Theodore Sturgeon, el famoso creador de 'Más que humano' y ganador de los premios 'Hugo' y 'Nova', en tres relatos de invasiones extraterrestres, llenas de encanto.

'Los niños del Comediante', con su extraño personaje Jeri Gonza; 'Medusa', o las inesperadas aventuras de un pordiosero y 'El Cuisco, el Casco y Bof', tres historias cautivantes y tres finales inesperados.

<p>THEODORE STURGEON</p></h3> <p></p> <p></p> <h2>Las invasiones jubilosas</h2> <p></p> <p></p> <p></p> <p></p> <h2>Traducción de Andrés Esteban Machalski</h2> <p></p> <p></p> <p></p> <h2>Intersea</h2> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:10%; page-break-before:always"><p>Sinopsis</p></h3> <p></p> <i><p>Theodore Sturgeon, el famoso creador de 'Más que humano' y ganador de los premios 'Hugo' y 'Nova', en tres relatos de invasiones extraterrestres, llenas de encanto.</p> <p>'Los niños del Comediante', con su extraño personaje Jeri Gonza; 'Medusa', o las inesperadas aventuras de un pordiosero y 'El Cuisco, el Casco y Bof', tres historias cautivantes y tres finales inesperados.</p> </i> <p></p> <p></p> <p></p> <p>Título Original: <i>The Joyous Invasions</i></p> <p>Traductor: Machalski, Andrés Esteban</p> <p>©1965, Sturgeon, Theodore</p> <p>©1975, Intersea</p> <p>Colección: Azimut</p> <p>ISBN: 5705547533428</p> <p>Generado con: QualityEbook v0.62</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>ÍNDICE</p></h3> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">L</style>OS niños del apacible comediante (<i>The Comedian's Children</i>)</p> <p>Las nupcias de la Medusa (<i>To Marry Medusa</i>)</p> <p>El [Cuisco], el [Cuasco] y Boff (<i>The [Widget], the [Wadget], and Boff</i>)</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>PREFACIO</p></h3> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">“L</style>A ciencia ficción es la búsqueda de una definición del hombre y su ubicación dentro de un Universo que resulte coherente con nuestro nivel de conocimientos (ciencia), que es avanzado, pero a la vez confuso...”, dice Brian Aldiss en su <i>Verdadera Historia de la Ciencia Ficción</i>. Y prosigue: “Cuanto mayores sean los poderes extraordinarios que posea el protagonista, más «científica» será esa ciencia ficción. Por lo contrario, cuanto más común y falible sea ese protagonista más alejado estará del estilo anterior”.</p> <p>La colección Azimut presenta aquí tres notables relatos de Theodore Sturgeon. Sus protagonistas son un comediante complejo y contradictorio, en el primero; un marginado resentido y hosco, en el segundo, y un conjunto heterogéneo de seres humanos que comparten la pensión de un pueblo provinciano, en el último. Son protagonistas comunes y falibles, como cualquiera de nosotros.</p> <p>Son tres relatos sobre seres humanos. Y la ciencia ficción en manos de Sturgeon es el bisturí que él utiliza para realizar una operación muy delicada: descubrir ante los ojos del lector el sentido de la condición humana y las dificultades de cada hombre para su realización con plenitud. El hombre parece volverse más humano al afrontar el desafío de su lucha contra sus propios fantasmas. Por eso Sturgeon introduce sus “invasiones”; y sus invasiones son “jubilosas” porque operan como verdaderos estímulos que permiten a los hombres ayudarse en el difícil proceso de descubrirse a sí mismos.</p> <p>El mensaje es claro: frente al impacto objetivo de una influencia extraordinaria surge la necesidad de poner en funcionamiento los mecanismos mediante los cuales la especie humana habrá de sobrevivir. No es tarea fácil. Pero Sturgeon acomete la empresa con entero optimismo. Cree firmemente en la capacidad de reacción de los hombres y en sus posibilidades para modificar la realidad del Universo. De hecho, los resultados no expresarían la suma de aportes de seres humanos aislados sino a la humanidad en su conjunto.</p> <p>Por otra parte, el tema de la incomunicación humana aparece como una constante en la obra de Theodore Sturgeon juntamente con su apasionado interés por los productos tecnológicos fruto de la mente del hombre. Pero lejos de ser un escritor ceremonioso, aborda sus narraciones con humor y agilidad, generando una especie de “divertimento” psicológico, casi chaplinesco, con su perfecta combinación de alegría y nostalgia.</p> <p>“Los niños del Apacible Comediante”, “Las nupcias de la Medusa” y “El [Cuisco], el [Cuasco] y Boff” son ejemplos acabados de una ciencia ficción madura, adulta, que consigue encarar problemas esenciales sin perder frescura ni originalidad. Es una ciencia ficción que logró comprender la imposibilidad de la transformación del hombre —la creación del hombre nuevo— a partir de una acumulación de valores que ya han perdido vigencia. Sólo cabría, entonces, el intento de encarar el manejo de nuevos valores. Para lograrlo, Theodore Sturgeon propone la incorporación de algún factor externo que permita provocar un salto repentino. Intentemos recorrer ese camino y auscultar sus consecuencias introduciéndonos en sus <i>Invasiones Jubilosas</i>.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LOS NIÑOS DEL APACIBLE COMEDIANTE</p></h3> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">E</style>L primer tercio del apacible Siglo Veintiuno llegó a su fin a las diez de la mañana del 17 de mayo del año 2034, con el regreso a la Tierra de un crucero espacial Fafnir modificado, comandado por el capitán Avery Swope. Quizás, en una época anterior o posterior, la crisis que comenzó en dicha fecha hubiera tenido menores consecuencias. Sin embargo, la Tierra estaba arrullada y satisfecha consigo misma, y tenía sobradas razones para estarlo: las rivalidades internacionales estaban relegadas a los estadios de fútbol y las canchas de tenis, y se había logrado un equilibrio inteligente del comercio y una redistribución de la agricultura y la industria.</p> <p>La misión del capitán Swope había sido efectuar el aterrizaje extraterrestre número doce. El cuerpo celeste donde esto se llevó a cabo era Japeto —a veces llamado Iapetus—, el notable octavo satélite de Saturno. Todos los satélites de Saturno son notables, cada uno por un motivo diferente. El motivo que hacía destacable a Japeto era su luz fluctuante: siempre titilaba con un fuerte resplandor por el lado este del anillado planeta, y menguaba pálidamente tras el borde occidental. Evidentemente la pequeña luna estaba mitad iluminada y mitad a oscuras, y mantenía una faz siempre dirigida hacia el astro padre; pero ¿por que una luna habría de estar mitad iluminada y mitad a oscuras?</p> <p>Era un misterio intrigante, y estaba de moda usar toda suerte de adornos que imitaban las fluctuaciones de ese astro inconstante: gemelos y broches para túnica que se apagaban y resplandecían alternadamente, envolturas para pan y sobrecubiertas de libros en abigarrada dicotomía. Se hicieron reproducciones del magnífico óleo de Pederson, un clásico de mitad de siglo que mostraba una nave espacial encallada en una de las lunas de Saturno, con cuatro figuras uniformadas apeándose, que se convirtió en una especie de párrafo final para las notas periodísticas sobre la hazaña de Swope y para los escaparates que exhibían las baratijas bicolores. Todo el mundo se maravillaba de la infalible predicción del artista del siglo XX sobre los contornos de un cohete Fafnir. Nadie notaba que el cuadro no podía representar a Japeto, que no tiene cielo azul ni rocas desgastadas, y que debía ser con seguridad la visualización de Titán según el meticuloso Pederson. Todos creían que era Japeto, y como no había evidencia alguna acerca del porqué de la variación de la brillantez de Japeto, el público acogía el retrato como un misterio. Se comentaba que Swope lo averiguaría.</p> <p>El capitán Swope lo averiguó, pero no lo alcanzó a decir. Algo le sucedió a su Fafnir en Saturno. Sus señales fueron débilmente recogidas a través del estruendo de una perturbación eléctrica en el planeta padre. Las señales eran indescifrables, y fueron las últimas. Luego, sin voz, regresó, retomó su órbita de frenado, y finalmente emergió desde la oscuridad, chillando a través del azul primaveral. El hecho de que a esa altura tan elevada —más de ochenta kilómetros— la nave tomara una posición de popa hacia abajo, probaba que algo andaba muy mal. La calculada deliberación con la que llegó a White Sands y las constantes guiñadas —como las de un bate de béisbol haciendo equilibrio en un dedo—, dieron la confirmación final de que estaba intentando un aterrizaje bajo control manual, cosa que jamás se había intentado previamente con un aparato del tamaño de un Fafnir. Pero la maniobra se ejecutó magníficamente. Es posible que nunca se iguale ese estrepitoso impulso descendente a través de esos kilómetros, más de setenta, sin una guiñada que las manos avezadas del piloto no pudiera compensar. Salvo la última.</p> <p>¿Qué pasó? ¿Acaso algún diablillo de viento, algún duende huidizo de huracán, arremetió contra el Fafnir? ¿O era que la tensión y el esfuerzo fueron finalmente demasiado crueles para los músculos fatigados que no podían, ni por un segundo, descansar y pasar los controles a otro par de manos? Sea lo que fuere, sucedió a una distancia de cinco kilómetros y cuarto. El crucero se revolvió bramando mientras su piloto hacía un último esfuerzo desesperado por ganar un poco de altura y volver a intentar el aterrizaje.</p> <p>No obtuvo ningún resultado. Por el contrario, perdió altura, precipitándose como un dirigible desbocado, cada vez más velozmente, esperando quizás alejar de un puntapié la curvatura de la tierra; hasta que sobre Arkansas, la proa del cohete —que constituía prácticamente todo el interior de la nave— se desintegró, y la cola estalló. Dio dos vueltas y se incrustó en un campo de alfalfa.</p> <p>Dos días más tarde un fotógrafo apareció con una fotografía milagrosa. Se rumoreaba sordamente que había llevado a una niña —la chica de los Tresak, de tres años de edad, que habitaba en una granja a unos pocos kilómetros del lugar del choque— e, imperdonablemente, la había hecho posar cerca de los restos del cohete; pero esto nunca se pudo comprobar y, de todas maneras, ¿cómo podría el fotógrafo haber sabido lo que iba a suceder? No obstante, la milagrosa ausencia momentánea de cualquier objeto en el fondo amplio y claro, las sombras que rodeaban a la niña y el brillo de la chatarra de metal que se erguía detrás de ella, coronándola —pero, por sobre todo, el milagro de la niña misma, de ojos negros, cabello dorado, confiada, temeraria, con una mano tierna apoyada en el acero desgarrado que sin lugar a dudas le hubiera hecho jirones la piel de haber sido menos hermosa—, todo esto produjo una de las más memorables fotos de la década. De un día para el otro se hizo famosa en todo el país, y se hizo querer como una especie de fénix infantil que emergía del cadáver del pájaro rugiente; y del mismo modo que las ásperas ruinas no podían dañar su mano, la muerte del magnifico Swope no dejaría tan dolorida a la nación gracias a ella.</p> <p>Por lo tanto, la noticia de que al tercer día de su contacto con los restos de la nave de Japeto, la chica de los Tresak cayó enferma de un mal desfigurador que jamás se había conocido en la tierra, fue un golpe terrible para el país y el mundo. Al principio sólo hubo un aturdimiento; pero al aparecer un segundo, y al poco tiempo, un tercer caso de la enfermedad, la humanidad entró en acción. La primera medida fue aprobar siete leyes, un Decreto presidencial y tres Convenios contra todo aterrizaje extraterrestre de allí en adelante. Por ende, hasta que terminara la epidemia de japetitis, se puso fin a todos los vuelos extraorbitales.</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">—Ya vas a estar bien —le susurró ella, y se inclinó para besar la pequeña cara solemne y cómica.</p> <p>Se decía que no era contagiosa, al menos para adultos. Se enderezó y le sonrió, y Billy le respondió con su media sonrisa —era la mitad de la izquierda—. Le dijo algo, pero sus palabras eran, ahora tan confusas que ella no podía comprenderlas. No soportaba hacerle repetir lo que decía; siempre parecía desconectarse cuando los demás no le entendían, como si pudiera oírse a sí mismo con toda claridad. Entonces, para evitarse la pena de ver la patética mueca que retorcería la parte oscura de su rostro, se limitó e sonreír y repitió:</p> <p>—Ya vas a estar bien —y después se escabulló.</p> <p>Afuera, en el pasillo, se reclinó contra la pared durante un momento y se deshizo de la sonrisa, de la hipocresía rígida y dificultosa de aquella sonrisa. Había alguien allí, parado del otro lado del borroso contorno ardiente que había tomado el lugar de la sonrisa.</p> <p>—¿Cómo pude prometerle eso? —dijo la chica, sintiendo que tenía que expresarlo de alguna manera en ese momento.</p> <p>—Es inevitable —dijo el hombre, respondiendo. Se libró del mareo y vio que era el doctor Otis—. Yo prometí lo mismo. Es... inevitable —se encogió de hombros—. Jeri Gonza también lo hace.</p> <p>—Eso he visto —afirmó la chica—. Él también parece preguntarse “¿Cómo pude...?”</p> <p>—Hace lo que puede —dijo el doctor, abarcando, con un movimiento de cabeza, el ala especial del hospital en donde estaban parados, la hilera de puertas detrás y más allá: puertas que daban a laboratorios, a cuartos de investigación y de computación, depósitos, habitaciones para personal. Todo donado por el comediante—. En cierta forma, tiene más derecho a hacer una promesa así que el doctor de Billy.</p> <p>—O que su propia hermana —acotó ella, trémula. Echó a andar por el pasillo, con el doctor a su lado—. ¿Algún caso nuevo?</p> <p>—Dos.</p> <p>La chica se estremeció.</p> <p>—Alguna... —comenzó a decir.</p> <p>—No —respondió él apresuradamente—, ninguna muerte. —Y como para cambiar de tema, dijo—: Tengo entendido que debo felicitarla.</p> <p>—¿Qué? ¡Ah! —dijo ella, arrancando de su mente la imagen del rostro de Billy, mitad mármol, mitad caoba inquieta—. ¡Ah, el premio Nobel! Sí, me llamaron esta tarde. Gracias. Pero de algún modo... no significa demasiado en este momento.</p> <p>Se detuvieron frente a la oficina del doctor, al final del pasillo.</p> <p>—Creo comprender cómo se siente —dijo—. Lo cambiaría sin vacilación por... —hizo un ademán con la cabeza en dirección al cuarto del chico.</p> <p>—Llegaría a cambiarlo por una esperanza razonable —acordó ella—. Buenas noches, doctor. ¿Me va a llamar?</p> <p>—Le voy a avisar si algo pasa. Incluso si es algo bueno. No se olvide de ello; no me gustaría que le tuviera miedo al sonido de mi voz.</p> <p>—Gracias, doctor.</p> <p>—Aléjese de la TriTV por esta vez. Necesita descanso.</p> <p>—Caramba, cierto que hoy es el gran esfuerzo —recordó.</p> <p>—Aléjese —dijo el doctor con cálida severidad—. No es necesario que tenga siempre presente la japetitis, ni que la persuadan para que preste ayuda.</p> <p>—Está hablando como el doctor Horowitz.</p> <p>La sonrisa se apagó. Ella lo había dicho como una broma ligera; de haber estado menos cansada, menos preocupada, hubiera tenido más sentido común. Mejor gusto. El nombre de Horowitz retumbaba en estas salas como una blasfemia. Celebrado en un momento como uno de los más grandes investigadores médicos, le había vuelto la espalda inexplicablemente a Jeri Gonza y a su Fundación, rechazando terminantemente concesiones para investigación, e insultando públicamente al comediante y su gran empresa filantrópica. Como resultado de ello, había perdido su nuevo nombramiento como director del Instituto de Investigaciones y gran parte de su reputación profesional. Y, comportándose como el resentido bufón que era, se había sumergido en investigaciones —“investigaciones verdaderas”, las llamó imperdonablemente— de la japetitis, intentando por sus propios medios, no sólo igualar el trabajo de la Fundación, sino sobrepasarlo: “La única forma que conozco”, le dijo a un reportero de un diario, “de quitarles el pienso a ese tonto y a sus ovejas amaestradas”.</p> <p>La respuesta de Jeri Gonza era típica: por medio de hábiles chistes en sus programas, convirtió a Horowitz en un nombre impropio, definiendo al horowitz como un tipo de pájaro de mal agüero o un pobre infeliz, patético, ligeramente despreciable, incompetente y siempre gracioso; la clase de subhumano que no sólo pide, sino que merece ser víctima de una broma pesada. Esto lo respaldaba con una oferta ampliamente publicitada de una concesión de medio millón para Horowitz; sin ninguna atadura. El doctor Horowitz, después de su primera negativa irreproducible (sus instrucciones para el comediante de lo que podía hacer con su dinero fueron precedidas por la sugerencia de que primero lo convirtiera en moneda), pasó la oferta completamente por alto.</p> <p>Por lo tanto esta observación, aun hecha por una ganadora del premio Nobel, una mujer bastante guapa, comprensiblemente fatigada y alterada; aun hecha por alguien cuyo hermano menor yacía indefenso entre las garras deformadoras de una enfermedad incurable, a duras penas podía ser perdonada, en especial habiendo sido dirigida al director de la sección de japetitis del Centro Médico y al presidente local de la Fundación.</p> <p>—Discúlpeme, doctor Otis —dijo la chica—. Probablemente... necesite dormir más de lo que había pensado.</p> <p>—Es probable que así sea, doctora Barran —dijo secamente el doctor, entrando en su oficina y cerrando la puerta.</p> <p>—Maldición —dijo Iris Barran, y se fue a su casa.</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Nadie supo con exactitud cómo Jeri Gonza se había topado con la idea de un concurso de resistencia transformado en un pedido público de fondos, o cuándo había decidido incluirlo en su caja de sorpresas. No fue el inventor de la idea; era un fenómeno común en las antiguas transmisiones, que tuvieron una breve eclosión cuando se acoplaron el vídeo y el audio en un artefacto llamado televisión. Los espectáculos, que consistían en hasta cuarenta horas seguidas de entretenimiento intercalado con pedidos de ayuda para algún tipo de caridad, eran dirigidos por una sola celebridad que hacía las veces de maestro de ceremonias y de jefe de reparto. El nombre, terminológicamente bastardo, de este espectáculo era <i>teletón</i>, de la raíz griega <i>tele</i> —llevar—, y la sílaba <i>tón</i>, que carecía de significado por sí sola, pero que era en realidad la última sílaba de la palabra maratón. El teletón, sensacional en un principio, se había desgastado rápidamente, debido a que un número de publicistas codiciosos, por el precio de una llamada telefónica, lo habían utilizado para obtener gran cantidad de publicidad prometiendo donaciones que, en la mayoría de los casos, no daban. El deterioro se debía también al gran porcentaje de ciudadanos cuya generosidad no sobrepasaba los límites de la llamada telefónica. Y además, cuando la novedad pasó, el público ya no veía esos programas. Por esta razón no había teletones desde hacía ochenta años, y aun si existieran hubiera sido difícil encontrar una enfermedad con la cual especular. Los trastornos cardíacos, el cáncer, la esclerosis múltiple, la distrofia muscular y ciertas dolencias más, que atraían la simpatía popular, habían desaparecido hacía ya tiempo o existían en cantidades despreciables.</p> <p>Ahora, sin embargo, existía la japetitis.</p> <p>Era una enfermedad del cerebro y del sistema nervioso central, y atacaba a niños entre tres y siete años de edad, afectando sólo un hemisferio, sin que estadísticamente hubiera preferencia por alguno en especial. Los trastornos mentales eran leves —lo cual en cierta manera era uno de los aspectos más trágicos de la enfermedad—, reduciéndose a la afasia y a veces una alexia parcial. Sin embargo, tenía efectos más drásticos en el sistema motor y en todos los mecanismos de regeneración celular del lado afectado, que gradualmente se iba solidificando hasta llegar a ser inerte, inmóvil.</p> <p>Pero el síntoma más espectacular era la pigmentación superficial. El lado inmovilizado se volvía tan blanco como un hueso fosilizado, mientras que el otro oscurecía paulatinamente, comenzando con un enrojecimiento y atravesando lentamente los matices castaños hasta adquirir un color chocolate en las etapas posteriores. La división estaba justo sobre la línea media, y la bicoloración era idéntica en todos los casos, independientemente de la pigmentación original.</p> <p>No se conocía ninguna cura. No se sabía de ningún tratamiento.</p> <p>Lo único que existía era la Fundación —la Fundación de Jeri Gonza—, y lo único que podía hacer era instalar un costoso equipo operado por costosas personas... y no perder la esperanza. No había nada que nadie pudiera hacer, más que duplicar los esfuerzos de la Fundación, y además, salvo una excepción, la Fundación ya contaba con la gente más destacada en microbiología, neurología, virología, medicina interna y prácticamente cualquier otra disciplina que tuviera algo que ver con la enfermedad. Hasta el momento, había solamente 376 casos conocidos, todos los cuales estaban internados en los hospitales de la Fundación.</p> <p>Jeri Gonza había estado relacionado con la enfermedad desde un principio, cuando fue de visita al hospital y vio el espantoso aspecto del primer caso, el de la pequeña Linda Tresak de Arkansas. Cuando se produjeron cuatro casos más en el Hospital del Estado de Arkansas después de estar ella internada durante algunos meses, Jeri Gonza entró en acción con su alboroto y velocidad característicos.</p> <p>Cuarenta y ocho horas después de ponerse al corriente de los nuevos casos, los cinco fueron instalados en un ala evacuada especialmente del Centro Médico, y fueron distribuidos planes de movilización a todos los centros del mundo para que se erigieran nuevas clínicas y se instalaran facilidades similares en el momento en que la enfermedad hiciera su aparición. Hasta el momento había cuarenta y dos clínicas de este tipo. Cada niño había sido recogido escasas horas después del surgimiento de los primeros síntomas, llevado rápidamente al hospital, cuidado, mimado... observado.</p> <p>Sin tratamiento. Sin cura. El blanco se volvía más blanco, el oscuro se volvía más oscuro; el lado claro se inmovilizaba lentamente, el lado oscuro oscurecía pero no sufría alteración. La dificultad en el habla crecía constantemente —aunque con mucha lentitud—, y el pronóstico era siempre negativo. Negativo por deducción: cualquier organismo en las garras de un deterioro semejante podría sobrevivir durante mucho tiempo quizá, pero al final tendría que sucumbir.</p> <p>En un mundo pacífico, de economía estabilizada, con la población en crecimiento pero ya no fuera de control, la japetitis era una gran preocupación. La más grande de todas.</p> <p>El teletón, a diferencia de sus antecesores, no tenía por objetivo el dinero del público. Más bien era para mantener despierto un mundo ya consciente, para informar a los ya informados, y su meta era lograr un temprano descubrimiento y diagnóstico. Era una de las pocas direcciones que les quedaba a los investigadores médicos para tomar. La enfermedad era evidentemente contagiosa, pero la forma de transmisión se desconocía. Algún niño, en algún sitio, podría ser encontrado con la suficiente anticipación como para mostrar un indicio del punto de entrada de la enfermedad, algo así como la picadura de la pulga en el tifus exantemático, o la perforación del mosquito en el paludismo: alguna señal que pudiera esfumarse poco después de su aparición. Una esperanza débil, pero una esperanza al fin, cosa que ya de por sí escaseaba entre la gente.</p> <p>Entonces, frente a un ancho telón de fondo gris con un retrato de trece metros de altura de la cabeza y hombros de un niño llorando, vivamente hecho mitad en plata, mitad en caoba, Jeri Gonza dio apertura a su teletón.</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Iris Barran llegó a su casa bien entrado el programa: se había demorado un poco en su visita al hospital. Entró cansadamente y se echó sobre el diván, pensando vagamente en Billy y el doctor Otis. El recuerdo del doctor le trajo a la memoria la manera en que lo había ofendido, y sintió una oleada de irritación; primero hacia sí misma por haberlo hecho, y de inmediato hacia él por haber sido tan susceptible... y tan implacable. Al mismo tiempo, se acordó de su consejo de dormirse y no mirar el teletón; y en una explosión repentina de rebeldía, casi infantil, golpeó el brazo del diván y la TriTV cobró vida.</p> <p>La pared de enfrente de la habitación, de cuatro metros de altura por diez de largo, pareció deshilacharse en humo que se aclaró de inmediato para dejar ver una aparente prolongación del piso de la habitación, atrás y más atrás, hasta el telón de fondo grande y gris de Jeri Gonza. Alrededor estaban los sonidos, los olores, la presión de la presencia de miles de personas amontonadas y absortas.</p> <p>—...así que miré para abajo y el caballito había enganchado su tonta pata en mi tonto estribo. “Caballito”, le digo yo, “¡Si tú te subes, yo me bajo!”</p> <p>La risotada fue una explosión grande, suave, resonante, como de costumbre fuera de toda proporción con la calidad del chiste. Jeri Gonza tenía una habilidad cómica de lo más inaudita; la capacidad de hacer pirámides con sus efectos, de modo que el más ligero de ellos parecía mucho más gracioso de lo que realmente era. Estaba construida sobre la base de chistes y bromas rápidamente unidas, cada una con su pequeña cuota de humor, que el público no festejaba por temor a perderse no sólo el próximo chiste sino también todo el hilo del relato. Cuando la pirámide llegaba a su tope, el desenlace era explosivo. Y sin embargo, en el instante entre el chiste final y la explosión, siempre lograba insertar tres o cuatro sílabas claras. “Mientras venía para acá...”, o “Cuando el presidente...”, o “Como el horowitz...”, las cuales, repetidas y completadas después de la gran carcajada, conformaban la base de la próxima pirámide.</p> <p>Observar su cara durante estas grandes carcajadas —que los columnistas y críticos más conocedores llamaban “risotones”— se había convertido en un pasatiempo nacional. Aunque la insinuación de la risa estaba en su voz y en la manera de expresar una cosa, lo decía todo con absoluta seriedad. Era un hombre pequeño pero fuerte, de movimientos rápidos y nerviosos, y tenía una cara de lo más común: la cara de cualquier persona. Tenía tres características notables: los labios finos, los ojos velados y opacos, y las orejas sorprendentemente sobresalientes. Su voz era totalmente flexible, capaz de adoptar casi cualquier timbre y, con el falsete que a menudo usaba, tenía un alcance de algo más de cuatro octavas.</p> <p>Era un ventrílocuo consumado, pero nunca utilizaba este talento con el consabido muñeco, sino más bien para interrumpirse con voces extrañas. Pero lo que le llamaba la atención a su público era el rostro común y corriente, casi inmóvil. Su cara nunca se reía, aunque en el diálogo su voz lo hiciera. Su voz, inclusive, podía sonreír o llorar, y su cara se mantenía inexpresiva. Pero en el “risotón”, si era un “risotón” grande, uno prolongado, sus facciones heladas vibraban, los labios enjutos se redondeaban apenas: ¡va a sonreír, va a sonreír! A veces, cuando el “risotón” era particularmente largo, su boca llegaba a ensancharse un poco; pero de inmediato seguía adelante, con la misma inexpresividad de antes. ¿A quién podía importarle que un hombre en el mundo sonriera o no? Aparentemente, a nadie: sin embargo, millones de personas, la mayoría sin darse cuenta de que lo hacían, se aproximaban a las paredes de la TriTV y escudriñaban detenidamente, esperando, esperando verlo sonreír.</p> <p>Como resultado, todos los que lo escuchaban no se perdían ni una palabra.</p> <p>Iris se sintió agradecida en cierto modo por poder salirse totalmente de sí misma, dejarse arrastrar por esa muchedumbre vasta e invisible y abandonar su persona —su persona iracunda, fatigada, lógica, ganadora del premio Nobel—, arrellanada en el diván mientras estaba pendiente y sonreía, reía a medias, estallaba en carcajadas junto con el resto del mundo.</p> <p>Él construía y construía, y las cámaras de la TriTV lo acechaban hasta que, antes de que ella se percatara, el comediante estaba parado lo más cerca imaginable de la pared invisible; y se seguía acercando hasta dar la impresión de estar en la habitación junto con ella. Y ésta era una pirámide más elevada, construida con más rapidez y más habilidad, para que el estallido final no pudiera contenerse ya más, ni un latido, ni un segundo...</p> <p>Y se detuvo en medio de la oración, en medio de una palabra casi, se arrodilló y estiró los brazos hacia la derecha.</p> <p>—Ven, linda —dijo con voz suave y llena de lágrimas.</p> <p>Desde la derecha apareció una chiquilla, brincando. Era una chiquilla hermosa, de cuentos de hadas, con una cascada de bucles, lustrosos zapatos de cuero negro con cordones, pequeñas medias blancas y un vestido celeste con una falda muy ancha y muy corta.</p> <p>Pero no brincaba, rengueaba. Estuvo a punto de caerse, pero Jeri estaba allí para sostenerla.</p> <p>Caminó hasta el medio del escenario sosteniendo en sus brazos a la niña, que lo miraba confiadamente a los ojos; luego giró y miró a su auditorio. Estaba mirando el semblante de la chica; cuando levantó la vista bruscamente hacia el público, sus ojos estaban, por medio de algún truco luminoso —o propio de Jeri Gonza—, anormalmente brillantes.</p> <p>Y se quedó allí parado solamente, con la niña en los brazos, mientras la risa reprimida se transformaba en una irritante frustración, dirigida primero hacia el comediante y luego, paulatinamente, entre un murmullo de suspiros, hacia el público por el público mismo. Ah, ver algo así y estar riéndome... ¡qué malvado soy!</p> <p>Lo siento. Lo siento.</p> <p>Uno de los bracitos era blanco, el otro rosado. Entre las medias demasiado pequeñas y la falda demasiado corta, se veían las largas y magras piernas, una blanca, la otra rosada.</p> <p>—Ésta es la pequeña Koska —dijo, luego de decir su edad. La chiquilla sonrió repentinamente al oír su nombre. Jeri la acunó en su codo, para poder acariciarle el cabello. Luego dijo, con dulzura—: Es una niñita de Estonia, muy al norte. No sabe hablar mucho nuestro idioma, así que no le va a importar si hablamos de ella. —Su voz se volvió un poco ronca—. Llegó hasta nosotros ayer. Su madre es una buena mujer. Nos envió a su hija en el momento de notar los primeros síntomas.</p> <p>Hubo silencio nuevamente. Después colocó a la niña de manera tal que su cara estaba junto a la de él, mirando directamente al público... Al principio era difícil verlo, pero en seguida se vio, muy claramente: la palidez excesiva del lado derecho de su rostro, el rubor demasiado parejo del izquierdo, y la nítida división entre ambos.</p> <p>—Te vamos a curar —susurró.</p> <p>Volvió a repetirlo en otro idioma, y la chica sonrió alegremente, mirando con confianza al comediante. Luego volvió a mirar al público, sin perder la sonrisa. ¿No era aquella sonrisa un poco más pronunciada del lado rosado que del blanco? Era difícil de decir...</p> <p>—Ayúdenme —dijo Jeri Gonza—. Ayúdenla a ella, y a todos los otros, ayúdennos. Encuentren a estos niños, dondequiera que estén, y llámennos. Levanten cualquier teléfono del mundo y digan simplemente: F.J. Eso significa Fundación de Japetitis. Los tratamos como pequeños reyes y reinas. Nunca les causamos angustia alguna. Están en constante contacto con los suyos a través de la TriTV... —De repente, su voz resonó—. Su llamado, el de <i>usted</i>, puede llevarnos al niño que nos enseñe lo que nos falta saber. Su llamado, ¡el suyo! puede llevarnos hasta la cura.</p> <p>Se arrodilló, depositando suavemente a la niña en el suelo. Aún de rodillas, le sostuvo las manos, con los ojos clavados en su cara.</p> <p>—Y sean quienes sean —dijo—, estén donde estén, doctores, investigadores, estudiantes, maestros... si alguien, en alguna parte, tiene un atisbo de solución, una idea, alguna forma de ayudar, cualquier forma que sea..., entonces llámenme. Llamen ahora, llamen aquí —señaló las grandes letras y números del teléfono local que flotaban sobre su cabeza— y avísenme. Los voy a atender ya mismo. Yo personalmente hablaré con cualquiera que pueda ayudar. Por favor... ayúdennos.</p> <p>La última palabra quedó resonando en el aire. El escenario detrás suyo se fue oscureciendo, dejando a las dos figuras, el hombre arrodillado y la niña de cabello rubio, inundados de luz. El hombre le soltó las manos y la niña se alejó sonriendo tímidamente. Pareció tardar una eternidad en cruzar el amplio escenario, arrastrando ligeramente el pie izquierdo.</p> <p>Cuando ella se hubo ido, sólo quedó Jeri Gonza. No se había movido, pero las luces habían cambiado, convirtiéndolo en una silueta luminosa contra un fondo en penumbras... un hombre arrodillado, una luz en la oscuridad del universo... la esperanza... desapareciendo lentamente, pero aún allí. Aún allí...</p> <p>Se escuchó una música lejana; en el medio del escenario apareció una pálida luz, de un azul aguado. La canción era una poderosa voz del pasado, proveniente de una cinta antigua, casi olvidada. Era una de las más conmovedoras interpretaciones que el mundo haya conocido jamás, y era especial para un momento así: Mahalia Jackson cantando <i>La Plegaria del Señor</i>, pero con el aporte de técnicas de reproducción con las que ni siquiera se había soñado en sus tiempos: un aroma a frescura, irradiaciones inaudibles con un efecto cuasi hipnótico, un acompañamiento susurrante que hubiera sido la envidia de un coro de ángeles.</p> <p>Jeri Gonza no dijo “recemos”. Jamás haría una cosa así, y menos en una red de emisoras mundiales. Sólo estaba la silueta arrodillada y la palidez azul contra la oscuridad. Y si al final podía parecerles a algunos que la palidez asemejaba una señal de la cruz, tal vez era solamente una figura amortajada con los brazos extendidos; y que esto pudiera interpretarse como una bendición dependía del espectador. Sea lo que fuere, nadie escapó enteramente al hechizo, ni habría de olvidarlo jamás.</p> <p>Para Iris Barran, exhausta y con el corazón y la mente llenos de la tragedia de la japetitis, el espectáculo resultaba conmovedor. Lo único en que podía pensar era aquella última palabra: <i>ayúdennos</i>.</p> <p>Se abalanzó sobre el fonovideo y lo hizo funcionar. Con dedos trémulos tecleó el número, que flotaba en su mente como lo había hecho en la pantalla de la TriTV. La atendió una mujer joven y mesurada en una cabina, diciendo:</p> <p>—TriTV C.A.O. Buenas noches.</p> <p>—Iris Barran boqueó.</p> <p>—Con Jeri Gonza, rápido.</p> <p>—Un momento, por favor —dijo la imagen, y desapareció para ser reemplazada por otra, aun más mesurada, aun más atractiva.</p> <p>—F.J. Teletón —dijo ésta.</p> <p>—Jeri Gonza.</p> <p>—Sí. ¡Cómo no! ¿Su nombre?</p> <p>—Iris Barran. Doctora Iris Barran.</p> <p>La chica levantó la vista bruscamente.</p> <p>—Es usted la...</p> <p>—Sí, yo gané el premio Nobel. Por favor, comuníqueme con Jeri Gonza.</p> <p>—Un momento, por favor.</p> <p>En seguida fue atendida por un joven de pelo crespo, con una voz acampanada de barítono y un rostro sumamente interesante. Su nombre era Burcke, y era el encargado de la red de emisoras. De allí pasó a un hombre regordete y jovial con ojos astutos que trabajaba en Recepción Continua. Iris tenía ganas de lanzar un grito a esta altura. Pero un pedido mundial de llamadas obstruiría las líneas y los canales durante horas seguidas, y evidentemente era esencial que hubiera una rigurosa investigación previa. Tenía una vaga idea de que su nombre y rostro, aparecidos hoy en las noticias por primera vez, le habían dado una gran ventaja. Conscientemente, no pensaba en esto. Sólo mantuvo la comunicación e insistió, con la sola idea de ayudar... ayudar... Un pasaje de la conversación con el doctor Otis le vino a la memoria: «Supongo que lo cambiaría por...». Y de inmediato tuvo una imagen desoladora de la cara de Billy, tratando de sonreír con media boca. «Lo cambiaría hasta por una esperanza razonable...». Y de repente estaba frente a Jeri Gonza. Se volvió y miró pensativamente la pantalla de la TriTV; allí también estaba Jeri Gonza, en una cabina telefónica en medio del escenario, de tal manera que sólo él podía ver su interior.</p> <p>Una luz jugaba sobre su rostro.</p> <p>—¡Reconocería esa cara en cualquier parte! —dijo Jeri, con voz áspera.</p> <p>—Ah, eh... —dijo débilmente, recordando en ese momento que una de sus afectaciones era no permitir que nadie lo llamara «señor»—. Jeri Gonza —dijo la mujer—. Yo... yo soy Iris Barran y quisie... —se dio cuenta de que su voz no podía ser escuchada a través de la TriTV, y se sintió aliviada por ello.</p> <p>—Yo sé quien es usted —dijo él, estridente—. Conozco la historia de su vida también. —Adoptó una voz cómica y fingida—. ¿Ento-o-onces?</p> <p>—Sabe que acabo de ganar el premio Nobel. Señor..., digo, Jeri Gonza, quiero ayudar, más que nada en el mundo quiero ayudar. Mi hermano esta enfermo. Le... ¿le gustaría que donara el dinero del premio..., es decir, para la Fundación?</p> <p>No sabía cuál iba a ser la reacción ante una oferta tan pasmosa. Tampoco lo había pensado demasiado. Pero lo que seguro no esperaba...</p> <p>—¿Que hiciera <i>qué</i>? —gritó Jeri, con tanta fuerza que ella bajó la cabeza torpemente, como una tortuga—. Escúchame: me las arreglé hasta ahora sin ti, y puedo seguir haciéndolo en lo sucesivo. Yo soy el que da, ¿sabes?, y tú eres quien recibe. No necesito lo que tú tienes. No estoy aquí para hacerte favores a ti. Yo te voy a decir lo que te pasó, te equivocaste de número. Eso es lo que te pasó, así que ya lo s-s-sabes —siseó con un divertido y flatulento tartamudeo—. Hasta pronto.</p> <p>Y antes que ella pudiera decir una palabra más, le colgó el teléfono, y el visor por donde lo estaba viendo se apagó.</p> <p>Anonadada, Iris se volvió lentamente hacia la pared de la TriTV, en donde Jeri Gonza se estaba acercando al público a largos pasos. Su modo de andar, su porte, la expresión de su cara ladeada y su voz daban la sensación de una divertida indignación, con quizá un tanto más de enfado que de humor. Señaló el teléfono con un pulgar extendido y dijo:</p> <p>—Los bobos que nos llaman. ¿Qué les parece? En un momento como éste. Tenemos imbéciles, mogólicos y... horowitz. —Hubo un segundo de pausa, y mil voces se unieron en un estallido de risas.</p> <p>Iris se reclinó en la silla junto al teléfono, apretando con tanta fuerza sus ojos cansados que empezaba a ver puntos rojos. Durante un rato permaneció tan entumecida que ni siquiera podía pensar, pero al final se movió. Se levantó pesadamente y fue hasta el diván, deteniendo su mano que estaba por apagar la TriTV. Jeri Gonza estaba hablando otra vez por teléfono. Hablaba ansiosamente con alguien, su voz melosa y dulce:</p> <p>—Dios te bendiga, hermano, y un millón de gracias. Puede que tengas una buena idea con lo que dices, así que te voy a decir qué hacer. Llama a la F.J. en Johannesburgo y arregla una reunión con los doctores de allí. Ellos te van a escuchar... Claro, hermano, ellos pagan la llamada. ¿Qué te pasa, hermano? ¿Estás en quiebra? Pues tengo algo que decirte, porque eres un hombre bueno en serio, de veras que lo eres. Ya no estás más en quiebra. ¿Un hombre como tú? Tengo un muchacho en camino en este preciso instante, con una bolsa de oro para gente como tú, hermano... Bueno, no me lo agradezcas, que me haces rabiar. Adiós. —Colgó y se volvió hacia el público para decir—: Un hombre con una idea. Grande, pequeña, ¿quién lo sabe? Pero es para ayudar... Así que Dios lo bendiga.</p> <p>Hubo un aplauso estruendoso. Iris dejó que su mano concluyera el movimiento y apagó la triTV. Se fue a lavar la cara, y eso le dio fuerzas para ducharse y cambiar de ropa. Después pudo volver a pensar casi normalmente.</p> <p>¿Cómo pudo tratarla así?</p> <p>Examinó alternativas imposibles, dudosas explicaciones. Su teléfono podía ser de utileria; quizá no podía verla, y no supiera con quién estaba hablando. O acaso era su manera de ser gracioso, y ella estaba demasiado fatigada como para captarlo. O... o...</p> <p>Era inútil: había sucedido realmente; él sabía lo que hacía. Tendría una buena razón para hacerlo. Pero... ¿qué razón? ¿Por qué? ¿Por qué?</p> <p>Volvió a oír mentalmente la carcajada del público ante el chiste de horowitz. Con dificultad, porque aún la lastimaba pensar en ello, reconstruyó la conversación y luego, moviendo el dedo índice en dirección al teléfono y posteriormente a la TriTV, una y otra vez, intentó deducir qué era lo que había salido al aire y qué no había salido. Sólo entonces se dio cuenta de que Jeri Gonza había fingido que el llamado había sido hecho por el doctor Horowitz. Pero si precisaba justamente esa broma en ese momento, ¿por qué no la hizo con el teléfono desconectado? ¿Por qué conversó con ella, rechazándola de ese modo?</p> <p>No la había dejado prestar su ayuda. Eso era peor que la grosería, que la ofensa. No quería dejarla ayudar.</p> <p>¿Qué hacer? El gesto que había hecho no le había costado mucho, pero haber sido rechazada era más de lo que podía soportar. Debía ayudar, y estaba decidida a hacerlo. Ahora en particular, que estaba a punto de recibir una suma de dinero así. Le era inútil, ella no la precisaba y era posible, vagamente posible, que gracias a la suma pudiera volver Billy a su hogar.</p> <p>Pues bien, sería cuestión de poner al descubierto a Jeri Gonza. De devolverle un poco de su propia humillación. Llamaría a los reporteros y haría una declaración. Les diría lo que ella había ofrecido, y exactamente quién le había contestado. Se vería forzado a aceptar el dinero, y a pedir disculpas, además.</p> <p>Se puso de pie y se volvió a sentar. No. Él sabía lo que estaba haciendo. Él sabía quién era la que había llamado; con seguridad tenía alguien en ese comité de investigación que le informaba acerca de quienes le llamaban. Ella conocía bastantes cosas acerca de Jeri Gonza. Parecía tan descabellado, tan impulsivo..., pero no era así. Administraba sus múltiples empresas con puño de hierro. Cuidaba mucho su dinero, sus inversiones; no corría riesgos, ni incurría en errores. Él la había rechazado, y la Fundación la rechazaría: la Fundación <i>era</i> Jeri Gonza. Tendría sus motivos, y si ella tuviera algún tipo de defensa, él no lo hubiera hecho.</p> <p>No se le permitía ayudar.</p> <p>A menos que...</p> <p>Repentinamente corrió hasta el teléfono. Disco el número 5, y el visor se iluminó con las palabras GUIA TELEFONICA. Discó H, O, R, y apretó el botón de «despacio» hasta que llegó a los Horowitz. Había un numero lastimosamente reducido de ellos. Casi todos los que tenían ese apellido se habían registrado con otro nombre, y algunos hasta habían llegado a cambiarlo.</p> <p>George Rehoboth Horowitz, recordó.</p> <p>No estaba en la guía.</p> <p>Se comunicó con Informaciones y preguntó. La operadora sonrió con compasión y le informó que la línea no estaba registrada. Claro, era lógico. Si el doctor Horowitz no era el hombre más odiado sobre la tierra, le andaba cerca. Un teléfono registrado, sonando continuamente, seria una molestia para él.</p> <p>—¿Tiene servicio visor? —preguntó repentinamente Iris.</p> <p>—Sí —dijo la chica, sin perder su cortesía profesional, pero con absoluta frialdad. Cualquiera que conociera a ese sujeto lo suficientemente como para hablarle...—. ¿Su nombre, por favor?</p> <p>Iris se lo dio, y agregó:</p> <p>—Por favor, avísele que es de suma importancia.</p> <p>La pantalla se oscureció, dejando ver solamente el emblema de la empresa telefónica, que indicaba que la telefonista estaba haciendo su trabajo. Apareció la cabeza de un hombre que la escudriñó durante un momento.</p> <p>—¿La doctora Barran? —dijo.</p> <p>—Doctor Horowitz...</p> <p>Iris Barran no se había formado ninguna idea acerca del famoso —¿o infame?— Horowitz; pero indudablemente debía haberlo hecho. Su rostro parecía demasiado amable como para haber dado esas duras contestaciones que el periodismo le atribuía; pero era lo suficientemente dócil como para que se lo tomara como un inútil, el tonto que todos pensaban que era. Sus ojos aseguraban, de algún inexplicable modo, que sus manos no eran nada torpes. Usaba anteojos pasados de moda y se estaba quedando calvo. Era más joven de lo que ella se había imaginado, y era feo. Los peñascos son feos. Los troncos de los árboles, la calada del halcón y la pata del oso también lo son, si uno interpreta la belleza como algo de líneas rectas y hecho de seda. A Iris Barran no le molestaba este tipo de fealdad.</p> <p>—¿Ha progresado algo con la enfermedad? —dijo ella, sin rodeos. No especificó nada: a la sazón no había más que un tipo de enfermedad.</p> <p>El doctor contestó de una manera extraña, como si la hubiera conocido desde siempre y pudiera juzgar exactamente cuánto podría comprender ella.</p> <p>—Lo tengo todo resuelto desde el principio hasta la mitad, y desde el final para atrás aproximadamente un tercio. En el medio... nada, y sin posibilidades de lograr nada.</p> <p>—¿Puede seguir adelante?</p> <p>—Lo ignoro —dijo cándidamente—. Puedo seguir intentando hallar formas de continuar, y si hallo una forma, puedo tratar de manejarme con ella...</p> <p>—¿Le serviría un poco de dinero?</p> <p>—Depende de quién sea.</p> <p>—Es mío.</p> <p>No le respondió. Ladeó levemente la cabeza y la observó.</p> <p>—Gané... estoy por recibir algún dinero —dijo ella—. Una buena suma.</p> <p>—Ya lo sabía —dijo él, y sonrió. Parecía tener dientes muy sanos, no parejos ni blancos, sino limpios y perfectos—. Está bastante lejos de mi especialidad, eso de la física teórica, y no lo entiendo demasiado. Me alegro de que lo haya ganado. Realmente. Se lo merecía.</p> <p>Ella sacudió la cabeza, negando.</p> <p>—Fue una sorpresa para mí —dijo.</p> <p>—No debería haberlo sido. Después de noventa años de confusión un tanto inquietante, usted le devolvió el concepto de igualdad a la ciencia —emitió una risita sofocada—, aunque no de la manera que todos esperaban.</p> <p>Ella no sabía que había logrado eso: nunca lo había visto con esos ojos. Su demostración del flujo gravitatorio era un tema delicado, por sobre las palabras, para ser comunicado por medio de símbolos escritos. Ni siquiera consigo misma había hecho una analogía semántica del teorema; pero este hombre acababa de hacerlo... si bien no sencillamente, con bastante precisión.</p> <p>Pensó: si ésta no es su especialidad y sin embargo la capta así, ¡cómo será de bueno en la suya!</p> <p>—¿Puede utilizar el dinero? —preguntó—. ¿Ayudaría en algo?</p> <p>—Dios mío —dijo él con devoción—, vaya si lo puedo usar. Si eso va a ayudar o no, doctora, me temo no poder contestarle. Me ayudaría a continuar, aunque quizá no a llegar. ¿Qué le hizo pensar en mí?</p> <p>¿Le va a doler saberlo?, se preguntó Iris. Y se respondió: le dolería más que yo le mintiera.</p> <p>—Se lo ofrecí a la Fundación. No quisieron aceptarlo. No sé por qué —dijo.</p> <p>—Yo sí lo sé —dijo, y al instante alzó la mano—. Ahora no hable —dijo, deteniendo la próxima pregunta. Buscó algo que estaba fuera de la vista y apareció con un cartel que decía: AUDIO INTERVENIDO.</p> <p>—Quién...</p> <p>—En todo el mundo —interrumpió Horowitz— hay cantidades de ingeniosos radioaficionados. Dígame, ¿por qué está dispuesta a hacer semejante sacrificio?</p> <p>—¡Ah, el dinero! No es un sacrificio. Tengo lo suficiente: no lo necesito. Y... mi hermano menor está enfermo.</p> <p>—No lo sabía —dijo él con pena. Luego hizo un ademán con las manos. Ella no comprendió.</p> <p>—¿Qué? —dijo.</p> <p>Movió la cabeza, se puso un dedo contra los labios y repitió el ademán, señalándose a sí mismo y a la habitación en donde estaba. ¡Oh! <i>Para verme, venga aquí</i>.</p> <p>Iris asintió con la cabeza, pero sólo dijo:</p> <p>—Fue un gusto haber hablado con usted. Tal vez lo vea pronto.</p> <p>Horowitz dio vuelta el cartel; evidentemente lo había utilizado en muchas otras ocasiones. Era un plano de un sector de la ciudad. Ella lo reconoció enseguida. Siguió la trayectoria que él marcaba con el dedo; y asintió vigorosamente.</p> <p>—Espero que sí sea pronto —dijo él.</p> <p>Iris hizo un gesto con la cabeza y se puso de píe, para hacerle ver que estaba en camino. Horowitz sonrió, y la imagen se desvaneció.</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Era como una ciudad desierta, o diezmada; casi todo el mundo estaba en su casa viendo el teletón. La poca gente que había iba apresurada, como si estuviera fuera contra su voluntad y se sintiera ansiosa por volver lo antes posible. Se sabía que Jeri Gonza pensaba seguir durante por lo menos treinta y seis horas, pero aun así no querían perderse ni un minuto. Increíble, pensó ella, asombrada —no por primera vez— de la gente. Simplemente la gente. Alguien le había dicho una vez que ella se había hecho matemática porque estaba apartada y asombrada por la gente. Era posible. Sabía que era muy poco hábil para tratar con la gente, y prefería la compañía de las matemáticas, que trataban con tanto empeño de ser razonables, de decir lo que se quería decir.</p> <p>No tuvo dificultad en encontrar la casa de artículos deportivos que él había señalado en el mapa, y se metió en la oscura entrada. Se cercioró de que no había nadie a la vista y probó la puerta. Estaba cerrada, y sintió una decepción tan intensa que hasta se sorprendió ella misma. Pero en ese preciso instante oyó un débil ruido y volvió a probar la puerta, encontrándola abierta esta vez. Se deslizó hacia adentro y la cerró, oyendo con alivio el chasquido de la cerradura.</p> <p>Una luz difusa titilaba delante de ella, pero era lo suficientemente brillante como para mostrarle que había un pasillo, abierto entre las mercaderías, que llevaba hasta el fondo del negocio. Cuando casi había llegado hasta la pared posterior, la luz volvió a parpadear, mostrándole una puerta en un nicho a su derecha. Hizo un ruido cuando ella se acercó, y se abrió sin dificultad. Subió dos pisos, y en el último rellano estaba parado Horowitz, con las manos extendidas. Ella las tomó con gusto, y estuvieron un momento así, mudos, sonriendo silenciosamente, hasta que él le soltó una de las manos y la atrajo hacia su habitación. Cerró la puerta con cuidado y se apoyó de espaldas contra ella.</p> <p>—¡Bueno! —exclamó—. Discúlpeme por todo el secreto.</p> <p>—Fue muy emocionante —dijo ella, amablemente—. Algo así como una novela de misterio.</p> <p>—Pase, siéntese —dijo Horowitz, guiándola—. Me va a tener que disculpar por el estado de la casa. Yo tengo que hacer la limpieza..., y no la hago. —Sacó unos tubos de ensayo y un tubo Bunsen rajado de un sillón y, le indicó que se sentara. Tuvo que dar dos vueltas a la pieza antes de hallar un sitio donde apoyar los tubos—. El precio de la fama —dijo con ironía, y se sentó en una pila liada de revistas, con un rótulo que decía <i>Archivos de la Sociedad Microbiológica Panamericana</i>—. Cuando ese bufón hace un chiste sobre Horowitz, toda la gente que está a la moda hace un juego con Horowitz. Es un desafío: averiguar mi paradero. Bueno, si lo lograran, interviniendo el teléfono o siguiéndome hasta mi casa, estarían satisfechos. Entonces se convertiría en otra clase de desafío: molestar a Horowitz. Irrumpir en su laboratorio y revolver todo con una cachiporra. Usted sabe cómo son estas cosas.</p> <p>Ella se estremeció.</p> <p>—La gente es tan... tan...</p> <p>—No lo diga, sea lo que sea —dijo Horowitz—. Estamos viviendo una época de tranquilidad, doctora, y sin embargo no hemos evolucionado demasiado en nuestros instintos de rastreo y de caza. Supongo que no se le habrá ocurrido que sus matemáticas y mi biología son formas de rastrear y de cazar también. Si se nos extirpara el conocimiento científico, probablemente nos uniríamos nosotros también a la manada. Un gran talento es sólo un medio de cazar individualmente. Una pequeña habilidad es una forma de cazar sólo durante una parte del tiempo.</p> <p>—Pero, ¿por qué necesitan cazarlo?</p> <p>—¿Por qué necesita usted cazar fenómenos gravitatorios?</p> <p>—Para comprenderlos.</p> <p>—Lo cual implica que dejen de ser un misterio. Que queden a su alcance. Que pueda conquistarlos. Sucede que usted tiene una forma de razonar un tanto inusual, por la que conquistar significa para usted <i>comprender</i>. Otra persona tiene en lugar de eso un caño de hierro, y logra su conquista con eso.</p> <p>—Usted es increíble —dijo ella abiertamente—. Ama a sus enemigos como...</p> <p>—Ama a tus enemigos como a ti mismo. No interprete ninguna parte de eso sin interpretarlo todo. Cuánto quiero yo a la gente es directamente proporcional a cuánto quiero yo a Horowitz, y sobre eso usted no me ha preguntado. En realidad..., yo tampoco me he preguntado a mí mismo acerca de eso, y no tengo intenciones de hacerlo. ¡Dios mío, qué bueno es hablar con alguien nuevamente! ¿Gusta tomar algo?</p> <p>—No —dijo Iris—. ¿Cuánto ama usted a Jeri Gonza?</p> <p>Horowitz se puso de pie y se golpeó la palma de la mano con el puño. Volvió a sentarse, con toda su docilidad guardada fuera de vista.</p> <p>—Ahí tiene la excepción. Se puede entender todo lo que hace la humanidad con un poco de buena voluntad, pero no se puede entender la inhumanidad de Jeri Gonza. La diferencia es que él sabe lo que está mal y lo que no..., y no le importa. No me refiero a esa trillada sabiduría moral, aprendida en el regazo de la madre, que inquieta un poco al individuo que empuña el pedazo de caño entre golpe y golpe, y aun más cuando se detiene a recuperar el aliento. Me refiero a una conciencia clara, analítica y excepcionalmente inteligente de cada acto y cada consecuencia. No subestime a ese demonio.</p> <p>—Él... parece... es decir, ama a los niños —dijo Iris con necedad.</p> <p>—Vamos, no nos engañemos. No gasta ni un centavo más en su querida Fundación de lo que gastaría pagando los impuestos del gobierno. ¿No se da cuenta de eso? Él no hace nada si no se ve obligado a hacerlo, y no se ve obligado a amar a esos chicos. Los está usando, simplemente. Está usando la peor desgracia que ha caído sobre la humanidad en mucho tiempo para mantenerse en el centro de la atención.</p> <p>—Pero si la Fundación llega a encontrar una cura, entonces él...</p> <p>—Acaba usted de dar en el clavo de lo que nadie en el mundo mas que yo parezco comprender: por qué me rehuso a trabajar en la Fundación. Hay dos buenos motivos. En primer lugar, estoy mucho más adelantado que ellos. No necesito a la Fundación, y todas esas comodidades de adorno. Estoy más cerca de la solución del problema de la japetitis que cualquiera de ellos. Y en segundo término, no quiero descubrir, pese a mi amor y comprensión de la gente, lo que me temo que descubriría si trabajara allí y se hallara una cura.</p> <p>—¿Quiere decir que él... la mantendría en secreto?</p> <p>—Tal vez no para siempre. Quizá la tuviera guardada hasta exprimirle todo el jugo al asunto. Algunos años. Varios niños ya habrían muerto para entonces. Hay unos cuantos que andan cerca ahora mismo.</p> <p>La mujer pensó en Billy y se mordió la mano.</p> <p>—No dije que él fuese a hacer eso —dijo Horowitz con más dulzura—. Solamente dije que no quisiera estar en la posición de descubrirlo. No quiero enterarme de que un congénere mío es capaz de hacer algo así. ¿Ahora entiende por qué trabajo solo, sea cual sea el costo? Si puedo curar la japetitis, lo voy a hacer saber. Lo voy a demostrar, a probar. Es por eso que me tiene sin cuidado esta burda persecución. Si yo tengo éxito, todo este hostigamiento le va a impedir acreditarse o ganar algo.</p> <p>—Pero... ¿a quién va a curar?</p> <p>—¿Qué?</p> <p>—Él los tiene a todos. Está en la triTV en este momento, en un teletón, el espectáculo más grande de los últimos diez años, insistiéndole a la gente que le manden todos los casos al instante de ser identificados... —sus ojos estaban redondos como platos.</p> <p>—La Lógica —susurró Horowitz, con los ojos tan desorbitados como los de ella—. Dios mío, nunca pensé en eso. —Dio una vuelta a la habitación y se volvió a sentar, el rostro pálido—. Pero eso no lo sabemos. Con seguridad me daría un paciente. Uno solo. Posiblemente a cambio del remedio.</p> <p>—Tendría que dárselo. No le quedaría opción; porque si no, ¡sería usted quien lo estaría reteniendo!</p> <p>—No voy a pensar en eso ahora —dijo, con voz ronca—. No puedo pensar en eso ahora. Primero tengo que obtener la cura.</p> <p>—Quizá mi hermano Billy...</p> <p>—¡Ni lo piense! —exclamó el doctor—. Él ya la tiene cercada a usted. No se ponga más en su camino. Gonza no va a permitir que Billy salga de allí, y usted lo sabe. Intente algo, y él la va a aplastar como a un escarabajo.</p> <p>—¿Qué tiene en contra de mí?</p> <p>—¿No lo sabe? Usted es la ganadora de un premio Nobel, una de las cosas más comentadas que hay. Además una mujer, y bastante atractiva por cierto. Usted está llamando la atención del público, o al menos va a empezar a hacerlo a partir de mañana al mediodía, cuando la entrevisten los periodistas. ¿Piensa que por un minuto él va a permitir que usted, o cualquier otra persona, eclipse su popularidad? Escuche: la japetitis es su propiedad privada, su monopolio exclusivo, y no va a dejar que nadie lo comparta. ¿Qué esperaba de él, que anunciara su oferta de donación por el inmundo teletón?</p> <p>—Yo... yo lo llamé durante el teletón.</p> <p>—¡No!</p> <p>—Fingió que la llamada era suya. Pero... pero al mismo tiempo me dijo... ah, sí, me dijo: “Yo no necesito lo que tú tienes. No estoy aquí para hacerte favores a ti”.</p> <p>Horowitz alzó las manos.</p> <p>—Con eso queda probado.</p> <p>—¡Qué horror! —exclamó ella.</p> <p>En ese momento, alguien abrió la puerta de un puntapié.</p> <p>Horowitz se puso de pie de un salto, con la tez lívida. Un hombre corpulento, con el sobretodo abierto, penetró en la pieza. Tenía una cara alargada y el mentón mal afeitado. Sus ojos eran muy tristes.</p> <p>—Tranquilícense —dijo—. Estén tranquilos y no les va a pasar nada.</p> <p>Sus manos, como moviéndose por voluntad propia, se ocuparon en sacarse el ajustado guante izquierdo, que tenía unos alambres conectados al bolsillo.</p> <p>—¡Flannel! —gritó Horowitz—. ¿Cómo diablos entraste? —dio un paso hacia adelante con las rodillas ligeramente dobladas y el ceño fruncido—. Largo de acá enseguida, o...</p> <p>—¡No! —chilló Iris, agarrando el antebrazo de Horowitz. El hombre corpulento tenía más fuerza y pesaba más que Horowitz, y sin duda alguna pelearía más brutal y suciamente.</p> <p>—No se preocupe, señorita —dijo lánguidamente el hombre llamado Flannel. Alzó la mano derecha e hizo un ademán con ella. Empuñaba un perforador de cónico caño—. Él se va a portar bien, ¿no es así, muchacho? Si no, lo voy a dejar de cama como para un par de meses.</p> <p>Se deslizó cautelosamente hacia adentro y, sin quitarle los ojos de encima a Horowitz durante más de unos segundos, abrió las tres puertas que se comunicaban con el laboratorio: un baño, un dormitorio y un armario de almacenamiento.</p> <p>—¿Quién es? —susurró Iris—. ¿Lo conoce?</p> <p>—Ya lo creo que lo conozco —gruñó Horowitz—. Es el guardaespaldas de Jeri Gonza.</p> <p>—Están los dos solos —dijo Flannel.</p> <p>—Bien —dijo una voz nueva, y entró un segundo hombre, quitándose un sombrero gacho y un sobretodo largo y suelto, igual al de Flannel.</p> <p>—Hola, chicos —dijo Jeri Gonza.</p> <p>Hubo un prolongado silencio. Al fin Horowitz se sentó pesadamente en sus archivos y apoyó la cabeza en los puños.</p> <p>—Ah, por el amor de Dios —dijo, con profundo desprecio.</p> <p>—Doctor Horowitz —dijo afablemente Jeri Gonza, moviendo la cabeza—, doctora Barran.</p> <p>—Pensé qu-que estaba ha-haciendo el espectáculo —dijo Iris, trémula.</p> <p>—Lo estoy haciendo, no tema. Todo es posible si uno sabe cómo hacerlo. En este momento Chitsie Bombom está haciendo un monólogo, y es lo suficientemente buena como para bisar dos veces. Después hay una grabación vídeo conmigo sentado en los estrados más elevados del fondo, anunciando a los del Club de Cantores. Tienen un número de un acto y una pantomima. Además tengo un cuerpo de ballet, por si esto llegara a durar demasiado.</p> <p>—Falso hasta la médula, aun en su trabajo —dijo Horowitz—. ¿Por qué no se larga de aquí y se va al demonio de una vez por todas? Con perdón, doctora Barran.</p> <p>—Oh, no es nada —murmuró ella.</p> <p>—Por favor —dijo el comediante, suavemente—. No vine aquí a reñir con ustedes. Quiero terminar con esto. Aquí, ahora y para siempre.</p> <p>—Tenemos algo que él busca —le dijo Horowitz en voz alta a Iris.</p> <p>Jeri Gonza cerró los ojos y dijo:</p> <p>—Está haciendo que esto sea más difícil de lo necesario. ¿Qué puedo hacer para que sea una charla amistosa?</p> <p>—Para empezar, su amigo simiesco está respirando, y eso me molesta —dijo Horowitz—. Dígale que pare.</p> <p>—Flannel —ordenó Jeri Gonza—, ¡afuera!</p> <p>El hombre corpulento se dirigió hacia la puerta con rostro ceñudo. La abrió y se quedó en el umbral.</p> <p>—Del todo —dijo el comediante.</p> <p>La espalda de Flannel era una masa silenciosa de elocuente protesta, pero salió y cerró la puerta. Rápidamente, con esa inesperada y nerviosa brusquedad de movimientos que lo caracterizaba, Jeri Gonza se arrodilló para estar a la misma altura que Iris y tomó las manos sorprendidas de ella entre las suyas.</p> <p>—Ante todo, doctora Barran, vengo a pedirle disculpas por la manera en que le hablé por teléfono. Tuve que hacerlo, no había otra alternativa, como ya comprenderá dentro de un momento. Intenté llamarla después, pero ya se había ido.</p> <p>—Usted... ¡Usted me siguió hasta aquí! ¡Oh, perdóneme, doctor Horowitz!</p> <p>—No fue necesario seguirla. Estuve vigilando este sitio desde dos días antes que usted se mudara a él, Horowitz. Lamento haber tenido que entrar por la fuerza.</p> <p>—La curiosidad me está matando —admitió Horowitz—. ¿Por qué no sonaron las alarmas de las puertas cuando entró? Vi que Flannel tenía un borrador de huellas digitales, pero... tendrían que haber sonado, maldito sea.</p> <p>—Las cerraduras con alarmas ya estaban aquí cuando alquiló la casa, ¿no? Bueno, ¿quién cree que las instaló? Le voy a mostrar dónde está el interruptor cuando salgamos. De todas formas, tiene que estar de acuerdo en una cosa: ¿había otra forma de que pudiera entrar a hablarle?</p> <p>—De acuerdo —respondió Horowitz ácidamente.</p> <p>—Ahora, doctora Barran... ya tiene mis disculpas, y le voy a dar una explicación. De veras lo siento. Créame. La otra cosa que quiero hacer es aceptar, de todo corazón y con infinito agradecimiento, su generosísima oferta del dinero del premio. Lo quiero, lo necesito, y realmente puede ayudar más de lo que usted piensa.</p> <p>—No —dijo Iris rotundamente—. Ya se lo prometí al doctor Horowitz.</p> <p>Jeri Gonza suspiró, se puso de pie y se apoyó contra un banco. Los miró con tristeza.</p> <p>—Adelante —dijo Horowitz—. Explíquenos para qué necesita el dinero.</p> <p>—Las únicas dos cosas que nunca esperé de ustedes son la estupidez y la ignorancia —dijo Jeri Gonza con aspereza—, y están haciendo una sobrada exhibición de ambas cualidades. ¿Realmente piensan ustedes, al igual que los millones de enardecidos admiradores míos, que cuando firmo un contrato por dos millones de dólares significa que deposito dos millones de dólares en el banco? No sean infantiles. Mis operaciones son literalmente demasiado grandes como para ocultar algo en ellas. Tengo a todos los buitres del fisco del distrito, del estado y del país hurgando en mi red de operaciones. Soy una empresa, y me veo obligado a rendir cuentas de todo. Ni siquiera tengo un salario; retiro los fondos que preciso, y lo que es más, tengo que explicar para qué los uso. Pues bien, si voy a terminar lo que me propuse cuando empecé con la enfermedad, voy a necesitar mucho más dinero del que puedo juntar sacando de a pequeñas sumas cada vez.</p> <p>—Entonces use el dinero de la Fundación; para eso está.</p> <p>—Es que quiero hacer la única cosa que no se me permite hacer con él. Y da la casualidad que es la única cosa que puede resolver esta horrible epidemia. ¡Tiene que ser la solución!</p> <p>—Lo único así sería un viaje a Japeto.</p> <p>Ante esto, Jeri Gonza no dijo nada, absolutamente nada. Se limitó a esperar.</p> <p>—Creo que habla en serio —dijo Iris Barran.</p> <p>—Usted es un personaje influyente —dijo al fin Horowitz—, y hay muchos hilos que puede manejar, pero no ésos. Hay una cosa ante la cual el gobierno, todos los gobiernos y sus fuerzas armadas, se van a alzar para impedirla, y es otro aterrizaje en cualquier sitio fuera de la Tierra, y especialmente Japeto. Usted tiene más de cuatrocientos niños moribundos en sus manos en este momento, y el mundo está asustado.</p> <p>—Dejemos eso a un lado un minuto. —El comediante estaba serio, y su voz era cálida—. Supongamos que pudiera hacerse. Entiendo que usted, Horowitz, tiene todo lo que necesita sobre el virus de la japetitis, salvo un eslabón. ¿Es así?</p> <p>—En efecto. Puedo sintetizar un virus sustituto a partir de ácidos nucleicos y reproducir la enfermedad. Pero luego se muere solo. Hay una diferencia entre el virus sintético y el verdadero, y no sé cuál es. Deme diez horas en Japeto y un poco de ayuda, y podré observar al verdadero virus bajo el microscopio electrónico. De allí puedo sintetizar una réplica, un virus real que se autoalimente y que provoque la enfermedad. Una vez obtenido eso, el antídoto se convierte en un proceso de fábrica, con las técnicas de que disponemos hoy en día. Tendríamos una vacunación masiva para esos niños antes de una semana.</p> <p>Jeri Gonza extendió las manos.</p> <p>—Ése es el problema, entonces. La ley no va a permitir ese viaje basta que encontremos el remedio. Y no encontraremos el remedio si no hacemos el viaje.</p> <p>—Un premio Nobel es una considerable cantidad de dinero —dijo Iris—, aunque no lo bastante para comprar el casco de una nave espacial.</p> <p>—Yo tengo la nave —dijo Gonza.</p> <p>Por primera vez, Horowitz se enderezó y habló con un tono que no era de enfado y desesperación.</p> <p>—¿Que tipo de nave? ¿En dónde está?</p> <p>—Una Fafnir. Ustedes la vieron, o al menos fotografías de ella. La utilizo para recorrer mundo en general, y para excursiones de personajes importantes. Es una nave capaz de hacer viajes al espacio exterior, con una tripulación de doce personas y con doce cabinas de pasajeros. Además anda a las mil maravillas, y tengo el mejor piloto del mundo: Kearsage.</p> <p>—¡Dios, sí! Kearsage. Pero mire..., lo que usted llama espacio exterior es Marte y Venus, no Saturno.</p> <p>—Usted no sabe lo que se le ha hecho a esa nave. Ahora sólo tiene lugar para cuatro personas. Posee un laboratorio y un taller, y todo lo demás es equipo de energía, de protección y combustible. ¡Diablos, si puede llegar hasta Plutón!</p> <p>—¿Quiere decir que ya estuvo trabajando en esto?</p> <p>—Mire, amigo, hace ya un año y medio que vengo sacando de mis ahorros. Usted no se imagina las maniobras que estuve haciendo con mis representantes y los bancos y todo eso. No puedo exprimir ni un centavo más de allí sin que todo el proyecto salga a luz. ¿Se da cuenta ahora el por qué tuve que tratarla de esa forma, doctora Barran? Usted fue un regalo del cielo, con su magnífica oferta y su interés personal por Billy. ¿Sabe algo de astronáutica?</p> <p>—Yo... Bueno, conozco los principios bastante bien. Podría arreglármelas con un poco de instrucción.</p> <p>—La va a recibir. Ahora escuchen, yo no quiero ni ver ese dinero. Ustedes dos van a ir mañana a la mañana a inspeccionar la nave y le pueden poner todo lo que sea necesario, además de lo que hay allí. Tiene alimentos, combustible, agua y oxígeno como para dos viajes, por si fuera poco.</p> <p>—Bien —dijo Horowitz.</p> <p>—Yo voy a arreglar lo de su instrucción en astronáutica, doctora Barran. Va a tener que inventar algún cuento, algo así como un proyecto secreto o una reclusión de un tiempo. Usted, Horowitz, puede desaparecer sin problemas.</p> <p>—Oh, sí, seguro. Gracias a usted.</p> <p>—De nada, por esta vez —dijo el comediante, y casi sonrió—. Van a necesitar un tripulante más: yo me encargaré de eso antes del despegue.</p> <p>—¿Qué dirá de la nave? ¿Qué es lo que va a alegar?</p> <p>—Una prueba de vuelo después de una revisión. Una avería en el espacio, la reparación, el vuelo de regreso; alguna cosa por el estilo. Eso déjenselo a Kearsage.</p> <p>—Debo admitir —dijo Horowitz— que no entiendo. Esta es una travesura que no le pagan con el dinero de los impuestos, y le está costando a usted un dineral. ¿Qué hay detrás de todo esto, charlatán?</p> <p>—Es una buena pregunta —dijo el comediante con tristeza—. Los niños, nada más que eso.</p> <p>—¿Y el mérito va a ser todo suyo?</p> <p>—No va a serlo, no puede serlo. Además... no quiero que sea así. Yo no puedo tener nada que ver con esta empresa; me arruinaría. Aterrizajes extraterrestres, poniendo en peligro la vida de todos los chicos de la Tierra; usted sabe lo que dirían. No, señor: este bocado es suyo, Horowitz. Usted desaparece, y vuelve un día con la solución. Yo le pido perdón como un buen perdedor. Usted recupera su cargo de director, si lo desea. Final feliz. Todos los chicos se curan —concluyó con repentina seriedad.</p> <p>—¿Qué hay con usted y los chicos? —dijo Horowitz, suavemente.</p> <p>—Me gustan. —Se abrochó el sobretodo—. Buenas noches, doctora Barran. Por favor, vuelva a aceptar mis disculpas y espero que no piense demasiado mal de mí.</p> <p>—No lo hago —contestó ella sonriente, y le extendió la mano.</p> <p>—Pero, ¿por qué le gustan tanto los niños? —preguntó Horowitz.</p> <p>Jeri Gonza se encogió de hombros y rió inexpresivamente.</p> <p>—Nunca tuve uno —dijo, con una risita sofocada.</p> <p>Fue hasta la puerta y se detuvo frente a ella, repentinamente inmóvil. Sus hombros temblaban. Giró bruscamente: el famoso rostro tallado estaba húmedo, distorsionado, la boca torcida y atormentada.</p> <p>—Ni podré tenerlo nunca —susurró, y salió corriendo de la habitación.</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Las semanas y los meses se sucedieron. Los casos de japetitis sufrieron algunas variaciones, y surgió la esperanza de que el virus extraterrestre estuviera perdiendo su fuerza. Algunos de los casos más antiguos llegaron a mejorar un poco, y era una suerte que así fuera, pues aunque el crecimiento en general se detenía, había una tendencia a que el lado móvil creciera más que el otro, y durante el período de mejoría, ambos lados se igualaban. Pero entonces, la mejoría aminoraba trágicamente, y luego desaparecía.</p> <p>Al parecer la frecuencia de la enfermedad también estaba disminuyendo. Como broche final, sólo hubo tres casos nuevos en un año. Causaron, no obstante, una gran agitación, ya que ocurrieron simultáneamente en una aldea de Bélgica en donde no había habido ningún indicio previo de la enfermedad.</p> <p>Jeri Gonza seguía presentando su audición semanal —salvo en las vacaciones—, y seguía sorprendiendo al público con su versatilidad para actuar, cantar, bailar y hacer payasadas. A veces hacia apariciones discretas, presentando y cerrando el programa, y después dejándolo en manos de un grupo teatral o un cuerpo de ballet. Durante la Celebración de los Viejos Tiempos aprendió a manejar una réplica perfecta de una avioneta de un siglo atrás, equipada con un motor de combustión interna, e hizo su primer vuelo temerario, solo, durante el programa, con una triTV instalada en el asiento del copiloto.</p> <p>Otras veces, estaba en el aire él solo durante el programa entero, por lo general con una orquesta y algunos elementos de utilería. Una vez, en lo que quizá fue su mejor actuación, se vistió con unas desaliñadas ropas de ensayo y actuó sobre un escenario vacío, sin siquiera una silla, y sin ningún tipo de ayuda más que las luces y las cámaras y de vez en cuando algún efecto invisible de los hipnotizadores y los generadores de aromas. Representó totalmente solo un desfile, un aula de una escuela primaria, un zoológico durante un sismo y una anciana educando sobre el sexo a tres niños de cinco, diez y quince años de edad, todos a la vez.</p> <p>Y entre y función —y a veces durante alguna de ellas—, seguía hablando constantemente de la F.J. Visitaba a menudo a los niños, a cada uno de los cuatrocientos. Se entusiasmaba cuando mejoraban, y los animaba en sus inevitables recaídas. La única vez en que no presentó uno de sus espectáculos anunciados fue cuando aparecieron los tres casos en Bélgica. El espacio fue llenado con noticias acerca de la temible reaparición de la enfermedad y una gira filmada por todas las clínicas de la F. J. del mundo. No cabía duda: siguió siendo un gran hombre, un gran comediante hasta su último programa.</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">No sabía que era su último programa, lo cual en cierta forma era una lástima, porque de haberlo sabido hubiera estado más que bueno, hubiera estado grandioso. Era ese tipo de actor.</p> <p>De todas formas, estuvo bien, e intercalaba sus números con un entretenidísimo espectáculo de variedades. Apeló a su viejo truco de ubicarse entre bastidores y cantar usando una mímica perfecta para imitar a los más conocidos vocalistas, que se paraban en medio del escenario y formaban las palabras con los labios. Después imitó a una de las chicas japonesas que construían pirámides con sus cuerpos sobre una bicicleta, y se unió a una procesión de marsopas saltando desde el agua por medio de un artefacto con un resorte y robando pescados de la mano del domador.</p> <p>Actuó, como prefería hacerlo, en un estudio espacioso sin público, pero con los efectos de sonido de un público presente. Recitó bien sus líneas, rellenó eficientemente con chistes improvisados cuando una cantante se olvidó de cantar uno de los estribillos de su canción, y terminó haciendo con soltura su monólogo humorístico para el cierre. Fue una lástima que no sonriera durante esa función. Cuando los focos se apagaron y se encendieron las luces, se echó al hombro una camiseta y deambuló hasta el ala lateral, donde lo esperaba como de costumbre Burcke, el hombre encargado de las emisiones.</p> <p>—¿Qué tal estuvo, Burcke?</p> <p>—Como nunca —dijo Burcke.</p> <p>—Bueno, tú tampoco estás mal, ¿eh? —dijo el comediante—. Echemos un vistazo.</p> <p>Uno de sus más grandes placeres, y uno de los motivos por los cuales sus espectáculos eran tan pulidos, era la tranquila retransmisión posterior, en donde se arrellanaba en una silla en la sala de proyecciones y miraba de principio a fin el programa que acababa de terminar. Él y Burcke, junto con algunos miembros del reparto interesados, camarógrafos y privilegiados de afuera, se instalaron en la sala de proyecciones. Se tomó cerveza, y se charlaron algunas trivialidades. Como de costumbre, todas se referían a Jeri Gonza, y cuando éste hizo un gesto descuidado con la mano, todos se callaron y el operador encendió el proyector.</p> <p>El título y los nombres sobre un fondo movedizo de nubes. Los nombres desaparecen, y la cámara sube hasta las nubes, que se despejan para dejar ver una cadena de montañas. Abajo, entre las nubes, vista de un enorme lago brumoso. El agua empieza a agitarse y se vuelve turbulenta. Repentinamente las orillas se juntan, y un chorro de agua sube hasta las altas nubes en una espesa columna. El lago vacío se va levantando entre las nubes, resultando ser la boca abierta de Jeri Gonza. La cámara retrocede para mostrar el rostro entero. Jeri Gonza pone cara de desconcierto, y con una mano extrae de su boca un pececito vivo.</p> <p>GONZA: —Bienvenidos al programa de Jeri Gonza. Es la una de la tarde (<i>pausa</i>). Eso pasa con la función cuando la hago durar mucho. ¿Qué hay allí? (<i>pausa</i>). ¿Qué hay allí a lo lejos? Un monte. ¿Qué hay allí sobre el monte? Una cabra. ¿Qué puede ser que monte una cabra? Pues, un cab... Muchachos, manténgame enfocado a mí, que las cosas se ponen un poco difíciles fuera de cámara. Ahora juguemos, Tom; juguemos, Dick; juguemos, jocoso Harry. Jeri está aquí. Je, je, jo, jo; ya llega la función.</p> <p>El foco palidece y todo queda negro. Pausa larga. Jeri retiró la cerveza de sus labios y miró ferozmente la pared.</p> <p>—Por el amor de Dios, ¿dejaste todo eso a oscuras?</p> <p>—Así es —dijo Burcke tranquilamente.</p> <p>—Hombre, eso sólo lo haces para la segunda presentación. No van a saber qué esperar con todo eso a oscuras tanto tiempo. Los pone a la expectativa, pero... ¡diablos!, les tienes que ofrecer algo muy bueno.</p> <p>—Les estamos ofreciendo algo muy bueno —dijo Burcke—. Acá viene.</p> <p>—El número del caballo, ¿no?</p> <p>—No —respondió Burcke.</p> <p>Escenario a oscuras. Un escritorio, un charco de luz. Primer plano de Burcke con la boca tensamente cerrada. En una cara tan sincera e interesante como ésa, la boca cerrada tiene un aspecto bastante inexorable.</p> <p>BURCKE: —Esta noche, el programa de Jeri Gonza les trae una historia real. Aunque los papeles son desempeñados por actores profesionales, y algunas escenas han sido acortadas por razones de tiempo, pueden estar seguros de que éstos son hechos verídicos que pueden ser comprobados hasta el último detalle.</p> <p>—¿Qué demonios es esto? —rugió Jeri Gonza—. ¿Esto salió al aire? ¿Es esto lo que se transmitió mientras yo me deslomaba con ese número del caballo?</p> <p>—Siéntate —dijo Burcke.</p> <p>Jeri Gonza se sentó, atolondrado.</p> <p>Burcke, sentado a un escritorio. Levanta un libro y le da un golpecito.</p> <p>BURCKE: —Este es el diario de navegación de una nave, el Fafnir 203. Cómo llegó a parar a este escritorio que se ve en su pantalla, es, debo prevenirles, una historia escandalosa. El Fafnir es un crucero de lujo con doce cabinas y una tripulación de doce personas, incluidos los camareros y los cocineros. El 203 era así también, antes de sufrir las modificaciones. Se lo volvió a diseñar para transportar a cuatro personas sin lugar de sobra, con dos cabinas transformadas en un taller de materiales y un laboratorio biológico, y todo lo necesario en materia de generadores de combustible y depósitos. Los tripulantes de la nave eran: la doctora Iris Barran, matemática.</p> <p>Una vista de la cubierta de proa del Fafnir, con una chica de pie junto a una computadora.</p> <p>—El doctor George Rehoboth Horowitz, microbiólogo.</p> <p>Un hombre de anteojos entra y se aproxima a la chica, que sonríe.</p> <p>—Yeaguer Kearsage, piloto de primera.</p> <p>Kearsage es un enano de cara larga y huesuda y expresión dura. Viene desde un primer plano y va hasta la consola de control.</p> <p>—Sam Flannel, sobrecargo.</p> <p>Un corte para atravesar el mamparo de una cabina, y se ve un hombre corpulento atado con correas al asiento de aceleración, dormido o inconsciente.</p> <p>—Ya entiendo —dijo Jeri Gonza en la sala de proyecciones—. Una broma. Es una broma. Bastante buena, muchachos.</p> <p>—No es una broma, Jeri Gonza —dijo Burcke—. Ahora siéntate.</p> <p>—Tiene que ser una broma —dijo Jeri Gonza en voz baja—. Pásenme una cerveza. Tengo que relajarme y disfrutar del chiste.</p> <p>—Toma. Ahora cállate.</p> <p>BURCKE: —...misión totalmente en contra de la ley y el reglamento. Destino: Japeto. Objetivo: recolección del virus, o las esporas, de la terrible enfermedad infantil, la japetitis, sobre la teoría de que el examen de éstas en su hábitat natural podría revelar su estructura interna exacta y deducirse una cura a partir de ella, o al menos una forma de inmunización. Dueño de la nave y director de la empresa (<i>pausa larga</i>): Jeri Gonza.</p> <p>»A catorce horas de estar viajando...</p> <p>(Desaparecen Burcke y el escritorio. Primer plano de la cubierta de proa. Horowitz cruza hasta una cabina lateral y se asoma para verlo a Flannel. Le toca la cara a éste y vuelve a la computadora y a Iris.)</p> <p>HOROWITZ: —Está totalmente desmayado. El forzudo no sirve como astronauta.</p> <p>IRIS: —Todavía no entiendo su presencia aquí. ¿Para qué podía querer que viniera?</p> <p>HOROWITZ: —Tal vez él nos lo diga...</p> <p>(Una pequeña explosión. Un agudo silbido)</p> <p>KEARSAGE: —¡Una roca! ¡Una roca!</p> <p>IRIS (<i>asustada</i>): —¿Qué es una roca?</p> <p>(Kearsage se va acercando rápidamente hasta unos ganchos en el mamparo, saca dos cascos y se los arroja a Horowitz e Iris. Corre hasta la cabina con dos más y coloca uno sobre la cabeza inerte de Flannel, ajustando la válvula de oxígeno. Se coloca el suyo. Vuelve para ayudar a Iris, y luego a Horowitz.)</p> <p>IRIS: —¿Qué es lo que pasa?</p> <p>KEARSAGE: —Nada que le preocupe a usted, señorita. Un meteorito. Uno pequeño. Ya voy a arreglar la perforación.</p> <p>(Desde la consola de control se percibe un repentino siseo estridente y sale una nube de vapor.)</p> <p>IRIS: —¿Qué es eso?</p> <p>KEARSAGE: —Si lo supiera...</p> <p>(Kearsage va hasta la consola, se arrodilla y se asoma por abajo. Gruñe y empieza a hurgar.)</p> <p>HOROWITZ: —¿De qué se trata?</p> <p>KEARSAGE: —Lo único que sé es que no debería estar así.</p> <p>(Horowitz se arrodilla a su lado y echa un vistazo.)</p> <p>HOROWITZ: —¿Qué es esto?</p> <p>KEARSAGE: —La parte inferior de la palanca de despegue. Tenía un alambre atado, y saltó ese perno cuando despegamos.</p> <p>HOROWITZ: —E hizo funcionar este mecanismo de tiempo... ¿A qué hora detonó?</p> <p>KEARSAGE: —Aproximadamente a las 14:30 después del despegue.</p> <p>HOROWITZ: —¿Cree poder sacar el mecanismo de allí? Me gustaría ver qué contenía.</p> <p>(Kearsage quita el aparato y se lo da a Horowitz, quien lo lleva al laboratorio. Se ve el interior de la cabina, con un primer plano de la cara de Flannel con el casco. Abre los ojos, y tiene la mirada vacía. Está muy pálido, fuera de sí, con un miedo latente. Repentinamente, el miedo deja de ser latente. Con gran dificultad levanta la cabeza y también la mano atada, lo suficiente como para ver su reloj. De repente empieza a gritar y a revolcarse. Las trabas están al lado de sus manos, pero él no logra encontrarlas. Iris y Kearsage entran corriendo. Kearsage se detiene para ver lo que está sucediendo, después extiende la mano y saca las trabas. Las correas se sueltan; Flannel se abalanza hacia la puerta aullando, volteando al enano y arrojando a Iris a un costado. Ésta lanza un grito. Kearsage se pone de pie rápidamente y se lanza tras de Flannel, como un terrier persiguiendo a un toro. Flannel se para junto al vehículo salvavidas y empieza a forcejear con las cuerdas.)</p> <p>KEARSAGE: —¿Qué demonios estás haciendo?</p> <p>FLANNEL (<i>balbuceando</i>): —14:30... 14:30... Tengo que salir de aquí, tengo que salir...</p> <p>(Gritos.)</p> <p>KEARSAGE: —¡No toques eso, imbécil! ¡Esa no es la escotilla, es la traba! ¡Estamos girando para mantener la gravedad! ¡Si haces eso, el bote salvavidas va a salir despedido a cien kilómetros de aquí!</p> <p>FLANNEL: —¡Oh, déjenme salir, es demasiado tarde!</p> <p>(Kearsage le da un golpe con las dos manos tan inesperadamente, que Flannel se ve forzado a soltarse y se tumba hacia atrás. Kearsage salta encima de él, gira la válvula de oxígeno de su casco y se hace rápidamente a un lado. Flannel camina tambaleante hasta el bote salvavidas, vuelve a apoyar sus manos sobre la palanca equivocada, pero esta vez sus rodillas ceden. Su tez toma un tono violáceo. Horowitz sale corriendo del laboratorio. Kearsage extiende un brazo para detenerlo y ambos observan cómo Flannel se desploma, se revuelca y se retuerce. Levanta las manos y tira débilmente del casco.)</p> <p>HOROWITZ: —¡Por el amor de Dios, no deje que se quite el casco!</p> <p>KEARSAGE: —No se preocupe. No podrá hacerlo.</p> <p>(Flannel se queda quieto. Kearsage se acerca y abre un poco la válvula. Le hace una seña a Horowitz, y entre los dos lo arrastran hasta la cabina y con bastante dificultad lo suben al asiento y lo vuelven a atar.)</p> <p>HOROWITZ: —¿Qué ocurrió? Tenía las manos llenas de reactivos allí dentro.</p> <p>KEARSAGE: —Locura espacial. Ocurre a veces, después de un desmayo. Quería escapar. Trató de llevarse el bote salvavidas.</p> <p>HOROWITZ: —¿Dijo alguna cosa?</p> <p>KEARSAGE: —Incoherencias. Decía «14:30, 14:30». Decía que era demasiado tarde, que tenía que salir.</p> <p>HOROWITZ: —El detonador, debajo de la consola, funcionó a las 14:30. Flannel lo sabía.</p> <p>KEARSAGE: —¡Vaya! ¿Qué contenía?</p> <p>HOROWITZ: —Gas cianhídrico. Si no hubiera habido una perforación y no nos hubiéramos puesto los cascos, estaríamos perdidos.</p> <p>KEARSAGE: —Todos excepto él. Pensaba que iba a estar despierto vigilando la hora, y que cuando la cápsula estallara ya no iba a estar aquí, sino en el salvavidas camino a casa. Nosotros hubiéramos seguido volando hasta que se acabaran las pilas atómicas, en alguna parte cerca de Algol.</p> <p>HOROWITZ: —¿Puede poner esas trabas de tal manera que estén fuera de su alcance?</p> <p>KEARSAGE: —¡Oh, sí! Por supuesto.</p> <p>(Las luces se apagan. Un foco ilumina a Burcke, a un costado.)</p> <p>BURCKE (como narrador): —Pudieron sacarle una explicación a Flannel, pero no dejó satisfecho a ninguno de ellos. Dijo no saber nada de los gases. Dijo que Jeri, sabiendo que era un astronauta sin experiencia, le había aconsejado que, en caso de sentirse demasiado mal, regresara en el salvavidas. Pero de hacerlo, tenía que ser antes de las 14 horas y 30 minutos después del lanzamiento, pues de lo contrario no iba a serle posible reducir la marcha, retroceder y maniobrar para un aterrizaje. Flannel insistió en que sólo se trataba de eso. No quiso decir qué hacia a bordo, más que salvaguardar los intereses de Jeri Gonza.</p> <p>»No pudieron extraerle más que eso, por ningún medio. Jeri no podía desear que la expedición fracasara, o que su nave fuese arrojada fuera del sistema solar. Por lo tanto tuvieron que admitir, sin mucha convicción, que algún enemigo de Jeri Gonza había querido sabotearlos: alguien que ni siquiera conocían.</p> <p>»Las semanas transcurrieron dentro de la nave no sin dificultades, pero sin otro evento destacable más que el desconcertante descubrimiento de Iris Barran de que la nave no precisaba un astronavegante. Lo que el veterano Kearsage no podía resolver en su cabeza era fácilmente solucionado por la computadora. ¿Por qué, entonces, había insistido Jeri Gonza en darle un curso de instrucción en astronáutica?</p> <p>La cámara se aproximó a Saturno hasta que el planeta llenó todo un cuadrante. Se veía la hilera de lunas.</p> <p>Jeri Gonza observó la secuencia, a medida que Saturno se acercaba y las lunas pasaban rodando como abalorios rotos, y la pequeña Japeto aparecía cada vez más cercana. Japeto no es una luna como la mayoría, esférica u oblonga, sino más bien una roca, una montaña flotante de unos ochocientos kilómetros de diámetro. Y allí, ante ellos, estaba la solución al misterio de su luz cambiante. Algún cataclismo desconocido había rebanado Japeto, de manera que poseía una cara escarpada, casi mil kilómetros cuadrados de una rasa llanura (o un peñasco, según se lo mire) constituida por un material basáltico de color gris claro. Como Japeto siempre tiene una misma cara hacia Saturno, siempre aparece más brillante al asomarse por el Este que por el Oeste, debiéndose esto a que el albedo de la cara plana es mucho mayor que el de la superficie peñascosa e irregular.</p> <p>—Burcke, Burcke, Burcke, viejo —murmuró el comediante, en tono asombrado—: ¿quién diablos te escribe el libreto? ¿Quién escribe tu asqueroso libreto?</p> <p>Instantánea del Fafnir 203 aterrizando con la cola para abajo en una llanura rocosa. El horizonte se ve difuso, rodeado por la oscuridad del espacio. Los rocas son filosas, sin erosión. Una vista a lo lejos; se ven los gatos de estabilización extendidos al máximo. Dos figuras arrojan una escalera y otras dos descienden por ella.</p> <p>Un primer plano de los cuatro al pie de la nave.</p> <p>HOROWITZ (<i>por el micrófono</i>): —Prueben sus transmisores. ¿Me escuchan?</p> <p>TODOS: —Probando. Lo escuchamos perfectamente.</p> <p>HOROWITZ: —Cada uno tome una línea. Caminen en línea recta usando la aleta de la nave para guiarse, y cuando hayan pasado la zona chamuscada por el aterrizaje, consigan un raspaje de las rocas cada dos o tres metros hasta que estén a una distancia en que el horizonte se vea tapando un tercio del casco de la nave. ¿Está claro esto? No se alejen más de eso. (<i>Pausa.</i>) Y les puedo adelantar algo ya mismo. No vamos a encontrar nada, ni virus, ni esporas, ni nada de nada. ¡Por Dios, si aquí no hace más de doce o trece grados Kelvin, a la sombra! De todos modos... marchemos.</p> <p>BURCKE (<i>fuera de escena</i>): —Raspar y dar un saltito, raspar y dar un saltito. En una gravedad así, no se pueden hacer movimientos rápidos o violentos, o de lo contrario uno se eleva volando y tarda varios minutos en volver a tocar tierra. Raspar y arrastrarse, raspar y barrer. Raspar y dar saltitos. Fue una cosa de horas.</p> <p>KEARSAGE: —Aquí hay algo.</p> <p>(Primeros planos de las caras de los otros, volviendo la cabeza al escuchar la voz de Kearsage.)</p> <p>HOROWITZ: —¿De qué se trata?</p> <p>KEARSAGE: —Un montón de chatarra quemada. Diablos, ¿saben algo? La nave de Swope se tumbó. Puedo ver dónde cayó, y dónde despegó, arrastrándose por aquel borde grande de allí.</p> <p>HOROWITZ: —Es notable que no se haya estropeado.</p> <p>KEARSAGE: —Sí se estropeó. No le pudo pasar nada al casco en esta gravedad, pero arrancó las antenas sin duda alguna, porque allí se divisa la de aterrizaje, de alcance, de transmisión... todas ellas, ¡por Dios! No me sorprende ahora que haya vuelto como un balazo. No se puede aterrizar con un Fafnir usando control manual..., pero se puede probar, y él probó. Pobre Swope.</p> <p>HOROWITZ: —Vayamos todos hacia donde está Kearsage. Tal vez Swope recogió algo en el sitio donde raspó.</p> <p>(Vista de lejos de los cuatro trabajando alrededor de grandes marcas de quemaduras y raspajes.)</p> <p>BURCKE (<i>narrando fuera de escena</i>): —Llenaron sus bolsas de muestras y las llevaron a bordo, y durante setenta y dos horas revisaron el polvo y las piedras con todos los métodos que se le ocurrieron a Horowitz. Era acertada su primera conjetura: la pequeña luna estaba tan desprovista de vida como el interior de un autoclave.</p> <p>(Vista de la cubierta de proa, pero invertida, con los controles arriba, y el piso en donde antes estaba el mamparo posterior. Iris se mueve arrastrando lentamente los pies, poniendo placas magnetizadas sobre la mesa de acero, cada una de los cuales golpea fuertemente al caer. Atrás, Flannel manipula un pequeño micrófono electrónico, observando la pantalla y moviendo las perillas del teleobjetivo. Kearsage está dentro del nicho del bote salvavidas, trabajando. La esclusa de aire gira, se abre y entra Horowitz, con traje de astronauta y una bolsa. Está fatigado. Iris lo ayuda a quitarse el casco.)</p> <p>HOROWITZ: —Ya es suficiente. Volvamos a casa. El deber es el deber, pero creo que ya cumplimos.</p> <p>IRIS: —¿Qué es eso de “casa”? Ya no recuerdo.</p> <p>HOROWITZ: —¿A usted qué le parece, Kearsage? ¿Regresamos?</p> <p>KEARSAGE: —En cuanto terminen de examinar estas rocas.</p> <p>HOROWITZ: —¿Qué está haciendo allí dentro?</p> <p>KEARSAGE: —Es sólo rutina. Pensé que quizá quisiera dar Ud. una vuelta por el otro lado en el salvavidas.</p> <p>HOROWITZ: —No, señor. Me acerqué lo suficientemente a pie. Yo diría que ya hemos terminado. Se podría hacer un largo cálculo para averiguar si la densidad de la materia submicroscópica de este lugar es suficiente como para acercar el casco, pero no tendría sentido. El virus de la japetitis no provino de Japeto, y de eso, amigos, no cabe duda alguna.</p> <p>KEARSAGE (<i>fuera de escena</i>): —¡Oh, Dios mío! (<i>Se asoma, pálido.</i>) George, venga aquí.</p> <p>IRIS (<i>con curiosidad</i>): —¿Qué ocurre?</p> <p>(Se encarama y desaparece durante un instante dentro del bote salvavidas, junto con Kearsage y Horowitz. Fuera de escena se oye un grito sofocado. Luego, salen uno por uno y se quedan mirando a Flannel. Percibiendo el silencio, éste levanta lo vista y se encuentra con sus miradas.)</p> <p>FLANNEL: —¿Qué tengo? ¿Me crecieron cuernos acaso?</p> <p>HOROWITZ: —Muéstrele, Kearsage.</p> <p>(Kearsage le hace señas para que se acerque. Hay una extraña expresión de macabra diversión en su nudoso rostro.)</p> <p>KEARSAGE: Ven a ver, amiguito. Después puedes incorporarte a la pandilla.</p> <p>(El hombre corpulento va hasta el bote salvavidas con paso desganado, y entra en él siguiendo a Kearsage. La cámara los sigue hasta el panel de control y enfoca debajo de él. Hay una lata plateada con un pequeño cilindro en el extremo, amarrado a la palanca principal de control.)</p> <p>FLANNEL (<i>señalando torpemente</i>): —Eso es... es lo mismo que...</p> <p>KEARSAGE: —Un poco más pequeño, pero no se necesita tanto para un bote salvavidas.</p> <p>FLANNEL (<i>enojado</i>): —¿Quién diablos lo colocó allí? ¿Usted?</p> <p>KEARSAGE: —Yo no, amigo. Acabo de encontrarlo.</p> <p>HOROWITZ: —Ha estado allí todo el tiempo, Flannel. Kearsage tiene razón: tú también eres de la pandilla. ¿Estás seguro de que Jeri Gonza dijo que usaras el bote?</p> <p>FLANNEL: —Seguro que sí. Él no pudo haber tenido nada que ver con esto... (<i>De repente se da cuenta.</i>) ¡Dios! Tendría que haberlo...</p> <p>HOROWITZ: —Vamos a tener tiempo de sobra para charlar sobre esto. Levantemos el equipo de experimentos y vayámonos de aquí.</p> <p>FLANNEL (a nadie en particular): —¡Dios mío!</p> <p>Jeri Gonza estaba recostado en la sala de proyecciones, bebiendo a sorbos su cerveza y observando una instantánea de un Fafnir levantando vuelo desde una llanura rocosa.</p> <p>—¿Realmente sacaste toda esta basura de ese libro, Burcke, muchacho?</p> <p>—Del principio al fin —dijo Burcke, mirando la pantalla.</p> <p>—Ya sabes cómo es en el espacio, un hombre tiene que emplear su tiempo en algo. A veces escribe, y a veces son cuentos de hadas, y se puede obtener un buen programa de un cuento de hadas. Pero cuando se hace eso, hay que aclarar que se trata de un cuento de hadas. ¿Me vas siguiendo?</p> <p>—Ajá.</p> <p>—¿Esto es realmente lo que salió al aire esta noche?</p> <p>—Ya lo creo.</p> <p>—Pobre Burcke. Pobre, pobre Burcke —dijo Jeri Gonza, muy, muy suavemente.</p> <p>Primer plano mostrando unos monos, dando vuelta páginas del diario de la nave. La cámara se aleja, y se ve a Burcke con el libro. Levanta la vista y, cuando habla, su voz es solemne.</p> <p>BURCKE: —Tiempo para pensar, para hablar. Tiempo para colocar las piezas en el mismo lugar y momento, juntarlas y ver qué queda.</p> <p>(Todo a oscuras; pero resulta ser el espacio estrellado. Vista panorámica de una nave, un pez plateado con una cola escarlata. La cámara se acerca rápidamente, atraviesa el casco y deja ver la cubierta de proa. Los cuatro tripulantes están inactivos, realmente relajados, con intenciones de pensar antes de hablar, y de hablar con cuidado. Horowitz y Kearsage se hallan sentados frente a un tablero de ajedrez sin prestarle atención. Iris está echada sobre la cubierta con una bolsa de muestras enrollada a modo de almohada. Flannel está arrodillado frente a un solitario. Horowitz lo observa.)</p> <p>HOROWITZ: —Me gusta pensar en ti, Flannel.</p> <p>FLANNEL: —¿Pensar qué?</p> <p>HOROWITZ: —Bueno, pues, las distintas alternativas. Todas las posibilidades. Qué hubiera hecho Flannel si esto, o aquello hubiera sido.</p> <p>FLANNEL: —No tiene sentido pensar cosas; si esto, si lo otro... Pasó esto o aquello, y eso es todo. ¿Tiene alguna cosa en particular en mente?</p> <p>HOROWITZ: —En realidad, sí. Dado que tú tenías un trabajo que hacer, es decir, escaparte y dejarnos con la bomba de cianuro al comienzo del viaje...</p> <p>FLANNEL (<i>levemente enfadado</i>): —Le dije una y otra vez que eso no fue ningún trabajo. Yo no sabía nada del maldito cianuro.</p> <p>HOROWITZ: —Suponiendo que hubieras sabido de él, ¿hubieras venido? Y de haberlo hecho, ¿nos hubieras avisado? Y he aquí la pregunta principal que se me ocurrió: si la primera bomba hubiera fallado, cosa que efectivamente pasó, y no hubiera una segunda bomba para darte la pauta de que tú también estabas incluido en el Ultimo Viaje, ¿hubieras intentado concluir el trabajo de otra forma?</p> <p>FLANNEL: —Estaba pensando en eso, en qué hacer.</p> <p>HOROWITZ: —¿Y qué decidiste?</p> <p>FLANNEL: —Nada. Ustedes encontraron la bomba del bote, así que dejé de pensar.</p> <p>IRIS (<i>repentinamente</i>): —¿Por qué? ¿Eso realmente hacía alguna diferencia?</p> <p>FLANNEL: —Toda la diferencia del mundo. Jeri Gonza me dio instrucciones de subir al bote salvavidas antes de transcurridas catorce horas y media, y volver a informarle cómo iban las cosas. Ahora, si hubiera estado solamente su bomba, era porque Jeri Gonza quería eliminarlos. Hubo un accidente y la bomba fracasó, así que yo me puse a pensar que estaba aquí trabajando para él y a preguntarme si no debería retomar el camino que la bomba no cumplió.</p> <p>IRIS: —Luego encontramos la segunda bomba, y cambiaste de parecer. ¿Por qué?</p> <p>FLANNEL (<i>exasperado</i>): —¿Qué les pasa a todos ustedes, son tontos o algo así? Jeri Gonza me dijo que regresara para decirle cómo iban las cosas. Si me pide eso, y después me pone una bomba, ¿cómo puedo volver? Un hombre tiene que ser estúpido para pedirle a alguien que haga una cosa y después arreglar todo para que no pueda hacerlo. No es ningún estúpido, este Jeri Gonza, y ustedes bien lo saben. Bueno, entonces si no colocó la bomba para mí, tampoco colocó la bomba para ustedes, porque cualquiera se da cuenta de que el trabajo fue hecho por la misma persona. Y si no colocó la bomba para ustedes, no quería eliminarlos, así que dejé de pensar. ¿Es lo bastante sencillo para usted?</p> <p>IRIS: —No sé si es sencillo, pero es hermoso.</p> <p>HOROWITZ: —Bueno, al menos uno de nosotros está convencido de las buenas intenciones de Jeri Gonza. Aunque sigo sin verle el sentido de tomarse toda la molestia de ponerte a bordo para hacerte volver en seguida hasta el punto de partida.</p> <p>FLANNEL: —Yo tampoco. ¿Pero acaso tengo que entender todo lo que él me dice que haga? Hice muchas cosas para él sin saber de qué se trataba. Tú también, Kearsage.</p> <p>KEARSAGE: —Así es. Yo llevo este pedazo de hojalata de aquí para allá, y no me fijo en nada más y si me fijo me olvido, y si no lo olvido no hablo de ello. Así es como a él le gusta, y nos llevamos lo más bien.</p> <p>IRIS (<i>con vehemencia</i>): —Yo creo que Jeri Gonza nos quiso matar a todos.</p> <p>HOROWITZ: —¿Qué es eso... intuición? ¿Y no debería decir “quiere”?</p> <p>IRIS: —Quiere, sí. Nos quiere matar a todos. No, no se trata de intuición. Todo encaja. Casi todo. Falta una pieza, en realidad.</p> <p>FLANNEL: —Están locos.</p> <p>KEARSAGE: —Lo mismo digo.</p> <p>HOROWITZ (<i>afablemente</i>): —Cállense la boca los dos. Siga con eso, Iris. Quizás para usted encaja, para mí se intuye. Siga.</p> <p>IRIS: —Bueno, partamos de la hipótesis de que Jeri Gonza nos quiere muertos a los cuatro. Quiere más que eso: quiere que desaparezcamos del cosmos... sin cadáveres, sin tumbas, sin nada.</p> <p>KEARSAGE: —Pero ¿por qué?</p> <p>HOROWITZ: —Usted preste atención. Empezaremos con los asesinatos, y después averiguaremos el porqué. Ya va a ver.</p> <p>IRIS: —Bueno, la nave se va a encargar de la desaparición. El cianuro, los dos cianuros, se encargan de la muerte en sí. La nave sigue andando y andando hasta que se acaba el combustible, y eternamente después de eso. Estamos nosotros tres a bordo de ésta, y Flannel se estrella con el vehículo pequeño; y si alguien se hace alguna pregunta al respecto, no se va a preguntar demasiado. ¿Tiene algún tipo de insignia ese bote, Kearsage?</p> <p>KEARSAGE: —Siempre.</p> <p>IRIS: —Échele un vistazo, ¿puede? Gracias. Ahora, ¿qué pasa con los rastros que dejamos tras de nosotros? Bueno, despegamos ilegalmente, así que nadie fue notificado ni se registró la salida. Usted, George, ya estaba oculto, debido a la persecución de Jeri Gonza. Kearsage hace con tanta frecuencia viajes de duración indeterminada que no tardarían en olvidarlo. Flannel..., bueno, no quiero ofender, Flannel, pero no creo que nadie se diera cuenta de que ha desaparecido para siempre. En cuanto a mí, Jeri Gonza en persona me hizo inventar una historia de investigación secreta que debía hacer a solas durante alrededor de año. ¿Qué pasa, Kearsage?</p> <p>KEARSAGE: —No puedo creerlo. No hay insignia. Limada, pulida y pintada encima. Los números borrados del motor de empuje. Hasta el número de fábrica del tablero de instrumentos. No... no lo puedo creer.</p> <p>HOROWITZ: —Le aconsejo que escuche ahora a la dama.</p> <p>IRIS: —No hay insignia. De modo que hasta el pequeño choque del pobre de Flannel estaba bien camuflado. Hablando de Flannel, repito que la única forma de explicar por qué estaba a bordo con nosotros es aceptando que él <i>también</i> tenía que ser eliminado. Yo vine sin duda alguna bajo falsas pretensiones: no sólo que no era necesario un navegador espacial, sino que Jeri Gonza me hizo preparar especialmente. Ahora podemos echarle un vistazo a los motivos. George Horowitz es el más obvio: hace tiempo que ha sido una espina en el costado del comediante. No sólo llegó a la conclusión de que Jeri Gonza no tenía realmente intenciones de hallar una cura para la japetitis, sino que lo dijo varias veces, y sin disimulo alguno. Además, George siempre ha estado a punto de vencer a la enfermedad, y esto asusta tanto a Jeri Gonza que está juntando a todos los posibles pacientes para que George no tenga acceso a ellos. Y, aparte de eso, George le caía mal. Pero... ¿por qué matar a Flannel? ¿Está cansado de ti, Flannel? ¿Hiciste mal algún trabajo que él te ordenó hacer?</p> <p>FLANNEL: —No es necesario que me mate por eso, señorita Iris. Me puede despedir sin ningún problema. Me sentiría muy mal, pero no le causaría molestias. Él sabe eso.</p> <p>IRIS: —Entonces, simplemente sabes demasiado. Debes de saber algo acerca de él que representa un peligro tan grave, que no se va a sentir seguro hasta verte muerto.</p> <p>FLANNEL: —Pues que yo tenga idea, señorita, no hay una sola cosa que yo conozca sobre él. Ni una sola. No que yo sepa.</p> <p>HOROWITZ: —Ahí está la clave, Iris. No sabe que lo sabe.</p> <p>KEARSAGE: —Pues entonces lo mismo va para mí, porque si yo sé una sola cosa por la cual él me mataría, no tengo idea de qué es.</p> <p>IRIS: —Usted dijo “clave”. La clave debe ser una combinación de cosas. Quizá si uno junta lo que Flannel sabe con lo que Kearsage sabe, represente un peligro para Jeri Gonza.</p> <p>(Flannel y Kearsage se miran sin comprender, y se encogen simultáneamente de hombros.)</p> <p>HOROWITZ: —Les puedo dar un ejemplo de un pedazo de información que todos tenemos y que es peligroso para él: sabemos ahora que el virus de la enfermedad no se origina en Japeto. Esto significa que el pobre Swope no fue el responsable de traerlo a la Tierra y, por lo tanto, la conclusión de que la niña de los Tresak, el primer caso de la enfermedad, la contrajo de las ruinas de la nave es errónea.</p> <p>FLANNEL: —Yo le llevé esa foto de la niña junto a la nave, yo se la llevé a Jeri Gonza. Le gustó.</p> <p>IRIS: —¿Por qué hiciste eso?</p> <p>FLANNEL: —Lo hice siempre. Él me decía que lo hiciera.</p> <p>HOROWITZ: —¿Llevarle fotos de niñas?</p> <p>FLANNEL: —Niñas, niños... pero lindos. Llegué a saber exactamente cuáles le agradaban. Le gustaba usarlos para su programa.</p> <p>(Iris y Horowitz se intercambian una mirada horrorizada por un instante, y luego se abalanzan sobre Flannel poco menos que físicamente.)</p> <p>IRIS: —¿Alguna vez le mostraste alguna foto de algún niño que más tarde contrajera la enfermedad?</p> <p>FLANNEL (<i>sorprendido</i>): —Pues... no lo sé.</p> <p>IRIS (<i>a los gritos</i>): —¡Piensa! ¡Piensa!</p> <p>HOROWITZ (<i>gritando también</i>): —¡Lo hiciste! ¡Lo hiciste! La chica de los Tresak... ¡Esa fotografía fue sacada antes que se enfermara!</p> <p>FLANNEL: —Bueno, sí, ella sí. Y esa rubiecita que apareció en el teletón, que venía de Estonia y no sabía hablar inglés..., pero no me están dejando pensar.</p> <p>HOROWITZ: —¿Qué?</p> <p>KEARSAGE: —Me acuerdo de esa niña rubia. Yo la traje desde Estonia.</p> <p>IRIS: —¿Antes... o después que tuviera la enfermedad?</p> <p>KEARSAGE (<i>encogiéndose de hombros</i>): —Todas esas son cosas en las que yo no me fijaba. Ella... ella parecía estar bien. Una niña realmente bonita.</p> <p>IRIS: —¿Cuánto tiempo antes del teletón fue eso?</p> <p>KEARSAGE: —Alrededor de una semana. Un momento, puedo averiguar el día exacto. (<i>Se levanto de la mesa y va hacia un armario, del cual extrae un cuadernillo de apuntes. Lo hojea.</i>) Acá está. Nueve días antes.</p> <p>IRIS (<i>débilmente</i>): —Él dijo... en el teletón, tres días... los primeros síntomas...</p> <p>HOROWITZ (excitado): —¿Puedo ver eso? (Toma la libreta, da vuelta a las páginas y la tira sobre lo mesa. En seguida corre hasta el laboratorio y regresa con unos archivos. Los revisa y saca una carpeta.) Iris, tome la libreta de Kearsage. Bien. Ahora dígame, ¿hizo un vuelo a Belén el nueve de mayo?</p> <p>IRIS: —El seis.</p> <p>HOROWITZ: —Roma, alrededor del doce de marzo.</p> <p>IRIS: —Doce de marzo, marzo... aquí está. El once.</p> <p>HOROWITZ: —Uno más: Indianápolis, a mediados de junio.</p> <p>IRIS: —Exactamente... el quince. ¿Qué es lo que tiene ahí?</p> <p>(Lo arroja sobre la mesa delante de ella.)</p> <p>HOROWITZ: —Un archivo de los casos. Ordenados cronológicamente por la fecha conocida o estimada de los primeros síntomas, para encontrar la pauta en común. Con razón nunca la hubo. ¡Por Dios, si quería abrir una clínica en Australia, aparecían casos en Australia!</p> <p>FLANNEL (<i>desconcertado</i>): —No entiendo de qué está hablando.</p> <p>KEARSAGE (<i>solemnemente</i>): —Yo creo que sí.</p> <p>IRIS: —¿Ahora les parece que no valía la pena eliminarlos a ustedes, que estaban allí en persona absolutamente en todos los casos, en el mismo lugar y al mismo tiempo que un niño se enfermaba?</p> <p>KEARSAGE (<i>con voz ronca</i>): —Conque valgo la pena de que me eliminen. Yo... no lo sabía.</p> <p>FLANNEL (<i>estudiando el archivo de los casos</i>): —Aquí está aquella que vi en Bellefontaine esa vez, con un vestido rojo puesto. Y ese muchachito de acá apareció en una revista que encontré tirada en la calle de Little Rock, y tuve que ir hasta St. Louis para encontrarlo.</p> <p>(Kearsage salta sobre una silla y le da un puntapié en la cabeza a Flannel.)</p> <p>FLANNEL (<i>aullando</i>): —¡Oooh! ¿Por qué diablos haces eso, maldito...?</p> <p>HOROWITZ: —Terminen con eso, ustedes dos. ¡Terminen! Así está mejor. No hay lugar aquí dentro para esas cosas. Déjelo en paz, Kearsage. Ya recibirá su merecido. Por el amor de Dios, Iris, lo tuve delante de mis narices desde un principio, y no me di cuenta... Hasta le dije una vez que estaba muy cerca, porque podía sintetizar un virus que provocaba la enfermedad, pero no podía hacerla durar. Es que tenía la idea fija de que era una enfermedad extraterrestre. ¿Por qué? Porque actuaba como un virus sintético, y ningún virus terrestre natural actúa de esa forma. El suero proveniente de esos chicos siempre actuaba del mismo modo: provocaba un tipo de japetitis que desaparecía en tres meses o menos. Lo único que hay que hacer, para detener la maldita enfermedad, ¡es dejar de inyectarla!</p> <p>IRIS: —Oh, ese hombre, el hombre hermoso e ingenioso con su familia esparcida por todo el mundo, los niños, pobrecillos, los más bonitos que podía encontrar y a quienes nunca, nunca dejaba de visitar regularmente... (<i>Repentinamente, está llorando.</i>) ¡Les tenía tanta lástima! ¿Se acuerda de la noche en que... se desgarró, diciéndonos que no podía tener hijos suyos?</p> <p>KEARSAGE: —¿De quién habla... de Jeri Gonza? Por el amor de Dios, si tiene una ex esposa y tres hijos a quienes les paga para quedarse en España, y otra ex esposa en París con cinco hijos, tres de los cuales son de él. Y después aquella otra en Pittsburgh... Hombre, ese comediante siempre está metido en líos. Odia a los niños. Realmente los odia.</p> <p>(Iris empieza a reírse, probablemente producto de la histeria. Todo queda a oscuras; luego aparece el espacio estrellado. Otra vez oscuridad, un foco de luz y se ve o Burcke sentado ante el escritorio. Cierra el diario de la nave.)</p> <p>BURCKE: —Lamento tener que decir que esta es una historia verídica. El Fafnir 203 aterrizó durante la noche hace seis días, en un pequeño campo a cierta distancia de aquí. El doctor Horowitz me telefoneó. Después de largas discusiones se decidió a presentar esta infortunada historia escrita por las cuatro personas que la vivieron. Están aquí conmigo ahora. Y les dejo con un hombre que ha sido muy difamado, con seguridad uno de los investigadores más notables en el campo de la medicina... el doctor Horowitz.</p> <p>HOROWITZ: —Gracias. Para empezar, quiero asegurarles a todos cuantos me estén escuchando que lo que se ha dicho acerca de la japetitis es totalmente cierto: es un desorden sintético que, por su naturaleza misma, es inofensivo. Si se llega a contraer, desaparece espontáneamente en el curso de dos o tres semanas. Ni un solo niño ha muerto por la enfermedad, y aquellos que han sido víctimas durante un tiempo más largo (algunos hasta dos años), indudablemente han recibido un trato excelente. Hubo un atentado contra la vida de mis tres compañeros y la mía, por supuesto..., pero es nuestro deseo que no se insista sobre la acusación.</p> <p>BURCKE: —Quiero pedir disculpas de todo corazón de parte mía y de mis colegas por cualquier molestia que esta emisora y sus afiliadas les hayan causado a ustedes, el público. Por último, les pedimos que vean junto a nosotros una última toma, filmada hace apenas dos días atrás en la clínica de la F. J. de Montreal. Lo que ustedes pueden observar aquí en mi mano es un guante muy fino de goma, que es casi invisible cuando está puesto. Adheridas a las yemas de los dedos hay un bosque microscópico de diminutas puntas de acero, muy puntiagudas y de tan sólo unas milésimas de centímetro de longitud cada una. Y en esta caja de metal, lo suficientemente pequeña como para caber sin ser notada en un bolsillo, está el virus sintético en estado gelatinoso.</p> <p>(Cambio de escena: Una sala de hospital llena de bullicio. Hay niños en distintas etapas de la japetitis, riéndose estrepitosamente de las travesuras, gruñidos y gorgoteos del gracioso hombre que va de cama en cama. Bip para un lado, bip-bip para el otro lado, y siempre, uno por uno acariciando a los niños en la nuca, mojando las yemas de los dedos en el bolsillo de la chaqueta cada vez que pasa de una cama a la otra. Cambio, otra vez Burcke.)</p> <p>BURCKE: —Buenas noches damas, caballeros, niños y niñas... Lo siento.</p> <p>Las luces se encendieron en la sala de proyecciones. No había nadie allí con Jeri Gonza más que Burcke. Todos los demás se habían levantado silenciosamente y visto las últimas escenas desde la puerta, yéndose inmediatamente después.</p> <p>—Esto... ¿Esto realmente salió al aire? —preguntó el comediante, queriendo cerciorarse definitivamente.</p> <p>—Sí.</p> <p>Jeri Gonza lo miró sin expresión, se levantó y se encaminó hacia la puerta del escenario. Se abrió antes de que llegara, y entraron cuatro personas: Flannel, Kearsage, Horowitz e Iris Barran.</p> <p>Sin decir una palabra, Flannel dio un paso hacia el comediante y le descargó un puñetazo en el estómago. Jeri Gonza cayó al piso lentamente, boqueando.</p> <p>—Hemos pasado mucho tiempo deliberando sobre qué hacer contigo —dijo Horowitz—. Flannel sólo quería darte un golpe, y no se conformaba con menos. Los demás pensamos que matarte sería demasiado bueno para ti, pero te queríamos muerto. Entonces escribimos ese guión. Ahora estás muerto.</p> <p>Jeri Gonza se levantó después de un momento, atravesó la puerta y caminó hasta el centro del vasto escenario. Se quedó allí de pie durante toda la noche, y a la mañana siguiente había desaparecido.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>LAS NUPCIAS DE LA MEDUSA</p></h3> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">—T</style>E voy a romper la cara, Al —dijo Gurlick—. Te voy a quebrar la espalda. Te voy a volar a ti junto con tu local y todo tu licor de mala muerte... ¿quién lo quiere? ¿Me escuchas, Al?</p> <p>Al no lo escuchaba. Se encontraba detrás del mostrador de su bar, tres cuadras más allá, seguramente rojo aún de indignación. Su calva ovalada todavía apuntaría hacia la puerta vacía por la que Gurlick huyera y repetiría, una vez más, lo que todos sus clientes acababan de presenciar: Gurlick emergiendo de la noche áspera y pegajosa, forzando una sonrisa harapienta y servil en medio de las cerdas de su barba, ladeando la cabeza, los ojos acuosos de un verde enfermizo, entrecerrados.</p> <p>—El tipo entra aquí —estaría comentando Al por cuarta vez en los últimos nueve minutos—, con el cuento de siempre: “Cómo te va Al, viejo amigo”, y lo de “tú me conoces, qué tal si me das... lo que ya sabes”. Y lo único que yo le contesto es: “Te conozco, Gurlick, ¡claro que sí!, conque largo de aquí. No te daría arena aunque te encontrara en la playa”. Y luego él me escupe el mostrador, corre hacia la puerta y encima vuelve a asomarse para llamarme un...</p> <p>Al, con mojigatería, no quería mancillar sus labios con las palabras. Y los ociosos, al lado de la puerta, moverían la cabeza con aire de sabios, diciendo que un hombre no debe mencionar a la madre de otro, pase lo que pase; mientras que el eterno borracho, cálido como un caldo y con tanta cabeza como Ana Bolena, se aferraría a su porrón de cerveza, entonando: “Tienes razón, Al, tienes toda la razón”.</p> <p>Gurlick, a cuatro cuadras de distancia, se volvió para mirar y no notó que nadie lo persiguiera. Redujo su precipitada carrera a un trote y luego a un paso descuidado, arrastrando los pies y encorvando los hombros contra la helada neblina. Seguía maldiciendo a Al, a la cerveza y a los ociosos, jactándose de que podía contra todos ellos, uno por vez o todos juntos, con una sola mano.</p> <p>No era capaz de hacer nada por el estilo, por supuesto. No estaba en él hacerlo. Hubiera sido una muestra de éxito, y era demasiado tarde en la vida de Gurlick para que, sin ayuda, viviera algo tan novedoso y distinto como el éxito. Su primer paso en la vida fue mal dado y fuera de tiempo, y desde ese momento no había logrado hacer nada bien. Mendigaba torpemente y robaba cuando estaba absolutamente seguro —lo que no sucedía a menudo—, y revisaba a los borrachos sólo si estaban totalmente dormidos, solos y ocultos. Dormía en depósitos, en vagones de tren, en camiones estacionados. Trabajaba únicamente en situaciones extremas, y no había llegado a durar nunca más de dos semanas en ningún trabajo.</p> <p>—Los voy a matar —murmuró—. Voy a romperles la cara...</p> <p>Se internó sigilosamente en un callejón y fue hurgando por la pared hasta un tacho de basura que él conocía. Era el tacho de basura de un restaurante, y a veces...</p> <p>Alzó la tapa, y al hacerlo encontró algo pálido que resbaló y cayó al suelo. Parecía un bollo; trató de tomarlo al vuelo y erró. Se agachó para recogerlo, y una parte de la pared brumosa pareció despegarse y volverse sólida y peluda; pasó corriendo entre sus piernas. Gurlick, aterrado, dio un puntapié en un espasmo violento y bestial.</p> <p>Su pie encontró algo duro y el animal salió despedido por el aire, cayendo pesadamente junto al cerco, bajo la luz difusa y húmeda de la calle. Era un pequeño perro blanco, casi muerto de hambre. Chilló dos veces, débilmente, y trató de levantarse pero no pudo.</p> <p>Cuando Gurlick vio que estaba indefenso, rió en voz alta, lo pateó y pisoteó hasta dejarlo muerto, y con cada golpe su sed de venganza aumentaba. Este era para Al, y este otro para los dos tipos pegados al bar, y uno para los polizontes, y otro para todos los jueces y carceleros, y uno para cualquier persona sobre la tierra que poseyera algo y, como remate, uno para la lluvia.</p> <p>Se sentía un hombre bastante importante cuando terminó.</p> <p>Sin aliento, volvió jadeando al tacho de basura y revisó el suelo hasta encontrar el bollo. Estaba empapado y resbaladizo, pero era media hamburguesa que algún derrochador había dejado, y eso era lo único que importaba. Lo restregó contra su manga —sin que el bollo o la manga cambiaran apreciablemente— y se lo embutió en la boca.</p> <p>Emergió a la luz y levantó la vista a través de la niebla hacia los angulosos hombros de los edificios que lo rodeaban para vigilarlo. Era un hombre que había luchado y matado por lo que era legítimamente suyo.</p> <p>—No te metas conmigo —le gruñó a la ciudad.</p> <p>Una especie de intoxicación lo inundó. Se sintió tal como al comienzo de ese sueño al que siempre volvía, en el que caminaba por un sendero de tierra junto a un lago, sintiéndose bien, sintiéndose fuerte e ilusionado, sabiendo que estaba por toparse con el montoncito de ropa sobre la orilla. No estaba soñando en ese momento, lo sabía; sentía demasiado frío y humedad, pero enderezó los hombros de todas maneras. Empezó a caminar, mirando hacia arriba. Desafió al mundo a que lo mirara. Declaró que lo iba a sacudir, a voltear y a pisarle la cara rechoncha.</p> <p>—Van a saber que Dan Gurlick pasó por aquí —dijo.</p> <p>Tenía toda la razón esta vez, porque algo estaba dentro de él. Había estado en la hamburguesa, y antes en el caballo con el cual fue elaborada la mayor parte de la hamburguesa, y antes de eso en dos pájaros, sucesivamente, que lo habían confundido con una baya. Antes de eso... es difícil saberlo.</p> <p>Cuando el primer pájaro lo comió, tuvo la impresión de estar en el sitio equivocado, y no hizo nada al respecto, y lo mismo ocurrió con el segundo. Cuando la contundente lengua del caballo lo recogió con un manojo de hierba, tuvo algunas esperanzas. Se enderezó después que los dientes del caballo lo aplastaran, y dejo el canal digestivo rápidamente para abrirse paso entre células y fibras, hasta alojarse en un ganglio.</p> <p>Allí experimentó una nueva desilusión, y muy a tiempo, pues una vez que hubiese penetrado en las cadenas de neuronas, su naturaleza hubiera cambiado irreversiblemente y hubiera permanecido con el caballo durante el resto de la vida de éste. Tuvo que hacerlo, en efecto, pero aun después que el cuchillo del carnicero casi lo rozara y la picadora de carne lo retorciera, lo estrujara y lo volviera a estirar —aunque sin separar nunca ninguna de sus partes—, todavía pudo retomar su misión llegado el momento.</p> <p>Ocho meses dentro de una congeladora no lo afectaron en lo más mínimo, como tampoco lo hizo la grasa caliente. El muchacho que mordió la hamburguesa producto de todo lo anterior fue el único ser humano que alguna vez habría de verlo. Parecía una pasa de uva hervida, o algo peor. Así lo dijo el muchacho y le dieron otra gratis y la hamburguesa fue arrojada al tacho de basura, para ser encontrada y disputada por Gurlick.</p> <p>La lluvia caía a cántaros. La exaltación de Gurlick se apagó, los hombros se le encogieron y su cabeza se hundió. Se arrastró a través de la lluvia y pronto se sumergió en su habitual nivel de feroz abatimiento. Y así permaneció durante un rato.</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">El nombre de. la chica era Charlotte Dunsay y trabajaba en la Tesorería. Era franca, risueña y muy atractiva. Tenía el cabello de un castaño intenso con reflejos de rubí, y esa clase de ojos color topacio que suelen pertenecer a un tipo de rubia muy especial. Tenía una figura que Paul Sanders, de la sección Farmacia, consideraba un desperdicio cuando averiguó que el marido era oficial de la Marina Mercante y que hacía la travesía a Australia. En cuestión de horas, después de haber llamado la atención de toda la oficina —lo que ocurrió en cuestión de minutos después de haber llegado—, se corrió la noticia de su afable aunque inflexible “Gracias..., pero no, gracias”.</p> <p>Para Paul eso era un desafío directo, pero mantuvo su distancia y aguardó el momento propicio. Decidió que éste había llegado cuando el encargado del café le informó que el barco del esposo de la chica había sufrido un accidente en la Gran Barrera de Arrecifes y se había dirigido con averías a Hobart, Tasmania, para ser reparado. Paul anunció sus intenciones en el vestuario y se hicieron apuestas —11 a 2 a su favor— y consiguió alguien que guardara el dinero: uno de los tontos que le había dado la pista del único detalle estratégico que le restaba resolver.</p> <p>Tenía el momento —el sábado a la noche—, el lugar —evidentemente el departamento de ella, ya que rehusaba salir— y la chica. Lo único que le faltaba decidir era cómo aparecer en escena él mismo, y cuando uno de los estúpidos dijo “nadie entra allí si no es su esposo legítimo o un gatito enfermo”, obtuvo la respuesta.</p> <p>La chica había llorado cuando uno de los peces tropicales del jefe había aparecido flotando una mañana. Había rescatado un mamboretá de las manos de un contador que lo estaba azotando contra la ventana con el matutino, y luego de dejar ir al pequeño monstruo verde, había rescatado el amor propio del contador con unas palabras reconfortantes y una sonrisa que lo dejó deslumbrado durante el resto de la tarde.</p> <p>El sábado a la noche, entonces, lo suficientemente tarde como para encontrarse con poca gente en los pasillos, pero lo suficientemente temprano como para que ella aún no estuviera dormida, Paul Sanders se detuvo un instante frente al espejo del vestíbulo del edificio, observó con aprobación su aspecto un tanto llamativo, guiñó un ojo y se acercó a la puerta, golpeando despacio e insistentemente. Oyó los pasos suaves y apresurados detrás de la puerta y empezó a respirar ruidosamente, como alguien que contiene un sollozo.</p> <p>—¿Quién es? ¿Qué ocurre?</p> <p>—¡Por favor —gimió contra la puerta—, por favor, señora Dunsay, ayúdeme!</p> <p>Inmediatamente, ella abrió la puerta un centímetro para atisbar.</p> <p>—Gracias a Dios —suspiró él y empujó con fuerza.</p> <p>La chica dio un salto hacia atrás con las manos contra la boca, y él entró, cerrando la puerta con la espalda. Estaba lista para ir a la cama, cosa que él apenas se había atrevido a esperar. La bata era quizá demasiado discreta, pero lo que podía verse del camisón estaba bien, muy bien.</p> <p>—¡No deje que me agarren! —exclamó con voz ronca.</p> <p>—¡Señor Sanders! —se acercó, reconfortante, amable—. Nadie lo va a agarrar. Entre y siéntese hasta que todo pase. ¡Oh! —dio un grito sofocado cuando percibió el desgarrón irregular y la mancha de sangre que él dejó ver al abrirse el saco—. ¡Está herido!</p> <p>Él miró inexpresivamente la mancha escarlata. Luego alzó la cabeza e imprimió en sus facciones una mueca similar a la de aquel muchacho espartano que niega estar enterado de un zorro robado mientras éste, escondido bajo su toga, le devora las entrañas. Se alisó la chaqueta, la abotonó y sonrió, diciendo:</p> <p>—Es sólo un rasguño —después trastabilló, se asió del picaporte detrás de él, se enderezó y sonrió otra vez. Fue devastador.</p> <p>—Oh... Oh, venga y siéntese —gimió la chica.</p> <p>Se apoyó pesadamente en ella —pero con toda corrección—, y llegó hasta el sofá. Le ayudó a quitarse la chaqueta y la camisa. Era en efecto sólo un rasguño, y ella no pareció sorprenderse ante la cantidad de sangre. Un par de centímetros cúbicos sustraídos del laboratorio de plasma pueden hacer mucho en una camisa blanca.</p> <p>Se recostó blandamente, respirando en forma entrecortada, mientras ella volaba a buscar tijeras, vendajes y una palangana de agua caliente. Le apartó la cara de la luz hasta que optó, amablemente, por apagarla dejando una débil lámpara de mesa, y entonces él empezó con el viejo cuento de no contarle su historia porque no merecía estar allí con ella... Que ella no debía saber de estas cosas... Que se había portado como un tonto... Y siguió así hasta que ella le dijo que podía contarle lo que fuera, cualquier cosa, si es que eso lo hacía sentirse mejor.</p> <p>Le pidió que bebiera un trago con él antes de empezar, porque con toda seguridad no iba a querer hacerlo después. No había otra cosa que jerez, y él dijo que eso estaba muy bien. Vació un frasquito que llevaba en su bolsillo adentro de su vaso y logró cambiarlo por el de ella. Cuando ella lo probó, frunció levemente el entrecejo y miró el contenido del vaso, pero en ese momento él pronunciaba en tono oscuro palabras enmarañadas y apagadas que ella debía esforzarse por escuchar y seguir confusamente.</p> <p>Después de veinte minutos, su charla fue menguando hasta quedar en silencio. Ella no dijo nada y permaneció sentada con los ojos vidriosos fijos en el vaso, que sostenía con ambas manos como un niño que teme volcarlo. Paul se lo quitó, lo colocó sobre la mesa y le tomó el pulso. Estaba más lento que lo normal y bastante más pronunciado. Se fijó en el vaso. No estaba vacío, pero había bebido lo suficiente. Se acercó a ella.</p> <p>—¿Cómo se siente?</p> <p>Tardó unos segundos en contestar, y luego dijo lentamente:</p> <p>—Me siento... —sus labios se abrieron y cerraron dos veces, sacudió levemente la cabeza y se quedó callada, mirándolo fijamente con sus ojos topacio, ahora envueltos en sombras.</p> <p>—Charlotte... Lottie... Pequeña y solitaria Lottie. Estás solita. Has estado tan sola. Me necesitas, pequeña Lottie —canturreaba en voz baja, observándola con cuidado.</p> <p>Cuando ella no se movió ni habló, tomó la manga de su bata con una mano y, moviéndose con decisión y cautela, tironeó hasta que la mano de ella se deslizó hacia adentro. Desató el cinturón con la otra mano, tomó su brazo y lo sacó de la bata.</p> <p>—No necesitas esto ahora —murmuró—. Estás cálida, tan cálida...</p> <p>Arrojó la bata detrás de ella y dejó al descubierto su otro brazo. Ella no parecía entender qué estaba haciendo. El camisón era de tela de nailon. La atrajo suavemente hacia sus brazos. Ella levantó sus manos contra su pecho como para resistirlo, pero no parecía haber fuerza en ellas. Su cabeza se balanceó hacia adelante hasta que su mejilla descansó sobre la de él. Le habló al oído lentamente, sin énfasis ni expresión.</p> <p>—No debo hacer esto contigo, Paul. No me dejes hacerlo. Harry es el... Nunca ha habido nadie más que él. Nunca tiene que haberlo. Estoy... algo me ha pasado. Ayúdame, Paul. Ayúdame. Si lo hago contigo, no puedo seguir viviendo. Me voy a tener que morir si no me ayudas ahora.</p> <p>Ella no le hizo ninguna acusación.</p> <p>Ni una sola vez.</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">El esqueleto del viejo camión yacía olvidado en la parte posterior de un parque de chatarra que jamás nadie visitaba. Gurlick no lo visitaba: vivía en él la mayor parte del tiempo. A veces, el frío era tan cortante que no le servía, y en la época más calurosa del verano se alejaba de allí durante semanas enteras. Pero por lo general le servía muy bien. Lo protegía del viento y mantenía a raya casi toda la lluvia; era sucio, oscuro y gratuito, tres detalles que lo hacían algo puro ante los ojos de Gurlick.</p> <p>Fue en este camión, dos días después de su encuentro con el perro y la hamburguesa, cuando lo despertó de un sueño profundo la... llamémosla así, la Medusa.</p> <p>Esta vez no había estado soñando con el montón de ropa junto a la Orilla de la laguna, ni cómo él se sentaría a esperar y cómo aparecería <i>ella</i>, entonces, allí en el agua, salpicando y tarareando sin saber que él estaba ahí. Esa mañana, sin embargo, no parecía haber lugar en su cabeza para el sueño ni para ninguna otra cosa, ni siquiera para su contenido habitual.</p> <p>Emitió unos gruñidos y gimió, y haciendo rechinar sus amarillentos y gruesos dientes, se incorporó y trató de devolverle la forma a su comprimida cabeza apretándola por afuera. No sirvió para nada. Se inclinó hacia adelante y puso las rodillas contra las sienes para hacer aun más presión, pero eso tampoco surtió efecto.</p> <p>No era que la cabeza le doliera, precisamente. Y no era lo que Gurlick solía denominar una cabeza “loca”. Por el contrario, parecía tener un equilibrio amplio, frío y meticuloso, algo que yacía como una lesión métrica en la superficie interna de su mente.</p> <p>Casi se sentía capaz de mirar a la cosa, pero, pese a que estaba dentro de su cabeza, estaba colocada en una cierta <i>dirección</i> aterradora, y al principio él no se atrevía a mirar en esa dirección.</p> <p>Pero de repente la cosa empezó a extenderse y a crecer, y en unos pocos minutos agonizantes y quejumbrosos no había nada en su cabeza <i>más</i> que esa nueva iluminación, esa ventana que se abría y daba a dos galaxias y a parte de una tercera, a través de los ojos y las mentes de innumerables billones de individuos, culturas, colmenas, rebaños, bandadas, hatos, tropeles, razas, manadas y otras formas y cantidades de comunidades y grupos, complejos, sistemas y apareamientos para los cuales el idioma aún no ha encontrado nombres; viviendo en estado líquido, sólido y gaseoso, y otra cantidad de estados con combinaciones, y permutaciones intermedias e interpoladas; nadadores, voladores, reptantes, cavadores, pelágicos, bentónicos, flotadores; y con diversos tipos de apéndices, cilias y alas; con una conciencia que podría llamarse la mente-oculta, la mente-poderosa, la mente-impulsiva, exaltada, generadora, o murmuradora, y otras mentes demasiado numerosas, demasiado difíciles o demasiado descabelladas para mencionarlas.</p> <p>Y, sobre todo eso, la conciencia central de la criatura misma —aunque decir “central” es erróneo; la mente colmenar es permeable—, la Medusa, la criatura galáctica, la superconciencia del animal ilimitado, del cual los habitantes de un planeta eran aquí un nervio y allí un órgano, donde civilizaciones enteras eran ganglios especializados; la criatura de la cual Gurlick ahora formaba parte, aunque fuera un átomo menor en una molécula simple de una célula primitiva. Esta poderosa conciencia se percató de Gurlick y él de ella.</p> <p>Se permitió observarla el tiempo suficiente como para enterarse de que estaba y de inmediato cerró diecinueve vigésimos de su mente a la idea. Si uno colocara frente a Gurlick una página de los escritos de Emmanuel Kant, él la vería; era posible inclusive que pudiera leer un cierto número de palabras. Pero no dedicaría ningún tiempo ni esfuerzo a ella. La vería y la desecharía de su atención, y si uno la dejara delante de él, o la sostuviese allí, seguiría mirando sin ver y esperaría a que se fuera.</p> <p>Ahora bien, en sus fecundaciones, la Medusa había depositado su rugoso semen en muchas fantásticas oquedades. Y si alguna de esas esporas esparcidas llegaba a sobrevivir, sobrevivía dentro del individuo y la especie en que se encontraba en ese momento, y se acoplaba con él.</p> <p>Si el huésped-receptor era un pez, entonces seguía siendo un pez, actuando como un pez, pensando como un pez; y cuando se trataba de una “entidad biológica” —que es como se llama a los pólipos que conforman las increíbles colonias llamadas hidromedusas—, no abandonaba sus costumbres de pez. Por el contrario, la Medusa estaba interesada en que mantuviera sus múltiples partes especializadas dentro del medio en donde había evolucionado; el pez no sólo no dejaba de serlo, sino que en muchos casos lo era aun más.</p> <p>Por lo tanto, al inducir a Gurlick dentro de sí misma, en un desigual interflujo de ella en Gurlick y de Gurlick en ella, siguió siendo solamente Gurlick.</p> <p>Lo que Gurlick vio del(los) ambiente(s) de la Medusa no llegó a interesarle. Lo que la Medusa percibía era sólo lo que Gurlick podía percibir, y —desgraciadamente para el amor propio de nuestra especie— a Gurlick mismo. No le era posible, como podría suponerse, recoger cada partícula de la información y experiencia de Gurlick, ni podía observar el mundo de Gurlick a través de otros ojos u otra mente que los de éste mismo. Podría ser que hubiese respuestas a las preguntas que formulaba la Medusa en ese depósito desvencijado que era la cabeza de Gurlick, pero eran inaccesibles hasta que el propio Gurlick las contestara.</p> <p>Esto siempre había sido un proceso lento para él. Pensaba verbalmente, y armaba sus ideas aproximadamente a velocidad oral. La consecuencia final era extraordinaria; las irresistibles demandas lo horadaban como saetas enviadas desde la inmensidad, cruzando distancias de años luz con bastante menos dificultad que la que encontraba en atravesar la delgada y resistente capa de atención dispersa de Gurlick. Eran sus habituales no-me-importa, no-entiendo, no-quiero-entender. Pero de todas formas, el poderoso unísono de voces con que la supercriatura transmitía ideas lo alcanzaba... y las preguntas eran contestadas por Gurlick tomándose su tiempo, a su manera y en voz alta, con sus propias palabras.</p> <p>Y así fue como este desaliñado y grasiento analfabeto de raída vestimenta alzó su rostro hacia la pálida luz, y recibió en audiencia obligatoria al intelecto más majestuoso, complejo, ingenioso y potente de todo el universo conocido:</p> <p>—Está bien, <i>está bien</i>. ¿Qué diablos quieres?</p> <p>Gurlick no tenía miedo. Aunque parezca increíble, debe comprenderse que él ahora era un miembro, una persona de la criatura, una parte de ella. No se le ocurrió tenerle miedo, del mismo modo que un dedo no teme a una costilla. Pero a la vez, su calidad esencial como Gurlick permaneció intacta, como se ha señalado, y se volvió aun más pronunciada. Se daba cuenta de que <i>algo</i> que él no comprendía quería hacer algo a través de él, tarea para la cual él era incapaz, y por lo que indudablemente lo regañarían.</p> <p>Pero... ¡él era Gurlick! Este tipo de cosas no podía asustarlo ni sorprenderlo. Patrones, polizontes, borrachos más jóvenes y taberneros le habían hecho eso durante toda su vida. Y el “Está bien, <i>está bien</i>. ¿Qué diablos quieres?” era su respuesta invariable, no sólo a una simple llamada, sino también, lo cual era desquiciador, a las órdenes más detalladas. Entonces se veían obligados a repetir sus órdenes, o a levantar las manos con desesperación y dejarlo, o darle un puntapié e irse caminando. Por lo general, el pedido, sea cual fuere, era suprimido a esta altura, y valía un puntapié de todas formas.</p> <p>Sin embargo, la Medusa no se daba por vencida. Una y otra vez Gurlick se rehusaba a escuchar, pero al final... tuvo que escuchar, tomando el camino de la menor resistencia y sumergiéndose en la resentida indignación de siempre, que ya era costumbre en él. Es dudoso que alguna otra persona sobre la tierra se hubiera habituado tan rápidamente a su invasor. En ese preciso momento de contacto inicial, Gurlick reconoció la vieja reacción familiar que tenía cualquier persona ante un primer encuentro con él: un asombro irritado, una oleada de descreimiento, enojo y paulatina frustración.</p> <p>—¿Qué diablos quieres?</p> <p>La Medusa le explicó qué quería, incrédula, como quien explica lo entera y absolutamente obvio, y recibió un vacío de Gurlick. Hubo un momento de incertidumbre, y luego una imperiosa reiteración de la pregunta.</p> <p>Y Gurlick seguía sin entender. Pocos humanos podrían hacerlo, pues no muchos han hecho el esfuerzo de comprender a una mente colmenar. Ello significaría poseer ese tipo de mente, o, por lo menos, no ignorar que pueda existir otro tipo diferente.</p> <p>Pues en todos los niveles de su existencia, avanzando y retrocediendo una y otra vez a través de las inmensidades del espacio que ocupaba, la Medusa jamás se había topado con la inteligencia más que como fenómeno grupal. Tenía conocimiento de las casi infinitas variaciones de la psique de una <i>gestalt</i>, pero estaban tan fusionados en su experiencia y comprensión los conceptos de “inteligencia” y de “grupo”, que era realmente incapaz de considerarlos como entidades separadas. Estaba fuera de su experiencia, y más allá de su casi omnisciencia, el que una entidad aislada de cualquier especie fuera capaz de un solo pensamiento lúcido hallándose desprovisto de los procesos de mecanismo grupal. Ponerse en contacto con un individuo de una especie era —o al menos lo había sido hasta ese momento— ponerse en contacto con toda la especie.</p> <p>Ahora presionaba a Gurlick, cambiaba de ángulo y volvía a insistir, deteniéndose a reflexionar, pero sólo para embestir otra vez y, confundida, una vez más aún, hacia los intentos desconcertados que hace un hombre al hallarse cara a cara frente a un artefacto que no comprende.</p> <p>Dio unos golpecitos y escuchó, y —análogamente— hizo presiones aquí y allá, como para descubrir si alguna rosca giraba en dirección contraria. Hizo raspaduras como buscando muestras para analizar, punzadas y pinchazos como para pruebas de resistencia, aplicó rayos polarizados como para determinar estructuras reticulares. Y para terminar, hizo una prueba más, la que podría llamarse de presión, es decir, el procedimiento que se aplica a una tubería obturada o a un cortocircuito en un cable aislado: se expulsa haciendo fuerza. Se toma lo que corre adentro y se le aplica presión.</p> <p>Gurlick estaba sentado en el piso del camión abandonado, desinteresadamente consciente de la remota actividad mental, computación, discusión y conjetura. Sentía el parloteo de alguien que sabía más que él de cosas que él no comprendía. Como siempre.</p> <p>—¡Uh!</p> <p>Había sido algo sin vista ni oído ni tacto, pero repercutió como las tres cosas juntas, lo envolvió durante un instante con una tensión insoportable, y después se retiró dejándolo laxo y abatido. Algún generador poderoso había maniobrado y volcado en él su energía, y de alguna forma hizo una cantidad de cosas dentro de él. Todas dolían, y ninguna obtuvo los resultados deseados.</p> <p>Sencillamente, no era el conductor adecuado para una fuerza así. Era una barra fija adosada a un sistema de plomería, una ráfaga de aire anexada a un circuito eléctrico; era de un material erróneo en un sitio incorrecto y el canal de salida no estaba conectado a absolutamente nada.</p> <p>El grado de mistificación que sentía la Medusa ya era espectacular. Durante épocas inmemoriales siempre había encontrado un segmento en alguna parte que había podido producir una respuesta a cualquier cosa; ahora ya no.</p> <p>La extraña sacudida de esa fuerza particular debería haber estallado en la psique de todos los seres racionales sobre la Tierra, tejiendo una red de hebras intangibles e irrompibles que condujeran hacia Gurlick y, a través de él, hasta la Medusa misma. Siempre había sucedido de ese modo; no casi siempre, sino <i>siempre</i>. Así era como la criatura se expandía. No con campañas, ataques, sitios, conquistas y colonizaciones, sino, por contacto e influencia. Sus “esporas”, si se encontraban frente a una forma de vida que la Medusa no podía controlar, simplemente no funcionaban. Si funcionaban, la Medusa penetraba. <i>Siempre</i>.</p> <p>Desde las ciénagas de metano hasta las rocas sin aire, de sol a sol a través de dos galaxias y parte de una tercera, parpadeaban los mensajes, clasificando, registrando, probando hipótesis, calculando, extrapolando. Y estos parpadeos comenzaban a cobrar el matiz del miedo. La Medusa nunca antes había conocido el miedo.</p> <p>Encontrarse así estorbada significaba que lo irresistible podía ser resistido, lo indefendible estaba resguardado. La Tierra tenía un escudo, y un escudo es lo más parecido que hay a un arma. <i>Era</i> un arma, en el léxico de la Medusa; porque la expansión era un factor tan imprescindible para su existencia como la Deidad para los creyentes, como el aliento o los latidos para un animal. Ese aspecto no podía ser, <i>no debía</i> ser obstaculizado.</p> <p>La Tierra repentinamente se convirtió en algo de bastante mayor importancia que una mera cereza que un mamut devoraría. La humanidad ahora tenía que ser absorbida, desde todo punto de vista, de principios, de ética, de vida...</p> <p>Y debía hacerse por medio de Gurlick, pues la acción de la “espora” dentro de él era irreversible y ningún otro humano podía ser afectado por ella. La posibilidad de que hubiera otro ser en la misma zona, en el mismo momento, era demasiado remota como para justificar una espera, y la Tierra estaba físicamente demasiado distante del planeta más cercano dominado por la Medusa como para considerar un ataque de fuerzas, o siquiera una expedición de reconocimiento a través de la cual las mentes expertas pudieran poner manos —o palpos, o garras, o tentáculos, o cilias o mandíbulas— eficaces para trabajar en el asunto.</p> <p>No, tenía que hacerse a través de Gurlick, quien podía ser <i>—debía</i> ser— manipulado por emanaciones mentales, que no son físicas y que, por lo tanto, no están bajo la influencia de las leyes físicas, y son capaces de brincar de una punta a otra de una galaxia en el tiempo que un rayo de luz recorre cien metros.</p> <p>Mientras Gurlick aún se revolcaba y escarbaba con su conciencia aturdida y tambaleante después de esa eclosión de fuerza, y mientras se balanceaba hasta lograr arrodillarse, gruñendo y apretándose la cabeza, la Medusa estaba realizando un millar de computaciones y preparando diez mil más. De las observaciones de una civilización viajera en el espacio, desde alguna parte de las profundidades de la Nebulosa Negra, emergió un pensamiento bajo la forma de una analogía especulativa: como defensa contra espesas concentraciones de polvo interestelar, esas criaturas habían diseñado naves espaciales que, al aproximarse a una nube, se separaban en cientos de partes aerodinámicas, y se volvían a juntar en una pieza una vez superado el peligro. ¿Podía ser esto lo que había hecho la humanidad? ¿Tendrían acaso un mecanismo incorporado, como la cola de la ardilla, o los intestinos expulsables de la holoturia, que fuera capaz de fragmentar la mente colmenar ante el contacto exterior, y desmenuzarla en dos billones y medio de especímenes como este Gurlick?</p> <p>Parecía razonable. Siendo la única hipótesis lógica que podía concebir la Medusa en forma aislada, parecía tan razonable que llegaba a ser una certeza.</p> <p>¿Cómo podía revertirse este proceso, entonces, y devolver al hombre su mente íntegra? A esto debía responder la Medusa. Unificando la humanidad —pensó: reunificando la humanidad—, el único problema resultante sería la influencia. Si esa influencia no podía ser ejercida directamente a través de Gurlick, se hallarían otros métodos; no se había topado jamás con una mente colmenar que no pudiera penetrar.</p> <p>Jadeando, Gurlick rechinó:</p> <p>—Intenta eso otra vez y me vas a matar, ¿entiendes?</p> <p>Examinando fríamente lo que podía entre la neblina de su mente, la Medusa sopesó esa afirmación y la puso en duda. Por otra parte, Gurlick era, por el momento, infinitamente valioso. Sabía ahora que Gurlick podía ser lastimado, y los organismos que pueden ser lastimados pueden ser manejados. Se dio cuenta también, no obstante, que Gurlick sería de mayor utilidad si se lo pudiera reclutar.</p> <p>Para reclutar un organismo es necesario descubrir qué es lo que desea y se le da sólo un poco, de modo que quede insinuada la promesa de más. Indagó entonces qué era lo que Gurlick deseaba.</p> <p>—Déjame en paz —dijo Gurlick.</p> <p>La respuesta a eso fue una rotunda negativa, con una leve remoción de esa fuerza desgarradora y explosiva que ya había usado. Gurlick gimió, y la Medusa volvió a preguntar.</p> <p>—¿Qué quiero? —susurró Gurlick. Por el momento dejó de usar palabras, pero los conceptos estaban: odio y caras destrozadas, el gusto del licor y un montón de ropa en la orilla de una laguna; ella lo veía allí sentado y se sorprendía; luego le sonreía y decía: “¿Qué tal encanto? ¿Qué quieres?”</p> <p>La Medusa tuvo una dificultad considerable en interrumpirlo a esa altura. Una vez que Gurlick abordaba el tema de sus preferencias, podía continuar con una fuerza inesperada durante mucho tiempo. La Medusa creyó posible interpretar ese resentimiento, ese debatirse entre estímulos de algo amputado, algo privado de su función adecuada, robado, negado. Y, claro está, desequilibrado.</p> <p>Hábilmente, la Medusa comenzó a hacer promesas. Las recompensas fueron descriptas detalladamente y con un lujo que hechizó a Gurlick. Y de vez en cuando había una leve presión de aquello que lo había lastimado, sólo para recordarle que aún estaba allí.</p> <p>Al final, Gurlick dijo:</p> <p>—Sí, sí, seguro. Voy a averiguar eso; cómo la gente puede ser juntada de nuevo. Y entonces, viejo, les voy a pisar la cara a todos.</p> <p>Así fue como, sonriendo, Daniel Gurlick abandonó su camión en ruinas para salir a conquistar el mundo.</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Prudence Carmichael se reclinó y le sonrió a la chica sollozante:</p> <p>—El sexo —le decía a Caroline—, después de todo, es muy <i>innecesario</i>.</p> <p>Caroline se arrodilló sobre la alfombra con la cara hundida en la almohada del sofá, la nuca congestionada por el llanto, los cabellos empapados en lágrimas.</p> <p>Había llegado inesperadamente, durante la tarde, y Prudence Carmichael casi lanzó un grito cuando le abrió la puerta. Había atajado a la chica antes que se derrumbara y después la condujo hasta el sillón. Cuando Caroline pudo hablar, murmuró algo acerca de un dentista, cómo le había dolido, cómo había estado segura de poder volver a casa pero que se sintió demasiado mal, y, encontrándose cerca de allí, había confiado en que Prudence la dejara recostarse unos minutos...</p> <p>Prudence la había puesto cómoda y entonces, con algunas preguntas cortantes —“¿Qué dentista? ¿Cómo se llama? ¿Por qué no pudiste descansar en su consultorio? ¿Quería que salieras de allí no bien él terminara, no? Es más, no era dentista y no hizo el tipo de operación que suelen hacer los dentistas, ¿no es así?”—, había reducido a la pálida chica a esa cosa húmeda y sollozante que se acurrucaba contra el sillón.</p> <p>—Hace mucho tiempo que sé lo que andabas haciendo. Y al final, tu mismo juego te venció. —Fue a esta altura, después de pensarlo en silencio, que Prudence Carmichael proclamó con solemnidad y suficiencia que el sexo era, después de todo, tan innecesario—. Es evidente que a ti no te ha hecho bien. ¿Por qué cediste, Caroline? No tenías que hacerlo.</p> <p>—Tuve que hacerlo, tuve que hacerlo...</p> <p>—Pamplinas. Dime que querías hacerlo, y sería más acertado. Nadie <i>tiene</i> que hacerlo.</p> <p>Caroline masculló algo: “Lo amo (o lo amé) tanto”, o una cosa por el estilo.</p> <p>Prudence hizo un gesto de desdén.</p> <p>—El amor, Caroline, no es <i>eso</i>. El amor es todo lo demás que puede haber entre un hombre y una mujer..., sin <i>eso</i>.</p> <p>Caroline sollozaba.</p> <p>—Ahí está la prueba, ¿ves? —explicó Prudence Carmichael—. Somos seres humanos porque hay cierta comunión entre nosotros que no puede ser compartida por... por los conejos, por ejemplo. Si un hombre está dispuesto a hacer un gran sacrificio por una mujer, podría ser una prueba de amor. Consideración, caballerosidad, generosidad, paciencia, compartir grandes libros y buena música, ésas son las cosas que hacen a un <i>hombre</i>. Difícilmente se puede considerar como una manifestación de hombría el que un hombre se demuestre tan capaz como un conejo.</p> <p>Caroline se estremeció. Prudence Carmichael sonrió tensamente. Caroline habló algo.</p> <p>—¿Cómo? ¿Qué dijiste?</p> <p>Caroline descansó su mejilla sobre el puño. Sus ojos estaban cerrados con fuerza.</p> <p>—Dije... que simplemente no puedo compartir tu forma de verlo. No puedo.</p> <p>—Serías mucho más feliz si lo hicieras.</p> <p>—Lo sé, lo sé... —lloriqueó Caroline.</p> <p>Prudence Carmichael se inclinó hacia adelante.</p> <p>—Puedes hacerlo, si quieres. Aun después de la clase de vida que has llevado. Oh, yo sé que has estado jugando con los muchachos desde que tenías doce años. Pero todo se puede borrar, y eso nunca te volverá a fastidiar. Si dejas que yo te ayude.</p> <p>Caroline sacudió la cabeza exhausta. No era una negativa, sino más bien duda, desesperación.</p> <p>—Claro que puedo —acotó Prudence, como si Caroline hubiera expresado en voz alta sus dudas—. Haz sólo lo que yo te diga.</p> <p>Esperó a que los hombros de la chica se aquietaran, hasta que levantó la cabeza del sillón y se sentó sobre las pantorrillas, mirando de soslayo a Prudence.</p> <p>—¿Hacer qué? —preguntó desamparadamente.</p> <p>—Cuéntame todo lo que pasó.</p> <p>—Ya sabes lo que pasó.</p> <p>—No me entendiste. No me refiero a esta tarde. Esa fue una consecuencia sobre la cual no nos explayaremos. Quiero la causa. Quiero saber con exactitud qué te sucedió para meterte en esto.</p> <p>—No te voy a decir su nombre.</p> <p><i>—Su nombre</i> —citó Prudence Carmichael— <i>es Legión</i>. No me importa eso. Lo que quiero que hagas es que me describas exactamente qué pasó, hasta el último detalle, qué te llevó a <i>esto</i> —e hizo un ademán con la mano, abarcando a la chica, a su “dentista” y a todas las partes de su problema.</p> <p>—Oh —exclamó Caroline débilmente. De repente se sonrojó—. No, no estoy segura exactamente cu... cual de las veces fue.</p> <p>—Eso no importa tampoco —dijo Prudence secamente—. Elige la que te plazca. Por ejemplo, la primera vez con este último. ¿De acuerdo? Ahora cuéntame qué pasó, hasta el último detalle, momento por momento.</p> <p>Caroline volvió el rostro hacia las almohadas otra vez.</p> <p>—Oh... ¿por qué?</p> <p>—Ya lo verás. —Esperó un rato y dijo—: ¿Y? —y luego—: Mira, Caroline, eliminaremos el sentimiento, el poco discernimiento, las ilusiones y los engaños, y te dejaremos libre. Así como soy libre yo. Verás por ti misma lo que es ser libre de esa forma.</p> <p>Caroline cerró los ojos, dejando dos hendeduras rojizas donde los párpados se tocaban.</p> <p>—No sé por dónde empezar...</p> <p>—Por el principio. ¿Salieron a alguna parte... un baile, un club?</p> <p>—A... a un autocine.</p> <p>—Y te llevó después...</p> <p>—A casa. A su casa.</p> <p>—Adelante.</p> <p>—Llegamos ahí y tomamos otro trago y... sucedió, eso fue todo.</p> <p>—Sucedió... ¿qué?</p> <p>—¡Oh, no puedo, no puedo hablar de ello! ¿No lo ves?</p> <p>—No, no lo veo. Esta es una emergencia, Caroline. Tú haz lo que yo te diga. Sigue hablando. —Hizo una pausa, y luego repitió tranquilamente—. Llegaron hasta su casa, dijiste.</p> <p>La chica alzó la vista con una mirada inquisitiva y suplicante. Luego, clavando los ojos en sus manos, empezó a hablar rápidamente. Prudence Carmichael se inclinó hacia adelante para escuchar y la dejó seguir durante un minuto. Entonces la interrumpió.</p> <p>—Tienes que decir exactamente cómo fue. Ahora bien, ¿esto sucedió en el vestíbulo?</p> <p>—En... en el <i>living</i>.</p> <p>—El <i>living</i>. Tienes que volver a visualizarlo: las cortinas, los cuadros, todo. El sofá estaba puesto frente a la chimenea, ¿no es cierto?</p> <p>Caroline describió el salón con vacilación, mientras Prudence repetía, aclaraba, insistía. El sofá aquí, la chimenea allá, la mesa con bebidas, la ventana, la puerta, el sillón. ¿Qué temperatura?, ¿qué tamaño?, ¿cómo de rojo?, ¿de qué tono de rojo eran las cortinas?</p> <p>—Empieza de nuevo, para que yo pueda verlo.</p> <p>Continuó la charla ligera, suave, con nuevas interrupciones.</p> <p>—¿Llevabas puesto qué cosa?</p> <p>—El vestido negro con el orlado de terciopelo y ese escote, tú sabes.</p> <p>—El que tiene el cierre...</p> <p>—Atrás.</p> <p>—Prosigue.</p> <p>Después de un rato, Prudence la detuvo apoyándole una mano en la espalda.</p> <p>—Levántate del suelo. No te oigo. Levántate, mujer... —Caroline se levantó y se sentó en el diván—. No, no; recuéstate. Recuéstate —susurró Prudence.</p> <p>Caroline se acostó y se tapó los ojos con los brazos. Tardó algún tiempo en seguir, pero al final lo hizo. Prudence acercó una otomana y se sentó, cerca, observando la boca de la chica.</p> <p>—No digas eso —le dijo en una ocasión—. Esas cosas tienen sus nombres. Úsalos.</p> <p>—¡Oh, yo... no podría!</p> <p>—Úsalos.</p> <p>Caroline los usó.</p> <p>—Pero... ¿qué sentías durante todo ese tiempo?</p> <p>—¿Qué... qué sentía?</p> <p>—Exacto.</p> <p>Caroline intentó.</p> <p>—¿Y dijiste algo, mientras todo eso sucedía?</p> <p>—No, nada. Salvo...</p> <p>—¿Sí?</p> <p>—Sólo al principio —susurró la chica. Se movió y volvió a quedarse quieta, y los brazos protectores se apretaron, visiblemente, con más fuerza contra los ojos—. Creo que hice... —y juntó los dientes, frunció los labios, aspiró bruscamente con un siseo.</p> <p>Los labios de Prudence Carmichael se fruncieron, apretó los dientes e inhaló bruscamente.</p> <p>—¿Así?</p> <p>—Sí.</p> <p>—Sigue. ¿Él dijo algo?</p> <p>—No. Sí. Sí, dijo: “Caroline, Caroline” —canturreó la chica.</p> <p>—Continúa.</p> <p>Continuó. Prudence escuchaba, mirando. Vio que la chica sonreía y que las lágrimas emergían por entre el antebrazo y la mejilla. Observó el leve temblor de las pálidas aletas de la nariz. Observó el rápido movimiento del pecho, no exactamente igual al jadeo del que sube corriendo una escalera, con los breves escalofríos que acompañaban cada aspiración, el instante de aliento contenido, la jadeante exhalación.</p> <p>—¡Ah... h... h... h! —chilló repentinamente Caroline, con suavidad—. Ahhh... ¡Yo creí que me amaba! ¡Realmente creí que me amaba! —se puso a llorar—. Eso es todo...</p> <p>—No, no lo es. Tuviste que irte, te dispusiste a partir, ¿eh? ¿Qué dijo él? ¿Qué dijiste tú?</p> <p>Finalmente, cuando Caroline dijo: “...y eso es todo”, no hubo más preguntas que hacer. Prudence Carmichael se incorporó, levantó la otomana y la colocó cuidadosamente en su lugar al lado del sillón, y luego se sentó. La chica no se había movido.</p> <p>—Ahora, ¿cómo te sientes?</p> <p>La chica bajó lentamente los brazos y se quedó mirando el cielo raso. Se humedeció los labios y dejó que su cabeza rodara a un costado para poder mirar a Prudence Carmichael, serena en el sillón, un sillón no demasiado holgado, pero confortable para quien gusta de un asiento chato y un respaldo recto. La chica registró las facciones de Prudence Carmichael, buscando aparentemente alguna señal que la mostrara escandalizada, confundida, airada o repugnada. No encontró ninguna: nada más que labios enjutos, piel seca, ojos imperturbables.</p> <p>Al fin le contestó:</p> <p>—Me siento... pésimamente. —Esperó, pero Prudence Carmichael no tenía nada que decir. Se levantó con dificultad y se cubrió el rostro con las manos—: Contarlo fue revivirlo, casi como si fuera real. Pero...</p> <p>Otra vez el silencio.</p> <p>—...pero era como... hacerlo delante de otra persona. Delante de...</p> <p>—¿Delante de mí?</p> <p>—Sí, pero no precisamente.</p> <p>—Lo hiciste delante de alguien, de ti misma. Nunca volverás a estar en una situación así —entonó Prudence Carmichael, su voz volviendo y volviendo a la misma nota como un sutil e insistente zumbido—, sin escucharte a ti misma contándole, con cada detalle, cada escena y sonido a otra persona. Sólo que el hecho y el relato no van a estar como esta vez, distanciados por varias semanas. Van a ser simultáneos.</p> <p>—Pero... el contarlo lo hace todo tan... burdo, casi... ¡gracioso!</p> <p>—No es el contarlo lo que lo hace así. El acto en sí es ridículo, grotesco, enteramente trivial si se tiene en cuenta el terrible precio que hay que pagar por él. Ahora lo puedes ver como yo lo veo; ahora serás incapaz de verlo de otro modo. Ve a lavarte la cara.</p> <p>Así lo hizo, y volvió con mucho mejor semblante, con el cabello peinado y sin las arrugas del entrecejo y en el rabillo de los ojos almendrados. Con la desaparición del maquillaje, parecía aun más joven que de costumbre; pensar que en realidad le llevaba dos años a Prudence Carmichael era increíble, increíble...</p> <p>Se puso la chaqueta y tomó el tapado y su cartera.</p> <p>—Me voy. Me... me siento mucho mejor. Con respecto a... todo, me refiero.</p> <p>—Es que empiezas a sentirte como yo con respecto a... todo.</p> <p>—¡Oh! —aulló Caroline desde la puerta, desde las profundidades de su aflicción, de sus agonías mentales y físicas, de la desesperada complejidad de tratar de vivir simplemente lo que la vida ofrecía—. ¡Oh, cómo quisiera ser como tú! ¡Cómo quisiera haber sido siempre como tú!</p> <p>Y salió.</p> <p>Prudence Carmichael se quedó sentada largo rato en el no-tan-cómodo sillón, con los ojos cerrados. Luego se levantó, pasó al dormitorio y se quitó la ropa. Necesitaba un baño; se sentía orgullosa. Tuvo un recuerdo repentino de su padre, con una expresión de orgullo similar en su rostro. Él se había metido una vez en un pozo negro para quitar una obstrucción cuando nadie quería hacerlo. Le había dado náuseas, pero cuando emergió, indeciblemente sucio y con cada nervio pidiendo a gritos un baño caliente, había sido con ese mismo tipo de orgullo.</p> <p>Mamá no lo comprendió, ni le gustó. Hubiera preferido soportar las innombrables incomodidades de una cloaca obstruida antes que se supiera, aun dentro de la familia, que papá se había ensuciado de esa forma. Bueno, así era papá, y así era mamá. El episodio consolidó de alguna manera las grandes diferencias que ya había entre ellos, y fue por eso que mamá se sintió tan aliviada cuando él murió, y fue así como cambió Prudence su nombre original —con el que la había bautizado su padre y que reflejaba toda la luz de la maldad y del pecado— de Salomé Carmichael por el de Prudence el día en que falleció. Nada de pozos negros para ella. Limpia e impecable era la pequeña Prudence, decente, endomingada, planchada y cómoda toda su vida.</p> <p>Para llegar desde el dormitorio hasta el baño contiguo —siete pasos— se envolvió en una amplia bata. Una vez que la ducha tuvo la temperatura deseada, colgó la bata y se metió bajo la cascada purificadora. Mantuvo la mirada, así como los pensamientos, dirigidos hacia arriba mientras se enjabonaba.</p> <p>La minuciosa revelación que le había extraído a Caroline cruzó por su mente, entera, en un instante, pero sin omitir un solo detalle. Se sonrió de todo el repugnante suceso con una fría objetividad. En la mampara de vidrio que rodeaba la bañera, vio reflejada su cara fantasmal, la nariz ancha y carnosa, el mentón pesado con una rara dispersión de vello, la dentadura fuerte, recta, limpia y amarillenta.</p> <p>“¡Cómo quisiera ser como tú! ¡Cómo quisiera haber sido siempre como tú!”. Caroline había dicho eso; Caroline, de cintura esbelta y pechos llenos; Caroline, con labios que, al relajarse, se abultaban como para besar; Caroline, de piel de durazno, cuyos ojos eran alargadas gemas de un tallado poco común, cuyo cabello era hermoso y suave y brillaba con luz propia. “¡Cómo quisiera ser como tú!” ¿Sabría Caroline que Prudence había añorado toda su vida escuchar esas palabras pronunciadas de esa manera por el tipo de mujer que era Caroline? ¿No eran acaso las palabras que Prudence misma reprimía mientras hojeaba las páginas de las revistas, miraba los fantasmas de la ancha pantalla estereofónica en colores, profunda e insoportable?</p> <p>Había llegado el momento de la mejor parte del baño, la parte que Prudence aguardaba con más ganas. Descansó la mano sobre la canilla, demorando con éxtasis el instante trascendental.</p> <p><i>Ser como tú</i>... Quizá Caroline llegara a serlo algún día, con suerte. ¡Qué bueno era no <i>necesitar</i> de todo eso, qué maravilloso y claro era todo sin ello! Qué cómicamente asqueroso, hacer que un hombre pruebe el poder de los instintos de un conejo, con sus retozos animales y sus jadeantes susurros del nombre de una: “Salomé, Salomé, Salomé...” Quiero decir, se corrigió a sí misma repentinamente con una sombra de pánico, Caroline, Caroline, Caroline.</p> <p>En parte porque ya era tiempo, y en parte por la rápida sospecha de que sus pensamientos estaban tomando un ritmo que escapaba a su control y una dirección que no era la de su elección, giró la canilla con fuerza a <i>frío</i>, y preparó todo su cuerpo y su mente para ese momento limpio y asexuado, para esa sensación total que puntualizaba toda su existencia.</p> <p>A medida que el líquido fuego helado la fue envolviendo, los labios de Prudence Carmichael se fruncieron, sus dientes se entrechocaron y su aliento penetró con un silbido seco y explosivo.</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Gurlick hundió el mentón entre las clavículas, encorvó los hombros y salió arrastrando los pies.</p> <p>—Yo voy a averiguar —prometió entre dientes—. Sólo dime lo que quieres saber, yo te lo voy a averiguar. Después de eso, viejo, anda con cuidado.</p> <p>En la esquina se encontró con lo que parecía a primera vista un bulto de trapos hediondos tirado en las escaleras de una confitería abandonada. Estaba por pasar de largo cuando se detuvo. O fue detenido.</p> <p>—Es solamente Freddy —dijo con disgusto—. Él no sabe casi nada de nada.</p> <p>—¿Unas monedas, maestro? —preguntó el bulto, removiéndose débilmente y alargando una mano roñosa que florecía en el tallo de una muñeca imposiblemente magra.</p> <p>—Bueno, sí, dije que alguien lo debe de saber —gruñó Gurlick—, pero no justamente él, por Dios.</p> <p>—¿Unas monedas, maestro? Ah... Eres tú, Danny. ¿Tienes alguna moneda encima, Danny?</p> <p>—Está bien, está bien, ¡ya le voy a preguntar! —dijo Gurlick enfadado, y se volvió hacia Freddy—. Cállate, Freddy. Tú sabes que no tengo ninguna moneda. Escucha, quiero preguntarte algo. ¿Cómo podemos juntarnos todos de nuevo?</p> <p>Freddy hizo un esfuerzo que aparentemente no había valido la pena hasta ese momento: miró a Gurlick.</p> <p>—¿Quién, tú y yo? ¿Qué quieres decir con juntarnos?</p> <p>—¡Te lo dije! —exclamó Gurlick, sin dirigirse a Freddy; luego, ante la presión combinada de amenaza y promesa, gimió exasperado y dijo—: Sólo dime si lo podemos hacer o no, Freddy.</p> <p>—¿Qué te pasa, Danny?</p> <p>—¿Me lo vas a decir o no?</p> <p>Freddy parpadeó pálidamente y parecía estar a punto de hacer un esfuerzo mental. Finalmente, dijo:</p> <p>—Tengo frío. Tengo frío desde hace tres años. ¿Tienes algo para beber, Danny?</p> <p>No había nadie a la vista, de modo que Gurlick lo pateó.</p> <p>—Imbécil —le dijo, bajando el mentón y alejándose lentamente.</p> <p>Freddy se quedó mirándolo un rato, hasta que ya no tuvo fuerzas para mantener abiertos los párpados polvorientos.</p> <p>Dos cuadras más adelante, Gurlick divisó otra persona y trató de cruzar la calle. No le fue permitido.</p> <p>—¡No! —imploró— ¡No, no, no! No se les puede hacer preguntas a todas las personas que se ven... —la respuesta fue evidentemente severa, porque lanzó un gemido—. Me vas a meter en problemas graves, ya vas a ver.</p> <p>Tuvo que preguntar, y preguntó. La mujer del plomero, que le llevaba una cabeza de altura y pesaba el doble, dejó de barrer las escaleras de piedra cuando él se aproximó lentamente, con la cabeza aún gacha pero alzando los ojos, y obviamente sin la intención de escabullirse, como los de su calaña acostumbraban hacer.</p> <p>Se detuvo ante ella, levantando la vista. Aunque estuviera parado sobre un cajón, ella lo miraría desde arriba; como estaban dadas las cosas, él estaba sobre la calzada y ella en el segundo escalón. La observaba como un patán examinando un monumento. Ella lo escudriñaba desde arriba con la asqueada avidez de un testigo de un accidente automovilístico.</p> <p>Gurlick se colocó la mano sobre un costado de la cabeza y entornó los ojos. Bajó la mano; miró a la mujer y graznó:</p> <p>—¿Cómo podemos juntarnos de nuevo?</p> <p>Un largo y ruidoso rato pareció transcurrir antes que la inmensa capacidad de los pulmones de la mujer se agotara con la primera carcajada resonante. Pero cuando hubo terminado, volvió a bajar la cabeza, lo cual le sirvió para echar otro vistazo a la cara ansiosa y sucia de Gurlick, y le asaltó otro paroxismo.</p> <p>El mendigo la dejó desternillarse de risa y se dirigió al parque. Atontado, maldijo a la mujer aquélla, a todas las mujeres, a todos sus esposos y a todos sus antepasados y descendientes.</p> <p>La nueva primavera había traído al parque briznas finas de hierba, yemas en los árboles, perros, chiquillos, ancianos y un optimista vendedor de helados. La serenidad de estos seres era interrumpida por un puñado de adolescentes que hallaban más atractivo el parque que el colegio en un día como ése, y fueron tres de ellos quienes abordaron la indecisión de Gurlick cuando se paró a la entrada del parque, tratando de encontrar una forma sencilla de resolver lo que desde dentro de su cabeza se le solicitaba.</p> <p>—Mírenlo al papanatas —dijo uno con la palabra HÉROES escrita en el dorso de su chaqueta.</p> <p>Otro dijo:</p> <p>—¡Órbita! —y los tres empezaron a rodear a Gurlick, haciendo cabriolas como indios de película, haciendo morisquetas e imitando señales de satélite con chillidos de “¡Bip-bip! ¡Bip-bip!”.</p> <p>Gurlick giró en todas las direcciones durante un momento, como una veleta en un huracán, tratando de agarrar a alguno.</p> <p>—Largo de aquí —gruñó.</p> <p>—¡Bip-bip! —gritó uno de los satélites—. ¡Prepárense para entrar de nuevo!</p> <p>El bailoteo se transformó en un galope a medida que las órbitas se cerraban, se arremolinaban alrededor de él en un borroso griterío, y a la señal de “¡Aterrizaje!” se detuvieron abruptamente y el que estaba detrás de Gurlick se puso de rodillas mientras los otros dos le daban un empujón. Gurlick cayó al suelo estrepitosamente, de espaldas, con los brazos y las piernas en el aire. De los espectadores, una mujer gritó con indignación, un viejo quedó boquiabierto de asombro y todos los demás rieron y rieron.</p> <p>—Largo de aquí —boqueó Gurlick, tratando de incorporarse sobre las rodillas.</p> <p>Uno de los muchachos, solícitamente, lo ayudó a ponerse de pie, diciéndole a otro:</p> <p>—Rocky, no deberías haber hecho eso. No deberías.</p> <p>No bien Gurlick hubo recuperado, tembloroso, el equilibrio, el segundo muchacho del trío —el “Héroe”— se puso de rodillas detrás y el muchacho solícito le dio otro empujón. Gurlick rodó por tierra por segunda vez. Abandonó por completo sus embozadas amenazas de castigo y contraataque y se limitó a quedar postrado, lamentándose, sin tratar de levantarse. Todos se reían a carcajadas, todos menos dos, y éstos no hicieron nada. Salvo aproximarse más, lo cual provocó más risotadas.</p> <p>—¡Patrulla Espacial! ¡Patrulla Espacial! —Rocky lanzó un alarido, señalando al uniforme azul que se acercaba—. ¡Las cuatro en punto!</p> <p>—¡Veeelocidad de huida! —ladró uno; y con los dedos pegados a la cabeza como si fueran antenas y con un coro de estridentes bip-bips se metieron entre la muchedumbre y desaparecieron.</p> <p>—Mocosos. Sucios mocosos. Los voy a matar, sucios mocosos —lloriqueó Gurlick.</p> <p>—Bueno. ¡<i>Bueno</i>! Ya es suficiente. Circulen. Bueno —dijo el policía.</p> <p>La muchedumbre se replegaba a medida que avanzaba y se volvía a cerrar detrás de él, estirando el cuello con la boca abierta, como anticipación de una nueva carcajada... La risa hace sentirse bien a la gente.</p> <p>El policía encontró a Gurlick de cuclillas y lo puso de pie de un tirón, bastante más bruscamente de lo que lo había hecho Rocky.</p> <p>—Muy bien, ¿qué le pasa a usted?</p> <p>La indignada señora se abrió paso y dijo algo acerca de pandilleros.</p> <p>—¡Ah! —dijo el policía— ¿conque eres pandillero?</p> <p>—Sucios mocosos —gimió Gurlick.</p> <p>El policía tranquilizó a la dama indignada en medio de su perorata.</p> <p>—Está bien, señora, serénese —la aplacó—; yo me voy a hacer cargo de esto. ¿Qué tienes que decir al respecto? —le preguntó a Gurlick.</p> <p>Éste, medio suspendido en el aire por el fuerte puño del policía, gimoteó y se llevó las manos a la cabeza. Repentinamente nada de lo que lo rodeaba, ni los ruidos ni los rostros, lo presionaba tanto como esa insistencia dentro de él.</p> <p>—¡No me importa si hay mucha gente, no me hagas preguntar ahora!</p> <p>—¿Qué dijiste? —preguntó el policía amenazadoramente.</p> <p>—¡Está bien, está bien! —le gritó Gurlick a la Medusa, y dijo al policía—: Lo que quiero saber es, dígame, ¿cómo podemos juntarnos de nuevo?</p> <p>—¿Qué?</p> <p>—Todos nosotros —dijo Gurlick—. Todos en el mundo.</p> <p>—Está hablando de la paz mundial —dijo la mujer que antes había protestado.</p> <p>Hubo risas. Alguien le explicó a otra persona que el vagabundo les tenía miedo a los comunistas. Otro más escuchó eso y le explicó al hombre que estaba detrás de él que Gurlick era comunista. El policía oyó algo de eso y sacudió a Gurlick.</p> <p>—No vengas por acá con charlatanerías, porque vas a terminar en el calabozo.</p> <p>Gurlick lloriqueó y murmuró:</p> <p>—Sí, señor. Sí, señor —y se apartó cabizbajo.</p> <p>—Bueno. Circulen. Se terminó la función. Circulando, por allá...</p> <p>Gurlick corrió. Ya estaba sin aliento antes de empezar a correr, por lo que sólo pudo llegar hasta los confínes del parque, donde se tambaleó contra el enrejado y se aferró a él para recuperar el aliento entre sollozos. Apretó las manos contra la cara, tratando de mantener a raya con los dedos a esa cosa dentro de él; la boca abierta dejaba escapar ruidos de autocompasión y de falta de oxígeno. Una mano tocó su hombro y él dio un respingo.</p> <p>—Está bien —dijo la mujer de las protestas—. Sólo quería que supiese que no todo el mundo es cruel e insensible.</p> <p>Gurlick la miró, moviendo los labios. Rondaba los cincuenta, tenía hombros redondos, anteojos y una expresión de absoluta seriedad.</p> <p>—Usted siga adelante, pensando en la paz mundial y predicándola, también —dijo.</p> <p>Gurlick aún no podía hablar. Tragó aire.</p> <p>—Pobre hombre —dijo la mujer.</p> <p>Hurgó en un portamonedas de cuero con flecos y extrajo una moneda; la miró y suspiró como si fuera una reliquia de familia, y se la entregó. Gurlick la tomó sin fijarse y la guardó. No le dio las gracias.</p> <p>—¿Usted lo sabe? —preguntó. Se presionó las sienes con ese gesto compulsivo recientemente adoptado—. Tengo que averiguarlo, ¿entiende? Tengo que hacerlo.</p> <p>—¿Averiguar qué?</p> <p>—Cómo la gente puede volver a juntarse.</p> <p>—Oh —dijo ella—. Oh —reflexionó un poco—. Me temo que no comprendo exactamente qué quiere decir.</p> <p>—¿Lo ves? —le informó desesperado a su atormentador interior—. No hay nadie que lo sepa. ¡Nadie!</p> <p>—Por favor explíquese un poco —suplicó la mujer—. Tal vez haya <i>alguien</i> que lo pueda ayudar, aunque no sea yo.</p> <p>Gurlick dijo desesperadamente:</p> <p>—Es acerca de los sesos de la gente, ¿me entiende?, cómo hacer que todos los sesos se vuelvan a juntar.</p> <p>—Oh, pobre hombre... —lo miró con lástima, evidentemente con la plena certeza de que sus propios sesos necesitaban juntarse sin lugar a dudas, y que bueno, al menos se da cuenta de ello, mientras que la mayoría de nosotros no lo hace—. ¡Ya sé! El doctor Langle es el hombre indicado para usted. Yo hago la limpieza para él una vez por semana, y créame, si quiere conocer a alguien que sepa sobre el cerebro, él es la persona indicada. Tiene una máquina que garabatea y después él lee las líneas y le dice lo que usted está pensando.</p> <p>La vaga visualización de Gurlick del artefacto se lanzó hacia las estrellas, donde causó un efecto electrificante.</p> <p>—¿Dónde está?</p> <p>—¿La máquina? Ahí mismo en su consultorio. Él le va a contar todo acerca de ella; es un hombre muy bueno y comprensivo. A mí me contó algo de eso, aunque me temo que no llegué a...</p> <p>—¿Dónde <i>está</i>?</p> <p>—Pues, en su oficina. ¡Ah! ¿Usted quiere saber dónde? Bueno, es en el número 13 de la calle Deak, en el segundo piso. Mire, desde aquí casi lo puede ver. Allá mismo, donde está la casa con el...</p> <p>Sin una palabra más, Gurlick bajó el mentón, encorvó los hombros y se escabulló.</p> <p>—¡Caramba! —murmuró preocupada la mujer—. Espero que no le cause demasiadas molestias al doctor Langley. Pero no lo va a hacer: después de todo, él <i>cree</i> en la paz. —No pensó más en su buena acción y se encaminó hacia su casa.</p> <p>Gurlick no molestó mucho tiempo al doctor Langley, y efectivamente le trajo paz.</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Había un muchacho demente en Roma, y un guerrero iracundo en África a quien le hurtaban las patatas durante la noche, y estaba el ladrón que las hurtaba. En todo el mundo la gente, con toda el alma, hacía las cosas difíciles que debía hacer para ser humana, y aprendía lo que tenía que aprender, pagando el precio por ello. Dos mil millones y tres cuartos... dos mil millones y tres cuartos de planetas subjetivos, algunos dando vueltas cercanos el uno al otro y cercanos a la luz, y otros distantes y fríos en la solitaria oscuridad; pero todos separados, aislados, discretos. Comisario, campesino, potentado; los niños, los ancianos, los locos, los desposeídos. Todos y cada uno, básicamente solos.</p> <p>Guido, el muchacho romano, había nacido durante la batalla de Anzio, y fue hallado un año y medio más tarde por un equipo de la O.N.U., viviendo con otros niños salvajes, royendo los huesos de un pueblo en ruinas. Estaba repleto de música, en un grado que era notable, aun en un país lleno de música. Antes de saber hablar, podía silbar, y silbaba cualquier tonada luego de escucharla una sola vez. En el desfile de gente que siguió, fue adoptado por un pastor de Corfú quien, en los diez años subsiguientes, le sacó a puntapiés la música, o quizás sólo la mantuvo a raya.</p> <p>El pastor era contrabandista, y aunque necesitaba de las fuertes espaldas y las duras manos del muchacho, no quería alrededor de él nada que llamara la atención. Guido no se atrevía a tararear una sola frase musical, ni una sola nota. El pastor desarrolló una gran habilidad de percepción; adivinaba cuándo la música estaba por manar dentro del muchacho antes que Guido mismo lo supiese y lo derribaba y le daba puntapiés a él y a sus melodías aún no nacidas. Y cuando la asociación entre la música y el castigo llegó a ser lo suficientemente fuerte, no salió más música del muchacho. Y había demasiada dentro de él, inextinguible e indestructible.</p> <p>Después de la muerte del pastor, Guido se convirtió en algo no del todo humano. Provocó una serie de ingeniosas molestias que durante un tiempo se perdieron en el hervor de la ciudad, sin que hubiera un aparente lazo común entre ellas. Hizo añicos una ventana de colores, y le rompió la pierna a un mendigo contra la acera; le quitó un juguete a un niño y lo arrojó al río; destruyó una imprenta.</p> <p>Y al fin, un detective con algo más de imaginación y de intuición que la mayoría, halló el hilo que unía a esos episodios. El ventanal era uno de los vitrales de la Capilla de la Anunciación, y ocurrió durante un ensayo del coro; el mendigo era uno de esos que pagan su cena con una canción; el juguete del niño resultó ser una armónica; la imprenta estaba imprimiendo hojas de música. El detective se las ingenió para conseguirle un violín a Guido, y eso fue para él un destello de luz que se convertiría, al poco tiempo, en una explosión de música...</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Y el guerrero, Mbala, comenzó a custodiar una plantación de patatas durante la noche, tarea que le correspondía por tradición a su fallecido padre, así como él mismo un día habría de morir y la plantación de patatas sería vigilada por sus hijos. Pero la fe de Mbala en su antigua creencia se tambaleaba, pues sólo estaba de acuerdo en que su padre debía protegerlo de los demonios, no de los hombres, y era, sin lugar a dudas un hombre quien robaba las patatas.</p> <p>El ladrón, Nuyu, también había tenido fe alguna vez en esas creencias, pero ya no creía en nada más que en sus propias y hábiles manos.</p> <p>Eran, en su propia teología, Mbala un descreído y Nuyu un ateo, respectivamente.</p> <p>Y una noche, mientras Mbala vigilaba y Nuyu se ocultaba, cada uno esperando que el otro se distrajera, bajó flotando desde el cielo una esfera reluciente. Aterrizó en el límite de la plantación y, sin tocar el suelo recorrió lentamente el campo; y por donde pasaba, el espeso follaje del matorral que enmarcaba la tierra cultivada desaparecía, quedando en su lugar un pequeño montículo de un material blando y frío que se transformaba en agua después de transcurridos un par de minutos.</p> <p>Pues bien, esta esfera era una máquina automática sin ocupantes, y la hierba que recolectaba y procesaba era astrágalo de arvejas, que tiene una gran afinidad con el selenio, y los constructores de la máquina necesitaban todo el selenio que pudieran conseguir.</p> <p>Pero para Nuyu, el ladrón, que estaba oculto entre la hierba en ese momento, eso era el justo castigo, no sólo de sus actuales pecados, sino también de todos aquellos de su pasado, bajo la forma extraña de un espíritu guardián de las patatas; ¡recuerdos de las leyendas de su niñez, descartadas burlonamente hacía tanto tiempo!</p> <p>Y para Mbala, la esfera era su padre, no sólo descubriendo al ladrón —que llegó aullando y farfullando hasta acurrucarse en arrepentido terror junto a Mbala— sino, al mismo tiempo, despejando más terreno para él.</p> <p>Después que la esfera se hubo ido dirigiéndose hacia arriba y al Norte —donde había detectado otro arvejal—, Mbala no mató al ladrón como había pensado hacerlo. En lugar de eso, volvieron a la aldea, compañeros en la revelación, cada cual en el apogeo de un tipo de inusual éxtasis: la experiencia religiosa. Uno, confirmado; el otro, convertido.</p> <p>Estas eran personas, éstas son anécdotas caracterizadas por algún elemento extraordinario. Pero todo hombre vivo tiene una historia así, única entre todas, de lo que vive dentro de él y de cómo es moldeado por las fuerzas que lo circundan, y de cómo interpreta esas fuerzas. Aquí, un hombre ve en una máquina a un dios, y allí un hombre ve a Dios como una mera discusión violenta; y algún otro utiliza la discusión violenta de los demás, tal como si fuera una máquina. Sin embargo, pese a toda su habilidad para trabajar en armonía con sus compañeros, y de inducir cierta simpatía en sus vibraciones, permanece aislado; nadie sabe con exactitud cómo siente el otro.</p> <p>En el punto culminante de los sentidos, el Hombre se aproxima a la inconsciencia. ¿La inconsciencia de qué? Pues, de todo lo que lo rodea, claro está; nunca de sí mismo.</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">—¿Usted es el doctor Langley?</p> <p>—Dios mío —dijo el doctor.</p> <p>Para la mujer de la limpieza, el médico podría ser un hombre bueno y comprensivo, pero para Gurlick era sólo otro hombre pulcro, lleno de conocimientos y de asuntos —que él no entendería—, además del acostumbrado, previsible disgusto, ira e intolerancia que la presencia de Gurlick provocaba dondequiera que fuera. En resumen, otro más de esos desgraciados para odiar.</p> <p>Gurlick dijo:</p> <p>—Usted sabe acerca de sesos.</p> <p>—¿Quién lo mandó aquí?</p> <p>—Usted sabe qué hacer para volver a juntar los sesos de la gente.</p> <p>—¿Qué? ¿Quién es usted? ¿Qué quiere, en resumidas cuentas?</p> <p>—Mire —dijo Gurlick—. Tengo que averiguar eso, ¿entiende? ¿Sabe cómo hacerlo o no?</p> <p>—Me temo —dijo el doctor fríamente— que no puedo responder a una pregunta que no comprendo.</p> <p>—Conque <i>no</i> sabe nada de sesos.</p> <p>El doctor se veía alto, sentado detrás de su amplio escritorio. Su cara era larga y angosta, y en reposo asumía naturalmente una expresión de arrogancia. No se podría haber encontrado en todo el mundo un ejemplar más adecuado de todo lo que Gurlick odiaba en sus congéneres. El doctor era el arquetipo, la esencia; y, en su presencia, estaba tan insensatamente fuera de sus casillas como para casi olvidarse de ser servil.</p> <p>—Yo no dije eso —replicó Langley.</p> <p>Miró a Gurlick fijamente durante un momento, sin saber evidentemente cómo proceder: ¿Echarlo de allí, seguirle el juego... o estudiarlo? Observó la mirada feroz, la boca trémula, la postura de agresividad provocada por el miedo.</p> <p>—Aclaremos una cosa —dijo—: yo no soy psiquiatra. —Pero cayendo en la cuenta de que esa persona no sabría distinguir entre un psiquiatra y un contador, explicó—: Quiero decir que yo no trato a gente con problemas. Yo soy un fisiólogo que se especializa en el cerebro. Sólo me interesa estudiar cómo el cerebro hace lo que hace. Si el cerebro fuese un motor, podría decirse que soy el hombre que escribe el manual que el mecánico estudia antes de empezar a trabajar. Eso es lo que soy, así que antes de que perdamos el tiempo usted y yo, deseo que eso quede claro. Si quiere que le recomiende a alguien para ayudarlo con cual...</p> <p>—Usted dígame —interrumpió bruscamente Gurlick—, sólo dígame esa cosa y es todo lo que tiene que hacer.</p> <p>—¿Qué cosa?</p> <p>Exasperado, sumando su impaciencia por todos sus fracasos anteriores a su aguda aversión hacia este nuevo enemigo, Gurlick gruñó:</p> <p>—Ya le dije. —Cuando esto no obtuvo respuesta, y cuando comprendió por la expresión del doctor que no la obtendría, resopló enfadado y explicó—: Hubo una época en que toda la gente del mundo tenía solamente un cerebro, ¿me entiende? Ahora todos se separaron. Lo único que tiene que decirme es cómo volver a pegarlos.</p> <p>—Parece estar bastante seguro de que todos... ¿cómo era eso?, tenían el mismo cerebro en una época.</p> <p>Gurlick prestó oídos a algo dentro de él.</p> <p>—Tuvo que ser así —dijo.</p> <p>—¿Por qué tuvo que ser así?</p> <p>Gurlick alzó una mano vagamente.</p> <p>—Todo esto. Edificios, autos, herramientas, electricidad, y esas cosas. Esto no se pudo hacer sin que todos pensaran con una sola cabeza.</p> <p>—Pero así se hizo, sin embargo. La gente puede trabajar junta sin pensar junta. ¿Es eso lo que quiere decir, todos pensando juntos, como una colmena de abejas?</p> <p>—Abejas, sí.</p> <p>—No fue así como sucedió con la gente. ¿Qué le hizo pensar eso?</p> <p>Una sorprendida computación se realizó entre las estrellas y, dados los axiomas que se habían comprobado como indefectible e invariablemente verdaderos hasta ese momento, es decir, que una especie no alcanzaba ese elevado nivel de tecnología sin la organización de una mente colmenar, sólo había una forma de justificar la increíble aseveración del doctor —suponiendo que no mentía—, y Gurlick, al tanto de esta conclusión, hizo cuanto pudo por comunicarla.</p> <p>—Supongo que lo que pasó es que todos se separaron, y que ahora están solos y no recuerdan lo que pasó. Yo no me acuerdo, usted no se acuerda... que en algún momento usted y yo y todos fuimos parte de un gran cerebro.</p> <p>—Yo no creería eso —dijo el doctor—, aun si fuese cierto.</p> <p>—Oh, claro que no —acordó Gurlick, evidentemente tomando el comentario del doctor como una prueba del suyo—. Bueno, igual tengo que averiguar cómo pegarlos de nuevo.</p> <p>—Pues no va a averiguarlo conmigo. Yo no lo sé. De modo que ¿por qué no se va y...?</p> <p>—Usted tiene una máquina que sabe lo que uno piensa —dijo Gurlick repentinamente.</p> <p>—Tengo una máquina, pero no hace nada por el estilo. ¿Quién le habló de mí, de todas formas?</p> <p>—Muéstreme esa máquina.</p> <p>—Ni lo piense. Mire, esto ha sido muy interesante, pero estoy muy ocupado y no puedo seguir hablando con usted. Ahora sea bueno y...</p> <p><i>—Tiene</i> que mostrármela...</p> <p>Gurlick lo dijo con un susurro espeluznante, pues a través de su mente brumosa había cruzado un fogonazo de su visión —ella está en el agua hasta el cuello, diciendo: “Qué tal, encanto”; y él sonríe y ella dice: “Ya salgo”; y él dice: “Vamos entonces”; y lentamente ella se le acerca, con el agua por las clavículas, por el pecho, por...— y una humeante espiral de su nuevo tormento. Debía conseguir esa información, <i>tenía</i> que hacerlo.</p> <p>El doctor se alejó de su escritorio unos centímetros, alarmado.</p> <p>—Ésa es la máquina, por allí. No va a significar absolutamente nada para usted. No trato de ocultarle nada; es sólo que no la va a entender.</p> <p>Gurlick se aproximó cautelosamente al equipo que el doctor había señalado. Se quedó mirándolo un rato, echando una sigilosa mirada de rata al doctor de vez en cuando, y haciendo muecas con la boca.</p> <p>—¿Cómo se llama esto?</p> <p>—Es un electroencefalógrafo. ¿Satisfecho?</p> <p>—¿Cómo sabe lo que uno piensa?</p> <p>—No lo sabe. Recoge impulsos eléctricos del cerebro y los convierte en líneas onduladas en un pedazo de papel.</p> <p>Observando a Gurlick, el doctor vio claramente que, de alguna extraña manera, su visitante no estaba pensando la próxima pregunta: la estaba esperando. Casi la podía ver llegar.</p> <p>—Ábrala —dijo Gurlick.</p> <p>—¿Qué?</p> <p>—Ábrala. Tengo que ver lo que tiene adentro.</p> <p>—Mire, escúcheme...</p> <p>Nuevamente, el silbido espeluznante:</p> <p><i>—Tengo</i> que verla.</p> <p>El doctor suspiró exasperado y abrió el cajón de archivos de su escritorio. Sacó un manual, lo tiró sobre el escritorio, lo hojeó y lo abrió.</p> <p>—Ahí hay un esquema de la máquina. Este es un diagrama de los cables. Si le dice algo, va a ser más de lo que entendería si la mirara por dentro. Espero que se dé cuenta ahora de que el aparato es demasiado complicado para que un hombre sin conocimientos...</p> <p>Gurlick tomó el manual y lo miró. Sus ojos se pusieron vidriosos por un momento y después se aclararon. Bajó el manual y señaló con un dedo:</p> <p>—¿Estas líneas son cables?</p> <p>—Sí.</p> <p>—¿Y esto?</p> <p>—Un rectificador. Es una lámpara. Usted sabe lo que es una lámpara.</p> <p>—Como las lámparas de radio. ¿La electricidad está en estos cables?</p> <p>—Esto no puede decirle nada... ¿Estas líneas más finitas? Conexión a tierra. Aquí, y aquí, y aquí también, la corriente se conecta a tierra.</p> <p>Gurlick indicó con un dedo mugriento el símbolo del transformador.</p> <p>—Esto cambia la electricidad, ¿no?</p> <p>Mudo, Langley asintió con la cabeza.</p> <p>Gurlick prosiguió:</p> <p>—La electricidad común entra por aquí. Algún otro tipo entra por aquí. ¿Qué es?</p> <p>—Ése es el detector. La entrada. Los electrodos. Quiero decir, que el cerebro que está conectado a la máquina; la alimenta con su corriente por ahí.</p> <p>—No es mucho.</p> <p>—No es mucho —repitió débilmente el doctor.</p> <p>—¿Tiene alguno de esos papeles con las líneas onduladas?</p> <p>Sin una palabra, el doctor abrió un cajón, sacó un trozo y lo colocó sobre el diagrama. Gurlick lo estudió detenidamente durante un rato, consultando un par de veces el diagrama de los cables, y luego lo arrojó sobre el escritorio.</p> <p>—Está bien. Ya lo averigüé.</p> <p>—¿Averiguó qué cosa?</p> <p>—Lo que quería.</p> <p>—¿Sería tan amable de decirme exactamente qué es lo que descubrió?</p> <p>—¡Dios! —dijo Gurlick disgustado—, ¿cómo voy a saberlo yo?</p> <p>Langley sacudió la cabeza, dispuesto ya a reírse de esa visita irritante y misteriosa.</p> <p>—Bueno, si lo encontró, no tiene por qué quedarse aquí.</p> <p>—Cállese —dijo Gurlick, ladeando la cabeza y cerrando los ojos.</p> <p>Langley esperó. Era como si estuviera escuchando a una persona en una conversación telefónica, sólo que no había ningún teléfono.</p> <p>—¿Cómo diablos voy a hacer eso? —Gurlick protestó durante un momento, y, de inmediato—: Voy a necesitar dinero para hacer eso. No, no puedo. No puedo, te digo; me vas a hacer terminar en el calabozo... ¿Qué te crees que él va a hacer mientras yo me lo llevo?</p> <p>—¿Con quién habla? —preguntó Langley.</p> <p>—No sé —dijo Gurlick—. Cállese ahora. —Fijó la mirada sin ver en el rostro del doctor durante unos segundos. Luego, repentinamente, lo vio y le habló—: Necesito dinero.</p> <p>—No doy limosnas esta temporada. Ahora lárguese de aquí.</p> <p>Gurlick, mostrando todas las señales de un indeseable aguijoneo interno, rodeó el escritorio y repitió su intimación. Al hacerlo, observó por primera vez que el doctor Langley estaba sentado en una silla de ruedas.</p> <p>Eso, para Gurlick, cambiaba absolutamente todo.</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Henry era alto. Era alto y tenía facciones sorprendentemente adultas, lo cual lo hacía aparecer mucho más ridículo, sentado en la escuela, día tras día, llorando. No lloraba lastimeramente ni con bufidos de ira e indignación, sino casi en silencio, con una serie de sollozos espaciados, suaves y forzados. Hacía lo que se le ordenaba <i>—formen fila... Muevan las sillas, es la hora de los cuentos... Vayan a buscar los rompecabezas... Guarden las pinturas</i>—, pero no hablaba y no quería jugar, ni bailar, ni cantar, ni reír. Sólo permanecía sentado, derecho como una tabla, sollozando. Henry tenía cinco años y el jardín de infantes era difícil para él. La vida era difícil para él.</p> <p>—La vida es difícil —acostumbraba decir su padre—, y es mejor que el pequeño cobarde lo aprenda cuanto antes.</p> <p>La madre de Henry no estaba de acuerdo, pero no lo mostraba abiertamente. Les mentía a todos: a su esposo, al maestro de Henry, al psicólogo de la escuela, al director y al mismo Henry. Le decía a su marido que iba de compras a la mañana, pero en lugar de eso se sentaba en un rincón de la clase en el jardín de infantes y observaba a Henry llorar. Después de dos semanas de esto, el psicólogo y el director la acorralaron y le explicaron que la realidad del hogar implicaba que ella estuviera en el hogar, la realidad de la escuela implicaba que ella <i>no</i> estuviera en la escuela, y que Henry no iba a poder enfrentarse a la realidad de la escuela hasta encararla sin la presencia de su madre.</p> <p>Ella estuvo de acuerdo inmediatamente, porque siempre estaba de acuerdo con cualquiera que tuviera una opinión definida sobre algo. Volvió a la clase, le dijo al afligido Henry que lo esperaría afuera, y salió bruscamente. Pasó por alto, completamente, el hecho de que Henry podía verla desde la ventana, verla caminar por el sendero, subirse a su auto e irse. Si algo de serenidad le quedó después de eso, fue destrozada unos minutos más tarde cuando, luego de doblar la esquina y esconder su vehículo, su madre se deslizó junto al cartel de <i>No pisar el césped</i> y pasó el resto de la mañana asomándose por la ventana.</p> <p>Henry la vio de inmediato, pero el maestro y el director tardaron semanas en caer en la cuenta. Henry seguía sentado enhiesto y siseando cada tanto con un sollozo, preguntándose vagamente qué tendría la escuela de terrible para justificar que su madre se esforzara tanto en protegerlo y, sea lo que fuere, sintiendo un terror silencioso hacia ella.</p> <p>El padre de Henry hacía lo que podía con la pusilanimidad de Henry. Le dolía porque, a pesar de que estaba seguro de que no la heredaba de él, los demás podían no darse cuenta de ello.</p> <p>Le contó a Henry historias de terror acerca de fantasmas amortajados que devoraban a los niños, y después lo mandó a la cama, a oscuras, a una habitación donde había un conducto de calefacción que se abría directamente al cielo raso de la habitación de abajo. El padre había colocado anteriormente una sábana sobre el conducto, y cuando oyó el abrir y cerrar de la puerta de la habitación, empujó un palo por el conducto y lanzó gemidos. La silueta blanca penetrando a través del piso no extrajo ningún sonido ni movimiento de parte de Henry, y el padre subió las escaleras riéndose, para ver el efecto que no había oído.</p> <p>Tieso como siempre, Henry estaba de pie en la oscuridad, derecho y alto, sin moverse. Su padre encendió la luz, lo revisó, y después le dio una buena tunda.</p> <p>—Tiene cinco años —le dijo a la madre cuando volvió a bajar—, y todavía se moja los pantalones.</p> <p>Se escondía en los rincones y sorprendía a Henry lanzando gritos, se ocultaba en los roperos y emitía sonidos guturales, le daba órdenes terminantes de ir y golpear a muchachos de ocho y diez años en las narices, y le calentaba los fondillos si se rehusaba, pero no parecía poder convertir al pequeño marica en otra cosa.</p> <p>—La sangre lo dirá —solía decirle sabiamente a la madre, que jamás le había hecho frente a nadie en su vida y en consecuencia había contagiado al niño. Pero el padre se aferraba a la esperanza de poder hacer algo al respecto, y seguía intentándolo.</p> <p>Henry tenía miedo cuando sus padres discutían, porque su padre gritaba y su madre lloraba; pero tenía miedo, también, cuando no discutían. Era éste un miedo especial, que llegaba al máximo cuando su padre le hablaba amable y sonriente. Indudablemente el padre mismo no se percataba de ello, pero su norma de castigo con el muchacho consistía siempre en un acercamiento suave y sonriente, seguido de una repentina explosión de brutalidad; y Henry se había vuelto incapaz de distinguir entre una auténtica amabilidad y una de esas alegrías precursoras del castigo.</p> <p>Mientras tanto, su madre lo abrazaba y mimaba secreta e inconstantemente, violando, a escondidas, las privaciones impuestas por su padre, pasándole de contrabando demasiados bizcochos y dulces, pero volviéndole no obstante la espalda fríamente en presencia de aquél, sin responder a ninguna de sus veladas o francas súplicas de auxilio.</p> <p>La natural curiosidad de Henry, junto con su normal rebeldía, habían sido efectivamente eliminadas en el momento de su aparición —en su segundo y tercer año de vida—, y a los cinco estaba enseñado de tal modo que no aceptaba nada que no proviniera directamente de alguna autoridad reconocida, y no iba a ningún lado ni hacía nada hasta que se le dieran instrucciones precisas al respecto. “Los niños deben ser vistos y no oídos. No hables, a menos que te hablen”.</p> <p>—¿Por qué no lo abofeteaste a ese niño? ¿Por qué? <i>¿Por qué?</i></p> <p>—Papá, yo...</p> <p>—Cállate, cobarde. No quiero oír excusas.</p> <p>Y así, el alto y triste Henry se sentaba sollozando en el jardín de infantes, y se callaba, insensible a todo, en cualquier otro lugar.</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Después de aporrear al doctor Langley con la lámpara de pie, Gurlick revolvió todo como se le ordenaba, y, llevándose un fajo de billetes, se fue de compras. La Medusa le dejó hacer las compras a él solo, dispuesta a aceptar que él conocía las sutilezas de su oficio mejor que ella. Se consiguió un traje usado en una casa de empeño en el barrio de compra y venta, y fue a una peluquería a afeitarse y cortarse el pelo.</p> <p>Estéticamente, el cambio era insignificante; socialmente, era enorme. Pudo obtener lo que quería, aunque fue difícil, ya que él personalmente no conocía el nombre de ninguna de las cosas que debía comprar.</p> <p>Probablemente las muestras de metal fueron lo más difícil de adquirir; tuvo que ser sometido a una larga sucesión de miradas vacuas antes que un perplejo vendedor de material de laboratorio se encargara de mostrarle una tabla periódica de los elementos. Una vez que tuvo eso, las cosas anduvieron más rápidamente.</p> <p>Mediante señas y medias palabras, preguntas y descripciones, adquirió muestras de laboratorio de níquel, aluminio, hierro, cobre, selenio, carbono y algunas más. Pidió, aunque no tenía suficiente dinero para la compra, deuterio, algunos gramos de tántalo puro, y otros gramos de plata. Las casas de artículos eléctricos lo frustraron profundamente con un alambre de pequeño calibre de corte transversal, pero alguien lo mandó a una joyería y obtuvo lo que precisaba.</p> <p>A esa altura de las cosas, Gurlick cargaba con un cajón de embalaje de madera que un empleado servicial transformó en algo parecido a un pequeño armario —por la forma y el tamaño—, con una manija hecha de soga para asirlo. Su destino fue decidido luego de una dolorosa sesión de aguijoneos por parte de la Medusa, la cual desenterró un recuerdo del renuente cerebro de Gurlick, recuerdo que él mismo había dejado desaparecer hacía tiempo: una breve e infructuosa tentativa de buscar oro, o mejor dicho, de acarrear los bártulos de un amigo que intentaba buscar oro, años atrás. La parte importante del recuerdo era una choza abandonada, a millas de distancia de cualquier parte. Gurlick tenía una idea aproximada de cómo llegar a ella.</p> <p>De modo que tomó un ómnibus, luego otro más, robó un <i>jeep</i> y lo dejó abandonado, y al final, maldiciendo a sus atormentadores, esclavizado por su visión y llorando por su incomodidad, echó a caminar.</p> <p>Un espeso bosque, una meseta de pinos y arces enanos, luego unas sierras rocosas y desiguales y allí estaba: lo que restaba de la choza sin techo como una mancha de moho al pie de la intrincada barrera montañosa.</p> <p>Más que el agua, más que la comida o que lo dejaran en paz, Gurlick deseaba descanso, pero éste no le fue concedido. Jadeando y resoplando, se puso de rodillas y empezó a desatar torpemente las sogas del cajón. Sacó las ampollas de mercurio y los lingotes de metal, el alambre, los enchufes de los tubos, y empezó a reunirlos desordenadamente.</p> <p>No sabía qué era lo que estaba haciendo, y no era necesario. El trabajo lo realizaba una conjunción de voluntades esparcidas a través de los cielos, en parte por órdenes directas, en parte por control semidirecto del cerebro a la neurona, evitando ese pantano nebuloso que era la conciencia de Gurlick.</p> <p>A Gurlick le disgustaba enormemente todo el asunto, pero fuera de un quejido lastimero, no le era posible ninguna protesta. Así que lloriqueó y sudó; pero no dejó, no pudo dejar de trabajar hasta que hubo concluido.</p> <p>Cuando terminó, Gurlick fue liberado. Se alejó trastabillando, como si una soga en tensión que lo tenía atado hubiera sido repentinamente cortada. Se tumbó pesadamente, se levantó sobre los codos parpadeando en dirección al aparato, y de inmediato le sobrevino el cansancio y se echó a dormir.</p> <p>Cuando se durmió, la cosa era una maraña de componentes que poseía —para un ojo terrestre adiestrado— una cierta simetría imponente, y una minuciosa inutilidad, si consideramos la poca utilidad que tendría un oscilador de frecuencia variable para un sabio montañés o para un salvaje de Madison Avenue. Pero al despertarse, el panorama había cambiado. Había cambiado muchísimo.</p> <p>Lo que Gurlick había construido no era precisamente un receptor de materia, aunque actuaba como si tal cosa fuera posible. Era más bien un receptor y amplificador de una cierta “banda” del espectro mental, utilizando cada uno de estos términos en un sentido análogo y general.</p> <p>El primer receptor, y sus aditamentos “a lo Gurlick”, convertía la información en manipulación, y construyó, de las muestras que Gurlick había suministrado, una segunda máquina, mucho más eficaz y de una capacidad ampliamente mayor. Ésta, a su vez, recibió y manipuló otro receptor y manipulador más; y éste era un artefacto de trabajo pesado. El proceso era, en esencia, precisamente el que realiza un marinero que tira de un cabo para alcanzar la escota, que a su vez le alcanza una maroma.</p> <p>En el breve lapso de unas horas, las máquinas estaban construyendo otras máquinas para conseguir material disponible que, a su vez, servía para construir nuevas máquinas. Estas salían a buscar el material no disponible localmente, el cual era llevado al lugar y utilizado por otras máquinas para hacer aun otras más, todas con un fin especifico, y algunas de ellas en grandes cantidades.</p> <p>Sin que se lo pidieran, Gurlick salió de aquel sueño, en el que él esperaba en la orilla junto al bulto de ropa negro satinado y rojo y con una orla de encaje, mientras ella lo saludaba “¿Qué tal, encanto?” y emergía audazmente —cuando él se negaba a irse—, lentamente, centelleando a la luz del sol, el agua por la cintura, y la insinuación de una sonrisa.</p> <p>Se despertó en medio de una increíble y estrepitosa ciudad. Alrededor suyo había hilera tras hilera de gigantescas y ciegas máquinas, tejiendo cada una nuevas maquinarias.</p> <p>Gigantes con aspecto de tanque, largos cuellos de serpiente y cabezas rodeadas por un anillo de trompetas. Esferas de plata de tres metros de diámetro, que de vez en cuando se alzaban silenciosamente en el aire, demasiado veloces para ser verdaderas, demasiado silenciosas. Macizos artefactos, chatos y anchos, que serpenteaban como caracoles por sendas hechas por ellos mismos, con un proyector en el hocico de donde provenía un extraño haz, igual a la luz, salvo que se cortaba en un extremo como si se interpusiera una pared invisible. Junto con éstos, olfateando las rocas, había otros que temblaban y se desplomaban. Luego se veía un movimiento en la máquina a través del haz, y detrás de ella aparecían, como huevos, unos lingotes plateados que eran arrojados a un costado recubiertos por un fino polvillo helado.</p> <p>Gurlick se despertó rodeado de ese espectáculo, parpadeando y mirando estúpidamente. Tardó unos minutos en darse cuenta de dónde estaba: encima de una columna de tierra, de tres metros de diámetro y unos diez de altura. A su alrededor, en una extensión de cientos de metros, la tierra había sido excavada... y usada.</p> <p>En el borde de su pequeña meseta había una menuda caja abovedada que, ni bien le puso el ojo encima, se abrió y le acercó un tazón poco profundo que contenía una sustancia caliente y viscosa. La levantó y olisqueó. La probó, se encogió de hombros y, gruñendo, alzó el tazón hasta los labios y vertió el contenido en su boca con la palma de la mano. La calidez adentro de su estómago fue aliviadora, luego desconcertante y finalmente alarmante, por el modo en que crecía. Se colocó las manos sobre la cintura y se sentó abruptamente, mirando sus piernas entumecidas y desobedientes.</p> <p>Aturdido, alzó la vista hacia el activo panorama y divisó un aparato zancudo que avanzaba con infinidad de patas articuladas y con un caparazón de tortuga de quizá cuatro metros de diámetro. Se esparrancó sobre la columna de tierra que aprisionaba a Gurlick, poniéndose de puntillas mecánicamente, y el caparazón empezó a descender sobre él y su montículo, como una inmensa y lenta concavidad. Ahora ya no podía hablar, ni podía permanecer sentado: se tumbó hacia atrás y quedó tendido, impotente, mirando con fijeza y gritando en silencio...</p> <p>Pero a medida que el aparato, con el vientre hormigueante de sinuosos miembros funcionales, lo iba envolviendo lentamente, se sintió inundado de alentadoras promesas, de una fuerza especial —la especialidad de la máquina: hacerlo sentir fuerte, pero de ninguna manera serlo— y se encontró más cercano a la paz de lo que jamás lo hubiera estado. Se le informó que sería sometido a una sencilla operación, y que era buena, sí, muy buena. Y se le informó por qué.</p> <p>La espora, la “pasa de uva”, había sido la vida, o su sustituto. Había atravesado el espacio físicamente, materialmente, y sus funciones y sus capacidades habían terminado al invadir a Gurlick. Pero la transferencia de la esencia de la vida de la Medusa a toda la humanidad era algo que ninguna máquina terrestre —ni siquiera extraterrestre— podía lograr. Sólo la vida puede transmitir la vida. Una diminuta alteración —un ajuste de isótopos en ciertos elementos ionizados de las glándulas de secreción interna de Gurlick— lograría integrar la humanidad al cuerpo de la Medusa.</p> <p>Las máquinas ahora en funcionamiento, restablecerían eficazmente —la Medusa aún actuaba sin vacilaciones, bajo la convicción de que se trataba de un restablecimiento— la unidad del género humano, la mente colmenar, de manera que cada “entidad biológica” pudiera alcanzar y ser alcanzada por todas las personas; pero la fusión con la Medusa sería la tarea especial de Gurlick, y ocurriría en el instante en que su semilla se abrazara al óvulo de una hembra humana, similar —y aquí Gurlick percibe dos imágenes— al vuelo nupcial de un par de abejas, y luego una gigantesca y activa colmena, con él mismo, por supuesto, operando desde el centro todopoderoso. Pero con la diferencia —se le insinuó sin que lo entendiera— de que de algún modo todo esto sería simultáneo.</p> <p>La máquina lo envolvía lentamente. Mientras sus hábiles miembros realizaban ya las primeras de un centenar de delicadas manipulaciones, el aparato registró su sueño, lo felicitó por él, y le prestó un detalle y una profundidad que su pobreza creativa no le había permitido darle antes, por lo que lo vivió con más realismo que la realidad misma. Desde el momento del acercamiento (con un grado de excitación que probablemente lo hubiera destrozado de haberlo sentido en condiciones normales) hasta la consumación, vivió instantes tan violentos que estremecieron la tierra y arrugaron el cielo con pliegues de deleite.</p> <p>Y aun más: ya que en estas invenciones táctiles no había limitaciones humanas, podía proceder una vez más, y aun otra, sin la fatiga ni la monotonía de la familiaridad, ya fuera a través de todo el episodio, o de una fracción pequeña de él, fuera la excitación de ver la ropa —negro satinado y carmesí, y la revuelta escarcha de encaje blanco— o el clímax, palpitante, hasta hacerle perder los sentidos.</p> <p>También estaba siempre presente la promesa informal de que <i>cualquier</i> conquista de Gurlick llegaría hasta esa cúspide, o una más elevada; se le dejó revolcarse en su sueño porque le encantaba, pero también se le hizo comprender que sólo era uno de muchos, el símbolo de cualquiera, la calidad del todo.</p> <p>De modo que, mientras construía sus máquinas para fusionar “nuevamente” la psique dispersa de la humanidad, la Medusa tenía a Gurlick bien preparado.</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Si no es ahora, muchacho, se dijo a sí mismo Paul Sanders, no va a ser nunca. Con una mano entre los omóplatos de la chica cubiertos por la tela de seda, se levantó del sofá y se puso de pie suavemente, se detuvo un instante y alzó a Charlotte Dunsay en sus brazos.</p> <p>Prudence —bautizada Salomé— Carmichael había tenido un día agitado. Estaba llena de sus pensamientos, pero los dejó a un lado; de pie en su bañera, se quedó en un suspenso extasiado, con la mano descansando sobre la cromada canilla de <i>Caliente-Frío.</i></p> <p>En Roma, un muchacho loco deambulaba, incapaz de odiar, ya sin ser perseguido, su rebeldía reprimida en el punto de ebullición y arrojada a un estuche de violín. No quedaba nada dentro de Guido, no había lugar para nada que no fuera una dicha embriagadora y una intensa pasión por ese milagro barnizado y tallado bajo su brazo, aguardando como un nervio al desnudo el hambriento tacto de su talento desencadenado. Ningún amante, ningún avaro, ningún acólito sobre la tierra, amaba a mujer, dinero o Dios alguno más de lo que Guido amaba a su violín; ninguna loba parturienta, ningún búfalo de agua herido estaba tan alerta en previsión de un enemigo.</p> <p>Henry, de cinco años de edad, dormía de espaldas, como de costumbre, boca arriba, los brazos rígidos, los puños cerrados e inmóviles pegados a los muslos y los tobillos juntos. Tenía una pesadilla, sin un solo ruido, y veía padres sonrientes y amables que lo rodeaban, algunos de los cuales llevaban como máscaras las caras de los otros chicos de su aula, de tenderos y de perritos, aunque en realidad no eran más que padres sonrientes, disfrazados y gentiles, a punto de explotar en su cara. Y entre él y todos los padres había una diosa cariñosa de suaves manos, llenas de los caramelos y emparedados de mermelada prohibidos, para entregárselos a los niños a oscuras cuando los habían mandado a la cama sin cenar porque eran cobardes. Esta diosa estaba allí para cuidarlo y protegerlo; pero cuando llegaba la explosión, en ese instante o el siguiente, o el otro, los cachorros y los niños y los almaceneros y los padres correrían hasta él bruscamente como si la diosa no estuviera para nada, y mientras le hacían lo que le hacían, ella aún estaría allí sonriendo y lista con culpables caramelos, sin saber lo que los padres le estaban haciendo. Y en el fondo de esta pesadilla estaba la desesperanza, la absoluta certeza de que despertar sería penetrar en ella; el sueño y el mundo eran sólo uno ahora, fusionados e idénticos.</p> <p>Se fueron de la aldea, todos ellos, los bebés a cuestas, o colgando por una cinta de la cabeza de los padres, los más pequeños asustados y acurrucándose juntos, los adultos callados y asombrados. Guiándolos, iban Mbala, que había recuperado su fe, y Nuyu, que había encontrado la suya. La aldea no quedaba muy alejada de la plantación de patatas; sin embargo, parecía un tipo de peregrinación: los devotos enardecidos por los iluminados, que iban a presenciar el milagro del campo desmalezado.</p> <p>Éstos son átomos entre millones, individualizados por lo que tienen de individualizable, diferentes, sin embargo, sólo en la medida en que cada uno es diferente <i>a</i>, o tiene una diferencia <i>de</i>, alguna cualidad y trama de cualidades, repetida dos billones de veces de épocas de vida bajo el sol. Hay un lugar en esta historia para todos aquellos lo suficientemente cercanos a nosotros como para que podamos llamarlos Tú, y para ese grupo mucho más limitado y selecto —puesto que muchos pueden llamar a un hombre Tú—, los privilegiados que tienen el derecho de llamarse a sí mismos Yo. Tan pocos pueden hacer esto, y no hay dos iguales. Peón, jíbaro, <i>fellahin</i>, muchedumbres de hombres de manos curtidas: torero, marinero, boticario, vendedor, con la lengua hecha a ciertas jergas especiales, cada jerga con su inclinación especial. Ésta también es su historia.</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Gurlick estaba acostado, cubierto e inconsciente, pasivo bajo las manipulaciones submicroscópicas de la máquina que lo convertía en un integrante especial de la Medusa a través de su semilla. No observó, por lo tanto, el cambio en las poderosas operaciones a su alrededor, cuando los mineros que ponían huevos y avanzaban con paso de caracol se retiraban, oscurecían los hocicos de luz, y se desarmaban prolijamente para que su material se incorporara a unas máquinas más necesarias. Éstas, a su vez, completaban sus tareas especiales y se separaban y dispersaban para otras que aún las necesitaban, hasta que al final sólo quedaron las de cuello largo, con rodado de oruga y cabeza de trompeta, y una cantidad suficiente de esferas de plata como para transportar los varios millares de estas máquinas a sus destinos, cuidadosamente trazados.</p> <p>No se tomaron precauciones para un fracaso, porque no había fracaso posible. La naturaleza del electroencefalógrafo y de sus trazos mostraba claramente a la ciencia trascendental de la Medusa exactamente qué era lo que faltaba en el promedio de las mentes, y les impedía ser una mente compartida.</p> <p>La red sería relativamente fácil de arrojar y estrechar, pues la Medusa había hallado la potente base de una mentalidad colmenar viva y esperando, que se veía dondequiera que los humanos se movían ciegamente en los pasos de otros humanos, exclusivamente porque los otros humanos se movían así. Se veía dondequiera que amigos separados por distancias se sentaban impulsivamente a escribirse cartas simultáneas, dondequiera que hombres agrupados —en cuarteles, comités, multitudes y naciones— dividían su inteligencia por el número de los agrupados y permitían que ese coeficiente increíble guiara su curso.</p> <p>La posible o probable naturaleza de una colmena humana, una vez (re)establecida, era una cuestión que no se había explorado, porque apenas tenía importancia. Una vez unida, la humanidad se acoplaría a la Medusa, porque la Medusa siempre —no casi siempre, no “en prácticamente todos los casos”, sino <i>siempre</i>— invadía las colmenas que tocaba.</p> <p>Entonces el área de fabricaciones se fue silenciando, las esferas volaron sin un sonido sobre el depósito, recogieron sus racimos de proyectores de cuello largo, y se alejaron con ellos. Fueron enviados a todos los rincones de la Tierra, listos para ubicarse en cualquier sitio donde sus emanaciones —en parte sonoras, en parte de otro carácter— llegaran a grandes masas de humanos.</p> <p>No podían llegar a todos los humanos, pero sí a la mayoría, y la colmena ya establecida atraería a los restantes. Ningún humano escaparía: ninguno podría hacerlo; ninguno querría hacerlo.</p> <p>Entonces, en alguna parte de esa entidad perfecta, indivisible y talentosa, Gurlick plantaría una diminuta salpicadura suya, y en el momento de fusión entre aquella y un óvulo viviente, la Medusa se extendería como una cristalización a través de una solución sobresaturada.</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Sólo otra aparición de objetos voladores, pensaron los pocos observadores que vieron algo y los que recibían los informes de sus observaciones en los breves minutos que les quedaban para pensar como siempre habían pensado.</p> <p>Algunos militares tuvieron, en esos minutos, una perplejidad angustiante. Cualquier objeto rastreado a la velocidad que indicaba el radar tenía, con pequeñas variaciones, que aparecer en alguna dirección extrapolada; cuanto mayor la velocidad, más sutil la extrapolación.</p> <p>Los pocos registros que había del titilar y relampaguear de estos objetos indicaron senderos de vuelo en los cuales los objetos sencillamente no aparecían. Era evidentemente imposible que aminoraran la marcha y cayeran directamente en sus puntos de destino a esa velocidad; pese a todo, lo hacían, y antes que los científicos pudieran concluir su redefinición de “imposible”, ellos y todos sus colaboradores, colegas, conocidos, cohabitantes, herederos y cesionarios fueron relevados de la necesidad de calcular.</p> <p>Sucedió muy rápidamente: en un instante, una masa heterogénea de pululantes seres incomunicados; al instante siguiente, el derrumbe de esa torre de Babel.</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Se quedó inmóvil con la chica en sus brazos, a punto de depositarla sobre el sofá; y luego, sin un sobresalto, sin una palabra de asombro, Paul Sanders la puso de pie sobre el piso, sosteniéndola con un brazo firme alrededor de los hombros hasta que a ella se le despejó la cabeza y pudo pararse sola.</p> <p>No dijo nada porque no había, en ese momento, nada que decir. En una fracción de segundo hubo una orientación de carácter trascendental: nada tan rústico como la telepatía mutua, sino un repentino y absoluto reconocimiento de las relaciones: yo contigo, nosotros con el resto del mundo. Aquí residía la esencia de una apremiante decisión final, y la clara urgencia de actuar de inmediato y específicamente.</p> <p>Juntos, Paul Sanders y Charlotte Dunsay abandonaron el departamento. El pasillo estaba repleto de personas en distintas etapas de vestimenta, todas moviéndose en silencio, resueltamente. Nadie le prestó a Charlotte —con su camisón de nailon— la más mínima atención.</p> <p>Caminaron hasta el pozo del ascensor. Ella se detuvo frente a la puerta junto con media docena de personas, y él abrió el acceso que conducía a las escaleras de incendio y las subió brincando de a dos en dos. Salió a la terraza, fue hasta la cabina que protegía el motor y los cables del ascensor, arrancó el pequeño candado con un solo movimiento pausado, abrió la puerta y entró. Nunca en su vida había estado allí antes; no obstante, giró hacia la izquierda y tomó, sin vacilación, una palanca de dos metros de largo que estaba tirada sobre el enrejado y, corriendo, descendió con ella por la escalera de incendio.</p> <p>Sin mirar los números de los pisos, dejó de bajar en el cuarto, tomó hacia la izquierda y recorrió el pasillo. La última puerta de la derecha se abrió antes que llegara hasta ella; no miró a la anciana que se la había abierto, ni ella le dirigió palabra alguna. Atravesó un vestíbulo, una sala y un dormitorio, abrió la ventana de la derecha y salió.</p> <p>Había una angosta cornisa en la cual apenas podía mantener el equilibrio llevando la pesada palanca, y sin embargo, logró hacerlo. El principal enemigo de un hombre en equilibrio es el veneno del miedo que lo invade: <i>¡Voy a caer! ¡Voy a caer!</i> Pero Paul no sintió ningún tipo de temor. Avanzó con una rápida sucesión de pasos muy cortos hasta llegar al gran perno del cual pendía, hacia afuera y abajo, la gigantesca cadena que sostenía una punta del macizo entoldado de un teatro. Allí giró y se puso en cuclillas, pasó la palanca por encima de su hombro y, guiándola hacia abajo, introdujo la punta en el cuarto eslabón de la cadena. Después, esperó.</p> <p>La calle abajo —lo que podía ver de ella— parecía a primera vista normalmente concurrida, con el número de gente que podía esperarse a esa hora de un sábado a la noche. Pero era evidente que nadie <i>paseaba</i>: todos caminaban enérgicamente y con determinación; una o dos personas corrían, de forma tal que indicaba que <i>iban hacia</i> y no <i>venían desde</i> alguna parte. Divisó a Charlotte Dunsay cruzando la calle, caminando con los pies descalzos y entrando en una sala de exposiciones donde se estaban exhibiendo máquinas computadoras. Aunque el lugar estaba cerrado desde el mediodía, ahora se encontraba abierto e iluminado y lleno de gente trabajando silenciosa y velozmente.</p> <p>Llegó un sonido, y algo más que un sonido: un ulular penetrante y profundo que al comienzo parecía engendrarse en el aire, y debajo de la tierra, sin origen. Pero a medida que crecía en volumen, Paul lo situó hacia su izquierda, y finalmente, en forma clara, hacia la esquina del edificio. Sea lo que fuere lo que estaba produciendo el ruido, se estaba arrastrando lentamente por la calle para colocarse en la intersección, una de las más importantes, donde tres avenidas se cruzaban.</p> <p>Pacientemente, Paul Sanders aguardó.</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Sin un ruido, Henry despertó de su silenciosa pesadilla. Se bajó de la cama y salió trotando de su habitación, pasando frente a la puerta abierta de la de sus padres. Estaban despiertos, pero él no dijo nada, y si ellos lo vieron, tampoco dijeron nada. Descendió suavemente por las escaleras y se internó en la cálida noche. Trotando tomó hacia el centro, corrió tres cuadras hacia el sur, una hacia el oeste y dos más hacia el sur. Pudo, o no, haber notado que aunque los semáforos aún funcionaban, nadie los obedecía ya, inclusive ni él mismo. Inexplicablemente, los autos y los peatones fijaban su curso y su velocidad y los mantenían, indiferentes a las esquinas, pasando y volviendo a pasar sin incidentes ni aparente esfuerzo.</p> <p>Henry estaba consciente, desde hacía algunos momentos, de la sirena casi subsónica, y de su creciente volumen a medida que avanzaba. Cuando llegó hasta la intersección principal, vio la fuente del sonido en la misma calle por la cual transitaba, pero pasando la esquina donde estaba el teatro. Era una pesada máquina similar a un tanque, coronada por un largo cuello flexible, en el extremo del cual cuatro bocinas, como megáfonos o altavoces, emitían el sonido. El cuello serpenteaba de un lado para el otro, ladeando las bocinas y cambiando de dirección en un intrincado movimiento repetitivo, que causaba el efecto de agregar al sonido un lento e inquietante trémolo.</p> <p>Henry cruzó rápidamente la calle y pasó debajo del toldo de la calle lateral. Llegó frente al artefacto en el preciso instante en que éste entraba a la intersección.</p> <p>Sin detenerse una sola vez, Henry se volvió y se zambulló directamente en el pequeño espacio que había entre el eje de tracción delantera de la máquina y su rodado de oruga. Su sangre brotó, y el eje patinó un segundo en ella; el rodado trasero, andando aún, hizo que la máquina doblara repentinamente y se subiera a la acera con un topetón, debajo del enorme toldo.</p> <p>Paul Sanders, en el preciso instante en que el niño saltó, y antes que la cabeza y las pequeñas manos penetraran en el rodado, hizo fuerza hacia abajo y enganchó firmemente la punta de cincel de su palanca en el cuarto eslabón de la cadena. Habiéndose arrojado hacia afuera, su envión hizo que la palanca diera una vuelta completa al eslabón y, con el descenso de su peso sobre ella, logró que la cadena efectuara una torcedura prodigiosa.</p> <p>El perno se desprendió del edificio con un chillido, y el extremo del toldo se aflojó. Luego, con el peso de la cadena y del cuerpo musculoso de Paul, el entoldado se derrumbó por completo y cayó pesadamente sobre la máquina.</p> <p>En medio de una lluvia de ladrillos sueltos, planchas de hojalata, letras luminosas y vigas, la máquina empujó poderosamente su rodado resbalando y rechinando estridentemente en el asfalto. Pero no podía liberarse. El largo cuello y la cabeza de cuatro bocinas se estremeció y golpeó contra la calle por un momento. Luego el profundo bramido menguó y desapareció, y la cabeza cayó y quedó quieta.</p> <p>Cuatro hombres corrieron hacia los destrozos, dos de ellos empujando un pequeño carro que llevaba un equipo de oxiacetileno. Uno de los hombres se puso a trabajar instantáneamente tomando medidas con un nivel, un micrómetro y calibres. Dos más hicieron funcionar el soplete en breves segundos y se pusieron a la tarea de buscar una porción de la máquina que pudiera ser recortada. El cuarto hombre, con escoplos abrasivos y un formón, empezó a investigar el modo de lograr el desmantelamiento del artefacto.</p> <p>Y mientras tanto, en un silencio sobrenatural y con una determinación inquebrantable, la gente pasaba y volvía a pasar, a pie o en vehículos, ocupada con sus asuntos. No se acumuló ninguna muchedumbre. ¿Por qué habría de hacerlo? Todos <i>sabían</i>.</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">La población entera de la aldea estaba allí, encabezada por Mbala y Nuyu, seguidos por el hechicero, a doscientos metros de la plantación de patatas, cuando descendió el artefacto del cielo. Era a plena luz del día, por lo que faltaba el efecto fantasmal de la luz de la luna. Pero la forma misma del proyector, sostenido por manos invisibles desde la esfera, era lo suficientemente estrafalaria, lo suficientemente insólita, como para provocar un grito sofocado de asombro y de miedo en los aldeanos. Mbala se detuvo e hizo una reverencia, pronunciando el nombre de su padre, y todos los demás siguieron su ejemplo.</p> <p>La esfera cayó rápidamente sobre la plantación, que estaba situada en un lugar conocido localmente como la Voz del Gigante. Era una zona llana rodeada por cuatro grandes monolitos como proas de buques; el resultado, quizá, de algún antiguo cataclismo que rebanó la colina por el norte y el sur, y luego al noroeste y al sudeste. Se decía que un hombre podía lanzar un grito allí y ser escuchado en todo el mundo. Exagerado o no, era, a juzgar por la fotografía sacada por el minero de selenio, un sitio ideal para un proyector, y ahí estaba.</p> <p>La esfera dejó su carga y ascendió nuevamente, sin pausa, veloz como una pelota de goma. El proyector comenzó con sus graves bocinas ondulantes y el sonido se extendió con el eco por las hendeduras de la Voz del Gigante, lloviendo sobre los aldeanos y silenciando sus cánticos como si los hubiera absorbido.</p> <p>Hubo un momento —apenas unos segundos— de helada inactividad, y luego la mitad de los guerreros giró como si fueran uno solo y se hundieron en la jungla. Los restantes, junto con las mujeres y los niños, se agruparon, más de cuatrocientos de ellos, y descendieron rápidamente por la cuesta hasta la plantación. Nadie pronunció palabra ni emitió sonido alguno, pero cuando inundó el espacio entre dos de las torres de piedra, la mitad de la gente corrió hacia el claro, orillándolo, mientras la otra mitad se ponía en cuclillas en donde estaba, obstruyendo el paso de lado a lado. Los que corrían hicieron lo propio con el paso del norte, rodeándolo agachados, silenciosos y expectantes.</p> <p>Directamente enfrente del primer grupo, en el paso hacia el oeste, se vio un movimiento, y una, dos, una docena, cien cabezas aparecieron, avanzando resuelta y tranquilamente. Eran los Ngubwe, aldeanos vecinos, con los cuales había una tradición —que ya no tenía vigencia— de rapto de esposas y de guerras que databa de los días más antiguos. La gente de Mbala y los Ngubwe, aunque siempre pendientes los unos de los otros, se conformaban con respetar mutuamente sus propiedades y cultivar en paz sus tierras, y durante los últimos treinta años había habido lugar suficiente para todos.</p> <p>Ahora, tres de las salidas de la planicie rodeada de rocas se hallaban atestadas de silenciosos nativos en cuclillas. Hasta los bebés estaban callados. Durante casi una hora no hubo otro sonido más que el aullido penetrante, inquietante, del proyector; ningún movimiento salvo la forma hipnótica y compleja de las ondulaciones y giros. Y de repente hubo un sonido nuevo.</p> <p>Un furioso rumor se acercaba entre trompetazos estridentes, y las personas que esperaban se pusieron de pie. Las mujeres se desgarraron las ropas para obtener jirones de brillantes colores, los hombres hincharon sus pulmones y los vaciaron, volviendo a llenarlos, preparándose.</p> <p>A través de la entrada del sur irrumpieron cuatro guerreros, chillando y haciendo cabriolas. Pisándoles los talones venía una manada de elefantes furiosos, tres, cuatro, siete, nueve en total, un macho viejo, dos pequeños, cuatro hembras y otras dos más jóvenes, turbados, encolerizados, fuera de sí de ira. Los guerreros perseguidos se separaron, dos hacia la derecha, dos hacia la izquierda, corrieron y se sumergieron en la multitud que los esperaba.</p> <p>El gran macho aulló estridentemente, giró y embistió hacia la izquierda, para encontrarse con casi doscientas personas gritando y saltando. Llevado por su envión, desvió su dirección hacia la pared de roca y después hacia la segunda entrada, donde volvió a encontrarse con la misma aterradora cacofonía. Los demás elefantes, salvo dos de los más pequeños, lo seguían con gran estruendo, y cuando aquél se detuvo como para volverse y atacar al segundo grupo, los demás lo embistieron y empujaron desde atrás.</p> <p>A esta altura el macho estaba ya fuera de sus inmutables y plácidas casillas. Alzando la trompa volvió los poderosos hombros contra los que lo empujaban y se encontró frente al artefacto estrepitoso y brillante en el medio del claro.</p> <p>Chilló y sé abalanzó sobre él, seguido de la manada berreante. El ruidoso aparato se movió sobre sus infinitos rodados, pero no lo hizo con la suficiente rapidez ni logró la suficiente distancia como para evitar las toneladas de histeria que arremetían contra él. Los elefantes le arrancaron la cabeza aullante y el cuello en tres pedazos sucesivos, y lo dieron vuelta sobre un costado y luego sobre el dorso. El aullido se apagó con una brusquedad ensordecedora cuando se desprendió la cabeza, pero los rodados siguieron pisando aire durante algunos minutos.</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">En Berlín también se utilizaron elefantes para deshacerse de la máquina que había aterrizado en el parque, junto al famoso zoológico, aunque ésta fue una maniobra más disciplinada, ejecutada por animales adiestrados que hacían exactamente lo que se les ordenaba.</p> <p>En China, un proyector se alojó en una grieta en las montañas, debajo de un puente del ferrocarril, y comenzó a ulular al viento. Un viejo nómade con artritis salió rengueando de entre las rocas y sacó dos clavos, desviando un riel. A media milla de distancia, el maquinista y el fogonero de una locomotora que arrastraba un tren combinado de carga y de pasajeros con más de cuatrocientas personas a bordo, dejaron sus puestos sin una palabra, se treparon al ténder y desengancharon la locomotora del primer vagón. Al instante había un hombre junto a cada freno de mano del tren. Este se fue deslizando hasta detenerse, mientras, a lo lejos, la locomotora salía corriendo por la vía desviada y trituraba el proyector antes que la máquina extraterrestre pudiera avanzar un solo metro.</p> <p>En la Tierra de Baffin, una partida de cazadores esquimales quedó anonadada, observando a un proyector cómodamente ubicado en un terraplén de hielo flotante inaccesible, y haciendo resonar en el aire fresco su mensaje a través de las estepas hasta los oídos de cuatro, o tal vez cinco colonias diseminadas a bastante distancia entre sí. Los cazadores no tuvieron que esperar mucho: en lo alto, desde la atmósfera, se aproximaba un poderoso misil Atlas, el que encontrándose aún muy por debajo del horizonte, lanzó una astilla relativamente diminuta, el formidable Hawk.</p> <p>El pequeño Hawk descendió chillando desde las alturas, trazó un amplio semicírculo para eliminar parte del exceso de su velocidad, y luego hizo blanco en el proyector con una precisión de la que un bombardero veterano se jactaría, diciendo: “Lo emboqué justo en la chimenea”.</p> <p>De ahí en adelante, fueron los misiles los que se encargaron de la mayoría de los proyectores, aunque en zonas muy pobladas se encontraron otros medios. En Bombay, un proyector causó la mayor cantidad de víctimas —ciento treinta y seis— cuando una multitud simplemente se abalanzó sobre una de las máquinas y la despedazó con las manos. Y en Roma, un hombre despachó a cuatro de ellas y salió ileso.</p> <p>¿Un hombre? ¿Ileso?</p> <p>Un muchacho, mejor dicho, caminando por el tramo superior de la nueva autopista en las colinas al norte de Roma, se detuvo durante no más de tres segundos en su andar decidido, luego se volvió silenciosamente y subió al Lagonda que en ese momento se acercaba lentamente a la calzada. Lo manejaba una mujer de ojos claros, no excesivamente linda, pero de ese tipo de italiana poco común, de cabello rojo y ojos verdes. No dijo nada, pero conducía el potente, inquieto Lagonda con mano firme y delicada.</p> <p>Como por alguna tácita indicación, el muchacho abrió la puerta, se deslizó por el estribo y avanzó palmo a palmo hasta alojarse firmemente en el paragolpes resplandeciente, con su rodilla enganchada en el soporte que sostenía la gran esfera del faro.</p> <p>Encorvado por el viento provocado por la velocidad, abrió la caja que había estado sujetando todo ese tiempo y extrajo de ella un violín, dejando aletear el estuche tras él como un murciélago herido. Impasible, partió en dos el violín, separando el diapasón de la caja de resonancia, y con los dientes sacó las cuatro clavijas, dejando libres las cuerdas. Arrojó la caja que se despedazó contra el borde revestido de acero de la calzada, y con el diapasón en la mano, la parte tallada apuntando hacia arriba, desenganchó la pierna del soporte del faro y apoyó en él la otra mano. Así se agazapó, con los ojos a medio cerrar.</p> <p>Cuando la autopista viró hacia la izquierda en una amplia curva, la mujer guió el coche lo más lejos que pudo por el carril de la izquierda, aceleró con una velocidad que desgarró los músculos de Guido y se lanzó en diagonal hasta cruzar la calle y subirse a la acera de la derecha. En el último momento posible, giró violentamente el volante para evitar la áspera dentadura de la verja, y Guido saltó hacia arriba y afuera, volando sobre la cuesta, cayendo a través del aire a casi ochenta kilómetros por hora.</p> <p>Para calcular la velocidad al microsegundo, la altura y la trayectoria con siete decimales, las mejores mentes computadoras de la Tierra habían trabajado intensamente, sumando estos factores a todos los otros: la altura del muchacho, su peso y la fuerza de sus piernas, el hecho de que, de todos los peatones que estaban en la zona en ese momento, él era el único en poseer algo como el diapasón y el clavijero tallado de un violín. Daba la casualidad que éstos tenían precisamente el tamaño y la curvatura capaces de estropear una membrana vital en la garganta de los proyectores con un sólo golpe. Todo esto encajaba con la trayectoria observada de una esfera que descendía, portando no uno, sino cuatro proyectores, evidentemente hacia algún punto de la Ciudad de las Siete Colinas donde éstos podían abarcar un área máxima y la mayor cantidad de gente, debido a que aterrizaban en el mismo lugar y se dispersaban mínimamente.</p> <p>En el cenit de su parábola, y al entrar en la brusca curva descendente, el brazo libre y las piernas del muchacho se enroscaron como una víbora alrededor de los cuellos entrelazados de los cuatro proyectores. Estaban liados de modo que las cabezas estaban una encima de la otra. Guido se trepó hasta la más alta y embutió su cachiporra dura y cincelada en la bocina. La silenció, y, con tres rápidos golpes, alcanzó también a las otras tres, acabando con la última en el preciso instante en que toda esta masa tocaba tierra.</p> <p>La esfera empezó a rebotar hacia el cielo impacientemente, pero se atascó en los resortes de un tapete de cuerda de acero con sólidos nudos, uno de esos que se usan para amortiguar explosiones en zonas urbanizadas. El tapete se había colgado como una gran cortina debajo del viaducto, y ubicado de modo que cayera sobre la esfera cuando ésta perdiera altura. Un grupo de personas silenciosas y sudorosas que esperaban allí tomaron las cuerdas de las puntas e instantáneamente sujetaron el tapete a unas vigas y unos pilares de hormigón, y la esfera arremetió una y otra vez hasta que repentinamente comenzó a recalentarse y cayó pesadamente al piso.</p> <p>Guido ayudó a desarmarla para ver cómo funcionaba.</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Allí está ella. De pie, el agua perlando su cuerpo, la cabeza inclinada, el agua centelleando entre sus cabellos, sonríe y dice: <i>Está bien, encanto. ¿Qué vas a hacer ahora?</i></p> <p>Un rumor lejano y un destello de luz en el cielo. ¡Crash! Una explosión de luz insoportablemente intensa, un olor acre a productos químicos quemados, un sofocante nubarrón de polvo y humo y el tamborileo de los escombros al caer. Confusión, desconcierto, desorientación y una creciente ira ante la privación de un sueño.</p> <p>La orden terminante a cada ente sensible, mecánico o no, en toda la cumbre de la colina: <i>¡Saquen a Gurlick de aquí!</i></p> <p>Una ráfaga luminosa y plateada en lo alto, luego una sensación pegajosa de asfixia en todo el cuerpo, como una capa de aceite tibio, y, abajo, la colina desgarrada va desapareciendo. Aún quedan cientos de proyectores, hilera tras hilera; pero a juzgar por el tamaño del terraplén donde están estacionados, debió de haber cientos de miles más.</p> <p>¡Crash! Media docena de proyectores vuelan hacia el cielo y vuelven a caer en fragmentos y añicos. Allí, en lo alto, se ve una escuadrilla de aviones <i>jet</i>. Se ven dos esferas de plata, esquivando, bailoteando; luego la amplia curva de un misil rastreador señala a una, y el rastro y la explosión pintan una brillante bola con una cadena de humo en el cielo. ¡Crash! ¡Crash! En el momento en que la colina desaparece velozmente a lo lejos, se puede ver una docena y otra más de proyectores despegando hacia el cielo, y un sinnúmero de ellos, abriéndose camino entre la lluvia de escombros de los que han sido derribados un suspiro o un parpadeo antes; y una explo...</p> <p>No, esta vez no hay ninguna explosión, sino un punto, un ojo de buey, una ventana en un nicho que da al corazón del infierno: todos los colores, y todos demasiado intensos, creciendo, creciendo, demasiado, demasiado grandes para estar creciendo a ese ritmo, abarcando la cumbre, la cuesta, la colina entera en una bola luminosa.</p> <p>Y por muchos minutos después, se ve la columna grisácea subiendo y subiendo sobre el paisaje, miles de metros, construyendo un techo con aleros, aleros que se estiran y se alejan en espiral..., o acaso son los dedos —como garras— de ejércitos de quién sabe qué demonios, que han trepado por el interior de la llamarada, dispuestos a asomar quién sabe qué rostros infernales. Gurlick pende pegajosamente en el aire de algo invisible, espeluznante —durante muchos minutos, con motas delante de los ojos deslumbrados—, debajo de la esfera de plata; pero sin sentir el viento ni la aceleración, ni ninguna de las imposibles maniobras mientras la esfera vuela bajo, saltando los setos, abrazando la tierra, volviendo sobre sus pasos y flotando para esconderse.</p> <p>—Desgraciados —se lamentó Gurlick—. Tratando de volarme con bombas atómicas <i>a mí</i>. ¿Les dijiste quién soy yo?</p> <p>No hubo respuesta. La Medusa estaba calculando con su máxima capacidad, con su inmensa, infinitamente variada capacidad. Había esperado unificar la mente de la humanidad. Había previsto correctamente la seguridad del éxito, y la imposibilidad del fracaso.</p> <p>Pero ¿un éxito como <i>éste</i>?</p> <p>Como éste: en los primeros cuarenta minutos, la humanidad destruyó el setenta y uno por ciento de los proyectores y el cuarenta y tres por ciento de las esferas. Para hacer eso, había utilizado cualquier cosa que estuviera a mano, sin considerar el costo en vidas o material: apagó el fuego sofocándolo con su abrigo de visón, mató al crótalo golpeándolo con su bebé. Se movió, rápida, precisa, y casi con reflejos, como un hombre que sostiene una tea ardiente y, al sentir el calor acercarse a un dedo, la suelta, se retira y busca otro objeto mientras piensa en otras cosas. Arrojó a un niño dentro de la tracción de un proyector porque cabía, y porque contenía la cantidad justa del grado justo de lubricante que se necesitaba, en ese preciso momento, para ese preciso propósito. Era capaz de comprender, en cuestión de microsegundos, que la cosa más aproximada a la herramienta necesaria para destrozar la garganta de un proyector eran el diapasón y el clavijero tallados de un violín.</p> <p>Y fue así: a partir del cuadragésimo primer minuto, la Humanidad lanzó el primer arma de precisión contra los proyectores. Primero ideó y produjo un mecanismo de localización que rastreaba y destruía infaliblemente los aparatos extraterrestres, pese a que éstos no emitían radiaciones en el espectro electromagnético, ni siquiera el infrarrojo. Luego halló la forma de hacerlo lo suficientemente compacto como para que encajara en la punta de combate de un Hawk, y, lo que es más, pudo anexar el Hawk al poderoso Atlas.</p> <p>Y esto fue lo primero.</p> <p>En el quincuagésimo segundo minuto —esto es, menos de una hora después que la Medusa presionara el botón para unificar la mente del hombre— la Humanidad estaba usando rápidamente objetos improvisados de una espantosa precisión, artefactos que invertían el mecanismo de manejo de los proyectores —como el de aquel proyector que, bajo su propio impulso, se tiró desde el puente de la Puerta del Infierno en veinticinco metros de agua— y otros objetos que retransmitían las señales de los proyectores desfasadas en 180°, anulándolas.</p> <p>Al llegar al minuto noventa y tres, la humanidad estaba derribando a dos de cada tres esferas que divisaba volando, no por la exactitud de la puntería —porque la humanidad aún no tenía herramientas para contramedir giros sin inercia a nueve kilómetros por segundo— sino por la ingeniosa aplicación de la teoría de cálculo de probabilidades, por la cual dirigían proyectiles de proximidad hacia donde la esfera aún no estaba, pero casi seguramente estaría. Y a menudo la encontraban.</p> <p>La Medusa había anticipado el éxito. Pero, y resumiendo: ¿un éxito como <i>éste</i>? Porque, ¿no había la humanidad acabado acaso con todos los instrumentos operables de la invasión de la Medusa —salvo Gurlick, acerca de quien no podían saber nada— en apenas dos horas y ocho minutos?</p> <p>Esa especie increíble, que poseía una defensa única contra la Medusa —la Medusa aún insistía tercamente—, consistente en una instantánea y total fragmentación ante el primer roce del invasor, parecía poseer además otras cualidades únicas. Por lo tanto, sería prudente —es más: urgía— que la Tierra fuera reducida al punto donde tuviera que recibir órdenes.</p> <p>De ahí... Gurlick.</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">La Medusa se ganó otra vez la confianza de Gurlick, diciéndole que a pesar de la brusquedad de su despertar, estaba ahora listo para salir solo. Le describió su misión, la cual provocó en Gurlick una risita como la de un niño de ocho años oculto en el granero, asegurándole que le prepararía la mejor oportunidad que sus potentes computadoras pudieran ofrecer. El tiempo, sin embargo, apremiaba; lo cual no era ningún inconveniente para Gurlick, quien se frotaba las manos, hacía chasquidos con la lengua y arrugaba media cara en un guiño obsceno, sonriendo para demostrar su consentimiento.</p> <p>La esfera estaba suspendida ahora entre las copas de los árboles en un terreno de espesos bosques, manteniéndose fuera de la vista mientras aguardaba la computación extraterrestre de las mejores circunstancias concebibles para que Gurlick llevara a cabo el proyecto. Esto bien podría haber tomado su tiempo, pues estaba basado en la información parcial, equívoca, romántica, engañosa y manifiestamente pornográfica de Gurlick, y quizás hubiera suministrado algunas conclusiones sumamente divertidas, ya que éstas estarían basadas en la lógica, mientras que las de Gurlick decididamente no lo estaban.</p> <p>Estas entretenidas computaciones se perdieron, no obstante, y se perdieron para siempre cuando la esfera perdió altura vertiginosamente, liberando a Gurlick tan abruptamente que éste perdió el equilibrio. Se le informó que ahora estaba solo: la esfera había sido detectada.</p> <p>Gruñendo y quejándose, Gurlick se tendió bajo los árboles y vio a la esfera huir hacia arriba y alejarse. Un instante después apareció un Hawk, o mejor dicho su estela humeante, extendiéndose por el cielo como una rajadura en un vidrio.</p> <p>No llegó a ver lo inevitable, pero lo oyó a su tiempo: el golpe lejano y casi imperceptible contra el techo del mundo que indicaba el fin de la existencia de la esfera, y con toda probabilidad el fin de todos los artefactos de la Medusa en la Tierra.</p> <p>Dijo unas sílabas irreproducibles, dio una vuelta y examinó el bosque con desconfianza. Esto no iba a ser lo mismo que volar sobre él como una mosca sobre una alfombra, con algún sesudo encargándose de pensar por uno. Por otra parte... éste era el momento crítico. Allí era donde Gurlick recibiría su recompensa, donde al fin podría desquitarse de todo ese mundo lleno de malditos.</p> <p>Se puso de pie y echó a caminar.</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Llena de asombro, la colmena humana se contemplaba a sí misma y a sus obras, sus ganancias, sus pérdidas y su nueva naturaleza.</p> <p>En primer lugar, estaba la intercomunicación, algo tan enorme, tan distinto, que pocas mentes podrían haberlo imaginado anteriormente. Ninguna analogía resultaba adecuada, ningún concepto de infinitos intercambios telefónicos, o receptores de muchas ondas, podría dar una pauta de la cualidad de ese inmenso conocimiento. Describirlo en términos de su complejidad sería tan imposible —y tan falto de visión— como intentar describir un fino encaje refiriéndose a cada una de sus hebras. Tenía más bien <i>textura</i>. Tu memoria, y la suya y la de ella tras el horizonte, todas sus memorias son mías.</p> <p>Aun más: tu orientación personal en el marco de tus propias experiencias, tu yo-en-el-pasado, también es mío.</p> <p>Aun más: tus talentos siguen siendo tuyos... ¿acaso pierde la música su grandeza al ser compartida?, pero tu sensibilidad hacia alguna materia en particular es mía ahora, y tu orgullo por tu habilidad es mío ahora.</p> <p>Aun más: aunque la humanidad está atada al organismo como nunca antes, yo soy Yo como nunca antes. Cuando el Hombre me necesita, estoy íntegramente a la disposición del Hombre. Si no, dentro de los amplísimos límites de los mejores intereses de la humanidad, soy un ente libre como nunca lo fui; yo soy Yo, y mucho más, y con menos obstrucciones internas y externas de lo que jamás antes había sido posible.</p> <p>Pues erradicadas, erradicadas totalmente, están las plagas de alimañas y demonios de cada hombre, que en diversas combinaciones nos han acosado a todos en el pasado: el demonio de Ellos-no-me-quieren, el demonio de Qué-pasa-si-se-enteran, el dúo de diablillos de Me-están-mintiendo y Me-están-tratando-de-engañar; erradicados están Tengo-miedo-de-probar, y No-me-dejarán, y Nadie-me-amaría-si-lo-supiera. Y junto con los diablillos y los demonios, otras cosas desaparecieron. Cosas consideradas como básicas durante la historia del hombre, claves temáticas de las estructuras de vidas y culturas.</p> <p>Ahora bien, si un objeto real desaparece, una roca, un árbol o un poco de agua, habrá truenos y viento y otras manifestaciones violentas, con arreglo a la forma que posea la masa en desaparición. O si un gran hombre desaparece, hay un tremendo alboroto en el tumulto que se produce para llenar el vacío de sus funciones.</p> <p>Pero las cosas que ahora desaparecían probaban su irrealidad por el silencio impasible en que morían. Tarifas, impuestos, límites y fronteras, odio y desconfianza entre humanos, y el idioma mismo —salvo como parte de un arte—, con todas las dificultades de comunicación entre los idiomas y dentro de ellos mismos.</p> <p>En resumen, la glándula séptica de la humanidad había sido removida. Esa glándula cuyas secreciones envenenaban el cuerpo desde que nacía, trocando sentimientos decentes como la supervivencia y el amor, en codicia y lujuria, cambiando el Éxito —He hecho— por la Posición —Tengo poder—.</p> <p>Éste era el nuevo estado de la humanidad. En cuanto a sus habilidades, se planteaban simple y honestamente. Siempre hay muchas maneras de lograr algo; pero sólo una de ellas es realmente la mejor. Cuál es la mejor constituye la fuente de toda discusión acerca de la producción de cualquier cosa, la que crea facciones entre los creadores, y la primera enemiga de la eficiencia y la velocidad.</p> <p>Pero cuando la humanidad se convirtió en una colmena y necesitó algo —como, por ejemplo, la adaptación del veloz proyectil de caza Hawk al gigantesco Atlas—, el dispositivo era producido sin tener en cuenta la fama ni la gloria, sin operaciones innecesarias, y sin fricciones personales de ningún tipo. La decisión se tomaba, el trabajo se hacía.</p> <p>En los vertiginosos primeros minutos, se utilizó con total precisión todo cuanto se tenía al alcance de la mano. Más tarde —algunos minutos después—, se usaron recursos provisionales menos ingeniosos y se produjeron más dispositivos perfeccionados con los materiales que había a mano. Y más tarde aún —cosa de horas—, había ya una producción masiva de nuevos elementos. La humanidad usaba ahora exactamente la herramienta adecuada para el trabajo que necesitaba hacerse.</p> <p>Y dentro de ella, cada individuo iba y venía, encontrando la libertad para ser, para actuar, para enriquecerse y gozar como nunca antes.</p> <p>¿Cuáles eran las cosas que Prudence (Salomé) Carmichael siempre necesitó, siempre quiso hacer? Podía hacerlas ahora.</p> <p>Un muchacho italiano, Guido, atiborrado de talento, aguardaba la llegada del más grande de los violinistas vivientes, procedente desde más allá de una Cortina de Hierro ya derrumbada. En adelante vivirían y trabajarían siempre juntos.</p> <p>Los padres de un niño pequeño y erguido llamado Henry, contemplaban, junto con el resto del mundo, lo que le había sucedido y por qué, y cuán totalmente imposible era que eso volviese a ocurrir. Era necesario que hubiera sacrificios de vez en cuando, aun ahora; pero nunca más uno inútil. Todos sabían ahora, como si fuera un recuerdo de ellos, cuán intensamente había querido vivir Henry en ese destello de agonía que lo eclipsó.</p> <p>Toda la Tierra compartía los dos tipos de experiencia religiosa descubiertos por los africanos Mbala y Nuyu, por la que uno había tenido la confirmación de su fe y el otro la había hallado. Lo que específicamente se les entregó carecía de importancia; el hecho de su devoción era lo importante que debía ser compartido, pues la adoración religiosa es una de las partes más dignas de la naturaleza humana, aunque muchas veces se luche contra ella. Siendo el universo lo que es, siempre hay un <i>plus ultra</i>, poderes y formas más allá de la comprensión, y hay otras cosas más allá, cuando las primeras son comprendidas. Allí fuera está el llamado cuya respuesta natural es la fe y cuyo acercamiento natural es la adoración.</p> <p>Tal era la humanidad cuando se convirtió en una colmena, una entidad hermosa, equilibrada y noble; autosuficiente y maravillosamente viva. Una lástima, en cierto modo, que una obra de arte semejante hubiera de existir en esta forma durante tan breve lapso...</p> <p>Gurlick, el único de los humanos aislado de la colmena humana, integrante de otra, no percibió nada de eso. Empujado, hambriento de todo un espectro de deseos, lleno de resentimientos, se arrastró a través del bosque. Tenía la vaga conciencia de haber visto las afueras de un pueblo cerca de donde la esfera de plata lo había depositado. Supuso que allí encontraría lo que deseaba, aunque el deseo era lo único que tenía en claro. Cómo habría de obtenerlo, no lo sabía; pero era imperioso que lo hiciera.</p> <p>Era consciente de la presencia de la Medusa dentro de él, observando, computando, pero ya no dirigiendo, siendo como era conocedora del hecho de que las sutilezas de esa operación debían dejarse en manos de la especie misma. De haber tenido disponibles sus esferas y otras máquinas, podría haber hecho mucho para ayudar a Gurlick. Pero ahora estaba a merced de sí mismo.</p> <p>Estaba en un bosque virgen. El follaje entrelazado en lo alto oscurecía la luz del mediodía transformándola en un verde apagado, pero caminar no ofrecía problemas, pues había pocas malezas y una leve pendiente. Gurlick se deslizó cuesta abajo, sabiendo que tarde o temprano se toparía con una senda o un camino, y maldijo con insistencia a su estómago vacío, a sus pies doloridos y a sus enemigos.</p> <p>Oyó voces. Se detuvo, se acurrucó detrás de un árbol y espió. Durante unos segundos no pudo divisar nada y, de repente, hacia la derecha, oyó una ráfaga de risa musical. Volvió la vista en dirección al sonido y percibió el breve movimiento de algo azul. Salió de su escondrijo y corriendo torpemente de árbol en árbol, fue a inspeccionar.</p> <p>Había tres muchachas adolescentes, vestidas con gorras y pantalones cortos, riéndose en la tarea de hacer un fuego en un pequeño claro. Tenían una ristra de pescados, lucios y truchas de lago, y una sartén, y parecían estar completa y regocijantemente ocupadas.</p> <p>Gurlick, situado arriba en un punto estratégico, se mordisqueó el labio inferior y se preguntó qué hacer. No se hacía ninguna ilusión de acercarse abiertamente e integrarse al grupo con palabras lindas. Sería mucho más prudente, lo sabía, irse sin que lo vieran y buscar en otra parte algo más seguro y menos arriesgado. Aunque por otra parte...</p> <p>Oyó el crepitar del tocino cuando una de las muchachas echó las rebanadas en la sartén. Miró los tres cuerpos jóvenes y graciosos y la ristra de pescados, la mitad de los cuales estaban descamados y descabezados, y gimió en voz baja. Había demasiado de lo que él quería allí abajo para abandonarlo.</p> <p>En ese momento el aroma del tocino llegó hasta él y le derribó la razón. Se levantó de entre las malezas y en tres saltos había bajado la cuesta y estaba entre ellas, gimiendo y babeando. Una de las muchachas se escabulló hacia la derecha, otra hacia la izquierda. La tercera cayó en sus manos, chillando.</p> <p>—Quédate quieta —jadeó, tratando de sujetar a su víctima y protegerse de sus manotadas, contorsiones y arañazos histéricos—. No te voy a lastimar si sólo te quedas... ¡uh!</p> <p>Una de las que había escapado volvió corriendo y dio un fuerte empujón con el hombro, tirándolo al suelo. Dio una vuelta sobre sí mismo y se encontró con la segunda chica que había huido, ahora parada a su lado con una piedra del tamaño de un pomelo alzada entre las manos. La piedra descendió, golpeó a Gurlick en el pómulo izquierdo y el caballete de la nariz, y el mundo se llenó de estrellas y brillantes jirones de dolor.</p> <p>Se echó hacia atrás balanceando la cabeza, palpándose la cara, tratando de recuperar la visión y deshacerse del profundo mareo, y cuando al fin pudo ver otra vez estaba a solas con la hoguera, la sartén y la sarta de pescados.</p> <p>—Malditas —gruñó, sosteniéndose la cara.</p> <p>Se miró las manos, que estaban salpicadas de su propia sangre, juró y dio una vuelta como para buscarlas y perseguirlas. Luego se agachó junto al fuego, asió dos pescados limpios y los echó en la siseante sartén. Bueno, al menos algo había sacado de provecho.</p> <p>Había devorado cuatro de los pescados y estaba cocinando dos más cuando volvió a oír voces. Una de ellas profunda, como la de un hombre.</p> <p>—¿Por dónde es? ¿Por aquí?</p> <p>Y la respuesta de una muchacha:</p> <p>—Sí, de donde sale aquel humo.</p> <p>Soplonas... pero claro, ¡pero claro que habrían de ir a buscar ayuda! Gurlick las maldijo a todas y se movió pesadamente cuesta abajo, en dirección opuesta al sonido de las voces. ¡Diablos, vaya si se había metido en un buen lío esta vez! Toda la colina bulliría de gente en su busca. Tenía que largarse de allí.</p> <p>Se movió con la mayor cautela posible, con la plena certeza de que cientos de ojos lo vigilaban, aunque sin ver a nadie hasta que divisó a dos hombres a su izquierda y más abajo. Uno tenía unos prismáticos en una correa alrededor del cuello y el otro sostenía una escopeta.</p> <p>Gurlick, debilitado por el terror, se tumbó entre un tronco y una roca y se quedó allí encogido de miedo, hasta que pudo escuchar sus voces. Pasaron junto a él y se fueron apagando, con sus sílabas abruptas y cortantes y su fría falta de compasión.</p> <p>Cuando todo volvió a quedar en silencio se levantó, y en ese momento se percató del zumbido de un avión. Se aproximaba rápidamente, y él volvió a su escondrijo, temblando, atisbando furtivamente entre los centelleantes huecos azules del frondoso techo de hojas. La máquina volaba directamente encima de él, muy bajo y demasiado lento: era un helicóptero. Podía oírlo azotando el aire hacia el norte, cuesta abajo de donde él estaba, y durante un rato no pudo detectar si venía o iba, o simplemente estaba dando vueltas allí abajo.</p> <p>En su orgullo estaba convencido de que lo que buscaban era a Gurlick y únicamente a Gurlick, y en su ignorancia estaba seguro de que lo habían visto a través del espeso follaje.</p> <p>Al final, el helicóptero se fue y el bosque volvió a su silencio susurrante. Oyó un grito apagado detrás y sobre él, y se escabulló alejándose del sonido. Haciendo una pausa para recobrar el aliento, volvió a vislumbrar al hombre con la escopeta hacia la izquierda, y huyó hacia la derecha, bajando la pendiente.</p> <p>Y perseguido y acorralado de esta forma, llegó a la orilla del agua.</p> <p>Había un camino de tierra allí, y nadie a la vista. Todo estaba soleado, cálido y tranquilo. Lentamente el pánico de Gurlick menguó y, a medida que caminaba por el sendero, sintió un profundo estremecimiento de expectación. Los había burlado por completo; había dejado atrás a sus enemigos... y ahora, enemigos, ¡cuídense!</p> <p>El sendero fue virando hacia la ribera del lago. Los alisos crecían en abundancia allí y había olor a musgo. Había una curva en el sendero y las sombras eran levemente más profundas en ese sitio, al borde de la cascada de sol sobre las aguas. Y allí, junto al sendero, estaba el montoncito de telas, de un rojo intenso, un negro satinado, un diáfano blanco con los bordes helados de encaje...</p> <p>Gurlick se detuvo, contuvo la respiración hasta que le dolió el pecho. Luego pasó junto a esa increíble, imposible materialización de su sueño, y llegó hasta los arbustos a la orilla del agua.</p> <p>Ella estaba allí. <i>Ella</i>.</p> <p>Emitió un sonido cortante y sin palabras y se irguió, a un lado de los arbustos. Ella se dio vuelta en el agua y lo miró con fijeza, los ojos redondos.</p> <p>Emancipada ahora, con la libertad de ser lo que siempre quiso ser y de hacer lo que necesitaba hacer sin temor ni vacilación; nadando desnuda bajo el sol, segura y temeraria, desvergonzada; totalmente orientada dentro de sí misma, y ella misma dentro de la matriz de la humanidad y conociendo todos sus procesos, Salomé Carmichael emergió del agua bajo el sol, y dijo:</p> <p>—¿Qué tal, encanto?</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Así terminó la humanidad dentro de sus límites planetarios; así terminó la especie-colmena, independiente y consciente de sí misma que durante tan breve tiempo había logrado conocer los lindes de su mundo, de su ser multifacético. El fin había llegado unas horas después que el helicóptero —el mismo que lo había dejado en la laguna— viniera a buscar a Salomé Carmichael, cosa que hizo un instante después que Gurlick hubiera abandonado la escena. Gurlick lo había visto, agazapado con aire culpable entre los arbustos. Cuando ya se hubo ido, se levantó lentamente y regresó a la laguna. Se puso en cuclillas, apoyado contra un árbol, y miró la escena imperturbablemente.</p> <p>Había estado allí mismo, sobre el musgo.</p> <p>Allí había estado el primoroso montoncito de ropa, tan pulcra, tan suave, tan roja, negra aterciopelada, el blanco tan bonito. La cosa más extraña que le había ocurrido en toda su vida, le ocurrió allí. Más extraña que la llegada de la Medusa, más extraña que la fábrica sin obreros allá atrás en las montañas, más extraña, inclusive, que el hecho abrumador de ese sitio, de que ella estuviese ahí, de la increíble coincidencia de todo ello con su sueño. Y la cosa más extraña de todas era que, una vez, estando ella allí, había gemido, y entonces él había sido tierno.</p> <p>Había sido tierno con todo su corazón y su mente y su cuerpo, inundado, derretido, arrastrado durante un breve lapso por esa ternura. Ninguna pasa de uva arrugada del espacio exterior, ningún concepto como el de la existencia de un ser viviente que por sí solo era tan enorme que penetraba en dos galaxias y parte de una tercera, podía ser tan apabullantemente ajeno a él, a todo lo que era y había sido, como esta oleada de ternura.</p> <p>Su semilla microscópica debía de haber estado sepultada dentro de él durante toda su vida, sin encontrarse jamás con una sola cosa, grande o pequeña, que pudiera darle el calor de la germinación. Ahora había reventado, lo había reventado a él, y estaba sobresaltado, perturbado, macerado como nunca antes en su magullada existencia.</p> <p>Se agachó junto al árbol y observó el musgo, y el lago, y el sitio donde habían estado el rojo, el negro y el encaje, y se preguntó por qué él había escapado. Se preguntó cómo la había dejado ir. La ternura lo consumía aun ahora. Tenía que hallar dónde depositarla, pero no habría nadie más —nadie ni nada— a quien dirigir su ternura, en ninguna parte del mundo.</p> <p>Empezó a llorar. Gurlick siempre había llorado con facilidad; sus ligeras lágrimas eran su único desahogo para el miedo y la ira, la humillación y el rencor. Esta vez, sin embargo, era distinto. Esto era muy difícil de hacer, extremadamente doloroso, e imposible de detener hasta que quedó acabado, molido, exhausto. Lo tumbó al suelo y lo dejó arrastrándose por el musgo. Después se durmió bruscamente, con su flagelada conciencia huyendo hacia la oscuridad.</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">¿Qué puede viajar más rápido que la luz?</p> <p>Ven acá a mi lado, amigo, sobre esta colina, bajo el cielo negro y luminoso. ¿Qué estrellas conoces? ¿Polaris? Bien. Y aquella que brilla a lo lejos, ésa es Sirio. Míralas ahora: a Polaris, a Sirio. Rápidamente: Polaris, Sirio. Y otra vez Sirio, Polaris.</p> <p>¿Qué distancia las separa? En los libros dice miles de años luz. ¿Cuántos? Demasiados: no tiene importancia. Pero, ¿cuánto tiempo tardas en pasar la vista de una a otra, ida y vuelta? ¿Un segundo? ¿Medio segundo la vez siguiente, y después una décima? No se puede decir que nada, absolutamente nada, haya viajado entre las dos. Tu vista lo ha hecho: lo ha hecho tu atención.</p> <p>Ahora entiendes, tienes los rudimentos para entender lo que es trasladar una parte tuya de estrella a estrella, así como —si tienes el don— puedes trasladarte de alma en alma.</p> <p>Con un traslado tal, recorriendo un camino así, fue como llegó la Medusa en el instante de su boda con la humanidad. En toda la historia de la humanidad, el instante de mayor importancia —salvo la muerte— es el instante de la reproducción, el momento de penetración del espermatozoide en el óvulo. Pero con todo, casi nunca hay un preanuncio de ese instante, ni una señal; ocurre en el silencio y la oscuridad, y nadie se entera nunca. Sólo los irracionales copos de compleja gelatina que intervienen directamente.</p> <p>No era así ahora; y nunca antes, y nunca después habría un casamiento tan explosivo. Un microsegundo después del encuentro de la semilla alterada de Gurlick con el óvulo acogedor de un humano, la Medusa del espacio recorrió su cable de conexión, como un arpón infalible que porta una línea hasta sí misma, mientras toda ella Misma continuaba a través de la línea, lista para alcanzar y llenar a la humanidad, para hacer de ella un pseudópodo, la última adquisición de su cuerpo en extensión.</p> <p>Pero si el rayo de la Medusa puede equipararse con un arpón, entonces puede decirse que el torrente con el cual se enfrentó era como el de un volcán. La Medusa no tuvo un micro-microsegundo para darse cuenta de lo que le había pasado. No murió; no murió como no hubiera muerto la humanidad de haber tenido éxito el plan de la Medusa. La humanidad se hubiera convertido en una “entidad biológica” de la criatura ilimitada.</p> <p>Pero ahora...</p> <p>No. En lugar de eso, la humanidad se transformó en la criatura misma; la inundó, la rellenó hasta los recovecos más lejanos, empapó sus células más remotas con el Ser de la humanidad. ¿Morir? Nada de eso; la Medusa estaba viva como nunca antes, con una vida nueva y diferente en la cual sus esclavos fueron liberados pero sus motivaciones unificadas; donde el individuo era cortejado y reverenciado y recibía alimentos especiales, de cuerpo y alma, y donde, libremente, el “querer hacer” reemplazaba para siempre al “tener que hacer”.</p> <p>Y todo por la falta de un dato: que la inteligencia puede existir en individuos, y que estos individuos disociados pueden cooperar sin ser una colmena. Pues no hay ninguna estructura sobre la Tierra que no pudieran haber construido las ratas, de haber sido éstas dirigidas desde algún centro y correctamente motivadas.</p> <p>¿Cómo podía saberlo la Medusa? Miles de millares de especies y culturas a través de las galaxias poseen un progreso técnico tan avanzado como aquel de la Tierra y, sin embargo, están integradas por individuos no más evolucionados que termes, lémures o musarañas. ¿Qué pudo haberle insinuado a la Medusa que una humanidad colmenar sería algo distinto de una súper-rata?</p> <p>La humanidad había traspasado las barreras del lenguaje y del aislamiento individual en su planeta. Ahora estaba sobrepasando las barreras de la especie y del aislamiento de su cosmos. Tan accesible a Guido como la fe de Mbala eran ahora; también, las sinfonías de cristal de los oscuros planetas más allá de Ofiuco. Charlotte Dunsay, cruzando la tierra hasta alcanzar a su esposo en Hobart, Tasmania, podía compartir con él un triple amanecer en el centro de la gran Nebulosa de Orión.</p> <p>Así como un hombre podía compartir la <i>esencia</i> de otro aquí en la Tierra, ambos, y tal vez un pequeño niño junto con ellos, podían fusionar su fuero íntimo con alguna mente antigua y contemplativa adherida a las rocas en alguna rugiente catarata de metano. O remontarse con alguna forma de vida insustancial a la deriva, al lugar donde ésta naciera, en las altas capas de la espesa atmósfera de algún planeta.</p> <p>Así terminó la humanidad, para renacer como una colmena. Así terminó la colmena humana para convertirse en viajera interestelar, la inconmensurable, la ilimitada, la expansiva; hacedora de música más allá de la música, poesía más allá de las palabras, y llena de asombro, llena de adoración.</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Así también acabó Gurlick, el aislado, el único en toda la humanidad a quien se le negó participación en la fusión de los humanos, repleto de una niebla vaporosa, encendido por las brasas del odio y el dócil lustre de la corrupción, partícipe de algo distinto a la humanidad. Pues, mientras el género humano había sabido interpretarlo a él —y su sueño— y guiarlo a través del bosque a su realización, nunca había podido llegar hasta su conciencia, obstruida como lo estaba por las tramas de pensamiento de la Medusa.</p> <p>Estas tramas, no obstante, aún estaban abiertas; y cuando la humanidad se convirtió en Medusa, fluyó hasta Gurlick y le dio la bienvenida. ¡Ven!, gritaba, y lo transportaron hacia arriba y hacia el exterior, mostrándole y compartiendo su alegría y su fuerza y su orgullo, empapándolo con las maravillas de un millar de más allás y de un centenar de más aquís. Le mostró cómo reírse de la más sutil broma de un técnico y cómo entender la estructura de sextillas y de sonetos, de los puentes y de Bach. Le habló diciéndole: <i>Nosotros</i> te estamos otorgando el derecho de observarlo todo y decir <i>Yo</i>.</p> <p>Es más: se le había prometido un reino, y ahora lo tenía, pues toda esa entidad sensible reconocía su deuda hacia él y le permitía ante la sombra de un pensamiento que sus deseos pudieran ser realizados. Y fue ante eso que la humanidad se tambaleó y se detuvo, perpleja. Pues Gurlick, imperturbable y pasivo, bailoteando en la marea de esas maravillas, tenía un deseo, y lo tenía y lo tenía.</p> <p>Es cierto, nada de lo ocurrido podía haber sucedido sin él. Ese resultado no se hubiera obtenido con ninguna otra persona en su lugar, de modo que —era cierto— había una deuda con él. Y debía pagarse entonces.</p> <p>Pagar la deuda; uno no recompensa a un catalizador convirtiéndolo, como que es lo inalterable, en otra cosa. De modo que si le quitas el hambre y la pobreza —de cuerpo y alma—, las privaciones y las incomodidades y las humillaciones, le quitas el mismo corazón de su ser, su única pretensión de superioridad. No le pidas que espíe entre las estrellas y que participe de las fiestas de los gigantes. No le agradezcas, no le convides, y por sobre todo no le quites los motivos para odiar: se han convertido en la vida para él.</p> <p>Y le pagaron, siguiendo meticulosamente las instrucciones que él mismo —aunque sin saberlo— había preparado.</p> <p>Y mientras él viviera, habría una esquina de la ciudad conteniendo mustias calles y vapores, peatones malhumorados y conductores de camiones y de taxis descuidados y peligrosos; un calor atentamente húmedo e insoportable y un frío penetrante. Habría tabernas donde Gurlick podría apoyar la cabeza pidiendo quejumbrosamente algo de beber, y taberneros que lo echarían obedientemente bajo la lluvia; otra vez con su odio, otra vez hasta el camión en ruinas en un terreno con chatarra donde podría recostarse en la oscuridad y soñar ese sueño suyo.</p> <p>—Malditos —murmuraría Gurlick entre dientes, en la oscuridad, odiando, feliz—. Malditos desgraciados.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>EL [CUISCO], EL [CUASCO] Y BOFF</p></h3> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">E</style>N el universo conocido (y aun más en el que no conocemos) hay culturas que vuelan y culturas que nadan. Hay seres de boro y hermandades de flúor, cupro-coprófagos y —hablando en general— formas de vida etéreas que flotan y revolotean entre sí en el espacio como tantos fragmentos marinos de la metafísica. Algunos se organizan en entidades superiores tales como colmenas o colectividades para que sus vidas plurales confluyan en una existencia singular. Otros tienen ideas aun más singulares sobre la pluralidad.</p> <p>Ahora bien, independientemente del modo en que esté constituida una cultura organizada de seres inteligentes, ni de dónde se encuentre; sin importar de qué esté hecha ni cómo exista, hay algo que todas las culturas tienen en común. Es una característica muy obvia. Tiene tantos nombres como culturas hay en existencia, pero en todos los casos opera igual: del mismo modo como funciona el oído interno —junto con sus reflejos auxiliares— en un ser humano cuando pisa uno de los patines de su hijo. Nadie se pone a pensar a qué distancia está la pared, un alambre o su mujer, ni en qué dirección se encuentran: manotea, y la mayoría de las veces se <i>aferra</i> con precisión y sin haber hecho ningún análisis. También del mismo modo un individuo se ajusta cuando se desequilibra dentro de su matriz sociocultural: reacciona de una manera tan drástica como la legendaria visión que tiene de todo su pasado un hombre que se está ahogando, en un sólo instante luminoso en el cual la mente se mueve, por así decirlo, perpendicularmente al tiempo y vuela alto y lejos en su búsqueda.</p> <p>Esto ocurre en todas las culturas, en todos los lugares del cosmos. Algo tan obvio y necesario rara vez ha constituido un objeto de estudio. Sin embargo, alguna vez fue debidamente analizado por una cultura que llamó a este reflejo extraordinario el “Reflejo Beta sub dieciséis”.</p> <p>Lo que salió de la calculadora los sorprendió. Pero, después de todo, estaban esperando una respuesta.</p> <p>Los ojos humanos no hubieran podido reconocer el aparato. Su memoria era una nube atómica, donde cada partícula estaba aislada por una capa de energía. El código estaba determinado por diferencias sutiles en los núcleos, en las capas y en las tensiones internas, y se usaban campos de variedades casi infinitas para reunir las partículas en las combinaciones deseadas. Estas se canalizaban de un modo cuya descripción escapa a las matemáticas terrestres, y se detectaban en base a un principio que todavía nos es desconocido. Posteriormente se traducían a un lenguaje... o, para ser más exactos, a una analogía de lo que nosotros conocemos como un lenguaje. Como esto ocurrió a tanta distancia, no sólo espacial, sino también temporal y cultural, los nombres propios no resultan realmente apropiados al caso. Baste decir que los resultados, en este encuadre particular, fueron sorprendentes. Fueron resumidos en un informe, cuya síntesis es la siguiente: “El pronóstico positivo o negativo depende de la presencia o la ausencia del Reflejo Beta sub dieciséis”.</p> <p>El catálogo pertinente caracterizaba al reflejo en cuestión como “detectable sólo por medio de una investigación de campo”. Por consiguiente, se envió una expedición.</p> <p>Todo esto puede parecer poco pertinente, si no agregamos que el pronóstico era acerca de ese cultivo juvenil y peligroso de levaduras efervescentes llamado “cultura humana”, y que el término “pronóstico negativo” significaba <i>finis</i>, el final, cero, el <i>non plus ultra</i> total.</p> <p>Debe comprenderse que los poseedores de la calculadora, así como la tripulación de la expedición a la Tierra, no eran Vigías de los Cielos ni Arbitros de Nuestro Destino. Aquí, entre nosotros, hay un hombre que se ocupa del crecimiento de las amebas, desde su nacimiento hasta el momento de su fisión. Hay otro hombre que, luego de haber producido una neurosis en los gatos, los transforma en alcohólicos para estudiar sus reacciones. Alguien ya ha aclarado el problema de la capacidad de un camello para retener el agua. Gente como ésta es inocente, no tiene designios sobre los destinos de las amebas, los gatos, los camellos y las culturas; simplemente quieren averiguar ciertas cosas. Éste es el caso, y no interesa lo complicados o ingeniosos que puedan ser los métodos. De modo que una expedición vino aquí, a buscar información.</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">EXTRACTO DEL [LIBRO DE BITÁCORA] DE LA EXPEDICIÓN INVESTIGADORA.<sup>¹</sup></p> <p>[TOMO] UNO: CONCLUSIÓN</p> <p>...para reiterar lo que ya es evidente, [nosotros] hemos estado en la Tierra el tiempo suficiente, e incluso más que suficiente, como para descubrir todo lo que [nosotros] [quisiéramos] descubrir acerca de cualquier cultura [coherente-predecible-legible]. La cultura en cuestión, sin embargo, está más allá de nuestra [comprensión-capacidad de análisis]. A primera vista, [uno] se ve tentado a afirmar que posee el reflejo, pues no existe cultura conocida que haya avanzado tanto sin él... Pero tratamos de verificarlo con [nuestros] [instrumentos] [!!!] [Nuestro] [ilfo] y [nuestro] [colitestador] [nos] dieron resultados absolutamente negativos, así que activamos un [snibo] ultrasensible, y obtuvimos respuestas que parecían incoherencias delirantes: el Reflejo está distribuido al azar entre la población, inexistente o adormecido en unos, o desarrollando una actividad breve pero de una intensidad [nunca antes vista] en otros. Pensé que [Smith] [se] volvería [loco], y, en lo que a [mí] respecta, tuve un ataque terrible de [¿?] al descubrir todo esto. Más como resguardo para [nuestra] salud que para los fines de la Expedición, procesamos todos los datos en la [computadora] de [nuestra] [nave], y obtuvimos resultados aun más absurdos: la conclusión es que esta especie posee el Reflejo, pero aparentemente no lo utiliza.</p> <p>¿Cómo puede ser que una especie posea el Reflejo Beta sub Dieciséis y no lo use? ¡Es un disparate, una tontería, un absurdo!</p> <p>Tan complejos y contradictorios son [nuestros] datos que el único camino que [nos] queda es efectuar un análisis microcósmico y atener[nos] a los resultados. Por lo tanto, aislaremos a un grupo de ejemplares, poniéndolos bajo condiciones de [laboratorio], aunque signifique la utilización de nuestro [miserable] y [primitivo] [cuisco] de [pilas]. También le asignaremos la tarea a nuestro nuevo modelo de [cuasco]. Estamos cansados de esta [desagradable-inquietante] sensación de estar frente a una [perdón-por-la-obscenidad] paradoja.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>1</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">E</style>L pueblo era lo suficientemente antiguo como para tener un barrio bajo, y lo suficientemente grande como para que no hubiera “vías” de tren específicas con un lado “bueno” y otro “malo”. Su naturaleza era tal que una pensión podía albergar, sin que fuera algo insólito, a gente de tan variada condición social como la que se encontraba allí. Una joven y viuda anfitriona de <i>cabaret</i> con su hijo de tres años de edad; un muy buen perito en orientación vocacional; un joven estudiante de abogacía; la bibliotecaria de la escuela secundaria, y una damisela con aspiraciones de actriz que provenía de un pueblo muy chiquito componían la lista completa.</p> <p>Se decía que Sam Bittelman, quien nominalmente era el dueño y señor de la pensión, podría haber llegado a ser ingeniero o incluso constructor de barcos, pero que nunca había pasado de capataz de taller. Considerar esto como un éxito o un fracaso era una mera especulación; pregúntese a un suboficial principal o a un sargento primero que no aceptan una comisión de oficial, y al presidente de su banco, y seleccione los argumentos usted mismo. Probablemente Sam nunca se había detenido a pensar en el asunto. Tenía otras cosas para distraerse. Tolerante, curioso y con una vivacidad intensa, el viejo Sam no parecía haber abandonado nada salvo su empleo en los astilleros de la costa este.</p> <p>Su mujer, a su vez, era dueña y señora de él. Todos la llamaban Bitty, y poseía el rostro más agrio y la lengua más ácida que haya podido encontrarse jamás en una socia fundadora de la Sociedad de Socorro a Gatitos Enfermos y Otros Seres Abandonados. Entre los dos cuidaban a sus huéspedes de ese modo tan especial, posible solamente en las pensiones que tenían una mesa grande con un sitio puesto para cada uno.</p> <p>Tales lugares eran poco menos que una familia; o poco más, si uno apreciaba la libertad. Eran más que un hotel; o menos, si uno gustaba de la formalidad. Para Mary Haunt, que decía tener veintidós años pero mentía, el lugar era el peldaño más transitorio de todos los peldaños transitorios. Para Robin era un hogar, y algo más: era el mundo y el universo, un entorno tan natural, tan inadvertido y aceptado como el agua para un pez. Pero seguramente Robin se sentiría de otro modo más adelante; tenía solamente tres años. El único huésped de la casa que se amoldaba a las cualidades de los Bittelman del mismo modo en que respiraba el aire era Phil Halvorsen, un joven pensativo que se dedicaba a la orientación vocacional. Su mente prestaba atención a la casa y la comida solamente cuando lo molestaban. Y como se sentía cómodo con los Bittelman, eran invisibles para él.</p> <p>Reta Schmidt apreciaba a los Bittelman por varias razones. La primera era lo que obtenía a cambio del dinero que les pagaba, pues la señorita Schmidt era empleada de un Consejo de Educación. El señor Anthony O'Banion no se permitía admirar casi nada genuinamente en la localidad. Así que quedaba solamente Sue Martin para admirarlos y respetarlos, desde un comienzo, de un modo aproximado a lo que se merecían.</p> <p>Sue era la madre viuda de Robin, y trabajaba en un <i>cabaret</i> como anfitriona, y a veces como maestra de ceremonias. En el pasado, las cosas le habían ido unas veces mejor y otras peor. Todavía podía llegar a pasarla mejor, pero sería algo peor para Robin. Los Bittelman eran un regalo de Dios para ella. Robin los adoraba. Le daban su desayuno a la mañana, lo vestían para que saliera a jugar, y lo cuidaban y entretenían hasta que Sue se levantaba a las once. El resto del día era para Sue y Robin, hasta que el chico se iba a acostar y ella le contaba cuentos para que se durmiera. Y cuando salía para el trabajo, a las nueve de la noche, los Bittelman estaban allí, seguros y confiables, preparados para enfrentar cualquier emergencia, desde una visita al baño hasta un incendio. Eran como la póliza de seguros o los extinguidores para incendios: se usan poco, pero es reconfortante tenerlos a mano. Así que los valoraba... Pero hay que tener en cuenta que Sue Martin era una persona poco común. También lo era Robin; pero esto es una perogrullada cuando se aplica a los niños de tres años de edad.</p> <p>Ésta era la población de la pensión de los Bittelman, y si parecen muchos o demasiado variados para identificarlos de inmediato, tenga paciencia y recuerde que cada uno de ellos sintió lo mismo cuando le presentaron a todos los demás.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>2</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">U</style>NA casa de empeño es un lugar sombrío. Una casa de empeño bajo la lluvia. Una casa de empeño cerrada, bajo la lluvia, un domingo.</p> <p>Philip Halvorsen no se preocupaba por eso. Le atraía la armonía, y la atmósfera estaba acorde con sus pensamientos y sentimientos en ese momento. Un rayo de sol hubiera parecido un intruso. Una florería no hubiera contribuido tanto al ambiente. Y la presencia de la gente hubiera sido algo intolerable.</p> <p>Apoyó la frente contra el negro y húmedo acero de la reja a prueba de ladrones e hizo un inventario rápido de los objetos desplegados en la ventana, y su opinión acerca de ellos. Al igual que la vidriera con sus recovecos oscuros, sus pensamientos eran dispersos y revueltos, capturados en ese purgatorio de inutilidad donde las cosas no están muertas, sino solamente acabadas e indiferentes hacia su futuro. Sus pensamientos eran gemelos sin ojos, cámaras fotográficas sin película, guitarras silenciosas y relojes sin cuerda.</p> <p>Le gustaron más las guitarras que los violines que colgaban en la vidriera. Casi se preguntó acerca del porqué de esa preferencia para dejar que la pregunta se disolviera en el letargo, pero suspiró y decidió proseguir la especulación hasta su término, porque si no lo hacía se sentiría molesto, y no tenía ganas de sentirse molesto. Miró desganadamente a los instrumentos, unos tras otro, analizándolos y comparándolos. Tenían mucho en común, y diferencias significativas. Como su mente era del tipo pegajoso, y a través de casi treinta años se habían estado adhiriendo a ella una serie de datos sueltos, sabía algo de la evolución de los instrumentos de cuerda y el grado de perfección que habían alcanzado. Dado que tanto en la guitarra como en el violín, el diseño era funcional, y haciendo abstracción de los sonidos que producían —a decir verdad, Halvorsen era indiferente a la música de todos modos—, ¿por qué prefería intuitivamente las guitarras a los violines? Tamaño, proporción, el número de cuerdas, el diseño del puente, la presencia o ausencia de calado, la terminación, la mecánica de las clavijas y la cola... Todos estos aspectos entrañaban diferencias, pero todos estaban perfectamente adaptados a su trabajo.</p> <p>De repente consiguió identificar lo que buscaba, y su mente pasó revista rápidamente a todos los violines que conocía. Todos lo confirmaban. Una mirada rápida a las guitarras de la vidriera aclararon el asunto.</p> <p>Todos los violines tenían una voluta labrada en el extremo del cuello. En las guitarras, en cambio, era optativa; algunas la tenían, otras no. La espiral retorcida al final del cuello de un violín no era optativa sino tradicional, a pesar de no cumplir ninguna función. Halvorsen asintió levemente con la cabeza y permitió que sus pensamientos se alejaran del asunto. En sí no era importante; lo único que tenía importancia era llegar a alguna conclusión. Su preferencia inicial e intuitiva por las guitarras tampoco era un asunto vital; su preferencia por lo funcional por sobre lo puramente tradicional no era más que eso: una preferencia.</p> <p>Ninguna de esas cosas ocupaba demasido la atención ni el esfuerzo consciente de Halvorsen. El examen, por lo tanto, era más que nada reflexivo, y sus pensamientos se movían como peces en un estanque de aguas claras y profundas: yacían suspendidos, aleteantes, para salir disparados de repente, agitando el agua, y terminar nuevamente suspendidos y aleteantes, llenos de vida y a la espera.</p> <p>Estaba de pie, inmóvil. Una lluvia fina empapaba el cuello de su chaqueta, y sus ojos estaban vacíos pero receptivos. Gemelos nacarados; otros sin adorno. Un reloj, con rubíes de vidrio sobre la tapa. Tarjetas, peines baratos, billeteras baratas, lapiceras baratas. Una plancha de vapor eléctrica con el cable gastado. Un perchero colmado de ropa usada.</p> <p>Armas.</p> <p>Sintió de nuevo esa vaga insatisfacción; trató de oponerle una resistencia letárgica, pero cuando la venció a pesar de sus esfuerzos, le cedió paso pacientemente. Miró las armas. ¿Qué era lo que le molestaba de las armas?</p> <p>Una tenía una empuñadura de nácar y un grabado rococó sobre el cañón. Pero ése no era el problema. Recorrió la hilera con la vista y se decidió por una pistola automática calibre 38. Era un artefacto de lo más funcional: pequeño, cuadrado, pulido aquí y nudoso allá, con el seguro de empuñadura y el seguro de corredera en los lugares exactos donde debían estar. Sin embargo, subsistía ese tenue sentimiento de desaprobación, esa insatisfacción que implicaba una crítica. Amplió su campo de observación a todas las armas y lo sintió con igual intensidad; o con igual falta de intensidad, que era lo mismo.</p> <p>Era algo categórico, entonces. Tenía que ver con todas esas armas, o quizá con todas las armas. Las miró nuevamente, y luego otra vez más, pero dentro de la gama existente de armas no pudo encontrar ninguna rendija por la cual pudiera filtrarse su razonamiento. Entonces decidió dar vuelta el problema y, mirando de nuevo, se preguntó: ¿Cómo debería ser un arma para satisfacer su fastidiosa intuición?</p> <p>La imagen se le presentó en un santiamén, y casi no pudo creerlo: un aparato endeble de metal laminado con un simple percutor montado sobre una pieza articulada como la parte móvil de una ratonera. Sin empuñadura ni elementos de mira. Sin gatillo tampoco; un mero disparador, y... ¿qué era eso otro? Un trozo de piolín. La visualizó posada sobre una superficie pulida, sostenida por un soporte de alambre, con su delgado cañón inclinado en un ángulo de unos cuarenta y cinco grados, como un obús de juguete. Tenía un calibre 38, aproximadamente. Lo que más le sorprendió era la sensación de fragilidad, de ligereza, que transmitía todo el diseño. ¡Qué diseño! ¿Con qué fin podía haberse diseñado un objeto así?</p> <p>Miró nuevamente las armas empeñadas que estaban en la vidriera. Tenían una cosa particular en común, entre muchas otras: la solidez. Recámaras de acero, ánimas de paredes gruesas, seguramente estriadas. Eran piezas templadas, endurecidas, que habían sido diseñadas y construidas para contener y encauzar explosiones repetidas, asaltos reiterados de metal fundido y doliente.</p> <p>Sentía como una lucecita roja de alarma que guiñaba sobre esa palabra: <i>repetida</i>. ¿Era ese el problema? ¿Que todas estas armas habían sido diseñadas para ser usadas en forma repetida? ¿Era eso lo que le producía insatisfacción? ¿Por qué?</p> <p>Evocó la imagen de una pistola de duelo de un solo tiro que había visto una vez: de cañón largo, sistema de carga por la boca, con una cámara de pólvora para cebarla y un pedernal fijado al martillo. Sin embargo, la pequeña luz roja en su cabeza seguía guiñando; ese diseño también le disgustaba, dentro del área de la <i>repetición</i>. Se sintió sorprendido.</p> <p>Incluso una pistola de un solo tiro estaba diseñada para ser usada más de una vez; ésa era la única explicación posible. Por lo tanto, un arma cumplía su función verdadera —para él— si estaba destinada a ser usada una sola vez. Lo <i>suficiente</i> es el criterio de un diseño óptimo, y en este caso una sola vez era suficiente.</p> <p>Halvorsen resopló con enojo. Le desagradaba llegar por medio de un razonamiento racional a conclusiones claramente irracionales. Examinó la lógica de sus argumentos, buscando aquellas bifurcaciones donde habría tomado por un camino equivocado.</p> <p>No existían tales bifurcaciones.</p> <p>En ese momento, su curiosidad tranquila y casi autosuficiente fue desplazada por una furia examinadora e incandescente. La lógica inflamaba a Halvorsen del mismo modo que la furia a otros hombres, y no toleraba lo irracional para nada. Lo tomaba como una afrenta personal, y no lo abandonaba hasta que lo tenía seguramente aprisionado en las redes de su entendimiento.</p> <p>Visualizó nuevamente el “arma” producto de su complaciente imaginación, con su mecanismo de percusión de trampa para ratones, el trozo de hilo y su endeblez e inutilidad general. Por un momento imaginó a la policía, a los granaderos, a los oficiales del ejército empuñando un objeto tan ridículo. Sin embargo, la visión no tardó en disolverse; las armas usadas a diario por ese tipo de gente satisfacían su sentido de la función en forma perfecta. Se ubicó —hipotéticamente— en la conciencia de un hombre de ese calibre y se encontró contemplando su propia arma —o cualquier otra arma— con satisfacción. Por lo visto, este asunto era algo personal, totalmente diferente de la insatisfacción que debería sentir todo el mundo si se preocupara un poco por el hecho extraordinario de que los automóviles están bien terminados solamente en las partes visibles, y que, por otro lado, son movidos por un motor térmico que no puede funcionar sin un sistema de ventilación.</p> <p>¿Qué es lo que tiene de especial mi arma-ratonera?, se preguntó, volviendo la vista hacia adentro para observarla de nuevo. Allí estaba, posada sobre una superficie pulida —¿sería una mesa?— con ese ridículo trozo de hilo colgando hacia él y el cañón apuntando hacia arriba, exhibiendo descaradamente su débil construcción.</p> <p>¿Cómo podía ver el fino espesor del metal del cañón?</p> <p>Porque estaba apuntado directamente a su nariz.</p> <p>Haz una afirmación, Halvorsen, y pruébala. Afirmación: las otras armas satisfacían a los demás hombres porque pueden ser usadas una y otra vez. Esta arma me satisface a mí porque dispara una sola vez, y eso es suficiente.</p> <p>Una prueba: una pistola de duelo dispara una sola vez, pero puede ser recargada y usada nuevamente. ¿Por qué no es adecuada? Porque la persona que usa una pistola de duelo espera poder usarla nuevamente. El que ha podido verla funcionar sabe que volverá a ser usada, pues el mundo seguirá andando.</p> <p>Sin embargo, después de disparar la pistola “ratonera” de Halvorsen, el mundo se detendría. Al menos para Halvorsen..., lo que, dado el caso, era equivalente a una detención objetiva. Aquello de “yo soy el centro del universo” puede ser una afirmación válida para cualquiera.</p> <p>Así que reformulemos el asunto y extraigamos una conclusión: el arma de diseño óptimo es aquella que, una vez que dispare entre los ojos de Halvorsen, pierda la razón de su existencia. Ya que la palabra <i>óptimo</i> tiene un sabor a función preferida, es justo afirmar que en su fuero íntimo Halvorsen tenía una marcada preferencia por ser fusilado. En términos más específicos, por la muerte. Una corrección: por estar muerto; de buena gana.</p> <p>Al principio, Halvorsen sintió un placer tan grande por haber resuelto su problema, que se olvidó de considerar la conclusión. Cuando alcanzó a hacerlo, le dio más escalofríos que los justificables por la fina llovizna que caía.</p> <p>¿Por qué querría estar muerto?</p> <p>Contempló las armas ordenadas en la vidriera de la casa de empeños como si las estuviera viendo por primera vez; cada una de ellas era muy real y genuinamente amenazadora. Un escalofrío lo recorrió. Se sostuvo un momento apoyado sobre el metal negro y húmedo del portón, y luego giró abruptamente para alejarse.</p> <p>En toda su vida pensativa —y pensadora— nunca se había detenido a considerar una idea así. Quizás esto se debía a que era una persona más propensa a recibir que a transmitir. Las cosas que juntaba las usaba para el mundo exterior en su trabajo, más que para sí mismo. No sentía la necesidad de abundar en explicaciones y disculpas, ni en las interpretaciones y exigencias de atención que caracterizan a la persona extrovertida. Como resultado de esto, tampoco necesitaba entregarse a la búsqueda de sí mismo, ni a la enredada semántica usada para interpretar el yo interno. Su mente era más bien una clasificadora de datos que tomaba conocimientos y experiencia de <i>aquí</i> y los almacenaba casi sin tocarlos hasta poder aplicarlos <i>allí</i>.</p> <p>Se encaminó lentamente hacia su casa, en un estado que podría describirse como de adormecimiento, si no fuera por un núcleo agitado e inquisitivo que revoloteaba dentro de él, acosando y hurgando el sentido de esta nueva revelación. ¿Por qué querría estar muerto?</p> <p>Philip Halvorsen amaba la vida. Corrección: le gustaba estar vivo. Pregunta: ¿por qué tal corrección? Archivar este asunto para investigar después. Era un orientador vocacional contratado por una organización de servicio social nacional. Recibía el sueldo que merecía, de acuerdo a su escala de valores, y gracias a los Bittelman podía vivir un poco mejor de lo que hubiera podido en otras circunstancias. De todos modos no trabajaba por el dinero: su trabajo era un modo de pensar y de vivir. Le parecía algo absorbente, intrigante y profundamente satisfactorio. Cada candidato era un desafío, y cada orientación lograda era una victoria sobre todos y cada uno de los enemigos que asediaban a la humanidad: la inseguridad, el sentimiento de inferioridad, la miopía y la ignorancia.</p> <p>Cada vez que levantaba la cabeza de lo que estaba haciendo para ver ingresar a un nuevo candidato en su oficina, sentía una extraña excitación silenciosa. Era una presión, una potencia, como el encendido de la llave maestra de una computadora. Se quedaba donde estaba, pero con todos los relevadores abiertos y los circuitos en blanco, esperando la respuesta a sus dos primeras preguntas: ¿Qué es lo que está haciendo ahora? y ¿Qué es lo que quiere hacer? Nada más que eso; era suficiente como para empezar a sentir esa vaga sensación de satifacción —o insatisfacción— que lo embargaba. Del mismo modo en que había analizado su origen en el asunto de las armas, lo hacía con sus clientes. Esa luz intermitente, que podría estar indicando equivocación, falta de aplicación, mal funcionamiento, una evaluación equivocada —en suma, todas las fallas de planificación, las metas falsas, las frustraciones y los dolores que aquejaban a aquellos que dudaban de su vocación—, esa luz brillaba todo el tiempo mientras atendía un caso, y se resistía a apagarse hasta que no hubiera encontrado la respuesta.</p> <p>Alguna que otra vez había deseado, un tanto caprichosamente, que su imaginaria señal luminosa enfocara un cartel para el cliente que quería ser picapedrero y otro para aquel que quería ser criador de sapos, pero la luz se negaba a ser tan amable. Solamente le advertía cuando se estaba equivocando. Dar con la solución correcta era un trabajo meticuloso y sacrificado, pero lo realizaba con alegría. Cuando al fin se consideraba satisfecho, no era extraño que su tarea real comenzara entonces: informarle a un empleado bancario que ganaba ochenta dólares por semana que su lugar apropiado en la vida era trabajar en un depósito de cargas con un período como aprendiz de dos años a cincuenta dólares por semana, era, al menos al principio, una tarea poco grata.</p> <p>Pero Halvorsen sabía callarse y esperar. Era un experto en el arte de dejar que un cliente se peleara consigo mismo, se derrotara, se reconstruyera y finalmente se convenciera de que el consejero vocacional tenía razón. Halvorsen disfrutaba de todo el proceso, desde el desafío hasta la resolución. ¿Por qué entonces ese deseo de terminar con todo, de eliminar un mundo en el cual existían todos esos problemas apasionantes? ¿Y cómo, además, podía estar contento con ese final?</p> <p>¿Qué le aconsejaría a un cliente, a un extraño, si le expresara un deseo similar?</p> <p>Bueno, no le aconsejaría nada. Dependería del caso. Lo incluiría junto con los otros datos personales del cliente —edad, educación, temperamento, estado civil, coeficiente de inteligencia—, y además, dejaría que el deseo de muerte pesara junto con todos los demás factores. Sin embargo, lo predispondría a concluir que el individuo estaba completamente inadaptado en algún aspecto de su vida: su matrimonio, su situación familiar, un aprieto social de algún tipo..., o su trabajo. Su trabajo. ¿Podría ser que él, Halvorsen, juez y árbitro de las ocupaciones, estuviera en un trabajo que no le correspondía?</p> <p>Se encorvó bajo la lluvia, tapándose para escapar de un frío mucho más penetrante que el de la niebla húmeda. Tan ensimismado estaba en sus pensamientos que no reparó que ya había dado unos cuantos pasos sobre un sector de pavimento seco. Se detuvo y miró para ver dónde estaba.</p> <p>Se había detenido bajo la marquesina del más chico y más barato de los cuatro teatros que poseía el pueblo. Estaba oscuro y cerrado, por ser domingo. Sin embargo, las puertas clausuradas y las luces apagadas no modificaban la estridente decoración. Sobre la entrada principal se veían dos grupos de letras enormes, que anunciaban las dos películas que se proyectaban: PECADO EN VENTA, se leía en el primero, mientras que el otro decía ESCLAVAS DE LA FLOR SATÁNICA. Un poco más abajo había un tercer cartel, para ofrecer <i>Los Ritos Amorosos de un Paraíso en los Mares del Sur</i> como atracción adicional. Desde la vereda izquierda hasta la marquesina y continuando del otro lado había un arco de mujeres recortadas en cartón, mustias y húmedas bajo la lluvia, exhibiendo proporciones insospechadas y poses inhumanas, engalanadas con trozos de cintas y velos, rizos de cabello y sombras rebuscadas que oficiaban de llamativo ocultamiento para sus increíbles cuerpos.</p> <p>Sobre la boletería, un severo cartel anunciaba PARA ADULTOS SOLAMENTE. Los pilares del salón de entrada estaban empapelados con fotos de las escenas culminantes de las películas: una mujer con la espalda desnuda y los brazos atados a la rama de un árbol soportaba un flagelamiento; un hombre, de pie y con un arma en la mano, contemplaba el atractivo cadáver de una mujer cuya cabeza colgaba sobre el borde de una cama, permitiendo que su cuidadosamente dispuesto cabello cayera hasta el piso, y también había algunas vistas un tanto deterioradas de la anunciada guarida de los Mares del Sur, en las cuales los habitantes habían sido recubiertos con tinta negra en las zonas estratégicas, cumpliendo —sin duda, con enojo y a desgano— con alguna insignificante reglamentación del lugar.</p> <p>En el mejor de los casos, este tipo de despliegue hubiera sido recibido con indiferencia por Phil Halvorsen. En el peor de los casos, hubiera experimentado una sensación de suave desagrado, aliviada humorísticamente ante la crudeza escatológica del asunto como para hacerla soportable, y rápidamente olvidable. Pero en ese momento las cosas estaban un poquito peor de lo que siempre habían estado. Sentía como si su desagradable descubrimiento anterior lo hubiera ablandado de algún modo, abriendo una brecha en un lugar totalmente insospechado de su armadura. El anuncio lo arrolló como una ola de calor. Parpadeó y retrocedió un paso, levantando las manos y cerrando los ojos con fuerza. Detrás de sus párpados, la imagen de su ridícula arma de un solo tiro apareció, rugiendo. Le parecía poder ver la bala, que se asomaba por su boca humeante como la punta de una lengua negra y ardiente. Retrocedió temblando ante esa pesadilla microtemporal y abrió los ojos para recibir en cambio un segundo y aun más arrollador impacto de parte del frente del teatro.</p> <p>¿Dios mío, qué me está pasando?, gritó en silencio. Se golpeó la frente con los puños un par de veces, luego agachó la cabeza y corrió calle arriba. Su ojo fotográfico había detectado un cartel dentro de la sala de entrada, y mientras corría una parte de su ser lo recreaba fríamente:</p> <p>VEA (decía el cartel, en letras escarlatas) las orgías de la gran ciudad. VEA la corrupción de una adolescente. VEA la lujuria desenfrenada. VEA los ritos secretos de un culto salvaje. VEA... VEA... Había mucho más. Halvorsen gimió mientras corría.</p> <p>En lo de los Bittelman hay gente, pensó entonces. Hay luz, es cálido: casi como el hogar.</p> <p>Y comenzó a correr hacia algo en vez de huir.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>3</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">L</style>A cocina de los Bittelman era una vaga zona clandestina para O'Banion, y un apéndice funcional de la pensión para Halvorsen. Para la señorita Schmidt constituía un territorio prohibido que no despertaba demasiado interés; además, casi todos los territorios eran prohibidos para la señorita Schmidt. Sue Martin se encontraba tan a gusto allí como en cualquier otro lado. Entre los tormentos que aquejaban a Mary Haunt, la cocina era un infierno especial. Pero en el mundo de Robin era algo central, mucho más importante que la habitación que compartía con su madre o su cuna. Comía en la cocina. Jugaba allí cuando llovía o hacía demasiado frío. Cuando salía, lo hacía a través de la puerta de la cocina. Era un refugio al cual podía volver con una rodilla lastimada, el estómago vacío, una ola repentina de nostalgia, o esa pasión maníaca que suele asaltar a los niños de tres años. Era un lugar grande, cálido y lleno de amigos.</p> <p>La más ingeniosa de esas amistades era Bitty, por supuesto. Sin perder su aire huraño, sabía cuál era el momento exacto para darle un buñuelo, contarle un cuento —generalmente acerca de un niño y su hermosa madre— o propinarle una tunda en el trasero. Sam era un amigo, también, aunque su función especial era la de ser un objeto estable al cual encaramarse. En los últimos tiempos, O'Banion se había ganado un nicho especial para él. A Robin siempre le había gustado la tímida pasividad de la señorita Schmidt, pero en cantidades limitadas: era un auditorio fantástico. Trataba a Halvorsen con un respeto alegre, y a Mary Haunt como si no existiera. Había otros personajes allí también, tan reales como los que comían, tenían un empleo y ocupaban habitaciones en otras partes de la casa. En la cocina se encontraban la licuadora y el lavarropas <i>—ladopas</i>, en el lenguaje abreviado de Robin—, la batidora y la cafetera. En resumen, cualquier objeto que tuviera un motor; la presencia o ausencia de motores en las cafeteras es algo que puede ser debatido solamente por aquellas personas que se manejan con prejuicios. Para él, eran todos seres animales, receptivos y volubles, y podía conversar ampliamente con ellos. Les mostraba sus juguetes y les contaba las novedades del día, los saludaba y se despedía de ellos: hola y buenos días, qué pasa y feliz cumpleaños.</p> <p>Además de todos estos personajes, estaban Boff y Gogie, quienes, a pesar de no estar confinados a la cocina, se encontraban a menudo en ese lugar. Pero ese domingo oscuro, en el cual el cielo lloraba y Halvorsen luchaba con sus demonios privados, no estaban.</p> <p>—¡Dora! Boff y Googie se fueron a pasear —le informó Robin a la licuadora eléctrica.</p> <p>Su nombre, Dora, idéntico en el vocabulario de Robin a un nombre femenino, era simplemente una prueba más de la personalidad real que le asignaba a la licuadora. Se apoderó de un banco de cocina y lo transportó con bastante esfuerzo hasta la mesada; luego lo depositó en el suelo y se subió sobre él. Inclinó la licuadora hacia atrás y giró la perilla de control. La máquina comenzó a zumbar suavemente. Bitty guardaba las cuchillas en un cajón fuera del alcance de Robin y le dejaba jugar con la inofensiva máquina todo lo que quisiera.</p> <p>—Así ta bien, Dora —canturreó—. Come tu amuerzo. ¡Eh, Ladopas! —dijo al lavarropas—: Dora ta comiendo todo su amuerzo, voy darle un minuelo, es un buen nenito.</p> <p>Giraba la perilla de control en un sentido y en otro, y la máquina aullaba dócilmente. Movió el plato giratorio, apagó el motor, se detuvo a escuchar el chasquido de los cojinetes dentro del plato y encendió el motor de nuevo.</p> <p>De repente, impulsado por algún sexto sentido, se volvió y vio a O'Banion en la puerta.</p> <p>—Bue día, Tonio —dijo, sonriente—. ¿Salimos paseo ahora?</p> <p>—Hoy no. Llueve —respondió O'Banion—. Y además se dice “buenas tardes” a esta hora. —Se acercó hasta la mesa—. ¿Qué estás haciendo, pequeño?</p> <p>—Dora tá comiendo su amuerzo.</p> <p>—¿Tu madre duerme todavía?</p> <p>—Sí.</p> <p>O'Banion se quedó observando la total preocupación del niño por la máquina. ¿Cómo diablos lo hiciste, pequeño pillo?, se preguntó en silencio.</p> <p>Esa pregunta fue lo único que pudo expresar acerca de la amistad extrañamente gratificante que había florecido entre Robin y él. Nunca le había gustado un chico antes en su vida, y si vamos al caso, tampoco había aborrecido a ninguno. Simplemente no había tenido contacto con ellos antes; su única hermana era mayor que él, y desde su propia infancia había alternado con personas de su misma edad.</p> <p>Un día, Robin lo había arrinconado y había exigido saber su nombre.</p> <p>—Tony O'Banion —había gruñido a regañadientes.</p> <p>—¿Tonio?</p> <p>—Tony O'Banion —le había corregido con precisión al niño.</p> <p>—Tonio —había reafirmado Robin, y desde ese momento ese fue su nombre inalterable.</p> <p>Extrañamente, a O'Banion le había llegado a gustar. Cuando un Carnaval Infantil, una especie de parque de diversiones en miniatura, se instaló en las afueras de la ciudad, en una zona que O'Banion visitaba para manejar unos asuntos de tierras para su empresa, éste se sorprendía pensando en Robin cada vez que veía el Carnaval, y en el lugar cada vez que veía al niño. De modo que un domingo caluroso se sorprendió a sí mismo y a todos los demás personajes involucrados cuando le preguntó a Sue Martin si podía llevar al chico al Carnaval. Ella lo miró seriamente por unos instantes.</p> <p>—¿Por qué? —le preguntó.</p> <p>—Me parece que le va a gustar.</p> <p>—Bueno, gracias —le había dicho calurosamente—, creo que es una idea fantástica.</p> <p>Y Robin había ido con él al Carnaval.</p> <p>Habían vuelto a ir ya varias veces, sobre todo los domingos, cuando Sue Martin se tomaba su única siesta —especial y lujosa— en toda la semana, y también un par de veces durante la semana, cuando O'Banion tenía asuntos en las afueras y podía pasar a buscar al niño al salir de la oficina, depositándolo nuevamente en su hogar antes de volver al trabajo. Y después, para variar, un paseo al campo; el primero en la vida de Robin, a orillas de un arroyo. Vieron renacuajos de ojos perlados, mojarritas refulgentes y un monstruo minúsculo pero aterrador que luego pudo identificar como una crisálida de libélula. Robin preguntó tantas cosas, que al día siguiente O'Banion tuvo que ir a la librería a comprarse un libro sobre pájaros y otro sobre flora silvestre.</p> <p>A veces se preguntaba: ¿Por qué? ¿Cuál era la satisfacción que obtenía? Las respuestas no eran ni incómodas ni evasivas. Quizá lo más importante era el descanso. Por primera vez podía entrar en contacto con otro ser humano sin tener que prestar esa tensa y vigilante atención que le exigían las preguntas tales como “¿Dónde fuiste a la escuela?” y “¿Quiénes son tus padres?” Quizás era ese calor amistoso que irradiaba de un rostro pequeño, pero tan conmovedoramente parecido a aquel otro..., que solía interponerse entre sus ojos y su trabajo de vez en cuando, y que se mostraba tan cerrado y controlado cuando lo enfrentaba personalmente.</p> <p>Estuvo aquel domingo en el cual Sue Martin, luego de haber dado su permiso para una de las consabidas excursiones, había dicho de repente:</p> <p>—No tengo nada demasiado importante que hacer hoy a la tarde. Esas aventuras suyas, ¿son para hombres solamente?</p> <p>—Sí —le había respondido de inmediato—, lo son.</p> <p>Para que <i>aprendiera</i>. Pero no había parecido ser una gran victoria, ni ella se mostró demasiado derrotada cuando encogió los hombros, sonriente.</p> <p>—Avíseme cuando sean mixtas.</p> <p>Después de eso tampoco planteó objeciones a los paseos campestres, lo que hubiera permitido a O'Banion sentirse complacido con el resentimiento que hubiera tenido hacia ella. Se encontró deseando recibir la pregunta de nuevo, pero sabía que no la haría nunca. Y si él la invitaba y ella lo rechazaba... No podía soportar ni siquiera la idea. A veces pensaba que todo el asunto de entretener al niño era algo que hacía para impresionar a la madre. Había alcanzado a oír un comentario de Mary Haunt a la señorita Schmidt en ese sentido, y se había jurado furiosamente abandonar todo. Su resolución duró seis horas, es decir, hasta que Robin le preguntó adonde irían a pasear.</p> <p>Mientras todo fuera una cosa simple entre él y el niño, no necesitaba de excusas ni explicaciones. Pero cuando lo ubicaba dentro de cualquier contexto, se transformaba en un asunto confuso que le provocaba gran incertidumbre. Por lo tanto evitaba analizarlo, y se limitaba a preguntarse, con aire académico y admirado, “¿Cómo lo hiciste, pequeño pillo?”, mientras contemplaba el animado diálogo entre Robin y la licuadora eléctrica.</p> <p>Le acarició los cabellos a Robin y se dirigió hacia la estufa, donde levantó la cafetera y la sacudió para ver si tenía algo adentro. Estaba casi llena, así que prendió una hornalla y la apoyó encima.</p> <p>—¿Qué hace Tonio? ¿Caienta café?</p> <p>—Así es, muchacho.</p> <p>—Ta bien —dijo Robin, como si le otorgara permiso—. Boff no toma café, Tonio —le confió—. Él no hace eso.</p> <p>—¿Así que no toma café, eh? —O'Banion levantó la vista y miró a su alrededor—. ¿Está aquí Boff?</p> <p>—No —respondió Robin—, no ta.</p> <p>—¿A dónde fue? ¿Salió con los Bittelman?</p> <p>—Sí. —La cafetera gruñó, y Robin agregó—: Hola, Cafetera.</p> <p>En ese momento entró Halvorsen; se detuvo como un ciego en vano de la puerta. O'Banion levantó la cabeza para saludarlo, lo vio y dijo “Dios mío” en voz baja, mientras cruzaba la habitación.</p> <p>—¿Se siente bien, Halvorsen?</p> <p>Halvorsen lo miró con los ojos todavía ciegos, sin verlo, orientándose por el sonido de su voz. O'Banion pudo ver que la visión volvía lentamente a surgir en las pupilas del hombre, como una escena de película que se aclaraba gradualmente.</p> <p>—¿Qué? —dijo.</p> <p>Tenía el rostro húmedo por la lluvia y pálido como la panza de un pescado, y estaba encogido como si cargara un gran peso sobre sus espaldas. Levantaba la cara para mirar las cosas en vez de alzar la cabeza.</p> <p>—Será mejor que se siente —dijo O'Banion, admitiendo que su solicitud y preocupación por las tribulaciones del otro estaban motivadas por un sentimiento puramente egoísta: el de no querer verse frente a la necesidad de levantarlo si se cayera al suelo. Sin embargo, cuando Halvorsen se dirigió hacia el comedor diario con sus sillas de madera, O'Banion manoteó la solapa de su chaqueta—. Déme eso —dijo—: está empapado.</p> <p>—No, no —dijo Halvorsen.</p> <p>Pero dejó que O'Banion le sacara la chaqueta o, mejor dicho, la dejó en sus manos mientras seguía caminando. O'Banion buscó donde colgarla, y la dejó sobre el gancho que sostenía las escobas. Se volvió hacia Halvorsen, quien acababa de desplomarse en una de las sillas.</p> <p>Nuevamente Halvorsen efectuó la lenta transición entre la ceguera y la visión, entre el aislamiento y la conciencia de lo que lo rodeaba. Realizó un enorme esfuerzo interno, y logró decir algo.</p> <p>—¿Está lista la cena?</p> <p>—Tenemos que arreglárnoslas solos —contestó O'Banion—. Bitty y Sam se han tomado su franco mensual para visitar los lugares de esparcimiento.</p> <p>—Pacimiento —dijo Robin, sin mirarlo.</p> <p>Controlando su voz y su rostro con cuidado, O'Banion prosiguió hablando.</p> <p>—Tenemos permiso para saquear el refrigerador. Lo único que no debemos tocar es la pata de cordero; es para mañana. —Señaló a Robin con la cabeza—. No se pierde una —agregó, y al fin dejó que una sonrisa amplia le invadiera el rostro.</p> <p>—No tengo hambre —dijo Halvorsen.</p> <p>—Estoy calentando café.</p> <p>—Qué bien.</p> <p>O'Banion apoyó un posaplatos de amianto sobre la mesa y fue a buscar la cafetera. Cuando volvió traía una taza y un platito consigo. Los puso sobre la mesa y se sentó. El azúcar ya estaba sobre el mantel, y las cucharas estaban dentro de un jarro, con los mangos hacia abajo, al estilo campestre. Se sirvió, agregó azúcar y revolvió con la cuchara. Miró hacia Halvorsen y vio algo en ese reservado rostro acerca de lo cual había leído varias veces, pero nunca había visto personalmente: el hombre tenía los labios azules. Solamente en ese momento se le ocurrió traer una taza para Halvorsen. La fue a buscar, y trajo además el jarro de leche, por las dudas. Lo puso sobre la mesa, vaciló y sirvió una segunda taza. Agregó una cuchara, y con una repentina timidez empujó la taza y el jarro de leche hacia el otro hombre.</p> <p>—Eh —avisó.</p> <p>—¿Qué? —dijo Halvorsen con el mismo tono muerto y chato que antes—. ¡Oh, oh! Gracias, O'Banion, gracias; discúlpeme. —De repente se rió con fuerza, pero sin alegría. Se tapó los ojos—. ¿Qué es lo qué me pasa? —dijo con un quejido.</p> <p>Era una pregunta que ninguno de los dos podía contestar, así que se quedaron tomando el café incómodamente. Un hombre que no sabía sincerarse con nadie, y otro que nunca se había hecho cargo de los problemas ajenos.</p> <p>En esta escena irrumpió Mary Haunt. Tenía puesta una salida de cama de color amarillo chillón y llevaba una revista doblada debajo del brazo. Echó una mirada rápida alrededor de ella e hizo una mueca de desprecio.</p> <p>—Parece un bar de estación —gruñó, y se fue.</p> <p>La ira que invadió a O'Banion en ese momento fue un alivio; casi sintió agradecimiento hacia la muchacha.</p> <p>—Uno de estos días alguien va a agarrar a esa chiquilina del cuello y le va a enseñar lo que es bueno —bufó.</p> <p>Halvorsen también pudo encontrar una voz para hablar, y probablemente se sentía igualmente agradecido por el cambio de ambiente.</p> <p>—No va a durar —dijo.</p> <p>—¿Qué quiere decir?</p> <p>—Quiero decir que no va a poder seguir siendo así por mucho tiempo —dijo Halvorsen, pensativo; hizo una pausa y cerró los ojos.</p> <p>O'Banion podía ver como salía lentamente de su pantano personal, paso a paso, hacia tierra firme, donde podría contemplar con familiaridad el mundo real nuevamente. Cuando abrió los ojos de nuevo, miró a O'Banion con una extraña sonrisa.</p> <p>—Gracias por el café, O'Banion —dijo, como dentro de un paréntesis, y luego retomó el hilo de su explicación—. Esa chica está esperando La Gran Ocasión. Cree que es lo que se merece, y que vendrá sólo con esperarla. Y lo cree en serio. Habrá oído hablar de las colegialas que se quedan sentadas en las mesas de las confiterías esperando que las descubra un promotor de cine. Es algo inofensivo si se lo hace durante una o dos horas al día. Pero Mary Haunt lo hace durante todos y cada uno de los minutos que pasa fuera de esta casa. Ninguno de los que estamos aquí podemos ayudarla, así que nos trata como si fuéramos objetos inútiles. Pero debería verla cuando está en la estación.</p> <p>—¿Qué estación?</p> <p>—Copia libretos en la estación de radio —dijo Halvorsen—. Por lo que pude oír, no es demasiado buena, pero como no le pagan demasiado, nadie protesta. Pero para ella la estación de radio es la orilla del mundo al cual quiere llegar. Empieza allí, y sigue con la TV y el cine. Le apuesto lo que quiera a que tiene la escena ensayada hasta el último detalle. Un gran productor o director que aparece por allí y pasa por la estación de radio para visitar a alguien, y ¡zas! nuestra Mary es una estrellita lanzada hacia la cumbre.</p> <p>—Sería mejor que aprendiera algunos modales —refunfuñó O'Banion.</p> <p>—Ah, pero los tiene cuando piensa que le van a servir de algo.</p> <p>—¿Por qué no los usa con usted, por ejemplo?</p> <p>—¿Conmigo?</p> <p>—Por supuesto. ¿Usted no ayuda a la gente a conseguir mejores empleos, o algo así?</p> <p>—Yo entrevisto a un montón de gente, distintos tipos de gente —dijo Halvorsen—, pero tienen una cosa en común: no están seguros de qué es lo que quieren hacer, qué es lo que quieren ser. —Apuntó con la cuchara hacia la puerta—. Ella sí lo está. Puede que esté equivocada, pero está segura.</p> <p>—Bueno, ¿y qué hay de Sue Martin? —dijo O'Banion. Insistió en el tema rápidamente, casi sin pensarlo; tenía la vaga sensación de que si no lo hacía, Halvorsen volvería a sumergirse en ese incómodo e introspectivo silencio—. Seguramente hay mucho acerca de la farándula que Mary Haunt podría aprender de ella.</p> <p>Algo parecido a una sonrisa se dibujó en el rostro de Halvorsen mientras se servía café.</p> <p>—La señora Martin es una anfitriona de <i>cabaret</i> —dijo—, y en la opinión de Mary Haunt los <i>cabarets</i> son tugurios.</p> <p>O'Banion se sonrojó violentamente y al mismo tiempo se maldijo por haberlo hecho.</p> <p>—Pero si ésa... no tiene educación, ni... ni... cómo se <i>atreve</i> a despreciar a... ¡quiero decir, es muy poca cosa! —se dio cuenta de que estaba balbuceando bajo la mirada directa y neutra de los ojos oscuros de Halvorsen, y trató de finalizar diciendo algo que no fuera totalmente traído de los pelos—: Una noche, hace un par de meses, la señora Martin y yo la vimos tener un ataque de histeria por alguna cosa insignificante... ¡Ah!, era que la señorita Schmidt tenía una revista que ella quería... bueno, lo importante fue que después del incidente, la señora Martin dijo algo acerca de Mary Haunt que podría haber sido un cumplido. Al menos podría ser así para alguna gente. No se me ocurre que Mary Haunt haya hecho algo similar por ella.</p> <p>—¿Qué fue lo que dijo la señora Martin?</p> <p>—Oh, que cualquiera que se interpusiera entre Mary Haunt y lo que ella quería, iba a verse perforado por un orificio del tamaño de Mary Haunt.</p> <p>—No era un cumplido —dijo Halvorsen de inmediato—. La señora Martin sabe tan bien como usted o yo qué es lo que se interpone entre Mary Haunt y su Gran Ocasión.</p> <p>—¿Y qué es?</p> <p>—La propia Mary Haunt.</p> <p>O'Banion lo pensó durante un instante, y luego rió.</p> <p>—Un orificio de su propio tamaño no dejaría demasiado en pie —miró a Halvorsen—. ¿Sabe? Usted tiene dotes de psicólogo.</p> <p>—¿Yo? —dijo Halvorsen, genuinamente sorprendido.</p> <p>En ese momento Robin, que había estado murmurando confidencias a la licuadora, la apagó y miró hacia arriba.</p> <p>—¡Boff! —gritó con júbilo—. ¡Hola, Boff! —dijo, observando algo que se acercaba a él, girando un poco para seguirlo con la vista hasta que se hubiera instalado sobre los estantes encima de la mesa—. ¿Qué tás haciendo, Boff? ¿Viniste cenar? —luego rió, como si hubiera pensado en algo agradable y muy cómico.</p> <p>—Pensé que Boff estaba afuera con los Bittelman, Robin —dijo O'Banion.</p> <p>—No, sescondió —dijo Robin, y rió a carcajadas—. Boff ta aquí. Golvió.</p> <p>Halvorsen observaba la escena con una sonrisa confundida.</p> <p>—¿Quién diablos es Boff? —preguntó a O'Banion.</p> <p>—Un compañero de juegos imaginario —dijo O'Banion sabíamente—. Ya me he acostumbrado ahora, pero le aseguro que al comienzo me daba escalofríos. Muchos niños los tienen. Mi hermana tenía una amiguita imaginaria. Al menos eso dice mi madre; mi hermana no se acuerda ya. Era una niña llamada Ginny que vivía en la despensa. Uno se ríe de este “Boff” y de la otra, se llama Googie, hasta que lo ve a Robin abriéndoles la puerta para que entren, o negándose a salir a jugar hasta que hayan bajado. Y no bromea. Es un buen chico la mayor parte del tiempo, Halvorsen, pero hay cosas que lo pueden hacer estallar como un frasco de nitroglicerina. Una de esas cosas es tratar de negar la existencia real de Boff y Googie. Lo sé por propia experiencia: intenté hacerlo una vez y me llevó medio día y seis vueltas en la calesita calmarlo. Y seis vueltas para Boff y Googie también —enfatizó con el dedo.</p> <p>Halvorsen miró al niño nuevamente.</p> <p>—Qué cosa, ¿eh? —sacudió la cabeza suavemente—. ¿Y eso... este... es normal?</p> <p>—Compré un libro —dijo O'Banion, e inexplicablemente sintió que se sonrojaba de nuevo— y dice que es normal, en tanto y en cuanto el niño tenga un buen contacto con la realidad. Y eso nadie lo puede dudar en el caso de Robin. Es un asunto que se supera con la edad; no hay por qué preocuparse.</p> <p>En ese momento Robin levantó la mirada hacia el estante, como escuchando un sonido.</p> <p>—Ta bien, Boff —dijo, bajándose de la silla y llevándola hasta su lugar contra la pared—. Tonio, Boff quere ver autos. ¿Vamos? ¿Sí?</p> <p>O'Banion se levantó, riendo.</p> <p>—La voz del amo. Compré el número especial de <i>Mecánica Popular</i> que trae todos los modelos de automóviles de este año, y Boff y Robin están encantados.</p> <p>—Ah, ¿sí? —Halvorsen sonrió—. ¿Qué es lo que les gusta este año?</p> <p>—Los autos rojos. Vamos, Robin. Hasta luego, Halvorsen.</p> <p>—Hasta luego.</p> <p>Robin corrió hasta O'Banion, vaciló cerca de la puerta y gritó:</p> <p>—¡Vamos, Boff! —y agitó la mano violentamente en dirección a Halvorsen—: Hasta luego, Borse.</p> <p>Halvorsen lo saludó también, y se fueron.</p> <p>El viejo permaneció un instante con la mano levantada. La presencia del otro hombre y el niño había sido una distracción que lo alejaba de su explosión interna y las ondas que propagaba. Ahora que se habían ido, no podía permitirse sucumbir bajo el peso de la bala que se aproximaba, los cuerpos húmedos y ese “¿Por qué me quiero morir?” que lo perseguía. Se sintió suspendido por un momento, inmóvil, entre la preocupación y el esparcimiento. Se le ocurrió seguir a O'Banion hasta la sala. Pensó en volver hacia su pánico, enfrentarlo, combatirlo. Pero aún no estaba listo para combatirlo, y no quería huir... pero no podía quedarse así. Era como tratar de no respirar. Cualquiera puede hacerlo, pero no por mucho tiempo.</p> <p>—¿Señor Halvorsen?</p> <p>Con pasos y voz suaves, la señorita Schmidt ingresó en la cocina, mirando tímidamente alrededor de ella para estar segura de que no molestaba. Halvorsen tuvo ganas de abrazarla.</p> <p>—¡Pase, pase! —dijo amablemente.</p> <p>La pálida sonrisa se iluminó como una brasa al viento.</p> <p>—Buenas tardes, señor Halvorsen. Estaba buscando, es decir, preguntaba, usted sabe, si había vuelto el señor Bittelman, y pensé quizás que... —se humedeció los labios y aparentemente pensó que valía la pena hacer otro intento—. Quisiera verlo para, quiero decir, preguntarle si... acerca de algo —exhaló, respiró hondo y hubiera seguido del mismo modo si Halvorsen no la hubiera interrumpido.</p> <p>—No, no volvieron todavía. La verdad es que les tocó un día espantoso para salir a divertirse.</p> <p>—Eso no parece preocuparles a los Bittelman. Cada cuatro semanas, como un reloj... —de repente, emitió un pequeño y suave balido de risa—. Claro, no quise decir como un reloj en serio, señor Halvorsen; cada cuatro semanas, quiero decir.</p> <p>Él rió educadamente, por ella.</p> <p>—La entiendo perfectamente. —Vio cómo su mirada bajaba hasta sus manos agitadas, y adivinó que su próximo movimiento sería hacia la puerta. Sintió que no podría aguantar quedarse solo, y menos en ese preciso momento—. Este... ¿no le gustaría una taza de té, o algo? Un emparedado. Justamente iba a... —se levantó.</p> <p>El rostro de la señorita Schmidt se puso de un color rosado y sonrió nuevamente.</p> <p>—Bueno, yo...</p> <p>Se oyó un ruido corto y siseante en la puerta, un pequeño resoplido iracundo. Allí estaba Mary Haunt, mirándolos fijamente.</p> <p>—No, no, gracias —dijo la señorita Schmidt en voz baja—, sería mejor que yo, quiero decir, me voy, y... solamente quería saber si el señor Bittelman había...</p> <p>Se apagó por completo y se dirigió con la cabeza gacha hacia la puerta. Mary Haunt giró los hombros, pero no movió los pies para dejarla pasar. La señorita Schmidt se deslizó por el hueco y escapó.</p> <p>Halvorsen permaneció de pie, sintiéndose enojado y tonto a la vez. Sus últimas palabras resonaron en su cabeza: “Un emparedado. Justamente iba a...”, y dejó que lo empujaran hasta el otro extremo de la cocina. Estaba furioso, pero... ¿por qué? No había pasado nada. No, en realidad había pasado mucho. Le hubiera gustado contraatacar y fulminar a Mary por perseguir a un pobre conejo indefenso como la señorita Schmidt; pero ¿qué había hecho en realidad? No lo podría decir con absoluta sinceridad... ¡Si no le dijo una sola palabra!</p> <p>Se sintió impotente, castrado; la imagen del frágil cañón apareció por un instante delante de sus ojos, impactándolo con fuerza. Temblaba, pero se serenó, agudamente consciente de! par de ojos brillantes e iracundos que lo observaban desde la puerta. Revolvió la panera y sacó medio pan casero, ese magnífico pan que hacía Bitty. Descolgó la tabla y el cuchillo para cortar el pan, y comenzó a serruchar. Oyó un ruido seco detrás de él: Mary Haunt había tirado su revista sobre la mesa, al lado de la cafetera, y Halvorsen notó que estaba justo detrás de él, mirando por sobre su hombro. De haber dicho ella una sola palabra, hubiera tenido que soportar una explosión de ira fuera de toda proporción. Pero no dijo nada; se limitó a observarlo. Terminó de cortar la primera rodaja y comenzó a serruchar otra. Casi se dio vuelta para encarar a su observadora, pero se contuvo, razón por la cual el cuchillo se hundió en la primera articulación de su dedo pulgar. Cerró los ojos, terminó de cortar el pan y se dirigió a la heladera. La abrió y se inclinó hacia los estantes, sosteniéndose el dedo cortado con la otra mano.</p> <p>—¿Qué está haciendo? —dijo la chica.</p> <p>—¿Qué le parece? —gruñó. La herida empezaba a dolerle.</p> <p>—No puedo adivinarlo —dijo Mary Haunt.</p> <p>Fue hasta la tabla de cortar, levantó el cuchillo y lo utilizó para tirar el pan cortado a la pileta.</p> <p>—¡Qué diablos...!</p> <p>—Será mejor que apoye esa herida contra el congelador por un instante —dijo Mary Haunt con calma. Puso una mano sobre el pan, y con un movimiento prolijo le aparejó la punta—. Siéntese —dijo, mientras Halvorsen se llenaba los pulmones para emitir un rugido de indignación—. Si hay algo que odio es ver un inepto dando vueltas con la comida.</p> <p>Una, dos, tres, cuatro parejas rodajas cayeron sobre la tabla mientras hablaba. Cuando Halvorsen estaba por lanzar un aullido de oso herido, lo interrumpió de nuevo:</p> <p>—¿Quiere un emparedado o no? Entonces siéntese allí y no estorbe.</p> <p>La miró, atónito. ¿Le estaría haciendo un favor? ¿Mary Haunt, haciéndole <i>un favor</i> a alguien?</p> <p>No tuvo más remedio que obedecerla. Apoyó la herida contra el congelador. Se sintió mejor. Retiró la mano justo a tiempo, cuando ella se acercaba a la heladera. La esquivó y fue hasta la mesa. Se sentó a observarla.</p> <p>Valía la pena mirarla. Sus manos pálidas y excesivamente cuidadas volaban. Sacó mayonesa, queso de nata, un plato de fiambre, perejil y rabanitos. Con un solo y rápido movimiento colocó una pequeña sartén y una olla sobre el fuego y encendió las hornallas. Esparció un par de fetas de tocino en la sartén, y dos cucharadas de agua y la mitad del líquido de un jarro de alcaparras en la olla. Agregó especias “a ojo”: una pizca, un poco de aderezo de pollo, orégano y sal de ajo. La olla empezó a sisear, y de repente la cocina olió como el comedor del paraíso. Retiró la olla, echó el contenido en una fuente, agregó el queso y la mayonesa y lo puso en la batidora eléctrica. Dio vuelta el tocino, puso dos rodajas de pan en la tostadora y comenzó a picar los rabanitos.</p> <p>Halvorsen sacudió la cabeza con incredulidad y masculló una exclamación. La chica lo favoreció con una mirada tal de desprecio que bajó los ojos. Su mirada se posó sobre la revista que había traído. Se llamaba <i>Día Familiar</i>, y era una publicación hogareña de una cadena de supermercados, sin relación alguna con el mundo del cine.</p> <p>El tocino salió chisporroteando de la sartén. Mary lo colocó sobre una toalla de papel y lo trituró en la fuente donde trabajaba la batidora. Como si hubiera algún coreógrafo de cocina dirigiendo la tarea, las tostadas saltaron de la tostadora en el momento en que la mano de Mary Haunt se extendía a recogerlas. Introdujo las dos rodajas restantes en el aparato y volvió a ocuparse de los rabanitos. Un instante después apagó la batidora, untó las tostadas con el contenido de la fuente, y colocó encima los trozos de fiambre que había cortado en tiras de diverso tipo, de manera que formaban un atractivo trenzado. Ni bien hubo terminado con los dos primeros, la segunda tanda saltó de la tostadora. Era un proceso continuo, en el cual se fundían todas las cosas distintas que hacía; algo así como una partitura musical o un paisaje visto desde la ventanilla de un tren.</p> <p>Hizo una maniobra rápida con el cuchillo y depositó lo obtenido sobre dos platos: eran pequeños bocados dispuestos en forma de estrella, con una pieza en el medio que asemejaba un capullo de rosa. Los rabanitos, preparados con pétalos curvados y anidados en un hato de perejil, mostraban sus tallos agrupados por algún nudo artero. La función completa había demorado apenas unos seis minutos.</p> <p>—Puede hacerse el café solo —finalizó.</p> <p>Halvorsen se acercó y levantó uno de los platos.</p> <p>—¡Pero si esto es... es...! Bueno, ¡muchas gracias! —levantó la vista y la miró, sonriente—. Vamos, sentémonos.</p> <p>—¿Con <i>usted</i>?</p> <p>Ella se acercó a la mesa, llevando el otro plato, y recogió la revista como si fuera un secreto terrible. Fue hasta la puerta.</p> <p>—Puede lavar las cosas usted mismo —dijo—; y si se le ocurre contarle esto a alguien alguna vez... la va a pasar muy mal.</p> <p>La miró irse, atontado. Sin pensar, levantó uno de los bocados y lo mordió. Por un instante se olvidó de su sorpresa, tan delicioso estaba. Se sentó lentamente, y por primera vez desde el momento en que se le había ocurrido comparar las guitarras con los violines frente a la casa de empeños, se entregó totalmente a sus sentidos e hizo caso omiso de sus tribulaciones.</p> <p>Comió sus emparedados con lentitud y regocijo, dejando que lo colmaran uno a uno.</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">EXTRACTO DEL [LIBRO DE BITÁCORA] DE LA EXPEDICIÓN INVESTIGADORA:</p> <p>Estoy tan [cansado-irritado] que casi no puedo [escribir]. Como si este tipo de investigación no fuera arduo de por sí en el mejor de los casos —y éste no es uno de ellos— y con el mejor instrumental —que [nosotros] no tenemos— tengo la desgracia de estar [acompañado] por un [compañero de equipo] cuyo entusiasmo es insuperable y que está imbuido de una cualidad que solamente puede [describirse] como [testarudez-obcecación]. [Smith] está bien intencionado, por supuesto, pero el universo está lleno de [individuos] bien intencionados que lo único que han logrado es quedar como unos [¿?]s.</p> <p>Durante el transcurso de todo el enervante y tedioso proceso de re[cargar] el [cuasco], [Smith] sostuvo que la observación puramente objetiva no [nos] reportaría ningún resultado, y sería un proceso [interminable]. Según [Smith], ya tenía[mos] suficientes datos como para aplicar un estímulo exterior sobre estos ejemplares, y de ese modo determinar de una vez por todas si el Reflejo Beta sub Dieciséis existía entre ellos. Por supuesto, objeté que era contrario a [nuestros] más caros [principios éticos] recurrir a la aplicación de [la fuerza] contra una especie extraña. [Smith] insistió en que no sería [forzarlos] realmente, sino simplemente [magnificar-amplificar-aumentar la eficiencia de] las características que ya poseían. [Le] señalé que, aun en el caso de tener éxito, solamente podría[mos] verificar el resultado final por medio de pruebas que seguramente liquidarían a uno o más de los ejemplares. [Smith] dijo que estaba dispuesto a ocuparse de ese problema cuando se presentara, no antes. [Le] expliqué que para proveer los estímulos necesarios tendría[mos] que modificar los [circuitos] no sólo del [cuisco], sino también de ese [¿?] ineficiente y pre[histórico] aparato, el [cuasco]. [Smith] estuvo de acuerdo inmediatamente, así que, mientras [yo] seguía exponiendo [mis] argumentos, comenzó a modificar los [circuitos]. [Yo] exponía y [él] trabajaba, y cuando [hube] llegado a una conclusión, ya casi había terminado. Al final [me] encontré ayudándo[lo] en los [toques] finales.</p> <p>Olvidé preguntarle a [Smith] qué pensaba hacer si alguno de los ejemplares llegara a descubrir[nos]. ¿Matarlo? ¿Matarlos a todos? No me [sorprendería]. [Smith] es uno de esos [individuos] capaces de [matar] a la [madre] en nombre de la libertad del investigador.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>4</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">E</style>NVUELTA hasta el cuello en un salto de cama acolchado, la señorita Schmidt dormitaba en su sillón. Vestía pantuflas y un mantón, además de un par de medias gruesas. Cuando oyó los sonidos que había estado esperando, se levantó de un brinco. Fue hasta la puerta, que estaba entreabierta, y se detuvo un instante para escuchar mejor y asegurarse bien. Se ajustó el cinturón, verificó los broches debajo de su mentón, acomodó su voluminoso salto de cama y se envolvió un poco más en el mantón. Cruzó las manos con modestia a la altura de las clavículas, donde las mantuvo apretadas mientras correteaba silenciosamente por el pasillo hasta el salón de entrada. Bitty estaba en la cocina, pero Sam Bittelman estaba colgando su gabán húmedo en la percha.</p> <p>—Señor Bittelman...</p> <p>—Sam —corrigió aquél con jovialidad—. Buenos días, señorita Schmidt. Empezó un nuevo día, sabe, hace cosa de diez minutos.</p> <p>—Dios mío, claro, ya sé que es tarde —susurró la señorita Schmidt—. Le pido mil disculpas, y le aseguro que no quisiera molestarlo por nada en el mundo. ¡Dios mío! Quiero decir que realmente le pido mil disculpas... —finalizó, y su rostro eternamente asustado, se transformó en una mueca de angustia.</p> <p>—Bueno, dígame qué es lo que le preocupa, señorita, y trataremos de resolverlo —dijo Sam amablemente.</p> <p>—Usted es tan amable. Tan amable, en serio. Ocurre que hay algo, quiero decir, hay algo que necesita arreglo; en... <i>en mi dormitorio</i>. —Se inclinó hacia adelante al decir esto, como si compartiera un secreto.</p> <p>—Bueno, vayamos a ver qué pasa. ¡Bitty! —gritó Sam. La señorita Schmidt se llevó una mano escandalizada hasta los labios cuando Sam levantó la voz—. Voy a arreglar algo para la dama —prosiguió Sam—. Vuelvo en seguida. —Se volvió hacia la señorita Schmidt e hizo una cómica reverencia—. Después de usted —dijo.</p> <p>—No debemos despertar a... nadie —objetó la señorita Schmidt, y luego se ruborizó por haberlo dicho.</p> <p>Sam se limitó a sonreír y la siguió hasta su habitación. La señorita Schmidt entró abriendo la puerta al máximo, y tímidamente levantó el cesto de papeles para apoyarlo contra la puerta para que no se cerrara. Mientras hacía esto levantó la vista y se encontró con los ojos titilantes de Sam. Elevó un ruego al cielo para que Sam no se riera de lo que estaba haciendo. Uno nunca sabía lo que iba a decir ese hombre; algunas veces era incomprensible y otras era simplemente <i>terrible</i>.</p> <p>—La ventana —dijo la señorita Schmidt—, la persiana.</p> <p>Sam examinó el lugar aludido.</p> <p>—¡Ah, sí! Se rompió de nuevo. Siempre se gasta la cuerda de estos artefactos.</p> <p>La persiana colgaba oblicua; las tablillas inferiores estaban casi verticales, dejando al descubierto una esquina inferior de la ventana. Sam tiró de la cuerda. Era doble; una parte estaba atascada y la otra se deslizaba libremente. La sacó toda y miró con resignación el extremo partido.</p> <p>—¿Ve?, éste es el problema. Veré si puedo colocar una cuerda nueva por la mañana, si encuentro una —dijo.</p> <p>—¿A la mañana? Pero... este... quiero decir, señor... este... Sam, ¿qué pasa ahora? Quiero decir, ¿qué voy a <i>hacer</i>?</p> <p>—Y bueno, ¡no se preocupe más por ello! Váyase a dormir, señorita, y para cuando vuelva mañana de la escuela ya tendré...</p> <p>—No me comprende —gimió la señorita Schmidt en voz baja—. No puedo irme a la cama con eso así. Por eso lo esperé despierta. Ya probé de todo. Las cortinas no lo tapan, y no hay de dónde colgar una toalla y el respaldo de la silla no alcanza a taparlo, y... y... ¡oh, Dios mío!</p> <p>—Ajá.</p> <p>El sonido corto y suave la golpeó. Lo miró sorprendida. Había algo... pero ¿qué? Era como un zumbido dentro de la habitación, pero no era un ruido. Sam no había cambiado... pero había algo en sus ojos que ella nunca había visto antes. Nunca lo había visto en los ojos de nadie. Sam Bittelman siempre había tenido un aire de potencia tranquila, y eso estaba presente ahora, aun más calmo, más fuerte, más reconfortante que nunca. Pera ella, presa de innumerables indecisiones e inseguridadades, su certidumbre cálida y amistosa era algo más maravilloso que una aureola angelical.</p> <p>—¿Qué es exactamente lo que le molesta de esa ventana? —dijo Sam.</p> <p>Su reacción acostumbrada hubiera sido indicar, con indignación, que una parte de la ventana quedaba sin cubrir y que eso, con seguridad, no necesitaba otra explicación. Pero su reacción acostumbrada inexplicablemente se detuvo y le dio la respuesta que él esperaba:</p> <p>—¡Alguien podría mirar hacia <i>adentro</i>!</p> <p>—¿Usted sabe lo que hay del otro lado de esa ventana?</p> <p>—¿Qué?... Ah, este..., la parte de atrás del garaje.</p> <p>—De modo que nadie puede mirar hacia adentro. Pero supongamos que el garaje no estuviera allí, y usted apagara las luces. ¿Sería posible que alguien viera algo adentro?</p> <p>—N... no...</p> <p>—Pero le sigue molestando —concluyó Sam.</p> <p>—Claro que <i>sí</i>.</p> <p>La señorita Schmidt miró hacia el triángulo de vidrio desnudo, oscurecido por la noche que acechaba afuera, y sintió un temblor. Sam se apoyó contra el marco de la puerta y se rascó la cabeza.</p> <p>—Déjeme decirle algo —dijo, como si sus declaraciones pudieran cambiar las cosas—. Supongamos que el garaje no estuviera, que usted dejara la luz encendida y alguien la viera. ¿Qué pasaría entonces?</p> <p>La señorita Schmidt lanzó un chillido.</p> <p>—¿Le molesta en serio, no es cierto? —Sam rió tranquilamente. En vez de enfurecerla, su voz la reconfortó—. ¿Qué es exactamente lo que le molesta en todo esto, aparte del hecho de que sería molesto? —preguntó.</p> <p>—Pero... pero —dijo la señorita Schmidt, sin aliento—... yo sé lo que pensaría yo misma de una... cualquiera que se exhibiera de ese modo, con las luces prendidas y...</p> <p>—No dije que se exhibiera. Tampoco dije “ofreciera” que es la otra palabra que la gente utiliza, vaya uno a saber por qué. Así que lo que realmente le preocupa es lo que pueda pensar alguien que la espíe, ¿eh? Vea, señorita Schmidt, ¿usted cree que vale la pena preocuparse por eso? ¿Qué le importa a usted lo que la gente pueda pensar? ¿Acaso usted no sabe mejor que nadie quién es usted misma? —hizo una pausa, pero ella no dijo nada—. ¿Duerme desnuda alguna vez? —preguntó Sam.</p> <p>La señorita Schmidt boqueó y sacudió la cabeza, los ojos redondos.</p> <p>—¿Por qué no? —insistió Sam.</p> <p>—Pero si... si...</p> <p>Tenía que contestarle a ese hombre; no podía dejar de hacerlo. El miedo comenzaba a llenarla como una fina columna de humo, pero una mirada al rostro franco y abierto de Sam la disipó por completo. Era algo extraordinario e incómodo, excitante y molesto, todo al mismo tiempo. Sam la obligaba y la reconfortaba a la vez con su actitud. Pudo encontrar su voz y responderle»</p> <p>—No podría dormir... así. ¿Y si hubiera un incendio?</p> <p>—¿Quién dijo eso? —replicó Sam ásperamente.</p> <p>—No entien...</p> <p>—¿Quién dijo “y si hubiera un incendio”? ¿Quién se lo dijo?</p> <p>—Y, me imagino que fue... Claro, por supuesto fue mi madre.</p> <p>—No es idea suya, entonces. Me lo imaginaba —dijo Sam—. “No matarás”. ¿Usted cree en eso?</p> <p>—¡Por supuesto! —respondió la señorita Schmidt.</p> <p>—Evidentemente. ¿A qué edad lo aprendió?</p> <p>—No... sé. Todos los niños...</p> <p>—¿Niños de siete, ocho, nueve años de edad? Está bien. ¿Cuántos años tenía cuando le enseñaron que no se desabrochara los pañales? ¿Que no dejara que nadie la <i>viera</i>?</p> <p>Ella no contestó, pero la respuesta quedó flotando en el aire.</p> <p>—¿Se podría decir que usted aprendió eso de “no mostrarás tu cuerpo” mucho antes, mucho mejor y mucho más profundamente que lo de “no matarás”? —insistió Sam.</p> <p>—Este... sí.</p> <p>—¿Se da cuenta que es un mandamiento mucho más sagrado para usted que cualquiera de los Diez Mandamientos? Y aparte de que esté bien o mal eso, ¿no está más arraigado que el más profundo y el más fuerte de todos: “sálvate”? ¿No se ve a usted misma moribunda debajo de un arbusto antes que saliendo desnuda al camino para pedir ayuda a un automovilista? Y “si hay un incendio”, ¿no se ve a usted misma muriendo calcinada antes de saltar por la ventana sin su salto de cama?</p> <p>La señorita Schmidt no tenía otra respuesta para eso que sus ojos redondos y su corazón agitado.</p> <p>—¿Tiene algún <i>sentido</i> creer en cosas así? —preguntó Sam.</p> <p>—No sé —susurró la señorita Schmidt—. Ten... tengo que pensarlo.</p> <p>—Con retroactividad —dijo Sam, repentinamente, y señaló la ventana—. ¿Qué hacemos con eso? —preguntó.</p> <p>La señorita Schmidt miró la ventana distraídamente.</p> <p>—No se preocupe por eso esta noche, señor Bittelman —dijo.</p> <p>—Llámeme Sam. Bueno... Entonces, buenas noches, señorita.</p> <p>Abruptamente la señorita Schmidt se sintió tambalear al borde de un precipicio infinito. Ese hombre había entrado en su habitación y la había desorientado, había hecho añicos todo un esquema de pensamiento que durante mucho tiempo había permanecido inmóvil en los cimientos de su mente, como una piedra fundamental. En ese segundo de sorpresa no lo había admitido, pero pronto tendría que aceptar que era necesario pensar “con retroactividad”, como decía Sam. Y al hacerlo se daría cuenta de que la convención de la vestimenta no era la única que tendría que reconsiderar. La tarea —ardua e inevitable, desconocida y sin final— se erigía frente a ella como una nube negra. Su único apoyo, su único sostén era Sam Bittelman. Y Sam se estaba yendo.</p> <p>—¡No! —gritó—. ¡No! ¡No! ¡No!</p> <p>Sam se volvió, sonriente. La magia volvió a aparecer, con su seguridad y su calma. La señorita Schmidt se quedó jadeando, como si hubiera corrido cuesta arriba por una colina.</p> <p>—No se preocupe, señorita.</p> <p>—¿Por qué me dijo todo eso? ¿Por qué? —preguntó ella lastimeramente.</p> <p>—¿Sabe una cosa? Yo no le dije nada —dijo Sam con suavidad—. Yo solamente le hice preguntas. Fueron todas preguntas que se podría haber formulado usted misma. Lo que la tiene asustada son las respuestas... que vinieron de aquí... —puso un dedo amable sobre la frente húmeda de la señorita Schmidt—...y no de mí. Usted vivió con todo eso durante bastante tiempo; no tiene por qué temerle ahora —finalizó, y antes que ella pudiera responderle, agitó su mano grande y capaz, guiñó el ojo y se fue.</p> <p>La señorita Schmidt permaneció de pie en su habitación durante largo rato, temblando y rehusándose a pensar. Finalmente permitió que sus ojos abiertos enfocaran la realidad de nuevo, aunque lo único que divisaron fue la puerta abierta. Parecía que una parte de la calma de Sam la penetraba junto con las imágenes. Se dio vuelta una vez y luego otra, examinando toda la habitación y cosechando más y más seguridad de las paredes, como si Sam hubiera colgado la sensación allí para que ella la recogiera, como a brevas maduras. La almacenó toda dentro de sí, en ese hueco nuevo que tenía; no para llenarlo, pero al menos para que estuviera allí y la acompañara hasta que pudiera conseguir más.</p> <p>De repente, sus ojos se posaron sobre el cesto de papeles apoyado tontamente contra la puerta, manteniéndola abierta. No pudo evitar una sonrisa. Se sorprendió ella misma de su reacción. Lo levantó, agitando la cabeza como quien encuentra un cachorro ridículo que ha estado comiéndose el talco. Le dio una palmada suave, una sola, y lo depositó sobre el piso. Cerró la puerta. Se metió en la cama y apagó la luz sin mirar una sola vez hacia la ventana.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>5</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">—¡P</style>UES mira lo que has hecho! —gritó Bitty con una especie de enojo alegre, cuando abrió la puerta de la habitación de Sue Martin—. ¡Aquí tengo tus sábanas limpias, y tuviste que hacer la cama!</p> <p>Sue Martin, adormilada y hermosa en su bata oscura, se levantó del escritorio.</p> <p>—Discúlpame, Bitty, me olvidé de que era jueves.</p> <p>—¿Qué otro día iba a ser? —la retó la mujer mayor—. Y ahora tendré que hacerlo todo de nuevo. Ya le tengo dicho, jovencita, que soy yo quien se va a encargar de la habitación.</p> <p>—Pero si ya tienes demasiado que hacer —dijo Sue, sonriendo—. Te ayudaré. ¿Qué está haciendo Robin?</p> <p>Juntas quitaron el cubrecama, la frazada y las sábanas de la enorme cama doble.</p> <p>—Ha sido secuestrado por ese idiota de O'Banion de nuevo. Iba a ver una obra en construcción nueva por la zona de Huttonville, y se le ocurrió que a Robin le gustaría ver las apisonadoras —dijo Bitty.</p> <p>—A Robin le encantan las apisonadoras, así que no es un idiota.</p> <p><i>—Es</i> un idiota —dijo Bitty con aspereza, sin que fueran necesarias más explicaciones para la lógica implícita en la frase de Sue—. Sería hora de que diéramos vuelta el colchón, ya que estamos las dos —dijo, palmeando el objeto en cuestión.</p> <p>—Está bien —dijo Sue Martin. Dobló la frazada y el cubrecama y los llevó hasta la cómoda—. Pero Robin lo quiere.</p> <p>—Y tú también.</p> <p>Los ojos de Sue se agrandaron. Le echó una mirada a la otra mujer, pero Bitty estaba de espaldas, inclinada sobre la cama. Cuando habló, su voz estaba perfectamente controlada.</p> <p>—Sí..., desde hace algún tiempo. —Se dirigió hacia Bitty y juntas sujetaron el colchón—. ¿Listo?</p> <p>Hicieron fuerza las dos y el colchón se levantó, balanceándose por un instante sobre el borde, y cayó dado vuelta. Lo enderezaron.</p> <p>—Bueno, ¿qué vas a hacer con el asunto? —preguntó Bitty.</p> <p>Por un extraño instante, los ojos de Bitty aprisionaron los suyos. Como en un destello, se vio a sí misma alejándose con paso decidido de un lugar oscuro y agotado, caminando hacia algo que anhelaba. Mientras caminaba, una especie de muro animado se cerraba tras ella, corriéndola, encerrándola. Estaba segura de no poder detenerse ni desviarse de su camino; pero mientras siguiera avanzando a la misma velocidad y en la misma dirección, el muro no la afectaría. Tanto ella como el muro se estaban moviendo hacia lo que ella quería, a la velocidad que le agradaba. Mientras eso fuera así, no se sentía ni coartada ni obligada; ni ayudada ni impedida. No le tendría miedo a esa situación. No la combatiría; ni siquiera la cuestionaría. Las circunstancias eran inmodificables. El muro, por irresistible que fuera, no era necesario, y por lo tanto no existía para ella. Aquí y ahora había algo inexplicable que la obligaba a responder a las preguntas de Bitty, y esa compulsión era innecesaria en tanto y en cuanto Bitty le preguntara cosas que quisiera responder. “¿Qué vas a hacer con el asunto?” era precisamente ese tipo de preguntas.</p> <p>—Todo lo que debo hacer —respondió Sue Martin—. Es decir, absolutamente nada.</p> <p>Bitty emitió un gruñido neutral. Tomó de la silla una sábana plegada y la tendió sobre la cama. Sue Martin fue por el otro lado y la sujetó.</p> <p>—Tiene que saber por qué —dijo—. Eso es todo; él no podrá hacer nada ni decir nada hasta que lo sepa.</p> <p>—¿Sepa qué? —preguntó Bitty secamente.</p> <p>—Por qué me ama —dijo Sue.</p> <p>—Ajá. Así que eso ya lo sabes, ¿no?</p> <p>Esa era una pregunta que, a pesar de la compulsión para la respuesta, Sue Martin no se ocupó en contestar. Era una pregunta del tipo de “¿ésta es una cama?” u “¿hoy es jueves, no?”: no merecía respuesta. De modo que Bitty ensayó otra.</p> <p>—¿Así que estás esperando, como una pequeña flor alpina sobre la ladera de una montaña, que él trepe hasta donde estás y te arranque?</p> <p>—¿Esperando? —repitió Sue, consternada.</p> <p>—No estás haciendo nada, ¿no es cierto?</p> <p>—Estoy dedicándome a ser yo misma —dijo Sue Martin—. Vivo mi vida. Lo que tengo para darle a él o a cualquier otro es eso: todo lo que soy, todo lo que llegue a ser el resto de mi vida. —Cerró los ojos un instante—. No es que esté esperando, exactamente. Digamos que he descubierto cómo estar satisfecha con lo que soy y con lo que hago. Puede ser que Tony destruya la barrera que se ha fabricado, o puede ser que no lo haga. De cualquiera de las dos formas, ya sé lo qué va a pasar, y es algo bueno.</p> <p>—Esa barrera... ¿por qué no tomas una pica y la destruyes tú misma?</p> <p>Sue sonrió.</p> <p>—Porque él la defendería. Los hombres se encariñan con las cosas que defienden, especialmente cuando se encuentran defendiendo algo estúpido.</p> <p>Bitty extendió la otra sábana.</p> <p>—¿Y no tienes el mismo problema que él? ¿No te preguntas <i>por qué</i> lo amas?</p> <p>Esta vez Sue Martin rió abiertamente.</p> <p>—¿No viviríamos en un hermoso mundo si tuviéramos que comprender todo para que fuera real, o de lo contrario no existiría? Siempre es bueno saber por qué, pero no siempre es necesario. Algún día Tony va a descubrir eso... —de repente se puso seria—. O no. Alcánzame la funda, por favor —finalizó.</p> <p>Terminaron la tarea en silencio. Bitty hizo un paquete con la ropa sucia y se fue. Sue Martin se quedó mirándola mientras se iba.</p> <p>—Espero no haberla defraudado —murmuró—. No lo creo... —se sorprendió—. ¿Qué habré querido decir con eso?</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>6</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">U</style>NA mañana, Mary Haunt abrió los ojos y no pudo creer lo que veía. Por unos instantes se quedó atontada mirando la ventana: había algo que no estaba funcionando normalmente, una sensación extraña en toda la habitación. Entonces lo identificó: era la luz del sol que atravesaba las persianas, cuando no debería haber sol a la hora que ella se levantaba. Tomó su reloj pulsera de la mesa de noche y lo acercó a su cara. Gimió. Se sentó en la cama y miró el reloj despertador, luego se dio vuelta y golpeó la almohada con furia. Saltó de la cama, se puso la bata amarilla y salió corriendo, los pies descalzos golpeteando sobre el piso del pasillo. Sam Bittelman estaba sentado frente a la mesa de la cocina, leyendo el diario de la mañana a través de sus gafas de carey. Bitty estaba cerca de la pileta.</p> <p>—¿Quién soy, la olvidada de todos o algo por el estilo? —gritó Mary Haunt ásperamente.</p> <p>Sam bajó el periódico y empezó a desviar su mirada de las hojas.</p> <p>—¿Eh? ¡Ah! Buenos días, querida —dijo. Y siguió ocupándose de sus asuntos.</p> <p>—¡Buenos días <i>nada</i>! ¿Saben la hora que es?</p> <p>—Por supuesto.</p> <p>—¿Y de dónde sacaron esa fantástica idea de dejarme dormir hasta esta hora, eh? ¡Si saben que tengo que ir a trabajar a la mañana!</p> <p>—¿A qué no sabes quién te llamó cuatro veces? —dijo Bitty, sin darse vuelta ni levantar la voz—. ¿Y que además entró y te sacudió, recibiendo un «salgan de aquí» como única respuesta?</p> <p>Mary Haunt se detuvo por un instante, entre sílaba y sílaba. Ahora que Bitty se lo decía comenzaba a recordar vagamente unos golpes en algún lado, una mano sobre su hombro... pero no sabía si era un sueño, o algo que había ocurrido en mitad de la noche, o... ¿Realmente le había dicho a la vieja que se fuera al diablo?</p> <p>—¡Bah! —gruñó con enfado. Chancleteó hasta la sala de entrada y tomó el teléfono. Discó un número—. Déme con Muller —ordenó a la voz que le respondió.</p> <p>—Habla Muller —dijo el teléfono.</p> <p>—Soy Mary Haunt. Estoy enferma. No iré a trabajar hoy.</p> <p>—Entonces vamos a considerar esta llamada —dijo el teléfono— como un preaviso.</p> <p>—¡Pero escúchame, alemanote bruto, sin mí no podrías manejar ni un yo-yo, y ni qué decir de una radioemisora! —gritó, pero había tenido cuidado de colgar antes de empezar a gritar.</p> <p>Volvió a la cocina y se sentó frente a la mesa.</p> <p>—¿Hay café? —preguntó.</p> <p>Sin dejar de darle la espalda, Bitty meneó la cabeza en la dirección correspondiente.</p> <p>—Sobre la hornalla —dijo.</p> <p>Pero Sam dobló el diario y se levantó. Fue hasta la hornalla, tocó la cafetera con el dorso de la mano y la llevó hasta la mesa, levantando una taza y un platillo por el camino.</p> <p>—¿Querrás leche? —dijo.</p> <p>—Ya sabes que no —dijo Mary Haunt, arqueando su cuerpo esbelto.</p> <p>Mientras se servía una taza, Sam se sentó en la otra punta de la mesa. Apoyó el peso sobre los codos. Sus antebrazos y sus gastadas manos descansaban sobre la superficie de la mesa. Algo parecido al susurro de un ventilador a alta velocidad hizo que Mary levantara la cabeza.</p> <p>—¿Qué estás mirando? —dijo.</p> <p>Sam no respondió la pregunta.</p> <p>—¿Por qué dices que tienes veintidós años? —le preguntó en cambio.</p> <p>Rápida como el rebote de una bola de billar sobre la banda, impulsada por la hostilidad, envolvente como una rosa de perdigones, la respuesta afloró en los labios de Mary: <i>¿Y a ti qué te importa?</i> Pero no los abrió.</p> <p>—Lo tengo que hacer —dijo en cambio, y luego se quedó sorprendida.</p> <p>Una vez había gastado tanto el surco de un disco favorito que había tenido que reemplazarlo; conocía cada nota, cada ritmo de ese disco. Pero, extrañamente, la compañía grabadora se había equivocado al mandarle uno nuevo; el disco no contenía lo que decía en la etiqueta. La primera fracción del nuevo disco había sido como ese momento, ahora; un instante de expectativa e incredulidad atontada. Pero esto era aun más inmediato y personal: era como subir diez escalones en la oscuridad y descubrir sorprendida que había solamente nueve. A partir de ese momento y hasta que abandonó la cocina se sintió entumecida por dentro; asustada —aunque fascinada— ante su mente, que formaba frases mientras sus labios emitían otras distintas.</p> <p>—¿Lo tienes que hacer —dijo Sam con dulzura— del mismo modo en que tienes que actuar en cine? ¿Es algo que simplemente <i>tienes</i> que hacer?</p> <p>El gruñido, <i>¿Acaso es un secreto?</i> salió como:</p> <p>—Es lo que quiero hacer.</p> <p>—¿Lo es en realidad? —dijo Sam.</p> <p>Eso no parecía tener respuesta en ningún nivel. Mary siguió esperando, tensa.</p> <p>—Lo que estás haciendo... el trabajo en la radioemisora... Vivir en este pueblo en vez de habitar en cualquier otro lado... todo eso, ¿es el mejor modo de obtener lo que quieres?</p> <p><i>¿Por qué otra razón estaría aguantándolo todo: el pueblo, la gente, ustedes?</i> Pero dijo otra cosa.</p> <p>—Creo que sí. —Luego se corrigió—. Creía que sí.</p> <p>—¿Por qué no hablas con Halvorsen? Quizás te ayude a encontrar algo aun mejor que ir a Hollywood a hacer cine.</p> <p>—¡No <i>quiero</i> encontrar algo mejor! —esta vez no había confusión.</p> <p>—¿Siempre fuiste tan linda, Mary Haunt? ¿Aun cuando eras una niña? —preguntó Bitty desde el otro extremo de la habitación.</p> <p>—Todo el mundo decía que sí.</p> <p>—¿Alguna vez deseaste no serlo? —continuó Bitty.</p> <p><i>¿Estás loca?</i> pensó.</p> <p>—No... creo que no —dijo en voz baja.</p> <p>—¿Te echaron, chiquilla? ¿Te obligaron a irte de casa? —dijo Sam con suavidad.</p> <p>Se sintió desafiante y a la defensiva. Me trataban como una princesa en casa; como una pieza de porcelana fina. Me llevaban la cartera al regreso del colegio y se sentían bien todo el día si yo sonreía. Hicieron lo que quería, o al menos lo que ellos pensaban que yo quería, tanto en casa como en todo el pueblo. Actuaban como si yo fuera demasiado buena como para respirar ese aire, pisar ese suelo; se entusiasmaban con la sola idea de estar en el mismo lugar que yo, en el mismo momento; hacían todo lo que podían por mí, como si tuvieran que apurarse, porque de lo contrario me iría. ¿Echarme? ¡Viejo estúpido!</p> <p>—Me fui de casa porque quise hacerlo —dijo—, porque <i>tenía</i> que hacerlo, como... —pero las palabras se le atragantaron. Trató de no llorar, pero sin embargo lloró.</p> <p>—Será mejor que tomes tu café —dijo Sam.</p> <p>Mary comenzó a hacerlo. Quería algo de comer, pero no soportaba estar con esa gente un solo minuto más.</p> <p>—No sé qué me pasa —moqueó, enojada—. Nunca me quedé dormida así.</p> <p>—Y bueno, mientras sepas qué es lo que quieres... —dijo Sam.</p> <p>Era imposible saber si era el comentario estúpido e inconsecuente de un viejo reblandecido u otra cosa.</p> <p>—Bien —dijo Mary, poniéndose de pie abruptamente, y luego se sintió tonta porque no había nada más que decir.</p> <p>Huyó a su habitación y se metió en la cama. Se pasó la mayor parte del día acurrucada entre las sábanas, contemplando los dos extremos consentidos de su vida: mimos en el pasado y mimos en el futuro, mientras trataba de ignorar el presente con su estómago vacío y sus zumbidos en la cabeza.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>7</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">D</style>URANTE la Prohibición había sido un restaurante de una categoría mejor que “bueno” pero sin llegar a “exclusivo”; el pueblo era demasiado chico en ese momento como para brindar un sitio exclusivo. Ahora era un bar también, y aunque había algunas paredes recubiertas con mármol de imitación del de Carrara y luz difusa, el balcón seguía igual. Todavía tenía una verja que lo bordeaba por completo y que lucía como una cerca de jardín que se hubiera ganado el cielo. Arriba había un pequeño bar, y uno podía permanecer toda la noche allí, mirando lo que ocurría abajo sin ser visto. Eso era justamente lo que estaba haciendo Tony O'Banion, y lo hacía porque tenía ganas de tomar algo, porque nunca había estado en el club antes, porque quería ver qué clase de lugar era y qué era lo que hacía Sue Martin ahí.</p> <p>Todas esas razones eran superficiales; pero si intentaba indagar sus motivos se sentiría perdido. En su fuero interno había cosas en las cuales creía, que versaban sobre la gente como uno, la educación, la crianza y la sangre. Alrededor de él se encontraba el bar, tan real como las cosas en las cuales creía. Por qué estaba aquí, por qué quería tomar algo justamente ahora, por qué quería conocer ese lugar y lo que ocurría en él: ése era el puente entre una realidad y la otra; y era un puente bastante nebuloso y desconcertante. Siguió tomando, mientras esperaba verla aparecer por la pequeña puerta al lado de la orquesta. Cuando apareció, la miró ir hasta el piano y ayudar al pianista, un joven desaliñado que ordenaba y volvía a ordenar sus hojas de música. Sin dejar de tomar, la observó mientras fue hasta la caja y comenzó a ocuparse de un registro y un montón de cheques. Desapareció detrás de la puerta vaivén de la cocina, y él siguió tomando. Tomó mientras ella salía conversando con un individuo atildado vestido de <i>smoking</i>, y dio un respingo cuando se rieron.</p> <p>Finalmente, las luces se atenuaron, y el hombre atildado la presentó. Se puso a cantar con una voz llena y agradable. El tema era algo acerca del muchacho de la cuadra, y alguien tocaba un acordeón que desafinaba un poco —pero muy poco— con el piano. Después el piano tocó solo, y el hombre la acompañó con la voz en la última parte. Luego se prendieron las luces, y ella le pidió al público que se quedara para ver el espectáculo principal a las diez de la noche. El acordeón y el piano comenzaron a tocar música bailable. Era todo bastante poco atractivo, y Tony se preguntó por qué había decidido quedarse. Sin embargo, no se fue.</p> <p>—Mozo, tráigame otro —dijo.</p> <p>—Traiga dos —dijo una voz detrás de él. Tony se dio vuelta—. Era hora de que alguien te convidara con un trago, ¿no es cierto? —dijo Sam Bittelman, sentándose.</p> <p>—¡Sam! ¡Qué bien! Siéntate. Bueno, ya veo que lo has hecho. —Tony rió, incómodo.</p> <p>Tenía la lengua torpe, y estaba infinitamente agradecido por la presencia del viejo. Se iba a preguntar por qué, pero se acordó de que por el momento había decidido desistir de sus intentos de explicarse las cosas. Iba a preguntarle a Sam qué estaba haciendo en ese lugar, pero se dio cuenta de que él le devolvería la pregunta, y ése era un problema con el cual no tenía demasiadas ganas de enfrentarse por el momento. Corrección: sí, tenía ganas.</p> <p>—Aquí estoy, gozando de la vida regalada y observando el jolgorio y la alegría de los seres inferiores —dijo abruptamente, haciendo un esfuerzo descomunal por parecer contento.</p> <p>Pero no lo parecía. Causaba, en cambio, la impresión de ser un engreído, y un engreído mezquino, por añadidura. Sam lo miró seriamente, pero sin aprobar ni desaprobar.</p> <p>—¿Sabe Sue Martin que estás aquí?</p> <p>—No.</p> <p>—Bien —dijo Sam.</p> <p>El mozo llegó justo a tiempo. El monosílabo de Sam lo había herido en lo profundo; pero a pesar del dolor, era una cosa impersonal, como recibir un golpe de un golfista al levantar el palo.</p> <p>—¿Por qué no te casas con esa chica? —preguntó Sam tranquilamente, cuando el mozo se fue.</p> <p>—¿Estás bromeando?</p> <p>Sam negó con la cabeza. O'Banion lo miró a los ojos y luego desvió la vista. Miró hacia abajo, hacia donde Sue Martin estaba apoyada sobre el piano, hojeando una partitura. <i>¿Por qué no te casas con esa chica?</i></p> <p>—¿Quieres decir... si me acepta? —dijo O'Banion. No era eso lo que sentía, pero al menos era algo para decir. Miró de reojo al rostro de Sam, que seguía esperando la respuesta verdadera—. Y bueno... No sería correcto —dijo.</p> <p>—¿Correcto? —repitió Sam.</p> <p>O'Banion es mordisqueó la lengua, con la esperanza de que eso lo despabilara. La <i>corrección</i>... recordaba vividamente las palabras de su madre sobre este tema: «Aparte de los problemas que deberás cuidar de evitarte, Anthony, debes recordar que no solamente es tu derecho, sino también tu <i>deber</i> no realizar un casamiento por debajo de tu condición social. Perros de raza, caballos de raza y humanos de raza, querido; es la alcurnia lo que cuenta». Todo eso estaba muy bien, pero ¿cómo se lo iba a decir ahora a este viejo amable, que obviamente había sido un obrero toda su vida? O'Banion no era un hombre cruel, y era consciente de que un origen humilde no siempre va acompañado por falta de sensibilidad. Por el contrario, algunas de esas personas son muy sensibles. De modo que hizo un esfuerzo genuinamente noble para ser al mismo tiempo veraz y bondadoso.</p> <p>—Siempre he pensado que sería más conveniente entablar relaciones de este tipo con... este... gente de mi propia condición —dijo.</p> <p>—¿Que tengan el dinero que tienes tú, quieres decir?</p> <p>—¡Pero no! —O'Banion estaba sinceramente escandalizado—. Ese ya no es un criterio válido para medir estas cosas, y probablemente nunca lo fue, al menos por sí solo. —Rió con amargura y agregó—. Además, desde que tengo uso de razón no hay dinero en mi familia. Por lo menos desde 1929.</p> <p>—¿Entonces en qué consiste eso de “tu clase de gente”?</p> <p>¿Cómo explicarlo? ¿Cómo?</p> <p>—Es un modo de vida —dijo al fin. Eso le gustó—. Un modo de vida —repitió, y bebió un sorbo. Deseó que Sam no prosiguiera su indagación sobre el asunto. ¿Por qué examinar tanto algo cuando uno está satisfecho del modo en que está?</p> <p>—¿Por qué estás aquí, muchacho? —preguntó Sam—. Quiero decir, ¿por qué en este pueblo y no en Nueva York, o en alguna otra ciudad?</p> <p>—Podré aspirar a ser un abogado asociado dentro de un año o dos. Luego me puedo pasar a alguna firma grande como socio joven. Si hubiera ido a una gran ciudad, hubiera demorado el doble en adquirir la misma posición —explicó O'Banion.</p> <p>Sam asintió con la cabeza.</p> <p>—Lindo arreglo. Pero, ¿por qué la abogacía? Siempre pensé que era un trabajo bastante duro y aburrido para un hombre joven.</p> <p>«Por supuesto, actualmente el ejercicio de la abogacía está siendo invadido por toda clase de indeseables», había dicho su madre, «Pero... ¿qué no lo está? A pesar de todo, todavía queda algo que un caballero puede hacer en esa profesión». Sí, pero eso no serviría como explicación. Tendría que profundizar más. Desvió los ojos de la mirada despreocupada pero penetrante de Sam.</p> <p>—Sí, es duro —respondió—; pero hay un no sé qué en el ejercicio de la abogacía... —se preguntó si el viejo comprendería lo que estaba diciendo—. Mira, Sam, ¿pensaste alguna vez que la ley es lo más grande que se haya ideado jamás? Más que los puentes o los edificios... ya que todas esas cosas están basadas en ella. Y el abogado es parte de la ley, y la ley es parte de todo lo demás: de lo que poseemos, de nuestro modo de gobernarnos, de todo lo que hacemos y usamos. ¿Alguna vez se te ocurrió pensar en eso?</p> <p>—No podría decirte que sí —dijo Sam—. Dime una cosa: la ley, ¿está terminada?</p> <p>—¿Terminada?</p> <p>—Lo que quiero decir es lo siguiente: ¿es sólida esa roca sobre la cual lo demás está construído? ¿No va a cambiar? ¿No cambió mucho para llegar a lo que es ahora?</p> <p>—¡Por supuesto! Todo cambia mientras está en un período de desarrollo —dijo O'Banion.</p> <p>—¡Ah! Y ahora ya está desarrollado.</p> <p>—¿Qué te parece? —preguntó O'Banion con una truculencia repentina.</p> <p>Sam sonrió con tranquilidad.</p> <p>—Caramba, muchacho, a mí no me parece nada; yo me limito a preguntar. Estabas hablando de la “gente de tu condición”: ¿piensas que todos ustedes son parte de la ley?</p> <p>—¡Sí! —dijo O'Banion, y se dio cuenta de inmediato de que Sam no se quedaría contento con tan poco—. Y lo somos en el siguiente sentido —prosiguió con convicción—: a través de toda la historia los hombres han trabajado, han construido y han... poseído. Y entre ellos surgieron unos pocos que nacieron y fueron criados para... para... —tomó otro trago, pero éste, agregado a la suma de todos los demás tragos anteriores, no parecía ayudarlo. Quería decir <i>gobernar</i> y quería decir <i>poseer</i>, pero estaba lo suficientemente lúcido como para comprender que Sam no sabría interpretarlo. Así que intentó explicarlo de otro modo—. Nacidos y criados para vivir de acuerdo con... hum... ese modo de vida del cual hablé antes. Es del interés de esos pocos invertir sus vidas en mantener las cosas como están; en otras palabras, trabajar para salvaguardar la Ley.</p> <p>Con un gesto que de algún modo no era tan elocuente como hubiera querido, y que además casi le vuelca el vaso, se reclinó en su asiento.</p> <p>—¿Y la Ley no se contradice de vez en cuando? —preguntó Sam.</p> <p>—¡Oh, por supuesto! —la imagen incipiente que comenzaba a tener O'Banion de la nobleza de su vocación lo intoxicaba más que cualquier otra cosa—. La naturaleza misma de nuestra jurisprudencia es un proceso de constante refinamiento y purificación. —Excitado, se inclinó hacia adelante—. Mira, las leyes son como sueños, casi como inspiraciones cuando se las piensa por primera vez. Hay algo... hum... sagrado en todo esto, algo que está más allá del mundo de los hombres. Por eso es que cuando el mundo de los hombres entra en contacto con ese más allá, la letra de la interpretación tiene que ser reformulada, en las audiencias o en los libros. Eso es lo que llamarnos “precedentes”; para eso están todos esos libros grandes y polvorientos: para crear y mantener la coherencia dentro del marco de la ley.</p> <p>—¿Y qué pasa con la justicia? —murmuró Sam, y luego, sin pausa, como si no hubiera sido su intención cambiar de tema, agregó—: No era eso a lo que me refería cuando hablaba de contradicciones, doctor. Estaba hablando de todas las leyes que los hombres han imaginado, por las cuales han vivido y por las cuales se han hecho matar. Una pregunta, doctor: ¿existe aunque sea una sola ley tan justa para los hombres que haya aparecido en todos los países del mundo, presentes y pasados?</p> <p>O'Banion emitió un sonido de sorpresa. Se le ocurrieron media docena de excelentes ejemplos a la vez, los cuales, sin embargo, se desvanecieron después de un primer examen.</p> <p>—Porque si no —prosiguió Sam con voz amigable, casi disculpándose—, si no existe tal ley, se podría pensar que cualquier conjunto de leyes que se haya puesto en práctica jamás, incluso aquellos conjuntos que han tenido una vigencia más duradera y que fueron más completos que el que se practica aquí y ahora... más aún, cualquier conjunto que uno se pueda imaginar para el futuro... Bueno, todos se pueden contradecir los unos a los otros en algún momento, y por lo tanto, ¿quién puede decir cuál de esos conjuntos de leyes es el correcto... o el adecuado para ser la base de algo, o para producir un pequeño grupo de hombres capaces de conducir ese... algo?</p> <p>O'Banion contempló su vaso sin tocarlo. Por un instante terrible se sintió perdido: un abismo caótico se extendía a sus pies, y estaba por precipitarse hacia el fondo. <i>¡No puede dejarme aquí, viejo!</i>, pensó con terror. Será mejor que digas algo pronto, o... o...</p> <p>Sintió una especie de presión sobre los oídos, como el de un sonido cuyo tono era demasiado elevado para la audición humana.</p> <p>—¿Realmente piensas que Sue Martin no es lo suficientemente buena para ti? —le preguntó Sam con voz suave.</p> <p>—¡No dije eso; eso no fue lo que dije! —espetó O'Banion, ronco de indignación y de miedo, pero también de alivio. Sintió que lo recorría un escalofrío y retrocedió del borde de su abismo personal. Con el rostro encendido miró hacia la cara plácida del viejo—. Dije diferente, demasiado diferente; eso es todo. Lo dije pensando en ella tanto como en...</p> <p>Por primera vez Sam lo interrumpió sin ambages, como si ya no tuviera paciencia con lo que O'Banion le decía.</p> <p>—¿Qué es lo que hay de diferente?</p> <p>—La manera en que uno se educa, ya lo dije. ¿No sabes lo que significa eso? —dijo O'Banion.</p> <p>—¿Quieres decir que cuanto más se parezca la forma en que se educa una muchacha a la forma en que te educaste tú, mayor es la posibilidad de que sean felices por el resto de sus vidas?</p> <p>—¿No es obvio? —dijo O'Banion. Se le ocurrió un ejemplo perfecto, y señaló el piano con el dedo—. ¿Escuchaste lo que estaba cantando antes que te sentaras? <i>El muchacho de la cuadra</i>. ¿No entiendes qué es lo que significa, por qué esa canción, esa idea, llega a tanta gente? Todo el mundo entiende eso; tiene el atractivo de aquello que es familiar, cercano... criado del mismo modo, ¡como te digo yo!</p> <p>—¿Por qué tienes que gritar? —rió Sam—. Bueno, doctor —dijo, serio de repente—. Si vas a pensar coherentemente, como dijiste, creo que podrías imaginarte una crianza más similar que la que se comparte con un vecino...</p> <p>O'Banion lo miró sin comprender, y el viejo Sam Bittelman terminó la frase con una pregunta:</p> <p>—¿Eres hijo único, doctor?</p> <p>O'Banion cerró los ojos y vio delante de él el abismo que lo aguardaba; su instinto de preservación lo hizo volver a abrirlos. Le dolían las manos, y las miró. Lentamente, las desprendió del borde de la mesa a la cual estaban aferradas.</p> <p>—¿Qué es lo que estás tratando de decirme? —susurró.</p> <p>—¡Diablos, hijo, yo no podría decirte nada, absolutamente nada! —dijo Sam, con una cara que era la vera efigie del candor—. ¡Vaya, si no sé nada que tú ya no sepas como para decírtelo! No te hice una sola pregunta que no pudieras haberte formulado tú mismo, y las respuestas fueron todas tuyas y no mías. Oye... —respiró hondo—. Será mejor que vengas para casa. No querrás que Sue Martin te vea en el estado en que estás ahora, ¿no?</p> <p>Ciegamente, Anthony Dunglass O'Banion siguió a Sam hasta la puerta.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>8</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">H</style>ACÍA calor. Tanto, que hasta Bitty parecía sentirlo, y después de cenar se fue a descansar a la galería. Ya era muy tarde cuando finalmente entró de nuevo para lavar los platos, pero se puso a hacerlo sin apuro, de la manera prolija y cabal en que lo hacía siempre. Sam ya se había ido a la cama. Mary Haunt estaba refunfuñando en su habitación después de uno de sus choques breves pero violentos con la señorita Schmidt. O'Banion, sudoroso, estaba agazapado sobre unos textos de abogacía en la sala, y Halvorsen...</p> <p>Halvorsen estaba parado detrás de Bitty, en el vano de la puerta de la cocina. La expresión de su rostro era una mezcla demasiado complicada para ser analizada, pero simple de resumir: una especie de nostalgia ansiosa. Tenía una bolsa de papel en las manos, que mantenía cerrada como si estuviera llena de arañas venenosas. Su postura era extraña, tensa y desequilibrada, con un pie adelantado y los hombros torcidos. Su decisión equilibraba su timidez y el resultado lo inmovilizaba como a una abeja en el ámbar.</p> <p>Bitty no se dio vuelta. Siguió trabajando metódicamente, dándole la espalda, hasta que terminó la olla que estaba fregando. Todavía sin darse vuelta buscó otra con la mano y dijo:</p> <p>—Bueno, pase adentro, Philip.</p> <p>Halvorsen se aflojó al ser alcanzado por su categórica voz. Su trabazón interna se quebró bajo el efecto de ese estímulo externo. Sonrió mostrando apenas los dientes y se acercó hasta ella.</p> <p>—De veras tienes ojos en la nuca.</p> <p>—No.</p> <p>Golpeó el vidrio de la ventana sobre la pileta de la cocina con el nudillo. La noche lo había transformado en un espejo negro. Halvorsen miró el pequeño cono de espuma que había dejado la mano de Bitty, y luego enfocó la vista sobre la imagen del vidrio, vívida y detallada, de la cocina con todo lo que contenía.</p> <p>—Qué desilusión —dijo roncamente.</p> <p>—No tengo cosas que no necesito —dijo Bitty secamente, como si hubieran estado hablando de despepitadores de manzanas—. ¿Qué te pasa? ¿Tienes hambre?</p> <p>—Nada de eso. —Él se miró las manos y las apretó aun más alrededor del cuello de la bolsa—. Nada de eso —repitió—. Es que tengo, yo quería... —Se dio cuenta de que ella había dejado de trabajar y que estaba quieta, de un modo casi inhumano, con las manos dentro del agua y la vista puesta en el vidrio de la ventana—. Date vuelta, Bitty.</p> <p>Bitty no se movió. Halvorsen puso una mano debajo de la bolsa de papel para sostenerla y con la otra la abrió. Introdujo la mano. Trató de decir “por favor”, pero sólo pudo emitir una especie de silbido.</p> <p>Con toda calma, ella se sacudió las manos y las secó en una toalla de papel. Cuando se dio vuelta su rostro era elocuente como siempre, y sólo porque siempre lo era. Sus rasgos eran expresivos, y la forma de sus penetrantes ojos, y la luz que había en ellos. En una fotografía o en un cuadro, un rostro así es elocuente. Pero asusta mirarlo por primera vez y descubrir que no hay nada que se mueva detrás de él. Detrás de las líneas de sabiduría y de experiencia y de la tenue curva de la sonrisa podría haber algo totalmente inmóvil al acecho. Simplemente al acecho.</p> <p>—Pienso todo el día —dijo Halvorsen. Se mojó los labios—. Nunca dejo de pensar. No lo entiendo. Hay algo... que no anda.</p> <p>—¿Qué pasa? —dijo seca, cortante.</p> <p>—Tú... y Sam —dijo Halvorsen con dificultad. Miró la bolsa entre sus manos. Ella lo ignoró—. He tenido la sensación... ya hace tiempo de esto. No sabía qué era. Simplemente era algo que no andaba. De modo que hablé con O'Banion. Y con la señorita Schmidt también. Es decir, hablamos nada más. —Tragó saliva—. Y lo descubrí. Lo que no anda, quiero decir. Es la manera que tienen Sam y tú de hablar de nosotros. Con todos nosotros. ¡Nunca dicen nada! ¡Solamente hacen preguntas!</p> <p>—¿Eso es todo? —dijo Bitty amablemente.</p> <p>—No —dijo, con los ojos fijos sobre los de ella. Retrocedió un paso.</p> <p>—¿Tienes miedo de que la bolsa de papel te arruine la puntería, Philip? —preguntó Bitty.</p> <p>Philip sacudió la cabeza. Su rostro palideció.</p> <p>—No saliste a comprar un arma solamente para mí, ¿no es cierto?</p> <p>—¿Ves? —respiró hondo—. Siempre preguntas. ¿Ves?</p> <p>—La tenías de antes, ¿no es cierto, Philip? ¿La compraste para otra cosa?</p> <p>—No te acerques —susurró, pero Bitty no se había movido—. ¿Quién eres? ¿Qué quieres?</p> <p>—Philip —dijo con suavidad; y sonrió—. Philip... <i>¿por qué quieres morirte?</i></p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>9</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">P</style>HIL Halvorsen se quedó mirando a la vieja, y el arma, enfundada aún en su estúpida bolsita de papel, comenzó a susurrarle en voz baja mientras temblaba. La empuñadura calzaba en su mano con la misma fuerza con que su mano se aferraba a la empuñadura. <i>Ella me está sosteniendo a mí</i>, pensó histéricamente, pero sabiendo con toda claridad que su histeria era una nube, un manto, una defensa contra aquello acerca de lo cual no estaba preparado para pensar... Bueno, quizá simplemente no estaba listo para pensarlo, pero... ¿cómo se había dado cuenta esa mujer?</p> <p>Durante casi dos días había estado preocupándose acerca de esa sensación de algo extraño que lo invadía. Volvía una y otra vez al problema, pero lo único que lograba era aumentar su confusión. Entonces volvía a tirarlo a un rincón, enfadado. No comía bien y dormía peor; <i>¡Primero déjenme dormir!</i>, decía algo dentro de él, y cuando lo sentía, lo rechazaba también; el resultado era una histeria aun mayor, que le impedía pensar siquiera. Y luego, una frase suelta de O'Banion, una palabra de la señorita Schmidt, y su propia memoria desordenada: los Bittelman nunca decían; siempre preguntaban. Era como si pudieran penetrar la mente de un hombre y armar las preguntas a partir de los desechos y piezas sueltas que encontraban allí, construyendo formas terribles, de aspecto insoportable.</p> <p>¿Cuántas preguntas terribles guardo encerradas dentro de mí? ¿Y ha roto la cerradura esta mujer terrible?</p> <p>—No... me... preguntes eso. ¿Por qué me preguntas eso? ¿Por qué? —dijo.</p> <p>—¿Por qué no puedo preguntarlo?</p> <p>—Eres una... Puede leerme los pensamientos —dijo Philip.</p> <p>—¿Puedo hacerlo?</p> <p>—¡<i>Di</i> algo! —gritó.</p> <p>La bolsa de papel dejó de susurrar. Le pareció que ella se había dado cuenta.</p> <p>—¿Te parece que estoy leyendo tus pensamientos —preguntó Bitty atinadamente— si te veo entrar por allí como si fueras la ira del Señor, empuñando ese artefacto delante de ti y al mismo tiempo tratando de escaparte de él, y si luego te digo que si lo disparas accidentalmente, puedes llegar a pagar con la vida por ello? ¿Leer pensamientos? ¿No es suficiente con leer los diarios?</p> <p>¡Oh!, pensó... ¡Oh...! La miró detenidamente. Bitty estaba totalmente tranquila, esperando, dejándole las decisiones a él. De repente, supo que esta mujer podía pensar y hablar diez veces mejor que él sin que se le moviera un pelo de la cabeza. Eso quería decir una de dos cosas: o que él estaba total y embarazosamente equivocado, o que las explicaciones triviales que le proporcionaba Bitty eran mentiras, lo cual era lo que le había estado preocupando inicialmente en este asunto.</p> <p>—¿Por qué dices que compré el arma con otra finalidad? —interrogó.</p> <p>Bitty le dirigió su sonrisa cálida y breve.</p> <p>—Yo no lo dije: simplemente te lo pregunté. ¿Cómo podría saberlo?</p> <p>Por un instante, Halvorsen dudó. Se le ocurrió que si esa duda que Bitty despertaba en él era justificada, era muy posible que un arma fuese tan ineficaz como un argumento. Y además... había como una corriente extraña en la habitación, casi un sonido, como la presión en los tímpanos que se sentía a veces cuando un coche frenaba cerca, pero que aquí lo reconfortaba.</p> <p>Dejó caer la bolsa hasta que colgara del cuello. La cerró.</p> <p>—Podrías..., quiero decir... —murmuró—. Yo no lo quiero.</p> <p>—Y yo, ¿para qué lo puedo querer? —dijo Bitty.</p> <p>—No sé. Simplemente no quiero verlo más. No lo puedo tirar. No quiero saber nada más de él. Pensé que podrías guardarlo en algún sitio.</p> <p>—Será mejor que te sientes —dijo Bitty.</p> <p>No lo empujó exactamente, pero tuvo que retroceder para dejarla pasar, y cuando chocó contra el borde de una silla tuvo que elegir entre sentarse o caerse. Bitty cruzó la cocina, abrió un armario alto y puso la bolsa sobre el estante más elevado—. El único lugar de la casa en el cual Robin no se puede meter —explicó.</p> <p>—Pero claro... Robin —dijo Philip, imaginando las posibilidades—. Lo siento. Lo siento de veras.</p> <p>—Sería mejor que lo dijeras, Philip —dijo Bitty, en su tono amable y plácido—. Estás a punto de explotar. No te permitiré que ensucies mi cocina.</p> <p>—No hay nada que decir.</p> <p>Bitty se detuvo, vacilante, en su trayecto hasta la pileta, como si escuchara. De repente se dio vuelta y fue a sentarse a la mesa con él.</p> <p>—¿Qué querías hacer con esa arma, Philip? —inquirió.</p> <p>Le contestó con la misma brusquedad, como si ella le hubiera arrojado algo y él lo hubiera hecho rebotar de vuelta:</p> <p>—Estaba pensando en quitarme la vida.</p> <p>Si pensaba que esa afirmación iba a suscitar una exclamación de sorpresa o más preguntas, se vio defraudado. Ella parecía estar esperando, así que prosiguió hablando con mucho cuidado.</p> <p>—No sé por qué te dije eso, pero me salió así. Dije que estaba pensando en hacerlo; no dije que <i>iba</i> a hacerlo. —La miró. ¿No bastaba esa aclaración? Bueno, ahí va—: No estaría seguro de lo que pensaba hasta que comprara un arma. ¿Se entiende algo de lo que digo?</p> <p>—¿Por qué no?</p> <p>—Nunca sé exactamente lo que estoy pensando hasta que lo pongo en práctica, o al menos hasta que tengo las piezas ordenadas como para ponerlo en práctica.</p> <p>—¿O hasta que se lo puedes contar a alguien?</p> <p>—No podía contarle esto a nadie.</p> <p>—¿Lo intentaste?</p> <p><i>—Maldición</i> —fue un susurro, pero emitido con una fuerza temible—. Discúlpame, Bitty —prosiguió normalmente—, lo siento de veras. De repente pierdo la cabeza al hablar, ¿me comprendes? Lo que quiero decir es que expresas algo con toda claridad, pero el resultado tiene un significado que nunca le diste. Yo te dije “No podía contarle esto a nadie”, como si las tuviera todas conmigo y tenía vergüenza solamente, o algo por el estilo. De modo que tú me preguntas: “¿Lo intentaste?”. Pero lo que yo realmente quiero decir es que todo este asunto, todo lo que a él se refiere, es una masa de sentimientos y... bueno, de ideas absurdas que no podría transmitirle a nadie.</p> <p>—¿Lo intentaste? —la media sonrisa de Bitty cruzó su rostro un instante.</p> <p>—Maldi... Estás peor que nunca —dijo, esta vez sin enojo—. En serio que sabes lo que estoy pensando.</p> <p>—¿Y qué es lo que estás pensando?</p> <p>De inmediato se puso serio.</p> <p>—Cosas... todas disparatadas. Pienso todo el tiempo, Bitty, como una radio que suena día y noche y que no puedo apagar. Igual no quiero hacerlo; no sabría cómo vivir sin eso. Si me preguntas si va a llover, ahí mismo me pongo a pensar acerca de la lluvia: de dónde viene, en las nubes y sus diversos tipos, acerca de las corrientes de aire y en todo lo demás que uno aprende leyendo la columna de informaciones meteorológicas de los diarios; acerca de...</p> <p>—¿Acerca de por qué compraste un arma?</p> <p>—¿Eh? Ah..., bueno, no divago más. —Cerró los ojos para prestar más atención a sus pensamientos, y frunció el ceño—. De todos modos, al final de estas digresiones siempre hay algo que corta el impulso... al menos por un tiempo. Puede ser la respuesta a alguna pregunta que me haya formulado yo mismo, o a la de alguna otra persona, o simplemente el punto límite al cual puedo llegar. Así que un día, hace un par de semanas, me puse a pensar en las armas, y... no importa el razonamiento, pero llegué a la idea de un arma que me mataba, y luego a la idea de estar muerto, simplemente. Y cuanto más pensé en ello, más me asusté.</p> <p>Después de haber esperado un tiempo prudencial, Bitty dijo:</p> <p>—Te asustaste.</p> <p>—No era la idea de matar... de estar muerto, lo que me asustaba. Era el sentimiento que tenía acerca de eso. Me gustaba. Lo <i>quería</i> hacer. Eso fue lo que me asustó.</p> <p>—¿Por qué quieres estar muerto? —preguntó Bitty.</p> <p>—Eso es lo que no sé. —Bajó la voz—. No lo sé, eso es todo —murmuró—; pero no me lo podía sacar de la cabeza, y tampoco podía encontrarle ningún sentido, así que pensé que lo único que podía hacer era comprar un arma, cargarla y... preparar todo, para ver cómo me sentía entonces. —Philip la miró un instante—. Me imagino que eso te debe parecer descabellado...</p> <p>Bitty encogió los hombros. No podía saberse si negaba la afirmación, o le restaba importancia. Halvorsen miró hacia abajo de nuevo y apretó los puños.</p> <p>—Me quedé sentado en mi habitación con el cañón entre los dientes; el arma sin seguro y mi dedo enroscado en el disparador.</p> <p>—¿Aprendiste algo nuevo?</p> <p>La boca de Philip se movió, pero no pudo encontrar las palabras que acompañaran el movimiento.</p> <p>—Bueno —dijo Bitty, ásperamente—, ¿por qué no disparaste?</p> <p>—Era que... —cerró los ojos en una de sus pausas largas y meditativas—. No <i>podía</i>. No era que tuviera miedo, si eso es lo que quieres saber... —la miró de reojo, pero no pudo descubrir qué era lo que quería saber—. Sentado allí, me di cuenta de que ésa no era la... manera en que... iría a suceder —dijo, con alguna dificultad.</p> <p>—¿Cuál es la manera?</p> <p>—Sería así: si hubiera un terremoto, o si mirara hacia arriba y viera que una piedra me está cayendo encima, o algo por el estilo, exterior a mí mismo... no me apartaría; dejaría que me ocurriese.</p> <p>—¿Y hay alguna diferencia entre eso y pegarse un tiro?</p> <p>—¡Por supuesto! —dijo Philip, con un tono más animado que el que había tenido hasta entonces—. Digamos que hay una parte mía que está muerta, y que quiere que el resto se muera también. Y hay una parte mía que está viva, y que quiere que el resto de mi ser siga viviendo —examinó la idea, y la aprobó—. Mi mano, mi brazo, mi dedo sobre el disparador... están vivos. Todas mis partes vivas quieren ayudarme a seguir viviendo, ¿te das cuenta? Ninguna parte viva quiere ayudar a que la parte muerta logre sus objetivos. La manera en que va a ocurrir, en que debe ocurrir, será sin mi intervención activa. Será cuando yo deje de hacer algo. Simplemente no me salvaré, eso es todo. Gracias por guardarme el arma; ya no la necesito.</p> <p>Se levantó y encontró los ojos de Bitty clavados en los suyos. Se sentó de nuevo, respirando pesadamente.</p> <p>—¿Por qué quieres estar muerto? —preguntó Bitty, sin inflexiones en la voz.</p> <p>Philip se puso la cabeza entre las manos y comenzó a mecerla lentamente de un lado para el otro.</p> <p>—¿No te interesa saberlo? —prosiguió Bitty.</p> <p>—No —dijo con una voz apagada que surgía desde abajo de la mesa. Abruptamente, levantó la cabeza, los ojos fijos—. ¿He dicho “no”? ¿Por qué dije no, Bitty? —le preguntó—. ¿Qué fue lo que me hizo decir eso?</p> <p>Bitty volvió a encoger los hombros. Philip se levantó de un salto y comenzó a pasear rápidamente de un lado al otro de la cocina.</p> <p>—¡Qué diablos! —murmuró una vez—. Pero que se... —dijo después.</p> <p>Bitty lo observaba, y en una vuelta en la cual sus ojos se encontraron insistió:</p> <p>—Bueno, ¿por qué quieres...?</p> <p>—Cállate —dijo Philip.</p> <p>No lo decía por ella en particular, sino por las interrupciones en general. Su imaginaria luz roja de alarma que indicaba insatisfacción y malestar, estaba iluminando toda la extensión de su paisaje interior. Estar perseguido a muerte por una cosa así, para luego descubrir que en el fondo no quería profundizar la investigación... Se sentó, y la miró con ojos encendidos:</p> <p>—No lo sé todavía, pero lo voy a averiguar. —Respiró hondo—. Es como estar perseguido por algo que te está alcanzando, y tomas por un callejón. Cuando descubres que no tiene salida, que hay una pared de ladrillo, te sientas a esperar: es lo único que puedes hacer. Pero de repente encuentras una puerta en la pared, una puerta que siempre estuvo allí, pero que no habías visto.</p> <p>—¿Por qué quieres estar muerto?</p> <p>—P-porque no... no debería estar vivo. Porque un individuo normal... Distinto, eso es lo que soy: distinto, inútil.</p> <p>—¿Distinto, inútil? —Bitty levantó las cejas levemente—. ¿Son la misma cosa, Philip?</p> <p>—Por supuesto.</p> <p>—No puedes saltar como un canguro, ni comer pasto crudo como una vaca..., que son diferentes. ¿Eres inútil porque no puedes hacer esas cosas?</p> <p>Philip rió con cierto enojo.</p> <p>—No, no es eso. Estoy hablando de la gente.</p> <p>—No puedes pilotear un avión. No puedes cantar como Sue Martin, ni hablar de leyes como Tony O'Banion. ¿Esa clase de diferencias?</p> <p>—No, no... —dijo, invadido por una especie de angustia—. ¡No puedo hablar del asunto, Bitty! —la miró de nuevo, y vio su extraña y profunda sonrisa. Le correspondió débilmente, acordándose de que le había dicho exactamente lo mismo hacía algunos instantes—. Esta vez va en serio, no puedo hablar contigo de estas cosas. No puedo hacerlo con una dama —dijo, con una confusión insoportable.</p> <p>—Yo no soy ninguna dama —dijo Bitty con convicción. Abruptamente le palmeó el antebrazo. Se le ocurrió a Philip que era la primera vez que lo tocaba—. Para ti ni siquiera soy otro ser humano. Lo digo en serio —dijo calurosamente—. ¿Acaso te he preguntado algo que no hubieras podido preguntarte tú mismo? ¿Te he dicho algo que no supieras de antemano?</p> <p>La extraña mente lineal de Philip recorrió nuevamente el camino transitado. Tuvo un instante de desorientación. No era del todo desagradable.</p> <p>—Sigue hablándote a ti mismo, muchacho —le dijo Bitty con suavidad—. Quién sabe... Quizá puedas descubrir que estás bien acompañado.</p> <p>—¡Oh..., gracias, Bitty! —murmuró. Sintió una picazón en los ojos y sacudió la cabeza—. Está bien, está <i>bien</i>... Simplemente se me ocurrió que no podía estar aquí sentado... aquí —ilustró agitando un brazo para incluir la cocina, limpia y amistosa—, mirándote, y hablar de estas cosas... de este asunto... todo al mismo tiempo. —Tragó con dificultad—. Bueno, aquella vez que te estaba contando, el día que descubrí que prefería estar muerto... fue como si me hubieran dado un mazazo en la cabeza. Y en seguida, apenas dos minutos después, recibí otro golpe aún más duro. No sabía... no quise saber hasta ahora que estaban conectados de algún modo... —cerró los ojos—. Era un cine sucio del otro lado del Círculo, sabes cuál. Me... me golpeó cuando estaba desprevenido. Estaba cubierto con fotos de... y decía VEA esto y VEA lo otro y VEA alguna otra cosa de mal gusto, para adultos solamente, ya sabes lo que quiero decir...</p> <p>Abrió los ojos para ver qué hacía Bitty, pero Bitty no estaba haciendo nada. Esperaba. Philip volvió el rostro y, dirigiéndose a su hombro, dijo confusamente:</p> <p>—Toda mi vida, esas cosas nunca significaron nada para mí. ¡Ahí lo tienes! —gritó—. ¿Te das cuenta? ¡Distinto, diferente!</p> <p>Pero ella no se daba cuenta. O, al menos, no podría hasta que él se diera cuenta con mayor claridad. Siguió esperando.</p> <p>—En mi trabajo está ese tipo, Scodie —dijo Philip—. Este Scodie es un buen hombre, y realmente trabaja. Lo que quiero decir es que le gusta su trabajo, se preocupa. Pero cada vez que pasa una chica se detiene. Deja lo que está haciendo y la mira. <i>Siempre</i>. Como si no pudiera evitarlo. Del mismo modo que un cadete que le hace la venia a un oficial en la calle. Lo hace como el guardabarreras de un tren de juguete, que sale de su casilla cada vez que se enciende su lucecita. Se queda mirando hasta que la chica se ha ido, y luego dice “¡Mmm!”, me mira y guiña un ojo.</p> <p>—¿Y qué haces tú cada vez que él hace eso? —preguntó Bitty.</p> <p>—Bueno, yo... —se rió incómodo—. Lo que hago es devolverle el guiño y decir “¡Mmm!”. Pero lo hago porque él lo espera de mí: pensaría que soy medio raro si no lo hiciera. Él, en cambio, no lo hace por mí; yo no espero nada de él en ese sentido. Lo hace... —le faltaron las palabras y trató de decirlo de otro modo—. Al hacer eso es igual a... los demás. Lo que él hace es lo mismo que dice cualquier canción por la radio a cualquier hora del día. Todos los avisos que pueden hacerlo lo hacen, aunque signifique poner una chica en ropa interior vendiendo llaves inglesas. —Se puso de pie, y comenzó a caminar excitadamente—. Hay que tomar un poco de distancia para verlo —le dijo a Bitty, que sonreía a sus espaldas—. Hay que mirar todo el asunto en conjunto, para ver <i>cuánto</i> hay de todo eso, los chistes que la gente cuenta... sí, hay que reírse de ellos, siempre, incluso saberse uno o dos, porque si no... Las vidrieras, la televisión, el cine... Si alguien escribe un artículo acerca de los transistores o las termitas, cada tanto le parece que se ha apartado de eso demasiado tiempo y tiene que decir algo acerca de los pájaros y las abejas y de “cómo las prefieren los caballeros”. Por dondequiera que lo mires, todo el mundo lo persigue, lo picotea...</p> <p>Se acercó a la mesa y miró atentamente el rostro de Bitty.</p> <p>—Hay que tomar distancia y mirarlo todo en conjunto —destacó de nuevo—. No estoy en el jardín de infantes, y ya sé de qué se trata todo este asunto. No odio a las mujeres. He estado enamorado. Algún día me casaré. Puedes decirme que estoy hablando de una de las emociones más fuertes y profundas y grandes que poseemos... y voy a estar de acuerdo. Es <i>justamente</i> de eso que estoy hablando. —Su frente brillaba con un color rosado; sacó un pañuelo y se la enjugó.— Hay <i>demasiado</i> de eso alrededor de uno, todo el tiempo, llenando una enorme necesidad devoradora en la gente común. No hablo de la emoción en sí: hablo de todos estos <i>recordatorios</i>, este... ¿cómo se llama...? Adoctrinamiento. Por supuesto que es una necesidad vital, porque si no la gente no aguantaría tanta cantidad: las revistas, la pintura de labios, la corriente de aire que sale del piso en la Feria de Diversiones... —se desplomó en una silla, jadeando—. ¿Entiendes qué quiero decir cuando hablo de ser <i>distinto</i>, ahora?</p> <p>—¿Y tú lo entiendes? —preguntó Bitty, pero Halvorsen no la escuchó; estaba hablando de nuevo.</p> <p>—Soy distinto —decía—, porque no siento esa necesidad de que me lo recuerden, no necesito toda esa técnica de ventas; no la quiero. Cada vez que cuento uno de mis chistes, cada vez que le devuelvo el guiño a Scodie, me siento como un idiota, una especie de embustero. Pero hay que protegerse: nadie debe enterarse. ¿Sabes por qué? Porque el tipo normal, el que es del montón y necesita tanto de todo ese alboroto, te dejará estar si eres como él, y si no... Discúlpame, Bitty. No me hagas entrar en detalles escabrosos. Entiendes lo que quiero decir, ¿no es cierto?</p> <p>—¿Qué quieres decir? —dijo Bitty.</p> <p>Irritado, sopló por la nariz.</p> <p>—Bueno, lo que quiero decir es que <i>tienes</i> que ser como ellos para que te dejen en paz, de lo contrario eres... un enfermo, un tullido. ¡No se puede ser otra cosa! No puedes ser simplemente Philip Halvorsen, que no está ni enfermo ni tullido, sino que tan sólo anda por allí aullando como un perro para que todos lo oigan.</p> <p>—¿Así que eso es lo que quieres significar con eso de “inútil”? —dijo Bitty.</p> <p>—Por eso me quería morir. No pienso del mismo modo que el resto de la gente, y si actúo como lo hacen los demás me siento... culpable. Supongo que vengo acumulando todo esto desde hace años, y ese día con las armas, cuando descubrí lo que quería hacer... Y después esa fachada del cine, babeando sobre mí como una boca húmeda y llena de dientes podridos... —se rió tontamente—. Pero mira lo que estoy diciendo. Lo siento, Bitty.</p> <p>Bitty no prestó ninguna atención a esto último.</p> <p>—Técnica de ventas —dijo.</p> <p>—¿Qué? —dijo Halvorsen.</p> <p>—Lo dijiste tú, no yo... El hambre es una de esas necesidades grandes y profundas, ¿no es cierto, Philip? Supongamos que hay un grupo de gente muriéndose de hambre en una isla, y le dejas caer una tonelada de comida. ¿Necesitarían técnica de ventas?</p> <p>Se sintió como si estuviera parado sobre el borde de un pozo sin fondo, tan cerca que sus pies sobresalían sobre el vacío. Lo llenó de extrañeza; estaba sorprendido, pero no realmente asustado. Se le ocurrió que caerse dentro de ese lugar infinito podría ser una cosa muy apacible. Cerró los ojos y lenta, pero muy lentamente, volvió a la realidad: la cocina, Bitty, las palabras de Bitty.</p> <p>—Quieres decir que la gen... que en realidad, ¿no están de veras interesados?</p> <p>—Por lo menos, no están <i>tan</i> interesados —dijo Bitty.</p> <p>Halvorsen pestañeó; sintió como si hubiera dejado de existir en su mundo y que lo hubieran depositado en éste, muy similar, pero totalmente nuevo. Se estaba mucho menos solo aquí.</p> <p>Golpeó la mesa y se rió. Miró a Bitty.</p> <p>—Me voy a dormir —dijo, y se levantó.</p> <p>Supo que ella había captado el sentido exacto de lo que había dicho cuando le contestó suavemente:</p> <p>—Estoy segura de que lo vas a hacer.</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">EXTRACTO DEL [LIBRO DE BITÁCORA] DE LA EXPEDICIÓN INVESTIGADORA:</p> <p>[Me] había parecido que con el entusiasmo [inmoralmente] exagerado de [Smith] y [su] inconmensurable [testarudez] ya se había llenado mi [copa] de [amargura]. [Me] había [equivocado]; [se] supera constantemente a [sí mismo], sin el menor esfuerzo. En primer lugar, luego de haber despistado y engañado al ejemplar que se había puesto suspicaz, destruyó mi [informe] preliminar sobre él mismo; esto es muy [enojoso], no sólo porque [lo] hizo sin consultar[me] y por el trabajo que [me] costó [redactarlo], sino porque en rigor estaba dentro de [sus] [derechos-ética] y la emergencia suscitada por [su] [manejo estúpido e ineficaz] ya no existe. [Le] he señalado con [fuerza] que fue gracias a la aplicación de [mi] [estilo] cauto y perspicaz que logró algún [éxito-resultado] pero [él] [se rió]. [Me] [comprometo con toda firmeza y resolución] a que cuando regrese[mos] a casa y este[mos] fuera de los límites de la [formalidad-disciplina] de una Expedición, [le] voy a [doblar] los [¿?] sobre los [¿?] y [hacerle un nudo] con ellos.</p> <p>Ahora tene[mos], sin [demasiados aportes] de [Smith], una situación en la cual todos nuestros ejemplares están en un estado en el cual su Reflejo Beta Sub Dieciséis está [fuertemente] condicionado, pese a ser [sumamente errático] en su comportamiento. Dado que es un reflejo, solamente logrará un funcionamiento pleno en el nivel reflexivo y en un caso de extrema urgencia, que esta[mos] preparando con ese [fin].</p> <p>Si [Smith] no comete más [estupideces], los ejemplares probablemente sobrevivirán a la experiencia.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>10</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">H</style>ACÍA una calor insoportable y todo estaba muy quieto. Las hojas de las plantas tomaban ángulos de caída imposibles, pero seguían cubiertas de polvo. Los sonidos parecían estar demasiado nerviosos como para viajar muy lejos. El cielo parecía de bronce durante el día, y a la noche, por falta de ambición, se nublaba con un tenue manto de gasa.</p> <p>Era nuevamente el día franco de los Bittelman, y con su ausencia parecía que le faltaba el espinazo a la organización de la casa. Los inquilinos comieron poco y desordenadamente, y empleaban el tiempo como podían, cuando no había nada que hacer salvo quedarse despiertos hasta que el cansancio les permitiera buscar el poco sueño que el calor les dejaba gozar. Hacía demasiado calor para conversar, y nadie intentó hacerlo. Se refugiaron en sus habitaciones a la espera del sueño; se desplomaron delante de los ventiladores y tomaron duchas frías que provocaban más calor que el que disipaban.</p> <p>Cuando al final sobrevino la oscuridad, fue un alivio para la vista solamente. El pulso de la casa latió cada vez más lento; a las ocho reinaba un silencio de biblioteca y a las nueve el silencio era tan grande que el suave ruido de nudillos sobre la puerta de la habitación de la señorita Schmidt la golpeó como un grito.</p> <p>—¿Qui... quién es? —tartamudeó, mientras recobraba su compostura.</p> <p>—Sue.</p> <p>—Oh, sí, pasa, pasa —levantó la húmeda sábana hasta el cuello.</p> <p>—Discúlpame, no sabía que ya estabas en la cama —dijo Sue.</p> <p>—Por favor, no te preocupes.</p> <p>Sue Martin cerró la puerta y cruzó la habitación. Estaba vestida con una blusa campesina sin hombros y una falda tableada que contenía más fibra sintética de lo que uno podía imaginarse, salvo cuando giraba y las tablas se transformaban en una nube de humo.</p> <p>—¡Vaya! —dijo la señorita Schmidt con envidia—, qué fresca que estás.</p> <p>—Es mi estado mental —respondió, sonriente—; tengo que ir a trabajar y no tengo ganas.</p> <p>—Y Bitty no está. Te haré de niñera extraordinaria de nuevo.</p> <p>—Eres un ángel —dijo Sue.</p> <p>—¡Nada de eso! —exclamó la señorita Schmidt—. Ojalá todo lo que tuviera que hacer fuera tan fácil. Vaya, en todo el tiempo que te conozco, las veces que lo he hecho y... ¡nunca tuve que molestarme por nada!</p> <p>—Duerme bastante profundamente. Me imagino que tiene la conciencia tranquila.</p> <p>—A mí me parece que es porque se siente feliz. Se sonríe mientras duerme.</p> <p>—¿Sonreírse? Pero si hay veces que Robin se ríe a carcajadas —dijo Sue Martin—. Esta noche estuve un poco preocupada, sin embargo. Estaba tan excitado y despierto...</p> <p>—Bueno, la verdad es que hace calor.</p> <p>—No era eso —rió Sue—. Su amigo Boff estaba por todas partes “adeglando cosas”, según Robin. Por todas las paredes y el techo. Robin no me informó cuáles eran las cosas que arreglaba. Pero Boff ya terminó, y ahora Robin duerme tranquilamente. No creo que tengas que asomarte siquiera. Y Bitty va a volver pronto.</p> <p>—¿Dejarás abierta la puerta de tu habitación? —preguntó la señorita Schmidt.</p> <p>Sue asintió con la cabeza y miró el montante abierto, encima de la puerta de la señorita Schmidt.</p> <p>—Lo vas a oír, incluso si pestañea. Bueno, me tengo que ir ahora. Un millón de gracias.</p> <p>—En serio, señora Mar... este, Sue. No me agradezcas tanto. Vete tranquila.</p> <p>—Buenas noches.</p> <p>Salió, cerrando la puerta tras de sí. La señorita Schmidt suspiró y miró hacia el montante. Después que el sonido de los pasos de Sue se hubo apagado, escuchó con todas sus fuerzas tratando de proyectarse por el montante y atravesar el pasillo, hasta la puerta abierta de la habitación de aquélla. La señorita Schmidt era una persona de sueño liviano en cualquier circunstancia. Ahora, por añadidura, estaba atenta y vigilante, y sabía que se despertaría al menor ruido, si era que lograba dormir con el calor imperante.</p> <p>Después de un rato pensó que trataría de dormir. Se movió en la cama buscando un lugar un poco más fresco. “¡Qué pillo ese Sam!”, murmuró, y se sonrojó en la oscuridad. Pero el hombre había tenido razón. ¿Quién podía usar camisón con ese calor?</p> <p>De repente se quedó dormida.</p> <p>En la habitación de O'Banion se oyó un sonido apagado. Tony había postergado la ducha fría hasta que llegó un momento en que se quedó sin energías. Casi no podía moverse. “Voy a descansar la vista”, pensó, y bajó la cabeza. El ruido apagado se produjo cuando la frente de O'Banion golpeó contra el libro abierto.</p> <p>Halvorsen yacía rígido sobre la cama, contemplando el cielo raso en el cual, casi como una proyección, estaba la imagen de un cilindro pequeño que vomitaba humo. “Y bueno”, pensó tranquilamente, “que siga allí. O que se vaya. No me importa demasiado. Antes de hablar con Bitty, te necesitaba. Ahora, me eres indiferente”. ¿Era mejor eso? Cerró los ojos, pero la imagen permanecía allí. Se quedó muy quieto, mirando la parte de adentro de sus párpados. Era como estar dormido. Cuando estaba dormido, la cosa seguía estando allí.</p> <p>Mary Haunt se había sentado al lado de la ventana, tratando de convencerse de que ese lugar era más fresco que la cama. Estaba totalmente exenta de ira ahora; se recostaba y soñaba. La Gran Oportunidad, los carteles luminosos de su estreno, su nombre en letras enormes sobre una marquesina de Broadway, todo eso estaba ausente de éste, su sueño favorito: “Voy a arreglar la habitación de Mamá esta vez”, pensó, “con adornos en la mesa de noche y el tocador.” Cerró los ojos y se trasladó hasta la pieza de Mamá con tanto realismo que casi podía sentir la suave fragancia a lavanda y la de las sábanas secadas al sol. Y algo más, fuera de la habitación: el olor del pan caliente, que se sobreponía al aroma de las especias hasta que se lo sacara del horno y se enfriara.</p> <p>—Oh, mamá... —susurró, y permaneció inmóvil en su sillón reteniendo la imagen hasta que su habitación, la pensión que la rodeaba, el pueblo, perdieron toda importancia.</p> <p>Pasaron algunas horas.</p> <p>Robin flotaba en un océano luminoso de sueño, donde no había nada que temer. Doquiera que miraba, lo esperaba el amor y la risa. Su mano izquierda se entreabrió y se metió dos dedos juntos en la boca. Era una enorme topadora, con un motor que hacía un ruido como Dora, y orugas que sonaban como Cafetera, y Boff y Googie viajaban con él y se reían. De inmediato y sin ningún esfuerzo se transformó en una enorme y brillante rueda de feria, y al mismo tiempo podía verse a sí mismo en uno de los asientos, gritando de alegría y aferrándose al firme brazo de Tonio. Todo ocurría sin dejar de flotar en ese lugar profundo y luminoso, donde no había nada que temer, donde el amor y la risa se escondían a la vuelta de alguna esquina indescriptible. Luminoso, cada vez más luminoso. Cálido, cada vez más cálido... ¡Ah, caliente, <i>caliente</i>!</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>11</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">L</style>A señorita Schmidt abrió los ojos ante un resplandor increíblemente anaranjado, y un rugido como del fin del mundo. Durante un segundo entero y eterno permaneció quieta, paralizada por una sorpresa total: era imposible que una luz se tornara tan brillante, que un sonido se volviera tan fuerte sin que ella se hubiera despertado mucho antes. Cuando encontró un modo de enfocar la vista hacia el resplandor y vio las llamas en lo que le restaba de ese segundo de inmovilidad, se explicó todo y se dijo con alivio: “Claro, claro, es sólo una pesadilla. Y supongamos que haya un incendio... Pero eso es tan absurdo, Sam...”</p> <p>En un instante estaba fuera de la cama, y dio un salto en medio de la habitación, cara a cara con la llameante realidad. Todo se estaba quemando, ¡todo! Las cortinas ya habían desaparecido y las persianas, ya sin cuerdas, yacían amontonadas en el suelo, ardiendo como una fogata de campamento. Mientras lo miraba, el mosquitero se desplomó arrugado, su marco de pino llameando y escupiendo resina a través de la pintura ampollada. Se precipitó hacia afuera.</p> <p>¡Afuera, afuera! La ventana está abierta, estás en la planta baja; sí, allí sobre la silla está tu bata, aún sin quemar: tómala y salta, ¡pronto!</p> <p>En ese preciso momento se oyó un sonido increíble, más fuerte que el rugido de las llamas y de una tonalidad distinta. Una lluvia de polvo y yeso caliente se precipitó sobre sus hombros. Mirando hacia arriba pudo ver la viga principal, que estaba encima de su cabeza, doblarse con un crujido de madera astillada, una mitad buscando a la otra con dedos chatos y quebrados que se enguantaron en llamas mientras los miraba. Se agachó, temerosa, y en ese momento se abrió la puerta y una nube de humo pasó y desapareció, llevada por la corriente. Allí en el pasillo estaba Robin, con un puño en el ojo. Podía ver cómo se movían sus labios; y aunque no se oía nada por el crepitar de las llamas, ella pudo oírlo con toda claridad dentro de su mente: “¿Ques este ruido?”.</p> <p>La viga se quejó nuevamente y dejó caer una nueva lluvia de yeso sobre sus hombros. Se sacudió, gimoteando. Una enorme llamarada estalló sobre el techo, encima de ella, en ese momento, y por la ventana pudo ver el brillante resplandor reflejado sobre las paredes del garaje de afuera. El resplandor la llamaba: “¡Salta!”, y además, su bata...</p> <p>La viga tronó y comenzó a caerse. Ahora tenía microsegundos para optar. El pensamiento más rápido no lo sería lo suficiente para sopesar, considerar y decidir el asunto; lo único que importaba ahora era aquello que tenía dentro, accionando palancas... ¡algunas tan gastadas y fáciles de mover! El que las accionaba era un gigante, y era fuerte; su fuerza era un condicionamiento más profundo que el de <i>no matarás</i>; una lección aprendida antes que aprendiera a amar a Dios, a caminar o a hablar. Era la autoridad de su madre, y el temor de todos los misterios terribles y peligrosamente sudorosos de los cuales se había cuidado toda su vida. El nombre y blasón de ese gigante era “¡Cúbrete!”. Y a su lado, ayudándola, el reflexivo “¡Sálvate!”. Del otro lado estaba Robin, a quien amaba —el amor era un sentimiento que había experimentado antes, por un canario y una muñeca de trapo— y su sentido del deber hacia Sue Martin..., pero comprometido con tanta liviandad, que en ese momento se tornaba una mera formalidad. No podría haber una opción en un combate tan desigual, aunque tuviera que vivir arrastrándose con las consecuencias por el resto de su vida.</p> <p>Pero entonces...</p> <p>Era como si una voz potente hubiera gritado “¡Alto!”, y las mismas llamas se hubieran congelado. A pocos centímetros de su cabeza colgaba la punta quebrada y ardiente de la viga; los trozos de yeso y tejas se detuvieron en el aire. Sin embargo, durante esta milesimal fracción de tiempo, se dio cuenta de que el fenómeno era producto de su mente, y que la sensación de tiempo detenido era un torpe esfuerzo de su cerebro por rendir cuentas de lo que ocurría.</p> <p><i>Sálvate</i> seguía estando allí, con sus manos histéricamente aferradas a los controles, pero <i>Cúbrete</i> había desaparecido de la vista. Se salvaría, pero en otros términos. Estaba gobernada por un reflejo de reflejos, un reflejo que tomaba en cuenta todos los mismos factores que un reflejo normal, orientado con miras a la supervivencia. Pero además convocaba todo aquello que Reta Schmidt había hecho en su vida, todo lo que había sido. Con un fogonazo único y silencioso, iluminó todos los rincones y recovecos de su existencia con una nueva luz. Era su ser total el que reaccionaba ahora, frente a una situación total, mucho más amplia que la de esa habitación en llamas. Incluso iluminaba el futuro, en la medida que dependía de los acontecimientos actuales, y señalaba su desarrollo entre el ahora y la próxima encrucijada de su vida. Corregía anteriores errores de lógica y de apreciación, y los reemplazaba por las respuestas correctas; aun en aquellos casos en los que ella se había dado cuenta de cuál hubiera sido la actitud correcta, pero en los que sin embargo había obrado de otro modo. El fogonazo vino y se desvaneció en un salto, en dos brincos largos a través de la habitación, mientras la viga descendía en forma aplastante y despidiendo chispas sobre el lugar donde ella había estado parada un instante antes.</p> <p>Recogió al niño y corrió por el pasillo, cruzó la sala y entró en la cocina. Estaba oscuro allí, lleno de humo, pero los paneles de vidrio de la puerta trasera resplandecían con una extraña luz que provenía del exterior. Comenzó a toser violentamente, pero siguió avanzando hacia allí. De pronto la luz fue eclipsada por una sombra inmensa, y luego explotó hacia adentro. Había otras luces allí afuera, que nunca había visto antes, y en el marco de la puerta, rota ya, la silueta desdibujada de un hombre con un casco brillante y un hacha en la mano. Reta intentó llamarlo, o quizás sólo trató de gritar, pero en cambio tuvo un acceso de tos.</p> <p>—¿Hay alguien allí? —preguntó el hombre. Un rayo de luz de la calle le iluminó el escudo sobre la frente del casco cuando se inclinó hacia adelante. Dio un paso hacia adentro—. ¡Fuah! ¿Dónde está?</p> <p>Reta caminó ciegamente hacia él y apretó a Robin contra sí.</p> <p>—El niño —graznó—, sáquelo del humo.</p> <p>El hombre gruñó, y de repente Robin ya no estaba en los brazos de Reta.</p> <p>—¿Está bien, usted? —dijo, tratando de mirar a través de la oscuridad y el humo.</p> <p>—Llévelo afuera —dijo la señorita Schmidt— y luego déme su chaqueta.</p> <p>El hombre salió. La señorita Schmidt pudo oír la voz de Robin:</p> <p>—¿Eres bombero?</p> <p>—Por supuesto —tronó el hombre—. ¿Quieres ver mi autobomba? Entonces siéntate allí sobre el céped y espera un segundo. ¿De acuerdo?</p> <p>—De acuerdo.</p> <p>La chaqueta pasó volando por la puerta rota.</p> <p>—¿Pudo tomarla?</p> <p>—Sí, gracias —se puso el enorme sacón y salió. El bombero la esperaba, con Robin en sus brazos.</p> <p>—¿Está bien, señora?</p> <p>Los pulmones le ardían, y sentía quemaduras en los pies y los hombros. Su cabello estaba chamuscado, y despellejado el dorso de una mano.</p> <p>—Estoy perfectamente bien —dijo.</p> <p>Comenzaron a caminar por la calle. Robin se dio vuelta en los brazos del bombero y asomó la cabeza para mirar la casa en llamas.</p> <p>—Ta luego, Boff —dijo alegremente, y se entregó de lleno a la autobomba.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>12</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><i><style name="b">¡M</style>ADRE, se quema el pan!</i></p> <p>Mary Haunt abrió los ojos para encontrarse con un resplandor increíble y un rugido infernal. Gritó y agitó los brazos ciegamente, como para espantar la visión, y luego recobró los sentidos lo suficiente como para darse cuenta de que todavía estaba sentada en su silla cerca de la ventana, y que la casa estaba en llamas.</p> <p>De un salto se puso de pie. Con el impulso envió la silla al otro lado de la habitación. Al final chocó con el ropero, y éste, como siempre cuando se lo golpeaba, comenzó lentamente a abrir sus puertas. Pero Mary Haunt no se detuvo a contemplarlo. Golpeó el mosquitero con la palma de la mano, se zafó con facilidad, y aterrizó sobre el piso de afuera casi al mismo tiempo que el mosquitero. Corrió unos metros, y luego, como a la mujer de Lot, la invadió la curiosidad y se detuvo. Fascinada, dio media vuelta sobre sí misma.</p> <p>Las enormes llamaradas se elevaban hasta veinte o treinta metros, y todas las ventanas vomitaban fuego. Desde la calle podía oír el aullido de las sirenas de los bomberos, el ruido de puertas y ventanas que se abrían y el sonido de pasos que corrían. Pero el ruido más grande era el del fuego, como el soplete de un gigante.</p> <p>Volvió a mirar hacia su ventana. Podía ver la habitación con toda claridad, la silla volcada, la cama con el cobertor brotado con un sarampión de chispas y ceniza, la puerta abierta de par en par del...</p> <p>—¡Mi ropa, mi ropa!</p> <p>Corrió furiosamente hasta la ventana, y se detuvo un momento horrorizada para contemplar el fuego, que corría por el zócalo de la pared interna como una oruga de pesadilla.</p> <p>—Mi ropa... —susurró.</p> <p>No ganaba mucho en su empleo, pero cada centavo que le sobraba de sus gastos en casa y comida lo invertía en ropa. Masculló algo, y desde el fondo de su garganta surgió ese gruñido animal que le era característico. Puso ambas manos sobre el marco de la ventana y saltó hacia el centro de la habitación.</p> <p>Se había preparado para el impacto del calor, pero no para la luz enceguecedora ni para el ruido; eso fue lo peor de todo. Retrocedió ante su embate y se quedó un momento con las manos sobre los ojos, tambaleando bajo su efecto. Apretó los dientes y se dirigió hacia el ropero. Abrió el cajón inferior y vació la ropa cuidadosamente doblada. Debajo de todo había un vestido de algodón, doblado sobre el marco de un cuadro. Lo sacó y lo llevó abrazado hasta la ventana. Se asomó y lo dejó caer con cuidado sobre el césped, y volvió a entrar.</p> <p>La pared del lado de la puerta comenzó a quebrarse, y de repente comenzó el fuego a brotar allí. La esquina cercana del cielo raso se desplomó en medio de una estruendosa nube de polvo blanco y humo pringoso, y entonces toda la pared se desplomó, pero no hacia ella, sino hacia el otro lado, de manera tal que su habitación incluía ahora una sección del pasillo. Entre el polvo que se asentaba apareció un hombre, bramando incoherentemente y trepando por los escombros. No pudo identificarlo. Por lo visto trataba de avanzar por el pasillo, independientemente de la presencia de ella, y pronto lo vio desaparecer nuevamente entre las llamas.</p> <p>Volvió trastabillando hasta el ropero. Se sentía enajenada, ebria, desvariante. Quizá se debiese al ambiente desoxigenado, o quizá fuera una reacción de miedo; pero de todos modos tenía algo de maravilloso también. Podía sentir que su rostro se alteraba. Una parte de ella estaba aturdida por lo que estaba haciendo la otra: se estaba riendo. Chocó con el ropero, jadeante, se llenó los pulmones y prorrumpió en una carcajada estruendosa y aguda. Debilitada por la risa, tomó un vestido de noche de raso con una banda plateada, lo sostuvo ante sí y se rió otra vez, acurrucándose sobre el vestido. Luego se enderezó de nuevo, y haciendo una pelota con el vestido lo arrojó con toda su fuerza sobre los escombros del pasillo. Después fue un vestido negro con un bolero; y con una expresión que solamente se podía describir como de alegría en el rostro, lo arrojó tras el vestido de noche. Luego el vestido azul, el de organdí con forro de tafetán, el negro y naranja; cada uno de los vestidos era alzado y arrojado sobre los demás.</p> <p>—Éste —gruñía entre sus convulsiones de risa—. Éste, y éste, y éste —y cuando el ropero quedó vacío, corrió hasta la cómoda y abrió el cajón de los pañuelos, descubriendo un tesoro de delicadas bufandas, chalinas y pañuelos de seda, de raso, de nailon. Tomó un enorme pañuelo, casi tan liviano como el aire que lo sostenía, y corrió con él hasta la masa llameante de la puerta de la habitación. Giró y se balanceó como una bailarina, agitándolo entre las llamas, y cuando comenzó a arder lo devolvió al cajón de la cómoda, junto a los demás. El cajón empezó a arder también, y ella se reía cada vez más...</p> <p>De repente algo le mordió las pantorrillas; lanzó un grito y se dio vuelta: el encaje de su negro camisón estaba ardiendo. Se agachó, y tomando la tela, arrancó la parte en llamas. El dolor la había serenado: ahora estaba como perdida y comenzaba a asustarse. Se encaminó hacia la ventana, trastabilló y cayó pesadamente. Cuando se levantó, el humo era como una manta hirviente sobre su cabeza y sus hombros, y no sabía hacia dónde dirigirse. Se arrodilló para observar y encontró la ventana en una dirección inesperada. No bien salió de la habitación, el cielo raso y luego el techo se precipitaron adentro.</p> <p>Se alejó arrastrándose de la casa, sollozando, y finalmente se puso de rodillas. Apestaba a humo, tenía el cabello chamuscado y todas las hermosas uñas de sus dedos estaban quebradas. Se sentó en cuclillas, mirando la cáscara ardiente de la casa, y lloró como una niña pequeña. Pero cuando sus ojos hinchados se posaron sobre el bulto rectangular que yacía sobre el césped, dejó de llorar, se levantó y fue rengueando a buscarlo. Su vestido de algodón, y el cuadro... Recogió el prolijo paquete, y se alejó con paso cansino hacia las sombras donde la cerca de arbustos se encontraba con el garaje.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>13</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">O</style>'BANION, aturdido, levantó la cabeza de la guarda de su <i>Blackstone</i> y la prolija inscripción que tenía grabada:</p> <p></p> <i><p><i>Al que roba el ganso de la tierra comunal</i></p> <p><i>la ley lo castiga con rigor sin igual</i>;</p> <p><i>¿cómo puede ser que la ley proteja</i></p> <p><i>al que roba la tierra, pero el ganso deja</i>?</p> </i> <p></p> <p>Era una copla satírica del siglo XVIII, que O'Banion deploraba. Sin embargo, había sido consignada en el libro por Opdycke, cuando estudiaba abogacía, y los Opdycke eran de muy buena familia; gente de Princeton, claro está, pero eso no hacía mal a nadie.</p> <p>Todas esas cosas pasaron por su mente mientras emergía de las profundidades del sueño, junto con ciertas preguntas como: “¿Qué le pasa a mi cabeza?”, porque le parecía que el rugido que oía tenía que provenir de sus oídos, pues era demasiado increíble que se originara en otro lado, y... “¿Qué pasa con la luz?”.</p> <p>Por entonces ya estaba totalmente despierto y de pie, diciendo “¡Dios mío!” en voz alta. Corrió hasta la puerta y la abrió. Una llamarada se dirigió hacia él como si saliera de una manguera, y en una fracción de segundo sintió que sus cejas desaparecían. Gritó y retrocedió trastabillando, pero la llama lo persiguió. Giró y se arrojó por la ventana, cayendo torpemente sobre su estómago, con los puños cerrados sobre el plexo solar. Se clavó los puños con su propio peso y quedó boqueando más de un minuto. Finalmente se levantó sacudiéndose, y corrió hasta la parte delantera de la casa. Ya había una autobomba cerca del bordillo de la acera. También había un coche patrullero de la policía y el habitual grupo de espectadores azorados, que parecen surgir de la tierra en el lugar de un accidente, en cualquier sitio y a cualquier hora. Desde el otro extremo del terreno de los Bittelman se oyó el chillido de neumáticos, y se vio el resplandor de las luces de un taxi que se acercaba casi hasta tocar la barrera policial. La puerta ya estaba abierta y una figura salió despedida, mitad corriendo, mitad impulsada por la brusca frenada.</p> <p>—¡Sue! —gritó, pero nadie le prestó atención. Todos los demás estaban gritando también—. ¡Miren! ¡Deténganla! ¡Oiga! ¡Eh, usted!</p> <p>O'Banion retrocedió un poco y puso las manos para amplificar la voz y gritar de nuevo, cuando directamente encima de su cabeza oyó una infantil y alegre vocecilla que decía:</p> <p>—¡Mamá, corre rápido!</p> <p>—¡Robin! Así que estás bien... —dijo O'Banion.</p> <p>Robin estaba sentado encima de la autobomba con un brazo alrededor de la campana, con todo el aspecto de un ángel de Botticelli. Había alguien a su lado... Dios santo, era la señorita Schmidt, desgreñada y con los ojos brillosos, envuelta en un sacón enorme. La señorita Schmidt gritó:</p> <p>—¡Párenla, párenla, el niño está aquí conmigo!</p> <p>—Tonio tamién corre rápido, ¿viste? —dijo Robin a la señorita Schmidt.</p> <p>Ahora todo el mundo le gritaba a O'Banion, pero después de dar cuatro pasos lo único que podía oír era el rugido de las llamas delante de él. Nunca había visto arder una casa así, toda entera, de repente. Subió los escalones de la entrada de un solo salto y apenas tuvo tiempo de girar para tomar la puerta con el hombro. Estaba entreabierta, pero no pudo resistir el impacto. La puerta cayó de plano y, por un enloquecido segundo, O'Banion se vio penetrando un mar de llamas, pues el piso de la sala de entrada estaba ardiendo. En ese momento la punta de la puerta se enganchó en algo, y O'Banion salió despedido. Rodó un par de veces sobre los escombros humeantes y se puso de pie. Parecía una pesadilla especialmente horrible, tan familiar y a la vez tan confusa. Giró sobre sí mismo para orientarse, encontró el pasillo, y comenzó a recorrerlo, llamando a Sue a los gritos.</p> <p>Vio que una pared se desplomaba sobre él y tuvo que retroceder para evitarla; apenas se hubieron asentado los escombros, continuó avanzando de nuevo. Por encima de los rugidos y estruendos y de sus propios bramidos creyó oír la loca risa de una mujer, en algún lugar de la casa incendiada. A pesar de su estado de histeria, todavía podía razonar: “Esa no es Sue, no es Sue Martin”. Antes de lo esperado, estaba pasando frente a la habitación de Sue Martin. Intentó asirse del marco de la puerta, pero éste se desprendió de sus manos. Chocó con el final del pasillo, y rebotando como un nadador de carreras de posta entró en la habitación.</p> <p>—¡Sue! ¡Sue! —gritó.</p> <p>¿Estaba errado, o había oído a alguien decir “Robin... Robin, mi amorcito”? Se puso de rodillas, para poder ver un poco mejor a través del aire menos denso, cerca del piso.</p> <p>—¡Sue! Oh, Sue...</p> <p>Yacía semicubierta por los escombros del cielo raso. Apartó los trozos calcinados de ladrillo y tejas, la tomó de los hombros y la sacó de debajo de un montón de yeso que, a Dios gracias, la había protegido un poco.</p> <p>—¿Sue?</p> <p>—Robin... —gimió ella.</p> <p>La sacudió.</p> <p>—Está bien, está afuera. Yo lo vi.</p> <p>Sue abrió los ojos y frunció el ceño; no por él sino por lo que decía.</p> <p>—No, está aquí, en algún lado... —murmuró.</p> <p>—Yo lo vi, te digo. ¡Vamos! —La obligó a ponerse de pie, y como se resistía, insistió—. Pero si es la verdad... ¿Piensas que yo puedo mentirte? —dijo.</p> <p>Tony sintió que el cuerpo de Sue cobraba fuerza.</p> <p>—Te olvidaste de decir “Yo, un O'Banion” —dijo ella, pero a él no le dolió.</p> <p>Trastabillaron hasta la ventana. Él la empujó por el hueco y saltó detrás de ella. Quedaron tendidos, respirando dolorosas bocanadas de aire puro. O'Banion se puso de pie. La cabeza le daba vueltas y estaba por caer de nuevo, pero apretó las mandíbulas y ayudó a Sue a levantarse.</p> <p>—¡Estamos demasiado cerca! —gritó, ayudándola a sostenerse.</p> <p>No habían dado un paso cuando de repente Sue se enderezó y con una fuerza totalmente inesperada e irresistible saltó hacia el muro en llamas, arrastrando a Tony tras de sí. Se tomó de ella para recobrar el equilibrio, y ella lo abrazó con fuerza.</p> <p>—¡El muro! —gritó Tony, al ver que se combaba hacia ellos.</p> <p>Sue no dijo nada: solamente lo abrazó con más fuerza aún. Él se podría haber movido con más facilidad si hubiera estado cargado de cadenas y atado a un poste. En ese momento el muro se desplomó sobre ellos, rugiente y en llamas, como si fuera el fin del mundo. Fuera de todo contexto, se le ocurrió en ese momento la forma de resolver uno de los casos jurídicos que tenía pendientes.</p> <p>Pero en vez de morir, recibió un fuerte golpe en el hombro derecho, y eso fue todo. Abrió los ojos. Todavía estaba abrazado a Sue Martin, y alrededor había un fuego que dibujaba sobre el césped la forma aproximada de la pared de la casa y su techo a dos aguas. Alrededor de sus pies estaba el marco circular del montante del altillo; tenía algo más de un metro de diámetro y los había ensartado como en el tejo.</p> <p>La mujer se desplomó en sus brazos y Tony la alzó en vilo y la llevó, trastabillando, hasta los oscuros y amistosos bomberos. Pero cuando trataron de tomarla de sus brazos, ella se aferró a él y no lo quiso soltar.</p> <p>—Déjenme bajar, déjenme bajar —dijo—. Estoy bien. Déjenme bajar.</p> <p>Así lo hicieron, y se recostó contra O'Banion.</p> <p>—Estamos bien ahora. Vamos a salir por la calle. No se preocupen por nosotros —dijo Tony.</p> <p>Los bomberos dudaron, pero cuando Sue y Tony comenzaron a caminar, se sintieron más tranquilos y volvieron a su trabajo. Trabajo de balde, pensó O'Banion. Salvo algunos pilones derruidos y las dos chimeneas, el resto de la casa era un pozo de llamas.</p> <p>—¿Es verdad que Robin...?</p> <p>—Shhh. Es verdad. Creo que fue la señorita Schmidt quien logró sacarlo. De todos modos, está sentado sobre la autobomba, gozando de cada instante. Te vio entrar. Le gustó la rapidez con que corres.</p> <p>—Y tú...</p> <p>—Yo te vi entrar también. Te grité.</p> <p>—Y luego me fuiste a buscar —caminaron despacio un par de pasos—. ¿Por qué lo hiciste?</p> <p>Iba a decir que fue porque Robin estaba bien, claro está, y porque no era necesario que ella... Pero en ese preciso momento sintió un silencioso fogonazo en su interior que iluminó todo lo que había sido y lo que había hecho y lo que habla leído; la gente, los lugares y las ideas. Allí donde había actuado bien, sintió que la corrección de su proceder estaba probada; allí donde se había equivocado, podía ver sus errores con toda su fuerza, aun cuando hubiera justificado su equivocado proceder durante años. Ahora veía de lleno aquello de lo cual el viejo Sam Bittelman casi lo había convencido con sus preguntas.</p> <p>Había combatido la sugerencia de Sam de que había algo ridículo y contradictorio en la ley y sus pretensiones de inamovilidad. Ahora veía que la ley, tal como la conocía, no estaba siendo atacada de ninguna manera. Mientras los hombres tratara el cuerpo de la ley como un contrafuerte de piedra cimentada en la roca y usada para sostener la civilización, estaban fortificando algo muerto, que sólo serviría para matar aquello que pretendían sostener. Pero si consideraban la civilización como una entidad compleja y cambiante, la ley tendría otra función. Era el estabilizador, el control de algo dinámico y progresivo, sujeto a los castigos y privilegios de la evolución como si fuera un ser viviente.</p> <p>Toda su concepción de la búsqueda del “precedente” como un proceso de refinamiento de la ley era equivocada. En lugar de eso, era un proceso adaptativo. La insinuación acerca de la inexistencia de una ley común a todas las culturas humanas pasadas y presentes ya no le parecía un insulto a la ley en sí. Todo lo contrario; era un cumplido. Condenar una cultura a leyes inmodificables le parecía ahora un concepto tan ridículo como que el hombre se hubiera negado a abandonar las branquias y las escamas.</p> <p>Y junto con la revelación acerca de la viabilidad del hombre y sus obras, O'Banion experimentó una profunda modificación en su actitud hacia sí mismo; es decir, si era realmente suya esa actitud. Reconsideró su esforzada preocupación por defender y justificar su sangre y su educación, su puesto de caballero en este mundo. Se le ocurrió que aunque aquí la ley diga que todos los hombres nacieron iguales, y allí que son iguales ante la ley, solamente un idiota total podría insistir en que eran realmente iguales. Por encima de su providencia y de lo que se adjudicaran, los hombres eran solamente aquello que traían en sus mentes y en sus corazones. La sangre real más pura, si engendra un rey débil creará un fracaso; un campesino fuerte puede llegar más alto y tener más éxito, y si aquello que logra realizar es compatible con el bienestar humano, no tiene nada que envidiar a un rey justo.</p> <p>Por encima de todo, sin embargo, está el hecho de que un hombre bueno no necesita probar su bondad afirmando que proviene de una estirpe de hombres buenos; y asumir los privilegios y las posturas de terrateniente cuando las tierras ya han desaparecido..., no es más que una bufonada. Ya llegará el momento para establecer discriminaciones verticales claras entre los hombres, cuando las diferencias se tornen tan grandes que los más elevados no puedan mezclar su sangre con los más humildes; hasta ese momento, las diferencias serán lo suficientemente sutiles como para ser despreciables. El concepto de “no contraer matrimonio fuera de la propia clase” pertenecía a la mitología, junto con la génesis de hipogrifos y grifos.</p> <p>Todas estas cosas, y miles más, se desplegaron claramente ante O'Banion en ese instante luminoso, tan repentino que casi no ocupó tiempo, tan brillante que bañó no sólo todos los días de su pasado sino parte de su futuro también, en una luz espectacular. Y todo esto había ocurrido entre un paso y el siguiente, cuando Sue Martin le había dicho: “¿Por qué lo hiciste?”</p> <p>—Te amo —dijo instantáneamente.</p> <p>—¿Por qué? —susurró ella.</p> <p>Él rió jubiloso.</p> <p>—No importa porqué.</p> <p>Sue Martin —sí, Sue Martin— comenzó a llorar.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>14</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">P</style>HIL Halvorsen abrió los ojos y vio que la casa estaba en llamas. Se quedó muy quieto, mirando crecer las llamas. ¿No era eso lo que estaba esperando?, se preguntó.</p> <p>Ahora puede haber un final para todo esto, pensó con tranquilidad. Ya no tendré que preocuparme más si estoy bien o mal así como estoy, y las necesidades de los demás, los rituales y los apetitos de los “normales” ya no me acusarán más. Si no existo, no puedo ser excluido; por lo tanto, aquí está la posibilidad de terminar con esa exclusión. No podrán despreciarme si no me ven.</p> <p>El cielo raso comenzaba a tostarse y un polvillo blanco se precipitaba sobre su rostro. Se tapó con una almohada. Estaba resignado a padecer las agonías finales más adelante, pero no veía razón para tener que soportar las preliminares. Justo en ese momento una gran cantidad de yeso se desplomó sobre él. No le dolió mucho, pero prenunciaba un final más próximo de lo que él había imaginado.</p> <p>Por encima del rugido colosal pudo oír a lo lejos un grito de mujer. Se quedó quieto. Normalmente, se hubiera preocupado tanto o más que cualquiera por los demás. Pero no en este momento. Ahora no. Esa era una preocupación para los que tendrían que vivir con su conciencia después.</p> <p>Algo que parecía ser una pared interior se desplomó muy cerca de él. Sacudió el extremo de su cama y pudo sentir un aliento caliente y cargado de hollín, pero no se inmutó.</p> <p>—Bueno —dijo con cortedad—, veamos de terminar pronto con esto —y arrojó la almohada a un costado.</p> <p>Como obedeciendo su pedido en forma directa, el cielo raso encima de su cabeza se abrió hacia arriba; una viga se había roto y estaba descendiendo en la habitación contigua. Por consiguiente, comenzó a elevarse en la suya. Luego las riostras se desprendieron y comenzaron a caer. Más arriba había algo oscuro, apuñalado de repente por una luz anaranjada y humeante: la parte de adentro del techo, una sección del cual se desplomaba junto con las riostras.</p> <p>—Está bien —dijo Halvorsen, como si alguien le hubiera formulado una pregunta.</p> <p>Cerró los ojos. Al hacerlo vio algo así como el relampagueo de una luz interior y ultraterrena, y el tiempo se detuvo... O quizá solamente sintió que tenía todo el tiempo subjetivo del mundo para examinar ese cosmos interior sin sombras.</p> <p>Casi de inmediato, la secuencia de acontecimientos que lo había llevado a yacer sobre una cama en llamas, aguardando la muerte, se desplegó delante de él. En esa secuencia, una sola palabra lo sacudió como una revelación. Era el término “normal”, y la revelación lo alcanzó como una carcajada. Para cualquiera esto hubiera sido una perogrullada, algo demasiado evidente: como un idiota, había dejado que su cerebro torturado lo llevara a preocuparse por lo “normal” sin detenerse a examinarlo jamás.</p> <p>Pero lo “normal” —el Apetito Normal— estaba allí representado para que él pudiera verlo: una línea trazada de un lado a otro de un enorme gráfico. El gráfico estaba colmado de millones de puntos... Halvorsen se encontraba en un estado tal que podía ver y comprender el significado de la palabra “millones”. Sobre esa línea vivía ese semidiós, ese engendro al cual había adorado durante tanto tiempo, cuyos apetitos y cuyo sentido de la propiedad habían sido el punto de referencia de la vida de Halvorsen. Siempre se había sentido miembro de una minoría; una minoría que se achicaba cada vez que él la examinaba, lo que sucedía muy a menudo. Todo el mundo estaba al servicio del Hombre Normal y sus apetitos “normales”, y eso debía ser lo correcto, pues era consciente de la reciprocidad: el Hombre Normal recibía esas cosas porque eso era lo que el Hombre Normal necesitaba y quería.</p> <p>Necesitar y querer... Y allí estaba el descubrimiento extraordinario que había hecho aquella vez que Bitty le preguntó: “Si la gente realmente lo necesitara, ¿por qué tendría que usarse tanta técnica de ventas?”.</p> <p>Transportó esto al gráfico y el resultado fue otra línea que lo cruzaba de lado a lado, pero mucho más abajo, indicando con mucha más exactitud cuál era el interés real del Hombre Normal en ese apetito específico acerca del cual hacía tanta alharaca. Acercó la vista y contempló los millones de puntos, individuos todos ellos, cada uno con su necesidad personal y verdadera de esa presión cultural que estaba impulsando a un hombre, aquí y ahora, hacia su muerte ahogada en culpa.</p> <p>Lo primero que Halvorsen notó fue que los puntos estaban distribuidos de tal modo que la cantidad que estaba justo sobre la línea del Hombre Normal era despreciable; había muchos millones más de seres anormales. Se le ocurrió que aquellos que profesan el evangelio del Hombre Normal en su esfuerzo por ser como el resto de la masa humana, están en realidad obedeciendo los dictados de una de las minorías más pequeñas del mundo.</p> <p>Inmediatamente después pensó que la línea estaba donde estaba gracias a la presencia de <i>todos</i> y cada uno de los puntos; no era un asunto de mejores o peores, ni de más o menos aptos. Descontando unos pocos aquí abajo y sus opuestos allí arriba —ese puñado de individuos enfermos, alienados, incompletos o deformes cuyos apetitos sexuales eran inexistentes o extremos—, la inmensa mayoría de los que se encontraban de uno u otro lado de la raya eran en el fondo “normales”. Ahí era donde él, Halvorsen, podía aparecer en el gráfico y estaría bien acompañado.</p> <p>¡Nunca se había percatado de eso! Las tapas de las revistas, los avisos, la literatura pornográfica le habían ocultado la verdad.</p> <p>Ahora finalmente comprendía el mecanismo de esa preocupación cultural. Recordó cómo había ido a trabajar durante trescientos días laborables consecutivos y nadie había reparado en sus orejas. Un día se le infectó un quiste cebáceo en el lóbulo izquierdo y el médico se lo había extirpado. Al día siguiente había ido a trabajar con una oreja vendada. ¡Y todo el mundo empezó a pensar en la oreja de Halvorsen! Cada nueva entrevista tenía que comenzar con una explicación acerca de su oreja, porque de lo contrario el entrevistado se distraía contemplándola. También se dio cuenta de que, cuando explicaba lo del quiste, el entrevistado miraba la otra oreja de Halvorsen de reojo antes de volver a prestar atención a la entrevista.</p> <p>Ahora, en ese lugar donde todas las interrelaciones eran las verdaderas, podía comparar su oreja vendada con una malla de dos piezas, y ver con toda claridad cómo un esquema normal de interés-desinterés-aceptación podía ser forzado. También descubrió <i>por qué</i> esa matriz sociocultural en particular se manejaba de esa manera. En su subconsciente colectivo era probable que conociera la importancia real de sus apetitos sensuales. Seguramente razonaría que, si no mantenía esos apetitos excitados en todo momento, no podría crecer numéricamente, y eso era una necesidad. No era una conclusión agradable, pero tampoco era agradable ver un gato abalanzarse sobre un pichón de pájaro; sin embargo no se podía argumentar en contra del impulso subyacente en ninguno de los dos casos.</p> <p>Y, de este modo, las razones que tenía Halvorsen para terminar con su existencia dejaron de existir. Sin faltar a la verdad, podía decir que no era ni un eunuco, ni un afeminado, ni un inútil, ni un anormal... y que no estaba solo.</p> <p>El descubrimiento fue realizado en esa negación del tiempo durante la cual cerró los ojos para aguardar la masa de mampostería que caía en ese momento sobre su cuerpo. Y el reflejo de reflejos actuó en el preciso instante en que se tocaron sus párpados; saltó de la cama, se precipitó por la ventana cercana y cayó sobre el césped de afuera en el mismo segundo en que el cielo raso y las paredes se encontraban con el suelo en una orgía de fuego.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>15</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">L</style>A muchacha se subió al asiento delantero de la autobomba.</p> <p>—Córrase un poco —dijo.</p> <p>La señorita Schmidt apartó su preocupada mirada de la casa en llamas.</p> <p>—No creo que debas subirte, niña —dijo, llena de consternación—. Somos de esa ca... ¡Pero si es Mary Haunt!</p> <p>—No me reconoció, ¿eh? —replicó Mary Haunt. Movió las caderas desplazando a la señorita Schmidt—. No la culpo. ¡Qué lío! —agregó, refiriéndose a la casa.</p> <p>—El señor O'Banion está adentro; fue tras la señora Martin. ¿Ha visto al señor Halvorsen?</p> <p>—No —dijo Mary.</p> <p>—¡Tonio! ¡Tonio! —gritó Robin de repente.</p> <p>—Calla, querido. Ya vendrá —dijo la señorita Schmidt.</p> <p>—¡Aistá! ¡Aistá! ¡Mamá! —chilló el niño alegremente—. Ven a ver mi camión de bomberos. ¿Sííí?</p> <p>—Oh, gracias a Dios, están bien —dijo la señorita Schmidt, abrazando a Robin hasta hacerlo gruñir.</p> <p>—Estoy arruinada —masculló Mary Haunt; hizo nuevamente un gesto de enojo hacia la casa—. ¡Qué desastre! Perdí todo: los cosméticos, la ropa, las revistas, todo. Y ya sabe lo que significa eso. Me...</p> <p><i>Me tengo que ir a casa ahora</i>. Y fue en ese momento, en medio de una duda acerca del matiz de una frase, cuando el extraño rayo de plata inundó a Mary Haunt. No fue bajo la guadaña amenazadora de la Muerte, ni bajo el impacto de un encuentro de sentimientos, sino impulsada por unas palabras. Así llegó Mary Haunt a un instante en el cual el tiempo no contaba.</p> <p>Toda su vida, el sentido de su vida y las cosas que la llenaban: las cortinas prolijas y el pan casero, Jackie y Seth peleándose por el privilegio de llevarle los libros, el estante de las especias y las flores bajo las ventanas de la sala. Las había amado tanto, había reinado sobre todas esas cosas con mano benévola: había sido una princesa dulce.</p> <p><i>¿Te echaron, muchacha?</i></p> <p>Nunca supo cómo había comenzado, ni cuándo, hasta ese momento. Pero ahora sí sabía. Había sido papá, aun antes que ella pudiera caminar. Papá era uno de los millones de espectadores que aplaudían a la niña actriz llamada Shirley Temple, uno de los miles que la idolatraban, uno de los cientos que la endiosaron. Llamó a su hija “la pequeña Mary Hollywood” y siempre decía “cuando estés en el cine, querida”. Cada mañana era una fuente en la cual vaciar el depósito de sus sueños; cada noche volvía a llenar ese depósito en el pozo sin fondo de su ambición para ella.</p> <p>Y todos le creyeron. Primero mamá, luego su hermanito y finalmente todo el pueblo. No podían hacer otra cosa: la convicción ciega de papá se sobreponía a cualquier duda. Ella misma contribuyó al asunto en forma decisiva, simplemente siendo lo que era: una niña exquisita, prolijamente aseada, que se volvía cada año más hermosa “según los cánones de Hollywood”. Ella quería lo que quiere toda niña: amor y atención. Los recibió a manos llenas. Quería hacer lo que quiere toda niña: ganarse la aprobación de sus mayores. Y lo intentó; a decir verdad, no le quedaba otro curso de acción.</p> <p><i>¿Te echaron, muchacha?</i></p> <p>Quizá papá lo hubiera superado, o tal vez hubiera descubierto cómo hacer realidad su sueño en este mundo. Pero su padre murió cuando ella tenía seis años, y mamá se hizo cargo de sus sueños como si fueran flores de su mano muerta. No los alimentó: los apretó entre las hojas de su memoria más querida. En verdad era una cosa viviente, pero detenida en la intensidad y ambigüedad de sus esperanzas en torno a una niña de seis años. Impulsó a su hija a querer entrar en el cine y a estar segura de que lo iba a lograr; nunca se le ocurrió que la niña pudiera aprender otra cosa. Su carrera futura se acercaba con seguridad, con la misma seguridad que las Navidades.</p> <p>Pero nadie sabía cuándo vendría.</p> <p>Cuando limpiaba la casa, todos pensaban qué dulce era, tan agradable a la vista, pero le sacaban la escoba; cuando cocinaba, también pensaban que era amorosa, pero ella no estaba realmente para eso. Cuando leía las secciones de dietología en las revistas, estaba bien, pero en cuanto a las otras cosas, cómo hacer una salsa de tamarindo para pato, o quitar manchas de las fibras sintéticas... “Pero, Mary: tendrás un pequeño ejército para que se ocupe de esas cosas por ti”.</p> <p>A las revistas de cine, entonces, y al cine. A esperar..., hasta el día en que se fue.</p> <p><i>¿Te echaron, muchacha?</i></p> <p>La revista <i>Mundo de la Pantalla</i> sacó un artículo sobre la Escuela Superior de Hollywood, y mencionaba cuántas estrellas y estrellitas habían salido de ahí, y las edades que tenían cuando firmaron sus primeros contratos. Y de repente, ya no era más la niña como Shirley Temple; era más grande, varios años más grande que dos de las niñas del artículo, y de la misma edad que otras cinco. Sin embargo, seguía allí, mientras todo el pueblo esperaba. ¿Y si no lo lograba? ¿Si no pasaba nada? Comenzó a interpretar algún comentario, esa mirada, aquel silencio, de un modo desagradable. Al final quería esconderse en algún lado, caerse muerta, o simplemente irse de allí.</p> <p>Y esa fue la solución: irse. Sin decirle a nadie, tomó la ropa buena que tenía, compró un pasaje a cualquier lado y escribió cartas imaginativas, llenas de aventuras y cada vez menos veraces, espaciéndolas cada vez más. Ingenuamente buscó un empleo que podría llevarla hasta su Gran Oportunidad, pero que en realidad nunca lo haría. Finalmente llegó a un punto en el cual no podía mirar hacia atrás —por la añoranza que tenía de su hogar— ni hacia el futuro, porque lo sabía vacío. De modo que se mantenía en un presente de inutilidad y de negativa intencional a impulsar la ambición que decía tener. Su único placer y su único escape era la ira. Se refugió en sus rabietas; despreciaba a las gentes, las cosas que hacían y lo que deseaban, y se los decía en la cara. Y tomó un retrato de mamá parada delante de la casa en primavera, rodeada de junquillos y tulipanes, y lo envolvió en un vestido floreado de algodón que su madre le había hecho al cumplir catorce años y que no le había dejado usar porque <i>Mundo de la Pantalla</i> decía que los vestidos floreados para niñas estaban fuera de moda.</p> <p><i>¿Te echaron, muchacha?</i></p> <p>El viejo Sam le había preguntado eso; él lo sabía, aunque ella no se diera cuenta aún. Pero ahora, en ese extraño y plateado instante, lo supo; se dio cuenta de todo. Sí, <i>la habían echado</i>. La habían obligado a ser el sueño de un muerto hasta casi matarla a ella; nunca la dejaron ser Mary Haunt, que quería colgar cortinas nuevas y hacer un pastel de moras, tener un cerco cuadrado en su casa de Elm Street e ir a la iglesia los domingos. Le habían marcado un destino en el cuerpo y en la cara y en la ropa que usaba; le habían modelado el habla y el cabello en la forma en que ellos querían. Estaba resentida desde lo más profundo de su corazón.</p> <p>De repente se le ocurrió, por primera vez, que podría ser la verdadera Mary Haunt si lo deseaba, e irse a casa, ya que su casa era un lugar muy bueno para tratar de ser esa persona. Les transformaría la desilusión en orgullo real. Podría llegar a casa antes del Festival de las Frutillas; usaría un delantal y se llenaría la frente de espuma de jabón por tocarse el pelo mientras lavaba, como a veces le pasaba a Bitty. Y Mary Haunt, sentada sobre una autobomba al lado de una bibliotecaria de escuela envuelta en un sacón inmenso, decía que todo se había quemado, que todo estaba perdido, y estaba a punto de decir “me tengo que ir a casa ahora”.</p> <p>Pero en vez de eso, dijo:</p> <p>—Me puedo ir a casa ahora... —y miró a los ojos a la señorita Schmidt con una sonrisa que la otra mujer nunca había visto antes—. ¡Sí, puedo! ¡Me puedo ir a casa ahora! —cantó Mary Haunt. Impulsivamente, tomó la mano de la señorita Schmidt y se la apretó. Le miró la cara y rió—. Ya no estoy enojada con nadie, ni con usted ni con nadie... Estuve hecha una necia, y lo siento. ¡Ahora me voy a casa!</p> <p>Y la señorita Schmidt miró el rostro manchado de hollín, el cabello chamuscado recogido en una infantil cola de caballo y asegurada con un elástico, y el pulcro vestido floreado.</p> <p>—¡Vaya! —dijo la señorita Schmidt—. ¡Eres hermosa! ¡Simplemente hermosa!</p> <p>—No, no lo soy —canturreó Mary Haunt con alegría—. Tengo solamente diecisiete años y me voy a casa a hacer una torta.</p> <p>Sonriente, se abrazó al retrato de la madre; ni siquiera la casa en llamas brillaba con tal intensidad.</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">EXTRACTO DEL [LIBRO DE BITÁCORA] DE LA EXPEDICIÓN INVESTIGADORA:</p> <p>[!!!!] ¡Qué bien anduvo todo! [Uno] podría pensar que estos ejemplares han usado el Reflejo Beta sub Dieciséis durante toda su vida. Si [nosotros] tuviera[mos] la [décima] parte de esa vitalidad, [nos] podría[mos] [recostar] en un lecho de paradojas e ir[nos] a [dormir]. Los observare[mos] por un [período corto] más, antes de partir. Éste es un lugar [fascinante] para visitar, pero no [me] gustaría [vivir] aquí.</p> <title style="margin-bottom:2em; margin-top:20%"><p>16</p></h3> <p></p> <p style="text-indent:0em;"><style name="b">E</style>RA octubre, y la última posibilidad para un <i>picnic</i>. El día los complajo y fue radiante en su honor. Encontraron un lugar hermoso donde un abedul crecía a ambos lados de una antigua cerca y un arroyo cantaba unos metros más abajo. Cuando terminaron de comer, O'Banion se recostó boca abajo al sol y se rascó pensativamente el labio con una brizna de paja.</p> <p>Su esposa rió con suavidad.</p> <p>—¿Eh? —dijo Tony.</p> <p>—Estás pensando en los Bittelman de nuevo.</p> <p>—¿Cómo te diste cuenta?</p> <p>—Ya me acostumbré. Cuando te quedas con una mirada a la vez atónita, perpleja y enojada, ya sé que se trata de los Bittelman.</p> <p>—Es un pasatiempo inocente —acotó Halvorsen, sonriente.</p> <p>—¿Te parece? Tonio, ¿te gustaría que yo me pusiera toda esquiva e hiciera pucheritos, quejándome de que pasas más tiempo pensando en ellos que en mí?</p> <p>—Por favor, hazlo; me divorciaría —dijo Tony.</p> <p>—¡Tony!</p> <p>—Y bueno —dijo con parsimonia—. Me divirtió tanto casarme contigo la primera vez que volvería a hacerlo de nuevo. ¿Dónde está Robin?</p> <p>—Aquí cer... ¡Oh, <i>Robin</i>! —gritó Sue.</p> <p>Al pie de la loma, donde corría el arroyo, se oyó de inmediato la voz de Robin.</p> <p>—Ranas aquí, mamá. ¡Deliciosas!</p> <p>—¿Se las come crudas? —preguntó Halvorsen suavemente.</p> <p>Sue rió.</p> <p>—Eso significa “lindo”, “deseable” o incluso hasta puede querer decir “verde intenso”. Robin, no te vayas a mojar, ¿me lo prometes?</p> <p>—Me lo prometo.</p> <p>—¡Y no te vayas lejos!</p> <p>—No me vayo.</p> <p>—¿Por qué no aparecen? —preguntó O'Banion—. Una sola vez, eso es lo único que quiero. Quiero que den la cara y que contesten dos preguntas.</p> <p>—¿Quiénes? ¡Ah, claro, Sam y Bitty! ¿Qué preguntas?</p> <p>—Qué fue lo que nos hicieron, cómo y por qué.</p> <p>—¿Esa es una pregunta, doctor? —preguntó Halvorsen.</p> <p>—Así es. Y la segunda: qué son.</p> <p>—¿Por qué dijiste “qué” y no “quiénes”?</p> <p>—Esa es la cuestión —O'Banion se sentó—. Querida, ¿te molestaría si hago un recuento de todo lo que descubrimos hasta ahora, otra vez más?</p> <p>—¿Resumir y cerrar el caso?</p> <p>—No sé si lo cerraremos... diría más bien revisar el expediente.</p> <p>—Muchas veces me he preguntado por qué se los llama “expedientes” —dijo Halvorsen sonriendo.</p> <p>O'Banion se levantó y se dirigió a la cerca. Rodeando el delgado tronco del abedul con una mano, dio un brinco, girando en el aire, para caer sentado sobre la cerca.</p> <p>—Bueno, estoy seguro de una cosa: Sam y Bitty podían <i>hacerle</i> cosas a la gente, y lo hicieron con todos nosotros. Me niego a creer que lo hicieron con argumentos lógicos y el arte de la persuasión.</p> <p>—Podían ser <i>bastante</i> persuasivos.</p> <p>—Era más que eso —dijo O'Banion con impaciencia—. Lo que me hicieron me cambió por entero.</p> <p>—Qué cosa extraña.</p> <p>—Me cambió la forma de pensar, chistosa. Cuando miro hacia atrás, me doy cuenta de que me tenían acorralado. Si Sam quería que le contestara sus preguntas, tenía que contestárselas, sin que importara qué fuera lo que estuviera pensando. Al terminar conmigo, simplemente me soltó y me dejó volver a mis cosas como si nada hubiera pasado. La señorita Schmidt me dijo que con ella fue lo mismo —se acomodó mejor sobre la cerca y prosiguió, entusiasmado—: ella es nuestra prueba principal. Todos fuimos modificados por este asunto, pero Reta es una persona totalmente diferente ahora.</p> <p>—No cambió más que los otros —dijo Sue, sobriamente—. Tiene treinta y ocho años. Es una edad interesante, especialmente cuando pareces tener cinco años más. Luego te empiezas a arreglar, como hizo ella, y pareces tener cinco años menos. Entonces la diferencia parece ser de veinte años en vez de diez. Pero eso no es más que pintura y ropa. La diferencia real y profunda es como... Bueno, como Phil, por ejemplo.</p> <p>Halvorsen volvió a encontrar una sonrisa.</p> <p>—Quizá tengas razón. Dejó la biblioteca y se dedicó a enseñar. Era dejar de rodearse del conocimiento ajeno para rodear a los demás con el suyo propio. Está viva ahora.</p> <p>—Ya lo creo.</p> <p>—Y mira a Halvorsen. Tranquilo y profundo —dijo O'Banion pensativamente, columpiando los pies—. Así es. Lo único que le puedes sacar cuando le preguntas acerca de lo que le pasa, es una sonrisa, como una luz que se enciende, y la frase “ahora me siento bien siendo yo mismo”.</p> <p>—Y bueno, eso es todo —dijo Halvorsen con alegría.</p> <p>—Y Mary Haunt, bendita sea —dijo Sue—. La niña más feliz, salvo uno que conozco, que haya visto en mi vida. Robin, ¿estás bien?</p> <p>—Sí —vino la respuesta.</p> <p>—Todavía no estoy satisfecho —prosiguió O'Banion—. Tengo la sensación de que estamos frente a los resultados accidentales de algo mucho más importante. En un momento de tensión aguda tomé una decisión que cambió mi vida.</p> <p><i>—Nuestra</i> vida —dijo Sue, y le sopló un beso.</p> <p>—Reta Schmidt dice lo mismo, aunque no abunda en detalles. Y quizás eso sea lo que Halvorsen quiere decir cuando dice eso de “ahora me siento bien...” Pero <i>tú</i> me tienes perplejo.</p> <p>—¡Oh, Señor! —gritó Sue con falso horror.</p> <p>Tony rió.</p> <p>—Bien sabes lo que quiero decir. Eres la única que estuvo en contacto con los Bittelman y que no cambió. Todos los demás se volvieron maravillosos, pero tú simplemente seguiste siéndolo. ¿Qué es lo que tienes de especial?</p> <p>—Y me tengo que quedar sentada aquí y escuchar...</p> <p>—Calla, y trata de recordar. ¿Te ocurrió algo diferente esa noche, alguna situación en la cual tuviste que emplear mecanismos mentales de emergencia, más allá de lo que acostumbras hacer?</p> <p>—Que yo recuerde, no... —dijo ella.</p> <p>De repente, Tony se golpeó el muslo con el puño cerrado.</p> <p>—¡Pero claro que lo hubo! ¿Recuerdas que cuando salimos de la casa, se nos cayó la pared encima? Me hiciste retroceder y quedarme quieto, y quedamos justo debajo del montante del altillo...</p> <p>—Ah, eso. Sí, lo recuerdo. Pero no fue nada especial. Simplemente era lo lógico.</p> <p>—¡Lógico! Me gustaría plantearle el problema a una computadora, después de quemarla un poco y patearla por ahí un rato. De alguna manera calculaste la velocidad a la cual estaba cayendo esa pared y qué superficie cubriría cuando se derrumbara. Lo comparaste con nuestra velocidad de fuga. Ubicaste el montante y calculaste dónde caería y si nos podría contener a ambos. Luego estimaste nuestra velocidad si nos dirigíamos a ese lugar y llegaste a la conclusión de que llegaríamos. Y sólo <i>entonces</i> te moviste, arrastrándome a mí por añadidura. Todo eso en... —cerró los ojos para revivir el momento— un segundo y medio como máximo. ¡Y dices que no fue <i>nada especial</i>!</p> <p>—No lo fue —dijo Sue categóricamente—. Era una emergencia, ¿no te das cuenta? Una emergencia real..., no sólo porque podríamos lastimarnos, sino por todo lo que ya significábamos el uno para el otro, y lo que podríamos significar si tú...</p> <p>—Bueno, lo hice —Tony sonrió—. Pero todavía no te entiendo. ¿Quieres decir que puedes pensar más, no menos, en ese tipo de emergencia, ampliar el espectro en vez de reducirlo en ese tipo de situación? ¿Puedes pensar en todas esas cosas a la vez, mejor, con más exactitud y rapidez?</p> <p>De repente Halvorsen aprisionó el pie de O'Banion y lo empujó violentamente hacia arriba. Éste gritó:</p> <p>—¡Yup!</p> <p>Su mano derecha se movió rápidamente hacia arriba y hacia atrás, hasta el tronco del árbol; dobló el torso y su mano izquierda se proyectó hacia abajo. Sus piernas se agitaron y se enderezaron, y por un momento se balanceó sobre la cerca apoyado sólo sobre sus riñones. Finalmente logró poner la mano izquierda sobre la cerca y se acomodó de nuevo en su asiento.</p> <p>—Oye... ¿qué diablos te crees que...?</p> <p>—Trato de probar un punto —dijo Halvorsen—. Mira, Tony: tu equilibrio fue roto sin que mediara un aviso previo. ¿Qué hiciste? Manoteaste el tronco del árbol sin mirar, y lo sujetaste, además; supiste con exactitud la velocidad debida y la distancia que tenía que recorrer tu mano. Pero al mismo tiempo extendiste tu mano izquierda perpendicularmente hacia abajo, listo para parar el golpe por si te ibas al suelo. Mientras tanto, moviste las piernas lo suficiente como para redistribuir tu peso y volver al punto de equilibrio. Ahora dime una cosa: ¿te quedaste ahí después que yo te hubiera empujado y calculaste todas esas cosas una por una?</p> <p>—Pero claro que no. Son sen... sin... sinapsis.</p> <p>—¿Qué?</p> <p>—Sinapsis. Reflejos. Senderos dentro del cerebro que se allanan más y más a medida que uno hace algo repetidamente. Mantener el equilibrio, por ejemplo; después de un tiempo se transforma en algo inconsciente. Pero es un fenómeno motriz. Lo que no puedo creer es que tengamos una especie de oído interno... en el nivel psicocultural, algo que te haga reaccionar reflexivamente en términos de tu pasado y de tu futuro y... Pero eso es lo que me pasó aquella noche —miró fijamente a Halvorsen—. ¡Ya te lo habías figurado hacía rato, con tu cerebro de IBM!</p> <p>—Siempre ocurre, si la emergencia es lo suficientemente grave —dijo Sue con calma—. A veces ni siquiera te das cuenta de que es una emergencia. Pero ¿qué hay de especial en todo esto? ¿Acaso no se supone que los ahogados ven pasar toda su vida antes de morir?</p> <p>—¿Dirías que eso siempre ocurre en las emergencias?</p> <p>—¿Qué te parece a ti?</p> <p>De repente O'Banion comenzó a reir por lo bajo, ante la mirada inquisidora de Sue.</p> <p>—Me haces recordar algo que me contó una vez un psicólogo —comentó—. Le pidieron a un hombre que describiera exactamente lo que sentía cuando se emborrachaba. “Lo mismo que todo el mundo”, dijo. “Bueno, descríbalo”, le dice el médico. “Primero se le pone colorada a uno la cara”, dice el hombre; “luego se le traba a uno la lengua; y después de un rato empiezan a moverse las orejas”.</p> <p>»Sue, mi amor, tengo novedades para ti. Quizás tú sí reacciones así en los momentos importantes, un fogonazo brillante de verdad y las conclusiones resultantes..., pero créeme si te digo que el resto de la gente no lo hace. Yo nunca lo había hecho hasta aquella noche... Oh. ¡Eso es! —gritó a voz en cuello.</p> <p>Desde la loma vino una vocecita nítida:</p> <p>—¿Ques todo ese duido?</p> <p>Sue y Halvorsen se sonrieron, y luego O'Banion dijo con toda seriedad:</p> <p>—Eso fue lo que nos dieron Sam y Bitty: un reflejo sináptico similar a los mecanismos de equilibrio, pero mucho, mucho más grande. Un ser humano es un elemento dentro de una cultura, y la cultura en sí también está viva... Me imagino que la especie en su conjunto podría ser considerada como una entidad viviente. Y cuando nos encontramos en una situación de tensión que iba a afectarnos profundamente, por el peligro o simplemente por la importancia, reaccionamos del mismo modo en que lo hice yo no bien me empujaste, pero a un nivel cultural.</p> <p>»Es como si Sam y Bitty hubieran encontrado un modo de instalar o desarrollar ese mecanismo equilibrador dentro de nosotros. Resolvió algún profundo conflicto personal en Halvorsen; la apartó a Mary de una ilusión sin sentido, y a la señorita Schmidt de una retirada peligrosa. Y bueno, el caso mío ya es conocido.</p> <p>—No puedo creer que la gente no piense así en las emergencias —dijo Sue, sorprendida.</p> <p>—Quizás algunos lo hagan —dijo Halvorsen—. Si lo pensamos bien, la gente hace cosas bastante increíbles cuando se la somete a una tensión repentina, como el hombre que cuenta un chiste y así evita el pánico, o el muchacho que se arroja sobre la granada para salvar a sus compañeros. Tal vez ellos se han examinado a fondo en cuanto a todo lo que significan, y lo han comparado con lo que tienen alrededor, en una fracción de segundo. Creo que todos tenemos ese reflejo. Al menos en parte.</p> <p>—Sea lo que sea, los Bittelman nos lo dieron... hasta también se podría pensar que prendieron fuego a la casa, pero... ¿por qué? ¿Una prueba? ¿Para probar qué? ¿A nosotros, o a todos los seres humanos? ¿Qué son? —preguntó el abogado.</p> <p>—No sé, pero se fueron —dijo Halvorsen.</p> <p>Por un lapso muy breve se había equivocado al decir eso.</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">EXTRACTO DEL [LIBRO DE BITÁCORA] DE LA EXPEDICIÓN INVESTIGADORA:</p> <p>[Nuestra] última [hora] aquí. [Inducimos] a tres de los ejemplares usados en el [experimento] a visitar el [sitio B] para una observación final. [Smith] [se] muestra [descontento]. Después de todo [dice] [él], hici[mos] un viaje de [número abstracto, bastante grande] de [unidades de distancia inconmensurables], dejando a [nuestros] [¿?] y los placeres del [¿?]; emplea[mos] todo [nuestro] ingenio y [equipo técnico] a [máxima capacidad]; incluso usando esa fuente energética [miserable y poco práctica] y teniendo que re[cargar]lo todos los [meses], todo esto para detectar y analizar la incidencia del Reflejo Beta sub Dieciséis. ¡Y aquí están estos ejemplares absurdos, que localizan y definen el reflejo en una breve charla de sobremesa!</p> <p>En realidad, creo que [Smith] está un poco [orgulloso] de ellos por lo que hacen.</p> <p>Procedere[mos] a [desarmar] al [cuisco] y el [cuasco] y [partiremos].</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">Robin estaba observando una trucha.</p> <p>—¡Chist! ¡Chist!</p> <p>En realidad, estaba observando algo más: estaba observando la sombra de la trucha. Se le había ocurrido que quizás la sombra no fuera una sombra, sino un tipo de pez más desdibujado y diferente que no dejaba que el otro más nítido se le quitara de encima. Quizás ésa era la razón por la cual la trucha se quedaba quieta en el agua y de repente <i>¡zas!</i> corría de un lado al otro. Pero nunca lo suficientemente rápido como para escapar de la otra, que seguía debajo de ella.</p> <p>—¡Chist! ¡Robin!</p> <p>Miró hacia arriba, y la trucha quedó olvidada. Robin llenó sus poderosos pulmoncitos de aire y su cara de sonrisas, y luego hizo un esfuerzo heroico para aquietar su entusiasmo en obediencia a la señal de un dedo sobre los labios y el <i>¡Shh!</i> explosivo.</p> <p>Sin poder contenerse, cruzó el arroyo con zapatos y todo, y se arrojó a los brazos de Bitty.</p> <p>—Ah, Robin —dijo la mujer—, eres un niño malo. ¿No es cierto que eres un niño malo?</p> <p>—Sí. ¡Bitty-Bitty-Bitty!</p> <p>—Shh. Mira quién está aquí.</p> <p>Lo puso en el suelo, y el niño vio ante él a Sam.</p> <p>—¡Hola, muchachito!</p> <p>—¡Ah, Sam! —Robin juntó las manos y se las puso entre las piernas, encorvándose de alegría—. ¿Dónde estaron, Sam?</p> <p>—Por ahí —dijo Sam—. Escucha Robin, vinimos a despedirnos. Nos tenemos que ir ahora.</p> <p>—No se vayan.</p> <p>—Tenemos que hacerlo —dijo Bitty. Se arrodilló y lo abrazó—. Hasta luego, querido.</p> <p>—A ver esa mano —dijo Sam, serio.</p> <p>—Veresa otra —dijo Robin, con igual aplomo.</p> <p>—¿Listo, Sam?</p> <p>—Ya estoy.</p> <p>Rápidamente se sacaron los cuerpos y los pusieron, prolijamente doblados, dentro de dos estuches de plástico verde. Uno de ellos decía [CUISCO] y el otro decía [CUASCO], pero Robin era demasiado pequeño como para poder leer. Además, hubo otra cosa que lo sorprendió.</p> <p>—¡Boff! —gritó—. ¡Googie!</p> <p>Boff y Googie lo [saludaron] y él a su vez los saludó. Luego tomaron los estuches de plástico y los pusieron dentro de una burbuja que había aparecido allí de alguna manera y [se] [introdujeron] en ella. Y se [fueron].</p> <p>Robin se dio vuelta, y sin mirar para atrás una sola vez subió a la loma y fue hasta donde estaba Sue. Se tiró en su regazo y emitió un silbido agudo, que anunciaba uno de sus poco frecuentes llantos.</p> <p>—Pero, mi amor, ¿qué te pasó? ¿Qué te hiciste? ¿Te lastimaste?</p> <p>El niño levantó el rostro rojo y distorsionado hacia ella.</p> <p>—Boff se fe —dijo llorando—. ¡Ohh-oh! Boff y Googie se feron...</p> <p>Lloró casi todo el camino a casa, y nunca más mencionó a Boff.</p> <p></p> <p></p> <p></p> <p style="text-indent:0em;">[NOTAS] ACCESORIAS AL INFORME: El descubrimiento de la incidencia total y uso no planeado del Reflejo Beta sub Dieciséis en una especie es algo único dentro del [cosmos] conocido; pero la introducción de la masa de información recogida en la [expedición] por la [computadora madre] no alteró su dictamen final para nada. La presencia de este Reflejo en una especie asegura su supervivencia. En este caso particular, la especie indudablemente sufre, y siempre sufrirá, la [maldición] de los roces interpersonales e interculturales debidos a la cantidad de paradojas posibles. Hay tantas acciones, decisiones y actividades organizativas que se desarrollan fuera del control del Reflejo y su [efecto universal-interrelacional] de [modificación], que la paradoja es un producto obligado. Por el otro [lado], cualquier especie con una concentración tan grande del Reflejo seguramente será indestructible, y quizá ni siquiera pueda destruirse a sí misma.</p> <p>Pronóstico positivo.</p> <p>Los infantes de la especie son hermosos. [Me] [siento] [bien]. [Te] [perdono] [Smith].</p> <p>1<sup>NOTA DEL TRADUCTOR: A pesar del hecho, ya reconocido, de que el traductor es un experto en lenguas extraterrestres, y conocedor de su cultura, y filosofía además de la teoría y el diseño de aparatos xenológicos, debe pedir la comprensión del lector en este momento. Entrar en el detalle de estos aparatos, así como en la naturaleza de los modos de comunicación de los seres que los operan sería lo mismo que relatar la historia de un joven amante que, en busca de su recompensa, brinca sobre los escalones de la casa de su bienamada, toca el timbre, y luego se detiene a explicar en detalle del circuito eléctrico de éste y las pilas que lo alimentan. El traductor considera que es más directo y económico usar traducciones libres pero adecuadas, e indicarlas mediante corchetes para limitar el relato al tema que nos ocupa. Además, es del agrado del traductor ser muy modesto y discreto con su</sup>[<sup>sabiduría</sup>]<sup>.</sup></p> <!-- bodyarray --> </div> </div> </section> </main> <footer> <div class="container"> <div class="footer-block"> <div>© <a href="">www.you-books.com</a>. 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