Terence H. White
Camelot 02 - La Reina del aire y las tinieblas
La Reina del aire y las tinieblas
Terence H. White
INCIPIT LIBER SECUNDUS
¿Cuándo me veré muerto, libre ya
De los males que mi padre cometiera?
¿Cuánto, cuánto tiempo tardarán espada y ataúd
En conceder reposo a la maldición de mi madre?
CAPITULO I
La torre era circular, y sobre ella campeaba una veleta. Esta veleta representaba un cuervo negro con una flecha que señalaba la dirección del viento.
En lo más alto de la torre había una estancia circular, como la torre, que tenía un aspecto singularmente incómodo. Se hallaba expuesta a las corrientes de aire, pues en la parte de la pared del este había un gran agujero en el suelo. Por el orificio se manejaban las puertas de la torre, que eran dos, y los soldados podían también arrojar piedras cuando había un asedio. Por desgracia, el viento solía entrar por el agujero para salir por las ventanas o por la chimenea, a menos que soplase en dirección contraria, en cuyo caso el viento descendía para salir por el agujero. Era como un túnel de viento. Una segunda molestia era que la estancia se hallaba llena de carbonilla, no del propio fuego del hogar, sino del que había en la habitación de abajo. El deficiente sistema de tiro hacía que a veces subiera el humo desde abajo; y las Paredes transpiraban en tiempo húmedo. Los muebles eran incómodos, asimismo. En realidad, se trataba tan sólo de unos grandes trozos de piedra que podían servir para ser arrojados en los asedios. Había también por allí unas cuantas ballestas genovesas con sus cerrojos llenos de herrumbre, y un montón de ramas para encender el fuego. Los cuatro niños no disponían de cama. Veíanse obligados a acostarse en el suelo, donde se cubrían lo mejor que podían con paja y hojarasca.
Los pequeños habían alzado una tienda de campaña sobre la paja, y en ella se hallaban tendidos, contándose cuentos. Podían oír el ruido que hacía su madre al alimentar el fuego, en la habitación de abajo, y todos susurraban por temor a que les oyera. No es precisamente que tuvieran miedo de que les pegase, si llegaba a subir. La adoraban en silencio e incondicionalmente, pues era una persona de fuerte carácter. Tampoco les había prohibido que hablaran después de ir a la cama. Era quizá que los había criado -tal vez por indiferencia o pereza, e incluso por cierto fondo de egoísta crueldad-, con una noción poco precisa de lo que era el bien y el mal. Era como si no fueran capaces de saber si obraban acertada o equivocadamente.
Estaban susurrándose en gaélico, o más bien en una extraña mezcla de escocés y la vieja lengua de la caballería, que les había sido enseñada porque podían necesitarla cuando fuesen mayores. Sabían poco inglés. En los años venideros, cuando se convirtieran en famosos caballeros de la corte del gran rey, llegarían a hablar inglés perfectamente, todos ellos menos Gawain, quien, como jefe del clan, preferiría mantenerse siempre fiel a su acento escocés, para demostrar que no le avergonzaba su origen.
Gawain estaba contando la historia, ya que era el mayor de todos. Los chicos se apretujaron entre sí como enjutas y huidizas ranas. Sus huesos estaban bien constituidos, dispuestos a rodearse de fortaleza en cuanto se les suministrase una alimentación decente. Tenían el pelo rubio, aunque el de Gawain tiraba a rojizo, y el de Gareth era tan claro como el heno. La edad iba desde los diez años hasta los catorce, siendo Gareth el más joven de los cuatro. Gaheris era un niño de aspecto impasible, y Agravaine, el que seguía a Gawain, se mostraba algo inclinado al llanto y temeroso del dolor. Ello se debía a su gran imaginación y a que utilizaba más la cabeza que los demás.
- Hace mucho tiempo, hermanos -estaba diciendo Gawain-, antes de que hubiésemos nacido o de que se pensara en nosotros, vivía una hermosa abuela nuestra, llamada Igraine.
- Era la condesa de Cornwall -apuntó Agravaine.
- Sí, nuestra abuela era la condesa de Cornwall -admitió Gawain-, y el condenado rey de Inglaterra se enamoró de ella.
- Se llamaba Uther Pendragon -volvió a explicar Agravaine.
- Bueno, ¿quién está contando la historia? - preguntó irritado Gawain-. Más vale que te calles.
Gawain permaneció en silencio un momento, y luego prosiguió diciendo:
- El rey Pendragon mandó a buscar al conde y la condesa de Cornwall…
- Abuelito y abuelita -terció Gaheris.
- … Y les informó que debían quedarse con él en su casa de la Torre de Londres. Entonces, cuando ya estaban allí, dijo a nuestra abuela que debía ser su mujer, en lugar de la mujer de nuestro abuelo. Pero la casta y hermosa condesa de Cornwall…
- Abuelita -apuntó Gaheris.
- ¿Vas a callarte de una vez? - exclamó ahora Gareth, después de lo cual oyóse una discusión ahogada y se escucharon unos cuantos golpes y quejidos.
- La casta y hermosa condesa de Cornwall -continuó diciendo Gawain- rechazó las proposiciones del rey Uther Pendragon, y se lo contó al abuelo. Ella dijo: «Imagino que nos mandaron llamar para consumar mi deshonra. Por consiguiente, esposo mío, te ruego que nos marchemos de aquí en seguida, y que viajemos toda la noche hasta llegar a nuestro castillo.» Así pues, se escaparon del dominio del rey en medio de la noche…
- Al caer la noche -corrigió Gareth.
- … Cuando toda la gente de la Torre se había retirado a dormir, y entonces ensillaron sus corceles de ojos brillantes, cascos rápidos, labios anchos, cabezas pequeñas, y temperamento fogoso, lo cual hicieron a la luz de un farol. Luego se dirigieron hacia Cornwall, tan aprisa como pudieron.
- Fue una carrera tremenda -dijo Gaheris.
- Sí, reventaron los caballos que montaban -declaró Agravaine.
- No hicieron eso -terció Gareth-. Nuestros abuelos nunca hubieran reventado un caballo.
- ¿Los reventaron? - inquirió Gaheris.
- No -repuso Gawain, después de pensarlo-; pero no faltó mucho para que los reventaran.
Luego prosiguió con la historia.
- Cuando el rey Uther Pendragon se enteró de lo que había ocurrido, se enfadó muchísimo, y dijo: «¡Haré que me traigan la cabeza de ese conde de Cornwall servida en una bandeja!» De modo que envió a nuestro abuelo una carta en la que le advertía que se proveyera de todos los alimentos posibles, pues dentro de cuarenta días iría a atacarle al castillo más fuerte que tuviese.
- El abuelo tenía dos castillos -dijo Agravaine, con orgullo-. El de Tingail y el de Terrabil.
- Entonces el conde de Cornwall envió a nuestra abuela al castillo de Tingail y él se quedó en el de Terrabil, a donde fue el rey Uther Pendragon, para ponerle sitio.
- Y allí -exclamó Gareth, incapaz de contenerse-, el rey alzó numerosos pabellones, y hubo una gran contienda entre ambas partes, en la que murieron muchos hombres.
- ¿Mil hombres?
- Dos mil, por lo menos -aseguró Agravaine-. Nosotros, los gaélicos, matamos unos dos mil, tal vez. Quizá los muertos llegaron al millón.
- Y he aquí que cuando nuestros abuelos estaban ganando la batalla, y parecía que el rey Uther iba a ser derrotado del todo, llegó un mago llamado Merlín…
- Un nigromante -rectificó Gareth.
- Sí, un nigromante, y éste, aunque no lo creáis, por medio de sus artes infernales consiguió introducir al traicionero Uther Pendragon en el castillo de la abuela. El abuelo, inmediatamente, hizo una salida del castillo de Terrabil, pero fue muerto en plena batalla…
- A traición.
- Y la pobre condesa de Cornwall…
- La casta y hermosa Igraine…
- Nuestra querida abuela…
- … Fue hecha prisionera por el desalmado, impío rey del Dragón, y entonces, a pesar de que ella ya tenía tres hermosas hijas que…
- Las hermosas hermanas de Cornwall.
- Tía Elaine.
- Tía Morgana.
- Y mamá.
- Y aunque tenía ya esas hijas, se vio forzada a casarse con el rey de Inglaterra… ¡el hombre que mató a su esposo!
Los chiquillos reflexionaron en silencio acerca de la iniquidad inglesa. Aquella era la historia favorita de su madre, en las raras ocasiones en que se avenía a contarles un relato, y los pequeños se la habían aprendido de memoria. Por fin, Agravaine citó un proverbio gaélico que ella les había enseñado.
- Hay cuatro cosas en que un Lothian no debe confiar -murmuró-: el cuerno de la vaca, el casco del caballo, el colmillo del perro, y la risa del inglés.
Se agitaron sobre la paja, inquietos, escuchando algún ruido misterioso que llegaba desde abajo.
La estancia inferior se hallaba iluminada por un solo candelabro, y por el resplandor de la lumbre. Era una habitación humilde para un miembro de la realeza, pero al menos había en ella una cama, el gran lecho de cuatro postes que se utilizaba como trono durante el día. Un gran caldero de hierro, de tres patas, se hallaba con su hirviente contenido sobre el fuego. El candelabro estaba delante de una plancha de latón bruñido que servía de espejo. En la estancia había dos seres vivientes, una reina y un gato. Los dos tenían el pelo negro y los ojos azules.
El gato se hallaba tendido de lado, junto al fuego, como si estuviera muerto. Ello se debía a que tenía las patas atadas, como las de un venado que acaban de cazar. Había hecho bastante resistencia, y ahora reposaba cerca de la chimenea, con los ojos entrecerrados y el cuerpo jadeante, curiosamente resignado. O tal vez estuviera agotado, pues los animales saben muy bien cuando se aproxima su fin. La mayoría poseen una dignidad, en el momento de la muerte, que les ha sido negada a los seres humanos. Ese gato, en cuyos rasgados ojos se reflejaban las llamas inquietas, tal vez estaba recapitulando sus ocho vidas pasadas, reflexionando con estoicismo animal, más allá de toda esperanza o temor.
La reina cogió el gato. Estaba intentando, para entretenerse y mientras los hombres se hallaban fuera, en la guerra, un conocido método para hacerse invisible. La reina no era una maga concienzuda, como su hermana Morgana le Fay, pues su cabeza se hallaba demasiado vacía para tomar en serio cualquier gran arte, aunque fuera de Magia Negra. Hacía aquello porque la pequeña magia corría por sus venas, como solía acontecer con todas las mujeres de su raza.
Una vez dentro del agua hirviente de la marmita, el gato lanzó un tremendo chillido y se estremeció con fuertes convulsiones. Su húmedo pelo sacudióse en el agua, reluciendo como el costado de una ballena arponeada, mientras trataba de saltar o de nadar, lo que no podía hacer por tener las patas atadas. Abrió la boca atrozmente, mostrando el rosado gaznate y los agudos dientes, semejantes a espinas blancas. Un momento después había muerto.
La reina Morgause de Lothian y Orkney sentóse al lado del caldero y esperó. De vez en cuando meneaba al gato con una cuchara de madera. El hedor de la piel hervida comenzó a llenar la habitación. Un observador habría visto, a la mortecina luz, la exquisita criatura que era la reina esa noche: sus ojos grandes y profundos; su cabello, que relucía con oscuro lustre; su cuerpo lleno, y el leve aire pensativo con que escuchaba los susurros que alcanzaban a percibirse no sin cierta dificultad desde el cuarto de arriba.
- ¡Venganza! - clamó Gawain.
- No habían hecho daño alguno al rey Pendragon.
- Sólo le pidieron que les dejara vivir en paz.
Era la injusticia de la violación de su abuela, lo que más le dolía a Gareth -la imagen de gentes débiles e inocentes atormentadas por una implacable tiranía-, lo que le abrumaba como una carga personal. Gareth era un chiquillo de índole generosa, y odiaba la idea del abuso del fuerte sobre el débil. Ello le hacía hervir la sangre en las venas, como si fuera a sofocarse. Gawain, en cambio, sentíase iracundo porque había sido un agravio inferido a la familia. No le parecía equivocado que el fuerte emplease los medios de que disponía siempre que los daños no se dirigiesen contra los miembros de su propio clan. No era inteligente ni sensible, sino leal, tozudamente e incluso, a veces, neciamente leal, como lo demostraría más tarde. Pues Gawain ya era entonces como sería siempre: un Orkney de pies a cabeza, para bien o para mal. El segundo hermano, Agravaine, mostrábase conmovido porque era algo que afectaba a su madre. Sentía hacia ella un cariño que prefería no exteriorizar. En cuanto a Gaheris, se limitaba a hacer o sentir lo mismo que sus hermanos.
El gato se desintegraba. La prolongada ebullición había deshecho su cuerpo hasta que no quedó nada en la caldera más que una especie de caldo de pelos, grasa y trozos de carne. Debajo se movían los huesos, arrastrados los menores por el molino del agua agitada con la cuchara, e inmóviles en el fondo los de mayor tamaño. La reina, frunciendo ligeramente la nariz ante el dulzón olor del denso caldo, procedió a pasar el líquido a un segundo recipiente, al tiempo que lo filtraba. En el trapo que usaba como colador, quedó un sedimento de felino, una masa húmeda de pelos, fragmentos de carne y huesos delicados. La reina sopló sobre los sedimentos y comenzó a removerlos con la cuchara, para que se enfriasen. Más tarde apartó los huesos con los dedos.
La reina sabía que todo gato negro posee un hueso determinado que, si se introduce en la boca después de haber hervido vivo al animal, puede hacer invisible al que realiza la operación. Pero nadie sabía de qué hueso se trataba, y la elección debía hacerse delante de un espejo.
No es que a Morgause le atrajera volverse invisible; por el contrario, detestaba la idea, ya que era una mujer hermosa. Pero los hombres se habían marchado; necesitaba hacer algo, tal como un sortilegio fácil y conocido. Por otra parte, le complacía el tiempo que había que pasar ante el espejo.
La reina separó los restos de su gato en dos montones, uno de ellos de cálidos huesos, y el otro una masa viscosa que aún humeaba levemente. Eligió uno de los huesos y se lo llevó hasta los rojos labios, encogiendo el dedo meñique. Retuvo el hueso entre los dientes, y se colocó delante de la chapa de latón, contemplándose con soñoliento placer. Luego arrojó el hueso a la lumbre y buscó otro.
Nadie la contemplaba. Era extraño, por lo tanto, en aquellas circunstancias, la forma en que se volvía una y otra vez, desde el espejo al montoncillo de huesos, colocándose uno en la boca y mirando a ver si se desvanecía en el aire, para luego echar el hueso al fuego. Se movía con tanta gracia como si estuviera danzando, como si realmente hubiese alguien contemplándola, o como si le bastara con estarse observando ella misma.
Por fin, y antes de que hubiera hecho la prueba con todos los huesos, perdió interés en la operación. Cogió con gesto impaciente todos los restos y los echó por la ventana, sin preocuparse del lugar donde caían. Luego atizó el fuego, tendióse en el gran lecho haciendo extraños movimientos, y quedóse allí en la oscuridad, sin dormirse, moviendo el cuerpo con disgusto.
- Y ésta, hermanos -concluyó Gawain-, es la razón de que nosotros, los de Cornwall y Orkney, vayamos contra los reyes de Inglaterra, y más que nada contra el clan de los Mac Pendragon.
- Por eso nuestro padre se fue a luchar contra el rey Arturo, ya que éste es un Pendragon. Nuestra madre así lo asegura.
- Y no debemos olvidar jamás el agravio, porque nuestra madre es una Cornwall. Dama Igraine es nuestra abuela.
- Hay que vengar a la familia.
- Sí, pues nuestra madre es la mujer más hermosa que hay en el amplio y viejo mundo.
- Y también porque la amamos.
Ciertamente que la querían. Tal vez todos nosotros entregamos sin reservas nuestro corazón a aquellos que menos se preocupan de lo que nos depara la suerte.
CAPITULO II
En los bastiones de su castillo de Camelot, durante el intervalo de paz que mediaba entre dos de las Guerras Gaélicas, el joven rey de Inglaterra se hallaba una tarde al lado de su antiguo preceptor, contemplando los reflejos purpúreos del atardecer. Una tenue luz inundaba las tierras que se hallaban debajo de ellos, y el río discurría lentamente entre la venerable abadía y el majestuoso castillo, mientras sus aguas, enrojecidas por el crepúsculo, reflejaban las agujas, las torrecillas y los pendones que colgaban inmóviles en la atmósfera quieta.
El paisaje se extendía ante los dos observadores como una escena de juguete, ya que se encontraban en una elevada torre que dominaba toda la comarca. A sus pies podía verse la hierba del patio exterior -resultaba impresionante mirar directamente hacia abajo-, y a un hombre empequeñecido que llevaba dos cubos sostenidos por un palo y se dirigía hacia el recinto de los animales. Más hacia la puerta del castillo, que no impresionaba tanto contemplar porque se hallaba alejada de la vertical, el centinela nocturno recibía la guardia del sargento. Ambos golpearon los talones al saludarse, presentaron sus lanzas e intercambiaron contraseñas con voz alegre, aunque para los dos observadores todo transcurrió casi en silencio debido a la distancia a que se hallaban. Los centinelas parecían soldaditos de plomo, y sus pasos no resonaban entre la jugosa hierba que las ovejas dejaban muy corta. Por dentro de los lienzos de la muralla se oía el rumor de las comadres parloteando, los chiquillos gritando, los cabos que reían roncamente, y el distante tintineo de las campanillas de dos o tres leprosos de cogulla blanca, que anunciaban así su presencia para que se apartaran los sanos. Varias monjas, por parejas, iban recogiendo limosnas, y unos tratantes, interesados en un caballo, se peleaban entre sí.
Al otro lado del río, que corría directamente debajo de los muros del castillo, había un labrador arando el campo con un caballo; su arado chirriaba al hender la tierra, pero el ruido tampoco llegaba hasta la fortaleza. Había un silencioso personaje no muy lejos del labrador, pescando salmones -los ríos no estaban llenos de suciedad, en aquella época, como ahora-, y más allá un asno daba su concierto vespertino a la noche que se acercaba. El conjunto de aquellos ruidos llegaba muy atenuado hasta la torre, como si los dos observadores estuvieran escuchando por el extremo opuesto de un megáfono.
Arturo era un joven que se hallaba en el umbral de la vida. Tenía pelo rubio y rostro no muy despierto o, al menos, carente de toda expresión de astucia. Su semblante era franco, de ojos afables y expresión que trasuntaba fidelidad, como si se tratase de un buen estudiante que gozara con estar vivo, y no creyese en el pecado original. La vida nunca le trató de forma excesivamente injusta, y por ello era afectuoso con la gente.
El rey se hallaba vestido con una túnica de terciopelo que había pertenecido a Uther el Conquistador, su padre, y que estaba adornada con las barbas de catorce reyes, ya desvanecidos en el pasado. Por desgracia, algunos de esos reyes tuvieron el pelo rojizo, otros moreno, otros rubio muy claro, y el conjunto ofrecía el aspecto de una boa multicolor. Los bigotes se hallaban retorcidos sobre los botones.
Merlín tenía una barba blanca que le llegaba casi hasta la cintura. Usaba gafas de cuerno y llevaba puesto su capirote de mago, el cual utilizaba como atención a los siervos sajones del país, uno de cuyos sombreros típicos era un cono de paja parecido al capirote de Merlín.
Los dos observadores hablaban de vez en cuando, entre los intervalos en que permanecían escuchando. Arturo fue el que habló ahora.
- Bien -dijo-, debo decir que estoy contento con ser rey. Ha sido una espléndida batalla.
- ¿Eso creéis?
- Desde luego. Recordad la forma en que Lot de Orkney salió huyendo, después de que empecé a usar mi Excalibur.
- El os tuvo en situación apurada.
- Eso no fue nada. Era porque no utilizaba la Excalibur. En cuanto desenvainé mi fiel espada, salieron corriendo igual que conejos.
- Volverán los seis -aseguró el mago-. Vendrán de nuevo los reyes de Orkney, de Garloth, de Gore, de Escocia, de Tower, y los Cien Caballeros. En resumen, toda la confederación gaélica. Debéis reconocer que vuestras pretensiones acerca de ese trono son un tanto forzadas.
- Dejad que vengan -replicó Arturo-. No me importa. Les derrotaré como se merecen, y entonces se darán cuenta de quién es el amo.
El anciano se colocó la punta de la barba en la boca y comenzó a mordérsela, como solía hacer cuando estaba preocupado. Luego la echó fuera de la boca, y se puso a enrollarla en dos puntas, con los dedos.
- Espero que aprendáis algún día -declaró el mago-, pero Dios sabe que es una tarea ingrata y descorazonadora.
- ¿Ah, sí?
- Claro que sí -contestó Merlín, irritado-. ¿Ah, sí? ¿Ah, sí? ¿Eso es todo lo que se os ocurre?, ¿ah, sí?, igual que a un niño en la escuela.
- Mandaré que os corten la cabeza, si no tenéis un poco más de cuidado.
- Cortádmela. Estaría muy bien que lo hicierais, así no tendría que seguir enseñándoos.
Arturo acodóse sobre una almena y miró a su anciano amigo.
- ¿Qué os ocurre, Merlín? - inquirió-. ¿He hecho algo malo? Lo lamento, si así ha sido.
El mago se alisó con meticulosidad la barba y luego se sonó las narices.
- No es tanto lo que hacéis -declaró-, como la forma en que discurrís. Si hay algo que no pueda sufrir, es la estupidez. Siempre he dicho que ser estúpido es pecar contra el Espíritu Santo.
- Sé que pensáis así.
- Y ahora venís con sarcasmos.
El rey cogió al anciano mago por los hombros y le volvió hacia él.
- Veamos -dijo-. ¿Qué sucede? ¿Estáis de mal humor? Si he hecho alguna tontería, decídmelo, pero no sigáis hablando de ese modo.
Estas palabras tuvieron la virtud de enfadar aún más al viejo mago.
- ¡Que os lo diga! - exclamó-. ¿Y qué pasará si nadie os aconseja? ¿Es que no vais a pensar nunca por vuestra cuenta? ¿Qué pasará si me encierro en esa condenada madriguera? ¿Eh, qué sucederá?
- Vaya, no sabía que hubiese una madriguera en este asunto -replicó Arturo.
- ¿Madriguera? ¿Qué madriguera? ¿Puede saberse qué demonios estoy diciendo?
- Estupideces -manifestó el rey-. Es decir, estabais hablando de la estupidez, hace un momento.
- Ah, sí, eso es. Tenéis la virtud de irritarme de tal modo, que ya no sé ni lo que digo. ¿Cómo empezó lo que estábamos hablando?
- Con lo de la batalla.
- Ahora recuerdo -dijo Merlín-, justamente así comenzó la conversación.
- Yo dije que había sido una batalla magnífica.
- Sí, lo recuerdo.
- Pues bien, fue una batalla magnífica -repitió Arturo, como disculpándose- y la gané yo solo, por eso estoy más contento.
Los ojos del mago se velaron como los de un buitre, al tiempo que se recluía dentro de sí mismo. Reinó el silencio en la torre durante varios minutos, mientras una pareja de halcones peregrinos que habían sido soltados desde un campo vecino volaban sobre las cabezas de los dos hombres en una persecución juguetona, en tanto chillaban «¡Kik-kik-kik!» y hacían sonar sus campanillas. Merlín reapareció con su mirada de nuevo.
- Ha sido una gran hazaña -afirmó lentamente-, el ganar esa batalla.
A Arturo le habían enseñado a ser modesto, y no se dio cuenta del sarcasmo.
- Bueno, tuve un poco de suerte.
- Sí, fue una gran heroicidad -repitió Merlín-. ¿Cuántos de vuestros soldados murieron?
- No lo sé muy bien.
- Claro.
- Kay dijo que…
El rey se interrumpió en medio de la frase, y miró al mago.
- Claro que no fue muy divertido, de todas formas -manifestó-; pero no pensé en ello.
- Las bajas fueron más de setecientas. Todos soldados, desde luego. Ninguno de los caballeros resultó herido, exceptuando uno que se cayó del caballo y se fracturó una pierna -replicó Merlín, y al ver que Arturo no contestaba, prosiguió diciendo con amargura-: Bueno, había olvidado que vos también tenéis algunos cardenales.
Arturo se miró las uñas y contestó:
- Me disgusta cuando habláis como un necio.
Merlín mostróse encantado.
- Eso está mejor -dijo, rodeando con un brazo los hombros del rey, y sonriendo alegremente-. Pensad por vos mismo, Arturo. Pedir consejo es algo lamentable. Además, dentro de poco no estaré aquí para aconsejaros.
¿De qué estáis hablando? ¿Qué es eso de que no estaréis aquí, y lo de la madriguera, y todo lo demás?
- No es nada. Dentro de poco me enamoraré de una chica llamada Nimue, la cual aprenderá mis sortilegios y me mantendrá encerrado en una cueva durante varios siglos. Es una de esas cosas que no pueden evitarse.
- ¡Pero Merlín, eso es horrible! Permanecer encerrado varios siglos, como un sapo en un agujero… Tenemos que hacer algo para evitarlo.
- Tonterías -dijo el mago-. A ver, ¿de qué estaba yo hablando?
- De esa damisela…
- Sí, hablaba de los consejos, y de que no debéis guiaros mucho por ellos. Bien, de todos modos, voy a daros ahora unos cuantos. Os ruego que penséis en las batallas, en vuestro reino de Gramarye y en las cosas que debe hacer un rey. ¿Lo prometéis?
- Desde luego, claro que sí. Pero respecto a esa muchacha que aprende sortilegios…
- Debéis comprender que es un asunto que concierne al pueblo, tanto como al rey. Cuando dijisteis que la batalla había sido magnífica, estabais hablando como vuestro padre. Deseo que penséis por vos mismo, para que hagáis honor a toda esa educación que os he proporcionado. Más adelante, cuando yo sólo sea un anciano encerrado en un agujero.
- ¡Merlín!
- Bueno, bueno, sólo lo dije por suscitar vuestras simpatías. En realidad, resultará un placer descansar unos cientos de años, y en cuanto a Nimue, la estoy añorando bastante. Pero lo importante es que debéis pensar vos solo, en lo concerniente a las batallas. ¿Os habéis dado cuenta del estado en que se halla el país, o es que durante toda vuestra vida vais a ser como Uther Pendragon?
- No he meditado mucho en eso.
- Desde luego. En tal caso, permitidme que piense un poco por vos. Suponed que hablamos de vuestro gaélico amigo, sir Bruce Sans Pitié.
- ¡Ese tipo!
- Ese mismo. ¿Y por qué le llamáis así?
- Es un cochino. No hace más que violar doncellas, y en cuanto un caballero de verdad se acerca para salvarlas, él sale huyendo a toda prisa. Se dedica a criar caballos especiales para que no puedan alcanzarle, y además, apuñala a la gente por la espalda. Es un bandido, y voy a matarle en cuanto le eche el guante encima.
- A mi entender -declaró Merlín-. no me parece que sea muy diferente a los demás. ¿Qué significa todo eso de la caballería, al fin y al cabo? Quiere decir, sencillamente, ser lo suficientemente rico para tener un castillo y una armadura, y entonces dedicarse a hacer de los sajones lo que uno desea. El único riesgo que se corre es sufrir unos magullones, cuando uno se cruza con otro caballero. Recordad aquella justa que visteis entre Pelinor y Grummore. cuando erais pequeño. La armadura es lo que cuenta. Los barones pueden abusar del pobre pueblo cuanto les venga en gana, se pelean entre ellos, y el resultado es que el país está devastado. La Fuerza es la Razón, dice el lema. Bruce Sans Pitié sólo es un ejemplo de algo que resulta general. Fijaos en Lot, en Nentres, en Uriens y en toda la tropa gaélica, luchando contra vos por el Reino. Extraer una espada de un yunque no es prueba legal de descendencia, lo admito, pero esos monarcas no os combaten sólo por tal razón. Se rebelan, aunque sois el soberano absoluto, sencillamente porque el trono está inseguro. Solemos decir que las dificultades de Inglaterra son las oportunidades de Irlanda. Esta es la ocasión que tienen para devolver los agravios, para derramar un poco de sangre deportivamente, y para obtener botines en los saqueos. Su belicosidad no les cuesta demasiado porque van vestidos con armadura, lo cual parece constituir un placer también para vos. Pero observad el país; mirad los graneros incendiados, los cadáveres tendidos en tierra, los caballos con el vientre hinchado al borde de las carreteras, los molinos derruidos, el dinero enterrado, la inseguridad de los caminos, por los que nadie osa transitar llevando oro o adornos encima. Esa es la caballería de estos tiempos. Ese es el legado de Uther Pendragon. ¡Y os atrevéis a decir que la batalla ha sido magnífica!
- Sólo pensé en mí mismo, ciertamente.
- En efecto.
- Debí acordarme de las gentes que no poseen armadura.
- Justamente.
- ¿Habéis dicho que la Fuerza es la Razón, Merlín? - manifestó el rey Arturo.
- Sois un chico astuto, Arturo, pero no haréis caer en una trampa a vuestro preceptor, así como así. Soy un zorro demasiado viejo para dejarme cazar, y no pensaré más por vos. El resto debéis resolverlo vos mismo.
- Está bien -dijo el rey-, lo pensaré.
Y se puso a reflexionar mientras se acariciaba el labio superior, donde con el tiempo le crecería el bigote.
Ocurrió un pequeño incidente, antes de que se retirasen de la torre. El hombre que había llevado los cubos al recinto de los animales, regresó con los recipientes vacíos y pasó justamente debajo de la torre, como un diminuto personaje, en dirección a la cocina. Arturo, que había estado jugueteando con una piedra que se soltó de una almena, cansóse de pensar y se inclinó hacia afuera con la piedra en la mano.
- ¡Qué diminuto se ve Curselaine! - dijo.
- Sí, insignificante.
- Me pregunto qué le sucederá si dejo caer esta piedra en su cabeza.
Merlín calculó la altura y repuso:
- A una velocidad de treinta y dos pies por segundo, creo que resultaría muerto. Esa piedra le haría pedazos el cráneo.
- Nunca he matado a nadie de esta forma -dijo el joven, como si estuviese meditando algo.
Merlín le observó y repuso:
- Sois el rey. Nadie puede deciros nada, si lo intentáis.
Arturo quedóse inmóvil, asomado con la piedra en la mano. Luego, sin mover el cuerpo, sus ojos miraron de reojo hasta encontrarse con los de su tutor.
La piedra hizo caer el capirote de Merlín tan limpiamente como un flechazo, y el anciano tuvo que agacharse con rapidez a recoger su sombrero.
Arturo se sentía feliz. Igual que el hombre antes de su caída en el Paraíso, el joven gozaba inocentemente con su fortuna. En lugar de ser un pobre escudero, era rey. En vez de ser huérfano, era querido por casi todos, menos por los gaélicos, y Arturo, por su parte, amaba a todo el mundo.
Por lo que a él concernía, era como si nunca hubiese habido el menor vestigio de tristeza sobre la jocunda y hermosa superficie de la tierra.
CAPITULO III
Sir Kay había oído hablar de la reina de Orkney, y sintió deseos de saber algo de ella.
- ¿Quién es la reina Morgause? - preguntó a Merlín un día-. Me han dicho que es muy hermosa. ¿Por qué los Antiguos luchan contra nosotros? ¿Cómo es su marido, el rey Lot, y cuál es su verdadero nombre? Oí que alguien le llamaba Rey de las Islas Exteriores, mientras que otros le llaman Rey de Lothian y Orkney1. ¿Dónde se encuentra Lothian? ¿Está cerca del Brasil? No alcanzo a comprender el motivo de esa rebelión. Todo el mundo sabe que el rey de Inglaterra es su jefe supremo. También sé que tiene cuatro hijos. ¿Es cierto que la reina Morgause no se lleva bien con su marido?
Regresaban de pasar un día en la montaña, donde habían estado cazando perdices con los halcones peregrinos. Merlín se les había unido para dar un paseo a caballo. Últimamente se había vuelto vegetariano y contrario, por principio, a los deportes sanguinarios, si bien los había practicado durante la mayor parte de su despreocupada juventud. Pero le gustaba enormemente contemplar el vuelo de los halcones, aunque no quisiera decirlo. Los perfectos círculos que el ave trazaba en el cielo, así como el «bur-r-r» con que se lanzaba contra las perdices, y la forma en que las mataba instantáneamente, eran tentaciones a las que cedía fácilmente, aun con la incómoda sensación de que cometía un pecado. Se consolaba pensando que las presas iban a parar a la cazuela, lo cual era una pobre excusa, pues en esos momentos no admitía los platos de carne.
Arturo, que cabalgaba vigilante, como monarca cuidadoso que era, retiró la vista de unos matorrales que podían haber albergado a algunos asesinos emboscados -lo cual solía ocurrir en aquellos viejos tiempos de anarquía-, y observó con el ceño fruncido a su preceptor.
Pensaba cuál de las preguntas de Kay elegiría Merlín para contestar primero. Sin embargo, otra parte de su mente seguía considerando aún las posibilidades de aquella comarca. Sabía que los halconeros se hallaban bastante detrás de ellos -los hombres llevaban los halcones encapuchados sobre un soporte de madera sujeto a los hombros, e iban flanqueados por un guardia a cada lado-, y que delante podía haber un sitio de donde partiera una flecha como la de William Rufus.
Merlín se decidió por la segunda pregunta de Kay.
- Las guerras nunca se llevan a cabo por una sola razón -manifestó-, sino por motivos muy numerosos. Lo mismo ocurre con las rebeliones.
- Pero tuvo que haber un motivo principal -dijo Kay.
- No siempre sucede así.
Arturo observó en ese momento:
- Podemos ir al paso, ahora. Hace ya dos millas que dejamos de oír los relinchos, y conviene ir despacio para que los soldados puedan alcanzarnos. Eso permitirá también que nuestros caballos descansen un poco.
A Merlín se le cayó el capirote, y tuvieron que detenerse para que pudiera recogerlo. A continuación hicieron avanzar sus caballos despacio, en fila.
- Una de las razones -dijo el mago-, es la eterna querella entre los gaélicos y los galos. La Confederación Gaélica está representada por una antigua raza que fue expulsada de Inglaterra por otras razas de las que sois los representantes. Como es lógico, no tienen demasiados motivos para ser atentos con vosotros.
- No alcanzo a comprender lo de las razas históricas -aseguró Kay-. Nadie sabe cuál es una raza y cuál es la otra. En cualquier caso, todos los demás son vasallos.
El anciano le miró con expresión divertida.
- Una de las cosas más asombrosas de los normandos -dijo-, es que nunca saben nada de nadie más que de sí mismos. Y vos, Kay, como caballero normando, lleváis tal peculiaridad hasta el límite. Me pregunto si sabéis lo que es el gaélico, al que algunos llaman celta.
- Creo que celta es una espada -dijo Arturo, sorprendiendo enormemente al mago con aquella respuesta.
- No, no se trata de una espada -repuso el mago, sin poder evitar una sonrisa-, sino de una raza. Pero llamémoslos mejor gaélicos. Son los Antiguos, los que habitan en Bretaña, Gales, Cornualles, Irlanda y Escocia. Son los pictos, y…
- ¿Pictos? - inquirió Kay-. Creo haber oído hablar de los pictos. Son unas plantas con pinchos, ¿verdad?
- Eso son cactos -contestó Merlín-. Creo que he malgastado el tiempo con vos.
El rey dijo entonces pensativamente:
- ¿Pensáis hablarnos de las razas, Merlín? Creo que será conveniente para que comprenda la situación, si es que va a producirse una segunda guerra.
Esta vez fue Kay el asombrado.
- ¿Va a haber otra guerra? - preguntó-. Es la primera vez que oigo hablar de eso. Creí que la rebelión había sido aniquilada el año pasado.
- Han constituido una nueva confederación, al regresar a sus tierras, con otros cinco reyes, lo que eleva el número anterior a once monarcas. Los últimos que se han unido también tienen sangre antigua. Son Clariance de Humberland del Norte, Idres de Cornualles, Cradelmas de Gales del Norte, Brandegoris de Stranggore y Anguish de Irlanda. Eso supondría una guerra en toda regla, me temo.
- Y de todas las razas -manifestó Kay.
- Adelante -dijo Arturo, dirigiéndose a Merlín-. Me gustaría que lo explicarais. Pero sin demasiados detalles, por favor.
Merlín abrió la boca y la cerró en seguida, al desconcertarse ante esta última petición.
- Pues bien -comenzó diciendo-, hace tres mil años el país que hoy gobernáis pertenecía a una raza gaélica que luchaba con hachas de cobre. Mil años más tarde fueron rechazados hacia el oeste por otra raza gaélica que combatía con espadas de bronce. Y por fin, hace mil años, se produjo una invasión teutónica de gentes que empleaban armas de hierro, si bien no llegaron a apoderarse de todas las islas de los pictos, porque los romanos llegaron por esa época e intervinieron en las contiendas. Se marcharon los romanos hace unos ochocientos años, y entonces otra invasión teutónica, integrada principalmente por sajones, siguió empujando a los primitivos pobladores hacia el oeste, como de costumbre. Los sajones comenzaban a asentarse ya en el país, cuando tu padre, el Conquistador, llegó con sus normandos, y así están hoy las cosas. Robín de los Bosques era un guerrillero de origen sajón.
- Así pues -resumió Arturo-, nosotros, los normandos, tenemos a los sajones por vasallos, mientras que éstos, a su vez, tuvieron en un tiempo a otros siervos, los gaélicos, los Antiguos. En tal caso, no sé por qué la confederación gaélica desea luchar contra mí, que soy un rey normando, cuando fueron los sajones los que les invadieron. Además, todo eso ocurrió hace muchos siglos.
- Estáis menospreciando la memoria de los gaélicos, querido muchacho. Ellos no hacen distinciones. Los normandos son una raza teutónica, como los sajones, a los que vuestro padre conquistó. Por lo que se refiere a los Antiguos, ellos consideran estas dos razas como ramas del mismo grupo de extranjeros que les empujaron hacia el norte y el oeste.
Kay dijo con decisión:
- No puedo resistir más lecciones de Historia. Después de todo, ya somos adultos. Si seguimos así volveremos a dar clase de dictado.
Arturo sonrió y comenzó a repetir el conocido sonsonete: «Barbara celerent darii ferioque prioris», mientras Kay cantaba las cuatro líneas siguientes a contrapunto.
- Vosotros lo quisisteis -dijo Merlín.
- Lo tenemos bien merecido.
- Lo cierto es que la guerra se va a producir porque los teutones, los galos o como queráis llamarles, molestaron a los gaélicos hace mucho tiempo -apuntó Arturo.
- Nada de eso -repuso el mago-. jamás he dicho nada parecido.
Los dos jóvenes miraron a su preceptor.
- Lo que dije es que la guerra estallará por numerosas razones, y no por una sola. Otro de los motivos es que la reina Morgause es la que lleva los pantalones.
Arturo manifestó lentamente:
- A ver, aclaremos esto. Primero me disteis a entender que Lot y los demás se habían rebelado porque eran gaélicos, y nosotros normandos, pero ahora me decís que ello se debe a que la reina de Orkney usa pantalones. ¿No podríais ser un poco más explícito?
- Existe la enemistad entre gaélicos y normandos de que hemos estado hablando, pero hay igualmente otros motivos. Seguramente no habréis olvidado que vuestro padre dio muerte al conde de Cornwall antes de que nacierais, ¿verdad? Pues bien, la reina Morgause era una de las hijas de ese conde.
- Las bellas hermanas de Cornwall -observó Kay.
- Exactamente. Habéis conocido a una de ellas, Morgana le Fay. Eso fue cuando erais amigos de Robín de los Bosques, y la hallasteis en su castillo de manteca de cerdo. La tercera hermana es Elaine. Las tres son hechiceras, de uno u otro modo, si bien Morgana es la única que se lo toma en serio.
- Si mi padre dio muerte al padre de la reina de Orkney -apuntó el rey-, en tal caso creo que ella tiene buenas razones para pedir a su marido que se levante contra mí.
- Pero ésa es una cuestión personal. Las razones personales no justifican una guerra.
- Además -prosiguió Arturo-, si mi raza expulsó a los gaélicos de sus tierras, debe admitirse que los súbditos de la reina de Orkney tienen otro buen motivo, asimismo, para apoyarla en esa guerra.
Merlín rascóse el mentón entre las barbas, y al cabo de un momento manifestó:
- Uther, vuestro llorado padre, era un invasor. Eso fueron también sus predecesores en estas tierras, los sajones, que echaron de aquí a los Antiguos. Pero si seguimos retrocediendo de este modo no acabaremos nunca, porque los Antiguos, los gaélicos, también fueron unos invasores que avasallaron a la primitiva raza, la de las hachas de cobre, y hasta los de las hachas de cobre seguramente agredieron a alguna pandilla de salvajes que usaban herramientas de piedra. De continuar así, llegaríamos hasta Caín y Abel. Lo importante es que la conquista sajona se llevó a cabo, lo mismo que se realizó la conquista normanda sobre los sajones. Vuestro padre, Arturo, expulsó a los sajones hace mucho tiempo, brutalmente o no, y con el correr de los años ha debido aceptarse el status quo. También quisiera hacer notar que la conquista normanda fue un proceso de fusión de pequeñas fracciones en unidades más grandes, mientras que la actual rebeldía de la Confederación Gaélica apunta hacia la desintegración del país. Lo que desean es deshacer lo que llamamos el Reino Unido, en una serie de ridículos reinos minúsculos. Por eso no podría decir que sus razones sean válidas.
Se rascó de nuevo la barbilla y se mostró decididamente iracundo.
- Jamas he podido tragar a ese tipo de nacionalistas -añadió-. El destino del Hombre es unirse, no separarse. Si persiste el proceso de separación, se termina en una bandada de monos arrojándose nueces unos a otros desde los árboles.
- De todos modos -manifestó el rey-, parece que la provocación fue evidente. Quizá no debiera luchar, ¿qué os parece?
- ¿Y rendiros? - preguntó Kay, más divertido que disgustado.
- Podría abdicar.
Arturo observó a Merlín, el cual se negó a mirarle. El mago siguió con la vista clavada al frente, mientras masticaba su barba.
- ¿Debo renunciar?
- Sois el rey -dijo el anciano, tercamente-. Nadie podrá deciros nada si lo hacéis.
Más tarde, Merlín comenzó a hablar con tono más suave.
- ¿Sabéis que yo era uno de los Antiguos? - declaró-. Mi padre era un demonio, afirman, pero mi madre era gaélica. La única sangre humana que poseo, me viene, pues, de los Antiguos. De modo que aquí me tenéis, criticando sus ideas de nacionalismo y siendo lo que sus fanáticos llamarían un traidor, porque con insultos es como creen ganar los debates. ¿Y sabéis otra cosa, Arturo? La vida ya es de por sí demasiado complicada, para que vayamos a amargarla aún más con diferencias nacionales, y guerras, y querellas.
CAPITULO IV
El heno ya estaba casi recogido, y el maíz estaría maduro una semana más tarde. Los tres hombres se sentaron a la sombra, en un extremo de los maizales, observando a la gente de piel bronceada y blancos dientes que se apresuraban en sus faenas bajo los rayos del sol, afilando sus guadañas, segando con rítmicos movimientos y en general haciendo todo lo necesario para concluir satisfactoriamente el fin del año agrícola. Había paz en los campos que rodeaban el castillo. Mientras contemplaban a los segadores, abrieron las hojas de unas mazorcas de maíz, no del todo maduras, que habían cogido, e hincaron los dientes con gusto, saboreando la áspera lechosidad del grano.
- Cuando yo era joven -dijo Merlín-, existía la idea de que era improcedente hacer guerras, de cualquier clase que fueren. Muchas gentes, en aquellos días, declaraban que no combatirían en ningún caso.
- Quizá tuvieran razón -contestó el rey.
- No. Existe una buena razón para luchar, y es cuando otros le atacan a uno. Las guerras son males que originan seres indignos. Es algo tan reprobable que no debe ser consentido. Cuando se tiene la seguridad de que los otros han comenzado, entonces es el momento de hacer todo lo posible por detenerles.
- Pero sucede que ambas partes aseguran siempre que el otro fue quien empezó.
- Claro que lo hacen, y es una buena señal que así ocurra. Al menos demuestran que todos se dan cuenta de la maldad que hay en iniciar una contienda.
- Pero hay razones -repuso Arturo- como la de que un pueblo haga padecer hambre a otro, es decir, causas pacíficas, de tipo económico y no belicoso, en cuyo caso las víctimas deben luchar por sobrevivir. ¿Comprendéis lo que quiero decir?
- Lo comprendo -dijo el mago-, pero considero que estáis equivocado. No hay excusa alguna para iniciar una guerra. Un asesino, por ejemplo, nunca podrá decir que su víctima era rica y le estaba oprimiendo. En consecuencia, ¿por qué habían de hacer eso mismo las naciones? Los errores deben remediarse con razones, no mediante la fuerza.
Kay manifestó entonces:
- Suponed que el rey Lot, de Orkney, desplegase todo su ejército a lo largo de la frontera del norte. ¿Qué podría hacer nuestro rey Arturo más que enviar sus propios ejércitos para que se colocasen en la misma línea? Luego, suponiendo que los hombres de Lot desenvainaran las espadas, ¿qué otro remedio les quedaba a los nuestros más que imitarles? Y la situación aún podría ser más complicada que lo dicho. Me parece que resulta muy difícil poder determinar con exactitud la responsabilidad de una agresión.
Merlín mostróse un poco impaciente.
- Sólo es porque queréis pensar de ese modo -contestó-. Evidentemente, Lot sería el agresor al hacer el primero el despliegue de fuerzas. Siempre es posible descubrir al villano, cuando se tiene una mentalidad abierta. En última instancia el culpable es en definitiva el que da el primer golpe.
Pero Kay siguió insistiendo en su argumento.
- Tomemos el caso de dos hombres -afirmó-, en lugar de dos ejércitos. Ambos se hallan frente a frente, sacan las espadas, pretendiendo que es por una razón válida, se observan, buscando el punto más vulnerable del contrario, y hasta hacen algunas fintas con las espadas, pretendiendo golpear, pero sin hacerlo. ¿Queréis decir que en tal caso el agresor sería aquel que lanzase el primer golpe?
- Sí, de no haber otra base para juzgar. Aunque tal vez lo fuera el que desenvainó antes la espada.
- Eso de pensar en el que golpea primero no conduce a nada. Suponed que los dos golpean al mismo tiempo, o que no se advierte cuál ha sido el primero en dar el golpe.
- De todos modos, casi siempre hay algún indicio que permite establecer la culpabilidad -dijo Merlín-. Emplead el sentido común. ¿Qué razón tiene nuestro rey Arturo para llevar a cabo una agresión? Ya es el soberano de todos ellos y no tiene objeto que lleve a cabo el ataque. Nadie suele pelear por aquello que le pertenece.
- En realidad, no me siento responsable de haber iniciado esta contienda -aseguró Arturo-. A decir verdad, ni sabía que iba a estallar hasta que ocurrió. Supongo que ello será debido a que me eduqué en el campo.
- Cualquier hombre razonable -prosiguió el preceptor, haciendo caso omiso de la interrupción- que tenga la mente serena, puede acertar en casi todos los casos, cuando se trata de adivinar quién es el agresor. Incluso puede establecer qué bando se beneficiará más con una guerra, y ello es motivo suficiente para que se originen sospechas. Advertirá quién fue el primero en lanzar las amenazas y en armarse, y al fin podrá señalar casi con certeza al verdadero culpable.
- Habladnos de otra cosa -dijo Kay-; empiezo a cansarme de esta larga conversación sobre el bien y el mal.
- Contad algo acerca de Lot -terció Arturo-. Deseo saber cosas de él, si voy a tener que combatirle. Lo cierto es que a mí sí me interesa lo relativo al bien y al mal.
- El rey Lot… -comenzó diciendo Merlín, pero fue interrumpido por Kay.
- O mejor -dijo éste-, habladnos de la reina. Creo que eso será más interesante.
- Pues bien, la reina Morgause…
Arturo asumió el derecho de veto por vez primera en su vida. Merlín, al ver el entrecejo fruncido del rey, volvió al tema del soberano de Orkney con inesperada humildad.
- El rey Lot -repitió- es sencillamente un miembro de vuestra realeza y de la nobleza campesina. Pero en su ascendencia se dan algunas peculiaridades.
- ¿Cuáles son?
- En primer lugar, es lo que solíamos llamar, en mi juventud, un Caballero de Ascendencia. Sus súbditos son gaélicos, lo mismo que su esposa, pero él procede de Noruega. Es un teutón, como vosotros, es miembro de una clase dominante que conquistó las islas hace ya mucho tiempo. Esto significa que su actitud hacia la guerra es la misma que hubiera tenido vuestro padre, Arturo. En realidad le importan muy poco los gaélicos o los teutones, pero va a la lucha del mismo modo que mis amigos Victorianos solían ir a la caza del zorro. Por otra parte, su mujer le impulsa a ello.
- A veces -dijo el rey-, me gustaría que fuerais como todo el mundo, Merlín. ¿Qué demonios es eso de vuestros amigos Victorianos?
Merlín mostróse indignado.
- La comparación entre las guerras de los normandos y la caza del zorro de los Victorianos es perfecta -aseguró-. Dejad a vuestro padre y al rey Lot fuera del asunto, por el momento, y echad un vistazo a la literatura. Observad los mitos normandos acerca de figuras legendarias, como los reyes angevinos. Desde Guillermo el Conquistador a Enrique III, todos ellos solían llevar a cabo una guerra por temporada. Llegada la época, se colocaban la hermosa armadura que les reducía el riesgo de heridas al mínimo. Fijaos en la decisiva batalla de Brenneville, en la que tomaron parte novecientos caballeros, y sólo murieron tres; en la del Monte San Michel, en cuyo asedio se consideró poco correcto atacar debido a que los defensores carecían de agua; en la de Malmesbury, que fue suspendida a causa de la lluvia. Esa es la herencia que habéis recibido, Arturo.
Os habéis convertido en rey de unos dominios donde los agitadores populares se odian unos a otros por motivos raciales, mientras que la nobleza combate entre sí por diversión. Y ni el fanático racial ni el noble señor se detienen a considerar los intereses del soldado común, que es, en general, sobre quien recaen los males. A menos que podáis remediar las cosas, rey Arturo, vuestro reinado se caracterizará por una serie de pequeñas contiendas, en las que las agresiones se deberán a razones maliciosas o a deseos de competencia, y en las que los humildes serán únicamente los que mueran. Por eso os he pedido que reflexionéis. Por eso…
- Me parece -dijo el rey Arturo-, que Dinadan nos está haciendo señas. Seguramente la cena ya está dispuesta.
CAPITULO V
La casa de la madre Morlana, en las Islas Exteriores, era poco más grande que una cabaña, pero resultaba cómoda y se hallaba llena de cosas interesantes. Había dos herraduras clavadas en la puerta; cinco estatuillas obsequiadas por peregrinos, con los gastados rosarios en torno a ellas; varios escapularios colgados; veinte botellas con rocío de la montaña; unos treinta litros de aceite de palma, y gran cantidad de hebras de lana. También se veía allí una larga hoja de guadaña que la anciana pensaba usar contra los ladrones -si alguno era lo suficientemente imprudente como para entrar allí-, y en la chimenea había algunas pieles secas de anguila clavadas, y trozos de cuero de caballo. Debajo de las pieles de anguila se encontraba una gran botella de whisky. Delante tomaba asiento un santón irlandés que vivía junto a unas colmenas de las Islas Exteriores, y el cual tenía un vaso de whisky en la mano. Era un santo renegado, que había caído en la herejía de Celestio, el cual creía que el alma era capaz de lograr su propia salvación.
- Dios y la Virgen os bendigan, madre Morlana -dijo Gawain-. Hemos venido a que nos cuentes un cuento, señora.
- Dios, la Virgen y San Andrés os bendigan -repuso la anciana-. Y me pedís que os cuente una historia, cuando se halla presente Su Reverencia…
- Ah, buenas noches, santo Toirdealbhach, no os habíamos visto a causa de la oscuridad.
- Benditos seáis, muchachos.
- Igualmente, señor.
- Tiene que ser un cuento de crímenes, y también de cuervos de los que sacan los ojos -dijo Agravaine.
- No, no -exclamó Gareth-. Cuéntanos mejor el de la misteriosa muchacha que se casó con un hombre que había robado el mágico caballo gigante.
- Dios sea loado -hizo notar el santo Toirdealbhach-. No dejan de ser cuentos extraños esos que solicitáis.
- O mejor, santo Toirdealbhach, contadnos vos una historia.
- Decidnos algo de Irlanda.
- Sí, y de la reina Maeve, que quería tener un toro.
Los cuatro pequeños representantes de las clases superiores se sentaron donde pudieron, ya que sólo había dos escabeles, y se quedaron mirando al santo hombre en respetuoso silencio.
- ¿Queréis un cuento con moraleja?
- No, nada de moralejas. Que sea una historia de peleas. Vamos, santo Toirdealbhach, contadnos aquello de cuando le rompisteis la cabeza al obispo.
El santo varón tomó un trago de whisky y luego echó un salivazo al fuego.
- Había un rey, por aquel tiempo -comenzó a decir, y se oyó un rumor sordo de hojas secas cuando el auditorio acomodó sus traseros, dispuestos a escuchar.
«Había un rey, por aquel tiempo -repitió Toirdealbhach-, el cual, imaginaos, se llamaba el rey Conor Mac Nessa. Era un hombre como una montaña que habitaba con sus parientes en un lugar llamado Tar de los Reyes. Este soberano tuvo que batallar contra los sanguinarios O'Hara, y en la lucha resulto herido por un proyectil. Supongo que éste sería disparado por un arcabuz, o en todo caso por una honda o una ballesta. El caso es que el viejo rey quedó herido en la sien y el proyectil se alojó en el hueso del cráneo, dejándole en estado crítico. El rey aún conservaba la conciencia, y mandó a buscar a los mejores cirujanos y físicos. «Sois hombre muerto, rey Conor -dijo uno de los hombres doctos-. Tenéis el proyectil alojado en el cerebro.» Los demás fueron de la misma opinión. «Ah, ¿qué podría hacer yo? - exclamó el rey de Irlanda-. Es una desgracia que un hombre no pueda luchar hasta el fin de sus días.» «Por ahora -agregaron los médicos-, debéis evitar toda excitación violenta, o de otro modo el proyectil puede ocasionar un desgarro, el desgarro un flujo, el flujo una inflamación, y ésta daría al traste con todas las funciones vitales. Esa es vuestra única esperanza de sobrevivir; de lo contrario serviríais de alimento a los gusanos.» Como imaginaréis, pequeños, la situación era muy triste para el pobre rey Conor, que se hallaba recluido en su castillo y no podía reír ni luchar, ni beber, por temor a que le estallasen los sesos. El proyectil seguía en su sien, medio adentro, medio afuera, y fue la gran tristeza del soberano, desde aquel día.
- Vivan los médicos -dijo la madre Morlana-. Tan competentes como siempre…
- ¿Qué ocurrió entonces? - preguntó Gawain-. ¿Vivió mucho tiempo el rey?
- Ya voy a ello. Un día hubo una tormenta muy violenta, y los muros del castillo se estremecieron con los rayos, algunos de los cuales derribaron parte de las paredes. Fue la peor tormenta que se recordaba por aquella comarca desde hacía mucho tiempo. El rey salió al patio y halló en él a un hombre sabio, el cual le dijo que el Salvador había sido colgado de un árbol, por cuya razón se desató la fuerte tormenta. También habló al rey Conor del Evangelio. Entonces, fijaos bien, el rey Conor de Irlanda corrió a sus habitaciones, en busca de su espada. Lleno de santa ira se adentró allá donde la tempestad rugía con más violencia para defender a su Salvador, y de ese modo halló la muerte.
- ¿Murió?
- Sí.
- Pobre.
- Hermoso gesto el del rey -aseguró Gareth-. No le benefició, pero fue algo grande.
- Si mis médicos me dijeran que tuviese cuidado, no perdería el dominio de mí mismo por nada del mundo. Pensaría bien todo lo que hiciese -declaró Agravaine.
- Fue un hecho caballeresco -replicó Gareth.
Gawain comenzó a juguetear con los dedos de sus pies, y al fin dijo:
- Me parece que fue una tontería. Con eso no iba a adelantar nada…
- Pero trató de hacer el bien.
- No le afectaba a él o a su familia -agregó Gawain-. No sé por qué tenía que excitarse tanto.
- Claro que fue por su familia. Fue por Dios, que es familia de todos. El rey Conor quiso hacer el bien, y entregó su vida por ello.
Agravaine movió sus asentaderas sobre la crujiente capa de hojas, lleno de impaciencia. Tenía la impresión de que Gareth era un necio.
- Contadnos el cuento acerca de la forma en que fueron creados los cerdos -dijo, para cambiar de tema.
- O el del gran Conan -terció Gawain-, que por magia se quedó pegado a una silla. No le podían sacar de allí, hasta que tirando le despegaron. Pero tuvieron que coserle un trozo de piel en las posaderas. La piel era de oveja, y desde entonces las medias que usaron sus parientes estaban hechas de la lana que daba el bueno de Conan.
- No, no, nada de cuentos -dijo Gareth-. Será mejor que hablemos de asuntos más importantes. Tratemos de nuestro padre, que está lejos, en la guerra.
El santo Toirdealbhach tomó otro trago de su monumental botella, y escupió en el fuego.
- Son una gran cosa, las guerras -observó el santo, con añoranza-. Yo solía ir mucho al combate antes de que me canonizaran. Pero me cansé de tanto luchar.
Gawain observó entonces:
- No sé cómo puede cansarse la gente de ir a la guerra. A mí no me pasaría eso. Al fin y al cabo es la ocupación de los caballeros. En fin, es como si uno se hartase de ir de caza, o de usar los halcones.
- La guerra -afirmó Toirdealbhach-, está bien cuando no hay demasiados combatientes. En caso contrario, ¿cómo va a saber uno con quién lucha? Antes había guerras estupendas en Irlanda, pero eran por un toro o algo similar, y todos los combatientes se aplicaban con gran denuedo a ello.
- ¿Por qué os cansasteis de las guerras?
- ¿Cómo ha de querer matar uno a un semejante por algo que no entiende? Por eso me dediqué a los combates sencillos por aquel entonces.
- Debió de ser hace mucho tiempo.
- Sí -repuso el santo, con pesar-. Y recordando los proyectiles de que os he hablado, las luchas de escasa importancia no ocasionaban grandes daños. Esa era su ventaja.
- Estoy de acuerdo con Toirdealbhach -dijo Gareth-. Después de todo, ¿qué beneficio se obtiene dando muerte a unas pobres gentes que nada malo le han hecho a uno? Sería mucho mejor que las diferencias se resolvieran entre dos caballeros, uno contra otro, por ejemplo.
- Pero de esa forma no existirían las guerras -hizo notar Gaheris.
- Claro. Eso es una tontería. Para que haya una guerra tiene que haber gente, mucha gente.
- Y debe morir alguien -apuntó Agravaine.
El santo trasegó otra abundante dosis de whisky, canturreó unas estrofas de «Adiós, Poteen, buena suerte, cariño», y echó una mirada a la madre Morlana. Sentíase impulsado a llevar a cabo una nueva herejía, posiblemente como resultado del alcohol, y ésta tenía que ver con el celibato del clero. Ya había promulgado una herejía acerca de la forma de la tonsura, y la acostumbrada sobre la fecha de Pascuas, pero la herejía de ahora le hacía sentir que la presencia de los muchachos resultaba innecesaria.
- Las guerras -manifestó con disgusto- no son asunto agradable. No sé cómo podéis querer que se hable de ellas, cuando no sois más que unos polluelos. Y ahora, marchaos, antes de que me disguste con vosotros.
Los santos, como sabían muy bien los Antiguos, eran gente a la que no convenía irritar, por lo que los chiquillos se pusieron en pie rápidamente.
- Bueno, santidad -dijo uno de ellos-, no os ofendáis. Sólo queríamos haceros unas preguntas.
- ¡Preguntas! - exclamó el hombre, y echó mano al atizador, con lo que los pequeños huyeron de la estancia en un abrir y cerrar de ojos y salieron al patio iluminado por el sol, mientras los anatemas y maldiciones resonaban detrás, en el oscuro interior del edificio.
Ya en el camino, vieron a dos asnos bastante maltrechos que buscaban hierbas en las resquebrajaduras de la muralla. Ambos animales tenían las patas atadas para que no pudieran moverse. En cuanto vieron a los asnos, los chicos tuvieron una idea. Dejarían de escuchar cuentos o de hablar de guerra, y se llevarían los asnos hasta el pequeño puerto que había más allá de las dunas, por si había llegado algún pescador con su barca. Los asnos les servirían para transportar el pescado.
Gawain y Gareth se turnaron con el asno más grueso, el uno apaleándole y el otro montando en pelo. El animal daba un salto de vez en cuando, pero se negaba a correr. Agravaine y Gaheris se hicieron cargo del asno más flaco, y el primero se montó de cara al trasero del animal, al que golpeó furiosamente con una raíz seca en torno al ano, para hacerle más daño.
Constituían una extraña escena, los cuatro chiquillos y los dos animales, cuando llegaron al mar. Los muchachos no se recataban de hacer daño a los asnos. Si bien nadie les había dicho que aquello era una crueldad, tampoco lo sabían los dos cuadrúpedos. Los animales no daban muestras de estar sufriendo, ni los niños parecían gozar atormentándoles. La única diferencia era que éstos se movían voluntariosamente, mientras que los asnos se mantenían tan estáticos como podían.
En medio de esta escena, llegó por el agua una barca mágica adornada con colgaduras blancas que emitía una extraña música mientras se deslizaba sobre las olas. Dentro venían tres caballeros y una perra, evidentemente mareada.
- Allí veo un castillo -dijo en voz alta uno de los caballeros, cuando la embarcación aún estaba algo alejada de la orilla-. Y es un hermoso castillo, a fe mía.
- Dejad de moveros así, Pelinor -dijo el segundo caballero-, o nos vamos todos de cabeza al agua.
El entusiasmo del rey Pelinor se evaporó ante semejante observación, y asombró a los cuatro pequeños espectadores al estallar repentinamente en lágrimas. Alcanzaron a oír sus sollozos mezclados con el rumor de las olas y la música de la lancha, mientras ésta se acercaba.
- ¡Oh, mar! - exclamó Pelinor-. Cuánto querría estar en tu seno. Quería hallarme cinco brazas más abajo, eso quisiera. ¡Ah, pobre de mí! ¡Pobre de mí!
- No os lamentéis de esa forma, cuando estamos a punto de desembarcar -dijo el otro.
En ese momento la lancha mágica llegó a la orilla y los tres caballeros saltaron a la playa. El tercero era negro. Se trataba de un culto caballero sarraceno, llamado sir Palomides.
- Feliz desembarco -dijo sir Palomides-, por todos los santos.
Las gentes se acercaron desde todas partes, silenciosas e indecisas. Cuando se hallaron cerca de los caballeros lo hicieron andando, si bien corrían cuando estaban más lejos. Al llegar a unas veinte yardas de los recién llegados, se detuvieron. Formaron así un círculo en torno a ellos, mirándoles en silencio, como se contempla un cuadro en un museo. Los observaban a fondo. Ahora no tenían prisa. Su mirada no era precisamente defensiva, pero tampoco amistosa. Les examinaron de pies a cabeza, ya que los forasteros venían ataviados con armaduras a las que ellos no estaban acostumbrados, tasando in mente el posible precio de aquellas marciales vestiduras. Como iban mirando de pieza en pieza, y comenzaron por los pies, bien pudieron tardar una hora en llegar al rostro de los caballeros, que iba a ser examinado en último término.
Los gaélicos continuaban mirando a los normandos con la boca abierta, mientras los chiquillos del poblado gritaban por todas partes la noticia. Madre Morlana llegó apresuradamente, alzándose un poco las faldas, y las barcas de pesca que había en el mar acudieron a la orilla, con los marineros remando como locos, cuando vieron la otra embarcación. Los pequeños príncipes de Lothian desmontaron de sus burros como en trance y se unieron al círculo. Este comenzó a estrecharse, moviéndose lenta y silenciosamente como las manecillas de un reloj, viéndose interrumpido el silencio tan sólo por las reprimidas exclamaciones de los recién llegados, que terminaron por callarse cuando se vieron rodeados por aquellas extrañas gentes.
Los integrantes del círculo hubiesen tenido deseos de tocar a aquellos caballeros, en parte para ver si eran reales, y también para poder tasar a fondo el valor de su atuendo. Entonces ocurrieron algunas cosas: la madre Morlana y las más ancianas de las comadres comenzaron a rezar el rosario; las mujeres jóvenes se rieron y bromearon entre sí, y los hombres quitáronse los birretes en señal de respeto por los rezos, mientras intercambiaban en gaélico observaciones tales como «Mira ese negro, Dios nos asista», o «¿Se desnudarán para ir a dormir?», o «¿Cómo se quitarán de encima todos esos cacharros?»
Entonces, en la mente de aquellos hombres y mujeres, sin tener en cuenta la edad o la condición, comenzaron a crecer casi tangiblemente las desaforadas sospechas que son la característica más señalada de la mentalidad gaélica.
Esos debían de ser caballeros del rey Arturo -según podían advertir por sus armaduras-, contra el cual el propio rey de ellos se había levantado por segunda vez. ¿Habrían llegado, con típica astucia inglesa, para apoderarse a traición del rey Lot? ¿Habrían venido como representantes del soberano feudal supremo? ¿Serían quintacolumnistas? O bien, puesto que los ingleses no son tan tontos como para llegar vestidos de ingleses, ¿serían representantes de alguien que no fuese el rey Arturo? Estas y muchas otras cosas se preguntaron aquellas gentes.
Los integrantes del círculo se acercaban cada vez más, con las mandíbulas caídas, los cuerpos hundidos, adoptando la forma de sacos o espantapájaros, los ojillos reluciendo con insondable suspicacia, los rostros exhibiendo una expresión de terca estupidez aún más vacua de lo que les correspondía.
Los caballeros se aproximaron también entre sí, para protegerse. A decir verdad, ni sabían que Inglaterra estuviera en guerra con Orkney. Se hallaban entregados en cuerpo y alma a una pesquisa y hacía tiempo que no tenían noticias de lo que ocurría por ahí. Y al menos en Orkney, nadie parecía dispuesto a facilitarles mucha información.
- No miréis con demasiada insistencia -dijo el rey Pelinor-, pero hay unos cuantos curiosos. ¿Creéis que tendrán buenas intenciones?
CAPITULO VI
En Carlion todo se hallaba ya bastante adelantado para la reanudación de la segunda campaña. Merlín había hecho algunas sugerencias sobre la forma de ganar la contienda. Pero existían ciertos inconvenientes. Las fuerzas de Lot, que se acercaban lentamente, excedían a tal punto en número a las del rey, que se hacía necesario recurrir a estratagemas, para obtener una victoria. La forma en que la batalla debía desarrollarse era un secreto conocido únicamente por cuatro personas.
Los ciudadanos corrientes, que ignoraban los asuntos de alta política, tenían mucho que hacer en esos días. Había que aguzar picas y espadas todo lo posible, de modo que las piedras de afilar de la ciudad chirriaban incansablemente día y noche; y los desdichados gansos de los contornos eran perseguidos con saña por los pundonorosos combatientes en potencia, que trataban de conseguir sus plumas para hacer flechas.
Los pavos reales estaban tan calvos como una escoba vieja, pues muchos de los campeones de arco preferían tener flechas de plumas de pavo real, que era lo más distinguido, y el olor de pegamento hirviendo se alzaba hasta los cielos. Los armeros, cumpliendo las órdenes de los caballeros, martilleaban sin cesar sobre las piezas metálicas, produciendo un torrente de sonidos argentinos. Los herreros se aplicaban a herrar a los palafrenes, y las monjas no cesaban de tejer camisetas de abrigo para los soldados. El rey Lot ya había propuesto que la batalla se llevase a cabo en Bedegraine.
Arturo subió con esfuerzo los doscientos ocho escalones que conducían hasta la habitación de Merlín, en la torre, y llamó a la puerta. El mago se hallaba dentro de la estancia, con Arquímedes sentado en el respaldo de su sillón. Merlín estaba sumamente abstraído, procurando hallar la raíz cuadrada de menos uno, que por el momento había olvidado.
- Merlín -dijo el rey, jadeando-, deseo hablar con vos un momento.
El mago cerró de golpe su libro de notas, cogió su varilla de lignum vitae y se precipitó sobre el rey como quien lo hace sobre una gallina descarriada para devolverla al corral.
- ¡Marchaos de aquí! - exclamó-. ¿Qué hacéis en este sitio? ¿Qué pretendéis? ¡Sois el rey de Inglaterra! Marchaos y enviad a por mí. Nunca he visto cosa igual. ¡Fuera de mi habitación! ¡Mandad a por mí!
- Bueno, el caso es que ya estoy aquí.
- No, no lo estáis -aseguró el mago, y empujando al soberano hasta el pasillo, le cerró la puerta en las narices.
- ¡Vaya! - dijo Arturo, y tristemente comenzó a descender los doscientos ocho escalones.
Una hora más tarde Merlín se presentó en la cámara real en cumplimiento de una citación que le había sido enviada por medio de un paje.
- Así ya está mejor -dijo el mago, y tomó asiento sobre un cofre cubierto de almohadones.
- ¡De pie! - ordenó entonces Arturo, y dio unas palmadas para que otro paje se llevase el asiento.
Merlín se levantó hirviendo de indignación. Los nudillos de sus manos aparecían blancos por la fuerza con que cerraba los puños.
- Respecto a la conversación que sostuvimos sobre el tema de la caballería… -comenzó diciendo el soberano, con tono altanero.
- No recuerdo que hayamos hablado de eso -repuso Merlín, secamente.
- ¿No, eh?
- No, y tampoco recuerdo que haya sido insultado como ahora en toda mí vida.
- Pero es que yo soy el rey -aseguró Arturo-, y no podéis permanecer sentado delante del rey.
- ¡Bobadas!
Arturo se echó a reír estrepitosamente, y su hermano de leche, sir Kay, así como el antiguo tutor, sir Héctor, salieron del escondite donde se hallaban ocultos. Kay cogió el capirote de Merlín, se lo colocó a sir Héctor, y éste dijo con voz profunda:
- Cielos, ahora soy un mago. Abracadabra.
Todos se echaron a reír, incluso Merlín. Entonces se ordenó traer sillones para que los presentes pudieran sentarse, y se abrieron botellas de vino, a fin de que no fuera una entrevista muy formal.
- Como veis -dijo Arturo, con orgullo-, he convocado una reunión. Es acerca del tema de la caballería. Sobre eso me propongo hablaros.
Merlín se quedó mirándole escrutadoramente. Sus huesudos dedos acariciaron las estrellas y los signos cabalísticos de su túnica, pero se quedó callado. Podía decirse que aquél era el momento crítico de su carrera, el que había motivado que estuviera viviendo al revés en el tiempo durante Dios sabe cuántos siglos. Ahora sabría con certeza si había estado viviendo en vano.
- He estado pensando en lo que hablamos acerca de la Razón y la Fuerza -dijo Arturo-. No creo que las cosas se hagan porque puedan hacerse, sino porque deban hacerse. Después de todo, un penique es un penique en cualquier caso, por mucha Fuerza que se haga por demostrar lo contrario. ¿No es cierto?
Nadie contestó.
- Pues bien -añadió Arturo-. Un día estaba yo hablando con Merlín en las almenas, y él me dijo que la última batalla que tuvimos, en la que murieron setecientos infantes, no había sido tan divertida como yo creí al principio. En realidad, ninguna batalla causa diversión cuando se piensa a fondo en ella. Lo que quiero decir es que la gente no debiera morir de esa forma, ¿verdad? Mejor sería que siguieran todos vivos.
»Bien, pero el caso es que Merlín me ayudó a ganar batallas. Aún sigue ayudándome, en verdad, y esperamos ganar juntos la de Bedegraine, cuando llegue el momento.
- La ganaremos -apuntó sir Héctor, que estaba también en el secreto.
- Pero eso parece un contrasentido -añadió el rey Arturo-. ¿Por qué razón tiene él que ayudarme a ganar guerras, si son algo indigno?
Tampoco hubo respuesta por parte de los demás, y el soberano comenzó a hablar lleno de agitación.
- Sólo cabe pensar -dijo, sonrojándose- que… que… ha deseado que yo ganase por alguna razón especial.
Arturo hizo una pausa y observó a Merlín, el cual volvió la cabeza hacia otro lado.
- La razón puede ser que si logro dominar todo mi reino, venciendo en las dos batallas, podría detener la anarquía y hacer después algo respecto al Poder. ¿Lo he adivinado? - inquirió Arturo-. ¿Tengo razón?
El mago no se volvió para mirarle, y continuó con las manos sobre su regazo.
- ¡Sí, la tengo! - exclamó Arturo.
Y entonces comenzó a hablar con tal rapidez que apenas si se le entendía.
- Sabes que Poder no quiere decir Razón -dijo-. Sin embargo, hay mucho de ese Poder avasallando a la gente por el mundo, y algo debe hacerse para remediarlo. Es como si la gente fuera mitad ángel y mitad demonio. Quizá sean algo más demonio que la mitad, y cuando se ven sueltos se entregan a toda clase de excesos. Véase, por ejemplo, uno de los barones corrientes de nuestra época, sir Bruce Sans Pitié, el cual se limita a vagar por el país vestido con armadura, haciendo exclusivamente su voluntad. Esa es la idea que tenemos nosotros los normandos sobre el monopolio del poder, que debe ser ejercido por las clases altas sin preocuparse de la justicia para nada. Cuando la mitad demoníaca de la persona se adueña de ella, entonces se producen los saqueos, las violaciones y las torturas. Las gentes se convierten en bestias.
»Pero Merlín me está ayudando a ganar las dos batallas para que pueda poner término a eso. Desea que se enderecen las cosas de una vez. Lot, Uriens, Anguish y todos ésos, representan el antiguo mundo, el viejo orden que desea hacer su exclusiva voluntad. Debo vencerlos con sus propias armas, y una vez logrado eso comenzará la verdadera tarea. Esta batalla de Bedegraine que se avecina, no es más que un preámbulo. A Merlín le interesa lo que yo haga después.
Arturo hizo una pausa esperando un comentario alentador del anciano, pero éste seguía con el rostro vuelto hacia un lado. Sólo sir Héctor, sentado junto a él, era capaz de verle la expresión de los ojos.
- Pues bien -agregó Arturo-, lo que he pensado es lo siguiente: ¿Por qué no podemos dominar al Poder, de modo que obre en favor de la Razón? Sé que esto suena algo absurdo, pero no debemos limitarnos a decir que no, sencillamente. El poder está ahí, en la mitad demoníaca de la gente, y no se puede pasar por alto ese hecho. No podemos ignorarlo, pero sí encauzarlo debidamente, a fin de que resulte útil, en lugar de nocivo.
Los que escuchaban se hallaban verdaderamente interesados. Inclináronse hacia adelante para oír mejor, con excepción de Merlín.
- Mi idea -continuó diciendo Arturo- es que si logramos ganar la batalla que tenemos en perspectiva, y conseguimos el dominio firme del país, entonces podría fundarse una especie de orden de caballería. No castigaré a los malos caballeros, ni mandaré ahorcar a Lot, sino que trataré de atraerlos a nuestra Orden. Debemos hacer que suponga para todos ellos un gran honor el formar parte de dicha Orden, y hasta que constituya una distinción personal. Entonces todos querrán ingresar, y el compromiso principal consistirá en jurar que el Poder sólo se empleará en beneficio de la Razón. ¿Me comprendéis? Los caballeros de mi Orden seguirán recorriendo los caminos vestidos siempre con armaduras y empleando sus espadas, eso les proporcionará una válvula de escape para la violencia que muchos albergan en su interior, pero todo ello lo harán en favor del bien, para defender a doncellas e inocentes de personas tales como sir Bruce y para auxiliar a los oprimidos. ¿Os dais cuenta de mi idea? Será la forma más adecuada de usar el Poder sin tener que luchar contra él, convirtiendo el mal en bien. En eso he pensado, Merlín. Supongo que estaré equivocado, como de costumbre, pero es lo que se me ha ocurrido, i Por favor, contestadme algo!
El mago se puso en pie, tan derecho como una columna, abrió los brazos solemnemente, miró al techo y dijo las primeras palabras del Nunc Dimittis.
CAPITULO VII
La situación en Dunlothian era un tanto complicada. Casi todas las situaciones eran así cuando se relacionaban con el rey Pelinor, incluso cuando éste se hallaba en la agreste región del norte del país. En primer lugar, el soberano se hallaba enamorado, razón por la cual había estado llorando en la embarcación. Estaba, pues, enfermo de amores, y no mareado.
Lo que había ocurrido era lo siguiente: El rey se hallaba dando caza a la Bestia Bramadora unos meses antes, en la costa sur de Gramarye, cuando el animal se internó en el mar. Echóse a nadar con su serpentina cabeza ondulando sobre la superficie, como la de una culebra acuática. El rey hizo señal a una embarcación que pasaba con todas las trazas de dirigirse hacia las Cruzadas, y en la que viajaban sir Grummore y sir Palomides, los cuales accedieron gustosos a virar en redondo para perseguir a la Bestia. Los tres hombres llegaron a las costas de Flandes, donde la Bestia Bramadora se internó en un bosque. Allí, mientras permanecía en un acogedor castillo, Pelinor enamoróse de la hija de la reina de Flandes. Todo marchaba sobre ruedas, pues la dama de sus amores era una mujer de edad mediana, rolliza, apacible y que sabía guisar y hacer bien las camas. Pero las esperanzas de ambas partes se derrumbaron de pronto con la llegada de la barca mágica. Los tres caballeros embarcaron en ella y tomaron asiento en sus bancos para ver lo que ocurría, pues si algo caracterizaba entonces a los caballeros era que nunca rechazaban una aventura. Pero la lancha se hizo de pronto a la mar sin más ni más, dejando a la hija de la reina de Flandes agitando desconsolada su pañuelo en la orilla. La Bestia Bramadora sacó la cabeza entre la espesura del bosque, observando, aún más sorprendida que la dama, el barco que ya se perdía a la distancia. Los viajeros forzosos, por su parte, navegaron hasta llegar a las Islas Exteriores, y cuanto más se alejaban más abrumado se sentía el rey por el amor perdido, lo cual hacía que su compañía llegase a resultar intolerable. Se pasaba el tiempo escribiendo poesías románticas y cartas amorosas -cartas que jamás podría despachar-, y hablando a sus acompañantes acerca de la princesa, cuyo apodo familiar era «Lechoncita».
Una situación semejante hubiera podido admitirse en Inglaterra, donde se encuentran gentes como Pelinor, e incluso son toleradas por sus compatriotas. Pero en Lothian y Orkney, donde a los ingleses se los consideraba como crueles tiranos, aquel estado de cosas asumía características absurdas. Ninguno de los isleños comprendía qué estaba intentando Pelinor con aquella actitud desconcertante, y como primera medida decidieron no decir nada a los forasteros acerca de la guerra hasta que hubiesen descubierto las intenciones de los desconocidos.
Pero hubo algo que preocupó a todos, y especialmente a los cuatro niños. La reina Morgause resolvió conceder albergue a los extranjeros.
- ¿Qué es lo que nuestra madre estaba haciendo -preguntó Gawain, una mañana cuando se dirigían hacia el albergue del santo Toirdealbhach- con los caballeros, en la montaña?
Gaheris contestó con alguna dificultad, después de un largo silencio:
- Estaban cazando un unicornio.
- ¿Cómo se caza eso?
- Hay que llevar a una virgen, para atraerle.
- Nuestra madre -terció Agravaine, que estaba al corriente de los detalles- fue con ellos a cazar el unicornio, y les sirvió de virgen.
- Nunca me enteré de que necesitase un unicornio para nada -protestó Gareth-. Jamás dijo nada de eso.
Agravaine le miró de reojo, se aclaró la garganta y manifestó:
- Pocas palabras bastan a las personas inteligentes.
- ¿Cómo lo habéis sabido? - preguntó Gawain.
- Lo oímos.
En efecto, los chicos escuchaban a veces por la escalera de caracol, cuando su madre perdía el interés por ellos.
Gaheris, pese a ser de carácter taciturno, explicó entonces con lujo de detalles:
- Nuestra madre dijo a sir Grummore que la melancolía amorosa del rey podía disiparse si se le interesaba en alguna empresa interesante. Comentaron que el rey tenía por costumbre cazar una Bestia que se le había perdido, y por ello propuso la reina que se dedicasen a cazar un unicornio, en lugar de la Bestia. Ella sería la virgen que necesitaban. Los que escuchaban se mostraron sorprendidos, me parece.
Los muchachos siguieron andando en silencio, hasta que Gawain declaró:
- He oído decir que el rey Pelinor está enamorado de una dama que había en Flandes, que sir Grummore está ya casado, y que el sarraceno tiene la piel negra. ¿Es cierto todo eso?
No hubo respuesta.
- Fue una larga sesión -dijo Gareth-. Y tengo entendido que no cazaron nada.
- No sé cómo a esos caballeros les gusta ir de caza con nuestra madre -manifestó Agravaine.
Gaheris explicó el asunto por segunda vez. Aunque era silencioso, tenía dotes de observador.
Luego, los cuatro siguieron andando sin hablar.
Santo Toirdealbhach tenía una choza semejante a una de las antiguas colmenas de paja, sólo que era más grande y estaba hecha de piedra. No tenía ventanas y poseía una sola puerta por la que había que entrar arrastrándose.
- Santo Toirdealbhach -gritaron los chicos, cuando llegaron ante la puerta de la choza del santón-, hemos venido a que nos contéis un cuento.
El hombre era una fuente de nutrición intelectual para los chiquillos, del mismo modo que Merlín lo había sido para Arturo, y les proporcionaba los escasos conocimientos que los niños podían digerir. Recurrían a él como cachorrillos hambrientos que se conforman con cualquier comida. También les estaba enseñando a leer y a escribir.
- Ah, sois vosotros -dijo el santo, sacando la cabeza por la puerta-. Dios os colme de prosperidad en esta mañana.
- Lo mismo os deseamos.
- ¿Hay alguna novedad?
- No no hay nada -repuso Gawain, prefiriendo omitir lo del unicornio.
Santo Toirdealbhach lanzó un profundo suspiro.
- Tampoco yo sé nada nuevo -manifestó.
- ¿Podéis contarnos un cuento?
- Tú y tus historias. No hay nada de bueno en ellas. Hace ya cuarenta años que intervine en mi última guerra. ¿Para qué voy a querer contaros más cuentos?
- Podríais hablarnos de algo en lo que no intervinieran guerras, por ejemplo.
- ¿De qué valdría contarlo, de todos modos? - exclamó el santón, saliendo indignado al exterior.
- Si tuvierais que intervenir en una batalla -dijo Gawain-, quizás os sintierais mejor.
- A veces me siento tentado de emplear mi vieja cachiporra, para romperle la cabeza a alguien -dijo el hombre, extrayendo de debajo de su manto una aterradora maza-, pero en tal caso no sería el santo más venerado de toda Irlanda.
- Habladnos de vuestra cachiporra.
Los muchachos examinaron la maza llenos de interés, mientras el santón les contaba las cualidades que tenía. Aseguró que mazas como aquella sólo se hacían de las gruesas raíces de los árboles, pues las ramas comunes solían romperse. Les explicó que una vez obtenida la raíz, había que untarla con manteca de cerdo, envolverla bien y enterrarla en un estercolero. Luego se la enderezaba y pulía con más grasa. Les enseñó también una serie de muescas cerca de la empuñadura de la maza, que representaban otras tantas bajas enemigas. Después besó el arma y la ocultó debajo de la túnica, lanzando un suspiro de pesar.
- Contadnos el cuento del brazo negro que cayó por la chimenea.
- Ah, el valor me ha abandonado -dijo el santón, ignorando lo que le pedían-. No tengo ni el espíritu de un conejo. Creo que estoy embrujado.
- También nosotros debemos de estar embrujados -dijo Gareth-. Todo nos sale mal.
- Bien, vamos allá -comenzó Toirdealbhach-. Una vez había una mujer que vivía con su marido en Malainn Vig. Sólo tenían una hijita pequeña. El hombre fue un día a cortar juncos al pantano, y al llegar la hora de la comida, la esposa le mandó la niña con los alimentos. Cuando el padre se sentó a comer, la niña lanzó de pronto un grito y dijo: «Mirad, padre, ¿no veis aquel gran barco que pasa cerca del horizonte? Yo podría hacer que viniese a esta costa, si lo quisiera.» «No, no puedes hacerlo -repuso el padre-. Yo soy más grande que tú y no puedo conseguirlo.» «Bueno, mirad entonces», dijo la niña, y dirigiéndose a un pozo que había cerca de allí, removió el agua y el barco se aproximó a la costa.
- Era una bruja -opinó Gaheris.
- La madre era la bruja -repuso el santón, y continuó con su historia-: «Ahora -dijo la pequeña-, puedo hacer que el barco choque contra la costa.» «No, no puedes hacer eso.» «Mirad, padre», manifestó la niña y se subió al brocal del pozo. La nave estrellóse contra la orilla y se hizo mil pedazos. «¿Quién te ha enseñado a hacer tales cosas», preguntó el padre. «Mi madre me enseñó, y cuando os vais a trabajar, ella me enseña a hacer cosas como ésas en la bañera de casa.»
- ¿Saltó la niña al interior del pozo? - preguntó Agravaine-. ¿Estaba mojada?
- Cállate.
- Cuando el hombre llegó a su casa, dejó a un lado la hoz, sentóse en el lugar de costumbre y preguntó a su mujer: «¿Qué le has estado enseñando a la niña? No me gusta tener estas gentes en casa, de modo que no pienso quedarme contigo.» Y así diciendo se marchó y no volvieron a verle nunca más. Tampoco sé lo que ocurrió después.
- Debe de ser algo terrible tener una bruja por madre -dijo Gareth, cuando el hombre hubo terminado su historia.
- O por esposa -apuntó Gawain.
- Pero es peor no tener esposa -dijo el santón, y desapareció en el interior de su choza con asombrosa rapidez, igual que las figurillas de los relojes de cuco cuando han dado la hora.
Los pequeños sentáronse en torno a la puerta, llenos de sorpresa, esperando que ocurriese algo. Estaban reflexionando acerca de pozos, brujas, unicornios, y sobre el comportamiento de ciertas madres.
- Os propongo una cosa, hermanos -dijo Gareth, inesperadamente-. ¡Vayamos a cazar nuestro propio unicornio! Los demás le miraron.
- Será mejor que quedarnos sin hacer nada. No vemos a nuestra madre desde hace una semana.
- Se ha olvidado de nosotros -aseguró Agravaine, amargamente.
- No, no se ha olvidado. Nunca debierais hablar así de nuestra madre.
- Pero es cierto. Ni siquiera nos da de comer.
- Es porque debe mostrarse hospitalaria con los caballeros forasteros.
- No, no es por eso.
- ¿Por qué es, entonces?
- No quiero decirlo.
- Si cazásemos un unicornio -dijo Gareth-, y se lo trajéramos a nuestra madre, tal vez nos volviese a dar de comer. Estudiaron la idea con cierta esperanza.
- ¡Santo Toirdealbhach! - gritaron-. ¡Salid, por favor! Vamos a cazar un unicornio.
El santón sacó la cabeza del agujero y observó a los pequeños con suspicacia.
- ¿Sabéis lo que es un unicornio, y cómo se caza?
Los niños asintieron, solemnemente, y el hombre volvió a desaparecer por el agujero, para volver en cuatro patas momentos más tarde con un gran libro, la única pertenencia secular que poseía. Como muchos hombres santos, se había pasado la vida copiando manuscritos y haciendo minuciosas ilustraciones en ellos.
- Necesitáis una doncella como cebo -dijo el hombre.
- Tenemos un montón de doncellas -dijo Gareth-. Hasta podemos llevar a la ayudante de la cocinera.
- Quizá no quiera ir.
- La obligaremos.
- Y cuando tengamos el unicornio, lo llevaremos triunfantes a casa y se lo entregaremos a nuestra madre. ¡Así nos dará siempre de comer!
- Se sentirá muy contenta.
- Y sir Grummore nos armará caballeros. Seguramente dirá: «¡Ah, nunca se realizó hazaña semejante, por mi vida!»
El santo Toirdealbhach depositó el precioso tomo sobre la hierba del exterior de su cabaña. La hierba crecía sobre la arena, y había conchas y caracoles diseminados por el suelo, generalmente de color amarillo y con espiral encarnada. El santón abrió el libro, que era un tratado sobre animales llamado Liber de Natura Quorundam Animalium, el cual presentaba ilustraciones en todas las páginas.
Le hicieron volver rápidamente las hojas, con su hermosa caligrafía gótica, y pasaron por alto los encantados Grifos, hipogrifos, cinomulgios, sirenas, peridexiones, dragones y aspidoquelones. Tampoco les llamó la atención el antílope, frotándose la cornamenta contra los árboles y convirtiéndose de ese modo en presa para los cazadores, al quedar enredado entre las ramas; ni les interesó la mofeta, que con sus flatulencias aleja a sus perseguidores. Los peridexiones, que se sientan sobre ciertos árboles donde resultan inmunes a los dragones, no tuvieron más éxito. La pantera exhalando su fragante hálito, con el que atraía a las presas, pasó sin que los niños se interesaran. Lo mismo ocurrió con el tigre, al que se engaña arrojándole una bola de cristal a los pies, en la que ve su propia imagen reflejada; con el león, que perdona a los hombres heridos y a los cautivos, que borra su rastro con la cola y que teme a los gallos blancos; con el íbex, que puede saltar desde lo alto de una montaña sin hacerse daño, porque rebota sobre sus cuernos curvados; con los erizos, que recogían uvas para sus pequeños frotando el cuerpo contra las vides y transportando los frutos pinchados en sus espinas. Ni siquiera les llamó la atención el aspidoquelón, un enorme animal parecido a la ballena, con siete aletas y expresión ovejuna, al que se corría el riesgo de amarrar el barco tomándolo por una isla, si no se ponía atención. Por fin encontraron el unicornio.
Según pudieron enterarse, el unicornio era rápido y tímido como un antílope, y sólo podía ser capturado de un modo especial. Debía disponerse de una doncella como señuelo; en cuanto el animal viese que la muchacha estaba sola, se acercaría en seguida a colocarle el cuerno sobre su regazo. En la misma página veíase un dibujo que representaba una virgen algo exótica, cogiendo por el cuerno al animal con una mano, mientras hacía señas con la otra a unos hombres ocultos y armados con lanzas. La expresión de hipocresía de la mujer, contrastaba con el confiado gesto con que el unicornio la miraba.
En cuanto se hubieron enterado del texto y observaron a fondo la ilustración, Gawain corrió sin más tardanza en busca de la ayudante de la cocinera.
- Debes venir con nosotros al monte -le dijo-. Tenemos que cazar un unicornio.
- No, amo Gawain -dijo asustada la muchacha, cuyo nombre era Meg.
- Sí, ven con nosotros. Serás el cebo. El unicornio se acercará y pondrá el cuerno en tu regazo.
Meg comenzó a llorar.
- Vamos, no seas tonta.
- Por favor, amo Gawain, ¿para qué queremos un unicornio? Yo me porto muy bien, y además hay mucha ropa que lavar. Si la señora Truelove me sorprende sin trabajar, me dará con una vara, amo Gawain.
Este cogió a la muchacha por el vestido y la sacó fuera de la cocina.
Una vez en lo alto del monte discutieron la forma de llevar a cabo la caza. A Meg, que lloraba sin parar, la tenían sujeta por el pelo para que no se escapara.
- Aclaremos una cosa -dijo Gawain-. Yo soy el capitán. Soy el mayor, y por lo tanto el que dirige.
- Ya lo había pensado -dijo Gareth.
- El asunto es que el libro dice que debe dejarse solo al cebo.
- Pero Meg saldrá corriendo.
- ¿Saldrás corriendo, Meg?
- Claro que sí, amo Gawain.
- Vaya.
- Tenemos que atarla, en tal caso.
- Por favor, amo Gaheris, no me atéis.
- Cállate. Eres sólo una muchacha.
- No tenemos con qué amarrarla.
- Soy el capitán, y ordeno que Gareth corra hasta casa a buscar una cuerda.
- No lo haré.
- Tienes que hacerlo.
- No. Yo fui el que lo pensó todo.
- En tal caso, ordeno a Agravaine que vaya.
- Tampoco iré.
- Gaheris, entonces.
- No, yo no.
- Meg, condenada muchacha. Escucha, tú no te irás, ¿me entiendes?
- Es que, amo Gawain…
- Si encontrásemos una fuerte raíz de brezo -dijo Agravaine-, podríamos atarle las trenzas en torno a un árbol.
- Eso haremos.
- ¡No, no!
Una vez que hubieron asegurado a la muchacha, los cuatro chicos permanecieron al lado de ella, discutiendo el próximo paso que debían dar. Habían sustraído algunas lanzas de la armería, de modo que estaban adecuadamente armados.
- La muchacha -dijo Agravaine- representará a nuestra madre. Eso es lo que ella hacía ayer. Yo seré sir Grummore.
- Y yo el rey Pelinor.
- Agravaine puede ser Grummore, si quiere, pero al señuelo hay que dejarle solo. Así dice en el libro.
- ¡Por favor, amo Gawain! ¡Por favor, amo Agravaine!
- Deja ya de lloriquear. Vas a asustar al unicornio.
- Tenemos que escondernos por ahí. Por eso nuestra madre no atrajo al unicornio, porque los caballeros se quedaron junto a ella.
- Yo seré Finn MacCoul.
- ¡Piedad, amo Gawain, no me dejéis sola!
- No armes alboroto, tonta. Debieras estar orgullosa de ser el cebo. Nuestra madre lo hizo ayer.
Gareth intervino diciendo:
- No temas, Meg. No sufrirás daño alguno. Después de todo -manifestó éste, brutalmente-, el unicornio no puede hacer más que matarte.
Al oír eso la infortunada muchacha comenzó a llorar aún más fuerte que antes.
- ¿Por qué le has dicho eso? - dijo Gawain, irritado-. Siempre estás tratando de asustar a la gente. Ahora no va a dejar de llorar.
- Pobre Meg -dijo Gareth, con acento consolador-; vamos, no llores. Cuando volvamos a casa te dejaré lanzar unos tiros con mi honda.
- ¡Oh, amo Gareth!
- Bah, será mejor que no contemos con ella.
- Calma, calma, no llores.
- ¡Por favor!
- Meg, si no dejas de llorar -dijo Gawain, y puso una cara tremenda, deformando las facciones-, te voy a mirar un rato de esta forma.
La muchacha dejó de llorar en seguida.
- Bien, cuando se presente el unicornio, debemos de salir todos de nuestro escondite y herirle con las lanzas. ¿Me habéis entendido?
- ¿Hay que matarle?
- Sí, será mejor acabar con él.
- Eso es.
- Espero que no le dolerá mucho -dijo Gareth.
- Esta es la clase de gente necia que tenemos con nosotros -apuntó Agravaine.
- Pues yo no veo que sea necesario dar muerte al unicornio.
- Si no, no podremos llevárselo a nuestra madre, tonto.
- Podemos cazarle vivo y llevarlo hasta casa. Incluso Meg le puede conducir, si es un animal manso.
Gawain y Gaheris se mostraron de acuerdo con esto, y manifestaron:
- Claro, si es manso será mejor llevarlo vivo a casa. Es la mejor forma de cazar a las fieras.
- Podemos arrearle hasta allí, pegándole con un palo -dijo Agravaine, y agregó luego-: Y de paso podríamos pegarle también a Meg.
A continuación los cuatro muchachos se escondieron entre unos zarzales y se quedaron en silencio. No se oía más que el rumor del viento, zumbido de las abejas, el lejano piar de las alondras, muy altas en el cielo y, de vez en cuando, algún ahogado sollozo de Meg.
Cuando llegó el unicornio, las cosas salieron de modo distinto a como lo habían previsto. Era un animal tan digno, por lo pronto, que resultaba el prototipo de la nobleza. Ante todo lo que se hallaba al alcance de su vista, parecía quedar como extasiado.
El unicornio era de color blanco, con cascos de plata y un gracioso cuerno de madreperla. Salió gallardamente de entre los arbustos, pareciendo que apenas pisaba la hierba con su etéreo trote, y el viento agitó su larga crin, que semejaba recién peinada. Lo más hermoso del animal eran tal vez sus ojos. Estos se hallaban rodeados por unos conmovedores círculos oscuros, y trasuntaban pena y soledad, gentileza y nobleza trágica. No parecían suscitar otra emoción que no fuera de profundo amor.
El unicornio se aproximó a Meg, la muchacha de la cocina, e inclinó su cabeza delante de ella. Arqueó el cuello al hacerlo, y el cuerno de madreperla apuntó hacia sus pies, al tiempo que el noble animal escarbaba el suelo con su casco de plata, a modo de saludo.
Meg olvidó sus temores. Tendió una mano hacia el espléndido animal y manifestó:
- Ven, unicornio. Coloca tu cabeza sobre mi regazo, si es tu deseo.
El cuadrúpedo lanzó un relincho y volvió a escarbar en el suelo con los cascos. Luego, muy cuidadosamente, dobló un remo y después el otro, hasta que quedó arrodillado delante de la muchacha. A continuación alzó la cabeza y la miró desde esta postura, con sus ojos mansos, y por fin colocó la cabeza sobre las rodillas de la joven. Frotó entonces suavemente su mejilla blanca y plana contra la suave tela de Meg, mientras la miraba suplicante. Parecía estar diciendo: «Dame un poco de tu cariño. Acaríciame la crin, por favor.»
Agravaine, entre las matas, no pudo dominar un acceso de tos, y al verse descubierto salió corriendo de su escondite, hacia el unicornio, esgrimiendo la aguzada lanza. Los demás muchachos siguieron en cuclillas, observando a su hermano.
Agravaine llegó ante el unicornio y comenzó a pincharle con la punta de la lanza en los cuartos traseros, en el ligero vientre y en las costillas. El chico lanzaba gritos mientras hería al animal, y éste miraba a Meg, lleno de angustia. El unicornio saltaba y se movía sobresaltado, sin dejar de mirarla con gesto de reproche. Meg le cogió entonces por el cuerno, y el animal pareció entrar en trance, como si no pudiera evitar aquel suave contacto sobre su cuerno. La sangre, provocada por la punta de la lanza de Agravaine, surgió manchando la piel blanco azulina.
Gareth echó a correr seguido de Gawain. Gaheris llegó el ultimo, sin saber bien qué hacer.
- ¡Basta! - gritó Gareth-. ¡Déjale tranquilo! ¡No le hagas eso! ¡Basta!
Gawain llegó en el momento en que la lanza de Agravaine penetraba en el interior del quinto espacio intercostal del unicornio. El animal se estremeció. Todo su cuerpo tembló, mientras estiraba bien atrás las piernas, que luego se agitaron como en la agonía de la muerte. Durante todo ese tiempo el cuadrúpedo tuvo sus ojos fijos en los de Meg, mientras ella seguía también con la mirada clavada en el unicornio.
- ¿Qué estás haciendo? - exclamó Gawain-. ¡No le hieras! ¡Suéltale!
- Pobre unicornio -susurró Meg.
Las piernas del animal se extendieron horizontalmente debajo de él, dejó de temblar, cayendo su cabeza en el regazo de Meg. Después de una última convulsión quedóse rígido, y los párpados azulinos cubrieron a medias sus ojos. El animal yacía inmóvil.
- ¿Qué has hecho, infeliz? - dijo Gareth-. ¡Le has matado! ¡Era un noble animal!
- La muchacha era mi madre y él puso la cabeza en su regazo -farfulló Agravaine-. Tenía que morir.
- Convinimos en que le mantendríamos vivo -repuso Gawain-, en que le llevaríamos a casa.
- Pobre unicornio -seguía musitando Meg.
- Mirad, terció Gaheris-. Me temo que esté muerto.
Gareth se puso delante de Agravaine, el cual era tres años mayor y podía derribarle de un golpe con facilidad.
- ¿Por qué lo hiciste? - preguntó-. Eres un asesino, al matar a un animal semejante. ¿Por qué le mataste?
- Colocó su cabeza sobre la falda de nuestra madre -repitió torpemente Agravaine.
- No podía hacerle daño alguno. Mirad, tenía los cascos de plata.
- Era un unicornio y tenía que morir. Debí haber matado también a Meg.
- Eres un traidor -dijo Gawain-. Pudimos llevar el unicornio a casa, y entonces seguramente habrían dado siempre de comer.
- De todos modos, ya está muerto -aseguró Gaheris.
Meg inclinóse sobre la blanca crin del animal, y de nuevo comenzó a sollozar.
Gareth también le acarició la cabeza mientras volvía el rostro para otro lado, a fin de ocultar las lágrimas. Al tocar la piel del animal se dio cuenta de lo suave y fina que era.
- Bien, ya ha muerto de todos modos -repitió una vez más Gaheris-. Será mejor que le llevemos a casa.
- Al menos conseguimos capturar un unicornio -dijo Gawain, comenzando a darse cuenta de la hazaña que eso suponía.
- Era un animal -contestó Agravaine.
- Lo capturamos nosotros. ¡Nosotros solos!
- Sir Grummore no pudo conseguirlo.
- Pero nosotros sí.
Gawain había olvidado ya su pena por el animal y comenzó a bailar en torno al cuerpo, al tiempo que agitaba su lanza y profería grandes alaridos.
- Ahora hemos de hacer las cosas como es debido -dijo Gaheris-. Tenemos que quitarle las entrañas, colocarle sobre un caballo y llevarle al castillo, como suelen hacer siempre los cazadores.
- ¡Nuestra madre se alegrará al verlo!
- ¡Y pensará que sus hijos son muy valientes!
- Comeremos como sir Grummore y el rey Pelinor. Todo marchará bien desde ahora.
- ¿Qué hay que hacer primero?
- Quitarle las entrañas -dijo Agravaine.
Gareth se puso en pie y se dirigió hacia los espinos, al tiempo que decía:
- No quiero ayudar a que le abran el cuerpo. ¿Y tú, Meg?
La muchacha, que se sentía medio enferma, no dio respuesta alguna. Gareth le desató las trenzas, y de pronto la chica echó a correr en dirección al castillo, para alejarse cuanto antes del lugar de la tragedia. Gareth corrió tras ella.
- ¡Meg! ¡Meg! - gritó-. Espérame; no huyas.
Pero Meg seguía corriendo tan rápida como un antílope, hasta que Gareth tuvo que renunciar. El chico se dejó caer sobre la hierba y comenzó a sollozar fuertemente, sin saber por qué.
Los tres cazadores que habían quedado atrás se veían en apuros. Habían comenzado a cortar la piel del animal, pero no sabían hacerlo debidamente y le perforaron los intestinos. La operación se hizo horrible, y el que antes fuera un hermoso animal se convirtió en un despojo repulsivo. Los tres pequeños querían al unicornio por razones diferentes. Agravaine del modo más retorcido, ya que al mancillar aquella belleza comenzó a odiarla. Gawain también empezó a aborrecer ese cuerpo que le hacía sentirse como un animal salvaje. Sintió deseos de llorar.
- No lograremos nada -dijo, jadeando-. ¿Cómo haremos para llevarle, aunque consigamos quitarle los intestinos?
- Tenemos que hacerlo. ¿De qué nos habrá valido nuestro esfuerzo, si no? Hay que llevar el unicornio a casa.
- Ya os digo que no podemos transportarlo.
- Claro. No tenemos caballo.
- Podríamos cortarle sólo la cabeza -dijo Agravaine-. De ese modo nos será más fácil llevarla entre todos. Con eso bastará para que vean que era un unicornio.
Se pusieron a la obra, sintiendo repugnancia por la tarea que les obligaba a hacer profundos cortes en el cuello del animal.
Gareth dejó de llorar. Echóse de espaldas y se puso a contemplar el cielo. Las nubes surcaban majestuosas el insondable azul, causándole cierto vértigo. El niño pensó: «¿Qué distancia habrá a esa nube? ¿Una milla? ¿Y a la otra que está encima? ¿Dos millas? Y más allá de esas nubes hay millones y millones de millas, todas de cielo despejado. Si la tierra estuviera cabeza abajo, tal vez me cayera de ella y comenzase a alejarme irremediablemente. Al pasar por las nubes trataría de sujetarme, pero no podrían detenerme. ¿Adonde iría entonces?»
Estos pensamientos hicieron que Gareth se sintiera mal, y como también se hallaba algo avergonzado por haber huido de la operación que iban a realizar sus hermanos, su incomodidad creció por momentos. En tales circunstancias lo único que podía hacer era abandonar el lugar donde se hallaba, con la esperanza de poder desechar su malestar. Así pues, se puso en pie y regresó a donde estaban sus hermanos.
- Ah, Gareth -le dijo Gawain-, ¿la alcanzaste?
- No. Se escapó hacia el castillo.
- Esperemos que no se lo diga a nadie -dijo Gaheris-. Tiene que ser una sorpresa.
Los tres pequeños carniceros estaban cubiertos de sudor y de sangre, y sentíanse en un estado de ánimo lamentable. Agravaine se mareó dos veces, pero siguió adelante. Gareth les ayudó luego en la tarea.
- Ya no tiene sentido dejarlo -declaró Gawain-. Pensad en lo magnífico que será llevar a nuestra madre la cabeza del unicornio.
- Probablemente suba desde ahora a darnos las buenas noches, al ir a acostarnos.
- Se pondrá contenta y dirá que somos grandes cazadores.
Cuando hubieron cortado la gruesa columna vertebral, advirtieron que la cabeza era también demasiado pesada para poder llevarla, incluso entre todos. Para tratar de levantarla se vieron en grandes dificultades. Gawain opinó que sería mejor llevarla arrastrando de una cuerda, pero no tenían ninguna a mano.
- Podemos arrastrarla por el cuerno -dijo Gareth-. Creo que no será difícil hacerlo de ese modo, ya que el camino es cuesta abajo.
Sólo uno de ellos podía coger el cuerno cada vez, por lo que se turnaron para tirar, mientras los demás empujaban desde atrás. Fue una maniobra muy pesada, aun de esta forma, y tenían que cambiar de sitio cada veinte yardas o poco más.
- Cuando lleguemos al castillo -dijo jadeando Gawain-, colocaremos la cabeza del unicornio en el asiento del jardín. Nuestra madre suele pasar por allí, cuando da su paseo antes de la cena. Entonces todos nosotros nos pondremos delante y luego nos retiraremos a la vez, y allí estará la cabeza.
- Será una bonita sorpresa -dijo Gaheris.
Cuando llegaron al final de la cuesta, se presentó otro inconveniente, y era que en terreno llano no se podía arrastrar la cabeza con la misma facilidad. Por ello, y como se acercaba ya la hora de la cena, Gareth se prestó voluntario para ir corriendo a buscar una cuerda. Esta se ató a lo que quedaba de la cabeza. Y así, por fin, con los ojos estropeados, la carne magullada y separada de los huesos, el sangrante y encenegado trofeo fue arrastrado en la última etapa hasta el jardín. Dispusieron la cabeza sobre el asiento y arreglaron las crines lo mejor que pudieron. Gareth, en especial, trató de colocarla para que diera una idea de su antigua belleza.
La reina llegó a la hora de costumbre, dando su paseo con sir Grummore, y seguida por sus falderos, Tray, Blanche y Sweetheart. No se dio cuenta de la presencia de los cuatro niños, alineados delante del asiento. Formaban una respetuosa fila y se hallaban sucios, jadeantes, con el corazón lleno de esperanzas.
- ¡Ahora! - gritó Gawain, y se echó a un lado.
La reina Morgause no vio la cabeza del unicornio. Su mente se hallaba ocupada con otras cosas, y en compañía de sir Grummore pasó ante el trofeo sin mirarlo siquiera.
- ¡Madre! - gritó Gareth, con voz angustiada, y corriendo hasta ella, le tiró del vestido.
- Sí, mi pichoncito. ¿Qué quieres?
- Madre, os hemos traído un unicornio.
- Qué atentos son, sir Grummore -repuso la reina-. Bueno, está bien; id a que os den vuestra leche, palomitas mías.
- Pero es que, madre…
- Sí, sí, ya me lo diréis después.
Y la reina prosiguió su paseo en compañía del caballero del Bosque Salvaje, tranquila y digna. No se había dado cuenta de que sus hijos tenían las ropas destrozadas. Ni siquiera les reprendió por ello. Cuando se enteró de lo del unicornio, más tarde, hizo que les pegaran, pues había tenido un día poco afortunado con los caballeros ingleses.
CAPITULO VIII
La llanura de Bedegraine era un bosque de pabellones y tiendas de campaña, de formas y colores diferentes entre sí, que componían un conjunto semejante a un arco iris. Algunas tiendas tenían franjas de colores, como las que se usaban para el baño de los caballeros, pero la mayor parte presentaban un solo color verde, amarillo, etc. En las lonas de las tiendas, generalmente en los costados, aparecían figuras heráldicas: enormes águilas negras a veces bicéfalas, o encinas, osos, leones, signos que recordaban el nombre de sus poseedores. Por ejemplo, el emblema de sir Kay era una llave negra1 que campeaba en su tienda. Había también numerosos pendones ondeando en lo alto de las tiendas, así como soportes de lanzas a la entrada de aquéllas. Algunos barones mandaban disponer escudos o fuentes de cobre junto a la abertura de su pabellón. Entonces, bastaba con dar un golpe en esos artefactos con la espada o el extremo de una lanza, para que el barón saliera de su tienda, irritado como una abeja, y se enzarzase en una discusión con el bromista, aun antes de que el metálico sonido se hubiera extinguido.
Sir Dinadin, que era un hombre alegre, había colgado una bacinilla a la entrada de su tienda. Además, estaban los soldados y gentes auxiliares. En torno a las tiendas, y mezclados entre ellas, se veía a cocineros peleando con los perros que solían comerse el cordero, a pajecillos que se colgaban entre sí pequeños objetos en la espalda cuando uno de ellos estaba distraído, así como a esbeltos trovadores que tañían sus laúdes mientras cantaban tonadas románticas con expresión de profundo sentimiento. Tampoco faltaban escuderos de semblante inocente que trataban de vender a un barón algún derrengado jamelgo; gitanas que decían la buenaventura antes de la batalla; corpulentos caballeros que, con la cabeza envuelta en sucios turbantes, jugaban al ajedrez, y cantineras sentadas en las rodillas de quien se terciase. Y para alegrar a las tropas no faltaban los saltimbanquis, charlatanes, juglares, tragasables. equilibristas y demás. En cierta forma, aquello era como la víspera de una fiesta. El enorme bosque de Sherwood se extendía en torno a las tiendas, más allá de donde alcanzaba la vista, y en él se cobijaban los jabalíes, corzos, forajidos, proscritos, dragones y emperadores purpúreos.
El rey Arturo no prestaba atención a la batalla que se aproximaba. Sentábase en el interior de su pabellón real, en medio de la excitación del campamento, conversando con sir Héctor, con Kay o Merlín, día tras día. Los caballeros se llenaban de orgullo al pensar que su rey celebraba tantos consejos de guerra, ya que veían arder las lámparas en el interior de la gran tienda a todas horas, y estaban seguros de que allí se elaboraba un espléndido plan de campaña. En realidad, en la tienda las conversaciones versaban sobre otros asuntos.
- Van a surgir muchos celos -decía Kay-. Cada uno de los caballeros os dirá que es el mejor, y querrá sentarse a la cabecera de la mesa.
- Entonces haremos una mesa redonda, y de ese modo no habrá cabecera.
- Pero Arturo, no podéis sentar a ciento cincuenta caballeros a una mesa. Veamos…
Merlín, que ahora intervenía poco en las discusiones, pero que se hallaba presente, con las manos cruzadas sobre el vientre, ayudó a Kay en su observación.
- Se necesitaría una mesa de unas cincuenta yardas de diámetro. Usad la fórmula 2 p r.
- Está bien. Digamos que son cincuenta yardas de diámetro. Pensad en todo el espacio de mesa que queda en el centro. Será un océano de madera, con sólo una orilla de personas. Tampoco se podría poner la comida en medio de la mesa, porque nadie llegaría hasta allí.
- En ese caso se hará la mesa de forma anular, sin nada en el centro. Los criados podrían servir por el espacio vacío. Y se me ocurre que la Orden podría llamarse de los Caballeros de la Tabla Redonda.
- Buen nombre, a fe mía.
- Y algo muy importante -agregó el rey, que se volvía más sabio cada día que pasaba- es atraer a los caballeros jóvenes. Los viejos, contra los que luchamos principalmente, tienen demasiada edad para aprender. Aunque les permitamos que se unan a nosotros, seguirán apegados a sus viejas costumbres, como le ocurriría a sir Bruce, Grummore y Pelinor, que no pueden faltar -a propósito, ¿por dónde estarán ahora?-, serán bien acogidos, porque son de naturaleza propicia. Pero no creo que los viejos caballeros de Lot se muestren tan bien predispuestos. Por eso digo que interesa que sean jóvenes. Debemos crear una nueva generación de caballeros para el futuro, como ese pequeño Lancelote, y otros igual que él. Ellos serán los integrantes de la verdadera Tabla Redonda.
- A propósito -dijo Merlín-, creo conveniente deciros que el rey Leodegrance tiene una mesa que os servirá perfectamente. Puesto que vais a casaros con su hija, podría regalaros la mesa como obsequio de bodas.
- ¿Es que voy a casarme con su hija?
- En efecto. Se llama Ginebra.
- Mirad, Merlín, no me hace gracia conocer mi futuro, y tampoco estoy seguro de creer demasiado en esas cosas…
- Hay algunos hechos que debo deciros -manifestó Merlín-. los creáis o no. Lo malo es que creo haberme olvidado de algo. Recordadme que os hable de Ginebra en otra ocasión.
- Esto confunde a todo el mundo -dijo Arturo, quejosamente-. Ahora he olvidado algunas cosas que deseaba decir, por ejemplo, que…
- Debéis celebrar las fiestas de la Orden en días determinados, como Pentecostés y otras parecidas -intervino Kay. Entonces los caballeros se reunirán en una cena contando lo que han hecho. De ese modo sentirán deseos de llevar a cabo grandes hazañas, con tal de poder contároslas. Y Merlín podría grabar por medios mágicos el nombre y el blasón de cada uno de los caballeros en sus sillones. Sería algo magnífico.
Esta interesante idea hizo que el rey olvidase lo que iba a decir. Los dos jóvenes se pusieron inmediatamente a la tarea de dibujar sus blasones para el mago, y lo hicieron con todo cuidado para que no hubiera errores. Mientras se hallaban enfrascados en la tarea, Kay, con la lengua asomando entre los dientes, manifestó:
- A propósito, ¿recordáis aquella conversación que tuvimos acerca de las agresiones y las contiendas? Pues se me ha ocurrido un buen motivo para iniciar una guerra.
Merlín experimentó un sobresalto.
- Está bien, oigámoslo.
- Una excusa para comenzar una guerra es, sencillamente, tener un buen motivo. Por ejemplo, puede haber un rey que descubra una nueva forma de vida para los seres humanos, algo que les beneficie en alto grado, que incluso les salve de una destrucción segura. Pues bien, si las gentes son tan necias que se nieguen a aceptar lo propuesto por el rey, éste podrá forzarles a que lo hagan, en su propio beneficio, mediante la espada.
El mago apretó los puños, retorció la túnica y comenzó a temblar con mayor fuerza.
- Muy interesante -aseguró con voz ronca-, muy interesante. Conocí un hombre parecido, cuando yo era joven. Se trataba de un austríaco que inventó una nueva forma de vida y se convenció a sí mismo de que era la persona adecuada para imponerla. Trató de efectuar la reforma por medio de la espada, y sumergió al mundo civilizado en la miseria y el caos. Lo que aquel individuo había olvidado es que en ese asunto de reformar la vida de los seres humanos, tuvo un predecesor llamado Jesucristo. Es de imaginar que Jesús supiera tanto como el austríaco sobre la forma de salvar a la gente. Pero lo extraordinario es que Cristo no convirtió a sus discípulos en matasietes, ni arrasó el Templo de Jerusalén, ni hizo recaer la culpa sobre Poncio Pilatos. Por el contrario, dejó claramente sentado que la tarea de los predicadores era explicar sus doctrinas a la gente, y no imponerlas por la fuerza.
Kay observó a Merlín con pálido semblante, pero sin abandonar su determinación.
- Arturo está llevando a cabo esta guerra -aseguró-, para imponer al rey Lot sus ideas.
CAPÍTULO IX
a sugerencia de la reina sobre la caza del unicornio tuvo un curioso desenlace. Cuanto más nostálgico se volvía el rey Pelinor, al recordar a su amada, más evidente resultaba que debía tornarse una determinación. Sir Palomides fue quien tuvo la idea.
- La real melancolía -dijo-, sólo puede desaparecer con la presencia de la Bestia Bramadora. Ese es el súbdito al que el maharajá sahíb ha estado acostumbrado durante toda su vida. Es lo que a mí me parece.
- Por mi parte -repuso Grummore-, creo que es como si la Bestia Bramadora estuviese muerta, ya que en estos momentos se halla en Flandes.
- En tal caso -dijo sir Palomides-, debemos disfrazarnos de Bestia Bramadora, y hacer que él nos cace.
- No le convenceríamos disfrazados de Bestia Bramadora.
Pero el sarraceno estaba entusiasmado con su idea, y respondió:
- ¿Por qué no? Algunos juglares se disfrazan de animales, caballeros, cabras y demás, y danzan al compás de campanillas y tambores, haciendo giros y genuflexiones.
- El caso es, Palomides, que nosotros no somos juglares. - dijo Grummore.
- Podemos intentarlo.
- Bah, juglares.
Estos constituían una categoría inferior a la de los trovadores, y a sir Grummore no le hacía ninguna gracia la idea.
- Además -añadió Grummore-, ¿cómo podríamos disfrazarnos de Bestia Bramadora? Es un animal endiabladamente complicado.
- Describidme a ese animal.
- Bueno, tiene cabeza de serpiente, cuerpo de leopardo, ancas de león y patas de corzo. Por otra parte, nos sería imposible imitar el ruido que hace con el vientre, y que se parece al de treinta pares de sabuesos ladrando.
- Lo haremos de esta forma -declaró Palomides, y a continuación se puso a vociferar.
- ¡Silencio! - dijo sir Grummore-, vais a despertar a todo el castillo.
- ¿Estamos de acuerdo, entonces?
- No, no estoy conforme. jamas oí un despropósito semejante. Además, el ruido que hace no es ése, sino de esta forma.
Y sir Grummore inició una especie de graznido semejante al de un millar de gansos alzando el vuelo en una laguna.
- ¡Callad! ¡Callad! - exclamó sir Palomides.
- No me callo. El ruido que hacíais era parecido al de una piara de cerdos.
Entonces, los dos improvisados naturalistas comenzaron a aullar, rebuznar, croar, graznar, cacarear, mugir y ladrar hasta quedar con el rostro sudoroso y enrojecido.
- La cabeza -dijo sir Grummore, callándose de repente-, tendrá que ser de cartón.
- O de lona -repuso sir Palomides-. Los pescadores suelen tener mucha lona.
- Y podemos mandar hacer botas de cuero en forma de Pezuñas.
- Pintaremos manchas en el cuerpo del disfraz.
- E irá abotonado por el medio.
- Vos podéis ir atrás -dijo sir Palomides, magnánimamente-, haciendo el ladrido de los sabuesos, pues se dice que el ruido proviene del vientre.
Sir Grummore enrojeció de placer ante tanta generosidad, y repuso:
- Vaya, muchas gracias, Palomides. Debo decir que habéis tenido un noble gesto.
- Bah, no tiene importancia.
Durante una semana el rey Pelinor apenas vio a sus amigos. Estos le dijeron:
- Escribid poemas, Pelinor, o id a pasear a los acantilados. Eso os hará bien.
El pobre soberano vagaba como alma en pena, suspirando de vez en cuando y farfullando:
- «A Flandes, andes o no andes…»
Mientras tanto, en el interior de la estancia de sir Palomides, cuya puerta estaba cerrada a cal y canto, se desarrollaba una actividad incansable. Se cosía, cortaba, pintaba y discutía animadamente.
- Querido amigo, os digo que los leopardos tienen manchas negras.
- Bah, es un nimio detalle -contestó sir Palomides, obstinado.
- Probad la resistencia de la cabeza. Los dos hombres estaban sumergidos en una verdadera furia creadora.
- Vaya, la habéis roto. Ya lo sabía yo.
- La construcción era de endeble naturaleza.
- Debemos rehacerla.
Cuando la reconstrucción hubo concluido, el sarraceno retrocedió para admirar la obra.
- Mirad esas manchas, Palomides, Las habéis emborronado.
- Ah, mil perdones.
- Debierais mirar más lo que hacéis.
- Y vos tened cuidado, le vais a meter un pie en las costillas.
Al día siguiente comenzaron las dificultades con la parte posterior del animal.
- Os digo que estas grupas son muy estrechas.
- No os inclinéis tanto.
- Tengo que agacharme. Yo soy la parte trasera.
- Cuidado con esa cola -dijo sir Grummore, al tercer día-. La estáis pisando.
- No tiréis así, Grummore. Me estáis retorciendo el cuello.
- ¿Podéis ver algo?
- No, tengo el cuello torcido.
- Vaya, ya se ha caído la cola.
Hubo una pausa mientras los dos caballeros salían del artefacto.
- Con cuidado, ahora. Debemos avanzar todos al mismo tiempo.
- Está bien, marcad el paso.
- ¡Izquierda! ¡Derecha! ¡Izquierda! ¡Derecha!
- Me parece que se me están cayendo de nuevo las ancas.
- Si no os afirmáis bien, nos partiremos en dos.
- Pero es que entonces no puedo sujetar las grupas.
- Ya han saltado los botones.
- Condenados botones…
- Os lo estaba diciendo.
Así pues, se dedicaron a coser botones durante el cuarto día, y empezaron de nuevo.
- ¿Puedo practicar ahora mi alarido?
- Me parece oportuno.
Grummore berreó a conciencia y luego inquirió:
- ¿Qué tal suena el bramido desde aquí dentro?
- Magnífico, Grummore, magnífico. Sólo que resulta extraño oírlo salir por atrás, si queréis que os dé mi opinión.
- Pensé que así resultaría un bramido sordo.
- Bueno, tal vez.
- Quizá desde afuera se oiga mejor.
Al llegar el quinto día se hallaban muy adelantados.
- Debiéramos practicar el galope. No podemos ir andando todo el tiempo, sobre todo si va a perseguirnos Pelinor.
- Tenéis razón.
- Cuando diga «Adelante», nos ponemos a galopar. Atención. ¡Adelante!
- ¡Cuidado, Grummore, me estáis golpeando en el trasero!
- Habéis roto de nuevo los botones.
- Malditos botones. Y me he pisado el dedo gordo.
- Tendremos que ir siempre andando.
- Creo que sería fácil galopar -dijo sir Grummore, al sexto día-, si avanzásemos al compás de alguna música.
- Sí, pero no tenemos quien toque.
- Claro.
- Mientras yo bramo, Palomides, ¿no podríais cantar algo con ritmo de galope, como «tantarantán, tantarantán»?
- Puedo intentarlo.
- Muy bien, «¡adelante!»
- ¡Tantarantán, tantarantán, tantarantán…!
- ¡Maldición!
- Tendremos que hacerlo todo de nuevo, pero las pezuñas aún nos servirán.
- Supongo que no dolerá mucho caerse sobre la hierba.
- Y seguramente el cartón y la lona no se romperán.
- Lo haremos todo reforzado.
- Eso es.
- Me alegro de que las pezuñas aún nos valgan.
- ¡Por Júpiter, Palomides, mirad qué aspecto más monstruoso tiene!
- Ha salido magnífico, esta vez.
- Lástima que no se pueda hacerle echar fuego por la boca.
- Habría peligro de incendio.
- ¿Probamos otro galope, Palomides?
- Desde luego.
- Echad la cama hacia un lado, entonces.
- Y vos, tened cuidado con los botones.
- Si veis que vamos a tropezar con algo deteneos, ¿eh?
- Muy bien.
- Ojo avizor, Palomides.
- Seré un águila.
- ¿Preparado?
- Preparado.
- ¡Adelante!
- Espléndida carrera, Palomides -exclamó el caballero del Bosque Salvaje momentos después.
- Un noble galope.
- ¿Oísteis cómo iba yo bramando sin cesar?
- No podía menos que oírlo, sir Grummore.
- Vaya, vaya, hacía tiempo que no lo pasaba tan bien. Los dos jadearon triunfantes, en el interior de su monstruo.
- ¡Fijaos, Palomides, mirad cómo muevo la cola!
- ¡Y mirad cómo yo guiño un ojo!
- Pero antes observad mi preciosa cola. No podéis perderos esta maravilla.
- Bueno, si yo os miro la cola, vos me miráis el ojo. Es lo justo.
- Es que yo no puedo ver nada desde aquí dentro.
- Yo, al menos, veo hasta el apéndice caudal.
- Ensayemos una última galopada. Yo menearé la cola en todas direcciones, sin cesar, e iré bramando como un loco. Será un espectáculo aterrador.
- Mientras tanto, yo guiñaré los ojos, uno primero y el otro después.
- ¿No podríamos dar un brinco mientras galopamos, Palomides? Hablo de hacer una especie de cabriola de vez en cuando.
- La cabriola saldrá mejor si la hace sólo la parte posterior de la bestia.
- ¿Queréis que salte yo solo?
- En efecto.
- Bien, de nuevo debo manifestar que sois sumamente cortés, al dejarme brincar a mí solo.
- Os ruego que pongáis mucho cuidado en los brincos, para evitarme golpes intempestivos en el trasero.
- Así se hará, Palomides.
- Adelante, sir Grummore.
- Vamos, sir Palomides.
- ¡Tantarantán, tantarantán, tantarantán!
La reina reconoció que era imposible. Incluso a través de los miasmas de su gaélica mentalidad, había llegado a la convicción de que los asnos no se aparean con las serpientes. Era inútil que pusiera de manifiesto todos sus encantos y talentos ante aquellos ridículos caballeros; era absurdo que fuera siempre con ellos haciendo de cebo para una caza que pensó sería amorosa. Repentinamente se dio cuenta de que les odiaba. Eran unos imbéciles. Descubrió con asombro que su mayor interés se relacionaba con sus queridos pequeños. ¡Era la mejor madre del mundo! Su corazón palpitaba por ellos, y su espíritu maternal se henchía de amor. Cuando Gareth le llevó unas flores de brezo a la habitación, en señal de disculpa, ella le cubrió de besos.
El niño escapó al abrazo y se secó las lágrimas, sintiéndose en parte incómodo y en parte encantado. Las flores que había llevado fueron colocadas por su madre en una taza sin agua -era la perfecta ama de casa-, mientras el niño salía corriendo de la cámara real. Llevó a los demás la noticia del perdón materno, después de haber descendido por la escalera de caracol como un tirabuzón. Aquél era un castillo distinto al que el rey Arturo usaba como lugar de retiro. Un normando escasamente habría reconocido en aquel edificio un castillo, exceptuando la torre. Pero era un millar de años más antiguo que las construcciones normandas.
Aquel castillo, por el que corría el niño para llevar a sus hermanos la buena nueva del amor de su madre, había comenzado por ser, en el más remoto pasado, un fuerte de montaña, símbolo de los Antiguos. Arrastrados hasta el mar por el torbellino de la historia, los gaélicos se refugiaron en la península más alejada. Con el mar a sus espaldas, sobre un rocoso promontorio, construyeron aquellas paredes en la parte más estrecha de la península, para defender sus tierras. El mar, que había sido su desdicha, sería ahora su defensor, a ambos lados de la fortaleza. Allí, sobre el promontorio, los caníbales pintados de azul levantaron su ciclópea pared hecha de piedras sin argamasa, de catorce pies de altura y otro tanto de espesor, y con terrazas por dentro, desde las que podían arrojar grandes piedras. Por el exterior del muro colocaron millares de aguzadas piedras apuntando hacia afuera, las que semejaban un erizo petrificado. Detrás del enorme muro se refugiaron con sus animales domésticos en cabañas de madera. Colocaron las cabezas de los enemigos sobre altos palos, como motivo de decoración, en tanto que su rey construía para sí una cámara subterránea para los tesoros, la cual tenía también una salida secreta para poder huir. El pasadizo cruzaba por debajo de la muralla, de modo que aunque el fuerte estuviera cercado, se podía salir por detrás de los atacantes. Por dicho pasadizo no podía avanzar más que un solo hombre a la vez, y ello arrastrándose. Los que excavaron el subterráneo fueron ejecutados por su propio rey sacerdote, a fin de mantener el secreto.
Pero aquello ocurrió mil años antes.
Dunlothian había progresado con el lento sentido conservador de los Antiguos. Después de la conquista de los escandinavos, se construyó un amplio edificio de madera, en tanto que las piedras originales de la muralla eran retiradas para alzar la torre circular de los sacerdotes. La torre donde ahora vivía la reina, y que poseía un establo debajo de las dos habitaciones, había sido construida en último lugar.
Así pues, Gareth corrió en busca de sus hermanos huyendo de aquellas piedras que habían barrido los vientos durante siglos. Encontró a éstos en el almacén.
Olía a avena, jamón, salmón ahumado, bacalao seco, cebollas, aceite de tiburón, arenques en escabeche, cáñamo, maíz, plumón de gallina, lona embreada, leche -allí se hacía la mantequilla los jueves-, madera de pino, manzanas, hierba seca, cola de pescado, barniz para flechas, especias traídas de otros mares, venado, ratas muertas en su trampa, algas, carnadas de gatos, lana de ovejas y, sobre todo, alquitrán.
Gawain, Agravaine y Gaheris se hallaban sentados sobre la lana, comiéndose unas manzanas. Estaban enzarzados en una discusión.
- Eso no es cosa nuestra -repetía Gawain, tercamente una y otra vez.
- Ya lo creo que es asunto nuestro -repuso con aspereza Agravaine-. Es nuestro más que de nadie, eso no es justo.
- ¿Cómo te atreves a decir que nuestra madre no es justa?
- Pues no lo es.
- Lo es.
- No sabes más que llevar la contraria…
- Son buenas gentes, para ser ingleses -dijo Gawain-. Sir Grummore dejó que me pusiera su yelmo anoche.
- Eso no tiene nada que ver.
Gawain repuso, acalorado:
- No quiero hablar más de eso. Es una bajeza tratar de semejantes cosas.
- ¡El bueno de Gawain!
Al aproximarse, Gareth pudo ver el rostro enrojecido de Gawain, bajo su pelo rojizo, que miraba desafiante a Agravaine. Era evidente que iba a sufrir uno de sus accesos de ira; pero Agravaine era uno de esos intelectuales que son demasiado orgullosos para condescender en emplear la fuerza bruta. Era de los que son arrojados al suelo en el curso de una discusión, pero que continúan discutiendo, sin defenderse, mientras gritan: «Vamos, pégame para demostrar lo fuerte que eres.»
Gawain le fulminó con la mirada y dijo:
- ¡Cállate de una vez!
- No quiero callar.
- Yo haré que cierres la boca.
- Da lo mismo que lo hagas como que no lo hagas.
- Tranquilízate, Agravaine -dijo Gareth-. Y tú, Gawain, déjale en paz. Mira, Agravaine, si no te serenas, Gawain te matará.
- Es igual que lo haga. Lo que estoy diciendo es la pura verdad.
- Conten la lengua.
- No quiero. Dije que debíamos enviar una carta a nuestro padre hablándole de estos caballeros. Debemos decirle lo que hace nuestra madre. Debemos…
Gawain se le echó encima antes de que hubiera concluido la frase.
- ¡Alma del demonio! - gritó, y al caer agregó enfurecido-: ¡Maldito traidor!
Y es que Agravaine había hecho algo que no tenía precedentes en las querellas familiares. Era el más débil de los dos, y al caer extrajo su daga, que dirigió contra su hermano.
- ¡Cuidado! - gritó Gareth.
Los dos hermanos comenzaron a rodar sobre los vellones.
- ¡Gaheris, cógele la mano! ¡Agravaine, suelta esa daga! ¡Si no lo haces, te matará! ¡Ah, necio!
Agravaine tenía el rostro azulado, y la daga no se hallaba a la vista. Gawain, aferrando por el cuello a su hermano con ambas manos, le golpeaba ferozmente la cabeza contra el suelo. Gareth cogió a Gawain por la camisa, a la altura del cogote, y la retorció para cortarle la respiración. Gaheris, en el suelo, trataba de encontrar la daga.
- Déjame -jadeó Gawain-; ¡déjame te digo!
Su resollar parecía el rugido de un cachorro de león.
Agravaine, que tenía el cuello dolorido, aflojó los músculos y quedó hipando en el suelo, con los ojos cerrados. Parecía que iba a morirse. Los otros quitaron a Gawain de encima, cuando aún se debatía por aferrar a su víctima y terminar la tarea.
Y es que cuando se hallaba con uno de esos negros arrebatos, Gawain no se parecía en nada a un ser humano. Más tarde llegaría a dar muerte a mujeres, al encontrarse en tal estado, aunque después lo lamentara amargamente.
Cuando la falsificada Bestia estuvo terminada, los dos caballeros la sacaron del castillo y la escondieron en una cueva, al pie de los acantilados y por encima de la línea de las mareas. Luego tomaron unos tragos de whisky, para celebrarlo, y decidieron ir en busca del rey, cuando ya anochecía.
Le hallaron en su habitación, con una pluma de ave en la diestra, escribiendo en un pergamino. No se veía poesía alguna escrita en el pergamino; tan sólo un dibujo de lo que podía interpretarse como un corazón traspasado con una flecha, y con una P y una L mayúsculas debajo, entrelazadas. El rey se sonó las narices.
- Excusadnos, Pelinor -dijo Grummore-, pero nos ha parecido oír algo raro hacia los acantilados.
- ¿Un ruido desagradable?
- Algo así…
- Ya me lo esperaba.
Sir Grummore pensó en la situación, se puso en pie y echó a un lado al sarraceno. Este y Grummore decidieron extremar el tacto.
- Ah, Pelinor -manifestó sir Grummore, con fingida despreocupación-, ¿qué estabais dibujando?
- ¿Qué os parece a vos?
- Parece un corazoncito.
- Eso es, justamente -repuso el rey-. Y si sois capaces de comprender las insinuaciones, me gustaría que los dos os marcharais de aquí.
- Será mejor que echéis una ojeada por ahí afuera -agregó sir Grummore.
- ¿Por dónde?
- Por ahí.
- Estimado amigo, no sé de qué me estáis hablando.
Sir Palomides consideró que era hora de intervenir.
- Sir Grummore -dijo-, ha observado algo raro, ¡por Júpiter!
- ¿Algún fenómeno extraño?
- Era un ser increíble -explicó sir Grummore.
- ¿Qué clase de ser? - inquirió el rey, suspicaz.
- Uno que os alegrará encontrar.
- Tiene cuatro patas -adelantó el sarraceno.
- Entonces, es un animal -dijo Pelinor, dando pruebas de gran sagacidad.
- En efecto.
- ¿Un cerdo, tal vez? - preguntó el rey, considerando que debía acabar pronto.
- No, Pelinor, no es un cerdo. Este animal hace un ruido como de sabuesos aulladores.
- Como de sesenta sabuesos -dijo Palomides.
- ¡Es una ballena! - exclamó el rey.
- No, no, Pelinor. Las ballenas no tienen patas.
- Pero hacen mucho ruido.
- ¿De verdad?
- Querido amigo, eso es algo que me imagino. ¿No podríamos aclarar un poco más la cuestión?
- Se trata, Pelinor, de algo que hemos visto cerca de los acantilados.
- ¡Por amor de Dios! - se lamentó el desdichado rey-. Me gustaría que os marchaseis o que os callarais la boca. Entre ballenas, cerdos y acantilados, ya no sé dónde estoy. ¿Por qué no me dejáis solo, haciendo mis dibujitos, de una vez por todas? ¿Sería pediros demasiado?
- Pelinor -dijo Grummore-. Preparaos a recibir una sorpresa. ¡Hemos visto a la Bestia Bramadora!
- ¿Por qué?
- ¿Cómo que por qué?
- Sí, ¿por qué?
- ¿Por qué preguntáis solamente por qué?
- Palomides quiere decir que por qué no preguntáis «¿dónde?» o «¿cuándo?» -explicó Grummore-, en vez de «¿por qué?»
- ¿Y por qué no puedo decir por qué?
- Pelinor, ¿habéis perdido la memoria? Os estamos hablando de la Bestia Bramadora; hemos visto el bicho en los acantilados, bastante cerca de aquí.
- No es un bicho, es una bestia.
- Querido amigo, no entremos en detalles, el caso es que la hemos visto.
- Entonces, ¿por qué no vais a capturarla?
- Porque ese privilegio no nos corresponde a nosotros, sino a vos, Pelinor. Al fin y al cabo, se trata de la gran obra de vuestra vida, ¿no es cierto?
- Bah, es una estúpida -repuso el rey.
- Podrá serlo, tal vez -dijo sir Grummore, con tono ofendido-, pero no deja de ser vuestra magnum opus. Sólo Pelinor es capaz de apresarla. Vos mismo lo habéis dicho en numerosas ocasiones.
- ¿Y para qué quiero cazarla? ¿Para qué? Probablemente viva feliz en los acantilados. No comprendo que arméis tanto alboroto por tan poca cosa.
Al cabo de un momento de silencio, Pelinor agregó:
- Es algo muy triste, que algunas gentes que desean casarse no puedan hacerlo. Quiero decir con eso que no sé qué beneficio podría proporcionarme a mí esa bestia. No me he casado con ella, ¿verdad? Entonces, ¿a qué ir siempre detrás de ella? Considero que resulta absurdo.
- Lo que necesitáis, Pelinor, es una buena caza; poner en actividad vuestro hígado.
Se acercaron a Pelinor, le quitaron la pluma de la mano y le sirvieron un buen trago, sin olvidarse de tomar ellos otro. Al cabo de un momento, el rey dijo:
- Bueno, creo que es lo único que puede hacerse. Después de todo, sólo un Pelinor puede capturarla.
- Así hablan los valientes.
- Lo que me sucede es que a veces me siento triste, pensando en la hija de la reina de Flandes. No era hermosa, Grummore, pero me comprendía. Parecíamos hechos el uno para el otro, no sé si alcanzáis a entenderlo. Quizá yo no sea inteligente, y suelo verme en muchas dificultades, pero cuando estaba con Lechoncita creo que me desenvolvía mejor. Y ella era una buena compañía para mí. No es mala cosa tener una grata compañía, cuando uno se ha pasado la vida cazando a la Bestia Bramadora, ¿no os parece? Uno llega a encontrarse muy solo, siempre en el bosque. Y no es que la Bestia no fuera también una compañía, a su modo. Pero no se podía mantener una conversación con ella, como yo hacía con Lechoncita, ni sabía cocinar. No sé por qué os aburro con esta charla, pero a veces me resulta difícil soportar esta situación. Yo amaba a Lechoncita, os lo aseguro, y si hubiera contestado a mis cartas, mi dolor habría sido menos intenso.
- Pobre amigo Pelinor -dijeron los otros dos.
- Hoy he visto a siete urracas, Palomides -añadió el soberano-. Pasaron volando como si fueran sartenes sucias. Una significa dolor -agregó Pelinor-, dos, alegría; tres, casamiento, y cuatro, un hijo. Por lo tanto, siete urracas tienen que significar cuatro hijos, ¿no os parece?
- Eso debe de ser -repuso Grummore.
- Podría llamarles Agloval, Percival y Lamorak, y otro gracioso nombre. En fin, eso ya no será posible. Sin embargo, creo que me hubiera gustado tener un hijo llamado Domar.
- Mirad, Pelinor, es mejor que os acostumbréis a pensar que lo pasado, pasado está. Debéis recuperar el ánimo. ¿Por qué no sois un buen chico y os dedicáis a dar caza a la Bestia Bramadora, por ejemplo?
- Sí, creo que será lo mejor.
- En efecto. Lo demás no tiene importancia.
- Hace dieciocho años que voy detrás de ella -dijo el rey, pensativamente-, y ya estoy acostumbrado. Me pregunto dónde estará mi perra sabuesa. Voy a necesitarla.
- ¡Ah, Pelinor, así se habla!
- Es de imaginar que el honorable soberano iniciará la caza ahora mismo, ¿verdad?
- ¿Cómo? ¿Esta misma noche, Palomides? ¿En medio de la oscuridad?
Sir Palomides dio un discreto codazo a sir Grummore y le susurró:
- Es mejor machacar el hierro cuando aún está al rojo.
- Comprendo lo que queréis decir.
- Bueno, creo que da lo mismo -repuso Pelinor, en voz alta.
- Perfectamente -dijo sir Grummore, haciéndose cargo de la situación-. He aquí lo que haremos. El amigo Pelinor se colocará en un extremo de los acantilados, al acecho, esta misma noche, y nosotros iremos batiendo metódicamente el lugar hacia él. La Bestia tiene que estar por allí, puesto que la vimos esta misma tarde.
- ¿No creéis que fui muy astuto, al haberle dicho que íbamos a llevar el animal hacia él, para así poder quedarnos en este sitio? - preguntó sir Grummore, mientras ambos se vestían en la oscuridad.
- Fue una inspiración -repuso sir Palomides-. ¿Tengo bien puesta la cabeza?
- Querido amigo, desde aquí no puedo ver nada -contestó Grummore.
La voz del sarraceno dejóse oír con un tono de inquietud.
- Esta oscuridad -dijo-, no resulta muy agradable.
- No os preocupéis, servirá para ocultar cualquier ligero defecto en nuestro disfraz. Además, tal vez salga la luna algo más tarde.
- Gracias a Dios que la espada de Pelinor suele estar mal afilada.
- Vamos, Palomides, no me vais a resultar ahora un gallina. No sé por qué, pero me siento espléndidamente. Esta noche voy a aullar y a brincar de buena gana, os lo aseguro.
- Os estáis abotonando al revés, sir Grummore.
- Ah, perdonad, Palomides.
- ¿No sería suficiente con que agitarais la cola en el aire, en lugar de brincar? Experimento una incomodidad bastante grande en las posaderas, cuando dais saltos.
- Es necesario que salte y que mueva la cola -aseguró Grummore, con firmeza.
- Bien, como queráis.
- Quitad vuestra pezuña de encima de mi cola, por favor, Palomides -rogó Grummore.
- Será mejor que llevéis la cola recogida en un brazo, en esta primera parte de la jornada.
- No resultaría convincente.
- Claro.
Sir Palomides echó un vistazo al cielo, y dijo con tono de amargura:
- Y ahora parece que va a llover. Creo recordar que por estas comarcas suele llover con frecuencia.
Luego sacó la oscura mano por la boca de la serpiente, para ver si ya estaba lloviendo. Las gotas empezaron a resonar sobre la lona como si fueran granizo.
- Querida parte delantera -dijo sir Grummore alegremente, ya que había tomado abundante whisky-, fuisteis vos quien pensó en organizar esta expedición. Pero alegraos, estimado agareno, será mucho peor para Pelinor, que está esperándonos. El no tiene una lona con manchas pintadas donde guarecerse.
- Tal vez pare la lluvia dentro de poco.
- Claro que sí, viejo pagano, cesará. Veamos, ¿estáis ya dispuesto?
- Sí.
- Marcad el paso, entonces.
- ¡Izquierda! ¡Derecha!
- No olvidéis el tantarantán.
- ¡Izquierda! ¡Derecha! ¡Tantarantán! ¿Eh, cómo decís?
- No, sólo estaba empezando a bramar.
- Ah, bueno. ¡Tantarantán, tantarantán!
- Y ahora el brinco…
- ¡Cielos, sir Grummore!
- Vaya, lo siento, Palomides.
- Me temo que no voy a poder sentarme por un tiempo.
Debajo de los chorreantes acantilados el rey Pelinor permanecía inmóvil, mirando vagamente hacia el frente. La larga cuerda, a la que estaba atada su perra, se hallaba enrollada a él con varias vueltas. El rey vestía armadura completa, la cual se estaba oxidando a causa de la lluvia. El agua le entraba por muchos sitios a la vez. Sobre todo por encima de las rodillas y por los antebrazos. Pero el lugar peor era la visera. Había sido construida ésta según el principio del hocico, pues era sabido que un yelmo de fea catadura asustaba al enemigo. El rey Pelinor, de aquella guisa, parecía un cerdo inquisitivo. La lluvia le bajaba por los carrillos y descendía haciéndole cosquillas por el pecho. El soberano estaba reflexionando.
«Bueno -se decía-, no es un asunto muy agradable estar aquí con semejante lluvia, pero eso contentará a los queridos amigos. Difícil será encontrar alguien más amable que el viejo Grum, y en cuanto a Palomides, también parece buena persona, aunque sea un pagano. Si les complace una aventurilla como ésta, será mejor llevarles la corriente. Por otra parte, a la perra te hará bien salir un poco. Es una pena que no se la pueda tener suelta. En fin, tendré que pasarme todo el día de mañana restregando la armadura.»
Eso le permitiría estar ocupado en algo, siguió pensando Pelinor, lleno de tristeza. Así al menos no vagaría por ahí, con el dolor atenazándole el alma. Por fin se vio recordando de nuevo a Lechoncita.
Lo bueno que tenía la hija de la reina de Flandes era que no se reía de él. Muchas son las gentes que se ríen de uno cuando se va detrás de la Bestia Bramadora y nunca se la captura; pero Lechoncita no era de ésas. Pareció comprender en seguida su interés, y hasta le hizo algunas sugerencias valiosas sobre la forma de cazarla. No es que él pretendiera dárselas de inteligente, pero tampoco le hacía gracia que se le rieran en la cara. Cada uno hacía lo que podía.
Pero llegó el triste día en que aquella maldita lancha arribó hasta las playas de Flandes. Tenía que subir a ella, puesto que los caballeros nunca deben rechazar una aventura. Y en cuanto ascendieron a bordo, la embarcación se alejó de tierra. Agitaron el brazo despidiéndose de Lechoncita, y vieron además que la Bestia sacaba la cabeza del bosque y luego salía hacia la playa, dando muestras de hallarse muy afligida. La nave se alejó rápidamente hasta que sólo se divisaron algunas figurillas diminutas en la playa, entre ellas la de Lechoncita, agitando el pañuelo. Luego la perra sabuesa cayó enferma.
Desde cada uno de los puertos a donde arribaron, Pelinor escribió a la hija de la reina. Entregó las misivas a los posaderos de los establecimientos donde paraban, y éstos prometieron formalmente enviar las cartas. Pero el caso es que Lechoncita jamás le mandó una sílaba como respuesta.
El rey pensó que ello se debía a lo poco que él valía. Era aturdido, poco inteligente y siempre se armaba líos. ¿Cómo iba a escribir la hija de una reina a un tipo semejante, sobre todo cuando él se había marchado en una nave encantada, sin rumbo conocido? Aquello era como abandonarla, y ella tenía derecho a sentirse ofendida. Entretanto seguía cayendo la lluvia y empapando a Pelinor, al tiempo que la perra comenzaba a estornudar. La armadura se pondría imposible de la herrumbre, y ahora empezaba a entrarle un chorro por atrás, entre la gola y el yelmo. La noche era oscura y horrible. Por los acantilados avanzó reptando un ser de pesadilla.
- Perdonad, sir Grummore -decía sir Palomides-, ¿sois vos el que me está resoplando en una oreja?
- No, no, querido amigo. Me limito a bramar lo mejor que puedo. Adelante, adelante.
- No me refiero a vuestro bramido, sir Grummore, sino a una especie de ronco jadeo que noto a mi lado.
- Palomides, nada sacáis con preguntarme. Aquí metido es muy poco lo que alcanzo a escuchar, os lo aseguro -contestó sir Grummore.
- Me parece que la lluvia va a cesar. ¿Os importaría que descansáramos un poco?
- Detengámonos, si es vuestro deseo. Pero me parece que debiéramos llevar a cabo esta empresa lo antes posible. ¿Para qué deseáis parar?
- Me gustaría que no estuviese tan oscuro.
- Supongo que no os detendréis sólo por eso.
- No, pero se agradece un descanso.
Al cabo de un momento sir Palomides dijo:
- En marcha, amigo. ¡Izquierda! ¡Derecha! Así vamos bien.
Cuando ya llevaban andando algunos minutos, sir Palomides volvió a decir:
- Ahí está de nuevo, sir Grummore.
- ¿El qué?
- El resoplar que os había dicho.
- ¿Estáis seguro de que no soy yo? - preguntó sir Grummore.
- Desde luego. Es un resuello amenazador o amoroso, no lo sé muy bien. Este pobre pagano desearía de corazón que no estuviera tan oscuro.
- No se puede tener todo. Continuad, Palomides, sigamos nuestro camino.
Al cabo de un rato, sir Grummore dijo con voz sepulcral:
- Estimado amigo, ¿no podríais dejar de dar semejantes golpazos?
- No estoy golpeando a nadie, sir Grummore.
- Entonces, ¿quién es?
- Yo no siento golpe alguno.
- Pero hay algo que me está dando empujones desde atrás.
- Será la cola, tal vez.
- No, me la he enrollado en torno al cuerpo.
- De todos modos, yo no podría golpearos por atrás, puesto que voy delante.
- ¡Ya empieza otra vez!
- ¿El qué?
- ¡Esos golpes! ¡Palomides, nos atacan!
- No, sir Grummore. Debe de ser vuestra imaginación.
- ¡Palomides, tened la bondad de volveros hacia atrás!
- ¿Para qué, sir Grummore?
- Para que veáis lo que me está golpeando.
- Está bien, pero os aseguro que no puedo ver nada. Está demasiado oscuro.
- Sacad la mano por la boca, y palpad, a ver qué es lo que tocáis.
- Toco algo redondo.
- Soy yo, Palomides. Yo, por atrás.
- Mis sinceras disculpas, sir Grummore.
- No importa, amigo, no importa. ¿Qué más notáis?
La voz del sarraceno se volvió temblorosa.
- Hay algo frío -dijo-, y resbaladizo.
- ¿Se mueve, Palomides?
- Se mueve, ¡y resopla!
- ¿Resopla?
- ¡Resopla!
En ese momento salió la luna.
- ¡Merced! - exclamó sir Palomides, con voz aguda, al tiempo que espiaba a través de la boca de lona-. ¡Corred, Grummore, corred! ¡Izquierda, derecha! ¡Paso redoblado! ¡Oh, cielos! ¡Ah, mis pobres pies!
De nada valía seguir esperando, se dijo el rey Pelinor. Seguramente se habrían perdido los dos batidores, o les habría asustado la lluvia. Hacía un tiempo endemoniado, como era costumbre en Lothian, y él había hecho lo posible por someterse a los planes de los otros dos caballeros. Estos se habían marchado, sin duda, casi podía decir que desconsideradamente, dejándole oxidarse en compañía de la perra sabuesa. Eso no estaba bien.
Con paso decidido, Pelinor se alejó dispuesto a irse a la cama, arrastrando a la perra detrás de él.
En la grieta de uno de los acantilados más abruptos, la falsificada bestia, con casi todos los botones saltados, estaba discutiendo con su vientre.
- ¿Pero quién iba a prever una calamidad semejante? - decía la cabeza.
- Vos tuvisteis la idea -repuso iracundo el estómago-. Se os ocurrió lo del disfraz. Vuestra es la culpa.
Al pie del acantilado se hallaba la Bestia Bramadora en actitud sentimental, observando la romántica luz de la luna y esperando la aparición de su otra mitad. Detrás de ella se extendía un fondo de mar plateado. Desde distintos lugares del panorama, algunas docenas de gaélicos de mente retorcida examinaban atentamente la situación, ocultos detrás de rocas, dunas, montones de conchas y espesos arbustos, tratando vanamente, por todos los medios, de descubrir las misteriosas intenciones de aquellos ingleses.
CAPITULO X
En Bedegraine era ya la víspera de la batalla. Algunos obispos estaban bendiciendo a los ejércitos de ambos bandos, escuchando confesiones y diciendo misas. Los hombres de Arturo se mostraban reverentes en este aspecto, mientras que los del rey Lot no lo eran, pues tal era la costumbre en los ejércitos que debían resultar derrotados. Los obispos aseguraron a ambos bandos que debían ganar porque Dios estaba con ellos, pero los hombres del rey Arturo sabían que el enemigo les superaba en la proporción de tres a uno, por lo que se apresuraban a confesarse. Las gentes del rey Lot, que también conocían aquella superioridad, se pasaron la noche bailando, bebiendo, jugando a los dados y contándose chistes verdes. Al menos, eso es lo que relatan las crónicas.
En la tienda del rey de Inglaterra se había celebrado ya el último consejo militar, y Merlín se quedó para charlar un poco. El mago tenía aspecto de hallarse preocupado.
- ¿Qué os ocurre, Merlín? ¿Acaso vamos a perder esta batalla?
- No, la ganaréis, y no es necesario que me lo calle. Pelearéis con denuedo, y sabréis actuar en el momento decisivo. Ese es vuestro destino, el ganar esta batalla, de modo que bien puedo contároslo. Pero hay algo que debí decir antes, y que me está preocupando.
- ¿De qué se trata?
- ¡Cielo santo! ¿Por qué me iba a preocupar si recordase el asunto de que se trata?
- ¿Está relacionado con una doncella llamada Nimue? - preguntó Arturo.
- No, no, no. Es una cosa distinta. Pero es algo que no alcanzo a recordar.
Al cabo de un momento, Merlín se colocó la barba en la boca y comenzó a contar por los dedos.
- Os he hablado de Ginebra, ¿no es cierto?
- No creo en eso.
- No importa. Y me parece que os he prevenido respecto a ella y a Lancelote.
- Esa advertencia -dijo el rey-, bien podría fallar.
- Además, os conté lo de la espada Excalibur, y el cuidado que debíais tener con la vaina, ¿verdad?
- Sí.
- Y también lo de vuestro padre, ¿no? Por lo tanto, no debe de ser relativo a él. Lo que más rabia me da -aseguró el mago, arrancándose el pelo a mechones- es que no puedo recordar si es algo del futuro o del pasado.
- No importa -dijo Arturo-, no me gusta conocer mi futuro. Es mejor que no os preocupéis.
- Pero es que se trata de algo que debo decir. Es de vital importancia.
- Dejad de preocuparos -repuso el rey-, y entonces tal vez os venga a la memoria. Debierais tomaros unas vacaciones. Habéis tenido demasiados problemas últimamente, con todas las advertencias que habéis tenido que dar y los preparativos que habéis tenido que hacer para la batalla.
- Ya lo creo que me tomaré las vacaciones -dijo Merlín-. En cuanto termine la contienda, iré a hacer una excursión por Humberland del Norte. Allí vive un maestro mío, llamado Bleise, el cual podrá decirme quizá lo que trato de recordar. Luego iré a presenciar la caza de aves con él. Es un hombre muy diestro en ese arte.
- Muy bien -contestó Arturo-. Disfrutad de unas prolongadas vacaciones. Luego, cuando regreséis, pensaremos algo para evitar lo de Nimue.
El anciano dejó de juguetear con su barba y miró fijamente al rey.
- Sois demasiado ingenuo, Arturo -le dijo.
- ¿Por qué?
- ¿No os acordáis de la magia en que os visteis envuelto de pequeño?
- No. Recuerdo que me interesaban las aves y otras bestezuelas. Por eso tengo una colección de animales en la Torre. Pero no me viene a la cabeza nada acerca de encantamientos.
- Mala memoria tiene la gente -dijo Merlín-. Entonces, tampoco os acordaréis de las parábolas que solía contaros, cuando deseaba que entendierais algo, ¿verdad?
- De algunas aún me acuerdo, como la del rabino, y otra que me contasteis cuando quise llevar a Kay conmigo a otra parte. Nunca pude entender por qué había muerto la vaca.
- Pues bien, ahora deseo contaros otra parábola.
- Os escucharé con gusto.
- En el Oriente, tal vez en el mismo lugar de donde procedía el rabino Yacanán, había un hombre que paseando en una ocasión por el mercado de Damasco, se vio de pronto frente a la Muerte. El hombre notó un gesto de sorpresa en el horrible semblante del espectro, pero ambos pasaron de largo sin decirse nada. Asustóse el hombre, y fue a ver a un sabio para que le dijera lo que debía hacer. El docto personaje le dijo que la Muerte había ido a Damasco probablemente para llevarle con ella al día siguiente. Más aterrado aún quedó el pobre hombre, y preguntó si había algún modo de escapar a aquella suerte. La única forma que se le ocurrió al sabio fue que la víctima huyera por la noche a Aleppo, para librarse del personaje de la calavera y las tibias.
»Así lo hizo el hombre, y escapó en dirección a Aleppo. Fue una terrible cabalgata que anteriormente jamás había hecho en una noche. Llegado allí se dirigió hacia la plaza del mercado, felicitándose por haber eludido a la Muerte.
»Pero entonces se presentó el espectro, le dio unos golpecitos en un hombro y le dijo: "Perdón, he venido a buscarte." "¿Por qué? - exclamó aterrado el hombre-. Creí que os había dejado ayer en Damasco." "Sí, pero justamente -repuso la Muerte- yo debía encontrarte en Aleppo."
Arturo pensó en aquella historia durante unos instantes, y luego dijo:
- Por lo tanto, queréis decir que de nada vale tratar de escapar a Nimue, ¿verdad?
- Aunque quisiera hacerlo -dijo Merlín-, de nada me valdría. Hay ciertos aspectos relativos al Tiempo y el Espacio que el filósofo Einstein llegará a descubrir. Algunos se limitarán a llamar a eso Destino.
- Pero, ¿no podéis hacer nada por eludir la prisión en ese agujero?
- Hay gentes que hacen cosas increíbles, sólo por amor -repuso Merlín-; en cuyo caso el agujero al que os referís no resulta tan desagradable. Me dedicaré a reflexionar, hasta que de nuevo me dejen salir.
- Entonces, ¿os dejarán salir?
- Y os diré algo más que os sorprenderá, rey Arturo. Mi liberación no ocurrirá hasta dentro de varios siglos, pero entonces volveremos a vernos. ¿Queréis saber lo que dirá en la lápida de vuestra tumba? Hic iacet Arthurus Rex quondam Rexque futurus. ¿Recuerdas algo de latín? Significa rey de ayer y del mañana.
- ¿Volveremos a vernos?
- Desde luego.
El rey Arturo reflexionó en silencio. Afuera era ya noche cerrada, y en el pabellón, vivamente iluminado, reinaba la quietud. Los centinelas, paseando sobre la hierba, no se dejaban oír.
- Me pregunto -dijo Arturo, por último-, si alguien se acordará de nuestra Orden de la Tabla Redonda.
Merlín no contestó. Tenía la cabeza inclinada sobre la blanca barba, y las manos unidas entre las rodillas.
- ¿Qué clase de gentes serán aquellas, Merlín? - preguntó por último el joven rey, con voz llena de aflicción.
CAPITULO XI
La reina de Lothian se había ido a su alcoba, sin hablar con sus invitados, y Pelinor se fue a la suya con toda rapidez. A la mañana siguiente se dirigió a dar un paseo por la playa, admirando las gaviotas que volaban como blancas plumas cuyas cabezas hubieran sido sumergidas en tinta. Los viejos cormoranes se mantenían como crucifijos sobre las rocas, secándose las alas.
Pelinor sentíase triste, como de costumbre, y además notaba una sensación incómoda, ya que echaba de menos algo, aunque no sabía lo que era. Le faltaban Palomides y Grummore, y así lo hubiese comprendido de tener un poco más de memoria.
Por último su atención se vio solicitada por unos gritos, y miró a su alrededor.
- ¡Eh, Pelinor! ¡Aquí! ¡Estamos aquí arriba!
- Caramba, Grummore -dijo el rey, lleno de interés-. ¿Puede saberse qué hacéis ahí arriba, en ese risco?
- ¡Mirad la Bestia, hombre, mirad la Bestia!
- Vaya, veo que habéis atraído a la vieja Bramadora…
- Querido amigo, por piedad, haced algo. Hemos pasado aquí toda la noche.
- Pero, ¿cómo vais vestido de ese modo, Grummore? Os veo lleno de manchas, o algo parecido. ¿Y qué tiene Palomides en la cabeza?
- No hagáis más preguntas, hombre.
- Además, tenéis una especie de cola, Grummore. Veo que os cuelga desde ahí.
- Claro que tengo una cola. Pero dejad de hablar de una dichosa vez. Hemos estado la noche entera en esta grieta, y nos hallamos muertos de cansancio. Por favor, Pelinor, matad a esa Bestia de una vez.
- ¿Cómo? ¿Para qué demonios voy a querer yo matar a la Bestia Bramadora?
- ¡Dios del cielo! ¿Acaso no habéis estado tratando de matarla desde hace dieciocho años? Piedad, Pelinor. Haced algo por nosotros, si no los dos caeremos de esta estrecha grieta.
- Lo que no alcanzo a comprender -dijo el rey, pensativamente- es la razón de que os encontréis en ese risco. Y, además, la forma en que vais vestidos. Parece como si estuvierais imitando a la Bestia. Y luego, ¿de dónde ha salido ésta? Bueno, todo esto resulta un poco confuso.
- Pelinor, de una vez por todas, ¿vais a matar a esa bestia?
- ¿Por qué?
- Porque nos tiene arrinconados aquí arriba.
- Eso no es habitual en la vieja Bramadora -aseguró el rey-. No suele tomarse interés por las personas corrientes.
- Palomides dice -contestó sir Grummore, roncamente- que la Bestia se ha enamorado de nosotros.
- ¿Enamorado?
- Bueno, es que íbamos vestidos de Bestia Bramadora.
- Nos ha tomado cariño -añadió sir Palomides, con voz débil.
El rey Pelinor comenzó a reírse lentamente. Era la primera vez que reía desde su llegada a Lothian.
- Bendita sea mi alma -dijo-. ¿Habráse oído cosa semejante? ¿Y por qué creéis que está enamorada?
- El animal -manifestó sir Grummore, dignamente-, no ha hecho otra cosa que rondar por el acantilado toda la noche. Emitía una especie de ronroneo y se frotaba el cuello contra las rocas. A veces alzaba la cabeza y nos observaba con mirada llena de ternura.
- ¿Estáis seguro, Grummore?
- Querido amigo, miradla ahora mismo.
La Bestia Bramadora, que no había prestado la menor atención a la llegada de su amo, estaba observando hacia arriba, a donde estaba sir Palomides, con el alma asomada a los ojos. Tenía la barbilla apoyada sobre una roca, y su gesto era apasionado y devoto a un tiempo. De vez en cuando meneaba la cola, haciéndolo lateralmente, sobre la superficie del suelo y provocando un ruido a cascajo y piedras sueltas, y entonces lanzaba un breve suspiro. Luego, considerando quizá que había ido demasiado lejos, arqueaba su grácil cuello serpentino y escondía la cabeza debajo del vientre, escrutando hacia arriba, con gesto vergonzoso, por el rabillo del ojo.
- Y bien, Grummore, ¿qué queréis que haga? - preguntó Pelinor.
- Queremos bajar.
- Sí, ya me lo imagino. Me parece una idea razonable. No alcanzo a entender cómo habrá ocurrido esto, pero comprendo que deseéis bajar de ahí.
- Entonces, matadla, Pelinor. Matad a esa condenada criatura.
- Bueno, no sé si será adecuado -repuso el rey-. Después de todo, ¿qué mal ha hecho? El mundo simpatiza con los amantes. No veo por qué hay que matar a la pobre bestia, sólo porque ha adquirido una gentil pasión. En realidad, yo mismo estoy también enamorado. Eso me proporciona una especie de sentimiento de camaradería.
- Rey Pelinor -dijo sir Palomides, con firmeza-, si vos no tomáis alguna decisión rápidamente, vuestros amigos resultarán instantáneamente difuntos.
- Pero querido Palomides, no me es posible matar a la vieja Bramadora porque mi espada carece de filo.
- Entonces golpeadla con ella, Pelinor. Dadle un buen golpe en la cabeza, y tal vez le hagáis perder el conocimiento.
- ¿Eso opináis, amigo Grummore? Pero imaginad que no logro hacerle nada. En lugar de ello podría irritarla, ¿y qué me pasaría entonces? Insisto en que no veo la razón de causarle daño. ¿No es a vos a quien quiere, al fin y al cabo?
- Sea cual sea el motivo del comportamiento del animal, lo cierto es que nos hallamos en esta grieta.
- Entonces, no tenéis más que bajaros de ahí.
- Estimado amigo, ¿cómo vamos a salir sin exponernos a sufrir un ataque?
- Será una especie de ataque amoroso -apuntó el rey, confiadamente-, y no creo que os haga daño alguno. Lo único que debéis hacer es avanzar delante de ella hasta que lleguéis al castillo. Incluso podríais devolverle un poco sus atenciones. A todo el mundo le gusta que le retribuyan el cariño.
- ¿Estáis sugiriendo -preguntó sir Grummore, fríamente- que debemos coquetear con ese reptil vuestro?
- Eso facilitará las cosas.
- ¿Y cómo lo haríamos, si no es mucho preguntar?
- Bueno, sir Palomides puede frotar su cuello contra el de ella, de vez en cuando, y vos, sir Grummore, podéis menear la cola con afecto. Quizá si le lamierais un poco el hocico…
- Este, vuestro servidor -dijo sir Palomides, débilmente, con tono de repugnancia-, no puede frotarle el cuello ni lamerle el hocico. Lo único que va a hacer en este momento es caerse de la grieta. Adieu.
Y con esto, el infortunado pagano se soltó del risco y pareció ir a caer en las fauces del monstruo, pero sir Grummore le cogió a tiempo, además de que los últimos botones del disfraz aún le sujetaban.
- ¿Lo veis? - dijo sir Grummore-. He ahí lo que habéis conseguido.
- Pero, querido amigo…
- No soy vuestro querido amigo. Estáis abandonándonos, sencillamente, a nuestro triste sino.
- Caramba.
- Sí, lo hacéis y sin el menor escrúpulo.
El rey Pelinor se rascó la cabeza.
- Podría intentar cogerla de la cola -dijo, no muy convencido-; mientras, echáis a correr.
- Hacedlo entonces. De lo contrario Palomides se va a caer, y yo detrás de él.
- Lo que no entiendo -aseguró Pelinor, intrigado-, es la razón de que os hayáis vestido así. Eso es un verdadero misterio para mí.
Por fin, Pelinor cogió a la bestia por la cola y exclamó:
- ¡A ver, querida, aparta! ¡ohé, ohé! Vosotros dos, corred ahora, y poneos a salvo. Me parece que la Bramadora no está muy contenta, a juzgar por su expresión. ¡Vamos, tranquila, tranquila! ¡Corred, Grummore, Palomides! ¡Eh, mal bicho! ¡Ohé, bestia, suelta ahí! ¡Aprisa, amigos, bajad! ¡Se va a soltar dentro de un minuto! ¡Eh, retrocede, horrible animal! ¡Más rápido, Grummore! ¡Siéntate, siéntate! ¡Échate, bestia! ¡Eh, cuidado, que se suelta! ¡Vaya, me ha dado un mordisco!
Los dos caballeros llegaron al puente levadizo con una cabeza de ventaja, y el puente fue alzado inmediatamente, dejando afuera a la Bramadora.
- ¡Uf! - suspiró sir Grummore, desabrochándose el disfraz y limpiándose luego el sudor de la frente.
- ¡Horror! - exclamaron varias comadres que habían ido al castillo a llevar huevos.
- ¡Detente, horrible fiera! - dijo el hombre que había alzado el puente levadizo-. ¡Ah, qué pánico siente mi corazón!
- ¡Merced! - gritaron otros testigos del hecho.
- ¡Se han salvado! - afirmaron cierto número de Antiguos, que habían presenciado el suceso del risco durante toda la noche, si bien no dijeron nada por temor a que les descubrieran.
A todo esto sir Palomides se había desplomado sobre un banco de piedras, sin tener cuidado para no golpearse la cabeza, y allí quedó jadeando fuertemente. Le retiraron y le arrojaron un cubo de agua al rostro. Después las comadres le dieron con sus delantales.
- ¡Ah, pobre hombre! - comentaban las mujerucas, llenas de compasión-. ¡El pobre bárbaro! Tal vez ya no vuelva más en sí. Dadle otro buen remojón.
Pero sir Palomides recuperó el conocimiento, aunque lentamente. Haciendo gorgoritos dijo:
- ¿Dónde estoy?
- A salvo, viejo amigo -repuso sir Grummore-. La Bestia ha quedado afuera.
Desde el otro lado del puente levadizo llegaba un triste alarido que corroboraba las manifestaciones de sir Grummore. Era como si treinta pares de sabuesos estuvieran aullándole a la luna. Sir Palomides estremecióse.
- Debiéramos echar un vistazo, a ver si viene el rey Pelinor -dijo sir Grummore.
- Un momento, por favor, Dejad que me recupere -repuso sir Palomides.
- La Bestia puede haberle hecho daño.
- ¡Pobre hombre!
- ¿Qué tal os sentís vos?
- Se me está pasando la indisposición -repuso el sarraceno, valientemente.
- No hay tiempo que perder. La Bestia puede estar comiéndose a nuestro amigo en este momento.
- Guiadme hasta las almenas -declaró Palomides, poniéndose en pie.
Y así diciendo el numeroso grupo ascendió por las estrechas escaleras a lo más alto de la torre.
Debajo de ellos, muy pequeña desde aquella altura, podía verse a la Bestia Bramadora sentada en un barranco que formaba el límite del castillo por aquel lado. El animal se hallaba encima de una peña, mirando al puente levadizo con la cabeza ladeada y la lengua fuera. De Pelinor no se veía nada.
- Evidentemente, se ha salvado -dijo sir Grummore con alegría.
- A menos que se lo haya comido, desde luego.
- No creo que tuviera tiempo de hacerlo, viejo amigo. Habría tardado un poco.
- Además, quizá hubiese dejado algunos huesos y otras sobras. O por lo menos la armadura.
- Claro.
- ¿Qué creéis que debemos hacer?
- Es un asunto delicado.
- ¿No debiéramos hacer una incursión?
- Quizá será mejor esperar a ver lo que ocurre, Palomides, ¿verdad?
- Eso. No vayamos a precipitarnos.
Cuando hubo transcurrido media hora, o así. el grupo de gaélicos comenzó a aburrirse manifiestamente, por aquella falta de acción. Algunos arrojaron piedras a la Bestia, mientras los dos caballeros seguían observando.
- Una situación muy curiosa…
- Ciertamente.
- Me pregunto cómo se solucionará.
- Lo mismo digo.
- Ahí tenemos a la reina de Orkney, irritada por no sé qué, tal vez por el asunto del unicornio, y por otra parte, lo de Pelinor, que ha desaparecido. Además, la Bestia parece dispuesta a seguirnos a donde vayamos.
- Complicado asunto.
- El amor es una pasión desbordante, cuando uno piensa en ello.
En ese momento, y como para confirmar el aserto de sir Grummore, viose llegar a un par de figuras abrazadas que venían por el camino de los riscos.
- ¡Santo cielo! - exclamó sir Grummore-. ¿Quiénes son aquéllos?
Cuando estuvieron más cerca se pudo apreciar la identidad de la pareja. Uno era el rey Pelinor. el cual abrazaba por la cintura a una dama madura y rolliza, vestida con traje de viaje. La mujer tenía un rostro colorado, algo caballuno, y empuñaba un látigo en la diestra. El pelo lo llevaba formando un moño.
- ¡Debe de ser la hija de la reina de Flandes!
- ¡Eh, amigos! - gritó el rey Pelinor, en cuanto se le pudo oír-, ¡Eh, mirad! ¿Qué os parece? ¿Quién lo hubiera pensado, no? ¿Os imagináis lo que he encontrado?
- Un momento -intervino la gruesa dama, con voz potente-. ¿Quién inició la búsqueda, eh?
- Sí, sí, claro. No fui yo quien la encontró, sino ella a mí. ¿Qué me decís?
En seguida Pelinor agregó lleno de contento:
- ¿Y sabéis una cosa? No podía contestar a ninguna de mis cartas porque nunca les puse remite. Ya sabía yo que estaba haciendo algo mal. Así que Lechoncita cogió su caballo y se fue a ver si me encontraba. La Bestia Bramadora le ayudó bastante, ya que tiene excelente olfato. Lo notable es que nuestra lancha encantada debía de tener algo metido en la cabeza, pues regresó a buscarlas. ¡Qué bello gesto! Desembarcaron en una caleta, no muy lejos, ¡y aquí las tenemos!
El rey Pelinor estaba tan nervioso que no dejaba hablar a nadie. En seguida agregó:
- Pero, ¿puede saberse por qué estamos gritando de esta forma? ¿Os parece educado? Creo que debierais bajar y franquearnos el paso. ¿Qué ocurre con ese puente levadizo?
- ¡La Bestia, Pelinor, la Bestia! ¡Está en aquella hondonada!
- ¿Qué pasa con la Bestia, hizo algo malo?
- Ha puesto cerco al castillo.
- Sí, ahora que recuerdo, llegó a morderme. ¿Y qué os parece? - dijo Pelinor, agitando una mano vendada en el aire-. Lechoncita me vendó la mano estupendamente. Me la vendó con… bueno, ya os lo imaginaréis.
- ¡Con las enaguas! - vociferó la sorprendente hija de la reina de Flandes.
- Sí, sí, ¡con sus enaguas!
El rey se atragantaba de la risa.
- Todo eso está muy bien, Pelinor; pero, ¿qué pensáis hacer con la Bestia? - inquirió Grummore.
El soberano estaba extremadamente eufórico, y replicó en seguida:
- ¡Ah, la Bramadora! ¿Es ése el único problema? ¡En seguida lo arreglo!
Dirigióse entonces hasta el borde de la hondonada y gritó, al tiempo que agitaba la espada sobre la cabeza:
- ¡A ver, Bramadora! ¡Fuera de ahí! ¡Arre, arre!
La Bestia le observó con mirada ausente. Movió un poco la cola, como si le reconociese vagamente, y después volvió a prestar toda su atención a la puerta del castillo. Las piedras que los gaélicos le habían arrojado, en su mayoría fueron cazadas al vuelo por el animal, diestramente, y tragadas con limpieza.
- ¡Bajad el puente levadizo! - ordenó Pelinor-. Yo me encargaré de ella. ¡Soo, soo!
Al cabo de unos momentos de vacilación el puente fue bajando. La Bramadora se acercó a él esperanzada.
- Lechoncita -dijo Pelinor-, corre ahora adentro, mientras yo defiendo la retaguardia.
En cuanto el puente hubo tocado el suelo, la robusta princesa lo franqueó a toda velocidad. La Bestia Bramadora, un poco desconcertada, corrió también hacia el pasadizo, y golpeó de lleno al rey Pelinor.
- ¡Cuidado! ¡Cuidado! - gritaron los criados, comadres, halconeros, caballerizos, cocineros y otros curiosos que allí se habían congregado.
La hija de la reina de Flandes se volvió como una tigresa que defiende a su cachorro.
- ¡Fuera de ahí, condenado chucho! - gritó ella, pegando con su látigo en el hocico al animal. La Bramadora retrocedió con los ojos llenos de lágrimas.
Al llegar la noche se hizo evidente que una nueva crisis comenzaba a desarrollarse. La Bestia Bramadora parecía dispuesta a asediar el castillo hasta que saliera su pareja, y en tales circunstancias las comadres que habían llevado los huevos a la fortaleza para venderlos, se negaron a salir sin una escolta. Por último los tres caballeros del sur tuvieron que acompañarles hasta el pie de los riscos, con las espadas desenvainadas.
En su choza de la calle del poblado, santo Toirdealbhach estaba con los cuatro niños cuando llegaba el convoy de las hueveras y los caballeros. Al santón le olía fuertemente el aliento a whisky y estaba de vena lacrimosa, lo que no le impedía blandir en el aire su impresionante garrote.
- Ni un solo cuento más -decía en voz alta-. Tal vez me case con la madre Morlana, y después de pelear con Duncan, dejaré de ser un santo.
- ¡Enhorabuena! - gritaron los pequeños. En ese momento el santón descubrió a la comitiva y comenzó a aullar como un iroqués.
- ¡Vienen los enemigos!
- Tranquilizaos -le dijeron los chiquillos-, tranquilizaos, santidad. Esas espadas no son para combatirnos.
- ¿Cómo no lo habíais anunciado? - dijo el santón, abrazando a Pelinor cuando llegó junto a ellos, y echándole todo el aliento encima.
- Vaya -dijo el rey-, tengo entendido que os vais a casar, ¿no es eso? Igual que yo. ¿No estáis contento?
Por toda respuesta, el hombre santo rodeó con sus brazos los hombros del rey y le llevó hasta donde estaba la madre Morlana, en contra de los deseos de Pelinor, que hubiese preferido acercarse a Lechoncita. Pero era evidente que habría que celebrar una despedida de soltero. La morralla gaélica se había esfumado como por arte de magia, y los tres ingleses se vieron al fin aceptados como personas e invitados, haciendo caso omiso de diferencias raciales, dado el cálido espíritu de las gentes del norte.
CAPITULO XII
La batalla de Bedegraine se celebró cerca de Sorhaute, en el bosque de Sherwood, durante la Pascua de Pentecostés. Fue una lucha decisiva, porque era en cierto modo, para el siglo XII, el equivalente a lo que posteriormente se llamaría la Guerra Total. Los Once Reyes estaban preparados para combatir contra su soberano al modo normando, es decir, de forma parecida a la caza del zorro, como lo hacían Enrique II y sus hijos, por deporte y sin verdadera intención de hacerse demasiado daño. Esos reyes, junto con los caballeros de la nobleza -los tanques de aquellos días-, estaban dispuestos a correr aquel riesgo por afición al deporte.
Pero los Once Reyes necesitaban una base sólida para sus hazañas. Aunque los caballeros tuvieran escasos deseos de matarse entre sí a gran escala, no había razón, según ellos, para que no matasen a los siervos. Habría resultado una batalla mezquina, de no haber abundado los muertos.
En consecuencia, y tal como la habían proyectado los reyes rebeldes, ésta era una especie de doble lucha, o una batalla dentro de otra batalla. En el círculo exterior había sesenta mil soldados gaélicos marchando con los Once, y aquellas tropas mal armadas se hallaban dispuestas a combatir con ardor a los veinte mil infantes del ejército del rey Arturo.
Entre ambos ejércitos existía una seria enemistad de tipo racial, pero era un encono controlado desde arriba, por los nobles, los cuales no tenían demasiadas ganas de derramar la sangre de unos y otros caballeros. Eran como jaurías de sabuesos que se combatieran entre sí bajo el mando directo de los perreros, que consideraban el asunto como un juego interesante. Si los sabuesos se hubiesen rebelado a su vez, Lot y sus aliados se hubiesen unido a los nobles del rey Arturo, a fin de reprimir lo que se consideraba como una verdadera sedición.
Los caballeros que iban entre las tropas de cada bando se sentían en cierto modo más allegados a los caballeros enemigos que a sus propios soldados. Para ellos el número de infantes más bien formaba parte de una puesta en escena. Una buena batalla era para esos nobles un escenario lleno de «brazos, espadas y cabezas volando sobre los campos, y de golpes resonando sobre las aguas y los bosques». Pero los brazos, los hombros y las cabezas deberían ser los de los villanos, en tanto que los golpes que resonaran serían los intercambiados por la nobleza protegida por las armaduras. Esa era la idea que de la batalla tenían los mandos de Lot. Cuando hubieran muerto bastantes soldados gaélicos y se hubiese puesto en aprieto a los capitanes ingleses, Arturo reconocería la imposibilidad de seguir resistiendo, y capitularía. Se establecerían entonces los términos monetarios del armisticio, y todo quedaría más o menos como antes, con excepción de que se aboliría la primacía del rey de Inglaterra sobre los soberanos vasallos, lo que nunca había pasado de ser una fantasía.
Como es lógico, una guerra de esta clase tenía que llevarse a cabo con cierto protocolo, del mismo modo que se hacía con la caza del zorro. Comenzaría con un encuentro programado, si el tiempo lo permitía, y sería desarrollada de acuerdo con precedentes establecidos.
Pero Arturo tenía en la cabeza una idea diferente. No consideraba justo, después de todo, que ochenta mil humildes infantes fueran lanzados implacablemente los unos contra los otros, mientras un reducido grupo de nobles, protegidos por sus metálicas caparazones, maniobraban sólo para obtener un botín. Había comenzado a asignar un valor a aquellas cabezas, brazos y hombros, aunque fueran de siervos. Merlín le enseñó a desconfiar de esos procedimientos.
En consecuencia, el rey de Inglaterra estableció de antemano que no habría rescates en aquella batalla. Sus caballeros tendrían que luchar seriamente contra los de la Confederación Gaélica. No se aceptaría componenda alguna ni se observarían reglas propias de danzarines de corte.
Además, bien lo sabía ahora, aquél era el punto culminante de su vida. Sea como fuere, el caso es que los hombres del rey se confesaron con unción la noche anterior a la batalla. Algo de la visión del joven monarca había trascendido a sus capitanes y soldados. Era un poco del ideal de la Tabla Redonda, que habría de alumbrarse con dolor; algo que supondría llevar a cabo una acción desagradable y peligrosa en bien de la decencia, pues sabían que la lucha debía desarrollarse con sangre y muerte, y sin recompensa alguna. Nada obtendrían allí más que la seguridad de haber hecho lo que debían, a pesar del temor que sintieran. Esta era la idea que imperaba en la mente de esos jóvenes arrodillados ante los obispos que distribuían las comuniones. Sabían que el enemigo era tres veces más fuerte que ellos, y que al anochecer sus cuerpos podían yacer sin vida.
Arturo comenzó cometiendo una atrocidad para continuar con otras atrocidades. Lo primero que hizo fue no esperar la hora adecuada. Debió de haber iniciado los preparativos al terminar el desayuno, de modo que al mediodía, al estar dispuestas las fuerzas, hubiese podido dar la señal de ataque. Una vez dada ésta, habría cargado contra los infantes de Lot con sus caballeros, mientras los caballeros de Lot lo hacían contra sus infantes, resultando entonces una espléndida batalla.
En lugar de ello, Arturo atacó por la noche. En medio de la oscuridad -táctica deplorable y muy poco caballeresca-, cayó sobre el campamento de los rebeldes mientras la sangre le latía en las arterias, y agitaba en el aire su Excalibur. Había considerado las probabilidades de tres a uno. En cuanto a hombres se veía netamente superado. Un solo rey de los rebeldes, el rey de los Cien Caballeros, poseía los dos tercios de las fuerzas enemigas. Pero Arturo no había iniciado aquella contienda. Estaba luchando en su propio país, a cientos de millas dentro de sus fronteras, rechazando una agresión que no había provocado.
Se desmontaron las tiendas de campaña, encendiéronse las antorchas, se desenvainaron las espadas, y el griterío de los atacantes se mezcló con los lamentos de los atacados. La escena que se desarrolló en Sherwood, donde ahora los robles se agrupan en apacibles frondas, fue un combate entre negros demonios resaltando contra el fondo de hogueras.
Un comienzo soberbio que se vio compensado por el éxito. Los Once Reyes y sus barones se hallaban con sus armaduras puestas, ya que se tardaba tanto en vestir a un caballero que a menudo éste se pasaba la noche así armado. De no haber sido por eso, la victoria habría sido casi incruenta. En lugar de ello, los caballeros gaélicos decidieron combatir, o al menos abrirse paso para huir del campamento condenado a la derrota. Palmo a palmo consiguieron reunir un cuerpo acorazado bastante más numeroso que el que podía agrupar Arturo para oponérseles, ya que se vieron privados al principio de su acostumbrada vanguardia de infantes. No habían tenido tiempo de organizar a los soldados, que se hallaban desmoralizados y sin jefes.
Arturo destacó a sus propios infantes bajo el mando de Merlín, para que rodeasen a los del enemigo, mientras él presionaba con la caballería sobre los reyes rebeldes. Les obligó a salir huyendo, no sin que se mostrasen agraviados por lo que juzgaban un ultraje indigno de caballeros, y por el hecho de que fuesen atacados con ánimos de matarles, como si un barón pudiera ser muerto igual que un simple soldado sajón.
Una equivocación del rey fue la de desdeñar la capacidad de los soldados gaélicos. Este aspecto de la batalla, la lucha de carácter racial, tenía ciertos visos de realidad, fue dejado a la iniciativa de la infantería mandada por Merlín. Como ya se ha dicho, había tres gaélicos por cada inglés, pero aquéllos se vieron sorprendidos y en manifiesta desventaja. No deseaba el rey causarles demasiado daño, sino que concentraba sus ímpetus en los jefes que les habían obligado a acudir al campo de batalla. Tenía fe en que la victoria se inclinaría de su lado, en lo concerniente a los infantes, y por lo tanto se dedicó a perseguir a los nobles. Al amanecer se hizo evidente el tremendo error de este proceder.
Y es que los Once Reyes reunieron por fin un vestigio de vanguardia de infantería para detener las cargas de los jinetes de Arturo. Este debió haber atacado aquel endeble obstáculo constituido por hombres aterrados. En lugar de ello los pasó por alto. Atravesó las fuerzas como si no fueran enemigos suyos, sin molestarse siquiera en castigarles con las espadas, y concentró su furia contra el núcleo acorazado de caballeros. La infantería, por su parte, aceptó aquella merced con un dudoso sentido del agradecimiento.
Las cargas comenzaron al rayar el alba.
Es probable que en la reproducción de alguna antigua lucha haya visto el lector una carga de caballería. En este caso, se dará cuenta de que debe hablarse más de «oír» que de «ver». En efecto, se escucha el retumbar de la tierra bajo los cascos de los caballos, el choque metálico de las armas, y los gritos de los jinetes. Imaginaos ahora unos caballos doblemente corpulentos, unos hombres provistos de pesadas armaduras y de grandes escudos, añádase el estrépito de los golpes contra corazas y yelmos, y cámbiense las lanzas ligeras por otras metálicas o de pesada madera. Los uniformes son ahora corazas relucientes como espejos; las lanzas descienden, la tierra tiembla bajo las patas de los corceles, que levantan nubes de polvo. Más que las espadas o las lanzas de los hombres, son de temer los cascos de los caballos, el ímpetu de aquella pujante falange de acero que se extiende por el campo de batalla con implacable potencia.
Los caballeros de la Confederación contienen la carga como pueden. Resisten un tiempo, y luego retroceden, en parte por la desmoralización que supone el verse acosados por un ejército un tercio menos numeroso que el de ellos. Van cediendo terreno ante los sucesivos ataques, y aunque en orden, no dejan de ir hacia atrás. Se ven empujados hacia un claro del bosque de Sherwood, una especie de estuario de hierba entre el mar de arboles que lo rodean por todas partes.
Durante esta fase de la batalla, algunos de los caballeros dieron muestras de gran valentía. El propio rey Lot batió a sir Meliot de la Roche y a sir Clariance. Luego fue desmontado por Kay, volvió a recuperar su caballo, y el rey Arturo, que estaba en todas partes, ágil, triunfante y excitado, terminó por herirle en un hombro.
Quizá haya quien diga que el rey Lot fue un hombre excesivamente apegado a la disciplina. Pero era un buen táctico, a pesar de su pasión por los formulismos. Hacia el mediodía se dio cuenta de que se estaba enfrentando con un nuevo tipo de guerra, el cual requería otra estrategia. Los demoníacos caballeros de Arturo no se preocupaban por botines ni rescates, según podía apreciarse, y parecían decididos a darse de cabeza contra la muralla de la caballería galesa hasta que consiguieran romperla. Entonces resolvió desgastarles las fuerzas. Celebró un rápido consejo a un lado del campo de batalla, y se decidió que él, junto con otros cuatro reyes y la mitad de las tropas, se retirasen a lo largo del claro a fin de preparar una posición defensiva. Los otros seis reyes se bastaban para contener a los ingleses, mientras que los hombres de Lot se rehacían y tomaban un respiro. Luego, cuando la posición defensiva estuviese dispuesta, los seis reyes de la vanguardia se retirarían hacia allí, quedando entonces el rey Lot en vanguardia, mientras los otros se organizaban, a su vez.
La caballería gaélica comenzó a dividirse según se había previsto.
Arturo entrevió ese momento de disgregación como la oportunidad que había estado esperando. Envió un mensajero a la espesura, donde estaban aguardando dos reyes franceses, Ban y Bors, con los que había hecho un pacto de ayuda mutua. Los dos soberanos llegaron de Francia poco tiempo antes con unos diez mil hombres, y se hallaban escondidos en el bosque, a cada lado del claro, como reservas. Arturo hizo lo posible por llevar a los gaélicos hacia aquella parte de la espesura. El mensajero galopó veloz sobre su montura, y entre los robles oyóse el resonar de un instrumento metálico. Lot cayó en la trampa. Miro sólo hacia un lado del claro, donde Bors se insinuaba ya con sus tropas por un flanco, mientras desatendía la otra ala, donde estaba Ban.
El valor de Lot comenzó a flaquear en ese momento. Se hallaba herido en un hombro, enfrentábase con un enemigo que parecía aceptar la muerte de los caballeros como parte de una guerra, y por último se veía en medio de una emboscada.
- Oh, libradnos de la muerte y de la horrible invalidez -se afirma que llegó a decir-, pues bien veo que nos hallamos en grave peligro de perder la vida.
Entonces Lot destacó al rey Carados con un fuerte escuadrón para que se enfrentase con el rey Bors, en el momento en que el rey Ban aparecía por la otra ala. Aún se hallaba Lot en superioridad numérica respecto al enemigo, pero su ánimo distaba mucho de ser bueno.
- Hemos de soportar la derrota -dijo al duque de Cambenet, con lágrimas en los ojos, según dicen-, para nuestro gran dolor y angustia.
A Carados le desmontaron, y su escuadrón fue deshecho por las tropas del rey Bors. La vanguardia de los seis reyes fue rechazada por las cargas de Arturo. Lot, con el ala del rey Morganore, volvióse en redondo para tratar de contener el ataque del rey Ban.
La batalla pudo terminar aquel mismo día, de haber habido una sola hora más de luz. Pero el sol se puso, acudiendo las sombras en ayuda de los Antiguos, y no surgió la luna. Arturo ordenó que cesara la persecución, juzgando acertadamente que los rebeldes se hallaban desmoralizados, y dejó que sus hombres durmiesen al amparo de sus armas, una vez que se hubo colocado unos pocos, aunque efectivos, centinelas.
El agotado ejército enemigo, que había pasado la noche anterior entre francachelas, de nuevo permaneció esa velada sin dormir, reunidos los jefes en consejo, y desvelados los soldados. Como ocurría con todas las expediciones que habían invadido Gramarye, los atacantes desconfiaban los unos de los otros. Además, esperaban otro ataque nocturno, y se hallaban desmoralizados por la derrota infligida. Los dirigentes estaban divididos en un bando partidario de la resistencia, y en otro que deseaba la capitulación. Poco faltaba para que amaneciese cuando el rey Lot logró imponer su voluntad.
Lo que quedaba de la infantería, por órdenes suyas, debía ponerse a salvo, como si fuera ganado, arreglándoselas como pudieran. Los caballeros se reunirían en una sola falange, a fin de resistir los ataques. Todo aquel que huyera desde ese momento, debería ser abatido por cobarde.
Por la mañana, casi antes de que estuvieran formadas las tropas, Arturo se hallaba ya entre ellas. De acuerdo con la táctica que había establecido, destacó sólo una pequeña tropa de cuarenta lanzas para comenzar la lucha. Estos hombres, un grupo seleccionado de valientes, reanudaron la acción iniciada el día anterior. Se lanzaron a galope tendido contra las filas enemigas, las rompieron en algunas partes, volvieron a rehacerse y comenzaron otra vez el ataque. Los enemigos retrocedieron ante ellos, llenos de agobio y desánimo.
Al mediodía los tres reyes aliados iniciaron el golpe final con todas sus fuerzas. Oyóse un estruendo semejante a un trueno, viéronse lanzas salir despedidas en trozos por el aire, mientras numerosos caballos hollaban con sus cascos la tierra, antes de caer desplomados sobre ella.
Dejóse escuchar un colosal griterío que hizo estremecer el bosque entero. Algo más tarde, sobre la pisoteada hierba llena de huellas de cascos y cubierta de restos de armas ofensivas y defensivas, reinaba un silencio que tenía algo de sobrenatural. Se veían algunos jinetes alejándose cansinamente al paso, pero ya no quedaba rastro alguno de la caballería integrada por la Confederación Gaélica.
Merlín se encontró con el rey Arturo cuando volvía cabalgando de Sorhaute. Tenía el anciano mago aspecto de hallarse sumamente agotado, y seguía a pie, tal como había comenzado la lucha. Iba ataviado con la cota de malla que caracterizaba a los soldados de infantería, y con la que había querido participar en la batalla. El mago trajo al rey Arturo la noticia de que las tropas de infantería gaélicas habían ofrecido rendirse.
CAPITULO XIII
Varias semanas más tarde, a la luz de la luna de septiembre, el rey Pelinor se hallaba sentado en lo alto del acantilado, con su novia, mirando al mar. Pronto saldrían hacia Inglaterra, para casarse allí. El rey rodeaba con su brazo la cintura de la mujer, y ambos tenían unidas las cabezas. Estaban ignorantes de lo que ocurría a su alrededor.
- Sí, Domar es un nombre simpático -estaba diciendo el rey-. No sé cómo pudo ocurrírsete.
- Pero si lo pensaste tú, Pelinor.
- ¿Ah, sí?
- Claro. Agloval, Percival, Lamorak y Domar.
- Serán como querubines -aseguró Pelinor, fervientemente-. Eso, como querubines. Oye, ¿cómo son los querubines?
Detrás de ellos, el antiguo castillo se recortaba contra el cielo estrellado. Oyóse un débil rumor de gritos que llegaba desde la torre redonda de la fortaleza, donde Grummore y Palomides estaban discutiendo con la Bestia Bramadora. Esta se hallaba aún enamorada de la falsificada réplica, y seguía manteniendo al castillo en estado de sitio, el cual sólo fue roto por unas pocas horas cuando el rey Lot regresó con su derrotado ejército. Fue una sorpresa para los ingleses saber que habían estado en guerra con Orkney durante todo ese tiempo, pero ya era demasiado tarde para hacer algo a ese respecto, ya que la guerra había concluido. Ahora todo el mundo estaba dentro de la fortaleza, con el puente levadizo constantemente alzado. La Bramadora descansaba a la luz de la luna, junto al pie de la torre, con la cabeza brillando como si fuera de plata. El rey Pelinor se había negado a matarla.
Merlín se presentó una tarde, en el curso de una expedición que hacía a pie por las tierras del norte. Llevaba una mochila y calzaba un par de botas enormes. Estaba delgado y ágil, como una anguila que se prepara para su viaje nupcial al mar de los Sargazos, ya que se aproximaba la época en que Nimue entraría en su vida. Pero seguía como ausente, pues no lograba recordar lo que debía decir a su antiguo alumno, y escuchó con aire de impaciencia las explicaciones que le dieron desde lo alto de la muralla sobre las penalidades que estaban padeciendo.
- Perdonad -gritaron desde arriba, mientras el mago alzaba la vista-, pero se trata de la Bestia Bramadora. La reina de Lothian y Orkney está sumamente irritada por culpa de ese animal.
- ¿Estáis seguros de que se trata de la Bestia?
- Desde luego, mi querido amigo. Observad, si no, cómo nos tiene sitiados.
- Nos vestimos de forma parecida a la Bestia -dijo sir Palomides, lleno de congoja-, y ésta nos siguió hasta el castillo, respetado caballero. Parece dar señales de que nos profesa, ¡ejem!, un ardiente afecto. Ahora esta criatura no se alejará nunca, pues cree que su pareja está aquí dentro, y resulta muy arriesgado bajar el puente levadizo.
- Será mejor que se lo expliquéis a ella. Subid a las almenas y hacedle ver su error.
- ¿Creéis que lo comprendería?
- En realidad -repuso el mago-, se trata de un animal excepcional, por lo que me parece muy posible.
Pero la explicación resultó un fracaso. La Bestia miró a los que la hablaban como si quisieran engañarla.
- ¡Eh, Merlín, no os marchéis aún! - exclamó el rey Pelinor.
- Debo irme -repuso el aludido, con aire ausente-. Tengo que hacer algo en un determinado sitio, pero no puedo recordar lo que es. Entretanto continuaré mi excursión. Iré a encontrarme con Bleise, mi maestro, en Humberland del Norte, a fin de que redacte las crónicas de la pasada batalla, y luego nos dedicaremos un poco a la caza del ganso. Después de eso… Bueno, eso es lo que no llego a recordar.
- Pero Merlín, la Bestia no nos cree.
- No os preocupéis -contestó el mago, con voz turbada e imprecisa-. Bien, no puedo entretenerme más. Lo siento, disculpadme ante la reina Morgause, y decidle que me he interesado por su salud.
El mago se preparó a girar sobre la punta de los pies, a fin de desvanecerse, ya que además de caminar también empleaba ese medio.
- ¡Merlín, Merlín! ¡Un momento! Reapareció el anciano y dijo con voz irritada:
- Bien, ¿qué ocurre?
- La Bestia no nos hace caso. ¿Qué podemos hacer?
Merlín frunció el ceño.
- Podéis psicoanalizarla -repuso al fin, y se dispuso a girar de nuevo.
- ¡Esperad, por favor, esperad! Decidnos cómo podemos hacer eso.
- Por el método habitual.
- Pero, ¿cuál es? - gritaron, desesperados.
Merlín ya había desaparecido, y sólo su voz permaneció en el aire.
- Averiguad qué clase de sueños tiene. Que os cuente su infancia. Habladle de cómo se inicia la vida, pero no abuséis de Freud.
Después de eso, y como el rey Pelinor se negaba a preocuparse de problemas triviales, Grummore y Palomides tuvieron que actuar lo mejor que pudieron.
- Escucha, Bramadora -estaba gritando sir Grummore-, cuando la gallina pone un huevo…
Sir Palomides le interrumpió iniciando una explicación acerca del polen y los estambres.
Dentro del castillo, mientras tanto, el rey Lot se hallaba tendido en el gran lecho de la torre, en compañía de su esposa. Pero el rey estaba dormido, agotado por el esfuerzo de escribir las memorias relativas a la guerra. No tenía razón alguna para estar despierto. La reina Morgause, en cambio, no dormía.
Al día siguiente iba a trasladarse a Carlion para asistir a la boda de Pelinor. Iría ella, según dijo a su marido, como una especie de emisario, para solicitar el perdón del rey Arturo. También se llevaría a los niños.
Lot se mostró irritado por lo del viaje, y quiso prohibírselo, pero ella sabía cómo manejarle.
La reina descendió en silencio del gran lecho y se dirigió hacia su cofre. Le habían hablado del rey Arturo cuando regresó el ejército. Le contaron de su fortaleza, su encanto, inocencia y generosidad. Esta era evidente, aun mediando la envidia y el resentimiento de aquellos a los que había vencido. También le hablaron de una muchacha llamada Leonor, hija del conde de Sanam, con la que el joven rey creíase que tenía un amorío. La reina abrió el cofre en la oscuridad, y se aproximó al rayo de luna que penetraba por la ventana, sosteniendo en sus manos un objeto que parecía un cinto o una banda.
Este tipo de magia era menos cruel que el que había intentado con el gato negro, pero resultaba más macabro. Se llamaba la Correa, pues se parecía al objeto con que se sujeta a los animales domésticos. De estas correas había varias en los cofres secretos de los Antiguos. Se trataba de un truco, más que de un recurso importante de magia. Morgause había obtenido el cinto del cadáver de un caballero muerto que su marido trajo para enterrarlo en las Islas Exteriores.
Era una banda de piel humana, recortada del cuerpo del difunto. El corte había comenzado en el hombro derecho, y el cuchillo iba cortando cuidadosamente en línea paralela, como para obtener una banda, descendiendo por la parte externa del brazo derecho y contorneando el borde de los dedos, igual que si fuera la pieza de un guante, para remontar por el interior del brazo hasta la axila. Luego siguió por el lado del cuerpo hasta la pierna, ascendió a la ingle, y así fue siguiendo hasta acabar con toda la superficie del cuerpo, en el hombro donde se había comenzado. El conjunto formaba una larga cinta.
La forma de usar la Correa era como sigue: Había que hallar al hombre amado mientras se encontraba dormido. Entonces debía arrojársele la cinta a la cabeza, sin despertarle, y luego atarla formando un lazo. Si el hombre se despertaba mientras se le hacía esto, moriría en el curso de ese mismo año. Si seguía durmiendo hasta quedar concluida la operación, el hombre se enamoraría de aquella que hubiese hecho el encantamiento.
La reina Morgause permaneció quieta a la luz de la luna, acariciando la Correa entre sus dedos.
Los cuatro niños se hallaban despiertos pero no estaban en su habitación. Oyeron por las escaleras lo que se hablaba, y así se enteraron de que irían a Inglaterra con su madre.
En ese momento se encontraban en la pequeña Iglesia de los Hombres, una capilla tan antigua como lo era el credo cristiano en las islas, si bien sólo tenía una superficie de veinte pies cuadrados, escasamente. El diminuto templo estaba formado por piedras montadas sin argamasa, igual que la gran muralla, y la luz de la luna atravesaba la única ventana para iluminar el altar de granito. La pila del agua bendita, también alumbrada por la luna, estaba hecha con un resalte de la misma piedra que el altar, y poseía una tapa que hacía juego con el conjunto.
Los cuatro pequeños, arrodillados en el templo de sus antepasados, estaban rogando por su querida madre, porque pudieran continuar los cuatro con la lucha que ella les había inculcado, y porque nunca olvidasen la húmeda tierra de Lothian.
Afuera la delgada luna brillaba en un cielo profundo, como un blanco recorte de uña, y destacando sobre ella, la veleta, en forma de cuervo negro con una flecha en la boca, apuntaba el sur.
CAPITULO XIV
Afortunadamente para sir Palomides y sir Grummore, la Bestia Bramadora entró en razón a última hora, antes de que la expedición saliera de viaje; de otro modo habrían tenido que permanecer en Orkney, perdiéndose la boda. De todas formas, tuvieron que pasar una noche en vela.
Lo malo es que la Bestia desvió su afecto hacia su psicoanalista, Palomides, como tan a menudo suele ocurrir, y ya no parecía mostrar interés alguno por su antiguo amo. El rey Pelinor, no sin lanzar algunos suspiros en recuerdo de los buenos tiempos pasados, tuvo que ceder sus derechos sobre el animal al sarraceno. Por esta razón, aunque Malory explica claramente que sólo un Pelinor puede capturar a la Bramadora, la vemos perseguida siempre por sir Palomides al final de la obra Morte d'Arthur. De todas formas, poco importa quién persiguiera al animal, ya que nunca lograron atraparlo.
La prolongada marcha hacia el sur, hasta Carlion, en literas que se bamboleaban pronunciadamente, entre jinetes de escolta que empuñaban alegres estandartes, fue muy del agrado de todos. Hasta las literas resultaban interesantes. Se hallaban montadas sobre carretas ordinarias, en cuyos extremos se alzaban unos postes. De esos palos colgaba la hamaca o litera propiamente dicha, lo que aminoraba considerablemente los bandazos.
Los dos caballeros avanzaban detrás de la comitiva real, encantados de haber podido salir del castillo para presenciar el casamiento de su buen amigo. Santo Toirdealbhach iba también con la madre Morlana, de modo que la boda sería doble. La Bestia Bramadora marchaba en retaguardia sin quitarle ojo a Palomides, por temor a que la abandonase.
Toda la grey gaélica salió de sus chozas para ver pasar el cortejo. Los Fomorian, los Fir Bolg, los Tuatha de Danaan, y otros Antiguos agitaron sus pañuelos sin el menor resentimiento. Los ciervos rojos y los unicornios también se alinearon en la cima de las colinas para desearles buen viaje. Las águilas, los halcones peregrinos y los cuervos trazaban círculos sobre los viajeros, y las truchas y los salmones sacaban la cabeza de las aguas, al tiempo que las cañadas, los montes y los valles de la tierra más hermosa del mundo se unían a las almas gaélicas que a coro cantaban en voz alta: «No os olvidéis de nosotros.»
Si el viaje fue interesante para los chiquillos, las glorias urbanas de Carlion fueron suficientes para dejarles sin aliento. Allí, en torno al castillo del rey, había muchas calles -no una sola-, así como fortalezas de barones vasallos, monasterios, capillas, iglesias, catedrales, mercados y tiendas. Se veían cientos de personas por las calles, todas vestidas de azul, rojo, verde o cualquier otro color vivo, con cestos de la compra al brazo o bien conduciendo bandadas de siseantes gansos delante de ellos, o corriendo de un lado para otro cumplimentando los recados de algún gran señor.
Oíanse innumerables ruidos, dominados por el tañido de las campanas en las altas torres, y se veía ondear una profusión de estandartes, al punto que el aire parecía cobrar vida. Por las calles pasaban perros, asnos, hermosos palafrenes cubiertos de gualdrapas y carretas cuyas ruedas crujían como anunciando el día del Juicio Final. En unos pequeños tenderetes se vendían toda clase de comestibles, mientras que en unas tiendas de buen aspecto se exhibían las mejores armaduras y las que estaban de moda por aquella época. Había mercaderes de sedas, de especias y de joyas. Muchas tiendas tenían pintados en la fachada los carteles del ramo al que se dedicaban. Veíanse criados tomando jarros de vino junto al puesto de un vinatero, viejas que regateaban el precio de unos huevos, mozos que llevaban jaulas de halcones para vender, imponentes regidores con cadenas de oro sobre el pecho, labriegos de piel tostada, apenas ataviados con otra cosa que unos trozos de cuero; extraños personajes procedentes del Oriente que vendían loros, hermosas damas tocadas con capirotes de los que colgaban etéreos velos, y que en ocasiones eran precedidas por pajecillos, los cuales solían llevarles el misal cuando se dirigían al templo.
Carlion era una ciudad amurallada, de modo que aquel abigarrado conjunto estaba rodeado por unos bastiones que parecían prolongarse a gran distancia. La muralla tenía una torre cada doscientas yardas, así como también cuatro grandes puertas. Cuando el viajero se aproximaba a la ciudad, atravesando la llanura, podían verse las torres del castillo y las espiras de las iglesias rebasando el nivel de las murallas, igual que unas flores surgiendo de un tiesto.
El rey Arturo se mostró encantado al ver de nuevo a sus antiguos amigos y al tener conocimiento del compromiso del rey Pelinor. Era el primer caballero al que había tomado por modelo cuando de pequeño le encontró en el Bosque Salvaje. Por tal razón decidió ofrecer a su querido amigo una ceremonia de casamiento de inusitado esplendor.
La catedral de Carlion fue el templo destinado al efecto, y no se escatimó nada a fin de que todo el mundo lo pasara lo mejor posible. La misa nupcial fue celebrada por una pléyade tal de cardenales, obispos y nuncios, que no parecía haber rincón alguno del enorme templo que no resplandeciese con el violeta y el púrpura. Los pajecillos paseaban con incensarios que perfumaban el ambiente. Millares de cirios resplandecían ante los espléndidos altares. Por todas partes los diestros dedos de los sacerdotes bendecían a la gente, hacían aspersiones de agua bendita, pasaban hojas de misales o exhibían en actitud reverente la Sagrada Hostia. La música era paradisíaca, tanto gregoriana como ambrosiana, y el templo se hallaba lleno a rebosar. Había monjes, frailes y abades de todas las órdenes, que calzados con sus sandalias se mezclaban entre los caballeros de armaduras refulgentes. Incluso podía verse a un obispo franciscano vestido de color pardo y con un birrete colorado. Las mitras y las capas pluviales eran de oro de la mejor ley y estaban recamadas de diamantes, y tanto era el ponerse y el quitarse aquellas magníficas prendas, que todo el interior de la catedral se hallaba animado de un vivo movimiento.
En cuanto al latín, se hablaba a tal velocidad que las vigas se estremecían con la abundancia de genitivos plurales. Tantas eran las admiraciones, exhortaciones y bendiciones de los prelados, que maravillaba no ver a toda la congregación subir al cielo ipso facto. Hasta el mismo Papa, que se había mostrado muy atento, envió numerosas indulgencias para todos.
Después de la ceremonia se celebró el banquete de bodas. El rey Pelinor y su reina, que habían permanecido con las manos enlazadas durante toda la misa -con santo Toirdealbhach y la madre Morlana detrás de ellos, deslumbrados por tantos cirios, inciensos y aspersiones-, fueron empujados al sitio de honor y servidos por altos personajes que les hacían reverencias. Es de imaginar lo contenta que estaría la madre Morlana.
Sirvieron empanada de pavo real, jalea de anguilas, marsopa en salsa, ensalada de frutas y unos dos mil platos complementarios. Hubo discursos, tonadas, brindis y jolgorio general. Un emisario especial llegó a toda prisa desde Humberland del Norte y entregó un mensaje al novio que decía: «Mejores deseos. Merlín. Stop. Regalo está debajo del trono. Stop. Cariños a Agloval, Percival, Lamorak y Domar.»
Cuando los ánimos se hubieron calmado luego de la excitación causada por el mensaje y se encontró el regalo de bodas, se organizaron algunos juegos para los asistentes más jóvenes de la fiesta. En ello sobresalió un pajecillo llamado Lancelote que era hijo de uno de los aliados de Arturo en la batalla de Bedegraine, el rey Ban de Benwick. Había que morder manzanas colgadas de hilos, y muchas otras pruebas que suscitaban la hilaridad de la concurrencia.
Santo Toirdealbhach desgració con su garrote a uno de los obispos más rollizos, tras una discusión acerca de cierto toro llamado Laudabiliter. Por fin, y a hora ya avanzada, se disolvió la reunión después de entonar el tradicional Auld Lang Syne. El rey Pelinor se sintió enfermo, y la nueva reina Pelinor le llevó a sus aposentos explicando que éste era víctima de una crisis nerviosa.
Muy lejos de allí, en Humberland del Norte, Merlín saltó de la cama. El día anterior había madrugado mucho para ver la caza de gansos, y se fue a dormir muy cansado. Pero de pronto, en medio del sueño, recordó lo que le venía preocupando desde hacía tiempo. Se trataba del nombre de la madre de Arturo, que olvidara entre tanta confusión. Tanto tiempo charlando acerca de Tablas Redondas, de batallas, de Ginebra, de espadas, de asuntos pasados y por venir, y había descuidado lo más importante de todo.
La madre de Arturo era Igraine, la misma Igraine que fuera capturada en Tingail, la dama de la que estuvieron hablando los cuatro hermanitos en la Torre Redonda, al comienzo de este Segundo Libro. Arturo fue concebido una noche en que Uther Pendragon irrumpió en el castillo. Como Uther, lógicamente, no podía casarse con ella hasta que la reina no hubiese abandonado el luto por su marido, el difunto conde, era evidente que el niño nació demasiado pronto. Por ello Arturo fue llevado lejos, para que le criase sir Héctor. Absolutamente nadie supo adonde había sido enviado, con excepción de Merlín y el propio Uther. Y ahora éste estaba muerto. La misma Igraine ignoró siempre esos hechos.
Merlín comenzó a balancearse sobre sus pies descalzos, en el frío piso. Pensó desintegrarse y aparecer en Carlion en seguida, antes de que fuese demasiado tarde. Pero el viejo mago se encontraba muy cansado, y se dijo que lo mismo daba hacerlo por la mañana. Tendió la mano sarmentosa hacia las sábanas, con la imagen de Nimue en el soñoliento cerebro, tumbóse en el lecho y hundió la nariz en la almohada. El anciano Merlín se había vuelto a dormir profundamente.
El rey Arturo se hallaba sentado en el gran salón, que ahora estaba vacío. Unos pocos de sus caballeros preferidos estuvieron tomando la última copa de la noche con él, pero ya se encontraba solo. Había sido un día agotador, por más que el rey se hallaba en la flor de la juventud. Arturo apoyó su cabeza contra el respaldo del trono, pensando en los sucesos de la festiva jornada. Luego se dijo que desde que extrajera la espada de la piedra y se convirtió en rey, había luchado sin descanso, y la ansiedad de las campañas le tenían agotado. Por fin parecía que iba a tener un poco de paz. Pensó en el gozo de poder casarse un día, tal como Merlín le había profetizado, y de tener su propia familia. Se preguntó cómo sería Nimue, y luego imaginó a numerosas mujeres hermosas. No tardó en quedarse dormido.
Despertóse sobresaltado, y vio delante de él a una bella mujer de ojos azules y cabello oscuro que llevaba puesta una corona. Los cuatro ariscos chiquillos del norte estaban detrás de su madre, hoscos y desafiantes, y la mujer estaba plegando una especie de banda o cinta.
La reina Morgause de las Islas Exteriores se había mantenido al margen del festín intencionadamente, y eligió el momento conveniente con todo cuidado. Era la primera vez que el joven rey veía a la mujer, y ella sabía que presentaba su aspecto más atractivo.
Resulta imposible explicar cómo comenzaron esas cosas. Tal vez la Correa influyó en ello. Quizás era que Morgause le doblaba en edad, y por lo tanto sus armas poseían el doble de potencia. O puede que Arturo era una persona sencilla, que evaluaba con indulgencia a sus semejantes, o tal vez, como nunca tuvo madre, le atrajo aquella especie de madre-amante, pues ella siempre conservó los hijos a su lado, contra viento y marea.
Sea cual fuere la explicación, la Reina del Aire y las Tinieblas llegó a tener un hijo de su hermanastro nueve meses más tarde. Este era el árbol genealógico de la familia, que Merlín trazó algo después:
Conde de Cornwall = Igraine = Uther Pendragon
Morgana le Fay Elaine Lot = Morgause = Arturo
Gawain Agravaine Gaheris Gareth Mordred
Aunque el lector tenga que leerlo dos veces, como si fuera una lección de historia, procure recordar en parte este cuadro genealógico, ya que constituye una parte fundamental en la tragedia del rey Arturo. Por ello sir Thomas Mallory llamó a su extenso libro La Muerte de Arturo. Si bien las nueve décimas partes de la obra se refieren a justas entre caballeros, a búsquedas del Santo Grial y asuntos de índole parecida, la narración está bien llevada, y se tratan las razones por las que el joven rey se vio en conflicto al final. Es la tragedia, la aristotélica y comprensible tragedia del sino que se presenta inexorablemente. Por tal razón debemos tomar nota del grado de parentesco existente entre los padres de Mordred, y recordar, cuando llegue el momento oportuno, que el rey Arturo se acostó con su propia hermana. No lo hizo con conocimiento de causa, y tal vez toda la culpa fuese de ella. Pero según parece, en las tragedias no basta con la inocencia.
EXPLICIT LIBER SECUNDUS