Tienes un alma dentro de... de...

—De eso no estoy segura —reconoció Silvana—. Teóricamente sí, la tengo. Porque soy capaz de discurrir, de imaginar cosas, de llegar a conclusiones y de tomar mis propias decisiones sobre lo que quiero hacer a cada momento. ¿Tienen alma las muñecas que los dos fabricamos para nuestros clientes? Por supuesto que no, porque sus actos obedecen a unos mecanismos implantados por nosotros. ¿Dónde está mi alma entonces? ¿Dentro de mi cabeza? ¿Dentro de este corazón de hierro que mantiene en movimiento todos mis demás dispositivos? —Se llevó una mano al pecho, extendiendo sus dedos sobre la parte del escote que Mario había tocado unos minutos antes. No le costó comprender que Silvana estaba poniendo en palabras unos pensamientos que llevaban demasiado tiempo dando vueltas por su mente—. Me encantaría saber dónde se encuentra mi esencia, ahora mismo —prosiguió en apenas un susurro—. Lo que soy... más allá de toda esta maquinaria... Estás aterrado —continuó Silvana a media voz. Dejó caer las manos de Mario, que había mantenido durante todo aquel tiempo presionadas contra su rostro—. Siento haberte asustado. No era mi intención hacerlo. Pensé que merecías saber qué clase de ser era yo antes de poder cometer cualquier locura... como enamorarte de mí.

Concluyó la frase con una cierta incomodidad. Mario negó con la cabeza, aunque no fue capaz de hablar. Demasiado tarde, querría haberle contestado. Es demasiado tarde para que pueda retroceder. Demasiado tarde para que me olvide de lo que siento por ti.

Pero no se lo dijo. No se atrevía a hacerlo. Le había asegurado que tenía un alma, y Mario la había creído sin dudarlo: era una creación demasiado hermosa para no haber salido de las manos de un demiurgo. Quedaba algo humano en la mujer de la que se había enamorado. Algo que le hacía aferrarse desesperadamente a la posibilidad de que Silvana le correspondiera. Y aquel convencimiento era lo que Mario encontraba más preocupante, mucho más que aquella revelación acerca de sus ruedas y sus engranajes. Ningún otro hombre en Venecia sería capaz de enloquecer de amor por una autómata.

—Me imagino que tu desmayo de hace dos días... tendrá que ver con la maquinaria de la que estás hablándome, ¿verdad? ¿Ha habido algún fallo en tu funcionamiento?

—Eso parece —contestó Silvana encogiéndose de hombros—. Ya te dije antes que no ha sido la primera vez que me sucede algo así. Normalmente no suelo acordarme de lo que me hace perder el conocimiento. Simplemente me quedo quieta y me caigo al suelo, tal y como les sucede a las muñecas andadoras cuando se les acaba la cuerda. Mi padre cree que puede deberse a mi reacción ante las emociones fuertes. Al ser solo un prototipo...

Su voz se apagó poco a poco. A Mario le llevó un momento reconocer el sonido que la había puesto en alerta: un revuelo de plumas acompañado por unos fuertes graznidos.

—El ave fénix ha echado a volar —se alarmó—. ¡Mi padre ha vuelto antes de tiempo!

No le dio la oportunidad de reaccionar. Mario se encontró de repente agarrado por un codo, arrastrado hasta el armario que había en un rincón y empujado su interior.

—No digas ni una palabra. Si se entera de que te he traído aquí arriba será el final...

—¡Silvana! —les llegó entonces la voz de Montalbano—. ¿Estás en tu habitación?

Hubo un renquear de pasos en el piso de abajo y un chirriar de la escalera, el mismo que Mario había escuchado bajo sus propios pies. Su corazón comenzó a latir con fuerza.

—No pienso esconderme como un niño —le aseguró. Quiso soltarse de sus manos, pero la presión de los dedos de la muchacha era demasiado persistente. No estaba dispuesta a que Montalbano los descubriera—. Silvana... ¡no! ¡Tengo que hablar con él de una vez!

Silvana volvió a empujarle para que se metiera dentro del mueble. Forcejeó con él hasta que consiguió que se agachara entre su ropa, que todavía conservaba su perfume.

—Vas a quedarte ahí quieto y vas a estar callado hasta que se marche. Eres hombre muerto si mi padre se entera de que te lo he contado todo. —Recogió rápidamente un par de medias que había sobre la alfombra y las arrojó dentro del armario, cerrando la puerta a continuación—. No hagas ruido —susurró a través de la cerradura—. No será más que un momento. Estoy segura de que volverá a marcharse, y entonces podrás salir de aquí...

Mario no se sentía con ánimos para replicar. La cabeza le daba vueltas, y las manos le temblaban mientras se apoyaba en sus palmas para retroceder silenciosamente hacia el fondo del armario. Estaba oscuro como la boca de un lobo; la única luz que atravesaba aquellas tinieblas era la que se colaba por la cerradura, un delgado hilo dorado que no tardaría en desvanecerse. Bastaba para distinguir a su alrededor las sombras informes de la ropa de Silvana, una hilera de vestidos colgados sobre su cabeza, además de dos pares de zapatos y más montones de libros a los que, según comprobó al pasar ciegamente sus dedos sobre ellos, se les estaban desprendiendo las tapas. Tuvo que acurrucarse en un rincón y esperar en silencio mientras los pasos de Montalbano se acercaban por el pasillo.

—Silvana, ¿qué estás haciendo aquí? —le oyó decir antes de abrir la puerta, que habían dejado entornada poco antes—. ¿Va todo bien? Dijiste que te harías cargo de la tienda...

La falda de Silvana siseó sobre las tablas del suelo cuando se reunió con su padre.

—Lo siento. Pensaba hacerlo, pero me sentí de repente un poco... indispuesta...

—¿Has vuelto a marearte? —La voz de Montalbano dejaba traslucir una inconfundible preocupación. Mario tuvo que aguzar el oído; se había puesto a hablar casi en un susurro y le costaba captar lo que decía—. No esperaba un nuevo desvanecimiento tan pronto —siguió diciéndole a Silvana—. Tenía que haberte dedicado algo más de tiempo esta mañana.

—No hace falta que te preocupes por mí. Es solo que me siento un poco cansada. Esta tarde no hemos tenido demasiados clientes, así que pensé que podría tumbarme un rato...

Hubo un sonido de muelles. Mario se puso silenciosamente de rodillas para acercar un ojo a la cerradura. Vio a Silvana sentada sobre el borde de la cama, con las manos enlazadas sobre su regazo, tal vez para disimular sus temblores, y a Montalbano dándole la espalda al armario. Llevaba puesta su larga levita, y sujetaba su sombrero en la mano.

—Mi pequeña perezosa. Cualquier día te descubriré echándote la siesta, y eso sí que será la mayor sorpresa de toda mi vida —dijo el anciano en tono jocoso. Silvana no supo qué contestar—. Ah, yo también me siento muy cansado, cariño, sobre todo al pensar que tengo que volver a marcharme ahora mismo. Los funerales no han sido hechos para mí.

—¿Cómo les ha ido a los Scandellari en San Michele? —preguntó Silvana en voz baja.

—No muy bien. Pero eso era de esperar. La hermana mayor no ha dejado de llorar desconsoladamente durante toda la ceremonia y Scandellari no parecía ser capaz de reaccionar. —Sacudió la cabeza con aire comprensivo—. Pocas cosas hay más traumáticas que enterrar a una hija.

—Pobre Simonetta. Para ella también tiene que haber sido una experiencia terrible.

—A todos nos toca cargar con nuestra cruz —suspiró Montalbano, cogiendo su mano para que se pusiera en pie—. Ahora quédate quieta —le indicó mientras rebuscaba dentro de su chaleco; Mario le vio sacar una especie de navaja suiza de cuero negro, un juego de destornilladores en miniatura y, finalmente, lo que parecía ser una linterna de bolsillo, que acercó a su rostro—. Es solo un examen rutinario. No tengas miedo; no te haré daño.

Sujetó cuidadosamente la barbilla de Silvana para echarle la cabeza hacia atrás. Con la otra mano encendió la linterna, pasándola por delante de sus ojos repetidas veces para examinar sus pupilas. La muchacha mantenía la vista alzada hacia el techo, y cuando su padre la soltó no pudo disimular una mueca de molestia. Se frotó los ojos con la mano.

—Parece que te encuentras completamente recuperada —proclamó Montalbano con aire de satisfacción, devolviendo la linterna al interior de su chaleco—. Aun así me gustaría echarte un último vistazo antes de volver a marcharme. Date la vuelta un momento.

Silvana pareció confundida de repente. Miró de reojo la cerradura del armario.

—No creo que sea necesario. Ya te he dicho que no me he mareado en toda la tarde...

—Vamos, ¿a qué viene esta reticencia? —Montalbano le dio un cariñoso pellizco en la mejilla. La miraba con una ternura que Mario no recordaba haber percibido en ninguno de los padres que acompañaban a Ca’ Corsini a sus niñas—. ¿Desde cuándo te muestras tan vergonzosa conmigo? Podría enumerar sin equivocarme cada una de las piezas que he colocado dentro de este precioso cuerpecillo tuyo. Lo conozco mejor que tú misma.

Le dio la vuelta con delicadeza, de manera que Silvana quedó de espaldas a su padre y al armario. Mario se arrastró sobre sus rodillas para acercar más su ojo a la cerradura. Tenía que ver lo que le hacía... ¡tenía que saber lo que había dentro de ella! Contuvo el aliento mientras entornaba los ojos en la penumbra. Había un espejo encima del tocador atiborrado de libros, y el pequeño marco rectangular le devolvió el reflejo del rostro de Silvana, pálido como el de una figura de cera. Seguía mirando el armario con aprensión.

Canturreando para sí, Montalbano comenzó a deshacer las lazadas de su corpiño. Vio moverse las cintas a lo largo de la espalda de la joven. Escuchó el susurro del algodón al dejar de estar en contacto con su cuerpo, y la respiración contenida de Silvana cuando su padre soltó la prenda sobre la cama, al lado de la blusa que se había quitado poco antes.

—Apártate el pelo —le ordenó Montalbano, y Silvana obedeció, sin decir una palabra.

Mario estuvo a punto de soltar un grito que lo habría delatado. Prácticamente toda la espalda de Silvana se encontraba recubierta por una plancha metálica horadada por un sinfín de pequeños resortes, unas piezas que no podían medir más de medio centímetro de diámetro y que los dedos de Montalbano comenzaron a manipular como quien está acostumbrado a hacerlo a diario. Silvana, mientras tanto, permanecía silenciosa; se había echado el cabello hacia delante para que le cubriera el pecho desnudo, aunque no parecía atreverse a mirar más al espejo. Mario tampoco fue capaz de contemplar nada más. Sin dejar de temblar, se desplomó en silencio contra la pared del fondo del armario mientras todo a su alrededor se hundía en la oscuridad; una oscuridad que envolvió por completo su conciencia para ahorrarle la angustia de tener que soportar más visiones de pesadilla.

No sabría decir cuánto tiempo pasó en semejante estado. Podrían haber sido tan solo unos minutos, o tal vez un par de horas; en cualquier caso la puerta del armario acabó abriéndose poco a poco para que Silvana lo recibiera de nuevo en el mundo de los vivos.

De Montalbano no había ni rastro. La joven se arrodilló a su lado, alarmada. Volvía a llevar puesto su corpiño blanco, que cubría por entero la plancha metálica de su espalda.

—¡Mario! —exclamó al ver que no se movía. Le dio unas palmadas en las mejillas para que reaccionara de una vez y suspiró de alivio al ver que parpadeaba, mirándola como quien se encuentra ante una aparición—. Estaba preocupada por ti —susurró—. No hacías ningún ruido, ni siquiera cuando te avisé de que mi padre acababa de salir a la calle...

Le ayudó a levantarse para conducirle hasta la cama, en la que Mario se sentó con su cabeza dando vueltas todavía como una peonza. Silvana parecía realmente arrepentida.

—Lo siento —le susurró—. Lo siento muchísimo. No tenía que haberte obligado a... a...

—Se me pasará en un momento —le aseguró Mario, aunque se encontraba convencido de que aquella imagen apocalíptica de su espalda atravesada por remaches metálicos le acompañaría mientras siguiera respirando. Se apretó las sienes con las manos, agachando la cabeza. Silvana le miraba con creciente preocupación—. Debo parecerte un completo idiota ahora mismo —murmuró Mario—. Necesito un poco de tiempo para asimilarlo todo.

—Te convendría tomar algo. No te muevas de aquí; estaré de vuelta en un minuto.

Salió del dormitorio sin hacer más ruido que un gato y regresó poco después con una copa de sambuca, un licor muy fuerte, de sabor anisado, que Mario había probado en la trastienda de Scandellari un par de años antes. Le había producido una resaca tremenda.

—Pensé traerte un vaso de agua —dijo Silvana mientras le daba la copa y ponía cuatro granos de café en su mano—, pero después de lo que acabas de presenciar me pareció que necesitarías algo bastante más fuerte. Primero el café y luego la sambuca, de un trago.

Mario no se hizo de rogar. Se metió los granos tostados en la boca, los masticó unos segundos y acto seguido apuró el licor de un solo sorbo, haciendo una mueca al sentir cómo la bebida le abrasaba la garganta. Aquello sería capaz de resucitar a los muertos.

Bien pensado, no era nada del otro mundo; Montalbano también sabía hacerlo.

—¿Tú no puedes beber? —le preguntó a Silvana con una voz áspera como una lija.

—No lo necesito —dijo la muchacha, mirándole con cierta aprensión—. Las emociones fuertes me afectan pero no como a los demás, así que el alcohol no me sería de ayuda.

—Me refiero a si no puedes beber... nada. Ni siquiera un vaso de agua.

Ella guardó silencio mientras inclinaba ligeramente su cabeza hacia un lado.

—¿Le darías de beber agua a una de tus muñecas andadoras? —le preguntó—. No, porque no la necesitaría para cumplir con su función, ¿verdad? —Mario dudó un momento antes de asentir—. Y de todas formas, ¿has visto lo que le sucede a un mecanismo al mojarlo?

—Sí... más de una vez. Los niños venecianos son muy descuidados con sus juguetes. A menudo se reúnen en los puentes para pelearse, y los vencedores acaban tirando al canal los tesoros favoritos de sus enemigos. Normalmente no hay manera de arreglarlos.

—Entonces no será necesario que responda a tu pregunta —puntualizó Silvana.

Mario se quedó mirándola con la copa en la mano. Acababa de darse cuenta de lo previsor que había sido Montalbano, casi despiadado en la elección de su nuevo hogar. Una ciudad atravesada por canales en los que un simple resbalón podría dejarla reducida a la inmovilidad resultaba lo más adecuado para convencer a su hija de que no pisara la calle.

Ella se había inclinado para cogerle la copa. La dejó sobre el tocador, al lado de su astrolabio, y se sentó muy despacio en la cama, dándole la espalda a Mario, con la cabeza caída sobre su pecho y sus ojos clavados en la pared. Permanecieron en silencio durante mucho tiempo, mientras se ponía el sol por encima de los tejados de la ciudad y la luz que se inmiscuía por entre las cortinas se volvía de un azul ceniciento, mortecino.

—Ya no te parezco tan deseable como antes, ¿verdad? —le susurró Silvana por fin.

Mario, sentado al otro lado de la cama, se volvió silenciosamente para mirarla. Se le marcaban dos huesos sobre el corpiño, semejantes al nacimiento de unas alas, y su melena caía sobre uno de sus hombros, dejándole el cuello al descubierto. Tan blanca, tan fría...

—Mi opinión sobre ti... sigue siendo la misma. Me da exactamente igual lo que seas.

Silvana le miró con algo de sorpresa, sin levantarse de la cama. Fue Mario quien lo hizo. Se puso en pie y rodeó el enorme lecho cubierto de libros para ponerse de rodillas delante de Silvana. Había tanta devoción en sus ojos que la joven se quedó sin palabras.

—Nada ha cambiado —le aseguró—. Ese hombre es un degenerado. Nunca le perdonaré lo que te ha hecho. Pero nada de eso es culpa tuya, Silvana. No eres más que la víctima de un maníaco que no se molestó en consultarte lo que pensaba hacer contigo. —Agachó la cabeza para besar sus manos. Pudo notar claramente cómo temblaban—. No creo que haya nadie tan estúpido como para tenerte miedo. Hay más luz en ti de lo que imaginas.

—«Todos los humanos odian a quienes son infelices» —susurró Silvana, cerrando los ojos—. «¡Cuánto odio debo despertar yo que soy el más infeliz de los seres vivientes!».

Mario estuvo tentado de preguntar de dónde había sacado esa cita, aunque no quería quedar como un ignorante ante Silvana. No después de que se hubiera sincerado con él.

— Frankenstein —dijo la muchacha, adivinando lo que pensaba—. Es mi novela favorita desde que la leí por primera vez, hace catorce años. Una historia conmovedora, aunque demasiado pueril. El monstruo es tan ingenuo como para pensar que realmente acabará encontrando una compañera. Si se hubiera dado cuenta a tiempo de la verdad, le habría ahorrado mucho sufrimiento a su creador. Aunque, claro, entonces no habría historia...

—¿Nunca te has parado a pensar —preguntó Mario— que tal vez su creador mereciera todo lo que le hizo? El monstruo... la criatura —se apresuró a rectificar— no le pidió que le diera la vida. Y al menos pudo disfrutar de una libertad que parece que a ti te ha sido negada.

La sujetó con cuidado por debajo de los brazos para ponerla en pie. Al sostener por primera vez su cuerpo se dio cuenta de lo mucho que pesaba: un frío esqueleto de metal revestido por la aterciopelada piel de una mujer. Mario tomó su cara entre sus manos.

—Basta de medias tintas —le susurró—. Si quieres contarme la verdad, hazlo del todo o no lo hagas. ¿Por qué sigues permitiendo que Montalbano te manipule como a una niña?

Silvana pareció un poco confusa. Aquella expresión era algo nuevo en su semblante.

—No es tan sencillo como puedas pensar. A efectos prácticos soy su hija adoptiva...

—Tienes veintitrés años —le recordó Mario—. Ya eres lo suficientemente mayor como para abandonar el nido. Y tu padre no es tan anciano como para no poder valerse por sí mismo.

La mano de Silvana volvió a cerrarse de manera instintiva alrededor de su reloj. El ángulo descrito por las agujas, siempre el mismo, fue como una revelación para Mario.

—¿Significa algo para Montalbano que permanezca parado a las seis menos veinte?

—Más para mí que para él —murmuró Silvana, dándole vueltas a la esfera—. Es la hora a la que le dijeron que había muerto. La hora que está a caballo entre la noche y el día.

—¿Qué fue lo que te sucedió? ¿Dónde te encontró? Cuéntame todo lo que sepas.

—Hubo una epidemia de peste en Civitavecchia, en 1891 —le explicó Silvana un poco apáticamente—. Me ha dicho que vivía allí con mis padres, aunque no recuerdo nada. Ni siquiera cómo se llamaban. Fui la última persona que murió, y Montalbano se las arregló para sacarme de la enfermería antes de que me arrojaran a la fosa común con los demás.

»Me llevó a una pequeña casa que había alquilado en Positano, con un taller cuyas ventanas daban directamente sobre el Tirreno. El mar fue lo primero que vi al despertar sobre su mesa de operaciones. No sabía lo que me había pasado; no tenía la menor idea de quién era yo, ni cuántos años tenía, ni mucho menos lo que estaba haciendo con un desconocido en la costa amalfitana. Pero Montalbano fue muy paciente conmigo y me aseguró que no tendría nada que temer mientras permaneciera a su lado. Dijo que no me quedaba nadie más en el mundo y que él cuidaría de mí. Dijo que me llamaría Silvana.

»Muchas veces me he preguntado cuál sería mi verdadero nombre, el que tenía en la vida anterior de la que no consigo acordarme. Supongo que nunca lo descubriré. No hay nombres grabados en una fosa común. Nadie se acordaría de quién fui yo si Montalbano me hubiera abandonado con los demás muertos. Sería como si no hubiera nacido jamás...

Su voz fue apagándose, pero Mario no la animó a seguir. No hacía más que escuchar en su cabeza el eco de una misma idea: se había enamorado de una mujer que llevaba diecisiete años muerta. Alguien a quien habían robado su pasado junto con su corazón.

—Varios años más tarde, cuando había pasado el peligro del contagio, regresamos un fin de semana a Civitavecchia y Montalbano quiso conducirme hasta la fosa común. Se quedó allí conmigo, de pie en la parte más alta de la colina, cogiendo mi mano mientras veíamos cómo una cuadrilla de obreros removía la tierra de la zona que habían destinado a parque público. Había restos de huesos mezclados con el barro, calaveras que parecían sonreírnos desde las profundidades y cajas torácicas envueltas en sábanas sucias, como sudarios hechos jirones. «Esto que ves», me susurró Montalbano al oído, cogiéndome en uno de sus brazos, «es lo que les sucede a los mortales más tarde o más temprano. Algo sucio y repugnante que gracias a mí nunca tendrás que conocer». Y también dijo: «Los huesos de tus verdaderos padres reposan en ese montón. Pero no tienes que pensar más en ellos. No debieron de quererte mucho». «¿Cómo lo sabes?», le pregunté. «Porque si lo hubieran hecho», me contestó, «nunca te habrían dejado morir. Yo no te dejaría morir».

»Entonces sacó un reloj en el que le había visto trabajar la noche anterior. Un reloj de caballero, de bolsillo, al que había añadido una cadena para convertirlo en un colgante.

«Marca las seis menos veinte porque es la hora exacta a la que moriste. He detenido su mecanismo para que nunca más pueda funcionar. Las agujas no pasarán de este ángulo, de este momento en que tu corazón tendría que haberse parado para siempre. Ahora yo te he dado un corazón nuevo, y tú vas a prometerme que nunca te alejarás de mi lado».

»Me levantó el pelo con cuidado para apretar el cierre de la cadena y me pidió que le diera un abrazo. Yo lo hice porque aún no comprendía muy bien toda aquella historia de la fosa. El reloj me parecía bonito y brillante, y no me preocupaba nada más. Aunque me hubiera convertido en una criatura inmortal seguía siendo demasiado pequeña como para seguir su línea de pensamientos. Pero en seguida empecé a hacer grandes progresos. Montalbano me enseñó a mirar dentro de los mecanismos de relojería como si fueran un organismo vivo, donde cada pequeña palanca, cada resorte y cada aguja formaban parte de un todo inmutable, indivisible. Cuanto más aprendía de maquinaria, más imperfectos me parecían los seres humanos comparados con las creaciones que salían de nuestra juguetería. Naturalmente, no eran más que divertimentos destinados a los niños, pero para mí cada nueva caja de música y cada muñeca parlante suponían un reto. Es una pasión por la que debo estarle agradecida... por muy egoísta que pueda parecer lo que me hizo.

Mientras hablaba, los dedos de Silvana no habían dejado de juguetear con su reloj. Al darle la vuelta, Mario se dio cuenta de que la parte trasera presentaba un elegante diseño de rosas grabadas en el metal, que destacaba nítidamente sobre la superficie de oro. Era un artilugio muy hermoso, aunque no le costó comprender que, para Montalbano, ver a su hija adoptiva con aquel regalo suyo no era más que una manera de recalcar su posesión.

En el fondo no se diferenciaba demasiado de lo que se solía hacer con las marcas al fuego en las cabezas de ganado. Mario lo tomó en su mano para examinarlo de cerca.

—Podrías ponerlo de nuevo en marcha si quisieras —sugirió—. Siendo tan buena con los mecanismos no te costaría nada conseguir que las agujas volvieran a girar como antes...

Había una insinuación en sus palabras que a Silvana no le pasó inadvertida. Le quitó el reloj de la mano para que volviera a descansar sobre el borde de encaje de su corpiño.

—Las cosas no siempre se pueden arreglar —le susurró. Parecía triste de repente—. A mí no pueden arreglarme. Seguiré siendo lo que soy durante el resto de los siglos... un ser que nunca morirá pero cuya carne irá descomponiéndose sobre su esqueleto de hierro al convertirse en una anciana. El movimiento continuo de mi corazón me impedirá morir como los demás, pero no hará que deje de envejecer. No encontraré descanso nunca, ni en esta vida ni en la siguiente. —Se detuvo un momento antes de añadir, más bajito—: Por eso he decidido seguir al lado de Montalbano. Es la única persona capaz de liberarme.

Un relámpago pareció atravesar la mente de Mario cuando comprendió el auténtico significado de sus palabras. Cuando supo qué era realmente lo que la ataba a su creador.

—Vas a tratar de convencerle para que te desconecte como lo haría con cualquiera de sus muñecas. Quieres que te conceda la muerte... igual que te concedió la vida...

—Es el único que puede ayudarme ahora mismo —insistió la muchacha, sacudiendo su pelo mientras se daba la vuelta. Apretó los brazos contra su pecho—. No tienes idea de lo que supone esto para mí —le aseguró más quedamente—. Sobre todo cuanto te descubro mirándome al otro lado del canal. Te observo por entre las cortinas y me pregunto cómo será la vida de las personas de carne y hueso. Me gustaría poder ser como Simonetta Scandellari. Joven, despreocupada y llena de vida y de energía. Siempre dispuesta a reír con vosotros sin que ningún pensamiento relacionado con la muerte pueda perturbarla...

Mario estuvo tentado de decirle que Simonetta no era un buen ejemplo. En aquellos momentos la pobre muchacha difícilmente podría pensar en algo que no tuviera que ver con la muerte. Al acordarse de los Scandellari se le puso un nudo en el estómago, y se preguntó si Andrea habría regresado de San Michele... y lo que opinaría de su ausencia.

—Las vidas de los demás no tienen por qué ser siempre de color de rosa —le advirtió con una sombra de inquietud. No le había tranquilizado la manera en que se refería a su propio final—. Todos pasamos por momentos de placer y por momentos de tristeza. Y la muerte, en el supuesto de que Montalbano accediera a desconectarte, no te concedería ninguna de las sensaciones que pareces echar tanto de menos. Ya no habría nada para ti.

—Prefiero no vivir más antes que vivir a medias. Sé que no tendré paz si me quedo de brazos cruzados. Algún día, no importa cuándo, lograré convencerle de que me deje ir...

—¿Y si se niega? ¿Qué pasará si se ríe después de que le cuentes todo esto?

—Mi padre nunca se burlaría de mí —repuso la muchacha—. Reconozco que es un poco excéntrico, pero hasta el día de hoy siempre se ha portado como un caballero conmigo.

—Eso no le hará renunciar a ti —rezongó Mario. Era frustrante comprobar lo ciega que se encontraba Silvana, atada por las cadenas invisibles que Montalbano le había echado encima durante todos aquellos años—. Eres su posesión más preciada —continuó—. Su obra maestra. ¿Por qué iba a destruir los mecanismos que tanto esfuerzo le ha costado crear?

Un chapoteo en el rio del Gaffaro les advirtió de que una embarcación se deslizaba hacia el siguiente puente, un sonido de lo más habitual para los venecianos que a Mario le hizo ponerse repentinamente alerta. Pero no se trataba de Montalbano; aquel rasgar de violines no podía proceder más que de una de las góndolas destinadas a los turistas. Al centrar de nuevo su atención en Silvana comprobó que le estaba mirando de hito en hito.

—Qué curioso —dijo muy despacio, entornando los ojos hasta que quedaron reducidos a dos estrechas franjas azules—. Hasta ahora nunca había pensado en mí como en una obra maestra. La expresión «monstruo de Frankenstein» me parecía mucho más apropiada.

—Yo podría habértelo dicho en cualquier momento —le aseguró Mario—. Y mi hermano también te lo confirmaría si hablaras con él. No quieras saber las bromas que he tenido que soportar desde que se me ocurrió admitir en voz alta lo perfecta que te encontraba.

Silvana bajó un momento las pestañas, y si realmente hubiera seguido teniendo sangre en sus venas se habría sonrojado. Mario no pudo reprimir una sonrisa. Levantó una mano para apartar unos cabellos que le caían por la cara. Al acomodarlos delicadamente detrás de su oreja pudo sentir cómo se estremecía. Aquella era la primera vez que la acariciaban.

—Gracias por confiar en mí —le susurró—. Me alegro de que me dejes compartir el peso de tu secreto. Tendrías que habérmelo dicho mucho antes. Te habría comprendido igual.

—Todos tenemos nuestros secretos —aseguró Silvana mientras se encogía ligeramente de hombros—. Todos, absolutamente todos. Lo que sucede es que los de algunas personas son más escalofriantes de lo que puedan imaginar los demás. —Dudó un momento antes de añadir, colocando un dedo sobre la nariz de Mario—: Y ahora que te lo he contado todo creo que podrías explicarme, por ejemplo, cómo te rompiste esto, y por culpa de quién.

Esta vez fue Mario quien se sonrojó como un niño. Abrió la boca, sin saber bien qué decir, pero por suerte Silvana le ahorró el mal trago de tener que inventarse una excusa para lo que no podía explicar de ninguna de las maneras. Los ojos le resplandecían como si estuviera a punto de sonreír mientras apretaba sus pequeñas manos contra su camisa.

—Márchate ahora —le dijo en voz baja—. Se está haciendo tarde. Tu hermano estará buscándote por todas partes. A mí ya sabes dónde encontrarme, y además... —Se acercó más a Mario para susurrar en su oído—: Me has dado una nueva razón para vivir. Por ahora.

***

Fue la cena más triste de la que Mario podía acordarse. Cuando abandonó La Grotta della Fenicele daba la sensación de que el recuerdo de las manos de Silvana aferradas a las suyas le acompañaría durante el resto del día, pero cuando se reunió con Andrea en su casa comprendió que aquel escudo no era lo bastante fuerte como para contrarrestar la pena producida por la muerte de Emilia. Las habitaciones estaban sorprendentemente silenciosas sin que se escucharan a través de la pared sus risas infantiles ni sus correteos.

—Casi ha sido mejor que no vinieras —murmuró Andrea como si le leyera la mente.

Su hermano levantó la cabeza. Llevaban sentados un largo rato en silencio, delante de dos platos de risotto que hacía tiempo que se habían quedado fríos. Mario no había probado más que un par de cucharadas, y Andrea se había limitado a dar vueltas al suyo mientras contemplaba con tristeza una muñeca de trapo que había encima de la alacena.

Era el juguete que habían prometido regalarle a Emilia por su cumpleaños. Andrea había tenido que recorrer varias mercerías para encontrar una madeja de lana del mismo color que sus trenzas. Querían hacer algo especial para ella, una copia suya en miniatura.

Ahora no podrían dársela nunca. La muñeca se quedaría sentada para siempre en su comedor como el recordatorio de una de las pérdidas más dolorosas que habían sufrido.

—Come —le aconsejó Mario—. La vida sigue, al menos para nosotros. Mañana tenemos que abrir de nuevo la tienda y no puedo dejar que te marees de hambre tras el mostrador.

Andrea apartó silenciosamente su plato. Había unas sombras alrededor de sus ojos que nunca había percibido en él, siempre tan risueño y parlanchín como una cotorra.

—Scandellari estaba completamente destrozado —dijo a media voz.

—No me extraña. Cualquier persona lo estaría en su lugar.

—No dijo nada mientras bajaban el ataúd de Emilia a la fosa. Nada, absolutamente nada. Y eso es lo que más pena me ha dado. No podía dejar de mirar a ese pobre hombre, grande como un oso, llorando en silencio mientras dejaba a su hija pequeña al lado de su madre. El agujero parecía tan grande para ella... ¡no tenía más que siete años...!

Mario bebió un sorbo de agua. Le tembló un poco la mano con la que agarraba el vaso al acordarse de otra niña que había muerto en Civitavecchia. Las fauces abiertas de la fosa que había estado a punto de tragarse a Silvana regresaban sin cesar a su memoria.

—¿Cómo se encuentra Simonetta? No pude verla cuando regresó del cementerio.

—Mal. Muy mal. Se desmayó cuando estábamos a punto de salir de San Michele y tuvimos que llevarla en brazos a la góndola. Y al llegar a casa Scandellari me pidió que le ayudara a meterla en la cama, aunque no parecía darse cuenta de que me encontraba a su lado. No hacía más que llamar a Emilia entre lágrimas. Creo que ni siquiera me veía.

—Dale un poco de tiempo. La muerte de una hermana siempre resulta traumática, y Simonetta y Emilia se encontraban muy unidas. Siempre fue como una madre para ella.

—No estoy seguro de que pueda recuperarse alguna vez de esto —declaró Andrea.

Mario se levantó de la mesa con los platos en la mano. Andrea lo siguió tristemente hasta la cocina, llevando los cubiertos, los vasos y el mantel doblado sobre un brazo. Al otro lado del canal, en casa de los Montalbano, había una luz encendida en la habitación que Mario sabía que pertenecía a Silvana. Se odió por sentir una punzada de emoción en la boca del estómago al recordar que, aunque el mundo se hundiera, ella seguiría estando allí.

—Para colmo, cuando nos dirigíamos hacia la salida del cementerio nos encontramos con herrWittmann —prosiguió Andrea. Fue pasándole a Mario las cucharas para que las limpiara junto con la vajilla que habían ensuciado a la hora de comer y que aguardaba en un precario montón sobre el fregadero—. Iba a visitar a Edelweiss. Por lo que me dijo, está enterrada en el panteón que mandó construir para su familia cuando se trasladaron a la ciudad. Lo encontré muy pálido, aunque su esposa parece estar mucho peor. Dice que desde que murió Edelweiss está atendiéndola un médico noche y día. Le dan ataques de ansiedad, se desmaya por los rincones de su palacio... —Suspiró mientras se apoyaba en la pared con los brazos cruzados—. En cierto modo es un consuelo saber que los ricos no tienen más privilegios que nosotros en lo tocante al duelo. Sufren como todo el mundo.

—Somos humanos —contestó Mario, y puso los vasos boca abajo para que acabaran de secarse—. Nacemos para sufrir, aunque a veces se nos olvide. Y me atrevo a decir —añadió casi para sí mismo— que algunas personas lo considerarían una manera de sentirse vivas.

Andrea no pareció prestar mucha atención a sus palabras. Seguía de pie al lado de la puerta, con los ojos clavados en sus zapatos y una pequeña arruga entre sus cejas que su hermano no había percibido hasta entonces. Mario se frotó las manos con un trapo sin dejar de escrutar su rostro. ¿Dónde había quedado la despreocupación de sus veinte años?

—Es curioso —murmuró Andrea sin percatarse de cómo lo observaba—. Hace un par de meses no hacías más que echarme en cara que estuviera aprovechándome de Simonetta. Decías que se merecía algo mejor que ser mi amante, y yo me reía porque no me entraba en la cabeza que pudiera interesarnos nada más, a nuestra edad... Pero parece que nadie se encuentra a salvo a ninguna edad. Ahora me doy cuenta de lo enormemente egoísta que he sido. —Guardó silencio mientras contemplaba sus manos abiertas, mucho menos callosas que las de su hermano—. La tuve cuando no hacía más que sonreír y amar, y no fui consciente de que todo eso se acabaría algún día —siguió susurrando—. Ahora, cuando no es más que la sombra de lo que era... me doy cuenta de lo mucho que la he querido...

Mario no supo qué decirle. Costaba creer que aquel fuera el mismo Andrea al que había tenido que llamar tantas veces al orden por su desenfreno. Torpemente, le dio una palmadita en el hombro que le hizo sonreír con una pizca de mal disimulada vergüenza.

—Bueno —dijo tratando de dar a su voz una mayor ligereza, aunque no podía engañar a Mario—, ¿y a ti qué tal te ha ido con Silvana Montalbano? ¿Ha pasado algo interesante?

Nada digno de mención, pensó Mario, mordiéndose los labios. Solo me ha dicho que murió hace diecisiete años, que su padre adoptivo la convirtió en una autómata y que quiere pedirle que la desconecte para marcharse de una vez de este mundo. Al menos a Andrea le quedaba el consuelo de que Simonetta seguía siendo cálida y estando profundamente viva pese al dolor que pudiera sentir. No había un enjambre de cables de hierro dentro de aquel cuerpo que había estrechado tantas veces contra el suyo. No era una máquina.

«Me has dado una razón para vivir», le había susurrado Silvana. «Por ahora». Pero ¿qué duración tendría un «por ahora» para una persona con toda la eternidad por delante?

CAPÍTULO VIII

Noviembre se marchó envuelto en lluvia, diciembre se instaló sobre la ciudad como una manta de bruma en la que apenas podían distinguirse los faroles encendidos de las góndolas, y antes de que nadie pudiera darse cuenta Venecia se encontraba a las puertas de la Navidad. Las fiestas más importantes del año no venían nunca solas; traían consigo tal cantidad de encargos que ni uno solo de sus artesanos encontraba tiempo para asomar la nariz fuera de su negocio. Las plazas se llenaron de abetos decorados con relucientes bolas de cristal, los escaparates se adornaron con largas cadenetas de luces de colores y serpentinas de papel de seda, y en las puertas de las iglesias pequeños grupos de cantores se afanaban a cualquier hora con los villancicos preferidos por los venecianos. Tu scendi dalle stelle sustituyó al omnipresente O sole mio de los gondoleros, que se sumaron a la celebración general adornando sus sombreros de paja con ramitas de muérdago. Había tantos turistas que más de un vecino de Santa Croce profetizó que acabarían adelantando el hundimiento de Venecia al golpear pesadamente sus desgastados adoquines con sus botas de viaje, por mucho dinero que dejaran en las arcas familiares antes de marcharse.

Casi era una suerte que los Scandellari tuvieran demasiado trabajo como para seguir llorando sin cesar la desaparición de Emilia. Los hornos de la cristalería echaban humo desde que salía el sol hasta que se ponía. Los Corsini, encerrados en su juguetería, apenas tenían un momento para respirar. Y en el taller de los Montalbano las luces permanecían encendidas a cualquier hora del día y de la noche. Silvana no tenía que dormir como lo hacía su padre, de manera que La Grotta della Fenice siempre contaba con un repertorio de juguetes preparados para ser adquiridos por las más importantes dinastías de Venecia. Sus mariposas mecánicas se convirtieron en la sensación del año, y no había salón en los palacios del Gran Canal en el que no se las viera revolotear para deleite de los niños.

Mario hacía lo que podía para visitarla en las raras ocasiones en las que su trabajo se lo permitía. Lamentablemente no tenía muchas oportunidades de quedarse a solas con la joven, porque Montalbano ya no abandonaba nunca el inmueble, y no solamente por la cantidad de encargos que recibían. Se había roto una pierna a finales de noviembre (un mal paso en la escalera, le explicó a Mario) y permanecía desde entonces relegado a las profundidades de un sillón de orejas, con su pie apoyado en un taburete y media docena de pequeñas mesas a su alrededor en las que Silvana colocaba las piezas de relojería y las herramientas que necesitaba a cada momento. La postración no parecía socavar su ánimo; hablaba por los codos cuando Mario arrastraba una silla hasta su rincón, sujetando un café caliente entre sus manos mientras sus ojos se desviaban continuamente hacia la silenciosa silueta que merodeaba por el taller, que le miraba de reojo mientras conversaban.

Realmente costaba creer que aquel anciano tan afable pudiera haber realizado con el cadáver de una niña de seis años lo que Silvana le había contado. Pero aún podía sentir en sus dedos el tacto de la piel de la muchacha, que recubría su esqueleto de hierro, y en una de sus visitas, cuando se inclinó a su lado para ofrecerle un poco más de café, creyó escuchar el ronroneo de los mecanismos que sabía que se escondían dentro de su pecho.

Era un ronroneo más acelerado de lo habitual, señal inequívoca de que para Silvana aquellos encuentros presididos por su padre resultaban tan frustrantes como lo eran para Mario. No tenían más remedio que conformarse con un par de palabras cómplices, unas cuantas miradas a hurtadillas por encima del sillón de Montalbano, y en una ocasión en la que Silvana consiguió acompañarle hasta la puerta, un prolongado apretón de manos que rompió la voz de barítono de su padre pidiendo que le llevara más herramientas. Era realmente desesperante tenerla tan cerca y al mismo tiempo comprender que no había posibilidad de comunicación entre ambos mientras Montalbano permaneciera en la casa.

Hasta que a Silvana se le ocurrió una idea. Una noche, cuando Mario se disponía a correr las cortinas de su cuarto, captó un movimiento al otro lado del canal y contempló con asombro lo que se traía entre manos su vecina: había cambiado de sitio su tocador cubierto de libros y empujaba su cama para que quedara pegada a la ventana. Al acabar se quedó mirándole con los brazos cruzados, y Mario comprendió que estaba esperando que la imitara. No pudo evitar sonreír mientras cambiaba la orientación de su cama para que su costado también quedara pegado a los cristales. Ahora pasaba bastante más frío por las noches, pero cuando se retiraba a su dormitorio sabía que la mujer de sus sueños le estaría esperando a quince metros de agua de distancia, tumbada en paralelo a Mario aunque tuviera que ser en otro lecho. Su rostro reclinado sobre una de sus manos era lo último que veía antes de dormir, y lo primero cuando abría los ojos ante los mortecinos rayos de un sol de invierno. Ella siempre estaba consciente, siempre le contemplaba con la impasibilidad de una estatua a la que su creador no ha permitido cerrar los párpados; y aun así había en su mirada algo que, si no era amor, se le parecía demasiado. Mario no creía que los años convertida en una autómata la hubieran hecho olvidar los latidos de su antiguo corazón. Silvana tenía alma, y era capaz de amar. Merecía ser amada a cambio.

Aún no podía imaginar que lo que realmente trastocaría todos sus planes no sería la cólera de Montalbano si se enteraba de lo que estaban haciendo. Había una sombra más amenazadora planeando sobre su cabeza desde hacía años, y ahora se encontraba a punto de caer sobre Mario cuando comenzaba a pensar que su vida tenía de nuevo un sentido.

***

Venecia se despertó el día de Navidad cubierta por una espesa capa de nieve que la tarde anterior había empezado a caer sobre la ciudad. Los copos se solidificaban apenas tocaban la superficie del agua, tapizando los canales con un terciopelo blanco que los niños del vecindario se divertían atravesando con sus espadas de madera. El Bucintoro casi había desaparecido bajo una acumulación de escarcha tan fina que parecía cristal, y costaba distinguir su nombre por las sucesivas costras de algas congeladas que se habían adherido a la madera. Sobresalía en medio del hielo como una criatura marina a la que las olas hubieran arrojado a la fondamenta Minotto para que pudiera morir en tierra firme.

Cuando Mario se sentó aquella mañana en su cama, pasándose una mano por la cara, no pudo distinguir nada en casa de los Montalbano. Las ventanas se habían empañado debido a las bajas temperaturas, pero al despejarse algo más creyó reconocer a Silvana en su dormitorio. El camisón blanco que llevaba puesto la hacía parecer un fantasma tras la cortina de vaho que se dedicaba a recorrer con la punta de un dedo. Mario frotó su propio cristal con la manga de su camisa para abrir una parcela lo bastante despejada como para contemplarla. Entonces, cuando la muchacha se detuvo, se dio cuenta de lo que acababa de hacer: había escrito un «¡Feliz Navidad!» sobre la superficie de los cristales. Pasó una mano en sentido horizontal por la ventana, y a través de la franja limpia Mario se encontró de nuevo con la acostumbrada mirada de un azul ultramar de cada mañana.

Sonriendo, colocó su propia mano sobre el cristal con los dedos extendidos. Silvana hizo lo mismo al otro lado del rio del Gaffaro. Costaba creer que hubiera tanta distancia entre ambos cuando casi parecía que podrían tocarse en cualquier momento. Estaba a punto de separar los labios cuando Andrea llamó a su puerta para avisarle de que iban a llegar tarde a la tradicional misa de Navidad con los demás vecinos. Habían conseguido que Scandellari accediera a acompañarlos, aunque con Simonetta no tuvieron la misma suerte; la chica les había dicho que prefería quedarse en casa preparando la comida que compartirían más tarde. Había adelgazado mucho en las últimas semanas, y tenía los ojos tan apesadumbrados como si el invierno en persona se hubiera apoderado de su corazón.

Por ser una celebración tan especial, la iglesia de San Rocco se encontraba atestada de velas, y el aroma de la cera al derretirse competía con el de las esplendorosas flores de Pascua de un rojo encendido que los feligreses habían colocado alrededor de la urna que contenía los restos del santo titular. Un coro de voces blancas entonaba los cánticos de rigor, una inocente escena que hizo que a Scandellari se le humedecieran los ojos al acordarse de su pobre Emilia. No había rastro de Montalbano, por supuesto, ni tampoco de Silvana. Eran los únicos vecinos que no se habían molestado en acudir a la misa. Si los demás artesanos de la fondamenta Minotto y la fondamenta Gaffaro repararon en su ausencia, no dijeron nada al respecto; seguramente los consideraban un caso perdido.

La nieve seguía cayendo con rabia cuando salieron de la iglesia. Los niños de Santa Croce correteaban por la plaza, azuzando a los grupos de palomas que se habían reunido en los escasos rincones secos que podían encontrar, y todos los feligreses se estrechaban las manos y se deseaban una feliz Navidad antes de dirigirse hacia sus hogares. Mario se despidió de Andrea y de Scandellari para regresar cuanto antes a casa. Quería sacar de su armario un regalo que le había comprado a Silvana, una primera edición de Frankenstein que encontró en una de las librerías cercanas a la basílica de San Marcos. Había sustituido la encuadernación original por unas delicadas tapas de cuero repujado en oro en las que llevaba trabajando toda la semana. Sabía que el ejemplar que tenía Silvana se encontraba bastante manoseado, y además estaba convencido de que Montalbano no descubriría su regalo teniendo en cuenta las montañas de novelas que se acumulaban en su dormitorio.

Estas ideas le calentaban el corazón mientras doblaba la esquina que desembocaba en la fondamenta Minotto. Los copos de nieve, tan espesos como el algodón, giraban en una loca danza alrededor de su cabeza sin permitirle distinguir a las únicas dos personas que había en la calle hasta que las tuvo al lado. Una niña permanecía de pie delante del escaparate de Ca’ Corsini, mientras una dama joven ataviada con gran elegancia, su madre seguramente, aguardaba sentada encima de una enorme maleta de cuero negro con remaches metálicos en las esquinas. Llevaba un abrigo largo hasta los pies, de color verde oscuro, ceñido en la cintura y de amplio vuelo en los tobillos, con ribetes de piel en las mangas y el cuello; un manguito también de piel protegía sus manos del viento.

—Lo siento —dijo Mario sin molestarse en mirarlas mientras introducía la llave en la cerradura—. Hoy es Navidad, y en Navidad todos los establecimientos de Venecia...

—Pensé que podrías hacer una excepción por ser un día tan especial.

Mario se quedó quieto de repente. Esa voz irrumpió en medio de sus pensamientos como un machete desbrozando las lianas de una selva a su paso. Se dio la vuelta, poco a poco, temiendo encontrarse con lo que efectivamente se encontró. Los pesados copos de nieve que revoloteaban entre ambos no conseguían enmascarar su rostro, ni tampoco las flores secas que resbalaban del ala de su sombrero adornado con un diamante mandarín.

Nunca podría olvidarse de aquellos rasgos. Nunca, ni aunque pasara un siglo, porque se había obligado a odiarlos con cada fibra de su ser durante las largas noches en vela de los últimos años. Los ojos negros, increíblemente grandes, rodeados por una empalizada de pestañas espesas y rizadas. Los labios regordetes que se esforzaban por articular una sonrisa. El oscuro cabello que enmarcaba su amplia frente, la barbilla con un hoyuelo, la nariz levemente aquilina. Todas las pinceladas de un retrato que Mario había relegado al rincón más oscuro de su memoria como lo haría Dorian Gray con el peor de sus secretos.

La voz parecía negarse a ascender por su garganta. Tuvo que intentarlo varias veces mientras contemplaba, incapaz de creer que fuera cierto, cómo la mujer descendía de su maleta y alisaba con sus manos las arrugas que habían aparecido en su abrigo.

—Gina —murmuró. Y eso fue todo lo que dijo: únicamente su nombre.

No era necesario añadir nada más. La sonrisa de la joven se abrió poco a poco como los pétalos de una amapola. Sus dientes blancos contrastaban con su piel morena.

—Mario —contestó a su vez, agachando la cabeza mientras se tambaleaban las flores y el pajarillo de su sombrero—. Me alegro de volver a verte. Ha pasado mucho tiempo.

Seis años, se dijo Mario, mientras su desconcierto dejaba paso, poco a poco, a una peligrosa ira que le subía por el pecho y que sabía que acabaría estallando, más tarde o más temprano. Seis años desde que te marchaste de Venecia. Seis años en los que no he dejado de maldecir tu nombre por haber hecho de mí lo que soy ahora mismo.

—¿Cuándo has venido? ¿Qué diantres estás haciendo aquí, si se puede saber?

—Hace dos horas y media. Reunirme con mi marido. Y por supuesto que se puede saber, sobre todo si eres tú quien me lo pregunta. —Bajó los párpados de manera que sus pestañas proyectaran una sombra de encaje sobre sus mejillas—. Por mucho que te cueste creerlo sigo recordando cada uno de los votos nupciales que pronunciamos ante el altar.

—Tienes una curiosa forma de demostrarlo —rezongó Mario. Le temblaba la mano con la que sacó la llave de la cerradura—. No estarás pensando... No será más que una de tus estratagemas, ¿verdad? ¿Realmente has decidido instalarte de nuevo en Venecia?

No podía tener tan mala suerte. Después de todo lo que había sucedido en las últimas semanas, de todas las decisiones que creía haber tomado... ¡Gina, una vez más!

—He terminado con Alessandro —fue su única respuesta.

—¿Terminado? ¿Qué quieres decir con eso?

—Que hemos decidido recorrer caminos distintos. Nuestra relación se ha acabado para siempre. —Gina exhaló un suspiro que dilató su amplio busto—. Estoy segura de que no querrá saber nada más de mí después de escuchar lo que le eché en cara al abandonarle.

—Veo que has perfeccionado tu técnica. Antes preferías resolver las cosas mediante una carta dejada en la mesilla para evitar cualquier posible recriminación. ¡Bien hecho!

A Gina se le mancharon las mejillas de escarlata. Apartó la mirada, incómoda.

—Aún sigo guardándola, ¿sabes? —prosiguió Mario como si no se hubiera percatado de su turbación—. Tuve que leerla una docena de veces para convencerme de que lo que me decías era completamente cierto. Todavía podría repetirla palabra por palabra.

—¿Realmente has sido incapaz de perdonarme? —quiso saber Gina en un susurro.

—Hablabas de soledad... de que te sentías abandonada en casa mientras me pasaba las mañanas trabajando en el taller... de que merecías algo más que la vida de la esposa de un juguetero... —Mario había dejado atrás el punto en que podría detenerse. Las palabras le ardían en la garganta—. Y me hablabas de Alessandro. De todo lo que el Gran Amadio te había prometido si accedías a marcharte con él. Y de lo mucho que te había cautivado.

—Fui una tonta al hacerle caso —reconoció Gina. Aún seguía ruborizada—. Alessandro se ha portado bien conmigo, y ha sido muy generoso, pero no era lo que aparentaba ser.

—No creo que se pueda esperar otra cosa de un ilusionista que ha labrado su fortuna gracias a la credulidad de los demás. ¿Qué truco de magia usó para atraerte a su cama?

Dos ancianas que pasaban por su lado en aquel momento los miraron con expresión escandalizada. Debieron reconocer a Gina unos segundos después, porque se agarraron de la mano y mientras se alejaban por la fondamenta Minotto acercaron las cabezas y se pusieron a cuchichear. La joven se subió instintivamente el cuello de piel de su abrigo.

—Te he dicho que lo siento, Mario. No sé qué más puedo añadir para que me creas. Y no te haces una idea de lo mucho que me duele que me hables así.

—Más me dolió a mí tu traición. Por no hablar de ciertas secuelas físicas derivadas de tu escapada. —Mario señaló su propia nariz con un dedo—. Apuesto a que no tienes ni idea de lo que me hicieron cuando me presenté en el embarcadero para tratar de detenerte.

Por primera vez Gina pareció reparar en su tabique roto. Se llevó las manos a la boca.

—¿Te atacaron? —exclamó acercándose más a él—. ¡No puede ser verdad! ¡No lo creo!

—Tu querido Alessandro —continuó Mario— les encargó a cuatro de los hombres de su compañía que me pararan los pies cuando estaba a punto de alcanzar vuestro vaporetto.

—No te vi en ningún momento. No imaginaba que encontrarías mi carta tan pronto...

—Había echado a correr hacia San Marcos como alma que lleva el Diablo cuando me di cuenta de que te habías ido. Y habría llegado a tiempo de no haber sido por tu Alessandro, que me envió a sus muchachos nada más verme aparecer. Me dejaron tirado de bruces en el suelo, contemplando sin poder moverme cómo te marchabas con el más miserable de los hombres que ha pisado esta ciudad. Sin tener ni siquiera la decencia de darme una explicación cara a cara. —Sacudió la cabeza sin apartar sus ojos de los de su esposa—. Ahora sé que pedía algo imposible. Nunca ha habido la menor decencia en ti.

A Gina se le habían humedecido los ojos mientras le escuchaba. Se pasó por la cara una de sus manos enguantadas, quitándose de paso los copos enredados en sus pestañas.

—Aunque tengas razón en todo lo que has dicho... —consiguió murmurar—. Aunque sea una persona tan odiosa como piensas... te suplico que no hables así delante de mi hija. No es más que una niña demasiado pequeña para comprender lo que estás diciendo.

La cogió de la mano para ponerla ante sí, como un escudo humano que la protegiera de la furibunda mirada de Mario. La criatura no debía de tener más de cinco años, o incluso menos, porque apenas le llegaba a Gina por la cintura. Su pálida carita daba la impresión de ser demasiado pequeña para contener sus inmensos ojos oscuros. Llevaba puesto un abrigo muy parecido al de su madre, aunque le quedaba tan grande que casi lo arrastraba por los adoquines. Mario sintió una punzada en el corazón al contemplar las seductoras facciones de su esposa mezcladas con las del Gran Amadio. Los ojos eran los de Gina, y el cabello negro era el de Gina. Pero el alma que anidaba debajo de aquellos rasgos era tan distinta de la suya como la noche del día. Aquella niña estaba asustada y muerta de frío, y seguramente no comprendía por qué su madre se la había llevado lejos de su casa en lugar de pasar la mañana de Navidad acurrucadas al lado de una chimenea encendida.

—Se llama Marina —le explicó Gina al ver que Mario no pensaba preguntar nada.

—Me da lo mismo cuál sea su nombre. No deberías haberla traído contigo a Venecia sin decírselo antes a Alessandro. ¿O acaso lo has hecho contando con su beneplácito?

—Me ofreció una buena cantidad de dinero —reconoció Gina. La niña retrocedió para cobijarse entre los faldones de su abrigo—. Pero no estaba dispuesta a aceptarlo. Quiero empezar de cero en mi ciudad natal sin tener que deberle nada a nadie. Especialmente a alguien que te ha causado tanto daño. En serio, si hubiera tenido la menor sospecha...

Antes de que pudiera continuar la puerta que había al lado de Ca’ Corsini se abrió suavemente para dejar paso a la cabeza de Simonetta. Pareció sorprendida al verle allí.

—¿Sabes dónde está Andrea, Mario? Pensé que habría regresado ya de la iglesia...

—Lo he dejado con tu padre hace un momento. Querían felicitarles la Navidad a unos conocidos de Dorsoduro, pero no creo que tarden demasiado. ¿Para qué lo querías?

—Tengo que hablar con él de algo... —Simonetta se quedó callada de repente. Acababa de reconocer el semblante de la mujer que permanecía a su lado, oculto a medias por su aparatoso sombrero verde—. Gina —dijo muy despacio—. ¿Realmente eres tú de nuevo?

Cruzó con Mario una mirada de preocupación. Él movió la cabeza, aunque no tuvo que darle explicaciones. Le conocía lo bastante bien como para adivinar su malestar.

—Simonetta —exclamó Gina, y se inclinó para darle un beso en cada mejilla—. ¡Si nos hubiéramos cruzado por la calle no te habría reconocido! ¡Ha pasado mucho tiempo! ¡Y estás tan...! —Se detuvo al encontrarse en un apuro. No sabía qué calificativo resultaría más adecuado en una situación como la suya—. ¡Mayor! —dijo con una súbita inspiración.

Simonetta se quedó mirándola con los labios apretados. Realmente presentaba muy mal aspecto; tenía el cutis enrojecido por culpa de las lágrimas que no conseguía ahogar por las noches y la trenza con la que se recogía el cabello completamente deshilachada.

—Desmejorada, querrás decir —la corrigió sin levantar la voz—. Mi hermana pequeña murió hace unas semanas. No tengo motivos para alegrarme de haberme hecho mayor.

A Gina se le congeló poco a poco la sonrisa. Simonetta se volvió hacia Mario sin prestarle mayor atención. Había una especie de acuerdo tácito entre mujeres en virtud del cual Gina no le merecía más respeto que una mosca después de lo que había hecho.

—Cuando veas a Andrea dile que venga a buscarme a casa, por favor. Es importante.

—No será necesario. Puedes decírselo tú misma —respondió Mario señalando con un movimiento de cabeza el extremo de la fondamenta Minotto por el que había aparecido.

Las dos mujeres se dieron la vuelta. Vieron acercarse a Andrea con la cabeza gacha, las manos resguardadas en los bolsillos de su abrigo y los ojos perdidos entre los sucios adoquines de la calle. Traía las cejas casi blancas por la nieve que se les había adherido.

—Hola —dijo en voz baja, besando a Simonetta—. Hacía un frío de mil demonios en la iglesia. Has hecho bien en no venir. —Entonces se giró hacia su hermano y reparó en la elegante dama que se encontraba a su lado—. No puedo creer... ¡Gina! ¡Has regresado!

Mario puso los ojos en blanco. De nuevo tendría que escuchar unas explicaciones sin fin que lo único que conseguirían sería ponerle más nervioso. Ardía en deseos de entrar en su casa para no tener que ver más a Gina ni a aquella niña raquítica suya que seguía contemplándole de hito en hito, con una expresión indescifrable en sus ojos.

Casi le dio un vuelco el corazón cuando escuchó que Andrea decía:

—¿Piensas quedarte con nosotros como en los viejos tiempos?

—Me gustaría hacerlo —reconoció Gina. Una señal de alarma empezó a sonar dentro de la cabeza de Mario—. Le he hablado mucho a Marina de la ciudad en la que nació su madre y sé que seríamos muy felices aquí. Siempre y cuando no haya inconvenientes...

—¡Por supuesto que los hay! —interrumpió Mario sin poder reprimirse por más tiempo.

Tres pares de ojos oscuros se clavaron en su persona. Los de Gina no mostraban una gran sorpresa, por mucho que se esforzara por representar el papel de la dama desvalida.

—No estarás pensando —siguió diciendo Mario— que después de lo que me ha hecho...

—Vamos, Mario, no seas rencoroso. Hoy es Navidad, y todos los hoteles de Venecia estarán atiborrados de turistas. Es demasiado tarde para que encuentren una habitación.

—Había pensado acudir a una de las pensiones del Lido, si era necesario... —comenzó Gina con una inocencia que conseguiría convencer a cualquier persona menos a Mario.

—No me vengas con cuentos. No pienso morder ese anzuelo. En mi casa no hay sitio para nadie más, y menos para una persona tan desprovista de cualquier moral como tú.

—En la nuestra tampoco —se apresuró a decir Simonetta antes de que pudieran preguntárselo—. Solo tenemos dos camas, y no he compartido la mía desde que mi hermana...

Su voz fue debilitándose. Andrea rodeó sus hombros protectoramente con un brazo.

—A lo mejor a tu padre se le ocurre qué hacer. ¡Eh, Benedetto! —exclamó al ver cómo se acercaba en medio de la nieve—. ¡Mira quién ha vuelto a casa! ¡No te lo vas a creer!

—¡Válgame el Señor! ¡Pero si es Gina! ¡Nunca pensé que te vería de nuevo por aquí!

Mario se moría de ganas de gritarles a todos que se habían vuelto locos. ¿Por qué no comprendían que el regreso de Gina era lo peor que podría sucederle? ¿Es que ninguno se acordaba de cómo lo había pasado cuando le dejó? ¿Realmente tenían que fingir que nada se había roto entre ellos, que la situación de Mario no había cambiado en absoluto?

—Se acabó. ¡Se acabó, he dicho! —Levantó más la voz hasta que consiguió que Gina y Scandellari dejaran de hablar. Todos se volvieron hacia él—. No estoy dispuesto a airear este asunto en plena calle. Bastante bochorno pasé hace seis años como para ponerme de nuevo en ridículo delante de nuestros vecinos. Gina, tú y yo vamos a entrar en casa, y no me importa lo mucho que protestes. Esta será la última vez que hablemos. —Gina se puso un poco pálida, aunque no se atrevió a llevarle la contraria—. A los demás os veré a la hora de comer —siguió diciendo Mario de mal humor—. Más vale que no nos molestéis.

Sus palabras tuvieron el resultado esperado. Andrea asintió con la cabeza y abrió la puerta de Ca’ Corsini para dejar la maleta de cuero de Gina detrás del mostrador, y una vez hecho esto se marchó con Simonetta a la casa de al lado. Scandellari decidió hacerse cargo de Marina. «Ven conmigo, te regalaré unas flores de cristal que te encantarán», le susurró a la pequeña antes de seguir a los dos jóvenes. Mario estuvo tentado de pedirle a Andrea que se ocupara de ella, porque no estaba seguro de si la proximidad de una niña apenas unos años más joven que Emilia Scandellari le haría demasiado bien a su vecino.

La verdad era que tenía cosas más apremiantes en las que pensar. Mientras dejaba la llave de la juguetería sobre el mostrador no pudo apartar los ojos de su esposa. Gina se había desabrochado la larguísima hilera de botones que recorría toda la parte delantera de su abrigo. Llevaba un vestido de color manzana adornado con detalles de pasamanería negra que realzaba el exquisito tono de su piel. La tela se adhería a una silueta de la que Mario no había conseguido olvidarse: un exuberante cuerpo de mujer de cintura estrecha con unas caderas y unos pechos generosos que solía volver completamente locos a los jóvenes de Santa Croce. En aquel momento no le inspiraba más que hastío. Vio cómo se quitaba los alfileres que mantenían su sombrero en su sitio; Gina, al sentirse observada por su marido, dejó caer su largo cabello negro por encima de uno de sus hombros en un pesado tirabuzón aderezado con un broche de madreperla. Cualquier mujer de Venecia pensaría que era una aristócrata de nacimiento. Mario no podía dejar de acordarse de su cofia blanca y su delantal almidonado cuando se acercaba al palacio de los Liassìdi para visitarla en los raros momentos en los que las hijas de la familia prescindían de su doncella.

—Nunca has tenido un aspecto más... —comenzó a decir. Gina se volvió hacia él con una sonrisa esperanzada—. Ridículo —concluyó Mario. Cogió el sombrero con un gesto de profundo desprecio—. ¿Qué son todas estas flores secas? ¿Y este pobre pájaro disecado?

—¡No es un pájaro disecado! —protestó Gina, y se lo arrancó de la mano—. ¡Está hecho de papel maché! Sé que no es lo más adecuado para una nevada, pero nunca me atrevería a ponerme un animal de verdad en mi sombrero. Las cosas muertas me dan escalofríos.

Yo conozco a una persona muerta que no te daría precisamente escalofríos, pensó Mario de mal humor. Te daría más envidia de la que puedes haber sentido en tu vida por otra mujer. Aquel pensamiento no le hizo sentirse más tranquilo.

—Está bien —dijo armándose de paciencia. Se apoyó en el borde del mostrador—. Creo que por lo menos estaremos de acuerdo en que no nos interesa que este encuentro se dé a conocer. Has tenido suerte de que casi todo el mundo siguiera en misa. De lo contrario ahora mismo serías la comidilla de Santa Croce. —Gina se encogió de hombros con aire desenvuelto. Aquello no parecía preocuparle lo más mínimo. —Puede que tu reputación se encuentre suficientemente dañada —continuó Mario— pero no pienso permitir que le suceda lo mismo a la mía. Os quedaréis en la juguetería hasta que amaine el temporal. Y cuando deje de nevar saldréis de mi casa para no regresar nunca más. ¿Ha quedado claro?

Gina se acercó a una de las estanterías para depositar su sombrero entre las sonrientes muñecas de porcelana que atendían a su conversación, como espectadoras en un teatro.

—Ya has oído lo que dijo Andrea. No creo que pueda encontrar ninguna habitación en estas fechas, ni siquiera en las posadas de Mestre y de Treviso. Con todos estos turistas...

—Pues búscate la vida. Llama a cada uno de los conventos de la ciudad si no hay más remedio. Aquí no puedes quedarte, Gina. En eso sí que no pienso dar mi brazo a torcer.

—¿Por qué tienes que ser tan cabezota? —protestó Gina de repente—. ¿Qué es lo que te da tanto miedo? ¿Que todo el vecindario se dedique a cotillear de nuevo sobre nosotros?

Mario abrió la boca para contestarle, pero no llegó a pronunciar palabra. Algo rompió de repente el silencio, una risa procedente del otro lado de la pared. La risa de Marina, a la que Scandellari debía de estar enseñando las familias de animales de cristal que antes solía fabricar para Simonetta, y cuando empezó a convertirse en una mujercita, para su adorada Emilia. Aquel sonido tan inofensivo le puso un nudo en el estómago. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que una niña se echó a reír en la cristalería de Scandellari?

Miró de reojo a Gina. Se había acercado a uno de los escaparates para observar con preocupación cómo se multiplicaban por momentos los copos de nieve. Puede que fuera la mujer más desvergonzada del mundo, pero también era una madre. Y ninguna madre dejaría que su cachorro pasara la noche al raso si tenía la menor posibilidad de evitarlo.

—¿Cuánto dinero has traído encima? —preguntó Mario pasados un par de minutos.

—Lo suficiente para sobrevivir durante unos meses. Pero puedo ganar mucho más.

—No hay más ilusionistas en Venecia. Tu Alessandro fue el último, gracias a Dios. Y dudo mucho que quieran contratarte en algún sitio donde tengas que cubrirte las piernas.

—Estaba hablando de algo muy distinto —repuso Gina. Pasó los dedos por las hebillas plateadas de su maleta—. He traído conmigo muchas de las cosas con las que solía salir al escenario. Todos los aderezos que confeccionaron para mí, por ejemplo; y casi todas las joyas que me han regalado. Me darán una buena cantidad cuando me desprenda de ellas.

Mario se pasó una mano por la frente. Reconocía aquella sensación. Muchas veces le había asaltado la duda de si su esposa pensaría realmente que el mundo no era más que un lugar donde cualquier persona se mostraría encantada de satisfacer todos sus deseos.

—Estás loca de atar. Completamente loca. ¿Crees que nadie reconocería esos adornos?

—¡No se los he robado a la compañía! —protestó Gina, indignada—. ¡Son míos! ¡Los he ganado gracias a mi trabajo y puedo cambiarlos por su peso en oro cuando lo necesite!

Mario enarcó una ceja mientras alargaba una mano para examinar el broche que se había prendido en el pelo. La madreperla parecía atraer toda la luz que había dentro de la juguetería. Antes de que pudiera añadir nada más, Gina le agarró suavemente los dedos.

—Deja que me quede contigo, Mario —le suplicó. Los ojos le relucían como pedazos de azabache—. Si no lo haces por mí... hazlo por mi pequeña. Te prometo que no te dará ningún problema, ni tampoco lo haré yo. No serán más que unas semanas... lo que tarde en encontrar una forma de ganarme la vida por mí misma. Recuerda que... es Navidad...

A Mario se le escapó un resoplido en el que parecía concentrarse toda su amargura.

—Lo sé. Es Navidad. Y este es el regalo que recibiré, al parecer. —Sacudió la cabeza con cansancio—. Debo de ser la peor persona del mundo para que mis estrellas se alineen así.

Bien pensado, lo que estaba sucediendo no era culpa de nadie más que de él. Se lo tenía bien empleado por haberse enamorado de Gina. Muchos vecinos, hasta Scandellari y la propia Simonetta, que no tenía más que diez años por entonces, le habían asegurado que no se merecía una mujer así, aunque Mario había tomado aquello como un insulto.

Ahora se daba cuenta de que tenían toda la razón. No le deseaba a nadie la desgracia de dar con una mujer como Gina. Había sido como una sanguijuela emocional para él.

—Está bien. Podéis quedaros con nosotros unos días. ¡Pero nada más que unos días!

A Gina le resplandecieron los ojos. «¡Gracias!», gritó mientras le echaba los brazos al cuello, aunque Mario se apresuró a sujetar a tiempo sus muñecas. Los pocos meses que había pasado con ella le habían servido para conocer demasiado bien sus artimañas.

—Estate quieta. No tienes que montar ningún espectáculo. Quiero que te quede claro que no voy a hacer esto por ti, sino por Marina. No tiene la culpa de que seas su madre.

—Te prometo que no te arrepentirás —exclamó Gina sin prestar atención más que a lo que quería escuchar. Era lo que había hecho siempre—. ¡Gracias, muchísimas gracias...!

El alivio casi la hacía reír y llorar a la vez. Mario soltó un suspiro de resignación.

—Sígueme —le dijo de mala gana—. Le diré a Andrea que me ayude a subir tu maleta más tarde. Y ten cuidado con los primeros escalones; deben de estar cubiertos de hielo.

Abrió la puerta que daba al patio y se encaminó hacia el piso de arriba de la casa, con Gina pisándole los talones. Era demasiado consciente de lo cerca que la tenía, y eso no hacía más que aumentar su incomodidad. Todo se parecía dolorosamente a la primera vez que la había conducido por esas mismas escaleras, hasta la misma casa en la que se instalaría a partir de aquel momento, hasta la misma habitación cuya puerta empujó sin pronunciar una palabra. Era un cuarto pequeño, limpio aunque enormemente sobrio; no había más que la cama de hierro que Mario había colocado contra la ventana, un armario de una sola puerta, un aguamanil para el agua caliente y unas cuantas estanterías en las que solía poner los juguetes defectuosos que subía de la tienda, junto con un puñado de papeles sujetos con chinchetas en los que apuntaba los diseños que se le ocurrían antes de trasladarlos a la madera y la hojalata. Desde luego, no podía ser más distinto de las palaciegas estancias por las que Gina y el Gran Amadio habían paseado sus amores, pero aquella sencillez no pareció molestarla en absoluto. Era como si le aliviara que las cosas siguieran como las había dejado. Tal vez confiaba en que ocurriera lo mismo con Mario.

—Cuántos recuerdos... —la oyó susurrar. Se había detenido en la puerta con una sonrisa invisible en los labios—. Es como si hubiera sucedido ayer. La ceremonia en San Rocco...

Dio unos cuantos pasos sobre la alfombra deshilachada que había al pie de la cama de Mario. Pasó los dedos por los barrotes de hierro. No le costó adivinar lo que pensaba.

—Aún me cuesta creer que pudieras traerme en brazos por toda la fondamenta —dijo riendo entre dientes—. Decías que mi vestido pesaba una tonelada. Y luego, cuando al fin cerramos la puerta de la juguetería, se me enganchó uno de los volantes en el picaporte...

—Y me hiciste prometer que lo llevaría a arreglar al día siguiente, aunque nunca más te lo pusieras —repuso Mario—. Siempre has hecho conmigo lo que te ha venido en gana.

—No digas eso. Hemos sido muy felices juntos. No hay ninguna razón para que no podamos serlo de nuevo, ahora que todas nuestras equivocaciones han quedado muy atrás.

Dijo esto en un tono de voz del que Mario también se acordaba. Lentamente, sin hacer ningún ruido, Gina dejó caer su largo abrigo de terciopelo sobre las sábanas revueltas de la cama que no se había molestado en hacer antes de marcharse con Andrea. Las viejas barras chirriaron cuando se sentó en el borde, recolocando la amplitud de su vestido a ambos lados de sus piernas. Elevó hacia Mario una sonrisa que contenía mil promesas.

—Marina debe de estar muy entretenida con Scandellari. Y tu hermano con su hija, con la que parece haberse encariñado mucho en estos años. A lo mejor nos daría tiempo a...

—Haz el favor de no ponerte en ridículo. Sabes que eso no servirá de nada conmigo.

Los labios de Gina se tensaron en sus comisuras, aunque en seguida sonrió de nuevo.

—A veces eres condenadamente retorcido. No estoy tratando de recompensarte por el favor que nos vas a hacer. Simplemente me apetece que pasemos un rato a solas los dos.

—Pues da la casualidad de que a mí no me apetece en absoluto —le aseguró Mario, y le dio la espalda para sacar unos pantalones y un par de camisas del armario—. Ya sabes dónde están todas las cosas. Conoces de sobra esta habitación, y casi nada ha cambiado.

Gina arrugó un poco el entrecejo. Apoyó una mano sobre el colchón para levantarse.

—¿Qué se supone que estás haciendo? —le preguntó—. ¿Adónde vas con toda esa ropa?

—¿No es evidente? Te estoy dejando espacio para que coloques tus cosas. Aunque, si quieres escuchar un consejo, yo no me molestaría en deshacer la maleta. Vas a salir de aquí antes de lo que tú misma piensas, así que sería una pérdida de tiempo y de energía.

Ella se quedó muy quieta. Era evidente que no se esperaba una reacción semejante.

—A partir de ahora pasaré las noches en el comedor —siguió Mario—. Es una suerte que apenas usemos el diván. Creo que tendré el honor de ser el primer invitado que lo ocupe.

—Pero ¿qué estás diciendo? —Gina no parecía dar crédito a lo que escuchaba. Había abierto desmesuradamente sus ya de por sí grandes ojos negros—. ¿Piensas que voy a quedarme de brazos cruzados viendo cómo abandonas tu propia cama para dejármela a mí?

—No me vengas con melindres. Has hecho cosas mucho peores de las que luego no te has sentido culpable. Cuanta más distancia haya entre nosotros, mejor. Sé lo que digo.

A juzgar por la expresión de Gina aquello era lo más desconcertante que había visto.

—Mario... aunque hayamos estado separados todos estos años... todavía somos marido y mujer —empezó a decir con algo de inseguridad—. No sería ningún crimen que pasaras la noche conmigo. Los dos sabemos que sigues teniendo tus derechos. Aún soy... tuya...

—Antes me acostaría con una mantis religiosa —aseguró Mario. Cogió unos zapatos que había al pie de la cama—. Al menos me quedaría el consuelo de que me arrancaría la cabeza en cuanto se aburriera de mí. No me condenaría a mirar cómo se marcha con el primer bicho que pasa, convirtiéndome en el hazmerreír de todos los de nuestra especie.

En una de las estanterías del armario seguía el ejemplar de Frankenstein que Mario había comprado la semana anterior. Vaciló un momento antes de cogerlo, y lo metió en uno de los bolsillos interiores de su chaqueta. No le apetecía lo más mínimo que Gina se enterara también de aquello. Estaba a punto de darse la vuelta cuando sintió su pequeña mano morena deslizándose por su brazo. Se había acercado tan silenciosamente que no la había llegado a escuchar. La escasa claridad que entraba por la ventana que había a su izquierda hacía relucir sus ojos como dos charcos en los que se reflejara la medianoche.

—Hay algo que aún no te he dicho... y que estoy segura de que no creerás —comenzó a susurrar. Toda su autosuficiencia parecía haber desaparecido—. Sé que piensas que estoy aquí porque he abandonado a Alessandro. En realidad abandoné a Alessandro... porque necesitaba regresar aquí. Quería volver a la casa de la que no debería haberme ido nunca.

—Es un poco tarde para que te des cuenta de eso —replicó Mario. Intentó soltarse de su mano, pero Gina no aflojó su presión—. No puedes dejar un plato a la mitad porque de repente lo encuentres poco sabroso. Corres el riesgo de que otra persona se quede con lo que habías considerado monótono y aburrido. Alguien a quien le apetezca más que a ti.

—Pero te conozco demasiado bien. Sé que no has dejado de recordarme durante todo este tiempo, igual que yo no he dejado de hacerlo. Pensaba en ti cada día, Mario. —Gina se encontraba tan cerca que casi era capaz de aspirar su aliento. Aquello tampoco había cambiado. Miel picante, se encontró pensando de repente—. Las noches... se me hacían muy largas mientras permanecía acostada al lado de Alessandro en las habitaciones de los hoteles y los camerinos de los teatros más importantes —continuó en un susurro—. Me preguntaba a cada momento qué estarías haciendo... si pensarías en mí como lo hacía yo... si estarías maldiciéndome todo el rato o habrías comprendido también que todo se puede arreglar, que quienes fueron creados el uno para el otro siempre pueden volver a ser una misma cosa...

No le dio tiempo a apartarse. Las manos de Gina se posaron en sus mejillas mientras sus labios se apretaban contra los de Mario como dos hierros candentes que quisieran marcar de nuevo lo que había sido suyo. Acercó más su cuerpo al de su marido de modo que cada uno de sus músculos estuviera en contacto con las suaves convexidades de su anatomía. Pudo sentir la presión de sus pechos contra su camisa, la caricia de su cabello cuando las manos de Gina descendieron para acariciar los tendones de su garganta. Su piel parecía quemar bajo sus dedos como si un poderoso infierno creciera en su interior.

En cierta ocasión le había oído decir a Scandellari que donde ardió un fuego siempre quedan brasas. Ahora Mario podía comprobar que no era cierto. Seis años antes habría dado un mundo por uno solo de aquellos besos; en aquel momento le daba asco el mero roce de sus labios. Recordó que era la boca que había dicho «sí» al Gran Amadio cuando le propuso marcharse de Venecia sin ni siquiera molestarse en decirle nada a su marido...

—Basta —logró susurrar contra sus labios. Agarró los hombros de Gina para apartarla de sí—. A esto me refería cuando decía que teníamos que mantener las distancias. —Ella se quedó mirándole con la respiración algo alterada y los labios todavía húmedos por el beso que acababan de compartir. Mario siguió diciendo, impasible—: No volverá a haber más contactos innecesarios entre nosotros dos. Ya no puedes atraparme de este modo...

Le hubiera gustado añadir algo más, pero de repente percibió un movimiento al otro lado del rio del Gaffaro. Supo lo que era antes de volverse hacia allí. Sintió cómo se le encogía el corazón al darse cuenta de que se habían detenido justo delante de la ventana.

De pie entre las cortinas que había separado quién sabía cuánto tiempo antes, Silvana los contemplaba con los ojos muy abiertos y las manos agarrotadas sobre los pliegues de la tela. El espanto de sus facciones la hacía parecer mucho más joven, una niña asustada que acaba de despertarse en medio de una pesadilla. Los cristales ya no se encontraban lo suficientemente empañados como para confiar en que no hubiera visto lo que acababa de pasar. Y lo que era aún peor, para que no imaginara lo que tal vez pasaría más tarde.

Antes de que Mario pudiera hacer nada las cortinas volvieron a cerrarse y Silvana se esfumó de su vista. La nieve siguió rizándose sobre la distancia que los separaba como si quisiera ocultarle un dolor más intenso que nada de lo que pudiera sentir un ser humano.

CAPÍTULO IX

El regreso de Gina fue un auténtico regalo de Navidad para sus antiguos vecinos de Santa Croce. La noticia de que había reaparecido con una niña, sobre cuya paternidad la gente parecía especialmente deseosa de elucubrar, corrió como la pólvora por cada una de las casas en las que las familias se reunían para compartir la comida más importante del año. Mientras rasgaban los papeles de colores que envolvían sus regalos no hablaban de otro asunto, y lo mismo sucedió en las siguientes semanas, cuando los mentideros del barrio se convirtieron en un hervidero de curiosos (concretamente de curiosas, y de una edad muy avanzada, además) entre los que el nombre de la joven no dejaba de saltar de una boca a otra. Cuando se despedían lo hacían alegrándose de que ninguna de sus hijas se hubiera puesto en evidencia ante la opinión pública como lo había hecho ella. Pero a pesar de lo mucho que la criticaban, a pesar de la labor que las lenguas viperinas de las ancianas se complacían en llevar a cabo, una cosa era completamente cierta: entre todos le habían asignado un puesto de honor en el panteón de las celebridades de Santa Croce.

Muy pocos desconocían la historia de la esposa disoluta del juguetero. Durante los últimos años, la leyenda de Gina Corsini, la que se había marchado con el Gran Amadio camino de la fama y la gloria, había circulado por toda Venecia. En los periódicos habían aparecido numerosas fotografías suyas en las que la ayudante del mago más prestigioso de Europa lucía en todo su esplendor: faldas de gasa que apenas cubrían sus rodillas, medias con estampados de fantasía realizados en seda y encaje, corsés tan apretados que sus pechos parecían correr un serio peligro de desbordamiento y coquetos sombreritos de copa prendidos sobre la masa de sus cabellos rizados. Esas imágenes se difundieron por la ciudad en un abrir y cerrar de ojos, excitando la imaginación incluso de los vecinos más impasibles. Naturalmente, no se trataba de convertir los escenarios en los que la pareja actuaba en un cabaret, pero los ilusionistas de la época solían pedir a sus ayudantes que se ataviaran de una manera parecida para asegurarse de que la mayor parte del público prestaría más atención a los movimientos de las muchachas que a los suyos propios. Por lo que Mario sabía la táctica siempre funcionaba, y la fama de Gina ascendió de una manera directamente proporcional a la vergüenza que le causaba todo aquello a su marido. Cuando caminaba por la calle le daba la sensación de que la gente cuchicheaba en voz baja a su paso, preguntándose cómo podía haber dejado escapar a una mujer con unos encantos como los que había aireado tan alegremente la prensa europea.

Las cosas no cambiaron demasiado cuando Gina regresó a Venecia. Cada vez que se decidía a salir de Ca’ Corsini encontraba un corrillo de vecinos disimulando delante de la puerta, preparados para comerse con los ojos a la diva caída en desgracia. A ella no le molestaba la situación; es más, incluso se enorgullecía de que su nombre resonara en la memoria de las personas que antes la habían tratado como su igual. Durante la primera semana que pasó con los Corsini aprovechó para retomar el contacto con unas antiguas amigas que trabajaban en Rialto. Tenían puestos de baratijas que hacían las delicias de los turistas y en los que, si a uno le sobraba tiempo para mirar con calma, se encontraban joyas que realmente merecían la pena. A Mario le sorprendió bastante comprobar que su esposa estaba cumpliendo con su parte del trato: las cosas que traía en su maleta cayeron poco a poco en las codiciosas manos de las dependientas a cambio de unas sumas nada despreciables. Primero se desprendió del broche de oro blanco y madreperla con el que se había adornado el pelo al presentarse en Ca’ Corsini. Luego hizo lo propio con todas las chucherías que le habían regalado el Gran Amadio y sus admiradores: dijes de amatistas y brillantes, medallones con camafeos de coral de Nápoles, una gargantilla de granates de Bohemia que según Gina le había ofrecido en persona el archiduque Francisco Fernando después de una representación especialmente exitosa en su residencia de verano... Con todos aquellos ingresos consiguió reunir parte del dinero que necesitaría para instalarse por su cuenta en Venecia. No le importaba desprenderse de todos sus tesoros porque estaba convencida de que no los necesitaría en la nueva vida que les esperaba a su pequeña Marina y a ella en la ciudad que la había visto nacer.

Algo parecido sucedió con sus vestidos. Gina se había llevado de la casa del Gran Amadio unas cuantas prendas en previsión de que algún día tuviera que canjearlas por lo que le habían costado a su protector. Las únicas que reservó para sí misma fueron las que le compró Mario en los meses felices de su matrimonio, sencillas ropas de algodón con las que, aunque no pudiera sospecharlo, se encontraba mucho más atractiva que con ninguno de sus modelos de alta costura.

—Todavía me quedan unos cuantos vestidos de atrezzo para vender —le contó un día a Mario con aire de satisfacción—. Son los que solía ponerme para las representaciones en la Egyptian Hall de Piccadilly antes de que la demolieran. Las mujeres venecianas no han visto nunca esta clase de faldas, con tantas capas superpuestas de gasas, así que supongo que se las arrancarán de las manos unas a otras. ¡Van a ser la sensación de este invierno!

—A lo mejor te harías de oro vendiéndoselas a la Fiorella —ironizó Mario ganándose una mirada de profundo desdén. La casa de la Fiorella era uno de los burdeles de mayor pedigrí de la ciudad, y sus chicas tenían fama de ser las más atrevidas de las cortesanas.

Esta clase de comentarios no eran capaces de enturbiar el ánimo de Gina. Aunque no pudiera imaginarlo, lo que realmente motivaba a su esposa para desprenderse de todo aquello que había constituido su mundo era la necesidad de convencerse a sí misma de que pronto tendría alicientes más que suficientes para abrazar uno nuevo. Nunca había sido una de esas personas capaces de conformarse con lo que la vida les ofrece a cada momento, sin atreverse a jugar sus cartas en una partida contra su propio destino. Había regresado a Venecia por un motivo, y ese motivo era Mario. Y no pensaba echarse atrás.

***

La campaña de reconquista que emprendió durante las siguientes semanas lograría dejar en ridículo a la amante más abnegada. Gina no era una mujer estúpida, pero tenía un abanico de apetitos más sencillos que los de Mario y en consecuencia no le entraba en la cabeza que pudiera fracasar en su tentativa. Sabía que era hermosa, y se comportaba como cualquier mujer poseedora de aquel convencimiento. Su belleza le había granjeado fama y riquezas y placeres; había conocido lo más dulce de la existencia y cometido los excesos más deliciosos que podía permitirse una joven de su edad, y ahora lo único que le interesaba era recuperar aquello que le había parecido prosaico y aburrido cuando no contaba más que veinte años. Había madurado lo suficiente como para saber valorarlo, y al mismo tiempo seguía siendo la misma criatura caprichosa que creía que el mundo nunca se atrevería a contrariarla. Por encima de todo consideraba que Mario era suyo, y se dedicaba a hacerle comprender lo mucho que la había echado de menos durante todo aquel tiempo sin darse cuenta de que su marido la rehuía como si tuviera la peste. Le hablaba de las cosas que había conocido en sus viajes por Europa y de lo mucho que la habían admirado en todos los lugares en los que actuó con el Gran Amadio. Intercalaba en sus discursos frases en francés y en alemán con las que pretendía dejar a Mario con la boca abierta. Y a menudo lo conseguía, aunque por un motivo muy distinto: todas sus tonterías le hacían acordarse de cierta muchacha que pasaba las noches en vela leyendo en su dormitorio, y también le hacían preguntarse en silencio cómo era posible que ambas pudieran pertenecer a la misma especie.

Cuando Gina se dio cuenta de que no conseguiría nada dándose aires de gran señora decidió cambiar de táctica. Pasó a comportarse como una amantísima esposa, pendiente de cada cosa que necesitara Mario a cada momento. Le llevaba tazas de café caliente a su taller, le preparaba los platos que sabía que le gustaban más, y por la noche, cuando se disponía a acostarse en su diván, aparecía con una manta o con un vaso de agua o con cualquier excusa que le permitiera pasearse ante sus ojos con un camisón de encaje que dejaba muy poco a la imaginación. Como reconoció Andrea ante Scandellari una mañana, aquello sería bastante para hacer sucumbir al más santo de los eremitas. Pero Mario no habría movido ni un dedo aunque Gina se le hubiera tirado al cuello. Sus relucientes ojos negros no eran más que quincalla comparados con los mares azules en los que quería perderse.

Gina soportó esta situación durante todo el mes de enero, pero finalmente su amor propio ganó la partida. La única explicación que se le ocurría para que se resistiera a sus encantos era que alguna desvergonzada lo había seducido mientras ella (¡ella, su mujer a los ojos de Dios y del mundo!) permanecía alejada de Venecia. Y como no era tan tonta como Mario imaginaba, no tardó en hacerse una idea de quién podía ser su competidora.

—No puedo creer lo que estoy viendo —le dijo un día a Andrea mientras observaba las idas y venidas de la gente a través de los cristales del comedor—. ¿La vieja casa de Julius Grünwald ha sido restaurada? ¿No estaba a punto de venirse abajo cuando me marché?

Trató de darle a su voz un tono de genuina sorpresa. Andrea dejó a un lado la carta que estaba escribiendo a un compañero de la escuela que se había trasladado a Milán.

—A nosotros también nos extrañó mucho. Creo recordar que las obras comenzaron en septiembre. Pero lo más chocante es que en la planta baja inauguraron una juguetería...

—¿Cómo que una juguetería? —Gina miró a su cuñado con los ojos abiertos de par en par. Sabía que cuando lo hacía la oscuridad de sus iris contrastaba maravillosamente con el blanco que los circundaba—. ¿Una tienda igual que la vuestra? ¿Al otro lado del canal?

—Exacto —contestó Andrea con aire distraído. Tenía la mente en otra parte—. Se llama La Grotta della Fenice, y pertenece a los Montalbano. La verdad es que son muy buenos.

—No quiero ni imaginar cómo se tomó Mario tener a la competencia justo enfrente.

—Al principio protestó todo cuanto quiso, pero parece que lo ha acabado asimilando.

—Ya veo... ¿Y no tendrá nada que ver esa chica que se pasa las noches en la ventana?

La reacción de Andrea fue la que había esperado: apartó de inmediato la mirada con una incomodidad que sirvió para confirmar todas y cada una de las sospechas de Gina.

—Pensé que era la primera vez que te fijabas en esa casa... —aventuró el muchacho.

—Es imposible no darse cuenta de que tenemos vecinos nuevos —rezongó Gina— sobre todo cuando te miran con una cara de asco como la que me pone esa muchacha cada vez que me asomo a la calle. La he descubierto examinándome de los pies a la cabeza y no me ha gustado nada cómo lo ha hecho. Además tiene un aspecto de lo más enfermizo.

Andrea prefirió regresar a su carta para ahorrarse problemas. Gina, envalentonada al comprender por fin con quién tenía que batirse en duelo, continuó diciendo, impertérrita:

—Reconozco que es bastante guapa, pero su cuerpo es delgaducho y poca cosa. Y con ese pelo tan descolorido no parece italiana en absoluto. Es tan liso que no podría hacerse nada con él. —Y añadió en un tono triunfante—: ¡Parece una de esas inglesas inexpresivas!

Aquel descubrimiento la hizo sentirse más segura de sí misma que nunca. La hija de Montalbano tenía toda la pinta de ser la típica amargada que prefería quedarse con sus libros y sus mecanismos en lugar de vivir la vida en un palco de primera clase, como a Gina le gustaba hacer. Carecía de sus curvas y de cualquier noción de lo que tenía que hacer una mujer para conquistar a un hombre. No había nada en ella que pudiera seducir a Mario. Nada que la hiciera diferente de las demás muchachas venecianas de su edad...

***

Mientras Gina campaba por sus respetos en Santa Croce, su marido no hacía más que sumergirse en la amargura. Silvana no había vuelto a dar señales de vida al otro lado del rio del Gaffaro. Siempre que se asomaba a la calle encontraba cerradas las cortinas de su cuarto. Parecía que la aparición de Gina lo había echado todo a perder... incluso la complicada relación a quince metros de distancia que habían mantenido hasta entonces.

Ahora la habitación de Mario pertenecía a su esposa y a Marina, y no tenía razón de ser que Silvana le esperara sentada entre sus almohadones. La extrañaba de una manera que a veces le hacía asustarse ante sus sentimientos. Habría dado cualquier cosa por saber qué era lo que pasaba por su cabeza. Quería averiguar si realmente le había declarado odio eterno o si simplemente la había decepcionado tanto que no quería dedicarle ni uno solo de sus pensamientos de ahora en adelante. Mario vivía en una agonía al no saber qué era lo que se esperaba de él. Al final, cuando se hizo evidente que Silvana no tenía la menor intención de propiciar un nuevo acercamiento, comprendió que tendría que ser él quien superara aquella barrera invisible. Una tarde decidió armarse de valor para hacer una visita a La Grotta della Fenice y averiguar de una vez cómo podría reconciliarse con ella.

Fue un absoluto fracaso. Al empujar la puerta de la juguetería le pareció escuchar un estrépito de pequeños pies que ascendían por la escalera de caracol, y cuando entró en el taller no encontró más que a Montalbano trabajando con sus muñecas de porcelana. Aún tenía la pierna escayolada, y lucía una expresión tan sombría que Mario comprendió de inmediato que no era la única persona atribulada en aquella habitación. Sujetaba en una mano tres punzones de diferente grosor con los que colocaba, mediante toquecitos muy suaves, un ojo de reluciente cristal azul oscuro sobre la cola blanca que ribeteaba la cuenca ocular de una de las muñecas. Pareció aliviarle que alguien se sentara un rato a su lado.

—Me tiene un poco preocupado últimamente —reconoció cuando Mario, después de dar unos cuantos rodeos, se atrevió a preguntarle por Silvana—. Lleva unos días bastante ausente... como si tuviera la cabeza en otra parte. Y eso no es nada normal en ella. Nunca la he visto tan desganada. Merodea por la casa como si de repente no le interesara nada...

—Puede que se sienta agobiada por las circunstancias —apuntó Mario mientras notaba cómo se le encogía el estómago—. La Navidad nunca resulta cómoda para los artesanos.

—Tonterías. En estas fechas siempre se mostraba de lo más activa. Terminar todos los encargos a tiempo era una especie de reto para ella. Siempre ha sido muy trabajadora...

Saltaba a la vista que Montalbano se encontraba aún más inquieto que Mario por su estado de ánimo, aunque no tuviera ni la más remota idea de qué podía afligir a Silvana. Ni siquiera de si había algo que podía afligirla como a las personas de carne y hueso. No se atrevió a preguntarle si había sufrido algún desvanecimiento porque no se creía capaz de vivir en paz con su conciencia a partir de entonces si descubría que, por culpa suya y de Gina, la mujer a la que amaba con cada nervio de su corazón se encontraba en peligro.

Montalbano dejó sus punzones de metal sobre la mesita que tenía al lado. Había algo siniestro en la manera en que la muñeca de porcelana los contemplaba, con un ojo azul colocado en el lugar en el que debía estar y una cuenca vacía por la que asomaba uno de los dedos del juguetero. Cambió de conversación antes de que el asunto se volviera más espinoso, aunque la sonrisa que dirigió a su vecino no resultara demasiado convincente.

—Permítame que le dé la enhorabuena, Corsini. He oído que recuperó hace unas semanas a su esposa y a su hija. No sabe cómo me alegro de que pudieran estar juntos en Navidad.

A Mario se le encogió más el estómago. Se imaginó a Silvana sentada justo encima de sus cabezas, escuchando lo que decían por alguna de las rendijas del suelo de madera.

—No es mi hija —le aseguró a Montalbano con palpable incomodidad—. Marina no es más que el fruto de una de tantas... aventuras a las que se entregó Gina durante los años que ha pasado lejos de casa. La decisión de que se quedaran con mi hermano y conmigo no ha obedecido a mis propios deseos, sino simplemente a la caridad. Nunca seré capaz de perdonarle lo que me hizo, por poco cristiano que pueda parecer mi comportamiento.

Montalbano no dijo nada hasta pasados unos minutos. Apartó los ojos de su pierna escayolada para contemplar las mariposas de madera que permanecían abandonadas de cualquier manera sobre el suelo. Silvana las había coloreado con pintura acrílica, pero ni siquiera sus brillantes tonalidades las hacían parecer nada más que unas bolas de papel metalizado que alguien se hubiera olvidado de recoger. Hasta las mariposas reales que había dentro de la campana de cristal se mostraban más circunspectas en sus revoloteos.

—A veces conviene dejar atrás los rencores —dijo Montalbano. Hablaba tan bajito que costaba escucharle—. Una esposa como la suya es un regalo del cielo, aunque le cueste creerlo. Cualquier esposa lo es, Corsini. Cualquier mujer. A pesar de lo rastreras que puedan ser con nosotros cuando descubren que no estamos a la altura de sus expectativas.

Lo dijo en un tono de voz que despertó en Mario ciertos temores a los que no sabría poner un nombre. Abandonó La Grotta della Fenice sintiéndose más incomprendido de lo que ningún ser humano tendría derecho a sentirse. Se hizo la firme promesa de volver a la juguetería al día siguiente, y también al siguiente si era necesario, pero no consiguió hablar con Silvana. La chica parecía tener un sexto sentido que la avisaba de cuándo se disponía a abrir la puerta de la tienda, de manera que lo único que conseguía avistar era el revuelo de su falda marrón y sus cabellos sueltos y en desorden antes de que se encerrara en su dormitorio. Era evidente que no sentía el menor deseo de hablar con él, pero Mario tampoco podía quedarse de brazos cruzados. Necesitaba explicarle lo que había pasado antes de que la rumorología popular inundara los oídos de su padre, y en consecuencia, los de Silvana, con más chismes sobre su relación con Gina. Tenía que disculparse por una ofensa que ni siquiera sabía si había cometido... cualquier cosa con tal de recuperar la confianza que antes había tenido en él. Las situaciones desesperadas requerían medidas desesperadas. Había llegado el momento de que Mario también jugara sus últimas cartas.

***

Respiró hondo mientras releía las escasas líneas que había garabateado sobre una hoja de papel. Definitivamente, la literatura no era lo suyo, pero confiaba en que Silvana no esperara nada parecido a las ensoñaciones góticas de la señora de Percy Shelley.

Sé que no quieres saber nada más de mí, pero tengo que hablar contigo lo antes posible. No quiero que sean los rumores de los vecinos los que te hagan saber todo lo que está pasando en mi casa. Estoy atrapado ahora mismo y lo único que consigue aliviar mi tristeza es la esperanza de que podamos estar juntos de nuevo. Mis sentimientos por ti no han cambiado. Sigues siendo una obra maestra con la que no soy capaz de dejar de soñar.

Esta noche, a las once, estaré en el callejón que sale de la fondamenta Gaffaro antes de alcanzar el puente.

Ven a encontrarte conmigo, por favor. Te necesito.

Dobló el papel una vez, dos veces, cuatro veces, dejándolo reducido a un minúsculo cuadrado que puso en la mano de un Andrea más receloso de lo que lo había visto nunca.

—A ver si lo he comprendido —repitió su hermano. Miraba la misiva como si temiera que pudiera arder de repente entre sus dedos—. Tengo que ir a La Grotta della Fenice para devolverle a la señorita Montalbano un calibrador para llaves de relojería. La encontraré en el taller con su padre, al que le preguntaré por su pierna, y cuando vea que está sola...

—Cuando te hayas asegurado de que está completamente sola —le advirtió Mario—. No puedo dejar que Montalbano se entere de esto. No la dejaría hablar conmigo nunca más.

Andrea metió cuidadosamente la nota dentro del bolsillo de su pantalón. Cuando se encaró de nuevo con su hermano lo hizo como si lo estuviera viendo bajo una nueva luz.

—Hace unos meses me echabas en cara que persiguiera a Simonetta —le dijo— y justo ahora, cuando Gina ha regresado a casa y puedes volver a tener la vida que tanto habías echado de menos, te conviertes en un Cyrano y pretendes que haga de mensajero sin que tu esposa ni el padre de tu enamorada se enteren de lo que estás tramando. —Sacudió la cabeza con algo que Mario no sabía si sería admiración o reproche—. A veces me parece que nos equivocamos al repartirnos los papeles. Eres más romántico de lo que piensas.

Se fue dejando que Mario recapacitara en silencio sobre sus palabras y no regresó a casa hasta media hora después, cuando tanto La Grotta della Fenice como Ca’ Corsini y el resto de los negocios de Santa Croce acababan de cerrar sus puertas. Andrea encontró a su hermano sentado a la mesa del comedor en compañía de Marina y de su madre. La pequeña se había arrellanado enfrente de ella, y se dedicaba a remover los gnocchi con tomate de su plato sin apartar los ojos de Mario en ningún momento. Era como si tratara de descifrar en su rostro algo que los demás no podían ver. Gina cotorreaba sin parar mientras espolvoreaba queso rallado sobre la comida, inclinándose sobre la mesa más de lo debido cuando le tocó el turno a Mario, aunque su marido no parecía darse cuenta de nada; seguía perdido en sus propias ensoñaciones. Únicamente salió a la superficie en el momento en que su hermano se sentó a su lado, desdobló su servilleta sobre sus rodillas y asintió con la cabeza para darle a entender que la carta había llegado a su destinataria.

Las siguientes horas se le hicieron eternas. Tuvo que esperar a que Andrea se retirara después de hacer una breve visita a los Scandellari, y a que Gina y Marina se fueran a dormir a la habitación de Mario metiendo mucho ruido porque la pequeña quería seguir jugando con los animales de cristal que le había regalado su vecino. Cuando se aseguró de que todos estaban en la cama se puso la chaqueta, se escabulló por las escaleras y se dirigió hacia el ponte Marcello atravesando la niebla que envolvía cada vez más la ciudad.

Hacía tanto frío que le castañeaban los dientes. Las campanas de San Rocco dejaron escapar once trémulos golpes de bronce cuando alcanzó el callejón en el que había citado a Silvana. No era más que una pequeña hendidura entre la manzana de los Montalbano y la que se encontraba al lado, la única de la calle en la que se adivinaba el resplandor de las velas encendidas en sus candelabros a través de los cristales parcialmente cubiertos por pesados cortinajes. Alguien tocaba el piano con más entusiasmo que talento, y cada pocos segundos una cascada de carcajadas caía sobre Mario desde los pisos superiores.

No va a venir, pensó mientras se resguardaba como podía de las corrientes de aire helado detrás de unos contenedores de basura. Tal vez no era el lugar más romántico de Venecia, pero sí uno de los más discretos para que pudieran hablar a solas. Puede que Montalbano haya descubierto la carta y le haya prohibido salir. Pero no tiene por qué saber que es mía. A menos que... a menos que la propia Silvana se lo haya dicho. Si me detesta tanto como para querer deshacerse de mí para siempre... no, eso no puede ser...

San Rocco anunció las once y cuarto. Mario dio unas cuantas patadas para tratar de calentarse los pies. Empezaba a pensar en la posibilidad de arrojar piedrecitas contra su ventana cuando escuchó ruido de pasos en la fondamenta Gaffaro. Contuvo el aliento al distinguir en medio de la niebla una silueta envuelta en un largo chal que se asomaba con algo de prevención al callejón. La brisa procedente de la laguna revolvía su cabello mientras se acercaba en silencio como una más de las sombras proyectadas por la luna.

Mario no pudo ahogar un suspiro de alivio. Por fin, después de tantos días... volvía a tenerla delante. Si no hubiera sido por su sombría expresión habría pensado que nada había cambiado.

—Ya temía que no quisieras reunirte conmigo —susurró cuando se detuvo a su lado.

—He estado a punto de no hacerlo —reconoció Silvana. No parecía acusar el frío; bajo el chal seguía llevando las mismas sencillas prendas que se ponía a diario para trabajar en su taller. Mario se acordó de repente de los recargados vestidos que Gina había traído consigo de su tour europeo. Era como comparar a un ruiseñor con un pavo real incapaz de hacer nada más que lucirse con su cola de brillantes colores. —Y si quieres que te diga la verdad —siguió diciendo— creo que habría sido lo más prudente en estas circunstancias.

No se había dado cuenta hasta entonces de lo mucho que la había echado de menos desde un punto de vista estrictamente físico. Había extrañado el olor de su pelo, el timbre de su voz... hasta el chirriar de los engranajes de su pecho. Mario se aclaró la garganta.

—Me imagino que habrás escuchado... toda clase de cosas durante estas semanas...

—Te equivocas. He escuchado muchas cosas, pero todas venían a decir lo mismo: que tu mujer ha regresado a Venecia, acompañada por una niña pequeña, y que las dos han pasado las Navidades contigo. Es lo mismo que he podido ver a través de mi ventana.

—Básicamente... sí, eso es cierto. Pero no sabes nada de Gina. No imaginas cuánto...

—Ahórrame la recurrente frase de «no es lo que parece» —rezongó Silvana. Apretó los brazos contra su pecho, evitando su mirada—. No tengo ganas de escuchar ningún cliché.

Alguien rompió una botella en la manzana de al lado, y se elevaron unos gritos que no tardaron en convertirse en carcajadas. El pianista acometió los primeros compases de una tarantella; de inmediato un montón de sombras comenzaron a moverse en círculos por entre las cortinas, peligrosamente cerca de la ventana. Mario sujetó a Silvana por un codo para atraerla más hacia las sombras. Tenerla junto a él fue como un sorbo de agua para un sediento, como un bálsamo para las heridas que le había provocado su ausencia.

—Escúchame —le susurró más de cerca. Ella no trató de soltarse, lo cual era una buena señal—. Sé que tienes todo el derecho del mundo a estar molesta conmigo. No me atreví a hablarte de Gina porque pensé que era un capítulo de mi vida completamente cerrado...

—El pasado siempre vuelve. Tú deberías saberlo mejor que nadie, teniendo en cuenta lo que te confesé sobre mí. Que algo esté muerto no significa que nunca pueda regresar.

Aunque no se lo dijo con palabras, Mario se dio cuenta de lo que había detrás de su razonamiento: «Yo te revelé algo escalofriante, algo que haría que cualquier persona me rehuyera, y tú me lo pagas con un secreto a voces del que acabaría enterándome en el momento menos pensado». Aquello le hizo tragar saliva. No sabía por dónde empezar.

—Lo nuestro acabó hace seis años, Silvana. Ahora no hay nada que nos una. Nada.

—Nada más que una criatura que ha tenido que crecer hasta ahora lejos de su padre.

—¡Marina no es mi hija, maldición! —soltó Mario, y bajó la voz en seguida—. Todos mis vecinos, incluso tu propio padre, dan por hecho que Gina y yo la engendramos antes de que se marchara. Pero eso no es cierto. Su padre se llama Alessandro Amadio, y es uno de los ilusionistas más afamados de nuestros tiempos. El miserable por el que Gina me...

Se le enredaron las palabras en la garganta. Todavía no era capaz de decirlo en voz alta porque no había superado la humillación de aquellos días, la desesperación de ver caer una a una las hojas del calendario sin tener ninguna noticia de la mujer que le había abandonado. Gina le había asestado una puñalada demasiado profunda para su orgullo.

—Éramos muy jóvenes cuando nos casamos —siguió murmurando Mario. Silvana no le quitaba los ojos de encima—. No teníamos más que veinte años. Casi éramos unos niños.

—Son los mismos que tiene tu hermano, ¿verdad? ¿Por eso te preocupa tanto lo que pueda hacer con la hija de Scandellari? ¿Temes que también a él le rompan el corazón?

Aquello lo dejó momentáneamente desconcertado. Nunca se había parado a pensar en lo que había detrás de su arraigado instinto de protección respecto a Andrea. Siempre lo había atribuido al hecho de que tenía que cuidar de su hermano por ser más pequeño.

—Supongo que sí —contestó despacio—. Aunque Simonetta es una chiquilla adorable, sin tantas ambiciones como las que tenía Gina. Nuestro matrimonio apenas duró doce meses. Pronto empecé a notar que se volvía más retraída conmigo y que no le apetecía hablarme cuando regresaba a casa después de estar todo el día trabajando en el taller. Al principio pensé que se sentía sola. Procuré pasar el mayor tiempo posible a su lado, pese a lo mucho que esto repercutiera en mi negocio. La saqué a pasear todas las tardes por la ciudad, le di todos los caprichos que podíamos permitirnos. Le prometí que cuando llegara el verano nos marcharíamos unos días lejos de Venecia, para estar solos el uno con el otro...

Silvana levantó los ojos hacia las pálidas estrellas que se adivinaban entre los jirones de niebla. Una sombra parecía haberse posado sobre sus rasgos. La sombra de los celos.

—No hace falta que me des más detalles, Mario —le dijo con deliberada calma—. Creo que sobreviviré sin conocer los pormenores de las noches de pasión que pasaste con ella.

—Quiero que conozcas lo que sucedió —insistió Mario mientras sujetaba suavemente su barbilla para que Silvana volviera a mirarles a la cara—. Nadie podrá explicarte mejor que Gina no tiene ningún derecho a irrumpir de nuevo en mi vida, después de dejarme claro que le había amargado la suya al casarme con ella. Estaba harta de una existencia en la que no podía brillar como le hubiera gustado. Deseaba desaparecer de Venecia sin dejar rastro, y creo que ya lo había decidido antes de aquella tarde de marzo en la que se me ocurrió llevarla a la plaza de San Marcos para que presenciara la actuación del Gran Amadio. Estábamos en primera fila, y el mago se quedó prendado de Gina en cuanto le puso los ojos encima. La subió al escenario para que le ayudara con uno de los trucos más espectaculares de su repertorio. Lo demás... me imagino que sucedería mientras me encontraba en mi taller. Un buen día Gina se marchó con él de Venecia, dejándome una carta en la que se despedía de mí... y hasta ahora no había sabido nada sobre su paradero.

—He buscado información sobre ese hombre. Venían muchas cosas en los periódicos que mi padre ha acumulado en casa desde el día en que llegamos. Dicen que los trucos de cartas son su especialidad. —Silvana dudó antes de añadir en voz más baja—: También he visto algunas fotografías suyas con una ayudante morena que creo que era tu esposa.

Mario dejó escapar un gruñido. El recuerdo de aquellas imágenes circulando por la ciudad le hacía sentir una vergüenza atroz. No sabía cómo Gina se atrevía a pisar la calle.

—Enseñaba más las piernas que una bailarina de cancán. —Silvana meneó la cabeza con una expresión de profundo disgusto—. ¿Cómo se te ocurrió enamorarte de alguien así?

—Me engatusó como a un idiota —reconoció Mario a media voz—. Eso es lo que era. Un estúpido que se enorgullecía de haber conseguido a la chica más guapa del barrio. Todo lo que pueda pasarme me está bien empleado. Me lo merezco por haberme rendido ante una máscara seductora que no escondía más que mentiras. —Guardó silencio un instante antes de añadir, acercándose un poco más a Silvana—: Y estoy dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de reparar los errores que cometí en el pasado, salvo tener que renunciar a ti.

La muchacha había apoyado su espalda en el muro de ladrillos, de manera que lo único que pudo hacer para mantener las distancias fue colocar las manos sobre su pecho.

—Siento mucho lo que te sucedió. Y si te sirve de consuelo, no eres ningún estúpido...

—Gracias —suspiró Mario con aire de cansancio—. Es agradable que alguien lo piense.

—Pero esto no cambia nada —añadió Silvana— ni lo hará nunca. Te agradezco que me lo hayas contado todo. Te comprendo más de lo que crees. Pero no puedes pretender que cierre los ojos ante una realidad que acaba de demostrar que nos ha superado con creces.

Pronunció estas palabras muy despacio. A Mario se le abrió poco a poco la boca. Le llevó un instante comprender el auténtico significado de lo que Silvana estaba diciendo.

—¿Qué realidad...? —empezó a decir mientras el pánico ascendía poco a poco por su garganta—. ¿A qué te refieres con eso? ¿Por qué debería cambiar nuestra situación ahora?

—Me he dado cuenta de muchas cosas en los últimos días —le explicó Silvana. Saltaba a la vista lo mucho que estaba costándole pronunciar aquellas palabras—. Esto está haciéndonos daño a los dos... más de lo que nos merecemos. Y yo no pienso permitir que sufras por culpa mía. Hasta ahora nadie me había comprendido como lo has hecho tú...

—¡Entonces deja que sigamos como hasta ahora! —casi gritó Mario—. ¡Me hará mucho más daño renunciar a ti! ¡Lo único que quiero es que las cosas vuelvan a ser lo que eran!

—¿Por qué? —Silvana le miró a los ojos—. ¿Qué razón de ser tiene esta agonía? ¿No te das cuenta de que podrías tener una vida normal como cualquier persona... sin tener que cuidar de una máquina defectuosa que nunca será capaz de entregarse por completo a ti?

Su semblante resultaba inescrutable, pero el dolor que Mario descubrió en sus ojos era enteramente humano. No le costó adivinar lo duro que había sido para ella tomar una decisión semejante. Una decisión que no estaba dispuesto a acatar. Nunca renunciaría a Silvana. «¿Por qué seguir con esto?», le había preguntado. «¿Por qué esta agonía?». Antes de darse cuenta de lo que hacía, Mario le contestó en un tono de voz que no parecía suyo:

—Porque... porque te quiero. Porque no quiero perderte. De verdad, Silvana, no puedo perderte ahora mismo. No tienes ni idea de lo mucho que te necesito a mi lado. Contigo todo es distinto... como si nunca antes hubiera visto la luz... como si realmente pudiera...

Se le enredó la lengua, las palabras murieron en su garganta y se quedó callado con la sensación de que no hacía más que empeorarlo todo. Ni siquiera conseguía declararle su amor como le hubiera gustado. Las expresiones que el Gran Amadio sería capaz de convertir en fuegos artificiales junto a los oídos de Gina resultaban aterradoramente vacías cuando era Mario quien las pronunciaba. Para su sorpresa, Silvana no se quedó mirándole con aburrimiento ni con desprecio. Levantó una mano para acariciarle una mejilla en silencio. Su barba de varios días le rascaba la piel.

—No me has dicho nada que no conozca —le susurró—. Son mis propios sentimientos los que has descrito. Pero hemos sido unos estúpidos al creer que esto serviría de algo.

—¿Qué quieres decir? —balbuceó Mario—. Claro que servirá... mientras consigamos...

—No —respondió Silvana muy bajito—. No tiene sentido, Mario. Nunca lo ha tenido. Y de alguna manera lo sabíamos, aunque ninguno de los dos se atreviera a decirlo en voz alta. —Respiró hondo mientras Mario la miraba con los ojos muy abiertos—. Nosotros no hemos sido creados para estar juntos. No necesitábamos a tu esposa para comprenderlo.

Había deslizado una mano debajo de su chal para desabrochar el cierre de su bolsa.

—Esto es todo lo que puedo darte... a falta de un corazón como el que tiene tu Gina.

Separó los dedos en la escasa penumbra que se apoderaba del callejón. En su palma había aparecido una pequeña esfera de madera de la que Mario nunca lograría olvidarse.

—No te preocupes por cuidarlo —murmuró Silvana. No parecía atreverse a levantar la cabeza—. Es un modelo tan defectuoso como el que tengo dentro, así que no hay peligro de que se rompa más. Llévalo a tu taller, guárdalo en un cajón y sácalo de vez en cuando para mirarlo, cuando te acuerdes de mí. Yo nunca dejaré de echarte de menos. Nunca.

Cogió las manos de Mario para entregarle la esfera de madera. Él trató de sujetarla antes de que pudiera apartarse de su lado, pero Silvana negó de nuevo con la cabeza y le dio la espalda sin añadir nada más. Se marchó del callejón sin hacer más ruido que uno de los jirones de niebla que se deslizaban a su alrededor. Lo dejó de pie con su corazón en la mano, contemplando con los ojos inundados por unas lágrimas que sabía que no podría derramar aquella noche cómo se alejaba de su lado para no regresar nunca más.

—Silvana... —la llamó en un susurro, y después levantó la voz para gritar—: ¡Silvana!

La muchacha acabó perdiéndose en la oscuridad. Su silueta se desvaneció en medio de la noche como lo haría un fantasma. Mario se volvió hacia la pared para golpear los sucios ladrillos una y otra vez con sus puños cerrados. Estaban recubiertos por una capa de escarcha que crujió bajo sus nudillos, aunque ya no podía sentir nada, ni siquiera las heridas abiertas en sus manos. Al apoyar la frente contra las piedras le pareció escuchar una voz que le llamaba. Por un momento confió en que Silvana hubiera recapacitado, y levantó la cabeza con un resplandor esperanzado en los ojos... pero no se trataba de ella.

Una mujer acababa de aparecer en la ventana que había sobre él. Su pelo teñido de un rojo amarillento rodaba por encima de sus opulentos senos, apenas velados por los encajes de su vestido. Sonreía mientras las sombras continuaban danzando a sus espaldas.

—Déjala que se marche... Podrás pasártelo mucho mejor con nosotras. —Y se inclinó sobre la balaustrada con sus dedos de largas uñas extendidos sobre la piedra salpicada de escarcha—. Aquí dentro encontrarás música, calor, diversión... y puede que hasta amor...

Mario tardó un momento en responderle, y cuando lo hizo su voz apenas consiguió elevarse por encima del viento. Había tanta tristeza en sus palabras que hasta la sonrisa de la cortesana se apagó. Parecía darse cuenta de que se había equivocado de presa.

—Estás perdiendo el tiempo. Ahora mismo tengo a una como tú esperándome en casa.

Y se marchó para regresar a su propio infierno con el corazón de Silvana en la mano.

II. DEA EX MACHINA

«Podrás destrozar mis otras pasiones; pero queda mi venganza,

una venganza que a partir de ahora me será más querida

que la luz o los alimentos».

MARY W. SHELLEY

CAPÍTULO X

El tiempo, cuando la vida ha dejado de tener sentido, parece pasar más despacio de lo normal, porque se resiste a darnos la posibilidad de recomponernos. La existencia deja de depender del ángulo de unas agujas; da lo mismo que marquen las seis menos veinte que una medianoche eterna en la que no podemos encontrar más que sombras. Los días que a Mario le parecían interminables se convirtieron en semanas, y las semanas en un mes completo, y cuando quiso darse cuenta se había acostumbrado de tal modo a cargar con su dolor silencioso y desesperado que casi tenía la sensación de haber nacido con él.

La primera noche de Carnaval le sorprendió acodado en su balcón. Llevaba la mayor parte de la tarde dando vueltas por la juguetería como un alma en pena. Había tratado por todos los medios de distraerse con el trabajo, pero en aquellas fechas tan míticas la Serenísima cerraba sus negocios a cal y canto para que todo el mundo pudiera tomar las calles con sus máscaras, sus aparatosos disfraces y sus bolsas llenas de confetis, que se quedarían ensuciando el adoquinado durante toda la semana. Mario llevaba pasando por aquello desde que tenía uso de razón, aunque sus veintisiete años en Venecia no habían logrado reconciliarle con una tradición que hasta entonces le había parecido poco más que una feria de vanidades. En su situación casi le resultaba sacrílega tanta alegría desatada.

Hacía bastante frío aquella noche, pero eso no convencería a ningún vecino de Santa Croce de lo prudente que sería quedarse al amor de la lumbre. Todos los parroquianos se habían echado a la calle en cuanto las campanas de San Rocco habían dado las ocho. El elenco completo de la Commedia dell’arte había desfilado para entonces bajo el balcón de los Corsini, rivalizando en cuanto al lujo de sus telas bordadas con hilos de oro y plata y la elegancia de los antifaces con los que se habían cubierto. El rio del Gaffaro estaba colapsado por la cantidad de barcas que aguardaban el momento oportuno para empezar a moverse. Por todas partes había músicos ambulantes que afinaban sus instrumentos, y en las cuerdas que habían tendido de un lado a otro del canal revoloteaban las banderolas escarlatas y doradas y los estandartes con el león de Venecia estampado sobre fondo azul.

Había unas cuantas nubes en el cielo, y cuando las corrientes de aire las empujaban hacia la laguna, una luna menguante se encargaba de inundarlo todo con un resplandor de plata. Los niños correteaban con centelleantes bengalas en las manos, y mucha gente se había hecho con antorchas que hacían que los ojos de las máscaras relucieran como si se las hubiera dotado de vida propia. A su alrededor no se oían más que risas, pero Mario se sentía demasiado envejecido por sus preocupaciones para poder unirse como cualquier hijo de vecino a la celebración. También su corazón parecía pesar como si fuera de hierro.

Estaba reflexionando sobre estas cuestiones cuando escuchó un ruido de pasos a sus espaldas, procedente del comedor de la casa, y Andrea salió al balcón para hablar con él.

—¿Te apetece bajar con nosotros? —le preguntó; se había puesto unas calzas rojas y una capa morada con ribetes de armiño sujeta mediante un broche. A sus espaldas, sentada como una india sobre el diván en el que dormía Mario, la hija de Gina jugueteaba con un Shylock mucho más sociable de lo habitual—. Voy a recoger a Simonetta en la cristalería —siguió Andrea—. Y Gina me ha dado permiso para que nos llevemos a Marina.

—Pues que os sea leve. No quiero ni imaginar cómo se pondrá si la perdéis de vista.

—¿Por qué no nos acompañas un rato? Están todos los vecinos en la calle. Dentro de un momento empezará el desfile, y siempre resulta divertido. ¿Piensas quedarte aquí solo?

Mario guardó silencio. Andrea dudó durante un momento antes de apoyarse al lado de su hermano, con un repiqueteo de los cascabeles que adornaban su ropa. Tendió la vista por encima del rio del Gaffaro. Había un balcón al otro lado de la calle en el que permanecían acodadas cuatro Colombinas que se reían sin parar. Llevaban enfundados unos larguísimos guantes de terciopelo en cuyos dedos relucían un sinfín de anillos de brillantes, de los que colgaban pañuelos de encaje sin iniciales bordadas, porque era la noche de la mentira y el anonimato. Todas se habían puesto máscaras de papel maché, y todas parecían deseosas de que sus muchachos las recogieran cuanto antes para sumarse al alboroto general. En casa de los Montalbano, por el contrario, no había colgaduras de fantasía, ni ninguna cara sonriente se asomaba para espiar lo que sucedía en la calle. Era como si nadie hubiera avisado al juguetero y a su hija de que había llegado el Carnaval.

—No va a aparecer —dijo Andrea en voz baja. Mario no se inmutó—. Tú mismo me has dicho que se ha negado a volver a verte. ¿No crees que ya va siendo hora de que la olvides?

—Preferiría no hablar de los Montalbano por ahora —replicó Mario—. Por lo menos, no mientras Gina siga merodeando cerca de mí para averiguar lo que me traigo entre manos.

—A eso me refería precisamente. A Gina. Las cosas pueden ser ahora muy distintas...

Mario miró a su hermano con el ceño fruncido. Andrea jugó durante un rato con sus pulgares antes de responderle. Era evidente que le había dado muchas vueltas al asunto.

—Al principio pensaba que había regresado a Venecia porque no le quedaba ninguna otra opción —comenzó a decir—. Pero su comportamiento en estos dos meses... me ha mostrado a una Gina completamente distinta de la que recordaba. Creo que te quiere de verdad, Mario. Está arrepentida de lo que ha hecho. Tú sabrás lo que haces, pero me da la sensación de que deberías preocuparte por lo que tienes a tu alrededor más que por lo que sabes que nunca será tuyo. Y esto —añadió al ver que se tensaban los músculos de su garganta— te lo está diciendo alguien que lo único que quiere es que seas feliz. No creo que pudieras serlo con una princesa de cuento de hadas que no abandona nunca su torre.

A Mario le hubiera gustado agarrar a Andrea por los hombros, sacudirle fuertemente con sus propias manos y preguntarle por qué demonios le había metido a Silvana por los ojos cuando esta se instaló en Venecia. Pero finalmente su sentido común ganó la partida. Su hermano, en el fondo, no hacía más que preocuparse por él. Iba a contestarle cuando se dio cuenta de que acababa de marcharse del balcón. Lo vio recoger a Shylock de los brazos de Marina, dejarlo a su lado, sobre uno de los cojines del diván y tomar a la niña de la mano para que le siguiera hasta el patio. Mientras bajaban la escalera hubo un estallido de violines en la calle, y las barcas en las que se habían sentado los músicos se pusieron a desfilar por el rio del Gaffaro, inaugurando el cortejo que se dirigiría hasta San Marcos.

Era una de las tradiciones más queridas de los vecinos de Santa Croce. Cada año las chicas más hermosas del distrito se instalaban en las barcas que durante el resto del año se destinaban al transporte de las flores, las verduras y hasta el pescado que sus padres vendían en sus respectivas tiendas. En Carnaval los humildes topi casi desaparecían bajo los aparatosos adornos que colocan sobre sus estructuras y que arrastraban a lo largo de los canales como lo hacían los vaporetti de los turistas con sus estelas de espuma. Esas muchachas eran las únicas que llevaban la cara descubierta, para que todo el mundo pudiera admirarlas como merecían. Mario contempló con algo de apatía cómo encabezaba la marcha Antonella, la hija de Pietragnoli, uno de los mercaderes de encaje de Burano que se habían asentado tiempo atrás al lado de los Scandellari. Permanecía acomodada como una reina en medio de sus almohadones, con su larga melena roja adornada con docenas de pequeñas rosas naturales. Sacudía sus tirabuzones mientras se estiraba para tocar las manos de los admiradores que escoltaban su embarcación, remando a ambos lados hacia San Marcos. Detrás venía su hermana Giulietta, que se había prendido unas largas sartas de perlas sobre sus cabellos negros, y las sobrinas de Luciano, el panadero de la fondamenta Gaffaro, con unos adornos de relucientes hojas secas sobre las trenzas en las que habían recogido su pelo como si acabaran de salir de un cuadro de Botticelli.

Aquellas chicas irradiaban felicidad mientras les caían por encima los pétalos de las rosas y los confetis que les arrojaban desde los balcones. Pero lo único que hacían era participar en una mascarada, porque lo que Antonella se había puesto sobre su oscuro cabello no era más que una peluca vieja, las perlas de Giuletta eran en realidad cuentas de vidrio barato, y las impactantes hojas de las Luciano seguramente estarían hechas con papel maché. A nadie parecía importarle que lo que veían fuera una mentira, porque era Carnaval y por una noche los venecianos podían fingir que abandonaban sus vidas para ser lo que siempre habían soñado ser. Mario se acordó con una repentina nostalgia del año en que Gina desfiló delante de todas las demás vecinas, radiante por ser considerada la belleza de Santa Croce. Había deslumbrado a todo el mundo con una diadema que le había fabricado Mario con diversos broches unidos entre sí mediante cadenetas de plata que resbalaban por su melena, recogiéndola aquí y allá para darle una apariencia de hada con la que se había ganado los corazones de medio vecindario. Aquella noche se había sentido el hombre más afortunado del mundo por saber que le pertenecía solamente a él. Al amanecer, cuando los demás habitantes de la fondamenta Minotto se retiraron a sus casas para apurar unas cuantas horas de merecido sueño, la había llevado de la mano a la cama y la había amado como nunca antes lo había hecho hasta que el sol del mediodía irrumpió en su habitación y se rompió en destellos de luz sobre la diadema que Gina seguía llevando en su despeinada cabeza, apoyada confortablemente sobre el pecho de su marido. Aún le parecía sentir en los dedos el roce de la plata enredada en aquel cabello que había acariciado suavemente mientras dormían. Y un mes más tarde, cuando menos se lo esperaba, Gina se había marchado con el Gran Amadio, y Mario se había dado cuenta de que su auténtica mascarada no había sido la del Carnaval, sino su supuesto amor por él.

Se llevó una mano al puente roto de su nariz. Realmente no comprendía lo que había llevado a Andrea a pensar que Gina seguía queriéndole pese a lo que había hecho. Como si le hubiera leído la mente, la escuchó decir algo desde dentro de la casa. Mario prefirió no responderle. Al cabo de un instante la oyó atravesar el comedor para reunirse con él.

—Llevo un rato hablándote, pero no me haces ningún caso —protestó Gina—. Te decía que más vale que te pongas la chaqueta. Hace demasiado frío para permanecer al raso.

—No tenía ni idea de que de repente te preocuparas por mi salud —contestó Mario de mala gana.

—No se trata de tu salud —dijo ella en el mismo tono—, sino la de todos nosotros, sobre todo la de Marina. Me da lo mismo que te resfríes para lo que queda de invierno, pero si se lo contagias no ganaremos suficiente dinero para pagar las medicinas que necesite. No creo que haya en el mundo una criatura más enfermiza.

A Mario le sorprendió un poco lo desabrido de su tono. Se había acostumbrado a las melosas insinuaciones de Gina, como le sucedía con los mosquitos en verano; sabía que era algo contra lo que no podía hacer más que armarse de paciencia. Pero parecía que el deseo de reconquistarle había quedado relegado a un segundo plano en su cabeza. Miró de reojo a su esposa mientras se acodaba a su lado, sobre el parapeto de piedra. Se había echado por los hombros un mantón de lana roja con el que solía arropar a Marina en las noches más frías. Su pelo negro caía en pesadas ondas sobre sus brazos y su espalda, y a Mario le sorprendió comprobar lo distinta que parecía, una mujer en la que todavía era capaz de reconocer a la coqueta y dicharachera muchacha de la que se había enamorado.

Las palabras de Andrea regresaron a su memoria. Podría tenerla de nuevo, Mario lo sabía perfectamente. No necesitaba más que alargar su mano y atraer a Gina hacia sí para recuperar de una vez lo que el Gran Amadio le había arrebatado. Pero habían sucedido tantas cosas en los últimos meses que Mario no podía imaginarse haciendo algo así. Por ridículo que pareciera, se sentiría como si estuviera traicionando a otra persona. Era algo contra lo que no podía luchar... porque todavía no había asumido que no volvería a verla.

—Mi hermano ha bajado con Marina a la calle. Pensé que te gustaría acompañarlos...

—¿Para qué? —dijo Gina con aire apático. Deslizó la punta de un dedo sobre la piedra salpicada de confetis de colores—. Ha pasado demasiado tiempo desde que me senté en una de esas barcas. Y no me apetece quedarme en la orilla viendo cómo se dan aires esas chicas que a plena luz del día serían consideradas del montón. Siempre ocurre lo mismo.

Hubo un revuelo cerca del ponte Marcello, y los vecinos que se habían asomado a los demás balcones estallaron en carcajadas. Un puñado de mattacini se habían puesto a tirar huevos podridos, rociados con agua de rosas para disimular su mal olor, a un grupo de aristócratas que pasaban en ese momento por debajo de la arcada. Era una manera de dejarles claro que el Carnaval de Santa Croce pertenecía únicamente a sus parroquianos.

Mario reconoció a Andrea al pie del edificio. Se había encasquetado la máscara que se ponía siempre en Carnaval, imitando las fauces abiertas de un león, y rugía mientras Marina se reía como una loca sobre sus hombros. A su lado estaba Simonetta; llevaba una vaporosa toquilla negra entretejida con flores del mismo color y un antifaz de encaje que casi desaparecía bajo sus pliegues. Mario pensó que debía de ser la única persona de la fondamenta Minotto que no estaba riéndose con los demás. Gina le dijo en voz baja:

—No parece muy alegre, ¿verdad? ¿Crees que tiene algún problema con tu hermano?

—Más vale que no —respondió Mario con algo de inquietud. Lo último que necesitaba Scandellari era enterarse de lo que había sucedido meses atrás entre los dos jóvenes. No tenía ni idea de cuál sería su situación en ese momento, porque desde que Gina había regresado a Venecia se había mostrado tan huraño que Andrea no había querido preocuparle con sus propios quebraderos de cabeza—. Me imagino que aún no se ha recuperado de la muerte de Emilia —prosiguió—. Sentía auténtica adoración por su hermana. Ha sido una tragedia.

—A Simonetta siempre le han gustado los niños. Recuerdo que al poco de casarnos le regalaste una muñeca con cabeza de biscuit que siempre llevaba consigo a todas partes.

A Mario le sorprendió un poco que se acordara de algo así. Se preguntó de repente qué habría sido de aquella muñeca. Seguramente la habría heredado Emilia y estaría en aquel momento dentro del baúl que contenía todos los juguetes que Simonetta no quería tener cerca en su dormitorio. Aquellas heridas seguían estando abiertas en su memoria.

—Tal vez sea eso lo que le está pasando con tu hija —aventuró—. Puede que le recuerde a Emilia cuando tenía su edad. Es lo mismo que le sucede a Scandellari desde que la vio.

—En ese caso no habrá nada malo en que Marina pase tanto tiempo con ellos. Quién sabe, puede que sea la medicina que necesitan para levantar cabeza. —Gina permaneció silenciosa unos segundos antes de añadir—: De cualquier manera, Simonetta pronto tendrá un consuelo mayor que el que pueda brindarle mi hija. La situación será muy diferente entonces, pero no tiene por qué ser mala. Me parece que es lo mejor que podría suceder.

—¿A qué te refieres? —Mario frunció un poco el ceño—. Creo que no estoy siguiéndote.

Gina se volvió hacia él con una sonrisa de suficiencia que de nuevo le hizo acordarse de la chica a la que tanto había amado. La brisa le revolvía el pelo alrededor de la cabeza.

—No irás a decirme que siendo tan agudo no te has dado cuenta de nada...

—Sabes perfectamente que no se me dan bien las mujeres —replicó Mario—. Y cuando siguen siendo unas muchachas atolondradas como Simonetta me resultan simplemente incomprensibles. No he tenido tiempo para detectar nada extraño en su comportamiento.

—Pero parece que Andrea sí lo ha hecho. ¿No te has dado cuenta de que casi nunca se aparta de su lado? ¿De qué está todo el tiempo pendiente de ella, como si temiera que pudiera pasarle algo malo en cualquier momento? ¿Realmente piensas que lo que más le preocupa a tu hermano de Simonetta es la depresión provocada por la muerte de Emilia?

Mario no supo qué decir a esto. Era cierto que Andrea pasaba muchas más horas en compañía de Simonetta, pero cuando los veía juntos siempre le daba la sensación de que no estaban atravesando su mejor momento. La tarde anterior, mientras Mario trabajaba en su taller, tratando de exorcizar de su memoria el recuerdo de Silvana, su hermano se había sentado con la hija de Scandellari en unos taburetes que había en la juguetería y se habían dedicado a hablar en susurros con las manos enlazadas hasta que la llegada de un cliente los había obligado a separarse. Parecían haber quedado muy atrás los tiempos en los que desquiciaban a Mario con sus constantes carcajadas. Por no mencionar que no había habido más encuentros nocturnos desde que enterraron a Emilia. Gina tiró de una de las puntas de su pesado mantón para colocárselo de nuevo sobre los hombros.

—No puedo creer que los hombres estéis tan ciegos. Su cintura no es tan estrecha como antes, pero apenas prueba bocado cuando comemos con los Scandellari. Y cada mañana la oímos vomitar al otro lado de la pared. ¿No te parece que debería estar más delgada?

—Ahora que lo dices... es cierto que tiene un aspecto más...

Se le secó la garganta de repente. Abrió mucho los ojos mientras miraba a Gina, que acentuó su sonrisa. Miró después a Simonetta, que se había apoyado en la pared, bajo el balcón en el que permanecían de pie, y vio que mantenía los brazos apretados contra su cuerpo sin que ninguna carcajada se abriera camino por debajo de su antifaz de encaje.

—No, eso no puede ser —murmuró Mario. Se le había cubierto la frente por una capa de sudor a pesar de que en la calle seguía reinando una temperatura invernal—. Andrea no sería tan rastrero como para... No puede haberse desentendido de lo que él mismo...

—No se ha desentendido en absoluto. Deja de pensar mal de tu hermano —le echó en cara su esposa—. Me atrevería a decir que por primera vez es consecuente con sus actos.

Aquello no consiguió que Mario se sintiera más tranquilo. Las diferentes piezas que Gina había enumerado parecieron encajar de repente dentro de su cabeza. Retazos de las últimas conversaciones que había mantenido con Andrea y con Simonetta regresaron a su memoria. «¿Sabes dónde está?», le había preguntado la muchacha cuando acababa de reencontrarse con Gina. La había notado muy pálida, muy desmejorada... preocupada por algo sobre lo que Mario no se había molestado en reflexionar, dada la gravedad de su propia situación. «Tengo que hablar con él», le había dicho, y se había marchado con Andrea lejos de los demás. ¿Sería entonces cuando le había confesado lo que le ocurría?

Los minúsculos confetis rojos y dorados caían sobre las cabezas de los dos jóvenes como si el cielo llorara lágrimas de papel metalizado. Andrea había bajado a Marina de sus hombros y sujetaba su mano mientras Simonetta susurraba algo en su oído. A Mario le costaba creer que dentro de poco tiempo, tal vez menos de lo que Gina sospechaba, su hermano estaría cuidando de otra criatura por cuyas venas correría la sangre de ambos.

—Voy a matarle —se escuchó susurrar a sí mismo. Gina dejó escapar una risita—. Si no lo hace Scandellari cuando se entere, lo haré yo. ¿Cómo puede haber sido tan imbécil...?

—Es muy joven. Y está muy enamorado. Y esas dos cualidades convierten a cualquier persona en una inconsciente —le aseguró Gina—. No creo que debas echarle nada en cara.

En circunstancias normales Mario habría hecho algún comentario cáustico sobre su propia inconsciencia al casarse con Gina. Pero las circunstancias estaban muy lejos de ser normales. Se pasó una mano por la cara con expresión perpleja. Aquello lo cambiaría todo... más de lo que podían imaginar Andrea y Simonetta. Se acabarían las diversiones de las que tanto habían disfrutado, como si fueran lo único que la vida podía brindarles.

—Es increíble que no nos hayan dicho nada. Scandellari no sabe nada en absoluto. Está costándole tanto superar la muerte de Emilia que resulta comprensible que Simonetta todavía no se haya atrevido a contárselo... ¡Pero Andrea es mi hermano, maldita sea! ¡Se supone que tengo que cuidar de él! ¿Cómo voy a hacerlo si no es capaz de confiar en mí?

—¡Exagerado! Nadie cuidaba de ti cuando tenías veinte años, y tampoco de mí. Y no vengas diciéndome que eran otros tiempos. A su edad se le puede considerar un adulto.

—No es más que un crío —resopló Mario sin dar su brazo a torcer. No había apartado la mirada de los muchachos que continuaban de pie en medio de la multitud—. Y ella es todavía una niña. Si no me hubieras contado todo esto me habría quedado de piedra al verla aparecer dentro de unos meses con una criatura en los brazos. Cualquier hombre relacionaría esas náuseas con una simple indigestión. No sospecharía nada más.

—Eso dilo por ti —murmuró Gina—. Nunca se te ha dado bien reconocer esos síntomas.

La atención de Mario se había desviado de repente hacia la fondamenta Gaffaro. La muchedumbre que atiborraba las calles apenas permitía reconocer los semblantes de los vecinos, y las aparatosas máscaras complicaban aún más esta labor, pero supo quién era sin necesidad de contemplar sus rasgos. Lo supo desde que vio cerrarse la puerta de La Grotta della Fenice y su pie se posó sobre el empedrado, en medio de las serpentinas y los confetis que viciaban el aire a su alrededor. Una silueta de mediana estatura, envuelta en una capa marrón cuyos bordes arrastraba por el suelo. Llevaba la capucha echada por la cara de manera que lo único que se le veía era la barbilla de color dorado, la tonalidad de la moretta con la que se había cubierto, una máscara ovalada que impedía ver su piel.

Sus manos se aferraron al parapeto de piedra sin darse cuenta de lo que hacía. Tenía que ser ella: sus pasos seguían siendo los mismos con los que atravesaba cada noche sus sueños, y la manera en que miró a ambos lados, como si quisiera asegurarse de que no había nadie conocido a su alrededor, dejaba claro que no era el Carnaval lo que la hacía salir a la calle a escondidas. Su corazón comenzó a latir salvajemente dentro de su pecho.

—¿Ocurre algo? —quiso saber Gina. Miraba a Mario con las cejas enarcadas—. Te has puesto muy serio de repente... ¿Es por lo de Andrea y Simonetta?

Él no le contestó. Seguía contemplando cómo Silvana se acercaba a los desgastados escalones que se hundían en el rio del Gaffaro. Había un grupo de gondoleros sentados al lado de sus embarcaciones, mascando tabaco barato y riéndose a carcajada limpia de los disfraces más escandalosos que desfilaban hacia San Marcos. Cuando se inclinó para hablar con el que se encontraba más cerca de la juguetería, su capucha resbaló un poco hacia atrás, permitiendo que unos reveladores mechones rubios escaparan de su interior.

—No tenía que haberte contado nada —suspiró Gina; Mario la escuchaba hablar como si su voz procediera de una dimensión muy alejada en el tiempo y el espacio—. Ya sé que lo que pueda decirte no sirve de mucho, pero si te interesa mi opinión dejaría que fuera tu hermano quien se ocupara de sus propios asuntos. No sería justo que cargaras también con las recriminaciones de Scandellari cuando le cuenten lo que ha pasado. Estoy segura de que Andrea piensa lo mismo que yo. Aunque te cueste creerlo, valora muchísimo tu...

Se quedó callada al darse cuenta de que Mario no le prestaba la menor atención. Al volverse hacia la calle no pudo ver nada fuera de lo normal; nada más que las máscaras que se divertían atravesando a toda velocidad los puentes para alcanzar cuanto antes el corazón de la fiesta, la gran plaza en la que los venecianos danzarían hasta el amanecer.

—¿Mario? —insistió Gina posando una mano sobre su hombro. Él volvió en sí mismo con un pequeño sobresalto—. ¿Se puede saber qué pasa? ¿A qué viene esa cara tan larga?

—Lo siento. Me temo que ahora mismo no puedo pensar en... —Volvió a concentrarse en el hervidero en que se había convertido el rio del Gaffaro. La máscara dorada seguía allí; aunque se encontrara demasiado lejos para escuchar lo que le decía al gondolero no le costó comprender que habían llegado a una especie de acuerdo. El hombre se puso en pie, saltó dentro de su embarcación, la acercó más a la orilla con ayuda de su pértiga y le tendió una mano a la misteriosa enmascarada para ayudarla a subir. La muchacha se sentó en un pequeño montón de raídos cojines de terciopelo, recolocando los pliegues de su capa mientras se ponían en movimiento—. Lo siento, Gina —repitió Mario apartándose del balcón—, pero no puedo quedarme más tiempo aquí. Había olvidado algo importante.

Ni siquiera los problemas de Andrea conseguían desviar su atención de lo que más le preocupaba en aquellos momentos. Montalbano seguía en su casa; había varias luces en las ventanas del primer piso y una lámpara de gas seguía ardiendo en el taller, como si el Carnaval no significara nada para el juguetero. Montalbano seguía en su casa con una pierna escayolada... y aun así había permitido que Silvana se marchara. La había dejado irse en una barca de la que podría caerse en cuanto colisionara con las de los vecinos de Santa Croce. Mario había visto más de una góndola darse la vuelta y había escuchado las risas de las demás máscaras mientras las mujeres que iban a bordo chapoteaban en el agua, alargando las manos hacia las embarcaciones más cercanas antes de que el peso de los vestidos que se hinchaban a su alrededor tirase de sus cuerpos hacia el légamo de las profundidades. Volvió a acordarse de lo que le había contado Silvana cuando lo llevó a su cuarto. El agua sería letal para sus mecanismos. La paralizaría para siempre, como le ocurriría a cualquier muñeca. Y aun así se había marchado de su casa... a escondidas...

¿A escondidas de su propio padre? ¿Era posible que Montalbano la creyera todavía en su habitación? ¿Se había ido sin decirle lo que pensaba hacer? Aquella posibilidad era mucho más inquietante, porque traía consigo un dolor mayor que cualquiera de sus preocupaciones; una aguda punzada de celos que atravesó el corazón de Mario como si no fuera más que un alfiletero. Entró en el salón como una exhalación, seguido por Gina.

—¿Vas a tener por lo menos la decencia de contarme lo que está sucediendo?— le dijo airada por la poca atención que le prestaba—. ¡Mario! ¡Todavía estoy hablando contigo!

—Tengo que marcharme. No me esperéis despiertos. No me había acordado de que debería haber... de que hay algo que... —Desistió de darle ninguna explicación, porque realmente no tenía ni idea de lo que pensaba hacer cuando la encontrara—. Dile a Andrea que me he marchado con el Bucintoro —añadió movido por una súbita inspiración—. Está tan entretenido con Simonetta y con Marina que ni siquiera me verá subirme en la barca.

A Gina se le abrieron los ojos de par en par. Mario se acercó al diván para recoger su chaqueta. Shylock se había adormecido encima de un cojín, y dejó escapar un bufido cuando su amo se precipitó hacia la puerta que comunicaba con el patio. Se arrojó por las escaleras sin prestar atención a Gina, que seguía llamándole desde lo alto, asomada al murete revestido de cal. «¡Mario, vuelve aquí!,—le llamaba en voz alta—. ¡Mario! ¡Por favor, espera!». Pero Mario no se detuvo en ningún momento. No podía perder a Silvana.

Cuando salió a la calle estuvo a punto de tropezar con su hermano. Andrea seguía de pie al lado de la puerta de Ca’ Corsini, pero tal como había imaginado no reparó en su presencia; había demasiada gente ocupando la calle. Se abrió camino como buenamente pudo hacia el Bucintoro, que se mecía en medio de las embarcaciones que pasaban de largo como una cáscara de nuez arrastrada por una tempestad. Mario subió, soltó rápidamente las amarras y agarró los remos que siempre guardaban bajo los asientos para seguir la estela que dejaba la góndola de Silvana. Ya se encontraba a una distancia más que considerable, pero no tuvo problemas para distinguirla; era la única que no parecía a punto de zozobrar por culpa de las alborotadoras máscaras que se desplazaban en ellas.

Pasaron por debajo del ponte Marcello, y Mario dio un golpe de remo para seguirlos a varias barcas de distancia. Había mucha gente sobre la estructura de ladrillo, riéndose de un pícaro viejecillo que bebía en el cuenco de las manos de una vampiresa de largas uñas rojas, cuya barroca catarata de rizos blancos caía sobre su espalda mientras echaba la cabeza hacia atrás para reírse como los demás. Siguieron durante unos minutos hacia delante, hasta que Mario, que empezaba a pensar que alcanzarían en cualquier momento la iglesia de San Rocco, vio que doblaban la esquina de una de las casas más antiguas de la fondamenta Minotto para apartarse del canal por el que habían venido. El gondolero golpeó la superficie del agua con su pértiga mientras desaparecían detrás de una tapia desmigajada por la humedad, como las que había en el desolado distrito de Cannaregio.

Entonces se dio cuenta de lo que estaban haciendo. Silvana no le había pedido que la llevara a San Marcos como los demás participantes del Carnaval. Quería aprovechar la confusión general para dirigirse a un lugar muy distinto. Un lugar en el que no había ni confetis ni serpentinas, ni máscaras alborotadoras, ni siquiera antorchas como las que no tardaron en dejar atrás mientras se adentraban en la oscuridad. La antigua judería, que durante siglos había estado vigilada por los cristianos responsables de poner los candados en sus verjas de hierro en cuanto caía la noche. Ya no había prestamistas dispuestos a exigir una libra de carne a los desdichados que no pudieran saldar sus deudas, aunque el aire de abandono de aquel distrito seguía siendo el mismo. Pronto dejaron atrás el rumor de los violines y las panderetas, y lo único que se escuchó fue el ladrido de algún perro lejano acompañado por el cloqueo del agua al acariciar los escalones de entrada de las casas. Allí la herrumbre masticaba la pintura de las fachadas y los ladrillos asomaban a través de las ronchas abiertas en su superficie. Olía mucho más a humedad, el aroma de los canales estancados que no podía percibirse en el Gran Canal más que en los días más calurosos del ferragosto. En Cannaregio se hacía más evidente la auténtica naturaleza de Venecia: una ciudad asentada sobre troncos de madera que se pudrían noche y día bajo los palacios saturados de risas y de bailes. Una especie de pacto con el Diablo que les había concedido parte de la laguna a cambio de una condena para toda la eternidad.

Una ventana se abrió de repente a su paso, y Mario dio un respingo al ver aparecer unos ojos legañosos que parpadearon silenciosamente en la oscuridad. Tuvo que remar más despacio por miedo a que Silvana y su gondolero se percataran de que alguien los seguía a través del intricado dédalo de callejuelas. La única claridad que los guiaba era la de la luna, y apenas bastaba para perfilar los contornos de las embarcaciones y hacer relucir la forcola de bronce en la que el gondolero había apoyado su pértiga. Esperó a que doblaran otra esquina para seguirlos, y después los dejó adelantarse un poco más, y volvió a hacerlo hasta que se dio cuenta de que había puesto demasiada distancia entre ambos. Desconcertado, detuvo su barca en medio de un canal tan estrecho que no tendría que estirarse demasiado para tocar las sucias paredes de ladrillo con las dos manos.

Me está bien empleado por querer hacer las cosas a escondidas, pensó Mario disgustado consigo mismo. No había ni rastro de la góndola. Aunque, a fin de cuentas, Silvana está haciéndolo también. No creo que quisiera contarme nada si me atreviera a preguntarle por los motivos que la han traído esta noche a la judería, embozada en una capa y con una máscara cubriéndole la cara. Entonces sintió de nuevo aquella punzada de celos en su corazón. Y lo peor era que sabía que no tenía derecho a sentirse así. Silvana le había dejado claro que cualquier relación entre ambos carecía de sentido, y en consecuencia era libre para hacer con su vida, o con la imitación de vida que su padre le había regalado, lo que más le apeteciera. Hasta prestar atención a los cumplidos que pudiera dirigirle cualquiera de los vecinos que habían caído rendidos a sus pies nada más ponerle los ojos encima.

Esta idea le llevó a agarrar de nuevo el remo. Avanzó rabiosamente hacia la derecha en la primera encrucijada, y luego giró dos veces hacia la izquierda siguiendo la ruta que le pareció más despejada pese a que aquellos canales se encontraban tan llenos de suciedad que su barca se resistía a avanzar. Y fue entonces cuando se llevó una de las mayores sorpresas de la noche. No debía de haber transcurrido más de un cuarto de hora desde que perdió de vista a Silvana cuando se encontró de frente con su góndola, antes de que pudiera decidir qué dirección tomar. El remo estuvo a punto de caérsele al agua.

—¡Cuidado! —exclamó el gondolero virando justo a tiempo para no chocar. También se había sobresaltado, aunque en seguida se echó a reír. Lo reconoció de inmediato por el oscuro cabello engominado hacia atrás—. Es la primera vez que me encuentro con más barcas a estas horas. Sí que está transitado Cannaregio, ¿eh? ¿Será culpa del Carnaval?

Mario murmuró una respuesta, aunque no se daba mucha cuenta de lo que decía. No había nadie sentado sobre los cojines de terciopelo. La góndola se encontraba vacía, a excepción de su propietario. Esperó a que se encaminara de nuevo hacia Santa Croce para seguir avanzando por lo que parecía una vía muerta, aunque sabía que no vería a Silvana por ninguna parte. La muchacha se había esfumado como si se la hubiera tragado el agua.

—¿Dónde demonios te has metido? —murmuró Mario. No había aceras a los lados del canal. Las puertas más cercanas se encontraban cerradas mediante tablas, y resultaba evidente que nadie había vivido desde hacía décadas en aquellos cuchitriles—. ¡Silvana!

El callejón sin salida le devolvió el eco de su propia voz. Pero Silvana no respondió a su llamada. A Mario no le entraba en la cabeza por dónde podía haberse marchado. La pared de la izquierda permanecía cubierta por una enredadera que se había secado años atrás. A la derecha, si entornaba los ojos en la penumbra, no veía más que los cristales rotos de una antigua fábrica de la que surgía el inconfundible sonido que hacían las ratas al corretear sobre los escombros. No parecía probable que Silvana hubiera entrado allí.

Pero tenía que estar muy cerca de Mario. Despacio, mirando en todas las direcciones por si la veía aparecer, acercó el Bucintoro a la pared de la enredadera... y estuvo a punto de caerse al agua al apoyar una mano en lo que había pensado que sería un muro sólido.

Mario ahogó un grito. Le llevó un momento recuperar el equilibrio, y entonces supo por dónde tenía que haber desaparecido Silvana. No había ninguna pared detrás de las resecas hojas que acababa de tocar. La enredadera ocultaba a los ojos de los curiosos un estrecho pasaje que se abría detrás de un arco, y que se hundía aún más en la oscuridad de Cannaregio. El gondolero debía de conocer aquel atajo, o si no era así tenía que habérselo señalado la muchacha. Mario no podía ni empezar a imaginar cómo se había enterado Silvana de que existía en Venecia un lugar así. Levantó una mano para apartar la cortina de hojas cubierta de telarañas, avanzando en aquella dirección mientras rezaba para no haberse equivocado. No podría respirar hasta tener de nuevo a Silvana a su lado.

El estrecho canal desembocaba en una plaza en la que no parecía haber nada que mereciera la pena. Únicamente unas casas abandonadas como las que acababa de dejar atrás, con ladrillos sujetos mediante grandes grapas de hierro descolorido, y al fondo una iglesia que parecía a punto de derrumbarse sobre sus cimientos. También era de ladrillo, aunque en algún momento habían recubierto su fachada con grandes placas de mármol que habían comenzado a resquebrajarse tiempo atrás. Había una galería de nichos que servían de cobijo a las esculturas de unos santos; la cabeza de uno de ellos se había desprendido del resto de su cuerpo y había rodado por encima de los desgastados adornos para hacerse añicos sobre el pavimento, ocupado casi en su totalidad por unas lápidas sepulcrales cuyos nombres no se podían descifrar en la penumbra. Aquel rincón perdido en las entrañas de Cannaregio, al que solo un veneciano sería capaz de llegar, se había convertido en un cementerio del que ni siquiera debían acordarse los más ancianos.

Mario se acercó con su barca a un pequeño embarcadero que había a escasos metros de la iglesia. Lo conformaba un único escalón, tan desgastado por la constante caricia de las aguas que tuvo que saltar por encima para no resbalar. Ató el Bucintoro a un poste de madera que sobresalía precariamente del canal y se acercó muy despacio a la fachada que se erguía ante él, contemplando con aprensión los ojos muertos de las esculturas. La maleza crecía entre cada una de sus piedras, y las lápidas del suelo se encontraban tan invadidas por el musgo que seguramente se necesitarían varias palancas para levantarlas.

La puerta era otro cantar. No le sorprendió demasiado comprobar que no había nada de musgo en los resquicios de la madera. Mario puso las manos sobre las dos hojas y trató de empujar sirviéndose de su peso, pero no consiguió moverlas. Sin embargo, resultaba evidente que alguien entraba y salía a menudo de la iglesia. ¡Silvana debía de estar allí!

No se atrevió a llamarla de nuevo; el silencio era tan espeso que parecía aferrarse a los músculos de su garganta para que no pronunciara una palabra. En lugar de eso echó hacia atrás la cabeza para recorrer con los ojos la fachada. Santa Maria delle Anime, se leía al pie de una vidriera descolorida que había sobre la galería de nichos. Y debajo de ellos, en grandes letras capitales, había una inscripción en latín: ANNO-IVBILEI-MDLX. Mario tardó un momento en descifrar la fecha, y cuando lo hubo hecho se apartó de la fachada para inspeccionar los muros perimetrales de la iglesia. Estaba claro que no podría entrar por la puerta principal a menos que se pusiera a dar golpes para que Silvana le abriera. Y si hacía eso no habría posibilidad de descubrir lo que se traía entre manos.

Una serie de capillas sobresalían a ambos lados de la nave principal. Mario se puso de puntillas para inspeccionar las ventanas que daban a la calle, redondas como los ojos de buey de un navío. Se estiró para deslizar los dedos por dentro de la primera moldura circular que encontró a su paso. Se había concentrado tanta porquería dentro de aquellas ventanas que por un momento pensó en apartar su mano, pero entonces dio con lo que buscaba: una frágil retícula que mantenía sujetos los cristales de las vidrieras. También habían perdido su color, como le sucedía a la que adornaba la fachada, y vibraron de tal manera bajo sus dedos que Mario imaginó que no aguantarían unos cuantos empujones.

Su alma de artesano se estremeció al pensar en lo que iba a hacer. Pero no había más remedio que seguir adelante. Estaban en juego cosas más importantes que las vidrieras de un templo que ya nadie se molestaba en visitar. Respirando hondo, apoyó los pies en uno de los bancos de piedra adheridos al muro de la iglesia mientras descargaba con su puño un golpe tan salvaje que los mugrientos cristales saltaron en todas las direcciones.

Unos cuantos cayeron al suelo, pero los más afilados no dudaron en ensañarse con la piel de las manos de Mario. Era su particular venganza por lo que se había atrevido a hacer. Esto no le preocupó en absoluto; tenía demasiadas cicatrices en las manos para sentir dolor en aquel momento. Volvió a golpear los pedazos de retícula que seguían en pie, abriendo un agujero lo suficientemente grande como para introducir el cuerpo a través de él, y se impulsó con las dos manos para penetrar en la iglesia.

Las esquirlas le arañaron los brazos, como lo habían hecho tantas veces las uñas de Shylock, cuando se dejó caer dentro de la capilla. Se soltó muy despacio de la abertura, apoyando primero un pie y luego el otro sobre una lápida de mármol en la que, cuando sus ojos se acostumbraron a la casi total oscuridad, pudo distinguir unas letras parecidas a las que había en el atrio de la iglesia. Había caído en una de tantas capillas familiares donde los miembros de las dinastías más antiguas de la ciudad pedían ser enterrados en compañía de sus seres queridos. Lo único que quedaba de la pompa y esplendor de otros tiempos eran los escudos familiares grabados sobre la piedra. Había cabezas de ángeles y calaveras sonrientes aquí y allá, y relojes de arena con alas que pretendían representar el paso del tiempo. Mario se aferró como pudo a una mesa de altar que había en el centro de la capilla para colocar por fin sus pies en el suelo. El esqueleto de un beato del siglo xvi le sonreía desde detrás de una placa de cristal cubierta de polvo. Tenía una coronita de flores secas alrededor de la cabeza, y los huesudos dedos cargados de sortijas. Mario se limpió las manos en sus pantalones, haciendo una mueca de asco, y se aproximó a la cancela que daba acceso a la nave de la iglesia. Estaba deseando marcharse de ese lugar.

—Silvana —volvió a llamarla. Ya le daba lo mismo sorprenderla o no; lo único que le interesaba era encontrarla lo más pronto posible—. ¡Silvana! —exclamó mientras avanzaba por el pasillo central—. ¡Sé que estás aquí! ¡No tienes nada que temer, solamente soy yo!

Hubo un batir de alas sobre el coro, y un par de palomas alzaron el vuelo hacia las ventanas rotas por las que se había colado la lluvia durante décadas. La luz de la luna menguante caía como un manto de mercurio sobre la escena. Su voz había arrancado unos ecos alarmantes a las viejas piedras, pero Silvana seguía sin dar señales de vida; aquella iglesia se encontraba tan silenciosa como un mausoleo que nadie se molestara en visitar.

—Esto es una locura —masculló Mario. Se arrancó una esquirla de cristal de la camisa y apretó el paso para desembocar cuanto antes en la capilla mayor, desde donde tendría una mejor perspectiva. Ascendió los cuatro escalones que conducían a un retablo en el que no se había fijado hasta entonces, y que presidía el altar pese a que la mugre adherida a lo largo de los siglos no permitiera contemplar nada más que sus contornos—. Parece que son... las almas de los condenados —murmuró Mario para sí—. Las llamas del Purgatorio...

Había algo siniestro en la manera en que Dios Padre levantaba su brazo para liberar a los muertos que habían expiado sus culpas, como si no le afectaran las expresiones de profundo terror de los que seguirían ardiendo en el abismo. Mario apartó la mirada con un escalofrío de los rostros inmortalizados para siempre a través de un pincel anónimo. Dio la espalda al retablo para abarcar toda la iglesia de un vistazo, y el panorama que contempló desde aquella posición privilegiada no pudo resultarle más desolador. De las piezas que conformaban el antiguo mobiliario no quedaba nada en absoluto. Alguien se había dedicado a arrancar las tablas de los reclinatorios, seguramente para encender un fuego en su hogar durante las noches más frías del invierno, y los candelabros, los cirios desgastados y las páginas arrancadas de los misales cubrían las baldosas de lo que había sido en su momento un hermoso edificio dedicado al culto. Ahora las palomas se habían convertido en las auténticas dueñas de Santa Maria delle Anime sin que nadie protestara por ello, porque no quedaba nadie a quien le preocupara lo que sucediera con la iglesia.

Estaba a punto de regresar a la nave principal cuando le pareció captar algo extraño con el rabillo del ojo. Mario se detuvo en el primero de los escalones. No podía ser un error; había algo reluciendo en medio de la hojarasca que se rizaba como una alfombra sobre el ajedrezado del suelo. Algo demasiado brillante para ser un candelabro mellado.

Se acercó lo más silenciosamente que pudo. Supo lo que era cuando todavía estaba a una distancia considerable. Se trataba de una moretta dorada, una de las máscaras que solían ponerse las muchachas venecianas en Carnaval. Mario respiró hondo mientras se agachaba para sujetar el delicado óvalo de papel maché entre sus manos. Sabía dónde lo había visto antes y quién lo llevaba puesto. Debía de habérsele caído al recorrer la iglesia.

—Ya estoy más cerca de ti. No pienso dejarte ir sin que me cuentes qué es todo esto...

Lo dijo tan quedamente que estaba seguro de que Silvana no lo había escuchado. Se guardó la máscara dentro de la chaqueta, se puso en pie para pasear la mirada de nuevo a su alrededor... y se quedó quieto al darse cuenta de lo que ocurría. La moretta no se le había resbalado en ningún momento. La había dejado a propósito al lado de una lápida sepulcral que permanecía abandonada sobre las baldosas, junto a una oscura abertura que conducía a las profundidades de la iglesia. Silvana debía de haber tirado de su argolla central para desplazarla hacia la izquierda con la fuerza que podrían haber reunido cinco hombres hechos y derechos. También había una calavera con dos tibias cruzadas sobre la lápida, acompañada por una nueva inscripción: HIC-TERRA-EST-FIDELIBUS. Mario no tuvo que esforzarse demasiado para averiguar lo que uno podría encontrar allí abajo.

Se le escapó un gemido. Había llegado demasiado lejos para retroceder. Enterrarse por su propia voluntad en una cripta maloliente era sin lugar a dudas la mayor prueba de amor que le daría a una mujer en su vida. Más vale que Silvana tenga una explicación preparada, pensó mientras colocaba cuidadosamente un pie en el primer peldaño que se hundía en la oscuridad. Después de esto no pienso conformarme con una excusa. Voy a obligarla a que me cuente la verdad, aunque tenga que pasar toda la noche en este sitio.

Aún no podía imaginar que lo que le esperaba en la cripta dejaría atrás las imágenes más pesadillescas que su mente sería capaz de conjurar. Cogió aire por última vez, lo más parecido al aire puro que respiraría en un buen rato, y se armó de valor para seguir bajando.

CAPÍTULO XI

Al principio pensó que no sería capaz de soportar aquel hedor. Tuvo que taparse la nariz con una mano mientras descendía poco a poco, procurando no tocar las mugrientas paredes. La cripta había concentrado durante siglos los aromas de la putrefacción que ahora parecía escapar en todas las direcciones a través del agujero abierto. En las paredes había varias antorchas encendidas, sujetas mediante las argollas de hierro que se habían instalado con esta finalidad, y el danzante resplandor de unas velas que se adivinaba sobre los muros le hizo pensar a Mario que debía de haber alguna otra fuente de luz. Tuvo que esperar a alcanzar el suelo para mirar a su alrededor.

Se arrepintió inmediatamente de haberlo hecho. Sintió una especie de náusea similar a las que le sobrevenían de niño, cuando se despertaba en medio de una pesadilla que le hacía jadear y retorcerse de terror en su cama. La habitación en la que se encontraba era muy pequeña, y en sus cuatro paredes se alineaban hileras y más hileras superpuestas de nichos infestados de polvo y telarañas. Allí yacían en confuso montón los restos de los esqueletos que los sacerdotes de Santa Maria delle Anime habían acumulado en aquella cripta destinada a sus hermanos antes de que la iglesia fuera definitivamente clausurada. Docenas de calaveras le devolvían la mirada a Mario con sus cuencas oculares vacías, en las que se reflejaba el vaivén anaranjado de las antorchas. Había un par de sepulcros de mayor tamaño intercalados en los muros, y el suelo se encontraba recubierto de lápidas parecidas a las de la nave principal. Pero aquí terminaba lo que uno podría esperar de un lugar de enterramiento. La cripta contenía cosas más inquietantes precisamente porque se debían a la mano del hombre en lugar de a la de la naturaleza. Mario tardó un instante en reparar en la mesa de operaciones que alguien había apoyado contra una pared, sin preocuparle demasiado que los ojos de los muertos supervisasen lo que estaba teniendo lugar allí. No eran más que unas tablas de madera colocadas sobre unos caballetes para sostener el peso de las cajas de herramientas en las que no le costó reconocer los mismos útiles que Andrea y él usaban en Ca’ Corsini. Había varias sábanas dobladas al lado de piezas de relojería, y otras dos extendidas en medio de la habitación, que cubrían montones de trastos de la misma índole. Y al fondo, a la derecha de la mesa de operaciones, había una reja que conducía a una habitación más pequeña, un par de escalones por encima de la cripta. Debía de ser la antigua sacristía en la que los sacerdotes habían celebrado sus funerales antes de depositar los cadáveres dentro de sus nichos sin necesidad de un ataúd.

Allí era donde se encontraban las velas. Ardían sobre la repisa de un altar en el que un artista desconocido había colocado un relieve de Cristo resucitando a Lázaro. Mario tuvo que armarse de valor para ponerse en movimiento. Al dirigirse hacia los peldaños, teniendo cuidado de no tropezar con ninguna de las herramientas, sintió que rozaba con su pie algo que sobresalía por debajo de la sábana. Algo demasiado blando para ser una broca o unos alicates. Algo que, como comprobó al agachar poco a poco la cabeza, con un repentino presentimiento, se parecía mucho a la mano de una muñeca. O de una niña.

Le dio la sensación de que la sangre se le helaba en las venas. Le llevó una eternidad arrodillarse sobre las lápidas, con sus piernas temblando de tal manera que pensó que no podrían sostenerle, y agarrar uno de los extremos de la sábana. La levantó muy despacio mientras tragaba saliva con dificultad. Cuando vio lo que había debajo comprobó que su primera impresión era correcta: bajar a la cripta había sido como entrar en una pesadilla.

Emilia Scandellari yacía boca arriba sobre las lápidas, con sus párpados cubriendo los ojos oscuros de los que Mario nunca sería capaz de olvidarse. Estaba desnuda por completo, y una complicada red de líneas trazadas con algo parecido al carboncillo le recorría todo el cuerpo, desde las sienes y la pequeña barbilla hasta las puntas de los dedos de los pies. Daba la impresión de que se había acostado para dormir durante unos minutos después de haber jugado todo el día. Pero se encontraba muerta; la lividez de sus mejillas arrancó de la mente de Mario las pocas esperanzas que aún podían quedarle.

—No...— se oyó murmurar a sí mismo. La sábana se le escapó de entre los dedos, aunque la carita de Emilia seguía siendo visible en la penumbra—. ¡No! —volvió a decir entrecortadamente—. Esto no puede ser verdad... ¡No pueden haberte hecho algo así!

Emilia siguió sin moverse cuando puso las manos a ambos lados de su cabeza. Las trenzas castañas caían por encima de su pecho con tanta naturalidad como si Simonetta se las acabara de hacer. Parecía Blancanieves descansando dentro de una urna de cristal.

—Emilia... —sollozó Mario más quedamente. No se atrevía a tocarla. Era como si una parte de su cerebro siguiera aferrándose a la idea de que aquello no era más que un mal sueño, que en cualquier momento despertaría en su diván, con los acelerados latidos de su corazón resonando en sus sienes—. Has estado aquí... en este agujero... ¿durante más de tres meses? ¿Hemos estado adornando con flores una sepultura vacía en San Michele?

Las lágrimas le caían por la cara sin que pudiera hacer nada por enjugárselas. Volvía a oír los alaridos de Simonetta cuando había descubierto a su hermana muerta en su cama. La pena callada y devastadora que consumía a Scandellari desde entonces. El remordimiento de Andrea cuando supo lo que le había sucedido por su culpa a la pequeña a la que tanto querían. Todas aquellas voces parecieron concentrarse dentro de su cabeza hasta que una se elevó por encima de las demás: un grito acompañado por un sonido de cristales rotos.

Silvana acababa de detenerse en medio de la reja. Sujetaba entre sus manos un rollo de vendas, y una jeringuilla acababa de quebrarse sobre los peldaños que conducían a la sacristía. Sus ojos azules se habían abierto desmesuradamente al descubrir a Mario.

—¡Tú! —dijo entrecortadamente. Las vendas se le cayeron de las manos y rodaron por los peldaños como lo había hecho la jeringuilla—. ¡Eras tú quien perseguía mi góndola!

Se quedó mirando con expresión desolada cómo levantaba lentamente la cabeza. Las lágrimas de Mario seguían cayendo sobre la cara de Emilia, y sus ojos relucían con una rabia que Silvana nunca había visto en él. No pudo evitar retroceder unos cuantos pasos.

—Si tienes que contarme algo más —le dijo ahogadamente— hazlo de una vez para que mi desgracia sea completa. Ahora mismo no reconozco a la persona que tengo delante.

Se dio cuenta en el acto de lo mucho que le habían dolido sus palabras. Pero a Mario no le importaba herir sus sentimientos después de la decepción que acababa de llevarse.

—¿Qué estás haciendo en este lugar? —le dijo Silvana al cabo de un instante—. ¿Cómo has conseguido seguirme por los canales de Cannaregio sin traer contigo ningún mapa?

Mario no podía creer que alguien tuviera tan poca vergüenza. Aquello era de locos.

—¿Te encuentro en una cripta maloliente, en una iglesia abandonada... en plena noche de Carnaval, a escondidas... y se supone que tengo que ser yo quien te dé explicaciones?

Silvana se dio la vuelta para no tener que enfrentarse a su mirada. Si no supiera que era una autómata, Mario juraría que sus ojos relucían como si estuviera a punto de llorar.

—Cuando hayas dejado de atacarme tal vez te interese escuchar mis propias explicaciones —contestó con voz entrecortada—. O tal vez sería mejor que te marcharas de este lugar antes de que pudiera hacerlo. Supongo que te sentirías mejor contigo mismo si te diera un auténtico motivo para odiarme.

—Sería un idiota si no lo hiciera. ¡Ahora comprendo hasta qué punto me has utilizado!

Aunque seguía de espaldas, le pareció que se llevaba una mano al pecho y apretaba un momento sus dedos contra su corazón. Pero Mario no quería creer en ninguna de sus pantomimas. Silvana no podía pretender que la compadeciera como había hecho antes...

Sin embargo, no dejó de mirarla con inquietud mientras permanecía de pie en medio de la cripta. En su rostro había aparecido un dolor físico que nadie sería capaz de fingir.

—¿Te encuentras bien? —preguntó transcurridos unos segundos. ¿Por qué tenía que preocuparse por ella? ¿Por qué no podía soportar verla así?— Es... ¿es de nuevo tu corazón?

—Siempre es mi corazón —logró susurrar Silvana—. Y en este momento más que nunca.

El repiqueteo de sus engranajes consiguió despejar todas las dudas de Mario. Había un nuevo rumor dentro de su pecho, un sonido mucho más acelerado que lo que había escuchado otras veces. Y no había manera de que ningún autómata pudiera aumentar las revoluciones de los mecanismos que le habían implantado. Se acercó rápidamente a ella.

—Santo Dios —masculló al tener al lado la fuente de aquellos chirridos—. Siéntate antes de que tus ruedas puedan hacerse añicos. Deben de estar escuchándote desde Santa Croce.

Silvana se dejó llevar cuando Mario la acomodó sobre uno de los peldaños. Parecía tan destrozada que sintió cómo se le ponía un nudo en el estómago. Acabó tragándose su resentimiento para coger su mano antes de que pudiera romperse cualquiera de sus piezas.

Era increíble cómo la muchacha decidida que había conocido, la mujer fuerte que no parecía tenerle miedo a nada, se había quedado reducida a la sombra de lo que había sido.

—Supongo —dijo cuando sus ruedas recuperaron su ritmo normal— que nada de lo que diga hará que cambies de opinión. Para ti no soy más que una profanadora de cadáveres.

—Daría cualquier cosa por no haberte encontrado aquí —le aseguró Mario. No había dejado de sujetar su mano como si temiera que pudiera desintegrarse ante sus ojos—. No entiendo cómo podéis tener tan pocos escrúpulos. Emilia era una niña... ¡no una cobaya!

—Yo no he tenido nada que ver en esto, Mario. ¡No sabía lo que se traía entre manos!

Mario la miró con escepticismo, pero Silvana no apartó su mirada. Al cabo de unos segundos comprendió que estaba diciéndole la verdad. No la creía capaz de engañarle.

—¿Realmente no sospechabas que Montalbano estuviera planeando algo tan sórdido?

—No —murmuró Silvana—. No hasta esta tarde. Me había dicho que se lastimó la pierna al resbalar en la escalera de nuestra tienda. —Apartó los ojos para contemplar los sucios peldaños por los que habían bajado—. Pero ahora comprendo que tuvo que sucederle en este lugar. Seguramente en una de las ocasiones en las que se presentó en la iglesia para cuidar de Emilia después de sacarla de su tumba. Debió de hacerlo la misma noche en que...

Se quedó callada. Mario recordó cómo Andrea y los Scandellari se habían marchado del cementerio después de dejar a Emilia con su madre muerta. Al parecer no pudieron pasar demasiado tiempo juntas. A Montalbano no debía de haberle preocupado algo así.

—Entonces... ¿entonces no le ayudaste en esto? ¿No le acompañaste a San Michele?

—Yo estaba contigo, Mario. Estábamos los dos en mi dormitorio. Y de todas formas, ¿crees que podría vivir en paz conmigo misma si hubiera hecho algo así? —dijo Silvana en un tono más siseante. Había entornado sus ojos en una mirada que hizo que Mario se pusiera rojo—. No me conoces. No me conoces en absoluto —añadió la muchacha—. Nunca sería capaz de quitarle a una niña pequeña su derecho de poder descansar para siempre.

Mario respiró hondo. Le aliviaba enormemente comprender que Silvana no se había marchado al cementerio para remover la tierra que cubría los restos mortales de Emilia.

—Sin embargo —insistió— ahora estás en esta cripta. Y por lo que he visto —señaló los trozos de la jeringuilla— estás echándole una mano a Montalbano con sus experimentos.

—Si no lo hiciera la situación sería aún peor —le aseguró Silvana—. Me imagino que te encuentras al tanto de los diversos cambios que se producen en un cadáver cuando ha...

—Ahórrame una explicación detallada —pidió Mario. Volvían a asaltarle las náuseas.

—Si me negara a hacer lo que me ha encargado, Emilia no tendría un aspecto tan saludable durante demasiado tiempo. Y temo profundamente que a mi padre no le importara este detalle... a la hora de activar sus mecanismos. Lo tiene todo preparado para operarla en cuanto se recupere de la pierna. Es demasiado pequeña... ¿cómo podría consentir...?

Silvana parecía tan atribulada que Mario le rodeó los hombros con el brazo que tenía libre. Se había portado como un estúpido al considerar que los crímenes de Montalbano tenían que ser aplicables también a su hija. Silvana no era más que una víctima, como la pobre Emilia. Volvió a contemplar la pequeña cara vuelta hacia el techo de la cripta, con los ojos cerrados y las manos abandonadas a ambos lados de su cuerpo. Se le hacía raro pensar que no se levantaría en cualquier momento para echarle los brazos al cuello. Las calaveras de los antiguos monjes le devolvieron la mirada desde sus nichos, y las velas tremolantes las hicieron sonreír como si fueran lo más divertido que habían visto nunca.

—Es atroz —murmuró. Silvana apretó sus dedos inconscientemente—. Está haciéndole lo mismo que te hizo a ti cuando te rescató del hospital. ¡Convertirla en una de sus hijas!

—Te equivocas. No quiere que sea una de sus hijas sin más. Quiere que sea la clase de niña con la que siempre ha soñado... su niña eterna —matizó Silvana. Mario se volvió hacia ella con el ceño fruncido—. Cuando te conté lo que era —continuó la muchacha— te dije que me habían diseñado como un prototipo. Lo cierto es que Montalbano nunca ha dejado de verme como un ensayo... una primera prueba para algo más ambicioso en lo que no ha dejado de trabajar durante todos estos años. Mi vanidad me había llevado a creer que yo sería la única. Estaba en un error. Lo que mi padre quiere es esto... no a mí.

Lo dijo en un tono tan triste que Mario no supo qué contestar. Aunque no acababa de entenderlo. Emilia sería una autómata. Silvana era una autómata. Las dos serían iguales.

—¿Qué quieres decir con eso? ¿Una niña... eterna? ¿No es lo mismo que hizo contigo?

Ella negó con la cabeza. Se puso en pie delante de Mario, y entonces se dio cuenta de que aquella noche no llevaba una de sus faldas largas, sino una prenda más corta que permitía contemplar sus pies calzados con botines de cuero marrón. Supuso que había elegido aquellas ropas en previsión de los empinados escalones que tendría que superar.

—Cuando Montalbano me rescató tenía seis años. No debía de medir más que esto —dijo colocando una mano a la altura de su cintura—. Ahora soy una mujer adulta. He cumplido los veintitrés y mi cuerpo se corresponde con la edad que tendría si siguiera siendo una humana. Mis engranajes, según eso, son un prodigio de la mecánica. Piénsalo... ¡diseñar un sistema para que las partes de mi anatomía crezcan de tamaño como si estuviera viva!

Mario no supo qué contestar a esto. No sería él quien protestara ante la manera en que Silvana había crecido. Aunque no podía dejar de darle la razón: era desconcertante.

Tal vez, pensó de repente, la primera impresión que le había asaltado en La Grotta della Fenicefuera cierta. Debía de haber algo diabólico en Montalbano, una destreza que no tenía que ver necesariamente con la ciencia sino... ¿con qué? ¿Una magia auténtica que haría palidecer a la del Gran Amadio? ¿Unas artes oscuras que no podría dominar nadie más que él?

—Esto no ha sido más que un error —aseguró Silvana—. Toda yo soy un error. Cuando mi padre se dio cuenta de que seguía creciendo tuvo que volver a operarme. El movimiento continuo de mi corazón me permitiría seguir viva... siempre que mi cuerpo se adaptara a los cambios que experimentaría el de una niña. Era un minúsculo detalle con el que no había contado en un principio.

—Entonces... ¿lo que quería era una criatura que nunca cambiara? ¿Una hija de la que cuidar todo el tiempo como si los años no pasaran para ella?

—Una niña eterna —repitió Silvana— que nunca podría morir. No tienes ni idea de las cosas que me ha contado en estas últimas semanas. Supongo que me notaba tan alicaída que se arriesgó a abrirme por primera vez su corazón confiando en que le compadecería.

Mario tuvo que apartar la mirada. No se sentía orgulloso de ser el único culpable de su tristeza. Por fin entendía a su hermano: los remordimientos resultaban devastadores.

—¿Qué dirías si te contara —Silvana bajó más la voz— que Montalbano estuvo casado?

—Eso ya lo sé. Me lo dijo la tarde en la que visité por primera vez vuestra juguetería.

—Ah, te hablaría de la supuesta madre que perdí hace años —replicó Silvana. Se sentó sobre las lápidas del suelo, al lado de Emilia—. Eso no es más que una tapadera que se ha inventado para que ningún hombre se atreva a rondarme, recordándoles todo el tiempo que no cuenta con más apoyo que el mío. Mi auténtica madre descansa en Civitavecchia, en lo que fue en su momento la fosa común del hospital. Montalbano estuvo casado hace muchos años, cuando aún era un hombre de edad parecida a la tuya.

Mario se levantó para reunirse con Silvana. Tomó asiento al otro lado de Emilia.

—No tenía ni idea. Me imagino que te revelaría una conmovedora historia de amor...

—Más trágica que conmovedora. Ella se llamaba Constance, y era la institutriz de los hijos de un matrimonio para el que Montalbano había trabajado cuando se encontraba en París. Él es francés, por si no lo has adivinado —aclaró Silvana al ver su expresión—. Su auténtico apellido es Montblanc. No me ha dicho nada sobre esos años; únicamente que después de mucho insistir consiguió que Constance se casara con él, se vinieron a vivir a Italia y se instalaron en la isla de Capri para abrir por primera vez su propia juguetería.

»Él era tan talentoso como ahora, así que no tuvo problemas para demostrarle que podía regalarle la vida con la que siempre había soñado. Me dijo que Constance había sido una criatura dulce, aunque caprichosa... y que eso mismo era lo que más le había atraído de ella. —Mario se acordó de repente de las palabras con las que Montalbano se refirió a Gina cuando hablaron del tema: «Una esposa como la suya es un regalo del cielo». Tal vez se había sentido identificado con su propio desamor—. Pero pronto se dio cuenta de que la melancolía hacía presa de ella. Constance extrañaba su anterior vida en París, sus paseos por las Tullerías, sus visitas a los museos de la ciudad. Empezó a adelgazar y a mustiarse como una flor que nadie se molesta en regar. Montalbano hizo cuanto estaba en su mano para animarla, hasta que comprendió cómo podría conseguirlo. Constance no sonreía más que cuando las niñas de Capri acudían a la juguetería para admirar las muñecas que peinaba durante horas con sus dedos. Adivinó que lo que necesitaba era...

—Una hija que les perteneciera a los dos —murmuró Mario. Por fin comenzaba a verlo todo más claro—. Y la tuvieron, ¿verdad? ¿Tuvieron una niña a la que llamaron Silvana?

La muchacha levantó los ojos por encima del cuerpo de Emilia. Parecía sorprendida.

—Sí —murmuró—. Silvana. Una niña preciosa a la que ambos querían con locura, pero que murió por culpa de unas fiebres cerebrales cuando acababa de cumplir seis años.

Mario no supo qué decir a esto. Seguramente habría compadecido a Montalbano de no haber sabido todo lo que ahora sabía sobre él. Tenía demasiado reciente el dolor de los Scandellari y de su hermano. ¿Qué clase de comprensión podría esperar alguien así?

—Esto no fue más que el comienzo —le advirtió Silvana, que se había dado cuenta de la sombra que pasó por sus ojos—. Volvieron a intentarlo con los mismos resultados. Las hijas que tuvieron más tarde también murieron muy pronto. Chiara, Vittoria y Rosina...

—Dios mío —musitó Mario—. No me sorprende que Montalbano se desesperara tanto.

—Y al día siguiente de que enterraran a Rosina, al regresar del cementerio —continuó Silvana— encontró a Constance colgada de una de las vigas del taller. No pudo soportar la idea de que no volvería a abrazar a sus hijas nunca más, así que prefirió marcharse detrás de ellas.

Mario se quedó tan pasmado que ni siquiera se dio cuenta de que Silvana volvía a incorporarse. Subió los peldaños que conducían a la sacristía y regresó unos segundos más tarde con otra jeringuilla y un pequeño frasco de cristal esmerilado en el que introdujo la aguja. Arrodillándose al lado de Emilia, giró con cuidado su cabeza para dejar al descubierto el lado derecho de su cuello antes de atravesarlo con aquel instrumental.

Mario tuvo que apartar la mirada mientras la muchacha presionaba poco a poco el émbolo para que el líquido fuera entrando en su cuerpo. Se había quedado cabizbaja.

—Aunque no me lo ha dicho con estas palabras —prosiguió— estoy convencida de que se siente culpable por lo que pasó. Siente que no estuvo a la altura de lo que Constance esperaba de él. Debería haber impedido que sus niñas murieran... y que su único amor le abandonara para seguirlas al mundo de las sombras. Por eso está haciendo lo que hace.

—Ya entiendo. Quiere recuperar a sus hijas. Ha conseguido crearte a ti... y a Emilia...

—Espera un poco más —le aconsejó Silvana sombríamente—. Esto apenas ha empezado.

Se incorporó de nuevo, acercándose al segundo bulto que había sobre el suelo de la cripta. Mario se preguntó en aquel momento por qué había imaginado que Emilia sería la única niña a la que habían llevado a Santa Maria delle Anime. Se le aceleró el corazón cuando la muchacha levantó la sábana para mostrarle lo que había debajo de la sucia tela.

La palidez de las mejillas de Edelweiss Wittmann seguía siendo la misma que Mario había conocido; en eso la muerte no había dejado su huella. Su ensortijado cabello caía por encima de sus hombros como caracoles de oro. Aquellos rizos habían sido los que su madre acarició durante horas, retrasando el momento fatídico de llevarla a su panteón de San Michele. Los Wittmann tampoco sospechaban que aquel cubículo se hallara vacío.

Se acercó muy despacio a su cuerpo, surcado por las mismas líneas que Montalbano había trazado sobre el de Emilia para marcar la posición de los resortes que pensaba colocar en su interior.

—Esto parece brujería —murmuró. Se inclinó al lado de Edelweiss para rozar un mechón de pelo rubio. Seguía siendo tan sedoso como siempre. Tocó después una de sus mejillas, y se quedó perplejo al comprobar que, aunque fría como un témpano, la piel de la niña respondía ante aquella presión y cedía suavemente bajo las yemas de sus dedos.

—Es ciencia —repitió Silvana como lo había hecho aquella tarde tan lejana, después de que Mario la viera por primera vez—. Química, en este caso. Algo en lo que mi padre se encuentra sorprendentemente versado a juzgar por lo que ha demostrado que sabe hacer.

Se arrodilló al lado de Edelweiss para introducir la jeringuilla en su cuello igual que había hecho con Emilia.

—¿Cómo lo ha conseguido? ¡Han pasado meses desde que las enterraron!

—Con esto. —Silvana esperó a que se vaciara la jeringuilla para levantar la minúscula punta ante la luz de las antorchas—. Acetato de alúmina. Una sustancia conservadora que se inyecta en la arteria carótida para sustituir a la sangre mientras el cadáver sigue manteniéndose fresco. No me preguntes con qué lo ha mezclado para conseguir que estos cuerpos mantengan su movilidad después de haber sido embalsamados. No he dejado de darle vueltas desde que me enteré de que me lo hizo a mí. Esto escapa a mi comprensión.

Silvana parecía tan sorprendida de que hubiera algo que escapara a su comprensión que Mario casi estuvo a punto de sonreír. Cogió una de las muñecas de Edelweiss para levantarla poco a poco por encima de su cuerpo. La soltó, y la mano de la niña cayó blandamente sobre su pecho desnudo. Casi daba la impresión de que acabara de quedarse dormida. El rigor mortis nunca conseguiría apoderarse de aquellos cadáveres.

—Pensaría que es un genio —dijo Mario en voz baja— si no estuviera aprovechándose del dolor de dos familias. Puedo comprender por qué lo hace... o tratar de comprenderlo por lo menos... pero ¿qué hay de ti, Silvana? —Alargó un brazo para señalar la cripta y lo que había a su alrededor—. ¿No sientes ningún remordimiento por ayudarle? Después de lo que me contaste sobre ti misma aquella tarde... de lo mucho que has sufrido... ¿sigues empeñada en hacer todo lo que te pide?

Ella apartó los ojos. Las antorchas le otorgaban una tonalidad casi cerúlea a su piel.

—No —continuó Mario antes de que pudiera responder—. No lo estás haciendo porque creas que tiene razón. Lo estás haciendo para conseguir algo a cambio. Tu propia muerte.

—Eso no ha salido en ningún momento de mi boca —repuso Silvana mientras se ponía en pie. Se dio cuenta de lo mucho que la habían perturbado sus palabras.

—A mí no tienes que mentirme como haces con Montalbano. Antes me has dicho que no te conocía en absoluto... Bueno, ahora puedes comprobar que te equivocabas. No me he olvidado de lo que me contaste sobre tu deseo de morir. De hecho no he podido dejar de pensarlo en estos meses... ¡pero después de lo que ha sucedido entre nosotros dos...!

A Silvana le tembló el labio inferior. Miró a Mario con un pesar que ningún autómata sería capaz de fingir, por excepcionalmente diseñado que estuviera. ¿Cómo podía tener miedo de haber perdido su alma una persona que de repente resultaba tan transparente?

—Cuando Gina regresó... y me obligué a aceptar que nunca serías mío... pensé que no merecía la pena continuar luchando. Ya no había nada que me diera fuerzas para seguir adelante. Yo nunca he sido así de estúpida, ¿sabes? —Silvana hablaba ahora mucho más precipitadamente, como si quisiera aprovechar aquella oportunidad para sacar todo lo que tenía dentro. Mario adivinó que era la primera vez que le sucedía algo así—. Me crearon para que fuera perfecta. Para que fuera letal, implacable. Una máquina que no tuviera ni un solo fallo en su configuración. Durante años me han mantenido apartada del mundo y de sus habitantes. Mi padre te contó que hemos visitado Florencia, Roma, Nápoles, pero no te dijo que mientras él recorría sus calles, llenas de historia y obras de arte, yo tenía que quedarme al lado de mi ventana, viendo cómo todo el mundo apuraba la vida que a mí se me había negado. No tenía acceso a ninguna de las emociones que pueden parecer completamente naturales para los que son como tú. —Se acercó a la mesa de operaciones para dejar la jeringuilla y el frasco sobre la superficie de madera devorada por los insectos. Una pequeña arruga se abría camino entre sus cejas rubias—. Tuvieron que ser los libros los que me hicieran comprender que los corazones humanos pueden sentir muchas más cosas que lo que mi padre me había explicado. Con Romeo y Julieta aprendí lo que era el amor, con Otelo lo que eran los celos, y con Hamlet lo justa que parece la venganza en muchos casos. Después descubrí a Frankenstein... y...

Se quedó callada de repente. Mario no se atrevió a interrumpirla. Siguió mirándola en silencio mientras Silvana se daba la vuelta poco a poco para encontrarse con sus ojos.

—Y te descubrí a ti —dijo en voz aún más baja—. Y eso destrozó todo lo que mi padre había construido a mi alrededor, y lo que yo misma había reforzado durante cada una de mis noches en vela, durante cada hora que pasaba sumergida en mis lecturas. Apareciste de repente como si te hubieras escapado de uno de mis libros. Me hiciste sentir el amor de Julieta Capuleto, y cuando Gina regresó a Venecia, los celos que consiguieron volver loco a Otelo. ¿No te parece un motivo suficiente para que le suplique a mi padre que mi telón caiga cuanto antes? ¿Realmente piensas que puedo seguir así... teniendo al alcance de mi mano lo único que he deseado en estos años, y sabiendo que nunca lo conseguiré?

Se tapó la cara con las manos como si realmente temiera poder derramar las lágrimas que se habían secado para siempre en sus ojos. Mario también se puso en pie.

—No lo es —respondió por fin—. No es un motivo suficiente. Todavía hay... esperanza.

Acortó la distancia que los separaba sin que Silvana se moviera. Ahora que lo había confesado todo, que había desnudado por completo sus sentimientos ante Mario, casi no parecían quedarle más fuerzas. Contempló con expresión agotada cómo se le acercaba.

—Márchate conmigo —susurró él—. Vámonos de Venecia, los dos. Lejos de todo esto.

A Silvana se le abrió un poco la boca, aunque en seguida se recuperó de su sorpresa.

—No está mal para ser una broma. Pero me parece que este momento es demasiado...

—Silvana, lo estoy diciendo completamente en serio. No tienes que seguir cargando con las locuras de tu padre. Y yo no tengo que seguir guardando silencio, cuando todos mis instintos me piden que le plante cara por lo que ha hecho. —Mario la sujetó por los hombros con suavidad. En la cara de Silvana no parecía haber más que ojos—. Estamos a tiempo de desaparecer para siempre. Dime una palabra, una sola palabra, y te prometo...

—Espera —le cortó Silvana de repente. Aún no había salido de su perplejidad—. Tienes que estar tomándome el pelo. ¿Cómo quieres que crea que renunciarías a todo por mí?

—Sabes perfectamente que lo eres todo para mí —le recordó Mario—. No necesito más.

Hubo un silencio tan prolongado que casi pudieron escuchar cómo siseaban las velas de la sacristía. Silvana abrió la boca de nuevo, volvió a cerrarla, la abrió otra vez como si quisiera preguntar algo, y finalmente sacudió la cabeza. Le temblaba un poco la voz.

—Es... es imposible, Mario. No te haces una idea de la cantidad de cosas que podrían salir mal dentro de este supuesto plan tuyo. Montalbano nunca dejaría que no marcháramos...

—No tiene por qué enterarse. Él tiene sus secretos. Tú también puedes tener los tuyos.

—Nos seguiría a donde quiera que fuéramos —insistió Silvana—. Nos seguiría al último rincón del planeta. No pararía hasta haberme recuperado... ¡y quién sabe lo que te haría a ti!

—Me encantaría descubrirlo —le aseguró Mario. Aquella posibilidad no le preocupaba en absoluto—. Estás muy equivocada si piensas que algo así me haría retroceder. Hemos llegado demasiado lejos.

Silvana seguía mirándole con una curiosa mezcla de escepticismo y perplejidad. La idea de alejarse de Montalbano después de diecisiete años de sumisión parecía superarla por completo.

—No tenemos más que tu barca para marcharnos de aquí. Nos descubriría en seguida...

—Podríamos coger un vaporetto en San Marcos que nos llevara hasta tierra firme. Y allí podríamos subirnos a cualquiera de los trenes que atraviesan los Alpes. En unas cuantas horas nos encontraríamos a salvo en Viena. Y una vez que cruzáramos la frontera...

Dejó la frase en el aire. Silvana le dio la espalda con los brazos apretados contra su pecho, como si quisiera protegerse de unos pensamientos cada vez más tentadores. Mario la retuvo sujetando su codo antes de que pudiera alejarse. Tomó sus manos entre las suyas.

—Escúchame —le susurró. La muchacha no trató de soltarse. Parecía muy confusa—. Sé que lo que te mantiene atada a tu padre no es tu lealtad... sino tus engranajes. —Respiró hondo antes de decir—: Deja que lo haga yo. No hay razón para que no pueda comprender su funcionamiento si te tengo todo el tiempo a mi lado. Si te marchas conmigo prometo detener tus mecanismos cuando me lo pidas... dentro de diez años, veinte, treinta... los que quieras que pasemos juntos. —Se detuvo para observar el efecto que le causaban sus palabras—. Lo siento, sé que no estoy haciéndolo demasiado bien —se disculpó—. Nunca se me han dado bien estas cosas. Pero... prométeme que pensarás en lo que te he dicho...

Esta vez sí; esta vez se dio cuenta de que había tocado su alma. A Silvana le temblaron un poco las manos al escuchar su propuesta. Aun así fue capaz de recobrarse.

—Todo eso suena muy bien. Pero te recuerdo que tienes un hermano. Y una esposa...

—Mi hermano volará por su cuenta antes de lo que crees —le aseguró Mario mientras se acordaba de lo que había descubierto sobre Simonetta—. Y en cuanto a Gina, me temo que no tiene derecho a reclamarme nada. Lo que hubo entre nosotros se acabó cuando decidió marcharse con el Gran Amadio. Puede que sigamos estando casados a los ojos de Dios, pero nuestro matrimonio dejó de tener sentido hace años. Ya no significa nada para mí.

Silvana dejó escapar un sonido parecido a los que hacía Shylock cuando la pequeña Marina lo tomaba en sus brazos. No le costó comprender que su compromiso marital no se contaba entre las posibles razones de su reticencia. No era la clase de mujer a la que le preocupara la opinión de los demás si se enteraban de que viajaba con un hombre que no era su legítimo esposo. Resopló mientras hundía una vez más su rostro entre sus manos.

—Tendría que estar loca para aceptar seguirte en esta aventura. Completamente loca...

Mario se acercó más a ella, aunque siguió hablando antes de que dijera una palabra.

—Pero se supone que me he criado al lado de un loco. Sería muy decepcionante que lo único que heredara de mi padre fuera su destreza con los mecanismos de relojería. Lo que dices es cierto: todavía estamos a tiempo... —Paseó sus ojos a su alrededor antes de volver a encararse con Mario—. Y realmente empiezo a estar cansada de toda esta muerte.

Él no pudo ahogar un suspiro. Se abalanzó sobre Silvana para rodearla con sus brazos, tan súbitamente que la muchacha dejó escapar un grito. La estrechó con todas sus fuerzas contra su pecho mientras sepultaba la cara en sus cabellos dorados. Los brazos de Silvana permanecieron inmóviles durante un instante antes de hacer lo mismo.

Aquel abrazo hablaba más claramente que nada de lo que pudieran decirse. Había en el roce de sus cuerpos una rúbrica sin palabras, un sello más duradero que el de un lacre.

—Tienes que ser un ángel —murmuró Silvana contra su cuello— para hacer esto por mí.

—Soy egoísta —le respondió Mario. Aspiró largamente el aroma de su pelo—. Siempre supe que no descansaría hasta tenerte conmigo. Y ahora por fin ha llegado el momento.

—Tenemos que ir con cuidado. Esto puede salir muy mal, Mario. Conozco a mi padre.

—Precisamente contamos con esa ventaja. Apuesto a que en los próximos días estará demasiado pendiente de lo que quiere hacer con estas niñas para prestarte atención.

Silvana se apartó unos milímetros. Aunque no sonreía, sus pupilas decían cosas que Mario entendió a la perfección. La besó en la frente con una adoración casi reverencial.

—Cuidaré bien de ti —le dijo en voz baja—. Te dedicaré cada uno de los segundos de la vida que nos espera a partir de ahora. Pronto nuestras preocupaciones se habrán esfumado.

Y supo, mientras le veía asentir con la cabeza, que no habría fuerza capaz de romper lo que acababan de crear entre los dos: algo mucho más duradero que la vida artificial.

***

Había pasado la medianoche cuando salieron de Santa Maria delle Anime. Silvana se aseguró de apagar las antorchas y las velas, de dejar todas las cosas de la sacristía en orden y de recoger su máscara y su capa antes de cerrar la puerta de la iglesia, valiéndose de una llave que Montalbano le había prestado. Mario decidió postergar para más adelante todas las preguntas que quería hacerle relacionadas con aquel laboratorio que su padre había instalado en la cripta de un templo ruinoso. Mientras se montaban en el Bucintoro pasaron revista a lo que convendría hacer en los siguientes días. Silvana parecía bastante contenta con la opción de cruzar los Alpes, aunque le dijo a Mario que personalmente le gustaría más instalarse en París que en Viena o en cualquier ciudad centroeuropea. «Mi padre me ha contado tantas cosas sobre su vida en Francia que no puedo esperar a verlo todo por mí misma», se disculpó con un resplandor en los ojos que revelaba su emoción.

Quedaba por decidir qué harían con Emilia y Edelweiss. Una parte de Mario sentía que callarse lo que habían descubierto sería casi tan cruel como ayudar a Montalbano a devolverles la vida. Abandonarlas en la cripta, en manos de un perturbado, le parecía lo más cobarde que haría nunca... pero no podía dejar que sus planes de fuga con Silvana se fueran a pique por intervenir de una manera activa. No parecía probable que quisiera resucitarlas en cuestión de un par de días, así que habría tiempo de sobra para contarle al mundo lo que había hecho con las pequeñas cuando se encontraran lejos de Venecia.

—Pero Scandellari no puede enterarse de esto —le dijo a Silvana mientras pasaban por debajo de la reseca enredadera que disimulaba el acceso a la plaza—. Sería devastador para él descubrirlo. No, es mejor que piense que Emilia sigue estando en su tumba, y que otra persona nos ayude a devolverla a San Michele antes de que Montalbano pueda despertarla.

Silvana asintió. Levantó una mano para apartar los pegajosos hilos de las telarañas que se les enredaron en el pelo al desembocar en el canal. Allí todo estaba en silencio.

—¿Crees que tu hermano tendrá las agallas necesarias para presentarse en este lugar?

—Cuando sepa lo que ha sucedido, lo hará —aseguró Mario, aunque no las tenía todas consigo; todavía le parecía que Andrea había sido un inconsciente al complicarse tanto la vida con Simonetta—. Hablaré con él antes de irnos de Venecia. Se quedará helado, pero...

—¿Y qué pensara de mí entonces? —susurró ella—. ¿Que solo soy un juguete de cuerda?

Dejaron atrás la manzana en la que las ventanas rotas de la antigua fábrica de vidrio se abrían a la noche como los ojos de una calavera. Allí las aguas estaban tan tranquilas como una lámina de cristal verde oscuro, y el Bucintoro hendía su siniestra serenidad de una forma que a Mario le hizo acordarse de la aguja hundiéndose en el cuello de Emilia.

—No te preocupes por eso —le respondió al cabo—. Andrea no tiene que saber lo que tú eres. No tiene que relacionarte con Emilia y con Edelweiss. Además él... —Dudó durante un instante antes de continuar—: Él siempre me ha apoyado en lo relacionado contigo. Fue la primera persona que me hizo ver lo mucho que nos parecíamos. Esto no le molestará.

Prefirió guardarse para sí lo que le había recomendado Andrea aquella noche sobre la posibilidad de rehacer su vida con Gina. Ahora sus consejos parecían tan vacíos como los canales de Cannaregio por los que transitaban con la barca. No tardaron en llegar a los límites de la judería, en los que la quietud dejaba paso a la frenética algarabía de un Carnaval del que Mario y Silvana se habían olvidado por completo. Volvía a haber gente corriendo y bailando, y un grupo de borrachos apoyados en el pretil de un pozo, que se aferraban a sus botellas mientras desgranaban antiguas canciones de marinos. Silvana optó por colocarse de nuevo la moretta y cubrirse la cabeza con la capucha para que no pudieran reconocerla. Sería uno de los cotilleos del año: ¡la enfermiza hija del juguetero escapando de su casa en plena noche para asistir a las celebraciones con su competidor!

Por suerte, el rio del Gaffaro apenas se encontraba transitado. No había más que un par de barcas meciéndose sobre el agua, y unas cuantas máscaras desperdigadas que se apresuraban hacia San Marcos para no perderse el momento culminante de la noche. El Bucintoro aminoró su velocidad cuando pasaron bajo la arcada del ponte Marcello. Las farolas encendidas se rompían en destellos de luz sobre la superficie del canal; hubo un correteo por encima de sus cabezas y una muchacha ataviada de gnaga cruzó el puente hacia la fondamenta Gaffaro. Llevaba una máscara plateada con la forma de una cabeza de gato, y para completar su atuendo sostenía una cesta de mimbre de la que asomaba el hocico de un pequeño minino blanco. Pronto dejaron de escuchar el eco de sus pasos.

—Es... extraño pensar que nunca regresaré a este lugar —murmuró Silvana después de un momento de silencio. Mario dejó de sujetar los remos para prestarle atención—. No se trata de que vaya a echarlo de menos. No he sido feliz aquí... más que cuando estabas a mi lado. Pero me pregunto si la vida que nos espera a partir de ahora nos dará la opción de empezar de cero. Sin tener que estar en constante alerta... sin tener que escondernos...

—Será una nueva vida —le aseguró Mario— y eso siempre es un comienzo. Mientras nos tengamos el uno al otro nos encontraremos en casa. Sabremos que ese es nuestro hogar.

Acababa de decirlo cuando se escuchó un repentino silbido. Un siseo que aumentaba progresivamente de intensidad, cada vez más alto, cada vez más fuerte... hasta que en el cielo apareció un punto de luz de un amarillo intenso que se abrió con un ensordecedor estruendo. A Silvana se le escapó un grito. Una cascada de chispas escarlatas se derramó sobre las miles de caras vueltas hacia arriba que se habían congregado ante San Marcos.

—Solo son los fuegos artificiales de cada año —sonrió Mario para tranquilizarla—. ¿No los habías visto en ninguna de las otras ciudades en las que has vivido con Montalbano?

Silvana negó con la cabeza. Un nuevo hilo de luz ascendió en medio de las densas nubes que el estallido de la pólvora había dejado en el cielo. Esta vez las chispas fueron verdes, y a los pocos segundos azules, y se desplegaron en un ramillete que permaneció suspendido en las alturas durante unos segundos antes de desvanecerse. La muchacha dejó escapar un jadeo ahogado por el papel maché de su máscara adornada con lágrimas de brillante purpurina. Conocía la teoría de la pirotecnia, pero nunca antes había tenido la oportunidad de comprobar cómo los diversos componentes de un cartucho producían semejante efecto visual. El resultado era muchísimo más impactante que su preparación.

Tal vez Mario tenía razón y algo así le sucedería a su vida de ahora en adelante. Tal vez había llegado el momento de dejar a un lado su análisis para disfrutar de su belleza.

—Es increíble que algo tan prosaico pueda producir unos efectos tan hermosos —dijo a media voz—. Me refiero a la pólvora —añadió al darse cuenta de que Mario la contemplaba sin pestañear en la claridad caleidoscópica del cielo—. Un compuesto aparentemente tan sucio que sin embargo es capaz de resplandecer más que la plata y las piedras preciosas...

Mario cabeceó en silencio, aunque no estaba prestando demasiada atención a lo que decía. Descendió de su asiento para arrodillarse ante Silvana. Ella se aferró a los bordes de la embarcación de manera instintiva, aunque el Bucintoro no se tambaleó demasiado.

—¿Sabías que los fuegos artificiales tienen la misma composición que las bengalas?

—Apasionante —dijo Mario. Levantó las manos para echar hacia atrás la capucha que Silvana se había puesto sobre la cabeza. Su melena resbaló por sus hombros como lo haría la miel por la embocadura de una jarra.

—Nada más que metales que se ponen incandescentes antes de... arder —prosiguió ella con los ojos cada vez más abiertos. Mario se había acercado tanto que casi podía verse reflejada en sus pupilas—. He leído que se trata de... polvo de aluminio y... manganeso...

Vaciló cuando Mario le quitó suavemente la moretta de la cara. La depositó encima del banco en el que Silvana seguía sentada. Los labios de la muchacha se estremecieron.

—Un poco de acero... de hierro... —Tragó saliva cuando Mario apoyó las dos manos a ambos lados de su cuerpo para acercarse aún más. Sus respiraciones casi se mezclaban.

—¿Y los colores? —le preguntó en voz baja—. ¿De dónde salen todas esas tonalidades?

—De añadir sustancias químicas a la pólvora de los cartuchos. Sodio para conseguir chispas amarillas... cloruro de calcio para las anaranjadas... de cobre para las azules...

Las palabras se ahogaron en su garganta. A Mario no le costó escuchar el ruido que hacían los engranajes girando a toda velocidad dentro de su pecho. Rozó delicadamente su mejilla con la punta de la nariz, contemplando cómo los párpados de Silvana temblaban un instante sobre sus ojos enormemente azules. Sus pestañas le acariciaron las mejillas cuando se acercó unos milímetros más. Entonces sintió por primera vez el contacto de sus labios, semejantes a dos pedazos de hielo adheridos sobre su rostro como lo haría la nieve sobre las esculturas de San Michele. Se le escapó un pequeño suspiro que Mario recogió en su boca mientras hundía los dedos en su sedoso cabello. Toda ella sabía de una manera tan enloquecedora que no acertaba a comprender cómo era capaz de contenerse.

Hubo una nueva traca encima de sus cabezas, y un puñado de fuegos artificiales se abrieron como rosas incandescentes sobre el rio del Gaffaro. Silvana se apartó poco a poco de Mario, sus manos aferradas inconscientemente a los pliegues de su camisa, sus ojos tan abiertos que parecían contener toda la laguna de Venecia en su interior. Bajo las chispas que alumbraban el cielo sus rostros parecían teñirse con los colores del arco iris.

—Ahora... ahora lo entiendo —murmuró. Lo contemplaba como hipnotizada, tan cerca como si se hubieran convertido en una misma persona—. Ahora entiendo que esto pueda mover al mundo... que esto pueda compensarlo todo... hasta diecisiete años de muerte...

Mario no pudo resistirlo por más tiempo. Volvió a besarla, y esta vez se dio cuenta de que Silvana le respondía con una pasión que hasta entonces no la había creído capaz de sentir. Sus delgados brazos le rodearon el cuello para atraerlo más hacia sí, y su boca se apretó contra la suya como si quisiera absorber en un momento todos los besos que tendría que haberle dado mucho antes, de no haber irrumpido Gina en sus vidas. La barca se tambaleó de repente, y Mario apenas tuvo tiempo para soltar un «¡Cuidado!» mientras luchaba por estabilizarla antes de que el agua pudiera salpicar algo más que sus costados.

—¡Lo siento! —exclamó Silvana, tapándose la boca con las manos. Parecía horrorizada ante lo que había estado a punto de ocurrir—. ¡No debería haberme dejado llevar!

—No te preocupes —le dijo Mario—. Creo que me acostumbraré pronto a tu intensidad.

Aún jadeaba, aunque no podía dejar de sonreír. Silvana permaneció silenciosa unos segundos, mirando con inquietud los regueros de agua que resbalaban sobre la capa de pintura con la que los Corsini había restaurado el Bucintoro unos años antes, hasta que sucedió algo que lo descolocó por completo. La boca de la muchacha se curvó poco a poco en una sonrisa. Al principio no era más que una contracción de sus músculos, una tirantez en sus comisuras que se acabó ensanchando para mostrar sus relucientes dientes.

—Estás... —comenzó a decir Mario sin poder creer lo que veía—. Estás... ¿sonriendo?

Silvana pareció confundida de repente. Volvió a llevarse las manos a la boca, como si no se hubiera percatado hasta entonces de lo que le sucedía, y recorrió sus labios muy despacio, pasando las puntas de los dedos por su piel. Entonces asintió con la cabeza, tan sorprendida como lo estaba Mario. Él volvió a soltar un jadeo, esta vez de emoción.

—¡Ven aquí! —susurró mientras la apretaba entre sus brazos para besar una y otra vez su sonrisa cada vez más dilatada. Silvana le correspondió de la misma manera. Podrían haber seguido así durante toda la eternidad de no haber escuchado unas carcajadas que se acercaban por el rio del Gaffaro. Una góndola avanzaba hacia el Bucintoro, cargada con tres hermosas mujeres adornadas con pelucas dieciochescas y un hombre disfrazado como el Médico de la Peste, que extendió hacia Mario y Silvana un guante admonitorio.

—¡Más vale que te comportes con ella! —exclamó con una voz cavernosa por culpa de su larguísima nariz—. ¡Como me entere de que desatiendes a una preciosidad como esa tendré que rondarla yo mismo! ¡Y entonces te aseguro que no querrá saber nada más de ti!

Silvana rompió a reír mientras continuaban hacia San Marcos. Mario ni siquiera se molestó en responder al venerable doctor, porque no podía estar más de acuerdo con sus advertencias. No pensaba apartar sus manos de aquella mujer durante lo que le quedaba de vida. Hundió su rostro entre los pliegues de su capa para recorrer su cuello, su escote y la parte de su pecho que dejaba al descubierto su camisa. Silvana profirió un suspiro que le hizo comprender que también era capaz de sentir ciertas sensaciones apremiantes.

—Tengo que marcharme —le susurró al oído. Mario no apartó sus labios de la deliciosa hendidura que había entre sus clavículas—. Se ha hecho muy tarde... y mi padre estará preguntándose dónde estoy —siguió diciendo ella—. Tengo que poner a punto mis excusas.

El recuerdo de Montalbano cayó como un jarro de agua fría sobre Mario. Estuvo a punto de templar su sangre, aunque no lo consiguió del todo. Se aferró a las caderas de Silvana cuando hizo un ademán de levantarse. No quería que se apartara tan pronto de él.

—Al diablo con Montalbano. No vuelvas nunca más a su lado. Vámonos de Venecia esta misma noche. Podemos coger el primer vaporetto que...

—No —rio Silvana sin tratar de soltarse. Las manos de Mario no eran de hierro como las suyas, aunque poseían la misma firmeza—. Sabes que las cosas no se hacen así. Es demasiado precipitado.

—No puedo pasar una noche más en mi casa —le aseguró Mario. Buscó de nuevo sus labios—. Necesito que estés conmigo, Silvana. He esperado demasiado tiempo para esto.

—Entonces no sucederá nada por esperar un poco más. Eres tan caprichoso como una niña pequeña. Quieres que te den cuanto antes a tu muñeca sin atender a ninguna razón...

Lo dijo en un tono de voz que lo provocó aún más, aunque no lo pretendiera. Silvana puso un dedo contra la boca de Mario para que guardara silencio. Sus ojos centelleaban.

—Solo serán unos días —le susurró—. Cuando estemos en París seré solamente tuya.

—Tres días —le recordó Mario—. Ni uno más, si no quieres que me vuelva loco. Sabes que soy capaz de trepar hasta tu balcón para raptarte como un don Giovanni cualquiera.

Tuvo que regresar con resignación a su puesto junto a los remos. Silvana recuperó su moretta y puso en orden sus cabellos mientras Mario acercaba lentamente la barca a la fondamenta Gaffaro. Las sucias aguas estaban saturadas de confetis y de serpentinas.

—No hace falta que me dejes en el embarcadero —dijo Silvana—. Me bajaré aquí mismo.

—¿Qué vas a decirle a Montalbano si te pregunta cómo has regresado de la iglesia?

—Que estuve vagando por Cannaregio hasta dar con un gondolero al que le pedí que me trajera a este distrito. —Ella se encogió de hombros—. Es lo que mi padre sugirió que hiciera. No te preocupes por él; puedo manejarlo. Concéntrate en tener las cosas a punto para el lunes.

Este fin de semana no pasará lo suficientemente rápido, pensó Mario mientras el Bucintoro se detenía junto a la orilla. Le tendió una mano a Silvana para ayudarla a salir.

—Ve con cuidado, por favor —le pidió en un susurro—. No dejes que tu padre sepa lo que estamos planeando. Recuerda lo que ha sido capaz de hacer con dos niñas pequeñas.

Silvana asintió. Su mano se demoró durante unos segundos más entre las de Mario.

—Y recuerda que te quiero —murmuró. La joven se agachó al lado del canal para darle un último beso, y Mario tomó su rostro entre sus manos—. Siempre te querré —le aseguró.

—Siempre es mucho tiempo —dijo Silvana—. Pero estoy deseando pasarlo todo contigo.

Sonreía cuando se apartó de la barca para dirigirse a La Grotta della Fenice. Mario la vio avanzar en medio de los desperdicios que el desfile de Carnaval había dejado a sus espaldas, correteando como un cervatillo, y se dijo que ninguna de las desgracias que le golpearan durante el resto de su vida conseguiría enturbiar aquel momento de felicidad.

Aguardó a que la capa de Silvana desapareciera dentro de la juguetería para dirigirse con el Bucintoro a la orilla opuesta. Abstraído en su propio mundo interior, no vio caer la cortina de la habitación en la que había dormido hasta entonces cuando un par de ojos oscuros se apartaron de la ventana. Habían visto lo suficiente, y sabían lo que convenía hacer a continuación. Ninguno de los dos se marcharía de Venecia si Gina podía evitarlo.

CAPÍTULO XII

Efectivamente, fue el fin de semana más largo que Mario recordaba. Todo el mundo en Venecia seguía pendiente del Carnaval, pero él no podía prestar atención a los demás desfiles que recorrieron el rio del Gaffaro ni a las risas estridentes que ascendían por la noche hasta el diván en el que dormía. El viernes no fue capaz de pegar ojo, pensando todo el tiempo en las cosas que tenía que hacer antes de marcharse. Debía asegurarse de que llevaban consigo suficiente dinero como para sobrevivir durante unos meses, hasta que estuvieran en condiciones de abrir en París su propia juguetería. Esto no plantearía demasiados problemas; Mario aprovechó que todos habían salido el sábado por la tarde para recolectar en su taller las herramientas que sabía que le harían falta. Silvana debía de estar haciendo lo mismo en La Grotta della Fenice, aunque no se habían vuelto a ver desde que se separaron. Habían puesto demasiadas esperanzas en su escapada como para arriesgarlo todo en un encuentro en el que Montalbano pudiera notar algo raro entre ellos.

Fue a comprar los billetes de tren que los conducirían a Viena y acudió también a la plaza de San Marcos para reservar dos plazas en el primer vaporetto que partiría desde el embarcadero el lunes por la mañana. Una vez hecho esto no quedaba nada más de lo que ocuparse salvo su maleta, algo que había postergado para el domingo por la tarde ya que la mayor parte de su ropa seguía en el armario de la habitación que ocupaba Gina y no le apetecía en absoluto tener que explicarle por qué sacaba tantas camisas y zapatos.

Mario aprovechó que su esposa había bajado a la juguetería para saquear el mueble lo más silenciosamente que pudo. Cogió ropa blanca, un par de pantalones, calzado de invierno para evitar congelarse cuando dejaran atrás las montañas y una gastada bolsa de cuero que había sido de su padre y que permanecía abandonada de cualquier manera debajo de los vestidos que Gina había colgado al lado de los de su hija. Había pensado usarla para guardar el dinero que no necesitaran inmediatamente. Recogió también unos pañuelos, y estaba a punto de deslizarse fuera de la habitación cuando reparó en un bulto envuelto en un trozo de terciopelo que sus dedos rozaron al disponerse a cerrar la puerta.

¿Esto es mío?, pensó Mario mientras soltaba sus cosas un momento sobre la cama para inspeccionarlo. No le sonaba de nada, aunque seguramente sería uno de los trastos defectuosos que tenía la manía de subirse del taller. Lo desenvolvió poco a poco, atento a cualquier ruido que sonara en el resto de la casa... y al hacerlo se llevó una sorpresa.

Algo metálico resbaló sobre sus dedos. Un adorno de plata formado por diferentes broches unidos mediante cadenetas que Mario reconoció de inmediato. La diadema que le había regalado a Gina. La joya que había hecho para ella con sus propias manos y de la que no había vuelto a saber nada en todos aquellos años porque se la había llevado de la casa cuando se marchó con el Gran Amadio. Su esposa la había conservado como lo único de valor que le quedaba... algo que no había hecho con ningún otro de sus adornos.

Mario guardó silencio durante casi cinco minutos. Las piezas de la diadema relucían mórbidamente entre sus dedos. Los movió suavemente para sentir cómo resbalaban por encima de su piel, en una caricia semejante a la seda congelada. El mismo contacto que había creído sentir en sueños durante los meses que siguieron a la huida de Gina cuando evocaba la madrugada de Carnaval en la que habían dormido el uno en brazos del otro.

Dejó escapar un suspiro. Gina, pensó mientras acercaba la diadema a su rostro y la apretaba durante unos segundos contra sus labios. Siento tener que hacerte esto, pero no creo que puedas echarme nada en cara. He tenido una buena maestra. Estaba pensando en lo irónico de la situación cuando creyó escuchar ruido de pasos en el corredor. Tuvo que devolver la diadema a toda prisa a su envoltorio de terciopelo y arrojarla dentro del armario antes de que la puerta se abriera del todo. Por suerte no era más que su hermano.

—Ah —dijo cuando se dio cuenta de que Mario se encontraba allí—. No tenía ni idea de que estuvieras en casa. Venía buscando a Gina para decirle que los Scandellari nos han invitado a cenar. No creo que le haga gracia ponerse con los fogones para nada.

—Haz el favor de entrar —le ordenó Mario en voz baja—. Y cierra la puerta.

Andrea lo hizo sin tratar de disimular su asombro. Sus ojos pasaron de la puerta del armario que su hermano empujó silenciosamente a la ropa que había encima de la cama.

—¿Vas a guardar tus cosas en el comedor? Esas alacenas huelen mucho a naftalina...

—No se trata de eso. Tengo que hablar contigo, Andrea. —Había una solemnidad en su voz que lo acalló de inmediato—. Debo decirte algo importante ahora que estoy a tiempo.

En pocas palabras lo puso al corriente de lo que pensaba hacer. Su hermano no tuvo la reacción que Mario había imaginado. No le rompió la espalda a base de palmadas con las que pretendía felicitarle por seguir sus instintos masculinos hasta tan lejos. Por el contrario, se quedó mirándole tan paralizado como la mujer de Lot al convertirse esta en sal.

—Tienes que estar de broma —susurró después de un prolongado silencio. Sus ojos oscuros resaltaban más de lo normal en su rostro—. ¿La señorita Montalbano pretende...?

—Silvana —le corrigió Mario—. Me parece que ya es hora de que tú también la llames por su nombre de pila. A fin de cuentas nos has hecho de mensajero. Te lo has ganado.

Andrea abrió la boca lentamente, aunque no pudo decir nada durante unos segundos.

—¿Te vas a escapar con ella? ¿Vais a viajar los dos solos... en el sentido de... de solos?

—¿Desde cuándo te escandalizas por algo así? —preguntó Mario sin conseguir ahogar una sonrisa—. ¿Ahora eres tú quien va a echarme un sermón debido a mi desvergüenza?

—No estoy escandalizándome. Es solamente que... no imaginaba que hubieras llegado tan lejos con esa chica. Siempre pensé que lo vuestro era más platónico que otra cosa.

—Eso no viene al caso ahora mismo —repuso Mario. Nunca había intercambiado unas confidencias semejantes con Andrea y no estaba dispuesto a hacerlo, aunque sabía que seguramente pasarían muchos años hasta que volvieran a verse—. El auténtico culpable de que nos marchemos a escondidas es Montalbano. Ya sabes que siempre ha sido muy posesivo con ella. Silvana no se atreve a decirle nada porque sabe que no lo aceptaría...

—Por fin un argumento razonable —suspiró Andrea, levantando las manos como si le diera gracias al cielo—. Es un alivio que tu amada tenga el sentido común que a ti te falta.

—Lo hemos hablado largo y tendido —continuó Mario— y hemos llegado a la conclusión de que necesitamos que nos eches una mano con algo muy importante para nosotros dos.

Andrea pareció dudar, aunque en seguida asintió. A Mario le resultó enternecedora su buena disposición. Sobre todo sabiendo lo mucho que le aterraría descubrir lo que había hecho Montalbano con Emilia y Edelweiss. Aquella sería la mayor conmoción de su vida.

—Si es algo relacionado con la juguetería no creo que haga falta que te prometa que...

—No —le interrumpió Mario—. No es Ca’ Corsini lo que me preocupa. Aunque ahora que lo dices me alegro de que hayas mencionado este tema. Tienes en el primer cajón de la mesa del taller los libros de cuentas de la tienda con la lista completa de las ganancias que hemos conseguido en los últimos años. Aparecen registradas cada una de las ventas de las pasadas Navidades, y las importaciones de las muñecas de porcelana alemanas de la última primavera. Y también las direcciones de las demás casas extranjeras con las que hemos trabajado, por si vuelves a necesitarlas. Este barco necesita un nuevo capitán.

Su hermano se quedó boquiabierto. Evidentemente no esperaba que Mario dejara en sus manos el negocio familiar. Debía de haber imaginado que regresaría con Silvana a la ciudad cuando Montalbano dejara de representar una amenaza para sus planes de futuro.

—Espera, espera un momento... Me parece que no te das cuenta de lo que dices. Yo no puedo hacerme cargo de Ca’ Corsini para siempre. ¡No sé ni por dónde debería empezar!

—Pues más vale que espabiles. Nuestro padre no se dejó la piel en el taller para nada.

—Pero siempre me has dicho que era un vago —protestó Andrea, poniéndose rojo de repente—. Y tenías razón, porque no he sido capaz de hacer nada de provecho por nuestro negocio. Me he pasado los últimos años persiguiendo chicas mientras tú te deslomabas noche y día para sacarnos adelante. Si hubiera sabido esto no me habría portado tan mal.

—No tienes que arrepentirte de nada —dijo Mario en tono tranquilizador—. Apuraste la vida al máximo mientras yo me limitaba a verla pasar delante de mí. He estado ciego todos estos años, Andrea. Silvana me ha hecho comprenderlo. Por eso quiero creer que aún no es demasiado tarde para que empiece una nueva vida con la mujer que he estado esperando durante tanto tiempo. Una vida que no nos pertenezca más que a nosotros dos.

Por un momento temió que Andrea se echara a reír en su cara por haber pronunciado una sarta de cursilerías, pero no sucedió nada parecido. Al contrario, su hermano sonrió poco a poco, asintiendo con la cabeza. Parecía reconocerse en lo que le estaba diciendo.

—Y yo que pensaba que no sería más que un capricho... ¿De verdad la quieres tanto?

—Más que a nada en este mundo —aseguró Mario en voz baja—. Como tú a Simonetta.

Le sorprendió que al escuchar esto Andrea se pusiera serio de repente. Durante unos segundos miró a su hermano como si se preguntara si realmente estaría al tanto de todo.

—¿Te has enterado de lo que ha ocurrido entre nosotros?

—¿Lo de que pronto habrá una criatura berreando todo el tiempo en esta casa? ¿Por qué crees que quiero marcharme antes de que nazca? —ironizó Mario.

Andrea volvió a sonreír, aunque esta vez no pasó de una contracción de los músculos de su cara. Algo parecía preocuparle tanto como el embarazo de Simonetta. Algo grave.

—Anoche le pedí que se reuniera conmigo en el patio —acabó confesando.

—Yo cité a Silvana en un callejón de mala muerte. Me parece que me llevo la palma.

—Le pedí que se casara conmigo —siguió diciendo Andrea como si no le hubiera oído.

La sonrisa abandonó también los labios de Mario. Aquello sí que era una sorpresa.

—¿Casado? —logró preguntar por fin—. ¿Tú, casado? —Y cuando Andrea se encogió de hombros dejó escapar un silbido de admiración—. ¡No me lo puedo creer! ¡Enhorabuena!

—No vayas tan deprisa —advirtió Andrea con voz sombría—. No ha querido aceptarme.

Se dejó caer poco a poco sobre el borde de la cama, apartando a un lado las camisas y los pañuelos. Mario reconoció en su rostro las huellas de una profunda preocupación.

—No puedes estar hablando en serio. Sé que Simonetta te quiere. Siempre te ha querido.

—Yo también lo sé. Pero al parecer eso no es suficiente. —Se miró las manos durante unos segundos. Luego levantó la cabeza hacia Mario—. Me ha dicho que la muerte de su hermana lo ha cambiado todo. Sin Emilia no entiende para qué está viviendo. Es como si lo que crece en su interior no significara nada para ella... mientras que para mí... —Tragó saliva antes de añadir en voz baja—: Para mí lo es todo ahora mismo. Absolutamente todo.

La huida de su hermano con Silvana parecía haber quedado relegada en un momento a un segundo plano dentro de su cabeza. Mario no se creía capaz de echárselo en cara.

—Dice que se siente destrozada por dentro. Rota, fue la palabra que usó. —Andrea negó con la cabeza—. Y dice que me aprecia demasiado como para imponerme su compañía.

—Bueno, tenemos toda una mártir en Santa Croce —resopló Mario—. Lo que nos faltaba.

Dio un paso más hacia Andrea, aunque su hermano no apartó la vista de sus dedos.

—¿No crees que esto puede tener más que ver con su embarazo que con la muerte de Emilia? Hay mujeres que no se sienten orgullosas de cazar a un marido únicamente por estar esperando un hijo suyo. A lo mejor Simonetta hubiera preferido que le declararas tu amor sabiendo que no estabas haciendo un sacrificio para preservar su buen nombre.

—¡Esto no es un sacrificio! —dijo Andrea abriendo mucho los ojos—. ¡No quiero casarme con ella para que ningún vecino se atreva a acusarla de ser una cualquiera! ¡Quiero casarme con ella porque la amo! ¡Maldita sea, la amo!

Dijo esto casi gritando, y después hundió la cara entre las manos mientras Mario lo miraba con un desconcierto que no hacía más que crecer. Ahora se daba cuenta de cómo Andrea tenía que haberse debatido en la duda durante las últimas horas sobre si debía contarle a su hermano lo que había ocurrido o no. Era sorprendente que tuviera que ser su fuga con Silvana lo que le hubiera arrancado aquella confesión. Estaba a punto de decir algo más cuando escuchó de nuevo el ruido de unos pies que se acercaban al dormitorio.

Esta vez sí fue Gina quien apartó la puerta. Se llevó una sorpresa al encontrarlos allí.

—Perdón... ¿interrumpo algo? —preguntó con voz algo insegura—. ¿Vuelvo más tarde?

—No hace falta —replicó Mario mientras doblaba disimuladamente una esquina de la colcha para que Gina no viera la ropa que había sacado—. Ya sabes que este es tu cuarto.

Andrea trató de esgrimir la animosa sonrisa a la que su cuñada estaba acostumbrada.

—Nos iremos en seguida. —Se levantó cansinamente de la cama, que protestó con unos cuantos chirridos—. Simplemente estábamos... charlando un poco acerca de la juguetería.

—No es necesario que os vayáis —les dijo Gina antes de que pudieran moverse. Miró a su alrededor sin darse cuenta, al parecer, de que Mario había estado revolviendo dentro del armario—. En realidad he subido para pediros que me echéis una mano. No he visto a Marina por ninguna parte desde hace un buen rato y estoy empezando a preocuparme.

—¿No estaba en la tienda? A lo mejor se ha quedado jugando con las nuevas muñecas.

—No. —Gina se recolocó detrás de la oreja un mechón de pelo negro—. No, Andrea. He mirado por todas partes, pero no hay rastro de ella. Pensé que podría estar con vosotros.

Mario negó con la cabeza, aunque realmente le preocuparan muy poco las constantes travesuras de Marina. Era algo habitual en casa de los Corsini que la niña desapareciera cuando menos se lo esperaban y apareciera horas más tarde como si no hubiera sucedido nada. Debe ser uno de los trucos aprendidos de su padre, pensó con cierto resquemor.

—Voy a ver si está en el comedor —siguió diciendo Gina mientras salía del dormitorio delante de Andrea—. Aunque lo dudo mucho, porque la habría visto subir por la escalera del patio. Llevo toda la tarde remendando camisas junto a la puerta trasera de la tienda.

Efectivamente, el comedor estaba vacío. La puerta del balcón se encontraba cerrada, y todas las cosas en orden. Sobre la mesa había algo reluciente, y Andrea se acercó para tomar en su mano uno de los miembros de las familias de animales que Scandellari le había regalado a Marina la semana anterior. Se trataba de un pequeño ciervo de cristal de Murano anaranjado, una tonalidad que lo hacía parecer casi de caramelo. Tenía unas motitas blancas sobre el lomo y dos redondeles negros para recrear los ojos. Pero estaba roto; una de las patas se había pulverizado sobre la madera. Gina resopló con cansancio.

—Le tengo dicho que no son cosas para jugar. Pero parece que nunca me hace caso...

—¿Sabes qué? Me da la sensación de que debe de haber bajado sin que la vieras a casa de Scandellari para ver si podía darle más ciervos —apuntó Andrea. Dejó el animal en el mismo sitio en que lo había encontrado—. Vamos a ver si damos con ella en la cristalería.

Pero no encontraron a Marina con Scandellari. El cristalero estaba muy atareado con la fabricación de unas cuentas de colores que Simonetta iba colocando sobre una bandeja a medida que se enfriaban. Era la primera vez que Mario la veía desde que Gina le había hecho partícipe de sus sospechas, y no pudo dejar de darle la razón a su esposa: la ropa de la muchacha era mucho más holgada que antes, pero aun así no conseguía disimular unas curvas de las que había carecido durante todo el otoño. Cuando vio entrar a Andrea se dio la vuelta, visiblemente incómoda, para poner la bandeja encima de una estantería.

—¿Marina? Sí, ha estado aquí hace un rato —les dijo Scandellari mientras daba vueltas a un pegote gelatinoso de vidrio para conseguir que adquiriera la perfecta forma de una esfera—. Quería saber si me sobraba algún ciervo. Dijo que se le había caído encima de la mesa uno de los que le regalé. Parecía tan triste cuando le contesté que no había vuelto a fabricar ninguno que acabé regalándole media docena de unicornios del mismo tamaño.

—Deberías ser menos generoso con ella —le aconsejó Andrea—. Cualquier día Marina os llevará a la ruina. Últimamente se queda con la mitad de lo que sale de vuestro horno.

Miró a Simonetta mientras decía esto. La chica no apartó los ojos de las cuentas en las que su padre había introducido pequeños fragmentos de pan de oro que las hacían relucir tanto como los mosaicos bizantinos.

—Es una chiquilla adorable —les aseguró Scandellari—. Casi me comió a besos cuando le hice un paquete con los unicornios para que no se le rompieran de camino a casa. Le dije además que no volviera a bajar sola a la calle, porque en los tiempos que corren...

—Está harta de escucharme decir eso, Benedetto —replicó Gina con expresión de hastío—. Pero a Marina siempre le ha encantado escaparse de casa. Me hizo lo mismo la última vez que estuvimos en Praga. Desapareció del hotel sin que nadie se diera cuenta y no la encontramos hasta tres horas más tarde. Se había sentado con toda tranquilidad sobre el parapeto de uno de los puentes más importantes de la ciudad. ¡Y dijo que no se movería hasta que viera pasar la carroza de Cenicienta!

Scandellari sonrió con tristeza. Mario supuso que se estaría acordando de su Emilia.

—No te preocupes; no puede haber ido muy lejos. No hace ni media hora que se fue de aquí. Seguramente haya visto algo en la calle que le ha llamado la atención. Dad una vuelta por la fondamenta Minotto. Apuesto a que la encontraréis pegada a un escaparate.

—Yo sí que le voy a pegar —rezongó Gina—. No volverá a pisar la calle en toda su vida.

Salieron de la cristalería cuando empezaba a hacerse de noche. Las nubes se habían teñido de escarlata sobre los tejados de la fondamenta Gaffaro, haciendo pensar en unas hilachas de algodón ensangrentado que recorrían el cielo. Mario no pudo evitar volverse hacia la casa de los Montalbano. Los cristales de la habitación de Silvana resplandecían tanto ante las luces del atardecer que no conseguía ver si la muchacha se encontraba allí.

Pronto estaremos lejos de aquí, se dijo Mario mientras le subía por la garganta una oleada de emoción. Mañana, a estas horas, habremos cruzado los Alpes... y serás mía.

—Creo que deberíamos organizarnos —escuchó decir a Andrea. Mario se esforzó por apartar de su mente una cadena de pensamientos cada vez más comprometedores—. Si la niña no ha vuelto a casa tiene que estar cerca de aquí. Gina, tú puedes regresar a nuestra tienda. A lo mejor se ha escondido dentro del taller aprovechando que no estábamos allí ninguno de nosotros. —Gina asintió, aunque no parecía muy convencida. Abrió la puerta de Ca’ Corsiniy desapareció dentro de la juguetería—. Yo me acercaré hasta San Nicola da Tolentino —le dijo Andrea a su hermano—. Le prometí a Marina hace unos días que la llevaría a la iglesia para que viera su órgano barroco. Quién sabe, a lo mejor ha querido...

—Esto es completamente ridículo —le contestó Mario de mal humor—. Está bien, ve a dar una vuelta por esa zona. Yo haré lo mismo por la otra parte de la fondamenta. Pero después no querré saber nada más de niños. Ni siquiera pienso encariñarme con el tuyo.

Andrea sonrió mientras se marchaba. Mario recorrió la fondamenta Minotto poco a poco, mirando por cada una de las puertas abiertas a los patios de vecinos y preguntando en las diferentes tiendas si habían visto a Marina. Pero nadie supo darle una respuesta medianamente convincente. A Pietragnoli, el mercader de encaje de Burano, le parecía haberla visto corretear al otro lado de sus cristales, «pero a fin de cuentas todas las niñas se parecen y puede que haya sido cualquier otra criatura del vecindario». Tampoco sus hijas fueron de mucha ayuda. Mario se encontró con Antonella y con Giulietta cuando acababan de atravesar el ponte Marcello y no consiguió sacar nada en claro. Antonella ni siquiera sabía cómo era Marina, pero en cambio pareció muy interesada en Andrea y en enterarse por medio de su hermano de si seguía tonteando con la hija del cristalero. A Mario empezaba a superarle aquella sensación de que el mundo confabulaba contra sus planes de fuga. ¿Por qué no podía regresar a su casa para preparar de una vez la maleta?

El cielo se encontraba cada vez más oscuro y seguía sin haber rastro de la niña. Una góndola dobló la esquina por la que habían aparecido Silvana y él cuando regresaron de Santa Maria delle Anime. El conductor deleitaba con una barcarola a los recién casados que se habían acomodado sobre los almohadones, apretando disimuladamente sus manos mientras se alejaban con un balanceo. Mario volvió a acordarse de Silvana, y sacudió la cabeza con resignación. Decidió inspeccionar aquella calle antes de volver a casa para decirle a Gina que la próxima vez cuidara mejor de su descendencia. Si el Gran Amadio le viera recorrer media Venecia para tratar de dar con su bastarda se moriría de la risa...

Esta idea no le hizo sentirse muy contento, pero siguió adelante. Allí el mal aspecto de las casas avisaba de lo que uno se encontraría varias manzanas más allá, al comienzo de Cannaregio. Las fachadas habían sido repintadas tantas veces que costaba adivinar de qué color habían sido en un principio, y el revestimiento de las chimeneas con forma de campana se caía a pedazos sobre las malolientes aguas del canal. Mario se detuvo en la puerta de una tienda de comestibles que se disponía a echar sus candados. Había dos niñas apoyadas en el mostrador, pero se trataba de las sobrinas del dueño. Allí tampoco se había escondido Marina. Se volvió después hacia el canal y se quedó contemplando cómo flotaban sobre la superficie del agua unos cuantos papeles grasientos con los que solían envolverse los supplì, las croquetas que se hacían con el arroz que había sobrado de las comidas y que, como a menudo solía pasar en Venecia, los turistas encontraban de lo más deliciosas. Mario hizo una mueca de asco al darse cuenta de la suciedad que había en aquella parte de Santa Croce. Era una suerte que el rio del Gaffaro, aunque estuviera al lado, se encontrara más transitado por las góndolas; así los vecinos se sentirían algo más cohibidos a la hora de arrojar por las ventanas de sus casas los restos del almuerzo.

Estaba a punto de desandar sus pasos cuando se detuvo. Le parecía haber visto algo raro moviéndose por debajo del agua. Algo que podía no ser más que uno de los papeles de la tienda de comestibles, un mendrugo de pan, un trozo de cartón o cualquier cosa por el estilo. Mario entornó más los ojos... y entonces le pareció que se le paraba el corazón.

Lo que acababa de distinguir en medio del canal no era ningún desperdicio. La luz apenas le permitía reconocer sus contornos, pero hubiera jurado que un rostro humano muy pequeño asomaba cada pocos segundos entre los papeles arrugados y las algas.

—No... —se escuchó susurrar, incapaz de creer que fuera cierto—. ¡No! ¡Marina, no...!

Miró desesperadamente a su alrededor. No había ningún vecino en aquella callejuela ni ninguna cara en las ventanas. Todos los postigos estaban cerrados a cal y canto. Si se ponía a dar gritos no le escucharía nadie más que el dueño de la tienda y sus sobrinas.

—¡Maldita sea! —exclamó Mario. Se desabrochó rápidamente la chaqueta, la dejó caer sobre los adoquines y se arrojó a las lóbregas aguas, que lo recibieron con un chapoteo.

Se abrió camino como buenamente pudo hacia el centro del canal, aunque las algas se le enredaban alrededor de los tobillos para retrasar su avance. La selva acuática que se adueñaba de las profundidades de Venecia parecía deseosa de que Mario no llegara a su meta. Tuvo que luchar con brazos y piernas para continuar, y entonces se dio cuenta de que no se había equivocado: había un cuerpo pequeño flotando a la deriva en el agua.

Para entonces el ruido que había hecho al saltar dentro del canal había atraído a las dos niñas, que llamaban a voces a su tío. Este salió de la tienda limpiándose las manos en un delantal que parecía haber pasado por tiempos mejores. Cuando se dio cuenta de lo que sucedía, comenzó a llamar a las demás puertas, y en cuestión de unos instantes la calle que hasta entonces había permanecido silenciosa se convirtió en un hervidero de voces exaltadas y preguntas. Un par de adolescentes se metieron en el canal, aunque Mario ya había llegado al punto que perseguía. El cuerpo de Marina había vuelto a desaparecer en medio de las corrientes de agua verde que la sacudían de un lado a otro. Se agarró a uno de los postes de madera a los que se amarraban las embarcaciones para escudriñar las confusas formas que se veían a su alrededor. Entonces la distinguió de nuevo, a menos de un metro de distancia. Cogió aire, sabiendo que estaba muy cerca, y metió la cabeza dentro del agua mientras la gente que permanecía de pie en la orilla seguía dando voces.

No se atrevió a abrir los ojos, aunque tampoco lo necesitó. Tras un par de segundos de desesperada búsqueda sus dedos se cerraron sobre algo suave y ondeante que Mario reconoció como el vestido de Marina. Trató de tirar de ella hacia la superficie, pero sus pies resbalaron sobre el lecho de algas que tapizaba el fondo del canal haciéndole perder el equilibrio. Lo intentó de nuevo, afianzando su otra mano sobre el poste, y esta vez lo logró. Su cabeza rompió la superficie del agua al mismo tiempo que la de Marina, y el aire entró de nuevo en sus pulmones. La niña parecía no pesar en absoluto en sus brazos.

Hubo muchos gritos en la orilla cuando la gente la vio aparecer. Los dos chicos que habían saltado al agua, en cuya presencia Mario ni siquiera había reparado, le ayudaron a trasportarla hasta el embarcadero más cercano. No podía dejar de mirar los ojos de la pequeña, completamente abiertos, y lo pálida que se le había quedado la piel, lo que le proporcionaba un aspecto muy parecido al de los ahogados que había visto sacar de la laguna en más de una ocasión, con los globos oculares inyectados en sangre y la lengua amoratada. Se le encogió la garganta al comprender que ya no había nada que pudieran hacer por la niña.

Alguien se puso a vociferar cuando se disponían a salir del agua. Gina se abrió paso en medio de la muchedumbre, apartando a los vecinos que le tendían las manos a Mario.

—¡Marina! —la oyeron gritar con toda la fuerza de sus pulmones. Se quedó quieta un instante, incapaz de creer lo que veía, y Andrea, que la había seguido por la fondamenta Minotto hasta allí, aprovechó aquel momento para agarrarla por la cintura antes de que se arrojara al agua—. ¡Marina! —volvió a chillar Gina—. ¡Es mi niña, Andrea! ¡Es mi hija!

Luchó con uñas y dientes hasta que consiguió soltarse. Las demás mujeres se habían quedado calladas, y unas cuantas atraían a sus criaturas hacia sus faldas mientras los muchachos colocaban a Marina en medio de la orilla. Sus pupilas se quedaron clavadas en las rizadas nubes del cielo, aunque habían perdido todo su brillo. Apretaba algo en su mano. Mario, que aún jadeaba al agacharse a su lado, se dio cuenta de que debía de ser el paquete con los animalitos de cristal que Scandellari le había dado pocos minutos antes.

Gina se dejó caer junto a Marina. Le corrían por la cara unas lágrimas que Mario nunca le había visto derramar. «¡No!», sollozó de nuevo, colocando sus manos sobre su pecho inmóvil. «¡No puede ser verdad! ¡Dios mío, no puede ser verdad! ¡Mi Marina...!».

Andrea había pasado rápidamente a la acción. Le pidió a Mario que sujetara a Gina para hacerle la respiración asistida. Puso una mano sobre la frente de Marina mientras le introducía entre los labios el aire de sus propios pulmones. Volvió a hacer lo mismo un instante más tarde, con idénticos resultados. La niña llevaba demasiado tiempo muerta.

Gina se desgarró en un alarido. Hundió su cabeza en el hombro de Mario, estrujando su camisa empapada con sus dedos sin darse cuenta de que se le estaban manchando de lodo. Los Scandellari aparecieron en aquel momento detrás de los vecinos. El cristalero se acercó lentamente al grupo que formaban en la orilla, con una expresión de absoluto horror en su rostro. Simonetta se quedó como clavada en el suelo. Se tapó la boca con los dedos. Andrea se incorporó poco a poco, y Simonetta le alargó las manos cuando se le acercó sin decir nada. Nadie parecía saber cómo reaccionar ni qué hacer a continuación.

—Deberíamos... Supongo que sería mejor que la lleváramos a casa —murmuró en voz baja Scandellari sin apartar los ojos de Marina. También había lágrimas en su cara—. Me parece que... aunque realmente no sirva de mucho... tendríamos que llamar a un médico...

—No servirá de nada —le contestó Andrea. Simonetta dejó escapar un gemido—. ¿Has visto el color que tiene su piel? ¿Cuánto tiempo crees que puede haber pasado ahí abajo?

—¿Pero qué se supone que le ha sucedido? —insistió el cristalero—. ¿Se ha ahogado sin que nadie se diera cuenta? ¿Ha venido sola a este lugar y se ha caído al agua sin querer?

Una madre tiró de sus hijos para alejarse de allí. «Ya habéis oído lo que os pasará si no me hacéis caso», les increpó. «¡A casa, vamos!». La muchedumbre comenzó a disgregarse alrededor de los Corsini aunque algunos vecinos, los que vivían más cerca, se acercaron para darles el pésame en voz baja. Gina no parecía capaz de reaccionar. Se había puesto tan pálida como su hija, y Mario no sabía qué hacer con ella, porque realmente no tenía ni idea de qué haría cualquier otra persona en su situación. Además le había asaltado un presentimiento que en los siguientes minutos, mientras acompañaba a su esposa a casa y Andrea llevaba a Marina en sus brazos, seguidos por los Scandellari, no dejó de cobrar forma y de hacerse más real hasta que no tuvo ninguna duda sobre lo que había ocurrido.

Lo que les dijo el médico no hizo más que confirmar sus sospechas. Habían llamado al mismo que acudió a diagnosticar la muerte de Emilia y que pidió hablar a solas con Mario y con Andrea después de sacudir la cabeza con tristeza junto al cuerpo de Marina.

—¿Dicen que la encontraron en un canal? —les preguntó al lado del balcón, en un tono de voz casi susurrante—. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que la echaron de menos?

—Una hora. No, menos, unos tres cuartos de hora —le dijo Andrea en el mismo tono.

El médico miró por encima de su hombro en dirección al diván. Habían tendido a la niña sobre una sábana. Le habían acercado un espejito a la nariz, aunque no se empañó ni siquiera con la respiración más leve. Le habían colocado un estetoscopio encima del corazón, pero había sido en vano. Ahora Marina yacía tan rígida como una muñeca a la que aún no hubieran añadido ninguna articulación, y su madre permanecía sentada a su lado, acariciando una y otra vez sus cabellos negros cubiertos por unas algas gelatinosas.

—¿Quién la sacó del agua? —siguió preguntando el médico—. ¿Fue uno de los vecinos?

—Fui yo —dijo Mario—. Llevaba un rato buscándola por toda la fondamenta. Pensé que podía haberse alejado por una de las bocacalles. Mi mujer me había dicho que no era la primera vez que se escapaba de casa. Me pareció distinguir algo en medio del canal y...

Se encogió de hombros. El médico se quitó las gafas, las dobló y se las guardó en el bolsillo de su chaleco. Había una expresión muy sombría en su rostro cuando murmuró:

—He visto unas extrañas marcas en el cuello de la niña. Claro que no soy un experto...

—¿Unas marcas? —Andrea arrugó el ceño con desconcierto—. ¿Qué clase de marcas?

—De dedos —contestó su hermano. Aún tenía el pelo tan empapado como Marina, y la ropa toda manchada de barro—. Yo también las vi cuando la saqué del agua. Eran mucho más intensas entonces, aunque todavía se pueden distinguir. Le rodean toda la garganta.

A Andrea se le abrió la boca lentamente. Miró a su hermano con perplejidad, y volvió la vista de nuevo a Marina, cuyo rostro apenas se veía entre los cabellos de Gina. La besaba una y otra vez como si quisiera despertarla de aquel sueño acuático en el que la habían sumido.

—Pero... pero eso no puede ser. No puede haberla atacado nadie. Seguramente hayan sido mis propias manos mientras le hacía el boca a boca. Con las prisas por reanimarla...

—No, Andrea. Te digo que ya tenía esas marcas —le aseguró Mario quedamente—. No quise contarle nada a Gina porque no me parecía necesario aumentar más su angustia...

—Ha hecho usted bien —corroboró el médico—. Aun así, si esto no ha sido un accidente sino un asesinato, habría que avisar a las autoridades de lo que ha ocurrido. Seguramente interrogarán a todo el vecindario hasta dar con el culpable de esto. Y entonces no habrá nada que lo libre de la horca. Ha sido completamente atroz. ¡Una pobre niña indefensa!

Sacudió la cabeza con indignada incredulidad mientras recogía su maletín. Andrea lo acompañó hasta la puerta de la calle, aún perplejo por lo que acababa de escuchar de labios de su hermano. Mario se quedó en el comedor con Gina. Los Scandellari seguían allí, aunque no parecían muy seguros de si tenían derecho a participar de aquel dolor tan íntimo por parte de los Corsini. Simonetta se había sentado en una silla, con el brazo de su padre rodeándole silenciosamente los hombros. Tenía los ojos muy rojos y húmedos.

Mario se secó la cara con la manga de la camisa sin darse cuenta de que también se le había empapado. No estaba nada seguro de lo que hacía; nunca se había sentido peor.

—Gina... —empezó a decir. Se detuvo al lado del diván en el que había dormido tantas veces y que ahora ocupaba Marina hasta que le buscaran un ataúd—. Lo siento... mucho...

Gina no le respondió. Curiosamente, había dejado de llorar a gritos, aunque todo su cuerpo se estremecía por los sollozos silenciosos que no era capaz de contener. A Mario le dolió más verla así que deshecha en llanto. Puso una mano torpemente en su hombro.

—Ya sé que no me creerás —siguió diciendo en voz baja—, pero lo siento de verdad. Te ayudaré en todo lo que esté en mi mano. —Ella tembló ante su contacto, aunque no trató de apartarse de él—. Me imagino —continuó Mario transcurridos unos segundos— que en los próximos días querrás escribir al Gran... a Alessandro... para decirle todo lo que ha...

Al escucharle Gina levantó la cabeza como si acabaran de tirarle de una cuerda. Se volvió hacia Mario con los ojos arrasados en lágrimas, tan pálida como la propia Marina.

—¿Y por qué tendría que decirle a Alessandro lo que ha pasado? —consiguió articular.

Mario pareció confundido. Tardó un momento en recuperar la voz para contestarle:

—Bueno, es evidente... quiero decir... ¡Marina era su hija! ¡Tiene derecho a saberlo!

Gina siguió mirándole durante un rato tan largo que a Mario empezaron a escocerle los ojos. Finalmente prorrumpió en un nuevo sollozo, hundiendo sus manos en su negra y despeinada melena. Mario nunca la había visto tan desesperada... ni tan enloquecida.

—No has entendido nada... no has entendido nada... ¿Quién te ha dicho... que el padre de mi hija... fuera Alessandro Amadio? ¿Realmente nunca te has dado cuenta de que...?

Hablaba tan entrecortadamente que costaba entenderla. Aun así Mario pudo captar lo esencial. Y la sensación que experimentó cuando lo hizo fue como lanzarse de nuevo a un canal en el que las algas se enredaran en torno a sus pies para inmovilizarle.

—Estás... ¿estás diciéndome que...? —Gina asintió con la cabeza, agachando la cabeza para no tener que enfrentarse a su desconcertada mirada. A Mario se le escapó un jadeo que pareció llevarse consigo todo el aire que quedaba en sus pulmones—. Era... ¿era mía?

Gina volvió a asentir. Mario tuvo que agarrarse con una mano al respaldo del diván para que las piernas siguieran sosteniéndole. Simonetta dejó escapar un gritito que trató de acallar con sus manos cuando su padre le apretó un poco el hombro. Gina no parecía darse cuenta de que no se encontraban a solas. Había guardado silencio durante mucho tiempo y ahora las palabras se peleaban por salir de sus labios empapados y temblorosos.

—En noviembre cumplió seis años —sollozó. Tomó una de las pequeñas manos de Marina entre las suyas, besándola cada vez con mayor desesperación—. Yo estaba embarazada de poco más de un mes cuando me marché de Venecia. Era pronto para estar segura, pero en las últimas semanas no había dejado de notar unos síntomas muy extraños en mi cuerpo. Y pensé... —Se le rompió de nuevo la voz—. Pensé... que Dios me perdone... que mi hija merecía algo más que esta vida. Estaba cansada de Santa Croce, del vecindario, de estar tanto tiempo sola en esta casa. Y nunca se me ocurrió que al volver a mi ciudad natal... mi pobre Marina, a la que tanto parecía gustarle todo esto...

Rodeó la cabeza de la niña con sus brazos para apretarla contra su pecho. Su cuerpo seguía respondiendo dócilmente a sus caricias, aunque su semblante cada vez resultaba más cadavérico. Mario se pasó una mano temblorosa por la frente. No podía ser cierto.

—Tienes que estar equivocada, Gina. Un mes es muy poco margen de tiempo para...

—Sé lo que digo —gimoteó su esposa sin soltar a Marina—. Podría señalarte incluso en un calendario la fecha en la que fue engendrada. La noche del Carnaval... ¡mi diadema...!

Mario se quedó paralizado. Aquello no podía ser verdad. ¡Debía de ser una pesadilla!

—Pasaste con el Gran Amadio más noches de las que pasaste nunca conmigo —siguió diciendo, aturdido. La cabeza le daba vueltas—. Puedes haberte confundido con las fechas. Es un error muy natural. Me imagino que cuesta mucho estar segura de...

—Mario, las mujeres siempre estamos seguras de esas cosas —intervino Simonetta. Se levantó de la silla para acercarse a Gina y la rodeó protectoramente con sus brazos, con la clase de empatía que solo puede darse entre las mujeres cuando comparten un dolor en lugar de una alegría—. Está en nuestra naturaleza —siguió diciendo—. Siempre ha sido así.

Scandellari no pronunció una palabra. Sus ojos oscilaban una y otra vez entre Mario y Gina y acabaron deteniéndose sobre Mario cuando apretó los puños contra su frente.

—Pero ¿por qué no me dijiste nada? —estalló al fin—. ¿Por qué has callado hasta ahora?

—¡Porque he sido una idiota! —exclamó Gina. Se cubrió los ojos con las manos—. ¡Vine a Venecia con la intención de recuperarte! ¡Quería conquistarte de nuevo! ¡Quería que te enamoraras de mí como lo habías hecho cuando teníamos veinte años! ¡Y pensé que si te contaba lo de Marina... pensarías que no era más que una estratagema para atraparte!

Mario no tuvo la fuerza moral necesaria para llevarle la contraria. Sabía que Gina no estaba diciendo más que la verdad. Si hubiera insinuado que Marina era suya se habría echado a reír y después le habría recomendado que les contara lo mismo a los demás hombres con los que había estado. Pero tal vez se había equivocado durante todo el tiempo. Tal vez lo único que había deseado su esposa era construir con él una familia.

Ahora nada de aquello tenía sentido. Y Mario sabía con demasiada certeza quién era el auténtico culpable. Alargó una mano para rozar de nuevo a Gina, pero justo entonces escuchó un ruido de voces en el piso de abajo. Andrea no había subido después de decir adiós al doctor, pero no parecía que siguiera hablando con él. Era una voz de mujer.

La reconoció de inmediato, aunque su tono no podía ser más distinto del que Mario le había oído emplear la última vez que se vieron. Dudó durante unos segundos antes de pedirles a los Scandellari que se hicieran cargo de Gina y de su hija. Seguramente sería bastante ruin por su parte dejarla sola cuando más lo necesitaba, pero le había inquietado profundamente lo que había escuchado. Al salir al patio estuvo a punto de tropezar con Shylock, que se escabullía escaleras arriba bufando de miedo. Eso sirvió para confirmar sus sospechas: tenía que ser Silvana la persona a la que Andrea había abierto la puerta.

Aún seguían hablando cuando entró en Ca’ Corsini. Silvana dejó escapar un suspiro de alivio al verle aparecer. Se arrojó en sus brazos con tanta fuerza que Mario se sintió como si le hubieran dado un mazazo en el estómago.

—¡Por fin te encuentro! —susurró la joven contra su pecho. Se aferró a su camisa con unos dedos extremadamente crispados—. ¡Tenía tanto miedo de que no estuvieras en casa!

Andrea, de pie detrás de Silvana, los observaba con extrañeza. A Mario le llevó unos instantes reaccionar, y cuando lo hizo colocó sus manos sobre los hombros de Silvana para poder mirarla a la cara. Nunca había imaginado que la vería tan alterada. No a ella.

—¿Qué ocurre, Silvana? ¿Por qué estás temblando así? ¿Ha pasado algo en tu casa?

—Lo peor que podía pasar. —Silvana guardó silencio un instante antes de murmurar, elevando sus ojos azules hacia los de Mario—: Mi padre lo sabe. Lo sabe absolutamente todo. Sabe lo que queremos hacer mañana por la mañana, y me ha dicho que nunca lo consentirá... ¡que prefiere verme muerta mil veces antes que en brazos de un hombre!

A Mario le pareció que el mundo se le venía encima de repente. Silvana se pasó una mano por los ojos. Parecía estar debatiéndose entre la aprensión y la vergüenza.

—¿Pero cómo puede haberlo sabido? ¿Has dicho algo que le haya puesto sobre aviso?

—Ha sido... —empezó a decir la muchacha con voz insegura, y Mario tuvo que agachar la cabeza para escucharla—. Gina —continuó—. Ha sido cosa de tu mujer. Cuando subí al piso de arriba para acabar de guardar los libros que quería llevar conmigo escuché ruido de pasos sobre la alfombra de mi cuarto. Y eso me sorprendió mucho, porque mi padre nunca suele entrar en mi habitación. Al apartar la puerta le encontré de pie junto a mi mesa... y tenía en la mano... —Se detuvo de nuevo, abrumada; Andrea los miraba a ambos con una perplejidad que crecía por momentos—. Tu nota. La que me trajo tu hermano en enero. La había sacado de entre las páginas de mi Frankenstein, ¡y tendrías que ver cómo me miró por encima del papel, como si fuera la persona más rastrera y desagradecida del mundo!

—¿Leyó lo que te escribí? —Mario abrió mucho los ojos, aunque añadió después—: Eso no significa nada. Que te enviara una nota no quiere decir necesariamente que aceptaras encontrarte conmigo donde te cité. Podías haberle dicho que no me hiciste ningún caso.

—No me hubiera creído —dijo Silvana sacudiendo la cabeza. Aún estaba temblando—. Había inspeccionado todas mis cosas. Y me preguntó si realmente tenía tan poca confianza en mi propio padre como para no contarle lo que pensaba hacer... ¡una fuga en toda regla!

Mario no acababa de entender qué tenía que ver Gina en todo aquel asunto, pero no quería presionar a Silvana. Casi le consoló que se sintiera demasiado abrumada por sus problemas para prestar atención a los sollozos que seguían oyéndose en el piso de arriba.

—Le dije que no tenía ni idea de lo que estaba diciéndome, pero eso solo sirvió para encolerizarlo. «Has quitado una veintena de tus sagrados libros de las estanterías. Y tus maletas están escondidas debajo de la cama, con toda tu ropa dentro. ¿Realmente piensas que voy a tragarme tus mentiras?». Sabía que nunca sucedería. Nunca antes había tenido que mentirle, así que comprendí que no me quedaba más remedio que decirle la verdad.

—¿A qué te refieres con eso? —preguntó Mario lentamente. Le había dado un vuelco el corazón al recordar lo que había descubierto en la cripta de Santa Maria delle Anime.

—No se lo he dicho... todo —le tranquilizó Silvana interpretando su mirada alarmada de manera correcta—. Pero le dije que te quería. Y eso lo puso más rabioso todavía. «¡Tú no puedes querer a nadie!», me vociferó. «¡No fuiste creada para querer a nadie! ¡Sabes perfectamente que me debes todo lo que eres ahora mismo! ¡No puedes existir sin mí!».

—Ese hombre está mal de la cabeza... —empezó a decir Andrea con cara de pasmo.

Mario no creía que fuera el mejor momento para explicárselo. Apretó a Silvana más estrechamente contra su pecho, y ella reclinó su cabeza sobre su hombro como una niña.

—Me dijo unas cosas... espantosas —susurró contra su camisa. Cerró fuertemente los ojos como si no fuera capaz de enfrentarse a nada más—. Me acusó de dejarme seducir por el primer hombre que pasó por nuestra juguetería y de ponerme en evidencia delante de toda Santa Croce por creer cada una de las palabras que me habías dicho. «Sabes que tu adorado Corsini está casado, ¿verdad? Claro que lo sabes. Todo el vecindario lo sabe. Y eso no te ha impedido entregarte a él como si fueras una cualquiera». Y entonces me dijo que Gina había ido a verle esta misma mañana, aprovechando que estaba en mi cuarto...

Mario se quedó muy quieto. De repente las piezas del rompecabezas parecían encajar.

—Me imagino que montaría un pequeño espectáculo en el que representaba el papel de la esposa traicionada y yo el de la amante sin escrúpulos que es capaz de robarle a su marido delante de sus narices. «Vino a verme hecha un mar de lágrimas, la pobre», me contó mientras estrujaba tu nota entre sus manos y la arrojaba encima de la parrilla de la chimenea. «Me dijo unas cosas extrañísimas... cosas que me negaba a creer sobre Mario Corsini revolcándose con mi hija en una barca en medio del rio del Gaffaro, la noche del Carnaval... Yo le contesté que no podía ser, que mi Silvana nunca se comportaría de semejante manera. Y ella me aseguró que lo había visto con sus propios ojos. Que se le había partido el corazón al descubriros a la vista de todos, asomándose a una ventana de su casa. Y por eso quería hablar conmigo: porque su marido era un hombre al que no le importaría en absoluto lo que pudiera echarle en cara, mientras que tú, por lo que tenía entendido, eres una muchacha, y sigues estando bajo mi custodia. Y tengo plena potestad para acabar cuanto antes con toda esta estúpida pantomima». Y entonces salió al pasillo.

»Me quedé tan sorprendida que no me di cuenta de que sostenía en su mano la llave de mi cuarto. Oí el ruido que hacía al girar en la cerradura y comprendí que me había encerrado para que no pudiera reunirme contigo. Eso no me importaba; he hecho saltar cerraduras más complicadas, pero unos segundos más tarde escuché el ruido que hacía la cómoda del pasillo al ser arrastrada sobre el suelo. Cuando quise lanzarme contra la puerta era demasiado tarde. No había manera de desplazar el mueble para escaparme de mi habitación. Así que me apresuré a subirme a la repisa de mi ventana solamente para descubrir que también la había cerrado con una llave que se había llevado. He tardado casi media hora en desmontar las bisagras que mantenían los paneles de cristal en su sitio...

Se habían puesto a hablar al lado del escaparate, de modo que Mario, mirando por encima de la coronilla de Silvana, no tuvo problemas para contemplar la ventana en cuestión. Los cristales, efectivamente, habían sido colocados contra una de las paredes, y las cortinas del cuarto revoloteaban en la brisa como un sudario. A Andrea se le escapó un suave silbido de admiración. Miraba a Silvana como si viniera de otro mundo.

—Bueno —dijo rompiendo aquel momentáneo silencio—, la verdad es que no me extraña que estés dispuesto a cualquier cosa con tal de atrapar a una chica como esta. ¡Nadie se ha escapado nunca a través de una ventana por mí! ¡Ni creo que se atreviera a hacerlo!

Mario sonrió tristemente, y Silvana se refugió una vez más en el nido de sus brazos.

—¿Has saltado desde tu dormitorio? ¿Más de cuatro metros sin sufrir ningún daño?

—Tuve que apoyarme en la enseña de la juguetería —reconoció Silvana—, y temo que nunca más pueda enderezarse... pero eso no importa ahora. —Apoyó las manos sobre los hombros de Mario—. Ya sé que acordamos marcharnos mañana, pero... creo que es mejor que lo hagamos cuanto antes. Sácame de aquí, Mario. No puedo aguantar ni un minuto más en Venecia. Temo que mi padre aparezca en cualquier momento para llevarme de vuelta a casa. Marchémonos para siempre de aquí... ¡lo más lejos posible...!

De nuevo hubo un silencio tan prolongado que Mario casi pudo escuchar las cosas que los Scandellari le susurraban a Gina. Su esposa seguía llorando, y al acordarse de lo que había pasado mientras Silvana se escapaba de su casa regresó a su estómago el nudo que lo apretaba como una soga alrededor del cuello de un ahorcado. La muchacha seguía mirándole, a la expectativa; Andrea se aclaró la garganta antes de que pudiera decir nada.

—Me parece que... voy a marcharme un momento. —No le costó comprender que su hermano prefería quitarse de en medio—. Tengo que ir cuanto antes a hablar con los de la funeraria. Querrán saber si hemos ido a San Michele... para adquirir una nueva fosa y...

Al final optó por coger su chaqueta de uno de los brazos del perchero y abandonar Ca’ Corsini para poder darles unos momentos de intimidad. Silvana le vio salir con una expresión de profunda confusión plasmada en su rostro. Levantó su mirada hacia Mario.

—¿La funeraria? —preguntó—. ¿Una nueva fosa? ¿Ha pasado algo que tenga que saber?

Mario separó los labios para contestarle, aunque no sabía por dónde debía empezar a decirle la verdad. Se dio cuenta de que Silvana acababa de reparar en el hecho de que su ropa seguía empapada por el agua fangosa del canal en el que había tenido que sumergirse.

—Digamos que... esta tarde ha sucedido algo... —Las voces se habían vuelto aún más audibles desde el piso de abajo—. Algo que, por mucho que me duela... no me permitirá marcharme contigo tan pronto como me hubiera gustado. Lo siento, Silvana, de verdad...

—¿Ha muerto alguien? —exclamó con los ojos muy abiertos—. ¿Quién? ¿Quién ha sido?

Ahora Gina había redoblado sus sollozos de una manera que acabó disipando todas las dudas que le quedaban a Silvana. «¡Marina!», había vuelto a gemir. «¡Mi Marina!».

La joven se llevó una mano al pecho. El sordo rumor de sus ruedas parecía haberse intensificado de repente.

—La hemos encontrado ahogada en una de las bocacalles del rio del Gaffaro —dijo Mario muy bajito. Todo su dolor cayó de repente sobre sus hombros, como si alguien le hubiera echado encima una losa de mármol... la losa que en pocas horas colocarían sobre el pequeño cuerpo de Marina—. Estaba flotando en medio de un montón de basura. Pero no ha sido el agua lo que ha acabado con ella. —A Silvana se le abrió la boca, y Mario siguió diciéndole, en un susurro—: Tenía marcas de dedos alrededor de la garganta cuando la sacamos del canal. Alguien la había estrangulado antes de arrojarla al agua, sabiendo que acabaríamos encontrándola... y que pronto la enterraríamos en San Michele como...

—Como a Emilia Scandellari y Edelweiss Wittmann —concluyó Silvana por él. Casi no le salía la voz—. Sí —apostilló—. Yo también reconozco su sello personal cuando lo veo.

Se volvió hacia los escaparates para contemplar su propia casa. Su rostro era la viva imagen del remordimiento. Mario comprendía demasiado bien cómo debía de sentirse.

—Ha sido por nuestra culpa. Una venganza perfecta... ¡Tú le robaste a su hija, y él te robará a la tuya si no hacemos nada para impedirlo! ¡Cómo he podido estar tan ciega...!

—Yo también he pensado lo mismo. Se supone que es la única que le falta. Me dijiste que había tenido cuatro hijas, y que las cuatro habían muerto. Te tiene a ti, y también a las dos de la cripta y... Un momento —se detuvo Mario de repente. Miró a Silvana con desconcierto—. ¿Has hablado de «mi hija» al referirte a Marina? ¿Cómo se supone que...?

—Mario, por favor —murmuró Silvana—. Que tú siempre te hayas negado a asumirlo no quiere decir que los demás seamos tan ciegos como tú. Tenemos ojos en la cara, ¿sabes?

Mario se quedó tan sorprendido que no supo qué contestarle. Bueno, pensó con un arranque de lucidez, al menos no le ha parecido una traición que no se lo contara antes.

—Supongo que me he portado como un imbécil. Esto era un secreto a gritos del que parece que todos estabais al tanto. Y lo que más me duele es que tuviera que mirarla por primera vez sabiendo que era mi hija cuando se encontraba muerta. Ha sido espantoso.

Silvana lo miró con compasión mientras se dejaba caer lentamente sobre uno de los taburetes que había al lado del mostrador. Sus engranajes recuperaban poco a poco su cadencia habitual, aunque Mario seguía encontrándola sorprendentemente desvaída.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó en voz baja—. ¿Qué opciones nos quedan?

Él miró un momento las ventanas de la casa de los Montalbano. No había nadie al otro lado de los cristales, ni tampoco en la habitación de Silvana, cuyas cortinas seguían revoloteando contra el cielo cada vez más oscuro.

Se acercó al taburete para arrodillarse a sus pies, cogiéndole las manos con la mayor ternura que fue capaz de atesorar.

—Seguir adelante. Siempre adelante, pase lo que pase —le prometió. Silvana asintió con la cabeza—. Ya tendremos tiempo para marcharnos de Venecia cuando sepamos que tu padre no puede hacer nada con Marina. No pienso consentir que la desentierre nada más dejarla en el cementerio. Mañana iremos a San Michele a despedirnos de ella, y tú vendrás conmigo. Y no te apartarás de mi lado hasta que te deje en manos de Andrea y de los Scandellari para que te cuiden como yo. Lo siento, pero he de mantenerte vigilada.

Silvana hizo un gesto con los hombros para darle a entender que no le molestaba un seguimiento como el que Mario proponía. Aun así le miró con una pizca de desconcierto.

—¿Y no vas a poner todo esto en conocimiento de la policía? A fin de cuentas ha sido un asesinato. Y por mucho que la fuerza de la costumbre me haga encubrir lo que hace...

Dejó la frase en el aire. Mario negó con la cabeza. Parecía más agotado que nunca.

—No puedo hacerlo —susurró— porque equivaldría a contarle al mundo entero lo que tú eres y la relación que has tenido con Montalbano. Y si tengo que protegerte de tu padre no servirá de nada que te entregue a las autoridades para que te investiguen también a ti.

—¿Crees que lo harían? —preguntó Silvana, alarmada—. ¿Creerían que soy sospechosa?

—Te encerrarían. Y cuando descubrieran tu auténtica naturaleza no habría manera de rescatarte. Lo siento por Marina, pero la mujer de mi vida no será una cobaya nunca más.

Dijo esto como si se tratara de una declaración de principios. Y entonces sucedió algo que confundió a Mario más que ninguna otra cosa, más que ninguna escena que hubiera presenciado en sus veintisiete años de vida. Algo relució un instante en los lagrimales de Silvana. Un par de minúsculas gotas que se quedaron prendidas en sus pestañas, como los diamantes con los que se adornaban los párpados las cortesanas indias, y que aumentaron de tamaño mientras seguía mirándola con desconcierto antes de deslizarse por sus mejillas dejando un sendero reluciente de agua. A la muchacha se le escapó una exclamación ahogada al darse cuenta de lo que estaba sucediendo. Mario la vio levantar las manos poco a poco, dudando antes de colocarlas sobre sus párpados. Efectivamente, no eran imaginaciones suyas. Sus palabras habían hecho que se emocionara.

—No lo entiendo —logró murmurar. Se le había formado un nudo en la garganta—. No sé qué está pasándome ahora mismo. ¡Nadie me había dicho que aún pudiera... que en mis ojos...!

Los lentos regueros de agua salada caían por sus mejillas como lo harían por las de una persona de carne y hueso. Mario tocó una de sus lágrimas con un dedo, cada vez más aturdido, y se quedó mirando cómo mojaba su piel. No había duda: eran de verdad.

Ya habría tiempo para pensar en eso. Ya habría tiempo para seguir descubriéndose el uno al otro, para comprender lo que eran y lo que podían llegar a ser juntos. «Ven aquí», susurró Mario mientras atraía a la estremecida muchacha hacia sí. La escuchó sollozar calladamente contra su piel, humedeciéndole el cuello con su llanto repentino. «Siempre adelante, recuérdalo. Pase lo que pase». Sonaba mucho más tranquilizador cuando se lo decía en voz alta a otra persona que cuando lo repetía dentro de su cabeza. Pero por lo menos la tenía a salvo, a su lado. Y si podía evitarlo, Montalbano no se acercaría más a ella... aunque tuviera que hacerle lo mismo que él le había hecho aquella tarde a Marina.

CAPÍTULO XIII

Nadie pudo descansar mucho en casa de los Corsini. Después de que los empleados de la funeraria se hubieran llevado a Marina, los Scandellari prepararon una cena frugal para que recuperaran fuerzas, aunque los platos se quedaron casi intactos encima de la mesa. Gina fue la primera en retirarse a su habitación. Se encontraba tan destrozada por todo lo que había sucedido que no podía pronunciar ni una palabra. Durante más de una hora Simonetta permaneció sentada junto a su cabecera, acariciándole el pelo hasta que se quedó dormida de puro agotamiento. Hubo entonces un pequeño debate sobre lo que convendría hacer con Silvana. Andrea propuso que se quedara en casa de los Scandellari aquella noche, pero Mario no quiso oír hablar de la posibilidad de perderla de vista; así que finalmente decidieron ocupar el diván del comedor, en el que apenas cabían los dos.

Fueron seguramente las horas más largas por las que habían pasado. No era necesario que se dijeran nada más; simplemente se quedaron abrazados en medio de la penumbra, atravesada de vez en cuando por las luces de los faroles de las góndolas. Mario apoyaba la cabeza sobre el pecho de Silvana, dejándose mecer por los acompasados chirridos de su corazón y por las caricias con las que sus dedos de hierro recorrían su cabello. Ella le besaba de vez en cuando en la frente mientras permanecía alerta como una centinela que nunca hubiera conocido el sueño. No hubo ni rastro de Montalbano en toda la noche, ni nada acudió a perturbar las pocas horas de tranquilidad de las que disfrutaron. Cuando se hizo de día se reunieron de nuevo en la cocina para tomar algo caliente. Silvana prefirió quedarse en el comedor para no tener que encontrarse con Gina, aunque realmente habría dado lo mismo; tenía los ojos tan enrojecidos que no parecía capaz de distinguir lo que Simonetta le ponía delante para desayunar. La mañana transcurrió de una manera parecida, y después de comer, cuando un empleado de la funeraria se presentó en la casa para avisarlos de que había llegado la hora, salieron en silencio a la fondamenta Minotto.

En la sacca della Misericordia los aguardaban unas cuantas góndolas como las que habían llevado a Emilia al cementerio. Gina estuvo a punto de derrumbarse cuando vio el ataúd de Marina, tan pequeño que podría haberlo sostenido una sola persona entre sus brazos. Tenía un crucifijo de bronce clavado sobre su tapa y un paño negro cubriéndolo casi en su totalidad. Dejaron que la primera góndola partiera con la niña, y al cabo de un minuto la siguieron en las que encabezaban la comitiva, primero Gina con los Scandellari, y después los otros tres. Todos iban de luto rigoroso, incluida Silvana, a la que Simonetta había prestado uno de sus vestidos, una prenda negra abotonada hasta el cuello y las muñecas, que hacía que su cabello pareciera aún más rubio por el contraste.

Resultaba un poco extraño verla vestida con unas tonalidades mucho más oscuras de lo que era habitual en ella. Mario se dio cuenta de que muchos vecinos se daban con el codo al verla sentarse al lado del padre de la niña muerta, pero realmente le importaba muy poco lo que pudieran decir; lo único que quería era alcanzar cuanto antes la isla de San Michele. La góndola se adentró poco a poco en la laguna con cada movimiento de pértiga, siguiendo la estela de espuma blanca de la que conducía a Marina al cementerio.

Los muros de ladrillo, horadados aquí y allá por apuntadas arcadas de mármol que recorrían todo el perímetro, convertían San Michele en una fortaleza de la que las almas de los fallecidos nunca serían capaces de escapar. Un bosque de cipreses se elevaba tras esta frontera, una franja verde oscuro apenas perceptible entre los jirones de niebla que cercaban el recinto por sus cuatro costados. Aunque eran cerca de las tres de la tarde, costaba reconocer a las cuatro personas que los esperaban de pie en el embarcadero. Los empleados de la funeraria acudieron a recoger el ataúd de Marina y lo levantaron sobre sus hombros para conducirlo hasta el lugar en el que habían decidido enterrarla. Gina y los Scandellari los siguieron en silencio, y lo mismo hicieron Andrea, Mario, Silvana y los demás vecinos, que se adentraron en el corazón del cementerio sin atreverse a decir nada.

Habían abierto la fosa en una de las praderas más alejadas del embarcadero. Allí, a unos metros de distancia, descansaban los padres de Mario y de Andrea, debajo de una cruz de hierro que el persistente viento que soplaba entre los árboles casi había logrado arrancar. Cuando la comitiva se posicionó alrededor del agujero, Andrea se apartó lo más sigilosamente que pudo para acercarse a aquel lugar. Mario lo vio enderezar la cruz por encima de las cabezas de los vecinos y regresar después a su lado con una expresión un poco culpable en su rostro. Ninguno de los dos solía acudir a menudo a San Michele para visitar a sus padres; en el caso de Mario por falta de tiempo, en el de Andrea por un aprensivo respeto a la muerte del que nunca le había hablado a su hermano. Era bastante duro regresar a la tranquilidad del hogar, a la calidez de una chimenea encendida y una comida en la mesa después de dejar a tus seres queridos en lo más profundo de la tierra.

Mario compartió este pensamiento cuando reparó en la lápida que los sepultureros de San Michele habían colocado junto a la fosa. Marina Corsini, se leía sobre la piedra, y después venían las fechas 1902-1909 y la inscripción que los encargados de la funeraria habían escogido después de que Andrea delegara en ellos la decisión: Cuando suene la trompeta, los muertos resucitarán incorruptos y nosotros seremos transformados. Mario no podía prestar atención a nada más que su apellido: Corsini. Marina Corsini. Su hija.

Un suave rumor se propagó entre los asistentes al sepelio, y al levantar la cabeza, algo aturdido, vio cómo se acercaba el sacerdote que oficiaría la ceremonia. Le estrechó la mano a Gina mientras musitaba sus condolencias, hizo lo propio con Mario y fue a colocarse al lado de la lápida. Lo seguía un monaguillo que sujetaba el misal que el sacerdote desplegó entre sus manos mientras se aclaraba la garganta. Todo el mundo se quedó callado al mismo tiempo y pronto no resonó en la pradera nada más que su voz.

—Yo soy la resurrección y la vida. El que crea en mí, aunque muera, vivirá...

Gina se había puesto a llorar de nuevo, aunque sin histerismos; sus lágrimas apenas se veían tras los encajes de su velo. A su derecha Simonetta había dejado que Andrea le rodeara la cintura con un brazo mientras apretaba la cara contra su hombro, demasiado afectada para poder contemplar la herida abierta en la tierra, que se tragaría a la pequeña.

—¿Acaso no tiene doce horas el día? El que camina de día no tropieza, porque ve la luz de este mundo —recitaba el sacerdote por encima de los alaridos de las gaviotas que planeaban sobre la laguna. El monaguillo sostenía en alto la cruz que presidía siempre los oficios funerarios—. En cambio, el que camina de noche tropieza, porque le falta la luz...

Aquel niño no podía ser mucho mayor que Marina. Debía de tener ocho años, como mucho diez. Mario se acordó de lo escuchimizada que le había parecido cuando la vio por primera vez delante del escaparate de Ca’ Corsini. Ya entonces lo había mirado con una fascinación que no la abandonaría durante los meses que pasó en su casa. Puede que en el fondo Marina lo imaginara; puede que reconociera entre ambos un vínculo en el que Mario se había negado a creer hasta que Gina le contó la verdad. ¡Qué cruel había sido con aquella niña! ¡Qué injusto, qué pagado de sí mismo por considerar que nada de Alessandro Amadio merecía una pizca de su atención! ¡Marina no tenía culpa de nada!

Aunque tal vez no sea demasiado tarde, se encontró pensando mientras el sacerdote hacía la señal de la cruz y murmuraba «Por Nuestro Señor Jesucristo» mientras sacudía el hisopo de agua bendita sobre el ataúd de la niña. «Amén», respondieron los vecinos en un confuso murmullo. Aún hay algo que puedo hacer por Marina. No será un sacrificio demasiado grande pasar unas semanas el raso, permaneciendo de noche en el cementerio para asegurarme de que Montalbano no la convierte en una de sus niñas eternas. Cuando hayan transcurrido varios días, y su cuerpo deje de estar tan tierno como ahora, sabré...

Algo rozó de repente sus dedos por debajo de la manga de su chaqueta. Mario tuvo que esforzarse para regresar al mundo real cuando se dio cuenta de que Silvana se había acercado un poco más. Había en sus ojos una compasión que le hizo comprender que no se enfadaría por tener que esperar para marcharse de Venecia. Apretó silenciosamente su mano sin que ninguno de los vecinos se diera cuenta. Dos sepultureros se habían puesto a ambos lados de la fosa, y a una señal del sacerdote levantaron el ataúd de Marina con ayuda de unas sogas que habían pasado por debajo de la madera. Lo hicieron descender poco a poco al agujero, y después tomaron sus palas para comenzar a cubrirlo de tierra.

Aquel sonido nunca abandonaría la memoria de Mario. La primera paletada se estrelló contra la reluciente madera del ataúd, y salpicó los brazos de bronce de Cristo, y poco después la siguió una segunda, y después una tercera, que hizo el mismo ruido a hueco que resultaba más escalofriante por saber lo pequeña que era Marina y lo grande que era su féretro en comparación. A Gina se le doblaron las piernas de repente, y Scandellari la sujetó por un brazo antes de que pudiera caerse al suelo. Las lágrimas casi la ahogaban.

—No... —balbuceaba muy bajito, aunque aun así Mario pudo escuchar lo que decía—. No puedo dejarla ahí... no es más que una niña pequeña... ¡necesita que me quede a su lado!

Simonetta se apartó de Andrea para sujetar su otro brazo. Entre los dos la hicieron retroceder antes de que se le ocurriera arrojarse a la fosa, mientras los dos sepultureros continuaban con su trabajo, como si aquello fuera lo más normal del mundo. Debían de estar tan acostumbrados a presenciar el dolor de los demás que las lágrimas de una madre destrozada ya no tenían el poder de conmoverlos. Mientras el montón de tierra se hacía más y más grande, los Scandellari ayudaron a Gina a sentarse sobre una tumba cercana, y una vecina se le acercó con un frasquito de sales para tratar de reanimarla. Era de lo más curioso, pensó Mario en medio de su abatimiento, que las mujeres de Santa Croce solo hubieran decidido perdonar a su esposa cuando se había convertido en la ruina de lo que había sido. Ya no la envidiaban por su belleza ni por su atrevimiento; lo único que veían era a una persona que no supondría ninguna amenaza porque realmente no le quedaban más motivos por los que vivir. A muchas les parecía que había sido un castigo del cielo.

Pronto los sepultureros se apartaron de la fosa; todo había terminado. De Marina no quedaba nada más que su nombre cincelado sobre la lápida de reluciente mármol blanco.

—Gina, levántate —le susurró Andrea inclinándose a su lado. Gina se había quedado tan desmadejada que apenas podía mover un músculo—. Tenemos que marcharnos. Aquí ya no podemos hacer nada más. Te sentará bien tomar algo caliente antes de acostarte...

Gina musitó algo que no pudieron comprender, aunque finalmente asintió. Dejó que su cuñado la ayudara a ponerse en pie, y los Scandellari la agarraron con cuidado por los dos brazos para conducirla de vuelta hasta el embarcadero. La gravilla del suelo seguía haciendo crujir la falda de su vestido negro, y los vecinos no tardaron en ponerse en movimiento, como si hubieran estado esperando aquella señal para alejarse de la tumba.

Casi todos habían dejado sus embarcaciones amarradas en los postes de madera que sobresalían del agua, pero unos cuantos tuvieron que esperar a que llegara a San Michele el vaporetto que conectaba la isla con la plaza de San Marcos. Mario aprovechó aquel momento para acercarse a Gina entre los susurrantes grupos que se habían formado sobre la plataforma. Permanecía de pie en la orilla, pasándose silenciosamente una mano por los ojos para secar unas lágrimas que no parecían querer abandonarlos. Scandellari había dejado a Andrea con Simonetta y con Silvana mientras trataba de localizar sus góndolas.

—Gina —dijo Mario en voz baja. Ella no se movió—. ¿Te encuentras bien? ¿Quieres...?

Gina sacudió la cabeza. No podía verle bien la cara por culpa de los encajes, pero la piel que se adivinaba debajo de su velo resultaba tan mortecina como la de un cadáver.

—Estoy bien. Estoy viva —añadió contemplando las olas que salpicaban la tarima de madera con cada una de sus embestidas. No parecía preocuparle que se le empaparan los bordes del vestido—. Pero cuando camino me da la sensación... de que falta algo dentro de mi cuerpo. Como si también hubieran guardado una parte mía en el ataúd de Marina.

Mario no supo qué contestarle. En cierta manera tenía la misma sensación, aunque no había pasado tanto tiempo con la niña como Gina. Había carne de su carne allí abajo.

—¿Qué harás a partir de ahora? —quiso saber—. ¿Piensas permanecer más tiempo aquí?

—No lo sé. No creo —respondió Gina tras unos segundos de silencio—. Nada me retiene en este lugar después de haberla perdido. Vine con la intención de enseñarle a amar mi ciudad... y al final la misma ciudad me la ha arrebatado. Ha sido un castigo de Venecia.

—No tienes que irte con las manos vacías. Sabes que podemos echarte una mano con cualquier cosa que necesites. Lo que sea, Gina, en serio. No es momento de ser orgullosa.

—No necesito nada —le aseguró su esposa quedamente—. Y de todas formas, ¿qué más daría si fuera así? ¿Para qué quiero más dinero si eso es lo único que puedes ofrecerme?

Al decir esto los ojos volvieron a llenársele de lágrimas. Mario encontró un pañuelo en su bolsillo, y Gina, agradecida, se echó hacia atrás el velo para acercárselo a la cara.

—Prométeme por lo menos —siguió susurrándole— que vendrás a hacerle una visita de vez en cuando. No quiero que se sienta sola en una isla tan lejana. Y sé que se alegrará de tenerte cerca aunque solo sean unos minutos. Por mucho que te cueste creerlo Marina sentía una gran admiración por ti. Deseaba poder contaros la verdad a los dos, aunque...

Se le rompió la voz. Mario la miró con tristeza mientras le devolvía el pañuelo. Sus dedos rozaron los de Gina al recuperarlo, y se acordó de repente de la primera vez que había tocado a Silvana, cuando le prestó su calibrador para llaves de relojería. En aquel momento le había parecido que el roce de sus pieles sería capaz de hacer saltar chispas a su alrededor. Tocar a Gina, en cambio, no le hizo sentir más que una dolorosa nostalgia.

—Se ha acabado, entonces —susurró después de un momento de silencio—. Con Marina hemos enterrado lo único que nos unía. El último vínculo que quedaba entre nosotros dos.

Gina asintió con la cabeza. El viento hacía revolotear los extremos de su largo velo alrededor de su rostro. Parecía mucho mayor de repente, una mujer más ajada y agotada.

—Ahora es cuando realmente comprendo —dijo en un susurro— que tenías razón al decirme que nunca conseguiríamos recuperar nuestro pasado. Hace mucho que dejamos de tener veinte años. No queda nada de nuestro amor. Aquellos doce meses de felicidad se han convertido en un montón de cenizas. Un cadáver que nadie conseguirá resucitar.

Mario tragó saliva, aunque Gina no se daba cuenta de lo que había dicho. Se puso de puntillas para depositar un último beso en su mejilla antes de colocarse el velo de nuevo.

—Eres un buen hombre, Mario. Un hombre maravilloso. Estoy segura de que pronto darás con alguien que te merezca mucho más que yo... si es que no lo has hecho todavía.

Miró de reojo a Silvana, que permanecía de pie con Andrea en el embarcadero, pero no añadió nada más. La joven mantuvo la cabeza agachada cuando pasó por su lado para agarrar la mano que le tendía Scandellari desde la góndola. Mario la vio subir a bordo y volverse una última vez para mirarle. No levantó la voz para despedirse de él. No hacía falta decir ni una palabra. Pronto los remos se hundieron en la laguna y Gina se alejó de San Michele como una más de las almas en pena conducidas por Caronte a los infiernos.

Respiró hondo. Ahora que sabía que nunca más la tendría a su lado le parecía sentir un alivio muy distinto al que había imaginado durante las últimas semanas. Una paz en la que la sombra de la derrota seguía siendo alargada, como también lo sería para Gina.

—Le llevará algún tiempo, pero se recuperará —dijo Andrea cuando Mario se reunió con él—. Siempre ha sido una mujer fuerte. Sabrá apañárselas sola de ahora en adelante.

Su hermano asintió en silencio. Era muy cierto; Gina tenía madera de superviviente.

—¿Y tú? —preguntó Silvana en voz más baja—. ¿También te las apañarás esta noche?

—No me queda más remedio —murmuró Mario. La góndola de Gina y los Scandellari se había convertido en un punto diminuto sobre el horizonte, muy cerca de la sacca della Misericordia—. En cierta manera es lo único que haré por Marina. No pude cuidar de ella cuando todavía se encontraba con vida, así que tendré que hacerlo ahora que está muerta.

—Me arde la lengua ahora mismo —se lamentó Andrea—. Hay cientos de cosas que me gustaría preguntaros, aunque sé que no tengo ningún derecho a hacerlo. Es una injusticia.

—Ten un poco de paciencia. Cuando esto haya acabado te dejaré que nos interrogues todo lo que quieras. Con suerte no será más que un par de semanas. Como mucho tres.

—Y cuando eso suceda —añadió Silvana— te sentirás orgulloso del hermano que tienes.

Dijo esto sin apartar sus ojos azules de los de Mario. Él trató de sonreír, aunque no lo consiguió más que a medias. Había demasiados vecinos a su alrededor murmurando sus pésames mientras pasaban por su lado hacia el embarcadero, de manera que tuvo que conformarse con sujetar sus manos entre las suyas. Silvana se las acercó a los labios para besar calladamente cada una de las cicatrices que recorrían sus dedos de carpintero.

—Cuida de ella, Andrea —le pidió Mario cuando los Pietragnoli se alejaron también en su góndola—. Dejo mi vida entre tus manos ahora mismo. No le quites un ojo de encima.

—Diría que sería un placer si no tuviera miedo de que me sacudieras —dijo su hermano.

Mario sonrió con tristeza, y Silvana soltó sus dedos poco a poco mientras Andrea la rodeaba con un brazo para conducirla hasta el borde del agua. Casi tuvo que arrastrarla a la góndola para que subiera de una vez. Una fuerza superior parecía tirar de ella hacia la figura que se había quedado de pie en la entrada del camposanto, levantando la mano en un gesto de despedida mientras la extensión de agua que los separaba se hacía mayor a cada momento. «Te quiero», la vio articular en silencio, y entonces el gondolero hundió su pértiga entre las olas para orientar la embarcación hacia la sacca della Misericordia.

Mario aún permaneció de pie durante mucho rato sobre la estructura de madera. Las dos personas que más le importaban acabaron confundiéndose con la niebla que flotaba sobre Venecia como lo habían hecho Gina y los Scandellari. A su alrededor no parecía haber más que fantasmas, sobre el agua y bajo la tierra. Unos empleados del cementerio se habían puesto a charlar al lado de la capilla, y Mario decidió alejarse del embarcadero antes de que pudieran percibir algo raro en su manera de comportarse. Tenía tiempo de sobra para familiarizarse con la isla y memorizar los principales caminos por los que se podía pasar rápidamente de un sector a otro en previsión de lo que hiciera Montalbano.

Durante las siguientes horas anduvo de un lado a otro, tratando de no caminar como si se sintiera culpable por lo que hacía al pasar por delante de los sepultureros. No tenía sentido quedarse de guardia en la tumba de Marina; de momento había mucha gente que seguía reunida con sus familiares muertos, y desde luego le costaba imaginarse al padre de Silvana irrumpiendo en la parcela de tierra en la que la habían depositado con una pala en la mano ante la vista de todos los presentes. Mientras las puertas del cementerio siguieran estando abiertas, la niña no correría ningún peligro real; cuando se hiciera de noche las cosas cambiarían... y Mario estaría en guardia para que a nadie se le ocurriera arrancarla de su sueño. Deambuló, sin darse mucha cuenta de lo que hacía, por el interior del vasto semicírculo de ladrillo en el que se abrían las puertas de los mausoleos de las principales familias venecianas. Allí todas las rejas eran iguales, y las estructuras no se diferenciaban en nada, pero cuando uno dejaba atrás la parte más civilizada del recinto empezaba a encontrarse con construcciones en las que sus propietarios habían querido plasmar su propia personalidad. Los imponentes panteones se concentraban al lado del muro sur del cementerio y se elevaban entre las descoloridas ramas de los árboles como lo habían hecho las suntuosas mansiones en las que sus huéspedes habían vivido, reído y amado cuando seguían con vida. Mario fue recorriendo con los ojos los apellidos de las personas que habían sido enterradas en aquel sector. Los Contarini, los Mastelli... todos los aristócratas de los que se había hablado durante generaciones habían acabado yaciendo en un agujero, como ocurriría con cualquiera de los artesanos del distrito de Santa Croce.

Una pareja de estatuas encapuchadas, con los rostros hundidos en unos pañuelos que parecían de auténtica seda, montaban guardia a ambos lados de la puerta del panteón de la familia Morosini como si una bruja malvada los hubiera condenado a llorar lágrimas de piedra para toda la eternidad. Mario reprimió un escalofrío al pasar por delante. No había prácticamente nadie en aquella parte del cementerio, y empezaba a tener la desagradable sensación de que los ojos vacíos de las estatuas le seguían con la mirada cuando pasaba de largo, con las manos metidas en los bolsillos de su chaqueta. Pronto el ocaso inundó de fuego los muros del recinto, y las gaviotas dejaron de hacer ruido sobre los postes de madera que había al otro lado. Mario calculó que debían de ser en torno a las seis y media de la tarde, pero como se había alejado demasiado de la capilla no había manera de oír el tañido de sus campanas. Se disponía a regresar por donde había venido cuando algo llamó su atención. Una inscripción grabada sobre el dintel de uno de los panteones.

No era más que una palabra, y aun así se le aceleró el corazón: Wittmann. Mario se quedó muy quieto al comprender que allí se encontraba la tumba vacía de Edelweiss. De allí la había sacado Montalbano meses antes. Se había escondido en San Michele tal y como estaba haciéndolo Mario, y cuando todo el mundo se había marchado de la isla había entrado en aquel mausoleo para llevarse en brazos a la niña. Dio un paso hacia la reja de entrada, adornada con unos exuberantes capullos de hierro forjado que se habían oxidado en más de un lugar por culpa de la lluvia. Una cadena mantenía aseguradas las dos puertas, y un candado colgaba pesadamente de los eslabones. Detrás de los barrotes apenas podía distinguirse nada. El cielo estaba oscureciéndose poco a poco, y Mario no conseguía reconocer más que la difusa claridad de una vidriera que había justo enfrente.

Retrocedió un poco para recorrer con la mirada las molduras que remataban la parte superior del panteón. Allí también había una escultura, aunque en esta ocasión no era un doliente, sino un ángel de mármol, de cabellos rizados parecidos a los de Edelweiss. Con una mano señalaba la ciudad que se encontraba a sus espaldas, al otro lado de la Estigia veneciana, mientras que con la otra sostenía una corona funeraria que apretaba contra su pecho. Mario frunció un poco el ceño; se acordaba de repente de la empuñadura de plata de aquel bastón que Joseph Wittmann siempre llevaba consigo. También era un ángel de cabellos rizados. Era bastante curioso que la familia sintiera tanta fascinación por ellos...

—Yo también me pregunto si será cosa de la heráldica —dijo una voz a sus espaldas.

Mario se llevó tal sorpresa que estuvo a punto de gritar. Cuando se dio la vuelta se encontró nada menos que con Silvana. Se había deslizado tan silenciosamente entre las sepulturas que no la había escuchado acercarse. La muchacha sonrió ante su perplejidad.

—¿Sorprendido? —le preguntó—. No ha sido nada fácil librarme de Andrea, pero estoy segura de que me perdonará cuando sepa que he vuelto a tu lado. ¡Es demasiado bueno!

—No me puedo creer lo que estoy viendo —declaró Mario con la boca abierta de par en par—. ¿Has regresado tú sola a la isla? ¿Quién demonios te ha prestado su góndola?

—Un tipo encantador que estaba emborrachándose con sus compañeros en la sacca della Misericordia. Me ha hecho un gran favor, aunque ni siquiera se haya dado cuenta.

—¿Y qué te hace pensar que ninguno de los vigilantes te ha visto entrar en el recinto?

—Tranquilízate. Nadie sospechará de mí. Hay un pequeño embarcadero junto al muro de poniente en el que los empleados de las funerarias suelen amarrar sus propias barcas.

—Silvana, esto es una completa locura. Podrías haberte caído al agua, y si sucediera algo así ni siquiera el propio Montalbano sería capaz de arreglar tus mecanismos.

—Tenía que arriesgarme —protestó la muchacha—. Fui sin vosotros a Santa Maria delle Anime y no me ocurrió nada malo. Además estoy mucho más capacitada que tú para hacer las guardias dado que no necesito dormir y el frío no me afecta como a los demás.

Había hablado con la mayor naturalidad del mundo, aunque la delataba el resplandor de sus ojos. Mario experimentó un repentino arrebato de orgullo al recordar que aquella chica estaba dispuesta a correr cualquier riesgo con tal de permanecer a su lado. Dio un paso hacia Silvana para sujetar suavemente su barbilla con sus dedos. Ella le sostuvo la mirada con una sonrisa desafiante. Aquella valentía la hacía aún más deseable a sus ojos.

—Aun a riesgo de parecer un egoísta, y de que cualquier persona pueda sorprendernos ahora mismo... he de reconocer que me alegro con toda mi alma de volver a tenerte aquí.

La respuesta de Silvana fue agarrar su nuca para atraerle más hacia sí. Apretó sus labios contra los de Mario bajo las danzantes sombras que las ramas proyectaban sobre el panteón de los Wittmann. Él rodeó su cintura con ambos brazos, y estaba a punto de abandonar su boca por un instante para preguntarle cómo había burlado la vigilancia de su hermano cuando se oyeron pasos sobre la gravilla. Era una anciana que iba clavando la punta de su bastón entre las piedrecitas, avanzando del brazo de su hija por uno de los senderos que desembocaban en la capilla de San Michele. Mario tiró silenciosamente de la mano de Silvana para que se escondiera a su lado detrás de la esquina del panteón de los Wittmann. Permanecieron apretados el uno contra el otro hasta que las voces de las dos mujeres se fueron debilitando, y entonces salieron de su escondite para colocarse de nuevo delante de la verja. Silvana puso una mano sobre su frente para protegerse de los rayos solares que impactaban contra la cabeza del ángel agazapado encima del frontón.

—Es aquí donde enterraron a Edelweiss, ¿verdad? ¿De aquí sacó mi padre su cuerpo?

—Eso parece. Aunque llevo un buen rato preguntándome cómo lo hizo. —Mario señaló el pesado candado que colgaba de las cadenas—. Es evidente que no pudo entrar más que por la puerta. Hay una vidriera en la pared de enfrente, y se encuentra intacta. Y que yo sepa esta clase de sepulturas familiares suelen contar con dos copias de la misma llave: una siempre se la quedan los propietarios, y la otra suele estar en manos del personal del cementerio. —Cruzó los brazos mientras contemplaba pensativamente la cerradura—. ¿Crees que Montalbano puede haberla robado de algún lugar? ¿De la oficina de la dirección, tal vez?

—Es posible —aceptó Silvana, pensativa. Se agachó para examinar el candado más de cerca, sujetándolo con la mano derecha—. Aunque encuentro más probable que lo forzara.

—¿Una cerradura escandinava? ¿Obligando a girar todos esos discos de rotación sin que nadie se diera cuenta después de que la estructura había sido manipulada por dentro?

—Se puede hacer —le aseguró Silvana—. Mira esto. —Señaló con su índice unas marcas demasiado delgadas para que Mario pudiera distinguirlas cuando había examinado por primera vez el candado. Recorrían toda la parte delantera del mecanismo, como las patas de una araña que quisiera escaparse a través del agujero—. ¿Lo ves? Son las señales que dejan a veces las ganzúas cuando se deslizan sin querer alrededor de las cerraduras.

—A mí me parece un simple roce que han hecho los Wittmann con su propia llave.

—No. Los dientes de una llave nunca harían unos arañazos tan delicados. Serían más gruesos y además irían en paralelo. Esto lo ha hecho una ganzúa. Aunque me pregunto...

Comenzó a desabrochar sin levantarse, los pequeños botones negros que recorrían las mangas del vestido que le había dejado Simonetta. «Malditas modas femeninas», la oyó rezongar Mario mientras tiraba hacia arriba de su puño para dejar al descubierto una de las muñequeras de cuero que sabía que no se quitaba nunca. Sacó una llave de torsión y la introdujo con visible experiencia en la cerradura, y después hizo lo propio con lo que parecía ser una especie de aguja para hacer punto, de apenas un milímetro de grosor.

—¿Te has vuelto loca? —preguntó Mario, alarmado. Miró a su alrededor con creciente preocupación—. ¿Qué les diremos a los vigilantes del cementerio si nos sorprenden? ¿Que estamos haciendo una competición para descubrir quién puede forzar antes un candado?

—Eso sería bastante interesante —contestó Silvana sin perder la calma. Inclinó más el candado para que los últimos rayos de la tarde le permitieran ver lo que hacía—. Aunque no tendría demasiada emoción. Recuerda que estás hablando con una experta en el arte de violar cualquier tipo de medida mecánica de seguridad. —Movió más rápidamente la aguja al tiempo que apretaba la llave de torsión hacia la derecha con la otra mano—. Hay momentos en los que pienso que Montalbano no me conocía. No imaginaba que tendría todos estos recursos a mano. ¿Para qué me prestó una llave cuando me envió a la iglesia?

Hubo un «clic» en las entrañas de la pieza mecánica y el cierre del candado se abrió limpiamente en la mano de Silvana. La muchacha sacó sus herramientas y se las guardó.

—¿Lo ves? Ha sido poco menos de un minuto. Un cuarto de hora para mi padre si se encontraba inspirado. —Quitó con cuidado el candado de las pesadas cadenas—. El día en que me decida a asaltar la Biblioteca Marciana será nefasto para la historia de Venecia.

Mario la ayudó a deslizar las cadenas lo más silenciosamente que pudieron para que la puerta del panteón quedara despejada. No entendía muy bien por qué Silvana quería echar un vistazo allí dentro, pero la siguió después de asegurarse de nuevo de que nadie continuaba rondando por aquel sector del cementerio. Los recibió una penumbra apenas interrumpida por las franjas de luz de colores que caían desde la vidriera colocada sobre la mesa de altar. También había ángeles encerrados en el cristal, que ascendían al cielo con unos bultos de color blanco en los brazos que Mario interpretó como las almas de las personas que habían fallecido. ¿Dónde estará tu alma ahora, Edelweiss?, se preguntó mientras recorría con los ojos el interior del panteón para localizar su lápida entre las de sus antepasados. Las letras doradas con los nombres de los Wittmann apenas se distinguían entre los pétalos marchitos que cubrían sus tumbas. Una araña correteó sobre el epitafio de Wilhelm, el abuelo de Edelweiss, cuyos restos debían de haber trasladado a Venecia cuando murió el pasado agosto, y desapareció entre las cintas que adornaban los pesados ramos de flores. Allí dentro se respiraba un enfermizo aroma a decadencia que hacía pensar inevitablemente en los cuerpos que se encontraban debajo de sus pies.

—Mario —le dijo Silvana de repente en un tono muy extraño—. Date... date la vuelta...

Al hacer lo que la muchacha le pedía sintió que se le desbocaba el corazón. Alguien los espiaba desde la oscuridad, sentada sobre la última lápida a mano derecha. Una niña de cabellos rizados cubiertos por un aparatoso sombrero. A su alrededor había toda clase de peluches y juguetes de cuerda y un puñado de caramelos que relucían como piedras preciosas sobre el nombre que estaban buscando: Edelweiss Elsa Wittmann. 1900-1908.

—Solo es una muñeca —murmuró Silvana, aunque el ruido cada vez más atenuado de sus ruedas le hizo comprender que también se había asustado un poco—. Miss Jane Doe...

Dio unos pasos hacia la lápida, tirando de la mano de Mario. Él la siguió sin que su respiración se hubiera normalizado del todo. Miss Jane Doe permanecía sentada sobre la pequeña montaña de peluches, con la espalda reclinada contra la pared y un oso metido bajo uno de sus brazos. Los pies calzados en minúsculos zapatos de charol descansaban sobre los caramelos que salpicaban la tumba. No se movió cuando se le acercaron.

—¿Está...? —quiso saber Mario en voz baja—. ¿Está consciente? ¿Funcionando?

—Está muerta —le contestó Silvana—. Miss Jane Doe siempre ha estado muerta. Ella no es como yo. No es más que una muñeca mecánica. —Se arrodilló al lado de la lápida para pasar una mano por delante de los inexpresivos ojos de cristal. No parpadearon, ni nada les hizo pensar que hubiera una conciencia debajo de aquella maraña de tirabuzones y plumas de ganso—. Pero no entiendo qué hace aquí. ¿Para qué la han traído a este lugar?

—Supongo que para los Wittmann sería demasiado doloroso tenerla en su palacio —le respondió Mario, no muy convencido—. A fin de cuentas fue uno de los últimos juguetes que le regalaron a Edelweiss. Puede que pensaran que se sentiría abandonada sin todos sus peluches y sus caprichos en San Michele. Sería una manera de seguir mimándola...

—O malcriándola —murmuró Silvana—. Tendrías que ver los aires que se daba cuando nos visitó por primera vez. «Quiero esto y esto y esto también. Y quiero que esa chica me lo envuelva en el papel de regalo más bonito que tengan». Todo para acabar siendo una más de las muñecas que tanto la enloquecían. Realmente la vida resulta irónica a veces.

Mario no le llevó la contraria. Le alargó una mano para ayudarla a levantarse sobre las frías lápidas y salieron del panteón antes de que los vigilantes pudieran darse cuenta de que alguien había abierto la puerta. Puso las cadenas en su sitio y Silvana devolvió el candado a su lugar. Después de guardar silencio durante casi un minuto se apartaron de la construcción de mármol blanco escogiendo las sendas más tupidas que se adentraban en la espesura para que nadie pudiera reparar en que seguía habiendo dos personas allí.

Dentro del panteón, en la cada vez más densa oscuridad, los párpados de miss Jane Doe descendieron poco a poco sobre sus ojos de cristal y su cabeza se inclinó lentamente sobre su hombro derecho, haciendo que las plumas le cayeran por la cara. Escuchaba...

***

—Esto ha servido para confirmar lo que me imaginaba. Mi padre no pudo tenerlo más fácil a la hora de sacar a Edelweiss de su tumba. Ese candado nunca lo habría detenido.

—¿De modo que también has heredado de Montalbano la destreza con las ganzúas?

—Lo he aprendido por mi cuenta. Y si quieres que sea sincera, siempre a escondidas.

—Si se le da tan bien, ¿por qué no te lo enseñó él mismo? Que yo sepa es un talento que resultaría de lo más útil para un relojero. Por no hablar de un ladrón de cadáveres.

—¿Te imaginas a una niña pequeña abriendo y cerrando todas las compuertas de los mecanismos que tienes en tu taller? ¿Te sentirías tranquilo si supieras que Marina podía trastear dentro de cada una de las piezas que has creado? No, Montalbano debía de verlo como una amenaza. Y nunca pensó contar conmigo para sus planes más siniestros. Los ladrones de cadáveres a los que te refieres suelen trabajar solos. A mí no me necesitaba.

Mientras se alejaban de la zona destinada a los panteones, las nubes oscurecieron más el cielo del atardecer. El sol se sumergió un poco más tarde en la laguna, un disco de oro rojo que lo inundó todo con su claridad durante unos segundos antes de desaparecer hasta la siguiente madrugada. Siguieron dando vueltas por los rincones más sombríos del camposanto, siempre procurando no hacer ruido, siempre hablando en susurros, mientras les llegaban los de las personas que abandonaban poco a poco San Michele. Para cuando las lejanas campanas de la capilla anunciaron las siete y media de la tarde se había hecho prácticamente de noche. Tuvieron que esconderse detrás de unos árboles cuando uno de los vigilantes del cementerio atravesó el sendero más cercano, avisando en voz alta de que no tardarían en cerrar las puertas. Un par de muchachas se apartaron de la tumba delante de la que habían estado llorando cogidas de la mano. Todavía se encontraban en la primera fase del luto, y los pesados velos negros que les tapaban la cara, parecidos al de Gina, ondeaban alrededor de sus siluetas mientras se alejaban hacia el embarcadero seguidas por el frufrú de sus vestidos. Lo mismo hizo un anciano que había pasado casi toda la tarde sentado en uno de los pocos bancos en los que daba el sol. En cuestión de minutos se marcharon todos, incluidos los vigilantes de San Michele; desde su escondite pudieron escuchar el sonido que hacían sus llaves al chocar entre sí y sus pesados pasos cada vez más amortiguados por la distancia. Les llegó también el inconfundible chirrido de las verjas al ser aseguradas, y el chapoteo que hacían las últimas góndolas al alejarse del cementerio. La sensación de haberse quedado totalmente aislados, lejos del mundo civilizado que habían conocido, resultaba tan claustrofóbica que Mario tuvo que sacudir la cabeza para apartar sus pensamientos más negros. Se repitió que no tenía que echarse atrás después de haber llegado tan lejos. No mientras Montalbano pudiera rondar por allí.

La luna menguante que había alumbrado toda Venecia la noche del Carnaval se había quedado reducida a una minúscula línea de luz cenicienta. Mario condujo con cuidado a Silvana entre las cruces de hierro y las raíces de los árboles que les salían al paso hasta que consiguieron encontrar la pradera en la que habían enterrado a Marina. No resultaba fácil moverse por la isla en medio de la oscuridad; las lápidas se alzaban a ambos lados de los caminos como fantasmas admonitorios, y en cuanto uno se aventuraba por entre los espesos arbustos tropezaba con sus propios pies. Hasta los árboles parecían susurrar al viento de la noche y alargaban sus ramas como dedos descarnados sobre sus cabezas.

—Por fin hemos llegado —susurró Mario deteniéndose sobre la hierba. Desde allí aún se escuchaba el rumor que hacían las olas al acariciar los muros del cementerio—. Parece que todo sigue... más o menos igual. Montalbano no se ha acercado todavía a este lugar.

El pequeño montón de tierra que habían echado sobre Marina presentaba el mismo aspecto que antes. Lo único diferente era la escarcha que había empezado a adherirse a cada una de las lápidas en cuanto la temperatura se volvió aún más invernal. Mario veía salir el aliento de su boca como si fuera humo, y tenía las manos tan frías que le costaba mover los dedos. Mañana me traeré una bufanda y unos buenos guantes, pensó para sí mismo mientras se detenía delante de la tumba. Aunque antes tendré que dormir unas cuantas horas. No podría sobrevivir más de una semana en estas condiciones, y necesito estar completamente alerta para cuando Montalbano quiera asestarnos su último golpe.

Sintió un desagradable peso dentro de su corazón. Mi hija está ahí abajo. La hija de la que no he sabido nada durante todos estos años. Una nueva bocanada de vapor salió de su boca acompañando a un suspiro. ¿Hará tanto frío dentro de la tierra como fuera?

Trató de recomponer su semblante cuando escuchó que Silvana se le acercaba. Sus pequeños pies hicieron crujir la escarcha antes de entrelazar sus dedos con los de Mario.

—Ven aquí —susurró como si se diera cuenta de lo que le ocurría—. Ven conmigo...

Le condujo hasta uno de los cipreses que había en la pradera. Se sentó en una parte en la que la hierba se encontraba razonablemente seca y le dio unos golpecitos con una mano para que Mario se instalara a su lado. Al acurrucarse junto a Silvana para tratar de combatir las corrientes de aire helado comprobó que no estaba aterida de frío. Su cuerpo casi resultaba cálido en comparación con los dedos cada vez más entumecidos de Mario.

—Con todo lo que pasó en Ca’ Corsini ayer por la tarde no pude darte el pésame como me hubiera gustado —susurró Silvana. Reclinó la cabeza sobre su hombro—. Siento mucho lo que le sucedió a tu hija. Lo siento más de lo que te imaginas. Estoy tan avergonzada...

—No te preocupes por eso. No hay nada que me reconforte más que tenerte a mi lado.

—Quiero decir que estoy avergonzada por los problemas que está causando mi padre a todas las personas que te importan. No hay manera de disculpar lo que ha hecho. Creí que podría llegar a comprender su comportamiento... que era el dolor lo que le llevaba a cometer estos crímenes... ¡pero asesinar a una niña a sangre fría, arrojándola al canal...!

Mario no respondió nada. Seguía con los ojos clavados en la diminuta lápida que se erguía a un par de metros de distancia, una silueta más clara que la luz de la luna sobre la que ya no se podía distinguir ninguna inscripción. Apretó a Silvana inconscientemente contra su cuerpo. Lo único que le consolaba era pensar que, gracias a sus desvelos en los días que estaban por llegar, nadie podría hacerle a su hija lo mismo que a su enamorada.

—Creo que no me comporté bien con Marina —murmuró al cabo de unos minutos en los que los dos permanecieron en silencio. Silvana levantó un poco la cabeza para mirar a Mario a la cara—. Mientras permaneció con nosotros no dejé de tratarla como si fuera un estorbo —siguió diciendo el joven—. Me irritaba tenerla todo el rato a mi alrededor. Era como un duende capaz de materializarse en los sitios más impensables. Aparecía en mi taller de repente y se me quedaba mirando con esos ojos tan parecidos a los de Gina, y a mí me llevaban los demonios al tenerla delante. Si hubiera albergado la menor sospecha...

—Deja de torturarte con eso. No has hecho nada indebido. Es natural que no quisieras hablar con Marina, sobre todo si pensabas que se trataba de la hija de tu peor enemigo.

—Aun así, eso no sería culpa suya. —Mario sacudió la cabeza. Se le había puesto un curioso nudo en el estómago—. Mi sangre corría por sus venas, Silvana. Era la única hija que podía llegar a tener. Y mientras estaba con vida no hice más que despreciarla...

Silvana se incorporó un poco para deslizar una mano dentro de su corpiño. Sacó un objeto redondo que Mario, en la penumbra que los abrazaba, no fue capaz de reconocer.

—Cualquier otro hombre habría hecho lo mismo —aseguró mientras se lo tendía. Era una pequeña petaca de acero revestida de piel en su parte inferior—. Nunca has sido un santo, y nadie podía pretender que lo fueras. Habías acumulado demasiado rencor en los últimos años. Simplemente eso. —Se quedó mirando cómo Mario forcejeaba a tientas con el tapón de la petaca—. De todas maneras, aunque no te sirva de consuelo —añadió— debes saber que los ojos de Marina no se parecían a los de tu mujer. Eran idénticos a los tuyos.

Mario se detuvo con la petaca apoyada en sus labios, aunque al cabo de un momento echó hacia atrás la cabeza para dar un largo trago. El familiar regusto de la sambuca le trajo el recuerdo de días más felices, en los que su mayor preocupación era la naturaleza mecánica de la muchacha de la que acababa de enamorarse. Nunca hubiera imaginado que apenas un par de meses más tarde tendría que enfrentarse a una situación semejante.

Y qué diferente sería todo si Silvana fuera como las demás personas, pensó Mario de repente. Observó cómo se apoyaba sobre un codo, contemplando las pálidas estrellas que despuntaban cada pocos segundos entre los jirones de niebla. Si Montalbano no la hubiera convertido en una autómata, si Silvana fuera realmente su hija, no habría pasado nada parecido. Puede que me hubiera dejado cortejarla sin tener que hacerlo siempre a escondidas. A lo mejor nos habríamos casado y habríamos tenido hijas como Marina...

Este último pensamiento le devolvió a la realidad. Nunca podría casarse con Silvana por mucho que lo deseara. Legalmente siempre estaría atado a Gina, aunque hubiera un continente de distancia entre ambos. Aquello no tenía nada que ver con lo que había bajo su piel; era culpa de Mario por haber tomado con veinte años la decisión más errónea de toda su existencia. Y por supuesto, Silvana no sería Silvana si tuviera un corazón como el de cualquier otra mujer. La quería precisamente porque sabía que era especial. Única.

Dejó la petaca sobre la hierba, al pie del ciprés, y se apoyó también en un codo para mirarla a la cara. Apartó con su mano unos cabellos que le caían por delante de los ojos.

—Es curioso lo que está sucediéndonos —murmuró Mario. La muchacha lo contempló con atención—. Se supone que esta tenía que ser nuestra... nuestra primera noche juntos...

—Y realmente lo es —sonrió Silvana—. Lo del diván de anoche no cuenta como tal.

Mario también sonrió, aunque se le partió un poco el alma al hacerlo. No podía dejar de pensar en Marina, acostada a apenas unos metros de distancia. Silvana pareció darse cuenta de lo que le atormentaba. Alzó una mano para acariciar cariñosamente su mejilla.

—Cuando estemos en París tendremos todo el tiempo del mundo para los dos —le dijo en un susurro—. No tendremos que preocuparnos nunca más por mi padre, ni por lo que pueda estar haciendo en Venecia. Únicamente estaremos tú y yo... sin nadie alrededor...

—Eso suena muy tentador —apuntó Mario, y Silvana se rio en voz baja. Puso una mano sobre su cintura para atraerla un poco más hacia su pecho—. Voy a tener que compensarte por todo esto —siguió susurrando—. Estás siendo mucho más valiente de lo que imaginaba que sería una muchacha. Y mucho más paciente que yo. —Dudó durante unos instantes antes de recorrer con su mano la curva de su cadera. Lo hizo muy suavemente, como si temiera verla convertirse en humo—. A veces tenerte tan cerca nubla todos mis sentidos...

—Espera un momento —le interrumpió Silvana antes de que pudiera decir nada más.

—Como ahora —suspiró Mario, y apartó la mano—. Lo siento. Ya sé que no debería...

—No —dijo Silvana en el mismo tono de voz, y entonces, al mirarla, se dio cuenta de que no estaba refiriéndose a sus caricias. Tenía los ojos clavados en algún punto detrás de Mario—. Me parece que estoy teniendo alucinaciones —susurró—. No puede ser verdad.

Él se volvió en aquella dirección. No fue capaz de distinguir nada en la niebla. Miró de nuevo a Silvana, cada vez con mayor desconcierto, y vio que en su rostro acababa de aparecer una expresión conmocionada. Se aferró de manera inconsciente a su chaqueta.

—¿No estás viéndolo? —le preguntó en un hilo de voz—. ¿Justo al final de la pradera?

—Lo único que veo son sombras. Esta maldita niebla no me deja distinguir nada más.

—Al fondo, al lado de esa tumba adornada con un ángel... Estaba acercándose a nosotros, pero se quedó quieto al darse cuenta de que le había descubierto. —Silvana se puso rápidamente en pie, y Mario la imitó—. Eso quiere decir que también puede vernos.

No se escuchaba nada aparte del susurro de las hojas de los cipreses y el golpear de las olas contra los muros del cementerio. Mario entornó los ojos en la penumbra. Tardó un momento en reparar en lo que Silvana estaba señalándole, y cuando lo hizo se quedó completamente quieto. En la lejanía, entre los dedos de niebla que se arrastraban de una sepultura a otra, podían percibirse los imprecisos contornos de una silueta muy pequeña.

—¿Qué demonios...? —empezó a murmurar Mario, poniéndose pálido—. ¿Quién es ese?

—Esa —dijo Silvana a media voz—. Es una niña con el pelo largo. Está demasiado lejos para que pueda ver su cara, pero me parece... me parece que sé quién puede... ¡Dios, no!

Había elevado más la voz, y al escucharla, la niña que parecía estar hecha de sombras se les acercó un poco más, deslizándose silenciosamente sobre la hierba. Aún no podían reconocer sus rasgos, aunque parecía haber algo familiar en la manera en que caminaba hacia ellos, moviéndose muy despacio, como si tuviera que calcular cada paso que daba.

—Ponte detrás de mí —susurró Mario, y al ver que Silvana parecía petrificada casi tuvo que gritarle—: ¡Ponte detrás de mí antes de que consiga alcanzarnos! ¡Hay que detenerla!

Miró a su alrededor para dar con algo con lo que defenderse de la aparición, pero no había más que cruces, lápidas y esculturas de ángeles que de poco les servirían contra lo que tenían cada vez más cerca. Ella había seguido acortando la distancia como lo haría una serpiente, con la misma sinuosidad silenciosa. La cruz de mis padres, pensó Mario súbitamente inspirado. Estoy seguro de que esto será un sacrilegio, pero no me quedaré de brazos cruzados mientras Silvana corre peligro. Montalbano no podrá con nosotros.

No le dio tiempo a agarrar aquella improvisada arma que se encontraba a un par de metros de distancia. Estaba a punto de moverse cuando escuchó un grito de Silvana, y al darse la vuelta algo le golpeó en la nuca. Sintió como si una llamarada caliente recorriera todo su cráneo. Las sombras se mezclaron unas con otras en su retina, el cementerio se desvaneció ante sus ojos y Mario cayó sobre la hierba sin poder pronunciar una palabra.

CAPÍTULO XIV

Cuando despertó, la cabeza le daba tantas vueltas que por un momento pensó que se encontraba a bordo de una góndola. Trató de abrir muy despacio los ojos, pero cuando lo hizo le asaltó una punzada de dolor tan intensa, justo debajo del cabello que le cubría la nuca, que tuvo que volver a cerrarlos. Aquella repentina quemazón le hizo temer que pudiera haberse roto algo. Solo al cabo de un minuto se acordó de lo que había ocurrido en el cementerio, y entonces las imágenes empezaron a regresar a su memoria: la tumba de Marina, la oscuridad que envolvía las cruces y las lápidas como un manto negro... la niebla diluyéndose al otro lado de la pradera para permitirle distinguir la silueta de una niña pequeña... Silvana a su lado, con una expresión de horror en su rostro... su alarido...

Esto le hizo abrir los ojos de una vez por todas. Le llevó un momento enfocar lo que había a su alrededor, aunque no tuvo problemas para reconocerlo. No podía haber dos lugares semejantes en Venecia. No tan atestados de calaveras que parecían multiplicarse hasta el infinito, amontonándose en las hileras superpuestas de nichos como los cascotes de una construcción. Alguien le había devuelto a la cripta de Santa Maria delle Anime.

Maravilloso, pensó Mario con resignación. Realmente maravilloso. Y yo que me había jurado no pisar más este infierno en lo que me queda de vida... Al mover la mano derecha se dio cuenta de que le habían atado las muñecas a una de las argollas de hierro que se usaban para colocar las antorchas. Permanecía medio derrumbado en una esquina desde la que podía contemplar la cripta y todo lo que contenía. Ya no había sábanas en medio de la habitación, pero la mesa de operaciones se encontraba tan atestada de cosas que casi era un milagro que los caballetes de madera no se quebraran por su peso. Entre la profusa colección de herramientas de relojería se distinguía una bolsa de cuero abierta de la que asomaban objetos tan dispares como las tapas de cartón de unos cuadernos, un calibrador para llaves de relojería que a Mario le resultó muy familiar y unos punzones parecidos a los que manejaba a diario en su taller. Cuatro antorchas ardían alrededor del espacio central compitiendo con las dos lámparas que habían colocado sobre el altar de la sacristía. Mario trató de sobreponerse a sus punzadas de dolor para volver la cabeza en aquella dirección... aunque cuando lo hizo se quedó completamente quieto.

Marina se encontraba allí, tan cerca que no comprendía cómo no la había escuchado hacer ningún ruido hasta aquel momento. Porque estaba viva de nuevo... todo lo viva que podía estar una autómata. El rigor mortis había abandonado por completo su cuerpo. Estaba sentada como una india en uno de los nichos más bajos, dando vueltas en su regazo a una calavera que había cogido de alguna de las tumbas. Su oscuro cabello caía y ensombrecía sus rasgos mientras examinaba atentamente su macabro juguete.

—Marina... —susurró Mario. Las horas que había pasado muerta no la habían cambiado en nada. Seguía siendo la misma criatura menuda que recordaba, aunque su expresión le resultó mucho más apática, tan impasible como había sido la de Silvana en sus primeros encuentros. Había levantado la calavera con las dos manos para apoyar sus ojos contra sus oscuros agujeros, como si quisiera asegurarse de que no quedaba nada en su interior.

No dio muestras de reconocer la voz de su padre. Tal vez ni siquiera se acordaba de su antiguo nombre. Silvana no sabe cómo se llamaba en su vida anterior, pensó Mario sin dejar de contemplar a la niña. Seguramente a Marina no le suene mi cara de nada.

La llamó de nuevo, esta vez en voz más alta, y tuvo que esperar unos segundos hasta que sus ojos negros se posaron en los de Mario después de recorrer con aburrimiento la cripta en la que se encontraban. Apoyó la calavera suavemente sobre sus rodillas. Se dio cuenta entonces de que aún llevaba el mismo vestido blanco que Gina había insistido en ponerle antes de acostarla en su ataúd; sus zapatitos de charol también eran los mismos.

—No me llamo Marina —contestó en una voz que apenas pudo escucharse, pese a los sobrecogedores ecos que recorrían la estancia como almas en pena—. Me llamo Rosina.

Y siguió con su siniestro pasatiempo. Parecía preocuparle muy poco que hubiera un desconocido en la cripta. Mario, cada vez más espantado por lo que veía, dejó escapar un quejido cuando sintió que tiraban de una de las cuerdas que oprimían sus muñecas. Al volverse en la medida en que se lo permitían sus amarras se encontró con el inexpresivo semblante de Emilia Scandellari. La hija del cristalero se había agachado a su lado para asegurar los nudos, dándoles unos tirones más propios de un hombre hecho y derecho que de una niña de siete años. Sus largas trenzas castañas caían sobre los hombros de un vestido que Mario no le había visto nunca, también de seda blanca ribeteada de encaje.

—Emilia —la llamó en un susurro, como había hecho con Marina. Tampoco se dio por aludida; de hecho ni siquiera se molestó en mirarle—. ¡Emilia, soy Mario! ¡Dime que...!

—No vale la pena que se desgañite, Corsini. No tienen ni idea de quién es usted. Y me he asegurado de que les quedara muy claro que no deben hablar nunca con desconocidos.

Montalbano acababa de aparecer en lo alto de la escalera que comunicaba la cripta con la sacristía. Tenía un aspecto cansado, aunque complacido, y a pesar de que cojeaba levemente de la pierna derecha no parecía necesitar ninguna muleta. Llevaba en la mano un juego de destornilladores que colocó dentro de la bolsa que había encima de la mesa de operaciones. Mario lo siguió con la mirada mientras Emilia apretaba aún más el nudo que había debajo de su muñeca derecha; la tenía tan cerca que podía escuchar el rumor de los engranajes de su pecho. Aquel sonido volvió a recordarle a Silvana. ¿Dónde se habrá metido?, se dijo con creciente angustia. ¿Habrá podido escapar del cementerio?.

—No sabe cuánto siento tener que recibirle así en mi laboratorio —siguió Montalbano como si fuera la situación más normal del mundo—. Esto no tenía que haber ocurrido. Me temo que ha sido demasiado perseverante para que le deje marcharse a su casa sin más...

—Va a matarme, ¿verdad? —murmuró Mario antes de que pudiera seguir parloteando.

Emilia se puso en pie sin hacer ruido para sentarse al lado de Marina. Montalbano se quedó mirando a su invitado con una expresión que era la viva imagen del desconcierto.

—¿Matarle? —le preguntó pasados unos segundos—. ¿Y por qué debería hacer algo así?

—Va a matarme porque sé demasiado —contestó Mario. Al tratar de incorporarse sobre las heladas losas del suelo se dio cuenta de que no podía hacerlo; aquellas cuerdas no le dejaban moverse más que unos milímetros—. No hace falta que disimule conmigo. Sé que me considera la mayor complicación con la que se ha encontrado en estos últimos meses.

—Eso no justificaría un asesinato —repuso Montalbano. Casi parecía escandalizado por lo que Mario sugería—. Es cierto que sabe más que lo que debería. Y también que se ha hecho una idea completamente equivocada de lo que me he traído entre manos todo este tiempo. Espero que no se tome esto como algo personal... pero usted, aunque sea uno de los jóvenes más prometedores que he conocido, no podría comprender nunca qué es lo que me ha llevado a hacer lo que he hecho. No ha conocido lo que es el auténtico amor ni la impotencia de contemplar cómo pierdes lo que le daba sentido a tu existencia. —Se quedó callado durante un rato mientras Mario observaba de reojo sus ataduras. ¿Habría algún modo de aflojar los nudos restregándolos unos contra otros?—. Tampoco espero que lo comprenda gracias a mí. No es un asunto que le incumba, y en eso sí que debo darle la razón... —Montalbano lo miró de nuevo con una sonrisa condescendiente—. El hecho de que esté al tanto de todo, o de casi todo, es un engorro. Por eso le he traído a este lugar.

Volvió a concentrarse en las herramientas que había encima de la mesa: estuches de cuero negro con engranajes tan diminutos que apenas se distinguían sin la ayuda de unas lentes, un juego de brocas y bruñidores parecidos a los que Mario tenía en su taller, una jeringuilla como la que Silvana había usado la vez anterior, un par de bisturís a los que el resplandor de las velas arrancaba destellos de plata... Fue metiéndolo todo dentro de los diferentes compartimentos de la bolsa, ordenando su contenido con la meticulosidad propia de una persona que de momento no tiene ninguna prisa. Una revelación asaltó a Mario de repente mientras contemplaba cómo Montalbano levantaba un frasco de cristal para asegurarse de que se encontraba bien cerrado. No estaba buscando una manera de acabar con él sin llamar la atención. Estaba preparando sus cosas para abandonar Santa Maria delle Anime en compañía de Marina y Emilia antes de que fuera demasiado tarde.

¿Pero dónde se encontraba Edelweiss? ¿Y qué había sido de Silvana, en el supuesto de que hubiera conseguido abandonar San Michele en su góndola? Mario no podía hacer más que rezar para que siguiera ilesa, aunque le costaba imaginar a la muchacha que conocía dejándolo, solo a merced de su enemigo. Puede que haya regresado a Ca’ Corsini para contárselo todo a Andrea, se dijo sin perder de vista a Montalbano en ningún momento. Con un poco de suerte traerán a la policía a este agujero antes de que pueda desaparecer con las niñas. ¡Aún estamos a tiempo de pararle los pies a este degenerado!

Debía entretenerlo para que no se diera cuenta de cómo pasaba el tiempo. Sabía que la megalomanía de las personas como Montalbano no les permitía resistir la tentación de revelar ciertos detalles de los planes que habían estado a punto de echarles por tierra. A lo mejor podría sonsacarle lo que había pasado en San Michele antes de que le golpeara en la nuca para dejarlo inconsciente. Había sido muy extraño que no oyera sus pasos...

—Lo que me pareció ver en medio de la niebla... no era una niña. Era miss Jane Doe.

Por alguna razón esto hizo sonreír a Montalbano. Le miró por encima de su robusto hombro mientras colocaba el diminuto frasco de cristal dentro de la bolsa. Acetato de alúmina, adivinó Mario. El auténtico secreto de la muerte en vida de estas criaturas.

—Efectivamente —confirmó el anciano—. Sospecho que la descubriría en el panteón de los Wittmann. Fue sugerencia mía que la dejaran sobre la tumba de Edelweiss. Sus pobres padres estaban destrozados, así que la idea de que hubiera algo que alegrara a su pequeña aunque no siguiera con vida les pareció lo bastante seductora como para hacerme caso.

—De manera que lo planeó todo, al detalle. Supuso que me quedaría en San Michele para impedir que se acercara a la tumba de Marina. Y necesitaba algo que me distrajera...

—No fue tanto por eso —reconoció Montalbano en un tono más confidencial— sino por asegurarme de que los Wittmann no ataran cabos sobre lo que le había pasado a su hija.

—Eso no lo entiendo. ¿Qué tiene que ver miss Jane Doe con la muerte de Edelweiss?

—Todo, mi querido Corsini. Todo, aunque a nadie se le ocurriera prestar atención a la muñeca de la pobre niña muerta cuando la encontraron en su cama, sin que nadie oyera sus alaridos ahogados por una almohada. Miss Jane Doe era... muy concienzuda con lo que hacía, sobre todo cuando recibía mis órdenes. Y me aseguré de que le quedara claro cuáles eran antes de que los criados de los Wittmann se la llevaran al palacio. Esperó un par de semanas antes de actuar, y eso debió de ser lo que evitó cualquier sospecha. A fin de cuentas, ¿qué clase de inventor construiría una muñeca capaz de asesinar a su dueña?

La sangre de Mario se había congelado en sus venas. Montalbano no parecía sentirse nada culpable, y eso fue lo que más le horrorizó mientras le escuchaba. Aquel hombre se había vuelto completamente loco. No era consciente de las monstruosidades que cometía.

—Edelweiss murió mientras dormía en su cama... igual que Emilia. —Mario la miró de nuevo sin conseguir atraer su atención. Su antiguo nombre no significaba para ella más de lo que significaba el suyo para su propia hija—. ¿También fue cosa de miss Jane Doe?

Montalbano negó con la cabeza. Metió una mano entre las herramientas que había dentro de la bolsa para sacar un paquete con unos pequeños objetos marrones que Mario tardó un instante en reconocer. Cuando lo hizo no pudo ahogar un grito. Todo encajaba.

—Estricnina —explicó Montalbano con el mismo tono que había empleado si estuviera en un aula de la universidad—. Inyectada en unos suculentos caramelos que hicieron las delicias de la hija de Scandellari cuando los probó. Es uno de los venenos más potentes que existen, y al mismo tiempo más sencillos de disimular. Basta con añadir un poco de azúcar para que nadie sea capaz de apreciar la amargura característica de este compuesto.

—No creo nada de lo que está diciendo. Yo mismo probé uno de esos caramelos. Me lo dio Emilia nada más regresar a la cristalería de su padre. Y como puede ver, sigo vivo.

—En pequeñas dosis la estricnina resulta completamente inofensiva. Sobre todo para un hombre hecho y derecho como usted. Lo único que podría haber sentido era un mareo o una leve jaqueca en las horas siguientes a la ingesta. Aunque para una chiquilla de siete años que no hacía más que escaparse a mi juguetería para que le diera más caramelos...

¿Emilia había hecho algo así? ¿Se había puesto a sí misma en manos de un asesino sin que ni su padre ni su hermana lo sospecharan? Montalbano debió de imaginar lo que se le pasaba por la cabeza, porque añadió en voz más baja para que las niñas no lo oyeran:

—Confío en que esto no le parezca una deslealtad. Me consta que Emilia se sentía un poco avergonzada por su comportamiento. Me dijo una tarde que estaba segura de que usted se enfadaría mucho con ella si se enteraba de que pasaba más tiempo en mi tienda que en la suya. —Contempló con ternura a la pequeña mientras le arrebataba la calavera a Marina. Ella le dio un codazo en las costillas para recuperarla, haciendo un ruido como de dos piezas de metal al chocar entre sí—. Creo que le quería con locura. Hablaba todo el rato de sus juguetes. Dijo algo sobre una muñeca de trapo que había prometido hacerle...

—Iba a ser mi regalo de cumpleaños —murmuró Mario—. Pero usted... en su egoísmo...

—Le aseguro que en ningún momento ha sido el egoísmo lo que me ha guiado —le dijo Montalbano con repentina firmeza—. Cualquier persona en su sano juicio me estrecharía la mano con admiración. ¿Qué hubiera sido de estas niñas si no me hubiese hecho cargo de sus cuerpos? Sé que me acusará de ser el responsable de que murieran, pero ¿no cree que es preferible un momento de sufrimiento antes que una existencia entera condenada a acabar en el fango? ¿No es mejor morir cuando aún se es joven antes que llegar a viejo sabiendo que en unos años lo perderás todo? No tiene ni idea de lo que es la muerte, ni de lo enormemente cruel que puede llegar a ser con todos nosotros. La idea de morir que tienen los jóvenes de ahora es completamente errónea. La visten de un romanticismo del que carece por completo. Leen relatos de terror, les gusta estremecerse con la imagen de una bella mujer acostada en un lecho funerario cubierto de rosas... pero no son más que delirios, productos de su imaginación enfebrecida. La muerte es más sucia, más rastrera y más descarnada de lo que piensa. Te arrebata lo que más quieres sin que puedas hacer nada más que llorar. Y ser capaz de burlarla para siempre... es el mayor don que se nos puede conceder a los humanos. Un privilegio por el que cometeríamos cualquier crimen.

«Y yo lo he conseguido», parecían decir sus ojos, alumbrados por un resplandor casi delirante. Mario no podía hacer más que escucharle mientras se le encogía cada vez más el corazón al comprender que Montalbano creía cada una de sus palabras. No estaba tratando de disculparse; estaba hablándole como lo haría con un hijo. Unas gotas de sudor, que se apresuró a limpiarse con un pañuelo que sacó de uno de los numerosos bolsillos de su chaleco, habían cubierto su frente. Su tono era más reposado cuando le dijo:

—Tuve que recurrir a la fuerza bruta en el caso de su niña, y no es algo de lo que me enorgullezca. Pero ya puede ver el resultado. Vuelve a estar viva... mucho más viva que antes de que mis dedos se cerraran alrededor de su cuello. Pero ¿no es mejor esto que la existencia que le esperaba? ¿Años al lado de alguien que nunca la querría como a una hija?

—Miserable —murmuró Mario con los ojos llenos de lágrimas—. Yo no sospechaba que Marina tuviese mi sangre. Si me lo hubieran dicho las cosas habrían sido muy distintas...

—No —le aseguró Montalbano antes de que acabara de hablar—. Usted nunca habría querido a su Marina como yo querré a mi Rosina. Cuando la miraba no era capaz de ver más que a su esposa. Estaba cegado por los celos que sentía hacia su amante, por la humillación de lo que le había hecho. Marina no significaba nada para usted. Rosina lo es todo para mí.

—¡Ni siquiera la conoce como yo! ¡No sabe cómo era su personalidad antes de morir!

—¿Lo sabe usted? —preguntó Montalbano con una sonrisa que encrespó más a Mario por lo condescendiente que resultaba. Casi prefería verle reírse como un maníaco—. No hace falta que trate de disculparse ante mí. Sobre todo después de lo que le visto hacer en San Michele. Ha sido una muestra de valor muy emotiva, aunque no sirviera de nada.

—¡Si no me hubiera dejado inconsciente no estaríamos hablando aquí! —se encrespó Mario, revolviéndose entre sus ataduras—. ¡Lo habría destrozado con mis propios puños!

—Lo dudo mucho. Y aunque lo hubiera hecho, no cambiaría nada... porque el cuerpo de su hija no estuvo nunca en el cementerio. El ataúd que enterraron se encontraba vacío.

La mandíbula de Mario descendió lentamente sobre su pecho. Montalbano se agachó para quitarles la calavera a Marina y Emilia. La devolvió a uno de los mugrientos nichos.

—Lo que está diciendo es... es completamente falso. Marina viajó con nosotros a San Michele. Había docenas de vecinos acompañándonos durante el funeral. Todos vieron...

—¿Y de verdad cree que en las pompas fúnebres se aseguran de que cada cadáver se encuentra en su correspondiente ataúd antes de conducirlo a su lugar de descanso eterno?

Mario enmudeció poco a poco. Siguió mirando a Montalbano con ojos desorbitados mientras se acordaba, como si lo escuchara de nuevo, del sonido hueco que habían hecho las paletadas de tierra arrojadas por los sepultureros cuando impactaron contra la madera.

Lo había achacado a que Marina era demasiado pequeña para ocupar por completo su ataúd. Ahora sabía que se había equivocado. Solo había sido un simulacro de entierro.

—¿Cómo demonios... cómo consiguió entrar en el depósito... sin que nadie supiera...?

—Debería sentirme ofendido, Corsini —Montalbano arqueó las cejas—. Parece mentira que no haya imaginado de quién heredó mi Silvana su habilidad con las cerraduras. Los propietarios de la funeraria deberían prestar mayor atención a sus medidas de seguridad.

Mario no podía pensar en la última vez que contempló a Marina antes de que Gina y Simonetta la acostaran con cuidado dentro de su ataúd. Ni siquiera en cómo se le había encogido el corazón mientras los empleados de las pompas fúnebres se alejaban por la fondamenta Minotto con la pequeña caja sobre los hombros. Escuchar el nombre de su amada en sus labios le había hecho retorcerse entre sus cuerdas como un animal salvaje.

—¿Qué ha hecho con ella, malnacido? —gritó a pleno pulmón—. ¿Dónde está Silvana?

—Vamos, hágame el favor de no alterarse tanto. Ya tiene una edad para mantener la compostura en momentos como este. ¡Va a asustar a mis niñas si sigue gritando así!

—¡Si trata de vengarse de mí a través de Silvana... no sé lo que seré capaz de hacer...!

—No es mi intención vengarme de usted —repuso Montalbano, apoyando la espalda en la pared de la cripta. Cruzó tranquilamente los brazos—. Y, por supuesto, tampoco de mi Silvana. Empiezo a pensar que no nos conoce. ¿Aún no se da cuenta de cuánto le debo?

Mario se disponía a replicar lo más agriamente que podía, pero en ese momento le llegó un ruido procedente de la iglesia. Había alguien en Santa Maria delle Anime; una pareja, a juzgar por los susurros que se escuchaban desde su agujero. Se quedó mirando la escalera que conducía a la cripta mientras un espantoso presentimiento le atenazaba el estómago. Montalbano, sin apartar los ojos de su rostro, sonrió con aire de satisfacción.

Primero distinguió sus zapatos, y después las medias de algodón que asomaban bajo su vestido negro. Había agarrado el borde de su falda para no tropezar mientras precedía a una persona más pequeña que, cuando el resplandor de las antorchas les dio de lleno, Mario reconoció como Edelweiss Wittmann. Su cabello dorado relucía tanto como el de Silvana mientras se acercaba a Montalbano dando saltitos sobre las lápidas. Él se puso en cuclillas para recibirla en sus brazos. Silvana no pareció percatarse de cómo estaba mirándola Mario; de hecho ni siquiera pareció percatarse de que se encontraba con ellos.

—Todo está dispuesto, como te prometí —dijo a su padre. Dejó que su vestido volviera a cubrir sus pies—. Hay dos góndolas esperando en la sacca della Misericordia. Querían convencerme de que alquiláramos tres, pero les aseguré que cabríamos los cinco en una.

—Has hecho muy bien —corroboró Montalbano—. Lo único que les interesa es sacarnos más dinero. Menos mal que en estos meses hemos aprendido cómo son los venecianos...

—Estaban a punto de cargar nuestras cosas en la segunda embarcación. No queda más que deshacernos de lo que hemos dejado aquí. Hay que vaciar por completo esta cripta.

—Me parece un poco precipitado. ¿No te has dado cuenta de quién acaba de despertar?

Montalbano alargó un brazo hacia Mario, y Silvana se volvió en la dirección que su padre le indicaba. No se alteró ni uno solo de sus rasgos cuando sus ojos se encontraron.

—Ah —fue lo único que contestó, tras una breve vacilación—. Me alegra comprobar que aún sigue respirando. Empezaba a pensar que le había destrozado el cráneo al golpearle.

—No te preocupes por eso. Nuestro amigo ha demostrado ser más resistente de lo que los dos esperábamos. Y mucho más caballeroso. —Montalbano volvió a sonreír mientras enlazaba sus dedos con los de su hija. Las tres niñas los miraban con atención; a Mario estaba a punto de salírsele el corazón por la boca—. ¿Sabes que por un momento temí que pudiera romper sus cuerdas? Ha estado a punto de saltarme al cuello como una fiera. Y todo porque pensaba que iba a tomar represalias contra ti. ¡Contra ti, mi mejor cómplice!

—Eso es muy halagador —comentó Silvana—. Quiere decir que representé bien mi papel.

Montalbano asintió con la cabeza. Sujetó ceremoniosamente una de sus manos para llevársela a los labios. Silvana no dijo nada más, ni tampoco lo hizo Mario. Se limitaron a sostenerse la mirada durante un rato tan largo que Edelweiss empezó a impacientarse.

—¿Nos vamos ya? —quiso saber, tironeando de la levita gris de Montalbano—. ¿Ya?

—Dentro de unos minutos —le prometió el anciano. Se volvió de nuevo hacia su hija y hacia Mario—. Ya lo ve —dijo en voz baja—. No creo que sea necesario explicar nada más.

—Por supuesto que lo es —contestó Mario en un hilo de voz. Silvana se agachó al lado de las pequeñas para echarles por los hombros unas capas de viaje en miniatura que había sobre la mesa—. Es imposible que lo que estoy viendo... sea cierto. Nunca imaginé que...

—Nunca se le pasó por la mente que mi Silvana pudiera recordar dónde descansaba su lealtad —concluyó Montalbano por él—. Y sin embargo, así ha sido. Puede que el plan más elevado que hay detrás de lo que está viendo sea mío, pero ella siempre ha estado a mi lado, prestándome su apoyo cuando más lo necesitaba aunque no tuviera ni idea de lo que llevaba décadas preparando. Es un poco egocéntrico por su parte pensar que los meses que han pasado desde que se conocieron pueden acabar de un plumazo con todos nuestros años de convivencia. ¿Cree sinceramente que Adán amaba a Eva más que el propio Dios que le concedió el soplo de la vida? ¿Un simple hombre hecho de barro?

—Deja de justificarte ante él —le recomendó Silvana mientras aseguraba la capa bajo la barbilla de Marina. La pequeña la miraba con ojos radiantes de admiración—. No tienes por qué ponerle al tanto de todo. Cruzaremos demasiado tarde la frontera si no nos vamos ya.

—Si necesita alguna otra prueba para creer lo que le digo —continuó Montalbano como si no la hubiera oído— piense en la rapidez con la que hemos conseguido que estas niñas despertaran a la vida eterna. Hasta hace unas horas seguían siendo unos cadáveres sin la menor capacidad para moverse ni para pensar o hablar. ¿Quién cree que me ha ayudado a implantarles los mecanismos de su interior? ¿Quién sería lo bastante hábil para hacerlo?

Los ojos de Mario se desviaron hacia una Marina aferrada a la mano de Silvana, y se volvieron a posar sobre esta, que parecía un poco incómoda. En su semblante, de nuevo impasible, se adivinaba el mismo recelo que había manifestado en La Grotta della Fenice cuando su padre se puso a explicarle cómo había creado sus mariposas mecánicas.

Evidentemente, no le hacía ninguna gracia que Mario supiera tantas cosas. La imagen de aquellos dedos que había acariciado tantas veces escarbando con sus herramientas en la caja torácica de su hija le revolvió el estómago. ¿Cómo podía haber estado tan ciego?

—No sabe cómo me duele que tenga que sufrir tanto por nuestra culpa —dijo Montalbano, y esta vez habló con la mayor sinceridad—. Debe de pensar que soy un ser sin corazón, pero le aseguro que en ningún momento entró en mis planes romperle el suyo. Recé para que esto no saliera adelante, para que su amor se quedara en un capricho de juventud... —Sacudió la cabeza con tristeza—. Cuando regresó su esposa confié en que...

—Silvana —le interrumpió Mario—. Dime una palabra, una única palabra que desmienta lo que está contándome. Sé que no puedes haberte convertido de nuevo en su marioneta.

Sé que no puedes haberle obedecido incluso en esto, estuvo a punto de decir, pero no le salieron las palabras. Nuestro amor... no puede haber sido un simulacro... como el entierro de Marina... Sintió como si una mano le estrujara por dentro cuando Silvana volvió a mirarle. Su reloj bailoteó sobre la tela negra de su vestido mientras se ponía en pie.

—No sé qué quieres escuchar. Aparte de que lo siento mucho, me imagino —le dijo al cabo de unos instantes. Él no pudo contener por más tiempo las lágrimas de rabia y de desesperación que asomaban a sus ojos—. Lo que mi padre te ha dicho es verdad: nunca quisimos hacerte tanto daño. Te confesé cuál era mi naturaleza para que comprendieras que una relación entre nosotros resultaba imposible. Sabes que soy una autómata incapaz de corresponder a tus sentimientos. Y por mucho que te cueste creerlo —añadió en voz más baja— me hubiera gustado poder hacerlo. Me hubiera gustado que lo que creía haber empezado a sentir fuera realmente amor. Creo que eres un hombre muy valiente con el que cualquier mujer estaría encantada de compartir el resto de su vida. —Guardó silencio antes de añadir—: Pero esa mujer nunca podré ser yo. Porque ni siquiera soy... una mujer.

—Te equivocas. Estás dejándote arrastrar por este miserable como si su palabra fuera la de un dios. Piensa en lo que hemos compartido... ¡en todos nuestros planes de futuro!

—Preciosas quimeras sin fundamento. Sueños que no podríamos haber hecho realidad por mucho que nos esforzáramos. Me di cuenta la noche en la que estuvimos velando el cuerpo de Marina. Cuando te dormiste a mi lado en el diván, empecé a pensar... y llegué a la conclusión de que no tenía sentido que siguiera rebelándome contra lo que era. Tu hija no había podido librarse del destino que mi padre tenía preparado para ella desde que le puso los ojos encima. Y yo tampoco podré hacerlo nunca. Le pertenezco, Mario.

Por primera vez no le avergonzaba que le vieran llorar. Tal vez porque acababa de alcanzar un punto en el que lo que antes le parecía importante ahora no tenía la menor trascendencia. Lo único que era capaz de comprender era que la había perdido. Su amor no había sido capaz de darle la libertad. No había conseguido convertir el hierro de sus arterias en auténtica sangre, ni convencerla de que aquel primer beso que compartieron bajo los fuegos artificiales era algo más que un simple roce de dos pieles, el juramento de dos almas en las que Mario ya no reconocía más que una. La neblina acuosa que cubría sus ojos apenas le permitió distinguir sus rasgos cuando se arrodilló delante de él.

—Olvídame —le pidió Silvana en un hilo de voz. Puso las dos manos sobre sus mejillas para que la mirara. Por última vez, pensó Mario de repente—. Olvídame antes de que pueda hacerte más daño, antes de que puedas odiarme. Pronto todo esto se convertirá en un simple fracaso amoroso, y con el tiempo en una anécdota, nada más que eso. Sé que los humanos os recuperáis de los golpes de la vida con una facilidad pasmosa. Lo único que te dejaré será el recuerdo de mi nombre, hasta que te conviertas en un anciano y lo olvides como todo lo demás. Y entonces será como si nunca nos hubiéramos conocido.

Montalbano puso protectoramente una mano sobre su hombro. Silvana se disponía a levantarse cuando Mario se inclinó hacia ella, tensando tanto las cuerdas que sintió como se clavaban profundamente en su piel. Se incorporó apretando su boca contra la de Silvana en un gesto tan inesperado que a ella no le dio tiempo a apartarse. Pudo sentir la humedad de sus lágrimas, aunque había dejado de llorar. Cuando al fin consiguió mirarle a la cara por entre el cabello que se le había desordenado no encontró más que amor en sus ojos.

—Siempre te querré —susurró él—. Hagas lo que hagas. Y estés donde estés. Siempre.

Algo pareció cruzar por el semblante de Silvana, algo parecido a un relámpago; pero antes de que pudiera reaccionar, Montalbano la levantó con cuidado del suelo. Le puso en la mano una de las lámparas que ardían sobre el altar, aunque no quiso apagar la otra.

—Lo siento, Corsini, pero las despedidas emotivas no han sido hechas para mí —dijo el anciano en voz muy baja. La tremolante luz revelaba que se le habían humedecido un poco los ojos—. Ni para mi Silvana, aunque eso lo sabrá de sobra... Perdone que no pueda mostrarse más emocionada ante su declaración de amor. No ha sido diseñada para esto.

Mario ni siquiera le miraba. Seguía con sus ojos clavados en los de Silvana. La joven se alejó hacia la escalera, sin pronunciar una palabra, para reunirse con las tres pequeñas.

—Supongo que... esto es un adiós —añadió Montalbano tras unos instantes de silencio.

Edelweiss permanecía de pie en uno de los escalones superiores. Parecía deseosa de marcharse de aquel lugar. Marina quiso seguirla, pero Silvana la sujetó de la mano antes de que pudiera alejarse demasiado. Montalbano cogió la bolsa cargada de herramientas.

—No quiero que piense que carezco por completo de moral. No estará mucho tiempo en esta cripta, se lo prometo. Dentro de unas horas, cuando nos encontremos lejos de aquí, le haré llegar un mensaje a su hermano explicándole dónde le hemos dejado y lo que ha de hacer para encontrar la iglesia. Pero comprenderá que no puedo dejarle ir tan pronto.

De nuevo se encontró con el silencio por toda respuesta. Con un último suspiro que contenía toda la resignación del mundo, Montalbano le hizo una señal a Silvana para que subiera a la iglesia. Ella le obedeció en el acto, pasando por delante de Edelweiss para encabezar la silenciosa comitiva. Antes de desaparecer por el hueco del techo se volvió para observar a Mario. Él no separó los labios; ya le había dicho todo lo que tenía que decirle. No se puso a luchar con sus ataduras para seguirla. No trató de convencerla para que le plantara cara a su padre. Simplemente se quedó mirando cómo desaparecía en la oscuridad de Santa Maria delle Anime la persona que más había amado en toda su vida.

Montalbano estuvo a punto de añadir algo más, pero el dolor infinito y silencioso de aquella mirada le desarmó por completo. Siguió a Silvana y a las niñas por las escaleras, dejando a Mario completamente solo con sus pensamientos, su única compañía durante las largas horas en las que rezaría para que la muerte se lo llevara de una vez por todas.

***

Todavía era de noche cuando salieron de la cripta. Los rincones de la iglesia parecían más lejanos y oscuros ante el balanceo de la lámpara que Silvana llevaba en la mano. A las niñas no parecía asustarles la penumbra; avanzaban sobre las resquebrajadas baldosas como si aquello no fuera más que un inocente paseo por el campo. Montalbano se aferró a la mano libre de su hija mayor para salir del agujero y respiró hondo mientras alisaba los pesados faldones de su levita, un poco manchados por la suciedad de San Michele.

—Ha sido más duro de lo que imaginaba —susurró. No parecía encontrarse demasiado satisfecho con los acontecimientos—. Pero supongo que lo mejor es que nos marchemos cuanto antes de este lugar. Ya hemos hecho esperar demasiado a nuestros gondoleros.

Se alejaron silenciosamente de la entrada de la cripta, un cuadrado apenas visible en la espesa oscuridad de Santa Maria delle Anime. No se oía ningún sonido procedente de las profundidades. Era como si no hubiera más que cadáveres ahí abajo. En el fondo era cierto; habían dejado a un hombre herido de muerte en medio de los esqueletos. La clase de muerte que precisamente resulta más dolorosa porque afecta al alma más que al cuerpo.

Montalbano dudó un momento antes de darse la vuelta. En sus ojos azules había una compasión contra la que no podía luchar: la alegría de haber recuperado a sus pequeñas.

—Ese muchacho, Mario... —comenzó a decir. Silvana siguió avanzando por la nave sin prestar atención—. En el fondo siento cierta lástima por él —confesó Montalbano—. Parecía realmente enamorado de ti. Es increíble lo ciegos que pueden estar los demás, ¿verdad?

—Absolutamente —dijo Silvana sin que su voz dejara traslucir ninguna emoción. Tenía a Marina pegada a sus tobillos como un perrito faldero. Edelweiss y Emilia caminaban de la mano de Montalbano, la primera acariciando como hipnotizada la tela de su levita.

—Me hubiera gustado que las cosas acabaran de otra manera. Esta no era su guerra...

—¿Crees que sería mejor que le hubiéramos dejado irse? —inquirió Silvana—. Sabes que le habría faltado tiempo para revelarle a todo el mundo lo que nos traemos entre manos.

—Es cierto —suspiró Montalbano—, pero eso no me consuela. Me recuerda demasiado a mí cuando tenía su edad. La misma rabia interna, la misma pasión por lo que hace; y esa capacidad para dejarse el corazón en lo que realmente le importa. Debía de quererte mucho.

Silvana dejó escapar un resoplido de aburrimiento. Marina hizo lo mismo, sin mirar a Montalbano, y después estiró las piernas para tratar de emular los pasos de la muchacha.

—Esto te parecerá una tontería —siguió diciendo el anciano—, pero a veces, durante las últimas semanas, me he sorprendido pensando en lo mucho que me gustaría que Mario Corsini me considerara su padre. Si hubieras sido una persona de carne y hueso... no me habría importado confiarte a alguien como él. Creo que habría sabido cómo hacerte feliz.

—Preferiría que dejaras de hablarme de ese muchacho, si no te importa —le interrumpió Silvana. Montalbano enarcó las cejas, sorprendido. Ella se volvió cuando acababan de alcanzar la parte de la iglesia destinada a unos bancos reducidos a simples astillas—. Hay algo que quiero preguntarte —continuó—. Algo a lo que llevo dándole vueltas desde que te escuché mencionarlo en la cripta. ¿Qué querías decir al hablar de «un plan más elevado»?

Montalbano se detuvo, y Edelweiss y Emilia hicieron lo mismo. La luz de la lámpara que Silvana sostenía en su mano bañaba sus rostros con un siniestro resplandor naranja.

—Ya veo que no se te pasa nada por alto —se asombró su padre—. Eres muy perspicaz.

—Me creaste para que fuera así, y a estas niñas también. Si no te lo pregunto yo, serán ellas las que lo hagan. Y me parece que nos hemos ganado el derecho a saber la verdad.

—No os estoy ocultando nada terrible... nada que no pensara contaros cuando por fin estuviéramos lejos de aquí. —Montalbano se rascó la cabeza—. Claro que si insistes tanto...

Silvana levantó un poco más la lámpara para que Edelweiss y Emilia no pudieran alcanzarla con sus deditos. Marina, por una vez, se había quedado quieta. Observaba a su nuevo padre con la misma atención que su hermana mayor. Montalbano respiró hondo.

—Hay un panteón en el cementerio de Père-Lachaise, en París —empezó a decir en un susurro casi inaudible— del que solamente yo tengo la llave. Allí Constance me espera en un ataúd forrado de terciopelo rojo, muy distinto de los de estas niñas porque en ningún momento fue concebido como una urna funeraria, sino como una cama... Constance está intacta, tan intacta como tú. Está aguardando a que la despierte de su sueño eterno para seguir con la vida que teníamos antes de que la muerte nos arrebatara a nuestras niñas...

—Está conservada con acetato de alúmina —murmuró Silvana. Miraba a Montalbano sin pestañear—. La has convertido en una autómata... ¡pero todavía no la has despertado!

—No podía hacerlo hasta estar seguro de que os tendría a vosotras —dijo Montalbano soltando un suspiro de cansancio—. Tenía que asegurarme que no se quitaría de nuevo la vida si descubría que no había podido devolverle a nuestras pequeñas. Pero ahora que os he recuperado... que os hemos recuperado... nada apartará a Constance de mi lado...

Hablaba en voz muy baja, aunque lo delataba el resplandor febril de sus ojos. Habían pasado demasiados años desde que perdió al amor de su vida. Demasiado tiempo con su secreto a cuestas, sin poder confiar en nadie, sin poder pedirle ayuda a nadie. Silvana le observaba sin que su expresión cambiara en absoluto. Montalbano le sonrió con tristeza.

—Ahora entenderás por qué tus mecanismos no fueron diseñados en un principio para permitir tu desarrollo. Tenías dentro de tu cuerpo la misma estructura metálica que mi Constance. Un diseño que garantiza la perfección porque nunca permitirá que envejezca.

—¿Y por qué no funcionó conmigo? —quiso saber Silvana—. ¿Por qué seguí creciendo?

—Fue por mi inexperiencia —reconoció Montalbano, mirándola con compasión—. Eras demasiado pequeña para que tu cuerpo resistiera tantos cambios. Y por entonces no me había dado cuenta de las modificaciones que tendría que introducir en tu interior, las que he puesto en práctica con estas niñas. Lo siento mucho, Silvana. Me gustaría poder darte más de lo que te he dado durante todos estos años. Pero ya sabes que eres un prototipo.

Levantó una mano para acariciar una de las mejillas de la muchacha. Si no estuviera tan conmovido por sus confesiones se habría dado cuenta de lo mucho que temblaba.

—Me has servido bien —le dijo cariñosamente—. Has sido la mejor hija que podía haber tenido y te lo agradezco más de lo que puedas imaginar. Gracias a ti Constance vivirá...

—¿Y qué sucederá con nosotras cuando te hayas asegurado de que no piensa matarse?

Aquella pregunta pareció desconcertar a Montalbano. Dudó y le devolvió la mirada a Silvana, aunque la muchacha siguió preguntando:

—¿Qué le hiciste a miss Jane Doe mientras conducía a Mario hasta tu barca?

—Lo único que podía hacer... Ya no tenía sentido que la llevara... Quiero decir que...

—¿La desconectaste? —insistió Silvana—. ¿Le arrancaste los mecanismos que colocaste dentro de su cuerpo para que los Wittmann no noten nada cuando acudan a su panteón?

—Miss Jane Doe tenía un fin muy claro. No es como... como vosotras —se apresuró a añadir Montalbano al ver que Silvana entrecerraba sus ojos azules—. No ha sido ninguna gran pérdida. Ella no estaba viva, así que no sufrió. Miss Jane Doe solo era un juguete.

—Solo era un prototipo —murmuró Silvana—. Una esclava destinada a servir a su amo.

Montalbano no llegó a escuchar lo que le decía. Algo quebró bruscamente la calma que había dentro de la iglesia. Las niñas se dieron la vuelta para contemplar la puerta de Santa Maria delle Anime, y el anciano se puso inmediatamente en tensión. Al otro lado de la podrida madera con herrajes se escuchaba mucho ruido. Voces de varias personas.

—¿Qué significa esto? —dijo Montalbano con expresión alarmada. Se había puesto un poco pálido—. ¿Quién trata de entrar? ¿Nos han seguido desde San Michele?

—No puede ser. Me aseguré personalmente de que no quedaba nadie en el cementerio.

—Pues de algún modo nos han localizado. Habrán venido desde Santa Croce, pero lo que no comprendo... es cómo han sabido por dónde tenían que pasar... en plena noche...

No le dio tiempo a decir nada más. Las puertas de madera dejaron de crujir cuando las personas que había al otro lado se cansaron de empujarlas en vano. Pero entonces les llegó un sonido que le heló la sangre al anciano: el rechinar de una llave en la cerradura.

—¡Maldita sea! —profirió, y agarró a Silvana de la muñeca. Con una mano le arrebató la lámpara, la apagó con un soplido y la dejó en una esquina oscura; con la otra les hizo un gesto a las niñas para que le siguieran—. No podemos salir... ¡si nos atraparan...!

—El coro —señaló Silvana rápidamente—. A nadie se le ocurrirá mirar ahí. Si es Andrea Corsini estará buscando a su hermano. Y no tiene sentido que comience por las alturas.

Montalbano asintió. Subieron uno a uno por la precaria escalera de piedra adosada a uno de los laterales de la puerta hasta que se encontraron sobre la entrada. Del coro no quedaba más que una repisa en la que a duras penas cabían los cinco. El regimiento de palomas de Santa Maria delle Anime lo había dejado todo cubierto de porquería, hasta los tubos de un ruinoso órgano barroco cuyo color verduzco casi no podía distinguirse.

No llevaban más que unos segundos agazapados en la penumbra cuando el ruido de la llave dejó de escucharse. Una de las hojas de la puerta se abrió poco a poco. La luna que relucía sobre Venecia arrojó su claridad plateada encima del pavimento, un charco de luz sobre el que se recortaban las siluetas de tres personas. Andrea Corsini no acudía solo a rescatar a su hermano; a su lado se encontraba un hombre alto y corpulento que a Montalbano no le costó reconocer y, para su absoluta sorpresa, una mujer más menuda.

Entraron muy despacio, susurrando entre ellos, y cuando pudieron contemplar algo más que sus sombras se dio cuenta de que el cabello de la mujer era tan negro como el de su Constance y caía en ondas sobre sus hombros. Silvana se tensó un poco a su lado.

—No tienes que acompañarnos, Gina —le oyeron susurrar a Andrea—. De verdad, esto sigue pareciéndome una locura. Sería mucho mejor que nos esperaras en la plaza hasta que diéramos con Mario. Así no permitiríamos que ese miserable pudiera escapar.

—No pienso quedarme sin hacer nada. ¡Sabes que todavía sigue siendo mi marido!

—Déjala. Nunca se sabe cuánta ayuda necesitaremos —le aconsejó Scandellari mientras tendía la mirada a su alrededor—. Santo Dios, esto parece una tumba. Vaya panorama...

Montalbano miró de reojo a Emilia. La niña se había acurrucado a su lado, y aunque contemplaba a Scandellari a través de la balaustrada medio derruida, no dio muestras de reconocerlo. Estuvo a punto de soltar un suspiro que habría revelado dónde se hallaban.

—Benedetto, quédate en la puerta —dijo Andrea—. Tú puedes venir conmigo, Gina. Pero será mejor que nos separemos. Puedes ir mirando en las capillas, y mientras tanto yo...

—Tenían una llave —murmuró Silvana. Hablaba tan bajito que Montalbano, aunque la tenía al lado, tuvo que acercar su cabeza para escucharla—. Pero ¿de dónde la han sacado?

—No tengo ni idea. No es la nuestra. La reconocería en medio de un millar de llaves.

—¿Dónde encontraste la que ahora tienes en el bolsillo? Nunca me lo has contado.

—Eso no tiene importancia —le susurró Montalbano mientras seguía con los ojos a las dos figuras que se habían puesto en movimiento. Scandellari permanecía de pie debajo de la arcada de piedra—. Basta con que sepas que algunos de mis contactos de Venecia me hablaron de una iglesia que había sido clausurada por la peste hacía más de cien años.

—Y supongo que serían ellos los que te dieron la llave —concluyó Silvana. Procuraba no levantar demasiado la voz—. Bueno, tal vez hemos aprendido la lección. No hay que confiar en nadie a la hora de construir una base de operaciones. Este lugar no era seguro.

Montalbano tuvo que admitir que estaba en lo cierto, por mucho que le molestara. Si Andrea Corsini y Scandellari habían dado con otra copia de la llave no había nada más que hacer allí. Se le empapó la frente de sudor al pensar en lo que habría sucedido si se hubieran dirigido a Santa Maria delle Anime cuando las niñas aún estaban en la cripta.

—No me dejan más opciones —dijo casi para sí. Les hizo un gesto a Edelweiss, Emilia y Marina para que se le acercaran más. Las tres reptaron sobre la capa de desperdicios que cubría la repisa tan silenciosamente como unas lagartijas—. Escuchadme con mucha atención —les explicó Montalbano en susurros—. Esas tres personas que acaban de entrar en la iglesia quieren impedir que nos marchemos de la ciudad. Quieren separarnos para que no podamos ser nunca una familia de verdad. Pero nosotros vamos a demostrarles lo unidos que estamos, ¿de acuerdo? —Se aseguró de obtener tres asentimientos de cabeza muy serios antes de continuar—: Ahora necesito que me ayudéis. Tenéis que detenerlos.

—¿Detenerlos? —Silvana frunció un poco el ceño—. ¿Qué entiendes por «detenerlos»?

—No importa lo mucho que os cueste —prosiguió Montalbano como si no la hubiera escuchado—. No importa que les duela lo que les hagáis. Si no acabamos con ellos nunca nos marcharemos de aquí. Así que ahora... regresad a la iglesia. Estaremos mirándoos.

Edelweiss fue la primera en obedecer sus órdenes. Asintió con la cabeza mientras se dirigía hacia las escaleras por las que habían subido unos minutos antes, sin darse cuenta de lo mucho que se le estaban ensuciando los rizos rubios que peinaba durante horas en su vida anterior. Emilia y Marina la siguieron arrastrándose de bruces sobre la piedra. A Montalbano le relucieron los ojos mientras las veía desaparecer una detrás de la otra en medio de las sombras. Silvana guardó silencio durante casi un minuto antes de susurrar:

—¿Tanto confías en tus propias capacidades? ¿Qué crees que sucederá si estas niñas recuerdan lo que fueron antes de morir? ¿Qué vas a decirles si reconocen a sus familias?

—¿Reconocerías a tus auténticos padres si los tuvieras delante? —preguntó Montalbano a su vez. Silvana abrió la boca para contestarle, pero no se atrevió a decir nada—. Sabes tan bien como yo que los recuerdos de sus vidas pasadas han desaparecido por completo de sus cabecitas. Ahora mismo sus cerebros se encuentran tan vacíos como una caracola arrastrada hasta la playa por una marea. Perfectos para que les dé forma con mis manos.

Estaba tan pendiente de las siluetas que se deslizaban en silencio hacia la iglesia que no se percató de cómo lo miraba Silvana. Haced que me sienta orgulloso de vosotras...

CAPÍTULO XV

Andrea esperó a que Gina entrara en la primera capilla que había a mano derecha, y cuando desapareció de su vista se encaminó rápidamente hacia el altar. No habían traído ninguna vela consigo, pero no la necesitaba para distinguir lo que había a sus pies. Los rayos de la luna le permitieron reconocer la lápida que estaba buscando en medio de las losas sepulcrales del presbiterio. HIC-TERRA-EST-FIDELIBUS. Justo como le dijeron.

Volvió a asegurarse de que su cuñada no le había seguido antes de empezar a bajar los primeros peldaños. Sabía que la revelación que tenía que hacerle a Mario solamente le atañía a él, y conocía lo suficientemente bien a su hermano como para adivinar que le echaría en cara su poca discreción si lo hacía ante Gina. Aquello no había sido lo pactado; Andrea lo sabía de sobra. Tuvo que taparse la nariz cuando se disponía a alcanzar el suelo.

—Dios mío... —murmuró contra sus dedos—. ¡Esto no hay quien lo aguante!

Reprimió un escalofrío cuando la luz de la lámpara que habían dejado en la sacristía le permitió contemplar la acumulación de calaveras sonrientes, envueltas en sudarios de los que no quedaban más que jirones. Y allí, medio derrumbado al lado de la escalera, se encontraba su hermano. Andrea echó a correr hacia él. Mario ni siquiera alzó la mirada.

—¡Por fin he dado contigo! ¡Esto ha sido más difícil de lo que creíamos! —dejó escapar el muchacho, aliviado. Al ver que Mario seguía sin moverse se arrodilló a su lado—. Soy yo, Mario —le dijo—. Soy Andrea. ¿Qué diantres te ha...?

Entonces se dio cuenta de que las cuerdas con las que le habían atado comenzaban a lacerarle las muñecas. Tenía la piel enrojecida allí donde las hebras se habían sumergido dolorosamente en la carne que las mangas de su arrugada camisa dejaban al descubierto.

—Maldita sea —rezongó el muchacho mientras examinaba los nudos—. No hay manera de deshacer esto con las manos. Dame un minuto; en seguida nos marcharemos de aquí...

—Me ha dejado —le dijo Mario de repente. Tenía la garganta rasposa por las lágrimas.

—Ya me lo imagino —contestó su hermano sin aspavientos—. No te habrías quedado mirándome con esa cara de pasmarote si no te hubiera sucedido algo realmente horrible.

—No lo entiendes, Andrea. Silvana me ha dejado. Me ha... abandonado para siempre.

Parecía incapaz de creer lo que le decía. Andrea nunca le había visto tan aturdido. Se limitó a suspirar mientras sacaba una navaja de dentro de su chaqueta. Mario prosiguió:

—Pensé que no era más que una pesadilla. Estaba aquí de pie, tan tranquila... como si no le importara en absoluto lo que me pudiera hacer su padre. Y entonces me pidió que la olvidara. Justo antes de marcharse... me pidió que me olvidara de ella... de su amor...

—Y te dijo que había recapacitado sobre lo que te prometió —adivinó Andrea— y que se había dado cuenta de que siempre seguirá perteneciendo a Montalbano. ¿Me equivoco?

Mario se quedó mirando a Andrea como si fuera la primera vez que le veía. Como si no le hubiera extrañado hasta entonces que supiera por dónde tenía que llegar a la cripta.

—¿Quién te lo ha contado? —preguntó al cabo de unos segundos—. ¿Nos has escuchado?

—Mario, te lo digo en serio, a veces eres tan ingenuo... ¿Cómo has podido creer lo que Silvana te decía delante de Montalbano? ¿No te dabas cuenta de que estaba fingiendo?

—¿Fingiendo? —preguntó su hermano con los ojos muy abiertos—. ¿De dónde has...?

Andrea estaba forcejeando tan desmañadamente con las cuerdas que la punta de la navaja resbaló sobre la mano derecha de Mario. Él ni siquiera pareció sentir el arañazo.

—Oh, lo siento... Esto ya está. —Y con un último tirón le arrancó los nudos que Emilia había apretado concienzudamente entre sus manitas—. No me entra en la cabeza que sea tan fácil engañarte —continuó—. ¿De verdad no caíste en la cuenta de que lo único que le importaba a Silvana era arrancarte como fuera de las garras de su padre?

Mario se había quedado tan perplejo que ni siquiera se daba cuenta de que volvía a tener las manos libres. Pálido y confundido, miraba a Andrea como si no pudiera creer lo que escuchaba.

—Eso no es más que un embuste con el que tratas de consolarme —le contestó al final.

—No tengo la menor necesidad de hacerlo. —Andrea puso los ojos en blanco—. Pero te diré que, si yo fuera Silvana, me sentiría muy ofendido por lo poco que tardaste en creer sus mentiras. ¡Era a su padre a quien quería convencer de que no había sentido nada por ti! ¡Tenía que persuadirle para que volviera a confiar en ella! ¡Le dijo lo que Montalbano se moría por escuchar solamente para salvarte, Mario! ¡Todo lo que ha hecho es por ti!

—¡No puede ser verdad! ¡Se han marchado con las demás niñas! ¡Quieren escapar de Venecia antes de que podamos avisar a las autoridades de lo que planean llevar a cabo!

—Silvana se ha marchado con Montalbano —reconoció Andrea— con la única intención de vigilar lo que hace a cada momento. No es su aliada, y no lo será nunca más. Deja de mirarme con cara de iluminado y préstame atención por una vez en tu vida —dijo Andrea cuando su hermano se disponía a protestar—. Ayer por la tarde, cuando entramos en Ca’ Corsini con Silvana, nos dimos cuenta de que estaba muy preocupada por ti. «No saldrá bien», dijo cuando Scandellari quiso averiguar lo que le sucedía. «Nunca seremos libres si no le detenemos a tiempo. No podemos dejar a esas criaturas en sus manos». Esto nos extrañó mucho porque no teníamos ni idea de a qué podía referirse. Entonces Silvana...

—¿Os contó... lo de las niñas? —murmuró Mario—. ¿Has descubierto lo que son ahora?

Andrea asintió sombríamente con la cabeza. A su hermano no le costó adivinar lo mucho que le habría conmocionado enterarse de aquello de labios de la muchacha. De alguien que tampoco seguía estando viva, en realidad. No pudo sino mirar a Andrea con admiración. Allí estaba, en la cripta de una iglesia abandonada, sabiendo que tal vez tendría que enfrentarse a un degenerado que había sido capaz de robar los cadáveres de tres niñas pequeñas para usarlos en sus experimentos. Apartando a un lado sus propias preocupaciones para meterse de cabeza en una situación que a Mario le había superado por completo. En aquel momento sintió una punzada de cariño casi dolorosa por Andrea.

—Si Silvana no hubiera insistido en que sería mejor esperar un poco más me habría plantado en su casa para estrangularle —aseguró el muchacho en voz baja. Volvió a guardarse la navaja en el bolsillo de la chaqueta—. También nos dijo lo que pensabas hacer en el cementerio para asegurarte de que Montalbano no profanaba la tumba de Marina.

—Eso no fue más que una pérdida de tiempo. Su ataúd estaba vacío. La sacó durante la noche de la funeraria. La caja que enterramos en San Michele no contenía su cuerpo.

—Ah —dijo su hermano con las cejas enarcadas—. Eso Silvana no lo sabía. En cualquier caso, nos puso en antecedentes sobre lo que había estado haciendo su padre con Emilia y con Edelweiss. Solo lo averiguamos Scandellari y yo; Gina estaba tan hundida que no le quedó más remedio que meterse en la cama con la ayuda de Simonetta. Aunque cuando escuchó que nos marchábamos a Cannaregio para rescatarte no quiso quedarse en casa.

—¿Gina también está en la iglesia? —se asombró Mario—. ¿La habéis traído hasta aquí?

—No pudimos impedirle que nos acompañara. Ya es mayorcita para hacer lo que se le antoje, y estaba tan angustiada como Silvana por lo que pudiera pasarte. Pero Simonetta se ha quedado esperándonos en casa. —Se detuvo un momento, como si luchara contra el deseo de contarle algo que no venía a cuento... como efectivamente sucedió—. ¡Por fin ha dicho que sí! ¡Me pidió que regresara con vida para que pudiera convertirla en mi mujer!

—Enhorabuena —le contestó Mario sin escuchar realmente lo que le decía—. Pero no acabo de entenderlo del todo... ¿Cómo habéis llegado hasta aquí sin que os guiara Silvana?

En pocas palabras Andrea le puso al corriente de lo que había hecho la muchacha en las horas que Mario había pasado dando vueltas por el cementerio. Costaba creer que le hubiera dado tiempo a todo. Cuando convenció a su hermano de que la dejara regresar a La Grotta della Feniceaprovechó la momentánea ausencia de Montalbano para coger la llave de la iglesia y construir a su imagen y semejanza una ganzúa que después le arrojó disimuladamente por la ventana de su taller, dentro de un sobre que contenía un plano garabateado en la parte trasera de una factura con los canales de Cannaregio que había que atravesar para dar con la iglesia de Santa Maria delle Anime. Después de asegurarse de que ningún vecino los había visto Andrea regresó a Ca’ Corsini y Silvana se quedó en su juguetería esperando a que su padre regresara, mientras preparaba sus mejores mentiras.

—Realmente me gustaría haberlas oído —confesó Andrea mientras se dirigían hacia la escalera de la cripta—. Tiene que ser extraordinaria si ha logrado convencerle de que para ella no fuiste más que una distracción. Si Simonetta me quisiera la centésima parte de lo que Silvana te quiere a ti moriría con la sensación de haber sido un hombre con suerte.

A Mario le temblaban las piernas. Ahora sabía lo que había estado haciendo antes de regresar a San Michele en la góndola que había robado. Le había hecho creer a su padre que entretendría a Mario en el cementerio para que pudieran quitárselo de en medio. Y a Mario le había hecho creer que se había escapado de Ca’ Corsinien un momento en que Andrea y Scandellari se encontraban distraídos. ¡Cuánto tenía que haberle costado eso!

—Parecía tan convencida de lo que decía... ¡tan indiferente hacia lo que me sucedía...!

—Mintió para salvarte la vida —le dijo Andrea poniéndole una mano en el hombro—. Si Montalbano se enteraba de que se había enamorado de ti, no hubiera dudado en matarte.

¿Cómo se habría sentido al tener que golpearle para dejarlo inconsciente? ¿Y qué se suponía que había hecho por las niñas cuando Montalbano no estaba en la juguetería? A Mario le daba vueltas la cabeza, pero no estaba dispuesto a esperar más tiempo. No iba a dejar que Montalbano se marchara con Silvana aunque aquello formara parte de su plan.

Antes de que Andrea pudiera contarle nada más, subió las escaleras de la cripta como alma que lleva el diablo. La recuperaría... ¡aunque fuera lo último que hiciera en la vida!

***

El cristal que cubría la mesa del altar le devolvió el reflejo de su propio rostro sobre el del esqueleto adornado con una corona de flores. Gina reprimió un escalofrío y se dio la vuelta para seguir examinando la capilla. Aquel lugar le ponía los pelos de punta. No se escuchaba nada más que la pesada respiración de Scandellari, que montaba guardia en la puerta de la iglesia, y el monótono goteo del agua sobre las lápidas que cubrían el suelo.

Mario no se encuentra aquí, pensó mientras daba una vuelta sobre sus talones. A lo mejor nunca ha estado en este lugar... y lo único que quiere esa condenada muchacha es tendernos una trampa. No sería raro viniendo de ella. Tuvo que morderse los labios al comprender que estaba siendo injusta. La hija de Montalbano no había dado ninguna prueba de que odiara a Gina como Gina la había odiado a ella durante los últimos días, en los que había esperado verla desaparecer con su marido en cualquier momento. A fin de cuentas, era lo que ella había hecho años antes... ¿Qué derecho tenía a criticárselo?

Ninguno; a Mario ya no le importo nada. Ha rehecho su vida sin mí. Ahora soy yo la que tiene que seguir sus pasos. Se le puso un nudo en la boca del estómago mientras se acercaba a una de las redondas ventanas de la capilla. Se agarró las faldas negras para subirse sobre la lápida que había debajo. ¿Pero cómo voy a hacerlo si Marina no está a mi lado? ¿Qué vida me espera después de haber perdido a mis dos amores para siempre?

Algo crujió bajo sus pies: pequeños fragmentos de cristal pulverizado. Gina entornó los ojos en la penumbra, luchando para controlar sus lágrimas, y levantó la cabeza hacia la ventana, que se encontraba demasiado alta para que pudiera mirar a través de ella. Se dio cuenta, sin embargo, de que la retícula metálica que mantenía los cristales en su sitio había sido arrancada de sus junturas y yacía peligrosamente inclinada hacia dentro, tal y como quedaría después de que alguien la hubiera destrozado sirviéndose de sus puños.

Despacio, levantó un dedo para rozar la estructura de lo que había sido la vidriera. A Gina le extrañó poder sentir un escozor en la piel cuando se cortó con uno de los trozos de cristal. Casi le parecía un sacrilegio ser capaz de sentir cosas. Su niña, su Marina, no podría hacerlo nunca más. La imaginó tumbada en su ataúd, sepultada por la tierra que cubriría su tumba hasta que el mundo dejara de existir. El sacerdote de San Michele les había hablado de la resurrección de la carne, pero aquel concepto en el que Gina había creído durante toda su infancia le resultaba, de repente, completamente absurdo. ¿Cómo podría abrirse camino su Marina desde las profundidades después de haber resucitado?

Estás volviéndote loca. Deja de pensar en esas cosas. No puedes cambiar nada de lo que ha sucedido. Gina se llevó las manos a la cara mientras se esforzaba por ahogar su llanto. Una voz más poderosa que la suya, en la que le pareció escuchar ciertos tintes característicos de la de Mario, sonó con fuerza en su cabeza: ¡Todo esto es culpa tuya!

No habría sentido más dolor si aquellos hierros retorcidos le atravesaran el corazón.

—Basta —murmuró Gina contra sus dedos temblorosos. Descendió de la lápida como si caminara en sueños—. No lo soporto. No puedo seguir así por más tiempo. No puedo...

Las palabras se perdieron en su garganta. Y esta vez no fue por culpa de las lágrimas que no conseguía controlar. Se quedó muy quieta cuando, al alzar la cabeza, descubrió a alguien que estaba mirándola en la oscuridad. Una pequeña figura que se había detenido junto a la cancela sin hacer más ruido que un espíritu. Se encontraba demasiado lejos para que pudiera distinguir nada más que su silueta sobre las columnas medio derruidas que había a sus espaldas. Pero aun así, aunque fuera una locura... hubiera jurado que...

—¿Marina? —se escuchó murmurar como si su voz hubiera dejado de pertenecerle.

La pequeña no le contestó. Adelantó un pie sobre las lápidas, y después el otro, y a Gina le dio un vuelco el corazón cuando reconoció los zapatos que le había calzado a su hija antes de que los empleados de la funeraria se la llevaran de casa. La luz que entraba por la ventana le arrancó destellos al charol, y después jugueteó con los cabellos que le caían sobre los hombros de su vestido. Una melena tan negra como la de la propia Gina.

—Oh, Dios mío... Dios mío... —Aquella era la prueba que necesitaba: la pena la había enloquecido. No había otra explicación para que Marina se encontrara ante ella—. Esto no puede ser cierto... no es más que un sueño... no puedes haber regresado del cementerio...

Había apretado la espalda contra el cristal de la urna que contenía el esqueleto. Gina ya no podía sentir asco por los muertos; había dejado de razonar con claridad. Lo único que sabía era que su hija había abandonado San Michele. Marina había vuelto a respirar.

—¡Marina! —sollozó mientras daba unos pasos inseguros hacia ella—. ¡Mi pequeña...!

La niña no se apartó cuando Gina se detuvo a su lado. No retrocedió cuando alargó las manos para rozar sus cabellos, deslizándolas después por sus mejillas, por sus delgados hombros, antes de caer de rodillas profiriendo un alarido. Aquello no era una pesadilla.

—¡Estás conmigo otra vez! —gritó mientras la rodeaba con sus brazos. La apretó tan fuertemente contra su pecho que casi se quedó sin respiración—. ¡Mi Marina! ¡Mi Marina!

Y le cogía la cara con las manos, y le cubría las mejillas de besos, una y otra vez, y la estrechaba entre sus brazos en un desesperado intento de sentir cómo se contagiaba su corazón de sus propios latidos. Su felicidad era demasiado grande para comprender que no había palpitaciones dentro de su pecho de muñeca. Ni tampoco aire en sus pulmones.

—Ya está, cariño mío, ya se acabó... —Le retiró los cabellos de la frente para mirarla a los ojos, y se echó a reír en medio de sus lágrimas mientras acariciaba unos labios que no eran capaces de devolver ninguna de sus sonrisas—. Ya estás conmigo de nuevo... —Le rodeó la diminuta cintura con los brazos para sollozar sobre su hombro—. Eres un regalo del cielo, Marina... eres la prueba de que aún podían perdonarme pese a mis pecados...

—Yo no soy Marina —dijo de repente la niña con una vocecita que apenas se escuchaba.

—Por supuesto que lo eres, y ahora mismo te llevaré a casa —le prometió su madre—, y te arroparé como solía hacerlo todas las noches, y me acostaré contigo para contarte un cuento, ¿te apetece, cariño?, y me aseguraré de que nunca nadie vuelva a separarnos...

—No soy Marina —repitió mientras se apartaba unos centímetros—. No lo soy —insistió.

Gina parpadeó sin comprender lo que ocurría. La niña no parecía estar enferma, solo un poco pálida; pero eso era normal. ¿Cuántas horas había pasado sepultada en la tierra?

—Cariño... cariño mío... —murmuró mientras le ponía las manos en la frente. Cuando la besó para comprobar su temperatura se quedó de piedra al darse cuenta de que estaba completamente helada—. Pero ¿qué está pasándote? ¿Qué tienes, Marina? ¿Estás mala?

La pequeña hizo un movimiento para apartarse, pero Gina no pensaba consentirlo.

—Dile lo que tienes a mamá. No pasa nada, te pondrás bien en seguida —dijo mientras le frotaba la espalda para tranquilizarla—. Te llevaré al médico para que te reconozca y...

Se quedó sin voz poco a poco. Al deslizar las manos por la columna vertebral de su hija le pareció sentir una temperatura aún más baja que la de su piel. El frío tacto de una plancha metálica salpicada de diminutas protuberancias a través de la tela de su vestido.

—¿Qué significa esto? —murmuró con los ojos muy abiertos—. ¿Qué es esto, Marina?

No tuvo la oportunidad de reaccionar. Marina rodeó sus hombros con sus delgados brazos, acercándose tanto que no le costó percibir un raro aroma a compuestos químicos procedente de su piel. «Me llamo Rosina», susurró con sus labios acariciándole el oído.

Entonces Gina sintió cómo sus brazos se estrechaban alrededor de su cuello. Estuvo a punto de soltar un grito cuando Marina se dejó caer sobre ella con un peso superior al de las niñas de su edad. Se le cortó la respiración, y su boca se abrió de par en par, en un desesperado intento por coger aire. La niña se apretó más contra su pecho. Ninguno de sus esfuerzos por apartarse surtió el menor efecto. Aquellos bracitos parecían de hierro.

Se sentía como si estuvieran aplicándole la pena del garrote vil. Gina cayó encima de las losas sepulcrales y arrastró a Marina hasta el suelo. Nada había cambiado en la expresión de la niña; parecía completamente abstraída en lo que hacía. Dejó escapar un quejido que nadie pudo escuchar, porque se vio ahogado por un alarido procedente de la nave de la iglesia. Desmoronada sobre el suelo, aún pudo volver la cabeza hacia un lado para distinguir las piernas de Scandellari moviéndose al lado de la puerta abierta, y unas trenzas castañas que caían por encima de su pecho. Alguien le había derribado y se había sentado sobre su estómago, haciéndole lo mismo que Marina le hacía a su madre.

Volvió a mirar a la niña. En medio de la bruma que la inconsciencia tendía ante sus ojos, su rostro parecía completamente tranquilo. Tan inalterable como el de una muñeca.

—No... no... —acertó a balbucear. Hundió sus uñas en los dedos de Marina para tratar de arrancárselos del cuello, aunque no consiguió que se movieran ni un milímetro. No se había equivocado; tenían que ser de hierro—. Ma... Marina... —articuló—. Mi... Marina...

Poco a poco dejó de moverse. Sus dedos se quedaron completamente inmóviles, y su cabeza se derrumbó blandamente sobre los espesos rizos de su melena, encima de las inscripciones que recorrían las losas. Aún le temblaron los labios durante unos segundos antes de detenerse. Marina se quedó sentada un buen rato sobre su cuerpo, observando cómo las estrellas que adornaban la bóveda de la capilla se reflejaban en sus ojos negros.

Se inclinó hacia delante para hundir las manos en los largos cabellos de la mujer a la que su padre le había mandado matar. Seguía siendo guapa, incluso estando muerta. Su cara era una de las más bonitas que había visto desde que despertó en la cripta. Era casi tan bonita como la de su hermana mayor, cuyo pelo había envidiado sin parar desde que las presentaron. Pasó la punta de su dedo por los párpados que se habían quedado abiertos bajo las pinturas del techo, y se dio cuenta de que eran muy suaves, tanto que podía moverlos arriba y abajo. Finalmente se decidió a levantarse. Quería volver con su padre y contarle lo bien que lo había hecho. Pero entonces le pareció escuchar algo en su interior.

Marina frunció el ceño. Se llevó una mano al pecho. Su corazón seguía moviéndose como siempre, aunque aquel sonido no podía ser más distinto del que repercutía todo el tiempo dentro de su cabecita. «Crac», «crac», y después «crac» de nuevo. Algo se había estropeado en ella; la pequeña podía sentirlo aunque no supiera nada sobre su naturaleza.

Se puso precipitadamente en pie. Estuvo a punto de caer al suelo al tropezar con uno de los brazos de la mujer muerta. Por primera vez en su corta vida, estaba muy asustada.

Los chasquidos se extendían por todo su cuerpo. Los escuchaba propagarse por sus piernas, tan anquilosadas de repente como las de una escultura, y por los brazos, que no era capaz de mover; también por la cabeza, que de repente había empezado a palpitarle.

Marina no pudo contener un grito. Se apretó las sienes con las manos. Era como si el universo entero estuviera a punto de estallar a su alrededor. «Crac», volvió a escuchar dentro de su cabeza. «Crac»... y todo se quedó en silencio. No hubo más chasquidos. Su corazón, que había aumentado sus revoluciones de una manera vertiginosa, comenzó a aminorar su ritmo. Sus miembros dejaron de estar entumecidos. Marina cerró los ojos un momento, tratando de tranquilizarse, y cuando los abrió se quedó mirando a Gina. Algo cambió en su expresión. Algo regresó a su memoria, como el eco de una vida anterior.

—¿Mamá...? —susurró dando un paso inseguro hacia su cadáver, y después otro más.

No llegó a tocarla. El mecanismo se detuvo, los ojos de Marina se cerraron poco a poco y sus piernas dejaron de sostenerla. Cayó blandamente sobre el cuerpo de Gina al tiempo que Scandellari, profiriendo un «¡Emilia!» que resonó por toda la iglesia, detenía la caída de la niña que había estado a punto de asfixiarle antes de acordarse de quién era.

***

—Esto no puede ser verdad —articuló Montalbano agarrándose con manos crispadas al parapeto. Se había puesto tan blanco como su cabello—. Dime que estoy soñándolo todo.

Desde donde se encontraba podía abarcar la iglesia con un simple golpe de vista. La hija de Scandellari se había quedado tumbada con los brazos abiertos justo debajo de la arcada de piedra. Sus ojos contemplaban sin ver a Montalbano mientras su padre, que no había recuperado todavía el aliento, tomaba su cuerpo en sus brazos, regándolo con unas lágrimas que casi no permitían escuchar ninguno de los sollozos que le dirigía a su hija.

—Ven a ver esto, Silvana... por favor... —la llamó sin preocuparse por bajar la voz; era demasiada su angustia—. Sus mecanismos se han detenido... ¡cuando no ha pasado ni una hora desde que se los implantamos!

Escuchó a Silvana acercarse silenciosamente. La muchacha apoyó los codos sobre el parapeto, aunque Montalbano no se dio cuenta de que no estaba mirando a Emilia, ni los zapatos de charol de Marina, que asomaban por la cancela de la capilla. Era el cuerpo de Gina lo que había atraído su atención. Fue una suerte que su padre estuviera demasiado desesperado para fijarse en las reacciones de la única hija que le quedaba con vida. Las manos de Silvana se apretaron silenciosamente contra su boca, y abrió mucho los ojos.

—He pasado décadas diseñando sus corazones —balbuceaba Montalbano— y noches en vela trabajando con sus engranajes, asegurándome de que conocía de memoria la función de cada rueda... y ahora, cuando menos lo esperaba... ¡se detienen como si no fueran más que unos juguetes de cuerda! —Se pasó una mano por la sudorosa frente. Silvana seguía observando a Gina—. ¡Esto no tiene ningún sentido! ¡No tenía que suceder nada parecido!

—Aunque no te guste recordarlo... sigues siendo un ser humano —dijo Silvana pasados unos segundos. Trataba de darle a su voz el mismo tono impasible de antes—. Es posible que te hayas equivocado cuando conectaste sus corazones con todos sus demás resortes.

—No me equivocaría ni aunque lo hiciera con los ojos cerrados. Te repito que esto no tiene sentido. —Montalbano sepultó la cara en sus manos—. Tiene que ser una pesadilla...

—A lo mejor es más sencillo de lo que crees. A lo mejor alguien se ha presentado en nuestro taller cuando no estabas allí... y ha aprovechado tu ausencia para modificar los mecanismos de sus corazones... Nada demasiado significativo, por supuesto, porque de lo contrario te habrías dado cuenta nada más ponerles los ojos encima. —Silvana levantó la cabeza hacia las bóvedas de la iglesia, cuya pintura se había desprendido tiempo atrás revelando las entrañas de ladrillo de la plementería—. Una válvula en una posición que no le correspondía, unos engranajes que no estaban donde señalabas en tus esquemas...

El significado de sus palabras tardó casi un minuto entero en penetrar en la torturada mente de Montalbano. Cuando al fin sucedió, cuando comprendió lo que Silvana quería decir, apartó los dedos tan despacio de su rostro como si su corazón también acabara de detenerse. Se quedó mirándola tan intensamente que podría haberla reducido a cenizas.

—Estás bromeando... ¿verdad? —preguntó con una sombra de duda—. Claro que sí. Estás haciéndolo para animarme después de este fracaso. Nos conocemos demasiado bien.

—Eso no me corresponde a mí decirlo. —Silvana se encogió de hombros—. Al fin y al cabo eres mi creador. ¿Quién más podría saber si me has dado la capacidad de bromear?

Acompañó estas últimas palabras con una carcajada provocada por la estupefacción con que la miraba Montalbano. Aquel sonido debió de resultarle tan inquietante como el rasgar de unos cuchillos atravesando el aire. Dio un paso atrás sin dejar de contemplarla.

—¿Qué... qué significa esto? —exigió saber—. ¿Desde cuándo... eres capaz de reírte así?

—Desde que me enamoré del hombre al que he decidido consagrar mi vida, tanto si es eterna como si es humana —respondió Silvana con la mayor naturalidad—. Creo que no te has percatado todavía de lo que ha sucedido ante tus propios ojos. Mario no ha sido la única persona a la que mentía. También a ti, padre... ¿o tendría que llamarte Gian Carlo?

La boca de Montalbano se abrió lentamente. Dejó caer la bolsa con sus herramientas de relojería, que chocaron las unas con las otras con un ruido estremecedor. El golpeteo de las piezas de metal podría haber revelado perfectamente su posición, aunque aquello no parecía preocuparle. Su respiración se había vuelto, de repente, mucho más acelerada.

—¿Por qué me miras con esa cara? —siguió diciendo la muchacha. Había cruzado los brazos sobre su pecho—. Si no soy más que un prototipo, ¿por qué te duele esta traición?

—Tienes que haberte estropeado —dijo Montalbano sin quitarle los ojos de encima—. Te ha pasado lo mismo que a esas pobres niñas. Algo se ha roto dentro de ti... una pieza mal conectada con las demás que ha traído esta clase de pensamientos extraños a tu cabeza...

—¿Y te empeñas en reducir el amor a una cuestión mecánica? ¿El hombre que se juró a sí mismo resucitar a su Constance? ¿Ya no eres capaz de reconocer estos sentimientos?

Montalbano volvió a retroceder cuando Silvana acortó la distancia que los separaba.

—Durante toda mi existencia —siguió la joven— me has repetido que me querías. Me has dicho lo mucho que me necesitabas. No podías soportar la idea de que me apartara de tu lado. Pero ahora comprendo que no había amor en ti... únicamente orgullo. Y posesión.

—Estás muy equivocada, Silvana. ¡Claro que te he querido! ¡Eres mi mayor creación!

—Solo un prototipo. Un paso previo para algo mayor. Una realidad que he destrozado ante tus ojos —añadió mientras se llevaba las manos al cuello— después de descubrir que en realidad era la más humana de los dos. El auténtico monstruo de Frankenstein eres tú.

Hubo un chasquido apenas perceptible cuando los dedos de Silvana desabrocharon el cierre de su colgante. Lo sujetó con una mano para que oscilara en el extremo de su cadena.

—Ahora el prototipo ha tomado las riendas de su vida —continuó, aproximándose más al parapeto— y ha decidido que no te necesita más. Ni tampoco el tiempo que le regalaste.

Dejó caer su reloj. La esfera se rompió en mil pedazos sobre las losas sepulcrales en las que Scandellari continuaba abrazado al cuerpo sin vida de Emilia. El dolor le había aturdido de tal manera que ni siquiera se inmutó por el estrépito, ni reparó en las piezas diminutas que se esparcieron por el pavimento. El suelo quedó cubierto de engranajes y trozos de cristal, que rodeaban unas agujas detenidas para siempre en las seis menos veinte.

Silvana suspiró mientras contemplaba los despojos de su pasado. La sensación de haberse librado de una pesada carga, la misma que la había oprimido durante más de diecisiete años, le resultó tan embriagadora que estuvo a punto de sonreír. Y lo habría hecho de no haber sido por lo que percibió con el rabillo del ojo. Montalbano se había arrojado sobre su hija tan inesperadamente que apenas tuvo tiempo para reaccionar. Se le escapó un grito cuando reparó en un amenazante resplandor en su mano: la hoja de un escalpelo.

Antes de que pudiera apartarse, la afiladísima herramienta se sumergió en su pecho.

Se hundió hasta la empuñadura en la tela negra que cubría su escote. Ni una gota de sangre brotó de la herida; había pasado demasiado tiempo desde que su padre sustituyó el líquido rojo que corría por sus venas por los fluidos destinados a preservar su cuerpo.

La boca de Silvana se abrió poco a poco, aunque no pudo decir nada. Montalbano la había empujado contra el parapeto y se apretaba contra ella para inmovilizarla. Tenía la fuerza suficiente para apartarlo, pero no fue capaz de reaccionar. Solo podía mirarlo con unos ojos que la sorpresa hacía aún más grandes en medio de la penumbra de la iglesia.

—Lo siento —le escuchó sollozar. Había hundido el rostro en uno de los temblorosos hombros de Silvana y lloraba contra su cabello—. Lo siento más de lo que te imaginas...

La sintió arquearse entre sus brazos. Los dedos de Montalbano no habían dejado de asir el mango del escalpelo. Ella levantó las manos poco a poco para rodear las muñecas de su padre. Cuando volvió a mirarla se quedó paralizado al comprobar que aún sonreía.

—¿Y ahora qué vas a hacer? —le susurró—. ¿Matarme una segunda vez? ¿Y una tercera?

Montalbano se quedó sin aliento. Miró el escalpelo hundido en su pecho y a su hija a la cara, sin comprender lo que estaba sucediendo. No tuvo la oportunidad de decir nada más. Con un grito de rabia, Silvana se apartó del parapeto para empujarle contra la vidriera que se abría en la pared del coro. Los polvorientos cristales se hicieron añicos cuando el anciano y su hija se precipitaron desde las alturas, y cayeron entre un remolino de fragmentos rojos, verdes y azules sobre las gastadas losas que pavimentaban la plaza.

Los dos se quedaron completamente inmóviles. Parecían una constelación extraña y desconocida entre las esquirlas relucientes que seguían posándose a su alrededor. Silvana se apoyó lentamente en sus codos y contuvo un quejido cuando los hierros arrancados de cuajo le arañaron la piel. Con los labios entreabiertos, contempló de cerca el rostro de aquel hombre al que había llamado padre, cuyos ojos invernales no habían dejado de mirarla ni siquiera después de morir. Tenía la cara manchada por el polvo acumulado en más de cien años de abandono sobre los rostros de los ángeles de la vidriera. Un charco escarlata se extendía poco a poco debajo de su nuca. Silvana soltó un profundo suspiro.

—Yo sí que lo siento, más de lo que imaginas... y mucho más de lo que mereces —dijo en voz más baja, inclinándose para besar la frente del anciano—. Dentro de poco podrás abrazar de nuevo a Constance. Y ya no importará que la muerte te la haya arrebatado.

El escalpelo seguía clavado en su pecho. Absorta en la contemplación del rostro de Montalbano, no se había dado cuenta de que al caer encima de su cuerpo desde aquella altura lo había hundido aún más en su carne. Apretó las manos contra las losas mientras trataba de ponerse en pie... pero al hacerlo Silvana sintió algo completamente nuevo. Un chasquido que parecía proceder del mismo lugar que ocupaba su corazón.

Se le abrieron mucho los ojos. Una de sus manos se cerró instintivamente alrededor de la herramienta, aunque el miedo le había atenazado los dedos. «Crac... crac... crac...».

***

Mario estuvo a punto de darse de bruces contra el suelo cuando salió de la cripta. El cuerpo de Edelweiss se encontraba atravesado sobre una de las losas, con sus recargados rizos rodando sobre la piedra cubierta de hojarasca. Tenía los ojos abiertos, aunque no se movía. Andrea estaba a punto de tocarla cuando Mario alargó una mano para detenerle.

—¡Quieto! ¡No tienes ni idea de lo que podría hacerte! —susurró, y después se agachó para examinar la expresión de Edelweiss. Había un horror congelado en sus pupilas, que le sorprendió. No recordaba que ninguna de las niñas hubiera mostrado la capacidad de Silvana de sentir emociones. Y a ella le había costado muchos años conseguirlo—. Esto es muy extraño —siguió murmurando Mario—. Parece casi como si estuviera... ¿muerta?

—Lleva meses muerta —le recordó Andrea en el mismo tono—. Yo diría más bien que ha sido desconectada. Ha dejado de funcionar, y por lo tanto de pensar, y hasta de vivir.

¿Los diseños de Montalbano habían resultado ser un fiasco? ¿Había sido Edelweiss la única niña eterna en morir? Antes de que pudiera preguntarlo en voz alta obtuvo una respuesta. Aunque lo que descubrió cuando se apartó de la cripta, al avanzar delante de su hermano hacia un sollozante Scandellari, resultaba mucho más doloroso de lo que se había imaginado. Su vecino se encontraba de rodillas sobre el suelo y sostenía entre sus brazos el cuerpo de Emilia, tan quieta como Edelweiss. También tenía los ojos abiertos.

—No sabía lo que estaba haciendo —gimoteó Scandellari mientras la apretaba contra su poderoso torso. Nada cambió en el semblante de la niña—. Quiso acabar conmigo... y estuvo a punto de conseguirlo... pero no podía haber sido idea suya... ¡no quiero creerlo!

—No lo era —le aseguró Mario en tono triste—. Montalbano debía de habérselo pedido cuando entrasteis en la iglesia. Emilia nunca le habría obedecido si hubiera seguido estando viva.

Aquello no pareció consolar demasiado a Scandellari. Había enredado sus dedos en las trenzas de Emilia y la acunaba entre sus brazos como solía hacerlo cuando aún era una criatura, después de que su Isabella los dejara solos. Esta vez la niña no despertaría.

—Es increíble lo que ha conseguido —musitó su hermano pequeño—. ¡Casi parece...!

—¿Dónde está Gina? —preguntó Mario de repente—. ¿No se encontraba también aquí?

Andrea miró a Scandellari, pero su vecino se limitó a encogerse de hombros. No era capaz de pensar en nada más que en lo que Montalbano le había hecho a su pobre niña.

—Creo que escuché un grito... pero no sé muy bien de dónde venía. Yo mismo estaba gimiendo mientras Emilia trataba de estrangularme. No he visto a nadie desde entonces.

—No puede haber salido de la iglesia. Aunque si Marina también fue convertida en...

Andrea dejó la frase en el aire. Un escalofrío recorrió su espalda. Las marcas de los dedos de Emilia seguían siendo visibles en el cuello de Scandellari, tan recio como el de un toro. Pero Gina era una mujer menuda. No le dio tiempo a decirle nada a su hermano porque cuando se volvió hacia él comprobó que Mario se acercaba, muy despacio y sin hacer ningún ruido, hacia la primera capilla que se abría a la derecha de la nave central.

La cancela de mármol blanco y rosado había sido apartada por alguien que se había adelantado a los Corsini. Andrea le siguió, con algo de miedo, y Scandellari, tomando a Emilia en sus brazos, también lo hizo. Oyeron a Mario coger aire mientras se detenía en medio de la capilla. Al estirar el cuello para mirar por encima de su hombro, Andrea pudo distinguir dos cuerpos tendidos sobre las losas. Los dos tenían el pelo negro y ondulado.

—Dios santo —susurró el muchacho. Abrió los ojos de par en par—. Dime que no está...

Mario no pudo contestarle. Muy despacio, como si temiera despertarlas, se arrodilló junto a Gina y Marina. La niña descansaba blandamente sobre el pecho de su madre. Su cara tenía la misma expresión que las de Edelweiss y Emilia. Una mezcla de sorpresa y de horror, como alguien que acaba de despertarse en medio de una pesadilla. En la de Gina, por el contrario, no había más que paz. Uno de sus brazos reposaba debajo de la espalda de Marina como si simplemente se hubiese echado a dormir al lado de su hija.

Mario alargó una mano hacia el rostro de su esposa. Apoyó las yemas de los dedos con cuidado sobre los párpados de Gina para hacer que descendieran sobre sus ojos. Le costó un poco conseguirlo, porque parecían reacios a cerrarse; tal vez querían quedarse con todos los detalles del rostro de su marido antes de partir para no regresar nunca más.

—Ahora está con ella —murmuró Mario. Andrea y Scandellari guardaban un completo silencio, de pie, al lado de la cancela—. Sé que es lo que deseaba. Ahora estará cuidando de Marina como si no hubiera cambiado nada. Como si su muerte no significara nada...

—Pero esto no tenía que haber pasado —dijo Scandellari con voz ahogada—. Gina no ha sido más que una víctima inocente. No tenía que haber muerto. ¡Todavía era muy joven!

Andrea se pasó una mano por los ojos con disimulo. Casi se alegró de no tener que mirar a su hermano a la cara. Sabía que Mario estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano para controlarse. Su mano se demoró durante casi un minuto sobre la mejilla de Gina. Le volvió la cara hacia arriba para contemplarla. De nuevo escuchaba las últimas palabras que le había dirigido en San Michele. «No queda nada de nuestro amor. Aquellos doce meses de felicidad se han convertido en un montón de cenizas». Le acarició suavemente los labios que no tardarían en palidecer. Un cadáver que nadie conseguirá resucitar.

—Adiós, Gina —le dijo Mario a media voz—. Esta vez sí podré despedirme de ti. Adiós.

Se puso lentamente en pie, y Andrea se disponía a rodear sus hombros con un brazo cuando escucharon un ruido procedente de la puerta de la iglesia. Los tres se volvieron al mismo tiempo. Mario no consiguió ahogar un alarido. Silvana acababa de aparecer en el umbral, agarrándose como podía a las hojas de madera revestidas de pesados herrajes.

Abrió la boca para decirle algo, pero sus piernas dejaron de sostenerla. Cuando echó a correr hacia ella se dio cuenta de que tenía agarrotados todos los músculos del cuerpo.

—¡Silvana! ¡Dime que estás bien! —exclamó mientras la recogía en sus brazos—. ¡Dios mío, dime que estás bien! ¡Dime que las niñas no te hicieron lo mismo que a los demás!

—No han sido ellas. Ha sido mi padre —murmuró Silvana—. Me atacó. No quería que...

—¿Montalbano ha tratado de acabar contigo? —exclamó Andrea. Se había reunido con ellos delante de la puerta—. ¡Tiene que haberse vuelto loco! ¡Si es que no lo estaba antes!

—Le he matado —murmuró Silvana. Miraba a Mario sin pestañear—. Con mis... manos.

A él se le abrió la boca. Cuando levantó la mirada, más aturdido a cada momento, lo comprendió todo. El cuerpo de Montalbano yacía en medio de un charco de sangre. Sus piernas y sus brazos se habían quedado abiertos en una postura antinatural, un gesto que habría recordado al Hombre de Vitruvio de no ser por las contusiones que recorrían toda su anatomía. Los fragmentos de cristal de colores que había a su alrededor completaron la imagen que Mario había formado en su cabeza. Habían caído desde la ventana del coro.

—Le he matado —repitió Silvana. Mario volvió a inclinar la cabeza hacia ella—. Por fin he dejado de ser una autómata. He dejado de ser una esclava. ¿Entiendes lo que te digo?

—Eres libre —dijo Mario en voz muy baja—. Eso es lo único que importa ahora mismo.

—No —musitó Silvana. Sus dedos se aferraron a los de Mario con una intensidad que le sorprendió—. He dejado de ser una autómata. Los autómatas... funcionan. Estoy... rota...

Le cogió la mano para colocarla sobre su pecho. Entonces Mario comprendió lo que le ocurría, y sintió que el suelo se abría bajo sus pies cuando lo supo. El delgado mango de una herramienta sobresalía de los pliegues de su vestido. Silvana profirió un gemido.

—Sácamelo —sollozó contra uno de sus hombros—. Está destrozándome... por dentro...

Él no parecía ser capaz de reaccionar, ni de obedecerla. Se había quedado paralizado.

—No puedo hacer lo que me pides. ¡Si te lo arranco morirás, Silvana! ¡Te detendrás!

—Moriré de todas maneras. Haz lo que te pido, por favor... antes de que sea tarde...

Él sacudió ferozmente la cabeza. ¡Me niego a tener que separarme también de ti!

—Hazlo, Mario —murmuró su hermano. Se había puesto pálido—. ¿No te das cuenta de cómo está atravesándole el pecho? ¿Vas a dejar que siga sufriendo una tortura así?

Mario tragó saliva. Miró de nuevo a Silvana. Sus llorosos ojos azules, implorantes, le hicieron decidirse, aunque sacarle aquel cuchillo le hizo más daño que clavárselo en su propio pecho. Al extraerlo poco a poco se dio cuenta de que era un escalpelo. La clase de herramienta de la que Montalbano se había servido para operar a las niñas. Un ruido como de piezas sueltas le hizo adivinar que la hoja había atravesado su mecanismo, el que la mantenía con vida, se había quebrado como la cáscara de una nuez. Silvana gimoteó de dolor cuando la punta metálica asomó entre sus ropajes. Mario lo dejó caer como si le quemara, y se agachó con la muchacha en sus brazos para apoyar su espalda encima de sus temblorosas rodillas. Scandellari se había acercado con Emilia. Se detuvo al lado de Andrea con una expresión confundida en su rostro. Eso le permitió adivinar algo que a Mario se le había pasado antes por la cabeza: Silvana no les había contado lo que era.

Pero ahora lo habían escuchado. Una autómata que no funcionaba. Un juguete hecho pedazos que cualquier artesano abandonaría sin dudarlo en lo más profundo de un cajón.

—No llores —murmuró Silvana. Levantó una mano para acariciarle una mejilla. Mario no se había percatado, hasta que se lo dijo, de las lágrimas que resbalaban por su rostro y caían sobre la melena rubia de la joven—. No me gusta... ver que sufres... por culpa mía...

—Perdóname —sollozó él—. Tendría que haber confiado más en ti. Lo que me dijiste...

—Lo hice para salvar a las niñas. Fui yo quien modificó sus mecanismos... de manera que se detuvieran. No sabía cuánto tardarían, pero fue muy sencillo... Había una rueda...

Se mordió los labios cuando la sacudió un nuevo espasmo. De su pecho surgían unos siniestros chirridos que hacían pensar en unos engranajes que se desprendían poco a poco.

—Ha valido la pena. Nunca hubieras sido libre si supieras que Marina... se encontraba en manos de un loco como mi padre. La conciencia... es casi tan exigente como el amor.

—Te has sacrificado por mí —siguió murmurando Mario entre lágrimas— sin darte cuenta de que no seré capaz de vivir si no estás a mi lado. Necesito que te quedes aquí...

A Silvana le costó esbozar una sonrisa. Tiró del cuello de Mario para que agachara más la cabeza y puso las manos en sus sienes para besarle. Sus labios estaban helados.

—Has sido lo mejor que me ha pasado nunca —le aseguró en voz baja—. Estas semanas en Venecia han sido un regalo. Lo han compensado todo, Mario. Absolutamente todo.

Él dejó escapar algo parecido al aullido de un animal herido de muerte. La rodeó con sus brazos como si quisiera retar al destino a que se la arrebatara. ¡No la dejaría marchar!

—Tengo frío —susurró la muchacha. Se acurrucó más contra su cuerpo a medida que los chirridos se hacían más intensos. Era como si cada una de las piezas, al soltarse de su mecanismo, se llevara consigo un año de su vida artificial. Silvana volvía a ser una niña pequeña a punto de ser arrojada a una fosa—. Tengo las manos congeladas... Y hay nieve a mi alrededor... —Apretó los párpados con fuerza—. Nieve en la playa de Civitavecchia...

Sus dedos se quedaron quietos de repente alrededor de los de Mario y se relajaron al cabo de unos segundos, quedando tan inermes como los de Gina. Su pecho, atravesado por el escalpelo, dejó de moverse arriba y abajo. Mario soltó otro alarido cuando la miró a la cara y comprendió que la había perdido. Sus ojos también habían dejado de moverse.

—No... Silvana, no... —gimió mientras apretaba su frente contra la de la muchacha. Ella no fue capaz de responderle—. No me dejes solo, por lo que más quieras... No te vayas...

—Me temo que es demasiado tarde —le oyó decir a su hermano en un hilo de voz. Se arrodilló al lado de Mario, sujetando una de las manos de Silvana—. Ya no puede oírnos.

Mario le hizo soltar sus dedos con una desesperación que nadie sería capaz de plasmar con palabras. ¿Por qué Scandellari y Andrea no entendían lo que pasaba? ¿No veían que Silvana no estaba muerta? Se había quedado quieta, simplemente eso; su mecanismo se había detenido como el de un juguete de cuerda. En su interior no acababa de desatarse el paciente proceso de descomposición por el que pasan todos los seres vivos. Cien años después seguiría siendo la misma: una princesa de cuento de hadas dormida mediante un hechizo que el príncipe no conseguiría romper. Por lo menos un príncipe que lo ignorara todo sobre las artes oscuras con las que la habían sometido. Scandellari también se puso de rodillas a su lado. La expresión de Mario debía de resultarles realmente preocupante.

—No hay nada más que puedas hacer por ella —le susurró. Apoyó una mano sobre su hombro—. Estoy seguro de que se ha alegrado de que supieras la verdad. Morir creyendo que la considerabas una traidora... habría sido más doloroso que lo que le hizo su padre.

—No ha muerto —musitó Mario en un tono distinto, tan desafiante como entrecortado.

—Has hecho lo que te pidió —insistió Andrea— y eso es lo más importante. Silvana está a salvo ahora mismo. Se ha librado para siempre de sus cadenas. Montalbano no habría...

—¡Me da igual lo que hubiera hecho Montalbano! —estalló Mario de repente. Andrea se quedó callado en el acto—. ¿No os dais cuenta de lo que sucede? ¿No comprendéis que la muerte no se ha llevado más que su alma? Ella me dijo una vez que no estaba segura de que tuviera alma. Bueno, pues ahora me doy cuenta de que tenía más que todos nosotros juntos. No dejaré que se pierda para siempre con las de Gina y las de esas tres criaturas.

—Haz el favor de ser razonable —trató de convencerle Scandellari mientras Andrea se quedaba mirando a su hermano con tristeza—. Entiendo que esto te haya destrozado, pero tú no eres un cadáver reanimado como lo era tu Silvana. ¡Todavía sigues estando vivo!

—No sabéis nada acerca de la vida —fue la respuesta de Mario—. Ni acerca de su vida.

Apoyó una rodilla en el suelo para incorporarse. Levantó a Silvana con un esfuerzo comparable al que se necesitaría para mover una escultura de bronce. La cabeza de ella se balanceó pesadamente en el aire, y sus cabellos sedosos resbalaron por los brazos de Mario hasta rozar los engranajes del reloj que se había arrancado del cuello. Las piezas relucían mórbidamente con los primeros resplandores de un sol que se insinuaba sobre los tejados de la ciudad. Andrea cruzó una mirada de inquietud con Scandellari al darse cuenta de que Mario se marchaba de la iglesia. Corrieron hasta la desierta plaza, tras él.

—¿Adónde la llevas? —preguntó Andrea adivinando y temiendo lo que les contestaría.

—Se me había ocurrido que... que tal vez deberíamos sepultar a las niñas dentro de la iglesia —aventuró Scandellari. Mario siguió avanzando como si no le hubiera oído—. No creo que a nadie se le ocurra regresar a este lugar. La peste hizo que Venecia lo olvidara hace demasiados años. Y así les daríamos cristiana sepultura sin arriesgarnos a que nos vieran hacerlo a escondidas en San Michele. Lo siento mucho por los Wittmann, pero...

—Gina también está muerta —exclamó Andrea a espaldas de Mario—. ¿No te interesa lo que suceda con tu esposa? ¿Te da lo mismo no saber en qué tumba vamos a enterrarla?

—Quedaos llorando a los muertos, si es lo que deseáis. Yo tengo trabajo que hacer.

Y se alejó llevando en brazos a Silvana hacia un nuevo día.

EPÍLOGO

Nadie en Santa Croce podría olvidar aquel amanecer de febrero. Los vecinos dirían durante mucho tiempo que se habían dado cuenta de que sucedía algo extraño desde que la embarcación apareció bajo el ponte Marcello. El Carnaval había terminado, la gente había retomado sus horarios habituales, y cuando estaban a punto de abrir las puertas de sus respectivos negocios se toparon con una imagen que los privó del don de la palabra.

Simonetta había estado toda la noche dando vueltas por la cristalería. El rumor que hacían los remos al hundirse en el canal se abrió camino poco a poco entre sus torturados pensamientos. Salió corriendo a la fondamenta Minotto, pensando que se trataría de su padre, de Gina y de los Corsini, pero se quedó clavada en el suelo, como todas las demás personas que se habían asomado a la calle, cuando descubrió que Mario era el único que había regresado. Sus brazos hacían avanzar al Bucintoro como si los movieran los hilos de un titiritero invisible, y su expresión recordaba más a la de un muerto que acabara de salir de su tumba que a la del amigo, el hermano mayor, que la muchacha creía conocer.

Tardó un momento en darse cuenta de que no se encontraba solo. Había alguien más a su lado, una persona recostada sobre el otro banco de madera cuyo largo cabello casi acariciaba las aguas por las que se deslizaba la barca dejando una estela de espuma y de oro sobre las algas verduzcas. A Simonetta le dio un vuelco el corazón al reconocer a la hija de Montalbano. Los demás vecinos también lo hicieron; a Giulietta Pietragnoli se le escapó un gritito de horror, y su hermana se apresuró a hacer la señal de la cruz mientras se apartaban de su ventana. Unos ancianos que había al lado de Simonetta se quedaron mirando a los ocupantes del Bucintoro como si no hubieran visto nada más perturbador.

De repente el silencio se había vuelto tan opresivo como el de un cementerio. Nadie se acercó a Mario cuando detuvo la barca en los pequeños escalones que había delante de La Grotta della Fenice. No le preguntaron qué había ocurrido con Montalbano, ni lo que le había sucedido a su única hija. No se atrevieron. Simplemente se quedaron de pie en medio de la calle, tan paralizados como los espectadores de un teatrillo de cartón. Le vieron desembarcar con Silvana en brazos, abrir la puerta sirviéndose de la llave que la muchacha llevaba en uno de sus bolsillos y desaparecer con ella dentro de la juguetería.

Poco a poco, tras unos minutos de preocupado conciliábulo y de miradas nerviosas hacia la tienda, los vecinos fueron retirándose a sus respectivos hogares y Simonetta se quedó de pie en la fondamenta Minotto, completamente sola. Tal vez debería cruzar el ponte Marcello para reunirse con Mario antes de que se atreviera a hacer una locura. Lo habría hecho de no ser capaz de reconocer en su expresión, tan distinta de la que había tenido hasta entonces, el resultado de un proceso alquímico que había estado madurando dentro de su cabeza desde que su Silvana dejó de moverse en Santa Maria delle Anime.

La chica tuvo que conformarse con ver, sintiéndose cada vez más impotente, cómo las cortinas del entresuelo de los Montalbano se cerraban una a una para que la luz del sol no irrumpiera en el taller. Aún permaneció durante un buen rato en la calle, pero no supo nada más de Mario. Era como si se hubiera enterrado en vida al lado de su amada.

Pero Mario no se encontraba muerto, todavía no. Durante los siguientes tres días con sus respectivas noches apenas salió de la habitación cuya puerta había cerrado con dos vueltas de llave. Había demasiado en juego, y nada de lo que pudieran decir los demás le haría desistir de su propósito. Sabía que aquel sería su último intento, su canto de cisne.

Había depositado cuidadosamente a Silvana sobre el suelo del taller. La muchacha yacía de bruces sobre un revoltijo de almohadones y sábanas con los que había cubierto las duras tablas del suelo. Un enjambre de velas ardía todo el tiempo a su alrededor, un charco de luz que hacía danzar cien sombras distintas sobre las paredes. Sin pronunciar una palabra le desabrochó la larga hilera de botones negros que recorrían la espalda del vestido que le había prestado Simonetta. Retiró a ambos lados la tela, para que quedara al descubierto su corpiño, y cuando hubo desatado sus lazadas, también la plancha metálica que cubría prácticamente toda su piel. Un sollozo subió por su garganta, aunque lo reprimió a tiempo, apretando los dientes mientras comenzaba a aflojar, muy despacio, las pequeñas tuercas que mantenían la compuerta en su sitio. Los últimos resortes cedieron para que pudiera apartarla a un lado. Había imaginado que contemplar las entrañas metálicas que Silvana tenía dentro de su cuerpo le resultaría más escalofriante, pero en aquel momento no pudo sentir ningún miedo; nada más que determinación al comprender que estaba en su mano devolverle la vida. Inclinándose sobre su espalda, la besó silenciosamente en la parte trasera de la cabeza mientras apoyaba las manos a ambos lados de la caja torácica que contenía aquel amasijo de cables. Comprendió que estaba en lo cierto: solo dormía.

«Hay nieve a mi alrededor... nieve en la playa de Civitavecchia...». A su lado tenía las herramientas de relojería que había recolectado de entre las posesiones de Montalbano. No vaciló al cogerlas porque, por primera vez desde que le conocía, entendía a la perfección por qué se había comportado como lo hizo. El amor doloroso y desesperado podía hacer que el más recto de los hombres cometiera auténticas locuras. A Mario no le importaba estar a punto de realizar un acto sacrílego; si Dios le había arrebatado a Silvana era más que comprensible que se atreviera a plantarle cara. Se rebelaría como Lucifer si con ello conseguía recuperarla. «Estas semanas contigo lo han compensado todo, Mario. Todo...».

Escuchaba su voz dentro de su cabeza mientras daba forma durante horas, sin tregua, a un nuevo mecanismo. Las manos habían dejado de temblarle porque sabía los pasos que tenía que dar. Ya no era un muchacho envidioso al que solo le interesara superar al mejor juguetero que había pisado Venecia. Algo más elevado guiaba sus dedos en medio del resplandor de las velas, mientras las piezas de hierro, los engranajes y las ruedas se acoplaban alrededor de un núcleo central parecido al que había tallado en Ca’ Corsini antes de Navidad. Una rosa metálica que no era una caja de resonancia, sino de vida. El corazón artificial que la haría moverse, y abrir los ojos, y hasta decirle cuánto le amaba.

Durante aquellos tres días Silvana siguió tumbada al lado de Mario. Tenía la cabeza recostada sobre uno de los almohadones, y su cabello se agitaba de vez en cuando con la nerviosa respiración de él, inclinado durante horas sobre su pequeña creación. Su rostro seguía siendo una máscara de serenidad. «Esto es todo lo que puedo darte... a falta de un corazón como el que tiene tu Gina». El modelo de madera que Silvana le había puesto en la mano se encontraba al lado de su rubia cabeza, porque Mario lo había llevado consigo desde entonces, aunque nunca se lo había dicho por considerarlo una sensiblería. «Es un modelo tan defectuoso como el que tengo dentro, así que no hay peligro de que se rompa más». Al final habían acabado siendo iguales. A los dos se les había roto el corazón, por motivos distintos. «Yo nunca dejaré de echarte de menos», le había prometido. «Nunca».

Al amanecer del cuarto día, cuando los canales de Venecia comenzaban a esmaltarse con la luz del sol, Mario tomó su nuevo corazón en la mano para colocarlo dentro de su cuerpo, en sustitución del que Montalbano había reducido a añicos. Los delgados cables que conectaban aquel mecanismo con el resto de sus engranajes se adaptaron sin ningún problema a la pieza que había construido. Se aseguró de que cada palanca estuviera en su sitio, cerró cuidadosamente la plancha metálica y apretó de nuevo las tuercas que la adherían a su espalda como una segunda piel. Después de unos minutos de inmovilidad comenzó a apretar sus lazadas y sus botones sin ninguna prisa, sin obscenidad, como lo haría un padre con la niña a la que encuentra desnuda en el suelo, llorando de miedo y de frío.

No lo hubiera reconocido nunca, pero aquella calma en sus movimientos no obedecía más que al hecho de que sentía pánico de saber la verdad. Se le había puesto un nudo en el estómago al llegar al final del camino. Poco a poco, le dio la vuelta a Silvana para que quedara tendida sobre su espalda. La muchacha no movió ni un músculo. Todavía tenía los ojos abiertos, y la mirada congelada en sus iris azules le hizo acordarse de las esferas de cristal que había colocado durante años dentro de las cabezas de sus muñecas. Nada la diferenciaba de los autómatas desconectados por Montalbano antes de marcharse que habían guardado silencio cuando atravesó La Grotta della Fenice con Silvana en brazos.

Temblando, Mario se inclinó sobre ella para que su cara quedara a la misma altura que sus ojos. No hubo ningún cambio en su expresión. De su pecho surgía el rítmico rumor de las ruedas, que giraban como lo habían hecho cuando seguía con vida, pero la muchacha no parecía ser capaz de ver nada. Estaba tan muerta como Gina, Marina, Emilia y Edelweiss.

Las lágrimas le ardieron en los ojos como si fueran de lava. No había conseguido despertarla. No había servido de nada que le construyera un corazón nuevo. Dejó caer la cabeza sobre su pecho, y enterró las manos en los mechones dorados que rodeaban a Silvana como lo haría el nimbo de un ángel. Su ave fénix no volvería a alzar el vuelo...

Lloró durante mucho rato sobre su cuerpo mientras los quedos sonidos de la ciudad que despertaba al otro lado de las ventanas se imponían al rumor de sus engranajes. Mario no quería dejar de tocar a Silvana. Quería que lo encontraran muerto a su lado para que pudieran compartir la misma suerte que le habían negado a él. Nunca había deseado nada con tanta pasión. Cada exhalación que salía de sus labios le parecía un insulto. ¿Cómo podía seguir viviendo cuando su Silvana se había perdido para siempre en la oscuridad?

Levantó la cabeza poco a poco. Una lágrima cayó sobre uno de sus ojos, haciéndolo relucir como si estuviera viva. Pero Mario sabía que no era más que una mentira. Nunca volvería a escuchar su voz, ni se le derretiría el corazón al verla sonreír debajo de unos fuegos artificiales. Tendría que vivir de recuerdos hasta el día de su muerte. «Siempre te querré», le dijo al oído en voz baja. «Hagas lo que hagas. Y estés donde estés. Siempre».

Apenas podía sostenerse sobre sus piernas cuando se puso en pie. Habían sido demasiadas horas sentado sobre la tarima, sin dejar de trabajar con sus herramientas ni siquiera para comer o dormir. La cabeza le daba vueltas al acercarse a la pared en la que se abrían las ventanas. Lentamente, descorrió todas las cortinas para que la luz entrara en el taller.

No se había dado cuenta de que se habían apagado casi todas las velas. Nunca antes se había encontrado tan enfermo. Todo parecía moverse a su alrededor mientras apoyaba las manos encima de la mesa de trabajo de Silvana. Allí seguían estando sus libros, sus esquemas sobre la anatomía de las mariposas, incluso la campana de cristal que alojaba los insectos reales. Mario se quedó mirándolos por debajo de unos párpados que pesaban tanto como si fueran de plomo. Había transcurrido una semana desde que los capturaron, y casi todas las mariposas habían muerto; sus alas polvorientas tapizaban la base de la campana en la que, después de unos instantes de confusión, consiguió reconocer el movimiento de la única que quedaba con vida. Era un animal tan pequeño que apenas se lo distinguía entre los demás cadáveres. Batía las alas muy despacio, como con miedo...

Algo en aquella criatura agonizante le conmovió más de lo que podría expresar con palabras. Luchando por sobreponerse a su agotamiento, Mario levantó la campana para tomar el animal con cuidado en su mano. Fue hasta una de las ventanas con la mariposa, se subió a una silla para alcanzar la repisa y la dejó allí, viendo cómo el movimiento de sus alas se hacía más enérgico, más confiado, como si no necesitara más que la luz del sol para olvidar la siniestra prisión en la que había permanecido encerrada durante tantos días.

—Vete —susurró Mario, apoyando una mano en la pared—. Al menos tú puedes hacerlo.

La mariposa permaneció en la repisa unos segundos más antes de hacerle caso. Echó a volar sobre el rio del Gaffaro, dando vueltas bajo el caliente resplandor del sol hasta que se convirtió en una motita de color azul cada vez más pequeña. Mario respiró hondo mientras descendía de la silla. Una extraña neblina se había posado sobre sus ojos. Sabía que corría el riesgo de desmayarse si no se echaba a dormir, pero ¿cómo podría hacerlo después de lo que había pasado? ¿Qué clase de descanso conocería el resto de su vida?

Cuando estaba pensando en estas cosas escuchó un sonido a sus espaldas. Un chirriar de hierros procedente del nido de almohadas que había improvisado en medio del taller.

Se dio la vuelta. Lo hizo muy despacio, temiendo que no fuera más que un delirio. Y sintió cómo su corazón se desbocaba. Los dedos de la mano derecha de Silvana se habían abierto como lo harían los pétalos de una flor. Se detuvieron al cabo de un instante y volvieron a moverse en seguida, cada vez más rápidamente. Sus pestañas se habían puesto a aletear sobre aquellos ojos clavados ciegamente en las vigas que atravesaban el techo.

A Mario se le escapó un jadeo. Estuvo a punto de tropezar cuando se precipitó hacia Silvana. Se dejó caer de rodillas al lado de sus almohadas. Sus párpados se movieron de repente, y sus iris azules temblaron dentro de sus cuencas oculares mientras recorrían la habitación en la que se hallaba. También sus labios se separaron como si fuera a hablar.

Pero no lo hizo. Mario la rodeó con sus brazos para levantarla con cuidado. Recostó a Silvana contra su cuerpo mientras seguía arrodillado en el suelo, y le acarició la cabeza despeinada, que parecía pesar una tonelada en sus brazos. Aún no tenía suficiente fuerza para moverse por sí misma. Sintiendo cómo se le cortaba la respiración por la ansiedad y por el esfuerzo que estaba haciendo, consiguió ponerse en pie con ella entre sus brazos.

Silvana se dejaba hacer; era como si careciera de voluntad. Mario sostuvo su delgado cuerpo acomodado contra su pecho mientras la llamaba una y otra vez por su nombre.

—Estoy aquí —le susurró. Silvana había reclinado la frente sobre su hombro. Recorrió su cabello con los dedos, apartándoselo de la cara—. Estoy a tu lado, Silvana... Mírame...

La muchacha no le contestó. Su cabeza resbaló de repente y Mario tuvo que sujetarla antes de que cayera al suelo como un saco de trastos viejos. Intentó mantenerla erguida.

—Mírame —le susurró de nuevo. Era como conversar con una escultura—. Por favor...

La rubia cabeza se meció sobre su cuello, pero las manos de Mario se posaron sobre sus mejillas para levantarla hacia la luz, hacia su rostro. Los ojos de Silvana encontraron los suyos, dos franjas azules veladas por sus párpados medio cerrados. Pestañeó con una confusión que sirvió para confirmar los peores temores de Mario. Aquella posibilidad se había paseado por su mente durante los últimos tres días, pero no había querido atender a la voz interior que le decía que era un riesgo que tenía que correr si quería despertarla.

La mujer que tenía en sus brazos podía ser Silvana en esencia, pero una Silvana tan corrompida por la muerte que no se parecería en nada a la persona que le había robado el corazón. Marina no se había acordado de quién era Gina, y Emilia no había reconocido a su propio padre después de que Montalbano las convirtiera en autómatas. Lo más probable era que los recuerdos de lo que habían compartido hubieran desaparecido de la mente de Silvana cuando se pararon sus mecanismos. Un corazón nuevo, con un alma nueva...

Mario no pudo decirle nada más. Las lágrimas se le habían anudado a la garganta sin que supiera cómo detener su avance imparable. Silvana, mientras tanto, le contemplaba en silencio, con la misma curiosidad inexpresiva que habían tenido las tres niñas. Bajó la mirada poco a poco para examinar sus manos, abriendo los dedos antes de levantarlos a la altura del rostro de Mario. Recorrió su piel muy despacio, como si tratara de conjurar alguno de sus recuerdos perdidos para siempre. Le acarició los cabellos, las mejillas, los senderos húmedos que las lágrimas dejaban sobre sus labios. Frunció un poco el ceño.

—¿Quién eres? —dijo por fin con una voz que tampoco se parecía a la que tenía antes.

Quiso apartar sus manos, pero Mario las sujetó con suavidad para que no dejaran de tocarle. Si cerraba los ojos todavía podía rememorar su tacto y hasta las caricias que habían compartido en el Bucintoro la noche del Carnaval. Parecía haber transcurrido un siglo desde que decidieron huir de Venecia. Una eternidad que lo había cambiado todo.

—No te conozco... —repitió Silvana. No había miedo en su mirada, solo una extrañeza que la hacía parecer mucho más joven que antes. Mario la rodeó delicadamente con sus brazos para atraerla más hacia sí. Esta vez nadie se la arrebataría, ni siquiera la muerte.

—No te preocupes —le susurró en voz baja—. Tienes toda una vida para recordarme.

* * *

AGRADECIMIENTOS

Son muchas las personas que me brindaron amablemente su ayuda mientras escribía esta novela, pero no podría empezar a enumerar sus nombres sin mencionar a la autora que me inspiró durante años y que sin pretenderlo ha dejado una profunda huella en esta historia. Mi eterna gratitud a Mary Shelley por atreverse a soñar con lo que al mundo le parecía por aquel entonces un desatino. Si mi criatura ha conseguido vivir ha sido en gran medida gracias a su ejemplo. Y como nunca podré volver a leer Frankenstein sin acordarme de ella, gracias de nuevo a Irene Muzás Calpe, mi editora, por haber creído en la novela que ahora tenéis en las manos cuando aún no era más que un borrador. A todo el equipo de Ediciones Versátil por su profesionalidad y su entusiasmo, y por conseguir que el rostro de Silvana acabara siendo idéntico al que había imaginado. A Félix J. Palma, maestro donde los haya, por volver a tenderme la mano en esta nueva aventura literaria.

Gracias también a todas aquellas personas que me acompañaron mientras investigaba sobre muñecas antiguas en la Casa Lis de Salamanca y el Musée de la Poupée de París. A Javier por las anécdotas del Carnaval veneciano que me dio a conocer, y a Verónica y Almudena por caminar a mi lado durante mis recorridos por sus canales, plazas y puentes, en los que aprendimos que las cosas que más necesitas aparecen cuando menos lo esperas. A Clara, la mejor amiga que alguien podría tener, por los conocimientos químicos que en su momento mantuvieron con vida a la médium de la reina Victoria y que en esta ocasión me ayudaron a sembrar el terror en Venecia. A mis padres, por haberme llevado por primera vez allí con siete años, y por lo mucho que confiaron en esta historia desde el día en que les hablé por primera vez de Silvana y de Mario. ¡Aquí los tenéis por fin!

Y por supuesto, gracias a Guillermo por ayudarme a encontrar en la vida real lo que no pensé que pudiera existir más que en las novelas... la perfecta suma sinérgica de dos.

© 2012 Victoria Álvarez

Diseño y fotomontaje: Eva Olaya

© Fotografía: Leila Cherifi

Modelo: Eva Esteve

1ª edición: noviembre 2012

Derechos exclusivos de edición en español para todo el mundo:

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Noviembre 2012