Theodore Sturgeon

Cuerpodivino

Colección Mundos Imaginarios

dirigida por Marcial Souto

Título original: Godbody

Diseño de la portada: Jordi Forcada

Ilustración de la portada: Ziff Davies

Primera edición: julio, 2000

Revisión Jota. Octubre de 2002

FB2: Jack!2012

©1986, The Estate of Theodore Sturgeon

© de la traducción: Marcial Souto

© del prólogo: Manuel Vicent

© 2000, Plaza & Janés Editores, S. A.

ISBN: 84-01-54096-8

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PRÓLOGO. LA MÍSTICA COMO FICCIÓN

Ésta es una novela de misterio, si se entiende por misterio el arcano religioso por el que uno se introduce en un mundo inaccesible a la ciencia pero no a la fe o a la ficción, que en este caso es la misma materia literaria. En la primera fase del cristianismo, cuando los ritos agrarios llegados de Egipto se funden con la idea de un Mesías Redentor que aporta el judaísmo, se establece un caudal onírico de gran profundidad. Puede que sea esta novela, Cuerpodivino, de Theodore Sturgeon, la única que se ha servido de ese misterio sagrado para elevar el género de ciencia ficción a un nivel místico.

Algunos habitantes de un pequeño pueblo norteamericano ven alterada su vida durante un solo día, un viernes indeterminado, por la aparición de un personaje misterioso dotado de un poder sobrehumano. En la religión cristiana el Cuerpo Místico es una fundición de todos los seres creyentes en una unidad que es movida por un único latido sexual, mágico, sensitivo. Tal vez los habitantes de ese pueblo que se agitan dentro de la rutina diaria y anodina estén íntimamente intercomunicados aunque ellos lo ignoren. Sólo falta que se presente un elemento catalizador para que esa sinergia funcione. ¿Existe algo más erótico que un Cuerpo Místico? ¿Existe un extraterrestre más lejano y a la vez más íntimo y palpitante en la inmediata oscuridad que el Cuerpodivino de un resucitado? Con estos elementos trabaja Theodore Sturgeon para trabar un relato de ciencia ficción que es a la vez un juego religioso, morboso, lleno de misterio.

Se supone que ese viernes indeterminado fue cuando Jesucristo murió crucificado. Según el Evangelio, antes de resucitar, este Héroe pasó tres días en el infierno. No es difícil imaginar que en esta novela de Sturgeon el infierno ha sido sustituido por ese pequeño pueblo norteamericano y que Jesucristo es ese Cuerpodivino, el personaje desnudo, ancho, chato y pelirrojo que se le aparece al pastor protestante, Dan Currier, sentado al borde de un camino.

Los habitantes de ese pueblo, un pastor protestante, su mujer, un psicópata violador, una pintora extranjera, una periodista especialista en chismorreo, una muchacha que no ha destacado en nada, un pequeño banquero y un policía corrupto relatan su experiencia en primera persona formando los ocho capítulos del libro cuyo conjunto es una urdimbre de pasiones vulgares que se redimen gracias al contacto que establecen con el misterioso Cuerpodivino. Se trata de una fantasía mágica, erótica, religiosa.

El ágape platónico era un banquete de ideas claras, incorruptibles, llenas de musicalidad de las esferas. Este relato no participa de esa estética. Para saber dónde abreva Theodore Sturgeon hay que imaginar cómo serían de turbias y oscuras, casi cenagosas, aquellas comuniones de los primeros discípulos del Nazareno recién crucificado, todavía no resucitado, cuando esperaban la glorificación sin poder distinguir el amor y el deseo de la carne.

Llegar a la mística a través del sexo es un camino ritual que han seguido innumerables exploradores. La unión con Dios tiene siempre un punto de placer carnal: hacer de esa encrucijada un relato de fe o de ficción es la novedad de esta novela de Sturgeon. No es éste un sueño convulso donde el inconsciente hierve como una sopa; tampoco se sirve aquí el condimento científico de máquinas infernales pilotadas por extraterrestres de orejas puntiagudas. Aunque por los entresijos de los ocho relatos se mueve un Cuerpo Glorioso o Divino, se trata de un resorte muy próximo, muy íntimo de cada uno, eso que en materia de fe se suele llamar experiencia religiosa o carnal.

Cuerpodivino es la expresión del mito de la unión y salvación a través de un cuerpo amado que no es distinto de uno mismo. La muerte y resurrección de Cristo ha sido transformada en un rito fantástico y pagano, lleno de resonancias y percepciones cotidianas, sin que por eso el lector deje de descubrir un mundo inédito.

Manuel Vicent

Madrid, mayo de 2000

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DAN CURRIER

Puede ser que después de todo este tiempo, y después de todo lo que ha ocurrido, no recuerde aquella primera vez como de verdad fue. Quizá la recuerde cómo debiera haber sido; todos hacemos eso a veces. Lo que agregué, si es que agregué algo, fue el toque adecuado; el recuerdo es perfecto:

Media mañana, finales de la primavera en los montes Catskill y la niebla que se disipaba pero dejaba un verde subacuático, fruto del nuevo e intenso verdor que la estación ponía en los árboles. Una vieja y rota cerca de piedra, entre verde y gris, y en el cruce de los dos caminos estaba él sentado. En aquel universo verde sólo él era rojo, sólo él era rojos; un fino cabello naranja cobrizo le caía hasta los lóbulos de las orejas, y las mejillas chatas recogían de las franjas de sol un rojo de melocotón maduro, rojo dorado en la pelusa del pecho y del bajo vientre. Estaba allí sentado como si no tuviera huesos, cómodamente encorvado y con el mentón acostado en la clavícula.

Y —quizá ésta sea la parte que he agregado, pero la tengo grabada como un recuerdo verdadero, y me gustaría pensar que ocurrió así— alrededor de aquella cabeza volaba un círculo de mariposas blancas que adquirían un pálido, pálido color verde manzana en aquella luz, contrastando de manera asombrosa con aquel pelo. Detuve el coche. No creo que lo hiciera porque él estuviese desnudo.

No me pude contener y le grité:

—¡Oiga!

Con rapidez, pero sin sobresaltarse, el hombre levantó la cabeza y abrió los ojos; después, como parte de una secuencia fluida, sin detenerse en ningún momento, apoyó las manos en las piedras y se levantó y saltó de la cerca, aterrizando con suavidad y ya en marcha. Al caminar, su cuerpo avanzaba como si fuera sobre rieles, sin balancearse como hacemos casi todos los demás. Si aquellos hombros fueran un poco más anchos, serían demasiado anchos; si aquel cuerpo fuera un dedo más chato, sería demasiado chato. No hacía nada por taparse la desnudez y tampoco la exhibía; no le daba la menor importancia. Cuando salió al camino las mariposas desaparecieron en el bosque.

Entonces: aquellos ojos. Ahora recuerda; en todo lo que has leído u oído sobre Cuerpodivino, ¿alguien ha usado un nombre de color para describirle los ojos? A alguien con aquel color de pelo le dicen pelirrojo, pero los pelirrojos no tienen el pelo rojo; lo tienen naranja o cobrizo o rubio castaño, y uno no puede decir con razón que aquel hombre tuviese ojos rojos. Canela, quizá, pero eso es demasiado marrón. El jerez es demasiado amarillo, el rubí es demasiado rojo. Todo lo que uno puede decir es que aquellos ojos eran de un color intenso y cálido. El hombre se inclinó para apoyar los brazos en la ventanilla abierta del coche y me miró y sonrió.

—Hola.

¿Qué podía decir yo? No lo sabía. Probé con esto:

—¿Qué estás haciendo, hombre?

El hombre lo tomó como una pregunta directa y me dio lo que consideraba una respuesta directa.

—Siendo un pájaro.

—Qué

Ahora tienes que creerme: lo que vino a continuación fue dicho sin ánimo de causar impresión o de asustar. Fue sólo la verdad: su verdad.

—Fui pájaro durante una hora —dijo—. Te voy a contar algo sobre los pájaros. La gente anda todo el tiempo preguntándose: «¿Soy hombre? ¿Soy mujer, una verdadera mujer?», mirando lo que han hecho y preguntándose si eso es lo que haría un hombre. Pero los pájaros no son más que pájaros. Lo único que nunca hacen es decir: «¿Soy un pájaro?»

Yo me eché a reír. Me parece que la risa que salió sonó como un balido estúpido, pero ¿qué se hace en un caso como ése? Probé con otra pregunta:

—¿Cómo te llamas?

—Cuerpodivino.

—Yo me llamo Currier.

El hombre se quedó allí en la ventanilla un largo rato, sin hablar. Yo seguí mirándolo porque, por algún extraño motivo, tenía miedo de no hacerlo. Empecé a sentir que tenía que moverme, así que moví los pies; si movía la cabeza rompería algo, y eso sería muy malo. No sabes a qué me refiero. Tampoco yo lo supe en aquel momento; tampoco lo sé ahora.

Al fin me tocó. Con mucha firmeza, puso la mano derecha donde mi cuello se encuentra con mi hombro. Para hacerlo tuvo que meter parte de la mano debajo de mi camisa sport. Mi reacción fue violenta pero inmóvil: ¿eso dice algo? El contacto me provocó un irresistible deseo de hacer algo, y para contenerme tensé la mandíbula y apreté los dientes. Las dos fuerzas se anularon mutuamente, y eso tuvo un costo. Entonces apartó la mano.

—¿Por qué hiciste eso?

—«Currier» no dice nada. Quería averiguar quién eres —explicó el hombre con aquel tono franco.

Volví a soltar (para mi fastidio) el balido estúpido.

—Entonces, ¿quién soy?

El hombre se enderezó y sonrió.

—Hasta pronto —dijo, y dio media vuelta y saltó sobre la cuneta y hasta lo alto de la cerca. Saludó una vez con la mano y se dejó caer del otro lado y se perdió de vista en el tenue verdor del bosque.

Me quedé allí un rato, como un reloj parado; era como si dentro no estuviera ocurriendo nada. Quizá aquello me iba empapando poco a poco. Entonces, con una sensación momentánea de incredulidad, me sorprendí mirando hacia la esquina del muro donde lo había visto por primera vez. Llegué a sacar la cabeza por la ventanilla para ver si aquel hombre había dejado huellas. Estaban sus palabras, sobre todo las últimas; el leve énfasis puesto en una palabra había convertido una frase hecha como «Hasta pronto» en un mensaje.

Estaba aquella mano en mi hombro. Me quedé allí sentado, tratando de resistir la tentación de levantar la mano y tocarme el sitio, pues sentía aquel contacto electrizante como si la mano estuviera allí todavía. Trataba de resistir, descubrí, porque si me tocaba podía borrar la sensación. Ojalá supiera que eso no era posible. Todavía sigue allí. Y esa resistencia me recordó otra cosa, la cosa que con tanta desesperación quise hacer cuando me tocó. Todo lo que supe entonces era que no hacer lo que quería hacer tenía un costo, un costo terrible, pero no sabía cuál era. Ahora lo sé.

En resumen: estaba muy alterado. Puse en marcha el coche y di la vuelta. Tenía cosas que hacer, gente que ver, pero lo único que quería era volver a casa y a Liza. Mientras regresaba por el torcido camino de tierra y después por la carretera y entraba en el pueblo, supongo que la gente con la que me crucé me vio más o menos como siempre; recuerdo vagamente haber saludado a alguien con la mano y haber sonreído a algún otro; pero de algún modo sabía que se había producido en mí un cambio irreversible, y lo único que podía hacer era repetirme una y otra vez aquella pregunta especial que usaba para guiarme en la vocación, y con la que juzgaba todas mis decisiones: «Me ordené pastor de Dios. ¿Qué tiene eso que ver con lo que estoy haciendo?» Por mucho que insistiera, y por mucha vehemencia que pusiera en la pregunta, no había respuesta; sólo tenían importancia mi casa y Liza, Liza y mi casa.

Recuerdo el resto de manera menos clara pero como más real; quiero decir que en mi mente no tiene la perfección cristalina que da a la primera imagen de Cuerpodivino aquella cualidad onírica. Llevé el coche directamente hasta la puerta del garaje, en el lado trasero de la casa, y entré por la cocina. Tuve un instante de irritación al oír la voz de un hombre, pero sólo por la presión de la necesidad de estar a solas con Liza. Era Wellen, a quien llamaban Hobo [1] Wellen porque su nombre era Hobart y no por otra razón. Hobo era una de esas personas que parecen vestidas con ropa hecha a la medida aunque anden con vaqueros de confección, que tienen dientes más rectos de lo debido y cuyo pelo parece siempre acomodado por el viento en el sitio justo. Ese tipo de personas siempre me hacen sentir demasiado grande y torpe y desgarbado, y de alguna manera parecen tener respuestas fáciles para las cosas que todo el tiempo me desconciertan.

—Hola, pastor —dijo con aquella sonrisa radiante—. Pasaba por aquí a contarte un chiste y me enteré de que no estabas y que había una dama en apuros.

—Ay, querido, me alegra mucho que hayas vuelto. —Liza estaba sonrosada y tenía cara de contenta. Sobre la mesa de caballete estaban las cortinas del ventanal que daba hacia el norte—. Limpié las ventanas y Hobo trataba de ayudarme a poner de nuevo las cortinas.

—Bueno, gracias, Hobo —dije.

—De nada —dijo Hobo—. La verdad es que no pude hacer nada. Lo dejo en tus manos: tú lo podrás hacer incluso de rodillas.

Había aprendido una cosa de Hobo Wellen: jamás, que recuerde, habló conmigo sin hacer por lo menos una referencia a mi estatura. Siempre conseguía que yo sintiera que había hecho algo ridículo con eso de crecer un metro noventa, y que tendría que haber tomado alguna medida.

—Igual te lo agradezco, Hobo —dije.

—Te cuento el chiste —dijo Hobo— y después me voy.

Ése era uno de los pasatiempos de Hobo; no puedo decir que me gustara, pero aparentemente le hacía bien y era inofensivo, aunque a veces sus «chistes» no eran divertidos y a veces hubiera preferido que no los contara delante de Liza. Pero si uno es pastor acepta todo eso. «Es capaz de tomarse un trago con todos nosotros y contar una historia», dicen de algunos pastores o sacerdotes, y se supone que eso los hace mejores para su trabajo. Yo no hago ninguna de las dos cosas, pero igual me descubro escuchando, incluso en momentos como ése, cuando quería con desesperación estar haciendo otra cosa. Esa vez el chiste era sobre un avión y la voz del capitán anunciando que se han parado los motores y que el avión se va a estrellar. Pánico inmediato, y entonces una persona grita: «¡Que alguien haga algo religioso!», ante lo cual un caballero que está en la parte delantera del avión se levanta, se quita el sombrero y echa a andar por el pasillo recolectando dinero. Liza sonrió y yo la imité como un mono y di a Hobo una palmada en el hombro. Ésa era la otra cosa que tenían sus chistes: siempre se ensañaban de manera indirecta con la Iglesia.

En cuanto Hobo Wellen se hubo marchado sentí. la presión de la mano de Liza en mi brazo, y me di cuenta de que me había quedado mirando la puerta por donde él acababa de salir. La presión me decía que había sido un largo momento de parálisis; qué había pasado por mi mente durante ese rato, no lo sé. Una creciente, ascendente presión de algún tipo, sí, pero ¿una presión de qué? ¿Deseo, amor, asombro, acaso ira? ¿Por qué ira? Y un temor con muchos rostros, entre los cuales no faltaba la certeza de que ya nada sería igual, nunca más, que estaba en la frontera de un nuevo país con un largo viaje por delante. Esa parte del miedo no era tanto la certeza de encontrar peligros en el camino, aunque sabía que era inevitable, pues no desconocía que también habría descubrimientos, entusiasmo, enriquecimiento; era el miedo al cambio, un miedo muy especial que quizá ni siquiera era miedo, pues ¿acaso la vida no es cambio? Entonces ¿por qué temer la vida?

—¡Dan!

Al fin la miré; le agarré los codos y la miré a la cara, a la querida cara. Liza es una de esas mujeres que despiertan la envidia y la desesperación de todas las demás mujeres de su edad; siempre había parecido, siempre parecería más joven de lo que era y más joven que todas ellas. No era sólo el cuerpo pequeño, esbelto y firme, y la piel suave, y los ojos claros; era el porte, la manera en que al moverse o al hablar liberaba energía en vez de acopiarla y regatearla como los demás. Tenía el abundante cabello negro azulado recogido en un lustroso casco oscuro, y sus ojos no eran verdes, como parecía, sino de un azul iluminado por tantas motas doradas que parecían verdes.

—Dan... ¿qué pasa?

¿Qué es lo que impulsa a un hombre a hacer las cosas que hace? A veces lo sabe antes de hacerlas, a veces lo sabe en el momento; pero ¿y las veces que actúa sin saber por qué, sin entender ni siquiera después? Liza estaba asustada, y en vez de tratar de consolarla o entenderla o darle explicaciones, miré cómo mis propias manos adquirían vida propia y subían a quitarle las grandes agujas del pelo para que le cayera sobre los hombros y la espalda.

— ¡Dan!

¿Por qué no la consolé, por qué no busqué una sola palabra que detuviera el terror que estaba naciendo en aquel rostro? ¿Acaso me gustaba? ¿Dan Currier, que cuando cometía la torpeza de herir a alguien, aunque fuera en grado mínimo, hacía esfuerzos casi obsesivos para consolar a la persona herida? ¿O era la certeza de que lo que iba a ocurrir compensaría mil veces cualquier angustia pasajera?

Ella trataba de decir algo: «Dan, no sé qué estás pensando. Si piensas que yo, si piensas que él... suéltame. ¡Suéltame!», o algo parecido. La besé, le tapé las palabras y el aliento con la boca. Sus ojos, inmensos y cercanos, eran tan grandes que yo y una docena como yo podríamos tropezar en ellos y ahogarnos; yo tropecé y me ahogué. Cuando la solté, lloraba; la había visto llorar muchas veces pero nunca así, salvo quizá aquella vez en la montaña rusa y aquella otra cuando estuve en el accidente y la radio anunció que había muerto y se equivocaron y entré por la puerta sin un rasguño.

—Ven —dije.

Me acompañó de manera voluntaria, desconcertada, hasta que se vio al pie de la escalera, y entonces se resistió: no mucho, pero hasta ese poco hizo que algo me estallara dentro. La levanté como a una muñeca y subí corriendo las escaleras de dos en dos y atravesé la sala de arriba como si mis pies, de algún modo, no tocaran el suelo; pero estábamos en la parte superior de un arco, arrojados por una fuerza inmensa. La cama era una llamarada de oro a causa del sol que entraba por las dos anchas ventanas; sobre ella no había nada más que una sábana, y la dejé caer o la arrojé allí. Liza rebotó, gritó; le apreté la muñeca y tiré hasta sentarla y le rompí los primeros dos botones de la suave chaqueta vaquera, después levanté la parte inferior y se la saqué por encima de la cabeza. Debajo no llevaba nada, lo cual fue para mí una enorme sorpresa; no lo sabía: ¿cómo iba a saberlo? Le pegué en el hombro con la base de la mano y cayó de espaldas; le rompí la pretina como si fuera un hilo y le arranqué la falda. Sus sandalias habían desaparecido por el camino, y allí estaba, desnuda bajo aquella luz gloriosa. No era, por supuesto, la primera vez que la veía desnuda, pero yo nunca me había permitido mirarla, mirarla de verdad, y mientras me quitaba la ropa —pareció llevarme una eternidad, pero no debí de tardar mucho porque me rasgué la camisa y forcé la cremallera del pantalón hasta la mitad; ¡uno de mis calcetines, descubrí después, seguía dentro del zapato!— la sujeté a la cama dentro del círculo de mi visión, controlando su mirada con la mía. Yo respiraba profunda pero no rápidamente, cosa rara, mientras el aliento de ella iba y venía como un pulso, haciendo y deshaciendo sombras entre las costillas y los magníficos y tensos huecos a los lados del vientre. Y mientras la sostenía, y la veía allí con los brazos cruzados sobre los pechos y las caderas un poco ladeadas, una rodilla levantada para ocultarse, algo mío —una exigencia que no era cólera pero que se parecía mucho a la furia— extendió unas manos invisibles y apartó aquellos brazos de los pechos y apretó las manos pequeñas y fuertes contra la sábana, hizo girar las caderas, estiró la pierna. La luz del sol (en ciertos momentos uno saca fotografías en la mente) entraba oblicua en el vello del montículo entre las piernas de Liza y teñía debajo la piel, haciéndole irradiar aquel claro color crema: una maravilla. Todo era una maravilla, aún en la violencia y la velocidad del propio acto, detenido para siempre en la mente, preparado después para ser eternamente recuperado, fascinante, increíble.

De repente yo estaba encima de ella, y todo era nuevo: nunca antes a la luz, nunca antes con prisa, nunca antes con los ojos y sin taparnos, nunca antes aquella suave abertura para mí, aquella carga y aquella zambullida sin obstáculos, pues con Liza siempre estaba aquel juego paciente de roces y presiones y lenta entrega; si me movía con demasiada rapidez estaba seca y la lastimaba. Su puerta estaba totalmente húmeda y receptiva... deseando, lo que también era una gloria, porque nada, nada, nada en la tierra podría haber impedido mi embestida profunda y total en ese momento. Entonces hubo otra novedad: Liza gritó.

Gritó con fuerza... ¿Qué era lo normal entre nosotros? Nos amábamos, Liza y yo, y ella nunca se me negaba. ¿Quién me había dicho que yo debía prolongar nuestra negación todo lo posible, y que cuando se transformara en presión hiciéramos lo necesario rápido y en la oscuridad, y aunque nos abrazáramos y nos gustara, no hablar nunca del tema, ni antes ni después? Y durante... nada de ruidos. Una vez —lo recuerdo de manera especial porque fue la primera—, cuando llevábamos un mes casados, Liza jadeó y contuvo el aliento, y fue como si mágicamente tuviera dentro unas manos pequeñas, agarrando mi órgano y apretándolo rítmicamente. Cuándo eso terminó, soltó el aliento con un silbido largo, mientras su corazón me golpeaba el pecho como algo encerrado y frenético. Por mi parte, me exigí un control que me hiciese callar al llegar al clímax; si me sorprendía respirando más rápido, respiraba más hondo hasta que se me pasaba. Eso, normalmente, duraba tres o cuatro minutos —a veces mucho más si yo estaba cansado o preocupado—, y era en esos momentos cuando llegaba a sentir aquella extraordinaria presión dentro de ella, como de manos pequeñas; entonces controlaba su reacción. Pero ahora... gritó.

Gritó, y allí estaba Dan Currier, obsesivo consolador profesional: un grito merecía atención, había que parar la aflicción del dolor y consolar al sufriente. Eso es todo lo que yo era y para lo que estaba hecho. Pero entonces, ante mi primera embestida a fondo, milagrosamente rápida y fácil, ella gritó, y me retiré casi del todo y arremetí de nuevo, tan profundamente y con tanta fuerza que me magullé el hueso del pubis contra el suyo, y ella volvió a gritar, más fuerte. Claro que había dolor, un tremendo impulso de carne dentro de carne y de hueso contra hueso, y mi enorme peso encima y mis grandes brazos apretando y arrancándole el grito. Cómo lograba, entonces, aspirar suficiente aire para hacer lo que hacía, no lo puedo explicar, pero gritó una y otra vez, cada grito como el punteo de una cuerda, un sonido agudo que después se iba debilitando, cuatro, cinco... siete, perdiendo intensidad. Y con cada grito, aquella increíble presión interior, más fuerte y más potente que todo lo que había conocido, hasta advertir que las primeras veces no la había sentido sino apenas notado.

Finalmente calló, empapada de sudor de la cabeza a los pies. Le saqué mi peso de encima apoyándome en los codos y colocándole las manos a los lados de la cara y trabando mi mirada con la suya. En aquellos ojos vi sólo un gran asombro —no temor, no dolor—, y en ellos y en la extraña forma nueva de aquellos labios algo hinchados, un amor como nunca había conocido.

Comencé a moverme lenta, profundamente dentro de ella, y entonces, como una recreación en cámara lenta de aquella primera embestida, me retiré casi del todo y empujé de nuevo hacia adentro, hasta la raíz. Cada vez que penetraba hasta esa profundidad ella casi cerraba los ojos, pero no del todo: no lo suficiente para cortar el hilo de empatía que se había tejido entre sus ojos y los míos. Nunca habíamos hecho eso a la luz; nunca habíamos visto al otro experimentándolo; creo que en un sentido muy importante nunca nos habíamos visto.

Me rodeó con los brazos hasta donde pudo, apretando y acariciando mi espalda, y entonces separó bien las piernas y sentí, por primera vez, cómo sus talones apretaban y se acoplaban con la parte trasera de mis muslos. No sabía que tenía tanta fuerza.

Con una alegría profunda y silenciosa reconocí el comienzo de mi propio orgasmo, y también eso era nuevo, nuevo. Porque normalmente era un arrebato ascendente hacia la explosión final, quizá con una muy breve pausa de sensibilidad casi intolerable antes de la eyaculación... una corta serie de golpes eléctricos y una caída completa de las alturas hasta el eterno presente. Pensando en cómo era antes, se me ocurre una frase: «Nunca salí de casa.» Pero ahora...

Avancé sin prisa hacia una rápida explosión de color y una lluvia de ceniza. Dicen que cuando un maremoto de cien metros de altura se generaba en algún lugar del Pacífico, los pescadores que estaban a once millas de distancia no notaban su paso, por la suavidad y la firmeza con que los levantaba y los bajaba. Así fui llevado hasta una altura que nunca había conocido; era aquel punto casi intolerable de sensibilidad por el que había pasado fugazmente tantas veces; pero ahora me quedé allí para siempre, mientras el tiempo se detenía. Desde esa altura lancé mis ráfagas de alegría: no la brusca secuencia de pequeñas gotas de alivio, sino largas y sibilantes sílabas que saltaron hacia un universo que nunca había sabido que existía. Cuatro, cinco, seis, y después un descanso interminable en esa cima, y entonces uno más, y después el último.

Hasta entonces yo siempre había callado; ahora grité, y mientras ese largo grito mudo brotaba de mi boca, otra voz resonó muy dentro de mí, con tanta claridad como si otra Presencia compartiera la habitación, me compartiera a mí con Liza, y dijo: «Soy el camino y la vida».

Entonces la enorme ola bajó y me depositó plácidamente ante mi mujer y mi mundo y un presente regado de sol.

Liza susurró mi nombre y dijo algo que yo sabía pero que siempre es bueno oír... y no entendí, y no hice nada por entender, por qué lo decía en ese momento: «Ningún otro hombre me tocará jamás.»

Me quedé donde estaba, mirándola. Algo muy pequeño dentro de mí se quejaba diciéndome que recogiera los pedazos... que diera explicaciones... que pidiera disculpas... que reparara de algún modo esa conducta terrible. Fuera lo que fuese, me desprendí de eso y lo arrojé bien lejos. Había una razón en lo que acababa de suceder que no necesitaba explicación. Sonreí, y todavía dentro de ella me moví un poco, y sólo entonces hice un interesante descubrimiento. Acababa de experimentar un orgasmo que era un verdadero terremoto, pero seguía rígido y preparado. Lleno de encantada incredulidad, empecé a moverme lenta, suavemente.

Los labios de Liza volvieron a decir mi nombre, aunque de algún modo ella ya no tenía aliento, y ahora, finalmente, se permitió cerrar los ojos. Inclinó la cabeza hacia atrás, y esbozó una sonrisa como yo nunca había visto. Me apretó con fuerza y se movió conmigo, una especie de baile lento y cómplice. Entonces gritó «¡Dan!» y llegó al orgasmo, y ante el primer latido de aquella presión interior también yo alcancé el clímax. Empezó en algún sitio debajo de las pantorrillas y subió como una marea y se derramó en ella mientras mi cabeza giraba y la habitación se oscurecía. «Soy el camino y la vida.» La voz me devolvió junto a Liza; era mi voz, no una voz del interior de mi ser, subrayando un grito.

—Ay —dijo Liza—, dos veces. Ay, dos veces.

Nunca en mi vida había sido tan feliz, y lo dije.

—Dan, ¿qué ha sido? —preguntó ella.

—Cuerpodivino —dije, y la besé—. Pero no me preguntes qué significa. Espera un rato.

LIZA CURRIER

Me sentía maravillosa esa mañana, y en esos días me asustaba sentirme así y prefería que no ocurriera. Me puse la suave chaqueta —y la suave falda vaqueras y las sandalias: eso es todo. Lo hago a veces; él no lo sabía, supongo que nadie lo sabía, pero me gustaba el roce del algodón grueso contra la piel. Era una de las pequeñas cosas que solía hacer, que tenía necesidad de hacer, que hacían que me sintiera un poco culpable y un poco, bueno, valiente y mucho más viva.

Era un día espléndido, casi de verano, y todas las hojas de todos los árboles estaban nuevas y sin marcas y como si acabaran de sacarles el polvo; el final de la primavera siempre ha sido la época del año más conflictiva para mí. Me pone un poco... irascible creo que es la palabra. Ser mujer y la esposa del pastor y vivir en un pueblo es... ah, es agradable, quiero decir que me gustan las dos cosas, pero una nunca puede tener intimidad. Tu casa pertenece a la parroquia y tu tiempo pertenece al trabajo, y lo que dices y el aspecto que tienes y adónde vas están rodeados de pequeñas reglas y prohibiciones que no se aplican a los demás. Por lo tanto es un poco perturbador sentirse primaveralmente bien una mañana luminosa y cálida.

Y apareció Hobo Wellen, dijo que para hablar con Dan. Sabía perfectamente que Dan no estaba en casa; todo el mundo en el pueblo sabe que cuando el coche no está en el camino de entrada es porque Dan ha salido, y de todos modos el tipo de cosas que Hobo habla con Dan nunca son urgentes. La verdad es que a veces me pongo tan furiosa con Dan; bueno, no furiosa. Es tan bueno. Creo que me pongo furiosa con eso y no con él. Eso le crea puntos débiles. Le cuesta ver que personas como Hobo Wellen no sólo son superficiales sino, a veces, destructivas. Quiero decir que cuando gente como ésa lo ataca parece no darse cuenta, y cuando se lo dices se pone a enumerar las bondades de esa persona y hace que te sientas poco caritativa. Dan cree de verdad que hay algo bueno en cada persona, en todas y en cada una; sólo hay que encontrarlo. También me lo ha hecho creer a mí, pero además yo estoy convencida de que algunas personas son como minas que tienen oro —oro auténtico, sí—, pero tan en el fondo y rodeado por tanta roca dura y sin valor, y en cantidades tan pequeñas que cuando llegas a él comprendes que no vale la pena la inversión. No discuto de eso con Dan porque es la única cosa en la que jamás podríamos ponernos de acuerdo.

Hobo Wellen se presenta como amigo de Dan, y eso es lo que me preocupa. Es inteligente, y muy pronto se dio cuenta del tipo de hombre que era Dan. Creo que incluso lo descubrió más rápido que yo cuando conocí a Dan. Dan era entonces un obrero de la construcción, que no sospechaba que un día sería pastor, y éramos amigos, eso es todo, y vino a verme el día que recibió lo que él llama su «toque en el hombro». De pronto muchas cosas le encajaron en la mente, y supo lo que iba a hacer, y cuando Dan toma una decisión nadie lo puede parar. Volvió a la universidad y se esforzó hasta terminar; no fue fácil, y cuando se hubo ordenado nos casamos.

Fue durante ese tiempo cuando llegué a conocer ese rasgo especial de Dan: es un hombre totalmente convencido y sincero, pero sus convicciones son cambiantes. Quiero decir que es tan abierto, tan, bueno, accesible, que si puedes mostrarle la otra cara de la moneda, convencerlo de su error, acepta sin reservas tu punto de vista y descarta aquello en lo que creía... lo descarta del todo, sin importar el costo que eso pueda tener para él o para algún otro. No quiero con esto decir que es débil o indeciso... todo lo contrario. Sólo digo que es una persona abierta, dispuesta a poner a prueba ante los demás sus creencias, porque eso le dará la seguridad de que está en el buen camino. Si le ofreces algo mejor, lo acepta... pero tiene que ser bastante mejor.

Hobo Wellen lo caló enseguida, y quizá lo tomó como una especie de desafío, no lo sé. Estaba dispuesto a hacerle perder horas obligándolo a defender algunas de las cosas más horribles que ha hecho la Iglesia —ahorcar brujas, la Inquisición, cosas que ya no importan—, y hechos contradictorios de la Biblia. Y el pobre Dan aceptaba cada reto tal como venía y lo trataba con seriedad, sin darse cuenta en ningún momento de que las personas como Hobo no son serias en lo que dicen sino en lo que hacen, que es destruir lo que otras personas han construido. Quizá algo tenía que ver la enorme estatura de Dan: Hobo no es un hombre alto. Tiene bonito pelo y buenos dientes y siempre parece bien vestido con independencia de lo que lleve puesto, pero junto a Dan es como un lince al lado de un oso.

El hecho es que entró en mi casa —cuando eres la mujer de un pastor. todo el mundo puede entrar en tu casa— y yo estaba lavando las ventanas de la sala. Se dejó caer en el sillón grande y me observó; lo suyo, más que mirar era observar. Me hizo sentir desnuda... más aún: él y la primavera y el aire limpio y cálido y la luz del sol se unieron para que sintiera, en lo más profundo, que deseaba estar desnuda. También hablaba de aquella manera... es difícil de explicar, pero podía estar diciéndote una cosa con las palabras y al mismo tiempo transmitiéndote otra con los ojos; y la otra cosa que transmitía no es de las que prefiera escuchar una mujer casada. No, al menos, esta mujer casada. Había hecho las paces conmigo misma y con Dan y con el hecho de ser la mujer de un pastor, y no había sido fácil y no quería poner eso en peligro.

Así que Hobo Wellen se quedó sentado en el sillón grande observándome, hablando con naturalidad, que no estaba mal, y a veces callando, que estaba mucho peor. Yo usaba una escobilla de goma con un palo, y él no hizo ningún esfuerzo por ayudarme... bueno, no me hubiera gustado que lo hiciera. Pero entonces, mientras estiraba el brazo para llegar al vidrio superior, miré por encima del hombro y vi cómo me observaba la parte trasera de las piernas. Antes de darme cuenta de lo que hacía, golpeé la barra de la cortina con la escobilla y de repente se cayeron las cortinas dobles. Debí de intentar atraparlas mientras caían, porque uno de los pequeños soportes en forma de L se torció, pero al principio no lo vi.

Hobo se levantó de un salto y se me acercó.

—¿Puedo ayudarte? —Señaló el soporte con forma de L (no el torcido) y dijo—: Lo único que tenemos que hacer es volver a colocarla allí.

Una cosa estúpida y obvia, pero Hobo Wellen no tiene nada de estúpido ni de obvio. Es la vieja técnica, que todo mago de salón conoce, de desviar la atención. Señaló y yo miré, y con la otra mano me tocó la parte baja de la espalda.

Eso me puso furiosa, porque en una fracción de segundo supe lo que hacía y lo que había estado haciendo. Había estado allí sentado en el sillón mirando cómo trabajaba y preguntándose si llevaría sujetador: conmigo no es tan fácil de saber porque no tengo los pechos caídos y no soy muy grande. Y él usó ese truco barato para ponerme la mano en la espalda y ver si notaba el broche. Muy bien, ahora lo sabía y yo estaba muy furiosa por muchos motivos: que él se enterara, que lo hubiera hecho con tanta soltura y sin previo aviso, que lo supiera... y me pregunté qué pensaría de esa situación y de mí, y que podría decirme a mí o a alguna otra persona, y con qué consecuencias, y también me puso furiosa tener que preocuparme por esas cosas... no las cosas en sí, entiéndeme, sino la situación. Y todo tenía que ver con las elecciones que haces y con no poder vivir más de una vida por vez excepto mentalmente, y con ser la mujer de un pastor y con las restricciones y prohibiciones que eso implica...

—No, no necesito tu ayuda —le dije bruscamente, y salté encima de la mesa y agarré la barra con las pesadas cortinas. Coloqué un extremo en un soporte, y fue entonces cuando descubrí que el otro estaba torcido.

Colgué la barra y la barra se cayó y la atrapé en el aire y volví a colgarla y cayó de nuevo, y mis brazos empezaban a cansarse y Hobo estaba allí de pie, muy cerca de la mesa, mirándome y sabiendo que yo no tenía nada puesto debajo de la chaqueta. Entonces, de repente, gritó y me agarró las caderas: en realidad sólo después me di cuenta de que me había agarrado las caderas antes de empezar a caer, que él me había hecho caer. No tuve más remedio que ir directamente hacia él, y allí quedé, en el aire, con sus brazos rodeándome las caderas y su cara clavada en mi bajo vientre. Exhaló con fuerza y sentí cómo su aliento ardiente me calentaba lo más íntimo; la cabeza me daba vueltas... todo eran imágenes de Dan y de lo controlado que era, mezclando el amor con decisiones sobre el bien y el mal... la luz de la primavera, las restricciones y prohibiciones y el té de los martes para el Fondo de Vivienda.

No sé cuánto duró aquello, allí suspendida, llena de relámpagos, a punto de caer... y entonces me bajó de allí y me depositó en el suelo y me aparté bruscamente de él, sintiendo todavía sus manos aunque ya no estaban allí, sintiendo su aliento en mi cuerpo aunque tampoco estaba ya; y entonces llegó el chasquido y el chirrido de las ruedas del coche de Dan acercándose a la casa.

Hobo Wellen dio un paso atrás y —me miró con una sonrisa perfectamente cómplice.

—Qué cerca, ¿verdad? —dijo.

—Nada de eso —dije en tono brusco, pero sí, claro que sí; y entonces apareció Dan, una inmensa nube de torpeza golpeando como casi siempre el lado de la puerta con un hombro enorme mientras entraba. Empecé a decirle algo sobre las cortinas y la ayuda de Hobo; ay, maldición, sentía que tenía que darle explicaciones, me sentía culpable, pero no había hecho nada.

¿O sí?

Entonces Hobo dijo una de sus tonterías, un cuento sobre un accidente de aviación, y como siempre era un ataque, y como siempre Dan no pareció darse cuenta. Fue mientras Hobo contaba la historía cuando percibí que había algo diferente en Dan. Daba la impresión de que escuchaba pero no escuchaba; estaba concentrado en algo... No dejé de mirarlo: ¿Bueno? ¿Malo? Ay, Dios, ¿estaría enfadado?,

Entonces Hobo terminó y se fue, y Dan se quedó allí con una expresión muy extraña y decidida en la cara.

—¡Dan!

Pero no me oyó. No me oyó en absoluto. ¿Por qué estaría mirando el espacio vacío donde había estado Hobo Wellen? ¿Por qué no me miraba a mí?

Me acerqué a él y le toqué el brazo. Siguió inmóvil un momento, como si primero tuviera que terminar algo, y después se volvió hacia mí y me miró. ¡Ay, vaya si me miró!

¿Qué vería? Sus ojos, taladrándome de aquella manera, seguramente veían todo: Hobo Wellen, el contacto con él, las tensiones de la primavera, las cosas perentorias y sin nombre que siempre había sentido pero que siempre había que reprimir, y la culpa que generaban, y culpa por cosas que no había hecho y no... ¿verdad...?, todas las cosas que él no podía haber sabido pero que ahora seguramente veía. Y la expresión que tenía en la cara... ¿era enfado? ¿Podría nada menos que Dan Currier ser un marido celoso como esos idiotas de las películas, y celoso por algo que yo había hecho o... por algo que yo era? Empecé a asustarme.

—Dan... ¿qué pasa?

Dan no contestó, no quiso contestar; en cambio levantó las manos y me quitó las agujas del pelo, que me cayó de golpe sobre los hombros. Yo estaba asustada; él no hablaba, y nunca, nunca había hecho nada parecido. Era por Wellen, entonces. Dan creía... Dan creía... Empecé a decir algo:

—Dan, no sé qué estás pensando. Si crees que yo... si crees que él...

Me apretaba con tanta fuerza, con tanta firmeza; sus manos eran como esposas. Ya no era miedo, era terror.

—¡Suéltame, suéltame! —pero con un beso me tapó las palabras, la boca, el aliento, el corazón. ¿Cómo se puede vivir durante años con un hombre sin saber que puede besar de esa manera? Y ni por un instante me apartaba aquellos ojos, tan grandes y cercanos que llenaban el mundo, que me llenaban a. Me soltó, pero sólo una mano.

—Ven —dijo.

Yo lloraba y no veía; empezó a guiarme. Entonces me di cuenta de que estaba al pie de las escaleras, y me resistí.

Lo que ocurrió entonces es difícil de recordar, hasta difícil de creer. Fue como si Dan me levantara en brazos en el rincón de la sala, donde están las escaleras y con un solo movimiento me arrojara sobre la cama del dormitorio de la segunda planta: un largo e impresionante salto. Y allí había una llamarada de luz, con el sol alto que entraba por los cristales superiores de todas las ventanas laterales; la cama sin hacer, sólo con la sábana inferior puesta, era como un gran escenario nevado. Dan me arrancó la ropa, y por un momento me encogí de miedo, tratando de taparme; pero aunque él no me tocaba ahora, ocupado con su propia ropa, seguía inmovilizándome con la nueva luz de aquellos ojos que parecían ordenar que me abriera, que me mostrara. Bajé los brazos, la pierna protectora, y dejé que Dan y la luz del sol me poseyeran. Dan vino desnudo como un rayo, imparable, certero, y no hubo tiempo para temer el dolor ni casi para asombrarse de que no hubiera dolor, ninguno en absoluto: yo estaba tan húmeda y dispuesta como siempre, y más. Dan me embistió con estrépito, aunque no pude oír nada, ni ver... al menos en ese momento. Nunca —estaba segura— había ocurrido nada como eso, a nadie, y la visión y el sonido quedaban tapados, perdidos bajo una enorme marea táctil mientras él se retiraba y embestía otra vez; y recibí esa segunda embestida con un orgasmo que jamás había soñado. Dan se quedó quieto dentro de mí para sacar todo lo que yo podía darle hasta que concluyó, y entonces, despacio, empezó a moverse. Nuestros ojos seguían trabados, y dentro de los suyos sentí y compartí su rumbo, hacia arriba, más y más alto, hasta un sitio trascendente para... ¿para siempre, tal vez?

¿Has mirado alguna vez profunda y atentamente, sin parpadear, unos ojos conocidos, amados, y visto cómo se volvían ciegos? No la ceguera de la oscuridad, sino el comienzo de la invidente gloria; supe que estaba conmigo como nunca antes, pero a través de mí estaba en otro lugar, suspendido, esperando. Y por fin lo que esperaba le llegó: no el fatigante martilleo liberador que ya le conocía sino una larga serie de mesurados arrebatos de fuerza extática, una y otra y otra vez, imposibles pero verdaderos. Cuando eso acabó siguió en aquel lugar elevado, interminablemente; sentía que la realidad y mi presencia como persona, no como fuerza anónima entre otras fuerzas, regresaba muy despacio. Y finalmente lo tuve conmigo.

Había también algo extraño: sólo con el regreso de Dan oí los ecos, y tuve que seguirlos hacia atrás en la memoria para darme cuenta de que había gritado. El potente sonido que había producido carecía de palabras, pero en ese momento deben de haberlo asaltado unas palabras, o un concepto, o una revelación. Lo sé. Conozco a Dan.

Nos quedamos quietos un rato, empapados de algo más que el sudor y otras humedades del amor; estábamos bañados de asombro. Entonces él se levantó un poco y me rodeó la cara con las manos, y supongo que en el mismo asombrado momento que yo comprendió que a pesar de tan increíble descarga aún no había terminado. Se movió despacio, retirándose casi del todo y después, lentamente, entró hasta el fondo; nos sonreímos mutuamente —orgullo, placer, alegría, amor— y juntos fuimos hacia esa nueva experiencia. Dejé que mis ojos se cerraran para sentir la alegría de abrirlos y verlo allí observándome; doblé las piernas alrededor de las suyas para atraerlo más; creo que si pudiera lo habría atraído hasta meterlo todo dentro de mí; si pudiera abriría la piel y se la cerraría encima y sería con él un solo ser. Fue durante esa sensación de reciprocidad cuando empecé a comprender que lo que entonces nos estaba pasando nos pasaba a los dos, no a mí y después a él sino a los dos como unidad, y milagrosamente tuve otro orgasmo —cosa que nunca, nunca me había ocurrido—, y a él le pasó lo mismo mientras decía con voz atronadora:

— Soy el camino y la vida.

Cuando se retiró la enorme ola, lo miré y expresé mi milagro:

—Dos veces. Ay, dos veces. Nunca en mi vida había sido tan feliz. Dan... ¿qué ha sido?

—Cuerpodivino —dijo. Supongo que me vio perpleja, porque de repente se echó a reír y me besó—. No preguntes qué significa. Espera un rato.

Así que nos quedamos allí un tiempo más, en aquel pequeño lago de sol derretido, desnudos y sin sentir vergüenza, sabiendo que de aquello teníamos un mundo, un mundo por delante. Nos examinamos y nos tocamos a la luz, exploradores y aventureros tardíos. Nos duchamos juntos, riendo.

Ay...

HOBART WELLEN

Yo lo llamo el Truco, y funciona. Aunque no marques un tanto, ves que funciona, y si después de no marcar un tanto lo sigues usando, ya lo marcarás. El Truco es algo que cualquiera puede hacer, sólo que la mayoría de la gente no lo sabe. El Truco consiste en esto: cuando hablas con una chica, no importa lo que le estés diciendo, la miras fijamente a los ojos y le dices en silencio: Tú y yo lo vamos a hacer. No paras, no aflojas, y tarde o temprano tiene que caer. Ves que titubea y se contorsiona y trata de defenderse, pero no puede porque la mayoría de las veces ni siquiera sabe que estás haciendo eso. Piensa que es algo que le viene de dentro, y cuando piensa eso ya es tuya.

Por ejemplo, Liza Currier; ay, esas tetitas duras, ese culito musculoso. Material de calidad. Ella no sabe lo que tiene, y mucho menos el tonto y grandote de su marido. ¡Ése! Ni siquiera sabe cuándo lo insultan, ni siquiera sabe cuándo lo atacan, hasta es capaz de dejar ese pequeño bombón a la vista e irse. Ese enorme y viejo Oldsmobile azul está en el camino de entrada o no está, y cuando falta es que también falta él, y es como si alguien golpeara un gong y gritara: «Ven a buscarlo». Hombre, cómo me gustaría humillarlo, a él y a su «¿En qué puedo ayudarte, hermano?» y el consejo parroquial y el Té de los Martes.

Bueno, allí estaba yo sentado con el camino de entrada vacío, mirando cómo Liza Currier lavaba ventanas con una escobilla de goma en la punta de un palo, hablando del tiempo y haciendo el Truco. La manera en que la suave tela azul de aquella chaqueta se le tensaba y aflojaba sobre la espalda me estaba volviendo loco. Liza se movía de una manera maravillosa. Todo era siempre equilibrado, seguro. Sonreía mucho. Una boca como ésa, dientes como ésos, tendrían que estar haciendo cosas mejores que sonreír y hablar del tiempo. Después estaba aquel culito apretado y aquellas piernas ahusadas que terminaban en pequeñas sandalias doradas. Apreciaba sobre todo las piernas —a veces pienso que el Truco funciona no sólo con los ojos sino con la piel, de manera que si miras con la misma intensidad una pierna es como si la estuvieras acariciando cuando echó una mirada por encima del hombro y me sorprendió haciéndolo, cosa que no me molestó en absoluto. A continuación, ¿sabes qué hizo? Tocó con la punta de la escobilla la barra de las cortinas, que inmediatamente se cayó. De repente estuve a su lado para averiguar lo que ya sabía: apunté hacia arriba para desviarle la atención y ponerle la mano entre los omóplatos: sí, ningún broche. Eso hizo cosas maravillosas a mi entrepierna y me dio ideas maravillosas para hacerle a la suya. Eso sí que arreglaría al patoso y estúpido de Dan Currier; me pregunté qué haría entonces con su idea de «encontrar lo bueno» en mí y salvar nuestras almas.

Liza estuvo tan tajante conmigo cuando hice el papel de boy scout, ofreciéndole ayuda, que supe que sabía que yo sabía; también quería averiguar si tenía bragas. Trepó a la mesa y trató de volver a poner las cortinas en su sitio. No era nada fácil: uno de los soportes estaba doblado. Aquel culito esforzado y movedizo a la altura de la vista era más de lo que podía soportar, y pensé: Hobo, ahora le toca caer para que tú la salves; así que grité ¡hop!, como un acróbata de circo, y la hice girar y le puse las dos manos en las nalgas apretadas y acerqué su entrepierna a mi cara. He descubierto que puedes hacer ciertas cosas, si son suficientemente obscenas, que nadie a quien se las estás haciendo podrá creer mientras se las haces. Había un niño en el coro de Dan Currier que en la mitad del Te Deum gritaba «¡mierda!» con todas sus fuerzas, y nadie se daba cuenta. Otra cosa que he descubierto es que si puedes echar el calor de tu aliento en la entrepierna de una mujer, la tienes atrapada. Así es que solté una larga bocanada en la suave tela vaquera que tenía contra la cara mientras mis manos descubrían que tampoco llevaba bragas. A continuación le iba a meter las manos debajo de la falda, pero cuando la incliné hacia adelante para echarla sobre mi hombro llegó el crujido de grava aplastada por ruedas... Ay, nada menos que el jefe de los boy scouts, que volvía a casa en el momento justo. La bajé de la mesa como si yo fuera un caballero y la puse en el suelo, y ella se apartó de mí.

—Qué cerca —le dije.

—Nada de eso —respondió ella con voz serena. Pero claro que sí.

Entonces entró él. Parecía más distraído que de costumbre, y normalmente, en una situación como ésa, yo me habría marchado enseguida, pero aquélla no era una situación normal; estaba disfrutando demasiado de la turbación de Liza para irme ya. Así que le conté a Dan el chiste del avión, aunque creo que ninguno de los dos me oyó, los saludé con la mano y me fui. Lo último que vi de ella ese día fue la manera en que miraba a Dan, como si tuviera algo que confesar y no supiera qué y no supiera cómo. Era divertido.

Una parte no fue divertida. No me gusta que alguien o algo se interponga en mi camino cuando estoy tan cerca de marcar un tanto. Probé el viejo consuelo filosófico: una vez que emocionas así a una mujer, puedes volver doce años más tarde y seguir desde donde habías dejado las cosas, o casi. Pero eso entonces no me sirvió de mucho. Empecé a sentir algo que no sentía desde que era adolescente: un nudo de amante. Como si una prensa de tornillo se cerrara despacio apretándote las pelotas y después caminaras con la prensa allí colgando. Cada paso que daba lo sentía más, y Dan Currier comenzó rápidamente a ser uno de mis personajes menos preferidos.

Pensé en las posibilidades que tenía. En general detesto volver a lo andado: lo que me estimula es el camino que hay por delante. Pero a esa hora, tan temprano, casi todo el mundo estaba trabajando o en la escuela, a menos que... Para entonces estaba pasando por delante de la oficina del Mountain Star, y una voz me asaltó y arruinó todos mis planes, dejándome sólo con los huevos de amante.

—Eh, Hobo. ¡Hobo Wellen!

Entré. Era la fachada de un negocio, cerca de donde terminaba la calle principal; la mitad era una tienda de regalos. El Star es uno de esos semanarios locales llenos de perros perdidos y casas viejas en venta, baratas al doble de su precio, y grandes noticias locales: Tommy Zweck tuvo una fiesta al cumplir once años, los padres de Jim Breeze, que viven en la ciudad, vinieron a pasar el fin de semana. Y, por supuesto, los chismes, la columna de chismes de la señora Mayhew, Me contó un pajarito... La señora Mayhew era el pajarito, y escribía como si fuera un pajarito: «Anoche, mientras revoloteaba por la calle Jason, vi a Ya Sabes Quién con la nueva, vestida de azul y, hay que decirlo, un poco demasiado joven, ¿no le parece, señor Ya Sabes Quién? ¡¿Y a usted, señora de Ya Sabes Quién, qué le parece?!» Siempre los signos de exclamación y de admiración. O: «El Buick descapotable blanco de cierta persona estuvo estacionado anoche, hasta tarde, delante de la casa de otra cierta persona. ¡¿No sabían que yo estaba posado en el viejo roble?! Pero no contaré nada. (Aunque hay un pino en el mismo césped.)» Ella, la señora Mayhew, sabía todo lo que pasaba en cada rincón del pueblo, y solía jactarse de todo lo que callaba. Eso era cierto. Algunas cosas sólo amenazaba con contarlas, y era así como obtenía tanta información. Casi no había una sola persona en aquel pueblo que no tuviera al maldito pajarito volándole sobre la cabeza y listo para cagarle encima si no se portaba bien. ¿Por qué crees que giré a la derecha y entré resueltamente en aquel sitio?

Y sí, allí estaba ella, y también el señor Merriweather, del banco, aprovechando la hora del almuerzo. Merriweather y Mayhew, M amp;M, como los llamaban los niños, guardianes de la moral y la decencia. Se decía que el banco nunca prestaba un céntimo sin consultar a la señora Mayhew, que consultaba a su pajarito, y la gente podía salvarse o arruinarse por culpa de ella y de sus rumores y no enterarse nunca del motivo... ¿Oíste alguna vez que la gente que convive mucho tiempo termina pareciéndose? Bueno, M amp;M habían ido pareciéndose cada vez más con el paso de los años, lo cual era gracioso porque el señor Merriweather tenía una mujer pequeña y patizamba, llamada Isabel, que si a algo se parecía cada vez más era al caniche que vivía con ella; y la señora Mayhew era desde hacía muchos años viuda y vivía sola, ella y su pajarito, que por supuesto estaba enjaulado en su cabeza. Todo lo que la gente recordaba del difunto señor Mayhew era que tenía más dinero que Dios.

De todos modos se puede añadir algo a ese folklore según el cual la gente después de convivir termina pareciéndose. Las personas que llevan el mismo tipo de vida terminan pareciéndose aunque vivan separadas. Tanto el señor Merriweather como la señora Mayhew rondaban los cincuenta, y ambos tenían las mismas bolsas debajo de los ojos, los mismos globos oculares ligeramente amarillos y las mismas arrugas alrededor de la boca que ves en tías y en solteronas que nunca follan y que no hacen nada divertido mientras se les seca el cuerpo. Ambos tenían el cabello ligeramente canoso, y cada uno tenía una papada longitudinal que iba del mentón a la manzana de Adán. Los dos tenían ojos que sobresalían un poco pero que al mismo tiempo estaban muy metidos: podríamos decir que eran ojos saltones hundidos. Tenían exactamente la misma voz, pero con una octava de diferencia. Se aprobaban mutuamente en todo y desaprobaban a todos y todo lo demás. Ay, Dios, el daño que ella hacía con aquella columna.

Recuerdo que una vez había unos chicos sentados en el porche, del otro lado de la calle, y la chica, de unos quince años, se inclinó y besó al chico, pero quiero decir en la mejilla. La señora Mayhew llevaba media hora sentada en la parte trasera de la oficina, con la luz apagada, observándolos porque estaban sentados muy cerca, y en su siguiente columna hubo un comentario socarrón del pajarito sobre «las muestras abiertas y públicas de afecto en una calle del pueblo. ¿Qué te parece, Sue?», y la pequeña Sue Vines, conocida ahora por «lo que era» en el pueblo entero y en toda la escuela, cesó y desistió, y la próxima vez que se arrimó a alguien fue debajo del puente del arroyo y la golpearon.

En lo que a mí respecta, ella nunca había publicado nada, pero algo sabía, y aunque la chica mejoró y ya no vive por aquí, la señora Mayhew lo sabía y yo sabía que ella lo sabía, así que cuando dijo «Entra», yo entré. A veces era una verdadera lata; o tenía alguna noticia y quería que yo la confirmara, lo que no siempre podía hacer, o necesitaba una noticia, y si yo no la tenía debía inventarla. Quizá algunas de esas noticias inventadas hicieron también daño, pero ¿sabes una cosa? Todo lo que se te ocurra decir sobre las personas probablemente sea cierto, y si les hace daño casi siempre se lo merecen.

—Hobo, qué visita más agradable —dijo ella. Disfrutaba haciendo esas cosas—. ¿Oíste algún gorjeo en el bosque?

Me encogí de hombros y dije que no con la cabeza. Ella miró la máquina de escribir portátil que tenía delante, en el escritorio, y yo hice lo mismo; en el papel que tenía puesto había un solo párrafo pequeño y después un amplio espacio. Capté la insinuación. Necesitaba material. Maldición.

—Bueno... —dije, y miré al señor Merriweather.

El señor Merriweather estaba un poco inclinado hacia adelante y mirando con ojos saltones. Tenía los labios un poco separados y se le veían los dos enormes dientes de conejo. La señora Mayhew también tenía delante dos enormes dientes de conejo. Pero no dejó que la engatusara.

—Hobo, querido, puedes hablar con toda confianza delante del señor Merriweather. Si no confías en tu banquero, ¿en quién vas a confiar?

Hay una respuesta para eso, pero no quise darla. Miré hacia la puerta y oí cómo el carro de la máquina de escribir se movía para comenzar un nuevo párrafo. También entendí esa insinuación. Quería sacarme algo y estaba totalmente dispuesta a clavarme las pobres y doloridas pelotas en la pared mientras no se lo diera.

—Bueno —dije, y entonces tuve esa inspiración—. No puedo asegurarlo, no sé nada, es apenas una sensación, pero creo que hay algún problema en la casa de los Currier.

—Oh —dijo ella—. Oh, qué horrible —y sonrió; se encorvó sobre la máquina de escribir sacando las garras como un buitre que se pregunta si una res estará lo suficientemente muerta—. ¿Qué tipo de problema?

—Caramba, no me gusta decirlo. —Me hice el auténtico caballero, con ética y todo. Con esa parte resuelta, proseguí—: Creo que tiene algo que ver con cierto sujeto que ronda a la señora mientras el pastor anda por ahí pastoreando.

La sonrisa se agrandó. Miré al banquero; él también sonreía. Dejé de pensar en buitres y me puse a pensar en hienas.

—Sigue, sigue.

Me volví muy sincero.

—La verdad es que no sé más, ni quién es ni los detalles. Con eso no puede hacer un artículo, señora Mayhew; en realidad no sé nada.

—Podrías enterarte —dijo ella, con la cabeza todavía sobre la máquina pero los ojos hacia arriba y apuntándome. ¿Viste alguna vez uno de esos cañones antiaéreos con dos bocas juntas, saliendo del camuflaje? Ésa era la sensación que producían aquellos ojos.

Así que, asustado, pero riéndome para mis adentros, dije:

—Bueno, supongo que podría ir a visitarlos con más frecuencia.

—Supongo que sí —dijo ella, que era lo mismo que decir «¡Hazlo!», y yo estuve a punto de echarme a reír; lo único que me preocupaba de ir a rondar la casa de los Currier era que ella se enteraría, y ahora yo estaba tan a salvo de eso que me asaría a fuego lento si no lo hacía—. Pero eso no me ayuda nada a preparar la columna de esta semana. ¿Que más tienes, Hobo?

Me estrujé los sesos. Tenía que poder decir algo acerca de alguien de ese pueblo. Tenía que salir de allí; llevaba un cargamento de alambre de espino y tenía que descargarlo, rápido. Parte de mi cabeza seguía analizando posibilidades: la chica de los Shetland, Dona, la vieja Betty, Bugsy Schneider, la mema de Wanda con el labio cosido. Había algo que no funcionaba en todas ellas: demasiado jóvenes, demasiado viejas, demasiado sucias, demasiado ruidosas, o yo ya había estado allí y ¿quién quiere eso? Joanna, Margy, Britt... ¡Britt! Eh, ¿por qué no matar dos pájaros con una piedra? Sí, ¿por qué no?

—Bueno, en realidad, ¿a quién le importa? —dije—. Y aunque le importara, ¿a, quién podría dañar? No es lo mismo que si viviera en la calle principal.

—¿Cómo podría dañar qué a quién? ¿De quién hablas?

—Prefiero no contarlo —dije con auténtica firmeza.

—Admirable, Hobo. Tienes mucha razón en callártelo. ¿Qué es lo que hace ese señor o señora X?

—Bueno, oí que toma el sol en cueros.

—Quieres decir que incluso sin...

Asentí. La señora Mayhew miró al señor Merriweather, y él le devolvió la mirada, y ¿sabes una cosa? Los cuatro labios estaban igual de húmedos.

—¿Tan a principios de año?

En realidad yo lo había oído el año anterior, pero traté de no decir nada y funcionó.

—Donde pueden verla los niños —dijo la señora Mayhew a la máquina de escribir.

Yo le contesté:

—Sí. Cualquier niño que quiera abrirse paso medio kilómetro por el barranco y después escalar media montaña para mirar hacia abajo —lo que le daba el sitio exacto.

—Ah —dijo la señora Mayhew—, ella. —Se frotó las garras—. Bueno, tendrá su advertencia en términos muy claros, esa descarada.

Ésa es la palabra que usó, descarada.

Yo dije que tenía que irme. La señora Mayhew, frunciendo el entrecejo, miró la parte en blanco del papel y mis esperanzas se fueron al suelo; por lo que sentí, bien pudieron haber aterrizado en la carga que arrastraba mi escroto.

Entonces habló Merriweather.

—Podrías hacerles una advertencia a las dos... a ella y a la señora, bueno, a la esposa del pastor.

Ella lo pensó un poco y después me miró.

—De acuerdo, Hobo. Pero ten los ojos abiertos. Ese mensaje decía: Chico, la próxima vez trae una carga respetable, porque si no...

—Claro que sí, señora Mayhew, claro que sí. Adiós.

Los saludé a los dos con la mano y salí de allí.

Caminé hasta mi casa y saqué el coche y fui a la cantera. Desde allí tuve que seguir a pie por el barranco, y empecé a preguntarme si después de todo aquello era tan buena idea. El nudo de amante es algo de lo que te puedes librar durmiendo, o aliviar machacándote el pedazo, pero si tienes algo preparado y te estás acercando, cada vez es peor y no conviene andar trepando a las rocas.

Britt era una especie de ermitaña que solía pintar cuadros y pegarles trozos de cañamazo y ramitas y cosas por el estilo; alguien dijo que era bastante buena y un par de veces al año vendía uno por un buen fajo de billetes. Si alguna vez tenía un buen fajo, no lo usaba para llevar una vida cómoda. Tenía una casa pequeña construida en la cara rocosa de una cantera abandonada en la ladera de la montaña. Delante de ella había una especie de llano con una fuente que creaba una charca parecida a los estanques que hacen los agricultores para los patos. El techo de la casa sobresalía bastante, como un porche sin suelo, y lo sostenían un montón de postes a los que había sujetado vides por todas partes, de modo que no sabías si estabas dentro o fuera. Arriba, en la ladera, si querías poner en riesgo el pellejo y la posibilidad de hacer un montón de ruido con un desprendimiento de pizarra, llegabas al sitio desde donde podías mirar por aquellas ventanas y una especie de tragaluz en el techo. Así fue como empezó el año anterior el rumor de que andaba desnuda: algunos niños habían subido hasta allí.

No me molesta echarme una carrera final cuando ando detrás de un polvo, pero he aprendido a golpes que más vale estar bien seguro del terreno —de todo— antes de hacer la jugada. Si primero pudiera mirar dentro y estudiarla, tendría esa seguridad. Pude y lo hice. A esas alturas me sobraban horas de vuelo en el tema, así que todo debería salir bien. Por ese precio tenía que ser excelente. Y yo, por supuesto, tenía maneras de lograr esa excelencia.

Llegué a un sitio, todo arañado y magullado y sin aliento, donde me podía colgar de la raíz de un árbol y apoyar un pie en una piedra e inclinarme tratando de no perder el equilibrio y ver por una de las grandes ventanas laterales y por el tragaluz. Y nunca, nunca en mi vida me llevé mayor sorpresa.

En parte porque la historia que habían contado entre risitas aquellos niños el año anterior era cierta. Nunca espero que las historias buenas y sabrosas sean ciertas... Bueno, si son sabrosas ¿para qué necesitan ser ciertas? Pero sí, la chiflada de Britt andaba con el culo al aire. O al menos así estaba cuando miré hacia abajo.

La otra parte de la sorpresa fue la propia Britt. Supongo que la habría visto en el pueblo un centenar de veces, quizá llevando un cuadro en una bolsa de arpillera, o volviendo pesadamente hacia las colinas con la bolsa llena de provisiones. Tenemos a más de un bicho raro en nuestro pueblo, artistas y escritores y músicos, y eso está bien mientras ocupan su lugar, atraen a los turistas y no se enriquecen. (Cuando un bicho raro empieza a ganar dinero de verdad, eso hace que los demás traten también de ser bichos raros, lo que altera las cosas.) De todos modos, Britt solía andar descalza la mayor parte del tiempo y llevar puesta una especie de tienda de campaña y taparse toda la cabeza con una cosa parecida a un mantel de la liga juvenil. Tenía ojos azules grandes con pestañas y cejas pobladas, y eso no lo podía esconder; por lo demás, ¿qué se podía decir? Dientes regulares, nariz recta, mentón grande. Pero ay, mira esto:

Cabello oro opaco casi hasta el trasero. Tetas grandes y firmes, nada caídas. Las piernas más largas que vi jamás en una mujer, y casi nada de vello corporal. No podía creer lo que veían mis ojos. Y la piel. Supongo que sí se bañaba desnuda, porque todo su cuerpo era de un color dorado rojizo sin marcas de tiras o zonas pálidas. Ésa, amigo, sí que era una mujer. Andaba de un lado para otro cocinando algo, digo yo, y de vez en cuando echando hacia atrás aquel enorme penacho de pelo. No sé cuánto tiempo estuve allí colgado en la pared rocosa, observándola... observándola... Creo que por un momento olvidé para qué había hecho aquella larga caminata. ¿Te lo imaginas? Lo que me lo recordó fue un dolor punzante en la parte trasera de una pierna y un cambio de postura de ese pie; estaba a punto de perder las últimas fuerzas y resbalar y caer en el patio de aquella mujer junto con un montón de esquisto.

Tuve que retroceder un poco hasta llegar a un espacio más ancho, y aferrarme durante un rato a la pared rocosa para recuperar el aliento y también la fuerza de la pierna. Se estaba librando una guerra civil en mis pelotas, artillería gruesa y también bayonetas. Había llegado el momento de ocuparse de ellas.

Retrocedí bajando hasta el nivel del suelo y me sacudí un poco la tierra y el polvo que tenía en la ropa y en el pelo. Muy bien, ahora la carrera, porque en la costa ya no podía haber menos moros.

Me metí en aquel matorral de vides y postes bajo el alero del techo y me abrí paso siguiendo el borde de la casa. Había que pasar por delante de una pequeña ventana, y a través de ella la vi de pie, levantando un brazo para encender una vela que colgaba de una cadena: no era que estuviese oscuro, pero la casa estaba en el lado de la sombra de la montaña y el tragaluz daba sobre la parte principal de la casa. Alcancé a verla sólo un segundo, pero los apretados músculos del vientre y los pechos erguidos y la fina y escasa pelusa entre las piernas dejando ver el tajo rosado y los labios redondeados produjeron dos explosiones dentro de mí, una en la cabeza y otra en aquel campo de batalla que había allí abajo. Casi solté un grito de dolor y me apresuré a dar la vuelta a la esquina hacia donde estaba la puerta. Quería una tajada de aquello, y la quería ya.

Lo que iba a hacer era dar una patada a la puerta y zambullirme dentro. Ella se quedaría paralizada o echaría a correr; en cualquiera de los casos, la atraparía. Ninguna mujer me puede detener cuando me pongo así. Entregan todo porque se asustan, o tratan de defenderse y eso es mejor todavía porque entonces reciben el viejo golpe en la nuca y yo la meto en frío y espero a que se despierten. Sólo que...

Sólo que esa vez no había ninguna puerta para abrir de una patada, porque ya estaba abierta. Y no tuve que zambullirme allí dentro porque salió ella. Supongo que salía a hacer algo en el porche cuando di la vuelta a la esquina; en cualquier caso, allí estaba. Finalmente no se paralizó ni salió corriendo. Sólo dijo: «¡Hobo Wellen! ¿Qué quieres?» (pero ella habla de un modo un poco raro, y sonó más como «¡Obo Vellen! ¿Qué queres?») y dio un paso hacia mí.

No hice ningún discurso; bajé la cremallera y saqué la herramienta. Respiraba ruidosamente; siempre me pongo así. Ella miró lo que yo tenía en la mano y después me miró otra vez a mí y, maldita sea, no parecía molesta, no parecía asustada, sólo un poco... desconcertada. Bueno, eso tenía remedio. Le agarré la muñeca izquierda con la mano derecha y la atraje con fuerza, y con el borde de la izquierda le pegué un golpe fuerte en el lado del cuello, y se desplomó. Nunca vi un espectáculo más bonito que ella despatarrada allí de lado, torciendo el cuerpo para quedar boca arriba mientras se pasaba las dos manos por donde la había golpeado. Podría haberla llevado adentro, donde era más cómodo, pero me gustaba más así, en el suelo de tierra apisonada. Quizá más tarde la llevaría adentro, pero entonces, en el instante en que le di el manotazo, la verga se me endureció; tardó cuatro latidos en hacerlo, y te puedo asegurar que fueron rápidos. Se levantó como si estuviera conectada a una bomba hidráulica, o como cuatro cuadros de una película, de fláccida a dura como una piedra.

La mujer se movía un poco, de forma vaga. Le separé de golpe las piernas y me tiré encima de ella y me encontré mirando un pie.

Era un pie grande; al recordarlo ahora, diría que por lo menos del número cuarenta y siete, y había otro igual allí cerca, y unos tobillos, y unas pantorrillas largas y musculosas, y rodillas del tamaño de mis dos puños. Me aparté de Britt y miré desorbitado hacia arriba y vi a un hombre, un hombre desnudo, un hombre pelirrojo, de huesos grandes y cara chata y ojos de color raro y, ay, Dios mío, ¿por qué siempre se me interponen tipos grandes en el camino?

Me levanté de un salto y traté de decir algo, pero estaba medio loco y todo lo que me salió fue un extraño chillido. Di un salto hacia atrás, poniéndome fuera de su alcance, y fue como si alguien me hubiera golpeado con un bate las pobres pelotas hinchadas; tuve que agarrarlas con la mano. La enorme y maravillosa erección desapareció como suele ocurrir ante un susto, y volví a saltar hacia atrás, totalmente fuera del alcance de aquellos brazos largos y aquellas manos grandes. Quería llamar hijo de puta al hijo de puta, pero todo lo que me salió fue otro de aquellos chillidos. Retrocedí como pude sosteniéndome las pelotas, tropecé con algo y casi me caí, retrocedí un poco más y entonces di media vuelta y eché a correr hacia el lecho del arroyo.

Creo que corrí más de lo necesario; el hombre no me perseguía, pero yo no me había enterado. Cuando más o menos recuperé la razón, estaba a casi dos kilómetros de donde había dejado el coche —me había equivocado de rumbo— y metido en la espesura. Me arrastré fuera del lecho del arroyo y me escondí sobre el musgo detrás de unos arbustos y me recompuse un poco. Tenía un corte en una pierna que no recordaba haberme hecho y rasguños en los brazos y un sitio en la cadera que se iba a convertir en un buen cardenal y tampoco recordé eso. Pero donde más me dolía era en la entrepierna. Tenía un dolor punzante en las pelotas, como si fueran un par de muelas con abscesos. Las miré y me asombré; quizá estaban un poco más rojas que de costumbre, pero eso era todo; sin embargo, por como las sentía tendrían que estar hinchadas como pelotas de baloncesto y saltando y rebotando dentro de la piel.

Hice lo único que podría hacer: agarré aquella cosa pequeña y fláccida y empecé a sacudirla. Me dolía... me dolía todo. Mi mano lastimaba la polla, y el movimiento lastimaba las pelotas. No se endurecía. Seguía blanda como un calcetín sucio. Pero no podía parar; tenía que soltar aquella carga o nunca conseguiría regresar al pueblo.

No sé cuánto tiempo me quedé allí con la espalda contra un árbol, dándole al pedazo. Cerré los ojos y pedí toda la ayuda posible a lo que podía recordar y a lo que podía imaginar. Tenía una gran mezcla dentro de la cabeza, y las cosas que me ayudaban —Britt estirándose para encender una vela, aquella muchacha que acorralé junto al puente y que me tiré medio en el agua, el olor de Liza Currier cuando le metí la cara en la entrepierna y otras más—, todo lo que me daba un poco de esperanza y me empezaba a endurecer la polla, me recordaba entonces el ruido de ruedas de coche en la grava o pies del número cuarenta y siete o el sonido de una sirena de policía o alguna otra cosa, y volvía a perder la erección.

Pero no podía detenerme, y finalmente lo conseguí. No tengo ni idea de cuánto tiempo me llevó; sólo sé que cuando acabé me había despellejado un lado del maldito macarrón recocido y superfláccido, y que la sal del sudor hacía que me escociera coma el demonio, y que cuando eyaculé no sentí nada de placer. Puedes eyacular con la verga fláccida; no es fácil, y no suelta un chorro sino que se babea como una vaca con aftosa, y la forma en que se tensan las pelotas poco antes de que ocurra te produce, si te pasa lo mismo que a mí, una tremenda y horripilante agonía.

Me quedé dormido allí en medio de la espesura, y dormí el resto del día. Estaba muy mal cuando me desperté, pero al menos podía caminar sin arquear las piernas.

BRITT SVENGLUND

Sí, estos años han sido de soledad, pero ¿por qué la gente, cuando dice la palabra «soledad» siempre considera que tiene que ser una cosa mala o triste? Tú buscas la soledad cuando te han herido, para curarte, como un animal del bosque. Entonces, ¿curarse es malo o triste? No. El señor Currier dijo en la iglesia, una de las veces que acudí allí, que una persona que no puede estar sola consigo misma es que piensa que no está bien acompañada. También leí un libro una vez acerca de la capa superior del suelo, sólo los primeros quince centímetros debajo de la hierba, y todo lo que pasa allí. Si tienes un microscopio de diez aumentos y te tomas el tiempo y el trabajo necesarios, podrías pasarte todos los días durante más de un año viendo y comprendiendo las cosas que ocurren sólo en un pie cuadrado de tierra. En un mundo como ése hay plantas y animales y sustancias químicas que crecen y cambian todo el tiempo. Hay un hongo que fabrica un lazo con un disparador, y cuando pasa por allí alguna criatura pequeña, ¡pum!, el lazo se cierra y la atrapa y el hongo se come al animal. Hay huevos incubándose e insectos que hacen ciertos perfumes para llamar a otros insectos y amar o morir, y mucho más, mucho, mucho más... todo en un pie cuadrado de tierra. Entonces, ¿cómo puede alguien con ojos para ver y corazón para preguntar decir que se aburre, que no hay nada para hacer?

En verano e invierno trabajo y leo. En verano me caliento el cuerpo al sol, y en invierno miro el fuego y pienso. Si necesito alguna cosa, la fabrico, y si no puedo fabricarla, prescindo de ella. Algunas las tengo que comprar: la harina y la sal y el jabón y los libros. La pintura. Para mi trabajo, casi todo lo que necesito lo puedo encontrar. Eso se debe a mi secreto artístico.

Mi secreto artístico es éste: existe un solo sentido, y es el sentido del tacto. Todos los demás son formas de tacto, de la misma manera que la materia y la energía son, según los científicos, sólo tipos diferentes de lo mismo. La mayoría de los artistas que hay o hubo en el mundo son pintores. Eso es bueno, pero se supone que la obra de un pintor no hay que tocarla. A veces no se debe, a veces no se puede tocar la obra. Pero yo tengo mi secreto artístico, y así, cuando preparo un cuadro de una montaña hago el cielo con un pedazo de seda, y la ladera con corteza y piedras y arena, y el agua con cristal o trozos de plástico que a veces encuentro. Ah, sí, claro que creo colores. Pero podría hacer un cuadro de una montaña y de un cielo todo exactamente del mismo color, pero como el cielo sería de seda y las montañas lejanas serían de cañamazo y las cercanas de corteza y piedra, igual podrías ver el cuadro. A veces también mezclo miel en el color del cielo, raíces amargas en las rocas afiladas, especias suaves como pimienta inglesa y paprika en la piedra suave, menta y salvia en los verdes. Puedes poner las manos en mi obra, puedes poner la boca en mi obra, la puedes oler aquí y allí. Entonces, ¿por qué es malo o triste estar solo? No me siento triste cuando por la mañana miro el cielo y lo saboreo y cuando conozco la textura y el olor de las colinas lejanas. También tengo mis cabras y un manzano silvestre, y cosas que crecen para mí en el jardín, pequeñas promesas verdes que, a su debido tiempo, se cumplen: Te daré tomates, te prometo maíz. La gente no siempre cumple sus promesas aunque le cuides la tierra. A veces las cumple, pero nunca se sabe. También cuando te pica una abeja o cae una piedra y te lastima o un cuchillo te corta porque tuviste poco cuidado, no podemos hablar de ataques. Esas cosas se están defendiendo o te dan los resultados de causas: siempre hay una razón. A veces las personas te atacan sin razón, y tú nunca sabes cuándo va a ocurrir, así que lo mejor es no estar con personas. Unos niños subieron a la montaña detrás de mi casa y me vieron desnuda y tiraron piedras. Ésa, ¿sabes?, no es una razón.

El sentido del tacto es un cristal con muchas facetas. El aire estalla entre el martillo y el yunque y perturba el aire alrededor, que a su vez vuelve a perturbar el aire, y esas perturbaciones avanzan hacia ti como pasos hasta que tocan la membrana del oído. Lo mismo ocurre con las ráfagas de sonido que atraviesan las plumas rígidas de un cuervo y las plumas suaves del ala de un búho, y cada una tiene un significado diferente. Ver también es tocar, y ser visto es ser tocado, y esto también tiene sus muchos sentidos. No es lo mismo que te vea un niño cruel con una piedra en la mano que un ciervo o una ardilla. Si vives como vivo yo y sabes tocar y ser tocado por los ojos, sientes los ojos incluso cuando no los ves, y puedes darte cuenta de qué tipo de tacto es.

Supe que me estaban tocando unos ojos cuando salí al jardín a recoger un puñado de cebollinos y unas hojas de lechuga tierna, y de lo único que me di cuenta fue de lo que no eran. No era el roce de un ciervo, que —para mí en mi montaña— no es temeroso sino sólo alerta; ni el roce de un conejo, en el que se siente un terror total y, en un instante, una amnesia total; ni el roce de una ardilla, en el que siempre hay alegría. Lo que me tocaba no era tampoco la mirada de un carnívoro: el gato montés y el zorro te miran con ojos de comprador, pensando y calculando si estás dentro de sus posibilidades. Y si ese roce era de un hombre, se trataba de un hombre diferente de todos los que había conocido.

Era ese hombre diferente de todos los que había conocido.

Una vez, durante mi primer invierno en este país, vi por primera vez un pájaro una fría mañana en la que sólo había blanco totalmente blanco y negro totalmente negro. Y ese pájaro era todo el color del universo de aquel tiempo y lugar... un pájaro de un nítido y doloroso rojo. Desde entonces he llegado a conocerlo bien, pero aquél fue el primero; lo llaman cardenal. Mi sensación entonces fue más de orgullo que de alegría, pues en ese momento pensé que había creado el cardenal, que lo había inventado. En mi mente, mientras lo veía, estaba convencida de que yo lo había hecho, motivada por una necesidad que nacía de un mundo de blanco total y negro absoluto... oh, por favor, ríete de esa arrogancia mía, ríete conmigo como me reí yo en aquel momento y como me río ahora al recordar que sentía que tenía el poder de crear un cardenal.

Ahora, en un mundo de muchos verdes y marrones, bajo un cielo que debía de saber como el interior de la piel de una uva de Concord y con la sombra pasajera de una nube de mostachón, apareció el hombre. Estaba en el sendero entre el jardín y mi casa, y al encontrarse nuestras miradas dio un paso atrás —mensaje de que no me bloquearía el paso— y sonrió, mensaje de que no necesitaba tenerle miedo, porque él no me temía a mí ni se temía a sí mismo. Estaba desnudo, pero... ah, ¿cómo decirlo...? Llevaba la desnudez como una prenda; creo que la llevaba mejor que yo. La luz se apoyaba en él como una tela, y el aire se le adaptaba al cuerpo. Era pardo oscuro, ambarino, ocre y dorado. Su cara había sido modelada con una herramienta plana, y estaba maravillosamente acabada, pues era todo planos y uniones redondeados, y cejas, ojos y labios paralelos. Su pelo era de un rojo, sus ojos de otro rojo, su piel de varios rojos más.

Y la diferencia entre ver a ese hombre y mi encuentro con el cardenal fue ésta: en esa primera y deslumbrante visión del hombre no tuve ni la más remota sensación de que pudiera haberlo creado, ni a él ni a nada parecido. Soy bastante artista para reconocer la necesidad de un cardenal en la nieve. No era ni soy capaz de generar un concepto como ese hombre.

Me eché hacia atrás el pelo por miedo a que hasta un cabello pudiera interferir, y me quedé con las manos llenas de verduras tiernas y, anidando entre ellas como huevos de pájaros cantores, los primeros rábanos. Nos quedamos en silencio mirándonos mutuamente y entonces el hombre pasó un tobillo por delante del otro y se sentó con suavidad cruzando las piernas en la hierba. Colocó una mano y después la otra en las rodillas como podría poner yo los pinceles si no tuviera la intención de usarlos en ese momento. Pasé a su lado ni rápido ni despacio y entré en la casa. Dejé las verduras en la mesa de la cocina y apoyé la frente contra las tablas ásperas de la pared y cerré los ojos. Así podía verlo de nuevo, vívidamente y con todos los colores, de modo que me quedé en esa postura un rato.

Después di media vuelta, fui hasta la entrada y lo miré. Él se había movido. Con los largos brazos rodeaba las espinillas y tenía la cabeza agachada, la frente apoyada en las rodillas. Estaba absolutamente inmóvil; es el único ser humano que conocí que podía hacer eso. Avancé con suavidad por el sendero y al llegar junto a él me detuve a mirarlo. Su pelo era de un color muy diferente del de las plumas del cardenal, pero también era rojo de verdad. La parte superior de sus brazos, pensé, era más gruesa de lo esperado en un hombre tan alto y delgado, y en los antebrazos le abultaban las venas y los músculos. Vi antebrazos como aquéllos en granjeros y en herreros cuando era niña. Después de un rato se volvió insoportable no poder verle la cara.

Me arrodillé cerca de él y le hablé; le pregunté quién era. Levantó la cabeza y me miró a los ojos durante tanto tiempo que empecé a temer que se me secasen, pero yo no quería cerrarlos ni apartar la mirada.

—Cuerpodivino —dijo.

Yo le dije mi nombre. Él asintió como si lo hubiera sabido todo el tiempo y se alegrara de que le hubiera contado la verdad.

—Hablé con un hombre esta mañana —agregó después—. Me dijo su nombre, y de la manera en que lo dijo no significaba nada. Tuve que tocarlo con las manos para saber quién era.

Quería decir algo que no decía. No necesitaba decirlo. Quería decir que cuando oyó mi nombre me creyó y entendió quién era. No hay palabras para expresar la alegría que me produjo eso. Pienso que casi cada palabra que decimos a alguien es una manera de tratar de explicarle quiénes somos, y casi siempre fracasamos, por eso prefería no intentarlo. Es una maravilla poder decir una sola palabra, tu nombre, y que te crean. Tú eres único en el mundo, nunca hubo ni habrá otro como tú, y una vez que lo sabes te hiere que te tomen por algún otro. Emprendes la dura tarea de anunciarte a todo el mundo sabiendo en el corazón que eso es tan insensato como probar la existencia del sol, o del agua, o del dolor, y tan inútil como probar que no existen: Como no quiero ser inútil ni insensata a sabiendas, no hablo con nadie si no es necesario. Sin embargo, allí estaba un hombre que había creído que yo era yo cuando le dije mi nombre, lo que me hizo sentir agradecida y querer retribuírselo si, ay, si me lo aceptaba.

—¿Aceptarías comer conmigo, Cuerpodivino? —le pregunté.

Él dijo que sí con la cabeza y sonrió. ¿Por qué la gente, incluso los artistas, piensan que la sonrisa tuerce hacia arriba las comisuras de la boca? No es así. Los labios se alargan. Cuando sonrió, su frente y sus ojos y su boca siguieron paralelos. Entré en la casa.

Hago pan pesado, del tipo que llaman «negro», aunque no lo es, y esos primeros días de verano me gusta hornearlo antes de que aclare el cielo, porque el horno calienta la casa cuando el sol a punto de salir agita el aire y lo enfría, y va perdiendo calor a medida que se calienta el día. Por lo tanto, el pan de esa mañana estaba todavía caliente y suave por dentro; lo besé para pedirle perdón antes de partirlo, y puse los pedazos en mis platos de barro cocido con un poco de queso de cabra y la lechuga tierna que había sacado con los cebollinos. Corté los rábanos en forma de rosas pequeñas y aliñé la ensalada con vinagre y un poco de mi precioso aceite de oliva y la revolví en un cuenco tosco de madera con un diente de ajo que saqué de la ristra que tengo colgada de las vigas y una pizca de sal marina. Saqué la jarra de gres con la leche de cabra tapada por un paño mojado. Sólo tenía una taza, pero podíamos compartirla. Y había manzanas de invierno sacadas del agujero en el suelo donde habían pasado el invierno; cosas pequeñas y feas, pero maduras y dulces por dentro.

Cuando terminé de preparar todo fui a la puerta a mirarlo un rato y a llamarlo. Había vuelto a moverse. Estaba de pie junto al sendero mirando hacia el valle y hacia arriba. Había una nube avanzando por el horizonte y creo que le agradaba.

—Cuerpodivino.

Siguió mirando un rato. Era como esperar a que alguien que está hablando termine una frase, o a que un lector acabe un párrafo. Trataba a aquella nube con una cortesía que exigía otra tanta de mí, y estaba dispuesta a concedérsela a cambio del regalo de mirarlo. El sol alto le ponía un fino relieve en los grandes músculos del pecho, y le realzaba los tres fuertes cables sobre las costillas inferiores, y le guardaba los extraños ojos bajo pesados aleros, y le llenaba de chispas el vello rizado del vientre. Entonces, por fin, él y la nube terminaron de hacer lo que estaban haciendo y vino sonriendo por el sendero hacia mí. Sentí el impulso de tenderle los brazos, y él vino a ellos y nos besamos sin prisa y sin pasión. Lo que hicimos era lo correcto, nada más, y después, de la mano, entramos y nos sentamos a la mesa. Mientras comíamos no me besó, pero aquel beso de bienvenida siguió firme y dulce en mi boca durante toda la comida, sazonando todo lo que pasaba por mis labios; nunca hubo un condimento como aquél para un banquete.

Mi cama es un montículo de puntas de abeto, y sobre ellas hay un rectángulo de lona, y sobre la lona un rectángulo más pequeño de madera, y dentro de ese marco hay cinco maravillosos edredones de plumón de ganso de la madre patria, y la época del año te dice si tienes que acostarte desnuda sobre ellos o si debes meterte debajo de uno o de dos o de tres, y el olor del abeto y el sonido te dicen cuándo hay que cambiarlos, algo que puedes hacer tanto en invierno como en verano. Al terminar la comida me levanté y lo tomé de la mano, y vino conmigo a la cama.

No habíamos hablado desde que lo llamé. Preguntando y respondiendo, complaciendo y agradeciendo, ofreciendo y explicando... bueno, teníamos a mano todo lo que necesitábamos: comida, el otro, la cama. Sobre todo no necesitábamos la segunda gran función del habla, y una de las más usadas: llenar los espacios vacíos de la comunicación. No había espacios vacíos.

Nos quedamos abrazados un largo rato, sin explorar, sin estimular. Esperábamos algo. Varias veces he asistido a reuniones cuáqueras, y la espera se parecía mucho al silencio que desciende sobre esas reuniones cuando se invita a Dios y aquel a quien Él toca tiene que hablar. No sé si fue Cuerpodivino o si fui yo quien primero se dio cuenta del rayo de sol, ni en qué momento tomamos conciencia de que lo compartíamos. Es igual; de alguna manera entramos juntos en un lugar de atención total a alguna otra cosa además de nosotros mismos, lo que nos acercó aún mucho más. Fijar la propia atención en otro es separar el «yo» del «tú». Compartir es usar los ojos y la mente y los sentidos de otro.

En la ventana que da al lado de arriba de mi casa tengo una caja de tierra, y ese día había allí tres tulipanes, dos amarillos y uno escarlata, parecidos a pirulís. El rayo de sol pasó por encima de uno de los amarillos, tocándole las puntas, y exploró el corazón del rojo. Al moverse, la luz anduvo entre los pétalos, al principio escapando con dificultad de las capas y saliendo de un oscuro e intenso color granate, y después subiendo e intensificándose, pasando del rojo cardenal a un naranja brillante. En algún momento de ese asombroso pasaje aparté la mirada y me fijé en los ojos de Cuerpodivino, sólo una vez, y descubrí que seguía viendo lo mismo, puesto que en cada uno de ellos, en las profundidades de canela, se repetía el ardiente cáliz del tulipán.

Y cuando terminó de pasar el rayo de sol, él había entrado en mí. No hubo ninguna estocada repentina, ninguna preparación ritual, ninguna excitación forzada. Simplemente su virilidad creció dentro de mi feminidad. Teníamos la parte inferior del cuerpo fundida con la del otro, y un solo movimiento de mis hombros guiados por sus manos también unió nuestras miradas. Estábamos acostados de lado, envolviéndonos mutuamente, interpenetrándonos, totalmente conectados.

Entonces quise moverme. Entonces, de pronto, desenfrenadamente, quise moverme, pero antes de que pudiera hacerlo, antes de que el deseo pudiera ser manifestado, sus manos enormes se deslizaron bajando por mi cuerpo y se cerraron sobre mis nalgas. Me apretó tanto contra él que estuve a punto de gritar; me apretaba, me ataba, me aprisionaba, y con los ojos me sujetaba aún más. Comprendí entonces que eso acabaría como había empezado, por obra de su propio crecimiento y fuerza y no por insistencia de ninguno de los dos.

Y creció: la presión y la profundidad de su presencia dentro de mí, la presión de sus manos enormes, el ritmo de los corazones que palpitaban llamándose desde sus jaulas de carne y hueso, y la temperatura de aquellos ojos increíbles. Entonces yo, ay, entonces yo grité y grité con fuerza, un grito corto y desgarrador, y otro y otro, en los que no había nada de dolor, y grité y detrás de una bruma roja vi que sus ojos giraban hacia arriba y casi se cerraban y volvían a mí y «¡Ah-h-h!», gritó, y estallamos juntos volando en fragmentos de canela y ocre y cardenal y carmín, fuego y llama, vuelo y finalmente caída.

Ay, qué descenso hubo entonces a un sitio sin sensaciones, porque las sensaciones no son más que la manera de atar ese sitio al mundo exterior.

En ese momento las manos, aunque inmóviles, me aferraron el cuerpo con suavidad, y nuestros ojos, extrañamente, se llenaron de lágrimas. Quizá era porque estábamos de nuevo allí y no en aquel otro lugar. Daba alegría estar de vuelta, la casa, los tulipanes, los platos de barro y el repentino balido de una cabra afuera, pues en aquel sitio anónimo había una Presencia tan imponente que no podías quedarte, tan grande que sólo podías ser insignificante, una nada que nunca podría volver a fundirse con tu invidualidad. Sé lo que quiero decir, pero me faltan las palabras.

Cuerpodivino alejó la cabeza de la mía, sosteniéndome todavía contra su cuerpo, y me leyó la cara, el mentón, la frente, cada ojo, la boca. Sonrió y cerró aquellos ojos increíbles e instantáneamente, creo, se quedó dormido sin dejar de sonreír. Me quedé observándolo, viendo la luz que ponía un barniz en la humedad del pómulo y la mandíbula, y luciérnagas en las pestañas y hebras rizadas entre el cabello. Dentro, menguaba, no porque se retirará sino porque disminuía, y aunque la sensación era exquisita me llenó de pena, y traté de apretarme más contra él, y eso pareció alejarlo y echarlo de mí aún más pronto. Así que dejé que se fuera, y lo observé mientras dormía y recordé que de todos nuestros bienes hay sólo uno que no nos pueden quitar, y ese bien es la memoria; dejar que un momento bello entre en la memoria no es perderlo sino conservarlo. Deja que el momento pase... déjalo... déjalo; es tuyo para siempre.

Después de un rato me escabullí y fui al rincón de la cocina a preparar algunas fresas para cuando despertase. Entonces quizá tendría que haber sentido unos ojos en la piel... quizá los sentí, no me acuerdo. Estaba demasiado llena de lo que había pasado para tener conciencia de algo más. Recuerdo haberme detenido a pensar: ¿qué será perfecto cuando despierte? ¿Qué flor especial o qué arreglo de vides será el adecuado para sus ojos cuando se abran? Y pensé: una llama... sólo eso. Una llama, así que encendí la vela grande. Y quizá habría alguna flor que no había visto por la mañana, y corrí afuera y me encontré con Hobo Wellen.

Lo había conocido... lo había visto; no creo que hubiéramos cruzado una palabra. Algunas de las mujeres y de las muchachas del pueblo lo observaban como observan los niños a un lobo en el zoológico, asustadas y con una risita nerviosa; pobres, no sabían que allí no había barrotes. Nunca lo consideré algo tan noble como un lobo; me parecía más bien un enfermo. Tenía una pulcritud que nada podía cambiar, ni siquiera en ese momento, respirando tan pesadamente que resoplaba, cubierto de polvo y de tierra. Lo llamé por su nombre y le pregunté qué quería, y su respuesta fue abrirse la ropa y sacar el pene. No creo que nada hecho por Dios en un ser vivo sea repugnante, pero aquello lo era, no en sí mismo sino por la manera en que él lo manejaba y lo miraba y me miraba a mí. Era, creo, muy grande, y fláccido.

Entonces me agarró de la muñeca y me arrastró hacia él, ay... fue tan inesperado. Me golpeó en el cuello y vi una enorme lluvia de estrellas contra un fondo gris y la ladera de la montaña osciló y giró y me encontré tendida en el suelo mientras Wellen se me tiraba encima. Ni siquiera tuve tiempo para asustarme. Él me causó más sorpresa que dolor. Después llegó el dolor, pero también otra cosa: Wellen había dejado de moverse. Estaba encima con la cara cerca de la mía, mirando hacia adelante algo que yo no podía ver. Miré también y era Cuerpodivino allí de pie, con expresión tranquila. Quizá sus ojos eran más largos, más estrechos que antes. No dijo nada.

Wellen se levantó apresuradamente y yo me incorporé. Wellen soltó un largo grito de cerdo, un ¡oooiink!, y echó a correr marcha atrás. Cayó y se escabulló como una araña y se levantó otra vez, con una mano entre las piernas y gritando otra vez ¡oooiink!, y dio media vuelta y desapareció.

Volví la cabeza para mirar a Cuerpodivino, y debajo de mis manos, que seguían en el sitio donde me había golpeado Wellen, sentía una terrible punzada de dolor. Cuerpodivino se arrodilló a mi lado y me apartó con suavidad las manos y pasó por el sitio la punta de los dedos. En la base del cuello y en el hombro se me estaba formando un gran nudo. Puso aquella mano grande encima, la apoyó de manera que el contacto fuera firme y con los ojos se apoderó como antes de los míos.

Algo empezó a moverse: yo lo sentía como un fluido que salía de mí y entraba en él. Era dolor convertido en líquido que se iba de mí y se metía en su mano. Comprendí por aquellos ojos y por la tensión de aquella cara que también él lo sentía como dolor; me lo estaba quitando y sufriéndolo. Cuando me di cuenta hice ademán de apartarme: ¿por qué tenía que sufrir él mi dolor? Pero apartarse de Cuerpodivino es como apartarse de una parte de ti mismo. Sabía lo que me pasaba y no estaba dispuesto a dejarme así; la mano en mi cuello y en mi hombro estaría soldada a mi piel hasta que acabara de hacer lo que estaba haciendo.

Porque Cuerpodivino tenía manos curativas.

Por fin la mano se apartó de mi hombro y de mi cuello y Cuerpodivino se sentó en cuclillas, cansado, los hombros caídos. Tener manos curativas es una carga. Busqué la que me había curado y él hizo un gesto de dolor y después sonrió mientras yo la levantaba con la mayor suavidad posible y la cubría de besos. Ah, amar no es curar, pero quizá sea lo más parecido. Sin embargo, él llevaría mi dolor en la mano hasta que cumpliera su ciclo.

Me ayudó a levantarme y entramos de nuevo. Dejé que se sentara y me mirara mientras yo terminaba de preparar las fresas, y después las llevamos con la jarra de leche fresca y la taza y las compartimos.

El sol se había ido de los tulipanes, pero por el aspecto que tenían lo recordaban. Me acosté y Cuerpodivino se acostó a mi lado, cerca, con la mano curativa sobre mi pecho. Dije que parte del sol estaba todavía en los tulipanes; le pregunté si creía que el sol los echaría de menos.

—Oh, no —dijo él—. Está acostumbrado. Las flores lo fortalecen. Necesitas que te usen las manos, las piernas. Si a un hombre le atas un brazo a la espalda —dijo con cara seria—, en un par de años tendrá un palo cubierto de piel. —Se miró las manos y después me acarició con ellas—. Es necesario que te usen, toda, todo. Te fortaleces.

Pensé en Wellen. No sé cómo supo Cuerpodivino que estaba pensando en Wellen.

—No sabe —dijo—. No lo puede hacer con una mujer si no la lastima. ¿No te diste cuenta?

No sabía qué quería decir.

—Tuvo una erección cuando te golpeó dijo Cuerpodivino—. No antes de golpearte. Y él también sentía dolor.

Miré en lo más profundo de aquellos ojos extraños y cálidos, y vi allí el dolor. De repente comprendí que en presencia del dolor, Cuerpodivino lo compartía, lo sacaba y lo guardaba. Le pregunté algo que me desconcertaba; le pregunté:

—¿Le quitaste el dolor?

—Podría haberlo hecho.

Pensó en eso un rato detrás de los párpados. Cuando Cuerpodivino cerró los ojos, las pestañas le tocaron las mejillas. Observé y esperé.

Abrió los ojos otra vez y repitió:

—Podría haberlo hecho, pero se escapó.

—¿Pero lo habrías hecho?

Creo que por primera vez lo sorprendí con una de mis preguntas.

—¡Sí, claro!

Pensé: este hombre es mi amante, y Wellen me hizo daño. ¿Por qué habría entonces de ayudarlo? Cuerpodivino pareció oír de nuevo mi pensamiento porque dijo:

—Sentía dolor. Sentía dolor en los testículos y en la barriga, y sentía dolor en la cabeza.

Y pensé:. ¿eso es una respuesta? E inmediatamente: sí, lo es. ¿Qué haces si alguien grita y grita y no para? Tratas de que calle por todos los medios posibles. (A menos que seas otro tipo de persona y te tapes los oídos y escapes.) Para Cuerpodivino el dolor —el dolor de cualquiera— era como un grito, y necesitaba pararlo, sobre todo porque era quien tenía los medios.

Pero entonces... ¿por qué Cuerpodivino lo había dejado irse con su dolor?

Cuerpodivino me rodeó con los brazos.

—Tienen que venir a mí —dijo—, como tú.

¿Yo había ido a él? ¿De veras? Sí, claro que sí, cuando estaba sentado al lado del sendero que lleva a mi jardín, ocultando el rostro. Su cara, me pregunté, ¿sería como era ahora, cuando le veía compartir el sufrimiento de Wellen y cuando vi la herida de mi hombro entrándole en la mano?

¿Yo habría estado gritando, gritando de alguna manera? ¿Yo, con mi vida tan aparte y ordenada en compañía de mis cosas verdes y mi cielo y los animales de la ladera? Grité —fue una exigencia—, grité y lo sacudí:

—¡Cuerpodivino!

Y como siempre, él me entendió perfectamente.

—Estabas sola —dijo.

WILLA MAYHEW

Mientras revoloteo por las calles y los callejones de nuestro pequeño pueblo, a mi alrededor estallan los brotes y se abren las hojas y cantan las nubes las orquestas los coros de pájaros, y no necesitas ser un pajarito vivaracho para saber que ha llegado la primavera. Encaramado Saltando Balanceándome Posado en una rama pequeña para descansar y echar un vistazo alrededor, se me ocurre que en primavera todo crece un poco, las cosas buenas y, ay, sí, también las malas.

Ay, sí, también las malas. Me recosté en el chirrido familiar de la silla del escritorio y miré la primavera que me rodeaba. Empujaba la ventana hacia mí, tratando de meterse, hinchándose y empujando. Allí en la pequeña ventana, a mi lado, había un apretado brote verde de boj, colgando y golpeando contra el cristal, y parecía una cabeza de lo que ya sabes, empujando y empujando para conseguirlo. Parecen muy tiernos y sensibles, pero pueden meterse en cualquier lado; son tan insistentes que no hay quien los pare.

Me incliné sobre la máquina de escribir y miré lo que había escrito. Mientras revoleteo por las calles y los callejones. Nuestro pequeño y amado pueblo es una cloaca, estimado lector, y cada vez que alguien corre esas cortinas de cotonía es para ocultar cosas diabólicas: de pensamiento, palabra y obra. Hay que vigilarlos, hay que pararlos. Por su propio bien. A no me importa. Pero algunas personas saben la diferencia que hay entre el género humano y los animales inferiores. Andrew Merriweather lo sabe, al menos creo que lo sabe, bueno, la mayoría de las veces lo sabe. Soy tolerante. Tienes que ser tolerante con alguien que lleva una de esas cosas pegada al cuerpo. Es como un parásito. Tiene algo así como vida propia. Se mueve cuando quiere. Edith me habló de los niños de séptimo grado, de cómo les pasa eso a veces. Cuando se da cuenta, ella siempre los hace pasar y escribir en la pizarra. Dice que se avergüenzan y se asustan, y cree en la «asociación». Dice que si se avergüenzan y se asustan cada vez que eso ocurre, lo asociarán. Después no les sucederá más, incluso cuando estén solos. Sé lo que hacen cuando están solos. Todos lo hacen. Ay, si tuviera un hijo jamás lo dejaría solo, ni por un minuto, aunque tuviera que dormir conmigo. Me ocuparía de que pensara en otras cosas.

De lo malo, como de lo bueno, pueden salir brotes y retoños y flores y, por supuesto, frutos. ¡¡Este pajarito sabe lo amargos que son esos frutos, aunque no por experiencia personal, ja, ja!!

Ja, ja. Si tuviera alguna experiencia personal, no estaría tan perfectamente capacitada para hacerlo que hago, pero gracias a Dios no tengo ninguna mancha.

A pesar de todo su dinero, mi querido y difunto marido era un viejo verde, y decidió hacérmelo cuando yo sólo tenía catorce años, y durante dos años no me sacó los ojos de encima, y cuando cumplí dieciséis hizo que mi madre dijese que me podía casar con él. Mi madre nunca me contó lo que hacían los hombres y, Dios la bendiga, la entiendo muy bien. Aquella noche pensé que el viejo se había vuelto loco, tratando de tocarme por todas partes y mostrándome aquella cosa enorme y avasalladora. Traté de huir, pero era fuerte —mucho más fuerte de lo que nadie sabía— y me sujetó y me metió la, ya sabes... ay, no sé qué fue lo que me hizo pensar otra vez en todo aquello. No quiero pensar... Me desmayé y cuando me desperté él estaba encima de mí y dije su nombre y le ordené: «Bájate.» Al principio pensé que también él se había desmayado. Era tan pesado, y yo estaba todavía, ya sabes, de aquella manera con él, pero ya no era lo mismo.

Me levanté y di una vuelta por la oficina y decidí no pensar más en el asunto y eso hizo que me sintiera mejor. Me senté de nuevo a la máquina de escribir. El brote duro de boj volvía a empujar contra el cristal. Después dejó de moverse. Abrí la ventana y lo palpé con el pulgar y el índice. Estaba frío... El viejo se quedó encima un rato largo, largo, y entonces le toqué el cuello. Estaba fresco. Estaba frío. Dentro de mí estaba fresco y frío.

Supongo que grité. Alguien dijo: «Señora Mayhew, ¿está usted bien?» Creo que durante un segundo todo giró dentro de mi cabeza, tanto entonces como ahora, una pesadilla de treinta y cinco años, la oficina, el viejo muerto encima y dentro de mí, el papel en la máquina de escribir, ¡experiencia personal, ja, ja!, y todo se despejó y allí estaba yo de pie con el quebrado tallo de boj en la mano y había un pequeño corte en el lado de un dedo y había sangre en el brote. Lo aplasté y lo trituré y lo tiré y me sentí como si hubiera corrido un largo trecho. Di media vuelta y miré a Melissa Franck, que estaba allí de pie agitando las manos pequeñas y regordetas y mirando asustada con aquellas gruesas gafas y diciendo:

—¿Está usted bien, señora Mayhew?

—Claro que sí, ¿no lo ves? —Supongo que le hablé de manera brusca, porque hizo una mueca. Me miré las manos, rojo sangre, verde sangre, temblando. La máquina de escribir y el escritorio estaban cubiertos de trozos primaveralmente verdes—. Si se les hiciera esto a todos, habría menos problemas en este pueblo —dije, no sé por qué, y fui al fregadero, allá atrás, a ponerme una tirita y a lavarme las manos.

Mientras yo hacía todo eso Melissa Franck debía de estar tratando de entender qué pasaba, porque de repente dijo:

—Ah, era un gusano, ¿verdad?

—Sí, era una especie de gusano.

Volví al escritorio. Ella había puesto todo en orden. Me senté y la miré. Como tantas veces, me pregunté cómo una piel tan suave y sin marcas podía parecer tan enfermiza. Era una de esas personas de rasgos fuertes y mandíbula cuadrada que son tímidas y de voz chillona. Siempre llevaba puestos suéteres deformes y faldas tejidas que impedían ver su forma. Se vestía como si tuviera vergüenza de lo que llevaba puesto, y hacía bien. Había sido violada. Ella sabía quién había sido y yo también lo sabía, y ella sabía que yo lo sabía. Nadie más lo sabía excepto, claro, él. No creo que haya habido un solo día en su vida en que no haya temido que yo fuera a publicarlo en el periódico. Podía hacer trabajar mucho a Melissa Franck... Me enteré de una manera muy curiosa, que demuestra las ventajas de tener vista de pájaro, ja, ja. Sólo vi a Hobo Wellen hablando con ella del otro lado de la calle, y la manera en que ella se reía. Al día siguiente, ella entró como si no hubiera pasado nada, pero con cierto aire de fragilidad. Demasiado ocupada, me entiendes, y siempre mirando hacia abajo. Así que la llevé a mi escritorio, hice que me mirara a los ojos y no pudo más que uno o dos segundos. Entonces le dije:

—¡Así que fue eso! —y no necesité nada más; se echó a llorar y desde entonces la tengo en mis manos y está dispuesta a hacer cualquier cosa por miedo a que yo diga o escriba algo en el periódico sobre su violación y que todo el mundo crea que es mala. Melissa Franck mala, ¡imagínate eso...! Después, claro, hice saber a Wellen que me había enterado. Lo único que necesité fue mirar disimuladamente la espalda de Melissa cuando él estaba en la oficina, y enseguida comprendió.

A Hobo Wellen lo tengo muy vigilado. Necesito saber quién es bueno y quién es malo en esta época, y Hobo Wellen es un terreno de pruebas andante. Observa a la gente, sobre todo a las muchachas. El Antiguo Testamento dice que la mujer es el vehículo del mal, y esto es lo que en realidad significa: que las muchachas son tontas. Todas las muchachas son tontas, pero algunas sobrepasan cierto punto de estupidez y es entonces cuando comienza el mal. Te das cuenta —bueno yo me doy cuenta— de sólo oír como se ríen y a veces de sólo ver cómo caminan cuando llegan al punto de la estupidez. Si tuvieras que probar un trozo de cadena, o una muestra de tela teñida o una pala o un nuevo tipo de pan, podrías experimentar con el material hasta destruirlo: tirar hasta que se rompiera, hervirlo hasta que perdiera el color, romperlo, desmenuzarlo, quemarlo. Hobo Wellen es la prueba de fuego, y lo único que he tenido que hacer es señalarle con el dedo una de esas tontas y poco tiempo después estaba en mi poder el resultado. Sí, podría nombrar de memoria a más de una docena de mujeres y de muchachas que he probado de esa manera en los últimos dos años, y ocho de ellas no pasaron la prueba.

Siete. Tengo que ser justa. Nadie podrá decir que no soy justa. No sabré si son ocho hasta que tenga noticias de esa tal Britt, pero ya sé lo que me dirán de esa fresca que anda por ahí exhibiéndose. Bueno, volvamos al trabajo.

Pero no tenemos que comer el fruto del mal. Somos personas, no animales, ¿verdad? (¡¡Bueno yo no lo soy, pero eso es diferente!!) Y una de las diferencias entre las personas y los animales es que nosotros podemos aprender. ¿Acaso no hemos aprendido ya qué es lo que ocurre cuando comemos la fruta del mal? ¡Claro que lo hemos aprendido! Hemos aprendido, además, que la fruta no tiene que madurar, que la podemos —si se me permite acuñar una frase— morder de raíz.

Aleteando de aquí para allí, día y noche, veo dónde están los brotes. Ah, claro que crecen donde esperas que crezcan: de semillas dejadas por la basura de la ciudad que viene aquí a enseñar a nuestros jóvenes a tomar drogas peligrosas y mortíferas y a desafiar todas las leyes divinas y humanas con ese pelo horrible y esos abalorios y esa asquerosa manera de hablar. Todo eso viene de países comunistas. Lo sé porque he tenido muchas conversaciones serias con aves de paso que estuvieron en nuestro querido pueblo y me lo contaron.

Pero las semillas del mal también han sido plantadas en los lugares donde menos las esperas. «El precio de la libertad es la vigilancia eterna»; también es el precio del orden público, y la única manera de cortar de raíz la fruta una vez plantada. ¡Supongamos que te contara que una flor del mal ha brotado esta primavera en una de nuestras casas de Dios! ¡¿Por qué sino alguien que debiera ser intachable (y que no nombraremos) recibe una atención tan SUPER ESPECIAL de cierta persona cuando su marido está fuera haciendo con seriedad el trabajo del Señor?! ¿Por qué a cierta ciudadana, aceptada durante años a pesar de sus... ¡,;digamos que excentricidades!! (¡¿no es esa palabra imponente para un pajarito como yo?!)... se le permite desfilar indecentemente por una de esas laderas donde nuestros jóvenes podrían en cualquier momento corromperse a causa de ese espectáculo?

A esto me refería cuando hablé de la «vigilancia eterna». No es sólo cuestión de observar al invasor. Cualquiera puede hacer eso (aunque no muchos lo hacen, ¡¿verdad?!). Tienes que observar las cosas de las que siempre has estado seguro y a las personas en las que siempre pensaste que podías confiar, gente que no debería, que no podría (¡¿?!) hacer nada malo. Lavarse es bueno... pero hay que lavarse todos los días, ¡¿verdad?!

Así que mantente limpio en todos los aspectos, y cuando otras personas-¡¡y pajaritos!!-te observen, que lo hagan: no tienes ningún problema. Y tú observa también a los demás, y si alguna vez descubres a la más pequeña de las semillas germinando donde no debe, ya sabes qué hacer, ¡¿verdad?! Díselo en el oído a tu pajarito, y recibirás su agradecimiento. Y nadie nunca jamás te delatará. Hasta la semana que viene... ¡pío-pío!

Me recliné en aquel familiar chirrido de la silla y junté las hojas mecanografiadas y las leí y me sentí satisfecha. Pensé: esto, puerca, te pondrá en evidencia. El pastor Currier es un hombre que nunca pude entender. Con el señor Grudgeon, que estuvo antes a cargo de la iglesia, sí que se podía tratar. Creo que era porque podía enojarse, y porque para él todo era muy sencillo: el bien y el mal, Dios y la patria. Daniel Currier siempre está dispuesto a escuchar, y la verdad es que no creo que eso sea bueno en un pastor. Un dirigente tiene que dirigir y no ir detrás; no escuchar sino hablar. Un predicador tiene que predicar. Un sermón no es lo que Daniel Currier llama un «diálogo». Sospeché de él desde el comienzo. Bueno, desde la primera vez que vi a esa mujerzuela. Nunca había tenido la oportunidad de meterme con ella, tan dulce, tan sonriente todo el tiempo. La verdad, la verdad es ésta: ningún ministro del Señor tiene derecho a casarse con una mujerzuela de cara bonita. Hay cuatro iglesias en este pueblo, y ella es la única mujer de pastor que tiene ese aspecto. No tiene derecho a ese aspecto, y eso es todo. Y él no tenía derecho a casarse con ella y a traerla aquí. Si algún hombre ha empezado a rondarla, eso es exactamente lo que podía esperarse. Y no me importa si Wellen miente, porque tarde o temprano tenía que ocurrir, y lo mejor es que nos deshagamos de la santita de la señora Liza Currier antes de que esto se convierta en un verdadero escándalo. Entonces quizá podamos conseguir a alguien para ese púlpito que predique como un predicador, casado con alguien que parezca la mujer de un predicador.

Creo que entonces me reí —hago eso cuando me siento bien por algo— y miré la cara tonta de Melissa Franck. Movía los dedos con más rapidez que nunca, y tenía muy roja la punta de la nariz, que es lo que siempre sucede cuando está alterada. Detrás dé las enormes gafas sus ojos parpadeaban sin parar.

—¿Terminaste ya de pasar eso a máquina? —dije.

Y ella empezó a tartamudear, que es su otra característica cuando está alterada.

—N-no, y tam-tam-tampoco lo v-v-voy a hacer.

—¿No vas a qué?

—N-no me importa.

—Sabes que ese texto tiene que estar en el taller dentro de treinta y cinco minutos.

—N-no me importa.

—Sabes que si no está listo entrarán en prensa sin mi columna.

—N-no me importa.

La miré. He descubierto que con algunas personas lo único que hay que hacer es mirarlas, y sostener la mirada sin decir una palabra, sobre todo si estás en una discusión y te toca hablar: entonces se ven obligadas a decir alguna otra cosa que por lo general puedes usar para derrotarlas. Eso, por supuesto, la hizo hablar. Levantó las páginas que yo había escrito y las agitó en el aire.

—N-no puede hacer esto, señora Mayhew.

Pronunciando las palabras despacio y con claridad, dije:

—Melissa Franck, ¿me estás diciendo lo que puedo o lo que no puedo hacer?

—N-no puede hacerle esto a la se-señora Currier.

La punta de su nariz estaba aún más roja, y ¡Dios mío!, creo que también mojada. Apunté con un dedo largo y lento a las páginas que sostenía en la mano. Temblaban: ¡las oía desde donde estaba sentada!

—No hay una sola palabra en ese texto —dije— que haga referencia a alguien por su nombre. Si haces alguna interpretación sobre lo que ahí se dice, es producto de tu pequeña y horrible mente, no de la mía.

Entonces me sorprendió. ¡Gritó! ¡Me gritó a mi!

—¡Eso es lo que usted cree, eso es lo que siempre dice, pero usted sabe que no es así, y todo el mundo en el pueblo sabe que no es así! —¡Caramba, cómo se olvidó de tartamudear!—. En este pueblo —dijo— hay cuatro iglesias, o tres y un templo. El padre Conklyn es un sacerdote y no tiene mujer, lo mismo que el rabino Brummel, puesto que la señora Brummel murió, y nadie va a pensar que escribe sobre la señora Fleckenstein. Entonces, ¿qué otra persona podría ser?

Me levanté. Soy mucho más alta que Melissa Franck. Le señalé su escritorio y la máquina de escribir y dije:

—Tú no estás aquí para cuestionar lo que hago. Tú estás aquí para hacer lo que te mandan. Copia esa columna y hazlo ya.

Cuando me levanté, ella retrocedió unos diez centímetros, pero se quedó mucho más derecha. No me contestó. Sólo levantó un poco la punta de aquella húmeda y tonta nariz roja.

—Sabes lo que esto significa —dije.

—N-no me importa.

—Dame esos papeles.

Rompió las hojas en dos, y juntó los pedazos y los rompió a su vez en dos, y los dejó sobre mi escritorio.

Alguien gritó con todas sus fuerzas:

—¡Sucia chupapollas de mierda, te voy a echar a patadas de este maldito pueblo! —Y la verdad es que no sé quién fue, pero hizo que me doliera la garganta como si algo se hubiera roto allí dentro, y por un momento me quedé sin ver, y cuando me levanté estaba sola en la oficina.

Me senté ante la máquina de escribir y puse una hoja. Hubo una serie de chasquidos en la ventana, y otro brote suave, fresco y redondo me apuntó y golpeó el cristal.

MELISSA FRANCK

Nunca, nunca, nunca en mi vida hice nada como aquello. Melissa levántate. Melissa siéntate. Melissa recoge tus cosas. Melissa ve a la tienda. Sí señorita Standish. Sí señora Steiner. Sí señorita Grandy. Sí sí sí señor señorita señora Harris Boyer Petrilli sí madre. Sí, enseguida, señora Mayhew.

Y nunca llegaba tarde y nunca faltaba un día al colegio, salvo cuando tuve las paperas, y nunca perdía un examen, pero nunca nadie decía mira qué bien lo hace, nunca nadie decía tienes que ser como Melissa Franck, supongo que porque nunca gané un premio ni estuve en el cuadro de honor ni conseguí la nota más alta, ni una vez.

Tampoco hubo nadie, nunca, que se riera de mí porque tenía ropa de niña pobre o uñas o calcetines sucios, pero tampoco hubo nadie que dijera oh, qué pelo precioso o mira cómo camina. Nadie, en toda mi vida, me dijo fuera de aquí, pero tampoco nadie me dijo te quiero.

Excepto él, aquella vez.

Pero en realidad no era a mí a quien quería.

Salí apresuradamente por la calle Maple después de que la señora Mayhew pegara aquel grito. Ahora ella lo contaría todo. Pero lo peor era que lo contaría a su manera. Tenía una manera de contar cómo comprabas una barra de pan o cómo te cepillabas los dientes que te hacía parecer un demonio o un pervertido. ¿Qué haría ella, qué harían todos los demás cuando contara lo que había ocurrido con Hobo? Aunque lo que contara fuera verdad, todo el mundo me escupiría y hablaría de mí, y todos los hombres pensarían que podían poseerme, y yo tendría que decir no, no, no hasta que me cansara y empezara a decir sí, sí, y después, pronto, nadie me lo pediría más, sólo se reirían, porque eso era lo que le había pasado a Sue Vines, y después de quedar embarazada tuvo el accidente. Pero yo sé que no fue accidente, porque abrió la portezuela del coche y se arrojó a la carretera a ochenta kilómetros por hora, y sólo entonces fue cuando Tommy chocó contra el árbol. Como ves, si la señora Mayhew decide perseguirte, puedes morir.

Persiguió a Sue Vines porque era tan bonita, ésa es la verdadera razón, tan joven y bonita. La empujó hacia abajo y cuando logró que Sue cayera un poco la volvió a empujar y la siguió empujando hasta que no hubo más Sue Vines. Entonces, ¿qué me haría a mí después de lo que yo había hecho?

Miré hacia atrás y caminé más rápido. La señora Mayhew no iba a esperar a escribir algo sobre mí en el periódico y dar tiempo a la gente para que lo leyera, y escribir algo más y esperar otro poco. Ay, no, inventaría algo mucho peor y mucho más rápido. Volví a mirar hacia atrás. No me habría sorprendido nada ver a toda una multitud de vecinos persiguiéndome con antorchas y a la señora Mayhew incitándolos con una soga en la mano. Pero lo único que había era una camioneta grande, acercándose despacio.

Para entonces yo estaba en el límite del pueblo, en el cruce donde la calle Maple atraviesa la carretera comarcal y se mete hacia Cumbre del Condado, convirtiéndose en un camino de tierra y perdiéndose entre las montañas. Supongo que fue exactamente allí donde decidí no doblar a la derecha ni a la izquierda, lo que me llevaría de vuelta al pueblo. Seguí con el rumbo que llevaba, dejando todo atrás.

La camioneta, por supuesto, aceleró y retumbó saliendo del asfalto y frenó a mi lado.

Yo seguí caminando y mirando hacia adelante.

—¡Melissa! ¡Melissa Franck!

Ay... el señor Currier. Ay, no quería en ese momento hablar con el señor Currier.

En tono supongo que brusco dije:

—Qué.

Sin signos de interrogación.

—Qué.

El señor Currier no dijo nada, y yo tuve que volver la cabeza y mirarlo y después acercarme a la camioneta. No quería tenerlo cerca en ese momento porque es un buen hombre, un hombre bueno y agradable con el que no puedes ser grosero. Si eres grosero con él, cree que es por culpa suya. Así que si se ofrecía a llevarme en la camioneta diría que no, y si quería que le contara qué me pasaba diría que no, y si quería llevarme de vuelta al pueblo diría que no y no y no. Y estaba realmente dispuesta a enfrentarlo.

—Qué.

—¿Conoces a un hombre llamado Cuerpodivino?

Oh.

Miré al señor Currier con mucha atención para ver si aquello era una trampa, pero no lo era. De verdad quería saber, y no tenía ningún interés en mí ni en saber lo que estaba haciendo ni adónde iba. De repente me volví a sentir muy normal y muy real

—No —dije—, lo siento, señor Currier.

—Yo también lo siento, Melissa. De verdad. Bueno, voy a mirar por ahí. Adiós.

Sonrió.

—Adiós.

La camioneta se puso en marcha y yo me eché a llorar. Creo que nunca en mi vida me llevé una sorpresa más grande. Sé que estaba alterada, pero esa repentina sensación de normalidad, esa sensación de ser Melissa Franck, de que no le importaba a nadie, ah, allí está Melissa Franck, vamos a preguntarle si sabe dónde está el señor Cuerpodivino, si lo sabe, muy bien, si no lo sabe seguiremos buscando, adiós y olvídate de Melissa Franck... ese exceso de Melissa Franck que me invadió en vez de calmarme me hizo llorar. Supe entonces que aquél no era un día como los demás, y que el cambio que me había hecho enfrentar a la señora Mayhew era un cambio permanente y... y... Y que mis cosas seguirían cambiando.

El señor Currier detuvo la camioneta y bajó y volvió hasta donde yo estaba llorando. Me rodeó con los brazos. Supongo que era porque berreaba sin consuelo, echando todo el aire de los pulmones, y entonces algo se me atascó y no podía recuperarlo e iba a caerme. Antes ningún hombre me había abrazado, excepto...

Aspiré algo de aire, que al entrar me quemó los pulmones pero aclaró un poco las cosas. El señor Currier seguía rodeándome con un brazo y me llevó a la camioneta. Era un hombre muy fuerte. Abrió la portezuela, derecha y me metió dentro. Dejó la portezuela abierta y dio la vuelta alrededor y subió al asiento del conductor. Me quedé allí encorvada, llorando a moco tendido, y todo lo que él hizo fue abrir la guantera y sacar una caja de pañuelos de papel y ponérmela en el regazo. No sé cuánto tiempo me quedé así acurrucada mientras el señor Currier apoyaba las manos en el volante y miraba por el parabrisas. Sé que aquello podría haber durado mucho más si él hubiera esperado a que yo terminara. El hombre me dio esos minutos. Me refiero a todos esos minutos durante los cuales él no hizo ninguna otra cosa. Eso tampoco me había ocurrido nunca.

Después de un rato supongo que estaba más tranquila, porque me preguntó si quería regresar al pueblo. Dije que no con la cabeza porque si abría la boca podía empezar de nuevo con aquel horrible llanto. Él debió de darse cuenta porque me dio unos minutos más. Finalmente dije:

—No vuelvo, no volveré nunca. —Entonces dije algo que pareció significar mucho más que eso—: No quiero volver.

El señor Currier me miró y después miró de nuevo por el parabrisas, preparado para esperar un rato más. Supongo que empecé a sentirme culpable.

—Usted siempre ha sido muy bueno conmigo —dije—, y la señora Currier es la señora más amable, más bonita y más agradable del mundo.

El señor Currier esbozó una sonrisa y dijo que pensaba lo mismo.

—¿Por eso te vas? —preguntó. Pienso que era una pequeña broma, pero le conteste que sí.

Me miró de nuevo. El señor Currier tiene a veces una manera especial de mirar, una expresión con la que parece decir que no entiende nada, que está perdido y perplejo, como cuando lo llevaron a ver los gatos que los chicos de los Crendy habían atado juntos con un alambre de las patas traseras y colgado de la cuerda de tender hasta que se mataron entre ellos.

—La señora Mayhew —expliqué— va a decir algo sobre la señora Currier en su columna, y yo no quise copiarlo, y ahora me anda persiguiendo.

El señor Currier se volvió para mirar la carretera vacía, una manera de mostrarme que no me perseguía nadie. Era evidente que no entendía.

—Es imposible huir de ella si decide perseguirte —dije—. Como a Sue Vines. Hay que hacer lo que ella ordena.

Le miré la cara, y si hubiera podido me habría echado a reír. Estaba totalmente perdido.

Traté de explicarlo.

—La señora Mayhew sabe un montón de cosas horribles, y si haces algo que a ella no le gusta, lo publica en el periódico y después todo el mundo te odia. —No fue suficiente. Probé de nuevo—. No puedo volver... Me he peleado con a ella y ahora contará lo que sabe a todo el mundo.

—¿Qué es lo que contará a todo el mundo, Melissa? No creo que en tu caso haya nada «horrible» que todo el mundo pueda creerse.

—Sí, claro que hay —dije.

El señor Currier no quiso ser indiscreto.

—¿Qué es lo que anda diciendo sobre mi mujer?

—Que un hombre va siempre a su casa cuando usted no está.

—Muchas personas entran y salen de mi casa.

—No se refiere a eso, y usted lo sabe.

A pesar de mí misma creo que empezaba a enfurecerme un poco. La gente no tendría que andar por ahí tan indefensa, creyendo que el mundo es bueno y que las personas son buenas. No lo es. No lo son.

—Pero no ocurre nada de eso. ¡No es cierto!

—Señor Currier —le dije de todo corazón—, por la manera en que usted dice esas palabras, «¡no es cierto!», es como si creyera que entre lo verdadero y lo falso hay diferencia. ¡No la hay! ¿Qué importa como es o deja de ser una cosa? Sólo importa lo que dice de ella la gente. Al menos gente como la señora Mayhew.

Siempre había pensado que nada podía impresionar al señor Currier. Me refiero, claro, a que la gente siempre lo intentaba pero no lo conseguía. Él se esforzaba por entender, y a veces se desconcertaba. Pero creo que aquello lo impresionó: lo que dije de que no había diferencia entre lo verdadero y lo falso. Pienso que se había aferrado a eso toda su vida: si pudieras saber la verdad de algo, eso, bueno, resolvería todo.

—Melissa —dijo—, está... —Tragó saliva; no le salían las palabras. Intentó de nuevo—. Está ocurriendo... algo. —Me miró a través de aquellas gafas; sus ojos, al mirarme así, eran demasiado grandes; azules y... y limpios. Nada que no fuese limpio podría jamás tener aquel azul—. ¿Me ayudarás?

Estaba asombrada.

—¡Yo!

—Sé lo que es —dijo el señor Currier—, pero todavía no tengo las palabras para nombrarlo. —Se echó a reír—. Suena un poco raro, ¿verdad? Digámoslo así: tú sabes algo que yo no sé. También lo sabe la señora Mayhew, y el señor Merriweather. A veces creo que mi mujer lo sabe, pero no estoy seguro.

Lo dejé pensar un minuto sin decir nada. El señor Currier tenía una lucha interior. Pareció darse por vencido e hizo un movimiento negativo con la cabeza.

—No puedo.

—Dígalo mal —lo alenté con suavidad.

—¿Cómo?

—Dígalo mal, señor Currier. Me refiero a que si le sale mal, lo sabrá, y podrá ir cambiándolo hasta que le salga bien.

—Nunca se me había ocurrido eso. —Me miró como si de repente yo hubiera cambiado de ropa o crecido—. Eso es bueno —dijo—. Eso es muy bueno. —Pensó un rato—. Siento como si todas las personas que conozco supieran un idioma que yo no sé, o quizá palabras de algún idioma que nunca aprendí. Y ellas, me doy cuenta, se entienden instantáneamente, pero yo quedo fuera. Sin embargo, esta mañana conocí a un hombre. Cuerpodivino. Tú no lo conoces. Ese hombre... me tocó. —El señor Currier metió la mano por el cuello abierto y se tocó el hombro—. Y en ese momento lo que siempre pensé que era cierto... era cierto.

No entendía, pero no me atreví a hablar. Lo que el señor Currier trataba de decir era demasiado importante para él.

—Era cierto de una manera que nunca había conocido —prosiguió—. Y eso significa que todo aquello en lo que creí hasta ese momento y todo aquello que prediqué y traté de que creyeran otras personas, no era como yo lo veía. No, es un error. Ahora es cierto. Antes no lo era. —Me miró con mucha ansiedad, tratando de ver si entendía. Yo seguía mirándolo a la cara—. Cuando era obrero de la construcción —dijo— nunca soñé que sería pastor. Nunca jamás. Y entonces recibí el llamado. Lo recibí de verdad. Fue muy fuerte. Volví a estudiar. Durante años. Eso también fue duro. No me importó porque creía en lo que hacía.

—Y ahora ya no cree.

—¡Ah, sí, claro que creo! —exclamó antes de agregar—: Aunque no. Es decir... soy pastor porque creo en Dios y creo que Dios es amor. Y creo en la Regla de Oro. Pero ahora nada más parece tener mucha importancia... Ni las parroquias, ni los distritos, ni la Biblia, quizá ni siquiera la cruz. —Me miró esbozando una extraña sonrisa. Sufría—. Me parece que lo que acabo de decir está bien. Ese hombre me tocó, y sólo me queda esto: Dios es amor, y debes hacer a los demás lo que te gustaría que te hicieran a ti.

—¿Eso es todo? —me maravillé—. Es mucho. Es más de lo que yo tengo.

El señor Currier se volvió y me miró: con los ojos y no con aquella mirada interior que había empleado hasta ese momento, y estaba enfadado. Eso me asustó un instante, hasta que vi que el enfado era consigo mismo.

—¡Y aquí estoy, recibiendo ayuda de ti cuando eres tú quien la necesita!

—Está bien, señor Currier —dije—. Nadie puede ayudarme.

Entonces los dos volvimos la cabeza. Alguien salía de los bosques, caminando por el barranco.

Era Britt Svenglund, a quien tanto odiaba la señora Mayhew. Tenía puesto el vestido hasta el suelo que siempre usaba, o uno parecido... pero se notaba alguna diferencia. Quizá era el material, o quizá era la manera en que se movía esa tarde. No creo haber tenido jamás conciencia de su cuerpo hasta ese momento, ni de que lo tuviese. Pero tampoco sé si la había visto alguna vez trepar a unas rocas. De todos modos, cuando llegó a la carretera y nos vio y se detuvo, había una diferencia de la que sé que estaba segura; Britt Svenglund parecía simplemente bella. No sé por qué. Siempre había tenido cara agradable, agradable nariz recta, boca cincelada, pero... pero aquello era otra cosa. Resplandecía.

—Señorita Svenglund... hola.

—Ah, señor Currier.

Por como sonrió me pareció que él le caía bien.

—Hoy tiene un aspecto espléndido... espléndido —dijo él con aquella maravillosa sinceridad, y ella no usó ninguna frase coqueta como «¿De veras?» o «¿Qué quiere usted decir?» Sonrió aún más y dijo:

—Sí.

El señor Currier la miró y me miró a mí, como disculpándose, pensé, como si en ese momento no tuviera derecho a pensar en nada más que en mí. Sin embargo, preguntó:

—¿Conoce a un hombre llamado Cuerpodivino?

Si en la cara de Britt Svenglund había antes un resplandor, ahora apareció una explosión de luz.

—¿Cómo lo supo? —Qué respuesta más extraña. Y cuando lo miré, el señor Currier estaba intercambiando algo con ella a través de la mirada... y parecía algo que daba mucha alegría. Curioso: él había estado diciendo algo acerca de que las demás personas tenían un idioma que él no entendía. Yo me sentí muy excluida. Britt Svenglund dijo—: ¿Usted también?

—Quiero volver a verlo —dijo el señor Currier—. ¿Sabe dónde puedo encontrarlo?

Britt Svenglund asintió pero no dijo nada.

—¿Quién es Cuerpodivino? —pregunté, y parece que mi sensación de exclusión se notó en la voz porque ambos se volvieron hacia mí como si acabara de lastimarme un dedo del pie.

—Deberías conocerlo. —Britt Svenglund no dijo nada, y los dos me miraron, obligados a decir algo. De repente el señor Currier recuperó lo que, supongo, él llamaría modales—: Oh, ésta es Melissa Franck. ¿Os conocéis?

Nos conocíamos apenas. Nos saludamos apenas con la cabeza.

Y después el señor Currier dijo otra vez lo que acababa de decir... Lo dijo como si fuera algo nuevo.

—Deberías conocerlo. —Se volvió hacia la mujer con verdadera excitación—. Tendría que conocerlo. Señorita Svenglund, Melissa es una de las buenas personas. De verdad. Y... Melissa está en dificultades y se siente muy desdichada. Si no le importa... La culpa no es de ella, es de otras personas. Pienso que Cuerpodivino...

Se interrumpió. Los dos volvieron a mirarme, sabiendo algo que yo no sabía. Pensé: no van a obligarme a hacer nada que... y entonces también yo me interrumpí. Era la manera en que se miraban.

—Tengo que ir al pueblo —dijo Britt Svenglund de pronto—. Cuerpodivino está en mi casa. Durmiendo. —Una hermosa sonrisa apareció y desapareció en su cara. Si escuchabas sus palabras, lo que decía era: no, no puedes verlo. Pero si escuchabas la forma en que hablaba, esto es lo que decía: señor Currier, confío en usted y si usted cree que a Melissa le sirve ver a Cuerpodivino, cuente con mi ayuda. Y Currier respondió en el mismo lenguaje:

—Entonces la llevaré al pueblo.

Britt Svenglund dio la vuelta alrededor del coche y se detuvo junto a mi portezuela.

—¿Sabes dónde está mi casa?

Dije que no con la cabeza.

—Camina por el barranco hasta que veas, sobre la orilla derecha, unos escalones hechos con troncos. Sube por ellos.

—No puedo hacerlo —dije—, no lo conozco. Él no me conoce. Pensará... y además, como dijiste, está durmiendo. —Pero mientras balbuceaba bajé del coche. Britt subió y cerró la portezuela—. No tardaré mucho, Melissa —dijo y sonrió, primero mirándome a mí y después al señor Currier.

Estaban haciendo algo que les agradaba. El señor Currier arrancó el coche y giró cambiando de dirección. Me quedé allí hasta que se perdieron de vista y se apagó el ruido del coche y no hubo nada más que la sombra de la montaña y las voces del bosque. No sabía qué hacer. De lo que estaba segura era de que no quería hacer lo que ellos querían que hiciera. Yo quería huir, como estaba haciendo cuando me interrumpieron. «No. ¡No!», dije a la tarde, y después bajé hasta la orilla y empecé a subir por el barranco.

¿Quién es Cuerpodivino?

Cuerpodivino se transformó en el sinuoso barranco allí delante, en la silueta de la montaña cada vez más oscura, y a la vuelta de una curva adquirió el aspecto de unas gradas cavadas en la tierra, en las que había troncos incrustados: una escalera serpenteante. A medida que subía, torciendo para aquí y para allá, el aire fue perdiendo peso, elevándose desde las sombras, volviéndose más respirable. Cuerpodivino está allí: ¿dónde? En la casa pequeña anidada en la ladera con un techo tres veces más grande de lo necesario sólo para resguardar algo de lo que la rodeaba y tenerlo dentro. Cuerpodivino está allí. Oigo el balido suave de un cabrito y el grito de un ratón; un búho despertado se interpone como una fantasmagoría entre donde estoy y la casa (así como un mosquito puede volar entre gotas de lluvia, un búho puede volar entre un sonido y el siguiente, llevando consigo el silencio). De algún modo, todo esto es Cuerpodivino, sólo que si digo ¿dónde está Cuerpodivino?, debo señalar todo esto y decir: allí.

Sin aliento, avancé bajo los anchos aleros; no sólo las escaleras me habían quitado la respiración. ¿Quién es Cuerpodivino? Una puerta abierta y una cocina en penumbras con una enorme vela que ardía colgada de una cadena; y mientras caminaba por debajo con pies educados por el ala del búho, me detuve y dejé que los suaves movimientos de la luz de la vela, el arrebolado resplandor del atardecer que entraba por las ventanas y por el tragaluz dijeran sí, sí, allí está Cuerpodivino.

¿Quién es Cuerpodivino? Extremidades largas, cuerpo largo, manos largas relajadas e indefensas, inocultas, abandonado a una plenitud corporal y mental. Todo armonizaba en Cuerpodivino: las extremidades con el cuerpo, la luz con la piel, la gracia con la fuerza, y el color de la piel y el pelo y los ojos.

Los ojos. Abiertos.

Uní con fuerza las manos y dejé de respirar. Estaba muy asustada.

Cuerpodivino se incorporó con total naturalidad. Si algún otro hubiera hecho aquello (pero ¿quién podría haberlo hecho sino él?) yo diría que había fingido estar dormido, pero yo sabía que Cuerpodivino había pasado del sueño total al estado de vigilia en un parpadeo. Eso me enseñó también que sin duda se quedaba dormido de la misma manera, en un instante y del todo, cuando estaba preparado.

Me habló.

—Hola. ¿Quién eres?

—Melissa.

Alargó la mano. Me acerqué y me arrodillé. No me asustaba que estuviera desnudo, pero sentía algo nuevo. Nuevo para mí. Creo que se llama respeto reverencial. Y yo nunca había visto a un hombre desnudo. Me apoyó la mano, fuerte y cálida, en el cuello junto al hombro.

—Sí, eres Melissa —dijo.

Entendí. Quería decir que yo le había dicho que era Melissa y me creía. No sé bien qué quiero decir con esto, pero ahí está.

—Dijo que podía venir a verte.

Cuerpodivino me entendió. Siempre me entendía.

—Me lo quieres contar.

No lo sabía, pero dije que sí con la cabeza. Cuerpodivino hizo el mismo movimiento y se levantó, tirando de mi mano para que también yo me levantara.

—Primero quiero mostrarte algo —dijo.

—Muy bien.

—Tendrás que quitarte la ropa.

No podía creer lo que oí entonces: mi propia voz, instantánea y natural, diciendo otra vez «Muy bien». (¿Quién es Cuerpodivino?) Me quité la blusa blanca con el tonto adorno de encaje en la parte delantera. Antes nunca había sido tonto. Me quité el cinturón y la falda recta moteada de blanco y negro. (Esas faldas se llaman rectas, pero nunca lo eran para mí después de la segunda vez que me las ponía.) Me quité el sujetador y los pantis. Cuerpodivino no me miraba, no dejaba de mirarme. Al levantar yo un pie, terminando de quitarme los pantis, me apoyó la mano en el hombro para que no perdiera el equilibrio, y cuando no la necesité la apartó. Al terminar me volví hacia él y él me agarró la mano.

Me llevó a través de la cocina y salimos al aire libre y caminamos por un pequeño sendero hasta un jardín al borde del pequeño terreno plano sobre el que se asentaba la casa de Britt Svenglund. Nos quedamos juntos en una zona de suelo rocoso mirando un día que moría y una noche que nacía.

Cuerpodivino me apretó un poco la mano y me sonrió.

—¿Qué sientes?

Dije lo único que me vino a la cabeza, la única sensación que me abrumaba.

—El viento no sopla sobre mi cuerpo, sopla a través de mi cuerpo.

—Eso es lo que quería mostrarte —dijo Cuerpodivino, y siempre de la mano regresamos a la casa. Él se sentó en la cama con las piernas cruzadas y yo me arrodillé de nuevo. Parecía lo más natural. Nos quedamos así un rato. Después, riendo, Cuerpodivino dijo—: Una persona desnuda puede mentir a otra persona desnuda. Pero no es fácil.

Me miré. Nunca lo había hecho. Hasta entonces el cuerpo no me había gustado ni disgustado. De algún modo, la atención que recibía de otras personas siempre había empezado por la cara y por la manera de... oh, lo que fuera esa manera... y se desviaba antes de llegar a mi cuerpo. Así que lo tenía limpio y cubierto y había llegado a olvidarlo como hacía todo el mundo.

—Es un buen cuerpo —dijo Cuerpodivino con delicadeza. Tenía una manera de saber lo que uno estaba diciendo por dentro, y conversar con eso. El señor Currier tenía el mismo tipo de habilidad, pero él no mantenía una conversación sino que hablaba—. Es bueno porque es el cuerpo de una verdadera mujer. Los cuerpos de las mujeres —dijo con total modestia, hablando con aquel cuerpo realmente magnífico—, los cuerpos de las mujeres son, para empezar, mejores, y el tuyo es uno de los buenos.

Si yo le hubiera dado por eso unas asombradas gracias, enseguida habría querido lavarme la boca con jabón. Así que en vez de hablar me volví a mirar el cuerpo y lo toqué, en un pecho y en la cadera. Nunca en mi vida me sentí tan contenta.

—¿Qué es entonces? —me preguntó Cuerpodivino después de un rato.

Lo miré, esperando allí con aquella naturalidad y aquella paciencia, y de repente me descubrí en una habitación en una casa en un pueblo en un mundo.

—Oh.

Y no supe por dónde empezar.

—Todo es parte de todo, Melissa —dijo Cuerpodivino—. Empieza en cualquier parte.

Muy bien, un comienzo. ¿Hablaste alguna vez con alguien que se limitara a escuchar de una manera total? ¿Sabes lo raro que es eso? ¿Te diste cuenta de que nadie quiere escuchar salvo para prepararse para lo que va a decir, o para recuperar el aliento o para sacarte munición y usarla en la siguiente frase? La mayoría también queremos que el oyente diga «ajá» y «sí» todo el tiempo, para saber que sigue escuchando. Pero supongamos que conoces a alguien que escucha, y que sabe que tú lo sabes, de manera que nunca dice «ajá» ni «sí». Eso te mete dentro de ti mismo de una manera nueva. Si te atascas al llegar a algún sitio, él te espera. No teme el silencio, y a veces eso puede ser muy perturbador. De manera que hablé, y Cuerpodivino me escuchó.

—Hay un hombre en el pueblo a quien llaman Hobo. Trabaja por la noche en la fábrica de bobinas, de cuatro a doce, así que anda por ahí todo el tiempo. Hay una mujer llamada señora Mayhew, propietaria de un periódico. Esa mujer observa todo y a todo el mundo. En el banco hay un tal señor Merriweather, que hace lo mismo. Lo único que esos dos no pueden observar son los bajos fondos, la parte sucia donde vive Hobo. Él sabe todo lo que pasa allí. La señora Mayhew sabe algunas cosas acerca de Hobo, y se las refriega todo el tiempo por la cara y con eso lo obliga a hacer todo lo que ella quiere. He trabajado como mecanógrafa para la señora Mayhew en la oficina del periódico.

Aquí tuve que detenerme un rato para ver si había sacado a la luz todas las piezas. No quería hablar mucho de cómo me sentía con esas personas ni lo que hacían. Sólo quería decir lo que ocurría: Más tarde habría tiempo para los sentimientos.

—No puedes trabajar en un lugar como ése con personas como ésas sin descubrir qué son y qué hacen. Me refiero a lo que hacen de verdad, no a cosas como publicar un periódico o dirigir un banco o tirarse chicas de la manera más enferma posible, sino a mover los hilos secretos y ver cómo la gente salta a gran distancia, y tener poder sobre todas las cosas y todas las personas del pueblo. Usan el poder ante todo para frenar los cambios y para detener todo lo que pueda ser divertido o cariñoso, y para combatir todo lo que es bello o joven por esa sola razón... Eso es lo peor, y ahí está el verdadero enemigo.

»Así que me enteré de más de lo que quería. De mucho más, créeme, y entonces, durante el mayor tiempo posible, intenté no verlo, y después que no me afectase. Y creo que hasta hoy sigo sin comprender por qué ella...

»Pero, ay, tengo que volver atrás y contar lo de Hobo. Hobo viste con cierto estilo y anda por ahí pavoneándose y se habla mucho de él. Quiero decir que las chicas "buenas" no salen con él, y algunas chicas creen que es peligroso y lo es, y tratan de evitarlo, y algunas chicas se le cruzan en el camino o incluso andan detrás de él precisamente por eso.

»Yo no hacía ni una cosa ni la otra. Yo sabía mucho de él —más de lo que él sabía que yo sabía—, pero cuando me paró en la calle y me trató tan bien... oh, fijarse en mí ya era tratarme bien; para entenderlo tendrías que estar en mi lugar. Así que le dije que nos veríamos más tarde, junto al puente. Dijo que tenía algo que contarme, e insinuó que estaba metido en algún tipo de problema y que yo podría ayudarlo por el tipo de empleo que tenía... bueno, lo que dijo no tiene importancia porque para él era muy, muy, muy fácil. Era la primera vez en toda mi vida que un hombre me pedía encontrarme con él en algún sitio. No me había ocurrido ni siquiera después de clase. Ni siquiera en la cafetería del colegio secundario para un almuerzo de cuarenta y cinco minutos.

»Allí abajo estaba oscuro. Debía de saber que sería una noche oscura y que la luna saldría tarde, y al principio pensé que él no había acudido, que todo aquello era una broma cruel. Y en vez de echarle la culpa a él me la eché a mí... ¿te das cuenta?, porque habló conmigo en la calle y me hizo reír. De manera que cuando oí que decía mi nombre estuve a punto de llorar de alegría. De alivio.

» ¡Le facilité tanto las cosas!

»Estaba lejos del camino, en la orilla del río, casi debajo del puente. Me pidió que bajara y yo bajé. Me rompí los pantis en una rodilla, y recuerdo que lo primero que pensé fue que aquello era un desastre, y entonces me alegré de que la noche fuera tan oscura porque así no lo notaría.

»¿Te das cuenta? Empecé ese encuentro preocupada por un panti roto. Terminé con... oh...

Ésa fue una de las veces en las que Cuerpodivino esperó sin hablar, como si además de escuchar mis palabras estuviera escuchando mis silencios. Me miraba todo el tiempo de la misma manera, recibiendo. Fue durante ese silencio cuando me encontré con el problema de las palabras. Las palabras que tendría que usar si le contaba todo. Sabía que podía insinuar y dar vueltas y sugerir, y sabía que podía ser muy clara y precisa con las palabras que llamamos «decentes», y sabía que salpicaría el relato de expresiones como «ya sabes» y «la cosa» y «hacerlo», pero no podía, con Cuerpodivino no podía. Me escucharía y quizá no le importarían las palabras que yo usara, pero a mí sí. A mí sí porque él era Cuerpodivino y porque yo estaba desnuda con él. En ese momento de silencio entendí algo que le había oído decir al señor Currier en un sermón: «Las palabras tienen significados... las palabras significan cosas. Hay muchas cosas que temer, y eso está bien, pero nunca hay que temer a una palabra.» Allí, con Cuerpodivino, no temía nada, y menos las palabras. Seguí contándole.

—Llegué a la orilla y no lo vi. No veía nada.

»—¿Dónde estás? —dije sin levantar la voz. Y la voz de Hobo contestó:

»—Aquí.

»Miré entre las sombras negras, a derecha e izquierda.

»—No te veo.

»—Claro que me ves. Mira —y hubo como un relámpago, un resplandor repentino tan brillante que casi solté un grito. La luz era un punto más o menos a un metro del suelo, pero fue demasiado brillante y repentino y breve para que yo pudiera distinguir algo.

»—¿Sabes qué es esto?

»Sí, era Hobo, pero aquella no era la voz que me había hecho reír, que me había hecho ir a encontrarme allí con él. Era diferente. Ronca, como de dolor o de rabia. Cerré los ojos con fuerza y estudié la imagen que se me iba desvaneciendo en la retina. Una cosa vaga, blanda, algo arrugada, de un color amarillo melocotón.

»—No lo sé. —De verdad no lo sabía—. Hobo, qué fue? ¿Dónde estás?

»—Entonces te la mostraré de nuevo —dijo desde algún sitio, y volvió a encenderse la luz. Esta vez duró un poco más, y me di cuenta de que era una linterna grande y que estaba alumbrando con ella el pene. Tenía los pantalones totalmente abiertos y el pene y los testículos colgando fuera. Aquello parecía muy grande y blando y colgaba balanceándose un poco. Creo que para lograrlo movía las caderas—. ¿Ahora sabes qué es?

»—Es tu pene —dije. Nunca había visto uno, salvo en los cuadros y en las estatuas. Nunca había tenido ocasión de usar la palabra, y no recordaba habérsela oído decir a nadie.

—Es mi polla —dijo—, y voy a follarte con ella, coño imbécil.

»—¡No, Hobo!

»—No, Hobo —me remedó, y la zona de luz se me acercó un poco más; entonces, con furia—: ¿Me estás diciendo lo que tengo que hacer?

»No quería que se enojara.

»—No, ay, no. Quiero decir que apagues esa luz, alguien puede verte.

»Hobo apagó la luz.

»—Muy bien, no eres imbécil, eres sólo un coño.

»—¿Qué es un coño?

»Todavía tenía los ojos encandilados por la luz, y la imagen que me había quedado en la retina era mucho más clara y terrible. No sabía que se había acercado hasta que sentí su mano bruscamente entre mis piernas.

»—Ése es tu coño.

»Recordé entonces que había oído eso en alguna parte.

»—Sí, es cierto —dije estúpidamente—. Mi madre lo llamaba "la cosita".

»—Santo Dios. La cosita —dijo Hobo—. Eres imposible, Melissa.

»—Hobo —dije—, vayamos a algún otro sitio. Éste no me gusta.

»—A mí sí.

»Otra vez enfadado. Ay, no quería que se enfadara.

»—Bien. Bien, Hobo —me apresuré a decir—. Claro que podemos quedarnos aquí... ¿Qué quieres?

»Fue entonces cuando lo dijo, cuando dijo aquello que cambió todo, las palabras que aún ahora, cuando lo entiendo mucho mejor, todavía me vuelven a la cabeza y me traen un poco de la luz de aquella asfixiante explosión de alegría. No lo dijo con dulzura ni con afecto, pero lo dijo, lo dijo. Dijo:

»—Te quiero a ti.

»No encuentro palabras para decirte cuánto significó aquello, expresado así, de manera tan inesperada. Sé que no soy muy inteligente y supongo que estaba tan ávida de oír eso, o algo parecido, de alguien, de cualquiera, que todo lo demás pasó a segundo plano y perdió importancia.

»—Hobo, ay, Hobo, ¿lo dices en serio? ¿De verdad? —dije, o canté—. ¡Ay, dime cómo, dime qué quieres que haga!

»Sé que lo que te estoy contando aquí sentada parece una locura. No espero que nadie me lo crea. Pero ésa, como ves, era yo, yo. Y eso es lo que dije. Y extendí la mano hacia Hobo.

»—Quítame esas asquerosas manos de encima. —Oí que daba un salto atrás. Le oí la respiración. Mis ojos empezaban a distinguir un poco las cosas en la oscuridad. Vi dónde estaba y me acerqué a él. Hobo retrocedió, tropezando. Soltó una maldición, una palabra que yo no conocía y que no recuerdo—. Apártate.

»Pensé que yo estaba haciendo todo mal.

»—Lo siento, lo siento mucho, Hobo —musité—. Dime qué quieres que haga. Por favor.

»—Esto es demasiado —oí que murmuraba; creo que hablaba consigo mismo. De repente me preguntó—: ¿Estás asustada?

»Me esforcé por decirle la verdad porque no quería mentirle, de ninguna manera. Pero tenía miedo de que volviera a enfadarse, así que dije

»—Sí, Hobo. Estoy muy asustada. Nunca hice nada parecido. —Y entonces, rápidamente—: Pero está bien, está muy bien, no escaparé, haré todo lo que me pidas. Lo que sea.

»Me eché a llorar.

»—Mierda —dijo Hobo. Creo que no a mí sino a la noche que lo rodeaba.

»Cuando pude dije:

»—Déjame ayudarte, Hobo. Por favor, déjame ayudarte.

»El tono de voz de Hobo volvió a ser de furia, furia y desconfianza, y quise morirme. Nada sabía hacer bien.

»-¿Qué te hace creer que necesito ayuda? —ladró Hobo, y por lo poco que pude ver creo que estaba a punto de golpearme. Yo iba a escabullirme pero luché contra ese impulso y lo vencí y me quedé donde estaba.

»—Lo dijiste tú. Esta tarde.

»Parecía que esas palabras eran las adecuadas. No sé por qué. De todos modos lo aplacaron.

»—Ah, eso —masculló.

»Y fue entonces cuando me saltó encima. Sin advertencia. Arremetió saliendo de la oscuridad, como un jugador de fútbol, y me derribó. Sentí dolor, en el hombro y en el codo. Me inmovilizó contra el suelo apoyándome un antebrazo en la garganta y con la otra mano se puso a arañarme los pantis. No sé por qué me había puesto los pantis esa noche. Supongo que pensé que quedaría más guapa con ellos. Son muy ajustados y de buena calidad, casi de nailon puro y con motivos a los lados que se extienden por las piernas pero no mucho. Intentó romperlos pero eran demasiado resistentes. Intentó meter la mano adentro pero no había espacio suficiente.

»—¡Espera, no, no, Hobo... espera! —y eso, no sé por qué, le hizo soltar un gruñido y redoblar los esfuerzos, pero sin éxito—. ¡Quieres esperar! —grité sin poder contener una irritación de la que nunca me había creído capaz, y giré con todo el cuerpo.

»Supongo que eso le hizo perder el equilibrio o algo parecido. Estábamos en el borde de una pendiente, cerca de la orilla, y hubo un instante de agonía cuando apoyó todo el peso en el antebrazo que tenía sobre mi garganta, pero fue sólo un instante; se apartó de mi cuerpo y bajó rodando. Me puse de pie como pude, jadeando, y me levanté la falda y metí los pulgares en la pretina de los pantis y me los saqué como si les sobraran dos tallas. Fue entonces, supongo, cuando perdí la sandalia. Hobo subió como pudo por la cuesta, y vi que alargaba una mano y le metí en ella los pantis y dije:

»—¡Mira! ¿Te das cuenta? No necesitabas hacerlo. ¡Sólo tenías que pedírmelo!

»Por un instante Hobo se quedó muy quieto, respirando agitadamente, y entonces pasó los pantis de una mano a la otra y los dejó caer al suelo. Se sentó donde estaba y hundió la cabeza entre las manos. Me arrodillé a su lado. Tenía miedo de tocarlo. Después de un largo rato dije su nombre con suavidad.

»—¡Cállate! —gritó.

»Pero no me callé. Estaba demasiado alterada.

»—Si de veras me quieres... aquí estoy —dije—. No tienes que forzarme. Supongo que te parezco horrible, pero no me importa porque lo que te digo es la verdad. Sé que hago las cosas mal, pero es todo tan nuevo... Si me dijeras lo que tengo que hacer...

»—La cagaste —gruñó Hobo.

»No le entendí, y se lo dije.

»—¡Lo único que has hecho todo este tiempo es gritar y refunfuñar y actuar como un grosero, y no es necesario, Hobo! ¿Por qué no me dices qué es lo que hago mal?

»Pensé que me iba a echar de nuevo a llorar, pero Hobo me sobresaltó tanto que quizá me olvidé. Me agarró la muñeca y tiró, separando las piernas.

»—Aquí, tócala con la mano.

»Me puso la mano en el pene.

»—No la toques, agárrala —dijo casi gritando.

»—Está bien, Hobo —dije, tratando de ser tierna con él, y la agarré. Era muy grande, casi no me cabía en la mano, y era blanda, blanda como pan recién horneado envuelto en seda.

»—¿Ahora entiendes? —gritó con voz ronca, y me apartó de golpe la mano.

»Entonces se me ocurrió que Hobo Wellen estaba sufriendo algún tipo de angustia, y habría dado cualquier cosa —el alma, si la tengo— por saber qué era, por poder hacer algo para ayudarlo. Tuve que decir la verdad.

»—No, no entiendo. Lo siento de verdad, Hobo, pero es así.

»Creo que entonces mostró auténtico odio en la voz, y ay, cómo me dolió.

»—Lo que pasa es que quieres que lo diga en voz alta, ¿verdad? Quieres que lo diga para reírte de mí.

»—¡Reírme!

»Me horrorizaba la idea, y pienso que me creyó.

»—No se me levanta —dijo con palabras sencillas—. No se me endurece. Con ella así no puedo hacer una mierda contigo. Bueno, ya lo dije, así que ríete. ¡Y díselo a todo el mundo!

»Entonces lo rodeé con los brazos, no porque hubiera entendido todo, cosa que no era cierta, sino porque lo veía sufrir tanto. Se quedó agarrotado de tensión durante un rato y después se desplomó en mis brazos, en mi regazo, y se echó a llorar. Nunca había oído que los hombres lloraran, que lloraran así. Supongo que les produce dolor. Pensé que se iba a lastimar la garganta. Le acaricié la cara en la oscuridad. Tenía las mejillas rígidas como si sufrieran un calambre, y tenía los ojos muy apretados, como cicatrices curadas, y la cara mojada. Yo dije un montón de palabras y cosas que no eran palabras y lo besé un poco y le acaricié el pelo, sin saber, todo el tiempo, beso a beso, caricia a caricia, si estaba haciendo todo mal de nuevo.

»Hobo se puso a hablarle a mi regazo, de manera que al principio no entendí lo que decía.

»—... sabe lo que es, nadie sabe lo que es, la estúpida y maldita polla que no funciona a menos que una chica se asuste o que yo la lastime, la tire al suelo y la insulte. —Masculló algo más que no entendí y algo acerca de que «los primeros seis meses las pelotas se abrían antes de poder hacer el servicio», que no entendí, y entonces giró y me miró y me habló—. Tú, tú para lo que sirves es para quitar las ganas. No lo puedes evitar, pero sólo vales para eso.

»—¡Dime lo que tengo que hacer! —grité.

»—No puedes hacerlo.

»—Puedo. Lo haré. ¡Lo que sea!

»Y Hobo gritó, casi tan fuerte como yo.

»—¡No puedes! ¡Yo tengo que apropiarme, imbécil! ¿Cómo demonios quieres que me apropie si lo único que haces es dar?

»Nos quedamos inmóviles un rato; él seguía con la cabeza en mi regazo. Creo que algo nos había estallado dentro a los dos y nos había dejado exhaustos.

»—Podría fingir... —dije finalmente.

»—Mierda —dijo Hobo.

»Entonces sacudió con rabia la cabeza y se incorporó.

»—Después de esto me dolerán las pelotas durante una semana. Maldita sea la perra de Mayhew.

»Y ése es el comentario que no entendí hasta el día de hoy.

»Iba a levantarse, iba a abandonarme.

»—¿No hay nada que yo pueda...?

»—Nada. Sólo noquearte y follarte en frío.

»—Pues hazlo.

»Hobo no podía creerme.

»—Estás loca.

»—Muy bien, estoy loca. Hobo, dije que haré lo que sea.

»—Perdí la linterna —se quejó Hobo.

»—¿Para qué necesitas la linterna?

»—No me gustaría golpearte contra una piedra. Podría meterme en líos si te lastimara de verdad.

»Así que gateamos a oscuras debajo del puente buscando la linterna. Finalmente la encontramos... La encontré yo, y se la entregué.

»—¿Dejará una marca?

»—Por Dios, claro que no —dijo—. ¿Crees que quiero meterme en problemas?

»Le pregunté dónde iba a golpearme; ¿en la cabeza?

»—Creo que aquí —y me tocó en un lado de la nuca.

»—Muy bien —dije y levanté el pelo del sitio y me puse de lado.

»—Jesús, Jesús —dijo Hobo; era como un sollozo cargado de furia. Aferró la linterna —que era grande— por la lente y me golpeó.

»Hubo una lluvia de estrellas y entonces la tierra se me apoyó... No fue nada parecido a una caída. Estaba boca abajo, y Hobo me dio la vuelta y se me echó encima. Respiraba con dificultad.

»—¿Te desmayaste?

»—No.

»Me costaba hablar y también admitir aquello, pero tenía que decirle la verdad a ese hombre.»Me agarró la mano y la llevó hasta el pene.

»—Aprieta. ¿Lo sientes?

»Claro que lo sentía. Aquello palpitaba... no, no es ésa la palabra, porque palpitar implica contracción y dilatación, algo que crece y decrece. Aquello crecía sin parar, y con cada latido se volvía más firme, más rígido, más duro. Pensé confusamente que era a eso a lo que se había referido al decir que "no se le levantaba". Supongo que si no fuera por el aturdimiento estaría aterrorizada, pero no lo estaba.

»Me lo arrancó de la mano y me lo metió entre las piernas. No fue un golpe penetrante sino doloroso. Supongo que soy demasiado pequeña para que me penetre un hombre. Otra cosa que no puedo hacer bien...

»Me apoyó la punta grande y redonda y empujó. Dolía pero no entraba. Sentí que de repente empezaba a deshincharse, y Hobo lanzó un grito de furia y me agarró un puñado de pelo y me torció la cabeza y me golpeó con el canto de la mano. No sé de manera clara y exacta qué ocurrió después. Sé que casi instantáneamente volvió a ser grande y duro, y que Hobo soltó algunas maldiciones con voz chillona y después gimió y sentí en el vientre y en los muslos una cosa caliente y húmeda. Hobo se me desplomó encima, y giré apartándome hacia un sitio más oscuro que debajo de cualquier puente.

»Cuándo me desperté el cielo del este empezaba a clarear porque estaba saliendo la luna, y Hobo había desaparecido. Sentía frío y la cosa mojada que tenía encima se había vuelto pegajosa y legamosa, y me dolían mucho la cabeza y el cuello. Levanté la falda, apartándola, y me incorporé, y tuve que quedarme así hasta que el mundo dejó de girar a mi alrededor. Me levanté temblando, recogí la falda alrededor de la cintura con una mano y, como un animal de tres patas, usando los dos pies y una mano, bajé por la orilla hasta el agua negra y poco profunda. Me metí en ella hasta las rodillas y chapoteé y me lavé todo lo posible. Después de la primera impresión tuve una sensación maravillosa.

»Caminé hasta casa a oscuras, llevando la única sandalia. Nadie me vio. Creí que nadie me había visto, pero la señora Mayhew se enteró. Estoy convencida de que lo supo al verme, por mi manera de actuar. La verdad es que no sé cómo actuar.

»Pero hasta esta mañana no entendí el resto, la parte mala. Ella, la señora Mayhew, me dio la columna para que se la mecanografiara, y vi que se ocupaba de la esposa de señor Currier y que era una canallada. Y había visto a Hobo salir de la rectoría más temprano, y lo había visto entrar en la oficina del periódico, y ahora esa historia... De repente entendí el mecanismo.

»Ella tiene un cierto poder sobre Hobo... No sé en qué consiste, pero podrían ser muchas cosas. Yo sé algunas. Y Hobo teme a la señora Mayhew. Y ella lo manda a hacer maldades, y si él consigue hacerlas, ella se entera de intimidades de nuevas personas que entonces puede usar.

»Lo que dijo Hobo debajo del puente: "Maldita sea la perra de Mayhew", cuando tenía tantas dificultades... No sé por qué, pero eso me vino a la cabeza cuando leí aquella columna infame. Y todo encajó. Ella lo obligó a hacerlo, ella me echó encima a Hobo.

»Lo que perdí... ay, qué pérdida... supongo que para cualquier otra persona no sería tan importante, pero para mí... Hobo dijo que me quería a mí. Dijo que me quería a. Bueno, no era cierto, y nunca hubiera hablado conmigo en la calle si no fuera por ella.

»Y ¿por qué? ¿Por qué? Porque trabajaba para ella: ésa es la razón. Porque no podía dejar de enterarme de cosas, cada vez más, y no podía dejar de ver lo que hacía con las cosas que descubría... No podía dejar de conocerla. Así que ella tenía que protegerse, tenía que conseguir algo contra mí. Y no hay nada, nada en mi vida que pueda usar en mi contra. ¿Por qué? ¡Porque nunca, jamás, me pasó nada con nadie! Entonces... hizo que ocurriera algo, y ahora cuenta con un arma si alguna vez me doy cuenta de todo el poder que tengo sobre ella.

»No puedo luchar contra ella. No puedo quedarme. Lo único que puedo hacer es huir. Le dije que no le escribiría a máquina aquella inmundicia nunca más y me escapé. No pienso volver. No es mucho lo que tengo y estoy sola, así que dejaré todo.

Cuerpodivino esperó un rato. Había oscurecido. Nos encontramos mirando la vela suspendida de la cadena y las sombras de los eslabones proyectadas en las vigas. Le miré la cara y el cuerpo, tan tranquilos. Su mirada se cruzó con la mía, y sonrió.

—Dejarás todo para ir adónde y a hacer qué.

Me quedé pensando.

—¿Sabes una cosa? ¡No me importa! Por un tiempo no quiero lo que he sido, y no me importa adónde voy. Pero por el momento me siento liberada. —Me volví y toqué la falda, doblada sobre un taburete de tres patas—. Es como cuando me quité esta ropa. Me liberé de ella.

—También te liberaste de la historia.

—¿La historia? —Ah... Hobo, Mayhew, el puente. Había contado todo y me lo había quitado de encima, y allí estaba, bien doblado—. Sí. Me quité un peso. Ahora, de momento me limito a... ser. Me gusta.

—Ése —dijo Cuerpodivino— es un buen estado.

Nos quedamos en silencio un buen rato. A veces estábamos solos, deambulando por nuestras cabezas, y a veces nos seguíamos mutuamente, como en aquel momento en que me encontré mirándole la cara mientras él atravesaba un pasaje puramente personal, que concluyó con una sonrisa también puramente personal; y a veces compartíamos el balido soñoliento de una cabra recién nacida o la queja de un ave nocturna o el simple hecho luminoso de estar juntos y de existir. No volvimos a tocarnos.

Y entonces se oyeron unas voces.

No me di cuenta de lo rígida que me había puesto hasta-que él me habló. Las voces se acercaban, subiendo por los escalones de troncos, y Cuerpodivino me leyó la mente y dijo:

—¿Te volverás a poner todo eso?

Lo miré y miré la ropa. Dije que no con la cabeza.

Entraron unas personas:

Britt Svenglund. Dejó en el suelo dos pesadas cestas, se quitó un collar hecho con piedras de río perforadas y levantó el vestido largo y se lo sacó del todo por encima de la cabeza. Tenía el cuerpo más hermoso que yo había visto jamás. Se acercó a Cuerpodivino, que estaba sentado en la cama, y le apoyó un momento la muñeca derecha en el lado del cuello, mientras sus miradas se cruzaban, y después se volvieron hacia mí. Britt Svenglund repitió el extraño toque, pero apoyándome las dos muñecas en los lados del cuello. Algo circuló pasando de una piel a la otra —¡extraordinario!—, y me perdí en sus ojos, y cuando ella se enderezó y dio un paso atrás, de algún modo el contacto no se rompió.

Entró el señor Currier llevando dos pesadas bolsas de compras, agachando la cabeza para pasar por la puerta baja, y detrás de él estaba su esposa. Me encanta esa mujer. Era evidente que lo que vieron parecía representar para ellos la culminación de algo, pero en ese algo no había rechazo ni desaprobación. De repente me vino a la cabeza la imagen de una historia que había leído, en la que la gente que había vivido bajo tierra durante tres generaciones salía una noche y veía por primera vez el amanecer.

Y detrás de ellos, alguien más: la última persona en el mundo que esperaba o quería volver a ver, pero sobre todo allí. Hubo un breve e intenso momento de pánico total, durante el cual el taburete de tres patas que estaba entre las sombras se convirtió en la cosa más importante de toda la creación —una meta, un refugio, una necesidad absoluta—, y volví la cabeza y me encontré mirando los ojos de Cuerpodivino, que con total atención me preguntaron ¿Qué piensas?, y si tuve una respuesta fue Está bien. Me recosté y sonreí.

ANDREW MERRIWEATHER

Mi mujer tiene un pequeño caniche llamado Bu. Bu monta todo brazo estirado o pierna cruzada que encuentra. Mi mujer, siempre tan refinada, dice:

—¡Ay, ay, Bu, qué travieso, por qué haces esa cosa tan asquerosa!

Bu no escucha.

El otro día me cansé de que Bu me montara frenéticamente la pierna y le pegué en la nariz con el Wall Street Journal y después sugerí a mi esposa que lo dejara salir a satisfacer sus impulsos naturales o que lo llevara a un veterinario. Ella contestó que era peligroso porque «Bu es sólo un niño... un niño pequeño».

El perro tiene ocho años.

Me cansa ver la televisión oyendo todo el tiempo «Ay, Bu, qué atrevido. ¡Ay, qué perro más cochino!», de modo que a veces me levanto y me voy. Si regreso más tarde, lo más normal es encontrarla absorta viendo televisión con Bu montándole la pierna cruzada. De vez en cuando mira hacia abajo y dedica al perro una sonrisa maternal. Eso me pone los pelos de punta. Y si entro en la sala ella descruza las piernas y dice: «Ay, Bu, qué atrevido.»

Por todo eso prefiero la compañía de Willa Mayhew a la de mi esposa. Willa limita sus hipocresías a ese almibarado pajarito de la columna del periódico y ante mí se muestra con toda su locura. Creo que Willa daría un golpe en la nariz a Bu si la montara estando sola con él, pero lo alentaría si yo estuviera presente. Las demostraciones del mal son la sal de la vida para Willa Mayhew, y nada me gusta más que alentarla en ese aspecto.

Todo lo que la humanidad ha llegado a ser y todo lo que ha producido no se remonta al arco y la rueda sino mucho más atrás, al reconocimiento de. líneas rectas y superficies planas. Cuando se constriñe a un ser humano se lo encauza, como al agua en una tubería, y cuanto menor es el diámetro mayor es la presión. Y no digamos el control que se adquiere sobre ella... Acusarme de ir contra lo natural es no entenderme. Prefiero un seto de boj a una buganvilla, porque esta última no hace más que extenderse mientras que el boj cuanto más se lo poda más espeso se vuelve, y acepta que se lo guíe en cualquier dirección y siempre está sano. Elegir plantas que prosperan bajo la disciplina es el secreto de los negocios y también de los individuos.

Yo no me guío por reglas generales, pero si lo hiciera, negaría de plano un préstamo bancario a cualquiera que, en el primer encuentro, fuera lo que llaman «cálido» o (erróneamente) «humano» o seductor o jovialmente halagador. Que esas personas crezcan como hierba mala en tierra ajena. Yo me rodeo de costumbres, personas, actividades y plantas que pueden ser contenidos y dirigidos. Me precio de que no existe pasión ni circunstancia emocional que pueda nublar mi clara visión de su valor ni mi habilidad para encontrarle un rumbo.

Todo lo cual me lleva otra vez a Willa Mayhew y al placer que siento en su compañía, pues en mí esas cosas son cosas aprendidas, producto de un largo y arduo y resuelto esfuerzo. Willa nació con ella o las adquirió muy joven. Su instantánea y completa comprensión de esas verdades nunca deja de asombrarme, y confirma mi convicción de que la intuición no es un salto mágico de la premisa a la conclusión sino una forma de cómputo superveloz en el cual los pasos individualmente razonados pasan con demasiada rapidez para poder retenerlos en la memoria... pero esos pasos existen.

Ella tiene sus propias razones para hacer lo que hace, y yo tengo las mías para hacer lo que hago para dirigirla. Con asombrosa frecuencia nuestras muy diferentes razones exigen la misma acción. Por ejemplo, en el tema del pastor Currier, que en muchos sentidos me parece intransigente. Es cierto que ha mejorado la concurrencia y por lo tanto los ingresos —como fideicomisario de las cuentas de la iglesia lo sé muy bien—, pero en algunos otros aspectos su actitud deja bastante que desear.

La iglesia posee en la calle Hedgegrow un solar de una hectárea que desde hace casi un siglo funciona como un campo de juegos infantiles. Las pocas ayudas que recibe de la comunidad no alcanzan para pagar su mantenimiento, mientras que la construcción de una residencia para la tercera edad, propiedad de la iglesia y libre de impuestos, podría conseguir importantes fondos. Creo que la exención de impuestos a ese tipo de propiedades tiene los días contados, y me parece un rasgo elemental de sabiduría aprovecharla mientras dure.

Pero en ese tema el pastor Currier es inflexible, y sin su aprobación no se puede reemplazar el campo de juegos. Pero el asunto es más grave de lo que parece. Me gustaría ver a un hombre menos popular en ese púlpito. Para convencer al pastor Currier hacen falta argumentos muy sólidos, porque a veces sus ideas son más firmes de lo que parecen. En suma, el pastor Currier es muy difícil de tratar, y un pequeño escándalo no vendría mal para hacer que se mudara a alguna parroquia donde pudieran apreciar mejor su talento, y su reemplazante casi seguramente sería más razonable. Hombres de la obstinación ideológica de Currier son raros en el clero... En realidad, son raros en cualquier parte.

Willa Mayhew, a su vez, siempre ha tenido una profunda e instintiva aversión a los Currier, supongo que debido a la bastante sorprendente belleza de su esposa Liza, que Willa siempre ha vivido como una afrenta calculada. No importa que eso tenga o no sentido: la motiva en la dirección adecuada, y eso me alegra mucho.

El ingenio y la inventiva de Willa son para mi; fuente de gran placer. Sus relaciones esmeradamente cultivadas con la policía del pueblo, la oficina del sheriff, la policía estatal y la brigada de investigación criminal le permiten organizar una redada, pequeña o grande, cuando quiere y a quien quiere. Usa ese poder con moderación y acierto, y sabe tan bien como cualquiera que una redada, por sí misma, puede lograr mucho aunque no lleve a ninguna condena. Y su equipo de lo que yo secretamente llamo «agentes» —como la chica de los Harrisonbury y la criatura de los Wellen, que saltan cuando ella chasquea los dedos— es una verdadera maravilla.

Curiosamente, sobre ese tema de la motivación nunca hemos comparado notas. Cuando siento que hay que aplicar presión en algún punto vital de este pueblo pequeño y pintoresco, Willa siempre parece encontrar el punto débil donde resulta más eficaz la presión. Más aún: quizá encontró el punto débil hace meses, y lo tiene guardado para usarlo en el momento oportuno. Por ejemplo, la Svenglund. Estoy convencido de que es una excéntrica inofensiva, y no tendría ningún reparo en que siguiera para siempre con su vida de ermitaña en la montaña del sur si no fuera por el conocimiento de que posee un evidente título de propiedad sobre el mejor depósito de pizarra en kilómetros a la redonda. La única manera de conseguir esa pizarra para el proyecto de la carretera federal, previsto para dentro de menos de quince meses, es sacarla de allí, puesto que su casa se asienta sobre el depósito. La opinión pública, en el estilo de Mayhew, puede lograr eso con más rapidez y con menor costo que cualquier otro método conocido.

Todos esos pensamientos me pasaban por la mente en el supermercado local cuando alcance a ver a la Svenglund y al pastor empujando un carrito de compras por los pasillos y hablando animadamente. Me detuve un momento a mirarlos, tratando de verlos con ojos de Willa Mayhew. En la mente de Willa, la presencia de un hombre con una mujer —cualquier hombre con cualquier mujer— equivale a apareamiento, con todo lo que el término supone, y recuerdo que pensé: que espléndida idea sería involucrar a esas dos personas, imaginar una relación entre el pastor y aquella desvergonzada y excéntrica habitante de la montaña. Sobre la imagen de su propiedad poblada por bulldozers y camiones apareció otra, de una agradable residencia para la tercera edad en la calle Hedgegrow, habitada por inquilinos ancianos que con agradable frecuencia renunciaban a sus servicios muriéndose. Entonces, con pesar, dejé que se desvanecieran esas visiones. Una cosa es la planificación y otra las ilusiones. Una pareja con malas intenciones no se pone a conversar abiertamente en un supermercado, sobre todo esos dos. No obstante... tenía que haber alguna manera de sacar ventaja de la combinación de esos puntos débiles. Había decidido hablar del tema con Willa, sin abandonar la esperanza de poder hacer algo con ellos en ese momento, cuando me resolvieron el problema.

—Andy. ¡Andy Merriweather!

Me acerqué a ellos. En su carrito había manzanas, queso, pan negro de centeno, algunas ciruelas tempranas, una bolsa de dos kilos de harina integral y azúcar sin refinar. Por un instante deseé que hubieran comprado cerveza.

—Sí, Dan. Buenas tardes, señorita Svenglund.

—Andy, quiero hablar contigo. ¿Tienes unos minutos?

—Sí, Dan, por supuesto. ¿Qué quieres?

Currier y la Svenglund intercambiaron una rápida mirada. Ah... aquello tenía que ver con los dos.

—Aquí no. ¿Podrías venir a mi casa?

Ah, eso otra vez. Todo indicaba que no se trataba de algo trivial.

—Sí, claro... si es por algo importante. Déjame llamar a mi mujer y enseguida estaré con vosotros.

—Andy, gracias. Muchas gracias —dijo en tono serio, y si algo me ofende más en este mundo que un perro montado en el tobillo es la seriedad de un predicador. Lo que tengo que aguantar como banquero, vicepresidente de la junta parroquial y fideicomisario de la iglesia, sólo Dios y yo lo sabemos—. ¿Por qué no vas hacia mi casa? Nosotros iremos en unos minutos —dijo.

Ah, ese «nosotros». Ah, esa rápida decisión sin consultar a la Svenglund, que delataba alguna forma de entendimiento entre ellos. Ah.

—Bueno, hasta luego.

Delante de las puertas de cristal doble del supermercado hay una cabina telefónica, que alguien estaba usando. Existe una técnica para esas situaciones que consiste en hacer tintinear con impaciencia unas monedas delante de la persona que está hablando y simular que uno se va y vuelve. También hay otra técnica, cuando uno tiene interés en la persona que habla y en sus mensajes, que consiste en apoyarse contra la pared de la cabina, donde no lo ven a uno, y mirar con atención hacia otro lado para que el mundo note nuestro fingido desinterés mientras apuntamos con el oído hacia la imperfecta insonorización.

El hombre de la cabina era Hobo Wellen, con aspecto de haber salido de una mezcladora de hormigón, lleno de polvo y tan furioso que gritaba.

—No, ahora no le voy a contar más. Sólo quiero que sepa que lo vi con mis propios ojos, y que es un hombre grande y pelirrojo. Quién es y dónde estaba y cómo lo vi, se lo diré cuando a mí me parezca, así que, mientras tanto, tratémonos bien.

Salió de la cabina dando un portazo, pasó por delante de mí corriendo como un ciego y se metió en el estacionamiento.

Las posibles conjeturas a la luz de esos hechos eran tan numerosas que me limité a guardarlas, conformándome con memorizar lo que había oído y archivarlo en el compartimiento rotulado «Uso futuro». Estaba tentado de jugar con esa información: ¿a quién prometía Hobo Wellen parte de una historia y por qué estaba tan furioso y por qué aumentaba el precio? (Aquel «tratémonos bien» era para él de suma importancia.) Y finalmente ¿qué era esa historia de «un hombre grande y pelirrojo»...? Me gustaba dejar todo eso en suspenso por el momento, tan seguro me sentía de poder obtener la historia completa casi cuando lo deseara. Llamé a casa.

—No me esperes para cenar —dije al oír el aristocrático «hola»—. Cosas de la iglesia. —Entonces aparté el auricular de la oreja hasta que oí una pausa después de una inflexión ascendente: una pregunta—. No entendí lo último —dije.

—¿Compraste la comidita de Bu? —preguntó.

Si la seriedad de un predicador produce irritación, el lenguaje infantil puede sacar de quicio.

—No —dije.

—Pero te pedí que la compraras, y dijiste que ibas al supermercado.

—No voy —dije mirando el enorme cartel— al supermercado.

No miento.

—Entonces ¿qué hacemos con la comidita del pobre Bu? —gimió aristocráticamente mi mujer, cosa que se puede lograr con algunos años de práctica.

—Dale mi comidita —dije, razonable.

—¡Ah, pero eso lo puede enfermar! —explicó mi mujer, inmune al sarcasmo.

—Sí —dije—, claro que sí —y colgué.

Subí al coche y fui hasta la rectoría. Liza Currier me abrió la puerta.

—¡Andy, qué alegría!

Eso me sobresaltó. Siempre me recibía bien, como a casi todo el mundo: era parte de su trabajo. Pero ahora era diferente. No era yo quien despertaba aquel efecto y aquella alegría —no es modestia sino frío pragmatismo—, así que tendría que ser algo que le había pasado. Me pregunté qué ocurriría con el afecto y la alegría cuando apareciese en el periódico la semana siguiente. También me pregunté, viendo su manera de andar mientras me hacía entrar en la sala, cómo sería la vida diaria —y nocturna— con una mujer de esas características, en vez de la distinguida sarta de estupideces que yo había elegido como cónyuge para toda la vida.

Tuve un extraño —para mí muy extraño— pensamiento mientras seguía a Liza Currier los pocos pasos que separaban la puerta de la sala: que los límites del ser de mi mujer eran las prendas de vestir, pero el cuerpo de Liza empezaba debajo de la ropa... que aparentemente mi mujer era todo un conjunto de tramas y puntadas y costuras y telas; nada de huesos, carne, venas, intestinos, órganos; sólo fibras de fábrica preencogidas, sintéticas o totalmente procesadas; mientras que Liza Currier llevaba la ropa como lleva la tierra el clima, y de veras empezaba en la piel, debajo de la cual era de caliente carne y hueso.

Quiero aclarar que yo no hacía una comparación cualitativa; no decía que era mejor ser como Liza. Si lo mejor es la naturalidad, quizá no tendríamos que haber bajado nunca de los árboles y salido de las cuevas. Liza sería totalmente inadecuada para el lugar de mi vida en el que yo había puesto a mi esposa. Yo había elegido a una esposa para que fuera aquello en lo que mi esposa se había convertido, y no sentía ninguna necesidad de criticar mis propias decisiones. No obstante... había entre las dos una diferencia que fue muy evidente durante los pocos segundos que observé a Liza Currier caminando.

—Dan está en el supermercado —dije—, y viene para aquí con Britt Svenglund.

—Ah —dijo Liza—, me alegro. Qué hermosa es ella, ¿verdad?

—¿De veras?

Era una respuesta, no una pregunta; Liza no intentó responder. Me senté en el sillón de orejas no tan caro y no tan usado que los feligreses habían proporcionado a su pastor y ella se disculpó y corrió a la cocina.

Volví a pensar en mi esposa. Las comparaciones no son odiosas, como afirma el viejo dicho: las comparaciones son comparaciones. Mi esposa enfoca la cocina con calma y puntualidad. A lo largo de los años ha desarrollado (por sugerencia e insistencia mía) una colección básica de ocho menús. Son ocho porque la semana tiene siete días y así a uno no le toca, digamos, pollo dos martes seguidos. Con esa organización, los platos son previsibles pero no monótonos; las compras no están sujetas a impulsos consumistas; la preparación de la comida ha mejorado (aunque debo decir que la habilidad de mi mujer para dejar pasar el asado de cordero ha alcanzado una insuperable cima de insipidez), y el aspecto de las sobras en el refrigerador es totalmente predecible, lo que resuelve los almuerzos de ella durante la semana y los míos los fines de semana. De manera que ella nunca «corre» a la cocina.

Supongo que es como el emú y el casuario, un ave incapaz de volar en todos los sentidos. Nada más ajeno a ella que los vuelos del lenguaje y los vuelos de la imaginación y, sobre todo, los vuelos de la pasión. La conocí cuando yo era cajero del First National Bank y me impresionó en muchos sentidos. Sin talento especial para nada, se había aplicado con diligencia en la secundaria y durante un año en una escuela de gestión de empresas, donde había cumplido una notable trayectoria limitándose a hacer lo que le pedían y absolutamente nada más. Era puntual y ordenada y tenía la admirable habilidad de escuchar con atención y hablar muy poco. Cuando me gané el puesto de subgerente e iban a transferirme a este lugar, después de sopesar detalladamente las ventajas de estar casado en una comunidad como la nuestra, nos comprometimos una noche en un restaurante barato y, después de un adecuado intervalo, nos casamos. Habíamos planeado ir a Atlantic City o a las Cataratas del Niágara por tres días, pero cuando se me ofreció la oportunidad de asistir a un congreso interbancario sobre procedimientos para créditos por teletipo, la llevé a Poughkeepsie, Nueva York. Esperaba en el hotel armada con algunas revistas y la Biblia mientras yo asistía a las sesiones, y después de una tranquila cena en el restaurante del hotel nos retirábamos a nuestras camas separadas. Consideraba prematuro introducirla de inmediato en todas las facetas del matrimonio, de manera que la situación pasó con total tranquilidad. Otra cosa positiva: en dos ocasiones tuvo por la noche ataques de depresión y de llanto, y por lo tanto no era el momento más oportuno para ofenderla con insinuaciones indecorosas.

Fue inevitable, por supuesto, incluir esos asuntos en nuestra relación. Después de todo se trataba de un matrimonio. Ambos éramos extremadamente jóvenes —yo todavía no había llegado a la mitad de la treintena—, y encaré, la situación como encaro toda empresa nueva: aprende todo lo que puedas, consulta a los expertos y después procede con cautela. Leí todo lo que encontré sobre el tema, que en esos tiempos no era mucho. Parte de ese material, desde luego, se podía descartar a primera vista: las obras de Havelock Ellis, por ejemplo, que para mí no son más que pornografía. Pornografía poética, de acuerdo, pero pornografía al fin. El pesado volumen del doctor Willey me pareció demasiado clínico, demasiado explícito y casi falto de valores morales, mientras que sus profusas ilustraciones oscurecían la información en (para mí) nubes de bochorno. La doctora Stopes se acercaba más a mis gustos, y basé mi enfoque en sus consejos, salvo en su afirmación de que no sólo el marido debía poseer esa información sino también la mujer. Yo estoy firmemente convencido de que cualquier hombre que permita a su mujer saber tanto como él sobre cualquier cosa es un tonto.

Pero como siempre se impuso la cautela, y antes de iniciar esos ejercicios mandé a mi mujer a ver al doctor Krebs (ahora difunto) para que le pusiera un diafragma. Eso no nacía de una actitud particularmente moderna por mi parte, sino de mi convicción de que hay que planear todo.

El doctor Krebs era un alemán viejo con un acento tan marcado que parecía darle un aire de refinamiento y ocultar una visión de las cosas que sólo puedo describir como grosera.

—Anty —dijo con un destello obsceno en la mirada, después de echar a mi mujer del consultorio y llamarme a mí—, Anty... —creo que había algo ofensivo en su manera de usar mi diminutivo—, falta hacuer algo que si lo hago yo con mis instrrumentos serrá un pecado contrra Dios.

Me acerqué al médico.

—No sea irreverente, doctor. ¿Qué hay que hacer?

—Tiene que usar su instrrumento, dumkopf. Ella está en una lamentable condición que hay que corregir. Es virgen.

Me desagradó mucho aquella expresión de risa contenida. Era un asunto serio. Le pregunté cómo tenía que proceder dadas las circunstancias, y no fue nada claro. Tardé algún tiempo en poder explicarle que no era del procedimiento básico de lo que yo quería hablar sino del tema de la anticoncepción. Entonces me dijo lo que tenía que pedir en la farmacia. Lo anoté en la libreta y llevé a mi mujer a casa.

Al día siguiente fui en coche a un pueblo cercano y compré los preservativos. Venían tres en una caja. Esa noche, después de la cena, le dije a mi mujer que dormiría en su cama. Ella se ruborizó violentamente y bajó la cabeza. Creo que me entendió mal porque, después de darle tiempo suficiente para prepararse, entré en el dormitorio a oscuras y fui a tientas hasta su cama y la encontré vacía. Había tomado mis palabras al pie de la letra y se había ido a mi cama. En realidad, es lo mejor que podía haber ocurrido, pues yo había tenido una serie de desventuras en el baño mientras me preparaba. Al abrir la pequeña caja que había comprado en aquella lejana farmacia encontré tres fundas de goma sorprendentemente largas y fláccidas, pero ningún folleto con instrucciones de ningún tipo. Un serio descuido de los fabricantes. Entendía, por supuesto, los principios fundamentales de todo aquello, pero el don de meter un pequeño y fláccido órgano masculino dentro de una de aquellas fundas escapaba a mis posibilidades. Rompí la primera con una uña. La goma seca se obstinaba contra mi piel seca. Lubriqué la segunda por dentro con agua jabonosa. Se deslizó con facilidad pero cayó en cuanto me levanté. A esas alturas mis manipulaciones habían producido una excitación local que me perturbó mucho. Me habían enseñado de pequeño que la manipulación excesiva de los genitales era peligrosa para la mente y para el alma, y había que evitarla a toda costa. Tomé medidas inmediatas: una ducha fría que tardó tanto en devolver la normalidad al órgano que pesqué un buen resfriado. Entonces me puse la tercera funda, después de encontrar el grado perfecto de lubricación mojándola pero sin dejarla jabonosa. Era mucho más larga de lo necesario, y tuve que sostenerla con una mano mientras me ponía el pijama, pero lo conseguí. Dadas las circunstancias, encontrar vacía la cama de mi mujer fue una sorpresa bastante agradable.

Casi una semana más tarde tuve otra oportunidad de salir del pueblo y volver a aquella farmacia, donde pedí ver al farmacéutico en la trastienda y presenté una queja. El idiota no paraba de decir «¿Qué? ¿Qué?» y de mirarme de manera rara, pero yo insistí, y terminó vendiéndome preservativos de otra marca que, según el, venían enrollados y no me crearían ningún problema. Volví con ellos a casa y descubrí que eran mucho más satisfactorios. Cumplí con mis deberes conyugales de la manera más rápida y enérgica posible. No tenía intenciones de ser enérgico, pero aquello resultó mucho más difícil de lo que había pensado. Al principio creí que era absolutamente imposible penetrarla, y creo que me enfadé un poco. Cuando cedieron los tejidos mi mujer soltó un grito, y después lloró mucho, pero ya estaba hecho y volví a mi cama satisfecho, al menos mentalmente. Mi parte animal se satisfizo durante la noche, cosa que me dio bastante asco. En general no fue una experiencia agradable, y entendí la sabiduría del creador que asoció esos órganos con otras asquerosas funciones. Cuando traté de explicar esta cuestión a mi mujer, a la hora del desayuno, me dijo: «Ni siquiera me besaste», y se echó a llorar, incongruencia que me hizo salir de la casa sin tomar la segunda taza de café y que me arruinó el día entero.

A su debido tiempo el doctor Krebs completó sus pruebas —como es de imaginar, sin el placer de mi compañía—, y en otra semana llegó el diafragma por correo. El diafragma, supe (mucho después), se parecía a uno de los preservativos del segundo grupo que había comprado, todo enrollado pero cinco veces más grande. El borde de goma ocultaba un resorte, y esta vez, al contrario del caso de los dispositivos masculinos, había voluminosas instrucciones sobre la preparación, inserción, extracción, limpieza y mantenimiento. Mi mujer, como ya he dicho, es una experta en hacer exactamente lo que le ordenan, y estaba seguro de que cumpliría esos rituales con precisión. Resultan por lo tanto comprensibles, creo, mi sorpresa e irritación cuando llegó la ocasión y la esperé en el dormitorio y entró, encendió la luz y se sentó en el borde de la cama con una expresión de angustia y vergüenza en la cara. En la mano tenía un cetro parecido al mango de un cepillo de dientes de plástico azul, sin las cerdas y con un pequeño espolón en la mitad y, en la punta, dos dientes desafilados.

—¿Qué es eso? —pregunté.

Mi mujer lo miró como si se hubiera olvidado de que lo tenía en la mano y rápida e inútilmente trató de esconderlo detrás de la espalda. Entonces se vio obligada a explicar que era un dispositivo de inserción para las mujeres que tenían una sensibilidad tan delicada que no podían tocarse esa zona del cuerpo con las manos, cosa que entiendo perfectamente.

No fue fácil arrancarle una explicación coherente más allá de «Ha desaparecido, Andy. No lo encuentro», a lo que respondí con cierta acritud que se suponía que no tenía que encontrarlo hasta después. Entonces me dijo que yo no entendía; no estaba donde evidentemente yo creía que estaba. Parecía que no había podido insertarlo de ninguna manera, y ahora había «desaparecido, Andy. ¡No lo encuentro!»

La conversación que siguió le provocó más lágrimas y a mí me obligó varias veces a pedirle que fuera más precisa; finalmente oí el relato de lo que había ocurrido. Teniendo en cuenta varias posturas posibles durante el acto, había decidido acostarse boca arriba en la bañera vacía con las rodillas levantadas y separadas. Al diafragma, bien lubricado con una jalea que traía, había que estirarlo entre los dos dientes de la punta del aplicador y engancharlo en el espolón que había más abajo. Según las instrucciones se podía insertar entonces a la profundidad correcta, donde una ligera rotación del aplicador soltaba el objeto de su lugar en el mango y lo dejaba colocado en el sitio justo.

Ella hizo todo bien hasta el punto en el que fue a insertar el artilugio. Se recostó boca arriba en la bañera, y en el instante en que apartó la vista de lo que tenía en la mano, oyó un ruido...

Durante la conversación y la búsqueda que siguieron la obligué a reproducir aquel sonido. Era la única pista que teníamos.

... como fatfuPLOP. Mi mujer levantó la cabeza para identificarlo y descubrió que en el cetro faltaba el aparato de goma. Desconcertada, se levantó de la bañera y empezó a buscar. Buscó en todo el baño, gateando por el suelo y hasta echándose boca abajo en las baldosas frías para mirar debajo de la bañera. Finalmente, d, esperada, había venido a pedirme ayuda, aferrando ciegamente aquella varita mágica.

Cuando por fin terminé de absorber la situación, salí de la cama, me puse las chanclas y la bata y la fulminé con una mirada de elocuente desdén. Entré pisando fuerte en el baño mientras ella me seguía medrosamente en puntas de pie.

Una rápida mirada alrededor no me sirvió para hacer un descubrimiento instantáneo. Volví a mirarla con ferocidad y aparté las cortinas de la ducha y me agaché y miré a un lado y otro. Después me arrodillé y avancé así dolorosamente por el baño, buscando. Finalmente me acosté boca abajo y escudriñé debajo de la bañera.

Nada.

Me senté en el suelo y miré a mi mujer.

—¿Por qué no tuviste un poco más de cuidado? —pregunté.

Ella, con un gemido, explicó que había sido muy cuidadosa. Entonces le pedí que siguiera tratando de reproducir aquel ruido hasta que se diera por satisfecha. Yo lo ensayé hasta que los dos estuvimos satisfechos, convencidos de que lo imitábamos de manera adecuada. FatfuPLOP, nos dijimos mutuamente. FatfuPLOP. Entonces empecé a analizar el sonido.

Fat, convinimos, era el ruido del diafragma saliendo del aplicador. El fu era bastante más especial. Parecía más un zumbido o un silencioso silbido que cualquier otra cosa, y llegamos a la conclusión de que tenía que haber sido el ruido del diafragma volando por el aire. Pero para el PLOP no teníamos ninguna explicación.

Indignado, dándome finalmente por vencido, empecé a levantarme y choqué con la cabeza contra el lado inferior del lavabo. Me sentí injustamente atacado y dije una palabra fuerte a mi mujer, que tenía los ojos muy redondos y casi todos los nudillos en la boca. Entonces me volví para calcular el daño y me encontré mirando directamente el diafragma, que a causa de la succión y la capa de jalea viscosa se había adherido al centro del espejo.

—Aquí está —dije—, como puede ver cualquier idiota —y con la dignidad intacta salí del baño, dejando a mi tonta mujer la tarea de decidir qué haría a continuación.

Me metí en mi cama y a su debido momento ella se metió en la suya. Supongo que ése era el único fin posible para el episodio.

Todo eso, de manera inexplicable, me pasó por la cabeza durante los breves minutos que pasaron entre la rápida y grácil salida de Liza Currier y la entrada del pastor y de la criatura Svenglund.

—Andy, muchas gracias —dijo Currier, acercándose y estrechándome innecesariamente la mano—. No te levantes. —No me estaba levantando—. Britt..., siéntate. Britt. ¡Ah! No señorita Svenglund.

La mujer, con aquella larga bata, flotó por la habitación como si no tuviera piernas y se deslizara sobre rieles, dio media vuelta y se sentó en el diván. No había dicho una sola palabra en el supermercado, y tampoco allí: Me llamó la atención.

Currier murmuró algún cumplido y salió de la habitación, supongo que para saludar a su mujer. Lo que yo hacía al volver a casa era mirar por el rabillo del ojo para ver si mi mujer estaba a la vista y si el periódico vespertino estaba sobre la mesa. En ese caso yo decía «Ah, el periódico»; si no, soltaba un suspiro. Entonces me sorprendí haciendo nuevas comparaciones, y me pregunté por qué. Levanté la cabeza y vi que Britt Svenglund me estaba mirando.

No estoy acostumbrado a que me miren de esa manera. Las mujeres, he descubierto, no me miran mucho, a menos que estén a punto de hablar. Si las sorprendo en ese momento, sonríen. Bueno, eso es algo que hacen la mayoría de las personas. La mayoría de las sonrisas son tan innecesarias como el apretón de manos de un predicador, y poco significan. Hasta las personas enojadas sonríen. La mayoría de las personas incluso sonríen cuando uno les niega un préstamo. Nunca he entendido por qué, pero eso hacen. Britt Svenglund no.

Las pocas personas que no muestran esa sonrisa insulsa e inconstante o no tienen interés o quieren ser ofensivas. En Britt Svenglund no había ninguna de las dos cosas. Me miraba con ecuanimidad, con gran atención, y aunque no aparentaba hostilidad, la experiencia me resultó muy perturbadora. Me moví en la silla y siento decir que le sonreí. No quería hacerlo, y el efecto debió de ser bastante horrendo. Después de eso no pude evitar devolverle la mirada.

La había visto en el pueblo de vez en cuando, durante años, pero ahora tenía que admitir que jamás la había visto. Era mucho más alta de lo que yo recordaba, si es que me había tomado la molestia de recordarla, y más rellena, y su rostro tenía más personalidad y era más regular de lo que había pensado, y los ojos más grandes y más separados. En realidad, era bastante imponente.

¿Podría Dan Currier estar iniciando una relación con esa mujer? Tuve la horrible sensación de que iba a preguntárselo y que, si lo hacía, ella me diría la verdad.

Para mi alivio volvieron los Currier tomados de la mano mientras él decía en tono persuasivo:

—No, no, Liza... quiero que te enteres de esto. Te concierne. No te preocupes por el café.

Se sentaron en el diván junto a Britt Svenglund y se pusieron a mirarme como ella. Me sentí empalado.

—Andy... tú pasas mucho tiempo con Willa Mayhew. Debes de saber más que cualquiera cómo le funciona la cabeza.

—Nunca me he considerado una persona demasiado perspicaz, Dan —dije con sequedad.

El mensaje era «no te voy a ayudar», y creo que lo entendió.

Se inclinó hacia adelante y se puso serio. Ay, qué ` rabia me da cuando un pastor se pone serio.

—Mira, Andy, te seré franco. He descubierto que Willa piensa publicar algo acerca de Liza en el periódico la semana próxima, algo verdaderamente horrible.

—¡Sobre mí!

Currier apretó la mano de Liza.

—No creo que sea costumbre de ella mencionar a alguien, Dan —dije con cautela—. No por el nombre.

—Nadie duda de la persona a la que ella se refiere, y tú lo sabes.

—¿Qué dice Willa? —preguntó Liza.

—Que tú... ¿Qué palabra usa? Que tú recibes a hombres cuando yo salgo a hacer visitas.

—¡Dan!

—Querida, no me preocupa lo que dice. Sé que no es cierto. Quiero saber por qué.

Me lo estaba preguntando a mí, y no me sentía cómodo.

—Si no es cierto no hay nada que temer —dije.

Y entonces Dan Currier me sorprendió de verdad.

—Andy —dijo—, en primer lugar quiero que sepas que no siento ningún temor... nunca más. Segundo, he descubierto que no vivimos en un mundo donde a la gente le importe la diferencia entre la «verdad» y la «no verdad». Ojalá fuera así, pero no lo es. No se trata de lo que es o deja de ser una cosa, sino de lo que la gente dice de ella, o cómo se lo hacen decir, y sobre todo por qué se lo hacen decir.

De nuevo, pero con una gran diferencia, Liza gritó:

—¡Dan! —y cuando él la miró, agregó—: No sabía que sabías eso.

Yo tampoco lo sabía. Miré al pastor, y por primera vez me di cuenta de que después de todo podía enfadarse; más aún: en ese mismo momento estaba enfadado. Me cuesta poner en palabras lo perturbador que era aquello. Hay cosas que uno sabe y con las que cuenta: las leyes de la gravedad y él ciclo de las estaciones; Wellen es un psicópata sexual; se puede sacar dinero de la respetabilidad religiosa; Daniel Currier no es una persona realista. Sobre esas cosas construye uno sus estructuras, y al usarlas uno manipula las cosas y las personas. Duda de una y proyectarás la duda sobre todas ellas. Me refugié: no dije nada.

Currier volvió a la carga. Me habló como nunca me había hablado a mí o, por lo que sé, a nadie. No se esforzó en ser cortés ni en hacerme saber (como siempre había hecho) que quizá yo podía tener razón por motivos que él desconocía, y que en ese caso estaba preparado para escucharme. Sin miramientos, con inusitada seguridad en sí mismo (por lo que yo sabía de él), expuso todo.

—Andy, tú diriges este pueblo... tú y Willa Mayhew. No... ¡no me interrumpas! No quiero un discurso sobre la junta municipal y las ordenanzas locales y las leyes del condado y del estado y el reglamento del distrito escolar. Sabes a qué me refiero. No voy a hablar de tus motivos; sólo quiero que sepas que yo sé lo que estás haciendo. También sé que haces todo lo posible por fortalecer la estructura que existe: sólo porque existe y no porque sea buena. Sólo porque tú puedes usarla y cuanto más fuerte es más fuerte eres tú. Para eso usas la iglesia, y el banco, y también usas a Willa Mayhew y su periódico.

»No creo que ataques a Liza por alguna razón personal, ni siquiera por una razón en particular. Lo más probable es que me estés atacando a mí. Lo haces de esta manera porque es más eficaz. No creo que seas un cobarde, Andy. Todo lo contrario. Si un ataque directo funcionara mejor, estoy seguro de que lo usarías. Así que te lo voy a preguntar con toda franqueza: ¿por qué me atacas?

Aquello no me gustaba nada y se lo dije.

—No tengo por qué estar aquí escuchando esto —dije mientras me levantaba.

Y entonces el pastor me dio la segunda sorpresa de aquella asombrosa noche. Me puso las dos manos en los hombros y dijo:

—Sí, claro que tienes —y me encontré sentado de nuevo de manera tan brusca que sentí un cosquilleo en el caballete de la nariz.

Dan Currier es un hombre muy grande, y el peso de esas dos manos pareció disolverme las rodillas y el mentón. Me senté con la boca abierta, mirándolo mientras volvía a su lugar y rodeaba con el brazo a su mujer.

Creo que ella estaba tan asombrada como yo, pero en vez de sentir lo que yo sentía, parecía llena de alegría. La Svenglund también lo miraba, y aunque su cara seguía impasible los grandes ojos le brillaban mucho.

—Esa pregun... —empecé a decir, pero me falló la voz. Tragué saliva, pero en mi boca seca no había nada que tragar. Carraspeé—. Esa pregunta está fuera de lugar —tartamudeé—. No he visto la columna de Willa. —Mi asombrado cerebro empezaba a funcionar—. Tú tampoco... supongo.

Currier no contestó. Hizo lo peor que podía hacerme: no dijo nada, no hizo ningún gesto, no me dio nada que yo pudiera usar para cambiar de tema.

—No pretendo entender a Willa ni lo que Willa hace. No tengo ningún indicio de que esté atacando a alguien, pero si lo está haciendo, las razones serán suyas. Tendrías que preguntárselo a ella, no a mí. — Volví a esperar, y de nuevo esperó él más. Empecé a sentir miedo de aquel hombre—. ¿Acaso tienes pruebas de que te haya atacado? —Otra vez el silencio—. ¡No lo puedes demostrar! —grité.

—No lo puedes negar. Has dicho muchas cosas, Andy, pero en ningún momento lo has negado. Te conozco, y no mientes. ¿No puedes dar ese pequeño paso que te hará decir la verdad?

Desde el fondo de mi ser dije:

—Quiero irme.

—Dios mío —gritó Currier de repente, con voz de sacerdote; era una plegaria—: ¿Quién puede hacer que este hombre diga la pura verdad?

Entonces habló Britt Svenglund, para decir la única palabra que le oí en ese demente encuentro:

—Cuerpodivino.

HARRISON SALZ

Pesqué a alguien que iba a demasiada velocidad por la carretera cerca del puente. Era el concejal Pruett, lo dejé ir. Detuve a una pareja que hacía autostop. Chica fea, mal cutis. Los acosé un poco pero no fue divertido, no reaccionaron. A él le di una patada en el culo. Bajé un gatito de un árbol para la señora Amplick. Deme un trago y cinco dólares. Me parece que fuma marihuana. Bueno, cosa de ella. Salí del trabajo a las 8.03, el jefe no me dejó usar el coche. Se acabó el paseo nocturno. Los muchachos lo lamentarán. Salir por carreteras secundarias con un par de amigos a tomar un par de cervezas, eso es vida.

Mientras volvía caminando a casa se me acerca un coche y alguien me grita. Veo que es el coche de Hobo Wellen. Algún día los que mandan van a dejar de mimar a Hobo Wellen, que entonces recibirá su merecido. Mientras tanto más vale que lo escuches, sobre todo porque lleva en el asiento trasero a la señora Mayhew.

—Sube, Harry.

Mientras subo explico: «Tengo que...», y la señora Mayhew, con aquel graznido, dice: «Vienes con nosotros», a lo que yo contesto: «Bueno, de acuerdo».

Nadie me dice nada, así que no pregunto. Llegará el día, sí señor. Llegará el maldito día en que nadie me podrá decir «Sube, Harry». Alguien escribió en el periódico que los agentes de policía a tiempo parcial tenían demasiado poder. Tendrían que informarse mejor. La mitad de la gente te odia, la mayoría se ríe de ti y tú tienes que aprovechar cada oportunidad para demostrarles quién eres. Trabajas cuando el jefe quiere y cuando no quiere no trabajas, pero más vale que estés a su servicio las veinticuatro horas porque si no, ni eso. Demasiado poder. Vaya.

«¿Adónde vamos?», pregunto, y Wellen dice «A la Montaña del Sur» al mismo tiempo que la señora Mayhew dice «Espera y verás». Sé a quién tengo que escuchar, así que me callo de nuevo. Ya tendré mi oportunidad, pero eso todavía está lejos. La señora Mayhew, ésa si que me había calado a los sesenta días de entrar en la policía. Todavía no sé cómo se enteró de lo de Denette. Cumpliendo el turno de la noche, un verano, mientras hacía la ronda, vi a Denette Francosi a las dos de la mañana en la Carretera del Puente en camisón. Sólo tenía metido un brazo y el otro lado le colgaba, con una teta al aire. Me detuve. Vino hacia el coche y empezó a pasar a mi lado. No me contestaba y tuve que bajar. La agarré y se me tiró encima y se echó a llorar. Dijo que era sonámbula. Ni siquiera intentaba taparse. La metí en el coche y traté de calmarla, de calentarla. Entonces va y se agacha y me abre la bragueta y me la saca. Me corro y traga todo. Se retuerce en el asiento trasero y le echo un buen polvo y la llevo a casa. A la mañana siguiente recibo una llamada para que vaya a la oficina del periódico porque hay unos arañazos en la puerta, como si alguien hubiera querido entrar. Nada de arañazos, todo era cosa de la señora Mayhew, que me dice que es hora de conocernos y me cuenta que un policía del pueblo detuvo a una chica sonámbula a las dos de la mañana y le hizo hacer algo antinatural (eso es lo que dijo), la violó y la llevó a casa. No dije nada, pero mirando aquellos ojos serios de loca supe que ella sabía, que lo suyo no eran suposiciones. Salí de allí y fui a buscar a Denette al campo de recreo donde trabajaba dos veces por semana y la insulté por haber contado aquello, pero ella me juró que no lo había hecho. La señora Mayhew habla todo el tiempo de un pajarito que ve todo. Casi lo creo. A menos que tenga algún poder sobre Denette que la obligue a negar que se lo ha contado. Por un momento llegué incluso a pensar que todo había sido preparado por la señora Mayhew, pero eso sería demasiado loco, ¿verdad? Después está el accidente del viejo Ogilvie, que se salió del arcén en la Carretera del Condado tan borracho que lo llevé a casa. La señora Mayhew me detiene al día siguiente en la calle para decirme que sabe lo de los dieciocho dólares cincuenta. Podría jurar que Ogilvie estaba borracho como una cuba y nunca vio nada, así que ¿cómo hizo ella para enterarse, cómo hizo para saber tanto? Le quedaba mucho en la cartera, no soy estúpido. Así que hizo que Ogilvie representara todo aquello porque tenía algún poder sobre él, cosa que nadie creería, o es que de veras tiene ese pajarito. No temo a ningún hombre vivo, aunque sé cuándo tengo que cerrar el pico y esperar la oportunidad, y tampoco a ninguna mujer, pero temo ese pajarito.

Así que pasamos el cruce y subimos por el camino de tierra y Wellen detiene el coche en el puente, encima del arroyo seco. La señora Mayhew le lanza un graznido, qué se cree que está haciendo, sigue otro poco y esconde el coche. «Lo siento», dice Hobo, que está furioso, y pienso ¿tú también? Me imagino lo que le habrá visto hacer el pajarito, a él que es un cochino pervertido, todo el mundo lo sabe. Doblamos la curva y Hobo detiene el coche y después retrocede por una pequeña zanja hasta el bosque. Nos bajamos todos y la señora Mayhew nos da linternas y ella tiene otra, y entonces se me ocurre que no fue una casualidad que ella pasara por allí cuando terminó mi jornada, quizá no había sido casualidad que el jefe no me dejara llevar el coche.

—No uséis las linternas a menos que sea necesario —nos dice, y volvemos por el camino hasta el puente y de allí al barranco.

—Ah —digo—, la cabeza cuadrada —refiriéndome a la tía que vive allí arriba, la única persona.

—Cállate, Harry —dice la señora Mayhew; a veces juraría que lo tengo escrito en la frente y cada persona que se cruza conmigo me lo lee, cállate, Harry.

La verdad es que era difícil callar y no usar las linternas, y los tres lo hicimos y también hablamos, sobre todo palabras como Ay y Mierda y No soporto ese lenguaje. Esto último lo dijo ella. Porque aquél, te lo puedo asegurar, es el camino más escabroso en la oscuridad que uno puede encontrar. Finalmente, cuando llegamos a los escalones que la cabeza cuadrada puso en la ladera, ¿subimos por ellos? No. Subimos como cabras montesas por el otro lado, resbalando y cayendo y tratando de no decir palabrotas hasta que llegamos a un sitio plano con abrojos, espinas y algo que hizo que me picara la cabeza y me lloraran los ojos, no sé qué pero está del otro lado del arroyo, frente a la casa. Nos instalamos allí y la casa queda demasiado lejos y no veo nada, pero la señora Mayhew saca unos prismáticos de un estuche de cuero y los ajusta. Durante un rato no se mueve, lo mismo que nosotros, y entonces oigo que se relame. Sí, quiero decir que se relame los labios. Después, Ahhh dice, ahhh, ahhh. Parece que está viendo algo bueno, pero la conozco y no es la primera vez que le oigo decir eso, pues estuve con ella en alguna redada y ese Ahhhh significa que alguien está metido en un serio problema.

—¡Atención! —dice Hobo, y yo también oigo algo.

Por el camino viene gente, más de una persona, más de dos... eso es todo lo que sé. Ninguna trata de bajar la voz y todas llevan linternas.

—Harry —dice la señora Mayhew—, corre y acércate a la casa y busca un sitio desde donde puedas mirar dentro y oír. Quiero saberlo todo. Hasta el menor detalle, ¿entendido? Rápido, antes de que lleguen. Que no te vean. Ya hay gente dentro de la casa. ¡Corre!

Ah, nunca por favor, nunca te importaría, y además quiero que lo hagas corriendo. Mujer, un maldito día de éstos... Pero corrí como un condenado bajando la cuesta, atravesé el arroyo y subí por los escalones sin que nadie me viera salvo un cabrito que pisé debajo de aquel enorme alero que tiene. Busqué a tientas hasta que encontré un lugar donde pude agacharme, debajo de una ventana abierta. Oía muy bien pero no quería sacar la cabeza. Palpé alrededor y en el borde de una tabla la sierra había cortado un nudo que se había caído y alguien, supongo que la cabeza cuadrada, lo había llenado de algo que me pareció musgo con una sustancia pegajosa y dura que olía a bálsamo. Saqué la navaja y empecé a escarbar con cuidado, haciendo que los pedazos que iba cortando cayeran de mi lado. Pronto apareció un punto de luz en el agujero, que agrandé y alisé con cuidado. El mejor sitio para espiar que había tenido en mi profesión, y podía sentarme y mirar por allí, y vaya si había qué mirar.

Desnuda como vino al mundo. Es lo primero que me llamó la atención. Guau. Desnuda como vino al mundo. Y quién lo iba a decir: Melissa Franck. Santo Dios, ¿quién podría saber que tenía un cuerpo así? En las revistas para hombres siempre buscas la foto desplegable, bueno, yo también, pero nunca verás nada parecido a lo que yo estaba viendo. No es lo que se dice delgada, pero si alguien dijera que es gorda se equivocaría. Si dijera que es grande se equivocaría porque no es alta. Sé qué palabra quiero usar, pero no la usaré.

Después estaba aquel tipo. El desconocido. Más de un metro ochenta, ancho y chato. Pelirrojo y con un rabo largo. Ya habrían follado, porque no hacían nada, ni siquiera conversaban. Él estaba en una especie de cama en un rincón, recostado y apoyado en un brazo. Ella estaba arrodillada en el suelo junto a él, como mirándole la cara. Yo veía muy bien aquella cara a la luz de la vela colgada de la cadena. Nunca había visto una cara así. Era imposible saber la edad. Hay en el pueblo un chico de catorce años que tiene una cara que parece de doscientos, no quiero decir por las arrugas sino por la manera en que te mira, por lo que sabe. Ese tipo era igual.

Vi una linterna, oí las voces de las personas que estaban llegando, pero no pude saber quiénes eran. Me agaché y me aplasté contra las tablas para asegurarme de que no me vieran; no tenía que preocuparme mucho, porque tendrían que dar la vuelta por ese lado de la casa y apuntarme con la linterna. Cuando estuve seguro de que habían llegado levanté la cabeza y volví a mirar.

La primera en entrar fue Britt Svenglund, Dios mío, alargó las manos y levantó el largo vestido y se lo sacó por encima y siempre pensé que no llevaba nada debajo y no me equivocaba. Santo Dios del cielo, qué cuerpo. Tampoco ves mujeres como ésa en las fotos desplegables pero es porque no las consiguen. Va directamente hasta el pelirrojo y hace una cosa rara, le pone las dos muñecas en los lados del cuello y lo mira a los ojos. ¿Sabes lo que pasaría si alguna vez vieras a alguien hacer eso? Te darían ganas de hacer lo mismo. Después se acerca a Melissa Franck y repite el movimiento.

Mientras tanto quién puede llegar a la puerta cargado de comestibles sino el pastor, es decir, el propio Currier, con su pequeña esposa, Liza. Si ésa iba a ser la vez en que vería a Liza Currier desnuda, sería un día inolvidable. No hay en el pueblo ningún tipo de menos de ochenta que no haya pensado en eso. Ay, qué bombón. Currier pone las cosas en el suelo y ella se le acerca y los dos se quedan mirando a aquellas tres personas desnudas, y quién entra sino el señor Merriweather, el banquero. No llegó muy lejos. Al ver mesas personas desnudas se detuvo en seco, y creo que no dio la vuelta y se fue porque no pudo.

El pastor echó a andar hacia él y lo mismo hizo Britt Svenglund. Fueron directamente hacia él, que no sabía adónde mirar.

—Bienvenido a esta casa —dice ella. Lo dice con aquel extraño acento de cabeza cuadrada—. Quiero que entienda cómo son las cosas en mi casa —dice—. Si yo fuera a su casa, seguiría sus reglas. Aquí en mi casa también puede seguir sus reglas. —Después, muy seria, agregó—: Pero en mi casa no puede esperar que yo siga sus reglas. No lo haré. Ahora entre... Bienvenido de verdad.

El señor Merriweather abre la boca y empieza a darse la vuelta, y el señor Currier alarga una mano y lo hace girar de nuevo. La mano se desliza hasta el brazo del banquero y lo hace entrar. Es un hombre grande, el pastor. El señor Merriweather pasa por delante de Britt Svenglund desnuda y Melissa Franck desnuda y tengo la sensación de que no lo va a soportar. El señor Currier lo lleva hasta el pelirrojo y lo suelta.

—Andy, éste es Cuerpodivino.

Cuerpodivino se levanta. Lo hace con tanta suavidad que parece que estuviera creciendo rápido y no fuera a parar. Cuando para mira desde lo alto y el señor Merriweather tiene que mirar hacia arriba. Cuerpodivino alarga las dos manos y creo que si el señor Currier no estuviera allí de pie quedaría inmovilizado como un conejo. Cuerpodivino apoya las muñecas contra los lados del cuello del señor Merriweather y las deja allí.

Ahora no podría decir esto si no hubiera estado en— el sitio justo y si entonces Britt Svenglund no hubiera encendido un farol en un soporte en la pared de enfrente, de manera que la luz caía sobre la cara del señor Merriweather. Aterrado, asustado, sorprendido. Se sorprende de tres maneras diferentes unadostres así de rápido, es muy evidente, y entonces se queda clavado en los ojos de Cuerpodivino como si fueran anzuelos. Después, cuando Cuerpodivino le saca las manos de encima casi se cae. Quiero decir que se le doblan las rodillas.

—¿Quién eres? —dice.

—Cuerpodivino. ¿Quién eres tú?

¿Sabes qué dice entonces el señor Merriweather? Mira a derecha e izquierda y apuesto que no ve a nadie, desnudo o no desnudo, y dice:

—No lo sé.

La cabeza cuadrada lo agarra de la mano como si fuera un niño asustado.

—Ven, acompáñame —dice, pero retrocediendo mientras se aleja de Cuerpodivino. Una vez vi una película en la que hay un rey y nadie se aleja de él caminando de manera normal, sino retrocediendo. Lo mismo ocurre ahora—. Ven a ayudarme.

Se lo lleva hasta el otro lado de la casa, junto a la puerta, y empieza sacar cosas de las bolsas y de las cestas.

El pastor se queda allí sonriendo a Cuerpodivino mientras el pelirrojo se recuesta de nuevo en la cama.

—Me alegro de verte otra vez, Cuerpodivino.

—Yo me alegro de verte a ti, Dan. ¿Quién es ésa?

El pelirrojo señala a Liza Currier. El pastor ensaya una extraña sonrisa sobre la sonrisa que ya tiene en la cara. Llama a Liza con la mano y ella se pone en movimiento.

—¿Por qué no se lo preguntas a ella?

Nunca había oído hablar como hablaban aquéllos. Tampoco había visto nunca a gente como aquélla. Tenían que ser sólo ellos los que actuaban así; si todo el mundo hiciera lo mismo sería una locura. Allí ocurría algo que hacía que todo pareciera natural.

El hombre desnudo alarga las dos manos y Liza Currier se arrodilla lentamente, mirándolo a los ojos, y él la toca también de aquella manera, apoyándole las muñecas en el cuello, y dice:

—¿Quién eres?

—Liza Currier.

Lo dice con un susurro.

Al lado de ella Melissa Franck también está arrodillada, pero sentada en los talones, y mira todo, sonriendo como si supiera algo. Cuerpodivino aparta las manos y le sonríe.

—Claro que eres Liza. Claro que sí.

Y entonces el pastor se arrodilla también. Uno no sabe si es porque el pelirrojo está en la cama y la cama es baja y no hay sillas o si... si se arrodillan por alguna otra razón. Quiero decir que estoy allí en la oscuridad, espiando, y no sé bien lo que pasa.

Currier está arrodillado junto a Melissa y dice: «¿Cómo te sientes ahora?» y ella aparta la mirada de Cuerpodivino y apunta al pastor en una sonrisa que me hace bizquear. Dice que ahora está bien... muy bien. Y Currier le devuelve la sonrisa y estira el brazo y toma de la mano a su mujer.

—Esto puede parecer extraño viniendo de un pastor de Cristo —le dice a Melissa—, pero hubo una vez una diosa que tenía muchos nombres, entre ellos Cibeles y Deméter. En su forma más primitiva se la conocía como la Gran Madre de los Dioses: es quizá la divinidad más antigua que conocemos. Y si alguna vez hubo una diosa como ésa, una mujer como ésa, debe de haberse parecido a ti.

—Oh —dice Melissa—. Oh. Oh.

Y aquel hombre, Cuerpodivino, dice todo un libro con una sola palabra.

—Eh... —dice.

Y por un segundo no veo lo que pasa porque toda la escena se derrite y me corre por la cara. Maldita sea. Entiendes a qué me refiero. Fue muy extraño. Me quedé allí sentado secándome las lágrimas porque el pastor usó la palabra que yo tengo miedo de usar incluso dentro de la cabeza.

Britt Svenglund tiene un enorme cuenco de madera; alguien debe de haber quemado y después cortado y lijado un tocón grande, no veo de qué otra manera se podría haber hecho semejante cosa sin un torno industrial. Lo tenía lleno de fruta y de frutos secos, colocados de tal manera que se veían todos los colores, y había también otras cosas, pan negro cortado en círculos y en rombos untado con manteca blanca casera, todo mezclado con flores, y había un par de aquellas calabazas indias secas del último otoño, con todos los colores y las verrugas y las formas raras, y fresas tempranas. No sé nada de arreglos florales, pero alguna gente sí sabe e incluso hay clubes y libros, así que algo deben de tener, y esa Britt Svenglund lo sabe todo. Aquel cuenco era muy bonito. También tenía esos platos grandes de piedra o de barro con cuencos de crema agria y manteca y cinco, seis tipos de queso, y rodajas de manzana y un par de jarras de piedra, supongo que con leche y sidra, y lleva todo a aquel sitio junto a la cama, donde están todos arrodillados y extiende la mano hacia el cuenco que, como dije, es enorme. Y ¿sabes una cosa? El señor Merriweather va y se lo quita. Ella quizá tenga el doble de fuerza que ese prestamista seco, pero por la manera en que él se lo quita ella hace una especie de reverencia. Nunca viste a una mujer desnuda hacer una reverencia. Bueno, eso hizo ella, y él se acercó a aquel sitio con prudencia, despacio, como en las películas, con música de órgano, una de esas cosas en las que se casa el rey de Rusia. El señor Merriweather.

Y todo el mundo acude mientras él pone el cuenco en el suelo, y muchas manos se acercan a ayudar para que no tenga que soltarlo, durante veinte años no ha levantado nada más pesado que un formulario para una hipoteca. Y se arrodilla. Quizá después de llevar ese cuenco tenía que hacerlo, no lo sé. Y entonces Liza Currier...

Ay, Jesús, y entonces Liza Currier suelta la mano del marido y baja los brazos, cruzándolos, agarra el borde del jersey con las manos y le dirige al pastor la mirada más suplicante que he visto. Él se queda allí un rato largo mirándola y entonces dice: «Liza, querida, ¡por supuesto!», como si le estuviera leyendo la mente o algo así, y tengo que dejar de respirar mientras ella se levanta el jersey y se lo saca por la cabeza y se pone de pie y se quita las sandalias y se deja caer la falda y no tiene ropa interior y una mujer pequeña y maciza como ella no la necesita, ay, Jesús, no hay nada más perfecto que esa mujer, tiene tetas mucho más grandes de lo que parece y casi nada de pelo en el conejo, como una especie de sombra suave que transparenta la carne rosada. Es así, pero tengo que decirte que después de verla desnuda no puedes decir cochinadas. Es decir, las puedes imaginar pero al verla es tan malditamente perfecta que la cochinada desaparece. Mierda, no sé de qué estoy hablando.

Y todos los que miran parecen contentos pero no excitados. Y todos se vuelven hacia Cuerpodivino, que extiende las manos sobre el enorme cuenco de frutas y flores y da las gracias. Creo que va a sacar algo del cuenco cuando se incorpora y levanta una mano como un policía de tránsito y todo el mundo deja de hablar y creo que también de respirar.

—Hay alguien afuera —dice Cuerpodivino.

Bueno, hice el servicio militar y pasé una temporada en la cárcel, de la que nadie sabe salvo la señora Mayhew, y llevo en la policía año y medio o más y nunca me acobardé, aunque esta vez poco me faltó. No era que me pescaran, cosa que siempre hace que te sientas como un idiota, y no era lo que podrían hacerme allí, porque pensándolo bien no había mucho de qué asustarse excepto quizá de aquel Cuerpodivino... con él no se podía saber, no se parecía a nadie que yo hubiera visto. Era otra cosa. Allí estaba ocurriendo algo que todavía no había ocurrido, si me entiendes, y si eso se interrumpía yo no llegaría a verlo. Y quizá pensé que si eso se interrumpía sería una verdadera pena.

De todos modos dejé de respirar y seguí con el ojo en el agujero sobre todo porque no podía moverme. Cuerpodivino y el pastor se habían levantado y salido por la puerta como movidos por el mismo hilo. Me meto en el ángulo entre la casa y la tierra y me aprieto todo lo que puedo, deseando que hubiera un topo en mi árbol genealógico. Todo es oscuridad y estoy asustado y enfadado conmigo mismo y alguien, resbalando, aparece por la esquina de la casa y por poco me pisa y me patea una nube de grava en la cara y entonces oigo un ¡Uf! y un chillido de jabalí herido, un largo chillido y mucha respiración agitada y muchas patadas y allí estoy, tendido en el suelo, tratando de creer que todo acabó y que yo no tengo nada que ver. Y no me queda más remedio que creerlo porque es así, y vuelvo a acercar el ojo al agujero.

Y aparecen Cuerpodivino y el señor Currier, y entre ellos, con mirada vidriosa y saliva en el mentón está el Hobo Wellen más asustado que vi jamás, moviendo la cabeza bruscamente a un lado y a otro y soltando aquellos chillidos.

Melissa Franck pega un salto y corre hacia ellos gritando «Hobo, Hobo», y trata de tocarlo. Cuerpodivino, sin levantar la voz, dice «Déjame, Melissa», y suelta a Hobo. El señor Currier sigue aferrándolo, no creo que para atraparlo sino para contenerlo. Cuerpodivino agarra a Hobo Wellen del mentón y le levanta la cara. Wellen lloriquea como un perro callejero y pone los ojos en blanco. Cuerpodivino le sujeta el mentón para que no pueda mover la cabeza y lo mira a los ojos y aquellos ojos se aquietan y pronto se detienen, devolviendo la mirada a Cuerpodivino. Cuerpodivino, con la mano libre, hace una seña y el señor Currier suelta a Hobo y se aparta. Cuerpodivino suelta el mentón de Hobo. Allí hay un hombre hasta hace un rato tan aterrorizado que hacían falta dos hombres grandes para sostenerlo, pero ahora sólo lo controlaban los ojos de Cuerpodivino.

No sé cuánto tiempo lo tuvo así Cuerpodivino, mientras todos miraban. Cosa rara, Melissa tiene la cara húmeda y aprieta una mano contra la otra, pero no oigo nada. Después de un rato Cuerpodivino adelanta una mano grande y empieza a acariciar el lado de la cabeza de Hobo. Nunca vi a un hombre hacer eso, de esa manera, a algo que no fuera un caballo. Seguía dominándolo con los ojos, pero se veía cómo el almidón iba desapareciendo de los hombros y los brazos de Wellen, y también dejó de respirar de aquella manera agitada. La boca se le abrió como a un niño la primera vez que ve un elefante o a un adulto llorando o algo parecido.

Cuerpodivino detiene la mano y la aparta. Nadie dice nada por un rato pero Wellen está intentando hablar, moviendo la cara y la boca. Se me ocurre la absurda idea de que Cuerpodivino lo oye, porque cuando habla es como si fuera una respuesta:

—No —dice—, es para amar.

Entonces Wellen dice:

—No sirve.

—Es para amar con —dice Cuerpodivino—. No para amar por. Si puedes amar con o sin él... puedes amar con él.

—No sé de qué hablas —dice Wellen.

Melissa dice algo. Me sobresalta. Lo que ocurre allí me tiene tan atrapado que no espero otra voz.

—Yo lo sé —dice ella.

Cuerpodivino aparta por fin la mirada de Wellen, lo que lo hace parpadear, y la centra en Melissa Franck.

—Sí —dice—, claro que sí.

No le pide que haga nada, pero ella va directamente hacia Hobo y le agarra la mano. Salen de la casa. Me asusta que den la vuelta y vengan adonde estoy yo, y no me equivoco, eso es lo que hacen. Allí afuera está tan oscuro que no se ve nada, pero yo llevo en ese sitio un largo rato. Veo lo suficiente, así que sé que están allí, y ella lo abraza.

—¿Qué haces? —dice él.

—Puedes golpearme si quieres, Hobo, pero no es necesario —dice ella.

Hobo tiene una voz rara, entre extraña y asustada.

—¿Cómo demonios quieres que te arranque la ropa si ya estás desnuda?

—Tócame —dice Melissa. Se sienta en el suelo y él hace lo mismo. Ella se recuesta—. Tócame.

No sé si él lo hace. No veo. Vuelvo a mirar por el agujero.

Están todos sentados en el suelo, alrededor del gran cuenco, comiendo. Cuerpodivino como si realmente disfrutara, con las dos manos, la boca llena, masticando rápido. El señor Merriweather como una ardilla, allí erguido, mordisqueando a gran velocidad.

—Me siento muy extraño —dice—. Muy extraño. Como si no estuviera aquí.

El pastor dice que sí con la cabeza.

—Te entiendo, Andy.

—Yo no —dice su mujer—. Yo estoy aquí. Me he pasado la vida viniendo hacia aquí.

—Eso es —dice el pastor—. Yo estoy todavía en camino.

Y el señor Merriweather mueve un rato la cabeza y dice:

—Eso es, eso es. —Mira a Cuerpodivino con mucha tristeza—. A diferencia de vosotros, no creo que yo pueda llegar aquí.

—Yo puedo —dice el pastor, y de repente su mujer se arrodilla y lo besa en la boca—: No sé cuándo —le dice al banquero—. Tengo mucho que desaprender... creo que más que tú.

—Sí —dice el señor Merriweather, triste—, pero tú no tienes miedo.

Cerca, en la oscuridad, oigo a Hobo Wellen susurrando excitado:

—Toca, toca. Dura como una piedra, y no te he golpeado.

—Quítate la ropa...

Hay unos movimientos en la oscuridad. —Nunca había estado desnudo con una chica —dice él..

—Siempre estás desnudo —dice ella; lo que dice suena como si lo hubiera dicho Cuerpodivino—. Todo el mundo lo está, debajo de la ropa.

—Me gusta estar así, tocándote con el cuerpo. Me gusta, me gusta.

—Sí...

—Es tan grande que temo hacerte daño —dice él.

—No tengas miedo. No tengas miedo nunca más.

Después de un rato, Hobo lanza un grito:

—Ay, no puedo, eres demasiado pequeña, ¡es imposible!

—Eso no es culpa tuya, sino mía —dice ella.

Él suelta otro grito:

—¡Te lo dije, te lo dije... se ablanda!

—A esto se refería Cuerpodivino —dice ella en tono furibundo—, ahora es cuando tienes que recordar lo que él dijo y creer. Tienes que amar, Hobo. No a mí, si no quieres sino... sino, bueno, a las mujeres, a una mujer. Amar con el pene, pero si no puedes, amar de alguna otra manera. Amar con él, no por él. ¿Ahora entiendes?

—Nunca amé nada ni a nadie —dice Hobo Wellen, como si estuviera descubriendo algo por primera vez—. ¿Cómo se aprende una cosa así?

—No lo sé —dice ella—, supongo que haciéndolo... haciéndolo. Abrázame, Hobo. Abrázame y quédate quieto.

—Melissa... —dice Hobo Wellen.

—Sí; Hobo.

—¿Puedo besarte?

—Sí, Hobo.

Callaron de nuevo.

Dentro todos callaron. Es como si estuvieran esperando algo.

En la oscuridad oigo que Hobo susurra:

—Está volviendo.

Miro a Britt Svenglund, recostada en el borde inferior de la cama junto a los pies de Cuerpodivino; Cuerpodivino mira la llama de la vela grande y ella lo mira a él de la misma manera. Los Currier tienen las manos entrelazadas, él vestido, ella desnuda y brillante como si tuviera una luz dentro, feliz. A él le da vueltas algo en la cabeza, es evidente. Y al señor Merriweather, el banquero, agachado, la cara escondida, como sin ánimo. Creo que lo entiendo. Es como si tuviera más de lo que puede soportar.

De repente siento que ojalá yo formara parte de aquello.

Melissa:

—¡Ah! No pares.

Hobo:

—No quiero lastimarte.

Ojalá yo fuera también parte de aquello.

Ella ahogó un grito y después soltó un suspiro largo y entrecortado, y él, como si se lo arrancaran, dijo:

—Te... amo —y entonces los dos pegaron un grito silencioso, es la única manera de decirlo, y lo hicieron de nuevo.

Y el señor Merriweather, el banquero, estaba allí de pie mirando alrededor, y nunca en mi vida vi una cara como aquélla. Se me ocurrió que era porque oía a los dos afuera pero no era eso, era algo mucho más grande. Era como si fuera un hombre solo en la cima de una montaña y viera algo... algo en el valle, tan alto que tenía que mirar hacia arriba. Aquel cabrón frío y reseco ardía de algún modo, pero ¿cómo demonios se cuenta algo si no se parece a nada que hayas visto nunca?

El señor Currier, asustado, grita:

—¡Andy! ¿Estás bien? —y de repente Cuerpodivino se arrodilla a su lado y le pone las manos encima—. Déjalo. Déjalo. No es la primera vez que veo esto. Ha descubierto a Dios.

El señor Currier se sienta y se queda mirando al banquero. Cuerpodivino vuelve a la cama. El señor Merriweather mira hacia arriba, a través del techo, juraría que a través del cielo. La sensación de espera empieza a crecer y crecer. Yo estoy paralizado. A través de aquellas paredes me llega algo parecido a cuando abren la puerta de un horno, pero no es calor.

Allí al lado oigo a Melissa Franck, como si cantara:

—¡Pensé que nunca podría hacerlo!

Y Hobo:

—¡Yo también, yo también!

—Vamos —dice ella.

Entonces sé que no soy sólo yo, porque cuando aparecen en la puerta, los dos desnudos y abrazados y sonriendo, se detienen de repente al ver allí al hombre que se balancea, y entran en silencio y se arrodillan con los demás. Y el señor Merriweather empieza a hablar con aquella voz potente y nueva:

—¡Ésta es la respuesta!

»La respuesta no es obtener y conservar sino obtener y dar.

»La respuesta no es guardar y mantener sino crecer y cambiar.

»La respuesta no es hacer que las cosas se detengan sino que las cosas sigan.

»La respuesta no es tapar y ocultar sino tocar y compartir.

»La respuesta no es pensar sino sentir.

»La respuesta no es la muerte sino el amor.

»No la muerte sino la vida.

»¡No la muerte!

Y entonces el hombre cantó una nota. Un fuerte y potente Ahhhh que siguió y siguió, cada vez más fuerte, mientras levantaba los brazos y la nota salía con una voz tanto más grande que él que costaba creerlo. Y yo sabía qué era: era todas las cosas que tenía que decir y para las que no había palabras, así que salieron formando aquel potente sonido mientras levantaba los brazos y giraba y giraba; ay, aquello, duró demasiado tiempo para que fuera él mismo, algo cantaba aquella nota a través de él, no era él en absoluto.

Y se acercó a Cuerpodivino, que se levantó de un salto, y él lo besó en la boca, y se volvió hacia Britt Svenglund y la abrazó y la besó en la boca, y entonces besó a Hobo Wellen y Hobo lo abrazó con fuerza, y besó a Melissa Franck y a Dan Currier y cada uno que tocaba parecía encenderse y las lágrimas les corrían por las mejillas y yo sólo soy un insignificante policía a tiempo parcial pero estoy aquí para contar que por mucho tiempo que viva seguiré lamentando no estar en aquella habitación para que me besara aquel hombre, y piensa lo que quieras. Y a la última persona que se acercó fue a Liza Currier, y ella le tendió los brazos y fue hacia él riendo, y en ese preciso momento alguien me agarró con fuerza el hombro y me apartó de la pared de la casa y oigo que una mano baja hasta mi cadera y me arrebata el arma reglamentaria y caigo de espaldas y miro hacia arriba y allí encima, de pie, inundada por la luz que sale por la ventana abierta, está la señora Mayhew con la cara desfigurada de un ser salido del infierno.

Mira a la desnuda Liza Currier que corre a los brazos abiertos del señor Merriweather y le importa un bledo que la vean y echando espuma por la boca dice:

—Perra asquerosa, te voy a matar —y apunta con la pistola y aprieta el gatillo.

Y yo me levanto del suelo y le agarro la muñeca con la mano izquierda y con la derecha y le doy un puñetazo en el mentón que, juro, le hace dar dos vueltas antes de chocar contra el suelo en la oscuridad, y entonces vuelvo a la ventana donde todo pasó tan rápido que parece que duró el tiempo del disparo.

Había un espeso humo azul y el señor Merriweather abrazaba a Liza Currier, y entre ellos y yo estaba el corpulento y desnudo Cuerpodivino con un pequeño agujero en el pecho. Me sonríe y da media vuelta y en el centro de la espalda tiene otro agujero por el que casi le podrías meter el puño. Sin dejar de girar, cae como un árbol alto.

Entonces se oye un grito terrible, el grito de Liza y Britt y Melissa, un grito tan fuerte que necesita tres gargantas. Y de los tres hombres sale un rugido que espero no oír nunca más porque, a menos que ocurra un milagro, es la última cosa que puede llegar a oír un hombre. Yo tuve mi propio milagro. Pero si no fuera por Cuerpodivino los tres, como lobos, me habrían destrozado.

Cuerpodivino grita:

—Basta.

Las mujeres ya lo han acostado en la cama baja e inútilmente tratan de detenerle la hemorragia.

—No es él —dice Cuerpodivino—. Lo hizo una mujer allí afuera.

—La señora Mayhew —dice Melissa escupiendo las palabras.

—Ese hombre —dice Cuerpodivino— trató de detenerla. ¿Quién eres?

—Harry Salz.

Cuerpodivino ensayó una extraña sonrisa.

—Supongo que sí, pero puedes hacerlo mejor. —La sonrisa desapareció con rapidez. Ese hombre sufría. Una de las mujeres se echó a llorar. Entonces Cuerpodivino dijo una cosa muy extraña—. Siempre es así —dijo—. Aunque no suele ocurrir tan pronto. —Levantó la cabeza y apartó con torpeza el trapo que Britt le apretaba contra el pecho. Miró el agujero. La sangre subía y bajaba, subía y bajaba—. Qué manera terrible de ganarse la vida —dice Cuerpodivino, y se le cierran los ojos.

Creo que entonces todos dejamos de respirar, pero abre de nuevo los ojos y vuelve a mirar alrededor. Por como tiene los ojos supongo que nos debe de ver a todos borrosos. La voz también se le empaña al hablar.

—¿Me vais a escuchar todos con atención? —Para eso no necesita respuesta—. Cuando entre esa señora Mayhew, no le hagáis nada. —Todavía pudo sonreír un poco—. Sé qué estás pensando, Dan: «Perdónalos, porque no saben lo que hacen.» Es algo parecido, ella no sabe lo que hace, pero quiero que sepas que es obra de Dios. Sí.

»Lo que quiero, lo que de veras quiero es que hagáis lo que ella diga mientras esté aquí. Después ya se verá, pero ahora sí, señora Mayhew, no, señora Mayhew, tiene usted razón, señora Mayhew, no importa lo que diga o haga. ¿Me oís? No importa lo que diga o haga. Si podéis hacer eso, todo estará bien.

De nuevo cierra los ojos y de nuevo dejamos todos de respirar. Entonces dice:

—Tratad de recordarme. Si vais a contar lo que dije, que sea lo que dije y no lo que alguien piensa que dije o lo que alguien desea que hubiera dicho. Que tampoco olvide nadie que a veces sudo y tengo mal olor, y que el mal olor de algunas personas es mejor que todas las rosas del mundo. También hablo de manera llana y trato de no complicar las cosas. No tengo reglas que recitar excepto amaos los unos a los otros; Dios mío, si todos hicierais eso no necesitaríais reglas de ningún otro tipo, ninguna.

»Desnudos al aire libre son todas las catedrales que quiero en mi nombre, y todas las vestiduras y collares. Una conversación directa, sencilla, sincera, es todo el oficio religioso que alguien necesita ofrecerme, y si le inventas una forma no asistiré.

»Si alguna vez quieres tocar la mano y el corazón de Dios Todopoderoso, puedes hacerlo a través del cuerpo de alguien a quien amas. En cualquier momento. En cualquier lugar. Sin intermediario.

»Hasta la vista.

Murió.

Entró mientras estábamos todos llorando. Sí, yo también. No quiero hablar de eso. Dijimos sí, señora Mayhew y todo lo demás. Dejó bien claro que nos tenía a todos bien agarrados. Dejó bien claro que nos iba a encubrir a todos, ella y el señor Merriweather, que ahora haría lo que ella dijera. Sabíamos muy bien que nos encubriría porque si nos delataba nos perdería de una u otra manera. Una vez satisfecha de que Cuerpodivino fuera un desconocido nos dio las órdenes, deshacernos de él. Deshacernos de «eso» es lo que dijo. Britt tiene suficientes hectáreas de ladera y de rocas y puede encontrar un sitio. Me llevó aparte y me pidió que no me olvidara.

Dijimos sí, señora Mayhew, y nos dejó solos con nuestro muerto. Se llevó el coche de los Currier.

Era viernes.

DOMINGO

La ceremonia religiosa del domingo transcurría con la limpieza y el decoro de siempre, con la típica cantidad de detalles atípicos. Siempre había desconocidos, gente de la ciudad, a menudo volvía algún reincidente (¿acaso por una sola vez?) y ocasionalmente, de manera repentina y asombrosa, aparecía en los bancos un incorregible secularista. Ese domingo en particular lo típicamente atípico lo daba Hobart Wellen, lustrado y planchado, acompañado por la fresca menos descarada del pueblo, Melissa Franck. Para el estudiante de lo atípico realmente perspicaz, habría que agregar el tamaño y el brillo especial de tres pares de ojos: los de Britt Svenglund (haciendo una de sus poco frecuentes visitas), Liza Currier y la susodicha Melissa. El brillo de las lágrimas, quizá, o el amor recién descubierto, o el conocimiento anticipado. ¿Quién podría imaginar que eran quizá las tres cosas a la vez? Después estaban los dos tipos de rectitud que manifestaban el señor Merriweather y la señora Mayhew (que apareció, como de costumbre, con uno de sus Sombreros con mayúscula) y el fenómeno verdaderamente asombroso de la señora Merriweather, por lo general una composición de gris sobre gris (con pelos de perro) pero que hoy parecía quince años más joven y sonreía todo el tiempo, vestida de amarillo fuerte y con flores verdaderas en el pelo. (Una de las cosas por las que sonreía era la reacción de una tal señora Holloway ante su respuesta acerca de Bu.) «¿Y cómo está el querido Bu?», había preguntado con malicia la señora Holloway, que solía andar con chismes de Bu, y la pequeña señora Merriweather le había contestado: «Muy feliz, gracias. Ayer lo pusimos en la residencia canina como semental.»

Himno y colecta, credo e himno, ordenado y metódico. ¿Quién notó los labios apretados del pastor durante el credo? Después muchos dirían que se habían dado cuenta. Para ser rigurosamente veraces, hubo unos cuantos que incluso durante un sermón como ése estuvieron cabeceando con suavidad, esbozando sonrisas benévolas, y no oyeron una sola palabra y no se formaron sus apasionadas opiniones sobre el tema hasta que apareció el periódico de los miércoles.

Éste es el sermón que dio el pastor Daniel Currier:

—Adiós.

Una larga pausa... tan larga que los pies empezaron a moverse de forma audible. El doctor Currier estaba en el púlpito (que siempre parecía tan pequeño para él) con los codos apoyados cómodamente en el atril y esperó hasta que el equilibrio entre el interés declinante y la irritación creciente alcanzara su punto óptimo.

—«Adiós» es una palabra, una pequeña aglomeración de palabras, que significa Dios sea con vosotros. Os lo deseo de todo corazón.

»Debéis saber que no soy, y que he hecho todo lo posible para no ser, el erudito bíblico que quiere convertir a sus feligreses en eruditos bíblicos, usando oscuras pronunciaciones arameas y griegas. Pero quiero confesaros que ayer durante casi treinta horas y esta mañana he estado encerrado con mis libros haciendo el papel de erudito.

»He descubierto algunas cosas extraordinarias. La más extraordinaria de todas es que no tuve que acercarme a la parte extraordinaria de mi biblioteca de referencia. Cualquiera puede encontrar lo que encontré yo, lo que cambió mi vida y la vida de algunos amigos queridos, lo que puede producir una conmoción drástica en algunos de vosotros con sólo consultar una Biblia, una concordancia y cualquier historia más o menos competente del cristianismo. Os voy a contar lo que encontré.

»Somos cristianos, es decir, fieles de Cristo Jesús de Nazaret, en cuyo nombre hemos fundado este santuario y todas las formas, escritas y no escritas, que lo acompañan.

»De domingo a domingo, una reconfortante monotonía parece rodear esta iglesia y sus oficios religiosos, la manera en que se realizan y la manera en que nos comportamos a ambos lados del comulgatorio. Pero ha habido cambios. Éste es un perfecto ejemplo: la ropa pulcra y modesta que tienen puesta hoy aquí las damas habría sido inaceptable no sólo en la iglesia sino en la playa en tiempos de algunos de nuestros feligreses mayores. ¿Verdad que sí, señor Malcolm, señorita Schutz?

La señorita Schutz, de ochenta y cuatro años, duerme profundamente desde el segundo himno, pero el viejo Malcolm asiente vigorosamente y observa a las damas que lo rodean con más entusiasmo del que ellas hubieran preferido.

—Usamos una Biblia escrita en inglés moderno, y muchos de nuestros himnos son nuevos o han sido reacomodados. Seguramente habrá más cambios. Nos guste o no, podemos encarar la idea con sobriedad porque todavía no han ocurrido. También sabemos que ha habido cambios, pero parece que cuesta un poco más entender que los cambios en el culto cristiano no empezaron hace veinte años, o cincuenta, o en el momento en que Martín Lutero clavó su manuscrito en la puerta de una iglesia hace algunos siglos. Los verdaderos cambios empezaron con la muerte del último de los discípulos: los hombres que de verdad hablaron con Jesús y recibieron sus enseñanzas.

»Nos gusta adormecernos con la idea de que los cambios son para bien, que lo que tenemos es superior a lo que teníamos. Bueno, en algunos sentidos eso es cierto. A pesar de todas sus discrepancias y desacuerdos, las iglesias cristianas tienen millones de seguidores y poseen millones de dólares en bienes inmuebles. Si eso es mejor que lo que tenían los apóstoles, muy bien.

»Pero ¿es una verdadera mejora del cristianismo tal como Cristo lo vio y lo enseñó?

»¿Cómo era el culto primitivo?

»Hay una manera fascinante de descubrirlo. Durante toda la historia de la iglesia se encuentran referencias sobre concilios, convocados con el propósito de exponer doctrina eclesiástica y prácticas eclesiásticas. Al anunciar que en adelante debería hacerse tal y tal cosa, también anunciaban lo que no debería hacerse.

»Y ése es, el punto importante. Uno no prohíbe algo a menos que la gente lo esté haciendo.

»Mediante el estudio de lo que esos concilios han prohibido sabemos lo que hacían los cristianos de la época. Cuando se cambió el cristianismo, se cambió de manera gradual, y este tipo de estudio nos muestra paso a paso cómo se lograron esos cambios... y por qué. Como veis, no busco tanto qué cambios se hicieron sino cómo era el cristianismo antes de que lo cambiaran.

»Permitid que os cuente ahora, sin documentar todos los pasos con fechas y lugares, aunque se puede hacer, cómo era el culto de Dios a través de Cristo tal como nos lo transmitieron Jesús de Nazaret y sus discípulos.

»No había casa de culto. A veces por decisión propia, a menudo para huir de la persecución, los fieles se reunían en un sitio tranquilo y secreto.

»No había un sacerdote oficiante.

»No había distinciones de raza o edad, de riqueza o pobreza o sexo. En realidad, quienes se sentían más atraídos por el cristianismo eran las masas, los esclavos y las mujeres, todos los cuales eran aceptados por igual. Es interesante observar que en nuestra iglesia la ordenación de mujeres sólo ha ocurrido en los últimos quince años, y menos de la mitad del uno por ciento de nuestros pastores son mujeres.

»Estaba el "beso de la paz". En las reuniones, cada persona abrazaba a todas las demás.

»Estaba el banquete: se llamaba Ágape. Era una comida de verdad.

»Después la gente se sentaba junta en un aura de amor y reanimación y esperaba la teolepsia, palabra que significa «embargado por Dios». Habéis oído, y os ha hecho reír, que hay personas que «hablan en lenguas», que entran en frenesí religioso, que sufren ataques o que ejecutan bailes desenfrenados. Esto parece estar muy lejos de nuestras decentes costumbres modernas, pero fue precisamente esto lo que la Iglesia apostólica buscó y acogió. Tanto en las Escrituras como en comentarios se dice por todas partes que aquélla fue una experiencia verdadera y decisiva, y que una vez que una persona pasaba por ella cambiaba para siempre. Se dice que incluso presenciar esa experiencia, cuando le ocurría a otra persona, era una aventura inolvidable, que se seguía buscando de nuevo durante el resto de la vida. Era eso lo que permitía a los cristianos de la era romana marchar hacia la arena sonriendo y cantando y dando gracias a Dios mientras los acuchillaban y quemaban y las fieras salvajes los despedazaban... Una interesante acotación al margen: la palabra inglesa thank, «agradecer», deriva de la misma raíz que la palabra think, pensar. Esas personas podían hacer lo que hacían no por puro coraje sino porque «pensaban a Dios», reviviendo la experiencia teoléptica...

»Teniendo en mente esta imagen de un servicio religioso de los cristianos primitivos, mirad lo que ocurrió:

»Primero, en el Ágape, la fiesta del amor, introdujeron la Eucaristía, donde el pan y el vino simbolizan el cuerpo y la sangre de Cristo. Después llegó la resolución de que no podía celebrarse un Ágape a menos que estuviera presente un obispo para bendecir la comida. Luego vino la orden de que el obispo debía mantenerse aparte de los celebrantes, de pie y más alto. Después se ordenó que en vez de besarse unos a otros, todos tenían que besar al sacerdote, y más adelante que tenían —que besar un trozo de madera que se pasaba de uno a otro y volvía al sacerdote. Luego el beso fue abolido del todo, y en 363 el Concilio de Laodicea prohibió la celebración del Ágape dentro de las iglesias, momento en el que quedó separado para siempre de la Eucaristía. Finalmente desapareció por completo. Un escritor señaló que el champán en las bodas y el vino de Oporto en los funerales era todo lo que quedaba del culto fundamental del cristianismo.

»Eso, en rigor, no es cierto. A nuestros buenos amigos los cuáqueros les queda algo de eso cuando en una reunión, sin sacerdote, se sientan a esperar el sagrado impulso. Pero hasta eso está muy lejos del tipo de ceremonia practicada por las personas que conocieron a Jesús.

»Tenéis derecho a preguntar por qué: por qué se hicieron esos cambios. Pues no fueron hechos por Dios ni por las Sagradas Escrituras sino por hombres, con su propia inventiva. La mayoría de esos cambios se produjeron en los siglos tercero y cuarto después de la muerte de Cristo. Y os puedo asegurar que no fueron siglos modernos, caracterizados por la lectura generalizada y la impresión de libros, por grandes libertades y archivos que consultar: fueron siglos primitivos, donde hechos ocurridos cinco o diez años antes debían de parecer mitos remotos, diluidos por la transmisión boca a boca. Con cierta temeridad podríamos decir que el culto cristiano moderno no nació en Galilea y en la Montaña yen el. Gólgota sino cientos de años más tarde entre remotos extraños.

»La pregunta es otra vez: ¿por qué? Yo os diré por qué, pero os advierto que la respuesta me heló la sangre.

»Cuando hacemos la colecta en este santuario ¿qué ocurre? Los ayudantes pasan las bandejas, las recogen y me las traen. Yo las recibo, os doy la espalda y las levanto hacia el altar. Vale la pena retener esa imagen, como si fuera una foto. Usarla como símbolo de lo que hacemos aquí cuando rendimos culto. Que la ofrenda represente el culto. Vosotros me dais esta sustancia, que alguien recoge y me trae. Sólo por mi mediación llega al altar, o a Dios. En eso se ha transformado el pastor, el cura, el sacerdote: un canal, de manera que sólo a través de canales pueden los feligreses llegar a Dios.

» ¿Y para qué querían eso aquellos padrastros de la iglesia primitiva?

ȃsta es la escalofriante respuesta: para eliminar la teolepsia, el contacto directo entre el hombre y Dios.

»¿Y por qué querían eliminar eso?

»Porque, amigos míos, ésa es la única manera en que la iglesia organizada pueda ganar algo de dinero.

»Espero que me perdonéis el mal gusto de decirlo en este sitio sagrado, pero es la verdad. Si la iglesia no acababa con la verdadera experiencia religiosa no podía controlar los aspectos mundanos de la organización eclesiástica: el dinero y el poder, que como sin duda sabéis la iglesia ha buscado y encontrado durante dos mil años...

»Debo decir aquí algunas palabras sobre la oración. Rara vez, por cierto, puede alguien alcanzar el éxtasis religioso sólo con la oración. La teolepsia parece ser una experiencia grupal: existe algo en la presencia de un grupo que parece provocarla en el individuo elegido...

»Hace menos de diez años hubo en la iglesia episcopal un renacer del fenómeno de «hablar en lenguas», que fue sofocado con firmeza. Eso ocurre y ocurrirá siempre, en cualquier iglesia de cualquier tamaño.

»Veo que algunos estáis incómodos. Permitid que os muestre este papel antes de que empecéis a pensar en presentar una queja al distrito o a mis superiores por lo que he dicho hoy aquí. Esto es una copia de mi renuncia, vigente desde hoy al mediodía, cuando salga por esas puertas. La dejaré aquí en el facistol para que podáis examinarla.

Desde el santuario: gritos ahogados y un murmullo creciente.

—Haré ahora un resumen. Pido por favor que me escuchéis.

»He dedicado la parte más importante de mi vida a la comprensión de las enseñanzas de jesús, y he puesto el mismo esfuerzo en transmitirlas a otras personas. Ahora he llegado a un punto en el que creo que no estoy en el lugar indicado. El lugar no indicado es un lugar que por su propia naturaleza prohíbe... el culto. El lugar no indicado es un lugar que toma las principales enseñanzas del Hombre de Nazaret, que voluntariamente nos libró del pecado y por lo tanto de la culpa, y las convierte en la fábrica de culpas más eficiente que se ha conocido jamás en este planeta. No fue Jesús sino Pablo, que por cierto nunca conoció a Jesús, quien hizo recaer el peso sobre el sexo; y fue una larga serie de sucesores la que estableció los controles de dos de las motivaciones más fuertes que tenemos: la procreación y el culto. Quiero que mi pastor sea mi Dios y no mi obispo o cualquier otro hombre. Quiero amar sin vergüenza y adorar sin intermediarios; como eso es lo que pienso, me siento inhabilitado para este trabajo.

»Como cierre y despedida, permítaseme seguir la costumbre y daros textos con mención de capítulo y versículo:

»Hechos; 7:48 y 9: Si bien el Altísimo no habita en templos hechos de mano... El cielo es mi trono, y la tierra el estrado de mis pies. ¿Qué casa me edificaréis? dice el Señor. 1 Corintios, 6:20: Glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios. Diréis que saqué eso de contexto y tendréis razón. Mateo, 6:5 y 6: Y cuando ores no seas como los hipócritas... de pie... en las esquinas de las calles, para ser vistos de los hombres. Más tú, cuando ores, entra en tu aposento, y cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en secreto; y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará. en público. Que Dios os acompañe, es decir...

»Adiós.

Salieron todos: era momento de saludar, de estrechar la mano. Daniel Currier esperó delante de la iglesia mientras se acercaban dos filas, no una; una de esas filas avanzaba de manera atropellada, furiosa, altiva, desconcertada, asustada; la otra se detenía a hablar con él: no hablas en serio, me alegro por ti, esperé años para oír algo parecido, desprestigio para tu iglesia, tu pueblo, tu profesión y tu Dios, ¿qué me dices del té de los martes? Quiero retirar mi cheque del Fondo de Vivienda. «Esto es más complicado de lo que parece; yo sé dónde está enterrado el cuerpo.» (Gracias, señora Mayhew; una bonita metáfora.)

Y más o menos uno de cada cinco le dijo con suavidad: «Dan, ¿adónde vas? Porque adonde vayas con esa clase de discurso yo quiero ir.» A esas personas las mandó junto al roble, en la esquina del estacionamiento, y les pidió que lo esperaran.

Finalmente todo terminó, y la reacción se hizo sentir: alegría, alivio, fatiga, y un profundo deseo de estar desnudo con Liza en los brazos. Se lo dijo a ella y ella cerró los ojos y levantó la cara para que la besase. Después, de la mano, fueron hasta el roble seguidos por las miradas iracundas, las miradas asustadas, las miradas envidiosas, las risitas, las quejas, los cuchicheos de la gente. Estaba esperándolo una pequeña multitud: Wellen y Melissa, los Merriweather, el policía Harry Salz y Britt Svenglund, encantadora con un hermoso pero nada lujoso vestido de punto de lana de color verde bosque. Con ellos estaban algunos amigos y algunos desconocidos: un hombre con una niña ciega que encaró efusivamente a Dan Currier: «Pastor, yo lo seguiría hasta el infierno aunque se equivocara, y creo que no se equivoca», y dos mujeres con aspecto de maestras de escuela y un joven delgado con pipa que no paraba de decir: «Fantástico. Qué fantástico.» En total, más de veinte personas.

No había pensado dirigirse a ellas, pero tuvo que hacerlo; callaron cuando se puso a hablar con el hombre efusivo:

—No quiero conducir a nadie —dijo—. Eso es cosa de pastores y yo ya estoy cansado de las ovejas. Esta tarde voy a la montaña con algunos amigos a presentar mis respetos a alguien a quien amo. Si quieres estar allí, bienvenido, pero no me sigas porque no conduciré a nadie.

La gente quería saber dónde, y Britt les contó, y Liza les pidió que si conocían a alguien más que sintiera lo mismo, debían llevarlo. «A las tres.»

Ya pasaba del mediodía, y los Currier corrieron a la casa parroquial a comer como hacían todos los domingos. Alguien había arrojado medio ladrillo a través del cristal de la puerta principal, y en el suelo había papeles que habían metido por debajo de la puerta. Dan Currier los recogió y los miró y se echó a reír porque uno decía: «Dios te bendiga» y otro «Dios se apiade de ti». Cerró con llave la contrapuerta y ni siquiera se molestaron en entrar en la cocina; atravesaron la sala, donde estaban apiladas las cajas llenas de ropa y libros, y subieron por la escalera. Alguien golpeó a la puerta y no le hicieron caso. Sonó el teléfono y Liza lo sacó de la horquilla al pasar con el codo porque tenía las dos manos ocupadas desabrochando el vestido marrón y amarillo. El dormitorio estaba inundado de sol, más que cuando tenía puestas las cortinas. Cuando Dan logró sacarse la chaqueta Liza ya se había quitado toda la ropa.

—Cuando lleguemos adonde vamos —dijo Dan—, no usaré ropa, pero si me veo obligado a hacerlo será ropa que pueda sacarme más rápido que la tuya.

—Te quedaría muy bien mi vestido marrón y amarillo.

—Hablando en serio —dijo Dan—, la ropa unisex tiene mucho sentido. Sobre ella he oído todo tipo de comentarios horrorizados, porque dicen que tratan de homogeneizar los sexos. Yo no estoy de acuerdo. Pienso que a ti y a mí vestidos con ropa idéntica, ropa hecha a la medida, quiero decir, nos reconocerían como hombre y mujer, sin lugar a dudas, a doscientos metros de distancia, aunque tuviéramos el pelo del mismo largo.

—Creo que tienes razón —dijo Liza—. Date prisa... Dan, ¿crees que la ropa muy varonil y la ropa muy femenina es para personas que no saben bien a qué sexo pertenecen?

—¡Me parece que tienes razón! —Dan se arrojó junto a ella—. De todos modos, yo sé a qué sexo perteneces.

—¿De veras, señor? ¿A cuál?

—Al mío —dijo Dan, y de repente se acabaron las bromas y la charla y él se arrodilló y se inclinó sobre ella.

Deslizó la mejilla y el pelo por todo el cuerpo de Liza y le separó las piernas y apoyó la cara en el escaso y agradable pelo que había entre ellas. Olía a limpio, a animal, a hembra; la probó, un poco salada y amarga al principio y después dulce y suave. Retrocedió un poco y miró la vulva, los pliegues rosa y marrón, delicados, ingeniosos, invitadores.

—Dios mío —exclamó Liza—. Me encantan tus ojos, tus manos en mi cuerpo.

—Te amo —dijo Dan—. Te amo de verdad.

—Y tan bien —cantó ella mientras él le apoyaba el cuerpo. Dan le apartó el pelo de la cara y la cubrió de besos mientras hacían tranquilos y cómplices ajustes mutuos, y el pene se deslizó entrando con suavidad, sin ayuda de manos—. ¿Crees... que él nos ve?

—Espero que sí —dijo Dan en el cuello tibio.

Se entregaron mutuamente, inundados de sol, de alegría.

Pero el tema seguía allí cuando él, exhausto, giró y se quedó boca arriba. Ella lo tocó y dijo:

—Nadie, ni siquiera Cuerpodivino, sabría si este sudor es tuyo o mío —y de repente la sal hizo que a Dan le escocieran los ojos, y al verlo ella también se echó a llorar—. No, no tendría que haber ocurrido.

Curiosamente, eso detuvo las lágrimas de Dan, y algo más profundo que el dolor le recorrió el cuerpo.

—Quizá sí —dijo.

Las tres de la tarde, y la ladera estaba salpicada de gente, alrededor de cincuenta personas ya, una o dos cámaras, hasta una chica con cara de hurón y un grabador en la mano. Costaba saber qué clase de noticia había circulado, pero había un aire de fuerte excitación, una sensación de que algo estaba a punto de ocurrir. Dan Currier, mientras subía por la ladera hasta el sitio plano donde se asentaba la casa de Britt Svenglund, descubrió que le gustaba el aspecto de la mayoría de esas personas. Había por allí muchas manos encallecidas, y mujeres aptas para la reproducción y la compasión que estaban cerca en los momentos difíciles; niños con un bronceado temprano y debajo la ventosa flor del invierno, y amantes que miraban con ojos nuevos el mundo teñido del color de la pareja. Una multitud del estilo de Cuerpodivino, pensó Dan, y Liza, a su lado, se volvió y sonriendo lo miró a los ojos, sin duda pensando lo mismo. No podía ser de otra manera.

Entonces se oyeron unos gritos.

Currier subió corriendo por la cuesta rocosa hasta los bosques. Dentro del verde sombrío vio un destello de verde más luminiscente: el largo vestido de Britt Svenglund, que ella sostenía con las manos mientras corría saltando cuesta abajo.

—Britt —gritó Dan—. ¡Aquí!

Dan se detuvo, en parte para asegurarse de que ella lo viera y en parte para esperar a Liza, que se había quedado muy rezagada y llegó jadeando.

—Dan... ¿qué pasa?

—Britt. Oh, allá está también Melissa.

—¿Por qué subieron allí?

Cruzaron miradas de asombro y empezaron a trepar de nuevo por la ladera, escalando y saltando. Britt y Melissa, al verlos, dieron media vuelta y volvieron a subir.

Animadas, llegaron a lo alto y se detuvieron.

Del otro lado de un pequeño claro había una pared de roca pura cuyo secreto había sido violado. Allí había una cueva pequeña pero profunda, adonde habían llevado una carga y donde habían llorado, y después Currier y Wellen, Merriweather y el policía habían quitado las piedras alrededor de una enorme roca que había un poco más arriba y usando un tronco de árbol como palanca para moverla, la habían hecho rodar hasta que tapó firmemente la entrada de la cueva.

La roca, apartándose de la boca de la cueva, había rodado de nuevo... cuesta arriba.

Britt y Melissa se abrazaban, aterrorizadas.

—Britt...

—No está —dijo ella, y se echó a llorar—. Oh, podría haberlo visto una vez más, aunque fuera así, pero no estaba aquí, no estaba aquí.

Melissa le acarició el pelo. Currier preguntó:

—¿Quién movió la roca?

—Nadie podría mover esa roca —dijo Liza.

Se acercaron a la cueva y entraron en ella. Estaba vacía.

Afuera se oía el ruido de la gente acercándose.

De repente, Currier soltó una sonora carcajada que retumbó entre las rocas...

—Ahora se lo puedo contar a ellos. ¿Os dais cuenta? No tiene que ser un secreto nuestro.

—Corpus delicti —dijo Liza, y de pronto también ella se echó a reír desaforadamente. Britt la miró casi con horror. Liza la abrazó y la besó en la mejilla—. Querida, lo siento —exclamó—, pero no lo pude evitar. La señora Mayhew vino después de la misa y nos recordó que sabía dónde estaba enterrado el cuerpo.

—Ahora no puede chantajearnos —dijo Dan Currier, y fue a, recibir a la gente, a hablar de Dios pastor y de cómo se lo podía tocar mediante el cuerpo, y cómo las corrientes de la vida podían salvar la vida, y cómo se podían desbaratar los planes de quienes querían detenerlas.

... Mientras, allá abajo, en el saliente donde se levantaba la casa de Britt, la niña ciega esperaba el regreso de su padre. Oyó unos pasos que no eran de él, y una voz.

—¿Cómo te llamas?

Ella dijo su nombre y de repente sintió la dura suavidad de aquellas muñecas contra los lados del cuello.

—Bueno, eso eres —dijo él, y entonces, inocentemente, agregó—: Oye, a ti no te gusta ser ciega, ¿verdad?

—¿Gustarme?

—Bueno, se me ocurrió preguntar. Hay gente a la que le gusta. A ver,. te lo, voy a arreglar.

El hombre le puso las manos en la cara. Eran enormes. Las yemas de los dedos exploraron con suavidad y las manos se deslizaron sobre los ojos. La niña oyó que aquel hombre murmuraba: «Ahora...», y que había una presión creciente que no llegaba a ser dolor. «Ahora...», murmuró de nuevo el hombre, y algo indescriptible ocurrió en las cuencas de la niña y detrás, y también en la base del cerebro: no exactamente fiebre, no exactamente dolor de cabeza. De repente empezó a sucederle una cosa muy nueva... la imposibilidad, para una persona ciega de nacimiento, de describir a alguien la experiencia llamada «rosa».

—Sigue con las manos sobre los ojos durante un rato —dijo él con voz alegre—, porque la luz es muy fuerte al principio. Después, cuando te acostumbres a ella, tendrás que educar a esos ojos tan bonitos.

—Pero dijeron que yo...

—Se equivocaron. No me conocían.

—¡Oh! ¡Oh...! —La niña seguía sin creer, pero ya creería—. ¿Cómo te llamas?

—Cuerpodivino.

—Cuerpodivino, no te vayas. Por favor, no te vayas.

—Tengo que hacerlo. Me espera otro trabajo, muy lejos. De todos modos... hasta la vista.

La niña oyó cómo se alejaban los pasos ligeros y largos.

—¿Hasta la vista? —susurró—. ¿Hasta la vista?

Se aferró a un árbol joven y preguntó en voz alta:

—¿Quién es Cuerpodivino?

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[1] Hobo, vagabundo en inglés. (N. del T.)

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30/11/2012