Se acaba de «liberar» —ejem— una importantísima vacante como director de la casa de la moneda de Ankh-Morpork y del banco más importante de la ciudad. ¿Y quién mejor para ocuparla que Húmedo von Mustachen, ex delincuente y gran artista de las estafas, de encanto legendario? Es una oferta que no puede rechazarse. Sobre todo cuando la hace el despiadado tirano de la metrópli, lord Vetinari.

Menos mal que Húmedo necesitaba distraerse de su rutina de funcionario. Imposible aburrirse cuando se tiene que hacer cargo de la reforma de unas prácticas bancarias centenarias, por no hablar de los empleados viciados, un cajero jefe posiblemente vampírico y un presidente a quien hay que pasear todos los días.

Menos mal que es un superviviente, porque su turbulento pasado está a punto de ser destapado y el Gremio de Asesinos no tardará en dar con él... Ah, y además un mago de trescientos años persigue a su novia.

Húmedo está haciendo enemigos por doquier, cuando lo que debería estar haciendo es... ¡dinero a mansalva!

 

Terry Pratchett

Dinero a mansalva

UNA NOVELA DEL MUNDODISCO

Traducción de

Gabriel Dols Gallardo

 

Título original: Making Money

Primera edición: enero, 2012

© 2007, Terry y Lyn Pratchett

Edición publicada por acuerdo con Transworld Publishers, una división de The Random House Group Ltd.

Todos los derechos reservados.

© 2012, Random House Mondadori, S.A.

Travessera de Gracia, 47-49. 08021 Barcelona

© 2012, Gabriel Dols Gallardo, por la traducción

Colaborador editorial: Manu Viciano

Printed in Spain — Impreso en España

ISBN: 978-84-01-35223-2

Depósito legal: B. 39.425-2011

Compuesto en Lozano, S.L. (L'Hospitalet)

Impreso y encuadernado en Liberdúplex

Ctra. BV2249, km 7,4

08791 Sant Llorenç d'Hortons

L 352 2 32

Nota del autor

La longitud de las faldas como medida de la crisis nacional (p. 72): el autor estará eternamente agradecido al célebre historiador y estratega militar sir Basil Liddell Hart por comunicarle esta interesante observación en 1968. Podría explicar por qué la minifalda nunca ha llegado a pasar de moda del todo desde los sesenta.

Los estudiantes de la historia de la computación reconocerán en el Borbotrón un eco lejano del Orden Económico Phillips, construido en 1949 por el ingeniero pasado a economista Bill Phillips, que también realizó un impresionante modelo hidráulico de la economía nacional. En el proyecto no participó ningún Igor, al parecer. Una de las primeras máquinas puede encontrarse en el Museo de la Ciencia de Londres, y el observador interesado hallará alrededor de una docena más expuestas en todo el mundo.

Por último, como siempre, el autor agradece a la British Heritage Joke Foundation su trabajo para asegurar que los buenos chistes de siempre nunca mueran...

CAPÍTULO I

Espera a oscuras — Un trato cerrado — El ahorcado — Gólem con un vestido azul — Crimen y castigo — Una oportunidad de hacer dinero de verdad — La cadena de casi oro — No se calumnia a los osos — El señor Doblado no pierde el tiempo

acían en la oscuridad, vigilando. No había manera de medir el paso del tiempo, ni inclinación de medirlo. Hubo una época en que no estaban allí, y llegaría una época, cabía suponer, en que una vez más no estarían allí. Estarían en alguna otra parte. El tiempo intermedio era irrelevante.

Pero algunos se habían despedazado y algunos, los más jóvenes, habían enmudecido.

El peso estaba aumentando.

Había que hacer algo.

Uno de ellos alzó su pensamiento en una canción.

* * *

Era una negociación dura, pero ¿dura para quién? Esa era la cuestión. Y el señor Ampolla, abogado, no estaba obteniendo la respuesta. Le había gustado una respuesta. Cuando dos partes se interesan por un terreno anodino, a otras partes más pequeñas puede salirles a cuenta comprar cualquier parcela colindante, por si acaso la parte de la primera parte parte con información privilegiada.

Pero costaba imaginar qué secreto podía haber.

Dedicó a la mujer del otro lado de su escritorio una sonrisa debidamente preocupada.

—¿Entiende, señorita Buencorazón, que esta zona está sometida al derecho minero enano? Eso significa que todos los metales y minerales metálicos son propiedad del Bajo Rey de los Enanos. Tendrá que pagarle un tributo considerable por cualquier cantidad que extraiga. Aunque tampoco encontrará ninguna, debo decir. Se comenta que no hay más que arena y sedimentos hasta el fondo, y al parecer es un fondo muy profundo.

Esperó cualquier posible reacción de la mujer que tenía delante, pero ella se limitó a mirarle. El humo azul de su cigarrillo subía formando una espiral hacia el techo de la oficina.

—Después está la cuestión de las antigüedades —prosiguió el abogado, observando su expresión en la medida en que se lo permitía la neblina—. El Bajo Rey ha decretado que todas las joyas, armaduras, objetos antiguos clasificados como Artefactos, armas, vasijas, pergaminos o huesos que desentierre usted de la propiedad en cuestión también estarán expuestos a gravamen o confiscación.

La señorita Buencorazón se quedó quieta, como si comparase la letanía con una lista interna, apagó el cigarrillo y dijo:

—¿Existe algún motivo para creer que haya algo de eso en el terreno?

—Ni el más mínimo —respondió el abogado, con una sonrisa sardónica—. Todo el mundo sabe que estamos hablando de un páramo baldío, pero el rey quiere prevenirse por si «lo que todo el mundo sabe» es erróneo. Sucede muy a menudo.

—¡Pide mucho dinero por un arrendamiento muy corto!

—Dinero que usted está dispuesta a pagar. Eso pone nerviosos a los enanos, compréndalo. Es muy inusual que un enano se desprenda de un terreno, aunque sea durante unos pocos años. Deduzco que el rey necesita el dinero por todo ese asunto del valle del Koom.

—¡Pago la suma que se me exige!

—Claro, claro. Pero yo...

—¿Él respetará el contrato?

—A rajatabla. De eso, por lo menos, puede estar segura. Los enanos son rigurosos en esos asuntos. Lo único que tiene que hacer es firmar y, lamentablemente, pagar.

La señorita Buencorazón metió la mano en su bolso y dejó una gruesa hoja de papel sobre la mesa.

—Esto es una letra de cambio por valor de cinco mil dólares, emitida por el Banco Real de Ankh-Morpork.

El abogado sonrió.

—Un nombre de confianza —dijo, y añadió—: tradicionalmente, por lo menos. Tenga la bondad de firmar donde he marcado con cruces.

Viendo cómo la observaba mientras firmaba, la señorita Buencorazón tuvo la sensación de que el abogado contenía la respiración.

—Listo —dijo, mientras empujaba el contrato por encima del escritorio.

—Quizá podría usted satisfacer mi curiosidad, señorita —dijo él—. Ya que la tinta del contrato de arrendamiento se está secando.

La señorita Buencorazón echó un vistazo a la habitación, como si las viejas y macizas librerías ocultaran un sinfín de oídos.

—¿Sabe mantener un secreto, señor Ampolla?

—Oh, desde luego, señorita. ¡Desde luego!

Ella miró a su alrededor con aire conspiratorio.

—Aun así, esto hay que decirlo en voz baja —susurró.

El señor Ampolla asintió esperanzado, se inclinó hacia delante y, por primera vez en muchos años, sintió el aliento de una mujer en la oreja.

Yo también —dijo ella.

Eso fue hace casi tres semanas...

* * *

Algunas de las cosas que podían descubrirse encaramado de noche a una tubería eran sorprendentes. Por ejemplo, la gente prestaba más atención a los sonidos sutiles —el chasquido del pestillo de una ventana, el tintineo de una ganzúa— que a los ruidosos, como la caída de un ladrillo a la calle o incluso (porque aquello era, al fin y al cabo, Ankh-Morpork) un grito.

Estos últimos eran sonidos escandalosos y, por lo tanto, públicos, lo que a su vez significaba que eran problema de todos y, en consecuencia, no el mío. Pero los sonidos sutiles estaban cerca y sugerían cosas como el sigilo frustrado, y por tanto eran acuciantes y personales.

En consecuencia, él procuraba no hacer ruidos sutiles.

Por debajo de él, el patio de carruajes de la Oficina Central de Correos bullía como una colmena volcada. La plataforma giratoria ya funcionaba de maravilla. Los coches nocturnos iban llegando y el nuevo Volador de Uberwald resplandecía a la luz de los fanales. Todo iba bien, motivo por el cual, para el escalador noctámbulo, todo iba mal.

El trepador clavó otra cuña en el blando mortero entre los ladrillos, desplazó su peso, movió el pi...

¡Maldita paloma! Salió volando asustada, su otro pie resbaló, se le soltaron los dedos del canalón y, cuando el mundo dejó de agitarse, debía el aplazamiento de su encuentro con los lejanos adoquines a que estaba agarrado a una cuña para ladrillos que, reconozcámoslo, no era más que un clavo largo y plano con un agarradero en forma de te.

Y no puedes colarle un farol a una pared, pensó. Si te balanceas, tal vez puedas llegar con la mano y el pie a la tubería, o a lo mejor se sale la cuña.

Vaaale...

Llevaba más cuñas y un pequeño martillo. ¿Podía clavar una sin soltarse de la otra?

Por encima de él, la paloma se unió a sus compañeras en una repisa más alta.

El escalador hundió el clavo en el mortero con toda la fuerza que se atrevió a aplicar, sacó el martillo del bolsillo y, cuando más abajo el Volador partió entre traqueteos y tintineos, asestó al clavo un golpe brutal.

La cuña entró. Soltó el martillo, con la esperanza de que el barullo generalizado disimulara el sonido del impacto, y agarró el nuevo asidero antes de que la herramienta llegase al suelo.

Vaaale. Y ahora estoy... ¿atascado?

El canalón se encontraba a menos de un metro de distancia. Bien. Aquello debería funcionar. Pasar las dos manos al nuevo asidero, balancearse con cuidado, agarrar el canalón con la izquierda y después cruzar el hueco de un tirón. Luego sería solo cuestión de...

La paloma estaba nerviosa. Para las palomas, es su estado básico. Escogió ese momento para aligerar su carga.

Vaaale. Corrección: dos manos agarraban ahora un clavo que de repente se había vuelto muy resbaladizo.

Maldición.

Y en ese momento, dado que el nerviosismo corre entre las palomas más rápido que un exhibicionista en un convento, se inició un suave repiqueteo.

Hay ocasiones en que la expresión «mejor, imposible» no viene a la cabeza.

Y entonces una voz de abajo dijo:

—¿Quién anda allí arriba?

Gracias, martillo. Es imposible que me vean, pensó. La gente mira desde el patio bien iluminado con su visión nocturna inutilizada. Pero ¿qué más da? Ahora saben que estoy aquí.

Vaaale.

—Vale, me ha trincado, jefe —gritó hacia abajo.

—Un ladrón, ¿eh? —dijo la voz desde el patio.

—No he pillado nada, jefe. No me vendría mal una mano para subir, jefe.

—¿Eres del Gremio de Ladrones? Usas su jerigonza.

—Qué va, jefe. Siempre uso la palabra «jefe», jefe.

Ya le resultaba difícil mirar hacia abajo, pero los sonidos del patio indicaban que los mozos de cuadra y los cocheros fuera de servicio empezaban a acercarse. Eso no le convenía. Los cocheros estaban acostumbrados a tratar con ladrones en carreteras solitarias, donde los salteadores rara vez se molestaban en hacer preguntas de nenaza como «¿La bolsa o la vida?». Cuando atrapaban a uno, la justicia y la venganza se combinaban alegremente por medio de un práctico cacho de tubería de plomo.

Oyó un murmullo por debajo de él; al parecer se había alcanzado un consenso.

—De acuerdo, señor Ladrón de la Oficina de Correos —gritó una voz jovial—. Te diré lo que vamos a hacer, ¿vale? Entraremos en el edificio y te tiraremos una cuerda. No dirás que no es justo, ¿eh?

—Vale, jefe.

No le había gustado un pelo esa jovialidad. Era la jovialidad de la palabra «amigo» en la frase «¿Me estás mirando a mí, amigo?». El Gremio de Ladrones pagaba una recompensa de veinte dólares por cada ladrón no afiliado que le entregaran vivo, y había muchas, muchísimas maneras de seguir vivo mientras te llevaban a rastras manchando el suelo.

Miró hacia arriba. La ventana del piso del director general de Correos quedaba justo encima de él.

Vaaale.

Sus manos y brazos estaban entumecidos pero a la vez le dolían. Oyó el traqueteo del gran montacargas del interior del edificio, el golpetazo de una trampilla al caer contra el suelo y los pasos en el tejado, y notó que la cuerda le pegaba en el brazo.

—Agárrala o cáete —dijo una voz mientras él sacudía un brazo para cogerse—. A la larga es lo mismo. —Se oyeron risas en la oscuridad.

Los hombres tiraron con fuerza de la cuerda. La figura colgó un momento en el aire y después estiró las piernas y se impulsó hacia atrás. Un cristal se hizo añicos, justo por debajo del canalón, y la cuerda subió vacía.

Los miembros de la expedición de rescate se miraron entre ellos.

—¡De acuerdo, vosotros dos, pitando a las puertas de delante y de detrás! —dijo un cochero más rápido de reflejos—. ¡Cortadle el paso! ¡Bajad por el ascensor! ¡Los demás lo acorralaremos, piso a piso!

Mientras bajaban con estrépito por la escalera y corrían por el pasillo, un hombre en batín asomó la cabeza desde una de las habitaciones, los miró asombrado y después les espetó:

—¿Quién narices sois vosotros? ¡Vamos, id a por él!

—¿Ah, sí? ¿Y quién eres tú? —preguntó un mozo de cuadra, que aflojó el paso y lo miró con ira.

—¡Es el señor Húmedo von Mostachon! —dijo un cochero que iba de los últimos—. ¡El director general de Correos!

—¡Alguien ha atravesado mi ventana y ha aterrizado justo entre... quiero decir que casi me ha caído encima! —gritó el hombre del batín—. ¡Ha salido corriendo por el pasillo! ¡Diez dólares por barba si lo atrapáis! ¡Y es Mustachen, por cierto!

Eso tendría que haber reiniciado la estampida, pero el mozo de cuadra dijo, con tono suspicaz:

—Oiga, diga la palabra «jefe», quiere.

—¿Pero de qué hablas? —preguntó el cochero.

—A mí me suena clavadito a ese tipo —explicó el mozo—. ¡Y está sin aliento!

—¿Eres idiota? —dijo el cochero—. ¡Es el director general! ¡Tiene la jodida llave! ¡Tiene todas las llaves! ¿Por qué narices iba a querer colarse en su propia Oficina de Correos?

—Para mí que tendríamos que echar un vistazo en esa habitación —insistió el mozo.

—¿De verdad? Bueno, pues para mí que lo que haga el señor Mustachen para quedarse sin aliento en su propia habitación es asunto suyo —dijo el cochero, con un enorme guiño a Húmedo—. Y para mí que se me están escapando diez dólares por barba porque tú estás haciendo el imbécil. Lo siento, señor —dijo a Mustachen—, es nuevo y no tiene modales. Ya le dejamos tranquilo, señor —añadió, haciendo lo que tomaba por una reverencia—, con otra disculpa por cualquier molestia que podamos haberle ocasionado. Y ahora, ¡arreando, cabrones!

Cuando los perdió de vista, Húmedo volvió a su habitación y echó el pestillo con cuidado al cerrar la puerta.

Bueno, por lo menos tenía alguna habilidad. La sutil insinuación de que había una mujer en su alcoba había sido decisiva. En cualquier caso, sí que era el director general y sí que tenía todas las llaves.

* * *

Solo faltaba una hora para el amanecer. Ya no conseguiría dormirse. Por el mismo precio, podía levantarse formalmente y mejorar su reputación de jefe trabajador.

Podrían haberlo bajado de la pared a flechazos, pensó mientras elegía una camisa. Podrían haberlo dejado colgando y apostar a cuánto tardaría en soltarse: así se hacían las cosas en Ankh-Morpork. Debía a su buena suerte que hubieran decidido darle un par de bofetadas justicieras antes de hacer la entrega en el buzón del gremio. Y la suerte ayudaba a quienes le dejaban un sitio...

Alguien llamó a la puerta con golpes contundentes pero aun así, de algún modo, corteses.

—¿Se Ve Decente, Señor Mustachen? —atronó una voz.

Por desgracia, sí, pensó Húmedo, pero en alto dijo:

—Entra, Gladys.

Cuando Gladys entró, los tablones del suelo chirriaron y temblaron los muebles de la otra punta de la sala.

Gladys era un gólem, un hombre de arcilla (o, por no discutir, una mujer de arcilla) que rozaba los dos metros quince de altura. Ella —en fin, con un nombre como Gladys, «eso» era impensable y «él», la verdad, no funcionaba— llevaba un vestido azul muy grande.

Húmedo negó con la cabeza. Toda aquella tontería había empezado con una cuestión de etiqueta, en realidad. La señorita Maccalariat, que gobernaba los mostradores de la Oficina de Correos con vara de acero y pulmones de bronce, se había opuesto a que un gólem varón limpiase los servicios de señoras. Cómo había llegado la señorita Maccalariat a la conclusión de que eran varones por naturaleza en vez de por convención era un misterio fascinante, pero no servía de nada discutir con mujeres como ella.

Y así, con el añadido de un vestido estampado de algodón extremadamente grande, un gólem se volvió lo bastante femenino para la señorita Maccalariat. Lo raro era que ahora Gladys era mujer, de algún modo. No se trataba solo del vestido. Tendía a pasar el rato con las chicas de las ventanillas, que parecían aceptarla en su hermandad femenina aunque pesara media tonelada. Hasta le pasaban sus revistas de moda, aunque costaba imaginar cómo ayudarían los consejos para cuidar el cutis en invierno a alguien que tenía mil años y unos ojos que brillaban como ventanucos en un horno.

Y ahora le preguntaba si estaba decente. ¿Cómo iba a saberlo ella?

Le traía una taza de té y la edición de la ciudad del Times, todavía húmeda de la imprenta. Colocó ambas cosas, con cuidado, sobre la mesa.

Y... Oh, dioses, habían publicado su imagen. ¡Su iconografía, nada menos! ¡Él, Vetinari y varios ciudadanos ilustres, la noche anterior, todos contemplando la nueva lámpara de araña! Había conseguido moverse un poco para que la imagen saliera algo borrosa, pero aun así era la misma cara que le devolvía la mirada desde el espejo al afeitarse cada mañana. De allí a Genua había gente a la que esa cara había embaucado, timado, engañado y camelado. Lo único que no había hecho había sido embelecar, y solo porque no había averiguado cómo.

Vale, era cierto que tenía la clase de cara multiusos que recordaba a muchas otras caras, pero no dejaba de ser terrible verla allí clavada en la página. Algunas personas creían que los retratos podían robarles el alma, pero era la libertad lo que preocupaba a Húmedo.

Húmedo von Mustachen, pilar de la comunidad. Ja...

Algo le hizo fijarse mejor. ¿Quién era ese hombre que tenía detrás? Parecía mirar por encima del hombro de Húmedo. Cara gorda y barbita semejante a la de lord Vetinari pero, mientras que la del patricio era una perilla, el mismo estilo aplicado al otro hombre parecía el resultado de un afeitado al azar. Alguien de la banca, ¿no? Hubo tantas caras, tantas manos que estrechar... Y todo el mundo quería salir en la imagen. El hombre parecía hipnotizado, pero posar para el iconógrafo a menudo ejercía ese efecto en la gente. Otro invitado cualquiera en otro acto cualquiera...

Y si habían usado la imagen en la primera plana era solo porque alguien había decidido que la historia principal, que trataba de otro banco que había quebrado y de la muchedumbre de clientes furiosos que intentaron ahorcar al director en la calle, no merecía una ilustración. ¿Había tenido el director del periódico la decencia de publicar una imagen de eso y alegrarle un poquito el día a todo el mundo? ¡Ni hablar, había tenido que sacar a Húmedo von puto Mustachen!

Y los dioses, cuando tienen a un hombre contra las cuerdas, no pueden resistirse a tirarle otro rayo. Allí, más abajo en la portada, aparecía el titular FALSIFICADOR DE SELLOS CONDENADO A LA HORCA. Iban a ejecutar a Mechuelo Jenkins. ¿Y por qué? ¿Por asesinato? ¿Por ser un infame banquero? No, solo por apañar unos cientos de láminas de sellos de nada. Un trabajo de calidad, además: la Guardia jamás habría podido probar nada si no hubiesen irrumpido en su buhardilla y encontrado media docena de láminas de rojos de a medio penique colgadas a secar.

Y Húmedo había testificado, allí mismo en el tribunal. No había tenido más remedio. Era su deber cívico. Falsificar sellos se consideraba tan malo como falsificar monedas, y no pudo escaquearse. Era el director general de Correos, a fin de cuentas, un personaje respetado en la comunidad. Se habría sentido un poquito mejor si el acusado lo hubiese insultado o mirado con mala cara, pero se había quedado de pie ante el banquillo sin hacer nada, un hombre menudo de barba rala que parecía perdido y desconcertado.

Había falsificado sellos de medio penique, de verdad; era para echarse a llorar. Bueno, también había fabricado de los más valiosos, pero ¿qué clase de persona se toma tantas molestias por medio penique? La respuesta era Mechuelo Jenkins, que ahora se encontraba en una de las celdas para condenados del Rapapolvo, con varios días para sopesar la naturaleza del cruel destino antes de que lo sacaran a bailar en el aire.

Yo ya he pasado por eso, pensó Húmedo. Todo se volvió negro... y después conseguí una nueva vida. Pero nunca pensé que ser un ciudadano honrado fuese a resultar tan duro.

—Esto... gracias, Gladys —dijo a la figura que se erguía sobre él como una gentil torre.

—Ahora Tiene Una Cita Con Lord Vetinari —dijo la gólem.

—Estoy seguro de que no.

—Fuera Hay Dos Guardias Que Están Seguros De Que Sí, Señor Mustachen —dijo Gladys con voz retumbante.

Ah, pensó Húmedo. Una de esas citas.

—Y la hora de esa cita sería ahora mismo, ¿verdad?

—Sí, Señor Mustachen.

Húmedo cogió sus pantalones, y algún vestigio de su educación decente le hizo vacilar. Miró a la montaña de algodón azul que tenía delante.

—¿Te importa? —dijo.

Gladys se dio la vuelta.

Es media tonelada de arcilla, se dijo Húmedo enfurruñado mientras se pasaba la ropa con esfuerzo. Y la demencia es contagiosa.

Acabó de vestirse, bajó deprisa por la escalera de atrás y salió al patio de carruajes que muy poco tiempo antes había amenazado con ser su penúltima morada. La diligencia de Quirm estaba saliendo ya, pero saltó junto al cochero, le saludó con la cabeza y recorrió como un rey parte de la Vía Ancha hasta apearse de un salto delante de la entrada principal del palacio.

Sería bonito, reflexionó mientras subía corriendo los escalones, que su señoría se planteara la idea de que una cita era algo acordado por más de una persona. Pero era un tirano, al fin y al cabo. Algo de diversión tenía que reservarse.

Drumknott, el secretario del patricio, esperaba junto a la puerta del Despacho Oblongo, y lo acompañó sin dilación al asiento de enfrente del escritorio de su señoría.

Tras nueve segundos de industriosa escritura, lord Vetinari alzó la vista de su papeleo.

—Ah, señor Mustachen —dijo—. ¿No lleva su traje dorado?

—Lo están limpiando, señor.

—Confío en que esté teniendo un buen día. Hasta ahora, se entiende.

Húmedo miró a su alrededor mientras hacía un presuroso repaso mental de los problemillas recientes de la Oficina de Correos. Aparte de Drumknott, que esperaba de pie junto a su señor con deferente atención, estaban solos.

—Mire, puedo explicarlo —dijo.

Lord Vetinari alzó una ceja con la cautela de quien, tras encontrar un trozo de oruga en su ensalada, levanta el resto de la lechuga.

—Hágalo, por favor —replicó, recostándose.

—Nos dejamos llevar un poco por el entusiasmo —dijo Húmedo—. Nos pasamos un pelo de creativos en nuestra manera de pensar. Animamos a las mangostas a criar en los buzones para reducir el número de serpientes...

Lord Vetinari no dijo nada.

—Ejem... las cuales reconozco que introdujimos en los buzones para controlar a los sapos...

Lord Vetinari se repitió.

—Ejem... los cuales, cierto es, fueron metidos por el personal en los buzones para contener a los caracoles...

Lord Vetinari siguió en silencio.

—Ejem... Estos, debo señalar en aras de la justicia, entraron en los buzones por su propia voluntad, para comerse el pegamento de los sellos —explicó Húmedo, consciente de que empezaba a parlotear.

—Bueno, al menos les ahorraron el trabajo de tener que meterlos ustedes —observó lord Vetinari con alegría—. Tal como lo cuenta, este podría haber sido uno de esos casos en que la fría lógica debería haber dejado paso al sentido común de, pongamos, un pollo del montón. Pero ese no es el motivo de que le haya pedido que venga hoy.

—Si tiene que ver con el pegamento para sellos con sabor a col... —empezó Húmedo.

Vetinari lo acalló con un gesto de la mano.

—Un entretenido incidente —dijo—, y creo que al final no murió nadie.

—Esto... ¿la Segunda Tirada del sello de cincuenta peniques? —conjeturó Húmedo.

—¿Ese que llaman «los Amantes»? —dijo Vetinari—. Es cierto que la Liga de la Decencia me presentó una queja, sí, pero...

—¡Nuestro artista no cayó en la cuenta de lo que estaba dibujando! ¡No sabe mucho de agricultura! ¡Creyó que la joven pareja estaba sembrando!

—Ejem —dijo Vetinari—. Pero entiendo que el motivo ofensivo solo puede apreciarse con la menor nitidez usando una lupa bastante grande, y por tanto la ofensa, si tal es, resulta en buena medida autoinfligida. —Esbozó una de sus algo espeluznantes sonrisillas—. Tengo entendido que los pocos ejemplares que circulan entre los coleccionistas de sellos están metidos en sobres marrones sin marcas. —Observó el rostro inexpresivo de Húmedo y suspiró—. Dígame, señor Mustachen, ¿le gustaría hacer dinero de verdad?

Húmedo recapacitó unos instantes y dijo, con mucha cautela:

—¿Qué me pasará si respondo que sí?

—Emprenderá una nueva carrera profesional llena de desafíos y aventuras, señor Mustachen.

Húmedo cambió de postura, inquieto. No necesitaba mirar a su alrededor para saber que, a esas alturas, debía de haber alguien plantado ante la puerta. Alguien corpulento pero sin ser una mole grotesca, vestido con un traje negro barato y sin el más mínimo sentido del humor.

—Y, solo por un suponer, ¿qué pasará si respondo que no?

—Podrá salir por esa puerta de allí y no volveremos a tocar el tema.

Era una puerta en otra pared. No había entrado por ella.

—¿Esa puerta de allí? —Húmedo se puso en pie y señaló.

—Esa misma, señor Mustachen.

Húmedo se volvió hacia Drumknott.

—¿Me presta su lápiz, señor Drumknott? Gracias.

Caminó hasta la puerta y la abrió. Después se llevó una mano a la oreja con gesto teatral y dejó caer el lápiz.

—Veamos lo profun...

¡Clic! El lápiz rebotó y rodó sobre unos tablones de aspecto bien sólido. Húmedo lo recogió, lo miró fijamente y después regresó poco a poco hasta su silla.

—¿Ahí no había antes un foso profundo lleno de estacas? —preguntó.

—No me imagino qué le hace pensar eso —dijo lord Vetinari.

—Estoy seguro de que lo había —insistió Húmedo.

—¿Se le ocurre, Drumknott, algún motivo por el que nuestro señor Mustachen pueda creer que antes había un foso profundo lleno de estacas al otro lado de esa puerta? —dijo Vetinari.

—No me imagino qué le lleva a pensar eso, milord —murmuró Drumknott.

—Soy muy feliz en la Oficina de Correos, ¿sabe? —dijo Húmedo, y se dio cuenta de que parecía a la defensiva.

—Estoy seguro. Ha demostrado ser un director general extraordinario —dijo Vetinari. Se volvió hacia Drumknott—. Ahora que he terminado con esto, debería ocuparme de los despachos de Genua —dijo, y dobló la carta con delicadeza y la metió en un sobre.

—Sí, milord.

El tirano de Ankh-Morpork se volcó en su trabajo. Húmedo observó con aire inexpresivo cómo Vetinari sacaba de un cajón una caja pequeña pero de aspecto pesado y extraía de ella una barrita de lacre negro, cuya punta derritió hasta formar en el sobre un pequeño charco de cera, con una concentración absorta que a Húmedo le pareció desesperante.

—¿Eso es todo? —preguntó.

Vetinari alzó la mirada y pareció sorprendido de encontrárselo todavía allí.

—Sí, claro, señor Mustachen. Puede irse. —Dejó a un lado la barrita de lacre y sacó de la caja un anillo negro de sello.

—O sea, no hay ningún tipo de problema, ¿o sí?

—No, en absoluto. Se ha convertido en un ciudadano ejemplar, señor Mustachen —dijo Vetinari mientras grababa una V con esmero en el lacre que empezaba a enfriarse—. Se levanta a las ocho todas las mañanas y está ante su mesa a la media. Ha transformado la Oficina de Correos de una calamidad en una máquina que funciona como la seda. Paga sus impuestos y un pajarito me cuenta que lo ven como próximo presidente del Gremio de Mercaderes. ¡Bien hecho, señor Mustachen!

Húmedo se puso en pie para partir, pero vaciló.

—¿Qué tiene de malo ser el presidente del Gremio de Mercaderes, entonces? —preguntó.

Con paciencia lenta y provocadora, lord Vetinari guardó de nuevo el anillo en su caja y la caja en su cajón.

—¿Cómo dice, señor Mustachen?

—Es solo que lo ha dicho como si hubiera algo malo en ello —observó Húmedo.

—No lo creo —dijo Vetinari, que miró a su secretario—. ¿He utilizado una inflexión peyorativa, Drumknott?

—No, milord. A menudo ha comentado que los comerciantes y los tenderos del gremio constituyen la columna vertebral de la ciudad —señaló el secretario mientras le entregaba un grueso archivo.

—Recibiré una cadena de casi casi oro —dijo Húmedo.

—Recibirá una cadena de casi casi oro, Drumknott —observó Vetinari, prestando atención a una nueva carta.

—¿Y eso por qué es tan malo? —preguntó Húmedo, empezando a encenderse.

Vetinari levantó la vista de nuevo con una expresión de perplejidad muy lograda.

—¿Se encuentra bien, señor Mustachen? Parece tener algún problema de oído. Y ahora retírese, hombre. La Oficina Central de Correos abre dentro de diez minutos y estoy seguro de que deseará, como siempre, dar buen ejemplo a sus trabajadores.

Cuando Húmedo hubo partido, el secretario dejó con discreción una carpeta delante de Vetinari. Llevaba la etiqueta «Albert Relumbrón/Húmedo von Mustachen».

—Gracias, Drumknott, pero ¿por qué?

—La condena a muerte de Albert Relumbrón sigue vigente, milord —murmuró Drumknott.

—Ah. Ya entiendo —dijo lord Vetinari—. ¿Cree que le señalaré al señor Mustachen que bajo su nom de félonie de Albert Relumbrón todavía podrían ahorcarlo? ¿Cree que podría sugerirle que me bastaría con informar a los periódicos de mi asombro al descubrir que nuestro honrado señor Mustachen no es otro que el consumado ladrón, falsificador y timador que a lo largo de los años ha robado muchos cientos de miles de dólares, arruinando bancos y sumiendo a empresas honestas en la penuria? ¿Cree que amenazaría con enviar a varios de mis funcionarios de mayor confianza a auditar las cuentas de la Oficina de Correos y, sin duda, desvelar pruebas de la más flagrante malversación? ¿Cree que descubrirán, por ejemplo, que el Fondo de Pensiones de la Oficina de Correos ha volado en su totalidad? ¿Cree que expresaré al mundo mi horror al descubrir que el villano de Mustachen escapó del nudo del verdugo con la ayuda de unos cómplices anónimos? ¿Cree, en pocas palabras, que le explicaré la facilidad con la que puedo hundir a un hombre hasta el extremo de que sus ex amigos tengan que arrodillarse para escupirle? ¿Es eso lo que ha supuesto, Drumknott?

El secretario miró al techo. Movió los labios durante unos veinte segundos mientras lord Vetinari seguía con el papeleo. Después bajó la vista y dijo:

—Sí, milord. Eso viene a cubrirlo todo, me parece.

—Ajá, pero hay más de una manera de apretarle las clavijas a un hombre, Drumknott.

—¿Boca arriba y boca abajo, milord?

—Gracias, Drumknott. Valoro su cultivada falta de imaginación, como bien sabe.

—Sí, señor. Gracias, señor.

—A decir verdad, Drumknott, hay que hacer que construya su propio potro y dejar que apriete las clavijas él solito.

—No estoy seguro de seguirle ahora mismo, milord.

Lord Vetinari dejó a un lado su pluma.

—Se debe tener en cuenta la psicología del individuo, Drumknott. Todo hombre puede considerarse una especie de cerradura, para la que existe una llave. Tengo grandes esperanzas depositadas en el señor Mustachen para la refriega que se avecina. Aun ahora, conserva los instintos de un delincuente.

—¿Cómo lo sabe, milord?

—Bueno, hay todo tipo de pequeños indicios, Drumknott, pero creo que uno muy persuasivo es que acaba de marcharse con su lápiz.

* * *

Hubo reuniones. Siempre había reuniones. Y eran aburridas, lo que explicaba en parte por qué eran reuniones. A nadie le gusta aburrirse solo.

La Oficina de Correos ya no tenía un futuro prometedor. Tenía un presente prometedor. Había cumplido la promesa, y ahora requería personal, calendarios de turnos, salarios, pensiones, mantenimiento de edificios, personal de limpieza que trabajase por las noches, horarios de recogida, disciplina, inversión, etcétera, etcétera.

Húmedo contempló desconsolado la carta de una tal señora Estressa Partleigh de la Campaña por las Estaturas Igualitarias. La Oficina de Correos, al parecer, no contrataba a suficientes enanos. Húmedo había señalado, muy razonablemente en su opinión, que uno de cada tres miembros del personal era enano. La señora Partleigh había replicado que esa no era la cuestión. La cuestión era que, puesto que los enanos medían por término medio dos tercios de la altura de los humanos, la Oficina de Correos, como autoridad responsable, debería emplear un enano y medio por cada humano contratado. La Oficina de Correos debía tener altura de miras con la comunidad enana, decía.

Húmedo cogió la carta entre el pulgar y el índice y la dejó caer al suelo. Es bajura de miras, señora Partleigh, bajura.

También había leído algo sobre los valores esenciales. Suspiró. A eso había llegado. Era una autoridad responsable y la gente podía tirarle a la cara expresiones como «valores esenciales» con impunidad.

Pese a todo, Húmedo estaba dispuesto a creer que había personas que hallaban una tranquila satisfacción en contemplar columnas de cifras. Él no se contaba entre ellas.

¡Hacía semanas que no diseñaba un sello! Y hacía mucho más que no sentía ese cosquilleo, ese zumbido, la sensación de vuelo que indicaba que un chanchullo se estaba cociendo a fuego lento y él se estaba aprovechando de alguien que creía estar aprovechándose de él.

Todo era tan... digno. Resultaba asfixiante.

Después pensó en esa madrugada, y sonrió. Vale, se había quedado atascado, pero la fraternidad de escaladores nocturnos consideraba que la Oficina de Correos era especialmente complicada. Y había superado el problema a base de labia. Bien pensado, había sido una victoria. Por un momento, ahí fuera, entre los instantes de terror, se había sentido vivo y volando.

Unos pasos ponderosos en el pasillo le indicaron que Gladys se acercaba con su té de media mañana. Entró con la cabeza gacha para evitar el dintel y, con la destreza de algo enorme y aun así provisto de una increíble coordinación, depositó el tazón y el platillo sin provocar ni una onda. Luego le dijo:

—El Carruaje De Lord Vetinari Está Esperando Fuera, Señor.

Húmedo estaba seguro de que Gladys tenía la voz más atiplada que antes.

—¡Pero si lo he visto hace una hora! ¿Esperando qué? —preguntó.

—A Usted, Señor —dijo Gladys con una reverencia, y una reverencia de gólem es algo que se oye.

Húmedo miró por la ventana. Había un carruaje negro delante de la Oficina de Correos. El cochero estaba de pie al lado del vehículo, fumando tranquilamente.

—¿Dice que tengo una cita? —preguntó.

—El Cochero Ha Dicho Que Tiene Órdenes De Esperar —dijo Gladys.

—¡Ja!

Gladys hizo otra reverencia antes de partir.

Cuando la puerta se cerró tras ella, Húmedo devolvió su atención a la pila de papeles de su bandeja de entrada. El primer folio llevaba por título «Minutas de la reunión del Subcomité de Oficinas Postales», pero parecían ser más bien horas.

Cogió el tazón de té. Llevaba escrito: ¡NO HACE FALTA ESTAR LOCO PARA TRABAJAR AQUÍ PERO AYUDA! Miró el mensaje y después, con gesto ausente, cogió una pluma gruesa y trazó una coma entre «aquí» y «pero». También tachó los signos de exclamación. Odiaba esos signos de exclamación, odiaba su jovialidad maníaca y desesperada. Significaba: «No Hace Falta estar Loco para Trabajar Aquí. ¡Ya nos Encargaremos Nosotros!».

Se obligó a leer las minutas, notando que su ojo se saltaba párrafos enteros en defensa propia.

Después empezó con los Informes Semanales de las Oficinas de Distrito. Después de eso, el Comité Médico y de Accidentes extendió sus hectáreas de palabras.

De vez en cuando, Húmedo miraba el tazón de reojo.

A las once y veintinueve sonó la alarma del reloj de su escritorio. Húmedo se levantó, recogió la silla bajo la mesa, caminó hasta la puerta, contó hasta tres, la abrió, dijo «Hola, Mimitos» mientras entraba el vetusto gato de la Oficina de Correos, contó hasta diecinueve mientras el felino hacía su recorrido por la habitación, dijo «Adiós, Mimitos» cuando salió con su paso cansino al pasillo, cerró la puerta y volvió a su escritorio.

Acabas de abrirle la puerta a un gato anciano que ha perdido el concepto de rodear los obstáculos, se dijo mientras volvía a dar la cuerda a la alarma. Lo haces todos los días. ¿Crees que es una acción propia de un hombre cuerdo? Vale, es triste verlo plantado durante horas con la cabeza pegada a una silla hasta que alguien la mueve, pero ahora te levantas a diario para moverle la silla. Eso es lo que el trabajo honesto hace a una persona.

¡Sí, pero el trabajo deshonesto casi hace que me ahorquen!, protestó.

¿Y qué? El ahorcamiento solo dura un par de minutos. ¡El Comité del Fondo de Pensiones dura toda la vida! ¡Pero qué aburrido es! ¡Estás atrapado por cadenas de casi oro!

Húmedo había acabado cerca de la ventana. El cochero comía una galleta. Cuando vio a Húmedo le saludó con simpatía.

Húmedo se apartó de la ventana casi de un salto. Se sentó a toda prisa y refrendó formularios FG/2 de pedidos de material durante quince minutos seguidos. Después salió al pasillo, que acababa en un mirador que daba al gran vestíbulo, y miró abajo.

Había prometido recuperar las grandes arañas, y ahora las dos flotaban y centelleaban como sistemas estelares privados. El gran mostrador resplandecía en todo su pulido esplendor. Reinaba el bullicio de una actividad decidida y en buena medida eficiente.

Lo había conseguido. Todo había funcionado. Era la Oficina de Correos. Y ya no era divertida.

Bajó a las salas de clasificación, se pasó por las taquillas de los carteros para compartir una cordial taza de té estilo brea, deambuló por el patio de carruajes siendo un incordio para quienes intentaban hacer su trabajo y por fin regresó arrastrando los pies a su despacho, encorvado bajo el peso de la monotonía.

Por pura casualidad miró por la ventana, como podría hacer cualquiera. ¡El cochero se estaba comiendo su almuerzo! ¡Su maldito almuerzo! ¡Tenía una sillita plegable en el pavimento y una mesita plegable con la comida encima! ¡Era un gran pastel de cerdo y una botella de cerveza! ¡Hasta tenía un mantel blanco!

Húmedo bajó por la escalinata principal como un bailarín de claqué enloquecido y salió como una exhalación por las grandes puertas dobles. En un momento de agitación, mientras él corría hacia el carruaje, el hombre guardó comida, mesa, mantel y silla en algún compartimiento indistinguible, y le esperaba junto a la puerta abierta como un buen anfitrión.

—Oye, ¿qué pasa aquí? —exigió saber Húmedo, sin aliento—. No tengo todo el...

—Ah, señor Mustachen —dijo la voz de Vetinari desde el interior—, entre, por favor. Gracias, Doméstico, la señora Espléndido estará esperando. Dese prisa, señor Mustachen, no voy a comerle. Acabo de tomarme un aceptable sándwich de queso.

¿Qué daño podía hacer satisfacer su curiosidad? Es una pregunta que ha dejado magulladuras a lo largo de los siglos, más aún que «no puede hacerme daño si solo me tomo uno» y «no pasa nada si solo lo haces estando de pie».

Húmedo se adentró en la penumbra. La puerta se cerró con un chasquido a su espalda y él se volvió de repente.

—Vamos, por favor —dijo lord Vetinari—. Sólo está cerrada, no le han echado la llave, señor Mustachen. ¡Un poco de compostura! —A su lado, Drumknott estaba sentado con aire remilgado y una gran bolsa de cuero en el regazo.

—¿Qué es lo que quiere? —dijo Húmedo.

Lord Vetinari alzó una ceja.

—¿Yo? Nada. ¿Qué quiere usted?

—¿Qué?

—Bueno, usted se ha metido en mi carruaje, señor Mustachen.

—¡Sí, pero me han dicho que estaba aparcado fuera!

—Y si le hubieran dicho que era negro, ¿habría encontrado necesario hacer algo al respecto? Ahí está la puerta, señor Mustachen.

—¡Pero lleva plantado aquí toda la mañana!

—Es una vía pública, señor —le recordó lord Vetinari—. Y ahora, siéntese de una vez. Bien.

El carruaje se puso en marcha con una sacudida.

—Está inquieto, señor Mustachen —dijo Vetinari—. Descuida su seguridad. La vida ha perdido su chispa, ¿no es así?

Húmedo no respondió.

—Hablemos de los ángeles —prosiguió el patricio.

—Ah, sí, esa ya me la sé —interrumpió Húmedo con amargura—. Ya la he oído. Con esa me vendió la burra después de que me ahorcaran...

Vetinari volvió a enarcar una ceja.

—Después de que casi le ahorcaran, seamos exactos. Le faltó algo más de un centímetro.

—¡Da igual! ¡Me ahorcaron! ¡Y lo peor del caso fue descubrir que solo me dedicaban dos párrafos en el Clarín del Rapapolvo![1] ¿Dos párrafos por una vida de, modestia aparte, delincuencia ingeniosa, inventiva y estrictamente no violenta? ¡Podría haber sido un ejemplo para los jóvenes! ¡Chupó toda la portada el Asesino Disléxico del Abecedario, y eso que solo llevaba la A y la W!

—Confieso que es cierto que el director parece creer que no es un crimen como es debido a menos que se encuentre a alguien en tres callejones a la vez, pero es el precio de la libertad de prensa. Y nos viene bien a los dos que el tránsito de Albert Relumbrón fuese... poco memorable, ¿o no?

—¡Sí, pero no me esperaba un más allá como este! ¿Tendré que hacer lo que me ordenen durante el resto de mi vida?

—Corrección: de su nueva vida. Es un resumen a grandes rasgos, sí —dijo Vetinari—. Permítame reformular las cosas, sin embargo. Ante usted, señor Mustachen, se extiende una vida de respetable y tranquila satisfacción, de dignidad cívica y, por supuesto, a su debido tiempo, una pensión. Por no hablar de la insigne cadera de casi oro.

Húmedo hizo una mueca al oírlo.

—¿Y si no hago lo que usted dice?

—¿Mmm? Oh, me ha malinterpretado, señor Mustachen. Eso es lo que le pasará si declina mi oferta. Si la acepta, sobrevivirá a unos enemigos poderosos y peligrosos con la única ayuda de su ingenio, y cada día le traerá desafíos nuevos. Es posible que hasta alguien intente matarle.

—¿Qué? ¿Por qué?

—Usted irrita a la gente. El trabajo viene con sombrero, por cierto.

—¿Y en ese trabajo se hace dinero de verdad?

—Dinero a mansalva, señor Mustachen. Se trata, a decir verdad, de ser el maestre de la Real Casa de la Moneda.

—¿Qué? ¿Fabricar peniques todo el día?

—En pocas palabras, sí. Pero el puesto lleva consigo por tradición un alto cargo en el Banco Real de Ankh-Morpork, que ocupará la mayor parte de su atención. Puede hacer dinero, por así decirlo, en su tiempo libre.

¿Banquero? ¿Yo?

—Sí, señor Mustachen.

—¡Pero si no sé nada sobre cómo dirigir un banco!

—Bien. Sin ideas preconcebidas.

—¡He robado bancos!

—¡Fantástico! Basta con que invierta su manera de pensar —dijo lord Vetinari, radiante—. El dinero debe acabar en la parte de dentro.

El carruaje frenó y se detuvo.

—¿Qué es lo que pasa aquí? —preguntó Húmedo—. ¿Qué pasa de verdad?

—Cuando se puso al mando de la Oficina de Correos, señor Mustachen, la encontró hecha una calamidad. Ahora funciona con mucha eficacia. Tanta que resulta aburrida, a decir verdad. Vamos, que un joven hasta podría descubrirse escalando por las noches, por decir algo, o forzando cerraduras por pura diversión, o hasta coqueteando con el Estornudo Extremo. ¿Qué tal con las ganzúas, por cierto?

Había sido una tienducha de mala muerte en un callejón de mala muerte, sin otro testigo que la ancianita que le había vendido las ganzúas. Aún no sabía con exactitud por qué se las había comprado. Solo eran geográficamente ilegales, pero le proporcionaba un pequeño escalofrío de satisfacción saber que las llevaba en la chaqueta. Era triste, como esos hombres de negocios que van al trabajo con ropa seria pero llevan corbatas pintorescas en un loco intento desesperado de demostrar que allí dentro, en alguna parte, reside un espíritu libre.

Oh, dioses, me he convertido en uno de ellos. Pero al menos parece que no sabe lo de la cachiporra.

—Me defiendo —respondió.

—¿Y la cachiporra? ¿Usted, que no ha pegado en su vida a otro hombre? Se encarama a los tejados y fuerza las cerraduras de sus propios escritorios. ¡Es como un animal enjaulado que sueña con la jungla! Me gustaría concederle lo que anhela. Me gustaría echarlo a los leones.

Húmedo empezó a protestar, pero Vetinari levantó una mano.

—Cogió el chiste que teníamos por Oficina de Correos, señor Mustachen, y la convirtió en una institución solemne. Pero los bancos de Ankh-Morpork, señor mío, son serios a más no poder. Son burros serios, señor Mustachen. Ha habido demasiados fracasos. Están atrapados en el barro, viven en el pasado, están hipnotizados por la clase y la riqueza, creen que el oro es importante.

—Esto... ¿no lo es?

—No. Y usted, como ladrón y estafador que es, perdón, que fue una vez, ya lo sabe, en el fondo. Para usted solo era un modo de llevar el marcador —dijo Vetinari—. ¿Qué sabe el oro del auténtico valor? Mire por la ventanilla y dígame lo que ve.

—Um, un chucho pequeño que mira a un tipo que mea en un callejón —respondió Húmedo—. Lo siento, ha elegido un mal momento.

—Si no me hubiera tomado tan al pie de la letra —dijo lord Vetinari, lanzándole una Mirada—, habría visto una ciudad grande y bulliciosa, llena de personas ingeniosas que extraen valor del barro común del mundo. Planean, construyen, tallan, hornean, moldean, funden, forjan e idean delitos extraños y creativos. Pero guardan su dinero en calcetines viejos. Confían más en sus calcetines que en sus bancos. Hay una escasez artificial de moneda, motivo por el cual sus sellos de correos, en la práctica, se han convertido en una moneda de cambio. Nuestro serio sistema bancario es un desastre. Un chiste, en realidad.

—Será un chiste más grande todavía si me pone a mí al mando —dijo Húmedo.

Vetinari le dedicó una sonrisilla fugaz.

—¿Usted cree? —preguntó—. En fin, todos necesitamos echar unas risas de vez en cuando.

El cochero abrió la puerta, y salieron.

¿Por qué templos?, pensó Húmedo mientras alzaba la vista para contemplar la fachada del Banco Real de Ankh-Morpork. ¿Por qué siempre construyen los bancos para que parezcan templos, a pesar de que varias de las grandes religiones a) se oponen canónicamente a lo que hacen dentro y b) guardan ahí sus ahorros?

La había mirado antes, por supuesto, pero nunca se había molestado en verla de verdad hasta ese momento. Dentro de lo que eran los templos del dinero, aquel no estaba mal del todo. El arquitecto por lo menos había sabido diseñar unas columnas decentes, y también cuándo parar. Había puesto su rostro como un pedernal contra cualquier idea de querubines, aunque por encima de las columnas había un friso de altos vuelos que mostraba algo alegórico relacionado con doncellas y urnas. La mayoría de las urnas y, constató Húmedo, parte de las jóvenes, tenían nidos de pájaros encima. Una paloma enfadada le miraba desde un busto de piedra.

Húmedo había pasado por delante del edificio muchas veces. Nunca parecía muy animado. Y detrás estaba la Real Casa de la Moneda, que jamás mostraba la menor señal de vida.

Costaría imaginar un edificio más feo que no hubiese ganado un premio importante de arquitectura. La Casa de la Moneda era un lúgubre bloque de piedra y ladrillo, de muchas ventanas altas, pequeñas y con barrotes y puertas protegidas con rastrillos; una construcción entera que decía al mundo: Ni Se Te Ocurra.

Hasta ese momento a Húmedo ni se le había ocurrido. Era una casa de la moneda. En esa clase de sitio te ponían boca abajo sobre un cubo y te sacudían con fuerza antes de dejarte salir. Tenían guardias y puertas con pinchos.

Y Vetinari quería ponerlo a él de jefe. Tenía que haber una cuchilla enorme dentro de un algodón de azúcar tan grande.

—Una cosa, señoría —dijo con recelo—. ¿Qué fue del hombre que ocupaba el cargo antes?

—Ya me parecía que me lo preguntaría, de manera que me he informado. Murió a los noventa años, de un cisma cardíaco.

No sonaba mal del todo, pero Húmedo conocía lo suficiente al patricio para no confiarse.

—¿Alguien más ha muerto hace poco?

—Sir Joshua Espléndido, el presidente del banco. Murió hace seis meses en su propia cama, a los ochenta años.

—Un hombre puede morir en su propia cama de maneras muy desagradables —señaló Húmedo.

—Eso tengo entendido —corroboró lord Vetinari—. En este caso, sin embargo, fue en los brazos de una joven llamada Tesoro tras una opípara comida de ostras con salsa picante. Lo desagradable que fuese supongo que nunca lo sabremos.

—¿Era su mujer? Ha dicho que fue en su propia...

—Tenía un apartamento en el banco —dijo lord Vetinari—. Una ventanilla tradicional muy útil cuando... —el patricio hizo una pausa de una fracción de segundo— trabajaba hasta tarde. La señora Espléndido no estaba presente.

—Si él era un sir, ¿ella no debería ser lady Espléndido?

—Es muy propio de la señora Espléndido que no le guste que la llamen lady —comentó lord Vetinari—. Y yo me pliego a sus deseos.

—¿Él «trabajaba» hasta tarde a menudo? —preguntó Húmedo, esmerándose en pronunciar las comillas.

—Con una regularidad asombrosa para su edad, tengo entendido —respondió Vetinari.

—¿De verdad? —dijo Húmedo—. Ahora que lo dice, creo que recuerdo la necrológica en el Times, pero no mencionaban ese detalle.

—Sí, no sé dónde va a ir a parar la prensa.

Vetinari se volvió y contempló el edificio.

—De los dos, prefiero la honestidad de la Casa de la Moneda —siguió diciendo—. Gruñe al mundo. ¿Qué piensa usted, señor Mustachen?

—¿Qué es eso redondo que siempre veo asomando del techo? —preguntó Húmedo—. ¡Hace que parezca una hucha con una moneda enorme atascada en la ranura!

—Curiosamente, antes la conocían como la Falsa Moneda —dijo Vetinari—. Es una gran rueda de andar que impulsa los mecanismos de acuñación y demás. Antaño tirada por prisioneros, cuando «servicio comunitario» no era solo una palabra. Ni dos. Fue considerado un castigo cruel e inusual, sin embargo, lo que demuestra cierta falta de imaginación, diría yo. ¿Entramos?

—Oiga, señor, ¿qué es lo que quiere que haga? —preguntó Húmedo, mientras subían la escalera de mármol—. Sé un poco de banca, pero ¿cómo dirijo una casa de la moneda?

Vetinari se encogió de hombros.

—No tengo ni idea. Hay gente que tira de palancas, supongo. Alguien les dice con qué frecuencia y cuándo parar.

—¿Y por qué va a querer matarme nadie?

—No le sabría decir, señor Mustachen. Pero se produjo al menos un intento de matarlo cuando repartía usted inocentes cartas, o sea que imagino que su carrera en la banca será de lo más emocionante.

Llegaron a la parte de arriba de la escalera. Un anciano ataviado con lo que podría haber pasado por el uniforme de general de un ejército del tipo más inestable les abrió la puerta.

Lord Vetinari indicó a Húmedo que entrase primero.

—Solo echaré un vistazo rápido, ¿de acuerdo? —dijo este, mientras superaba el umbral a trompicones—. La verdad es que no he tenido tiempo de pensar en esto.

—Queda entendido —dijo Vetinari.

—Al entrar no me comprometo a nada, ¿de acuerdo?

—A nada —dijo Vetinari. Se acercó con paso tranquilo a un sofá de cuero, se sentó e indicó a Húmedo que tomara asiento a su lado. Drumknott, siempre atento, se situó tras ellos.

—El olor de los bancos siempre resulta agradable, ¿no le parece? —dijo Vetinari—. Una mezcla de cera para suelos, tinta y riqueza.

—Y ursura —dijo Húmedo.

—Eso sería crueldad con los osos. Quiere decir «usura», sospecho. Las iglesias ya no parecen estar tan en contra, de un tiempo a esta parte. Por cierto, la única persona que está al tanto de mis intenciones es la actual presidenta del banco. Para todos los demás que se encuentre hoy aquí, usted sencillamente está efectuando una breve inspección por encargo mío. Es una suerte que no lleve el famoso traje dorado.

En el banco reinaba el silencio, sobre todo porque el techo era tan alto que los sonidos se perdían, pero en parte porque la gente siempre baja la voz en presencia de grandes sumas de dinero. Proliferaban el terciopelo rojo y los dorados. Había cuadros por todas partes, de hombres serios con levita. A veces sonaba el eco breve de unos pasos sobre el suelo de mármol, hasta que de pronto su dueño pisaba una isla de alfombra que se lo tragaba. Y las grandes mesas estaban cubiertas de cuero verde salvia. Desde que era pequeño, un escritorio de cuero verde salvia había significado «Riqueza» para Húmedo. ¿El cuero rojo? ¡Bah! Eso era para advenedizos, un quiero y no puedo. El verde salvia significaba que lo habías logrado, y que tus antepasados lo habían logrado también. Para conseguir el efecto ideal convenía que estuviese un poco gastado.

En la pared, por encima del mostrador, un gran reloj soportado por querubines marcaba el paso de los segundos. Lord Vetinari estaba ejerciendo cierto efecto en el banco. Los trabajadores se daban discretos codazos y señalaban con los ojos.

Húmedo cayó en la cuenta de que, a decir verdad, no formaban una pareja muy llamativa. La naturaleza le había agraciado con la capacidad de ser una cara en segundo plano, incluso cuando estaba a apenas un par de palmos. No era feo ni guapo, solo tan fácil de olvidar que a veces se sorprendía a sí mismo al afeitarse. Y Vetinari vestía de negro, que no era un color atrevido en absoluto, aunque pese a todo su presencia era como un peso en una lámina de goma. Distorsionaba el espacio a su alrededor. La gente no lo veía al momento, pero intuía su presencia.

Ahora los trabajadores susurraban por sus tubos de comunicación. ¡El patricio estaba allí y nadie le había ofrecido un recibimiento formal! ¡Habría problemas!

—¿Cómo está la señorita Buencorazón? —preguntó Vetinari, en apariencia ajeno al creciente revuelo.

—De viaje —respondió Húmedo sin circunloquios.

—Ah, la Fundación ha localizado a otro gólem enterrado, sin duda.

—Sí.

—¿Todavía intentando ejecutar las órdenes que le dieron hace miles de años?

—Probablemente. Está en algún páramo perdido.

—Es infatigable —dijo lord Vetinari alegremente—. Hace resucitar a esa gente de la oscuridad para hacer girar las ruedas del comercio, por el bien común. Igual que usted, señor Mustachen. La señorita Buencorazón está prestando un gran servicio a la ciudad. Y la Fundación del Gólem también.

—Sí —replicó Húmedo, dejando correr el asunto de la resurrección.

—Pero su tono dice otra cosa.

—Bueno... —Húmedo sabía que estaba retorciéndose, pero aun así se retorció—. Siempre sale disparada porque han localizado a otro gólem en una alcantarilla antigua o algo parecido...

—¿En vez de salir disparada detrás de usted, por así decirlo?

—Y esta vez lleva fuera varias semanas —dijo Húmedo, sin hacer caso del comentario porque era probablemente certero—, y no me cuenta de qué se trata. Solo dice que es muy importante. Algo nuevo.

—Creo que está minando —dijo Vetinari. Empezó a dar unos golpecitos lentos en el mármol con su bastón que resonaron por toda la estancia—. He oído que al parecer hay unos gólems cavando en tierras enanas a este lado de Quimeria, cerca de la carretera. Para gran interés de los enanos, debo añadir. El rey arrendó el terreno a la Fundación y quiere asegurarse de echar un vistazo a lo que se desentierre.

—¿Está metida en un lío?

—¿La señorita Buencorazón? No. Conociéndola, a lo mejor el rey de los enanos sí. Me he fijado en que es una señorita de mucho... aplomo.

—¡Ja! No lo sabe usted bien.

Húmedo tomó nota mental de que debía mandarle un mensaje a Adora Belle en cuanto aquello acabara. La polémica de los gólerns se estaba acalorando una vez más, porque los gremios se quejaban de que robaban el trabajo. Se requería su presencia en la ciudad... por los gólems, claro está.

Cobró conciencia de un ruido sutil. Procedía de abajo y recordaba mucho al sonido de las burbujas de aire al atravesar un líquido, o quizá al ruidillo gutural del agua al verterla de una botella.

—¿Oye eso? —preguntó.

—Sí.

—¿Sabe qué es?

—El futuro de la planificación económica, por lo que tengo entendido. —Lord Vetinari parecía, si no preocupado, por lo menos inusualmente perplejo—. Debe de haber pasado algo —dijo—. El señor Doblado suele materializarse a los segundos de mi entrada. Espero que no le haya sucedido nada serio.

En el extremo opuesto del vestíbulo se abrieron unas grandes puertas de ascensor, por las que salió un hombre. Durante un breve instante, que probablemente no habría llamado la atención de nadie que nunca hubiese tenido que interpretar expresiones para ganarse la vida, pareció agitado y molesto, pero el momento pasó enseguida mientras se ajustaba los puños de la camisa y adoptaba la sonrisa cálida y benevolente de quien está a punto de quedarse con tu dinero.

El señor Doblado era liso y pulcro en todos los sentidos. Húmedo se esperaba la tradicional levita de banquero, pero en lugar de eso se encontró con una chaqueta negra de muy buen corte sobre unos pantalones de raya diplomática. El señor Doblado también era silencioso. Sus pies, insonoros incluso sobre el mármol, eran extrañamente grandes para un hombre tan atildado, pero los zapatos, negros y abrillantados hasta reflejar, eran de buena factura. A lo mejor quería alardear de ellos, porque caminaba como un caballo de exhibición, levantando cada pie del suelo con mucho aparato antes de volverlo a posar. Aparte de esa incongruencia, el señor Doblado daba la impresión de ser alguien que espera con calma en un armario cuando no lo están usando.

—¡Lord Vetinari, cuánto lo siento! —empezó—. Me temo que había asuntos pendientes...

Lord Vetinari se puso en pie.

—Señor Mavolio Doblado, permítame que le presente al señor Húmedo von Mustachen —dijo—. El señor Doblado es el cajero jefe.

—Ah, ¿el inventor del revolucionario billete de Un Penique sin respaldo? —dijo Doblado, tendiendo una mano delgada—. ¡Qué audacia! Es un gran placer conocerle, señor Mustachen.

—¿Billete de un penique? —preguntó Húmedo, perplejo. El señor Doblado, a pesar de su afirmación, no parecía complacido en absoluto.

—¿No ha escuchado lo que le decía antes? —dijo Vetinari—. Sus sellos, señor Mustachen.

—Una moneda de facto —confirmó el señor Doblado, y a Húmedo se le hizo la luz.

Bueno, era cierto, lo sabía. Su intención había sido que los sellos se pegaran a las cartas, pero la gente había decidido, sin encomendarse a nadie, que un sello de un penique no era más que un penique muy ligero y garantizado por el Gobierno, que, además, podía pegarse a un sobre. Las páginas de anuncios iban llenas de los negocios que habían brotado a la sombra de aquellos sellos de correos cautivadoramente transferibles: «¡Descubra los Secretos más Insondables del Cosmos! ¡Mande ocho sellos de penique por un folleto!». Muchos sellos se desgastaban haciendo de moneda sin llegar a ver nunca el interior de un buzón.

Algo en la sonrisa de Doblado molestaba a Húmedo, sin embargo. Vista de cerca, no acababa de ser tan amable.

—¿A qué se refiere con «sin respaldo»? —preguntó.

—¿Cómo hace buena su afirmación de que vale un penique?

—Esto... ¿Porque si lo pegas a una carta vale un penique de viaje? —dijo Húmedo—. No veo adónde quiere ir a parar...

—El señor Doblado es de los que creen en la preeminencia del oro, señor Húmedo —explicó Vetinari—. Estoy seguro de que se llevarán exactamente como uña y carne. Ahora les dejaré, y espero su decisión con interés, hum, compuesto. Vamos, Drumknott. ¿Pasará a verme mañana, señor Mustachen?

Húmedo y Doblado observaron cómo se iban. Luego el jefe de cajeros lanzó una mirada furibunda a Húmedo.

—Supongo que debo enseñarle el banco... señor —dijo.

—Tengo la sensación de que no hemos empezado con buen pie, señor Doblado —dijo Húmedo.

Doblado se encogió de hombros, una maniobra impresionante con aquel cuerpo demacrado. Era como ver a una tabla de planchar que amenazaba con desplegarse.

—No sé nada que lo desacredite, señor Mustachen. Pero creo que la presidenta y lord Vetinari tienen en mente una estratagema peligrosa, y usted es su pelele, señor Mustachen, es su utensilio.

—¿Hablamos de la nueva presidenta?

—Correcto.

—No tengo ninguna voluntad o intención particular de ser un utensilio —dijo Húmedo.

—Me alegro por usted, señor. Pero los acontecimientos están aconteciendo...

Se oyó un estrépito de cristales rotos desde abajo, y una voz ahogada gritó:

—¡Maldición! ¡Adiós a la balanza de pagos!

—Hagamos esa visita, ¿quiere? —dijo Húmedo con tono alegre—. ¿Empezamos con qué ha sido eso?

—¿Esa abominación? —Doblado se estremeció un poco—. Creo que eso deberíamos dejarlo hasta que Hubert haya recogido. Vaya, ¿ha visto eso? Es realmente espantoso...

El señor Doblado cruzó el suelo hasta situarse bajo el gran y solemne reloj. Lo miró con aire indignado como si le hubiese ultrajado a muerte y chasqueó los dedos, pero un oficinista ya se estaba acercando a toda prisa con una escalerita de mano. El señor Doblado se subió a ella, abrió el reloj y adelantó dos segundos la tercera aguja. Cerró el reloj de golpe, bajó los peldaños y regresó a Húmedo ajustándose los puños de la camisa.

Miró a Húmedo de arriba abajo.

—Pierde casi un minuto por semana. ¿Soy el único que lo encuentra ofensivo? Se diría que sí, por desgracia. Empecemos por el oro, si le parece.

—Ooooh, sí —dijo Húmedo—. ¡Hagamos eso!

CAPÍTULO II

La promesa del oro — Los Hombres de las Casetas — El coste de un penique y la utilidad de las viudas — Gasto encerrado — Seguridad, importancia de la — Fascinación por las transacciones — Un hijo de muchos padres — Supuesta desconfianza en un caso de ropa interior en llamas — El Panóptico del Mundo y la ceguera del señor Doblado — Un comentario encriptado

or algún motivo me esperaba algo... más grande —dijo Húmedo, mirando entre los barrotes de acero la salita que contenía el oro. El metal, metido en cajas y bolsas abiertas, emitía un pálido resplandor a la luz de las antorchas.

—Son casi diez toneladas de oro —replicó Doblado en tono de reproche—. No hace falta que parezca grande.

—¡Pero si todos los lingotes y las bolsas juntos no ocupan mucho más que los escritorios de ahí fuera!

—Es muy pesado, señor Mustachen. Es el único metal auténtico, puro y sin mácula —dijo Doblado, con un tic en el ojo izquierdo—. Es el metal que nunca cayó en desgracia.

—¿De verdad? —dijo Húmedo, comprobando que la puerta por la que habían entrado seguía abierta.

—Y también es la única base de un sistema financiero lógico —prosiguió el señor Doblado, mientras la luz de las antorchas reflejada en los lingotes le doraba la cara—. ¡En él está el Valor! ¡En él la Riqueza! Sin el ancla del oro, todo sería caos.

—¿Por qué?

—¿Quién fijaría el valor del dólar?

—Nuestros dólares no son de oro puro, no obstante, ¿verdad?

—Ajá, sí. Coloreadas de oro, señor Mustachen —dijo Doblado—. Menos oro que en el agua de mar; casi oro. ¡Adulteramos nuestra propia moneda! ¡Qué infamia! ¡No puede haber un crimen mayor! —Volvió el tic a su ojo.

—Esto... ¿el asesinato? —conjeturó Húmedo. Sí, la puerta seguía abierta.

El señor Doblado hizo un gesto desdeñoso con la mano.

—El asesinato solo pasa una vez —dijo—, pero cuando la confianza en el oro se viene abajo, reina el caos. Pero tenía que hacerse. Las abominables monedas son, hay que reconocerlo, solo de casi oro, pero por lo menos ofrecen una prenda sólida del oro auténtico de las reservas. ¡En su indignidad, pese a todo reconocen la primacía del oro y nuestra independencia de las maquinaciones gubernamentales! ¡Nosotros, en concreto, tenemos más oro que cualquier otro banco de la ciudad, y solo yo tengo una llave de esa puerta! Bueno, la presidenta tiene otra, claro —añadió, a destiempo y muy a regañadientes.

—He leído en alguna parte que la moneda representa la promesa de entregar oro por valor de un dólar —dijo Húmedo con voz amable.

El señor Doblado formó un tejadito con las manos delante de su cara y volvió la mirada hacia arriba, como si rezase.

—En teoría, sí —dijo al cabo de unos instantes—. Yo preferiría decir que se trata de un acuerdo tácito por el que nos comprometemos a cumplir nuestra promesa de intercambiarla por un dólar de oro siempre que, en la práctica, no nos pidan que lo hagamos.

—Entonces... ¿no es una promesa auténtica?

—Desde luego que lo es, señor, en los círculos financieros. Verá, la clave es la confianza.

—¿Quiere decir «confía en nosotros, tenemos un edificio grande y caro»?

—Se lo toma a broma, señor Mustachen, pero podría haber un ápice de verdad en lo que ha dicho. —Doblado suspiró—. Veo que tiene mucho que aprender. Por lo menos me tendrá a mí para enseñarle. Y ahora, creo, querrá ver la Casa de la Moneda. La gente siempre quiere ver la Casa de la Moneda. Pasan veintisiete minutos y treinta y seis segundos de la una, de manera que su hora del almuerzo tendría que haber terminado.

* * *

Era una caverna. Eso, por lo menos, a Húmedo le complació. Una fábrica de moneda debía estar iluminada por las llamas.

Su espacio principal tenía una altura de tres pisos, y recibía algo de luz natural grisácea de las hileras de ventanas con barrotes. En términos arquitectónicos primarios, eso era todo. Lo demás eran casetas.

Los cobertizos estaban apilados contra las paredes y hasta colgaban como nidos de golondrinas cerca del techo, accesibles mediante escalerillas de madera de aspecto inseguro. El propio suelo irregular era una pequeña aldea de casetas, distribuidas de cualquier manera, todas distintas y todas techadas con mucho esmero para el imposible caso de que lloviera. Volutas de humo ascendían en lentas espirales por el aire cargado. Contra una pared, una forja emitía un resplandor naranja que proporcionaba al lugar el debido ambiente estigio. Aquello parecía el destino en el más allá de quienes habían cometido pecados leves y más bien aburridos.

Eso era, sin embargo, solo el telón de fondo. Lo que dominaba el espacio era la Falsa Moneda. La rueda de andar era... rara.

Húmedo había visto antes artefactos del mismo tipo. En el Rapapolvo había uno, en el que los reclusos podían ejercitar sus sistemas cardiovasculares, quisieran o no. Húmedo había dado una o dos vueltas antes de hallar un modo de escaquearse. La recordaba como un trasto brutal, estrecho, pesado y deprimente. La Falsa Moneda era mucho más grande, pero pasaba muy desapercibida. Tenía un borde de metal que, visto desde cerca, parecía escalofriantemente fino. Húmedo intentó en vano distinguir los rayos, hasta que se dio cuenta de que no había sino solo centenares de finos alambres.

—De acuerdo, veo que debe de funcionar, pero... —empezó, con la vista puesta en el enorme mecanismo.

—Funciona muy bien, tengo entendido —aclaró Doblado—. Tienen un gólem para impulsarla cuando hace falta.

—¡Pero hombre, si tendría que caerse a cachos!

—¿Ah, sí? No estoy en condiciones de decirle, señor. Ah, aquí vienen...

Unas figuras se dirigían hacia ellos desde diversas casetas y la puerta del otro extremo del edificio. Caminaban con lentitud y deliberación, con un propósito claro, muy al estilo de los muertos vivientes.

Al final, Húmedo los calificó en su cabeza como los Hombres de las Casetas. No eran tan viejos, no todos, pero hasta los jóvenes, o la mayoría de ellos, parecían haberse cubierto con el manto de la madurez muy temprano. Al parecer, para conseguir un empleo en la Casa de la Moneda, había que esperar a que alguien muriese: el muerto al hoyo y el vivo a la caseta. Pero en el lado positivo, cuando el puesto quedaba vacante, uno recibía el empleo aunque estuviera solo un poco menos muerto que su antecesor.

Los Hombres de las Casetas se encargaban de la caseta de alisado, la caseta de la cerrilla, la caseta de los acabados, la Fundición (dos casetas), la Seguridad (una caseta, pero bastante grande) y la caseta de almacenamiento, protegida por un candado que Húmedo podría haber abierto de un estornudo. Las demás casetas eran un misterio, pero cabía suponer que las habían construido por si alguien necesitaba una caseta con urgencia.

Los Hombres de las Casetas tenían lo que en las casetas pasaba por nombres: Alf, Alf el Joven, el Gargajos, Nene Charlie, Rey Enrique... pero el que hacía las veces de, por así decirlo, portavoz designado ante el mundo exterior a las casetas, tenía un nombre completo.

—Le presento al señor Turbio XVIII, señor Mustachen —dijo Doblado—. El señor Mustachen es... solo un visitante.

—¿Dieciocho? —preguntó Húmedo—. ¿Hay otros diecisiete como usted?

—Ya no, señor —respondió Turbio con una sonrisilla.

—El señor Turbio es el capataz hereditario, señor —explicó Doblado.

—Capataz hereditario... —repitió Húmedo, confuso.

—Exacto, señor —dijo Turbio—. ¿El señor Mustachen desea conocer la historia, señor?

—No —respondió Doblado con firmeza.

—Sí —afirmó Húmedo, viendo su «con firmeza» y subiendo un «con énfasis».

—En fin, al parecer sí que lo desea —suspiró Doblado. El señor Turbio sonrió.

Era una historia muy completa, y llevó un tiempo contarla. En un momento dado Húmedo tuvo la certeza de que era la hora de una glaciación. Las palabras volaron a su alrededor como una lluvia de aguanieve pero, como sucede con el aguanieve, algo se le quedó pegado. El cargo de capataz hereditario había sido creado siglos atrás, cuando el puesto de maestre de la Ceca era una sinecura que se entregaba a algún amigote de juergas del rey o patricio del momento, quien la usaba como hucha y se limitaba a presentarse de vez en cuando con un saco grande, un resacón y una mirada que se entendía a la legua. El puesto de capataz se creó cuando alguien tuvo la vaga intuición de que debía haber una persona al mando, a ser posible sobria.

—¿De manera que en la práctica usted lo dirige todo? —preguntó Húmedo enseguida, para atajar el caudal de interesantísimos datos sobre el dinero.

—Eso es, señor. De forma interina. Hace cien años que no hay maestre.

—¿Y cómo cobran?

Se produjo un momento de silencio, y después el señor Turbio dijo, como quien habla a un niño pequeño:

—Esto es una casa de la moneda, señor.

—¿Fabrican sus propios salarios?

—¿Quién si no iba a hacerlo, señor? Pero todo es oficial, ¿no es así, señor Doblado? Él recibe todas las nóminas. En realidad solo eliminamos al intermediario.

—Bueno, por lo menos trabajan en un negocio rentable —observó Húmedo con jovialidad—. ¡Vamos, que deben de hacer dinero a espuertas!

—Nos da para cubrir gastos, señor, sí —dijo Turbio, como si fuera por los pelos.

—¿Cubrir gastos? ¡Son una casa de la moneda! —protestó Húmedo—. ¿Cómo puede no obtenerse beneficios fabricando dinero?

—Los gastos generales, señor. Salen gastos generales hasta de debajo de las piedras.

—Hay gasto encerrado, ¿eh?

—Exacto, señor —dijo Turbio—. Es una ruina, señor, de verdad que sí. Verá, cuesta medio penique fabricar un cuarto, y casi un penique acuñar un medio. El penique sale a penique y cuarto. Las de seis cuestan dos peniques y cuarto, o sea que ahí salimos ganando. El medio dólar cuesta siete peniques. Un dólar sale solo por seis, una clara mejora, pero eso es porque los hacemos aquí. Los más puñeteros son los chavos, porque valen medio cuarto pero cuestan seis peniques, porque dan mucha faena al ser tan pequeños y tener ese agujero en medio. Para hacer las de tres, señor, solo tenemos a dos personas, porque es un trabajazo que sale a siete peniques. ¡Y ni me pregunte por la moneda de dos!

—¿Qué pasa con la moneda de dos?

—Me alegro de que me lo pregunte, señor. Un trabajo muy fino, señor, que acaba saliendo por siete peniques y un dieciseisavo. Y sí, existe un dieciseisavo de penique, señor, el elim.

—¡No había oído hablar nunca de él!

—Bueno, está claro, señor, es lo normal siendo como es un caballero distinguido, pero tiene su lugar, señor, tiene su lugar. Es una pequeña virguería, señor, con muchos detallitos, elaborada por viudas como manda la tradición, y la filigrana es tan fina que cuesta un chelín entero. Las abuelitas tardan días en fabricar cada uno, entre lo mal que ven y todo eso, pero les hace sentirse útiles.

—Pero ¿un dieciseisavo de penique? ¿Medio chavo? ¿Qué puede comprarse con eso?

—Le sorprendería, señor, en algunas calles. Un cabo de vela, una patata pequeña que solo esté un poco verde —dijo Turbio—. Quizá un corazón de manzana que no esté comido del todo. Y por supuesto es muy práctico para echarlo como limosna.

Y el oro es el ancla, ¿eh?, pensó Húmedo.

Contempló el enorme espacio. Había unas doce personas trabajando, contando con el gólem, que Húmedo había aprendido a considerar miembro de una especie a la que tratar como «humanos para cierto valor de humano», y con el chico de granos que preparaba el té, perteneciente a una especie sobre la que no había aprendido nada.

—No parecen necesitar mucha gente —observó.

—Bueno, es que aquí solo hacemos las monedas de plata y de oro...

—Casi oro —intervino el señor Doblado a toda prisa.

—... de casi oro, ¿sabe? Y las cosas particulares, como medallas. Fabricamos los cospeles para las de cobre y latón, pero el resto del proceso lo subcontratamos.

—¿Subcontratan? ¿Una casa de la moneda que subcontrata a gente?

—Correcto, señor. Como las viudas. Trabajan en casa. ¡Ja, no esperará que las buenas de las abuelitas vengan hasta aquí, si la mayoría de ellas necesita dos bastones para caminar!

—¿La Casa de la Moneda... o sea, el sitio que hace el dinero... emplea a personas que trabajan en casa? A ver, sé que está de moda, lo que digo es que... en fin, ¿no le parece raro?

—¡Por los dioses, señor, hay familias ahí fuera que llevan generaciones fabricando unos cobres todas las noches! —explicó Turbio con desparpajo—. Papá se encarga del perforado básico, mamá labra y sella, los niños limpian y pulen... es tradicional. Nuestros trabajadores externos son como una gran familia.

—Vale, pero ¿qué hay de la seguridad?

—Si roban aunque sea un cuarto, pueden ahorcarles —dijo Doblado—. Cuenta como traición, ¿sabe?

—¿Qué entienden ustedes por familia? —preguntó Húmedo, horrorizado.

—Debo señalar que nunca han colgado a nadie, eso sí, porque son muy leales —aseveró el capataz, fulminando a Doblado con la mirada.

—Antes les cortaban la mano si era el primer delito —añadió el señor Doblado, hombre de familia.

—¿Sacan mucho dinero? —preguntó Húmedo, con tiento, situándose entre los dos hombres—. En términos de salario, me refiero.

—Unos quince dólares al mes. Es un trabajo delicado —respondió Turbio—. Algunas de las abuelitas no ganan tanto. Nos llegan muchos elims defectuosos.

Húmedo alzó la vista hacia la Falsa Moneda. Se elevaba por el hueco central del edificio y parecía de una fragilidad vaporosa para su tamaño. El gólem solitario que caminaba trabajosamente en su interior llevaba una pizarra colgada al cuello, lo que significaba que era uno de los que no podían hablar. Húmedo se preguntó si la Fundación del Gólem estaría al corriente. Tenían maneras asombrosas de encontrar gólems.

Mientras observaba, la rueda se detuvo poco a poco. El silencioso gólem se quedó inmóvil.

—Dígame —pidió Húmedo—. ¿Por qué molestarse en hacer monedas de casi oro? ¿Por qué no hacer los dólares de oro, sin más? ¿Había mucho raer y cercenar?

—Me extraña que un caballero como usted sepa esos términos, señor —dijo el capataz, sorprendido.

—Me tomo un vivo interés por la mente criminal —dijo Húmedo, algo más deprisa de lo que pretendía. Era cierto. Bastaba con tener talento para la introspección.

—Bien hecho, señor. Pues sí, hemos visto esos trucos y muchos más, ¡anda que no! Le juro que hemos visto de todo. Que si el pintado, que si la chapa, que si el relleno... Hasta el reacuñado, señor, adulterado con cobre, muy fino. ¡Se lo juro, señor, hay gente ahí fuera dispuesta a pasarse dos días maquinando y trasteando para sacarse el mismo dinero que podrían ganar honradamente en uno solo!

—¡No! ¿Usted cree?

—Por estas, señor —aseguró Turbio—. ¿Y qué clase de cabeza cuerda haría algo así?

Bueno, la mía, hace tiempo, pensó Húmedo. Era más divertido.

—La verdad es que no lo sé —dijo.

—O sea que el Concilio de la Ciudad dijo que los dólares tenían que ser de casi oro. En realidad son prácticamente de latón naval, porque brilla que da gusto. Es cierto que siguen falsificando, señor, pero es complicado que salga bien, si les pilla la Guardia se les cae el pelo y así por lo menos nadie ratea el oro —dijo Turbio—. ¿Algo más, señor? Es que tenemos cosas que rematar antes del cierre, ¿sabe?, y si echamos horas extras tenemos que hacer más dinero para pagarlas, y como los chicos estén un poco cansados acabamos ganando dinero más rápido de lo que podemos hacerlo, lo que conduce a un poquillo de lo que solo puedo llamar intríngulis...

—¿Quiere decir que, si hacen horas extras, tienen que hacer más horas extras para pagarlas? —dijo Húmedo, que todavía reflexionaba sobre lo ilógico que puede llegar a ser el pensamiento lógico si está en manos de un comité lo bastante grande.

—Exacto, señor —corroboró Turbio—. Y al final de ese camino espera la locura.

—Es un camino muy corto —dijo Húmedo, asintiendo—. Una última cosa, de todas formas, si no le importa. ¿Qué medidas de seguridad tienen?

Doblado carraspeó.

—Es imposible entrar en la Casa de la Moneda una vez que el banco está cerrado, señor Mustachen. Gracias a un acuerdo con la Guardia, hay agentes fuera de servicio patrullando ambos edificios por la noche, con varios de nuestros propios vigilantes. En el recinto llevan uniformes decentes del banco, por supuesto, porque esos de la Guardia son unos zarrapastrosos, pero garantizan un enfoque profesional, ya me entiende.

Bueno, sí, pensó Húmedo, que sospechaba que su experiencia con la policía era bastante más detallada que la de Doblado. El dinero probablemente esté a salvo, pero apuesto a que os sale por un pico en café y plumas de escribir.

—Pensaba más bien... durante el día —dijo. Los Hombres de las Casetas lo observaban con rostros inexpresivos.

—Ah, eso —dijo el señor Turbio—. Nos encargamos nosotros mismos. Hacemos turnos. Nene Charlie es el encargado de seguridad esta semana. Enséñale la porra, Charlie.

Uno de los hombres se sacó un palo grande de la chaqueta y lo sostuvo en alto con timidez.

—También había una insignia, pero se perdió —añadió Turbio—. Pero no importa mucho, porque todos sabemos a quién le toca. Cuando nos vamos, él nos recuerda sin falta que no robemos nada.

Hubo un momento de silencio.

—Bueno, yo diría que con eso queda todo claro —dijo Húmedo, frotándose las manos—. ¡Gracias, caballeros!

Y se marcharon desfilando, cada mochuelo a su caseta.

—Probablemente muy poco —dijo el señor Doblado mientras los observaba alejarse.

—¿Hum? —preguntó Húmedo.

—Se estaba usted preguntando cuánto dinero se llevan encima, creo.

—Bueno, sí.

—Muy poco, diría yo. Dicen que al cabo de un tiempo las monedas pasan a ser solo... cosas —explicó el cajero jefe, mientras abría la marcha de vuelta al banco.

—Cuesta más de un penique hacer un penique —murmuró Húmedo—. ¿Son cosas mías, o es una insensatez?

—Verá, la cuestión es que, una vez que está hecho, un penique sigue siendo un penique —dijo el señor Doblado—. Ahí radica la magia.

—¿Ah, sí? —dijo Húmedo—. Mire, es un disco de cobre. ¿En qué va a convertirse?

—En el transcurso de un año, prácticamente en cualquier cosa —respondió el señor Doblado con desenvoltura—. Se convierte en unas manzanas, parte de un carro, un par de cordones de zapatos, algo de heno o el usufructo de un asiento de teatro durante una hora. Quizá hasta se convierta en un sello y mande una carta, señor Mustachen. Tal vez lo gasten trescientas veces y aun así, y esto es lo bueno, seguirá siendo un penique, listo y dispuesto para que lo vuelvan a gastar. No es una manzana que se pudrirá. Su valor es fijo y estable. No se consume. —Los ojos del señor Doblado emitieron un inquietante resplandor, y un tic asomó a uno de ellos—. ¡Y eso se debe a que, en última instancia, vale una fracción minúscula del oro eterno!

—Pero es solo un cacho de metal. Si usáramos manzanas en vez de monedas, por lo menos podríamos comérnoslas —replicó Húmedo.

—Sí, pero solo una vez. Un penique es, por así decirlo, una manzana eterna.

—Que no puede comerse. Y es posible plantar un manzano.

—También se puede usar el dinero para hacer más dinero —dijo Doblado.

—Sí, pero ¿cómo se hace más oro? Los alquimistas no saben, los enanos no sueltan el que tienen y los agateanos no quieren dejarnos ni un poco. ¿Por qué no pasar al patrón plata? En BhangBhangduc lo tienen.

—No me extraña, siendo extranjeros —dijo Doblado—. Pero la plata se ennegrece. El oro es el único metal que permanece siempre inmaculado. —Y ahí volvía a estar el tic en el ojo: era evidente que el oro tenía bien pillado a aquel hombre—. ¿Ha visto suficiente, señor Mustachen?

—Un poquito más de lo que me gustaría y todo, creo.

—Entonces vayamos a ver a la presidenta.

* * *

Húmedo siguió los pasos estrambóticos de Doblado a lo largo de dos tramos de escalera de mármol y un pasillo. Se detuvieron ante un par de puertas de madera oscura a las que llamó el cajero jefe, no una vez sino con una secuencia de golpecitos que apuntaba a un código. Después abrió la puerta, con mucha cautela.

El despacho de la presidencia era grande y estaba decorado con sencillez y cosas muy caras. Abundaban el bronce y los dorados. Para el escritorio, que era un objeto de deseo y lo bastante grande para enterrar a alguien dentro, habían tallado probablemente el último árbol de alguna especie exótica. Resplandecía de un verde intensísimo que hablaba de poder y probidad. Húmedo, por principio, dio por sentado que mentía.

Había un perro muy pequeño sentado en una bandeja para papeles, pero Húmedo no cayó en la cuenta de que el escritorio tenía también un ocupante humano hasta que Doblado dijo:

—El señor Mustachen, señora presidenta.

La cabeza canosa de una mujer muy menuda y muy anciana que asomaba por el borde lo estaba escudriñando. Apoyadas en el escritorio a ambos lados de ella, arrojando destellos de plata en aquel mundo de objetos dorados, había dos ballestas cargadas, clavadas a unas pequeñas plataformas giratorias. La presidenta retiraba sus delgadas manitas de las culatas en ese preciso instante.

—Ah, sí, qué bien —trinó—. Soy la señora Espléndido. Siéntese, señor Mustachen.

Eso hizo Húmedo, tan lejos como pudo de la actual trayectoria de tiro de las ballestas, y el perrillo se lanzó del escritorio y le saltó al regazo con alegre entusiasmo escroticida.

Era el perro más pequeño y más feo que Húmedo había visto en su vida. Parecía uno de esos pececillos de ojos saltones con aspecto de estar a punto de estallar. El hocico, en cambio, parecía que se lo hubieran hundido. Resollaba al respirar y tenía las patas tan torcidas que a veces debía de tropezar con sus propias zarpas.

—Le presento a Don Tiquismiquis —dijo la anciana—. Por lo general no se lleva muy bien con la gente, señor Mustachen. Estoy impresionada.

—Hola, Don Tiquismiquis —saludó Húmedo. El perro respondió con un ladridito agudo y después cubrió la cara de Húmedo de una saludable dosis de baba canina.

—Le ha caído bien, señor Mustachen —observó la señora Espléndido con aprobación—. ¿Sabría decir de qué raza es?

Húmedo se había criado con perros y sabía bastante de razas, pero en el caso de Don Tiquismiquis no había ni por dónde empezar. Optó por la franqueza.

—¿De todas? —sugirió.

La señora Espléndido se echó a reír, con una carcajada que parecía al menos sesenta años más joven que ella.

—¡Exacto! Su madre era una perra cucharera, muy popular en los palacios reales de antaño. Pero una noche salió y se armó un escándalo de ladridos, de manera que me temo que Don Tiquismiquis es hijo de muchos padres, el pobre.

Don Tiquismiquis clavó en Húmedo dos ojos cargados de sentimiento, y su expresión empezó a volverse algo angustiada.

—Doblado, Don Tiquismiquis parece bastante incómodo —dijo la señora Espléndido—. Haga el favor de sacarlo a dar su paseo por el jardín. De verdad que no creo que los empleados jóvenes lo paseen el tiempo suficiente.

Un breve temporal de rayos y truenos asomó a las facciones del cajero jefe, pero obedeció descolgando una correa roja de un gancho.

El perrito empezó a gruñir.

Doblado también echó mano de un par de gruesos guantes de cuero que se puso con destreza. Mientras los gruñidos cobraban fuerza, recogió al pequeño animal con mucho cuidado y lo sostuvo bajo un brazo. Sin mediar palabra, salió de la habitación.

—De modo que es el famoso director general de Correos —dijo la señora Espléndido—. El hombre del traje dorado, nada menos. Aunque veo que esta mañana no. Acérquese, hijo. Deje que le vea a la luz.

Húmedo avanzó, y la anciana se puso en pie mediante un par de bastones con la empuñadura de marfil. Después soltó uno y agarró la barbilla de Húmedo. Lo miró fijamente, moviéndole la cabeza a un lado y a otro.

—Hum —dijo mientras daba un paso atrás—. Lo que me imaginaba... —El bastón restante atizó a Húmedo de lleno en las pantorrillas y lo segó como una brizna de paja. Mientras yacía aturdido sobre la gruesa alfombra, la señora Espléndido siguió hablando con tono triunfal—. ¡Es usted un ladrón, un farsante, un pícaro y un redomado engañabobos! ¡Reconózcalo!

—¡No es verdad! —protestó Húmedo débilmente.

—Y además, mentiroso —dijo con alegría la señora Espléndido—. ¡Y probablemente un impostor! ¡Bah, no malgaste conmigo esa cara de inocente! He dicho que es usted un golfo, señor mío. ¡No le confiaría un cubo de agua aunque tuviera las bragas en llamas!

Luego le clavó la punta del pie en el pecho, con fuerza.

—¿Y bien, se va a quedar ahí tumbado todo el día? —le espetó—. Levante, hombre. ¡No he dicho que no me cayera bien!

Con la cabeza hecha un lío, Húmedo se levantó con cautela.

—Estrécheme la mano, señor Mustachen —dijo la presidenta—. ¿Director general de Correos? ¡Una obra de arte es lo que es! ¡Venga esa mano!

—¿Qué? Ah...

Húmedo asió la mano de la anciana. Era como darle un apretón a un pergamino frío. La señora Espléndido se rió.

—Ah, sí. Igualita que la mano franca y tranquilizadora de mi difunto marido. Ningún hombre honrado tiene un apretón tan honrado. ¿Cómo diablos ha tardado tanto en acercarse al sector de las finanzas?

Húmedo miró a su alrededor. Estaban solos, le dolían las pantorrillas y había gente a la que era imposible embaucar. Lo que tenemos aquí, se dijo, es una Abuelita Guerrera Modelo 1: cuello de pavo, sentido del humor embarazoso, alegre regodeo en la crueldad moderada, sinceridad sin pelos en la lengua que coquetea con la grosería y, más importante, también coquetea con el coqueteo. Le gusta pensar que no es ninguna «dama». Dispuesta a todo lo que no conlleve el riesgo de caerse, y con una mirada que dice: «Puedo hacer lo que me plazca porque soy vieja, y tengo debilidad por los granujas». Las ancianitas como esa eran difíciles de engañar, pero no había necesidad de ello. Se relajó. A veces era todo un alivio quitarse la máscara.

—No soy ningún impostor, por lo menos —aclaró—. Húmedo von Mustachen es el nombre que me pusieron.

—Sí, ya me parecía que en eso no debía de haber tenido usted voz ni voto —dijo la señora Espléndido mientras regresaba hacia su silla—. Sin embargo, se diría que engaña a todo el mundo todo el tiempo. Siéntese, señor Mustachen. No muerdo. —Eso último lo dijo con una mirada que transmitía: «¡Pero dame media botella de ginebra y cinco minutos para encontrar los dientes y ya veremos!». Señaló una silla situada a su lado.

—¿Cómo? ¡Pensaba que me echaría a la calle! —exclamó Húmedo, siguiéndole el juego.

—¿De verdad? ¿Y eso?

—Pues por ser todo eso que ha dicho.

—No he dicho que lo considere una mala persona —dijo la señora Espléndido—. Además, a Don Tiquismiquis le gusta y él tiene un ojo extraordinario para la gente. También ha obrado maravillas en nuestra Oficina de Correos, tal y como dice Havelock. —La señora Espléndido se agachó un momento y dejó una botella grande de ginebra sobre el escritorio—. ¿Un trago, señor Mustachen?

—Uf, no tan temprano.

La señora Espléndido bufó.

—A mí no me queda mucho tiempo, señor, pero sí mucha ginebra, por suerte. —Húmedo observó cómo vertía en un vaso una dosis muy cercana a la letal—. ¿Está con alguna señorita? —preguntó, alzando el vaso.

—Sí.

—¿Sabe ella cómo es usted?

—Sí. No paro de decírselo.

—No le cree, ¿eh? Ay, es lo que pasa con una mujer enamorada —suspiró la señora Espléndido.

—No creo que le preocupe, a decir verdad. No es una chica cualquiera.

—Ajá, ¿y ve su auténtico ser? ¿O quizá el auténtico ser que tiene usted preparado con esmero para que lo encuentre quien lo busque? Las personas como usted... —Hizo una pausa y siguió—: Las personas como nosotros siempre mantenemos por lo menos un auténtico ser para los visitantes fisgones, ¿no es así?

Húmedo no entró al trapo. Hablar con la señora Espléndido era como plantarse ante un espejo mágico que lo desnudara hasta el tuétano. Se limitó a decir:

—La mayoría de sus conocidos son gólems.

—Anda. ¿Grandes hombretones de arcilla en los que puede confiarse ciegamente y sin nada que declarar en el apartado de los pantalones? ¿Qué verá en usted, señor Mustachen? —Le dio un golpecito con un dedo que era como un palito de queso.

Húmedo se quedó boquiabierto.

—El contraste, seguro —dijo la señora Espléndido, dándole una palmadita en el brazo—. Y ahora Havelock me lo manda aquí para contarme cómo debo dirigir mi banco. Puede llamarme Cuchi.

—Bueno, yo... —¿Contarle cómo dirigir su banco? A él no se lo habían expuesto así.

Cuchi se inclinó hacia delante.

—Nunca me importó lo de Tesoro, ¿sabe? —dijo, bajando un poco la voz—. Una chica muy simpática, pero más corta que las mangas de un chaleco. Tampoco fue la primera. Ni por asomo. Yo misma fui en un tiempo la amante de Joshua.

—¿En serio? —Sabía que iba a oírlo todo, quisiera o no.

—Oh, sí —respondió la señora Espléndido—. La gente era más comprensiva en aquel entonces. Se veía con mejores ojos. Yo tomaba el té con su mujer una vez al mes para organizarle el horario, y ella siempre decía que se alegraba de quitárselo de encima. Claro que en aquellos tiempos se esperaba que una amante fuese una mujer preparada. —Suspiró—. Hoy en día, por supuesto, parece que basta con la capacidad de girar boca abajo alrededor de una barra.

—Las cosas ya no son lo que eran —dijo Húmedo. Era una apuesta bastante segura. Nunca seguían siéndolo.

—En realidad la banca es bastante parecida —siguió Cuchi, como si pensara en voz alta.

—¿Disculpe?

—Porque digo yo que el fin físico que se persigue va a ser el mismo, pero el estilo tendría que valer para algo, ¿no cree? Habría que tener arte, inventiva. Habría que aspirar a una experiencia, más que una mera función. Havelock dice que usted entiende de esas cosas. —Lanzó a Húmedo una mirada inquisitiva—. Al fin y al cabo, ha convertido Correos en una empresa casi heróica, ¿no? La gente pone en hora sus relojes con la llegada del expreso de Genua. ¡Antes ajustaban sus calendarios!

—Los clacs siguen perdiendo dinero —dijo Húmedo.

—Asombrosamente poco, a la vez que enriquecen a la humanidad en su conjunto de muchas maneras, y no me cabe duda de que los recaudadores de Havelock sacan tajada de eso. Usted tiene el don de entusiasmar a la gente, señor Mustachen.

—Bueno, yo... en fin, supongo que sí —logró decir—. Sé que, si quieres vender una salchicha, tienes que saber vender el chisporroteo.

—Bien dicho, bien dicho —respondió Cuchi—, pero espero que sepa que, por dotado que esté como vendedor de chisporroteo, tarde o temprano tendrá que enseñar la salchicha, ¿hum? —Le lanzó un guiño que viniendo de una mujer más joven hubiese acarreado cárcel—. Por cierto, recuerdo haber oído que los dioses le condujeron al tesoro oculto que le ayudó a reconstruir la Oficina de Correos. ¿Qué pasó en realidad? A Cuchi puede contárselo.

Probablemente podía, decidió Húmedo, y reparó en que, aunque el pelo de la presidenta clareaba y era casi blanco, seguía conservando un rastro de naranja que apuntaba a unos rojos más encendidos en el pasado.

—Era el botín que había acumulado durante años de timos —confesó.

La señora Espléndido aplaudió.

—¡Fantástico! ¡Toda una salchicha! Eso es muy... satisfactorio. Havelock siempre ha tenido instinto para la gente. Tiene planes para la ciudad, no sé si lo sabe.

—El Subproyecto —dijo Húmedo—. Sí, lo sé.

—Calles subterráneas, muelles nuevos y demás —confirmó Cuchi—, y para eso un gobierno necesita dinero, y el dinero necesita bancos. Por desgracia, la gente ha perdido bastante la fe en los bancos.

—¿Por qué?

—Porque nosotros hemos perdido su dinero, más que nada. Casi nunca a propósito. Estos últimos años hemos recibido por todos lados. El crac del 88, el crac del 93, el crac del 98... aunque ese fue más bien un cric. Mi difunto marido fue un hombre que prestó sin mesura, de manera que debemos cargar con las deudas incobrables y los demás resultados de unas decisiones cuestionables. Ahora somos los sitios donde las ancianitas dejan su dinero porque llevan haciéndolo toda la vida, los jóvenes bancarios siguen siendo educados y todavía hay un cuenco metálico junto a la puerta para que beban sus perritos. ¿Usted podría hacer algo al respecto? La reserva de ancianitas se está agotando, como bien sé.

—Bueno, esto... podría tener unas cuantas ideas —dijo Húmedo—. Pero aún estoy algo descolocado. En realidad no entiendo cómo funcionan los bancos.

—¿Nunca ha metido dinero en un banco?

—No; meterlo, no.

—¿Cómo cree que funcionan?

—Bueno, ustedes cogen el dinero de los ricos y lo prestan a personas adecuadas a un interés, y de ese interés devuelven lo menos posible.

—Sí, y ¿qué es una persona adecuada?

—¿Alguien capaz de demostrar que no necesita el dinero?

—Oh, qué cínico. Pero la idea general es acertada.

—¿Nada de pobres, entonces?

—No en los bancos, señor Mustachen. Nadie con una renta inferior a los ciento cincuenta dólares al año. Para eso se inventaron los calcetines y los colchones. Mi difunto marido siempre decía que la única manera de ganar dinero con los pobres es manteniéndolos pobres. En su vida empresarial no era un hombre muy simpático. ¿Tiene alguna pregunta más?

—¿Cómo se convirtió en presidenta del banco? —dijo Húmedo.

—Presidenta y directora —clarificó Cuchi con orgullo—. A Joshua le gustaba tener el control. Sí que le gustaba, sí —añadió, como para sus adentros—. Y ahora yo ocupo los dos cargos gracias a un antiguo truco de magia llamado «heredar el cincuenta por ciento de las acciones».

—Creía que ese truco de magia era el cincuenta y uno por ciento de las acciones —dijo Húmedo—. ¿No podrían los demás accionistas obligarla a...?

Se abrió una puerta en el otro extremo del despacho y por ella entró una mujer alta vestida de blanco que llevaba una bandeja tapada con una tela.

—Ya pasa de la hora de su medicina, señora Espléndido —dijo.

—¡No me hace ningún bien, hermana! —replicó airada la anciana.

—Vamos, ya sabe que el médico dijo que nada de alcohol —le riñó la enfermera, que lanzó una mirada acusadora a Húmedo—. No debe tomar nada de alcohol —repitió, sospechando en apariencia que él llevaba encima unas cuantas botellas.

—¡Pues yo digo que nada de médico! —protestó la señora Espléndido, con un guiño conspirador a Húmedo—. Esos que se hacen llamar hijastros míos pagan todo esto, ¿se lo puede creer? ¡Quieren envenenarme! Y le cuentan a todo el mundo que me he vuelto loca...

Llamaron a la puerta, menos como petición que como declaración de intenciones. La señora Espléndido se movió con una celeridad impresionante y las ballestas ya giraban sobre sus plataformas cuando la puerta se abrió.

El señor Doblado entró con Don Tiquismiquis bajo el brazo, todavía gruñendo.

—¡Dije cinco golpes, señor Doblado! —chilló la señora Espléndido—. ¡Podría haber disparado a Don Tiquismiquis! ¿Es que no sabe contar?

—Le ruego que me disculpe —dijo Doblado mientras posaba a Don Tiquismiquis con cuidado en la bandeja de entrada—. Y sí sé contar.

—¿Quién es un tiquismiquis pequeñín, eh? —dijo la señora Espléndido; el perrillo parecía al borde de explotar de loca emoción ante el reencuentro con alguien de quien se había separado como mucho hacía diez minutos—. ¿Te has portado bien? ¿Se ha portado bien, señor Doblado?

—Sí, señora. Excesivamente. —El veneno de un helado de serpiente no podría ser más gélido que su tono—. ¿Puedo regresar ya a mis tareas?

—El señor Doblado cree que no sé dirigir un banco, ¿a que sí, Don Tiquismiquis? —dijo la señora Espléndido al perro con tono mimoso—. Es un señor Doblado muy tonto, ¿a que sí? Sí, señor Doblado, puede irse.

Húmedo recordó un viejo proverbio de BhangBhangduc: «Cuando las viejecitas hablan a su perro con malicia, ese perro es comida». Parecía asombrosamente apropiado para un momento como ese, y un momento como ese no era buen momento para estar presente.

—Bueno, ha sido un placer conocerla, señora Espléndido —dijo, poniéndose en pie—. Yo... pensaré en lo que hemos hablado.

—¿Ha pasado a ver a Hubert? —preguntó la presidenta, en apariencia al perro—. Tiene que ver a Hubert antes de irse. Creo que las finanzas le tienen un poco confundido. Llévelo a ver a Hubert, señor Doblado. Se le da muy bien explicar las cosas.

—Como desee, señora —dijo Doblado, con una mirada furibunda a Don Tiquismiquis—. Estoy seguro de que, después de que Hubert le explique el flujo del dinero, dejará de estar un poco confundido. Sígame, por favor, señor Mustachen.

Doblado guardó silencio mientras bajaban por la escalera. Levantaba sus pies desproporcionados con cautela, como si pisara un suelo cubierto de agujas.

—La señora Espléndido es de armas tomar, ¿eh? —probó a comentar Húmedo.

—Creo que es lo que se conoce como «un personaje», señor —dijo Doblado con tono lúgubre.

—¿Un poco cargante a veces?

—No haré comentarios, señor. La señora Espléndido posee el cincuenta y uno por ciento de las acciones de mi banco.

Del banco de él, pensó Húmedo.

—Qué raro —dijo—. Me acaba de contar que solo tiene el cincuenta.

—Y el perro —explicó Doblado—. El perro es propietario de una acción, que sir Joshua le dejó en herencia, y la señora Espléndido es propietaria del perro. El difunto sir Joshua poseía lo que, según tengo entendido, denominan socarronería, señor Mustachen.

Y el perro es dueño de una parte del banco, pensó Húmedo. Los Espléndido están hechos unos cachondos, desde luego.

—Entiendo que no le parezca muy gracioso, señor Doblado —dijo.

—Me complace decir que no hay nada que encuentre gracioso, señor —replicó Doblado, mientras llegaban al pie de la escalera—. No tengo el menor sentido del humor. Ni el más mínimo. La frenología lo ha demostrado. Tengo el síndrome de Nichtlachen-Keinwortz, que por algún curioso motivo se considera un nocivo trastorno. Yo, en cambio, lo veo como un don. Me alegra decir que la imagen de un señor gordo resbalando con una piel de plátano no me parece sino un desafortunado accidente que resalta la necesidad de atención en la eliminación de los residuos caseros.

—¿Ha intentado...? —empezó Húmedo, pero Doblado alzó una mano.

—¡Por favor! ¡Le repito que no lo considero una carga! ¡Diría incluso que me irrita que la gente dé por sentado que lo es! ¡No se sienta obligado a intentar hacerme reír, señor! Si no tuviera piernas, ¿trataría de hacerme correr? ¡Soy perfectamente feliz, gracias!

Se detuvo ante otro par de puertas, se tranquilizó un poco y agarró los picaportes.

—Y ahora, quizá debería aprovechar la oportunidad para enseñarle dónde se realiza... digamos que el trabajo serio, señor Mustachen. Solía llamarse oficina de contabilidad, pero yo prefiero considerarlo... —tiró de las puertas, que se abrieron con majestuosidad—... mi mundo.

Era impresionante. Y la primera impresión que causó a Húmedo fue: esto es el Infierno el día que no encontraron las cerillas.

Contempló las hileras de espaldas encorvadas, que garabateaban con frenesí. Nadie alzó la vista.

—No tolero los ábacos, los huesos de calcular ni ningún otro instrumento inhumano bajo este techo, señor Mustachen —explicó Doblado, mientras abría la marcha por el pasillo central—. El cerebro humano tiene a su alcance la infalibilidad en el mundo de los números, digan lo que digan. Dado que los inventamos nosotros, ¿cómo iba a ser de otra manera? Aquí somos rigurosos, rigurosos...

Con un solo movimiento veloz, Doblado sacó una hoja de papel de la bandeja de salida del escritorio más cercano, la repasó brevemente y la dejó de nuevo en su sitio con un discreto gruñido que evidenciaba bien su aprobación porque al empleado le cuadraban las cuentas, bien su decepción al no haber encontrado ningún error.

La hoja estaba abarrotada de cálculos, que ningún mortal podría haber comprobado de un solo vistazo. Sin embargo, Húmedo no hubiese apostado un solo penique a que Doblado no había repasado hasta la última línea.

—Aquí, en esta sala, nos encontramos en el corazón del banco —dijo el cajero jefe con orgullo.

—El corazón —repitió Húmedo, inexpresivo.

—Aquí calculamos el interés, los cobros, las hipotecas, los costes... todo, en fin. Y no cometemos errores.

—¿Cómo, nunca?

—Bueno, casi nunca. Sí, de vez en cuando algún individuo comete un fallo —reconoció Doblado, con desagrado—. Por suerte, yo repaso todos los cálculos. A mí no se me escapa ningún error, de eso puede estar seguro. Un error, señor, es peor que un pecado, pues un pecado a menudo depende de la opinión, el punto de vista o hasta el momento, mientras que un error es una evidencia que pide a gritos que la corrijan. Veo que está cuidándose de no sonreír, señor Mustachen.

—¿No? Quiero decir, no. ¡No sonrío! —dijo Húmedo. Maldición. Había olvidado el viejo consejo: ten cuidado, cuando observas con atención, de que no te observen con atención.

—Pero aun así está horrorizado —prosiguió Doblado—. Usted usa palabras, y según dicen las usa bien, pero las palabras son blandas y una lengua habilidosa puede deformarlas hacia distintos sentidos. Los números son duros. Sí, puede hacerse trampas con ellos, pero no cambiar su naturaleza. El tres es el tres. No puede convencérsele de que sea el cuatro, aunque se le dé un beso enorme. —Se oyó una risilla muy ahogada procedente de algún punto de la sala, pero el señor Doblado no pareció reparar en ella—. Y no son muy clementes. Aquí trabajamos muy duro, en lo que tiene que hacerse —dijo—. Y aquí me siento yo, justo en el centro...

Habían llegado a la gran tarima que ocupaba el centro de la estancia. Al mismo tiempo, una mujer escuálida que llevaba una blusa blanca y una falda negra y larga pasó respetuosa por su lado y depositó con cuidado un fajo de papeles en una bandeja que ya contenía una pila elevada. Echó un vistazo al señor Doblado, que dijo:

—Gracias, señorita Paños.

Estaba demasiado enfrascado en cantar las alabanzas de la tarima, sobre la que habían montado un escritorio semicircular de complejo diseño, para reparar en la expresión que recorrió la cara pálida y menuda de la mujer. Pero Húmedo la vio, y leyó en ella mil palabras, probablemente escritas en su diario y nunca jamás enseñadas a nadie.

—¿Lo ve? —preguntó el cajero jefe con impaciencia.

—¿Hum? —dijo Húmedo, observando cómo la señorita se alejaba con premura.

—Aquí, ¿lo ve? —insistió Doblado, que se sentó y señaló con lo que casi parecía entusiasmo—. ¡Por medio de estos pedales puedo mover mi escritorio para orientarlo hacia cualquier lado de la sala! ¡Es el panóptico de mi pequeño mundo! ¡Nada escapa a mis ojos! —Pedaleó con saña y la tarima entera empezó a girar con estruendo sobre su plataforma—. Y además puedo moverlo a dos velocidades, como verá, gracias a este ingenioso...

—Ya veo que casi nada escapa a sus ojos —dijo Húmedo mientras la señorita Paños se sentaba—. Pero lamento interrumpir su trabajo.

Doblado echó un vistazo a su bandeja de entrada y se encogió de hombros.

—¿Ese montón? No me llevará mucho —dijo, poniendo el freno de mano para después levantarse—. Además, creo que era importante que viera a lo que nos dedicamos en realidad, porque ahora debo llevarle a ver a Hubert. —Soltó una tosecilla.

—¿Hubert no se dedica a lo mismo, entonces? —sugirió Húmedo, e inició el regreso hacia el vestíbulo principal.

—Estoy seguro de que sus intenciones son buenas —dijo Doblado, y sus palabras quedaron colgando en el aire como un nudo corredizo.

* * *

En el vestíbulo reinaba un solemne silencio. Había unos pocos clientes en los mostradores, una anciana miraba cómo su perrito bebía del cuenco metálico situado junto a la puerta y cualquier palabra intercambiada se pronunciaba en voz debidamente baja. Húmedo era un gran aficionado al dinero, era una de sus cosas favoritas, pero no tenía por qué ser algo que se mencionara en susurros para no despertarlo. Si allí mandaba el dinero, lo hacía con mucha discreción.

El cajero jefe abrió una puerta pequeña y no muy espléndida que estaba detrás de la escalera, medio oculta por unas macetas con plantas.

—Le ruego que mire dónde pisa: aquí el suelo está siempre mojado —dijo, mientras bajaba por unos anchos escalones al sótano más majestuoso que Húmedo había visto nunca. Unos bellos arcos de piedra soportaban unos techos con preciosos mosaicos que se extendían hasta perderse en la penumbra. Había velas por todas partes, y a media distancia algo centelleaba y teñía el espacio y sus columnas de un resplandor blanco azulado—. Esto era la cripta del templo —añadió Doblado desde delante.

—¿Me está diciendo que este sitio no solo parece un templo?

—Lo construyeron como templo, en efecto, aunque nunca llegaron a usarlo como tal.

—¿De verdad? —preguntó Húmedo—. ¿A qué dios?

—A ninguno, al final. Uno de los reyes de Ankh-Morpork ordenó su construcción hace unos novecientos años —explicó Doblado—. Supongo que fue un caso de especulación inmobiliaria. O sea, que no tenía ningún dios en mente.

—¿Confiaba en que apareciera uno?

—Exacto, señor.

—¿Cómo los herrerillos? —preguntó Húmedo, mirando a su alrededor—. ¿Esto era una especie de casa para pájaros celestial?

Doblado suspiró.

—Se expresa de forma pintoresca, señor Mustachen, pero supongo que no le falta razón. No funcionó, en cualquier caso. Después lo usaron como almacén en caso de asedio, se convirtió en un mercado interior, etcétera, y al final Bromarello Esplendus se quedó el edificio cuando la ciudad dejó un préstamo impagado. Consta todo en la historia oficial. ¿No es maravillosa la fornicación?

Al cabo de una pausa bastante larga, Húmedo se arriesgó a preguntar:

—¿Lo es?

—¿No se lo parece? Me cuentan que aquí hay más que en cualquier otra parte de la ciudad.

—¿Ah, sí? —dijo Húmedo, que miró a su alrededor con nerviosismo—. Esto... ¿hay que bajar aquí a alguna hora concreta?

—Bueno, por lo general durante el horario de atención al público, pero aceptamos grupos si tienen cita previa.

—¿Sabe? —dijo Húmedo—, creo que hay algo que se me escapa en esta conversación...

Doblado señaló el techo con un gesto vago de la mano.

—Me refiero a los maravillosos techos abovedados —dijo—. La palabra proviene de fornix, que significa «arco».

—¡Ah! ¿Sí? ¡Vale! —exclamó Húmedo—. Mire lo que le digo, no me sorprendería que eso no lo supiera mucha gente.

Y entonces Húmedo vio el Borbotrón, resplandeciendo entre los arcos.

CAPÍTULO III

El Borbotrón — Un auténtico Hubert — Un colchón muy muy grande — Observaciones sobre el turismo — Gladys prepara un sándwich — La Oficina de Cartas Ciegas — La posteridad de la señora Espléndido — Una nota ominosa — Plan de fuga — Una nota más ominosa todavía, y desde luego más ominosa que la primera — El señor Mustachen se sube al carruaje equivocado.

úmedo había visto cómo se soplaba y doblaba el cristal y se había maravillado ante la destreza de los artesanos que lo hacían, maravillado como solo puede maravillarse un hombre cuya única habilidad radica en doblar las palabras. Probablemente, varios de esos genios habían trabajado en lo que tenía delante. Pero también lo habían hecho sus homólogos del hipotético Otro Lado, sopladores de vidrio que habían vendido sus almas a algún dios fundido a cambio de la habilidad de retorcer el cristal en espirales, botellas entrecruzadas y formas que parecían estar cerca pero muy lejos a la vez. El agua burbujeaba, chapoteaba y, sí, borboteaba al atravesar los tubos de vidrio. Olía a sal.

Doblado tocó a Húmedo, señaló un inopinado perchero de madera y le entregó sin mediar palabra un largo chubasquero amarillo y un sombrero impermeable a juego. Él ya se había puesto unas prendas parecidas, y por arte de magia se había procurado un paraguas de alguna parte.

—Es la Balanza de Pagos —dijo, mientras Húmedo se pasaba el chubasquero con apuros—. Nunca le sale bien. —Se oyó un golpe en algún lugar, y les salpicaron unas gotitas de agua—. ¿Lo ve? —añadió Doblado.

—¿Qué hace? —preguntó Húmedo.

Doblado puso los ojos en blanco.

—El infierno lo sabe, el cielo lo sospecha —contestó. Alzó la voz—: ¿Hubert? ¡Tenemos visita!

Un chapoteo lejano fue cobrando fuerza y una figura asomó por un lateral del armazón de vidrio.

Para bien o para mal, Hubert es uno de esos nombres a los que se asigna una forma. Era bien posible que existieran Huberts altos y delgados, Húmedo sería el primero en reconocerlo, pero ese Hubert tenía auténtica forma de Hubert, lo cual quiere decir que era bajo y rechoncho. Era pelirrojo, algo inusual en el modelo estándar de Hubert según la experiencia de Húmedo. El cabello le crecía tupido y en punta, como las cerdas de una brocha; parecía que se lo hubieran cortado a unos doce centímetros de altura con la ayuda de una podadora y un nivel. Podría aguantársele una taza con platito encima.

—¿Visita? —preguntó Hubert con nerviosismo—. ¡Espléndido! ¡No pasan muchas por aquí abajo! —Hubert llevaba una larga bata blanca, con un bolsillo lleno de lápices en el pecho.

—¿De verdad? —murmuró Húmedo.

—Hubert, le presento al señor Mustachen —dijo Doblado—. Ha venido a... informarse sobre nosotros.

—Húmedo —dijo Húmedo, dando un paso al frente con su mejor sonrisa y una mano tendida.

—Oh, lo siento. Tendríamos que haber colgado los chubasqueros más cerca de la puerta —se disculpó Hubert. Observó la mano de Húmedo como si fuese un artefacto interesante y después la estrechó con cuidado—. No nos ve en nuestro mejor momento, señor Mostazen —dijo.

—¿De verdad? —preguntó Húmedo, aún sonriendo. ¿Cómo se le quedará el pelo tan derecho?, se preguntó. ¿Usa pegamento, o qué?

—El señor Mustachen es el director general de Correos, Hubert —informó Doblado.

—¿En serio? Ah. Últimamente no salgo mucho de mi sótano.

—¿De verdad? —repitió Húmedo, con la sonrisa ya un poco vidriosa.

—No, porque verá, estamos ya tan cerca de la perfección... —dijo Hubert—. De verdad creo que casi lo tenemos...

—El señor Hubert cree que este... artefacto es una especie de bola de cristal para revelar el futuro —explicó Doblado, con los ojos en blanco.

—Los posibles futuros. A lo mejor al señor Mostachón le apetece verlo en funcionamiento —sugirió con voz temblorosa de entusiasmo y ansiedad. Solo un hombre con el corazón de piedra hubiera dicho que no, de manera que Húmedo realizó un intento maravilloso de dar a entender que todos sus sueños se estaban materializando.

—Me encantaría —aseveró—, pero ¿qué hace en realidad?

Demasiado tarde, captó las señales. Hubert se agarró las solapas de la bata, como si hablara para un público nutrido, y se infló de afán de comunicarse, o por lo menos de hablar largo y tendido en la creencia de que era lo mismo.

—El Borbotrón, como se lo conoce cariñosamente, es lo que yo llamo una comillas máquina de analogías cierra comillas. Resuelve problemas no considerándolos un ejercicio numérico sino duplicándolos en una forma física que podamos manipular. En este caso, el flujo del dinero y sus efectos dentro de nuestra sociedad se convierten en agua que circula por una matriz de vidrio: el Borbotrón. La forma geométrica de ciertos recipientes, la intervención de las válvulas y, modestia aparte, un ingenioso sistema de cubos inclinados y turbinas de control de flujo permiten al Borbotrón simular transacciones de gran complejidad. Además, podemos cambiar las condiciones iniciales, para descubrir las reglas inherentes del sistema. Por ejemplo, podemos averiguar qué pasa si se reduce a la mitad la mano de obra de la ciudad mediante el ajuste de un puñado de válvulas, en vez de saliendo a las calles a matar gente.

—¡Una gran mejora! ¡Bravo! —exclamó Húmedo a la desesperada, y empezó a aplaudir.

Nadie se sumó. Metió las manos en los bolsillos.

—Hum, tal vez preferiría una demostración menos, esto, dramática —sugirió Hubert.

Húmedo asintió.

—Sí —dijo—. Enséñeme... enséñeme qué pasa cuando la gente se harta de los bancos —propuso.

—¡Ah, sí, un clásico! ¡Igor, prepara el programa cinco! —gritó Hubert a una figura perdida en el bosque de cristal. Se oyó un chirrido de tornillos y el borbollar de unas cisternas al llenarse.

—¿Igor? —preguntó Húmedo—. ¿Tienen un Igor?

—Oh, sí —respondió Hubert—. De ahí la fantástica luz que hay aquí. ¡Conocen el secreto para almacenar rayos en frascos! Pero no deje que eso le preocupe, señor Merluzen. Que tenga empleado a un Igor y trabaje en un sótano no significa que sea una especie de loco, ¡ja ja ja!

—Ja ja —coincidió Húmedo.

—¡Ja jua jua! —dijo Hubert—. ¡Jajajajajaja! ¡¡¡¡¡Ajajajajajajjjjjjjjjj!

Doblado le dio una palmada en la espalda. Hubert tosió.

—Perdón, es la corriente de aquí abajo —farfulló después.

—Desde luego parece muy... complejo, este aparato suyo —comentó Húmedo, optando por la normalidad.

—Hum, sí —dijo Hubert, algo descolocado—. Y no paramos de perfeccionarlo. Por ejemplo, unos flotadores emparejados con varias ingeniosas compuertas a resorte situadas en otros puntos del Borbotrón permiten que los cambios en el nivel de un recipiente corrijan de forma automática los flujos en varios lugares más del sistema...

—¿Para qué sirve eso? —preguntó Húmedo señalando al azar una botella redonda suspendida entre la maraña de tubos.

—La válvula de las fases de la Luna —respondió Hubert sin dilación.

—¿La Luna afecta a los movimientos de dinero?

—No lo sabemos. Quizá. El clima influye, sin duda.

—¿De verdad?

—¡Desde luego! —exclamó Hubert, radiante—. Y siempre estamos añadiendo influencias nuevas. ¡En realidad, no descansaré tranquilo hasta que mi máquina maravillosa pueda imitar completamente hasta el último detalle del ciclo económico de nuestra gran ciudad! —Sonó una campana, y luego prosiguió—: ¡Gracias, Igor! ¡Dale!

Algo traqueteó, y un caudal de aguas de colores empezó a circular por los tubos más grandes entre espuma y salpicaduras. Hubert alzó no solo la voz sino también un largo puntero.

—Veremos que, si reducimos la confianza pública en el sistema bancario, fíjese en ese tubo de allí, se genera en esa otra parte un flujo de efectivo que sale de los bancos y pasa al Recipiente Veintiocho, actualmente designado Viejo Calcetín Bajo el Colchón. Ni siquiera las personas más ricas quieren perder el control de su dinero. Observe cómo el colchón va subiendo de nivel, o quizá debería decir... ¿engordando?

—Eso son muchos colchones —aceptó Húmedo.

—Yo prefiero verlo como un colchón de medio kilómetro de alto.

—Caramba —dijo Húmedo.

¡Chof! Se abrieron unas válvulas en alguna parte, y el agua inundó un nuevo conducto.

—¿Ve cómo ahora se vacían los préstamos bancarios a medida que el dinero desagua hacia el Calcetín? —¡Gluglú!—. Observe el Depósito Once, a ese lado. Eso significa que la expansión de los negocios se frena... ahí está, ahí está... —¡Plinc!—. Ahora atención al Cubo Treinta y Cuatro. Se inclina, se inclina... ¡listo! La balanza a la izquierda del Recipiente Diecisiete muestra los cierres de negocios, por cierto. ¿Ve cómo se llena el Nueve? Son las ejecuciones de hipotecas. Los empleos perdidos son el Recipiente Siete... y allí se abre la válvula del Veintiocho, cuando empiezan a sacarse los calcetines. —¡Glugluglú!—. Pero ¿qué comprar? Ahí vemos que el Recipiente Once también se ha vaciado... —Plinc.

Salvo por algún borboteo ocasional, la actividad acuática remitió.

—Y acabamos en una posición en la que no podemos movernos porque estamos pisándonos las manos, por así decirlo —concluyó Hubert—. Los empleos vuelan, la gente sin ahorros sufre, los salarios bajan, las granjas son pasto de las malas hierbas, los trolls bajan de las montañas arrasando lo que encuentran a su paso...

—Ya están aquí —señaló Húmedo—. Algunos hasta trabajan en la Guardia.

—¿Está seguro? —preguntó Hubert.

—Sí, tienen cascos y todo. Los he visto.

—Entonces imagino que arrasarán en dirección a las montañas —se corrigió Hubert—. Creo que es lo que haría yo en su caso.

—¿Opina que todo eso podría suceder en realidad? —dijo Húmedo—. ¿Un montón de tubos y cubos pueden decirle eso?

—Están cuidadosamente correlacionados con los acontecimientos, señor Moscarden —dijo Hubert, que parecía dolido—. La correlación lo es todo. ¿Sabía que es un hecho probado que las faldas tienden a subir en tiempos de crisis nacional?

—¿Quiere decir que...? —empezó Húmedo, no muy seguro de cómo acabar la pregunta.

—Los vestidos de las mujeres se acortan —dijo Hubert.

—¿Y eso causa una crisis nacional? ¿En serio? ¿Hasta dónde pueden subir?

El señor Doblado carraspeó con una tos de plomo.

—Creo que tal vez deberíamos irnos, señor Mustachen —dijo—. Si ha visto todo lo que deseaba, sin duda tendrá prisa por partir. —Puso un leve énfasis en «partir».

—¿Qué? Ah... sí —dijo Húmedo—.Tendría que ponerme en marcha. Bueno, gracias, Hubert. Ha sido muy instructivo, eso seguro.

—Lo malo es que no puedo librarme de los escapes —se lamentó el hombrecillo, con aspecto abatido—. Juraría que todas las juntas son herméticas, pero nunca acabamos con la misma cantidad de agua con la que empezamos.

—Por supuesto que no, Hubert —dijo Húmedo, dándole una palmadita en el hombro—. ¡Eso es porque está cerca de alcanzar la perfección!

—¿Usted cree? —preguntó Hubert, con los ojos muy abiertos.

—Pues claro. Todo el mundo sabe que, hacia el final de la semana, uno nunca tiene tanto dinero como cree que debería. ¡Es un hecho conocido!

El amanecer de la alegría brilló en la cara de Hubert. Cuchi tenía razón, se dijo Húmedo, tengo mano para la gente.

—¡Y ahora demostrado por el Borbotrón! —dijo Hubert con la voz entrecortada—. ¡Escribiré una ponencia sobre ello!

—¡O póngase a escribir sobre ello! —dijo Húmedo mientras le daba un afectuoso apretón de manos—. De acuerdo, señor Doblado, ¡vámonos, mal que nos pese! —Y cuando ya subían por la escalera principal, preguntó—: ¿Qué parentesco tiene Hubert con la actual presidenta?

—Sobrino —respondió Doblado—. ¿Cómo lo ha...?

—La gente siempre me interesa —dijo Húmedo, sonriendo para sus adentros—. Y está lo del pelo rojo, claro. ¿Por qué tiene la señora Espléndido dos ballestas sobre su mesa?

—Son reliquias de la familia, señor —mintió Doblado. Fue una mentira resuelta y flagrante, y debía de haber pretendido que la percibiera como tal. Reliquias de la familia. Y duerme en su despacho. Vale, está inválida, pero eso la gente suele hacerlo en casa.

No quiere salir de la habitación. Está en guardia. Y no deja que entre allí cualquiera.

—¿Tiene alguna afición, señor Doblado?

—Hago mi trabajo con esmero y atención, señor.

—Sí, pero ¿qué hace por las tardes?

—Repaso los totales del día en mi despacho, señor. Contar me resulta muy... satisfactorio.

—Se le da muy bien, ¿no?

—Mejor de lo que puede imaginarse, señor.

—O sea que, si ahorro noventa y tres dólares con cuarenta y siete al año durante siete años a un dos y cuarto por ciento, compuesto, ¿cuánto...?

—835,13 dólares si el período es anual, señor —respondió Doblado con calma.

Sí, y en dos ocasiones has sabido la hora exacta, pensó Húmedo. Y sin mirar un reloj. Vaya si se te dan bien los números. Inhumanamente bien, quizá...

—¿Nada de vacaciones? —preguntó en alto.

—Hice un recorrido a pie por las grandes casas de banca de Uberwald el verano pasado, señor. Fue muy instructivo.

—Eso debió de llevar semanas. ¡Me alegro de que encontrase tiempo para apartarse del trabajo!

—Oh, fue fácil, señor. La señorita Paños, que es la cajera supervisora, enviaba un clac codificado con las cuentas del día a cada una de mis fondas cuando cerraba la oficina. Así podía revisarlas mientras comía mi strudel después de cenar y respondía al instante con consejos e instrucciones.

—¿La señorita Paños es una integrante útil de la plantilla?

—Desde luego. Cumple sus tareas con atención y celeridad. —Hizo una pausa. Estaban al final de la escalera. Doblado se volvió y miró a Húmedo a los ojos—. He trabajado aquí toda mi vida, señor Mustachen. Vaya con cuidado con la familia Espléndido. La señora Espléndido es la mejor de ellos, una mujer maravillosa. Los demás... están acostumbrados a salirse con la suya.

Vieja familia, dinero viejo. Esa clase de familia. Húmedo sintió una llamada lejana, como la canción de la alondra. Volvía a atormentarlo cada vez que, por ejemplo, veía por la calle a un forastero con un mapa y cara de desconcierto, pidiendo a gritos que lo librasen de su dinero mediante una sugerencia propicia y enrevesada.

—¿Hasta extremos peligrosos? —preguntó.

Doblado parecía algo ofendido por la franqueza.

—No sobrellevan bien las decepciones, señor. Han intentado declarar demente a la señora Espléndido, señor.

—¿En serio? ¿Comparada con quién?

* * *

El viento soplaba por las calles del pueblo de Gran Col, que gustaba de llamarse el Corazón Verde de las Llanuras.

Se llamaba Gran Col porque era el hogar de la Col Más Grande del Mundo, y los habitantes del pueblo no eran muy creativos en lo tocante a nombres. La gente recorría kilómetros para ver aquella maravilla; entraban en su interior de cemento y se asomaban por las ventanas, compraban puntos de libro con forma de hoja de col, tinta de col, camisetas de coles, muñecas del Capitán Repollo, cajas de música fabricadas amorosamente con colinabo y coliflor que tocaban La canción del comecoles, mermelada de col, cerveza de berza y puros verdes elaborados con una especie recién desarrollada de col y enrollados en los muslos de las muchachas del lugar, se suponía que por gusto.

Después estaban las emociones de Brassicalandia, donde los más pequeños podían prorrumpir en gritos de terror ante la enorme cabeza del mismísimo Capitán Repollo, acompañado de sus amigos Coliflor el Payaso y Billy Brócoli. Para los visitantes más mayores estaba, por supuesto, el Instituto de Investigación de la Col, sobre el que siempre flotaba un manto verdoso, a sotavento del cual las plantas tendían a ser bastante extrañas y a veces se volvían para mirar a quienes pasaban.

Y después... qué mejor manera de inmortalizar un día tan señalado que posar para un retrato a petición del hombre vestido de negro que, armado con su iconógrafo, abordaba a la familia y les prometía una imagen enmarcada y a color, que mandaría directamente a su casa por tres míseros dólares, gastos de envío incluidos, con un depósito de un dólar para cubrir costes, si es tan amable, señor, vaya unos niños más guapos que tiene, señora, si no le importa que se lo diga, puede estar bien orgullosa, sí señor, ah, por cierto, ¿les he dicho ya que si no les encanta el retrato enmarcado basta con que no manden el resto del dinero y no se hable más?

La cerveza de berza solía ser bastante buena, para una madre no existe el concepto de alabanza excesiva y, vale, el tipo tenía unos dientes más bien raros, que parecían decididos a fugarse de su boca, pero nadie es perfecto y ¿qué había que perder?

Lo que había que perder era un dólar, y dólar a dólar llegaba a juntarse dinero. El que dijo que no puede engañarse a un hombre honesto no lo era.

Más o menos cuando iba por la séptima familia, un guardia empezó a tomarse un leve interés, de modo que el hombre de la ropa negra y polvorienta fingió anotar el último nombre y dirección y se metió sin prisas por un callejón. Tiró el iconógrafo roto al montón de basura de donde lo había sacado —era un modelo barato y los diablillos se habían evaporado hacía mucho— y estaba a punto de partir campo a través cuando vio el periódico que volaba a merced del viento.

Para un hombre que viajaba sin más recursos que su ingenio, un periódico era útil y valioso. Metido bajo la camisa, resguardaba el pecho del viento. Podía usarse para prender fuegos. Para los remilgados, ahorraba el recurso diario a la acedera, el lampazo o cualquier otra planta de hoja ancha. Y como último recurso, podía leerse.

Ese atardecer se estaba levantando viento. El hombre lanzó una mirada distraída a la primera plana del periódico y se lo metió bajo el chaleco.

Sus dientes intentaban decirle algo, pero nunca les hacía caso. Un hombre podía volverse loco, escuchando a sus dientes.

* * *

Cuando volvió a la Oficina de Correos, Húmedo buscó a la familia Espléndido en el Cuál es cuál. En efecto, eran lo que se conocía como «dinero viejo», lo que significaba que lo habían ganado tanto tiempo atrás que los sucios tejemanejes que en su momento habían llenado las arcas eran ya históricamente irrelevantes. Era curioso: un padre bandolero era algo que se guardaba en secreto, pero de un cuarto abuelo pirata esclavista se fanfarroneaba en la sobremesa. El tiempo convertía a los malnacidos en granujas, y «granuja» era una palabra con un centelleo en el ojo y nada de lo que avergonzarse.

Eran ricos desde hacía siglos. Lo más granado de la cosecha actual de Espléndidos, aparte de Cuchi, eran en primer lugar su cuñado Marko Espléndido y su mujer Capricia Espléndido, heredera de un famoso fondo fiduciario. Vivían en Genua, tan lejos como era posible del resto de la familia, algo muy propio de los Espléndido. Después estaban los hijastros de Cuchi, los gemelos Cosmo y Pucci, nacidos, según la leyenda, cada uno intentando estrangular al otro con las manitas, como auténticos Espléndido. También había un gran número de primos, tías y adosados genéticos, todos vigilándose entre ellos como gatos. Según tenía entendido, el negocio familiar era por tradición la banca, pero las generaciones recientes, mantenidas por una compleja red de inversiones a largo plazo y vetustos fondos fiduciarios, habían diversificado sus intereses desheredándose y demandándose entre ellos, al parecer con gran entusiasmo y loable saña. Recordaba imágenes de ellos en las páginas de Sociedad del Times, entrando o saliendo de elegantes carruajes negros, sin sonreír mucho por si escapaba el dinero.

No había mención a la rama de la familia de Cuchi. Eran los Panda, apellido que al parecer no daba para ser Cuáles. Cuchi Panda... casi sonaba a vodevil, cosa que no habría extrañado un pelo a Húmedo.

En su ausencia se había formado una montaña de papeles en su bandeja de entrada. Todo eran asuntos de poca monta, que en realidad no precisaban nada de él, pero el problema era esa novedad del papel carbón. Ahora recibía copias de todo, y le ocupaban tiempo.

No era que no se le diese bien delegar; se le daba extremadamente bien. Pero ese talento exige que haya gente al otro lado de la cadena a la que se le dé bien ser delegable. No era el caso. Algo en la Oficina de Correos desincentivaba el pensamiento original. Las cartas entraban por las ranuras, ¿o no? No había lugar para quien quisiera experimentar metiéndolas en sus orejas, chimenea arriba o por el retrete. No les vendría mal un poco de...

Avistó el fino clac rosa entre el resto de papeles y tiró de él con rapidez.

¡Era de Púa!

Leyó:

Éxito, vuelvo pasado mañana.

Todo será revelado. P.

Húmedo lo dejó en la mesa con cuidado. Era evidente que Púa lo había echado muchísimo de menos y estaba desesperada por volverlo a ver, pero era muy agarrada con el dinero de la Fundación del Gólem. Además, probablemente se le había acabado el tabaco.

Húmedo tamborileó con los dedos en el escritorio. Un año antes había pedido a Adora Belle Buencorazón que fuera su esposa, y ella le había explicado que, en realidad, él iba a ser su marido.

Sería... en fin, sería en algún momento del futuro cercano, cuando la señora Buencorazón perdiera por fin la paciencia con la ajetreada agenda de su hija y organizase la boda por su cuenta.

En cualquier caso, era un hombre casi casado, se mirara como se mirase. Y los hombres casi casados no se mezclaban con la familia Espléndido. Un hombre casi casado era firme, fiable y siempre tenía un cenicero a mano para su casi esposa. Debía estar presente para sus futuros hijos y asegurarse de que durmieran en un cuarto bien ventilado.

Alisó el mensaje.

Y también acabaría con la escalada nocturna. ¿Era de adultos? ¿Era sensato? ¿Era él una herramienta de Vetinari? ¡No!

Sin embargo, lo asaltó un recuerdo. Húmedo se levantó y fue a su archivador, que en circunstancias normales evitaba a toda costa.

Bajo «Sellos» encontró el pequeño informe que había escrito dos meses antes Stanley Aullador, el jefe de sellos. Mencionaba de pasada las constantes buenas ventas de sellos de uno y dos dólares, mayores de lo que Stanley se esperaba. A lo mejor el «dinero en sellos» había calado más de lo que creía. Al fin y al cabo, el gobierno lo respaldaba, ¿no? Hasta era fácil de transportar. Tendría que comprobar con exactitud cuánto...

Llamaron con delicadeza a la puerta, y entró Gladys. Llevaba con extremo cuidado una bandeja de sándwiches de jamón, finísimos como solo Gladys podía hacerlos, que era metiendo un jamón cocido entre dos hogazas para después aplastarlo todo con su mano tamaño pala.

—He Previsto Que No Habría Comido Usted, Director General —tronó.

—Gracias, Gladys —dijo Húmedo, sacudiéndose mentalmente.

—Y Lord Vetinari Está Abajo —prosiguió Gladys—. Dice Que No Hay Prisa.

El sándwich se detuvo a un centímetro de los labios de Húmedo.

—¿Está en el edificio?

—Sí, Señor Mustachen.

—¿Deambulando a sus anchas? —preguntó Húmedo, con creciente horror.

—Ahora Mismo Se Encuentra En La Oficina De Cartas Ciegas, Señor Mustachen.

—¿Qué hace allí?

—Lee Las Cartas, Señor Mustachen.

No hay prisa, pensó Húmedo con desánimo. Ya, ya. Pues pienso terminarme estos sándwiches que me ha preparado la atenta señorita gólem.

—Gracias, Gladys —dijo.

Cuando la gólem salió, Húmedo sacó unas pinzas de un cajón, abrió un sándwich y empezó a extraer los fragmentos de hueso que dejaba la técnica del mazazo de Gladys.

Habían pasado poco más de tres minutos cuando la gólem reapareció y se plantó pacientemente ante el escritorio.

—¿Sí, Gladys? —dijo Húmedo.

—Su Señoría Desea Que Le Informe De Que Sigue Sin Haber Prisa.

Húmedo bajó corriendo por la escalera y, en efecto, se encontró a lord Vetinari sentado en la Oficina de Cartas Ciegas[2], con las botas sobre una mesa, un fajo de cartas en la mano y una sonrisa en la cara.

—Ah, Mustachen —dijo, sacudiendo los mugrientos sobres—. ¡Esto es fantástico! ¡Mejor que el crucigrama! Esta me gusta: «Acevoyos Alotroceral Bitocario». He escrito la dirección correcta debajo.

Le pasó la carta a Húmedo. Había escrito: «K. Silbón, panadero, colina de la Pocilga, 3».

—Hay tres panaderías en la ciudad que podrían considerarse en la acera de enfrente de una farmacia —explicó Vetinari—, pero Silbón hace esos bollos en espiral bastante buenos que por desgracia dan la impresión de que un perro acabe de dejarte un recuerdo en el plato y de algún modo haya logrado añadirle una capa de azúcar glasé.

—Muy bien, señor —dijo Húmedo con un hilo de voz.

En el otro extremo de la sala, Frank y Dave, que se pasaban las horas descifrando el correo ilegible, mal escrito, mal dirigido o directamente demencial que caía a diario como un chaparrón en la Oficina de Cartas Ciegas, estaban observando a Vetinari con cara de conmoción y temor. En la esquina, Drumknott parecía preparar el té.

—Creo que la clave estriba en meterse en la cabeza del remitente —prosiguió Vetinari, contemplando una carta cubierta de huellas mugrientas y lo que parecía los restos de un desayuno—. En algunos casos diría que hay mucho sitio libre —añadió.

—Frank y Dave consiguen descifrar cinco de cada seis —dijo Húmedo.

—Son auténticos magos —afirmó Vetinari. Se volvió hacia los aludidos, que sonrieron con nerviosismo y retrocedieron, dejando las sonrisas torpemente en el aire como protección—. Pero ¿es posible que sea su hora de merendar?

La pareja miró hacia Drumknott, que estaba sirviendo el té en dos tazas.

—¿En alguna otra parte? —sugirió Vetinari.

Ningún servicio de entrega urgente se había movido nunca más deprisa que Frank y Dave. Cuando cerraron la puerta al salir, Vetinari siguió hablando:

—¿Ha echado un vistazo al banco? ¿Sus conclusiones?

—Creo que preferiría meter el pulgar en una picadora que enredarme con la familia Espléndido —dijo Húmedo—. Sí, probablemente podría hacer algo con él, y la Casa de la Moneda ha de cambiar de arriba abajo; pero el banco debe dirigirlo alguien que entienda de bancos.

—La gente que entiende de bancos lo colocó en la situación en la que está ahora —replicó Vetinari—. Y yo no llegué a gobernar Ankh-Morpork porque entendiera la ciudad. Al igual que la banca, la ciudad es deprimentemente fácil de entender. Me he mantenido en mi puesto consiguiendo que la ciudad me entendieran a mí.

—Yo le entendí, señor, cuando me hizo una observación sobre los ángeles, ¿recuerda? Pues bien, funcionó. Soy un ciudadano reformado y actuaré como tal.

—¿Hasta el extremo de la cadena de casi oro? —preguntó Vetinari, mientras Drumknott le entregaba una taza de té.

—¡Y tanto que sí!

—La señora Espléndido ha quedado muy impresionada con usted.

—¡Ha dicho que era un redomado sinvergüenza!

—Todo un piropo, viniendo de Cuchi —dijo Vetinari. Suspiró—. Bueno, no puedo obligar a una persona tan reformada como usted a... —Hizo una pausa cuando Drumknott se acercó a susurrarle al oído, y después continuó—: Bueno, está claro que sí puedo obligarle, pero en esta ocasión no creo que vaya a hacerlo. Drumknott, tome nota, por favor. «Yo, Húmedo von Mustachen, quiero dejar claro que no tengo deseo o intención de dirigir o participar en la dirección de ningún banco de Ankh-Morpork, pues en lugar de eso prefiero consagrar mis energías a seguir mejorando la Oficina de Correos y el sistema de clacs.» Deje un espacio para la firma del señor Mustachen y la fecha. Y después...

—Mire, no sé por qué... —empezó Húmedo.

—... continúe: «Yo, Havelock Vetinari, etcétera, confirmo que, en efecto, he departido sobre el futuro del sistema bancario de Ankh-Morpork con el señor Mustachen y acepto plenamente su expreso deseo de continuar con su excelente tarea en la Oficina de Correos, con plena libertad y sin obstáculo o penalización». Espacio para la firma, etcétera. Gracias, Drumknott.

—¿A qué viene todo esto? —preguntó Mustachen, perplejo.

—El Times parece creer que pretendo nacionalizar el Banco Real —respondió Vetinari.

—¿Nacionalizar? —dijo Húmedo.

—Robar —tradujo Vetinari—. No sé de dónde salen esos rumores.

—Supongo que hasta los tiranos tienen enemigos —dijo Húmedo.

—Bien expresado, como de costumbre, señor Mustachen —dijo Vetinari, lanzándole una intensa mirada—. Dele el memorando para que lo firme, Drumknott.

El secretario cumplió la orden, cuidándose de recuperar después el lápiz con expresión más bien engreída. Luego Vetinari se puso en pie y se sacudió las vestiduras.

—Recuerdo bien nuestra interesante conversación sobre los ángeles, señor Mustachen, y recuerdo que le dije que solo se aparece uno en la vida —concluyó, algo tieso—. Hará bien en recordarlo.

* * *

—Parece que el tigre sí puede cambiar sus mallas, señor —reflexionó Drumknott mientras la neblina del anochecer, que les llegaba hasta la cintura, reptaba por la calle.

—Eso parece, ciertamente. Pero Húmedo von Mustachen es hombre de apariencias. Estoy seguro de que se cree todo lo que ha dicho, pero hay que mirar al Mustachen que se esconde debajo de la superficie: un alma honrada con una brillante cabeza para el delito.

—Ya ha dicho algo parecido con anterioridad, señor —recordó el secretario, mientras le aguantaba la puerta del carruaje—, pero se diría que la honradez le ha podido.

Vetinari se detuvo con un pie en el estribo.

—Cierto, pero me consuela un poco, Drumknott, constatar que, una vez más, le ha robado el lápiz.

—¡En realidad no es así, señor, porque me he cuidado de guardarlo en mi bolsillo! —replicó Drumknott, con cierto deje triunfal.

—Sí —dijo Vetinari, feliz, hundiéndose en el cuero chirriante mientras Drumknott empezaba a palparse con creciente desesperación—. Lo sé.

* * *

Había guardias en el banco por las noches. Patrullaban los pasillos a ritmo relajado, silbando entre dientes, confiados porque sabían que las mejores cerraduras del mercado mantenían fuera a los bellacos y que todos los suelos de la planta baja eran de mármol, que en las largas y silenciosas guardias nocturnas resonaba como una campana a cada paso. Algunos echaban una cabezadita de pie y con los ojos entrecerrados.

Sin embargo, alguien rebasó las cerraduras de hierro, atravesó los barrotes de latón, cruzó en silencio el ruidoso enlosado y pasó ante las mismas narices de los vigilantes adormilados. Pese a todo, cuando la figura superó las grandes puertas del despacho de la presidenta, dos flechas de ballesta la atravesaron y astillaron la bella madera labrada.

—Bueno, el cuerpo me pedía intentarlo —dijo la señora Espléndido.

NO ME INTERESA SU CUERPO, SEÑORA CUCHI ESPLÉNDIDO, dijo la Muerte.

—Ya hace bastante tiempo que les pasa a todos —suspiró Cuchi.

ES LA HORA DE PASAR LAS CUENTAS, SEÑORA ESPLÉNDIDO. EL SALDO FINAL.

—¿Siempre usa alusiones bancarias en un momento como este? —preguntó Cuchi, mientras se ponía en pie. Algo que ya no era la señora Espléndido permaneció hecho un fardo en la silla.

INTENTO ADAPTARME AL ENTORNO, SEÑORA ESPLÉNDIDO.

—El «cierre del ejercicio» también habría sonado bien.

GRACIAS. TOMARÉ NOTA. Y AHORA, DEBE ACOMPAÑARME.

—Parece ser que redacté mi testamento justo a tiempo —dijo Cuchi, soltando su melena blanca.

UNO SIEMPRE DEBERÍA OCUPARSE DE SU POSTERIDAD, SEÑORA ESPLÉNDIDO.

—¿Mi posteridad? ¡Los Espléndido pueden besarme el trasero, señor mío! Los he dejado bien arreglados. ¡Anda que no! ¿Ahora qué, señor Muerte?

¿AHORA?, —dijo la Muerte. —AHORA PODRÍA DECIRSE QUE LLEGA... LA AUDITORÍA.

—Ah. Hay una, ¿eh? Bueno, no me avergüenzo.

ESO CUENTA.

—Bien. Debería —dijo Cuchi.

Cogió a la Muerte del brazo y lo siguió atravesando las puertas hacia el desierto negro bajo la noche eterna.

Al cabo de un rato Don Tiquismiquis se incorporó y empezó a gimotear.

* * *

En el Times de la mañana siguiente salió un breve artículo sobre la banca. Usaba mucho la palabra «crisis».

Ajá, aquí estamos, pensó Húmedo cuando llegó al cuarto párrafo. O, más bien, aquí estoy.

Lord Vetinari declaró para el Times:

«Es cierto que, con el consentimiento de la presidencia del banco, debatí con el director general de Correos la posibilidad de que ofreciera sus servicios al Banco Real en estos momentos difíciles. Ha rehusado, y la cuestión termina aquí. No es competencia del gobierno dirigir los bancos. El futuro del Banco Real de Ankh-Morpork está en manos de sus consejeros y accionistas».

Y que los dioses le ayuden, pensó Húmedo.

Atacó la bandeja de entrada con brío. Se volcó en el papeleo, repasando cifras, corrigiendo ortografía y tarareando mentalmente para ahogar la voz interna de la tentación.

Llegó la hora de comer, y con ella una bandeja de sándwiches de queso de treinta centímetros de ancho entregada por Gladys, junto con la edición de mediodía del Times.

La señora Espléndido había muerto durante la noche. Húmedo se quedó mirando la noticia. Explicaba que había fallecido apaciblemente mientras dormía, tras una prolongada enfermedad.

Soltó el periódico y contempló la pared. Le había parecido una persona que se aferraba a la vida solo a base de obstinación y ginebra. Aun así, aquella vitalidad, aquella chispa... en fin, no podía aguantar por siempre. ¿Y qué pasaría ahora? ¡Dioses, menos mal que se había librado!

Y tampoco le gustaría estar en la piel de Don Tiquismiquis ese día. Le había parecido un perro tirando a patizambo, de modo que más le valía aprender a correr, y deprisita.

El correo más reciente que le había llevado Gladys contenía un sobre largo y reutilizado a conciencia, dirigido a él «personalmente» con gruesas letras negras. Lo rajó con el abrecartas y lo sacudió boca abajo sobre la papelera, por si acaso.

Dentro había un periódico doblado. Resultó que se trataba del Times del día anterior, y allí estaba Húmedo von Mustachen en la primera plana. Rodeado con un círculo.

Húmedo le dio la vuelta. En el dorso, escrito con letra minúscula y pulcra, había un mensaje:

Apreciado señor, me tomado la pequeña precaución de confiar ciertas declaraciónes juradas ha unos asociados de confianza. Tendra noticias mías de nuebo.

Un amigo

Tómatelo con calma, tómatelo con calma... No puede ser de un amigo. Todas las personas a las que considero amigas saben escribir. Esto tiene que ser una especie de timo, ¿verdad? Pero él no tenía trapos sucios...

Bueno, vale, si uno se ponía quisquilloso, tenía trapos sucios suficientes para venderlos al por mayor, y aun le sobrarían para el velamen de un barco y tal vez hasta para secar los platos, si se atrevía a usarlos después. Pero no había nada relacionado con el apellido Mustachen. Se había cuidado de ello. Sus delitos habían muerto con Albert Relumbrón. Un buen verdugo sabe exactamente cuánta soga dar a un condenado, y lo había dejado caer de una vida a otra.

¿Podría haberlo reconocido alguien? ¡Pero si era la persona menos reconocible del mundo cuando no llevaba su traje dorado! ¡De pequeño, su madre a veces volvía del colegio con el niño equivocado!

Y cuando llevaba el traje, lo que la gente reconocía era la ropa. Se escondía siendo llamativo...

Tenía que ser alguna especie de estafa. Sí, eso era. El viejo truco del «secreto culpable». Probablemente nadie llegaba a una posición como la suya sin acumular algunas historias que preferiría no ver divulgadas. Aunque era un buen toque incluir la referencia a las declaraciones juradas: daba a entender que el remitente sabía algo tan peligroso para el destinatario que este podría intentar silenciarlo, pero él se hallaba en situación de echarle encima a los abogados.

¡Ja! Y al parecer le estaban dejando un tiempo para que se macerara en las dudas. ¡A él! ¡Húmedo von Mustachen! Bueno, bueno, ya veríamos quién maceraba a quién. Por el momento, metió el papel en un cajón de abajo. ¡Ja!

Llamaron a la puerta.

—Entra, Gladys —dijo, mientras rebuscaba una vez más en la bandeja de entrada.

Se abrió la puerta y por ella asomó la cara pálida y angustiada de Stanley Aullador.

—Soy yo, señor. Stanley, señor —anunció.

—¿Sí, Stanley?

—Jefe de sellos en la Oficina de Correos, señor —añadió Stanley, por si hacía falta una identificación meticulosa.

—Sí, Stanley, lo sé —dijo Húmedo, armado de paciencia—. Te veo todos los días. ¿Qué es lo que quieres?

—Nada, señor —respondió Stanley. Se produjo una pausa, y Húmedo adaptó su pensamiento al mundo visto a través del cerebro de Stanley Aullador. Stanley era muy... concreto, y paciente como la sepultura.

—¿Cuál es el motivo de que tú hayas venido, a verme, hoy, Stanley? —probó Húmedo, enunciando la pregunta con cuidado para segmentarla en pedacitos asimilables.

—Hay un abogado abajo, señor —respondió Stanley.

—Pero si acabo de leer la nota amenaz... —empezó Húmedo, y luego se relajó—. ¿Un abogado? ¿Ha dicho por qué?

—Un asunto de gran importancia, ha dicho. Lo acompañan dos agentes de la Guardia, señor. Y un perro.

—¿En serio? —dijo Húmedo con calma—. Bueno, será mejor que les hagas subir, entonces.

Echó un vistazo a su reloj.

Vaaale. Mal asunto.

El Volador de Lancre saldría en cuarenta y cinco segundos. Sabía que podía bajar por ese maldito canalón en once segundos. Stanley bajaba la escalera para recoger a los visitantes: unos treinta segundos, tal vez. Sacarlos de la planta baja, esa era la clave. Encaramarse a la culata del carruaje, saltar cuando frenara al acercarse a la Puerta del Eje, recoger el cofre de lata que había escondido en las vigas del viejo establo en Grupo de Presión, cambiarse y ajustar su cara, cruzar la ciudad dando un paseo para tomarse un café en aquel local cercano a la oficina central de la Guardia, observar un rato el tráfico de clacs, pasear hasta el parque Gallina y Pollitos, donde Jack No Sé le guardaba otro cofre, cambiarse, partir con su bolsa pequeña y su gorra de tweed (que sustituiría por el viejo sombrero hongo marrón de la bolsa en algún callejón, por si Jack tenía un repentino ataque de memoria provocado por exceso de dinero), ir tirando hacia el distrito de los mataderos, meterse en el personaje de Jeff el carretero y acercarse a la barra fétida y enorme del Águila del Carnicero, que era donde los carreteros tradicionalmente se quitaban el polvo del camino a tragos. En la Guardia ya tenían un vampiro, y también contaban con un hombre lobo desde hacía años. Pues bien, que esos célebres olfatos se tragaran el cóctel de hedores compuesto de estiércol, miedo, sudor, casquería y orina, ¡a ver si les gustaba! Y eso era solo en el bar... en los mataderos incluso empeoraba.

Después tal vez esperaría al anochecer para subirse a uno de los carros de estiércol que salían de la ciudad, junto con los demás carreteros borrachos. Los centinelas de las puertas nunca se molestaban en registrarlos. Aunque, si su sexto sentido seguía chirriando a esas alturas, haría el trile con algún borracho hasta sacar lo suficiente para una botellita de perfume y un traje barato pero decente de tercera mano en alguna tienda de baratillo y acudiría a la Hospedería para Trabajadores Respetables de la señora Eucrasia Arcanum, donde con una actitud respetuosa y unas lentes de montura pasaría a ser don Intromiso Incubero, tratante en lanas, que se alojaba allí siempre que sus negocios lo llevaban a la ciudad y traía cada vez un regalito apropiado para una viuda de la edad que a ella le gustaría que la gente creyera que tenía. Sí, eso sería mejor idea. Donde la señora Arcanum la comida era sólida y abundante. Las camas estaban bien y rara vez había que compartir.

Después podría hacer planes de verdad.

El itinerario de la evasión pasó ante su ojo interior deprisa y huyendo. Su ojo exterior fue a dar con algo menos agradable. Había un poli en el patio de los carruajes, charlando con dos de sus cocheros. Húmedo reconoció al sargento Fred Colon, cuyo principal cometido parecía ser deambular por la ciudad conversando con hombres de su misma edad y talante.

El guardia avistó a Húmedo junto a la ventana y le saludó con la mano.

No, la huida sería complicada y sucia. Tendría que aguantar allí arriba a base de faroles. Técnicamente no podía decirse que hubiera hecho nada malo. La carta lo había descolocado, nada más.

Húmedo estaba sentado a su escritorio fingiéndose ocupado cuando volvió Stanley e hizo pasar al señor Slant, el abogado más conocido de la ciudad y, a sus 351 años, probablemente también el más viejo. Lo acompañaban la sargento Angua y el cabo Nobbs, al que muchos rumores señalaban como el hombre lobo secreto de la Guardia. El cabo Nobbs iba acompañado por una gran canasta de mimbre y la sargento Angua sostenía un hueso de goma que, de vez en cuando y sin prestar atención, apretaba y hacía sonar. La situación parecía inocua, aunque rara.

Los cumplidos de rigor fueron algo más rigurosos de lo normal, tan cerca de Nobby Nobbs y el abogado, que olía a fluido de embalsamar, pero una vez superados el señor Slant dijo:

—Creo que ayer visitó a la señora Cuchi Espléndido, señor Mustachen.

—Ah, sí. Esto... cuando estaba viva —dijo Húmedo, y se maldijo a sí mismo y a su anónimo corresponsal. Estaba perdiendo los nervios, ni más ni menos.

—Esto no es una investigación de asesinato, señor —explicó la sargento con calma.

—¿Está segura? Dadas las circunstancias...

—Nos hemos ocupado de estar seguros, señor —dijo la sargento—, dadas las circunstancias.

—¿No piensan que haya sido la familia, entonces?

—No, señor. Ni usted.

—¿Yo? —Húmedo se quedó debidamente boquiabierto ante la insinuación.

—Se sabía que la señora Espléndido estaba muy enferma —explicó el señor Slant—. Y parece ser que le cayó usted en gracia, señor Mustachen. Le ha dejado a su perrito, Don Tiquismiquis.

—Y también una bolsa de juguetes, esteras, abrigos a cuadros, botitas, ocho collares incluido uno de diamantes y, en fin, una cantidad enorme de trastos más —informó la sargento Angua. Volvió a hacer sonar el hueso de goma.

Húmedo cerró la boca.

—El perro —dijo con voz hueca—. ¿Solo el perro? ¿Y los juguetes?

—¿Esperaba algo más? —preguntó Angua.

—¡No esperaba ni siquiera eso! —Húmedo miró la canasta. El silencio era sospechoso.

—Le he dado una pastillita azul de las suyas —explicó Nobby Nobbs—. Lo dejan roque un rato. No funcionan con la gente, ojo. Saben como a anís.

—Todo esto es un poco... raro, ¿no?—dijo Húmedo—. ¿Qué hace aquí la Guardia? ¿Es por el collar de diamantes? Aun así, creía que el testamento no se leía hasta después del funeral...

El señor Slant carraspeó. Una polilla salió volando de su boca.

—Sí, en efecto. Pero, conociendo el contenido de su testamento, he considerado prudente acudir enseguida al Banco Real para ocuparme de los legados más... —se produjo una pausa muy larga. Para un zombi, la vida entera es una pausa, pero al parecer estaba buscando la palabra adecuada— más... problemáticos de inmediato —concluyó.

—Sí, bueno, supongo que el perrito necesita comer —dijo Húmedo—, pero yo diría que...

—El... problema, si tal es, lo supone en realidad su papeleo —dijo el señor Slant.

—¿El pedigrí está mal? —sugirió Húmedo.

—No es su pedigrí —dijo el señor Slant mientras abría su maletín—. Tal vez sepa que el difunto sir Joshua dejó un uno por ciento de las acciones del banco a Don Tiquismiquis.

Un viento frío y negro empezó a soplar en la mente de Húmedo.

—Sí —confirmó—. Lo sé.

—La difunta señora Espléndido le ha legado otro cincuenta por ciento. Eso, de acuerdo con la costumbre del banco, significa que es el nuevo presidente, señor Mustachen. Y usted es su propietario.

—Un momento, un animal no puede tener...

—Verá, sí que puede, señor Mustachen, sí que puede —dijo Slant, con abogadil regodeo—. Existe un enorme corpus de precedentes. Una vez incluso hubo un burro que fue ordenado y un galápago al que nombraron juez. Como es obvio, los oficios más difíciles están menos representados. Ningún caballo ha ocupado un puesto de carpintero, por ejemplo. Pero un perro presidente es relativamente habitual.

—¡No tiene sentido! ¡Apenas me conocía! —Y su cabeza se mofó diciendo: ¡Vaya si te conocía! ¡Te caló bien calado a la primera!

—El testamento me fue dictado anoche mismo, señor Mustachen, en presencia de dos testigos y el médico de la señora Espléndido, quien dio fe de que gozaba de una perfecta salud mental, ya que no corporal. —El señor Slant se puso en pie—. El testamento, en suma, es legal. No viene al caso si tiene sentido.

—¿Pero cómo va a, bueno, presidir reuniones? ¿Dando lametones a los consejeros?

—Supongo que en la práctica actuará como presidente a través de usted —dijo el abogado. Se oyó un pitido procedente de la sargento Angua.

—¿Y qué pasa si muere? —preguntó Húmedo.

—Ah, sí, gracias por recordármelo —dijo el señor Slant, que sacó un documento del maletín—. Sí, aquí lo pone: las acciones se repartirán entre todos los miembros restantes de la familia.

—¿Todos los miembros restantes de la familia? ¿Cómo, la familia de él? ¡No creo que haya tenido ocasión de formar una!

—No, señor Mustachen —dijo el señor Slant—. La familia Espléndido.

Húmedo sintió que los vientos arreciaban.

—¿Cuánto vive un perro?

—¿Un chucho normal? —terció Nobbs—. ¿O uno que esté entre una panda de Espléndidos y otra fortuna?

—¡Cabo Nobbs, ese ha sido un comentario pertinente! —le espetó la sargento Angua.

—Perdón, sargento.

—Ejem. —El carraspeo del señor Slant liberó a otra polilla—. Don Tiquismiquis está acostumbrado a dormir en la suite del director del banco, señor Mustachen —dijo—. Usted también dormirá allí. Es una condición del legado.

Húmedo se levantó.

—No tengo por qué hacer nada de todo esto —protestó—. ¡Cualquiera diría que he cometido un crimen! No puede mangonearse la vida de la gente después de muer... bueno, usted sí puede, señor, ahí no hay problema, pero ella no pued...

Salió otro sobre del maletín. El señor Slant sonreía, lo que nunca es buena señal.

—La señora Espléndido también escribió esta sentida súplica personal para usted —dijo—. Y ahora, sargento, creo que deberíamos dejar al señor Mustachen a solas.

Partieron, aunque la sargento Angua volvió a entrar al cabo de unos segundos y, sin mediar palabra ni mirarlo a los ojos, caminó hasta la bolsa de juguetes y soltó el hueso de goma.

Húmedo fue hasta la canasta y levantó la tapa. Don Tiquismiquis lo miró, bostezó, se incorporó en su cojín y levantó las patas delanteras. Movió la cola con incertidumbre una o dos veces y sus enormes ojos se llenaron de esperanza.

—A mí no me mires, chaval —dijo Húmedo, y se volvió de espaldas.

La carta de la señora Espléndido estaba empapada en agua de lavanda, con un leve deje de ginebra. Escribía con una letra muy pulcra de ancianita:

Querido señor Mustachen:

Creo que es usted un hombre dulce y bueno que cuidará de mi pequeño Don Tiquismiquis. Le ruego que sea amable con él. Ha sido mi único amigo en una época difícil. El dinero es algo muy basto en estas circunstancias pero se le abonarán 20.000 dólares anuales (a posteriori) por cumplir esta tarea, que le suplico que acepte.

Si no acepta, o si él muere de causas no naturales, el culo de usted pertenecerá al Gremio de Asesinos. He dejado a lord Downey un depósito de 100.000 dólares, ¡y sus jóvenes caballeros le darán caza y lo destriparán como la sabandija que es, Listillo!

Que los dioses lo bendigan por la bondad que le hace a una viuda afligida.

Húmedo estaba impresionado. Palo y zanahoria. Vetinari solo usaba el palo, o te tiraba la zanahoria a la cabeza.

¡Vetinari! ¡Ese sí que era un hombre con varias preguntas que responder!

El vello de su nuca, ya adiestrado por décadas de esquivas y de pronto sensibilizado por las palabras de la señora Espléndido rebotando aún en su cráneo, se erizó de terror. Algo atravesó la ventana y se clavó con un golpe seco en la puerta. Pero Húmedo ya se había arrojado a la alfombra cuando se rompió el cristal.

Temblando en la puerta había una flecha negra.

Húmedo se arrastró por la alfombra, estiró el brazo, agarró el proyectil y volvió a agacharse.

Con una letra blanca exquisita, como la inscripción de un anillo antiguo, había el mensaje: GREMIO DE ASESINOS: «CUANDO EL ESTILO IMPORTA».

Tenía que haber sido un disparo de advertencia, ¿verdad? Solo un pequeño broche de oro, ¿no? ¿Para darle énfasis? ¿Solo por si acaso?

Don Tiquismiquis aprovechó la oportunidad para saltar de su cesta y lamerle la cara. A Don Tiquismiquis le daba igual quién fuera o qué hubiese hecho: él solo quería ser su amigo.

—Me parece —dijo Húmedo, cediendo—, que tú y yo deberíamos ir a dar un paseo.

El perro dio un ladrido breve y agudo y se puso a tirar de la bolsa de accesorios hasta volcarla. Desapareció dentro, moviendo la cola como un poseso, y salió arrastrando un abriguito rojo de terciopelo que tenía bordada la palabra «Martes».

—Pura suerte, chaval —dijo Húmedo, mientras se lo ponía. Fue difícil, porque en todo momento lo estaba recubriendo de baba—. Oye, ¿no sabrás por casualidad dónde está tu correa, verdad? —preguntó, intentando no tragar. Don Tiquismiquis salió dando brincos hacia la bolsa y volvió de nuevo con una correa roja—. Vaaale. Este va a ser el paseo más rápido en la historia de los paseos. En realidad, va a ser una carrera...

Cuando levantaba el brazo hacia el picaporte, se abrió la puerta. Húmedo se descubrió contemplando dos piernas color terracota tan gruesas como troncos de árboles.

—Espero Que No Esté Mirando Por Debajo De Mi Vestido, Señor Mustachen —atronó Gladys, desde muy arriba.

¿Mirar qué, exactamente?, pensó Húmedo.

—Ah, hola, Gladys —dijo—. ¿Te importaría ponerte junto a la ventana? ¡Gracias!

Se oyó un suave chasquido y Gladys dio media vuelta, con otra flecha negra entre el pulgar y el índice. Su repentina desaceleración en la mano de Gladys había hecho que se prendiera fuego.

—Alguien Le Ha Mandado Una Flecha, Señor Mustachen —anunció.

—¿En serio? Pues apágala y ponla en la bandeja de entrada, haz el favor —dijo Húmedo, mientras salía arrastrándose por la puerta—. Tengo que ir a ver a un hombre para hablar de un perro.

Cogió en brazos a Don Tiquismiquis y corrió escaleras abajo, atravesó el abarrotado vestíbulo, bajó los escalones de piedra... y allí, frenando en ese preciso instante junto al bordillo, había un carruaje negro. ¡Ja! El tipo siempre iba un paso por delante, ¿no?

Abrió la puerta de golpe mientras el carruaje se detenía, aterrizó con todo su peso en un asiento libre con Don Tiquismiquis ladrando alegremente en sus brazos, lanzó una mirada furibunda hacia el otro lado de la moqueta y dijo...

—Oh... lo siento, creía que era el carruaje de lord Vetinari.

Una mano se extendió hacia la puerta y la cerró de golpe. Llevaba un guante grande, negro y muy caro, con cuentas azabache incrustadas. La mirada de Húmedo siguió el brazo hasta una cara, que dijo:

—No, señor Mustachen. Me llamo Cosmo Espléndido. Precisamente venía a verle. ¿Cómo le va?

CAPÍTULO IV

El anillo oscuro — Una barbilla inusual — «Un trabajo para toda la vida pero no para largo» — Empezar — Diversión con el periodismo — La clave es la ciudad — Un kilómetro con sus zapatos — Un acto Espléndido

l hombre... hacía cosas. Era un artesano sin reconocimiento, porque las cosas que hacía nunca terminaban firmadas por él. No; por lo general llevaban la firma de hombres muertos, hombres que fueron maestros de su arte. Él, por su parte, era el maestro de un arte: el arte de aparentar.

—¿Tiene el dinero?

—Sí.

El hombre de la túnica marrón señaló al impasible troll que tenía al lado.

—¿Por qué ha traído eso? No los soporto.

—Quinientos dólares son mucho peso, señor Morpeth. Y mucho dinero por una alhaja que ni siquiera es de plata, añadiría —dijo el joven, que se llamaba Hastalafecha.

—Sí, bueno, esa es la gracia, ¿no? —dijo el viejo—. Sé que esto que están haciendo no es exactamente limpio. Y ya le dije que el estigio es más raro que el oro. Lo que pasa es que no brilla... Bueno, a no ser que se hagan las cosas mal. Créame, podría vender todo el que consiguiera a los Asesinos. A esos nobles caballeros les pirra el negro, vaya si no. Les chifla.

—No es ilegal. Nadie es dueño de la letra V. Mire, ya hemos hablado de esto. Déjeme verlo.

El viejo lanzó una mirada a Hastalafecha, y después abrió un cajón y subió un estuche a su escritorio. Ajustó los reflectores de las lámparas y dijo:

—De acuerdo, ábralo.

El joven levantó la tapa y allí estaba, negro como la noche, su V con serifa una sombra más intensa y marcada. Respiró hondo, cogió el anillo y lo soltó horrorizado.

—¡Está caliente!

El hacedor de cosas que aparentaban soltó un bufido.

—Pues claro. ¿No querían estigio? Pues ahí lo tienen. Se bebe la luz. Si lo hubiese sacado al sol, estaría chupándose los dedos y gritando. Guárdelo en un estuche cuando haya luz fuera, ¿vale? O lleve un guante encima si va de fanfarrón.

—¡Es perfecto!

—Sí. Lo es. —El viejo agarró el anillo, y Hastalafecha empezó a caer hacia su propio Infierno particular—. Igualito que el auténtico, ¿a que sí? —gruñó el aparentador—. Vamos, no ponga esa cara de sorpresa. ¿Cree que no sabe lo que he hecho? He visto el de verdad un par de veces, y esto engañaría al mismísimo Vetinari. Eso será mucho olvidar.

—¡No sé qué insinúa! —protestó Hastalafecha.

—Es usted tonto, entonces.

—Se lo he dicho, ¡nadie posee la letra V!

—Eso le contará a su señoría, ¿verdad? No, claro que no. Pero sí me pagará otros quinientos. Ya iba pensando en jubilarme, de todas formas, y un pequeño extra servirá para mandarme muy lejos.

—¡Teníamos un trato!

—Y ahora tendremos otro —dijo Morpeth—. Esta vez comprará olvido. —El hacedor de cosas que aparentaban sonrió de oreja a oreja. El joven parecía apenado y dubitativo—. Esto tiene un valor incalculable para alguien, ¿o no? —insistió Morpeth.

—De acuerdo, quinientos, maldito sea.

—Solo que ahora son mil —dijo el viejo—. ¿Lo ve? Se ha dado demasiada prisa. No ha regateado. Alguien necesita de verdad mi juguetito, ¿eh? Mil quinientos en total. Si no, intente encontrar a algún otro en esta ciudad que pueda trabajar el estigio como yo. Y si abre la boca para decir algo que no sea «sí», serán dos mil. Hágalo a mi manera.

Se produjo una pausa más larga, y Hastalafecha dijo:

—Sí. Pero tendré que volver con el resto.

—Haga eso, señor. Estaré aquí esperando. Ya está, no ha sido tan difícil, ¿verdad? No es nada personal, solo negocios.

El anillo volvió al estuche y el estuche volvió al cajón. A una señal del joven, el troll dejó caer las bolsas al suelo y, misión cumplida, salió a la noche.

Hastalafecha se giró de súbito, y la mano derecha del aparentador voló hacia debajo del escritorio. Se relajó cuando el joven dijo:

—¿Estará aquí más tarde, entonces?

—¿Yo? Siempre estoy aquí. Salga usted mismo.

—¿Estará aquí?

—Le acabo de decir que sí, ¿no?

En la oscuridad del apestoso recibidor, el joven abrió la puerta con el corazón desbocado. Entró una figura embozada en negro. Hastalafecha no le distinguió la cara bajo la máscara, pero aun así susurró:

—El estuche está en el cajón de arriba a la izquierda. Tiene alguna arma en el lado derecho. Quédate el dinero. Solo te pido que no... le hagas daño, ¿vale?

—¿Daño? ¡No estoy aquí para eso! —siseó la figura negra.

—Lo sé, pero... que sea limpio, ¿de acuerdo?

Después Hastalafecha cerró la puerta a su espalda.

Llovía. Cruzó y se situó en el portal de delante. Costaba distinguir los ruidos por encima de la lluvia y el sonido de las alcantarillas al desbordarse, pero creyó entreoír un leve golpe. Podrían haber sido imaginaciones suyas, porque no oyó cómo se abría la puerta ni los pasos del asesino, y estuvo a punto de tragarse la lengua cuando el hombre se plantó delante de él, le dejó el estuche en la mano y desapareció entre la lluvia.

Quedó flotando en la calle un olor a menta; el tipo era concienzudo, y usaba una bomba mentolada para cubrir su rastro.

¡Estúpido, viejo estúpido!, dijo Hastalafecha, en el tumulto de su cabeza. ¿No podías coger el dinero y callarte? ¡No me has dejado elección! ¡Él no se arriesgaría a que se lo contases a nadie!

Hastalafecha sintió que se le revolvía el estómago. ¡Nunca había querido llegar a eso! ¡Nunca había querido que muriese nadie! Y entonces vomitó.

Eso fue la semana anterior. Las cosas no habían mejorado nada.

* * *

Lord Vetinari tenía un carruaje negro.

Otras personas también tenían carruajes negros.

En consecuencia, no todos los que tenían un carruaje negro eran lord Vetinari.

Se trataba de una importante revelación filosófica que Húmedo, muy a su pesar, había olvidado en su acaloramiento.

Ahora ya no había acaloramiento. Cosmo Espléndido era frío, o por lo menos se esforzaba de lo lindo en parecerlo. Vestía de negro, por supuesto, como hace la gente para demostrar lo rica que es, pero la pista definitiva era la barba.

Se trataba, técnicamente, de una perilla parecida a la de lord Vetinari. Una fina línea de vello negro descendía por ambas mejillas, tomaba un desvío para trazar un arco no menos fino bajo la nariz y confluía en un triángulo negro justo por debajo del labio, otorgando así lo que a Cosmo debía de parecerle un aspecto de elegancia amenazante. Y sí, en Vetinari funcionaba. En el caso de Cosmo, la elegante poda facial flotaba triste sobre unos carrillos azulados cubiertos de perlitas de sudor, y daba el efecto de una barbilla púbica.

Algún maestro barbero tenía que lidiar con ella pelo a pelo todos los días, y no debía de haber facilitado nada su trabajo el hecho de que Cosmo se hubiera inflado un tanto desde el día en que adoptó ese estilo. En la vida de todo joven imprudente llega el momento en que su tableta de chocolate se convierte en un barril, pero en el caso de Cosmo se había transformado en una bañera de manteca.

Después veías los ojos, y lo compensaban todo. Tenían esa mirada distante de quien puede verte ya muerto...

Pero probablemente no la de un asesino en primera persona, conjeturó Húmedo. Lo más probable era que comprase la muerte cuando la necesitaba. Cierto, en esos dedos un poco demasiado rechonchos para lucirlos había varios anillos de veneno ostensiblemente abultados, pero nadie que estuviese de verdad en el ramo llevaría tantos, ¿o sí? Los auténticos asesinos no se molestaban en publicitarse. ¿Y por qué llevaba un elegante guante negro en la otra mano? Era una afectación del Gremio de Asesinos. Sí, adiestrado en la escuela gremial, entonces. Muchos chavales de clase alta acudían allí a educarse, pero no seguían el Plan de Estudios Negro. Probablemente su madre le había escrito una nota para poder saltarse los apuñalamientos.

Don Tiquismiquis temblaba de miedo o, tal vez, de furia. En los brazos de Húmedo gruñía como un leopardo.

—Ah, el perrillo de mi madrastra —dijo Cosmo mientras el carruaje arrancaba—. Qué mono. No malgasto palabras. Le doy diez mil dólares por él, señor Mustachen. —Le tendió un trozo de papel con la mano no enguantada—. Mi talón, firmado, por esa suma. Cualquiera en esta ciudad lo aceptará.

La voz de Cosmo era una especie de suspiro modulado, como si hablar le resultara doloroso por algún motivo.

Húmedo leyó:

Ruego páguese a Húmedo von Mustachen la suma de Diez Mil Dólares

Y los trazos floridos de la firma de Cosmo Espléndido cruzaban un sello de un penique pegado en el talón.

Firmar sobre un sello... ¿De dónde salía esa idea? Pero era algo cada vez más frecuente en la ciudad, y si se preguntaba a alguien por qué, decían: «Porque lo vuelve legal, hombre». Y salía más barato que los abogados, de manera que funcionaba.

Y allí los tenía, diez mil dólares que le apuntaban directamente.

Cómo osa intentar sobornarme, pensó Húmedo. En realidad, ese fue su segundo pensamiento, articulado por quien pronto llevaría una cadena de casi oro. Su primera reacción, cortesía del viejo Húmedo, fue: Cómo osa intentar sobornarme por tan poco.

—No —dijo—. ¡Además, sacaré más que eso por cuidarlo durante unos meses!

—Sí, bueno, pero mi oferta es menos... arriesgada.

—¿Usted cree?

Cosmo sonrió.

—Vamos, señor Mustachen. Somos hombres...

—... de mundo, ¿no? —terminó Húmedo—. Qué predecible. Además, tendría que haberme ofrecido más dinero para empezar.

En ese momento, algo sucedió en las inmediaciones de la frente de Cosmo. Las dos cejas empezaron a agitarse como las de Don Tiquismiquis cuando estaba perplejo. Se retorcieron durante unos instantes, hasta que Cosmo captó la expresión de Húmedo, momento en el cual se dio un palmetazo en el ceño e indicó con una rápida mirada furibunda que una muerte instantánea sería la recompensa a cualquier comentario.

Carraspeó y dijo:

—¿Por algo que puedo conseguir gratis? Estamos reuniendo muy buenos argumentos jurídicos a favor de que mi madrastra estaba demente cuando redactó ese testamento.

—A mí me pareció la mar de lúcida, señor —dijo Húmedo.

—¿Con dos ballestas cargadas sobre la mesa?

—Ah, ya veo por dónde va. Sí, si hubiese estado cuerda de verdad, habría contratado a un par de trolls con unos garrotes muy, muy grandes.

Cosmo le dedicó una larga mirada valorativa, o lo que a todas luces consideraba como tal, pero Húmedo conocía esa táctica. En teoría debía provocar que el mirado pensara que lo estaban estudiando detenidamente para darle un buen repaso, pero también podía significar simplemente: «Voy a echarte la miradita penetrante mientras pienso qué hago ahora». Cosmo quizá fuera implacable, pero no era estúpido. La gente se fija en un hombre con traje dorado, y alguien recordaría a qué carruaje se había subido Húmedo.

—Me temo que mi madrastra le ha metido en un buen fregado —dijo Cosmo.

—Ya he tenido problemas antes —replicó Húmedo.

—¿Ah, sí? ¿Cuándo fue eso? —La pregunta fue repentina y precisa.

Ah. El pasado. No era un buen tema. Húmedo se hizo el loco.

—Se sabe muy poco de usted, señor Mustachen —prosiguió Cosmo—. Nació en Uberwald y se convirtió en nuestro director general de Correos. Entremedias...

—He conseguido sobrevivir —completó Húmedo.

—Una hazaña envidiable, en verdad —dijo Cosmo. Dio un golpecito en el lateral del carruaje, que empezó a frenar—. Confío en que dure. Entretanto, deje que al menos le dé esto...

Partió en dos el pagaré y dejó caer sobre el regazo de Húmedo la mitad que, de forma muy enfática, no llevaba sello ni firma.

—¿Para qué es esto? —preguntó Húmedo, recogiéndola mientras con la otra mano intentaba contener al frenético Don Tiquismiquis.

—Nada, solo una declaración de buena fe —dijo Cosmo mientras el carruaje se detenía—. Un día quizá se sienta inclinado a pedirme la otra mitad. Pero entiéndame, señor Mustachen: no suelo tomarme la molestia de hacer las cosas por la vía difícil.

—No se moleste en hacer excepciones conmigo, por favor —replicó Húmedo, mientras abría la portezuela. Fuera estaba la plaza Sator, llena de carros, personas y embarazosos testigos potenciales.

Por un momento la frente de Cosmo volvió a hacer... aquello de las cejas. Se palmeó la frente de nuevo y dijo:

—Señor Mustachen, no me entiende. Esta ha sido la vía difícil. Adiós. Saludos a su prometida.

Húmedo giró sobre sus talones en los adoquines, pero la puerta se había cerrado de golpe y el carruaje ya se alejaba a toda velocidad.

—¿Por qué no ha añadido «Sabemos a qué escuela irán vuestros hijos»? —gritó.

¿Y ahora qué? ¡Por todos los infiernos, en menudo fregado le habían metido!

Un poco más adelante, el palacio lo saludaba. Vetinari tenía unas cuantas preguntas que responder. ¿Cómo lo habría arreglado? ¡Según la Guardia, ella había muerto de causas naturales! Aunque claro, lo habían adiestrado como asesino, ¿verdad? Asesino de los de verdad, tal vez especializado en venenos.

Atravesó con paso decidido las puertas abiertas, pero los centinelas lo pararon delante del edificio en sí. Húmedo los conocía de toda la vida. Probablemente pasaban un examen de acceso. Si al responder a la pregunta «¿Cómo te llamas?» se equivocaban, los contrataban. Había trolls más avispados que ellos. Pero era imposible engañarles o camelarlos con palabras. Tenían una lista de personas que podían entrar directamente, y otra de gente que necesitaba cita. Si no salías en ninguna de las dos, no entrabas.

Sin embargo, su capitán, lo bastante listo para leer letras gordas, sí reconoció al «director general de Correos» y al «presidente del Banco Real» y mandó a uno de sus gorilas a ver a Drumknott, con una nota garabateada. Para sorpresa de Húmedo, diez minutos después lo hacían pasar al Despacho Oblongo.

Los asientos en torno a la gran mesa de conferencias de un extremo de la habitación estaban todos ocupados. Húmedo reconoció a unos cuantos líderes gremiales, pero bastantes rostros pertenecían a ciudadanos de aspecto corriente, trabajadores, hombres que parecían incómodos entre cuatro paredes. Había mapas de la ciudad extendidos sobre la mesa. Acababa de interrumpir algo. O, mejor dicho, Vetinari había interrumpido algo por él.

El patricio se levantó nada más entrar Húmedo en la sala, y le indicó que se acercara.

—Les ruego que me disculpen, damas, caballeros, pero necesito un momento con el director general de Correos. Drumknott, repase las cifras con todos una vez más, ¿quiere? Señor Mustachen, por aquí, por favor.

Húmedo creyó oír unas risas ahogadas a su espalda mientras lo conducían a lo que en un primer momento tomó por un pasillo de techo alto pero resultó ser una especie de galería de arte. Vetinari cerró la puerta a sus espaldas. El chasquido sonó, a oídos de Húmedo, estruendoso. Su furia se iba apagando a marchas forzadas, sustituida por una sensación muy fría. Vetinari era un tirano, al fin y al cabo. Si nadie volvía a ver nunca a Húmedo, la reputación de su señoría no haría sino aumentar.

—Deje a Don Tiquismiquis —dijo Vetinari—. Al pequeñín le sentará bien corretear un poco.

Húmedo posó al perro en el suelo. Fue como bajar un escudo. Y por fin pudo apreciar lo que exponía esa galería.

Lo que había tomado por bustos esculpidos en piedra eran caras, hechas de cera. Y Húmedo sabía también cómo y cuándo se hacían.

Eran máscaras mortuorias.

—Mis predecesores —explicó Vetinari, mientras paseaba entre ellas—. No es una colección completa, por supuesto. En algunos casos la cabeza no pudo encontrarse o estaba, por decirlo de alguna manera, más bien desaseada.

Se hizo el silencio. Húmedo cometió la imprudencia de llenarlo.

—Debe de hacérsele extraño ver que lo miran como juzgándolo todos los días —logró decir.

—Ah, ¿eso cree? Debo decir que más bien los he juzgado yo a ellos. Hombres groseros en su mayor parte, avariciosos, venales y torpes. La astucia puede suplir al pensamiento hasta cierto punto, y luego uno muere. La mayoría de ellos murieron ricos, gordos y aterrorizados. Su mandato fue un mal para la ciudad y su muerte un bien. Pero ahora la ciudad funciona, señor Mustachen. Progresamos. No lo haríamos si el gobernante fuera un hombre de los que matan a ancianitas, ¿lo entiende?

—Yo no he dicho...

—Sé exactamente lo que no ha dicho. Se ha refrenado alto y claro de decirlo. —Vetinari alzó una ceja—. Estoy extremadamente enfadado, señor Mustachen.

—¡Pero me han metido en un fregado enorme!

—No he sido yo —afirmó Vetinari—. Puedo asegurarle que si yo le hubiera, por usar su impostada jerga callejera, «metido en un fregado», entendería usted a la perfección todos los sentidos de «meter» y tendría un conocimiento nada envidiable de «fregado».

—¡Ya sabe lo que quiero decir!

—Madre mía, ¿hablo con el auténtico Húmedo von Mustachen o solo con el hombre que espera su cadena de casi, casi oro? Cuchi Espléndido sabía que le quedaba muy poco y simplemente cambió su testamento. Debo reconocerle el mérito. Así el personal le aceptará mejor, además. Y le ha hecho un gran favor.

—¿Un favor? ¡Me han disparado!

—Solo ha sido una nota del Gremio de Asesinos para informarle de que le están vigilando.

—¡Han sido dos disparos!

—¿Para dar énfasis, a lo mejor? —dijo Vetinari, mientras se sentaba en una silla tapizada de terciopelo.

—¡Oiga, que se supone que la banca es aburrida! ¡Números, pensiones, un trabajo para toda la vida!

—Es posible que para toda la vida, pero parece que no para largo —dijo Vetinari con evidente gozo.

—¿No puede hacer algo?

—¿Con Cosmo Espléndido? ¿Por qué? Ofrecerse a comprar un perro no es ilegal.

—Pero la familia entera está... ¿Cómo sabe eso? ¡No se lo he contado!

Vetinari le restó importancia con un gesto de la mano.

—Si se conoce al sujeto, se conoce el método. Conozco a Cosmo. En una situación como esta no recurrirá a la fuerza si el dinero funciona. Puede ser muy agradable cuando quiere.

—Pero he oído hablar del resto de la familia. Parecen una panda bastante venenosa.

—No podría hacer comentarios. Sin embargo, Cuchi le ha ayudado en ese sentido. El Gremio de Asesinos no aceptará un segundo contrato sobre usted. Conflicto de intereses, ¿comprende? Supongo que en teoría podrían aceptar un contrato contra el presidente, pero dudo que lo hagan. ¿Matar a un perro faldero? No quedaría bien en ningún curriculum.

—¡No me tocaba tener que vérmelas con algo como esto!

—No, señor Mustachen, a usted le tocaba morir —replicó Vetinari, con una voz de repente tan fría y mortífera como un carámbano cayendo—. Le tocaba ser ahorcado justamente por crímenes contra la ciudad, contra el bien público y contra la confianza del hombre en el hombre. Y fue resucitado, porque la ciudad así lo requería. La clave aquí es la ciudad, señor Mustachen. Siempre lo es. Ya sabrá, por supuesto, que tengo planes.

—Salió en el Times. El Subproyecto. Quiere construir carreteras y alcantarillas y calles bajo la ciudad. Ha caído en nuestras manos una máquina enana, lo que llaman un Artefacto. Y los enanos saben hacer túneles herméticos. El Gremio de Artesanos está muy emocionado con el tema.

—¿Deduzco por su tono lúgubre que usted no?

Húmedo se encogió de hombros. Nunca le habían interesado mucho las máquinas de ningún tipo.

—No pienso mucho en ello, ni bien ni mal.

—Asombroso —dijo Vetinari, sorprendido—. Bueno, señor Mustachen, por lo menos podría imaginar lo que necesitaremos en muy grandes cantidades para ese proyecto.

—¿Palas?

—Financiación, señor Mustachen. Y la tendría, si contáramos con un sistema bancario adaptado a los tiempos que corren. Tengo absoluta confianza en su capacidad para... cambiarlo un poco.

Húmedo hizo un último intento.

—La Oficina de Correos me necesita y... —empezó.

—En estos momentos no, y la idea lo irrita —dijo Vetinari—. No está hecho para la rutina. Desde este momento le concedo una excedencia. El señor Ardite ha sido su subdirector y, aunque puede que no tenga su... estilo, digamos, estoy seguro de que mantendrá el buen funcionamiento de la oficina. —Se puso en pie, indicando que la audiencia había terminado—. La ciudad sangra, señor Mustachen, y usted es el coágulo que necesito. Vaya y haga dinero. Abra la puerta a la riqueza de Ankh-Morpork. La señora Espléndido le confió el banco. Gobiérnelo bien.

—¡El que se llevó el banco fue el perro, y lo sabe!

—Y qué carita más confiada que tiene —dijo Vetinari, mientras dirigía a Húmedo hacia la puerta—. No deje que le detenga, señor Mustachen. Recuerde: la clave es la ciudad.

* * *

En su camino al banco, Húmedo se encontró con otra manifestación de protesta. De un tiempo a esa parte había cada vez más. Era curioso, pero todo el mundo parecía querer vivir bajo el gobierno despótico del tiránico lord Vetinari. Acudían en tropel a la ciudad cuyas calles, al parecer, estaban pavimentadas con oro.

No era oro. Pero el aluvión de gente estaba ejerciendo un efecto, de eso no cabía duda. Los salarios estaban cayendo, para empezar.

Esa manifestación era contra la contratación de gólems, que aceptaban sin protestar los trabajos más sucios, echaban más horas que nadie y eran tan honrados que pagaban sus impuestos. Pero no eran humanos y tenían los ojos brillantes, y la gente podía ponerse quisquillosa con esa clase de detalles.

El señor Doblado debía de estar esperando detrás de un pilar. Húmedo no había acabado de atravesar las puertas del banco, con Don Tiquismiquis felizmente sujeto bajo el brazo, cuando el cajero jefe se plantó a su lado.

—El personal está muy preocupado, señor —dijo, mientras guiaba a Húmedo hacia la escalera—. Me he tomado la libertad de decirles que más tarde les hablaría.

Húmedo era consciente de las miradas de preocupación. Y de otras cosas, también, ahora que observaba casi con ojo de propietario. Sí, el banco estaba bien construido, y con los mejores materiales, pero más allá de eso se apreciaba el descuido y los estragos del tiempo. Era como la casa ya incómodamente grande de una pobre viuda demasiado anciana para ver el polvo. El metal estaba más bien deslustrado, los cortinajes de terciopelo rojo estaban raídos y algo pelados en algunos puntos, el suelo de mármol solo resplandecía en sectores al azar...

—¿Qué? —dijo—. Ah, sí. Buena idea. ¿Puede encargarse de que limpien este sitio?

—¿Señor?

—Las alfombras están hechas un asco, hay cuerdas de felpa deshilachadas, las cortinas han visto siglos mejores y el metal necesita una buena pasada de trapo. El banco debería parecer elegante, señor Doblado. La gente da dinero a los mendigos pero no se lo prestaría, ¿verdad?

Doblado alzó las cejas.

—¿Esa es la opinión del presidente, entonces?

—¿El presidente? Ah, sí. Don Tiquismiquis se toma la limpieza muy en serio. ¿No es cierto, Don Tiquismiquis?

El perro dejó de gruñir al señor Doblado lo suficiente para ladrar un par de veces.

—¿Lo ve? —dijo Húmedo—. Cuando no sepa qué hacer, péinese y saque brillo a sus zapatos. Un sabio consejo, señor Doblado. Hágalo volando.

—Me elevaré en la medida de mis posibilidades, señor —replicó Doblado—. Entretanto, ha venido a verle una señorita, señor. Parecía reacia a dar su nombre pero ha dicho que usted se alegraría de verla. La he hecho pasar a la sala de juntas pequeña.

—¿Ha tenido que abrir una ventana? —preguntó Húmedo esperanzado.

—No, señor.

Eso descartaba a Adora Belle, pues, para reemplazarla por un pensamiento espeluznante.

—No será miembro de la familia Espléndido, ¿verdad?

—No, señor. Y es la hora de comer de Don... del presidente, señor. Toma pollo frío deshuesado, por su estómago. ¿Quiere que haga que lo sirvan en la sala de juntas pequeña?

—Sí, por favor. ¿Podría apañar algo para mí?

—¿Apañar, señor? —Doblado parecía perplejo—. ¿Quiere decir «robar»?

Ah, esa clase de hombre, pensó Húmedo.

—Me refería a que me encontrase algo de comer —tradujo.

—Desde luego, señor. Hay una pequeña cocina en la suite y tenemos a un chef de guardia. La señora Espléndido vivió aquí durante una temporada. Será interesante tener de nuevo un maestre de la Real Casa de la Moneda.

—Me gusta cómo suena «maestre de la Real Casa de la Moneda» —dijo Húmedo—. ¿Tú qué dices, Don Tiquismiquis?

El presidente ladró a modo de respuesta.

—Hum —musitó Doblado—. Un último asunto, señor. ¿Podría firmar esto? —Señaló una pila de papeles.

—¿Qué es? ¿No serán actas, verdad? No firmo actas.

—Son diversas formalidades, señor. Básicamente, se resumen en que usted firma el recibo por el banco en nombre del presidente, pero me informan de que la huella de Don Tiquismiquis debe figurar en los puntos señalados.

—¿Él tiene que leerse todo esto? —preguntó Húmedo.

—No, señor.

—Pues yo tampoco. Es un banco. Usted ya me lo enseñó. No es que le vaya a faltar una rueda o algo por el estilo. Dígame dónde tengo que firmar y listos.

—Solo aquí, señor. Y aquí. Y aquí. Y aquí. Y aquí. Y aquí. Y aquí...

* * *

La señorita de la sala de juntas era ciertamente una mujer atractiva pero, dado que trabajaba para el Times, Húmedo se sentía incapaz de reconocerle del todo la condición de dama. Las damas no citaban con malicia lo que uno decía exactamente pero no era exactamente lo que quería decir, ni atacaban a traición con preguntas difíciles. Bueno, bien pensado, sí lo hacían, y a menudo, pero a ella le pagaban por hacerlo.

Con todo, debía reconocer que Sacharissa Cripslock era divertida.

—¡Sacharissa! ¡Qué sorpresa tan debería-habérmela-esperado! —proclamó mientras entraba en la sala.

—¡Señor Mustachen! ¡Siempre un placer! —dijo la mujer—. ¿O sea que ahora es usted el cuerpo de un perro?

Divertida en ese sentido. Algo así como hacer malabarismos con cuchillos. Había que estar alerta en todo momento. Era como hacer gimnasia.

—¿Escribiendo ya los titulares, Sacharissa? —dijo—. Me limito a ejecutar las estipulaciones del testamento de la señora Espléndido. —Dejó a Don Tiquismiquis sobre la mesa abrillantada y se sentó.

—¿De modo que ahora es usted el presidente del banco?

—No, el presidente es Don Tiquismiquis, aquí presente —aclaró Húmedo—. ¡Ladra con circunspección a la simpática señorita del lápiz inquieto, Don Tiquismiquis!

—Guau —dijo el perro.

—Don Tiquismiquis es el presidente —repitió Sacharissa, poniendo los ojos en blanco—. Claro. Y usted recibe órdenes de él, ¿no?

—Sí. También soy maestre de la Real Casa de la Moneda, por cierto.

—Un amo amaestrado —dijo Sacharissa—. Qué bonito. Y supongo que puede leerle el pensamiento gracias a un vínculo místico entre can y hombre.

—Sacharissa, yo no podría haberlo expresado mejor.

Se sonrieron mutuamente. Aquello era solo el primer asalto. Los dos sabían que apenas estaban calentando.

—Así pues, entiendo que no estaría de acuerdo con quienes dicen que esto ha sido una última treta de la difunta señora Espléndido para mantener el banco alejado de las manos del resto de su familia, que según ciertas opiniones solo sería capaz de dirigirlo más al fondo del hoyo. ¿O confirmaría que, como muchos creen, el patricio tiene la firme intención de poner a raya al díscolo sector bancario de la ciudad y ha encontrado en esta situación una oportunidad perfecta?

—Ciertas opiniones, muchos creen... ¿Quiénes son esas personas misteriosas? —preguntó Húmedo, tratando de alzar una ceja tan bien como Vetinari—. ¿Y cómo es que conoce a tantas de ellas?

Sacharissa suspiró.

—¿Y no describiría a Don Tiquismiquis como un práctico y simple títere?

—¿Guau? —dijo el perro a la mención de su nombre.

—¡La pregunta misma me parece ofensiva! —protestó Húmedo—. ¡Y a él también!

—Húmedo, ya no es usted divertido. —Sacharissa cerró su cuaderno—. Habla como... bueno, como un banquero.

—Me alegro de que lo piense. —¡Recuerda, que cierre el cuaderno no significa que puedas relajarte!

—¿Ni una galopada a lomos de un semental loco? ¿Nada que nos haga vitorear? ¿Ningún sueño descabellado? —dijo Sacharissa.

—Bueno, ya estoy adecentando el vestíbulo.

Sacharissa entrecerró los ojos.

—¿Adecentando el vestíbulo? ¿Quién es usted y qué ha hecho con el auténtico Húmedo von Mustachen?

—No, hablo en serio. Tenemos que limpiarnos nosotros antes de poder limpiarla economía —dijo Húmedo, y sintió que su cerebro daba un seductor acelerón—. Pienso tirar lo que no necesitemos. Por ejemplo, tenemos una sala llena de metal inútil en la cámara de seguridad. Habrá que quitárselo de encima.

Sacharissa arrugó la frente.

—¿Está hablando del oro?

¿De dónde había salido eso? Bueno, ahora no intentes echarte atrás o se te tirará a la yugular. ¡Apechuga! Además, es divertido verla patidifusa.

—Sí —respondió.

—¡No hablará en serio!

El cuaderno se abrió al instante, y la lengua de Húmedo arrancó a galopar. No podía detenerla. Habría sido un detalle que le hubiese hablado a él primero, en vez de apoderarse de su cerebro y decir:

—¡Más serio, imposible! Pienso recomendar a lord Vetinari que se lo vendamos todo a los enanos. No lo necesitamos. Es una mercancía y nada más.

—Pero ¿qué vale más que el oro?

—Prácticamente todo. Usted, por ejemplo. El oro pesa. Su peso en oro es muy poquito oro. ¿Acaso no vale usted mucho más que eso?

Sacharissa pareció aturullada por un momento, para júbilo de Húmedo.

—Bueno, en cierto sentido...

—El único sentido que vale la pena —afirmó Húmedo con tono tajante—. El mundo está lleno de cosas que valen más que el oro. Pero lo excavamos como posesos para luego enterrarlo en un agujero distinto. ¿Qué sentido tiene eso? ¿Qué somos, urracas? ¿Lo que cuenta es que brille? ¡Por los cielos, las patatas valen más que el oro!

—¡Venga ya!

—Si naufragara en una isla desierta, ¿qué preferiría, un saco de patatas o un saco de oro?

—¡Sí, pero una isla desierta no es Ankh-Morpork!

—Y eso demuestra que el oro solo es valioso porque nosotros decidimos que lo es, ¿o no? Solamente es un sueño. Pero una patata es siempre una patata, en cualquier parte. Ponga una cucharada de mantequilla y un poco de sal y ya tiene una comida, en cualquier parte. Entierre oro en el suelo y se pasará la vida preocupándose por los ladrones. Entierre una patata y cuando sea la temporada podríamos estar hablando de un dividendo del mil por ciento.

—¿Puedo dar por sentado, por un momento, que no pretende imponernos el patrón patata? —preguntó Sacharissa bruscamente.

Húmedo sonrió.

—No, no será eso. Pero dentro de unos días repartiré dinero. Verá, no le gusta permanecer quieto. Le gusta salir y hacer amistades.

La parte del cerebro de Húmedo que intentaba seguir el paso de su boca pensó: Ojalá pudiera tomar apuntes sobre esto. No estoy seguro de que vaya a recordarlo todo. Pero las conversaciones del último día se estaban entrechocando en su cabeza hasta formar una especie de música. No estaba seguro de tener aún todas las notas, pero había trozos que podía tararear. Solo tenía que escucharse a sí mismo durante el tiempo suficiente para averiguar de qué estaba hablando.

—¿Por repartir entiende...? —preguntó Sacharissa.

—Regalar. Hacer donación de él. En serio.

—¿Cómo? ¿Por qué?

—¡Todo a su debido tiempo!

—¡Está poniéndome una sonrisita, Húmedo!

No, es que me he quedado paralizado porque acabo de oír lo que ha dicho mi boca, pensó Húmedo. No sé ni por dónde empezar, solo tengo unas cuantas ideas sueltas. Es...

—Es sobre islas desiertas —dijo—. Y por qué esta ciudad no es una.

—¿Y ya está?

Húmedo se frotó la frente.

—Señorita Cripslock, señorita Cripslock... esta mañana me he levantado sin otra idea en la cabeza que adelantar papeleo de la Oficina de Correos y a lo mejor resolver el problema del dichoso sello Especial Verde Col de veinticinco peniques. Ya sabe, el que da una col si se planta. ¿Cómo puede esperar que tenga ideada una nueva iniciativa fiscal para la hora de la merienda?

—Vale, pero...

—Me llevará por lo menos hasta el desayuno.

La vio tomar nota de eso. Después se guardó el cuaderno en el bolso.

—Esto va a ser divertido, ¿verdad? —preguntó, y Húmedo pensó: Tampoco te confíes cuando ha guardado el cuaderno. Tiene buena memoria.

—En serio, creo que esto es una oportunidad de hacer algo grande e importante por mi ciudad de adopción —dijo Húmedo, con su voz de sinceridad.

—Esa es su voz de sinceridad —replicó ella.

—Bueno, estoy siendo sincero —dijo Húmedo.

—Ya que saca el tema, Húmedo, ¿qué hacía antes de que los ciudadanos de Ankh-Morpork lo recibieran con las palmas abiertas?

—Sobrevivir —respondió Húmedo—. En Uberwald el viejo imperio se estaba desintegrando. No era raro que el gobierno cambiase dos veces durante la comida. Trabajé en cualquier cosa que me permitiera ganarme la vida. Por cierto, me parece que antes quería decir «brazos» —añadió.

—Y cuando llegó aquí, impresionó tanto a los dioses que lo condujeron a un tesoro oculto para que pudiera reconstruir nuestra Oficina de Correos.

—Eso me lo tomo con mucha humildad —dijo Húmedo, intentando aparentarlo.

—Yaaa. Y ese oro, regalo de los dioses, venía todo en monedas usadas de las ciudades de las Llanuras...

—¿Sabe qué? Yo mismo he pasado muchas noches en vela pensando en eso —dijo Húmedo—, y he llegado a la conclusión de que los dioses, en su sabiduría, decidieron que el regalo debía ser negociable al momento. —Puedo seguir así todo el tiempo que quieras, pensó, y tú intentas jugar a póquer sin cartas. Puedes sospechar tanto como te venga en gana, ¡pero devolví ese dinero! Vale, lo había robado en un principio, pero devolverlo puntúa un poco a mi favor, ¿no? Borrón y cuenta nueva, ¿no? Un borrón bastante grande, pero lo importante es la cuenta nueva, digo yo.

La puerta se abrió poco a poco y por ella entró una mujer joven y nerviosa, que llevaba un plato de pollo frío. Don Tiquismiquis se animó al ver que lo depositaba delante de él.

—Lo siento, ¿podemos ofrecerle un café o algo? —preguntó Húmedo, mientras la chica se dirigía de nuevo hacia la puerta.

Sacharissa se levantó.

—Gracias, pero no. Tengo que entregar a tiempo, señor Mustachen. Estoy segura de que volveremos a hablar muy pronto.

—Estoy convencido, señorita Cripslock —dijo Húmedo.

La reportera dio un paso hacia él y bajó la voz.

—¿Sabe quién era esa chica?

—No, apenas conozco a nadie todavía.

—Entonces, ¿no sabe si puede confiar en ella?

—¿Confiar en ella?

Sacharissa suspiró.

—Esto no es propio de usted, Húmedo. Acaba de darle un plato de comida al perro más valioso del mundo. Un perro que algunos tal vez querrían ver muerto...

—¿Por qué no debería...? —empezó Húmedo. Se volvieron los dos hacia Don Tiquismiquis, que ya estaba desplazando a lametones el plato vacío de una punta a otra de la mesa con un apreciativo «gronf, gronf»—. Esto... ¿le importa salir sola? —dijo Húmedo, mientras se lanzaba hacia el plato deslizante.

—¡En caso de duda, métale los dedos por la garganta! —aconsejó Sacharissa desde la puerta, a ojos de Húmedo con un exceso indebido de jovialidad.

Agarró a Don Tiquismiquis y salió corriendo por la puerta del fondo que había usado la chica. Daba a un pasillo estrecho y no especialmente bien decorado con una puerta verde al final, tras la que se oían unas voces.

Húmedo la abrió de par en par.

En la pequeña y limpia cocina del otro lado, se encontró una escena. La joven estaba arrinconada contra una mesa, y un hombre barbudo vestido de blanco blandía un gran cuchillo. Parecían sorprendidos.

—¿Qué pasa aquí? —gritó Húmedo.

—Esto, esto... ¿que acaba usted de entrar hecho un loco y gritando por la puerta? —dijo la chica—. ¿Ha pasado algo? Siempre le doy su aperitivo a Don Tiquismiquis más o menos a esta hora.

—Y yo estoy preparándole el plato principal —añadió el hombre, bajando el cuchillo sobre una bandeja de asaduras—. Hoy toca cuellos de pollo rellenos de menudillos, con su pudin de toffee de postre. ¿Y quién lo pregunta?

—Soy el... soy su dueño —respondió Húmedo, con toda la altivez que pudo reunir.

El chef se quitó el gorro blanco.

—Lo siento, señor, por supuesto que lo es. El traje dorado y tal. Le presento a Peggy, mi hija. Yo me llamo Apuntierro, señor.

Húmedo había logrado calmarse un poco.

—Perdón —dijo—. Solo me preocupaba que alguien pudiera intentar envenenar a Don Tiquismiquis...

—De eso mismo estábamos hablando —explicó Apuntierro—. Yo creo que... Un momento, no se referirá a mí, ¿verdad?

—¡No, no, desde luego que no! —aseguró Húmedo al hombre que aún blandía un cuchillo.

—Bueno, vale —dijo Apuntierro, más tranquilo—. Acaba de llegar, señor, no tenía por qué saber nada. ¡Ese tal Cosmo una vez le dio una patada a Don Tiquismiquis!

—El sí que envenenaría a cualquiera —añadió Peggy.

—Pero yo bajo al mercado todos los días, señor, y elijo en persona la comida del perrito. La guardamos abajo, en la helera, y yo tengo la única llave.

Húmedo se relajó.

—¿Podrían hacerme a mí una tortilla, en un momento? —pidió.

El chef pareció montar en pánico.

—Eso se hace con huevos, ¿no? —farfulló—. Nunca me he acabado de meter en lo de cocinar huevos, señor. Él se toma uno crudo con su steak tartare los viernes, y la señora Espléndido solía meter dos crudos en su ginebra con naranjada todas las mañanas, y ahí se acaba mi relación con los huevos. Tengo una cabeza de cerdo en escabeche, si le apetece un poco. Hay lengua, corazones, huesos con tuétano, cabeza de cordero, una papada muy rica, pajarillas, pulmones, criadillas, hígado, riñones, callos...

En su juventud, a Húmedo le habían servido muchos platos de ese menú. Era exactamente el tipo de comida que había que servirle a un chico para que creciera mañoso en las artes de la mentira impenitente, los juegos de manos y el disfraz. Húmedo escondía a diario aquellas carnes raras y fofas bajo sus verduras; en una ocasión logró una patata de treinta centímetros de altura. De repente se le hizo la luz.

—¿Cocinaba mucho para la señora Espléndido? —preguntó.

—Noseñor. Ella vivía de ginebra, sopa de verduras, su tentempié matutino y...

—Ginebra —concluyó Peggy.

—De manera que, básicamente, ¿es un chef perruno?

—Canino, señor, si no le importa. Tal vez haya leído mi libro: Cocinar con seso. —Apuntierro lo dijo sin muchas esperanzas, y con motivo.

—Es una carrera inusual —observó Húmedo.

—Bueno, señor, me permite... es más segura... bueno, la verdad es que tengo una alergia, señor. —El chef suspiró—. Enséñaselo, Peggy.

La chica asintió y se sacó del bolsillo una tarjeta manoseada.

—Por favor, no pronuncie esta palabra, señor —dijo, mientras la sostenía en alto.

Húmedo miró.

—Es imposible evitarla en el ramo de la restauración, señor —se lamentó Apuntierro desolado.

No era el momento, de verdad que no, pero nadie tenía un corazón de timador si no le interesaban las personas.

—¿Es alérgico al a... a esto? —dijo, corrigiéndose justo a tiempo.

—No, señor. A la palabra, señor. Puedo manipular el liliáceo en cuestión, hasta puedo comerlo, pero el sonido de su nombre, en fin...

Húmedo volvió a contemplar la palabra y sacudió la cabeza con pena.

—De modo que debo evitar los restaurantes, señor —concluyó el chef.

—Ya me lo figuro. ¿Cómo le sienta la palabra... «rojo»?

—Sí, señor, ya sé adónde quiere ir a parar. Ya he pasado por eso. Rajo, mojo... ningún efecto.

—Solo ajo, entonces... Uy, lo siento...

Apuntierro se quedó paralizado, con una expresión perdida en la cara.

—Dioses, cuánto lo siento, de verdad que no quería... —empezó Húmedo.

—Lo sé —dijo Peggy con tono cansino—. La palabra acaba saliendo sola, ¿a que sí? Se quedará así durante unos quince segundos, luego lanzará el cuchillo justo hacia delante, después hablará en quirmiano fluido durante unos cuatro segundos y acto seguido se le pasará. Tome. —Entregó a Húmedo un cuenco que contenía una gran masa marrón—. Vuelva allí con el pudin de toffee pegajoso y yo me esconderé en la despensa. Estoy acostumbrada. Y además puedo hacerle una tortilla. —Sacó a Húmedo a empujones por la puerta y cerró detrás de él.

Húmedo dejó el cuenco en el suelo, para inmediato y reconcentrado interés de Don Tiquismiquis.

Observar cómo un perro intentaba mascar un gran pedazo de toffee era un pasatiempo digno de los dioses. El linaje mezclado de Don Tiquismiquis le había concedido una destreza mandibular verdaderamente pasmosa. Daba saltos mortales por el suelo, loco de alegría y haciendo muecas como una gárgola de goma en una lavadora.

Al cabo de unos segundos Húmedo oyó con toda claridad el chasquido de un cuchillo al clavarse en madera, seguido de un alarido:

Nom d'une bouilloire! Pourquoi est-ce que je suis hardiment ri sous cape à part les dieux?

Llamaron a las puertas dobles y al instante entró Doblado. Llevaba una gran caja redonda.

—La suite ya está preparada para usted, maestre —anunció—. Quiero decir, para Don Tiquismiquis.

—¿Una suite?

—Oh, sí. El presidente tiene una suite.

—Ah, esa suite. ¿Tiene que vivir encima de la tienda, por así decirlo?

—En efecto. El señor Slant ha tenido la amabilidad de entregarme una copia de las condiciones de la herencia. El presidente debe dormir en el banco todas las noches...

—Pero si tengo un apartamento la mar de apañado en el...

—Ejem. Son las Condiciones, señor —dijo Doblado—. Usted puede quedarse la cama, por supuesto —añadió con generosidad—. Don Tiquismiquis dormirá en su bandeja de entrada. Nació en ella, como detalle curioso.

—¿Tengo que quedarme aquí encerrado todas las noches?

A decir verdad, cuando Húmedo vio la suite la perspectiva le pareció un poco más halagüeña. Tuvo que abrir cuatro puertas antes de encontrar siquiera una cama. Había comedor, vestidor, baño, un retrete separado con cisterna, un dormitorio de invitados, un pasadizo a la oficina para recibir invitados y un pequeño estudio privado. El dormitorio principal contenía una gigantesca cama de roble con dosel de damasco, de la que Húmedo se enamoró en el acto. La probó para estimar sus dimensiones. Era tan blanda como tumbarse en un enorme charco caliente...

Se incorporó a toda prisa.

—¿La señora Espléndido...? —empezó, con un inicio de pánico.

—Murió sentada a su escritorio, maestre —dijo Doblado con tono reconfortante, mientras desataba el lazo de la gran caja redonda—. Hemos cambiado la silla. Por cierto, mañana es el entierro. Dioses Menores, a mediodía, abstenerse familiares no invitados.

—¿Dioses Menores? Es un poco modesto para una Espléndido, ¿no?

—Creo que varios de los antepasados de la señora Espléndido están enterrados allí. Una vez me contó, en un acceso de franqueza, que «ni de coña» pensaba ser una Espléndido para toda la eternidad. —Hubo un ruido de papeles, y Doblado añadió—: Su sombrero, señor.

—¿Qué sombrero?

—El del Maestre de la Real Casa de la Moneda. —Doblado lo levantó.

Era un sombrero negro de seda. En algún momento había sido brillante. Ahora estaba, más que nada, pelado. Los mendigos viejos llevaban mejores sombreros.

Podrían haberlo diseñado para que pareciese un montón de dólares, podría haber sido una corona, podría haber tenido pequeñas escenas hechas con joyas incrustadas que ilustrasen la historia de la malversación a lo largo de los siglos, el progreso de la moneda negociable, desde los mocos hasta el oro pasando por las conchitas blancas y las vacas. Podría haber dicho algo sobre la magia del dinero. Podría haber sido un buen sombrero.

Una chistera negra. Sin estilo. Sin una pizca de estilo.

—Señor Doblado, ¿puede encargarse de que alguien se acerque a la Oficina de Correos y traiga mis cosas aquí? —dijo Húmedo, contemplando con expresión lúgubre aquella desgracia.

—Por supuesto, maestre.

—Creo que con «señor Mustachen» bastará, gracias.

—Sí, señor. Por supuesto.

Húmedo se sentó ante el enorme escritorio y pasó las manos con arrobo por el gastado cuero verde.

Vetinari, maldito fuera, tenía razón. La Oficina de Correos lo había vuelto cauto y defensivo. Se había quedado sin desafíos, sin diversión.

Gruñó un trueno a lo lejos, y el sol de la tarde se veía amenazado por unos nubarrones negros y azulados. Una de esas tormentas fuertes que duran toda la noche se acercaba desde las llanuras. Tendían a producirse más delitos en las noches lluviosas últimamente, según el Times. Al parecer la causa era el hombre lobo de la Guardia: la lluvia dificultaba seguir el rastro de los olores.

Al cabo de un rato Peggy le llevó una tortilla que no contenía ninguna mención en absoluto a la palabra «ajo». Un poco después, llegó Gladys con su guardarropa. Entero, puerta incluida, transportado bajo el brazo. Topó contra las paredes y el techo mientras la gólem cruzaba la alfombra con él a cuestas y lo soltaba en mitad del suelo del gran dormitorio.

Húmedo se dispuso a seguirla, pero ella alzó sus manos enormes con gesto horrorizado.

—¡No, Señor! ¡Deje Que Salga Primero!

Le pasó por al lado con paso firme y salió al pasillo.

—Eso Ha Sido Casi Muy Malo —dijo.

Húmedo esperó por si había algo más, y después preguntó:

—¿Por qué, exactamente?

—Un Hombre Y Una Joven No Deben Coincidir En El Mismo Dormitorio —respondió la gólem con solemne certidumbre.

—Esto, ¿cuántos años tienes, Gladys? —dijo Húmedo con cautela.

—Mil Cincuenta Y Cuatro, Señor Mustachen.

—Ya, exacto. Y estás hecha de arcilla. Bueno, todos estamos hechos de arcilla, en cierto sentido, pero, como gólem, tú estás, por así decirlo, esto... muy hecha de arcilla...

—Sí, Señor Mustachen, Pero No Estoy Casada.

Húmedo gimió.

—Gladys, ¿qué te han dado para leer esta vez las dependientas? —preguntó.

Consejos Prudentes Para Jovencitas, De Lady Deirdre Carromato —respondió Gladys—. Es Muy Interesante. Explica Cómo Se Hacen Las Cosas.

Sacó un libro delgado del enorme bolsillo de su vestido. Las cubiertas eran chillonas.

Húmedo suspiró. Era un libro anticuado de etiqueta de esos que cuentan «Diez Cosas que Evitar con tu Parasol».

—Ya veo —dijo.

No sabía cómo explicárselo. Peor aún, no sabía qué explicarle. Los gólems eran... gólems. Grandes cachos de arcilla a los que habían insuflado la chispa de la vida. ¿Ropa? ¿Para qué? Hasta los gólems varones de la Oficina de Correos llevaban apenas un brochazo de pintura azul y dorada para estar elegantes... ¡Un momento, se le estaba pegando! ¡No había gólems varones! ¡Los gólems eran gólems, y se habían conformado con serlo durante miles de años! Y ahora estaban en la moderna Ankh-Morpork, donde se agitaban toda clase de especies, personas e ideas, y era asombroso lo que salía espumeando de la botella.

Sin mediar una palabra más, Gladys cruzó el pasillo con pasos rotundos, dio media vuelta y se quedó inmóvil. El resplandor de sus ojos menguó hasta un tono rojo mate. Así de sencillo. Había decidido quedarse.

En su bandeja de entrada, Don Tiquismiquis roncaba.

Húmedo sacó el medio pagaré que le había dado Cosmo.

Isla desierta. Isla desierta. Sé que pienso mejor cuando estoy bajo presión, pero ¿qué he querido decir exactamente?

En una isla desierta el oro no vale nada. La comida ayuda a superar la escasez de oro mucho mejor que el oro ayuda a superar la escasez de comida. Y ya puestos, el oro tampoco vale nada en una mina de oro. El medio de intercambio en una mina de oro es el pico.

Hum. Húmedo contempló el pagaré. ¿Qué necesita para valer diez mil dólares? El sello en lacre y la firma de Cosmo, eso es lo que necesita. Todo el mundo sabe que los tiene. Es de lo único que va sobrado, el muy cabrón.

Los bancos usan papeles como este a todas horas, pensó. Cualquier banco de las Llanuras me daría el dinero en efectivo, quedándose una comisión, por supuesto, porque los bancos rebañan por arriba y por debajo. Aun así, es mucho más fácil que cargar con bolsas de monedas de un lado para otro. Claro que yo también tendría que firmarlo, de otro modo no sería seguro.

Es más, si el espacio después de «páguese» estuviera en blanco, cualquiera podría emplearlo.

Isla desierta, isla desierta... En una isla desierta un saco de verduras vale más que el oro; en la ciudad el oro es más valioso que el saco de verduras.

Es una especie de ecuación, ¿verdad? ¿Dónde está el valor?

Miró fijamente.

Está en la ciudad misma. La ciudad dice: a cambio de ese oro, tendrás todo esto. La ciudad es el mago, el alquimista a la inversa. Convierte el insignificante oro en... todo.

¿Cuánto vale Ankh-Morpork? ¡Súmalo todo! Los edificios, las calles, las personas, las habilidades, el arte de las galerías, los gremios, las leyes, las bibliotecas... ¿Miles de millones? No. No habría dinero suficiente.

La ciudad era un gran lingote de oro. ¿Qué hacía falta para respaldar la moneda? Bastaba con la ciudad. La ciudad dice que un dólar vale un dólar.

Era un sueño, pero a Húmedo se le daba bien vender sueños. Y si podía vendérsele el sueño a la gente suficiente, nadie se atrevía a despertar.

En un pequeño estante sobre la mesa hay un tampón y dos sellos de goma, con el escudo de armas de la ciudad y el sello del banco. Sin embargo, a ojos de Húmedo, un halo de oro rodea también esos objetos sencillos. Tienen valor.

—¿Don Tiquismiquis? —dijo Húmedo. El perro se sentó en su bandeja, expectante. Húmedo se arremangó y flexionó los dedos—. ¿Hacemos un poco de dinero, señor presidente? —dijo.

El presidente expresó su coincidencia absoluta con un sonoro «¡Guau!».

«Páguese Al Portador la suma de Un Dólar», escribió Húmedo en una hoja nueva de papel del banco.

Estampó los dos sellos en el papel y dedicó al resultado una larga mirada crítica. Necesitaba algo más. Había que dar espectáculo a la gente. El ojo lo era todo.

Necesitaba... un toque de solemnidad, como el propio banco. ¿Quién metería sus ahorros en una cabaña de madera?

Hum.

Ah, sí. La clave era la ciudad, ¿no? Debajo escribió, con grandes letras ornamentales:

AD URBEM PERTINET

Y, con letra más pequeña, tras pensar un rato:

Promito fore ut possessori postulanti nummum unum solvem, an apte satisfaciam.

Firmado Húmedo von Mustachen p. p. el Presidente.

—Con permiso, señor presidente —dijo, y alzó al perro. En un visto y no visto apretó la pata delantera contra el tampón húmedo y dejó una nítida y pequeña huella junto a la firma.

Repitió el proceso una docena o más de veces, guardó cinco de los pagarés resultantes debajo del papel secante y se llevó el resto del nuevo dinero, y al presidente, a dar un paseo.

* * *

Cosmo Espléndido fulminó con la mirada a su reflejo. A menudo le salía tres o cuatro veces seguidas ante el espejo y luego —qué vergüenza— lo intentaba en público y la gente, si era lo bastante insensata para mencionarlo, decía: «¿Le ha entrado algo en el ojo?».

Hasta había encargado la construcción de un aparato que tiraba repetidamente de una ceja mediante un mecanismo de relojería. Había envenenado al artífice, en el momento mismo de recoger el encargo, dándole conversación en su pequeño y maloliente taller mientras la sustancia hacía efecto. El hombre tenía casi ochenta años y Cosmo había ido con mucho cuidado, de manera que el incidente no llamó la atención de la Guardia. En cualquier caso, a esa edad en realidad no debería contar como asesinato, ¿verdad? Era más bien un favor, para ser sinceros. Y obviamente, no había podido correr el riesgo de que el viejo loco le fuera a alguien con el cuento una vez que Cosmo se hubiera convertido en patricio.

Bien pensado, recapacitó, tendría que haber esperado a estar seguro de que la máquina adiestradora de cejas funcionaba debidamente. Le había dejado un ojo a la virulé antes de que le hiciera unos cuantos ajustes dubitativos.

¿Cómo lo hacía Vetinari? Era lo que le había ganado el patriciado, Cosmo estaba seguro. Bueno, un par de asesinatos misteriosos habían ayudado, sin duda, pero era el modo en que aquel hombre sabía alzar una ceja lo que lo había mantenido en el cargo.

Cosmo había estudiado a Vetinari durante mucho tiempo. Resultaba bastante fácil, en los actos sociales. También había recortado todas las imágenes que aparecían en el Times. ¿Cuál era el secreto que lo mantenía tan poderoso e indemne? ¿Cómo podía entendérsele?

Y entonces, un día, había leído en algún libro: «Si quieres entender a un hombre, camina un kilómetro con sus zapatos».

Y había tenido una idea genial y gloriosa...

Suspiró con alegría y tiró del guante negro.

A Cosmo lo habían mandado a la escuela de los Asesinos, por supuesto. Era el destino natural para los jóvenes de cierta clase y acento. Había sobrevivido y había escrito un estudio sobre los venenos porque había oído que esa era la especialidad de Vetinari, pero el sitio le había aburrido. Estaba ya tan estilizado. Se habían dejado llevar tanto por los ridículos conceptos del honor y la elegancia que parecían olvidar lo que se suponía que hacía un asesino...

El guante salió, y allí estaba.

Oh, sí...

Hastalafecha había hecho un trabajo magnífico.

Cosmo contempló el objeto maravilloso, moviendo la mano para que le diera la luz. La luz provocaba efectos extraños en el estigio: a veces le arrancaba reflejos plateados, a veces de un amarillo aceitoso, y aun otras permanecía de un negro resuelto. Y estaba caliente, incluso allí. Si le diera el sol directo prendería en llamas. Era un metal que parecía pensado para quienes se mueven en las sombras...

El anillo de Vetinari. El sello de Vetinari. Un objeto tan pequeño, y a la vez tan poderoso. Carecía de cualquier ornamentación a menos que se contara el minúsculo borde del cartucho que rodeaba, nítidamente grabada y decorada, la única letra:

V

Solo podía imaginar todo lo que tendría que haber hecho su secretario para conseguirlo. Había encargado una réplica, «de manufactura inversa», fuera eso lo que fuese, a partir de los sellos de lacre que el original había estampado de forma tan impresionante. Y había habido sobornos (de los caros) e insinuaciones de encuentros apresurados, cautelosos trueques y cambios de última hora para obtener una réplica exacta...

Y allí estaba el sello auténtico, en su dedo. Muy en su dedo, para ser sinceros. En opinión de Cosmo, Vetinari tenía unos dedos muy finos para ser un hombre, y pasar el anillo por encima del nudillo había supuesto un auténtico esfuerzo. Hastalafecha había insistido en ensancharlo, porque el muy necio no se daba cuenta de que eso lo echaría a perder por completo. La magia, y sin duda Vetinari tenía una magia propia, se disiparía. Ya no sería auténtico.

Sí, durante unos días le había dolido como un demonio, pero ahora flotaba por encima del dolor, en un cielo azul y despejado.

Se enorgullecía de no ser ningún tonto. Se habría enterado al instante si su secretario hubiese intentado darle gato por liebre con una mera copia. El latigazo que le recorrió el brazo cuando deslizó el anillo..., vale, cuando lo forzó a pasar por encima del nudillo fue suficiente para convencerlo de que era auténtico. Ya sentía cómo sus pensamientos se volvían más perspicaces y rápidos.

Rozó con el índice la profunda inscripción de la V y miró a Drumk... a Hastalafecha.

—Pareces preocupado, Hastalafecha —dijo con amabilidad.

—Se le ha puesto el dedo muy blanco, señor. Casi azul pálido. ¿Está seguro de que no le duele?

—Ni lo más mínimo. Siento que tengo... el control absoluto. Pareces muy... preocupado de un tiempo a esta parte, Hastalafecha. ¿Te encuentras bien?

—Hum... sí, señor —respondió el secretario.

—Debes entender que envié contigo al señor Arándano con un buen motivo —dijo Cosmo—. Morpeth se lo hubiese contado a alguien, tarde o temprano, por mucho que le hubieses pagado.

—Pero el chico de la sombrerería...

—Exactamente la misma situación. Y fue una lucha justa. ¿No es así, Arándano?

La reluciente calva de Arándano se elevó del libro que estaba leyendo.

—Sí, señor. Estaba armado.

—Pe... —empezó Hastalafecha.

—¿Sí? —dijo Cosmo con calma.

—Esto... nada, señor. Tiene razón, por supuesto. —Equipado con una navaja pequeña y muy borracho. Hastalafecha se preguntó cuánto contaba eso contra un matón profesional.

—Sí que la tengo, ¿no es así? —dijo Cosmo con voz afable—, y tú eres excelente en tu trabajo. Como también lo es Arándano. Pronto tendré otra pequeña misión para ti, lo presiento. Ahora vete a cenar.

Cuando Hastalafecha abrió la puerta, Arándano echó un vistazo a Cosmo, quien sacudió la cabeza de manera casi imperceptible. Hastalafecha, para su desgracia, tenía una excelente visión periférica.

Lo va a descubrir, lo va a descubrir, ¡¡¡lo va a descubriiir!!!, gimió para sus adentros mientras recorría a paso ligero los pasillos. ¡Es el maldito anillo, ese es el problema! ¡No es culpa mía que Vetinari tenga los dedos delgados! ¡Se habría olido la tostada si el puto anillo le hubiese venido bien! ¿Por qué no me dejó ensancharlo? ¡Ja, y si lo hubiera hecho habría mandado a Arándano a asesinar al joyero después! ¡Sé que lo mandará a por mí, lo sé!

Hastalafecha tenía miedo a Arándano. El tipo hablaba bajito y vestía con discreción. Y cuando Cosmo no precisaba de sus servicios se quedaba sentado leyendo libros todo el día. Eso inquietaba a Hastalafecha. Si el hombre hubiese sido un matón analfabeto las cosas, por extraño que parezca, habrían sido más... comprensibles. Además, en apariencia no tenía vello corporal, y el resplandor de su calva podía deslumbrar cuando le daba de lleno el sol.

Y todo había empezado con una mentira. ¿Por qué le había creído Cosmo? Porque estaba loco, pero por desgracia no todo el tiempo; era una especie de chiflado en los ratos libres. Tenía esa... fijación con lord Vetinari.

Hastalafecha no la había reconocido al principio, cuando solo le intrigaba que Cosmo se hubiese puesto tan pesado con su altura en la entrevista de trabajo. Pero bastó con decirle que había trabajado en palacio para que Cosmo lo contratara en el acto.

Y allí estaba la mentira, allí mismo, aunque Hastalafecha prefería verla como una desafortunada conjunción de dos verdades.

Era cierto que Hastalafecha había estado contratado en el palacio durante una temporada, y por el momento Cosmo no había descubierto que había sido como jardinero. También era cierto que había trabajado de secretario subalterno en el Gremio de Armeros antes de eso, motivo por el que no le habían dolido prendas para decir: «Fui secretario subalterno y estuve contratado en el palacio», una frase que en su opinión lord Vetinari habría analizado con más atención de la que le había dedicado el entusiasmado Cosmo. Y ahora allí estaba, asesorando a un hombre muy importante e inteligente basándose en todos los rumores que podía recordar o, cuando apretaba la desesperación, inventar. Y se estaba saliendo con la suya. En sus tratos cotidianos de negocios Cosmo era astuto, implacable y agudo como una tachuela, pero en todo lo relativo a Vetinari era crédulo como un niño.

Hastalafecha reparó en que su jefe le llamaba de vez en cuando por el nombre del secretario del patricio, pero estaba cobrando cincuenta dólares al mes, con cama y comida incluidas, y por ese dinero hasta respondería al nombre de «Daisy». Bueno, Daisy a lo mejor no, pero Clive, seguro.

Y entonces había empezado la pesadilla y, como pasa con las pesadillas, los objetos cotidianos adoptaron una siniestra importancia.

Cosmo le había pedido un par de botas viejas de Vetinari.

Aquello había supuesto un buen problema; Hastalafecha nunca había estado dentro del palacio en sí, pero aquella noche había entrado en los terrenos escalando la valla pegada a la vieja puerta verde del jardín, se había encontrado con uno de sus ex compañeros que tenía que permanecer en vela toda la noche para mantener en marcha las calderas del invernadero, había tenido una pequeña charla y a la noche siguiente había regresado para recoger un par de botas negras, viejas pero aprovechables, talla cuarenta y dos, y el dato, procedente del limpiabotas, de que su señoría desgastaba algo más el talón izquierdo que el derecho.

Hastalafecha no podía apreciar diferencia alguna en las botas que le ofrecieron, y en realidad nadie afirmaba sin ambages que aquellas fueran las legendarias Botas De Vetinari, pero el buen calzado usado bajaba flotando desde los pisos superiores hasta las dependencias del servicio en una marea de nobleza obliga, y si aquellas no eran las botas del patricio en persona, por lo menos, casi a ciencia cierta, alguna vez habían estado en la misma habitación que sus pies.

Hastalafecha pagó por ellas diez dólares y se pasó una tarde desgastando el talón izquierdo lo bastante para que se notara. Cosmo le pagó cincuenta dólares sin inmutarse, aunque sí hizo una mueca cuando se las probó.

—Si quieres entender a un hombre, camina un kilómetro con sus zapatos —había dicho, mientras cojeaba de punta a punta de su despacho.

Qué revelación tendría si se trataba de las botas del ayudante del mayordomo, Hastalafecha no podía adivinarlo, pero al cabo de media hora Cosmo pidió una palangana de agua fría y unas hierbas tonificantes, y las botas nunca habían aparecido otra vez.

Después llegó el casquete negro. Aquel había sido su único golpe de suerte en todo aquel enredo. Era hasta genuino. Casi con toda seguridad, Vetinari los compraba en la tienda que tenía en Bolters en La Matanza y Hastalafecha había vigilado el local, había entrado cuando los socios principales estaban comiendo, había hablado con el joven desharrapado que manejaba las máquinas de vapor de limpiar y estirar instaladas en la trastienda... y había descubierto que les habían enviado un casquete para que lo limpiasen. Hastalafecha salió con él en su poder, sin limpiar, tras dejar al joven extremadamente harrapado y con instrucciones de lavar un gorrito nuevo para que lo devolvieran a palacio.

Cosmo no había cabido en sí de gozo y había querido saber todos los detalles.

A la noche siguiente, resultó que el joven harrapado pasó la velada en un bar y murió fuera, en una pelea de borrachos alrededor de la medianoche, falto de dinero y aún más de hálito. La habitación de Hastalafecha era contigua a la de Arándano. Al hacer memoria, recordó que le había oído llegar tarde aquella noche.

Y ahora estaba el anillo con el sello. Hastalafecha había asegurado a Cosmo que podía conseguir que hicieran una réplica y aprovechar sus contactos —sus muy costosos contactos— en palacio para que la cambiaran por el auténtico. ¡Le había pagado cinco mil dólares!

¡Cinco mil dólares!

Y el jefe estaba eufórico. Eufórico y loco. Tenía un anillo falso pero juraba que dentro fluía el espíritu de Vetinari. A lo mejor era verdad, porque Arándano había entrado a formar parte del arreglo. Quien se dejaba arrastrar al pequeño pasatiempo de Cosmo, descubrió Hastalafecha demasiado tarde, moría.

Llegó a su habitación, entró a toda prisa y cerró la puerta. Después se apoyó en ella. Debería huir, sin esperar un minuto más. Sus ahorros comprarían mucha distancia. Pero el miedo remitió un poco cuando puso en orden sus pensamientos.

Estos le decían: Cálmate, cálmate, cálmate. La Guardia todavía no había llamado a su puerta, ¿a que no? Arándano era un profesional, y el jefe rebosaba gratitud.

Así pues... ¿por qué no un último truco? ¡Ganar un buen montón de dinero! ¿Qué podía «obtener» para sacarle al jefe otros cinco mil?

Algo sencillo pero impresionante, ahí estaba el truco, y para cuando él lo descubriera —si alguna vez lo descubría— Hastalafecha estaría en la otra punta del continente, con un nombre nuevo y bronceado hasta resultar irreconocible.

Sí... tenía que ser eso...

* * *

El sol pegaba a rabiar, y los enanos rabiaban de calor. Eran enanos de las montañas y no estaban a gusto bajo el cielo abierto.

¿Y por qué estaban allí? El rey quería saber si se extraía algo de valor del agujero que los gólems estaban cavando para la loca fumadora, pero no tenían permitido poner un pie en él porque eso constituiría allanamiento. De manera que se sentaban a la sombra y sudaban mientras, más o menos una vez al día, la loca fumadora que fumaba a todas horas salía y depositaba... trastos sobre una tosca mesa de caballetes situada delante de ellos. Los trastos tenían en común lo siguiente: eran aburridos.

Allí no había nada que minar, todo el mundo lo sabía. Solo había cieno y arena hasta el fondo mismo. No había agua potable. Las plantas que sobrevivían por esos lares almacenaban el agua de las lluvias en sus raíces hinchadas y huecas, o vivían de la humedad de la calima marina. El sitio no contenía nada de interés, y todo lo que salía del largo túnel en pendiente lo evidenciaba hasta el hastío.

Hubo huesos de viejos barcos, y de vez en cuando de viejos marineros. Hubo un par de monedas, una de plata y otra de oro, que no eran lo bastante aburridas y fueron debidamente confiscadas. Hubo vasijas rotas y trozos de estatuas que provocaron curiosidad, parte de un caldero de hierro, un ancla con varios eslabones de cadena.

Estaba claro, pensaron los enanos sentados bajo su sombra, que allí no llegaba nada que no fuera en barco. Pero había que recordar: en cuestiones de comercio y oro, nunca confíes en nadie que pueda ver por encima de tu casco.

Y después estaban los gólems. Odiaban a los gólems, porque se movían en silencio, pese a lo mucho que pesaban, y parecían trolls. Iban y venían a todas horas, recogiendo madera de vete a saber dónde, descendiendo con paso firme a la oscuridad...

Y entonces, un día, los gólems salieron en tropel del agujero, se produjo un largo debate y la mujer que fumaba se acercó a los observadores. Ellos la observaron con nerviosismo, como hacen los combatientes cuando ven acercarse a un civil confiado al que no tienen permiso para matar.

Chapurreando en enano les explicó que el túnel se había derrumbado y que iba a partir. Todo lo que habían extraído, dijo, era un regalo para el rey. Y se fue, llevándose consigo a los condenados gólems[3].

Eso había sido la semana anterior. Desde entonces el túnel se había hundido por completo y la arena arrastrada por el viento lo había cubierto todo.

* * *

El dinero se cuidaba solo. Surcaba los siglos, enterrado en papeleo, oculto tras abogados, acicalado, invertido, desviado, convertido, lavado, secado, planchado, cepillado y mantenido a salvo de todo mal e impuesto, y por encima de todo mantenido a salvo de los propios Espléndido. Conocían a sus descendientes —los habían criado ellos, al fin y al cabo— y por tanto el dinero llegaba con una escolta de fideicomisarios, gestores y cláusulas, para desaguar en la siguiente generación tan solo una cantidad medida de sí mismo, lo suficiente para mantener el tren de vida del que su nombre se había vuelto sinónimo y que les sobrase un poco para entregarse a la tradición familiar de pelearse entre ellos por, ajá, el dinero.

Ahora iban llegando, cada rama de la familia y a menudo cada individuo con su propio abogado y sus guardaespaldas, cuidando de a quién se dignaban a saludar, no fuera que sin darse cuenta sonrieran a alguien a quien tenían demandado en ese momento. Como familia, decía la gente, los Espléndido se llevaban como un saco de gatos. Cosmo los había observado en el funeral, y se habían pasado el tiempo vigilándose entre ellos, como gatos ciertamente, todos esperando a que atacase algún otro. Aun así, habría sido un acto bastante digno, si tan solo ese sobrino imbécil al que la vieja bruja había permitido vivir en el sótano no se hubiera presentado con una bata blanca mugrienta y un sombrero impermeable amarillo para lloriquear durante toda la ceremonia. Había echado a perder la ceremonia para todos los demás.

Pero ahora el funeral había terminado y los Espléndido estaban haciendo lo que siempre hacían después de los funerales, que era hablar sobre El Dinero.

No podía sentarse a los Espléndido en torno a una sola mesa. Cosmo había dispuesto mesas pequeñas en un patrón que representaba su conocimiento del estado presente de las alianzas y pequeñas guerras fratricidas, pero hubo muchos desplazamientos, roces y amenazas de acudir a los tribunales antes de que la gente ocupara su sitio. Tras ellos, las atentas filas de sus abogados prestaban mucha atención, ganando un total de un dólar cada cuatro segundos.

Al parecer, el único pariente que tenía Vetinari era una tía, caviló Cosmo. Qué suerte tenía ese hombre. Cuando él fuera Vetinari, habría que hacer criba.

—Damas y caballeros —dijo, cuando los siseos e insultos hubieron remitido—, cuánto me alegro de ver a tantos de ustedes hoy aquí...

—¡Mentiroso!

—Sobre todo a ti, Pucci —dijo Cosmo, sonriendo a su hermana. Vetinari tampoco tenía una hermana como Pucci. Cosmo estaba dispuesto a apostar a que nadie la tenía. Era un demonio con forma vagamente humana.

—Todavía tienes algo raro en la ceja, por si no lo sabías —observó Pucci. Tenía una mesa para ella sola, la voz de una sierra al dar contra un clavo con un leve toque adicional de sirena de barco, y siempre se la calificaba de «belleza de la alta sociedad», lo que demostraba lo ricos que eran los Espléndido. Cortada por la mitad daría para dos bellezas de la alta sociedad, si bien llegado ese momento ya no muy bellas. Aunque se decía que los hombres a los que había rechazado se tiraban de los puentes presas de la desesperación, la única persona que lo decía era la propia Pucci.

—Estoy seguro de que todos saben... —empezó Cosmo.

—¡Gracias a la absoluta incompetencia de tu lado de la familia has perdido nuestro banco!

La interrupción provenía de la esquina opuesta de la sala, pero suscitó un coro creciente de quejas.

—Aquí todos somos Espléndido, Josephine —le recordó con severidad—. Algunos hasta nacimos Espléndido.

Eso no funcionó. Debería haber bastado. A Vetinari le habría bastado, Cosmo estaba seguro, pero Cosmo no hizo sino soliviantar a la gente. Los gruñidos de protesta crecieron en volumen.

—¡Pues a algunos se nos da bastante mejor! —replicó Josephine. Llevaba un collar de esmeraldas, que reflejaban en su cara una luz verdosa. Cosmo estaba impresionado.

Siempre que era posible, los Espléndido se casaban con primos lejanos, pero no era infrecuente que unos pocos, en cada generación, contrajeran matrimonio con gente de fuera, para evitar el asuntillo de los «tres pulgares». Las mujeres encontraban maridos atractivos que hacían lo que se les mandaba, mientras que los hombres hallaban esposas que demostraban un asombroso talento para contagiarse de la mala uva y la susceptibilidad de mono afeitado que eran los rasgos distintivos de un auténtico Espléndido.

Josephine se sentó con una expresión ponzoñosa de satisfacción entre un coro de murmullos de aprobación. Volvió a levantarse como un resorte, para ofrecer un bis:

—¿Y qué piensas hacer con esta imperdonable situación? ¡Tu rama ha puesto a un charlatán al mando de nuestro banco! ¡Otra vez!

Pucci giró en su silla.

—¿Cómo te atreves a decir eso de mi padre?

—¡Y cómo te atreves a decir eso de Don Tiquismiquis! —añadió Cosmo.

A Vetinari le habría funcionado, lo sabía. Habría hecho que Josephine pareciese tonta y elevado el valor accionarial de Cosmo en la sala. Habría funcionado Vetinari, que podía levantar la ceja como un redoble visual.

—¿Qué? ¿Cómo? ¿Qué dices? —exclamó Josephine—. ¡No seas tonto, niño! ¡Hablo del sujeto ese, Mustachen! ¡Si es un cartero, por favor! ¿Por qué no le has ofrecido dinero?

—Se lo he ofrecido —dijo Cosmo, y añadió para su oído interno: Recordaré lo de «niño», vejestorio desteñido. ¡Ya veremos qué dices cuando sea un maestro de la ceja!

—¿Y?

—Creo que no le interesa el dinero.

—¡Bobadas!

—¿Qué pasa con el perrillo? —preguntó una voz anciana—. ¿Qué sucede si fallece, los dioses no lo quieran?

—El banco vuelve a nosotros, tita Cauti —respondió Cosmo a una viejecita muy menuda vestida de encaje negro, que tenía entre las manos una labor de punto.

—¿Da igual cómo muera el perrillo? —dijo la tía Cautelosa Espléndido, prestando una meticulosa atención a su bordado—. Siempre está la opción del veneno, sin duda.

Con un fuuusss audible, el abogado de la tita Cauti se puso en pie y dijo:

—Mi cliente desea manifestar que tan solo se refiere a la disponibilidad en general de sustancias tóxicas en general y que esto no pretende ser ni debería tomarse en modo alguno como una adhesión a cualquier línea de acción ilegal.

Habiéndose ganado su minuta, se sentó[4].

—Por desgracia, la Guardia nos cae encima como una cota de mallas barata —dijo Cosmo.

—¿Guardias en nuestro banco? ¡Les cerramos la puerta en las narices!

—Los tiempos han cambiado, tita. Ya no podemos hacer eso.

—¡Cuando tu bisabuelo tiró a su hermano por el balcón, la Guardia incluso se llevó el cuerpo por cinco chelines y una ronda de pintas de cerveza!

—Sí, tita. Ahora el patricio es lord Vetinari.

—¿Y él permitiría que los guardias se pasearan por nuestro banco como si tal cosa?

—Sin duda, tita.

—Entonces no es ningún caballero —observó la tía con pesar.

—Deja entrar a vampiros y hombres lobo en la Guardia —dijo la señorita Tarantella Espléndido—. Es asqueroso que se les permita pasearse así por las calles como si fueran personas de verdad.

... y algo hizo ¡ping! en la memoria de Cosmo.

Es clavadito a la gente de verdad, dijo la voz de su padre.

—¡Ese es tu problema, Cosmo Espléndido! —clamó Josephine, que no veía con buenos ojos el cambio de diana—. Fue la nulidad de tu padre quien...

—Cállate —la atajó Cosmo con calma—. Cállate. Y esas esmeraldas no te pegan, por cierto.

Eso era inusual. Los Espléndido tal vez se demandaran, conspirasen, desdeñaran y calumniasen, pero los buenos modales eran los buenos modales, a fin de cuentas.

En la cabeza de Cosmo sonó otro ping, y su padre diciendo: Y ha conseguido ocultar muy bien lo que es, y con mucho esfuerzo. Probablemente ya ni siquiera queda nada de lo que fue. Pero es mejor que lo sepas por si empieza a hacer cosas raras...

—Mi padre reconstruyó el negocio del banco —dijo Cosmo, con la voz resonando aún en su cabeza mientras Josephine cogía aliento para una soflama—, y todos vosotros se lo permitísteis. Sí, se lo permitisteis. Os daba igual lo que hiciera mientras tuvierais el banco disponible para vuestros pequeños chanchullos, esos que tan bien ocultamos y de los que no hablamos nunca. Compró la participación de todos los pequeños accionistas, y no os importó mientras recibísteis vuestros dividendos. La única pena es que eligiera a sus amigotes con tan poco criterio...

—¡Aún era mejor que cuando eligió a aquella corista advenediza! —exclamó Josephine.

—... aunque tuvo más ojo para escoger a su última esposa, sin embargo —prosiguió Cosmo—. Cuchi era avispada, retorcida, implacable y despiadada. El problema que tengo viene, sencillamente, de que en todo eso os ganaba. Y ahora debo pediros a todos que os vayáis. Voy a recuperar nuestro banco. Ya sabéis dónde está la salida.

Se levantó, caminó hasta la puerta, la cerró con cuidado a sus espaldas y luego salió corriendo como un poseso hacia su estudio, donde se plantó de espaldas a la puerta y se regodeó, un ejercicio para el que tenía la cara ideal.

¡El bueno de papá! Por supuesto, aquella pequeña charla había tenido lugar a sus diez años, cuando todavía no tenía su propio abogado ni había adoptado por completo la tradición Espléndido de puntillosidad y recelo. Pero papá se había comportado con sensatez. No solo había dado consejos a Cosmo, sino también munición que pudiera usar contra los demás. ¿Para qué estaban los padres, si no?

¡El señor Doblado! No era... el señor Doblado sin más. Era algo salido de las pesadillas. En su momento la revelación había asustado al joven Cosmo, que más tarde había pensado en demandar a su padre por esas noches en vela, fiel a la noble tradición de los Espléndido, pero había vacilado y ahora se alegraba. En el tribunal habría salido todo a relucir y hubiese echado a perder un regalo maravilloso.

Conque el tal Mustachen se creía que controlaba el banco, ¿eh? Pues bien, no podía administrarse el banco sin Mavolio Doblado, y el día siguiente a esa hora él, Cosmo Espléndido, sería el dueño del señor Doblado. Hum, sí... mejor dejarle un poco más de tiempo. Otro día viéndoselas con la estrafalaria temeridad de Mustachen desquiciaría al pobre señor Doblado hasta el punto en que los especiales poderes de persuasión de Arándano apenas serían necesarios. Oh, sí.

Cosmo se levantó la ceja con el dedo. Le estaba pillando el tranquillo, estaba seguro. En el comedor había estado como el mismito Vetinari, ¿verdad? Verdad. ¡Qué cara se le había quedado a los parientes cuando le había dicho a Josephine que se callara! El mero recuerdo le provocaba un cosquilleo en la columna...

¿Era el momento? Sí, solo un minuto, quizá. Se lo merecía... Abrió con llave un cajón de su escritorio, metió la mano y pulsó el botón oculto. Al otro lado de su mesa se abrió un compartimiento secreto. De él, Cosmo sacó un pequeño casquete negro. Estaba como nuevo. Hastalafecha era un genio.

Cosmo posó el gorrito en su coronilla con gran solemnidad.

Alguien llamó a la puerta del estudio. Fue un gesto sin sentido, pues acto seguido la abrieron de par en par con un empujón.

—¿Otra vez encerrándote en tu cuarto, hermanito? —dijo Pucci con gesto triunfal.

Por lo menos Cosmo había reprimido el impulso de quitarse el casquete de la cabeza como si lo hubiesen pillado haciendo una guarrada.

—En realidad no estaba cerrada con llave, como habrás visto —dijo—, y tienes prohibido acercarte a menos de quince metros de mí. Tengo una orden judicial.

—Y tú no tienes permitido acercarte a veinte metros de mí, de manera que tú te lo has saltado primero —replicó Pucci mientras giraba una silla. Le arrancó un crujido al sentarse con los brazos sobre el respaldo.

—Yo no he sido el que se ha movido, me parece.

—Bueno, cósmicamente da lo mismo —dijo Pucci—. Oye, esa obsesión tuya es peligrosa.

Ahora Cosmo sí se quitó el casquete.

—Solo intento meterme dentro de ese hombre.

—Muy peligrosa.

—Ya sabes lo que quiero decir. Quiero saber cómo funciona su cerebro.

—¿Y eso? —preguntó Pucci, señalando el gran cuadro que colgaba en la pared de enfrente del escritorio.

Hombre con perro, de William Mohína. Es un retrato de Vetinari. Fíjate en cómo parece que te siga con los ojos.

—¡El hocico del perro es lo que me sigue! ¿Vetinari tiene perro?

—Tenía. Galletas. Murió hace un tiempo. Hay una pequeña tumba en los terrenos del palacio. La visita él solo una vez por semana y deja encima una galletita para perros.

—¿Eso hace Vetinari?

—Sí.

—¿Vetinari el tirano frío, calculador y sin corazón? —insistió Pucci.

—¡Ese mismo!

—Estás mintiendo a tu dulce y querida hermana, ¿verdad?

—Créete lo que quieras. —Cosmo se regocijó en su fuero interno. Le encantaba ver la expresión de pollo mosqueado que la curiosidad rabiosa sacaba a la cara de su hermana.

—Esa clase de información cuesta dinero —dijo ella.

—Cierto. Y si te lo cuento es solo porque es inútil a menos que sepas adónde va, a qué hora y qué día. Pudiera ser, mi querida y dulce Pucci, que lo que tú llamas mi obsesión tenga en realidad una gran utilidad práctica. Observo, estudio y aprendo. Y creo que Húmedo von Mustachen y Vetinari deben de compartir algún secreto peligroso que podría incluso...

—¡Pero tú acabas de ofrecerle un soborno a Mustachen! —Pucci tenía una ventaja: era fácil hacerle confidencias porque nunca se molestaba en escuchar. Usaba el tiempo para pensar en lo que diría a continuación.

—Una suma ridícula. Y de paso he dejado caer una amenaza. O sea que ahora cree que lo sabe todo sobre mí —dijo Cosmo, sin intentar siquiera poner cara de listo—. Y que yo no sé nada de él, lo cual es más interesante todavía. ¿Cómo apareció de la nada y consiguió de inmediato uno de los cargos más altos de...?

—¿Qué demonios es eso? —preguntó con tono imperioso Pucci, cuya descomunal curiosidad se veía perjudicada por la capacidad de atención de un gatito. Señalaba el pequeño diorama que había delante de la ventana.

—¿Eso? Ah...

—Parece una jardinera ornamental. ¿Es un pueblo de juguete? ¿Qué es todo esto? ¡Dímelo ahora mismo!

Cosmo suspiró. La verdad era que no le caía mal su hermana —bueno, más allá de la sensación natural básica de irritación que todos los Espléndido se inspiraban unos a otros— pero costaba encariñarse con esa voz sonora, nasal y perpetuamente enfadada que trataba cualquier cosa que Pucci no comprendiera de inmediato, o sea, prácticamente todo, como una afrenta personal.

—Es un intento de conseguir, por medio de modelos a escala, una vista parecida a la que lord Vetinari aprecia desde el Despacho Oblongo —explicó—. Me ayuda a pensar.

—Menuda locura. ¿Qué clase de galleta para perros? —preguntó Pucci.

La información también viajaba por la comprensión de Pucci a distintas velocidades. Debía de ser todo ese pelo, pensó Cosmo.

—Ñams, de Tracklement —respondió—. Las de forma de hueso que vienen en cinco colores diferentes. Pero nunca deja una amarilla porque a Galletas no le gustaban.

—¿Sabes que dicen que Vetinari es un vampiro? —preguntó Pucci, saliéndose por la tangente de la tangente.

—¿Tú lo crees? —dijo Cosmo.

—¿Porque es alto y delgado y viste de negro? ¡Creo que hace falta algo más que eso!

—¿Y es reservado y calculador? —añadió Cosmo.

—¿Tú no lo creerás, verdad?

—No, y no supondría ninguna diferencia real si lo fuera, ¿o sí? Pero hay otras personas con secretos más... peligrosos. Peligrosos para ellas, me refiero.

—¿El señor Mustachen?

—Podría ser una de ellas, sí.

A Pucci se le encendieron los ojos.

—Sabes algo, ¿no es así?

—No exactamente, pero creo que sé dónde hay algo que saber.

—¿Dónde?

—¿De verdad quieres saberlo?

—¡Claro que sí!

—Bueno, no tengo ninguna intención de contártelo —dijo Cosmo, con una sonrisa—. ¡No dejes que te detenga! —añadió, mientras Pucci salía de la habitación hecha una furia.

«No dejes que te detenga.» Qué frase tan maravillosa había ideado Vetinari. El soniquete del doble sentido despertaba corrientes de fondo hasta en las cabezas más inocentes. Ese hombre había encontrado maneras de ejercer la tiranía incruenta que daban mil vueltas al potro de tortura.

¡Qué genio! Y Cosmo Espléndido lo tenía a una ceja de distancia.

Tendría que compensar los fallos de la cruel naturaleza. El misterioso Mustachen era la clave para llegar a Vetinari, y la clave para llegar a Mustachen...

Era hora de hablar con el señor Doblado.

CAPÍTULO V

Salir de compras — Lo desaconsejable de los masajes de gólem — Regalar dinero — Observaciones sobre la naturaleza de la confianza — El señor Doblado tiene visita —Uno más de la Familia

ónde se pone a prueba una idea bancaria? En un banco, no, eso seguro. Había que probarla allá donde la gente prestaba mucha más atención al dinero y hacía malabarismos con sus finanzas en un mundo de riesgo constante, donde la decisión tomada en una fracción de segundo marcaba la diferencia entre un beneficio triunfal o una pérdida ignominiosa. En términos generales se conocía como el mundo real, pero uno de sus nombres propios era la calle del Décimo Huevo.

La Tienda de Artículos de Broma de Boffo, en la calle del Décimo Huevo, propiedad de J. Proust, era un paraíso para quienes opinaban que el polvo para pedorretas era el último grito en humor, cosa que es en muchos aspectos. A Húmedo le había llamado la atención, sin embargo, como fuente de material para disfraces y otros artículos útiles.

Siempre había sido minucioso con sus disfraces. Un bigote que pudiera desprenderse al menor tirón no tenía cabida en su vida. Pero, ya que tenía la cara más olvidable del mundo, una cara que seguía siendo un rostro de la multitud hasta cuando estaba a solas, a veces convenía dar a la gente algo que describirle a la Guardia. Las lentes eran una elección evidente, pero Húmedo obtenía muy buenos resultados con su propio diseño de pelucas para nariz y orejas. Enséñale a un hombre unas orejas en las que se diría que han anidado unos pajarillos, observa el educado horror de sus ojos y puedes estar seguro de que eso será todo lo que recuerde.

Ahora, por supuesto, Húmedo era un hombre honrado, pero una parte de él consideraba necesario mantenerse al día, por si acaso.

Ese día compró un bote de pegamento y un gran tarro de purpurina dorada, porque les veía una utilidad.

—Serán treinta y cinco peniques, señor Mustachen —dijo el señor Proust—. ¿Va a salir algún sello nuevo?

—Uno o dos, Jack —respondió Húmedo—. ¿Cómo está Ethel? Y el pequeño Roger —añadió, tras un breve repaso a los archivos de su cabeza.

—Muy bien, gracias por preguntar. ¿Desea algo más? —preguntó Proust esperanzado, por si Húmedo había recordado de repente que la vida sería considerablemente mejor gracias a la adquisición de una docena de narices falsas.

Húmedo echó un vistazo al surtido de máscaras, manos de goma para dar sustos y narices de broma, y consideró satisfechas sus necesidades.

—Solo el cambio, Jack —dijo, y depositó con cuidado una de sus nuevas creaciones sobre el mostrador—. Basta medio dólar.

Proust se quedó mirándolo como si pudiera explotar o emitir algún gas psicotrópico.

—¿Qué es, señor?

—Un pagaré de un dólar. Un billete de dólar. Es el último grito.

—¿Tengo que firmarlo o algo?

—No. Eso es lo interesante. Es un dólar. Puede ser de cualquiera.

—¡Preferiría que fuese mío, gracias!

—Ahora lo es —dijo Húmedo—. Pero puedes usarlo para comprar cosas.

—No lleva oro —observó el tendero, levantándolo y sosteniéndolo lejos de su cuerpo, por si las moscas.

—Bueno, si te pagara en peniques y chelines tampoco llevarían oro, ¿verdad? La cuestión es que sales ganando quince peniques, y eso siempre viene bien, ¿estamos de acuerdo? Y ese billete vale un dólar. Si lo llevas a mi banco, te darán un dólar por él.

—¡Pero si ya tengo un dólar! Hum, ¿o no? —añadió Proust.

—¡Eso es! Así que ¿por qué no salir a la calle y gastarlo ahora mismo? Vamos, quiero ver cómo funciona.

—¿Esto es como los sellos, señor Mustachen? —preguntó Proust, intentando aferrarse a algo que pudiera entender—. La gente a veces me paga con sellos, porque hago muchos pedidos por correo...

—¡Sí! ¡Sí! ¡Exacto! Puedes verlo como un sello grande. Mira, vamos a hacer una cosa: esta es una oferta de promoción. Gasta ese dólar y te daré otro billete de un dólar, de manera que conservarás el mismo dinero. ¿Qué tienes que perder?

—Lo que pasa es que, a ver, si este es uno de los primeros «billetes» de un dólar, pues... en fin, mi chaval compró varios de los primeros sellos que hizo usted, ¿sabe?, y ahora valen una fortuna, o sea que, si me lo guardo, algún día valdrá dinero...

¡Vale dinero ahora! —aulló Húmedo. Ese era el problema de las personas lentas. Prefería mil veces a un tonto. Las personas lentas tardaban un poco en enterarse de las cosas, pero cuando lo hacían te pasaban por encima.

—Ya, pero, verá... —Y aquí el tendero esbozó lo que probablemente tomaba por una sonrisa taimada y en realidad le hacía parecerse a Don Tiquismiquis con un toffee a medio comer—. Usted es muy astuto con esos sellos, señor Mustachen, todo el rato sacando nuevos. Mi abuela dice que, si la cara es el espejo del alma, usted tiene para poner una tienda de espejos, sin ánimo de ofender; es mi abuela, que siempre dice lo que piensa...

—He hecho que el correo vaya puntual, ¿o no?

—Uy, sí, la yaya dice que a lo mejor es un tunante, pero que sabe lo que se hace, eso sin duda...

—¡Vale! Vamos a gastar un maldito dólar, entonces, ¿de acuerdo? —¿Tendré una especie de poder mágico dual, se preguntó, que hace que las ancianitas me calen a la primera pero les guste lo que ven?

Y así el señor Proust decidió arriesgar su dólar en la tienda de al lado, en una onza de tabaco para pipa Alegre Marinero, unos caramelos de menta y un ejemplar del ¿Con qué me asustas? Y el señor «Figurín» Palonristre, una vez se le explicó el ejercicio, aceptó el billete y cruzó con él la calle hacia el señor Drayman, el carnicero, quien lo aceptó cauteloso en pago por unas salchichas después de que le aclarasen la situación con pelos y señales, y además regaló a Húmedo un hueso «para su perrito». Era más que probable que Don Tiquismiquis no hubiera visto un hueso de verdad en su vida. Le dio varias vueltas con recelo, esperando a que pitara.

La del Décimo Huevo era una calle de pequeños comerciantes, que vendían artículos pequeños en pequeñas cantidades por pequeñas sumas a cambio de pequeños beneficios. En una calle como esa, había que tener pequeñez de miras. No era lugar para grandes ideas. Había que pensar al detalle. Los hombres de allí veían muchos más cuartos de penique que dólares.

Varios de los otros tenderos ya estaban bajando la persiana y cerrando sus establecimientos. Impulsados por el instinto de Ankh-Morpork para detectar las novedades, los comerciantes fueron acercándose para ver qué pasaba. Todos se conocían. Todos hacían negocios unos con otros. Y todo el mundo conocía a Húmedo von Mustachen, el hombre del traje dorado. Los billetes fueron examinados con mucha atención y solemne debate.

—Es como un pagaré o una señal, la verdad.

—Vale, pero ¿y si necesitas el dinero?

—Lo mismo me equivoco, pero ¿el pagaré no es el dinero?

—Vale, entonces ¿quién te lo ha de pagar?

—Esto... Jack, aquí presente, porque... No, espera... es el dinero y punto, ¿no?

Húmedo sonrió mientras el debate se bamboleaba de un lado a otro. Allí estaban brotando nuevas teorías completas sobre el dinero como champiñones: a oscuras y basadas en mierda. Pero aquellos eran hombres que contaban cada octavo de penique y que por la noche dormían con la caja del dinero bajo la cama. Pesaban la harina, las pasas y los confites con los ojos enfocados con saña en la aguja de la balanza, porque eran hombres que vivían de los márgenes. Si lograba colocarles la idea del papel moneda, se habría llevado el gato al agua, o como mínimo lo habría dejado Húmedo.

—¿O sea que creéis que tienen futuro? —preguntó en un receso de la conversación.

El consenso fue que sí, que lo tenían, pero que deberían ser más «chulos», en palabras de Figurín Palonristre: «Ya sabe, con letras más chulas y tal».

Húmedo estaba de acuerdo, y entregó un billete a cada hombre, como recuerdo. Había valido la pena.

—Y si todo se va a freír wahoonies —dijo el señor Proust—, siempre le queda el oro, ¿no? ¿El que tiene bien guardado en el sótano?

—Ah, sí, hay que tener oro —dijo el señor Drayman.

Se elevó un murmullo general de asentimiento, y a Húmedo se le cayó el alma a los pies.

—¿Pero no habíamos quedado en que no hacía falta el oro? —dijo. En realidad no era así, pero valía la pena intentarlo.

—Ya, bueno, pero tiene que estar en alguna parte —respondió el señor Drayman.

—Mantiene a raya a los bancos —añadió el señor Palonristre, con ese tono de contundente certidumbre que es santo y seña del más entendido de los seres, el hombre del bar.

—Pero creía que lo habíais entendido —protestó Húmedo—. ¡El oro no es necesario!

—Claro, señor, claro —dijo Palonristre con tono reconfortante—. Siempre que esté ahí.

—Esto... ¿sabes por un casual por qué tiene que estar ahí? —preguntó Húmedo.

—Mantiene a raya a los bancos —respondió Palonristre, basándose en que a la verdad se llega por repetición.

Y, con asentimientos de cabeza a diestro y siniestro, ese era el parecer de la calle del Décimo Huevo. Mientras el oro estuviera en alguna parte, los bancos se mantenían a raya y todo iba bien. Húmedo sintió humildad ante semejante fe. Si el oro estaba en alguna parte, las garzas dejarían de comer ranas, de paso. Pero en realidad no había poder en el mundo capaz de mantener a raya a un banco que quisiera saltársela.

Aun así, no estaba mal para ser su primer día, pese a todo. Podía construir a partir de allí.

Empezó a llover. No era un chaparrón, sino la clase de llovizna para la que casi no hace falta paraguas. Ningún carruaje de pasajeros se molestaba en recorrer la calle del Décimo Huevo buscando clientes, pero encontró uno junto al bordillo en la calle Perdedor, con el caballo cabizbajo en el arnés, el cochero arrebujado en su abrigo y los fanales titilando en el crepúsculo. Ahora que la lluvia estaba pasando a la fase de goterones penetrantes, era el paraíso para unos pies mojados.

Se acercó a toda prisa, entró, y una voz en la penumbra dijo:

—Buenas noches, señor Mustachen. Es un placer conocerle por fin. Soy Pucci. Estoy segura de que seremos amigos...

* * *

—Anda, mira, esa ha sido buena —dijo el sargento Colon de la Guardia, mientras la figura de Húmedo von Mustachen desaparecía doblando la esquina, aún acelerando—. Ha atravesado limpiamente la ventanilla del coche, ha pillado impulso rebotando en ese tipo que se acercaba con sigilo, muy resultona la voltereta al aterrizar, por cierto, y todo eso sin soltar al perrito. Para mí que no es la primera vez. Pese a todo, me veo obligado, en conjunto, a considerarlo un memo.

—El primer carruaje —dijo el cabo Nobbs, negando con la cabeza—. Hay que ver, hay que ver, hay... que... ver. No lo hubiese pensado nunca de un hombre como él.

—A eso iba —confirmó Colon—. Cuando sabes que tus enemigos campan a sus anchas, nunca, jamás te metas en el primer coche. Es de cajón. Lo saben hasta los bichos que viven debajo de las piedras.

Observaron al tipo ya no tan sigiloso, que recogía cariacontecido los restos de su iconógrafo, mientras Pucci le gritaba desde el carruaje.

—Apuesto a que, cuando se construyó el primer carruaje de pasajeros, nadie se atrevió a subirse, ¿eh, sargento? —dijo Nobby, de buen humor—. Apuesto a que el primer cochero se iba a casa todas las noches muerto de hambre porque todo el mundo lo sabía, ¿eh?

—Nada de eso, Nobby; las personas sin enemigos campando a sus anchas no tendrían ningún problema. Ahora, vamos a dar parte.

—¿Qué significa «a sus anchas», de todas formas? —preguntó Nobby mientras caminaban con paso tranquilo hacia la Casa de la Guardia de la calle Chinchulín y la perspectiva de una taza de té dulce y calentito.

—Significa que son enemigos anchos, Nobby. Tiene narices que no lo sepas, especialmente tú, que de narices sabes un rato...

—Sí que es una chica ancha, la tal Pucci Espléndido.

—Y esa familia son unos enemigos que no le recomendaría a nadie —opinó Colon—. ¿Cómo andan las probabilidades?

—¿Probabilidades, sargento? —dijo Nobby con cara de inocencia.

—Llevas un cuadernillo de apuestas, Nobby. Siempre lo llevas.

—No encuentro a nadie que acepte, sargento. El final está cantado —dijo Nobby.

—Ah, ya veo. Muy sensatos. ¿Para el domingo Mustachen aparecerá tumbado y rodeado de tiza?

—No, sargento. Todo el mundo cree que ganará.

* * *

Húmedo despertó en la gran cama blanda y ahogó un grito.

¡Pucci! ¡Puaaj! Y llevando lo que los remilgados llamaban un déshabillé. Siempre se había preguntado por el aspecto de una mujer con un déshabillé, pero no esperaba ver tanta de golpe. Aun ahora, había neuronas de su memoria esforzándose por morir.

Pero no sería Húmedo von Mustachen si no surgiera cierta dosis de despreocupación para sanar las heridas. Había huido sano y salvo, a fin de cuentas. Sí señor. No podía decirse que fuera la primera ventana por la que saltaba. Y el grito de rabia de Pucci había sido casi tan sonoro como el crujido del iconógrafo de aquel hombre al chocar contra los adoquines. El viejo truco del montaje con chica. Ja. Aun así, iba siendo hora de que hiciera algo ilegal, aunque solo fuera para devolver su mente al estado correcto de cínica supervivencia. Un año atrás no se hubiese subido al primer carruaje, eso seguro. Aunque bueno, tendría que ser un jurado muy raro el que se creyera que había sentido atracción por Pucci Espléndido; no creía que la acusación se sostuviera en un tribunal.

Se levantó, se vistió y aguzó el oído con la esperanza de oír señales de vida en la cocina. Al no captarlas, se hizo un café solo.

Armado con él, se dirigió al despacho, donde Don Tiquismiquis dormitaba en su bandeja de entrada y la chistera oficial lo esperaba, acusadoramente negra.

Ah, sí, iba a hacer algo a propósito de eso, ¿no?

Metió la mano en el bolsillo y sacó el potecito de pegamento, que era de esos tan prácticos con brocha en la tapa, y después de untar con cuidado durante un rato empezó a espolvorear la centelleante purpurina con toda la regularidad que pudo.

Seguía absorto en ese ejercicio cuando Gladys irrumpió en su visión como un eclipse de sol, sosteniendo lo que resultó ser un sándwich de panceta y huevo de sesenta centímetros de longitud y tres milímetros de grosor. También le llevaba su ejemplar del Times.

Gimió. Lo sacaban en portada. Le solía pasar. Era culpa de su atlética boca. Salía corriendo con él a cuestas siempre que veía una libreta.

Hum... aparecía también en la página dos. Anda, y en el editorial. Mierda, y también en la viñeta política, la que nunca hacía mucha gracia.

Primer golfillo: «¿Por qué Ankh-Morpork no es como una isla desierta?».

Segundo golfillo: «¡Porque cuando estás en una isla desierta los tiburones no pueden morderte!».

Para troncharse.

Sus ojos adormilados deambularon de nuevo hasta el editorial. Esos, en cambio, podían ser bastante divertidos, ya que se basaban en la premisa de que el mundo sería un sitio mucho mejor si lo dirigieran los periodistas. Eran... ¿Qué? ¿Qué veían sus ojos?

Momento de plantearse lo impensable... un viento de cambio recorre por fin las cámaras acorazadas... indudable éxito de la nueva Oficina de Correos... sellos que ya son de facto una moneda... necesidad de ideas nuevas... juventud al timón...

¿Juventud al timón? Y lo decía William de Worde, que tenía casi a ciencia cierta la misma edad que Húmedo pero escribía editoriales que sugerían que su trasero estaba relleno de tweed.

A veces costaba distinguir entre tanto fárrago lo que de Worde pensaba en realidad sobre nada, pero más allá de la espesa niebla de polisílabos parecía que el Times opinaba que Húmedo von Mustachen era, en conjunto y teniéndolo todo en cuenta, pensando a largo plazo y una cosa lleva a la otra, probablemente el hombre adecuado en el trabajo correcto.

Fue consciente de que Gladys estaba detrás de él cuando vio reflejarse una luz roja en los acabados metálicos del escritorio.

—Está Muy Tenso, Señor Mustachen —dijo.

—Ya, claro —musitó Húmedo mientras releía el editorial. Por los dioses, ese hombre de verdad escribía como si labrara las letras en piedra.

—En La Revista De Las Señoritas Había Un Artículo Interesante Sobre Los Masajes De Espalda —prosiguió Gladys. Más tarde, Húmedo pensó que tal vez debería haber prestado atención al tono esperanzado de su voz. Pero estaba pensando: y no labradas de cualquier manera, sino en grandes letras con serifa—. Son Muy Buenos Para Aliviar La Tensión Causada Por El Ajetreo De La Vida Moderna —recitó Gladys.

—Claro, claro, no hay nada peor —dijo Húmedo, y todo se volvió negro.

Lo más raro, pensó cuando Peggy y Apuntierro le hubieron reanimado y recompuesto los huesos en sus posiciones correctas, era que en verdad se sentía mucho mejor. Quizá esa fuera la idea. Quizá la función del atroz dolor al rojo vivo era hacer comprender a la víctima que en el mundo había cosas peores que una punzada ocasional.

—Lo Siento Mucho —dijo Gladys—. No Sabía Que Sucedería Eso. En La Revista Decía Que El Masajeado Experimentaría Un Delicioso Escalofrío.

—No creo que eso signifique que deba poder ver su propio globo ocular —replicó Húmedo, frotándose el cuello. Los ojos de Gladys se apagaron tanto que se sintió obligado a añadir—: Pero ya me siento mucho mejor. Es muy agradable mirar hacia abajo y no verme los talones.

—No le hagas caso, no ha sido para tanto —dijo Peggy, con camaradería femenina—. Los hombres siempre montan una escandalera a la mínima que les duela algo.

—Son Como Bebitos Pero En Grande, La Verdad —confirmó Gladys. La afirmación causó una pausa reflexiva.

—¿De dónde has sacado eso? —preguntó Húmedo.

—Me Transmitió La Información Glenda Del Mostrador De Sellos.

—Pues bueno, de ahora en adelante no quiero que...

Se abrieron las grandes puertas. Dejaron entrar un murmullo de los pisos inferiores y, cabalgando el ruido como una especie de surfista auditivo, entró el señor Doblado, taciturno y demasiado pulcro y despierto para esa hora de la mañana.

—Buenos días, maestre —dijo con voz gélida—. La calle está llena de gente. Y me gustaría aprovechar esta oportunidad para felicitarle por refutar una teoría que en la actualidad está muy de moda en la Universidad Invisible.

—¿Uh? —dijo Húmedo.

—A algunos les gusta sugerir que existe una serie infinita de universos para conceder a todo lo que podría suceder un lugar en el que suceder. Se trata, por supuesto, de una bobada que nos planteamos solo porque confundimos las palabras con la realidad. Ahora, sin embargo, puedo demostrar lo que digo, ya que en semejante infinitud de mundos tendría que haber uno en el que yo aplaudiera sus acciones recientes y, puede estar seguro, señor, ¡el infinito no es tan grande! —Se irguió—. ¡La gente aporrea las puertas! ¡Quieren cerrar sus cuentas! ¡Le dije que la banca se basaba en la confianza!

—Oh, cielos —dijo Húmedo.

—¡Piden oro!

—Creía que eso era lo que prome...

—¡Solo es una promesa metafórica! ¡Se lo dije, se basa en el entendido de que nadie lo reclamará de verdad!

—¿Cuántas personas quieren retirar su dinero? —preguntó Húmedo.

—¡Casi veinte!

—Pues montan un escándalo de cuidado, ¿no cree?

El señor Doblado parecía incómodo.

—Bueno, hay otros —reconoció—. Un puñado de personas desinformadas pretenden abrir cuentas, pero...

—¿Cuántas?

—Unas doscientas o trescientas, pero...

—¿Abrir cuentas, dice? —preguntó Húmedo. El señor Doblado se retorcía.

—Solo con sumas insignificantes, unos pocos dólares aquí y allá —dijo con desdén—. Se diría que creen que tiene usted «un as en la manga». —Las comillas se estremecieron como una chica de buena familia al recoger un ratón muerto.

Una parte de Húmedo retrocedió, pero otra empezó a sentir el viento en la cara.

—Bueno, no debemos decepcionarles, ¿verdad? —dijo, mientras recogía la chistera dorada, que seguía algo pegajosa. Doblado la miró con rabia.

—Los demás bancos están furiosos, ¿sabe? —dijo, mientras seguía con pasos zancudos y apresurados al maestre de la Casa de la Moneda en su camino a la escalera.

—¿Eso es bueno o malo? —dijo Húmedo por encima del hombro—. Oiga, ¿cuál es la regla de los préstamos bancarios? La oí una vez. Tiene algo que ver con el interés.

—¿Se refiere a «Pide a medio, presta a dos y a casa a las tres»? —sugirió Doblado.

—¡Eso mismo! He estado pensando en ello. Podríamos recortar esos números, ¿no le parece?

—¡Esto es Ankh-Morpork! ¡Un banco debe ser una fortaleza! ¡Eso es caro!

—Pero podríamos alterarlos un poco, ¿no? Y no estamos pagando intereses a los saldos inferiores a cien dólares, ¿correcto?

—Sí, así es.

—Bueno, de ahora en adelante cualquiera podrá abrir una cuenta con cinco dólares, y empezaremos a pagar intereses mucho antes. Eso alisará los bultos de los colchones, ¿o no?

—¡Maestre, protesto! ¡La banca no es un juego!

—Querido señor Doblado, es un juego, un juego muy viejo que se llama «A ver hasta dónde cuela».

Se oyó una ovación. Habían llegado a un descansillo abierto que dominaba el vestíbulo del banco como un púlpito domina a los pecadores, y un campo de caras se alzó para mirar fijamente a Húmedo en silencio por un momento. Entonces alguien gritó:

—¿Va a hacernos ricos a todos, señor Mustachen?

Maldita sea, pensó Húmedo. ¿Qué hacen todos aquí?

—¡Bueno, voy a hacer todo lo posible por echar mano a vuestro dinero! —prometió.

Eso arrancó más vítores. A Húmedo no le sorprendió. Dile a alguien que piensas robarle y lo único que pasa es que te labras reputación de ser franco.

Las expectantes orejas bebían de su lengua, y su sentido común corrió a esconderse. Oyó que su boca añadía:

—Y para que nos deis más, creo, o mejor dicho, el presidente cree, que deberíamos plantearnos un uno por ciento de interés en todas las cuentas que contengan cinco dólares durante un año entero.

El anuncio arrancó una exclamación ahogada al cajero jefe, pero poco entusiasmo entre la muchedumbre, la mayoría de cuyos integrantes eran del culto al Calcetín Bajo el Colchón. En realidad, la noticia no pareció caer bien. Entonces alguien levantó la mano y dijo:

—Eso es mucho pagar solo porque me guardes el dinero en tu sótano, ¿no?

—No, es lo que yo os pagaré a vosotros por que me dejéis guardaros el dinero en mi sótano durante un año —dijo Húmedo.

—¿En serio?

—Desde luego. Confiad en mí.

La cara del interesado se deformó hasta convertirse en la conocida máscara de un pensador lento que intenta acelerar.

—Entonces... ¿dónde está el truco? —preguntó al cabo de un rato.

En todas partes, pensó Húmedo. Para empezar, no lo guardaré en mi sótano, lo guardaré en el bolsillo de alguien. Pero eso no tienes por qué saberlo ahora mismo.

—No hay truco —dijo—. Si ingresas un depósito de cien dólares, al cabo de un año tendrás ciento un dólares.

—Eso es muy fácil decirlo, pero ¿de dónde vamos a sacar la gente como yo cien dólares?

—De aquí mismo, si invertís un dólar y esperáis... ¿cuánto, señor Doblado?

El cajero jefe bufó.

—¡Cuatrocientos sesenta y un años!

—Vale, es una espera un poco larga, pero vuestros tatara tatara tatara etcétera nietos estarán orgullosos de vosotros —dijo Húmedo, por encima de las carcajadas—. Os diré lo que vamos a hacer: si abrís una cuenta hoy aquí de, pongamos, cinco dólares, el lunes os daremos un dólar gratis. Un dólar gratis para llevar, damas y caballeros, ¿y dónde vais a conseguir una oferta mejor que...?

—¿Un dólar de verdad, dice, o una de estas falsificaciones?

Se montó un revuelo cerca de la puerta, y Pucci Espléndido entró dándose aires. Por lo menos lo intentó, pero unos buenos aires necesitan planificación, y probablemente un ensayo. No basta con probar a ver qué pasa. Lo único que se obtiene son muchos empujones.

Los dos matones destinados a abrir paso entre el gentío se vieron derrotados por la pura superioridad numérica, lo que significó que los jóvenes bastante más delgados que llevaban de sus correas a los sabuesos rubios de exquisito pedigrí se quedaron atascados por detrás. Pucci tuvo que abrirse camino con los hombros.

Podría haber quedado tan, tan bien, pensó Húmedo. Tenía todos los ingredientes correctos: los matones vestidos de negro tan amenazantes, los perros tan lustrosos y rubios. Pero la propia Pucci había sido agraciada con unos ojillos pequeños y suspicaces y un labio superior generoso que se combinaban con el cuello largo para sugerir a un observador sincero la imagen de un pato recién ofendido por una trucha al pasar a su lado.

Alguien debería haberle dicho que el negro no era su color, que sus caras pieles sentaban mejor a sus propietarios originales, que si vas a llevar tacones altos entonces el consejo de moda de esta semana es no llevar gafas de sol a la vez, porque cuando pasas de un sol deslumbrante a la relativa penumbra de, pongamos, un banco, perderás todo sentido de la orientación y empalarás el pie de uno de tus propios guardaespaldas. Alguien debería haberle dicho, en realidad, que el auténtico estilo nace de una astucia y una mendacidad innatas. No puede comprarse.

—¡La señorita Pucci Espléndido, damas y caballeros! —anunció Húmedo, que empezó a aplaudir mientras Pucci se quitaba las gafas de sol con un gesto brusco y avanzaba hacia el mostrador con ojos homicidas—. Una de las consejeras que hará dinero junto a todos nosotros.

Hubo algunos aplausos entre los presentes, la mayoría de los cuales no habían visto nunca a Pucci pero acogían de buena gana el espectáculo gratuito.

—¡Atención! ¡Escuchadme! Escuchadme todos —ordenó ella. Una vez más hizo ondear lo que a ojos de Húmedo se parecía mucho a uno de los billetes de dólar experimentales—. ¡Esto no es más que papel sin valor! ¡Esto es lo que os dará!

—No, es lo mismo que un cheque al portador o un efecto bancario —dijo Húmedo.

—¿De verdad? ¡Ya veremos! ¡Atención! ¡Buena gente de Ankh-Morpork! ¿Cree alguno de vosotros que este pedazo de papel puede valer un dólar? ¿Alguien me daría un dólar por él? —Pucci agitó el billete con desprecio.

—No sé. ¿Qué es? —preguntó alguien, y la muchedumbre empezó a murmurar.

—Un billete de banco experimental —respondió Húmedo, por encima del creciente revuelo—. Solo para probar la idea.

—¿Cuántos hay, entonces? —preguntó el mismo hombre.

—Unos doce —dijo Húmedo.

El hombre se volvió hacia Pucci.

—Le doy cinco dólares por él, ¿qué me dice?

—¿Cinco? ¡Pone que vale uno! —exclamó Pucci, horrorizada.

—Sí, ya. Cinco dólares, señorita.

—¿Por qué? ¿Estás loco?

—¡Estoy tan cuerdo como el que más, gracias, señorita!

—¡Siete dólares aquí! —dijo el que más, levantando la mano.

—¡Esto es una locura! —aulló Pucci.

—¿Locura? —dijo el que más, y señaló a Húmedo—. ¡Si hubiera comprado un puñado de los sellos negros de penique cuando este figura los sacó el año pasado, ahora sería rico!

—¿Alguien se acuerda del Azul Triangular? —dijo otro postor—. Cincuenta peniques, costaba. Puse uno en una carta a mi tía; ¡para cuando llegó allí valía cincuenta dólares! ¡Y la vieja bruja no me lo quiso devolver!

—Ahora vale ciento sesenta —comentó alguien detrás de él—. Subastado la semana pasada en el Emporio del Sello y el Alfiler de Dave. ¡Subo a diez dólares, señorita!

—¡Quince!

Húmedo gozaba de una buena vista desde la escalera. Al fondo del vestíbulo se había formado un pequeño consorcio, sobre la base de que era mejor tener participaciones pequeñas que ninguna.

¡La filatelia! Había empezado el primer día, y después se había inflado como un enorme... algo, que seguía unas reglas extrañas y locas. ¿Había otro campo donde las taras aumentasen el valor de las cosas? ¿Compraría alguien un traje solo porque una manga era más corta que la otra? ¿O porque todavía llevaba enganchado un retal? Por supuesto, cuando Húmedo había detectado el fenómeno, había colado defectos a propósito, en aras del entretenimiento público, pero desde luego no había planeado que la cabeza de lord Vetinari apareciese del revés una sola vez en cada lámina de Azules. Uno de los impresores estaba a punto de destruirlos cuando Húmedo lo tumbó con un placaje volador.

El asunto entero era irreal, y lo irreal era el mundo de Húmedo. En sus años de calavera había vendido sueños, y el que mejor se vendía en ese mundo era el de hacerse muy rico gracias a un golpe de suerte. Había vendido cristal como diamante porque la avaricia nublaba la vista de los hombres. Personas sensatas y rectas que trabajan duro a diario creían pese a todo, contra todo lo que dictaba la experiencia, en el dinero a cambio de nada. Pero los filatelistas... creían en las pequeñas perfecciones. Era posible arreglar una pequeña parte del mundo. Y aunque no pudiera arreglarse del todo, por lo menos sabías el trocito que faltaba. Podría tratarse, por ejemplo, del Triangular Azul defectuoso de cincuenta peniques, pero todavía quedaban seis repartidos por el mundo, y ¿quién sabía qué golpe de suerte podía bendecir al buscador constante?

Tendría que ser un golpe bastante grande, debía reconocer Húmedo, porque cuatro de ellos estaban a buen recaudo por si venían mal dadas en una cajita de plomo bajo los tablones del suelo de su despacho. Aun así, había dos en paradero desconocido, quizá destruidos, perdidos, comidos por los caracoles o —y allí la esperanza se espesaba como la nieve de invierno— todavía escondidos en cualquier fajo de cartas al fondo de un cajón.

... y la señorita Pucci sencillamente no sabía cómo ganarse a una multitud. Daba pisotones, exigía atención, intimidaba e insultaba, y no le servía de nada llamarles «buena gente», porque a nadie le gusta un mentiroso descarado. Y ahora estaba perdiendo los papeles, porque las pujas habían llegado a los treinta y cuatro dólares. Y ahora...

... ¡lo había hecho pedazos!

—¡Esto es lo que pienso de este estúpido dinero! —proclamó, mientras lanzaba al aire los pedacitos. Luego se irguió, jadeando y con aire triunfal, como si hubiese hecho algo inteligente.

Acababa de escupir a todos los presentes. Daban ganas de echarse a llorar, de verdad que sí. En fin...

Húmedo sacó del bolsillo uno de los nuevos billetes y lo sostuvo en alto.

—¡Damas y caballeros! —anunció—. Tengo aquí un billete de un dólar de Primera Generación, de los que cada vez quedan menos. —Las risas le obligaron a hacer una pausa—. Está firmado por mí mismo y por el presidente. ¡Pujas por encima de los cuarenta dólares, por favor! ¡Todos los beneficios irán a parar a los niños pequeños!

Consiguió que llegaran hasta cincuenta, aceptando alguna mejora de postores imaginarios. Pucci, a la que nadie hacía caso, aguantó echando humo durante un rato y luego se fue haciendo aspavientos. Y fueron unos buenos aspavientos, por cierto. No tenía ni idea de cómo tratar a la gente e intentaba que la autoestima hiciera el trabajo de la dignidad, pero la chica podía ganar en aspavientos a un pavo gordo en una cama elástica.

El afortunado ganador ya estaba rodeado por sus desafortunados compañeros de puja para cuando Pucci llegó a las puertas del banco. El resto de la multitud se abalanzó sobre los mostradores, no muy segura de lo que pasaba pero decidida a participar en ello.

Húmedo hizo bocina con las manos y gritó:

—¡Y esta tarde, damas y caballeros, el señor Doblado y un servidor estaremos a su disposición para hablar de préstamos bancarios! —Eso causó más revuelo todavía.

—Prestidigitación, señor Mustachen —dijo Doblado, dando la espalda a la balaustrada—. Esto son solo trucos de prestidigitación.

—¡Pero sin truco y sin mover los dedos, señor Doblado! —dijo Húmedo con desenfado.

—¿Y los «niños pequeños»? —preguntó Doblado.

—Encuentre unos. Tiene que haber un orfanato que necesite cincuenta dólares. Será una donación anónima, claro está.

Doblado parecía sorprendido.

—¿De verdad, señor Mustachen? Diré, sin pelos en la lengua, que me parecía usted el tipo de persona que lo anuncia a bombo y platillo si hace una donación benéfica. —Logró hacer que «bombo y platillo» sonase a perversión ignota.

—Bueno, pues no lo soy. Hacer el bien a la chita callando, ese es mi lema. —Lo descubrirán en un periquete, añadió para sus adentros, y entonces seré no solo un pedazo de pan sino además decente y modesto.

Me pregunto si soy de verdad un cabrón o solo es que se me da muy bien pensar como si lo fuera.

Algo le daba codazos mentales. Los pelillos de su nuca estaban erizándose. Había algo mal, fuera de lugar... peligroso.

Se volvió y observó de nuevo el vestíbulo. La gente iba de un lado a otro, formando colas, hablando en corros...

En un mundo de movimiento, la inmovilidad atrae la mirada. En mitad de la zona pública del banco, olvidado por la multitud, había un hombre quieto como si estuviera congelado en el tiempo. Iba vestido de negro de la cabeza a los pies, con uno de esos sombreros planos y anchos que a menudo llevan las sectas omnianas más lúgubres. Estaba inmóvil, sin más. Y observaba.

Un curioso como cualquier otro que no quería perderse el espectáculo, se dijo Húmedo, y supo al instante que mentía. El hombre estaba causando un peso en su mundo.

He guardado declaraciones juradas...

¿Él? ¿Sobre qué? Húmedo no tenía pasado. Bueno, una docena de alias habían acumulado un pasado bastante ajetreado y colorido en conjunto, pero todos se habían evaporado junto con Albert Relumbrón, ahorcado hasta la casi muerte y despertado por lord Vetinari, que había ofrecido a Húmedo von Mustachen una flamante vida nueva...

¡Por los dioses, se estaba volviendo impresionable, solo porque un tipejo entrado en años lo miraba con una sonrisilla extraña! ¡Nadie lo conocía! ¡Era el señor Olvidable! Si paseaba por la ciudad sin el traje dorado, era tan solo otra cara.

—¿Se encuentra bien, señor Mustachen?

Húmedo se volvió y miró a la cara del cajero jefe.

—¿Qué? Ah... no. Quiero decir sí. Esto... ¿había visto alguna vez a ese hombre?

—¿De qué hombre me habla?

Húmedo dio media vuelta para señalar al tipo de negro, pero se había ido.

—Parecía un predicador —murmuró—. Estaba... bueno, estaba mirándome.

—Bueno, la verdad es que va usted pidiéndolo. ¿Quizá coincida conmigo en que el sombrero dorado ha sido un error?

—¡El sombrero me gusta! ¡No hay otro igual!

Doblado asintió.

—Por suerte, eso es verdad, señor. Hay que ver. Dinero de papel. Una práctica solo empleada por los impíos agateanos...

—¿Impíos? ¡Tienen muchos más dioses que nosotros! ¡Y allí el oro vale menos que el hierro! —Húmedo aflojó. La cara de Doblado, por lo general tan controlada y altiva, se había arrugado como una bola de papel—. Mire, he estado leyendo. Los bancos acuñan monedas hasta cuadruplicar la cantidad de oro que guardan. Eso es una chorrada que podríamos dejar de lado. Es un mundo de fantasía. ¡Esta ciudad es lo bastante rica para ser su propio lingote de oro!

—Confían en usted sin ningún motivo —replicó Doblado—. Confían en usted porque les hace reír. Yo no hago reír a la gente, y este no es mi mundo. Yo no sé sonreír como usted ni hablar como usted. ¿No lo entiende? Tiene que haber algo que posea un valor que vaya más allá de la moda y la política, un valor que perdure. ¿Está poniendo a Vetinari al mando de mi banco? ¿Qué garantiza los ahorros que esas personas están derramando sobre nuestro mostrador?

—No qué, sino quién. Soy yo. Me encargaré personalmente de que este banco no quiebre.

—¿Usted?

—Sí.

—Ah, claro, el hombre del traje dorado —dijo Doblado con amargura—. Y si todo lo demás falla, ¿rezará?

—La última vez funcionó —respondió Húmedo con calma.

Doblado volvió a tener su tic en el ojo. Por primera vez desde que Húmedo lo había conocido parecía... perdido.

—¡No sé qué quiere usted que haga!

Era casi un gemido. Húmedo le dio una palmadita en la espalda.

—Llevar el banco, como siempre ha hecho. Creo que deberíamos preparar algunos préstamos, con todo este efectivo que nos está entrando. ¿Tiene usted buen ojo para las personas?

—Creía que lo tenía —respondió Doblado—. ¿Ahora? No tengo ni idea. Lamento decir que a sir Joshua no se le daba bien. La señora Espléndido tenía un ojo muy, muy bueno, en mi opinión.

—Mejor de lo que podría imaginarse —dijo Húmedo—. Bien. Sacaré al presidente a dar su paseo y luego... repartiremos algo de dinero. ¿Qué le parece?

El señor Doblado se estremeció.

* * *

El Times sacó una edición a primera hora de la tarde con una gran imagen en primera página de la cola que serpenteaba desde la puerta del banco. La mayoría de quienes la formaban querían estar en el ajo, fuera lo que fuese el ajo, y el resto hacían cola bajo la suposición de que podía haber algo interesante en el otro extremo. Había un chaval vendiendo periódicos, que la gente compraba para leer el artículo titulado «Una cola enorme desborda a un banco», lo que a Húmedo le parecía un poco raro. Estaban en la cola, ¿no? ¿Acaso solo era real si leían sobre ella?

—Ya hay algunas... personas que desean informarse sobre los préstamos, señor —anunció Doblado, a sus espaldas—. Le sugiero que me permita lidiar con ellas.

—No, lo haremos juntos, señor Doblado —dijo Húmedo, apartándose de la ventana—. Acompáñelos a la oficina de abajo, por favor.

—De verdad creo que debería dejarme esto a mí, señor. A algunos la idea de la banca les viene bastante de nuevas —insistió Doblado—. A decir verdad, creo que varios de ellos no han estado nunca en un banco, salvo quizá después de hacerse oscuro.

—Me gustaría que estuviera usted presente, por supuesto, pero yo tomaré la decisión final —sentenció Húmedo, con toda la altivez que pudo reunir—. Ayudado por el presidente, claro está.

—¿Don Tiquismiquis?

—Y tanto.

—Él sí tiene un ojo clínico, ¿no?

—¡Y tanto!

Húmedo recogió al perro y se dirigió a la oficina. Sentía la mirada furibunda del cajero jefe a su espalda.

Doblado tenía razón. Varias de las personas que aguardaban esperanzadas para verlo y hablar de un préstamo pensaban en términos de un par de dólares hasta el viernes. Esos fueron fáciles de tratar. Después estaban los otros...

—¿Señor Escurridizo, no es así? —dijo Húmedo. Sabía que lo era, pero había que hablar de esa manera cuando uno se sentaba detrás de un escritorio.

—Eso es, señor, de toda la vida —respondió el señor Escurridizo, cuya expresión tenía un permanente aire de ansiedad, como de roedor—. Podría ser otra persona si quiere.

—Y vende usted empanadas de cerdo, salchichas, pinchitos de rata...

—Bueno, proveo de todo eso, señor —le corrigió Escurridizo—, puesto que soy proveedor.

Húmedo lo miró por encima del papeleo. Yago Víctor Aduce León Revelación Escurridizo, un nombre más grande que el hombre en sí. Todo el mundo conocía a Y. V. A. L. R. Escurridizo. Vendía empanadillas y salchichas de una bandeja, por lo general a personas tocadas por la bebida que luego eran hundidas por la comida.

Húmedo había comido alguna empanadilla de cerdo que otra y una salchicha en panecillo o dos, a pesar de todo, y ese mismo hecho le interesaba. Los productos tenían algo que hacía volver por más. Tenía que haber un ingrediente secreto, o tal vez el cerebro simplemente no creyera lo que le contaban las papilas gustativas y ansiaba sentir de nuevo aquel aluvión de sustancias calientes, grasientas, no del todo orgánicas y ligeramente crujientes deslizándose por la lengua. De modo que comprabas otra.

Además, había que reconocerlo: había ocasiones en las que una salchicha en panecillo de Escurridizo era exactamente lo que uno quería. Triste, pero cierto. Todo el mundo tenía momentos así. La vida te hundía tanto en el hoyo que por unos segundos vitales aquella cacerolada de grasas extrañas y texturas preocupantes era tu única amiga en el mundo.

—¿Tiene cuenta con nosotros, señor Escurridizo?

—Síseñor, graciasseñor —respondió Escurridizo, que había rechazado la invitación de dejar su bandeja y se había sentado con ella por delante como un escudo. Parecía que el banco ponía nervioso al vendedor callejero. Claro que esa era la intención. Para eso estaban los pilares y el mármol. Su misión era que la gente se sintiese fuera de lugar.

—El señor Escurridizo ha abierto una cuenta con cinco dólares —informó Doblado.

—Y le he traído una salchicha a su perrito —añadió Escurridizo.

—¿Por qué necesita un préstamo, señor Escurridizo? —preguntó Húmedo mientras observaba cómo Don Tiquismiquis olisqueaba la salchicha con recelo.

—Quiero ampliar el negocio, señor —dijo Escurridizo.

—Lleva más de treinta años comerciando —dijo Húmedo.

—Síseñor, graciasseñor.

—Y sus productos son, creo que puede decirse, únicos...

—Síseñor, graciasseñor.

—O sea que imagino que ahora necesita nuestra ayuda para abrir una cadena de cafeterías franquiciadas que exploten el nombre de Escurridizo, ofreciendo un surtido de alimentos y bebidas que luzcan su inconfundible efigie —conjeturó Húmedo.

Don Tiquismiquis saltó del escritorio con la salchicha agarrada con suavidad entre las fauces, la soltó en un rincón de la oficina y trató con todo su ímpetu de enterrarla bajo la alfombra.

Escurridizo miró fijamente a Húmedo y luego dijo:

—Síseñor, si insiste, pero en realidad pensaba en una carreta.

—¿Una carreta? —dijo Doblado.

—Síseñor. Sé dónde puedo conseguir una muy bonita de segunda mano, con horno y demás. Pintada y todo. Wally el Baldado se retira del negocio de las patatas rellenas por culpa del estrés, y me la deja por quince dólares a tocateja. Una oportunidad que no puede dejarse escapar, señor. —Miró con nerviosismo a Doblado, y añadió—: Podría devolverles un dólar por semana.

—Durante veinte semanas —dijo Doblado.

—Diecisiete —dijo Húmedo.

—Pero si el perro acaba de intentar... —empezó Doblado.

Húmedo atajó la objeción con un gesto de la mano.

—Entonces, ¿tenemos un trato, señor Escurridizo?

—Síseñor, graciasseñor —dijo este—. Es buena idea eso que dice de la cadena y demás, ojo, y le doy las gracias. Pero creo que en este negocio sale más a cuenta tener movilidad.

El señor Doblado contó los quince dólares de mal humor y empezó a hablar en cuanto la puerta se cerró a la salida del vendedor.

—Ni siquiera el perro ha querido...

—Pero los humanos querrán, señor Doblado —dijo Húmedo—. Y ahí radica la genialidad. Creo que lo que más dinero le da es la mostaza, pero ahí tiene a un hombre que sabe vender chisporroteo, señor Doblado. Y ese es un mercado muy rentable.

El último candidato a prestatario vino anunciado por una pareja de hombres musculosos que se apostaron uno a cada lado de la puerta, y después por un olor que mataba incluso el duradero aroma de la salchicha de Escurridizo. No era un olor especialmente malo, que recordase a patatas podridas o túneles abandonados; era lo que se obtenía cuando se empezaba con una peste inmunda y luego se frotaba con fuerza pero sin mucho efecto, y rodeaba a Rey como el manto de un emperador.

Húmedo estaba anonadado. Rey del Río de Oro, le llamaban, porque los cimientos de su fortuna eran la recogida diaria que sus hombres hacían de la orina de todas las posadas y tabernas de la ciudad. Los clientes le pagaban para que se la llevase, y los alquimistas, curtidores y tintoreros le pagaban para que se la trajese.

Pero eso había sido solo el principio. Los hombres de Harry Rey se lo llevaban todo. Se veían sus carros por todas partes, sobre todo al rayar el alba. Todo ropavejero y cribador de basuras, todo pocero, estercolero o chatarrero... Hay que trabajar para Harry Rey, decían, porque una pierna rota es mala para el negocio y Harry no se anda con chiquitas. Decían que, a la que un perro en la calle parecía siquiera un poco apurado, aparecía en un santiamén un hombre del Rey para ponerle una pala bajo el culo, porque el estiércol de perro de primera se pagaba a nueve peniques el cubo en las tenerías de clase alta. Ellos pagaban a Harry. La ciudad pagaba a Harry. Todo el mundo pagaba a Harry. Y lo que él no podía revenderles en una forma más fragante iba destinado a alimentar sus gigantescos montones de abono río abajo, que en los días de mucho frío mandaban a los cielos tales columnas de vapor que los niños los llamaban las fábricas de nubes.

Aparte de sus ayudantes a sueldo, Rey llegó acompañado por un joven escuálido agarrado a un maletín.

—Tiene un buen chiringuito —observó Harry mientras se sentaba en la silla de enfrente de Húmedo—. Muy bien montado. Mi mujer me da la vara para que ponga cortinas como esas en casa. Soy Harry Rey, señor Mustachen. Acabo de ingresar cincuenta mil dólares en su banco.

—Muchas gracias, señor Rey. Haremos todo lo posible por cuidar de ellos.

—Eso está bien. Y ahora me gustaría pedir prestados cien mil, gracias —dijo Harry, sacando un grueso puro.

—¿Tiene alguna garantía, señor Rey? —intervino Doblado.

Harry Rey ni siquiera lo miró. Encendió el puro, dio varias caladas y señaló con él en la dirección aproximada del cajero jefe.

—¿Quién es ese, señor Mustachen?

—El señor Doblado es nuestro cajero jefe —respondió Húmedo, sin atreverse a mirar la cara de Doblado.

—Un chupatintas, vamos —dijo Harry Rey con desdén—, y esa ha sido una pregunta de chupatintas. —Se inclinó hacia delante—. Me llamo Harry Rey. Esa es su garantía, ni más ni menos, y debería ser suficiente para cien mil por estos lares. Harry Rey. Todo el mundo me conoce. Pago mis deudas y cobro lo que se me debe, ya lo creo que sí. Mi apretón de manos es mi fortuna. Harry Rey.

Dejó caer sus pesadas manos sobre la mesa con un golpetazo. Salvo por el meñique izquierdo, que le faltaba, y el derecho, que estaba desnudo, en cada uno de sus dedos había un anillo de oro macizo, y cada anillo llevaba una letra grabada. Si alguien los veía acercarse, por ejemplo en un callejón oscuro porque había estado sisando una parte de las ganancias, el último nombre que vería sería H*A*R*R*Y*R*E*Y. Era un dato que convenía mantener presente en la sesera si quería mantenerse presente la sesera.

Húmedo miró al hombre a los ojos.

—Necesitaremos mucho más que eso —gruñó Doblado, desde algún punto por encima de Húmedo.

Harry Rey no se molestó en mirar. Dijo:

—Yo solo hablo con el organillero.

—Señor Doblado, ¿podría salir fuera unos minutos? —dijo Húmedo en tono desenfadado—. ¿Y quizá los... asociados del señor Rey harán lo mismo?

Harry Rey asintió de manera casi imperceptible.

—Señor Mustachen, realmente debo...

—Por favor, señor Doblado.

El cajero jefe bufó, pero siguió a los matones fuera de la oficina. El joven del maletín hizo ademán de partir, pero Harry lo sentó de nuevo con un gesto de la mano.

—Le conviene echar un ojo a ese Doblado —dijo—. Tiene algo que no me hace gracia.

—Es algo raro, sí, pero lo de que no hace gracia le encantaría —dijo Húmedo—. Bueno, pues, ¿por qué necesita dinero Harry Rey, señor Rey? Todo el mundo sabe que es rico. ¿Se ha venido abajo el negocio de la caca de perro? ¿O sigue viniendo abajo ella?

—Estoy con-so-li-dando —respondió Rey—. Este asunto del Subproyecto... van a salir unas cuantas oportunidades para el hombre que esté en el sitio adecuado. Hay terrenos que comprar, manos que untar... ya sabe cómo va esto. Pero los demás bancos no quieren prestar dinero al Rey del Río de Oro, aunque sean mis muchachos los que mantienen sus pozos negros perfumados como una violeta. Esos alfeñiques estirados estarían hasta los tobillos de sus propios meos si no fuera por mí, pero se tapan la nariz cuando les paso por delante, anda que no. —Hizo una pausa, como si se le hubiese ocurrido una idea, y siguió—: Bueno, es lo que hace la mayoría, claro, no es que un hombre pueda darse un baño cada cinco minutos, hostias, pero ese hatajo de banqueros me mira por encima del hombro hasta cuando mi mujer me ha despellejado de tanto frotar. ¡Cómo se atreven! Soy un riesgo menor que sus clientes lameculos, eso se lo puedo asegurar. Tengo contratadas a mil personas en esta ciudad, señor, de una manera u otra. Hablamos de mil familias que dependen de mí para cenar. Puede que trabaje con mierda, pero no dejaré que me hundan en ella.

No es ningún bribón, se recordó Húmedo. Salió él solito del arroyo y se abrió paso a las malas hasta lo más alto de un mundo en el que un cacho de tubería de plomo era la herramienta básica de negociación. Ese mundo no confiaba en el papel. En ese mundo, la reputación lo era todo.

—Cien mil es mucho dinero —dijo en voz alta.

—Me lo dará, de todas formas —replicó Rey, con una sonrisa—. Sé que lo hará, porque es de los que corren riesgos, como yo. Lo huelo. Huelo a un chaval que ha hecho de las suyas en su momento, ¿eh?

—Todos tenemos que comer, señor Rey.

—Claro que sí, claro que sí. Y ahora podemos repanchingarnos como un par de jueces y ser pilares de la comunidad, ¿eh? O sea que cerraremos el trato, dándonos la mano como los caballeros que no somos. Este de aquí —prosiguió, mientras posaba una manaza enorme en el hombro del joven— es Wallace, mi secretario, el que me hace las sumas. Es nuevo, porque al último que tuve lo pillé mangándome. ¡Fue para troncharse, como puede imaginarse! —Wallace no sonrió.

—Probablemente puedo —dijo Húmedo. Harry Rey vigilaba sus diversos recintos con unas criaturas que solo podían llamarse perros porque los lobos no están tan locos. Y los mantenía hambrientos. Corrían rumores, y Harry Rey probablemente se alegraba de ello. Salía a cuenta publicitarse. Nadie se la jugaba a Harry Rey. Pero al revés pasaba lo mismo.

—Wallace puede hablar de números con su mono —dijo Harry, poniéndose en pie—. Querrá exprimirme, y bien que hará. Los negocios son los negocios, si lo sabré yo. ¿Qué me dice?

—Bueno, diría que estamos de acuerdo, señor Rey —respondió Húmedo. Después se escupió en la mano y la tendió.

Valió la pena para ver la expresión de aquel hombre.

—No sabía que los banqueros hicieran eso —dijo Harry.

—Pues entonces no suelen darle la mano a Harry Rey —observó Húmedo. Probablemente era pasarse un poco, pero Rey guiñó un ojo, se escupió en la mano y agarró la de Húmedo. Este estaba preparado, pero aun así el apretón de su cliente le molió las falanges.

—Marranea usted más que un rebaño asustado en un pasto fresco, señor Mustachen.

—Gracias, señor. Me lo tomo como un cumplido.

—Y para tener a su mono contento, depositaré las escrituras de la fábrica de papel, el estercolero grande y unas cuantas propiedades más —dijo Harry—. Dáselas a este hombre, Wallace.

—Tendría que haber empezado por ahí, señor Rey —dijo Húmedo, mientras cambiaban de manos varios pergaminos impresionantes.

—Sí, pero no lo he hecho. Quería ver si cojeaba de algún pie. ¿Cuándo tendré mi dinero?

—Pronto. Cuando lo haya imprimido.

Harry Rey arrugó la nariz.

—Ah, sí, esos papeles. Lo que es a mí, me gusta el dinero que tintinea, pero Wallace dice que el papel es el futuro. —Guiñó un ojo—. Y no es que pueda quejarme, porque hoy en día el viejo Bobinas me compra el papel a mí. No puedo hacer ascos a mis propias manufacturas, ¿no le parece? ¡Que tenga un buen día, señor!

El señor Doblado volvió a entrar en la oficina dando zancadas al cabo de veinte minutos, con cara de reclamación de impuestos, para encontrarse a Húmedo contemplando con la mirada perdida una hoja de papel sobre el escritorio de cuero verde gastado.

—Señor, debo protestar...

—¿Le ha lavado un buen tipo de interés? —preguntó Húmedo.

—Puedo responder con orgullo que sí, pero el modo en que usted...

—Nos irá bien con Harry Rey, señor Doblado, y a él le irá bien con nosotros.

—Pero está convirtiendo mi banco en una especie de...

—Sin contar al amigo Harry, hoy nos han entrado más de cuatro mil dólares. La mayor parte de ellos provienen de lo que usted llamaría gente pobre, pero es que son muchos más que los ricos. Podemos poner ese dinero a trabajar. Y esta vez no prestaremos a sinvergüenzas, no se preocupe. Yo soy un sinvergüenza, y los veo venir de una hora lejos. Le ruego que transmita nuestra felicitación al personal de mostradores. Y ahora, señor Doblado, Don Tiquismiquis y yo iremos a ver a un hombre para hablar de hacer dinero.

* * *

Ingente y Bobinas habían prosperado gracias al gran contrato de los sellos. Siempre habían sido los mejores impresores, en cualquier caso, pero ahora tenían personal y capacidad para licitar en todos los contratos voluminosos. Y eran de confianza. Húmedo siempre se sentía algo culpable cuando entraba en su edificio; Ingente y Bobinas parecían representar todo lo que él solo fingía ser.

Había muchas luces encendidas cuando entró, y el señor Bobinas seguía en su despacho, escribiendo en un libro de contabilidad. Alzó la vista y, al ver a Húmedo, le dedicó la sonrisa que se reserva al mejor cliente.

—¡Señor Mustachen! ¿Qué puedo hacer por usted? ¡Siéntese, por favor! ¡Se ha vuelto muy caro de ver de un tiempo a esta parte!

Húmedo se sentó y charló, porque al señor Bobinas le gustaba charlar.

Eran tiempos difíciles. Los tiempos siempre eran difíciles. Había muchas más imprentas últimamente. Ingente y Bobinas seguían en primera fila porque eran la vanguardia y miraban adelante. Por desgracia, dijo el señor Bobinas con cara de póquer, sus «amistosos» rivales, los magos del Servicio de Publicaciones de la Universidad Invisible, se habían dado un batacazo con sus libros parlantes...

—¿Libros parlantes? Suena como una buena idea —dijo Húmedo.

—Es muy posible —dijo Bobinas con un bufido—. Pero estos no los habían hecho para eso, y mucho menos para que se quejaran de la calidad de su pegamento y la torpeza del tipógrafo. Y, por supuesto, ahora la universidad no puede convertirlos en pulpa.

—¿Por qué no?

—¡Piense en los gritos! No, me enorgullece decir que seguimos en la cresta de la ola. Esto... ¿quería algo en especial?

—¿Qué pueden hacer con esto? —preguntó Húmedo, mientras dejaba uno de los nuevos dólares sobre la mesa.

Bobinas lo recogió y lo leyó con atención. Después, con voz ausente, dijo:

—Algo había oído. ¿Sabe Vetinari que planea esto?

—Señor Bobinas, apuesto a que sabe mi talla de zapatos y lo que he desayunado.

El impresor dejó el billete como si hiciera tictac.

—Veo lo que pretende. Un cambio tan pequeño, y aun así tan peligroso.

—¿Pueden imprimirlos? —preguntó Húmedo—. Bueno, no este. Hice unos pocos solo para poner a prueba la idea. Estoy hablando de billetes bancarios de alta calidad, si encuentro un artista que los dibuje.

—Sí, claro. Somos sinónimo de calidad. Estamos construyendo una prensa nueva para mantener el ritmo de la demanda. Pero ¿qué pasa con la seguridad?

—¿Cómo, aquí? Nadie les ha molestado hasta ahora, ¿verdad?

—No, nadie. Pero hasta ahora no habíamos tenido montones de dinero tirados por el suelo, no sé si me entiende.

Bobinas levantó el pagaré y lo soltó. Cayó meciéndose de un lado a otro hasta aterrizar sobre la mesa.

—Y qué ligeros —prosiguió—. No costaría nada llevarse unos miles de dólares.

—Pero son difíciles de derretir. Mire, construyan la nueva prensa en la Casa de la Moneda. Hay un montón de espacio. Problema resuelto —propuso Húmedo.

—Bueno, sí, eso tendría sentido. Pero una prensa es un trasto muy grande para transportarlo. Tardaremos días en cambiarlo de sitio. ¿Tiene usted prisa? Por supuesto que tiene.

—Contraten a unos cuantos gólems. Cuatro levantarán lo que sea. Imprímame dólares pasado mañana y los mil primeros que saque son una prima.

—¿Por qué tiene siempre tanta prisa, señor Mustachen?

—Porque a la gente no le gustan los cambios. Pero si fuerzas el cambio lo bastante deprisa, se pasa de una clase de normalidad a otra.

—Bueno, podríamos contratar a unos gólems, supongo —dijo el impresor—. Pero me temo que existen otras dificultades menos fáciles de sortear. ¿Es consciente de que, si empieza a imprimir dinero, aparecerán falsificaciones? Por un sello de veinte peniques no vale la pena, a lo mejor, pero si quiere usted un billete de, pongamos, diez dólares... —Alzó las cejas.

—Es probable, sí. ¿Algún problema?

—Varios y gordos, amigo mío. Bueno, nosotros podemos ayudar. Un papel de tela decente con un motivo de hilos realzados, filigranas, una buena tinta fantasma, cambiar las placas a menudo para que se vea nítido, miquillos con el diseño... y que sea complejo, también. Eso es importante. Sí, podríamos hacérselos. Serán caros. Recomiendo encarecidamente que encuentre un grabador tan bueno como este... —El señor Bobinas abrió con llave uno de los cajones de abajo de su escritorio y tiró una lámina de sellos de cincuenta peniques Verdes «Torre del Arte» sobre el cartapacio. Después pasó a Húmedo una gran lupa—. Esto es papel de máxima calidad, por supuesto —dijo mientras Húmedo miraba.

—Están mejorando muchísimo. Se ven todos los detalles —susurró Húmedo, repasando la lámina.

—No —corrigió Bobinas—. En realidad, no se ven. Podría, sin embargo, con esto. —Abrió un armario y entregó a Húmedo un pesado microscopio de metal—. Ha metido más detalle que el que le dimos nosotros —dijo, mientras Húmedo enfocaba—. Se encuentra en el límite mismo de lo que puede lograrse con el metal y el papel. Afirmo que es la obra de un genio. Este hombre sería su salvación.

—Asombroso —coincidió Húmedo—. ¡Bueno, tenemos que contratarlo! ¿Para quién trabaja ahora?

—Para nadie, señor Mustachen. Está en la cárcel, esperando la soga.

¿Mechuelo Jenkins?

—Usted testificó contra él, señor Mustachen —dijo Bobinas con tono gentil.

—¡Bueno, sí, pero solo para confirmar que los sellos que estaba copiando eran nuestros y cuánto podríamos estar perdiendo! ¡No me esperaba que lo ahorcasen!

—Su señoría siempre es muy quisquilloso cuando se trata de un caso de traición contra la ciudad, como lo describe él. Creo que el abogado de Jenkins no le hizo ningún favor. A fin de cuentas, su trabajo hacía que nuestros sellos pareciesen las auténticas falsificaciones. Fíjese, me dio la impresión de que el pobre diablo ni siquiera se daba cuenta de que estaba haciendo algo malo.

Húmedo recordó los ojos acuosos y asustados y la expresión de impotente desconcierto.

—Sí —dijo—, quizá tenga razón.

—¿Podría usted usar, tal vez, su influencia con Vetinari pa...?

—No. No funcionaría.

—Ah. ¿Está seguro?

—Sí —respondió Húmedo, tajante.

—Bueno, verá, tenemos nuestros límites. Hoy en día hasta podemos numerar los billetes de forma automática, pero las ilustraciones deben ser de la mejor calidad. Vaya, hombre. Lo siento. Ojalá pudiera ayudar. Estamos muy en deuda con usted, señor Mustachen. Nos llega tanto trabajo oficial que hasta necesitaríamos ese espacio de la Casa de la Moneda. ¡Es tremendo, somos prácticamente la imprenta del gobierno!

—¿De verdad? —dijo Húmedo—. Eso es muy... interesante.

* * *

Llovía con mala idea. Las alcantarillas hacían gárgaras e intentaban escupir. De vez en cuando el viento golpeaba las cataratas que caían de los tejados y azotaba con una sábana de agua el rostro de cualquiera que alzara la vista. Pero no era una noche para alzar la vista. Era una noche para correr, doblado sobre uno mismo, hasta casa.

Las gotas de lluvia golpeaban las ventanas de la pensión de la señora Cake, en concreto la de la habitación de atrás ocupada por Mavolio Doblado, a un ritmo de veintisiete gotas por segundo, más menos quince por ciento.

Al señor Doblado le gustaba contar. En los números se podía confiar, salvo tal vez en pi, pero ya trabajaba en él en su tiempo libre y tarde o temprano acabaría rindiéndose.

Estaba sentado en su cama, observando cómo los números bailaban en su cabeza. Siempre habían bailado para él, hasta en los malos tiempos. Y los malos tiempos habían sido malísimos. Ahora, tal vez, se avecinaban otros.

Alguien llamó a su puerta.

—Adelante, señora Cake.

La patrona abrió la puerta.

—Siempre sabe que soy yo, ¿verdad, señor Doblado? —dijo la señora Cake, a quien su mejor pupilo ponía más que un poquito nerviosa.

Pagaba su alquiler a tiempo —exactamente a tiempo—, mantenía una escrupulosa limpieza en su habitación y, por supuesto, era un caballero profesional. De acuerdo, tenía cierto aspecto angustiado y estaba aquello tan raro de que pusiera en hora el reloj antes de irse a trabajar todos los días, pero estaba dispuesta a tolerarlo. No escaseaban los huéspedes en aquella ciudad abarrotada, pero los limpios que pagaban con regularidad y nunca se quejaban de la comida eran lo bastante excepcionales para cuidarlos bien y, si ponían un extraño candado en su ropero, pues bueno; para qué buscarle tres pies al gato.

—Sí, señora Cake —respondió Doblado—. Siempre sé que es usted porque transcurre un distintivo segundo coma cuatro entre los golpes.

—¿De verdad? ¡Qué cosas! —dijo la señora Cake, a la que gustaba cómo sonaba eso de «distintivo»—. Siempre he dicho que es usted el hombre de las sumas. En fin, van a pasar por abajo tres caballeros preguntando por usted...

—¿Cuándo?

—Dentro de unos dos minutos —contestó la señora Cake.

Doblado se levantó con un solo movimiento de despliegue, como un payasete de resorte al abrir la caja.

—¿Hombres? ¿Qué llevarán puesto?

—Bueno, esto, no sé, ¿ropa? —dijo la señora Cake, dubitativa—. Ropa negra. Uno me dará su tarjeta, pero no podré leerla porque llevaré puestas las gafas equivocadas. Por supuesto, podría ir y ponerme las buenas, claro, pero me dan unos dolores de cabeza espantosos si no dejo que las premoniciones vayan como es debido. Esto... y ahora usted me dirá: «Por favor, avíseme cuando lleguen, señora Cake». —Lo miró con gesto expectante—. Lo siento, pero he tenido la premonición de que subiría a contarle que había tenido una premonición, así que he pensado que más me valía hacerlo. Es un poco tonto, pero cada uno es como es, lo digo siempre.

—Por favor, avíseme cuando lleguen, señora Cake —dijo Doblado. La patrona le lanzó una mirada de agradecimiento antes de irse a toda prisa.

El señor Doblado volvió a sentarse. La vida con las premoniciones de la señora Cake podía llegar a ser algo enrevesada en ocasiones, sobre todo ahora que se estaban volviendo recursivas, pero formaba parte del espíritu de la calle Olmo ser caritativo con las flaquezas ajenas, con la esperanza de que las propias recibiesen un trato semejante. Le caía bien la señora Cake, pero estaba equivocada. Era posible dejar de ser como se era. De lo contrario, no había esperanza.

Al cabo de un par de minutos oyó el timbre y la conversación apagada, y fingió sorpresa lo mejor que pudo cuando la patrona llamó a su puerta.

Doblado inspeccionó la tarjeta de visita.

—¿El señor Cosmo? Oh. Qué raro. Será mejor que les haga subir. —Hizo una pausa y miró a su alrededor. La subdivisión era el último grito en la ciudad. La habitación medía exactamente el doble que la cama, y era una cama estrecha. Tres personas metidas allí dentro tendrían que conocerse bien. Cuatro se conocerían bien quisieran o no. Había una sillita, pero Doblado la tenía encima del ropero, donde no molestase—. Quizá solo al señor Cosmo —sugirió.

El aludido fue escoltado con orgullo a la habitación al cabo de un minuto.

—Caramba, qué escondrijo tan maravilloso, señor Doblado —empezó Cosmo—. Tan a mano de, hum...

—Los sitios cercanos —dijo Doblado, mientras bajaba la silla del armario—. Aquí tiene, señor. No suelo recibir visitas.

—Iré directo al grano, señor Doblado —dijo Cosmo mientras se sentaba—. A los miembros de la junta directiva no nos gusta la, ja, dirección que están tomando las cosas. Estoy seguro de que a usted tampoco.

—Podría desear que fueran de otro modo, señor, sí.

—¡Ese hombre debería haber convocado un consejo de administración!

—Sí, señor, pero los estatutos del banco dicen que no tiene por qué hacerlo hasta pasada una semana, me temo.

—¡Arruinará el banco!

—La verdad es que tenemos muchos nuevos clientes, señor.

—¡No me diga que ese sujeto le gusta! De usted no me lo creo, señor Doblado.

—Tiene facilidad para caer bien, señor. Pero ya me conoce, señor. No confío en quienes se ríen con demasiada facilidad. El corazón del necio está en la casa de la alegría. No debería estar al mando de su banco.

—Yo prefiero verlo como nuestro banco, señor Doblado —dijo Cosmo con generosidad—, porque, en un sentido muy real, es nuestro.

—Es muy amable, señor —dijo Doblado, con la vista puesta en los tablones visibles a través del agujero en el hule barato que a su vez quedaba expuesto, en un sentido muy real, por la calva de la moqueta que, en un sentido muy real, era suya.

—Se unió a nosotros siendo muy joven, creo —prosiguió Cosmo—. Mi padre en persona le dio trabajo como oficinista en prácticas, ¿no es así?

—Es correcto, señor.

—Mi padre era muy... comprensivo —dijo Cosmo—. Y con razón. No tiene sentido desenterrar el pasado. —Hizo una pequeña pausa para que calara el mensaje. Doblado era inteligente, al fin y al cabo. No hacía falta usar un martillo cuando una pluma al posarse surtiría el mismo efecto—. ¿A lo mejor podría encontrar usted una manera de que abandone su cargo sin escándalo o derramamiento de sangre? Tiene que haber algo —sugirió—. Nadie sale de ninguna parte. Pero la gente conoce menos aún de su pasado que de, por poner un ejemplo, el de usted.

Otro pequeño recordatorio. A Doblado le dio un tic en el ojo.

—Pero Don Tiquismiquis seguirá siendo el presidente —farfulló, mientras la lluvia repiqueteaba contra el cristal.

—Oh, sí. Pero estoy seguro de que entonces lo cuidará alguien... ¿cómo decirlo?, más capacitado para traducir sus pequeños ladridos de acuerdo con una interpretación más tradicional.

—Ya veo.

—Y ahora, debo irme —dijo Cosmo, y se levantó—. Estoy seguro de que tiene muchas cosas que... —Echó un vistazo a la habitación desierta, que no dejaba entrever la menor señal de ocupación humana, ni retratos, ni libros ni residuos de alguien viviendo allí, y concluyó—: ¿Hacer?

—En breve me iré a dormir —dijo el señor Doblado.

—Dígame, señor Doblado, ¿cuánto le pagamos? —preguntó Cosmo, mirando de reojo el armario.

—Cuarenta y un dólares al mes, señor —respondió el cajero jefe.

—Claro, pero por supuesto disfruta usted de una gran seguridad laboral.

—Eso había creído hasta la fecha, señor.

—Solo me preguntaba por qué ha elegido vivir aquí.

—Me gusta la monotonía, señor. No espera nada de mí.

—Bueno, hora de irse —dijo Cosmo, algo más deprisa de lo que en realidad debiera—. Estoy convencido de que puede ser usted de utilidad, señor Doblado. Siempre ha sido muy útil. Sería una pena muy grande que en este momento no pudiera ser de utilidad.

Doblado tenía la vista fija en el suelo. Estaba temblando.

—Hablo por todos nosotros cuando digo que lo vemos como uno más de la familia —prosiguió Cosmo. Recapacitó sobre la frase a la luz de los peculiares encantos de los Espléndido y añadió—: Pero en el buen sentido.

CAPÍTULO VI

Fuga de la cárcel — La perspectiva del sándwich de riñones — La llamada del cirujano barbero — Suicidio por pintura, inconveniencia del — A un paso de los ángeles — Igor sale de compras — Utilidad de los suplentes en un ahorcamiento, reflexiones sobre la — Lugares adecuados para poner una cabeza — Húmedo espera el sol — Juegos con el cerebro — «Vamos a necesitar billetes más grandes» — Diversión radicular — El atractivo de las carpetas — El gabinete imposible

n la azotea del Rapapolvo, la cárcel más vieja de la ciudad, Húmedo estaba más que húmedo. Había llegado al punto en que estaba tan mojado que debería estar acercándose a la sequedad por el otro lado.

Con cuidado, alzó la última lámpara de aceite de la pequeña torre de señales de la azotea y lanzó su contenido a la noche inclemente. Solo estaban medio llenas, de todas formas. Era asombroso que nadie se hubiera molestado siquiera en encenderlas en una noche como esa.

Volvió a tientas al borde del techo, localizó su garfio con cuerda, lo pasó con cuidado en torno a la recia almena y después soltó más cabo hasta bajarlo al suelo invisible. Con la soga ya rodeando la gran masa de piedra, se deslizó hacia abajo agarrado a ambos cabos y recuperó la cuerda de un tirón al llegar a la calle. Escondió tanto el garfio como la soga entre la basura de un callejón; los robarían en menos de una hora.

Vale, pues. Ahora, al lío...

La armadura de la Guardia que había mangado del vestuario del banco le encajaba como un guante. Habría preferido que le encajara como un casco y un peto. Aunque, para ser sinceros, lo más probable era que no le viniese mucho mejor al dueño, que en esos momentos se estaría pavoneando por los pasillos con la reluciente pero impráctica armadura privada del banco. Era del dominio público que la mentalidad de la Guardia en lo relativo a uniformes era la de la talla única que no acaba de irle bien a nadie, y que el comandante Vimes desaprobaba cualquier armadura que no pareciese pateada por trolls. Le gustaba que la armadura anunciase a las claras que había estado cumpliendo con su trabajo.

Húmedo se tomó un tiempo para recobrar el aliento y después dio la vuelta hasta la gran puerta negra, donde tocó el timbre. El mecanismo traqueteó y chirrió. No se darían prisa, no en una noche como esa.

Estaba desnudo y desprotegido como una cría de langosta. Esperaba haber cubierto todos los ángulos, pero los ángulos eran... cómo lo llamaban, había asistido a una conferencia en la universidad... ah, sí. Los ángulos eran fractales. Cada uno estaba lleno de ángulos más pequeños. No podían cubrirse todos. Tal vez reclamasen en el trabajo al centinela del banco, que encontraría su taquilla vacía; alguien podría haber visto cómo Húmedo se llevaba la armadura; tal vez hubiesen trasladado a Jenkins... Al cuerno. Cuando el tiempo apretaba, había que echar a rodar la ruleta y estar listo para correr.

O, en este caso, levantar la enorme aldaba de la puerta con ambas manos y golpear con fuerza, dos veces, la base metálica. Esperó hasta que, con apuros, abrieron una ventanilla en la puerta.

—¿Qué? —dijo una voz impertinente en una cara ensombrecida.

—Recogida de prisionero. De nombre Jenkins.

—¿Qué? ¡Estamos en plena noche, joder!

—Traigo un Impreso 37 firmado —dijo Húmedo, impasible.

El ventanuco se cerró de golpe. Esperó de nuevo bajo la lluvia. En esa ocasión pasaron tres minutos antes de que se abriera.

—¿Qué? —dijo una voz distinta, adobada en suspicacia.

Ah, bien. Era Panzarriba. Húmedo se alegraba de eso. Lo que iba a hacer esa noche le traería muchos problemas a un carcelero, y algunos de ellos eran bastante decentes, sobre todo en el Corredor de la Muerte. Pero Panzarriba era un auténtico hijo de puta a la vieja usanza, un artesano de las pequeñas maldades, la clase de abusón que aprovechaba cualquier oportunidad para hacerle la vida imposible a un prisionero. No era solo que escupiera en tu cuenco de rancho grasiento, sino que además no tenía ni siquiera la decencia de hacerlo donde no lo vieras. Por si fuera poco, se cebaba en los débiles y los asustados. Aparte de eso, había otra cosa buena. Panzarriba odiaba a la Guardia, y el sentimiento era mutuo. Eso era aprovechable.

—Vengo por un preso —protestó Húmedo—. ¡Y llevo cinco minutos aquí tirado bajo la lluvia!

—Y ahí seguirás, hijo mío, vaya que sí, hasta que esté listo. ¡A ver ese resguardo!

—Aquí dice Jenkins, Mechuelo —anunció Húmedo.

—¡Pues déjame verlo!

—Me han dicho que hay que dártelo después de que me des al prisionero —dijo Húmedo, viva imagen de la insistencia imperturbable.

—Uy, pero si tenemos aquí a un abogado, ¿no? Vale, Abe, deja entrar a mi ilustrado amigo.

El ventanuco se cerró de nuevo y, después de un rato de forcejeo, se abrió un portillo. Húmedo lo atravesó. Dentro del complejo llovía con la misma fuerza que fuera.

—¿Te conozco de algo? —preguntó Panzarriba, con la cabeza ladeada.

—Empecé la semana pasada —dijo Húmedo. A su espalda, la puerta volvía a estar cerrada con llave. El eco del cerrojo resonó en su cabeza.

—¿Por qué solo eres uno? —preguntó Panzarriba.

—No sé, señor. Tendría que preguntar a mi papá y mi mamá.

—¡No te hagas el gracioso conmigo! ¡Para una misión de escolta tendríais que ser dos!

Húmedo le dedicó un mojado y cansino gesto de puro desinterés.

—¿Ah, sí? A mí qué me cuenta. Solo me han dicho que es un mierdecilla que no me dará ningún problema. Puede comprobarlo si quiere. Dicen que palacio quiere hablar con él ya mismo.

El palacio. Eso cambió el resplandor de los desagradables ojillos del carcelero. Un hombre sensato no se interponía en los asuntos de palacio. Y mandar a un novato alelado a cumplir una misión ingrata en una noche de perros como esa tenía sentido; era exactamente lo que Panzarriba habría hecho.

Tendió la mano y ladró:

—¡Resguardo!

Húmedo le entregó el fino papel. El carcelero lo leyó, moviendo perceptiblemente los labios, deseoso a todas luces de encontrar algún error. No iba a encontrar ningún problema, por mucho que se quemara las pestañas: Húmedo se había agenciado unos cuantos formularios mientras el señor Bobinas le preparaba un café.

—Lo cuelgan por la mañana —dijo Panzarriba, acercando el impreso a la linterna—. ¿Para qué lo quieren ahora?

—No sé —respondió Húmedo—. Dese prisa, ¿quiere? Me toca descanso en diez minutos.

El carcelero se inclinó hacia delante.

—Solo por eso, amigo, iré a comprobarlo. ¿Un solo escolta? Más vale prevenir, ¿no?

Vaaale, pensó Húmedo. Todo va conforme al plan. Se tirará diez minutos tomándose un té tan ricamente, solo para enseñarme una lección, cinco para descubrir que la torre de clacs no funciona, alrededor de un segundo para decidir que ni de coña va a reparar la avería en una noche como esta, otro segundo para pensar que el papeleo estaba bien, que había comprobado la filigrana, que era lo importante... Échale veinte minutos, más o menos.

Por supuesto, podía estar equivocado. Podía suceder cualquier cosa. Panzarriba tal vez estuviese juntando a unos cuantos compañeros en ese preciso instante, o quizá ordenase a alguien a salir corriendo por detrás a buscar a un poli de verdad. El futuro era incierto. En cuestión de segundos podían desenmascararlo.

No había nada mejor en el mundo.

Panzarriba lo dejó en veintidós minutos. Se acercaron unos pasos, lentos, y apareció Jenkins, tambaleándose bajo el peso de los grilletes, azuzado de vez en cuando por Panzarriba y su palo. Era imposible que el hombrecillo pudiese ir más rápido, pero estaba claro que lo iba a azuzar igualmente.

—No creo que vaya a necesitar los grilletes —dijo Húmedo enseguida.

—No te los pensaba dar —replicó el carcelero—. ¡Porque sois unos cabritos y nunca los devolvéis!

—Vale —dijo Húmedo—. Vamos, que aquí hace un frío que pela.

Panzarriba gruñó. No era un hombre feliz. Se agachó, abrió los grilletes y se puso en pie de nuevo con la mano una vez más sobre el hombro del preso. Su otra mano salió disparada hacia delante, con un portanotas agarrado.

—¡Firma! —ordenó. Húmedo obedeció.

Y entonces llegó la parte mágica. Por eso el papeleo era tan importante, en el grasiento mundo de los carceleros, los alguaciles y los corchetes, porque lo que importaba en realidad, en cualquier momento dado, era el hábeas corpus: ¿qué mano está en el lazo? ¿Quién es responsable de este corpus?

Húmedo ya había pasado por eso en calidad del cuerpo en cuestión, y conocía el sistema. El prisionero se movía por un camino de papeles. Si aparecía sin cabeza, la última persona que hubiese firmado la recepción de un prisionero cuyo sombrero no descansara sobre su cuello muy posiblemente tendría que responder a varias preguntas severas.

Panzarriba empujó al reo hacia delante y pronunció las ancestrales palabras:

—¡Para usted, señor! —ladró—. ¡Arreas cuerpus!

Húmedo le devolvió la tablilla y posó su otra mano en el hombro libre de Mechuelo.

—¡De usted, señor! —replicó—. ¡Arreo con él!

Panzarriba gruñó y retiró la mano. Estaba hecho, la ley se había cumplido, el honor estaba satisfecho y Mechuelo Jenkins...

... alzó una mirada triste hacia Húmedo, le pegó una patada en la entrepierna con todas sus fuerzas y salió corriendo calle abajo como una liebre.

Mientras se doblaba por la mitad, lo único que Húmedo percibía más allá de su pequeño mundo de dolor eran las carcajadas desenfrenadas de Panzarriba, que gritaba:

—¡Es su pájaro, vuecencia! ¡Él sí que le ha arreado bien! ¡Que aproveche!

* * *

Húmedo había logrado caminar con normalidad para cuando volvió al cuartucho que le alquilaba a Jack No Sé. Se pasó el traje dorado con apuros, secó la armadura, la metió en el petate, salió al callejón y corrió de vuelta al banco.

Fue más difícil entrar de lo que había sido salir. Los vigilantes cambiaban de turno al mismo tiempo que el personal se marchaba y, en medio del ajetreo general, Húmedo, vestido con el traje gastado gris que se ponía cuando quería dejar de ser Húmedo von Mustachen y convertirse en el hombre más anodino del mundo, había salido tan tranquilo sin que nadie le dijera nada. Todo estaba en la cabeza: los guardias nocturnos empezaban a vigilar cuando todo el mundo se había ido a casa, ¿no? De manera que la gente que se iba a casa no era ningún problema o, de serlo, no era mi problema.

El centinela que por fin apareció para ver quién trasteaba con la cerradura de la puerta delantera le dio algunos problemas hasta que un segundo vigilante, capaz de una inteligencia modesta, señaló que si el presidente quería entrar en el banco a medianoche, pues entraba. Era el condenado jefe, ¿o no? ¿Es que no lees los periódicos? ¿Ves el traje dorado? ¡Y tenía la llave! ¿Qué más da si llevaba una bolsa bien gorda? Estaba entrando con ella, ¿no? Si estuviese saliendo con el saco sería harina de otro costal, jo jo, solo era un chiste, señor, disculpe, señor...

Era asombroso lo que podía lograrse si se tenía la desfachatez de intentarlo, pensó Húmedo, mientras daba las buenas noches a los dos hombres. Por ejemplo, si había enredado tanto con la llave se debía a que era la de la Oficina de Correos. Aún no tenía la del banco.

Ni siquiera dejar otra vez la armadura en la taquilla supuso un problema. Los centinelas patrullaban por rutas fijas, y los edificios eran grandes y no estaban muy bien iluminados. El vestuario quedaba vacío y desprotegido durante horas seguidas.

Todavía encontró una luz encendida en su nueva suite. Don Tiquismiquis roncaba boca arriba en el centro de la bandeja de entrada. Ardía una luz tenue junto a la puerta del dormitorio. Bien mirado eran dos, y se trataba de los ojos rojos y ardientes de Gladys.

—¿Quiere Que Le Haga Un Sándwich, Señor Mustachen?

—No, gracias, Gladys.

—No Sería Ningún Problema. Hay Riñones En La Helera.

—Gracias, pero no, Gladys. No tengo hambre, de verdad —dijo Húmedo, mientras cerraba la puerta con cuidado.

Se tumbó en la cama. Allí arriba, en el edificio reinaba un silencio total. Se había acostumbrado a su dormitorio de la Oficina de Correos, donde siempre subía ruido del patio.

Pero no era el silencio lo que le mantenía en vela. Fijó la vista en el techo y pensó: ¡Tonto, tonto, tonto! Al cabo de unas horas habría un cambio de turno en el Rapapolvo. La gente no se preocuparía mucho por la desaparición de Mechuelo hasta que se presentara el verdugo con el traje de faena, y entonces se produciría un momento de nerviosismo cuando decidieran a quién le tocaba ir al palacio para ver si había alguna posibilidad de que les permitieran ahorcar al prisionero esa mañana.

El tipo estaría ya a kilómetros de distancia, y ni siquiera un hombre lobo podría olerlo en una noche de lluvia y viento como esa. No podrían culpar de nada a Húmedo, pero a la fría y mojada luz de las dos de la madrugada se imaginaba al puto comandante Vimes dándole vueltas al asunto, rumiando con esa cabezonería tan suya.

Parpadeó. ¿Adónde huiría el hombrecillo? No formaba parte de ninguna banda, según la Guardia. Había creado sus propios sellos, sin más. ¿Qué clase de hombre se toma la molestia de falsificar un sello de medio penique?

Qué clase de hombre...

Húmedo se incorporó. ¿Podía ser tan fácil?

Bueno, era posible. Mechuelo estaba lo bastante loco, a su manera apocada y perpleja. Tenía la mirada de quien ha renunciado hace mucho a entender el mundo exterior a su caballete, la de un hombre para el que causa y efecto no presentaban una conexión evidente. ¿Dónde se escondería un hombre como ese?

Húmedo encendió la lámpara y fue hasta la ruina maltrecha de su ropero. Una vez más, seleccionó el traje gris gastado. Tenía un valor sentimental: lo habían ahorcado con él. Además, era un traje anodino para un hombre anodino, con la ventaja añadida de que, a diferencia del negro, no destacaba en la oscuridad. Con previsión, también fue a la cocina y robó un par de trapos de un armario.

El pasillo estaba razonablemente iluminado por las lámparas situadas a cada pocos metros. Pero las lámparas crean sombras y, en una de ellas, junto a un enorme jarrón de la dinastía Ping de Hunghung, Húmedo era solo una mancha gris sobre gris.

Pasó un centinela por delante, traicioneramente silencioso sobre la gruesa moqueta. Cuando desapareció, Húmedo bajó a toda prisa el tramo de escalones de mármol y se refugió tras la maceta de una palmera que alguien había considerado necesario colocar allí.

Todos los pisos del banco se abrían al vestíbulo principal que, como el de la Oficina de Correos, llegaba desde la planta baja hasta el techo. A veces, dependiendo de la distribución, un vigilante en un piso de arriba podía ver el vestíbulo. A veces, los centinelas caminaban sobre mármol no enmoquetado. A veces, en las plantas superiores, cruzaban tramos de baldosas finas que resonaban como campanas.

Húmedo se irguió y escuchó, intentando distinguir el ritmo de las patrullas. Había más de las que se esperaba. Vamos, chicos, que trabajáis en la seguridad: ¡qué pasa con la tradicional partida de póquer que dura toda la noche! ¿No sabéis comportaros?

Era como un rompecabezas maravilloso. Era mejor que las escaladas nocturnas, ¡mejor incluso que el Estornudo Extremo! Y lo mejor de verdad era lo siguiente: si lo pillaban, ¡qué caramba, tan solo estaba poniendo a prueba la seguridad! Bien hecho, chicos, me habéis descubierto...

Pero no debían pillarle.

Un centinela subió desde el vestíbulo, con paso lento y resuelto. Se apoyó en la balaustrada y, para irritación de Húmedo, se encendió un cigarrillo casi acabado. Húmedo observó por entre las frondas mientras el vigilante descansaba cómodamente recostado sobre el mármol, observando el piso de abajo. Estaba seguro de que los centinelas no hacían esas cosas. ¡Y además fumando!

Después de unas cuantas caladas reflexivas, el centinela tiró la colilla, la pisó y siguió escaleras arriba.

Dos pensamientos lucharon por imponerse en la cabeza de Húmedo. Gritando un poco más alto estaba: «¡Llevaba una ballesta! ¿Dispararán primero para no tener que preguntar después?». Pero también, vibrando de indignación, había una voz que decía: «¡Ha apagado el maldito cigarrillo directamente sobre el mármol! ¡Esos comosellamen altos de metal con las bandejas de arena blanca están ahí para algo!».

Cuando el hombre hubo desaparecido hacia arriba, Húmedo bajó corriendo el resto del tramo de escalera, cruzó patinando el mármol pulido sobre sus botas envueltas en los trapos, encontró la puerta que bajaba al sótano, la abrió con rapidez y se acordó justo a tiempo de cerrarla suavemente a su espalda.

Cerró los ojos y esperó por si oía gritos o sonidos de persecución.

Abrió los ojos.

Vio el brillo habitual en la otra punta de la cripta, pero no se oía agua corriente. Solo un goteo ocasional demostraba la profundidad del silencio, por lo demás absoluto.

Húmedo pasó con reparo por delante del Borbotrón, que centelleaba vagamente, y se adentró en las sombras ignotas de debajo de la maravillosa fornicación.

¿Si lo construimos, advendrás?, pensó. Pero el esperado dios no llegó nunca. Era triste pero, en cierto sentido celestial, un poco estúpido. A ver si no: Húmedo había oído que existían tal vez millones de diosecillos flotando por el mundo, viviendo debajo de las piedras, arrastrados por el viento como matorrales secos, agarrados a las ramas más altas de los árboles... Esperaban el gran momento, el golpe de suerte que pudiera acabar en un templo, un clero y unos fieles que llamar suyos. Pero allí no habían acudido, y era fácil adivinar por qué.

Los dioses querían fe, no pensamiento racional. Construir el templo primero era como regalar un par de zapatos preciosos a un hombre sin piernas. Construir un templo no significaba que creyeras en los dioses, solo significaba que creías en la arquitectura.

En la pared del fondo de la cripta habían construido algo parecido a un taller, en torno a una enorme y antigua chimenea. Un Igor trabajaba ante una intensa llama blanca azulada, doblando con cuidado un tubo de cristal. Tras él, un líquido verde burbujeaba y espumaba en botellas gigantes: los Igors parecían poseer una afinidad natural con el rayo.

Siempre podía reconocerse a un Igor. Se desvivían por ser reconocibles. No eran solo los trajes viejos, mohosos y polvorientos, ni siquiera el ocasional dedo de más o los ojos desparejados. La clave era que probablemente podía colocarse una pelota sobre sus cabezas sin miedo a que se cayera.

El Igor alzó la vista.

—Buenoz díaz, zeñor. ¿Con quién tengo el guzto...?

—Húmedo von Mustachen —dijo Húmedo—. Y tú debes de ser Igor.

—A la primera, zeñor. He oído muchaz cozaz buenaz de uzted.

—¿Aquí abajo?

—Laz paredez tienen orejaz, zeñor.

Húmedo se resistió a la tentación de comprobarlo mirando a un lado. Los Igors y las metáforas no casaban bien.

—Bueno, Igor... la cuestión es que... quiero entrar a alguien en el edificio sin molestar a los vigilantes, y me preguntaba si no habría otra puerta aquí abajo.

Lo que no dijo, pero circuló entre ellos por el éter, fue: Tú eres un Igor, ¿no? Y cuando la turba afila las guadañas y trata de echar abajo la puerta, el Igor nunca está. Los Igors eran los maestros del mutis por el foro.

—Hay una pequeña puerta que uzamoz, zeñor. No puede abrirze dezde fuera, o zea que nunca eztá vigilada.

Húmedo miró con anhelo el impermeable del perchero.

—Bien. Bien. Pues salgo un momento.

—Uzted manda, jefe.

—Y volveré dentro de poco con un hombre. Esto... un caballero que no arde en deseos de coincidir con la autoridad cívica.

—Normal, zeñor. Lez daz una horca y ze creen que la jodida calle ez zuya, zeñor.

—Pero no es un asesino ni nada.

—Zoy un Igor, zeñor. No hacemoz preguntaz.

—¿De verdad? ¿Por qué no?

—No lo zé, zeñor. No lo pregunté.

Igor acompañó a Húmedo a una puertecilla que daba a un hueco de escalera mugriento y lleno de basura, medio inundado por la lluvia incesante. Húmedo hizo una pausa en el umbral, con su traje barato ya empezando a empaparse.

—Solo una cosa, Igor...

—¿Zí, zeñor?

—Cuando he pasado por delante del Borbotrón, ahora mismo, había agua dentro.

—Ah, zí, zeñor. ¿Ez un problema?

—Se estaba moviendo, Igor. ¿Tendría que pasar eso a estas horas de la noche?

—¿Ezo? Bah, zolo variablez zifónicaz, zeñor. Zucede a todaz horaz.

—Ya, la clásica sinfónica, ¿eh? Bueno, es un alivio...

—Puez nada, haga la llamada del cirujano-barbero cuando regreze, zeñor.

—¿Qué es la...?

La puerta se cerró.

Dentro, Igor regresó a su banco de trabajo y volvió a encender el gas.

Varios de los tubitos de cristal que tenía a su lado sobre un paño de fieltro verde parecían... extraños, y reflejaban la luz de maneras desconcertantes.

Lo que pasaba con los Igors... El tema de los Igors... En fin, la mayoría de las personas no veían más allá de los trajes mohosos, el pelo lacio, las cicatrices y costuras cosméticas de clan y el ceceo. Eso probablemente se debiera a que, aparte del ceceo, no había otra cosa que ver.

Y la gente olvidaba, en consecuencia, que la mayoría de las personas que empleaban a los Igors no estaban cuerdas en el sentido convencional. Si se les pedía construir un atractor de tormentas y un juego de frascos para almacenar rayos, les daba la risa[5]. Necesitaban desesperadamente a alguien poseedor de un cerebro totalmente funcional, y estaba garantizado que todos los Igors tenían por lo menos uno de esos. Es más, los Igors eran listos, motivo por el cual siempre estaban en alguna otra parte cuando la situación se ponía de antorchas hasta las orejas.

Y eran perfeccionistas. Si les pedías que construyeran un artefacto no obtenías lo que habías pedido. Obtenías lo que querías.

En su telaraña de reflejos, el Borbotrón borbotaba. El agua creció de nivel en un fino tubo de cristal y cayó goteando a un pequeño cubo de vidrio, que se inclinó y la derramó sobre un minúsculo balancín que provocó la apertura de una válvula diminuta.

* * *

El domicilio reciente de Mechuelo Jenkins, según el Times, era el callejón Corto. No había número porque el callejón Corto solo daba para una entrada. La puerta en cuestión estaba cerrada, pero colgando de una bisagra. Un trozo de soga amarilla y negra indicaba, para quienes no hubieran pillado la pista de la puerta, que el lugar había merecido las atenciones recientes de la Guardia.

La puerta se desprendió de su bisagra cuando Húmedo la empujó, y aterrizó en el torrente de agua que bajaba por el callejón.

Como búsqueda no fue gran cosa, porque Mechuelo no se había molestado en esconderse. Estaba en una habitación del primer piso, rodeado de espejos y velas, con la expresión soñadora, pintando en paz.

Soltó el pincel al ver a Húmedo, agarró un tubo pequeño que había sobre un banco y lo sostuvo delante de su boca, dispuesto a tragarse el contenido.

—¡No me obligues a usarlo! ¡No me obligues a usarlo! —gorjeó, con todo el cuerpo temblando.

—¿Es una especie de pasta de dientes? —preguntó Húmedo. Olisqueó el muy habitado aire del estudio y añadió—: No iría mal, ¿sabe?

—¡Esto es Amarillo de Uba, la pintura más venenosa del mundo! ¡Atrás, o tendré una muerte horrible! —exclamó el falsificador—. Ejem, en realidad la pintura más venenosa probablemente es el Blanco Agateano, pero me he quedado sin, es una lata. —Mechuelo cayó en la cuenta de que se le había ido un poco el tono, y enseguida alzó de nuevo la voz—. ¡Pero es bastante venenoso, de todas formas!

Un aficionado con talento aprendía mucho de aquí y allá, y a Húmedo siempre le habían interesado los venenos.

—Un compuesto de arsénico, ¿eh? —dijo. Todo el mundo conocía el Blanco Agateano. Él no había oído hablar del Amarillo de Uba, pero el arsénico se encontraba en muchos colores atractivos. Mejor no chupar los pinceles—. Es una manera atroz de morir —prosiguió—. Es como derretirse a lo largo de varios días.

—¡No pienso volver! ¡No pienso volver! —chilló Mechuelo.

—Antes lo usaban para blanquear la piel —dijo Húmedo, y se acercó un poco más.

—¡Atrás! ¡Lo usaré! ¡Juro que lo usaré!

—De ahí viene la expresión «guapa de morirse» —dijo Húmedo, acortando la distancia.

Estiró el brazo hacia Mechuelo, que se metió el tubo en la boca. Húmedo lo sacó de un tirón, apartando las manos pequeñas y sudadas del falsificador, y lo examinó.

—Ya me lo parecía —dijo, mientras se guardaba el tubo en el bolsillo—. Ha olvidado quitar el tapón. ¡Es la clase de error que cometen siempre los aficionados!

Mechuelo vaciló y luego dijo:

—¿Quieres decir que hay profesionales del suicidio?

—Mire, señor Jenkins, estoy aquí para... —empezó Húmedo.

—¡No pienso volver a esa cárcel! ¡No pienso volver! —exclamó el hombrecillo, retrocediendo.

—Me parece muy bien. Quiero ofrecerle...

—Me vigilan, ¿sabes? —explicó Mechuelo—. Todo el tiempo.

Ah. Aquello era algo mejor que el suicidio por pintura, pero por poco.

—Esto... ¿quiere decir en la cárcel? —preguntó Húmedo, solo para asegurarse.

—¡Me vigilan en todas partes! ¡Hay uno de Ellos justo detrás de ti!

Húmedo se refrenó de volver la cabeza, porque ese camino llevaba a la locura. Claro que una buena parte de ella estaba plantada justo delante de él.

—Lamento oír eso, Mechuelo. Por ese motivo...

Vaciló, y pensó: ¿Por qué no? Con él había funcionado.

—Por ese motivo voy a hablarle de los ángeles —dijo.

* * *

La gente decía que había más tormentas ahora que varios Igors vivían en la ciudad. Ya no estaba tronando, pero la lluvia caía como si tuviera toda la noche.

Parte de ella se coló por la caña de las botas de Húmedo cuando se situó delante de la discreta puerta lateral del banco e intentó recordar la llamada del cirujano-barbero.

Ah, sí. Era aquella tan vieja que hacía: pan parapán-pan, ¡PAN PAN!

O, dicho de otra manera: «Afeita y corta ¡sin pies!».

La puerta se abrió al instante.

—Quiziera dizculparme por la falta de chirrido, zeñor, pero laz bizagraz no parecen...

—Échame una mano con todo esto, anda —dijo Húmedo, doblegado bajo el peso de dos cajas—. Te presento al señor Jenkins. ¿Puedes hacerle una cama aquí abajo? ¿Y hay alguna posibilidad de que cambies su aspecto?

—Maz de lo que podría imaginarze, zeñor —contestó Igor con alegría.

—Estaba pensando en... bueno en afeitado y corte. De pelo. Puedes hacer eso, ¿no?

Igor miró dolido a Húmedo.

—Ez cierto que, técnicamente, loz cirujanoz pueden realizar operacionez de tonzura...

—No, no, la garganta no se la toques, por favor.

—Zignifica que zí, que puedo cortarle el pelo, zeñor —suspiró Igor.

—Cuando tenía diez me sacaron las tonsilas —aportó Mechuelo.

—¿Quiere unaz nuevaz? —dijo Igor, buscando un lado bueno a la situación.

—¡Qué luz tan maravillosa! —exclamó Mechuelo sin hacer caso del ofrecimiento—. ¡Es como si fuera de día!

—Estupendo —dijo Húmedo—. Ahora duerme un poco, Mechuelo. Recuerda lo que te he dicho. Por la mañana, vas a diseñar el primer billete bancario de un dólar digno de tal nombre, ¿comprendido?

Mechuelo asintió, pero ya tenía la cabeza en otra parte.

—Estás conmigo en esto, ¿verdad? —dijo Húmedo—. ¿Un billete tan bueno que nadie más podría hacerlo? Te he enseñado mi intento, ¿no? Sé que puedes hacerlo mejor, por supuesto.

Miró con nerviosismo al hombrecillo. No estaba loco, a Húmedo no le cabía duda, pero estaba claro que, para él, el mundo sucedía mayormente en otra parte.

Mechuelo se detuvo en mitad del gesto de sacar sus efectos personales de la caja.

—Esto... no puedo inventar cosas —dijo.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Húmedo.

—No sé inventar cosas —dijo Mechuelo, contemplando un pincel como si esperase que fuera a silbar.

—¡Pero si eres un falsificador! ¡Tus sellos tienen mejor aspecto que los nuestros!

—Hum, sí. Pero no tengo vuestra... No sé cómo empezar... Quiero decir que necesito algo a partir de lo cual trabajar... O sea, una vez que está allí, puedo...

Deben de rondar las cuatro, pensó Húmedo. ¡Las cuatro! Odio cuando son las cuatro dos veces en un mismo día...

Sacó un trozo de papel y un lápiz de la caja de Mechuelo.

—Mira —le dijo—, empiezas por... —¿Por dónde empezar?—. Riqueza —se dijo a sí mismo, en voz alta—, riqueza y solidez, como la fachada de un banco. Mucho pergamino decorado, que es difícil de copiar. Un... panorama, un paisaje urbano... ¡Sí! ¡Ankh-Morpork, la clave es la ciudad! La cabeza de Vetinari, porque será lo que se esperan, y un gran uno para que pillen el mensaje. Ah, el escudo de armas, eso tiene que salir. Y aquí abajo... —El lápiz esbozaba a toda velocidad—. Un espacio para la firma del presidente, perdón, quería decir huella. En el dorso... bueno, estamos hablando de detalles finos, Mechuelo. Un dios nos daría un toque solemne. Alguno de los más alegres. ¿Cómo se llama ese de la horqueta de tres puntas? Uno de ese estilo, en cualquier caso. Líneas finas, Mechuelo, eso es lo que queremos. Ah, sí, y un barco. Me gustan los barcos. También diremos otra vez que vale un dólar. Hum... ah, sí, el tema místico nunca hace daño; la gente se cree cualquier chorrada si suena antigua y misteriosa. «¿Acaso no eclipsa al sol invicto un penique para la viuda?»

—¿Qué significa eso?

—No tengo ni la menor idea —respondió Húmedo—. Me lo acabo de inventar. —Dedicó un rato más al boceto y después le pasó el papel a Mechuelo por encima de la mesa—. Algo parecido a esto —dijo—. Inténtalo. ¿Crees que podrás aprovecharlo?

—Lo probaré —prometió Mechuelo.

—Bien. Nos vemos maña... más tarde. Igor cuidará de ti.

Mechuelo ya tenía la mirada perdida. Húmedo se llevó a Igor a un lado.

—Solo afeitado y corte de pelo, ¿entendido?

—Como dezee, zeñor. ¿Hago bien al zuponer que el caballero no dezea ningún encontronazo con la Guardia?

—Correcto.

—No hay problema, zeñor. ¿Podría zugerir un cambio de nombre?

—Buena idea. ¿Alguna sugerencia?

—Me guzta el apellido Abrazadera, zeñor. Y de nombre, a bote pronto me viene Eczórbito.

—¿En serio? ¿De dónde te viene? No, no respondas. Exórbito Abrazadera... —Húmedo vaciló, pero a esas horas de la noche, ¿para qué discutir? Sobre todo cuando eran esas horas de la mañana—. Exórbito Abrazadera, sea. Asegúrate de que olvida hasta el apellido de Jenkins —añadió Húmedo con lo que, dadas las circunstancias y como comprendería más tarde, fue muy poca vista.

Húmedo regresó sigilosamente a su cama sin ni siquiera tener que agacharse detrás de algo. Ningún centinela da lo mejor de sí durante la madrugada. El edificio estaba cerrado a cal y canto, ¿no? ¿Quién iba a colarse?

Abajo, en la bien fornicada cripta, el artista antes conocido como Mechuelo contempló los bocetos de Húmedo y sintió que su cerebro empezaba a chisporrotear. Era cierto que no era un loco, propiamente dicho. Estaba, según ciertos criterios, muy cuerdo. Al vérselas con un mundo demasiado ajetreado, complejo e incomprensible, lo había reducido a una pequeña burbuja apenas lo bastante grande para contenerlo a él y a su paleta. Allí dentro se estaba la mar de bien. Todos los ruidos quedaban muy lejos, y Ellos no podían espiarle.

—¿Señor Igor? —dijo.

Igor alzó la vista de una caja en la que estaba rebuscando. Sostenía en las manos lo que parecía un colador de metal.

—¿Cómo puedo zerle de aziztencia, zeñor?

—¿Puedes conseguirme unos cuantos libros viejos con ilustraciones de dioses y barcos, y a lo mejor también unas cuantas vistas de la ciudad?

—Dezde luego, zeñor. Hay una librería de viejo en Grupo de Prezión.

Igor dejó a un lado el dispositivo metálico, sacó una raída bolsa de cuero de debajo de la mesa y, después de reflexionar durante un momento, metió dentro un martillo.

Hasta en el mundo del recién nombrado señor Abrazadera, seguía siendo tan tarde por la noche que era demasiado pronto por la mañana.

—Esto... seguro de que puede esperar a que sea de día —aseveró.

—Ah, yo ziempre zalgo de compraz de noche, zeñor —dijo Igor—. Cuando buzco... cholloz.

* * *

Húmedo despertó temprano, con Don Tiquismiquis plantado en su pecho y haciendo rechinar muy fuerte su hueso de goma. A resultas de ello, Húmedo estaba siendo babeado a conciencia.

Detrás de Don Tiquismiquis estaba Gladys. Detrás de ella había dos hombres en traje negro.

—Su señoría ha accedido a verle, señor Mustachen —dijo uno de ellos con gran desenfado.

Húmedo intentó secar la baba de su solapa, y solo consiguió sacar brillo al traje.

—¿Yo quiero verle?

Uno de los hombres sonrió.

—¡Oooooh sí!

* * *

—Los ahorcamientos siempre me dan hambre —dijo lord Vetinari, mientras trabajaba con esmero en un huevo duro—. ¿A usted no le pasa?

—Hum... solo me han ahorcado una vez —respondió Húmedo—. No tuve muchas ganas de comer.

—Creo que es el frescor de la mañana —prosiguió Vetinari, sin dar muestras de haberle oído—. Agudiza el apetito.

Miró directamente a Húmedo por primera vez y puso cara de preocupación.

—Oh, cielos, ¿no come usted, señor Mustachen? Tiene que comer. Parece algo pálido. ¿No le estará pasando factura el trabajo?

En algún punto del trayecto al palacio, pensó Húmedo, debía de haber saltado a otro mundo. Tenía que tratarse de algo parecido. Era la única explicación.

—Esto, ¿a quién han ahorcado? —preguntó.

—A Mechuelo Jenkins, el falsificador —dijo Vetinari, enfrascado de nuevo en su quirúrgica separación de la yema y la clara—. Drumknott, a lo mejor al señor Mustachen le apetece algo de fruta. ¿O quizá un poco de ese mejunje laceraintestinos de cereales y frutos secos que tanto le gusta a usted?

—Cierto, señor —dijo el secretario.

Vetinari se inclinó hacia delante como si invitara a Húmedo a confabular con él y añadió:

—Creo que el cocinero prepara arenques para los guardias. Muy tonificantes. De verdad que está usted palidísimo. ¿No le parece que está pálido, Drumknott?

—Rozando la demacración, señor.

Era como que le echaran gotas de ácido poco a poco en la oreja. Húmedo pensó a toda velocidad, pero lo mejor que se le ocurrió fue:

—¿Ha habido mucho público en el ahorcamiento?

—No mucho. No creo que lo publicitaran debidamente —respondió Vetinari—, además de que, por supuesto, su crimen no conllevó cubos de sangre. Eso siempre arranca vítores a la multitud. Pero Mechuelo Jenkins ha estado presente, ya lo creo. Nunca rebanó un pescuezo pero desangró a la ciudad, gota a gota.

Vetinari había apartado y consumido toda la clara del huevo, dejando la yema brillante e intacta.

¿Qué habría hecho yo si fuese Vetinari y descubriera que mi prisión estaba a punto de convertirse en un hazmerreír? No hay nada como la risa para socavar la autoridad, pensó Húmedo. Y lo que es más importante, ¿qué habría hecho él si fuese él, que por supuesto lo es...?

Cuelgas a algún otro, eso es lo que haces. Encuentras a algún infeliz con las proporciones generales adecuadas que esté esperando en chirona a que le pongan la corbata de esparto y le ofreces un trato. Sí, lo ahorcarán igual, pero con el nombre de Mechuelo Jenkins. Correrá la noticia de que han indultado al suplente pero luego ha muerto por accidente o algo parecido, y su querida mamá o su esposa y sus hijos recibirán una bolsa anónima de dinero y salvarán un poco la cara.

Y entonces la muchedumbre tendría su ahorcamiento. Ahora, con un poco de suerte, Panzarriba pasaría a trabajar limpiando escupideras; parecería que se había hecho justicia, o algo vagamente parecido, y se transmitiría el mensaje de que los crímenes contra la ciudad eran algo que debían plantearse solo quienes tuvieran el cuello de hierro colado, y aun ellos con reservas.

Húmedo se dio cuenta de que estaba tocándose su propio cuello. Incluso transcurrido tanto tiempo, a veces aún despertaba en plena noche, un instante después de que se abriera el vacío bajo sus pies...

Vetinari lo estaba mirando. No lucía exactamente una sonrisa en la cara, pero Húmedo tenía la perturbadora sensación de que, cuando intentaba pensar como Vetinari, su señoría se colaba en esos pensamientos como una araña negra gigante en un racimo de plátanos y correteaba por donde no debiera.

Entonces le golpeó la certidumbre. Mechuelo no habría muerto de todas formas. No con un talento como ese. Habría caído a través de la trampilla a una nueva vida, igual que Húmedo. Habría despertado para recibir la oferta del ángel, que en el caso de Mechuelo habría sido una habitación bonita y luminosa en alguna parte, tres comidas al día, su orinal vaciado cuando lo pidiera y toda la tinta que se le antojara. Desde el punto de vista de Mechuelo, le ofrecerían el cielo. Y Vetinari... se quedaría al mejor falsificador del mundo, que trabajaría para la ciudad.

Oh, maldición. Me he interpuesto en sus planes. Me he interpuesto en los planes de Vetinari.

La bola naranja y oro de la yema rechazada resplandecía en el plato del patricio.

—¿Progresan sus maravillosos planes para el papel moneda? —preguntó su señoría—. Me han hablado mucho de ellos.

—¿Qué? Oh, sí. Esto, me gustaría poner su cabeza en un billete de dólar, por favor.

—Cómo no. Es un buen sitio para poner una cabeza, teniendo en cuenta todos los sitios en los que pueden ponerse las cabezas.

Como una estaca, ya. Me necesita, pensó Húmedo, mientras asimilaba la no-amenaza-en-absoluto. Pero ¿cuánto?

—Mire, yo...

—Es posible que su fértil ingenio pueda ayudarme con un pequeño rompecabezas, señor Mustachen. —Vetinari se limpió los labios y retiró su silla hacia atrás—. Tenga la bondad de seguirme. Drumknott, traiga el anillo, por favor. Y las tenazas, por supuesto, por si acaso.

Encabezó la marcha hasta el balcón, seguido por Húmedo, y se apoyó en la balaustrada de espaldas a la ciudad envuelta en niebla.

—Todavía está muy tapado, pero creo que el sol asomará en cualquier momento, ¿no le parece? —dijo.

Húmedo echó un vistazo al cielo. Había una mancha dorada pálida entre las nubes esponjosas, como la yema de un huevo. ¿Qué pretendía el patricio?

—Bastante pronto, sí —conjeturó.

El secretario entregó a Vetinari una cajita.

—Ese es el estuche de su sello —dijo Húmedo.

—¡Muy bien, señor Mustachen, observador como siempre! Cójalo.

Con suspicacia, Húmedo levantó el anillo. Era negro y tenía un tacto extraño y orgánico. La V parecía mirarlo fijamente.

—¿Le encuentra algo fuera de lo normal? —preguntó Vetinari, observándolo con atención.

—Está caliente —respondió Húmedo.

—Sí, lo está, ¿no es cierto? —dijo Vetinari—. Es porque está hecho de estigio. Lo llaman metal, pero creo firmemente que se trata de una aleación, y no una aleación cualquiera sino una construida mediante magia. Los enanos a veces lo encuentran en la región de Loko, y es sumamente caro. Algún día escribiré una monografía sobre su fascinante historia, pero de momento lo único que diré es que, por lo general, solo resulta de interés para quienes por inclinación o por estilo de vida se mueven en la oscuridad... y también, por supuesto, para quienes encuentran que una vida sin riesgo no vale la pena. Verá, puede matar. A la luz directa del sol se calienta en cuestión de segundos hasta una temperatura que fundiría el hierro. Nadie sabe por qué.

Húmedo miró de reojo hacia el cielo brumoso. El resplandor de huevo duro del sol se ocultó tras otro banco de niebla. El anillo se enfrió.

—De vez en cuando los anillos de estigio se ponen de moda entre los jóvenes asesinos. Lo clásico es llevar un guante negro decorado encima de la sortija durante el día. Todo es una cuestión de riesgo, señor Mustachen, de vivir con la Muerte en el bolsillo. Juro que hay gente que tiraría de la cola a un tigre por hacer una travesura. Por supuesto, las personas más interesadas en aparentar que en el peligro llevan solo el guante. Sea como fuere, hace menos de dos semanas el único hombre de la ciudad que tiene existencias de estigio y sabe cómo trabajarlo fue asesinado, entrada la noche. El asesino lanzó después una bomba mentolada. ¿Quién cree que fue?

No voy a mirar arriba, pensó Húmedo. Esto es solo un juego. Quiere verme sudar.

—¿Qué se llevaron? —preguntó.

—La Guardia no lo sabe porque, verá, lo que se llevaron, de hecho, no estaba allí.

—Vale, ¿qué se dejaron? —dijo Húmedo, y pensó: Él tampoco está mirando al cielo...

—Varias gemas y unas onzas de estigio en la caja fuerte —respondió Vetinari—. No me ha preguntado cómo mataron a la víctima.

—¿Cómo ma...?

—Disparo de ballesta a la cabeza, mientras estaba sentado. ¿Esto le parece emocionante, señor Mustachen?

—Un sicario, entonces —dijo Húmedo a la desesperada—. Fue planeado. No pagó una deuda. A lo mejor era un perista e intentó estafar a alguien. ¡No hay suficiente información!

—Nunca la hay —replicó Vetinari—. Mi casquete negro vuelve de la lavandería sutilmente cambiado, y un joven que trabaja allí muere en una pelea. Un ex jardinero entra en mitad de la noche para comprar un par de botas viejas de Drumknott bastante gastadas. ¿Por qué? Quizá no lo sabremos nunca. ¿Por qué robaron un retrato mío de la Real Galería de Arte el mes pasado? ¿A quién beneficia?

—Hum, ¿por qué dejaron ese estigio en la caja fuerte?

—Buena pregunta. El muerto tenía la llave en el bolsillo. Así pues, ¿cuál es nuestro móvil?

—¡Falta información! ¿Venganza? ¿Silencio? ¿A lo mejor fabricó algo que no debería? ¿Puede fabricarse una daga con este material?

—Ajá, creo que caliente, caliente, señor Mustachen. No hablamos de un arma, porque las acumulaciones de estigio algo mayores que un anillo tienden a explotar sin avisar. Pero era un hombre bastante codicioso, eso es cierto.

—¿Una discusión por algo? —dijo Húmedo. ¡Sí, ya sé que estoy caliente, gracias! ¿Y para qué son las tenazas? ¿Para recogerlo cuando me atraviese la mano y se caiga al suelo?

Seguía clareando; ya veía tenues sombras en la pared, sentía un reguero de sudor en la espalda...

—Una idea interesante. Devuélvame ese anillo, haga el favor —dijo Vetinari, tendiendo el estuche.

¡Ja! O sea que era solo un truco para asustarme, a fin de cuentas, pensó Húmedo, soltando el condenado anillo en su cajita. ¡Ni siquiera había oído hablar nunca del estigio! Debe de habérselo inventado...

Notó el calor y vio que la sortija se encendía al rojo blanco al caer en el estuche. La tapa se cerró de golpe, y dejó un agujero púrpura en la visión de Húmedo.

—Extraordinario, ¿no le parece? —dijo Vetinari—. Por cierto, creo que ha cometido una tontería innecesaria al sostenerlo todo este tiempo. No soy un monstruo, ¿sabe?

No, los monstruos no juegan con tu cerebro, pensó Húmedo. Al menos mientras aún está dentro de tu cabeza...

—Mire, hablando de Mechuelo, no pretendía... —empezó, pero Vetinari alzó una mano.

—No sé de qué me habla, señor Mustachen. En realidad, le he invitado a venir en su calidad de vicepresidente de facto del Banco Real. Quiero que me preste, es decir, que le preste a la ciudad, medio millón de dólares al dos por ciento. Es usted libre, por supuesto, de negarse.

Tantos pensamientos salieron corriendo hacia la salida de emergencia del cerebro de Húmedo que solo quedó uno.

Vamos a necesitar billetes más grandes...

* * *

Húmedo volvió corriendo al banco y se dirigió sin dilación a la puertecilla de debajo de la escalera. Le gustaba la cripta. Se estaba fresco y tranquilo, aparte del gorgoteo del Borbotrón y de los chillidos.

Eso último estaba mal, ¿no?

Los venenos rosados del insomnio involuntario chapotearon en su cabeza cuando arrancó a correr una vez más.

Quien fue Mechuelo estaba sentado en una silla, en apariencia afeitado salvo por una perilla puntiaguda. Le habían puesto algún tipo de casco metálico en la cabeza, con unos cables que bajaban hasta un aparato resplandeciente y tintineante que solo un Igor podría querer entender. El aire olía a tormenta.

—¿Qué le estás haciendo a ese pobre hombre? —chilló Húmedo.

—Le cambio la mente, zeñor —dijo Igor, que tiró de un enorme interruptor de palanca.

El casco zumbó. Abrazadera parpadeó.

—Hace cosquillas —dijo—. Y no sé por qué, pero sabe a fresa.

—¡Le estás metiendo rayos directamente en la cabeza! —gritó Húmedo—. ¡Es una barbaridad!

—No, zeñor. Loz bárbaroz no tienen capacidad para ezto —replicó Igor sin inmutarse—. Lo único que hago, zeñor, ez zacar todoz loz maloz recuerdoz y almacenarloz... —Llegado ese momento, retiró una tela para revelar un gran frasco lleno de líquido verde, en el que flotaba algo redondeado y con bultos, que tenía a su vez cables enganchados—... ¡en ezto!

—¿Estás metiendo su cerebro en una... chirivía?

—Ez un nabo —dijo Igor.

—Es asombroso lo que pueden hacer, ¿verdad? —dijo una voz junto al codo de Húmedo, que miró hacia abajo.

El señor Abrazadera, ya sin casco, lo miró con expresión radiante. Parecía animado y despabilado, como un vendedor de zapatos caros. Igor había logrado incluso un trasplante de traje.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Húmedo.

—¡De maravilla!

—¿Qué has... sentido?

—Es difícil de explicar —dijo Abrazadera—. Pero sonaba como sabe el olor a fresa.

—¿De verdad? Ah. Supongo que está bien, entonces. ¿Y de verdad te encuentras bien? ¿Eres tú mismo? —preguntó Húmedo, buscando a tientas la espantosa contrapartida. Tenía que existir. Pero Mechu... Exórbito parecía contento y lleno de confianza y brío, un hombre listo para afrontar lo que la vida le echase por delante y sacarlo a golpes de la cancha.

Igor estaba enrollando sus cables con una expresión muy satisfecha en lo que, bajo todas aquellas cicatrices, probablemente era su cara.

Húmedo sintió una punzada de remordimientos. Era un chico de Uberwald, había bajado cruzando el puerto de Vilinus como todos los demás, buscando su fortuna —corrección, la fortuna de todos los demás— y no tenía derecho a adoptar el prejuicio de moda en las tierras bajas contra el clan de los Igors. Al fin y al cabo, no hacían sino llevar a la práctica lo que muchos sacerdotes proclamaban creer: que el cuerpo era solo un traje más bien pesado y hecho de material barato que vestía el alma invisible y eterna; por lo tanto, intercambiar piezas y cachos como si fueran recambios cambios no podía ser más grave que abrir una tienda de baratillo con ropa de segunda mano. Para los Igors era una fuente constante de asombro y dolor que la gente no lo viera como algo sensato a la par que previsor, o al menos no hasta el momento en que el hacha patinaba y el leñador necesitaba que alguien le echara una mano enseguida. En un momento como ese, hasta un Igor tenía buen aspecto.

Más que nada parecían... prácticos. Era de suponer que los Igors, con su indiferencia al dolor, sus maravillosas ayudas a la curación y su fantástica habilidad para practicar la cirugía sobre sí mismos con la ayuda de un espejo de mano, no tenían por qué parecer necesariamente un mayordomo achaparrado al que hubieran dejado un mes bajo la lluvia. Todas las Igorinas eran despampanantes, aunque de forma invariable tenían algo —una cicatriz bellamente curvada bajo un ojo, un cerco de decorativos puntos de sutura alrededor de una muñeca— para mantener las apariencias. Resultaba desconcertante, pero en el fondo todos los Igors tenían su corazoncito. O un corazoncito, por lo menos.

—Bueno, esto... bien hecho, Igor —logró decir Húmedo—. ¿Listo para ponerse manos a la obra con ese billete de dólar, entonces, señor, esto... Abrazadera?

La sonrisa del señor Abrazadera estaba llena de rayos de sol.

—¡Está acabado! —anunció—. ¡Lo he hecho esta mañana!

—¡No me diga!

—¡Es cierto! ¡Se lo enseño! —El hombrecillo caminó hasta una mesa y levantó una hoja de papel.

El billete resplandecía, púrpura y oro. Emanaba dinero a rayos. Parecía flotar por encima del papel como una pequeña alfombra mágica. Proclamaba riqueza y misterio y tradición...

—¡Cuánto dinero vamos a hacer! —exclamó Húmedo. Y más nos vale, añadió para sus adentros. Necesitaremos imprimir al menos seiscientos mil de estos, a menos que pueda sacarme de la manga otros de más valor.

Pero allí estaba, tan bonito que daban ganas de echarse a llorar, y hacer muchos como él, y meterlos en la cartera.

—¿Cómo lo ha hecho tan rápido?

—Bueno, hay mucho que es pura geometría —explicó el señor Abrazadera—. El señor Igor ha tenido la amabilidad de fabricarme un pequeño artefacto que me ha venido de perlas. No está acabado, por supuesto, y ni siquiera he empezado con el otro lado todavía. Creo que me pondré en marcha con eso ahora mismo, por cierto, aprovechando que aún estoy fresco.

—¿Cree que puede hacerlo mejor? —preguntó Húmedo, sobrecogido en presencia de la genialidad.

—Me siento tan... ¡lleno de energía! —dijo Abrazadera.

—Será el fluido eléctrico, imagino —conjeturó Húmedo.

—¡No, quiero decir que veo clarísimamente lo que hay que hacer! ¡Antes, todo era como un peso horrible que tenía que levantar, pero ahora todo es diáfano y luminoso!

—Bueno, me alegro de oírlo —dijo Húmedo, que no las tenía todas consigo—. Discúlpenme, tengo un banco que dirigir.

Atravesó el espacio abovedado a paso ligero y salió al vestíbulo principal por la discreta puerta, justo a tiempo para casi chocar con el señor Doblado.

—Ah, señor Mustachen, me preguntaba dónde estaba...

—¿Esto será importante, señor Doblado?

El cajero jefe parecía ofendido, como si él fuera a molestar jamás a Húmedo por algo que no fuese importante.

—Hay mucha gente delante de la Casa de la Moneda —dijo—. Con trolls y carros. Dice que usted quiere que instalen una... —Doblado se estremeció—. ¡Una máquina de imprimir!

—Es verdad —confirmó Húmedo—. Vienen de Ingente y Bobinas. Tenemos que imprimir el dinero aquí. Así parecerá más oficial y podremos controlar lo que salga por las puertas.

—Señor Mustachen. Está convirtiendo el banco en... ¡un circo!

—Bueno, soy el hombre de la chistera, señor Doblado, o sea que supongo que soy el maestro de ceremonias. —Lo dijo con una carcajada, para quitarle hierro al asunto, pero la cara de Doblado era un súbito nubarrón.

—¿De verdad, señor Mustachen? ¿Y quién le ha dicho que el maestro de ceremonias dirige el circo? ¡Está muy equivocado, señor mío! ¿Por qué deja de lado a los demás accionistas?

—Porque no saben nada de bancos. Acompáñeme a la Casa de la Moneda, por favor.

Cruzó el vestíbulo principal a grandes zancadas, esquivando clientes y serpenteando entre las colas.

—Y usted sabe mucho de bancos, ¿no, señor? —dijo Doblado, que lo seguía con su espasmódico paso de flamenco.

—Voy aprendiendo. ¿Por qué tenemos una cola delante de cada empleado? —preguntó Húmedo—. Así, si un cliente ocupa mucho tiempo, la cola entera tiene que esperar. Entonces empezarán a saltar de una cola a otra y sin saber cómo alguien acabará con una brecha en la cabeza. Que haya una sola cola grande y la gente pase al siguiente empleado libre. A la gente no le importa que una cola sea larga siempre que la vean moverse... ¡Perdón, señor!

Eso fue dirigido a un cliente con el que había chocado, que recuperó el equilibrio, sonrió a Húmedo y dijo, con una voz salida de un pasado que debería haber permanecido enterrado:

—Pero bueno, si es mi viejo amigo Albert. Parece que te ha ido bien, ¿eh? —El desconocido farfullaba sus frases entre unos dientes torcidos—. ¡Con eshe traje de lucecitash!

* * *

La vida anterior de Húmedo pasó en un instante ante sus ojos. Ni siquiera hubo de tomarse la molestia de morir, aunque tuviera la sensación de que iba a hacerlo.

¡Era Cribbins! ¡Solo podía ser Cribbins!

Los recuerdos de Húmedo lo asaltaron como bandoleros, uno tras otro. ¡Los dientes! ¡Esa maldita dentadura postiza! Era el orgullo y la alegría de ese hombre. ¡Se la había arrancado de la boca a un viejo al que había atracado, mientras el pobre desgraciado estaba tumbado muerto de miedo! ¡Cribbins decía en broma que tenía inteligencia propia! ¡Y la dentadura farfullaba, escupía, babeaba y encajaba tan mal que una vez se le giró dentro de la boca y le mordió en la garganta! ¡A veces él se la quitaba y le hablaba! ¡¡Y puaaj, era viejísima, y los dientes manchados estaban tallados de marfil de morsa, y el muelle iba tan duro que a veces le tiraba hacia atrás la mitad superior de la cabeza y se le veía la nariz por dentro!!

Le estaba volviendo todo como una ostra en mal estado.

Era Cribbins a secas. Nadie conocía su nombre de pila. Húmedo había formado equipo con él hacía... oh, diez años, y un invierno habían practicado juntos el viejo timo de la herencia en Uberwald. Era mucho mayor que Húmedo y aún sufría el grave problema personal que le hacía oler a plátanos.

Y era un pájaro de cuenta. Los profesionales tenían su orgullo. Tenía que haber alguien a quien nunca fueses a estafar, cosas que jamás robarías. Y había que tener estilo. Si no tenías estilo, no ibas a ninguna parte.

Cribbins no tenía estilo. No era violento, a menos que no hubiese ni la más mínima posibilidad de réplica, pero tenía cierta malicia generalizada, vil y aduladora que a Húmedo le partía el alma.

—¿Hay algún problema, señor Mustachen? —preguntó Doblado, mirando a Cribbins con repugnancia.

—¿Qué? Ah... no... —dijo Húmedo. Es un chantaje, pensó. Aquella puta imagen en el periódico. Pero no puede probar nada, nada de nada—. Se equivoca, señor —le dijo.

Miró a su alrededor. Las colas avanzaban y nadie les prestaba la menor atención.

Cribbins ladeó la cabeza y miró a Húmedo con sorna.

—¿Me equivoco, sheñor? Podría sher. Podría equivocarme. La vida a shalto de mata, haciendo amigos nuevosh cada día, ya se sabe... bueno, ushted no lo sabe, claro, porque no esh Albert Relumbrón. Pero es curiosho, porque tiene usted su shonrisha, señor, y es difícil cambiar la shonrisha, porque la shonrisha es como si fuera la fachada de la cara, como si uno mirase desde detrash de ella slurp. Igualita que la shonrisha del joven Albert. Era un chico lishto, muy avispado, muy avispado, le enseñé todo lo que sé.

... y eso llevó unos diez minutos, pensó Húmedo, y un año para olvidar algunas cosas. Eres de los que da mala fama a los delincuentes...

—Por shupueshto, señor, se estará usted preguntando: ¿puede el tigre cambiar de mallash? ¿Puede ese viejo granuja al que conocí hace tantosh años haber dejado el camino ancho y sinuoso por el recto y estrecho? —Echó una mirada a Húmedo y se corrigió—: ¡Upsh! No, claro que no se lo pregunta, porque no me había visto nunca. Pero en Psheudópolish me trincaron, comprende, me metieron entre rejas por vago y maleante, y fue allí donde encontré a Om.

—¿Por qué? ¿Qué había hecho él? —Era una tontería, pero Húmedo no pudo resistirse.

—No bromee, sheñor, no bromee —le reprochó Cribbins con solemnidad—. Shoy un hombre cambiado, un hombre cambiado. Es mi cometido difundir la buena nueva, sheñor. —En ese momento, con la rapidez de la lengua de una serpiente, Cribbins sacó una lata abollada del interior de su grasienta chaqueta—. Mis crímenes me lastran como cadenas de hierro caliente, señor, como cadenas, pero soy un hombre anshiosho por descargarse mediante las buenas obras y la confesión, y lo segundo es lo más importante. Tengo que descargar mi conciencia antes de poder dormir bien, señor. —Sacudió la limosnera—. ¿Para los niños pequeños, señor?

Esto probablemente funcionaría mejor si no te lo hubiese visto hacer antes, pensó Húmedo. El ladrón penitente debe de ser uno de los timos más viejos del repertorio.

—Bueno, me alegro de oír eso, señor Cribbins —dijo—. Lamento no ser el viejo amigo que anda buscando. Deje que le dé un par de dólares... para los niños pequeños.

Las monedas tintinearon en el fondo de la lata.

—Muchísimas gracias, señor Relumbrón —dijo Cribbins.

Húmedo le dedicó una sonrisa fugaz.

—La cuestión es que no soy el señor Relumbrón, señor... —¡Le he llamado Cribbins! ¡Ahora mismo! ¡Le he llamado Cribbins! ¿Me había dicho su apellido? ¿Se ha dado cuenta? ¡Tiene que haberse dado cuenta!—... discúlpeme, quería decir «reverendo» —logró terminar, y el oyente medio no habría reparado en la minúscula pausa y el recurso, bastante hábil, para salir del paso. Pero Cribbins no era de la media.

—Gracias, señor Mustachen —dijo, y Húmedo oyó el alargado «señor» y el explosivo y sardónico «Mustachen». Significaban: «¡Te pillé!».

Cribbins le guiñó el ojo y se alejó paseando por el vestíbulo del banco, sacudiendo su lata mientras sus dientes lo acompañaban con un popurrí de horribles sonidos bucales.

—Ay y tres veces ay ¡szsss! del hombre que roba ushando palabrash, pues su lengua se le pegará al paladar ¡ploc! Den unos pocos cobres para los pobres huerfanitos ¡suiiish! ¡Hermanosh y hermanash! A quienes ¡shuup! tienen lesh sherá dado en términos generalesh...

—Llamaré a los guardias —dijo el señor Doblado con firmeza—. No permitimos a los mendigos en el banco.

Húmedo lo agarró del brazo.

—No —replicó con tono perentorio—, no con todas estas personas aquí delante. Echar por la fuerza a un sacerdote y todo eso. Daría mala imagen. Creo que no tardará en irse.

Ahora me dejará madurar, pensó Húmedo mientras Cribbins se dirigía con toda la calma del mundo hacia la puerta. Es su estilo. Lo alargará y luego me pedirá dinero, una y otra vez.

Vale, pero ¿qué podía demostrar Cribbins? Aunque ¿hacía falta probar nada? Si empezaba a hablar de Albert Relumbrón, la cosa podía ponerse fea. ¿Lo echaría Vetinari a los leones? Tal vez. Probablemente. Húmedo apostaría el sombrero a que el patricio no jugaba al juego de la resurrección sin un buen surtido de planes de emergencia.

Bueno, por lo menos tenía algo de tiempo. Cribbins no intentaría liquidar el asunto enseguida. Le gustaba ver retorcerse a la gente.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Doblado. Húmedo volvió a la realidad.

—¿Qué? Ah, sí —dijo.

—No debería usted fomentar que entre esa clase de personas, ¿sabe?

Húmedo intentó centrarse.

—En eso tiene toda la razón, señor Doblado. Vayamos a la Casa de la Moneda, si le parece.

—Sí, señor. Pero se lo advierto, señor Mustachen, ¡a esos hombres no se los ganará fácilmente con palabras bonitas!

* * *

—Inspectores... —dijo el señor Turbio al cabo de diez minutos, paladeando la palabra como un caramelo.

—Necesito gente que valore las nobles tradiciones de la Casa de la Moneda —dijo Húmedo, que no añadió: «Como fabricar monedas muy, muy despacio y llevarse el trabajo a casa».

—Inspectores —repitió el señor Turbio. Tras él, los Hombres de las Casetas sostenían sus gorros en las manos y observaban a Húmedo como lechuzas, salvo cuando hablaba el señor Turbio y pasaban a mirarle la nuca.

Se encontraban todos en la caseta oficial del señor Turbio, que estaba construida en las alturas de la pared, como un nido de golondrina. Crujía cada vez que alguien se movía.

—Y por supuesto, algunos de ustedes seguirán siendo necesarios para tratar con los trabajadores externos —prosiguió Húmedo—, pero en general su trabajo consistirá en encargarse de que los hombres del señor Bobinas lleguen puntuales, se comporten como deben y observen las medidas de seguridad.

—Seguridad —dijo el señor Turbio, como si saborease la palabra. Húmedo vio un destello de luz maliciosa en los ojos de los Hombres. Decía: «Estos cabritos se apropiarán de nuestra Casa de la Moneda, pero tendrán que pedirnos permiso para salir por la puerta. ¡Jo, jo!».

—Y, por supuesto, pueden quedarse las casetas —dijo Húmedo—. También tengo planeado fabricar monedas conmemorativas y otros artículos, de manera que sus habilidades no quedarán en desuso. ¿Les parece justo?

El señor Turbio miró a sus compañeros y después otra vez a Húmedo.

—Nos gustaría hablarlo —dijo.

Húmedo asintió, hizo un gesto a Doblado y salió el primero a la escalera chirriante e inestable que llevaba al suelo de la Casa de la Moneda, donde ya estaban apilando los componentes de la nueva prensa. Doblado se estremeció un poco al verla.

—No aceptarán, no sé si lo sabe —dijo con manifiesta esperanza en la voz—. ¡Llevan siglos haciendo las cosas del mismo modo! ¡Y son artesanos!

—También lo eran las personas que hacían los cuchillos con pedernal —observó Húmedo. En realidad, se había asombrado a sí mismo. Debía de ser por el encontronazo con Cribbins. Le había acelerado el cerebro—. Mire, no me gusta ver habilidades desaprovechadas —dijo—, pero les daré mejores salarios, un empleo decente y el uso de las casetas. No recibirían una oferta como esa en cien años...

Alguien bajaba por la bamboleante escalera. Húmedo reconoció a Alf el Joven, que, asombrosamente, había conseguido emplear en la Casa de la Moneda siendo demasiado joven para afeitarse pero sin duda lo bastante mayor para tener acné.

—Esto, los Hombres preguntan si habrá insignias —dijo el chico.

—En realidad, estaba pensando en uniformes —respondió Húmedo—. Un peto plateado con las armas de la ciudad y cota de malla ligera color plata, para impresionar a los visitantes.

El joven sacó una hoja de papel del bolsillo y la consultó.

—¿Y unas carpetas? —dijo.

—Desde luego —dijo Húmedo—. Y también silbatos.

—Y, esto, lo de las casetas es definitivo, ¿no?

—Soy un hombre de palabra —aseveró Húmedo.

—Es un hombre de palabras señor Mustachen —dijo Doblado cuando el chico subió corriendo por los vacilantes escalones—, pero me temo que esas palabras nos llevarán a la ruina. El banco necesita solidez, fiabilidad... ¡todo lo que el oro representa!

Húmedo giró sobre sus talones. No había sido un buen día. Tampoco había sido una buena noche.

—Señor Doblado, si no le gusta lo que estoy haciendo, es muy libre de irse. ¡Tendrá buenas referencias y todos los salarios que se le adeuden!

Parecía que a Doblado le hubiesen propinado una bofetada.

—¿Dejar el banco? ¿Dejar el banco? ¿Cómo iba a hacer eso? ¡Cómo se atreve!

Se oyó un portazo por encima de ellos. Alzaron la vista. Los Hombres de las Casetas bajaban en solemne procesión.

—Ahora veremos —siseó Doblado—. Estos son hombres de sólida valía. No querrán saber nada de su estrafalaria oferta, señor... ¡Maestro de Ceremonias!

Los Hombres llegaron al pie de la escalera. Sin una palabra, todos miraron al señor Turbio, salvo por el señor Turbio, que miró a Húmedo.

—Las casetas se quedan, ¿no es así? —dijo.

—¿Van a ceder? —preguntó Doblado, horrorizado—. ¿Después de cientos de años?

—Bueeeno —dijo el señor Turbio—, los muchachos y yo hemos hablado un ratillo y, bueno, en un momento como este, un hombre debe pensar en su caseta. Y los trabajadores externos saldrán adelante, ¿verdad?

—Señor Turbio, iría a las barricadas por el elim —aseguró Húmedo.

—Y anoche hablamos con algunos de los muchachos de la Oficina de Correos y nos dijeron que podíamos confiar en la palabra del señor Mustachen, porque es recto como un sacacorchos.

—¿Un sacacorchos? —dijo Doblado, patidifuso.

—Sí, nosotros también se lo preguntamos —dijo Turbio—, y nos explicaron que es retorcido pero que no pasa nada ¡porque saca los tapones que da gusto verlo!

El señor Doblado lo miró con la expresión vacía.

—Ah, se trata a todas luces de alguna clase de chiste que nubla el entendimiento y que no comprendo. Si me disculpan, tengo mucho trabajo que hacer.

Levantando y bajando los pies, como si caminara sobre una especie de escalera móvil, el señor Doblado partió con espasmódica prisa.

—Muy bien, caballeros, gracias por su comprensión —dijo Húmedo, observando a la figura que se alejaba—; yo, por mi parte, encargaré esos uniformes esta misma tarde.

—No pierde usted el tiempo, maestre —comentó el señor Turbio.

—¡Si uno se queda quieto, sus errores acaban por atraparle! —dijo Húmedo.

Se rieron, porque lo había dicho él, pero la cara de Cribbins se alzó en su cabeza y, de manera inconsciente, se llevó la mano al bolsillo y tocó la cachiporra. Ahora tendría que aprender a usarla, porque un arma que llevabas sin saber usarla pertenecía a tu enemigo.

La había comprado... ¿por qué? Porque era como las ganzúas: un símbolo para demostrar, aunque solo fuera a sí mismo, que no había cedido, no del todo, que una parte de él seguía siendo libre. Era como las demás identidades ya preparadas, los planes de huida y los alijos de dinero y ropa. Le decían que un día podía dejar todo aquello, confundirse entre la multitud, despedirse del papeleo, el horario y el interminable, infinito anhelo.

Le decían que podía dejarlo cuando quisiera. En cualquier hora, cualquier minuto, cualquier segundo. Y porque podía, no lo hacía... cada hora, cada minuto, cada segundo. Tenía que haber un motivo.

—¡Señor Mustachen! ¡Señor Mustachen! —Un joven empleado se acercó maniobrando entre el ajetreo de la Casa de la Moneda y se detuvo ante Húmedo, jadeando—. ¡Señor Mustachen, hay una señorita en el vestíbulo que quiere verle, y le hemos dado las gracias por no fumar tres veces y no ha parado!

La imagen del desgraciado de Cribbins se evaporó y fue reemplazada por otra mucho mejor.

Ah, sí. Ese motivo.

* * *

La señorita Adora Belle Buencorazón, conocida para Húmedo como Púa, estaba plantada en pleno centro del vestíbulo del banco. Húmedo no tuvo más que poner rumbo hacia el humo.

—Hombre, hola —dijo ella, y eso fue todo—. ¿Puedes alejarme de esto? —Hizo un gesto con su mano no fumadora. El personal la había rodeado como quien no quiere la cosa de altos ceniceros metálicos, llenos de arena blanca.

Húmedo desplazó un par de ellos y la dejó salir.

—¿Cómo ha ido...? —empezó, pero ella lo interrumpió.

—Podemos hablar por el camino.

—¿Adónde vamos? —preguntó Húmedo esperanzado.

—A la Universidad Invisible —respondió Adora Belle, mientras se dirigía hacia la puerta. Llevaba al hombro una gran bolsa de punto. Parecía rellena de paja.

—¿No vamos a comer, entonces? —dijo Húmedo.

—La comida puede esperar. Esto es importante.

—Oh.

* * *

En la Universidad Invisible, donde toda comida era importante, sí que era la hora del almuerzo. Costaba encontrar una hora en la que allí no hubiese algún ágape en marcha. La Biblioteca estaba vacía, lo que era inusual, y Adora Belle se acercó al mago más cercano que no parecía estar haciendo nada de provecho y proclamó:

—¡Quiero ver el Gabinete de Curiosidad de inmediato!

—No creo que tengamos nada con ese nombre —respondió el mago—. ¿De quién es?

—Por favor, no mienta. Me llamo Adora Belle Buencorazón, de manera que, como puede imaginarse, tengo bastante mal genio. Mi padre me trajo consigo cuando ustedes le pidieron que viniera a echarle un vistazo al Gabinete, hace unos veinte años. Querían descubrir cómo funcionaban las puertas. Alguien debe de acordarse. Estaba en una sala grande. Una sala muy grande. Y tenía montones y montones de cajones. Y lo más curioso de ellos era que...

El mago levantó las manos a toda prisa, como si quisiera atajar cualquier palabra más.

—¿Puede esperar un minuto de nada? —sugirió.

Esperaron cinco. De vez en cuando una cabeza con sombrero puntiagudo asomaba por el lateral de una librería para mirarlos y se refugiaba de nuevo si creía que la habían avistado.

Adora Belle se encendió un cigarrillo nuevo. Húmedo señaló un cartel que rezaba: «Si está fumando, gracias por llevarse un golpe en la cabeza».

—Eso es solo de cara a la galería —dijo Adora Belle, expulsando una bocanada de humo azul—. Todos los magos fuman como carreteros.

—Aquí dentro no, ahora que me fijo —replicó Húmedo—, y es posible que sea por todos esos libros tan inflamables. Quizá sea buena idea...

Notó una ráfaga de aire y captó un olorcillo a selva tropical a la vez que algo pesado les pasaba por encima de la cabeza y desaparecía en la penumbra de las alturas, dejando ahora una estela de humo azul.

—Oye, me han quitado el... —empezó Adora Belle, pero Húmedo la apartó de un empujón cuando aquella cosa hizo otra pasada, y un plátano se llevó su sombrero por delante.

—Aquí son bastante más concretos con lo que dicen —dijo, mientras recogía la chistera—. Si te sirve de consuelo, lo más probable es que el Bibliotecario me apuntara a mí. Puede ser muy cortés.

—¡Ah, usted es el señor Mustachen, reconozco el traje! —dijo un mago anciano, claramente intentando dar la impresión de que aparecía por arte de magia aunque en realidad había salido de detrás de una estantería—. Yo soy el catedrático de Estudios Indefinidos de esta casa, por mis pecados. Y usted, ajajá, por proceso de eliminación, debe de ser la señorita Buencorazón, que recuerda el Gabinete de Curiosidad. —El catedrático de Estudios Indefinidos se acercó un poco más con gesto cómplice y bajó la voz—. Me pregunto si puedo convencerla de que lo olvide.

—De ninguna manera —dijo Adora Belle.

—Verá, nos gusta considerarlo uno de nuestros secretos mejor guardados...

—Bien. Les ayudaré a guardarlo —dijo Adora Belle.

—¿Nada de lo que yo diga podrá hacerla cambiar de opinión?

—No lo sé —respondió Adora Belle—. ¿Abracadabra, a lo mejor? ¿Lleva encima su libro de conjuros?

Eso impresionó a Húmedo. Podía ser tan... aguzada.

—Ya veo... ese tipo de señorita —dijo el catedrático de Estudios Indefinidos con tono cansino—. Moderna. En fin, supongo que entonces será mejor que me acompañen.

—¿A qué viene todo esto, por favor? —susurró Húmedo, mientras seguían al mago.

—Necesito que me traduzcan una cosa —contestó Adora Belle—; enseguida.

—¿No te alegras de verme?

—Oh, sí. Un montón. Pero necesito que me traduzcan una cosa enseguida.

—¿Y el gabinete ese puede ayudar?

—A lo mejor.

—¿A lo mejor? «A lo mejor» podía esperar a después de comer, ¿no? Si fuera «de todas todas», bueno, le habría visto la lógica...

—Oh, cielos, me temo que he vuelto a perderme, y no por culpa mía, añadiría —gruñó el catedrático de Estudios Indefinidos—. Me temo que no paran de cambiar los parámetros, y tienen unas goteras de aúpa. No sé, entre una cosa y otra hoy en día uno no sabe ya ni cuál es su puerta...

—¿Cuáles fueron sus pecados? —preguntó Húmedo, tirando la toalla con Adora Belle.

—¿Perdón? Oh, cielos, ¿qué es esa mancha del techo? Mejor no saberlo, probablemente...

—¿Qué pecados cometió para que le nombraran catedrático de Estudios Indefinidos? —insistió Húmedo.

—Ah, eso lo digo a veces, por decir algo —respondió el mago, que abrió una puerta y volvió a cerrarla de golpe con rapidez—. Pero ahora mismo me inclino por pensar que debí de cometer unos cuantos, y de los gordos. La situación es de lo más insoportable ahora mismo, por supuesto. Dicen que todo lo que hay en el condenado universo es técnicamente indefinible, pero ¿qué quieren que le haga yo? Y por supuesto ese maldito Gabinete vuelve a tenerlo todo hecho un desastre. Creía que nos habíamos librado de él hace quince años... Ah, sí, cuidado con la sepia; nos tiene a todos un poco desconcertados, la verdad... Ah, he aquí la puerta correcta. —El catedrático olisqueó—. Y está a ocho metros de donde le correspondería. ¿Qué les había dicho...?

La puerta se abrió y entonces todo pasó a ser cuestión de saber por dónde empezar. Húmedo optó por abrir la boca desmesuradamente, una solución limpia y sencilla.

La sala era más grande de lo que debería. Ninguna sala debería medir más de un kilómetro y medio de anchura, sobre todo cuando, desde el pasillo, que era normal y corriente si no se hacía caso de la sepia gigante, parecía tener sendas habitaciones perfectamente normales a ambos lados. Tampoco debería tener un techo tan alto que no se veía. Sencillamente no debería caber.

—En realidad, es muy fácil conseguir esto —dijo el catedrático de Estudios Indefinidos al ver sus miradas—. Por lo menos, eso me cuentan —añadió con nostalgia—. Al parecer, si encoges el tiempo puedes ampliar el espacio.

—¿Cómo lo hacen? —preguntó Húmedo, con la vista puesta en la... estructura que era el Gabinete de Curiosidad.

—Me enorgullezco de decir que no tengo ni la más remota idea —contestó el catedrático—. Francamente, me temo que me perdí más o menos cuando dejamos de usar velas que goteaban. Sé que técnicamente corresponde a mi departamento, pero considero mejor dejarles a su aire. Es verdad que insisten en intentar explicarme las cosas, lo que, por supuesto, no ayuda...

Húmedo, si es que tenía alguna imagen mental, en absoluto se esperaba un gabinete. Al fin y al cabo, así era como lo llamaban, ¿no? Pero lo que llenaba la mayor parte de la habitación imposible era un árbol, con la forma aproximada de un venerable roble de tupido ramaje. Era un árbol en invierno: no había hojas. Entonces, cuando la mente había encontrado un símil llevadero y familiar, tenía que reconciliarse con el hecho de que el árbol estaba hecho de archivadores. Parecían de madera, pero eso no mitigaba el golpe.

En lo alto de lo que había que llamar ramas, varios magos montados en escobas estaban enfrascados en a saber qué. Parecían insectos.

—Descoloca un poco cuando se ve por primera vez, ¿eh? —dijo una voz amable.

Húmedo se volvió y vio a un mago joven, por lo menos para los estándares de los magos, que llevaba gafas redondas, una libreta y una de esas expresiones radiantes que dicen: «Probablemente sé más de lo que puedas imaginar pero aun así me alegro dentro de lo razonable de hablar con gente como tú».

—Es Ponder Stibbons, ¿no? —dijo Húmedo—. ¿La única persona que trabaja lo más mínimo en la universidad?

Los demás magos volvieron la cabeza al oír eso, y Ponder se puso rojo.

—¡Eso no es cierto, ni mucho menos! Todos los miembros del profesorado tiramos de la cuerda con el mismo peso —dijo, aunque cierto deje en su voz sugería que tal vez los demás tuvieran demasiado peso y muy poco tirón—. Estoy a cargo del Proyecto Gabinete, por mis pecados.

—¿Por qué? ¿Qué hizo usted? —preguntó Húmedo, desorientado en un mundo de pecado—. ¿Algo peor?

—Esto, me ofrecí voluntario para dirigirlo —dijo Ponder—. Y debo decir que hemos descubierto más en estos últimos seis meses que en los anteriores veinticinco años. El Gabinete es un artefacto verdaderamente asombroso.

—¿Dónde lo encontraron?

—En el desván, escondido debajo de una colección de ranas disecadas. Creemos que la gente renunció a intentar que funcionase hace años. Por supuesto, eso era en la época de las velas goteantes —dijo Ponder, lo que le valió un bufido del catedrático de Estudios Indefinidos—. La tecnomancia moderna es un poco más útil.

—Vale, entonces —dijo Húmedo—, ¿para qué sirve?

—No lo sabemos.

—¿Cómo funciona?

—No lo sabemos.

—¿De dónde salió?

—No lo sabemos.

—Bueno, por mi parte ya está todo claro —dijo Húmedo con sarcasmo—. Ah, no, una última duda: ¿qué es? Soy todo oídos.

—Puede que sea una pregunta equivocada —respondió Ponder, negando con la cabeza—. Técnicamente parece tratarse de un clásico Saco de Contención pero con n bocas, donde n es el número de objetos en un universo endecadimensional que ahora mismo no están vivos, no son rosas y caben en un cajón cúbico de 35,35 centímetros de lado, dividido por P.

—¿Qué es P?

—Puede que sea una pregunta equivocada.

—Cuando yo era pequeña era solo una caja mágica —terció Adora Belle, con voz nostálgica—. Estaba en una habitación mucho más pequeña y cuando se desplegaba unas cuantas veces había una caja con un pie de gólem dentro.

—Ah, sí, en la tercera iteración —dijo Ponder—. En aquellos tiempos no podían llegar mucho más lejos. Ahora, por supuesto, disponemos de recursividad controlada y un plegado impulsado por objetivos que en la práctica reduce el encajonado colateral a un 0,13 por ciento: ¡a la doceava parte, solo en este último año!

—¡Es genial! —exclamó Húmedo, pensando que era lo mínimo que podía hacer.

—¿La señorita Buencorazón quiere ver otra vez el objeto? —preguntó Ponder, bajando la voz. Adora Belle todavía tenía la mirada perdida.

—Creo que sí —respondió Húmedo—. Los gólems le chiflan.

—Estábamos a punto de plegar por hoy, en cualquier caso —dijo Ponder—. No pasa nada por recoger el Pie de camino.

Cogió un gran megáfono de un banco y se lo llevó a los labios.

—EL GABINETE SE CIERRA DENTRO DE TRES MINUTOS, CABALLEROS. TODOS LOS INVESTIGADORES QUE NO QUIERAN CUADRARSE, QUE SE DIRIJAN A LA ZONA DE SEGURIDAD AHORA, POR FAVOR.

—¿Cuadrarse? —dijo Húmedo, mientras Ponder bajaba el megáfono.

—Ah, hace un par de años alguien no hizo caso de la advertencia y, ejem, cuando el Gabinete se plegó, se convirtió temporalmente en una curiosidad.

—¿Quiere decir que acabó dentro de un cubo de treinta y cinco centímetros? —preguntó Húmedo, horrorizado.

—En su mayor parte. Mire, de verdad que nos alegraríamos mucho si no le hablaran a nadie del Gabinete, gracias. Sabemos cómo usarlo, creemos, pero podría no ser el modo en que fue diseñado para usarse. No sabemos para qué sirve, en sus palabras, o quién lo construyó, o ni siquiera si esas son unas preguntas completamente equivocadas. Nada de lo que contiene es mayor que unos treinta y cinco centímetros de lado, pero no sabemos por qué, ni quién decide que son cosas curiosas, o por qué, y desde luego no sabemos por qué no contiene nada rosa. Es bastante embarazoso. ¿Sabrá guardar un secreto, señor Mustachen?

—Le sorprendería.

—¿Ah, sí? ¿Por qué?

—Esa es una pregunta equivocada.

—Hay algo bastante importante que sí saben sobre el Gabinete —dijo Adora Belle, que al parecer había despertado—. Saben que no fue construido para o por una niña de entre cuatro y, más o menos, once años.

—¿Cómo sabemos eso?

—Porque no hay rosa. Hágame caso. Ninguna chica de esa franja de edad renunciaría al rosa.

—¿Está segura? ¡Es fantástico! —exclamó Ponder, tomando nota en su libreta—. Sin duda vale la pena saberlo. Veamos ese Pie, pues, ¿no?

Los magos que cabalgaban las escobas ya habían aterrizado. Ponder carraspeó y levantó el megáfono.

—¿TODOS ABAJO? ESTUPENDO. ¡HEX, TEN LA BONDAD DE PLEGAR, POR FAVOR!

Hubo un momento de silencio, y luego un lejano traqueteo fue cobrando fuerza en las alturas, cerca del techo. Sonaba como si los dioses estuvieran barajando unas cartas de madera que midieran un kilómetro de altura.

—Hex es nuestra máquina de pensar —dijo Ponder—. Sin él, apenas podríamos empezar siquiera a explorar la caja.

El traqueteo se volvía más ruidoso y más rápido.

—Quizá descubran que les duelen los oídos —siguió Ponder, alzando la voz—. Hex intenta controlar la velocidad, pero hace falta un tiempo finito para que los ventiladores vuelvan a meter aire en la habitación. EL VOLUMEN DEL GABINETE CAMBIA MUY DEPRISA, ¿COMPRENDEN?

Esto último lo gritó por encima del atronar de los cajones al desmontarse. Se cerraban sobre sí mismos demasiado rápido para que el ojo humano lo siguiera, mientras el armatoste se encogía y plegaba, se deslizaba y sacudía hasta reducirse al tamaño de una casa, el de un cobertizo y, por último, en el centro de aquel enorme espacio —a menos que fuese alguna clase de tiempo—, se convirtió en un pequeño gabinete abrillantado, de unos cuarenta y cinco centímetros de lado, plantado sobre cuatro bellas patas labradas.

Las puertas del Gabinete se cerraron con un chasquido.

—Despliega poco a poco hasta el espécimen 1.109 —dijo Ponder, en el resonante silencio.

Las puertas se abrieron. Un profundo cajón salió deslizándose.

Y siguió saliendo.

—Vengan conmigo, no pasa nada —dijo Ponder, avanzando hacia el Gabinete—. Es bastante seguro.

—Esto, un cajón de unos cien metros de largo acaba de salir de una caja de unos treinta y cinco centímetros cuadrados —señaló Húmedo, por si nadie más lo había notado.

—Sí. Es lo que pasa —dijo Ponder, mientras el cajón retrocedía más o menos a la mitad del recorrido. Su lateral, observó Húmedo, era una ristra de cajones. De manera que unos cajones se abrían... de otros cajones. Claro que, en el espacio endecadimensional, esa es la forma de pensar equivocada.

—Es un puzle de piezas móviles —dijo Adora Belle—, pero con muchas más dimensiones en las que mover las piezas.

—Es una analogía muy gráfica que ayuda a la comprensión de una forma maravillosa, sin dejar de ser, estrictamente hablando, errónea en todos los sentidos posibles —comentó Ponder.

Adora Belle entrecerró los ojos. Hacía diez minutos que no fumaba.

El largo cajón expulsó otro cajón perpendicular. A lo largo de los laterales de este último había, sí, más cajones todavía. Uno de estos se extendió poco a poco.

Húmedo corrió el riesgo y dio un golpecito en lo que parecía una madera de lo más normal. Emitió un ruido de lo más normal.

—¿Debería preocuparme si acabo de ver que un cajón se deslizaba a través de otro cajón? —preguntó.

—No —dijo Ponder—. El Gabinete intenta expresar de forma tetradimensional algo que está pasando en once o, posiblemente, diez dimensiones.

—¿Intenta? ¿Quiere decir que está vivo?

—¡Ajá! ¡Una pregunta correcta!

—Seguro que no saben la respuesta, sin embargo.

—Está en lo cierto. Pero debe reconocer que es una pregunta interesante para no conocer la respuesta. Y sí, aquí tenemos el Pie. Páralo y pliega, Hex, por favor.

Los cajones se plegaron sobre sí mismos con una serie de golpes, mucho más breves y menos dramáticos que antes, y dejaron un Gabinete tristón, antiguo y ligeramente patizambo. Tenía unas pequeñas garras a modo de patas, un capricho de fabricantes de armarios que siempre había irritado un poco a Húmedo. ¿Creían que los trastos se paseaban por la noche? Aunque a lo mejor el Gabinete sí que lo hacía.

Y las puertas del mueble estaban abiertas. Anidado dentro, donde cabía por los pelos, había un pie de gólem, o por lo menos la mayor parte de uno.

En un tiempo, los gólems fueron bellos. En un tiempo, los mejores escultores probablemente los fabricaban para rivalizar con las más hermosas de las estatuas, pero hacía ya mucho que los torpes de dedos, que apenas podían moldear una serpiente con arcilla, descubrieron que hacer un monigote con la forma de un hombre de jengibre gigantesco funcionaba igual de bien.

Ese pie era de los de antaño. Estaba hecho de loza blanca, con un dibujo de minúsculas marcas amarillas, negras y rojas en relieve. La pequeña placa de metal que tenía delante presentaba una inscripción en uberwaldiano: «Pie de gólem umniano, Período Medio».

—Bueno, quienquiera que fabricó el Gabinete era de...

—Todo el que mira la etiqueta la ve en su lengua materna —atajó Ponder en tono de haberlo repetido muchas veces—. Las marcas, al parecer, indican que en efecto procede de la ciudad de Um, según el difunto profesor Púlgad.

—¿Um? —dijo Húmedo—. ¿Um qué? ¿No estaban seguros de qué nombre ponerle?

—Um a secas —respondió Ponder—. Muy antigua. Alrededor de unos sesenta mil años, creo. Allá en la Edad del Barro.

—Los primeros creadores de gólems —dijo Adora Belle. Se quitó la bolsa del hombro y empezó a rebuscar en la paja.

Húmedo toqueteó el pie. Parecía fino como una cáscara de huevo.

—Es cerámica de algún tipo —dijo Ponder—. Nadie sabe cómo la hacían. Los umnianos hasta horneaban barcos de este material.

—¿Funcionaban?

—Hasta cierto punto —dijo Ponder—. En cualquier caso, la ciudad quedó destruida por completo en la primera guerra con los gigantes de hielo. Allí no queda nada. Creemos que el pie lo metieron en el Gabinete hace mucho tiempo.

—¿O lo desenterrarán en algún momento del futuro, tal vez? —dijo Húmedo.

—Bien podría ser —reconoció Ponder con gravedad.

—En cuyo caso, ¿no supondrá eso un problemilla? O sea, ¿puede estar bajo tierra y a la vez en el Gabinete?

—Esa, señor Mustachen, es...

—¿Una pregunta equivocada?

—Sí. La caja existe en diez o posiblemente once dimensiones. Casi cualquier cosa sería posible.

—¿Por qué solo once dimensiones?

—No lo sabemos —dijo Ponder—. A lo mejor, sencillamente, más serían una tontería.

—¿Puede sacar ese pie, por favor? —pidió Adora Belle, que estaba sacudiendo briznas de paja de un paquete alargado.

Ponder asintió, levantó la reliquia con gran cuidado y la colocó con suavidad en el banco que tenían detrás.

—¿Qué habría pasado si se le hubiese caí...?

—¡Pregunta equivocada, señor Mustachen!

Adora Belle dejó el fardo junto al pie y lo desenvolvió con delicadeza. Contenía parte de un brazo de gólem, de unos sesenta centímetros de largo.

—¡Lo sabía! ¡Las marcas son las mismas! —exclamó—. Y mi pieza tiene muchas más. ¿Puede traducirlas?

—¿Yo? No —respondió Ponder—. Las Letras no son mi campo —añadió, dando a entender que el suyo era un campo bastante superior, con flores mucho mejores—. Necesita usted al profesor Púlgad.

—¿Se refiere al que ha muerto? —dijo Húmedo.

—Está muerto ahora mismo, pero estoy seguro de que, en aras de la discreción, mi colega el doctor Hicks puede ocuparse de que el profesor les hable después del almuerzo.

—¿Cuando esté menos muerto? —dijo Húmedo.

—Cuando el doctor Hicks haya almorzado —aclaró Ponder armado de paciencia—. Al profesor le complacerá recibir visitas, ejem, sobre todo si es la señorita Buencorazón. Es el mayor experto mundial en umniano. Cada palabra posee centenares de significados, tengo entendido.

—¿Puedo llevarme el Pie? —dijo Adora Belle.

—No —respondió Ponder—. Es nuestro.

—Esa ha sido una respuesta equivocada —dijo Adora Belle, y recogió el Pie—. Adquiero este gólem en representación de la Fundación del Gólem. Si puede demostrar su propiedad, le pagaremos un precio justo por él.

—Ojalá fuera tan simple —dijo Ponder mientras se lo quitaba con educación—, pero, verá, si se retira una Curiosidad de la Sala del Gabinete durante más de catorce horas y catorce segundos, dos, el Gabinete deja de funcionar. La última vez tardamos tres meses en reiniciarlo. Pero puede pasarse cuando quiera para, ejem, comprobar que no lo estamos maltratando.

Húmedo puso una mano sobre el brazo de Adora Belle para prevenir un Incidente.

—Se toma con mucha pasión lo relativo a los gólems —dijo—. La Fundación los desentierra sin parar.

—Eso es muy loable —aseguró Ponder—. Hablaré con el doctor Hicks. Es el director del Departamento de Comunicaciones Post Mórtem.

—Comunicaciones Post Mor... —empezó Húmedo—. ¿Eso no es lo mismo que nigroman...?

—He dicho el Departamento de Comunicaciones Post Mórtem —sentenció Ponder con mucha firmeza—. Les sugiero que vuelvan a las tres en punto.

* * *

—¿Has encontrado algo normal en esa conversación? —preguntó Húmedo, mientras salían al sol.

—En realidad, me ha parecido que ha ido muy bien —dijo Adora Belle.

—No me imaginaba así tu vuelta a casa —dijo Húmedo—. ¿A qué vienen las prisas? ¿Hay algún problema?

—Mira, encontramos cuatro gólems en el yacimiento —explicó Adora Belle.

—Eso es... bueno, ¿no? —dijo Húmedo.

—¡Sí! ¿Y sabes a qué profundidad estaban?

—¿Cómo iba a saberlo?

—¡Di algo!

—¡No lo sé! —dijo Húmedo, desconcertado por la súbita necesidad de jugar a «Profundeo, profundeo»—. ¿A sesenta metros? Eso es más que...

—Ochocientos metros bajo tierra.

—¡Imposible! ¡Eso es más profundo que el carbón!

—No grites, ¿vale? Mira, ¿hay algún sitio al que podamos ir a hablar?

—¿Qué te parece... el Banco Real de Ankh-Morpork? Hay un comedor privado.

—Y nos dejarán comer allí, claro.

—Oh, sí. El presidente es muy amigo mío —dijo Húmedo.

—Ya, seguro.

—Que sí que lo es —aseguró Húmedo—. ¡Esta misma mañana me ha lamido la cara!

Adora Belle se detuvo y se volvió para mirarlo a los ojos.

—¿De verdad? —dijo—. Pues menos mal que no he tardado más en volver.

CAPÍTULO VII

El Placer de los Menudillos — El señor Doblado sale a comer — Las Bellas Artes Oscuras — Apuros causados por actores aficionados, cómo evitarlos — ¡La Pluma de la Perdición! — El profesor Púlgad se pone tontorrón — «Hay muchas variedades de lujuria» — ¡Un Héroe de la Banca! — El cáliz de Cribbins rebosa

l sol que entraba por la ventana del comedor del banco iluminaba una escena de perfecto placer.

—Tendrías que vender entradas —dijo Adora Belle en tono soñador, con la barbilla sobre las manos—. Los deprimidos vendrían y saldrían curados.

—Desde luego cuesta mirarlo en acción y estar triste —corroboró Húmedo.

—Es el entusiasmo con el que intenta darle la vuelta a su boca —dijo Adora Belle.

Con un trago ruidoso, Don Tiquismiquis engulló el último bocado de pegajoso pudin de toffee. Después volcó el cuenco esperanzado, por si quedaba más. Nunca había, pero Don Tiquismiquis no era un perro que doblara la cerviz ante las leyes de la causalidad.

—Entonces... —dijo Adora Belle—, una anciana loca... vale, una anciana loca y muy astuta murió y te dejó su perro, que por así decirlo lleva este banco en el collar, y le has contado a todo el mundo que el oro vale menos que las patatas, has ayudado a escapar del mismísimo Corredor de la Muerte a un ruin criminal que ahora está en el sótano diseñando «billetes bancarios» para ti, has irritado a la familia más peligrosa de la ciudad, la gente hace cola para unirse al banco porque les haces reír... ¿Me dejo algo?

—Creo que mi secretaria está... encaprichándose de mí. Bueno, digo secretaria porque más o menos ella ha dado por sentado que lo es.

Algunas prometidas habrían prorrumpido en lágrimas o gritado. Adora Belle se echó a reír.

—Y es una gólem.

La risa cesó.

—Eso no es posible. No funcionan así. Además, ¿por qué iba a pensar un gólem que es hembra? Nunca ha pasado.

—Apuesto a que nunca había habido muchos gólems emancipados. Aparte, ¿por qué iba a pensar que es macho? Y me mira y pestañea... bueno, o eso cree que hace, me parece. Las dependientas están detrás de esto. Mira, va en serio. Lo malo es que ella también.

—Hablaré con él... o, como dices tú, ella.

—Bien. La otra cuestión es que hay un hombre...

Apuntierro asomó la cabeza por la puerta. Se había enamorado.

—¿Le apetecen más menudillos, señorita? —dijo, subiendo y bajando las cejas como si quisiera dar a entender que los placeres de los menudillos eran un secreto conocido solo para unos pocos[6].

—¿Todavía le quedan? —dijo Adora Belle, mirando su plato. Ni siquiera Don Tiquismiquis lo hubiera limpiado mejor, y ya era la segunda ración.

—¿Sabes lo que son? —dijo Húmedo, que se había conformado una vez más con una tortilla, preparada por Peggy.

—¿Tú sí?

—¡No!

—Yo tampoco. Pero mi abuela los hacía y son uno de mis recuerdos de infancia más felices, muchas gracias. No lo eches a perder. —Adora Belle le dedicó una sonrisa radiante al encantado chef—. Sí, por favor, Apuntierro, solo un poquito más, entonces. Y si no le importa, le diré que el sabor resaltaría mucho más con un toquecito de aj...

* * *

—No está comiendo, señor Doblado —dijo Cosmo—. ¿Tal vez un poco de este faisán?

El cajero jefe miró a su alrededor con nerviosismo, incómodo en aquella espléndida casa llena de arte y criados.

—Qui... quiero dejar claro que mi lealtad al banco está...

—... más allá de toda duda, señor Doblado. Por supuesto. —Cosmo empujó una bandeja de plata hacia él—. Coma algo, ya que ha venido hasta aquí.

—Pero si usted apenas está comiendo nada, señor Cosmo. ¡Solo pan y agua!

—He descubierto que me ayuda a pensar. Y ahora, ¿qué es lo que quería...?

—¡Le cae bien a todo el mundo, señor Cosmo! ¡No hace más que hablar y cae bien a todo el mundo! Y está realmente decidido a dejar el oro de lado. ¡Piénselo, señor! ¿Dónde encontraríamos el auténtico valor? Él dice que la clave es la ciudad, pero eso nos deja a merced de los políticos, ¡los políticos! ¡No es más que otro truco!

—Un trago de coñac le sentaría bien, me parece —dijo Cosmo—. Y lo que dice usted son verdades de oro macizo, pero ¿qué camino podemos seguir?

Doblado vaciló. No le gustaba la familia Espléndido. Se arrastraban por el banco como la hiedra, pero al menos no intentaban cambiar las cosas y al menos creían en el oro. Y no eran... tontos.

Mavolio Doblado tenía una definición de «tonto» que la mayoría de las personas consideraría un tanto amplia. La risa era tonta. El teatro, la poesía y la música eran tontos. La ropa que no fuese gris, negra o al menos de una tela sin teñir era tonta. Los cuadros de cosas que no fueran reales eran tontos (los de cosas reales eran innecesarios). El estado básico del ser era la tontería, que debía superarse empeñando en ello toda fibra mortal.

Los misioneros de las religiones más estrictas habrían encontrado en Mavolio Doblado un converso ideal, si no fuera porque la religión era extremadamente tonta.

Los números no eran tontos. Los números lo sostenían todo. El oro tampoco era tonto. Los Espléndido creían en las cuentas y en el oro. El señor Mustachen trataba los números como si fueran algo con lo que jugar ¡y había dicho que el oro no era más que plomo de vacaciones! Eso era peor que tonto, era comportamiento indecoroso, una lacra que él había arrancado de su pecho tras largos años de lucha.

Uno de los dos debía irse. Doblado había trabajado duro para ir ascendiendo en el banco a lo largo de muchos años, luchando contra todas las desventajas naturales, y no había sido para ver a ese... sujeto burlarse de todo ello. ¡No!

—Ese hombre ha vuelto hoy al banco —dijo—. Era muy raro. Y parecía conocer al señor Mustachen, pero lo llamaba Albert Relumbrón. Hablaba como si lo conociera de hace mucho y creo que eso ha alterado al señor Mustachen. Es un tal Cribbins, o así lo llamó el señor Mustachen. Llevaba ropa muy vieja, muy polvorienta. Se ha hecho pasar por predicador, pero no me lo parece.

—Y eso era lo raro, ¿no?

—No, señor Cosmo...

—Tutéame, Malcolm. No hace falta que nos andemos con tantas ceremonias.

—Esto... sí —dijo Mavolio Doblado—. Bueno, no, no ha sido eso. Eran sus dientes. Llevaba una dentadura que se le movía y castañeteaba al hablar, y le hacía babear.

—Ah, el modelo antiguo de los muelles —dijo Cosmo—. Muy bien. ¿Y Mustachen estaba molesto?

—Ya lo creo. Y lo más raro es que ha dicho que no lo conocía, pero le ha llamado por su nombre.

Cosmo sonrió.

—Sí, es raro. ¿Y el tipo se ha ido?

—Bueno, sí, señ... Cosmo —dijo Doblado—. Y entonces he venido aquí.

—¡Has hecho muy bien, Matthew! Si vuelve ese hombre, ¿podrías seguirlo e intentar descubrir dónde se aloja, por favor?

—Si puedo, señ... Cosmo.

—¡Así me gusta! —Cosmo ayudó a Doblado a levantarse de la silla, le estrechó la mano, lo condujo hasta la puerta, la abrió y lo sacó fuera en un solo movimiento suave de ballet—. ¡No se retrase, señor Doblado, el banco le necesita! —dijo, mientras cerraba la puerta—. Es una criatura extraña, ¿no le parece, Drumknott?

Ojalá dejase de hacer eso, pensó Hastalafecha. ¿Se cree Vetinari? ¿Cómo se llaman esos peces que nadan al lado de los tiburones, prestando servicios para que no les coman? Ese soy yo, eso es lo que hago: pegarme porque es más seguro que soltarme.

—¿Cómo encontraría Vetinari a un hombre mal vestido, recién llegado a la ciudad y con la dentadura desajustada, Drumknott? —preguntó Cosmo.

Cincuenta dólares al mes con comida y cama, pensó Hastalafecha, despertando de una breve pesadilla marina. No lo olvides nunca. Y dentro de un par de días serás libre.

—Se vale mucho del Gremio de Mendigos, señor —dijo.

—Ah, por supuesto. Encárguese.

—Habrá gastos, señor.

—Sí, Drumknott, no se me escapa. Siempre hay gastos. ¿Y el otro asunto?

—Pronto, señor, pronto. Este no es un trabajo para Arándano, señor. Estoy teniendo que sobornar en las más altas esferas. —Hastalafecha tosió—. El silencio es caro, señor...

* * *

Húmedo acompañó a Adora Belle de vuelta a la universidad en silencio. Pero lo importante era que no se había roto nada ni había muerto nadie.

Entonces, como si hubiese llegado a una conclusión después de darle muchas vueltas, Adora Belle dijo:

—Trabajé en un banco durante una temporada, ya lo sabes, y no apuñalaban a casi nadie.

—Lo siento. Me he olvidado de avisarte. Y te he empujado a tiempo.

—Debo reconocer que la manera en que me has tirado al suelo me ha impactado mucho.

—Mira, lo siento, ¿vale? ¡Y Apuntierro también! Y ahora, ¿quieres contarme de qué va todo esto? Encontraste cuatro gólems, ¿no? ¿Te los has traído?

—No, el túnel se derrumbó antes de que llegásemos tan abajo. Te lo he dicho, estaban a ochocientos metros de profundidad, bajo millones de toneladas de arena y barro. Sin ser ninguna experta, creo que allá arriba, en las montañas, había un dique natural de hielo que estalló e inundó medio continente. Según las historias, Um fue destruida en una inundación, de modo que eso encaja. Los gólems fueron arrastrados junto con los cascotes, que acabaron empotrados contra unos acantilados de piedra caliza junto al mar.

—¿Cómo descubriste que estaban allí abajo? Es... bueno, ¡ahí no hay nada!

—Como de costumbre. Uno de nuestros gólems oyó a otro cantar. Imagínatelo. Lleva bajo tierra sesenta mil años...

En la noche bajo el mundo, en la presión de las profundidades, en la opresiva oscuridad... un gólem cantó. No había letra. La canción era más vieja que las palabras; era más vieja que las lenguas. Era la llamada de la arcilla común, y llegaba a kilómetros de distancia. Viajaba por las fallas, hacía que los cristales cantasen en armonía en oscuras cavernas ignotas, seguía ríos que nunca veían el sol...

... y salió del suelo y subió por las piernas de un gólem de la Fundación del Gólem, que estaba tirando de un carro cargado de carbón por el único camino de la zona. Cuando llegó a Ankh-Morpork informó a la Fundación, que se dedicaba a eso: encontraba gólems.

Las ciudades, los reinos y los países iban y venían, pero los gólems que sus sacerdotes habían cocido con arcilla y llenado de fuego sagrado tendían a durar para siempre. Cuando se quedaban sin órdenes, sin agua que recoger o leña que cortar, quizá porque la tierra era ahora el lecho marino o la ciudad tenía el inconveniente de encontrarse bajo quince metros de ceniza volcánica, no hacían otra cosa que esperar a la siguiente orden. Eran, a fin de cuentas, una propiedad. Cada uno de ellos obedecía las instrucciones escritas en el pequeño pergamino de su cabeza. Tarde o temprano, la roca sucumbe a la erosión. Tarde o temprano se erigiría una nueva ciudad. Algún día llegarían las órdenes.

Los gólems no tenían el concepto de la libertad. Sabían que eran artefactos; en la arcilla de algunos aún se veían las huellas de sacerdotes muertos mucho tiempo atrás. Fueron hechos para ser poseídos.

Siempre había habido unos cuantos en Ankh-Morpork, haciendo recados, ocupándose de tareas pesadas, bombeando agua de pozos profundos: invisibles, silenciosos y sin molestar a nadie. Entonces, un día, alguien liberó a un gólem insertando en su cabeza el recibo del dinero que había pagado por él. Y luego le dijo que se pertenecía a sí mismo.

No se podía liberar a un gólem mediante una orden, una guerra o un capricho, pero sí por medio de la plena propiedad. Cuando se ha sido una posesión, uno entiende de verdad lo que significa la libertad, en todo su magnífico terror.

Dorfl, el primer gólem liberado, tenía un plan. Trabajó duro, echando más horas que el reloj al que no tenía tiempo de prestar atención, y compró otro gólem. Los dos gólems trabajaron mucho y compraron un tercero... y ahora existía la Fundación del Gólem, que compraba gólems, encontraba gólems sepultados bajo tierra o en las profundidades del mar y ayudaba a los gólems a comprarse a sí mismos.

En la pujante ciudad, los gólems valían en verdad su peso en oro. Cobraban salarios pequeños pero se los ganaban durante veinticuatro horas al día. Seguían siendo un chollo: más fuertes que los trolls, más fiables que los bueyes y más incansables e inteligentes que una docena de cada, un solo gólem podía impulsar todas las máquinas de un taller.

Eso no los hacía populares. Siempre había un motivo para mirar mal a un gólem. No bebían, comían, jugaban, renegaban ni sonreían. Trabajaban. Si estallaba un incendio, corrían en masa a apagarlo y después regresaban caminando a lo que fuera que estaban haciendo antes. Nadie sabía por qué una criatura a la que habían dado vida en un horno sentía el impulso de hacer eso, pero lo único que les ganaba era una especie de incómodo rencor. No podía estarse agradecido a una cara inmóvil de ojos resplandecientes.

—¿Cuántos hay allí abajo? —preguntó Húmedo.

—Ya te lo he dicho. Cuatro.

Húmedo se sintió aliviado.

—Bueno, eso está bien. Bien hecho. ¿Podemos celebrarlo con una cena esta noche? ¿De algo a lo que el animal no tuviera tanto apego? Y después, quién sabe...

—Tal vez haya una pega —dijo Adora Belle con voz pausada.

—No me digas.

—Oh, por favor. —Adora Belle suspiró—. Mira, los umnianos fueron los primeros constructores de gólems, ¿lo comprendes? La leyenda gólem dice que los umnianos inventaron los gólems. Y es fácil de creer. Un sacerdote que está horneando una ofrenda pronuncia las palabras adecuadas y la arcilla alza la cabeza. Fue su única invención. No necesitaron ninguna más. Los gólems construyeron su ciudad, los gólems araban sus campos. Inventaron la rueda, pero como juguete para niños. Y es que no necesitaban ruedas. Tampoco se necesitan armas, cuando se tiene gólems en vez de murallas. Ni siquiera se necesitan palas...

—¿No irás a decirme que construyeron gólems asesinos de quince metros de altura, verdad?

—Solo a un hombre se le ocurriría eso.

—Es nuestro trabajo —dijo Húmedo—. Si tú no piensas primero en gólems asesinos de quince metros, algún otro lo hará.

—Bueno, no hay pruebas de su existencia —se apresuró a decir Adora Belle—. Los umnianos ni siquiera llegaron a trabajar el hierro. Sí que trabajaban el bronce, sin embargo... y el oro.

A Húmedo no le gustó el modo en que dejó colgando la última palabra.

—Oro —dijo.

—El umniano es el idioma más complejo que se conoce —explicó Adora Belle rápidamente—. Ninguno de los gólems de la Fundación sabe mucho de él, de manera que no podemos estar seguros...

—Oro —repitió Húmedo, pero su voz era de plomo.

—Así que cuando el equipo de excavación encontró cuevas allí abajo, ideamos un plan. El túnel se estaba volviendo inestable de todas formas, de manera que lo clausuraron, dijimos que se había hundido y a estas alturas una parte del equipo ya habrá sacado a los gólems al mar y los estará trayendo por debajo del agua hasta la ciudad —dijo Adora Belle.

Húmedo señaló el brazo de gólem que llevaba en la bolsa.

—Ese no es de oro —dijo esperanzado.

—Encontramos un montón de restos de gólems más o menos a la mitad de profundidad —dijo Adora Belle con un suspiro—. Los demás están más abajo... ejem, quizá porque pesan más.

—El oro pesa el doble que el plomo —observó Húmedo con tono lúgubre.

—El gólem enterrado canta en umniano —dijo Adora Belle—. No confío del todo en nuestra traducción, de manera que pensé: empecemos por llevarlos a Ankh-Morpork, donde estarán a salvo.

Húmedo respiró hondo.

—¿Sabes el lío en que te puedes meter por incumplir un contrato con un enano?

—¡Venga, vamos! ¡No estoy empezando una guerra!

—¡No, estás empezando un pleito! ¡Y con los enanos eso es todavía peor! ¡Me dijiste que el contrato estipulaba que no podías sacar del territorio metales preciosos!

—Sí, pero estamos hablando de gólems. Están vivos.

—Mira, te has llevado...

... podría haberme llevado...

—... vale, podrías haberte llevado, madre mía, toneladas de oro de un terreno enano...

—Un terreno de la Fundación del Gólem...

—¡De acuerdo, pero había una cláusula! Que tú has vulnerado al llevarte...

—No me he llevado nada. Han salido caminando ellos solitos —dijo Adora Belle con calma.

—¡Por todos los dioses, solo una mujer podría pensar así! ¡Te crees que, como te parece que existe una justificación perfectamente buena para tus acciones, los detalles legales no importan! ¡Y aquí estoy yo, a un paso de convencer a la gente de que un dólar no tiene que ser redondo y brillante, y me encuentro con que, en cualquier momento, cuatro gólems enormes y resplandecientes entrarán tan campantes en la ciudad, saludando y deslumbrando a todo el mundo!

—No hay necesidad de ponerse histérico —replicó Adora Belle.

—¡Sí que la hay! ¡De lo que no hay necesidad es de mantener la calma!

—Bien, pero en momentos así es cuando estás más vivo, ¿no? Es cuando mejor funciona tu cerebro. Siempre encuentras una manera, ¿verdad?

Y no había nada que hacer con una mujer como ella. Se convertía sin avisar en un martillo y uno se empotraba directo contra ella.

Por suerte.

Habían llegado a la entrada de la universidad. Por encima de ellos se erguía la imponente estatua de Alberto Malich, el fundador. Tenía un orinal en la cabeza. Eso había importunado a la paloma que, por tradición familiar, pasaba la mayor parte de su tiempo encaramada a la testa de Alberto y en ese momento lucía en su propia cabeza una versión en miniatura del mismo recipiente de loza.

Debe de ser otra vez la Semana Cultural, pensó Húmedo. Estudiantes, ¿eh? O los amas o los odias; no está permitido darles en la cabeza con una pala.

—Mira, con gólems o sin ellos, cenemos esta noche, tú y yo solos, arriba en la suite. Apuntierro estará encantado. No se le presentan muchas oportunidades de cocinar para humanos y hará que se sienta mejor. Te hará lo que quieras, estoy seguro.

Adora Belle lo miró con la cabeza ladeada.

—Ya me ha parecido que sugerirías eso, o sea que he encargado cabeza de cordero. No cabía en sí de contento.

—¿Cabeza de cordero? —dijo Húmedo con tono sombrío—. Sabes que odio la comida que me sostiene la mirada. Ni siquiera miro a las sardinas a la cara.

—Ha prometido vendarle los ojos.

—Oh, qué bien.

—Mi abuela hacía un timbal de cabeza de cordero riquísimo —dijo Adora Belle—. Usaba manitas de cerdo para espesar el caldo, y así cuando se enfría se...

—¿Sabes lo que es un exceso de información? —interrumpió Húmedo—. Esta noche, pues. Ahora vamos a ver a tu mago muerto. Disfrutarás. Tiene que haber cráneos por fuerza.

* * *

Había cráneos. Había cortinajes negros. Había complejos símbolos pintados en el suelo. Había espirales de incienso surgidas de turíbulos negros. Y en el centro de todo eso el director de Comunicaciones Post Mórtem, llevando una máscara espeluznante, jugueteaba con una vela.

Paró cuando los oyó entrar, y enderezó la espalda a toda prisa.

—Ah, llegan pronto —dijo, con voz algo ahogada por los colmillos—. Lo siento. Son las velas. Deberían ser de sebo barato para echar el humo negro de rigor, pero mire usted por dónde, me han dado cera de abeja. Les dije que el goteo sin más no me vale, que lo que quiero es humo acre. O lo que quieren ellos, más bien. Lo siento; John Hicks, director del departamento. Ponder me ha explicado lo que quieren.

Se quitó la máscara y les tendió una mano. Daba la impresión de que había intentado, como cualquier nigromante que se preciara, dejarse una respetable perilla pero, por culpa de cierta falta básica de malevolencia, le quedaba algo ovejuna. Al cabo de unos segundos, Hicks cayó en la cuenta de por qué lo miraban, y se quitó la mano falsa de goma con las uñas negras.

—Creía que la nigromancia estaba prohibida —dijo Húmedo.

—No, si aquí no hacemos nigromancia —dijo Hicks—. ¿Qué le ha hecho pensar eso?

Húmedo echó un vistazo a la decoración, se encogió de hombros y dijo:

—Bueno, supongo que se me ha ocurrido por primera vez cuando he visto que la pintura de la puerta se está desconchando y debajo se entrevé una tosca calavera y las letras NIGR...

—Historia antigua, historia antigua —se apresuró a decir Hicks—. Nosotros somos el Departamento de Comunicaciones Post Mórtem. Una fuerza para el bien, como comprenderán. La nigromancia, en cambio, es una variedad muy mala de magia practicada por magos perversos.

—¿Y como ustedes no son magos perversos, lo que hacen no puede llamarse nigromancia?

—¡Exacto!

—Y, ejem, ¿qué define a un mago malvado? —preguntó Adora Belle.

—Bueno, practicar la nigromancia ocuparía sin duda uno de los primeros lugares de la lista.

—¿Puede recordarnos en un momento qué es lo que va a hacer?

—Vamos a hablar con el difunto profesor Púlgad —respondió Hicks.

—Que está muerto, ¿no?

—Del todo. Extremadamente muerto.

—¿Y eso no se parece un poquito a la nigromancia?

—Ah, pero verán, para la nigromancia se requieren cráneos, huesos y un ambiente necropolitano general —dijo el doctor Hicks. Captó sus expresiones—. Ajá, veo lo que están pensando —dijo, con una risilla algo quebradiza—. No se dejen engañar por las apariencias. Yo no necesito todo esto. El profesor Púlgad, sí. Es bastante tradicionalista y no saldría de su urna por nada que no fuera como mínimo el Rito de las Almas completo, con Máscara Aterradora de la Invocación incluida. —Hizo vibrar un colmillo de un golpecito.

—Y esa es la Máscara Aterradora de la Invocación, ¿no? —dijo Húmedo.

El mago vaciló por un momento antes de responder.

—Por supuesto.

—Es que se parece mucho a la máscara de Hechicero Aterrador que venden en la tienda de Boffo, en la calle del Décimo Huevo —observó Húmedo—. Me pareció una ganga, por cinco dólares.

—Creo, ejem, que debe de estar equivocado —replicó Hicks.

—Yo creo que no —dijo Húmedo—. Se ha dejado la etiqueta puesta.

—¿Dónde? ¿Dónde? —No-tengo-un-pelo-de-nigromante agarró la máscara y le dio varias vueltas en las manos, buscando...

Vio la sonrisilla de Húmedo y puso los ojos en blanco.

—De acuerdo, sí —musitó—. Perdimos la de verdad. Aquí todo se pierde, ni se lo creerían. No limpian los conjuros del todo. ¿Había una sepia enorme en el pasillo?

—Esta tarde, no —respondió Adora Belle.

—Eso, ¿a qué viene la sepia?

—¡Ooooh, yo les contaré lo de la sepia! —dijo Hicks.

—¿Sí?

—¡No querrán saber lo de la sepia!

—¿No?

—¡Créanme! ¿Seguro que no estaba?

—Es de esas cosas en las que te fijas —dijo Adora Belle.

—Con un poco de suerte se habrá pasado, entonces —concluyó Hicks, relajándose—. De verdad que se está poniendo imposible. La semana pasada todo lo que tenía en mi fichero se archivó en la «W». Nadie parece saber por qué.

—Estábamos hablando de cráneos —le recordó Adora Belle.

—Todos falsos —dijo Hicks.

—¿Perdón? —La voz era seca y cascada y procedía de las sombras de la esquina más alejada.

—Aparte de Charlie, por supuesto —añadió Hicks a toda prisa—. Él lleva aquí toda la vida.

—Soy la columna vertebral del departamento —aseguró la voz con un deje de orgullo.

—Oigan, ¿empezamos? —dijo Hicks, rebuscando en un saco de terciopelo negro—. En los colgadores de la puerta hay unas túnicas negras con capucha. Solo son por las apariencias, claro, pero la nig... las Comunicaciones Post Mórtem tienen mucho de teatro, la verdad. La mayoría de las personas que... con las que nos comunicamos son magos y, francamente, no les gustan los cambios.

—No vamos a hacer nada... macabro, ¿verdad? —preguntó Adora Belle, mirando la túnica con recelo.

—Aparte de hablar con alguien que lleva trescientos años muerto —dijo Húmedo.

No se sentía cómodo en presencia de calaveras. Los humanos están programados genéticamente para no estarlo desde los tiempos de mono, porque a) lo que fuera que convirtió en calavera esa calavera quizá anduviera todavía por allí cerca y deberías correr hacia un árbol ya mismo, y b) las calaveras tienen pinta de estarse riendo a costa de uno.

—No se preocupe por eso —dijo Hicks, sacando una pequeña vasija ornamental de la bolsa negra y limpiándola con la manga—. El profesor Púlgad donó su alma a la universidad. Es un poco cascarrabias, debo decirlo, pero puede mostrarse colaborador si montamos un espectáculo decente. —Retrocedió un poco—. A ver... velas truculentas, Círculo de Namareth, Espejo del Tiempo Silente, la Máscara, por supuesto, las Cortinas de, esto, Cortinas y... —En ese momento colocó una cajita junto a la vasija—. Los ingredientes vitales.

—¿Perdón? ¿Quiere decir que todas esas cosas que suenan tan caras no son vitales? —preguntó Húmedo.

—Son más bien... atrezo —dijo Hicks mientras se calaba la capucha—. Quiero decir que podríamos sentarnos en corro y leer el guión en voz alta, pero sin los disfraces y el decorado, ¿quién querría aparecerse? ¿Le interesa a usted el teatro? —añadió, con voz esperanzada.

—Voy cuando puedo —respondió Húmedo con cautela, porque reconoció esa esperanza.

—¿No vería por casualidad Lástima que sea una instructora de combate sin armas en el Pequeño Teatro, hace poco? La representó la Compañía de Hermanas Dolly.

—Hum, no, me temo que no.

—Yo hacía de sir Andrew Buenpedo —dijo el doctor Hicks, por si Húmedo tenía un súbito ataque de memoria.

—¡Anda, conque ese era usted! —exclamó Húmedo, que había conocido a otros actores—. ¡En el trabajo todo el mundo lo comentaba!

Estoy a salvo mientras no me pregunte qué noche comentaban, pensó. Siempre hay una noche, en todas las obras, en la que pasa algo cómicamente atroz. Pero tuvo suerte: un actor veterano sabe cuándo no forzar la suerte.

En lugar de eso, Hicks dijo:

—¿Conocen lenguas antiguas?

—Yo domino el murmullo a nivel básico —dijo Húmedo.

¿Le parece bastante antiguo? —dijo Adora Belle, provocando un hormigueo en la columna de Húmedo. El lenguaje privado de los gólems solía ser un infierno cuando lo hablaban los humanos, pero de labios de Adora Belle sonaba sexy a rabiar. Era como plata en el aire.

—¿Qué era eso? —dijo Hicks.

—La lengua común de los gólems durante los últimos veinte mil años —respondió Adora Belle.

—¿De verdad? Muy, esto, conmovedor... ejem... Empecemos...

* * *

En la oficina de contabilidad nadie se atrevía a levantar la vista mientras el escritorio del cajero jefe giraba sobre su plataforma como una antigua carreta. Los papeles volaban bajo las manos de Mavolio Doblado mientras su cerebro se ahogaba en venenos y sus pies pedaleaban sin tregua para liberar las energías oscuras que estrangulaban su alma.

No calculaba, no según lo entendían los demás. El cálculo era para personas que no veían la respuesta flotando apaciblemente en su cabeza. Ver era saber. Siempre lo había sido.

El montículo de papeleo acumulado menguaba a medida que la furia de sus pensamientos lo azuzaba.

No paraban de abrirse nuevas cuentas. ¿Y por qué? ¿Era por confianza? ¿Probidad? ¿Un impulso ahorrador? ¿Era a causa de algo que pudiera calificarse de valor?

¡No! ¡Era por Mustachen! Gente a la que el señor Doblado no había visto en su vida y esperaba no volver a ver acudía en tropel al banco, con su dinero en cajas, en huchas de cerdito y muy a menudo en calcetines. ¡A veces hasta llevaban puestos los calcetines!

¡Y lo hacían por unas palabras! Las arcas del banco se estaban llenando porque el condenado señor Mustachen hacía reír a la gente y le daba esperanza. A la gente le caía bien. El señor Doblado nunca le había caído bien a nadie, por lo que él sabía. Sí, claro, hubo el amor de una madre y los brazos de un padre, el primero gélido y los segundos demasiado tardíos, pero ¿adónde lo habían llevado? Al final se había quedado solo. De manera que había huido, había encontrado la caravana gris y había adoptado una vida basada en los números, el valor y un sólido respeto, y había trabajado y progresado, y sí, era un hombre de valía y sí, tenía respeto. Sí, respeto. Incluso el señor Cosmo lo respetaba.

Y, salido de ninguna parte, estaba Mustachen, que ¿quién era? Nadie parecía saberlo salvo por el hombre sospechoso de los dientes inestables. ¡Un día no había Mustachen, al siguiente era director general de Correos! Y ahora estaba en el banco, ¡un hombre cuyo valor radicaba en su boca y que no respetaba a nadie! Y hacía reír a la gente... ¡y el banco se llenaba de dinero!

¿Y qué esplendidez te han mostrado los Espléndido?, preguntó una vocecilla familiar en su cabeza. Era una pequeña parte de sí mismo que odiaba, a la que había acosado, matado de hambre y encerrado a golpes en su ropero durante años. No era la voz de su conciencia. Él era la voz de su conciencia. La otra era la voz de la... la máscara.

—¡No! —exclamó Doblado.

Varios de los contables más cercanos alzaron la cabeza ante aquel ruido inusitado y después la agacharon enseguida por miedo a cruzar la mirada con él. Doblado contempló fijamente la hoja que tenía delante, observando cómo pasaban los números. ¡Confía en los números! Ellos nunca te han fallado...

Cosmo no te respeta, bobo, más que bobo. ¡Has dirigido su banco por ellos y les has sacado las castañas del fuego! Tú hacías, ellos gastaban... y se ríen de ti. Sabes que es verdad. El tonto del señor Doblado con sus andares ridículos, tonto, tonto, tonto...

—Aléjate de mí, ¡aléjate! —susurró.

A la gente le cae bien porque ellos le caen bien a él. El señor Doblado no le cae bien a nadie.

—Pero yo tengo valor. ¡Tengo valía!

El señor Doblado atrajo hacia sí otra hoja y buscó solaz en sus columnas. Pero se vio perseguido...

¿Dónde estaban tu valor y tu valía cuando hiciste bailar a los números, señor Doblado? ¿A los inocentes números? Los hiciste bailar, saltar y dar volteretas al son de tu látigo, y danzando acabaron en los lugares equivocados, ¿o no?, ¡porque sir Joshua exigió su precio! ¿Adónde se fue bailando el dinero, señor Doblado? ¡Trucos de prestidigitador!

—¡No!

En la oficina de contabilidad todas las plumas dejaron de moverse por unos segundos, antes de ponerse a escribir de nuevo con frenético brío.

Con los ojos húmedos de vergüenza y rabia, el señor Doblado intentó desenroscar la tapa de su pluma estilográfica patentada. En el opresivo silencio del banco, el chasquido de la pluma verde disponiéndose a actuar ejercía el mismo efecto que el verdugo al afilar su hacha. Todos los contables pegaron las cabezas a sus escritorios. El señor doblado había encontrado un error. Lo único que podían hacer era mantener la vista clavada en el papel que tenían delante y desear con todas sus fuerzas que el fallo no fuese suyo.

Alguien, y los dioses quisieran que no fuesen ellos, iba a tener que ir y plantarse ante el alto escritorio. Sabían que al señor Doblado no le gustaban los errores; creía que eran fruto de una deformidad del alma.

Al oír la Pluma de la Perdición, una de las supervisoras corrió al costado del cajero jefe. Los empleados dispuestos a arriesgarse a que la mirada feroz del señor Doblado los convirtiera en agua echaron un vistazo rápido y presenciaron cómo este le enseñaba el documento infractor. Se oyó un lejano chasquido de desaprobación. El paso de la supervisora al bajar los escalones y cruzar el suelo resonó en un silencio mortal y orante. Ella no lo sabía mientras trotaba con sus relucientes botas de botones hasta la mesa de uno de los contables más jóvenes y nuevos, pero estaba a punto de encontrarse con un muchacho destinado a pasar a la historia como uno de los grandes héroes de la banca.

* * *

La tenebrosa música de órgano llenaba el Departamento de Comunicaciones Post Mórtem. Húmedo daba por sentado que todo formaba parte de la ambientación, aunque se habría obtenido una atmósfera más acertada si la melodía que sonaba no pareciera ser la Cantata y fuga para alguien que tiene problemas con los pedales.

Mientras moría la última nota, después de una larga enfermedad, el doctor Hicks giró en su taburete y levantó la máscara.

—Lo siento, a veces tengo dos pies izquierdos. ¿Les importaría entonar cánticos un momentito mientras hago los pases de manos místicos? No se preocupen por la letra. Al parecer cualquier cosa funciona si suena lo bastante sepulcral.

Mientras rodeaba el círculo canturreando variaciones de «¡oo!» y «¡raah!», Húmedo se preguntó cuántos banqueros resucitaban a los muertos en el transcurso de una tarde. Probablemente, no muchos. No debería estar haciendo aquello, sin duda. Debería estar ahí fuera haciendo dinero. Mechu... Abrazadera ya debía de haber terminado el diseño. ¡El día siguiente sostendría en sus manos su primer billete! Y luego estaba el maldito Cribbins, que podría estar hablando con cualquiera. Cierto, el tipo tenía unos antecedentes más largos que una toalla de rodillo, pero la ciudad funcionaba a base de alianzas y, si coincidía con los Espléndido, la vida de Húmedo se desmadejaría hasta retroceder al cadalso...

—En mis tiempos por lo menos alquilábamos una máscara decente —gruñó una voz anciana—. Epa, ¿eso que veo ahí es una mujer?

Había aparecido una figura en el círculo, sin más efectismo o escándalo que ese rezongo. Era la viva imagen de un mago en todos los sentidos —túnica, sombrero puntiagudo, barba y ancianidad— con el añadido de un monocromo efecto plateado general y una leve transparencia.

—Ah, profesor Púlgad —saludó Hicks—, es muy amable al acompañarnos...

—Sabes que me has traído tú aquí, y tampoco es que tuviera nada más que hacer —dijo Púlgad. Se volvió de nuevo hacia Adora Belle y su voz se convirtió en puro almíbar—. ¿Cómo se llama, querida?

—Adora Belle Buencorazón. —Púlgad no captó el tono de advertencia de la voz.

—Qué gran placer —dijo, dedicándole una gingival sonrisa. Por desgracia, el gesto hizo que pequeñas hebras de saliva vibraran en su boca como la red de una araña muy vieja—. ¿Y me creería si le dijera que tiene un parecido asombroso a mi adorada concubina Fenti, que murió hace más de trescientos años? ¡La semejanza es increíble!

—Diría que es una frase para ligar —respondió Adora Belle.

—Oh, cielos, cuánto cinismo —suspiró el difunto Púlgad, y se volvió hacia el director de Comunicaciones Post Mórtem—. Aparte de los cánticos maravillosos de esta señorita, ha sido francamente un desastre, Hicks —dijo con tono cortante. Intentó dar una palmadita en la mano a Adora Belle, pero sus dedos la atravesaron limpiamente.

—Lo siento, profesor, últimamente andamos muy cortos de fondos —se excusó Hicks.

—Lo sé, lo sé. Siempre fue así, doctor. Hasta en mis tiempos, si necesitabas un cadáver, ¡tenías que salir por tu cuenta a encontrar uno! ¡Y si no lo encontrabas, ya podías ir fabricándolo! Ahora es todo tan educado, tan correcto, carajo. Vale, un huevo fresco técnicamente también sirve, pero ¿qué ha sido del estilo? Me cuentan que han fabricado una máquina que puede pensar, ¡pero por supuesto las Bellas Artes siempre están las últimas de la cola! Y así, me veo reducido a esto: ¡un comunicador post mórtem a duras penas competente y dos personas de Quejidos a Domicilio!

—¿La nigromancia es una bella arte? —dijo Húmedo.

—No la hay más bella, joven. Como algún detalle insignificante salga mal, los espíritus de los muertos vengativos tal vez te entren en la cabeza por las orejas y te saquen los sesos a chorro por la nariz.

Los ojos de Húmedo y Adora Belle enfocaron al doctor Hicks como los de un arquero a su diana. El mago, entre aspavientos, formó con la boca las palabras: «¡Casi nunca!».

—¿Qué hace aquí una joven guapa como usted, eh? —preguntó Púlgad mientras intentaba agarrar la mano de Adora Belle.

—Intento traducir una frase en umniano —dijo ella, dedicándole una sonrisa hierática mientras se pasaba distraídamente la mano por el vestido.

—¿Hoy en día se permite a las mujeres dedicarse a este tipo de cosas? ¡Qué divertido! Una de las cosas de las que más me arrepiento, ¿sabe?, es de que, cuando me hallaba en posesión de un cuerpo, no le dejé pasar el tiempo suficiente en compañía de jóvenes damas...

Húmedo miró a su alrededor para ver si había alguna clase de palanca de emergencia. Tenía que haber algo, aunque fuera solo para casos de explosión nasal del cerebro.

Se situó discretamente junto a Hicks.

—¡Dentro de nada esto va a ponerse fatal! —susurró.

—No hay problema. Puedo desterrarlo a la Zona No-Muerta en un abrir y cerrar de ojos —murmuró el mago.

—¡No será lo bastante lejos como ella pierda los estribos! Una vez vi cómo le atravesaba de parte a parte el pie a un hombre con un tacón de aguja mientras se fumaba un cigarrillo. ¡Hace más de quince minutos que no fuma, nadie sabe de lo que es capaz!

Sin embargo, Adora Belle había sacado de su bolsa el brazo de gólem, y los ojos del difunto profesor Púlgad centellearon con algo más imperioso que el romance. Hay muchas variedades de lujuria.

Cogió el brazo. Esa fue la segunda sorpresa. Y entonces Húmedo se dio cuenta de que el brazo seguía allí, junto al pie de Púlgad, mientras que lo que sostenía era un fantasma perlino y tenue.

—Ajá, parte de un gólem umniano —dijo—. En mal estado. Increíblemente raro. Probablemente desenterrado en el yacimiento de Um, ¿me equivoco?

—Es posible —respondió Adora Belle.

—Hum. Posible, ¿eh? —dijo Púlgad, girando el brazo espectral—. ¡Mira esa finura de oblea! ¡Ligero como una pluma pero resistente como el acero mientras los fuegos ardían dentro! ¡No ha habido nada semejante desde entonces!

—Quizá yo sepa dónde arden todavía esos fuegos —dijo Adora Belle.

—¿Después de sesenta mil años? ¡No lo creo, señora mía!

—Yo pienso de otro modo.

Cuando decía las cosas con ese tono de voz, la gente se paraba a mirar. Proyectaba una certidumbre absoluta. Húmedo había trabajado duro durante años para conseguir una voz así.

—¿Me está diciendo que un gólem umniano ha sobrevivido?

—Sí. Cuatro de ellos, creo —respondió Adora Belle.

—¿Pueden cantar?

—Por lo menos uno puede.

—Daría cualquier cosa por ver uno antes de morir —dijo Púlgad.

—Esto... —empezó Húmedo.

—Es una forma de hablar, nada más —dijo Púlgad, con un movimiento irritado de la mano.

—Creo que eso podría arreglarse —dijo Adora Belle—. Entretanto, hemos transcrito su canto a las runas fonéticas de Boddely.

Metió la mano en la bolsa y sacó un pequeño pergamino. Púlgad tendió la palma y, una vez más, un fantasma iridiscente del escrito fue a parar a sus manos.

—Parece un galimatías —dijo, tras un vistazo—, aunque debo decir que es lo que siempre pasa con el umniano a primera vista. Necesitaré algo de tiempo para desentrañarlo. El umniano es un lenguaje completamente contextual. ¿Ha visto usted esos gólems?

—No, nuestro túnel se hundió. Ya ni siquiera podemos hablar con los gólems que se quedaron cavando. El canto no viaja bien bajo el agua salada. Pero creemos que son unos gólems... inusuales.

—De oro, probablemente —dijo Púlgad, y la frase dejó un silencio reflexivo a su paso.

Luego, Adora Belle dijo:

—Oh.

Húmedo cerró los ojos; en el interior de sus párpados las reservas de oro de Ankh-Morpork desfilaban de un lado a otro, resplandecientes.

—Cualquiera que investigue Um descubre la leyenda de los gólems de oro —dijo Púlgad—. Hace sesenta mil años, algún brujo sentado junto a una hoguera hizo una figurita de barro y descubrió cómo insuflarle vida, y esa fue la única invención que necesitaron nunca más, ¿comprenden? Tenían hasta caballos gólems, ¿lo sabían? Nadie ha sido capaz de volver a crear uno. ¡Pero los umnianos jamás trabajaron el hierro! ¡No inventaron la pala o la rueda! ¡Los gólems pastoreaban a sus animales y tejían sus telas! Los umnianos sí que hacían sus propias joyas, no obstante, que en buena medida consistían en escenas de sacrificios humanos, ejecutados de mala manera en todos los sentidos de la palabra. En ese campo demostraron una inventiva increíble. Una teocracia, por supuesto —añadió, con un encogimiento de hombros—. No sé qué tienen las pirámides escalonadas, que sacan lo peor de un dios... En cualquier caso, sí, trabajaban el oro. Vestían con él a sus sacerdotes. Es del todo posible que construyeran con él unos cuantos gólems. También puede ser que el «gólem de oro» sea una metáfora que se refería al valor de los gólems para los umnianos. Cuando la gente desea expresar el concepto de valor, «oro» es siempre la palabra elegida...

—No me diga —murmuró Húmedo.

—... o se trata simplemente de una leyenda infundada. La exploración del yacimiento nunca ha revelado nada salvo unos pocos fragmentos de gólem roto —dijo Púlgad, que se dejó caer recostado sobre el aire vacío. Le guiñó el ojo a Adora Belle—. ¿Quizá ha buscado usted en otra parte? No había una historia según la que, a la muerte de todos los humanos, los gólems se metieron caminando en el mar? El signo de interrogación quedó suspendido en el aire como el anzuelo que era.

—Qué historia tan interesante —comentó Adora Belle con cara de póquer.

Púlgad sonrió.

—Descubriré el sentido de este mensaje. ¿Vendrá usted a verme mañana, supongo?

A Húmedo no le gustó cómo sonó eso, fuera lo que fuese. Tampoco ayudó que Adora Belle sonriese.

Púlgad añadió:

—¿Y usted, caballero? —dijo Adora Belle, riendo.

—¡No, pero tengo una memoria excelente!

Húmedo frunció el ceño. Prefería cuando Adora Belle despreciaba al viejo salido.

—¿Podemos irnos ya? —dijo.

* * *

El aprendiz de contable temporal en prácticas Martillero Gallineta observó el acercamiento de la señorita Paños con una aprensión ligeramente inferior a la de sus compañeros más veteranos, que sabían qué era porque el pobre chico no llevaba allí lo bastante para conocer el significado de lo que estaba a punto de suceder.

La supervisora dejó el papel en su mesa con algo de fuerza. El total estaba rodeado por un círculo de tinta verde que todavía estaba húmeda.

—El señor Doblado —dijo con un deje de satisfacción— dice que debe repetir esto pero bien hecho.

Y como Martillero era un joven bien educado, y como aquella era solo su primera semana en el banco, dijo:

—Sí, señorita Paños.

Cogió el papel con delicadeza y se puso a trabajar.

Se contarían muchas versiones distintas de lo que sucedió a continuación. En los años siguientes, los contables medirían su experiencia bancaria según lo cerca que hubieran estado cuando Sucedió Aquello. Habría discrepancias sobre lo que se dijo en realidad. Desde luego no hubo violencia, por mucho que diesen a entender algunas de las historias. Pero fue un día que puso al mundo, o al menos la parte de él que incluía la oficina de contabilidad, de rodillas.

Todos coincidían en que Martillero pasó un tiempo repasando los porcentajes. Dicen que sacó un cuaderno —un cuaderno particular, lo cual constituía una infracción de por sí— y trabajó un rato con él. Después, dicen unos que al cabo de quince minutos, otros que casi media hora, caminó hasta el escritorio de la supervisora y declaró:

—Lo siento, señorita Paños, pero no puedo encontrar dónde está el error. He comprobado mis cálculos y creo que mi total es correcto.

No lo dijo muy alto, pero la habitación enmudeció. A decir verdad, hizo más que enmudecer. El puro aguzamiento de cientos de oídos hizo que las arañas que tejían sus redes cerca del techo se mecieran por la succión. Mandaron al joven de vuelta a su mesa con un «repítelo y no hagas perder el tiempo a la gente» y, después de otros diez minutos, hay quien dice que quince, la señorita Paños se acercó a su escritorio y miró por encima de su hombro.

La mayoría está de acuerdo en que, al cabo de medio minuto o así, ella misma cogió el papel, sacó un lápiz de su prieto moño, ordenó al joven que dejara su silla libre, se sentó y pasó un tiempo contemplando los números. Se levantó. Fue hasta la mesa de otro supervisor. Juntos estudiaron a fondo la hoja de papel. Llamaron a un tercer supervisor. Este copió las columnas infractoras, trabajó en ellas durante un rato y alzó la vista, con la cara gris. Nadie tuvo que decirlo en alto. A esas alturas todo trabajo había cesado, pero el señor Doblado, en su elevado taburete, seguía absorto en las cifras que tenía delante y, significativamente, mascullaba entre dientes.

La gente lo olía en el ambiente.

El señor Doblado había Cometido un Error.

Los supervisores más veteranos intercambiaron pareceres a toda prisa en una esquina. No había autoridad superior a la que pudieran apelar. El señor Doblado era la autoridad superior, que respondía solo ante el inexorable Señor de las Matemáticas. Al final dejaron en manos de la pobre señorita Paños, que tan recientemente había sido la agente de la reprobación del señor Doblado, escribir en el documento: «Lo siento, señor Doblado, creo que el joven tiene razón». Metió el papel debajo de una serie de nóminas que debía llevar a la bandeja de entrada, soltó todo el lote cuando la bandeja pasó ante ella en su recorrido circular, y después salió a toda prisa dejando el eco de sus botitas y cruzó sollozando el pasillo entero que llevaba a los aseos de señoras, donde sucumbió a la histeria.

Los miembros restantes del personal miraron a su alrededor, con recelo, como antiguos monstruos que ven agrandarse un segundo sol en el cielo pero no tienen ni la menor idea de lo que deberían hacer al respecto. El señor Doblado se merendaba las bandejas de entrada y, a ojo, faltaban unos dos minutos o menos para que se las viera con el mensaje. De repente y todos a la vez, huyeron hacia las salidas.

* * *

—¿Qué, cómo te lo has pasado? —preguntó Húmedo cuando salieron al sol.

—¿Detecto un tonillo de mal humor? —dijo Adora Belle.

—Bueno, mis planes para hoy no incluían pasarme a charlar con un viejo verde de trescientos años.

—La palabra que buscas es «gue», pero en todo caso era un fantasma, no un cadáver.

—¡Te tiraba los tejos!

—Todo en su cabeza —dijo Adora Belle—. Y en la tuya.

—¡Normalmente te vuelves loca si la gente se te pone condescendiente!

—Cierto. Pero la mayoría de la gente no es capaz de traducir una lengua tan antigua que hasta los gólems apenas pueden entender una décima parte de ella. Consigue un talento como ese y a lo mejor eres tú el que se lleva a las chicas de calle cuando lleves trescientos años muerto.

—¿Coqueteabas para conseguir lo que querías?

Adora Belle paró en seco en mitad de la plaza para mirarlo a la cara.

—¿Y qué? coqueteas con la gente a todas horas. ¡Coqueteas con el mundo entero! Eso es lo que te hace interesante, porque tienes más de músico que de ladrón. Quieres tocar el mundo, sobre todo los fragmentos difíciles. Y ahora voy a casa a darme un baño. Me he bajado del coche de postas esta mañana, ¿recuerdas?

—Esta mañana —dijo Húmedo—, he descubierto que uno de mis empleados había intercambiado la mente de otro de mis empleados con la de un nabo.

—¿Eso es bueno? —preguntó Adora Belle.

—No estoy seguro. A decir verdad, será mejor que vaya a echar un vistazo. Mira, los dos hemos tenido un día ajetreado. Te mandaré un carruaje a las siete y media, ¿de acuerdo?

* * *

Cribbins se lo estaba pasando pipa. Nunca había sido dado a la lectura, hasta ese momento. Sí, sabía leer, y escribir también, con una bonita letra cursiva que a la gente le parecía de lo más distinguida. Siempre le había gustado el Times por su tipo claro y legible y, con la ayuda de unas tijeras y un tarro de cola, a menudo había aceptado su ayuda en la producción de esas misivas que atraen la atención no por su bella caligrafía sino porque sus mensajes están creados mediante recortes de palabras, letras y hasta frases enteras si había suerte. Leer por placer se le había pasado por alto, sin embargo. Pero ahora estaba leyendo, vaya si estaba leyendo, y era extremadamente placentero, ¡sí señor! ¡Era asombroso lo que podía encontrarse si uno sabía lo que buscaba! Y ahora, todas sus Vigilias de los Puercos iban a llegarle a la vez...

—¿Una taza de té, reverendo? —dijo una voz a su lado. Era la rechoncha encargada del departamento de ejemplares atrasados del Times, que le había cogido afecto en cuanto se quitó el sombrero para saludarla. Tenía la apariencia algo nostálgica y algo ansiosa que se les queda a tantas mujeres de cierta edad cuando han decidido confiar en los dioses a causa de la absoluta imposibilidad de seguir confiando en los hombres.

—Caramba, graciash, hermana —dijo, radiante—. ¿No está escrito que: «La taza caritativa es más encomiable que la gallina lanzada»?

Entonces reparó en el discreto cucharón de plata en miniatura que llevaba prendido del pecho y en que sus pendientes eran dos minúsculas palas de pescado. Los símbolos sagrados de Mollestya, sí. Acababa de leer sobre ella en las páginas de Religión. Estaba muy de moda últimamente, gracias a la ayuda del joven Albert Relumbrón. Empezó desde abajo, como diosa de las Cosas que se Quedan Atascadas en los Cajones, pero en la sección religiosa se decía que su nombre sonaba para diosa de las Causas Perdidas, un ámbito muy rentable, pero que muy rentable para un hombre con un enfoque flexible aunque, y aquí suspiró interiormente, no era muy buena idea hacer negocios cuando el dios en cuestión estaba activo, por si Mollestya se enojaba y encontraba un uso nuevo para las palas de pescado. Además, pronto podría dejar todo eso atrás. ¡Qué listo había salido el joven Relumbrón! ¡Diablillo adulador! Aquello no iba a terminar rápido, no señor. Aquello iba a ser una pensión de por vida. Y sería una vida larga, muy larga, o si no...

—¿Puedo traerle algo más, reverendo? —dijo la mujer con ansiedad.

—Mi cáliz rebosa, hermana —respondió Cribbins.

La expresión de ansiedad de la mujer se intensificó.

—Uy, lo siento, espero que no haya manchado...

Cribbins puso cuidadosamente la mano sobre su taza.

—Quería decir que estoy másh que shatishfecho —dijo, y era verdad. Era un puto milagro, mi más ni menos. Si Om seguía portándose así, a lo mejor hasta empezaba a creer en Él.

Y era mejor cuanto más lo pensaba, se dijo Cribbins, mientras la mujer se alejaba con paso presuroso. ¿Cómo lo había conseguido el chaval? Seguro que hubo compinches. El verdugo, para empezar, un par de carceleros...

Cavilando, se quitó la dentadura postiza con un tañido de muelles, la removió suavemente en el té, la secó con cuidadosos golpecitos de servilleta y forcejeó durante varios segundos para volver a metérsela en la boca antes de que unos pasos le informasen de que volvía la mujer. Temblaba visiblemente por el esfuerzo que le había supuesto armarse de valor.

—Disculpe, reverendo, pero ¿puedo pedirle un favor? —dijo, ruborizándose.

—Fog Zufueshgo... ¡hoshfia! Umf mfomfemchicho... —Cribbins le dio la espalda y, entre un coro de chasquidos y rasgueos, arrastró el maldito postizo hasta dejarlo en su sitio. ¡Condenado trasto! Nunca sabría por qué se había molestado en arrancárselos de la boca a aquel viejo—. Perdone, hermana, un pequeño percance dental... —murmuró, después de volverse y secarse la boca—. Continúe, she lo ruego.

—Es curioso que diga eso, reverendo —dijo la mujer, con los ojos luminosos de nerviosismo—, porque pertenezco a un pequeño grupo de mujeres que organizan, bueno, un club del dios del mes. Esto... a ver, elegimos un dios y creemos en él... o ella, obviamente, o ello, aunque trazamos la línea en los que tienen dientes y demasiadas piernas, ejem, y entonces les rezamos durante un mes y después nos reunimos y lo comentamos. Bueno, hay tantos, ¿no? ¡Miles! Hasta ahora no habíamos pensado en Om, de todas formas, pero si no le importase darnos una pequeña charla el martes que viene, ¡estoy segura de que será un placer darle una buena oportunidad!

Tintinearon los muelles cuando Cribbins le dedicó una sonrisa de oreja a oreja.

—¿Cómo she llama, hermana? —preguntó.

—Berenice —dijo ella—. Berenice, esto, Houser.

Ajá, ya no usas el apellido del cabrón, muy sabia, pensó Cribbins.

—Qué idea tan magnífica, Berenice —dijo—. ¡Lo consideraría un placer!

La mujer no cabía en sí de alegría.

—¿No tendría unas galletash, verdad Berenice? —añadió Cribbins.

La señora Houser se ruborizó.

—Creo que tengo unas de chocolate en alguna parte —confesó, como si le hiciera partícipe de un gran secreto.

—Que Mollestya sacuda tus cajonesh, hermana —dijo Cribbins a su espalda mientras se alejaba.

Estupendo, pensó, mientras ella partía, colorada y feliz. Cribbins guardó el cuaderno en su chaqueta, se recostó en la silla y escuchó el tictac del reloj de pared y los suaves ronquidos de los mendigos, que eran los habituales de esa oficina en una tarde calurosa. Todo estaba en paz, ordenado, organizado, como tendría que estarlo la vida.

De ese día en adelante nadaría en la abundancia.

Si tenía mucho, mucho cuidado.

* * *

Húmedo corrió bajo las hileras de bóvedas hacia la luz brillante del fondo. Allí se encontró una estampa de paz. Hubert estaba plantado delante del Borbotrón y de vez en cuando daba un golpecito a un conducto. Igor estaba soplando una curiosa creación de vidrio sobre su pequeña forja y el señor Abrazadera, antes conocido como Mechuelo Jenkins, estaba sentado a su mesa con una expresión distante en la cara.

Húmedo se vio venir el desastre. Algo fallaba. Quizá no fuera ni siquiera algo concreto; era una pura incorrección platónica... y no le gustaba nada la expresión del señor Abrazadera.

Pese a todo, el cerebro humano, que sobrevive a base de esperanza de un segundo a otro, siempre se afanará por aplazar el momento de la verdad. Húmedo se acercó a la mesa, frotándose las manos.

—¿Qué, cómo va, Mech... quiero decir señor Abrazadera? —dijo—. ¿Hemos acabado ya?

—Oh, sí —dijo Abrazadera, con una extraña sonrisilla triste en la cara—. Aquí está.

Sobre la mesa, delante de él, estaba el dorso del primer billete de dólar oficial jamás diseñado. Húmedo había visto pinturas parecidas, pero había sido a los cuatro años en la guardería. La cara de lo que presuntamente era lord Vetinari tenía dos puntos por ojos y una amplia sonrisa. El panorama de la vibrante ciudad de Ankh-Morpork parecía consistir en un montón de casas cuadradas, con una ventana también cuadrada en cada esquina y una puerta en el centro.

—Creo que es una de mis mejores obras —dijo Abrazadera.

Húmedo le dio una cordial palmadita en el hombro y después marchó hacia Igor, que ya parecía a la defensiva.

—¿Qué le has hecho a ese hombre? —dijo Húmedo.

—Le he proporcionado una perzonalidad equilibrada, que ya no ez preza de laz anziedadez, miedoz y demonioz de la paranoia —dijo Igor.

Húmedo echó un vistazo al banco de trabajo de Igor, un acto valeroso se mirara como se mirase. Había un frasco con algo indistinto flotando dentro. Húmedo miró más de cerca, otra modesta hazaña cuando uno se encontraba en un entorno rico en Igors.

No era un nabo feliz. Estaba lleno de manchas y rebotaba pausadamente de un lado del frasco al otro, volteándose de vez en cuando.

—Ya veo —dijo Húmedo—. Pero se diría, por desgracia, que al otorgarle a nuestro amigo la actitud relajada y esperanzada ante la vida de, por no andarnos con rodeos, un nabo, también le has insuflado las capacidades artísticas de, valga la redundancia, un nabo.

—Pero eztá mucho máz feliz conzigo mizmo —señaló Igor.

—Cierto, pero ¿qué parte de sí mismo es, y de verdad que no quisiera pecar de repetitivo, de naturaleza hortícola?

Igor recapacitó durante un rato.

—Como practicante de la medizina, zeñor —dijo—, debo tener en cuenta lo mejor para el paciente. En ezte momento ez feliz, eztá zatizfecho y no tiene una zola preocupación en el mundo. ¿Por qué iba a renunciar a todo ezto a cambio de la mera deztreza con el lápiz?

Húmedo captaba un insistente golpeteo. Era el nabo dándose contra el lateral del frasco.

—Es un interesante y filosófico dilema —dijo, mirando una vez más la expresión alegre aunque algo desenfocada de Abrazadera—. Pero a mí me parece que todos esos detallitos desagradables eran los que hacían de él, bueno, él. —El frenético golpeteo de la hortaliza se intensificó. Igor y Húmedo alternaron su mirada entre el frasco y el hombre de la sonrisa inquietante—. Igor, no estoy seguro de que entiendas lo que mueve a los hombres por dentro.

Igor soltó una risilla condescendiente.

—Oh, créame, zeñor...

—¿Igor? —interrumpió Húmedo.

—¿Zí, amo? —dijo Igor con tono sombrío.

—Ve a buscar los puñeteros cables, ¿vale?

—Zí, amo.

* * *

Húmedo volvió arriba para encontrarse en mitad de un ataque de pánico. Una llorosa señorita Paños lo avistó y se dirigió hacia él taconeando a toda velocidad.

—Es el señor Doblado, señor. ¡Ha salido corriendo y gritando! ¡No lo encontramos en ninguna parte!

—¿Por qué lo buscan? —preguntó Húmedo, y entonces se dio cuenta de que lo había dicho en voz alta—. Quiero decir: ¿qué ha pasado para que tengan que buscarlo?

La señorita Paños contó la historia desde el principio. Húmedo se llevó la impresión de que todos los demás oyentes le encontraban el sentido excepto él.

—Bueno, vale, ha cometido un error —dijo—. No pasa nada, ¿no? Ya está arreglado, ¿verdad? Es un poco embarazoso, me atrevería a decir... —Pero, se recordó a sí mismo, un error es peor que un pecado, ¿no era así?

Pero eso es una bobada, señaló su parte sensata. Podría haber dicho algo en plan: «¿Lo veis? ¡Hasta yo puedo cometer un error en un momento de despiste! ¡Debemos estar siempre atentos!». O podría haber dicho: «¡Lo he hecho a propósito para poneros a prueba!». Hasta los maestros de escuela se saben esa. Se me ocurre media docena de maneras para escurrir el bulto en una situación como esa. Claro que yo soy un escurridor. No creo que él se haya escurrido en su vida.

—Espero que no haya hecho ninguna... tontería —dijo la señorita Paños, pescando de su manga un pañuelo arrugado.

Ninguna... tontería, pensó Húmedo. Esa era la expresión que usaba la gente cuando pensaba en alguien tirándose al río o tomando de una sentada el contenido entero del botiquín. Tonterías de ese estilo.

—No he conocido nunca a un hombre menos tonto —dijo.

—Bueno, ejem... para ser sinceros, siempre nos ha intrigado —dijo un contable—. O sea, entra al amanecer y uno de los limpiadores me dijo que a menudo está aquí entrada la noche... ¿Qué pasa? ¿Qué? ¡Me has hecho daño!

La señorita Paños, que le había arreado un buen codazo, le susurró algo urgente al oído. El hombre se desinfló y miró contrito a Húmedo.

—Lo siento, señor, me he extralimitado —murmuró.

—El señor Doblado es un buen hombre, señor Mustachen —dijo la señorita Paños—. Se exige demasiado.

—Les exige demasiado a todos, me parece a mí —observó Húmedo.

El intento de solidarizarse con las masas trabajadoras no pareció calar hondo.

—O jugamos todos, o la banca al río, digo yo —terció un supervisor, que recibió un murmullo general de aprobación.

—Esto, creo que lo que se hace es romper la baraja —observó Húmedo—. Lo que se tira al río es...

—La mitad de los cajeros jefe de las Llanuras han trabajado en esta sala —intervino la señorita Paños—. Y no pocos directores, a estas alturas. Y la señorita Lee, que es subdirectora del Banco Comercial Apsly en Sto Lat, consiguió el empleo gracias a la carta que escribió el señor Doblado. Entrenada por Doblado, ¿comprende? Eso cuenta mucho. Quien tiene referencias del señor Doblado puede entrar en cualquier banco y conseguir un trabajo con solo chasquear los dedos.

—Y si te quedas, aquí pagan mejor que en ninguna parte —añadió un contable—. ¡Le dijo al consejo de administración que, si querían a los mejores, tenían que pagarlos!

—Sí, es exigente —dijo otro empleado—, pero cuentan que en el Banco Pipeworth ahora trabajan todos para una Gestora de Recursos Humanos, y para eso me quedo con el señor Doblado sin pensarlo. Él por lo menos cree que soy una persona. ¡Dicen que esa gestora cronometra el tiempo que la gente pasa en el baño!

—Lo llaman estudio de tiempos y movimientos —corroboró Húmedo—. Miren, imagino que el señor Doblado únicamente quiere estar solo un rato. ¿A quién le gritaba, al chico que ha cometido el error? O no lo ha cometido, mejor dicho.

—Es el joven Martillero —dijo la señorita Paños—. Lo hemos enviado a casa porque estaba un tanto alterado. Y no, en realidad el señor Doblado no le gritaba a él. No le gritaba a nadie en concreto. Estaba... —Dejó la frase en el aire, buscando una palabra.

—Delirando —concluyó el empleado que se había extralimitado, moviendo los límites un poco más allá—, y no hace falta que me miréis así. Todos le habéis oído. Y parecía que hubiese visto un fantasma.

Los empleados iban volviendo a la sala de cuentas solos o en parejas. Habían buscado en todas partes, fue el consenso general, y gozaba de mucho apoyo la teoría de que había salido por la Casa de la Moneda, porque allí había mucho ajetreo con la mudanza y demás. Húmedo lo dudaba. El banco era viejo, y los edificios antiguos tienen toda clase de escondrijos, y el señor Doblado llevaba allí desde...

—¿Cuánto tiempo lleva aquí? —se preguntó en voz alta.

La opinión dominante era «desde que el hombre tiene mente capaz de recordar», pero la señorita Paños, que por algún motivo parecía haberse informado bien sobre el tema de Mavolio Doblado, explicó que llevaba treinta y nueve años y que había conseguido un empleo cuando tenía trece años sentándose en la escalera toda la noche hasta que el presidente llegaba a trabajar e impresionándolo con su dominio de los números. Pasó de mensajero a cajero jefe en veinte años.

—¡Qué rapidez! —exclamó Húmedo.

—No se ha tomado un día libre por enfermedad en su vida —concluyó la señorita Paños.

—Bueno. A lo mejor se ha ganado el derecho a tomarse algunos ahora —dijo Húmedo—. ¿Sabe dónde vive, señorita Paños?

—En la casa de huéspedes de la señora Cake.

—¿De verdad? Eso es un poco... —Húmedo hizo una pausa y escogió de entre una serie de opciones— modesto, ¿verdad?

—Dice que, como soltero, cubre sus necesidades —explicó la señorita Paños, y esquivó la mirada de Húmedo.

Notaba que el día se le escapaba de entre las manos, pero todos lo estaban mirando. Solo podía decir una cosa si quería conservar su imagen.

—Entonces supongo que debería pasarme a ver si ha ido allí —dijo Húmedo. A sus caras afloraron sonrisas de alivio—. Pero creo que uno de ustedes debería acompañarme. Al fin y al cabo, ustedes le conocen.

Parece ser que yo no, pensó.

—Iré a buscar mi abrigo —dijo la señorita Paños. El único motivo de que sus palabras salieran a la velocidad del sonido fue que no pudo propulsarlas más rápido.

CAPÍTULO VIII

Como es abajo, es arriba — Quien algo quiere, algo le cuesta — Buena cabeza para los pasatiempos — El triste pasado del señor Doblado — Algo en el armario — Dinero maravilloso — Reflexiones sobre la locura, por Igor — El caldo espesa

ubert dio unos golpecitos meditabundos a uno de los tubos del Borbotrón.

—¿Igor? —dijo.

—¿Zí, amo? —dijo Igor, detrás de su espalda.

Hubert dio un respingo.

—¡Creía que estabas donde tus células de rayos! —logró decir.

—Lo eztaba, amo, pero ahora eztoy aquí. ¿Qué dezeaba?

—Has conectado todas las válvulas, Igor. ¡No puedo hacer ningún cambio!

—Zí, zeñor —confirmó Igor con calma—. Habría conzecuencias increíblemente funeztaz, zeñor.

—Pero quiero cambiar algunos parámetros, Igor —insistió Hubert, mientras cogía del perchero un sombrero impermeable con gesto distraído.

—Me temo que eczizte un problema, zeñor. Me pidió uzted que hiciera el Borbotrón tan precizo como fuera pozible.

—Bueno, pues claro. La precisión es vital.

—Ez... ecztremadamente precizo, zeñor —dijo Igor, que parecía incómodo—. Poziblemente demaziado precizo, zeñor.

Ese «poziblemente» hizo que Hubert buscara a tientas un paraguas.

—¿Cómo puede ser algo demasiado preciso?

Igor miró a su alrededor. De repente estaba nervioso.

—¿Le importa que afloje un poco con el ceceo?

—¿Puedes hacer eso?

—Oh, zí... o, mejor dicho, sí, señor. Pero es una cosa del clan, ya sabe. Es lo que se espera, como los puntos de zutura. Pero creo que la explicación ya se le antojará lo bastante difícil sin encima cecear.

—Bueno, ejem, gracias. Adelante, por favor.

Fue una explicación bastante larga. Hubert escuchó con atención y la boca abierta. La expresión «culto al cargo» pasó volando, seguida por una breve disertación sobre la hipótesis de que cualquier agua, dondequiera que esté, sabe dónde está todo el resto del agua, varios datos interesantes sobre el silicio de técnica mixta y lo que le pasa en presencia del queso, los beneficios y riesgos de la resonancia mórfica en zonas de elevada magia de fondo, la verdad sobre los gemelos idénticos y el hecho de que, si la máxima fundamental del ocultismo «Como es arriba, es abajo» era cierta, entonces también lo era «Como es abajo, es arriba»...

El silencio que siguió se vio interrumpido tan solo por el goteo del agua en el Borbortrón y el sonido del lápiz de ex Mechuelo mientras trabajaba con pericia espoleada por sus demonios.

—¿Te importa retomar el ceceo, por favor? —dijo Hubert—. No sé por qué, es que suena mejor así.

—Muy bien, zeñor.

—Vale. Veamos, ¿me estás diciendo de verdad que ahora puedo cambiar la vida económica de la ciudad ajustando el Borbotrón? ¿Que es como la muñeca de cera de una bruja y yo tengo todos los alfileres?

—Ez correcto, zeñor. Una analogía precioza.

Hubert contempló la obra maestra de vidrio. La luz de la cripta no paraba de cambiar, a medida que la vida económica de la ciudad circulaba por los tubos, algunos de ellos no más gruesos que un cabello.

—¿Dices que es un modelo económico y al mismo tiempo la economía real?

—Zon idénticoz, zeñor.

—O sea que, de un martillazo, ¿podría quebrar la economía de la ciudad de forma irrevocable?

—Zí, zeñor. ¿Quiere que le traiga un martillo?

Hubert observó el desparrame de chorrillos, gotas y espumas que era el Borbotrón y abrió mucho los ojos. Empezó a reírse por lo bajo pero enseguida se entregó a la carcajada.

—¡Jaja¡ i¡¡Jajaja!!! ¡¡¡¡JAJAJAJA!!!!... ¿Me traes un vaso de agua, por favor...? ¡¡¡JAJAJAJA!!! ¡¡Jajajajaja!!... ¡¡¡JAJAJAJA!!!... —La risa cesó de repente—. Eso no puede ser cierto, Igor.

—¿En zerio, zeñor?

—¡Muy en serio! ¡Mira a nuestro viejo amigo el Recipiente 244a! ¿No lo ves? ¡Está vacío!

—¿En zerio, zeñor?

—En serio que en serio —dijo Hubert—. El Recipiente 244a representa el oro de nuestras mismísimas cámaras de seguridad, Igor. ¡Y diez toneladas de oro no se levantan y se van caminando como si tal cosa! ¿Eh? ¡¡¡JAJAJAJA!!! ¿Me pasas ese vaso de agua que te he pedido? ¡¡Jajaja ja!!... ¡¡¡JAJAJAJA!!!...

* * *

Una sonrisa danzaba en los labios de Cosmo, que eran un salón de baile peligroso para algo tan inocente como una sonrisa.

—¿Todos? —preguntó.

—Bueno, todos los empleados de la oficina de contabilidad —dijo Hastalafecha—. Salieron corriendo a la calle de repente. Algunos lloraban.

—Un verdadero pánico —murmuró Cosmo. Contempló el retrato de Vetinari que tenía delante del escritorio y vio con total claridad que le guiñaba un ojo.

—Al parecer se ha debido a algún problema con el cajero jefe, señor.

—¿El señor Doblado?

—Al parecer ha cometido un error, señor. Dicen que ha empezado a hablar solo y después ha salido disparado de la sala. Dicen que parte del personal ha vuelto a entrar para buscarlo.

—¿Cometer un error Mavolio Doblado? No lo creo —dijo Cosmo.

—Dicen que salió corriendo, señor.

Cosmo estuvo muy a punto de levantar una ceja sin ayuda mecánica. Cerquísima.

—¿Salió corriendo? ¿Llevaba una bolsa grande y pesada? Suele pasar.

—Creo que no, señor —respondió Hastalafecha.

—Eso hubiese... ayudado.

Cosmo se recostó en su silla, se quitó el guante negro por tercera vez ese día y extendió el brazo. El anillo era verdaderamente impresionante, sobre todo por el contraste con el azul pálido de su dedo.

—¿Has visto alguna vez un pánico bancario, Drumknott? —preguntó—. ¿Has visto alguna vez a la masa luchando por su dinero?

—No, señor —respondió Hastalafecha, que empezaba a preocuparse de nuevo. Lo de las botas estrechas había sido, en fin, divertido, pero un dedo no debería nunca tener ese color.

—Es una estampa terrorífica. Es como ver a una ballena varada mientras los cangrejos se la comen viva —dijo Cosmo a la vez que giraba la mano para que la luz resaltase la sombría V—. Tal vez se retuerza en su agonía, pero solo puede haber un resultado. Es algo atroz, si se hace debidamente.

Así es como piensa Vetinari, se regocijó su alma. Los planes pueden hacerse pedazos. No puede planificarse el futuro. Solo los bobos pretenciosos hacen planes. El sabio timonea.

—Como consejero del banco y, por supuesto, como ciudadano preocupado —añadió con tono soñador—, voy a escribir ahora mismo una carta al Times.

—Sí, señor, por supuesto —dijo Hastalafecha—, y por cierto, ¿mando llamar a un joyero, señor? Tengo entendido que disponen de unas tenacillas muy finas que...

—Quien algo quiere, algo le cuesta, Drumknott. Agudiza mi pensamiento. —El guante volvió a su lugar.

—Esto... —Y entonces Hastalafecha se rindió. Lo había intentado con todo su empeño, pero Cosmo estaba decidido a autodestruirse, y lo único que podía hacer un hombre sensato era amasar todo el dinero posible y después vivir para gastarlo—. He tenido otro golpe de suerte, señor —dejó caer. Le habría gustado esperar un poco, pero estaba claro que el tiempo empezaba a escasear.

—¿Ah, sí? ¿De qué se trata?

—Ese proyecto en el que estaba trabajando...

—¿Ese tan caro? ¿Sí?

—Creo que puedo conseguirle el bastón de Vetinari, señor.

—¿Se refiere a su bastón espada?

—Sí, señor. Por lo que sé, nunca la ha desenfundado llevado por la ira.

—Tengo entendido que nunca se separa de él.

—No he dicho que fuese fácil, señor. Ni barato. Pero después de mucho, mucho trabajo, ya veo una manera clara —dijo Hastalafecha.

—Dicen que el acero de la hoja se sacó del hierro de la sangre de un millar de hombres...

—Eso he oído, señor.

—¿Lo ha visto en persona?

—Solo un momentito, señor.

Por primera vez en su carrera, Hastalafecha se descubrió apenado por Cosmo. La voz de su jefe transmitía una especie de anhelo. No quería usurpar el puesto de Vetinari. De esos ya había muchos en la ciudad. Lo que Cosmo quería era ser Vetinari.

—¿Cómo era? —El tono era de súplica. El veneno debía de haberle llegado al cerebro, pensó Hastalafecha. Aunque su mente ya era bastante venenosa de buen principio. A lo mejor se harían amigos.

—Hum... bueno, la empuñadura y la funda son iguales que las de usted, señor, pero un poco gastadas. La hoja, sin embargo, es gris, y parece...

—¿Gris?

—Sí, señor. Parece vieja y algo mellada. Pero aquí y allá, según le dé la luz, se ven motitas rojas y doradas. Debo decir que parece ominosa.

—Las motitas de luz deben de ser por la sangre, está claro —elucubró Cosmo con tono reflexivo—; o, posiblemente, sí, muy posiblemente, las almas atrapadas de quienes murieron para crear la fatídica espada.

—No se me había ocurrido señor —dijo Hastalafecha, que había dedicado dos noches con una hoja nueva, algo de hematita, un cepillo para metales y varios productos químicos a crear un arma que diera la impresión de que te saltaría a la garganta por voluntad propia.

—¿Podría conseguirla esta noche?

—Eso creo, señor. Será peligroso, por supuesto.

—Y requerirá más gastos todavía, imagino —concluyó Cosmo, con bastante más perspicacia de la que Hastalafecha le hubiese supuesto en su actual estado.

—Hay tantos sobornos, señor. No estará contento cuando lo descubra, y no me atrevo a correr el riesgo de dejar pasar el tiempo que sería necesario para fabricar una réplica exacta.

—Sí. Ya veo.

Cosmo retiró de nuevo el guante negro y se miró la mano. El dedo parecía haber adquirido un tinte verdoso, y se preguntó si habría algo de cobre en la aleación del anillo. Pero las ronchas rosas, casi rojas que le subían por el brazo parecían muy sanas.

—Sí. Consiga el bastón —murmuró, girando la mano para que le diera la luz de las lámparas. Qué raro, pensó, que no pudiera sentir ningún calor en el dedo, aunque eso no importaba.

Veía el futuro con total claridad. Las botas, el casquete, el anillo, el bastón... Sin duda, a medida que llenaba el espacio oculto ocupado por Vetinari, el pobre infeliz debía de notarse cada vez más débil y confundido, de manera que se le escaparían cosas y cometería errores...

—Hazlo, Drumknott —dijo.

* * *

Havelock, lord Vetinari, se pellizcó el caballete de la nariz. Había sido un día muy largo y estaba claro que sería una noche muy larga.

—Creo que necesito un momento para relajarme. Vamos a ello —dijo.

Drumknott se acercó a la mesa larga, que a esas alturas de la jornada contenía ejemplares de varias ediciones del Times, pues a su señoría le gustaba estar al tanto de lo que la gente creía que estaba pasando.

Vetinari suspiró. La gente le contaba cosas a todas horas. Montones de personas le habían estado contando cosas esa última hora. Le contaban cosas por toda clase de motivos: para hacer méritos, para hacer dinero, por un intercambio de favores, por malicia, picardía o, sospechosamente, por profesado compromiso con el bien público. El resultado final no era información, sino una gigantesca bola de pequeños y retorcidos factoides con más ojos que Argos, de la que, con cautela, podía desgranarse algo de información.

Su secretario le dejó delante el periódico, doblado con esmero por la página y la parte apropiadas, que estaban ocupadas por un cuadrado lleno de muchos cuadrados más pequeños, algunos de los cuales contenían números.

—El Jikan no Muda de hoy, señor —dijo. Vetinari le echó un vistazo durante unos segundos y después se lo devolvió.

El patricio cerró los ojos y tamborileó con los dedos en su escritorio durante un momento.

—Hum... 9 6 3 1 7 4... —Drumknott escribió con premura el caudal de números que siguieron, hasta que llegó a su conclusión—: 8 4 2 3. Y estoy seguro de que ya usaron este el mes pasado. Un lunes, creo.

—Diecisiete segundos, señor —dijo Drumknott, que todavía estaba copiando los últimos números con su lápiz.

—Bueno, ha sido un día agotador —dijo Vetinari—. ¿Y qué sentido tiene? Es fácil ser más listo que los números. Ellos no piensan contraataques. La gente que idea los crucigramas, esos sí que son retorcidos. ¿Quién va a saber que los «pysdxes» son antiguos alfileteros efebianos de hueso tallado?

—Bueno, señor, usted, por supuesto —dijo Drumknott, mientras apilaba con cuidado los archivos—, el comisario de antigüedades efebianas del Real Museo de Arte, crucigramista del Times, y la señorita Grace Vocera, que tiene la tienda de mascotas de la escalera del Flim.

—Tendríamos que echar un ojo a esa tienda de mascotas, Drumknott. ¿Una mujer con una cabeza como esa se conforma con vender comida para perros? No lo creo.

—Muy cierto, señor. Tomaré nota.

—Me complace oír que sus botas nuevas han dejado de chirriar, por cierto.

—Gracias, señor. Han cedido enseguida.

Vetinari contempló con aire pensativo los archivos del día.

—Doblado, Doblado, Doblado —dijo—. El misterioso señor Doblado. Sin él, el Banco Real tendría muchos más problemas de los que ya ha tenido. Y ahora que no está, se vendrá abajo. Gira en torno a él. Late al compás de su pulso. El viejo Espléndido le tenía miedo, estoy seguro. Decía que pensaba que Doblado era un... —Hizo una pausa.

—¿Señor? —dijo Drumknott.

—Aceptemos sin más que se ha demostrado, en todos los sentidos, un ciudadano modélico —concluyó Vetinari—. El pasado es un terreno peligroso, ¿no?

—No tenemos archivo sobre él, señor.

—Nunca ha llamado la atención. Lo único que sé a ciencia cierta es que llegó aquí de pequeño, en un carro propiedad de unos contables ambulantes...

* * *

—¿Qué, como los actores y los adivinos? —preguntó Húmedo, mientras el bamboleante carruaje de pasajeros recorría las calles que se iban volviendo más estrechas y oscuras.

—Supongo que podría decirse así —respondió la señorita Paños con un toque de desaprobación—. Hacen grandes, ya sabe, giras por todo el territorio, hasta las montañas, llevando la contabilidad de pequeños negocios, ayudando a la gente con sus impuestos, cosas así. —Carraspeó—. Familias enteras de ellos. Debe de ser una vida maravillosa.

—Cada día un nuevo libro de cuentas —dijo Húmedo, asintiendo con gravedad—, y de noche beben cerveza y los contables alegres y risueños bailan la polca de la doble entrada al son de los acordeones...

—¿Eso hacen? —preguntó la señorita Paños con nerviosismo.

—No lo sé. Sería bonito pensarlo —dijo Húmedo—. Bueno, eso explica algo, por lo menos. Está claro que era ambicioso. Lo único que podía esperar viviendo a salto de mata era que le dejasen llevar el caballo, supongo.

—Tenía trece años —dijo la señorita Paños, y se sonó la nariz ruidosamente—. Es tan triste... —Volvió una cara llorosa hacia Húmedo—. Hay algo espantoso en su pasado, señor Mustachen. Dicen que un día unos señores fueron al banco y preguntaron...

—Aquí estamos, la casa de la señora Cake —anunció el cochero, que frenó de repente—; serán once peniques y no me pidan que espere aquí fuera porque me subirán el caballo a unos ladrillos y se largarán con las herraduras en un santiamén.

Abrió la puerta de la pensión la mujer más peluda que Húmedo había visto nunca, pero en la zona de la calle Olmo se aprendía a no hacer caso de ese tipo de detalles. La señora Cake era famosa por alojar a los no-muertos recién llegados a la ciudad, a los que proporcionaba un refugio seguro y comprensivo para que empezasen con buen pie, con independencia de cuántos tuvieran.

—¿Señora Cake? —dijo.

—Mi madre está en la iglesia —respondió la mujer—. Me avisó de que vendría, señor Mustachen.

—¿Tienen a un tal señor Doblado alojado aquí, creo?

—¿El banquero? Habitación siete, en el segundo piso. Pero creo que no está. No se habrá metido en ningún lío, ¿verdad?

Húmedo explicó la situación, consciente en todo momento de las puertas que se entreabrían en las sombras detrás de la mujer. En el aire flotaba un intenso olor a desinfectante: la señora Cake creía que la limpieza era más de fiar que la religiosidad y, además, sin ese fuerte toque de pino el olor de la mitad de la clientela enloquecería a la otra mitad.

Y en mitad de todo aquello estaba la silenciosa y anodina habitación del señor Doblado, cajero jefe. La mujer, que motu proprio explicó que su nombre era Ludmilla, les dejó entrar muy a regañadientes con la llave maestra.

—Siempre ha sido un buen pupilo —dijo—, no ha dado ni un problema ni medio.

Un vistazo lo abarcaba todo: la habitación angosta, la cama estrecha, la ropa bien doblada colgando por las paredes, el diminuto juego de jarra y palangana, el ropero incongruentemente grande. Las vidas acumulan trastos, pero la del señor Doblado, no. A menos, claro, que estuvieran todos en el armario.

—La mayoría de sus huéspedes a largo plazo son no-mue...

—... altervivientes —intervino Ludmilla, tajante.

—Sí, por supuesto, por eso me pregunto por qué... el señor Doblado se aloja aquí.

—Señor Mustachen, ¿qué está insinuando? —preguntó la señorita Paños.

—Tiene que reconocer que es bastante inesperado —dijo Húmedo. Y, como ya estaba bastante afligida, no añadió: «No necesito insinuar nada. Se insinúa solo. Alto. Siniestro. Entra antes del alba, sale cuando ha anochecido. Don Tiquismiquis le gruñe. Contador compulsivo. Obsesivo con los detalles. Provoca un leve ataque de escalofríos que después te hace sentir algo avergonzado. Duerme en una cama larga y estrecha. Se aloja en la pensión de la señora Cake, donde se hospedan los vampiros. No cuesta mucho sumar uno y uno».

—Esto no tendrá que ver con el hombre que vino la otra noche, ¿verdad? —dijo Ludmilla.

—¿De qué hombre hablamos?

—No dio ningún nombre. Solo dijo que era un amigo. Vestía todo de negro y llevaba un bastón negro con un cráneo de plata en el pomo. Una buena pieza, dijo mamá. Claro —añadió—, que eso lo dice de casi todo el mundo. Tenía un carruaje negro.

—No sería lord Vetinari, ¿verdad?

—No, no, mamá lo adora, aunque cree que debería ahorcar a más gente. No, este estaba bastante hermosote, dijo mamá.

—¿Ah, sí? —dijo Húmedo—. Bueno, gracias, señorita. Quizá deberíamos irnos. Por cierto, ¿no tendrá por casualidad una llave del ropero?

—No hay llave. Cambió la cerradura hace años, pero mamá no se quejó porque nunca da ningún problema. Es una de esas mágicas que venden en la universidad —prosiguió Ludmilla, mientras Húmedo la examinaba. El problema de esos condenados trastos mágicos era que cualquier cosa podía ser la llave, desde una palabra a un roce.

—Es un poco raro que cuelgue toda la ropa en las paredes, ¿no? —preguntó después de enderezarse.

Ludmilla lo miró con desaprobación.

—En esta casa no usamos la palabra «raro».

—¿Alternormal? —sugirió Húmedo.

—Servirá. —Había un destello de advertencia en los ojos de Ludmilla—. En este mundo, ¿quién puede decir quién es verdaderamente normal?

Bueno, alguien cuyas uñas no se alarguen a ojos vista cuando está molesta sería un candidato indudable, pensó Húmedo.

—Bueno, tendríamos que volver al banco —dijo—. Si aparece el señor Doblado, dígale que hay gente que le está buscando.

—Y a la que le importa —añadió con rapidez la señorita Paños, que después se tapó la boca y se ruborizó.

Yo solo quería hacer dinero, pensó Húmedo mientras conducía a la temblorosa señorita Paños hasta la zona a la que los coches se atrevían a llegar. Creía que la vida en la banca era un aburrimiento rentable, salpicado de gordos cigarros puros. En lugar de eso, se ha demostrado alternormal. La única persona de allí que está cuerda de verdad es Igor, y posiblemente el nabo. Y del nabo no estoy seguro.

Dejó a la sollozante señorita Paños en su residencia de Jabón Bienvenido, con la promesa de informarle cuando el fugitivo señor Doblado saliese al descubierto, y dirigió el carruaje hacia el banco. Los vigilantes nocturnos ya habían llegado, pero no pocos contables seguían por allí, en apariencia incapaces de reconciliarse con la nueva realidad. El señor Doblado había sido un componente del banco, como los pilares.

Cosmo había pasado a verle. No habría sido para saludar.

¿Qué habría sido? ¿Una amenaza? Bueno, a nadie le gustaba que le dieran una paliza. Pero quizá fuese algo más sofisticado. Quizá fue un «le contaremos a la gente que eres un vampiro». A lo que una persona sensata respondería: «Puede usted metérselo donde el sol no brilla». Eso habría sido una amenaza veinte años atrás, pero ¿hoy en día? Había un montón de vampiros en la ciudad, neuróticos como el que más, luciendo el Crespón Negro para demostrar que habían firmado el compromiso, y lo que hacían era lo mismo que todo el mundo: buscarse, a falta de otra palabra mejor, la vida. La gente, en general, lo aceptaba. Pasaba un día tras otro sin problemas, y así la situación había llegado a verse como normal. Alternormal, pero normal aun así.

De acuerdo, el señor Doblado había sido reservado acerca de su pasado, pero eso tampoco lo sentenciaba. Se había tirado cuarenta años en el banco haciendo sumas, por favor.

Aunque tal vez él no lo viera así. Había gente que medía el sentido común con una regla, otros lo medían con una patata.

No oyó acercarse a Gladys. Simplemente cobró conciencia de que estaba de pie detrás de él.

—Me Tenía Muy Preocupada, Señor Mustachen —dijo con su voz tronante.

—Gracias, Gladys —replicó él con cautela.

—Le Haré Un Sándwich. Le Gustan Mis Sándwiches.

—Sería muy amable por tu parte, Gladys, pero en breve vendrá la señorita Buencorazón y cenaremos arriba.

El resplandor de los ojos de la gólem se apagó por un momento y después cobró luminosidad.

—La Señorita Buencorazón.

—Sí, ha estado aquí esta mañana.

—Una Señorita.

—Es mi prometida, Gladys. Imagino que la veremos mucho por aquí.

—Prometida —dijo Gladys—. Ah, Sí. Estoy Leyendo Veinte Consejos Para Que Tu Boda Vaya Sobre Ruedas.

Sus ojos se atenuaron. Dio media vuelta y se alejó con paso pesado hacia la escalera.

Húmedo se sentía como un canalla. Por supuesto, era un canalla. Pero eso no hacía más fácil sentirse como tal. Por otro lado, ella... maldición, él... ello... Gladys era culpa de la solidaridad femenina mal entendida. ¿Qué podía él contra eso? Adora Belle tendría que hacer algo al respecto.

Cayó en la cuenta de que uno de los supervisores esperaba cortésmente en las inmediaciones.

—¿Sí? —dijo—. ¿Puedo ayudarte?

—¿Qué quiere que hagamos, señor?

—¿Cómo te llamas?

—Escupitín, señor. Robert Escupitín.

—¿Por qué me lo preguntas a mí, Bob?

—Porque el presidente dice guau, señor. Hay que cerrar las cajas fuertes, y también la sala de los libros. El señor Doblado tiene todas las llaves. Es Robert, señor, si no le importa.

—¿Hay llaves de repuesto?

—Puede que en el despacho del presidente, señor —dijo Escupitín.

—Mira... Robert, quiero que te vayas a casa y que duermas bien, ¿vale? Yo encontraré las llaves y cerraré todas las cerraduras que encuentre. Estoy seguro de que el señor Doblado estará con nosotros mañana pero, si no, convocaré una reunión de los supervisores. Quiero decir que, ¡ja, vosotros tenéis que saber cómo funciona todo!

—Bueno, sí. Por supuesto. Solo que... bueno... pero... —La voz de Escupitín se desvaneció en el silencio.

Pero no habrá señor Doblado, pensó Húmedo. Y ese delegaba con la facilidad con que las ostras bailan el tango. ¿Qué demonios vamos a hacer?

—¿Hay gente? Y luego hablan de los horarios de los bancos —dijo una voz desde el umbral—. Más problemas, dicen por ahí.

Era Adora Belle y, por supuesto, lo que quería decir era: «¡Hola! Me alegro de verte».

—Estás despampanante —dijo Húmedo.

—Sí, lo sé —replicó Adora Belle—. ¿Qué se cuece? El cochero me ha contado que todo el personal ha salido corriendo de tu banco.

Más tarde Húmedo pensaría: Ahí fue cuando todo se torció. Hay que saltar a grupas del semental del Rumor antes de que salga de la cuadra, para poder tirar de las riendas. Tendrías que haber pensado: ¿qué impresión dio ver salir corriendo al personal del banco? Tendrías que haber corrido a la redacción del Times. Tendrías que haber montado en la silla para darle media vuelta, en ese preciso instante.

Pero era cierto que Adora Belle estaba despampanante. Además, lo único que había pasado había sido que un empleado había perdido los estribos y había abandonado el edificio. ¿Qué iba a concluir nadie a partir de eso?

Y la respuesta, por supuesto, era: cualquier cosa que se les pasara por la cabeza.

Notó que tenía a alguien más detrás.

—¿Zeñor Muztachen?

Húmedo se volvió. Era menos divertido, si cabe, mirar a Igor cuando se acababa de mirar a Adora Belle.

—Igor, la verdad es que no es buen momento... —empezó.

—Zé que no debo zubir aquí, zeñor, pero el zeñor Abrazadera dice que ha terminado de dibujar. Ez muy bueno.

—¿De qué va todo esto? —preguntó Adora Belle—. Creo que casi he entendido dos palabras.

—Oh, hay un hombre abajo, en el forni... el sótano, que está diseñando un billete de dólar para mí. Papel moneda, por decirlo así.

—¿De verdad? Me encantaría verlo.

—¿En serio?

* * *

Era realmente maravilloso. Húmedo contempló los diseños para el anverso y el dorso del billete de un dólar. Bajo las brillantes luces blancas de Igor parecían recargados como un pudin de pasas y más complicados que un contrato enano.

—Cuánto dinero vamos a hacer —dijo en voz alta—. ¡Un magnífico trabajo, Mechu... señor Abrazadera!

—Creo que me voy a quedar con el Mechuelo —dijo el artista con nerviosismo—. Al fin y al cabo lo que importa es el Jenkins.

—Bueno, sí —dijo Húmedo—, tiene que haber docenas de Mechuelos. —Miró a Hubert, que estaba encaramado a una escalera de mano y contemplaba con aire perdido el trazado de tubos—. ¿Cómo va, Hubert? ¿El dinero sigue fluyendo bien?

—¿Qué? Ah, bien. Bien. Bien —respondió Hubert, que casi tiró la escalerilla en sus prisas por bajar. Miró a Adora Belle con expresión de pavor dubitativo.

—Esta es Adora Belle, Hubert —dijo Húmedo, por si el hombre estaba a punto de huir—. Es mi prometida. Es una mujer —añadió, a la vista de la mirada de preocupación.

Adora Belle le tendió la mano y dijo:

—Hola, Hubert.

Hubert miró fijamente.

—No pasa nada por dar la mano, Hubert —explicó Húmedo con tacto—. Hubert es economista. Es como un alquimista, pero menos sucio.

—O sea que sabes cómo se mueve el dinero, ¿no, Hubert? —dijo Adora Belle, estrechando una mano flácida.

Por fin Hubert recordó que tenía el don del habla.

—Soldé mil noventa y siete juntas —dijo—, y le di un buen viaje a la Ley de los Rendimientos Decrecientes.

—No creo que nadie haya hecho eso nunca —comentó Adora Belle.

Hubert se animó. ¡Aquello era fácil!

—No estamos haciendo nada malo, ¿sabe? —dijo.

—Estoy segura —aseveró Adora Belle, intentando retirar la mano.

—Puedo seguir el rastro de cada dólar de la ciudad, ¿sabe? ¡Las posibilidades son infinitas! Pero, pero, pero, ejem, por supuesto, ¡no estamos causando ninguna alteración!

—Me alegro mucho de oírlo, Hubert —dijo Adora Belle, tirando más fuerte.

—¡Claro que tenemos algún problemilla, por la novedad! ¡Pero todo se está haciendo con extremo cuidado! ¡No se ha perdido nada porque nos hayamos dejado una válvula abierta ni nada por el estilo!

—¡Qué fascinante! —dijo Adora Belle, mientras apoyaba su mano libre en el hombro de Hubert y hacía fuerza para desencajar la otra.

—Tenemos que irnos, Hubert —intervino Húmedo—. Tú sigue así, por cierto. Estoy muy orgulloso de ti.

—¿De verdad? —dijo Hubert—. ¡El señor Cosmo dijo que estaba loco, y quería que la tita vendiera el Borbotrón a un chatarrero!

—Es la típica mentalidad retrógrada —dijo Húmedo—. Estamos en el Siglo de la Anchoa. El futuro pertenece a hombres como tú, que pueden explicarnos cómo funciona todo.

—¿En serio? —preguntó Hubert.

—Confía en mí —dijo Húmedo, mientras guiaba a Adora Belle con firmeza hacia la lejana salida.

Cuando se hubieron ido, Hubert se olió la palma de la mano y se estremeció.

—Eran simpáticos, ¿no? —dijo.

—Zí, amo.

Hubert alzó la vista hacia los tubos centelleantes y goterosos del Borbotrón, que reflejaban fielmente con sus flujos y reflujos las mareas del dinero a lo largo y ancho de la ciudad. Un solo golpe podía sacudir el mundo. Era una responsabilidad terrible.

Igor se situó a su lado. Permanecieron en un silencio roto tan solo por los chapoteos del comercio.

—¿Qué hago, Igor? —preguntó Hubert.

—En mi patria chica tenemoz una zentencia —dijo Igor.

—¿Una qué?

—Una zentencia. Decimoz: «Zi no quierez el monztruo, no tirez de la palanca».

—Tú no crees que me haya vuelto loco, ¿verdad, Igor?

—Ze ha conziderado locoz a muchoz grandez hombrez, zeñor Hubert. Llamaron loco incluzo al doctor Hanz Delantio. Pero yo le pregunto: ¿podría un loco haber creado un revolucionario ecztractor de cerebroz vivoz?

* * *

—¿Hubert es del todo... normal? —preguntó Adora Belle mientras subían la escalinata de mármol hacia la cena.

—¿Según los cánones de los personajes obsesivos que no ven la luz del sol? —dijo Húmedo—. Bastante normal, diría yo.

—¡Pero actuaba como si no hubiese visto nunca a una mujer!

—No está acostumbrado a las cosas que vienen sin manual, nada más—dijo Húmedo.

—Ja. ¿Por qué eso solo les pasa a los hombres?

Gana un salario ínfimo trabajando para los gólems, pensó Húmedo. Soporta pintadas y ventanas rotas por el bien de los gólems. Acampa en lugares perdidos, discute con hombres poderosos. Todo por los gólems. Pero no dijo nada, porque él había leído el manual.

Habían llegado a la planta de la directiva. Adora Belle olisqueó el aire.

—¿Lo hueles? ¿No es fantástico? —preguntó—. ¿No volvería carnívoro a un conejo?

—Cabeza de cordero —recordó Húmedo con tono lúgubre.

—Solo para hacer el caldo —dijo Adora Belle—. Antes le quitan todas las partes blandas y viscosas. No te preocupes. Lo único que pasa es que el viejo chiste te echa un poco para atrás, eso es todo.

—¿Qué viejo chiste?

—¡No puede ser! Un niño entra en una carnicería y dice: «Mi mami quiere una cabeza de cordero, por favor, pero dice que le deje los ojos porque tiene que ver muchos días». ¿Lo pillas? Usa «ver» en el sentido de «durar» y también en el de, bueno, ver...

—Solo creo que es un poco injusto con el cordero, nada más.

—Interesante —dijo Adora Belle—. ¿Puedes comer los cachos bonitos y anónimos de los animales pero crees que es injusto consumir los otros? ¿Crees que la cabeza acaba pensando: «Por lo menos a mí no me ha comido»? Estrictamente hablando, cuanto más comemos de un animal, más feliz debería ser su especie, puesto que no necesitaremos matar a tantos.

Húmedo abrió las puertas dobles y volvió a encontrarse el aire cargado de error.

No estaba Don Tiquismiquis. Normalmente esperaría en su bandeja de entrada, listo para brindarle a Húmedo una gran bienvenida babosa. Pero la bandeja estaba vacía.

La habitación también parecía más grande, y eso era porque tampoco contenía a Gladys.

Había un pequeño collar azul en el suelo. El aire olía a guiso.

Húmedo cruzó corriendo el pasillo que llevaba a la cocina, donde la gólem montaba guardia solemnemente junto al fogón, observando el castañeteo de la tapa de una olla muy grande. Una espuma grasienta se derramaba por los bordes y goteaba sobre el fogón.

Gladys se volvió al ver a Húmedo.

—Estoy Cocinando Su Cena, Señor Mustachen.

Los angelitos oscuros del pavor bailaron su corro de la patata paranoide en la pared interna de los globos oculares de Húmedo.

—¿Podrías soltar el cucharón un momento y alejarte de la olla, por favor? —dijo Adora Belle, que de repente estaba a su lado.

—Estoy Cocinando La Cena Del Señor Mustachen —repitió Gladys, con un toque de desafío. A Húmedo le pareció que las sustanciosas burbujas se estaban volviendo más grandes.

—Sí, y parece que ya está casi hecha —dijo Adora Belle—. De Manera Que Me Gustaría Verla, Gladys.

Se hizo el silencio.

—¿Gladys?

Con un solo movimiento, la gólem le entregó el cucharón y retrocedió, media tonelada de arcilla viviente desplazándose con la ligereza y el sigilo del humo.

Con cuidado, Adora Belle levantó la tapa de la olla y hundió el cucharón en la masa bullente.

Algo rascó la bota de Húmedo. Bajó la vista y se encontró con los ojos de pescado preocupado de Don Tiquismiquis.

Entonces miró de nuevo a lo que estaba emergiendo en la olla y en que hacía al menos treinta segundos que no tomaba aliento.

Peggy entró hecha una loca.

—¡Ajá, aquí estás, chico malo! —dijo, mientras recogía al perrito—. ¿Se quieren creer que ha bajado hasta la helera? —Miró a su alrededor y se retiró el pelo de los ojos—. ¡Oh, Gladys, te he dicho que la sacaras a la bandeja fría cuando empezara a espesar!

Húmedo contempló el cucharón elevado y, entre el torrente del alivio, varias observaciones incómodas lucharon por hacerse oír.

Llevo menos de una semana en este trabajo. El hombre del que en realidad dependo ha huido chillando. Van a destaparme como delincuente. Eso es una cabeza de cordero...

Y —gracias por el detalle, Apuntierro— lleva unas gafas de sol.

CAPÍTULO IX

Cribbins contra sus dientes — Consejo teológico — «¡Esto es lo que yo llamo entretenimiento!» — El juguete mágico de Don Tiquismiquis — Los libros de sir Joshua — Haciendo saltar la banca — La mentalidad policial — ¿Qué pasa con el oro? — Cribbins calienta — El retorno del profesor Púlgad, por desgracia — Húmedo da gracias por lo que tiene — Un hombre lobo desvelado — Splot: te hace bien — Hora de rezar

e temo que debo cerrar la oficina, reverendo. —La voz de la señora Houser irrumpió en los sueños de Cribbins—. Volvemos a abrir mañana a las nueve en punto —añadió, esperanzada.

Cribbins abrió los ojos. El calorcillo y el tictac continuo del reloj le habían ido adormilando hasta echar una maravillosa cabezadita.

La señora Houser estaba allí plantada, no gloriosamente desnuda y rosa como en su reciente ensueño, sino vestida con un abrigo marrón liso y un sombrero poco favorecedor con plumas encima.

Despierto de repente, buscó a tientas y con urgencia su dentadura dentro del bolsillo, pues no le confiaba la custodia de su boca mientras dormía. Volvió la cabeza en un frenesí de desacostumbrada vergüenza mientras luchaba por ponérsela y después pugnó de nuevo por ponérsela pero del derecho. Siempre se resistía. Presa de la desesperación, se la sacó de un tirón y le propinó un par de golpes fuertes contra el brazo de la silla para intentar bajarle los humos antes de encasquetársela en la boca una vez más.

—¡Crshg! —dijo Cribbins, y se dio una bofetada—. ¡Caramba, gracias, señora! —dijo, secándose la boca con un pañuelo—. Siento la escena, pero me tienen mártir, she lo juro.

—No quería molestarle —prosiguió la señora Houser, mientras su cara de horror se evaporaba—. Estaba segura de que necesitaba dormir un poco.

—Dormir no, señora, sino contemplar —dijo Cribbins, poniéndose en pie—. Contemplar la caída de los injustos y la ascensión de los píos. ¿Acaso no está dicho que los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos?

—Mire, eso siempre me ha preocupado un poco —confesó la señora Houser—. O sea, ¿qué pasa con los que no son los primeros pero tampoco son los últimos de todo? Ya sabe, como si fueran al trote, haciendo lo que pueden...

Dio unos pasos hacia la puerta de una manera que, no tan sutilmente como ella creía, invitaba a Cribbins a acompañarla.

—Un gran enigma, en efecto, Berenice —dijo Cribbins, mientras la seguía—. Las sagradas escrituras no lo mencionan, pero no me cabe duda de que... —Se le arrugó la frente. Cribbins rara vez se planteaba interrogantes religiosos, y aquel era bastante difícil. Se elevó a la altura del desafío como un teólogo nato—. No me cabe duda de que se los encontrará todavía trotando, pero es posible que en la dirección opuesta.

—¿Hacia los últimos otra vez? —preguntó ella, con cara de preocupación.

—Ajá, mi querida dama, recuerde que para entonces serán los primeros.

—Ah, sí, no lo había pensado así. Es la única manera de que funcione; a menos, claro, que los primeros originales esperasen a que los últimos los pillaran.

—Eso sería un auténtico milagro —dijo Cribbins mientras miraba cómo ella cerraba con llave.

Arreciaba una brisa nocturna poco acogedora tras la calidez de la sala del periódico que volvía la perspectiva de otra noche en el albergue de la calle del Mono doblemente desagradable. Necesitaba un milagro propio en ese preciso instante, y tenía la sensación de que uno estaba cobrando forma ante sus narices.

—Supongo que debe de ser difícil para usted, reverendo, encontrar un lugar donde alojarse —dijo la señora Houser. Cribbins no distinguía su expresión en la penumbra.

—Oh, tengo fe, hermana —dijo—. Shi Om no viene, envía... ¡Arrrg! —¡Tenía que ser ahora! ¡Un muelle se había soltado! ¡Era un castigo divino!

Sin embargo, pese al daño que se había hecho, el incidente aún podía tener su lado bueno. La señora Houser se le estaba acercando con la expresión de una mujer decidida a hacer el bien a cualquier precio. Ay, cómo dolía, de todas formas; el latigazo le había cruzado la lengua de lado a lado.

Una voz a su espalda dijo:

—Disculpe, no he podido evitar fijarme... ¿No será usted el señor Cribbins, por un casual?

Enfurecido por el dolor de su boca, Cribbins dio media vuelta con ánimo homicida, pero relajó los puños cuando la señora Houser dijo:

—Es «reverendo Cribbins», gracias.

—Yo mishmo —farfulló.

Un joven pálido con ropa anticuada de oficinista lo estaba mirando.

—Me llamo Hastalafecha —se presentó— y, si usted es Cribbins, conozco a un hombre rico que quiere hablar con usted. Podría ser su día de suerte.

—¿Ah, shí? —murmuró Cribbins—. Y shi eshe hombre she llama Coshmo, yo también quiero hablar con él. Podría sher shu día de shuerte, también. ¡Qué shuertudosh shomosh!

* * *

—Debes de haber tenido un momento de terror —dijo Húmedo, mientras se relajaban en el salón de suelos de mármol. Por lo menos Adora Belle se relajaba. Húmedo buscaba.

—No sé de qué me hablas —declaró ella mientras él abría un armario.

—Los gólems no fueron construidos para ser libres. No saben cómo manejar las... cosas.

—Aprenderán. Y no le habría hecho daño al perro —dijo Adora Belle mirando cómo Húmedo paseaba por la habitación.

—No estabas segura. He oído cómo le hablabas. «Suelta el cucharón y date la vuelta poco a poco» o algo así. —Húmedo abrió un cajón.

—¿Buscas algo?

—Llaves del banco. Tendría que haber un juego en alguna parte.

Adora Belle se sumó a la búsqueda. Era eso o hablar de Gladys. Además, la suite tenía cajones y armarios para dar y regalar, y así tenían algo que hacer hasta que estuviera lista la cena.

—¿Qué abre esta llave? —preguntó, al cabo de meros segundos. Húmedo se dio la vuelta. Adora Belle sostenía una llave de plata en un llavero.

—No, tiene que haber muchas más —dijo Húmedo—. ¿Dónde la has encontrado, de todas formas?

Ella señaló el gran escritorio.

—Solo he tocado este lado de aquí y... Vaya, esta vez no lo ha hecho.

Húmedo tardó más de un minuto en encontrar el disparador que hacía deslizarse el pequeño cajón oculto. Cerrado, desaparecía sin dejar rastro en el grano de la madera.

—Debe de abrir algo importante —dijo, mientras se dirigía hacia otra mesa—. A lo mejor guardaban el resto de llaves en un sitio aparte. Pruébala en todo lo que veas. La verdad es que solo estoy acampado aquí. No sé qué hay en la mitad de esos cajones.

Volvió a una cómoda y estaba rebuscando entre su contenido cuando oyó a su espalda un chasquido, un chirrido y a Adora Belle que decía, en tono más bien neutro:

—Me has dicho que sir Joshua entretenía a jovencitas aquí arriba, ¿no?

—Al parecer, sí. ¿Por qué?

—Bueno, esto es lo que yo llamo entretenimiento.

Húmedo se volvió. La puerta de un macizo armario estaba abierta de par en par.

—Oh, no —dijo—. ¿Para qué es todo eso?

—¿Estás de broma?

—No, si ya, pero hay tanto... tanto negro.

—Y cuero —dijo Adora Belle—. Y es posible que goma, también.

Avanzaron hacia el museo del erotismo inventivo que acababan de revelar. Parte de los artículos, libres por fin de su confinamiento, se desdoblaron, deslizaron o, en unos pocos casos, rebotaron hasta el suelo.

—Esto... —Húmedo tanteó con el pie algo que emitió un «¡spoing!»—: Sí, es goma. Goma, sin duda.

—Pero todo esto de aquí es, más que nada, de encaje —observó Adora Belle—. Debía de haberse quedado sin ideas.

—Eso, o ya no quedaban ideas que tener. Me parece que tenía ochenta años cuando murió —dijo Húmedo, mientras otro desplazamiento sísmico provocaba que más montones resbalasen y serpenteasen hacia abajo.

—Bien por él —dijo Adora Belle—. Anda, también hay un par de estantes de libros —prosiguió, al investigar la oscuridad del fondo del armario—. Aquí mismo, detrás de esa silla de montar tan curiosa y los látigos. Lectura para la cama, supongo.

—No lo creo —dijo Húmedo, que sacó un volumen encuadernado en cuero y lo abrió por una página al azar—. Mira, es el diario del abuelete. Años y años. Madre mía, hay décadas enteras.

—Lo publicaremos y ganaremos una fortuna —dijo Adora Belle, dando una patada al montón—. Cubiertas lisas, por supuesto.

—No, no lo entiendes. ¡Aquí podría haber algo sobre el señor Doblado! Hay algún secreto... —Húmedo pasó un dedo por los lomos—. Veamos: tiene cuarenta y siete años, llegó aquí cuando tenía unos trece y al cabo de unos meses unas personas vinieron buscándolo. Al viejo Espléndido no le gustó la pinta que tenían... ¡Ah! —Sacó un par de volúmenes—. Estos deberían decirnos algo, son de por esas fechas...

—¿Qué son estas cosas, y por qué tintinean? —preguntó Adora Belle, levantando un par de extraños artilugios.

—¿Cómo voy a saberlo?

—Eres un hombre.

—Bueno, sí. ¿Y qué? Vamos, a mí esto no me va.

—¿Sabes? Creo que es como el rabanito —dijo Adora Belle con aire reflexivo.

—¿Perdona?

—Como... bueno, la salsa de rabanito queda bien en un sándwich de ternera, o sea que te pones. Pero un día con una cucharada ya no hay para un bocado...

—Por así decirlo —dijo Húmedo, fascinado.

—... y entonces te pones dos, y pronto son tres, y al final hay más rabanito que ternera, y luego un día te das cuenta de que la ternera se ha caído y no te has dado ni cuenta.

—No creo que esa sea la metáfora que estás buscando —observó Húmedo—, porque sé que alguna vez te has hecho un sándwich de salsa de rabanito.

—Vale, pero sigue siendo buena —dijo Adora Belle. Se agachó y recogió algo del suelo—. Tus llaves, creo. Lo que hacían ahí dentro nunca lo sabremos, con un poco de suerte.

Húmedo las cogió. La anilla, cargada de llaves de todos los tamaños, era pesada.

—¿Y qué hacemos con todo esto? —Adora Belle dio otra patada al montón, que tembló; dentro, algo emitió un pitido.

—¿Dejarlo otra vez en el armario? —sugirió Húmedo con poca seguridad. La pila de cacharrería desapasionada tenía un aspecto amenazador y extraterrestre, como un monstruo marino del abismo al que hubieran sacado a rastras sin miramientos de su oscuridad nativa a la luz del sol.

—No creo que pueda afrontarlo —dijo Adora Belle—. Dejemos la puerta abierta a ver si se mete solo. ¡Oye! —El grito iba dirigido a Don Tiquismiquis, que salía trotando con donaire de la sala llevando algo en la boca—. Dime que eso era solo un viejo hueso de goma. ¿Por favor?

—No —dijo Húmedo, meneando la cabeza—. Creo que esa sería, sin duda, una descripción incorrecta. Creo que era... era... no era un viejo hueso de goma, eso te lo digo ya.

* * *

—Escúchame —dijo Hubert—. ¿No crees que lo sabríamos si nos hubiesen robado el oro? ¡La gente habla sobre esa clase de cosas! Estoy bastante seguro de que es un fallo en la multiválvula de paso, aquí mismo. —Dio un golpecito a un fino tubo de cristal.

—No creo que el Borbotrón ze equivoque, amo —dijo Igor con tono sombrío.

—Igor, ¿te das cuenta de que, si el Borbotrón tiene razón, tendré que creer que prácticamente no hay oro en nuestras cámaras acorazadas?

—Creo que el Borbotrón no yerra, zeñor. —Igor se sacó un dólar del bolsillo y caminó hasta el pozo—. Zi tuviera la amabilidad de obzervar la columna de «Dinero Perdido», zeñor —dijo, y tiró la moneda a las aguas oscuras. Centelleó por un momento mientras se hundía más allá de los bolsillos de la humanidad.

En una esquina del enrevesado entramado de tubos de vidrio del Borbotrón, una pequeña burbuja azul se formó y empezó a elevarse con mucha parsimonia, moviéndose ligeramente de lado a lado, hasta que llegó a la superficie y estalló con un leve «glup».

—Oh, cielos —dijo Hubert.

* * *

La convención cómica, cuando dos personas se sientan a cenar a una mesa diseñada para veinte, manda que se sienten cada una en una punta. Húmedo y Adora Belle no lo intentaron, y prefirieron apretarse juntos. Gladys estaba de pie al otro extremo, con una servilleta sobre un brazo, sus ojos dos centellas hurañas.

El cráneo de cordero no mejoraba en absoluto el estado de ánimo de Húmedo. Peggy lo había colocado a modo de centro de mesa, rodeado de flores, pero las gafas de sol chulescas lo ponían de los nervios.

—¿Tienen buen oído los gólems? —preguntó.

—Buenísimo —respondió Adora Belle—. Mira, no te preocupes, tengo un plan.

—Oh, qué bien.

—No, en serio. Mañana la llevaré a dar una vuelta.

—¿No puedes...? —Húmedo vaciló, y luego formó con la boca las palabras: «».

—¡Es una gólem libre! —dijo Adora Belle con contundencia—. ¿A ti te gustaría que te lo hicieran?

Húmedo recordó a Mechuelo y el nabo.

—No mucho —reconoció.

—Cuando son gólems libres, habría que hacerles cambiar de opinión mediante la persuasión. Creo que puedo conseguirlo.

—¿No tienen que llegar mañana tus gólems de oro?

—Eso espero.

—Será un día ajetreado. Yo lanzaré el dinero de papel y tú harás desfilar oro por las calles.

—No podíamos dejarlos bajo tierra. En cualquier caso, quizá no sean de oro. Iré a ver a Púlgad por la mañana.

—Iremos a verlo. ¡Juntos!

Adora Belle le dio una palmadita en el brazo.

—Da igual. Podría haber cosas peores que unos gólems de oro.

—No se me ocurren —replicó Húmedo, una frase que más tarde lamentaría—. Me gustaría quitarle el oro de la cabeza a la gente...

Se calló y miró fijamente al cordero, que le devolvió la mirada con aire sereno y enigmático. Por algún motivo, Húmedo pensó que debería tener un saxofón y una pequeña boina negra.

—Tienen que haber mirado en la cámara de seguridad —dijo en voz alta.

—¿Quiénes? —preguntó Adora Belle.

—Es a donde iría él. Lo único en lo que puedes confiar, ¿no? Los cimientos de todo lo que es valioso.

—¿Quién iría?

—¡Doblado está en la cámara del oro! —dijo Húmedo, que se puso de pie tan deprisa que su silla cayó al suelo—. ¡Tiene todas las llaves!

—¿Perdona? ¿Es el hombre que ha perdido la chaveta porque ha cometido un simple error?

—Ese mismo. Tiene un Pasado.

—¿Uno de esos con pe mayúscula?

—Exacto. ¡Venga, vamos abajo!

—Creía que íbamos a disfrutar de una velada romántica.

—¡Así será! ¡Después mismo de sacarlo de allí!

* * *

Lo único que se oía en la cripta era el taconeo de Adora Belle, que daba pasos de un lado a otro ante la cámara del oro, a la luz de los candelabros de plata que antes decoraban la mesa de la cena; a Húmedo empezaba a irritarle.

—Solo espero que Apuntierro mantenga caliente el caldo —dijo Adora Belle. Toc, toc. Toc, toc.

—Mira —replicó Húmedo—. En primer lugar, para abrir una cámara acorazada como esta hay que llamarse algo así como Dedos McGee y, en segundo lugar, estas ganzúas canijas no están a la altura.

—Bueno, pues vamos a buscar al señor McGee. Él probablemente tiene de las buenas. —Toc, toc. Toc, toc.

—Eso no serviría de nada porque, en tercer lugar, probablemente no existe tal persona y, en cuarto lugar, la cámara está cerrada por dentro y creo que ha dejado la llave en la cerradura, motivo por el cual no funciona ninguna de estas. —Agitó el llavero—. En quinto lugar, estoy intentando abrir desde este lado con unas pinzas, un viejo truco que, mira tú por dónde, ¡no funciona!

—Vale. ¿Podemos volver a la suite, entonces? —Toc, toc. Toc, toc.

Húmedo volvió a mirar por la pequeña mirilla. La habían tapado por el otro lado con una placa gruesa, y lo único que distinguía era un resquicio de luz por los bordes. Había una lámpara allí dentro. Lo que no había era, que él supiera, ninguna clase de ventilación. Al parecer habían construido la cámara acorazada antes de que la idea de respirar se pusiera de moda. Era una cueva fabricada por el hombre, construida para contener algo que no se pretendía sacar nunca. El oro no se asfixiaba.

—No creo que dispongamos de esa opción —dijo—, porque, en sexto lugar, se está quedando sin aire. ¡Hasta podría estar muerto!

—Si está muerto, ¿podemos dejarlo hasta mañana? Aquí abajo hace un frío que pela. —Toc, toc. Toc, toc.

Húmedo miró al techo. Estaba hecho de antiguas vigas de roble, unidas mediante bandas de hierro. Sabía cómo podía ser el roble viejo: como el acero, pero más desagradable. Mellaba las hachas y hacía que los martillos rebotasen a la cara de sus dueños.

—¿No pueden ayudar los guardias? —sugirió Adora Belle.

—Lo dudo —dijo Húmedo—. Además, no tengo un interés especial en dar alas a la idea de que pueden pasar la noche forzando la puerta de la cámara.

—Pero son casi todos agentes de la Guardia de la Ciudad, ¿no?

—¿Y qué? Cuando un hombre pone pies en polvorosa con todo el oro que puede cargar, no se preocupa mucho por cuál era su antiguo empleo. Soy un delincuente. Confía en mí.

Caminó hacia la escalera, contando entre dientes.

—¿Y ahora qué haces?

—Calculo qué parte del banco queda directamente encima del oro —respondió Húmedo—. Pero ¿sabes qué? Creo que ya lo sé. La sala del oro está exactamente debajo de su escritorio.

* * *

La lámpara estaba casi consumida, y unas volutas de humo aceitoso flotaban y se posaban sobre los sacos en los que el señor Doblado yacía hecho un ovillo.

Se oyó un ruido arriba, y voces apagadas por el grosor del antiguo techo. Una de ellas dijo:

—No se mueve. Vale, Gladys, te toca.

—¿Esto Es Comportamiento Propio De Una Dama? —tronó una segunda voz.

—Claro que sí, cuenta como mover muebles —respondió otra voz, inequívocamente femenina.

—Muy Bien. Lo Levantaré Y Quitaré El Polvo De Debajo.

Se oyó un fragor de madera contra madera, y algo de polvo cayó sobre los lingotes apilados.

—Mucho Polvo, En Efecto. Iré Por Una Escoba.

—En realidad, Gladys, me gustaría que ahora levantaras el suelo —dijo la primera voz.

—¿Puede Haber Polvo También Debajo?

—Estoy seguro.

—Muy Bien.

Sonaron varios golpes que hicieron crujir las vigas, y después un vozarrón:

—En El Libro De Cuidados Del Hogar De Lady Carromato No Dice Nada De Quitar El Polvo Debajo Del Suelo.

—¡Gladys, un hombre podría estar muriendo allí abajo!

—Ya Veo. Eso Sería Un Desorden. —Las vigas se estremecieron bajo un golpe—. Lady Carromato Dice Que Cualquier Cuerpo Encontrado Durante Una Fiesta De Fin De Semana Debería Hacerse Desaparecer Con Discreción, Para Evitar Escándalos.

Tres golpes más, y una viga se resquebrajó.

—La Señorita Carromato Dice Que Los Guardias No Son Nada Respetuosos Y No Se Limpian Las Botas Sucias.

Crujió otra viga. Entró un haz de luz. Apareció una mano del tamaño de una pala, que agarró una de las abrazaderas de hierro, la partió y...

Húmedo se asomó a la penumbra, entre el humo que salía por el agujero.

—¡Está allí abajo! ¡Por los dioses, esto apesta!

Adora Belle miró por encima de su hombro.

—¿Está vivo?

—Eso espero, por lo menos. —Húmedo se agarró a las vigas y se dejó caer sobre las cajas de lingotes. Al cabo de un momento dio una voz hacia arriba—: Tiene pulso. Y hay una llave en la cerradura, además. ¿Puedes bajar por la escalera y echarme una mano?

—Esto, tenemos visita —gritó Adora Belle.

Un par de cabezas con casco aparecieron en silueta contra la luz. ¡Maldición! Estaba muy bien contratar a guardias que no estaban de servicio, pero tendían a llevarse las placas adondequiera que fuesen y eran de esa clase de personas que sacaban conclusiones precipitadas solo porque habían encontrado a un hombre plantado en una cámara acorazada agujereada en mitad de la noche. Las palabras «Mirad, puedo explicarlo» se le pasaron por la cabeza, pero se reprimió de pronunciarlas justo a tiempo. Era su banco, a fin de cuentas.

—Bueno, ¿qué queréis vosotros? —exigió saber.

Aquello fue lo bastante inesperado para descolocar a los vigilantes, pero uno de ellos se vino arriba.

—¿Esta es su cámara acorazada, señor? —preguntó.

—¡Soy el vicepresidente, idiota! ¡Y aquí abajo hay un hombre enfermo!

—¿Se ha caído cuando han abierto el butrón, señor?

Oh, dioses, no había quien bajara del carro a un policía nato. Seguían y seguían, con ese tono paciente y agotador. Cuando eras policía, todo era delito.

—Agente... Porque eres poli, ¿no?

—Agente Abadejo, señor.

—Bueno, guardia, ¿podemos sacar a mi compañero al aire fresco? Está jadeando. Abriré la puerta desde aquí abajo.

Abadejo hizo una seña con la cabeza al otro vigilante, que salió corriendo hacia la escalera.

—Si tenía llave, señor, ¿por qué entró haciendo un agujero?

—¡Para sacar a este hombre, por supuesto!

—¿Y cómo...?

—Todo es perfectamente razonable —dijo Húmedo—. En cuanto haya salido de aquí, verás cómo nos reímos.

—A ver si es verdad, señor —dijo Abadejo—, porque me gusta reírme.

* * *

Hablar con la Guardia era como bailar claqué en una avalancha. Si eras ágil podías mantenerte derecho, pero no dirigías el rumbo, no había frenos y en el fondo sabías que aquello no acabaría bien del todo.

Ya no era el agente Abadejo. Había dejado de ser el agente Abadejo en cuanto el agente Abadejo había descubierto que los bolsillos del maestre de la Real Casa de la Moneda contenían una funda de terciopelo llena de ganzúas y una cachiporra; entonces pasó a ser el sargento Detritus.

Las ganzúas, como bien sabía Húmedo, no eran estrictamente ilegales. Tenerlas estaba bien. Tenerlas mientras estabas delante de una casa ajena no estaba bien. Tenerlas cuando te descubrían en una cámara acorazada de banco forzada estaba tan lejos de bien que veía la curvatura del universo.

Hasta aquí, el sargento Detritus lo tenía claro. Sin embargo, su dominio de la situación empezó a patinar cuando se las vio con la evidencia de que Húmedo poseía, con total legitimidad, las llaves de la cámara acorazada en la que había entrado por la fuerza. Eso al troll le pareció un acto delictivo en sí mismo, y por un momento se planteó la acusación de «Malgastar el tiempo de la Guardia forzando una cámara acorazada cuando no hacía falta»[7]. No comprendía la necesidad visceral de llevar encima las ganzúas: los trolls no tenían una palabra para definir las machadas, de la misma manera en que los charcos no tienen una palabra para definir el agua. También le costaba entender el estado de ánimo y las acciones del casi difunto señor Doblado. Los trolls no pierden el juicio, sino los estribos. De manera que se rindió, y le llegó el turno al capitán Zanahoria.

Húmedo lo conocía desde hacía tiempo. Era grande, olía a jabón y su expresión habitual era de ojiazul inocencia. Húmedo no veía nada detrás de ese rostro afable, nada de nada. Podía leer las intenciones de la mayoría de las personas, pero el capitán era un libro cerrado en una vitrina con candado. Además siempre era educado, con esa cortesía tan molesta de la policía.

—Buenas noches —dijo con educación mientras se sentaba delante de Húmedo en el pequeño despacho que de repente se había convertido en una sala de interrogatorio—. ¿Puedo empezar, señor, por preguntarle por los tres hombres del sótano? Y ese... trasto de cristal.

—El señor Hubert Panda y sus ayudantes —respondió Húmedo—. Están estudiando el sistema económico de la ciudad. No están implicados en esto. Bien pensado, ¡yo tampoco estoy implicado en esto! No hay en realidad, un «esto». Ya se lo he explicado al sargento.

—El sargento Detritus cree que es usted demasiado listo, señor Mustachen —dijo el capitán Zanahoria, mientras abría su libreta.

—Bueno, sí, imagino que piensa eso de la mayoría de la gente, ¿no?

La expresión de Zanahoria no cambió un ápice.

—¿Puede explicarme por qué abajo hay un gólem que lleva un vestido y no para de ordenar a mis hombres que se limpien sus sucias botas? —preguntó.

—No sin parecer un loco, no. ¿Qué tiene eso que ver con nada?

—No lo sé, señor. Espero averiguarlo. ¿Quién es lady Deirdre Carromato?

—Escribe unos libros más bien desfasados sobre etiqueta y cuidado del hogar para jóvenes señoritas a las que gustaría ser del tipo de mujer que tiene tiempo para hacer arreglos florales. Oiga, ¿esto es relevante?

—No lo sé, señor. Trato de evaluar la situación. ¿Puede decirme por qué un perrito corretea por el edificio en posesión de lo que calificaré como un ingenio de cuerda de naturaleza íntima?

—Creo que porque mi cordura se está desmoronando —dijo Húmedo—. Mire, lo único que importa aquí es que el señor Doblado ha tenido... un mal momento y se ha encerrado en la cámara del oro. Tenía que sacarlo enseguida.

—Ah, sí, la cámara del oro —dijo el capitán—. ¿Podemos hablar del oro un momento?

—¿Qué pasa con el oro?

—Confiaba en que usted nos lo explicara, señor. ¿Deseaba usted vendérselo a los enanos?

—¿Qué? Bueno, sí, eso dije, pero era solo para ilustrar una idea...

—Una idea —repitió el capitán Zanahoria con solemnidad, mientras tomaba nota.

—Mire, ya sé cómo funciona esto —dijo Húmedo—. Me deja hablar con la esperanza de que olvide de improviso dónde estoy y diga algo estúpido que me incrimine, ¿verdad?

—Gracias por eso, señor —dijo el capitán Zanahoria, que pasó otra página de su libreta.

—¿Gracias por qué?

—Por decirme que sabe cómo funciona esto, señor.

¿Lo ves?, se dijo Húmedo. Eso te pasa por confiarte demasiado. Te descuidas. Hasta un poli es más listo que tú.

El capitán alzó la vista.

—Le diré, señor Mustachen, que parte de su declaración ha sido corroborada por un testigo imparcial que jamás podría haber sido cómplice.

—¿Han hablado con Gladys? —preguntó Húmedo.

—¿Quién es Gladys?

—La que da la tabarra con lo de las botas sucias.

—¿Cómo puede un gólem ser «la», señor?

—Ja, esta me la sé. La respuesta correcta es: ¿cómo puede un gólem ser «el»?

—Un argumento interesante, señor. Eso explica el vestido, entonces. Por curiosidad, ¿cuánto peso diría que puede cargar un gólem?

—No lo sé. Un par de toneladas, tal vez. ¿Adónde quiere ir a parar?

—No lo sé, señor —dijo Zanahoria con desenfado—. El comandante Vimes dice que, cuando la vida te reparte una plasta de espaguetis, hay que ir tirando hasta que se encuentra la albóndiga. La cuestión es que su versión de los hechos coincide, en la medida en la que él entendió los acontecimientos en su momento, con la que nos ha proporcionado un tal Don Tiquismiquis.

—¿Han hablado con el perro?

—Bueno, es el presidente del banco, señor —dijo el capitán.

—¿Cómo han entendido lo que...? Ah, tienen a un hombre lobo, ¿no? —dijo Húmedo con una sonrisilla.

—No confirmamos ese dato, señor.

—Todo el mundo sabe que es Nobby Nobbs, deje que se lo diga.

—¿De verdad, señor? Vaya. En cualquier caso, sus movimientos de esta velada tienen quien los confirme.

—Bien. Gracias. —Húmedo empezó a levantarse.

—Sin embargo, sus movimientos en los días previos de esta semana, señor, no se conocen. —Húmedo volvió a sentarse.

—¿Y bien? No tengo que responder de ellos, ¿o sí?

—Podría ayudarnos, señor.

—¿En qué les ayudaría?

—Podría ayudarnos a comprender por qué no hay oro en la cámara, señor. Es un pequeño detalle en el panorama general de las cosas, pero nos tiene algo intrigados.

En ese momento, en algún punto cercano, Don Tiquismiquis empezó a ladrar...

* * *

Cosmo Espléndido, sentado a su escritorio con los dedos formando un caballete ante su boca, miraba comer a Cribbins. No muchas personas en condiciones de elegir hubieran hecho eso durante más de treinta segundos.

—¿Está buena la sopa? —preguntó.

Cribbins bajó el cuenco tras un prolongado gluglú final.

—De vicio, señoría. —Se sacó un trapo gris del bolsillo y...

Va a quitarse la dentadura aquí en la mesa, pensó Cosmo. Asombroso. Ah, sí, y aún tiene trozos de zanahoria enganchados...

—No dude en reparar sus dientes —dijo, mientras Cribbins sacaba un tenedor doblado de un bolsillo.

—Me tienen mártir, sheñor —explicó Cribbins—. Le juro que lo hacen para fashtidiar. —Tañeron los muelles mientras luchaba contra ellos con el tenedor y después, en apariencia satisfecho, volvió a ponérselos con esfuerzo sobre sus encías grises y los afianzó en su lugar—. Eso está mejor —concluyó.

—Bien —dijo Cosmo—. Y ahora, a la vista de la naturaleza de sus acusaciones, que Drumknott aquí presente ha transcripto al dedillo y usted ha firmado, permita que le pregunte: ¿por qué no ha acudido a lord Vetinari?

—Shé de hombres que han eshcapado de la horca, señor —respondió Cribbins—. No es muy difícil si se tiene pasta. Pero nunca había oído de uno que consiguiera un empleo de pez gordo al día siguiente. Y para el gobierno, además. Luego de repente es banquero, nada menosh. Alguien cuida de él, y no creo que shea una puta hada. Shi fuese con el cuento a Vetinari, visto lo visto, shería un poco tonto, ¿no? Pero él tiene su banco de usted, y usted no, lo que esh una pena. O shea que shoy shu hombre, sheñor.

—A cambio de un precio, sin duda.

—Bueno, sí, algo en concepto de gastos me vendría bien, shí.

—¿Y está bien seguro de que Mustachen y Relumbrón son la misma persona?

—Es la sonrisa, señor. No se olvida nunca. Además tiene el don de camelarse a la gente, consigue que todos quieran hacer las cosas a su manera. Es como magia, el pequeño ingrato.

Cosmo lo miró fijamente y después dijo:

—Dele al reverendo cincuenta dólares, Drum... Hastalafecha, y pásale las señas de un buen hotel. Uno en el dispongan de una bañera caliente, por ejemplo.

—¿Cincuenta dolaresh? —gruñó Cribbins.

—Y después sigue adelante con esa pequeña adquisición que habíamos comentado, ¿de acuerdo?

—Sí, señor. Por supuesto.

Cosmo se acercó un trozo de papel, mojó la pluma en el tintero y empezó a escribir con saña.

—¿Cincuenta dolaresh? —repitió Cribbins, consternado ante el salario mínimo del pecado.

Cosmo alzó la vista y miró al hombre como si lo viera por primera vez y la novedad no le hiciese mucha gracia.

—Ja, sí. Cincuenta dólares de momento, reverendo —dijo Cosmo en tono tranquilizador—. Y por la mañana, si conserva su buena memoria, todos pondremos la vista en un futuro más rico y más justo. No deje que le detenga.

Volvió a su papeleo.

Hastalafecha cogió a Cribbins del brazo y lo sacó a tirones de la habitación. Había visto lo que Cosmo estaba escribiendo:

VetinariVetinariVetinari VetinariVetinari

VetinariVetinariVetinariVetinari Vetinari

VetinariVetinari VetinariVetinariVetinari

VetinariVetinariVetinari VetinariVetinari

VetinariVetinariVetinariVetinari...

A por el bastón espada, pensó. Recógelo, entrégaselo, coge el dinero y corre.

* * *

Reinaba la calma en el Departamento de Comunicaciones Post Mórtem. Nunca había mucho ajetreo en el mejor de los casos, aunque siempre estaban, cuando los sonidos de la universidad daban paso al silencio, las aflautadas vocecillas como de mosquito que se colaban desde el Otro Lado.

El problema era, pensó Hicks, que demasiados de sus predecesores no habían tenido nunca ningún tipo de vida fuera del departamento, donde las habilidades sociales no eran una prioridad, y hasta de muertos habían fracasado por completo en el empeño de buscarse la vida. De manera que deambulaban por el departamento, reacios a abandonar el lugar. A veces, cuando se sentían con ánimos y la Compañía de Hermanas Dolly estrenaba una nueva producción, los dejaba salir a pintar los decorados.

Hicks suspiró. Ese era el problema de trabajar en el DCPM: uno nunca acababa de ser el jefe. En un empleo corriente la gente se jubilaba, se dejaba caer por el trabajo de vez en cuando mientras aún quedaba alguien que se acordara de ellos, y después engrosaba el siempre creciente pasado. Pero el antiguo personal del departamento no parecía irse nunca...

Había un dicho: «Los viejos nigromantes nunca mueren». Cuando lo contaba por ahí, la gente le decía: «¿Y?»; Hicks no tenía más remedio que responder: «Eso es todo, me temo. "Los viejos nigromantes nunca mueren", y punto».

Estaba recogiendo para cerrar por la noche cuando, desde su esquina sombría, Charlie dio una voz:

—Atención, ¿quién vive? Bueno, quien dice vive...

Hicks giró sobre sus talones. El círculo mágico resplandecía y un sombrero puntiagudo perlado ya se elevaba a través del suelo.

—¿Profesor Púlgad? —dijo.

—Sí, y hemos de darnos prisa, joven —respondió la sombra de Púlgad, que seguía elevándose.

—¡Pero si lo desterré! ¡Usé el Borrado Nónuple! Lo destierra todo.

—Lo escribí yo —dijo Púlgad con suficiencia—. Oh, no te preocupes, soy el único con el que no funciona. Ja, sería un pedazo de imbécil si diseñara un conjuro que funcionase contra mí, ¿eh?

Hicks lo señaló con un dedo tembloroso.

—Metió un portal oculto, ¿verdad?

—Por supuesto. Uno cojonudo. No te preocupes, también soy el único que sabe dónde está. —Púlgad entero flotaba ya por encima del círculo—. Y no intentes buscarlo; un hombre de tu limitado talento jamás encontrará las runas ocultas. —Púlgad miró a su alrededor—. ¿No está esa encantadora damisela? —preguntó esperanzado—. En fin, da lo mismo. Tienes que sacarme de aquí, Hicks. ¡No quiero perderme la diversión!

—¿Diversión? ¿Qué diversión? —dijo Hicks, que planeaba repasar el conjuro de Borrado Nónuple con mucho, mucho detenimiento.

—¡Ya sé qué clase de gólems vienen!

* * *

De pequeño, Húmedo rezaba todas las noches antes de acostarse. Su familia era muy activa en la Iglesia Simple de la Patata, que rechazaba los excesos de la Antigua Iglesia Ortodoxa de la Patata. Sus seguidores eran reservados, industriosos e inventivos, y su estricta adhesión a las lámparas de aceite y el mobiliario hecho en casa los hacía destacar en la región, donde la mayoría usaba velas y se sentaba sobre ovejas.

Odiaba rezar. Le daba la impresión de que abría un gran agujero negro en el espacio por el que, en cualquier momento, algo podría meter la mano y agarrarlo. La sensación podía deberse a que la oración estándar antes de acostarse incluía la frase «Si muero antes de despertar», que en las noches malas lo llevaba a intentar mantenerse en vela hasta la mañana.

También le habían encomendado que usara las horas previas a dormirse para pensar en la suerte que tenía.

Tumbado en la oscuridad del banco, pasando bastante frío y significativamente solo, hizo recuento.

Tenía los dientes sanos y no padecía caída prematura del cabello. ¡Hala! No había sido tan difícil, ¿verdad?

Además, la Guardia al final no lo había arrestado, oficialmente, aunque había un troll vigilando la cámara acorazada, que estaba rodeada por ominosos cordones negros y amarillos.

No había oro en la cámara. Bueno, ni siquiera eso era cierto del todo. Había unos dos kilos, por lo menos, recubriendo los lingotes de plomo. Alguien había hecho un buen trabajo. Era un consuelo, ¿no? Por lo menos había algo de oro. No podía decirse que no hubiese nada de oro, ¿verdad?

Estaba solo porque Adora Belle iba a pasar la noche en el calabozo por agredir a un agente de la Guardia. Húmedo lo consideraba injusto. Por supuesto, según el día que hubiese tenido un poli, no había acción aparte de encontrarse físicamente en alguna otra parte que no pudiera interpretarse como agresión, pero Adora Belle no había agredido realmente al sargento Detritus, tan solo había intentado clavarle el zapato en su enorme pie, con el resultado de un tacón roto y un tobillo torcido. Según el capitán Zanahoria, habían tenido eso en cuenta.

Los relojes de la ciudad marcaron las cuatro, y Húmedo se planteó su futuro, concretamente en términos de longitud.

Mira el lado bueno. A lo mejor solo te ahorcan.

Tendría que haber bajado a la cámara acorazada el primer día, con un alquimista y un abogado a rastras. ¿Acaso nunca auditaban las cámaras acorazadas? ¿Lo hacían unos tipos cabales la mar de decentes que asomaban la cabeza a las reservas de otros tipos cabales y firmaban el visto bueno en un periquete para no saltarse la comida? No se duda de la palabra de otro tipo cabal, ¿no? Sobre todo cuando no quieres que él dude de la tuya.

Quizá el difunto sir Joshua se lo había fundido todo en artículos exóticos de cuero y señoritas. ¿Cuántas noches en brazos de mujeres hermosas valía un saco de oro? Decía el proverbio que el precio de una buena mujer empequeñecía al de los rubíes, de manera que una mala y mañosa tenía que valer mucho más.

Se incorporó, encendió la vela y su mirada fue a dar en el diario de sir Joshua, sobre la mesita.

Hacía treinta y nueve años... bueno, era el período adecuado y, dado que en ese momento no tenía nada más que hacer...

La suerte que había ido perdiendo a chorro durante todo el día regresó a él. Aunque no estaba seguro de lo que buscaba, lo encontró en la sexta página que abrió al azar:

Hoy han venido al banco un par de personas de aspecto peculiar, preguntando por el joven Doblado. Le he encargado al personal que las eche. El muchacho está haciendo un trabajo extraordinario. Cuesta imaginar lo que habrá sufrido.

Gran parte del diario parecía escrito en alguna especie de código, pero la naturaleza de los símbolos secretos sugería que sir Joshua dejaba constancia con pelos y señales de todas sus aventuras amorosas. Había que admirar su franqueza, por lo menos. Había descubierto lo que quería de la vida, y se había puesto manos a la obra para conseguir tanto como pudiera. Húmedo no tenía más remedio que quitarse el sombrero.

¿Y qué había querido él? Nunca se había parado a pensarlo. Pero, más que nada, quería que mañana fuese diferente de hoy.

Miró su reloj. Las cuatro y cuarto, y nadie a mano salvo los vigilantes. Había guardias ante las puertas principales. Cierto que no estaba bajo arresto, pero se trataba de uno de esos arreglos civilizados: no estaba arrestado siempre que no intentara actuar como un hombre que no estaba arrestado.

Ah, pensó, mientras se ponía los pantalones, había otra cosilla de la que estar agradecido: había estado presente cuando Don Tiquismiquis se declaró al hombre lobo...

... que estaba, para entonces, haciendo equilibrios sobre una de las enormes urnas ornamentales que brotaban como setas en los pasillos del banco. Se estaba balanceando. También el cabo Nobbs, que se estaba desternillando de risa mirando a...

... Don Tiquismiquis, que brincaba como un loco con un entusiasmo maravilloso y optimista. Pero sostenía en la boca su nuevo juguete, al que misteriosamente parecían haber dado cuerda, y el destino en su magnanimidad había decretado que, en la cúspide de cada salto, su acción desequilibrante provocara que el perro diera un lento salto mortal en el aire.

Y Húmedo pensó: De manera que el hombre lobo es una mujer lobo y lleva una placa de la Guardia en el collar, y he visto antes ese color de pelo. ¡Ja!

Pero su mirada había regresado enseguida a Don Tiquismiquis, que saltaba y giraba con una expresión de absoluta dicha en su carita...

... y entonces el capitán Zanahoria lo había cazado al vuelo, la mujer lobo había huido y el espectáculo se había acabado. Pero Húmedo siempre conservaría el recuerdo. La siguiente vez que pasara por delante de la sargento Angua gruñiría entre dientes, aunque eso probablemente constituiría agresión.

Ahora, ya vestido del todo, salió para dar un paseo por los interminables pasillos.

La Guardia había apostado a muchos vigilantes nuevos en el banco esa noche. El capitán Zanahoria era listo, eso había que reconocérselo. Eran trolls. Era muy difícil convencer a un troll de que viera las cosas a tu manera.

Los notaba vigilándolo adondequiera que fuese. No había ninguno apostado ante la puerta de la cripta, pero a Húmedo se le cayó el alma a los pies cuando se acercó a la isla de luz que rodeaba al Borbotrón y vio uno plantado junto a la puerta a la libertad.

Mechuelo estaba tumbado en un colchón, roncando con su pincel en la mano. Húmedo lo envidiaba.

Hubert e Igor trabajaban en la maraña de cristal que Húmedo juraría que parecía más grande cada vez que bajaba.

—¿Algo va mal?

—¿Mal? Nada. ¡Nada va mal! —exclamó Hubert—. ¡Todo va bien! ¿Algo va mal? ¿Por qué iba usted a pensar que algo iba mal? ¿Qué le haría pensar que algo iba mal?

Húmedo bostezó.

—¿Hay café? ¿Té? —preguntó.

—Para uzted, zeñor Muztachen —dijo Igor—, haré zplot.

—¿Splot? ¿Auténtico splot?

—Eczacto, zeñor —respondió Igor dándose aires.

—Aquí no puede comprarse, no sé si lo sabías.

—Zoy conzciente de ello, zeñor. Lo han prohibido en cazi toda la patria chica, también —dijo Igor, mientras rebuscaba en un saco.

—¿Prohibido? ¿Lo han prohibido? ¡Pero si es solo una bebida de hierbas! ¡Mi abuelita lo preparaba!

—Cierto, era muy tradicional —coincidió Igor—. Hacía crecer el pelo en el pecho.

—Sí, la abuela solía quejarse de eso.

—¿Es una bebida alcohólica? —preguntó Hubert con nerviosismo.

—De ninguna manera —respondió Húmedo—. Mi abuela jamás tocó el alcohol. —Pensó un momento y después añadió—: Salvo quizá la loción del afeitado. El splot se hace con corteza de árbol.

—Anda. Bueno, suena apetecible —dijo Hubert.

Igor se retiró a su jungla de material, y se oyó un tintineo de cristales. Húmedo se sentó en el banco lleno de trastos.

—¿Cómo va en tu mundo, Hubert? —preguntó—. ¿El agua corre bien de un lado a otro?

—¡Va bien! ¡Bien! ¡Todo bien! ¡No pasa nada de nada! —Hubert se quedó inexpresivo de repente, sacó su cuaderno, echó un vistazo a una página y volvió a dejarlo en su sitio—. ¿Cómo está usted?

—¿Yo? Ah, de maravilla. Solo que tendría que haber diez toneladas de oro en la cámara acorazada y no están.

Sonó como si un cristal se hubiera roto en la dirección de Igor, y Hubert miró horrorizado a Húmedo.

—¿Ja? ¿Jajajaja? —dijo—. ¡¡Ja ja ja ja a JAJAJA!! ¡¡¡JAJA JA!!! JA JA...

Se captó un borrón de movimiento cuando Igor saltó a la mesa y agarró a Hubert.

—Lo ziento, zeñor Muztachen —dijo por encima de su hombro—, ezto puede durar horaz...

Le cruzó la cara a Hubert con dos bofetadas y se sacó un frasco del bolsillo.

—¿Zeñor Hubert? ¿Cuántoz dedoz tengo en alto?

Hubert enfocó la mirada poco a poco.

—¿Trece? —preguntó con voz temblorosa.

Igor se relajó y volvió a guardar el frasco en el bolsillo.

—Juzto a tiempo. ¡Bien hecho, zeñor!

—Lo siento mucho... —empezó Hubert.

—No le des importancia. Yo también me siento un poco así —dijo Húmedo.

—Entonces... ese oro... ¿tiene alguna idea de quién se lo llevó?

—No, pero tiene que haber sido alguien de dentro —respondió Húmedo—. Y ahora la Guardia me cargará a mí el mochuelo, sospecho.

—¿Y eso hará que deje de mandar? —preguntó Hubert.

—Dudo que se me permita dirigir el banco desde dentro del Rapapolvo.

—Oh, cielos —se lamentó Hubert, mirando a Igor—. Ejem... ¿qué pasaría si el oro volviera a su sitio?

Igor tosió sonoramente.

—Creo que eso es improbable, ¿no te parece? —dijo Húmedo.

—Sí, pero Igor me contó que, cuando la Oficina de Correos ardió el año pasado, ¡los mismos dioses le dieron a usted dinero para reconstruirla!

—Ejejemmm —dijo Igor.

—Dudo que eso sea probable dos veces —replicó Húmedo—. Y no creo que haya un dios de la banca.

—A lo mejor uno la adopta, por la publicidad —dijo Hubert a la desesperada—. Podría valer una oración.

—¡Ejejemmm! —repitió Igor, más alto esta vez.

Húmedo miró a uno y luego al otro. Vale, pensó, aquí pasa algo y no me van a contar qué es.

¿Rezar a los dioses para conseguir un gran montón de oro? ¿Cuándo había funcionado eso? Bueno, el año pasado, cierto, pero eso fue porque yo ya sabía dónde estaba enterrado un gran montón de oro. Los dioses ayudan a quienes se ayudan a sí mismos, y yo vaya si me ayudé.

—¿Crees que de verdad vale la pena? —dijo.

Le colocaron delante una pequeña taza humeante.

—Zu zplot —dijo Igor. Las palabras «Ahora bébaselo y váyase, por favor» lo acompañaron en todos los aspectos menos el vocal.

—¿Tú crees que debería rezar, Igor? —preguntó Húmedo, observándole la cara.

—No zabría decirle. Los Igor opinamos que la oración no es más que esperanza con ritmo.

Húmedo se le acercó más y susurró:

—Igor, de uberwaldiano a uberwaldiano, tu ceceo acaba de volar.

A Igor se le arrugó aún más la frente.

—Lo ziento, zeñor, tengo muchaz cozaz en la cabeza —se excusó, moviendo los ojos para indicar al nervioso Hubert.

—Culpa mía, os estoy molestando, buena gente —dijo Húmedo, que apuró la taza de un trago—. En cualquier momento el dhdldlkp;kvyvvbdf[;jvjvf;llljvmmk;wbvlm bnxgcgbnme...

Ah, sí, el splot, pensó Húmedo. Contenía hierbas y otros ingredientes naturales. Pero la belladona era una hierba, y el arsénico era natural. La gente decía que no llevaba alcohol porque el alcohol no podía sobrevivir. Pero una taza de splot caliente sacaba a un hombre de la cama y lo llevaba al trabajo cuando había un metro ochenta de nieve fuera de casa y el pozo estaba helado. Te despejaba y aceleraba la cabeza. Era una pena que la lengua humana no pudiera mantener el ritmo.

Húmedo parpadeó una o dos veces y dijo:

—Ughx...

Les dio las buenas noches, aunque en realidad fueran las «bnycxs», y cruzó la cripta en la dirección contraria siguiendo su sombra, que la luz del Borbotrón proyectaba ante él. Los trolls lo miraron con suspicacia mientras subía por la escalinata, tratando de impedir que sus pies huyeran de debajo de su cuerpo. El cerebro le zumbaba, pero no tenía nada que hacer. No había nada a lo que agarrarse, nada a lo que buscar una solución. Y al cabo de una hora o así estaría en la calle la edición rural del Times y, muy poco después, lo estaría él. Habría un pánico bancario, que siempre es algo horripilante como mínimo, y el resto de bancos no le ayudarían, claro que no, porque no era un tipo cabal. La Deshonra, la Ignominia y Don Tiquismiquis lo miraban a la cara, pero solo uno se la lamía.

Había llegado a su despacho, entonces. El splot desde luego quitaba de la cabeza todos los pequeños problemas, enrollándolos hasta formar el grande y único problema de mantenerte entero en un planeta. Aceptó arrodillado el viscoso beso ritual del perro, se levantó y llegó hasta la silla.

Vale... sentarse, hasta ahí llegaba. Pero la cabeza le marchaba a toda velocidad.

Pronto llegaría gente. Había demasiadas preguntas sin respuesta. ¿Qué hacer, qué hacer? ¿Rezar? Húmedo no era muy dado a la plegaria, no porque creyera que los dioses no existían sino porque se temía que a lo mejor sí. De acuerdo, Mollestya había salido ganando con él, y el otro día se había fijado en su flamante templo, con la fachada cubierta de exvotos en forma de cortahuevos, batidoras de fondant, palas de pescado, untadores de chirivías y muchos otros elementos inútiles de menaje donados por los fieles agradecidos, que antes afrontaban la perspectiva de una vida con los cajones atascados. Mollestya cumplía, porque estaba especializada. Ni siquiera fingía ofrecer un paraíso, verdades eternas o clase alguna de salvación. Tan solo ofrecía un deslizamiento suave y acceso a los tenedores. Y prácticamente nadie había creído en ella antes de que él la eligiera, al azar, como una de los dioses a los que agradecer el milagroso hallazgo. ¿Lo recordaría?

Si tuviera algo de oro atascado en un cajón, tal vez. Convertir chatarra en oro, probablemente no. Aun así, la gente apelaba a los dioses cuando solo le quedaba la oración.

Fue hasta la pequeña cocina y descolgó un cucharón. Después volvió al despacho y lo metió en un cajón del escritorio, donde se quedó atascado, pues tal es la principal función de los cucharones en el mundo. Luego tocaba sacudir los cajones. La atraía el ruido, al parecer.

—Oh, Mollestya —dijo, tirando del mango del cucharón—, soy yo, Húmedo von Mustachen, pecador penitente. No sé si te acordarás. Somos, todos nosotros, meros utensilios, atascados en cajones de nuestra propia fabricación, y nadie más que yo. Si pudieras encontrar tiempo en tu ocupada agenda para desatascarme en estos momentos de necesidad, no me descubrirás parco en gratitud, en verdad te digo que no, cuando pongamos las estatuas de los dioses en el tejado de la nueva Oficina de Correos. Nunca me gustaron las urnas de la vieja. Y bañada en oro, por cierto. Gracias por adelantado. Amén.

Dio al cajón un último tirón. El cucharón salió disparado, voló por los aires retemblando como un salmón saltarín y destrozó un jarrón de la esquina.

Húmedo decidió tomárselo como un buen augurio. En teoría debía olerse humo de tabaco si Mollestya estaba presente pero, como Adora Belle había pasado más de diez minutos en aquella habitación, no tenía sentido olisquear.

Luego ¿qué? Bueno, los dioses ayudaban a quienes se ayudaban a sí mismos, y siempre quedaba una última opción muy Mustachen. Flotaba en su cabeza: improvisa.

CAPÍTULO X

Estilo ante todo — «El presidente dice guau» — Harry Rey ahorra un dinerito — Empiezan los gritos — Un beso, sin lengua — Consejo de guerras — Húmedo toma las riendas — Un poco de magia, con sellos — Levantar el interés del profesor — Una visión del Paraíso

mprovisa! No queda otra. ¿Recuerdas la cadena de casi oro? Este es el otro extremo del arco iris. Sal con labia de una situación que no tiene salida. Construye tu propia suerte. Monta un buen espectáculo. Si caes, que recuerden que lo convertiste en un salto acrobático. A veces tu mejor momento es el último.

Fue al ropero y sacó su mejor traje dorado, el de las ocasiones especiales. Después buscó y encontró a Gladys, que estaba mirando por la ventana.

Tuvo que pronunciar su nombre bastante alto para que se volviera hacia él, muy poco a poco.

—Ya Vienen —dijo.

—Sí, ya vienen —dijo Húmedo—, y más vale que esté impecable. ¿Podrías plancharme estos pantalones, por favor?

Sin mediar palabra, Gladys cogió la prenda, la estiró contra la pared y le pasó una palma enorme de arriba abajo antes de devolvérsela. Húmedo podría haberse afeitado con el pliegue. Después la gólem se volvió de nuevo hacia la ventana.

Húmedo se unió a ella. Ya se había congregado una muchedumbre delante del banco, y seguían llegando carruajes mientras miraba. También pululaba por la zona una buena cantidad de guardias. Un breve fogonazo reveló que Otto Alarido del Times ya estaba sacando imágenes. Ah, sí, ahora formaban una delegación. La gente quería estar en primera fila si iba a morir alguien. Tarde o temprano, alguien aporrearía la puerta. Ni hablar. No podía permitir que eso pasara.

Lavado de cara, afeitado, poda de pelos nasales errantes, dientes limpios. Pelo peinado, botas brillantes. Ponte el sombrero, baja la escalera, retira el cerrojo con mucho cuidado para que no oigan el chasquido desde fuera, espera a oír unos pasos que ganan intensidad...

Húmedo abrió la puerta de sopetón.

—¿Y bien, caballeros?

Cosmo Espléndido se tambaleó al no hacer contacto con los nudillos, pero se recompuso y le puso ante las narices una hoja de papel.

—Auditoría de emergencia —dijo—. Estos caballeros —y aquí indicó a una serie de hombres de aspecto importante que había a sus espaldas— son representantes de los principales gremios y algunos de los demás bancos. Se trata de un procedimiento estándar y no puede usted interponerse en su camino. Observará que hemos traído al comandante Vimes de la Guardia. Cuando hayamos corroborado que, en efecto, no hay oro en la cámara, le ordenaré que le detenga a usted como sospechoso de robo.

Húmedo miró de reojo al comandante. No le caía muy bien, y estaba seguro de que Vimes a él no podía ni verlo. Estaba más seguro todavía, sin embargo, de que Vimes no aceptaba de buena gana órdenes de sujetos de la calaña de Cosmo Espléndido.

—No me cabe duda de que el comandante hará lo que considere oportuno —dijo Húmedo con docilidad—. Ya conocen el camino a la cámara acorazada. Lamento que en estos momentos esté algo desastrada.

Cosmo se volvió a medias para cerciorarse de que la multitud lo oyera todo y dijo:

—Es usted un ladrón, señor Mustachen. Un timador y un mentiroso, un desfalcador, y no tiene el menor gusto para vestir.

—Eh, eso es pasarse un poco —protestó Húmedo mientras la expedición le pasaba por al lado—. ¡Pues yo pienso que voy hecho un brazo de mar, que lo sepa!

Ahora estaba solo en los escalones, de cara a la multitud. Todavía no era una turba, pero solo era cuestión de tiempo.

—¿Puedo ayudar a alguien más? —preguntó.

—¿Qué pasa con nuestro dinero? —dijo alguien.

—¿Qué pasa con él? —replicó Húmedo.

—En el periódico dicen que no tiene oro —dijo su interlocutor.

Acercó una copia mojada del Times hacia Húmedo. El diario había sido, en general, bastante comedido. Húmedo se esperaba titulares negativos, pero el artículo era una sola columna en primera plana y estaba cargado de «entendemos que», «creemos que», «ha llegado a conocimiento del Times que» y demás expresiones que usan los periodistas cuando trabajan con informaciones sobre grandes sumas de dinero que no acaban de entender y no están del todo seguros de que les han contado la verdad.

Alzó la vista y se encontró con la cara de Sacharissa Cripslock.

—Lo siento —dijo esta—, pero anoche había guardias y vigilantes por todas partes y no teníamos mucho tiempo. Y francamente, el... arrebato del señor Doblado ya daba por sí solo para un artículo. Todo el mundo sabe que él dirige el banco.

—El presidente dirige el banco —dijo Húmedo, algo tieso.

—No, Húmedo, el presidente dice guau —dijo Sacharissa—. Oiga, ¿no firmó nada cuando aceptó el trabajo? ¿Un recibo o algo por el estilo?

—Bueno, puede ser. Hubo un montonazo de papeleo. Firmé donde me dijeron y punto. Lo mismo hizo Don Tiquismiquis.

—Por los dioses, los abogados se lo pasarán pipa con eso —dijo Sacharissa, mientras su libreta aparecía en su mano por arte de magia—. Y no es ninguna broma[8]. ¡El pobre podría acabar en una cárcel de morosos!

—Perrera —corrigió Húmedo—. Dice «guau», ¿recuerda? Y eso no va a pasar.

Sacharissa se agachó para acariciar a Don Tiquismiquis en la cabeza, y se paralizó a mitad de la inclinación.

—¿Qué lleva en la...? —empezó.

—Sacharissa, ¿podemos dejar eso para más tarde? La verdad es que ahora mismo no tengo tiempo. Le juro por tres dioses cualquiera en los que crea que, aunque sea periodista, cuando esto acabe le proporcionaré una historia que pondrá a prueba incluso la capacidad del Times para evitar los temas escabrosos y poco elegantes. Confíe en mí.

—Sí, pero eso parece un... —empezó.

—Ajá, entonces sabe lo que es y no hace falta que se lo explique —la atajó Húmedo con decisión.

Le devolvió el periódico a su preocupado dueño.

—Usted es el señor Cusper, ¿verdad? —dijo—. Tiene un saldo de siete dólares de Ankh-Morpork en nuestro banco, si no me equivoco. —Por un momento el hombre pareció impresionado. A Húmedo se le daban muy bien las caras—. Ya les dije que aquí no nos preocupaba el oro.

—Ya, pero... —El hombre vaciló—. Bueno, como banco no es gran cosa si cualquiera puede llevarse el oro, ¿no?

—Pero eso no cambia nada —aseveró Húmedo—. Ya se lo dije a todos.

Parecían dubitativos. En teoría, tendrían que estar cargando en estampida por la escalinata. Húmedo sabía qué los estaba refrenando. Era la esperanza. Era la vocecilla interior que decía: esto no está pasando en realidad. Era la voz que impulsaba a la gente a poner del revés el mismo bolsillo tres veces en una infructuosa búsqueda de las llaves perdidas. Era la fe loca en que el mundo, por narices, tiene que empezar a funcionar otra vez como es debido si creo de verdad, y las llaves aparecerán. Era la voz que decía «Esto no puede estar pasando» a pleno pulmón, para acallar el insidioso pavor a que sí estuviera pasando.

Tenía unos treinta segundos, mientras durase la esperanza.

Y entonces el gentío se separó. Pucci Espléndido no sabía hacer una gran entrada. Harry Rey, en cambio, sí. La multitud arremolinada y vacilante se abrió como el mar ante un profeta hidrófobo, y dejó un canal que de repente se vio jalonado a ambos lados por hombres corpulentos y curtidos con la nariz rota y un útil surtido de cicatrices. Por esa reciente avenida se acercaba con paso firme Harry Rey, dejando una estela de humo de puro. Húmedo logró aguantar a pie firme hasta tener al señor Rey a dos palmos, y se aseguró de mirarlo a los ojos.

—¿Cuánto dinero ingresé en su banco, señor Mustachen? —preguntó Harry.

—Esto, creo que fueron cincuenta mil dólares, señor Rey —contestó Húmedo.

—Sí, me parece que fue algo así —dijo el señor Rey—. ¿Adivina lo que voy a hacer ahora, señor Mustachen?

Húmedo no tuvo que adivinar. El splot seguía circulando por sus venas y la respuesta tañó en su cerebro como la campana de un funeral.

—Va a ingresar más dinero, ¿no es así, señor Rey?

Harry Rey lo miró con una sonrisa de oreja a oreja, como si Húmedo fuese un perro que acabara de hacer un truco nuevo.

—¡Eso es, señor Mustachen! He pensado yo para mí: Harry, he pensado; cincuenta mil dólares parece un poco tirando a escaso, así que vengo para redondearlo a sesenta mil.

A una seña suya, varios esbirros más aparecieron detrás de él, cargados con grandes cofres.

—Casi todo es oro y plata, señor Mustachen —dijo Harry—. Pero sé que tiene un montonazo de jóvenes que pueden contarlo por usted.

—Es muy amable por su parte, señor Rey —replicó Húmedo—, pero en cualquier momento saldrán los auditores y el banco estará metido en un lío muy, muy gordo. ¡Por favor! No puedo aceptar su dinero.

Harry se acercó un poco más a Húmedo, hasta envolverlo en humo de puro con un toque de col descompuesta.

—Sé que se trae algo entre manos —susurró mientras se daba unos golpecitos en la nariz—. ¡Esos cabrones van a por usted, ya me he fijado! Reconozco a un ganador cuando lo veo, y sé que tiene algo en la manga, ¿eh?

—Solo los brazos, señor Rey, solo los brazos —dijo Húmedo.

—Y que los conserve muchos años —dijo Harry, y le dio una palmada en la espalda.

Los hombres desfilaron ante Húmedo y depositaron sus arcones en el suelo.

—No necesito recibo —dijo Harry—. Usted me conoce, señor Mustachen. Sabe que puede confiar en mí, igual que yo sé que puedo confiar en usted.

Húmedo cerró los ojos, solo por un momento. Y pensar que le había preocupado acabar el día ahorcado.

—Su dinero está a salvo conmigo, señor Rey —aseguró.

—Lo sé —dijo Harry Rey—. Y cuando se haya salido con la suya, le mandaré al joven Wallace y tendrá una charlita con su mono sobre el interés que me van a pagar por todo este dinerito, ¿de acuerdo? Es justo, ¿no?

—Desde luego que lo es, señor Rey.

—Muy bien —dijo Harry—. Ahora me voy a comprar unos terrenos.

Cuando partió, se extendió entre la multitud un dubitativo murmullo. El nuevo depósito los había descolocado. A Húmedo también. La gente se preguntaba qué sabría Harry Rey. Húmedo también. Era terrible que alguien como Harry creyera en ti.

Ahora la muchedumbre había desarrollado un portavoz, que dijo:

—Oiga, ¿qué está pasando? ¿Ha volado el oro o no?

—No lo sé —respondió Húmedo—. Hoy no he mirado.

—Lo dice como si no importara —terció Sacharissa.

—Bueno, como he explicado —dijo Húmedo—, la ciudad sigue aquí. El banco sigue aquí. Yo sigo aquí. —Echó un vistazo a la ancha espalda en retirada de Harry Rey—. De momento. O sea que no parece que necesitemos el oro ocupando sitio, ¿o sí?

Cosmo Espléndido apareció en el umbral detrás de Húmedo.

—Bueno, señor Mustachen, parece que será usted un fullero hasta el final.

—¿Perdone? —dijo Húmedo.

Los demás miembros del comité auditor ad hoc se abrían paso para salir, con caras de satisfacción. Al fin y al cabo, los habían despertado muy temprano y aquellos a quienes despiertan muy temprano esperan matar antes del desayuno.

—¿Ya han terminado? —preguntó Húmedo.

—Sin duda sabrá por qué nos han traído aquí —dijo uno de los banqueros—. Sabe muy bien que anoche la Guardia de la Ciudad descubrió que no había oro en sus cámaras. Podemos confirmar ese desdichado estado de cosas.

—En fin, ya saben lo que pasa con el dinero —replicó Húmedo—. Uno cree que está arruinado y resulta que al final había estado todo el tiempo en tus otros pantalones.

—No, señor Mustachen, esto no tiene ninguna gracia —dijo Cosmo—. El banco es una farsa. —Alzó la voz—. ¡Aconsejaría a todos los inversores a los que ha enredado que sacaran todo su dinero mientras pueden!

¡No! ¡Brigada, a mí! —El comandante Vimes se abrió paso a empujones entre los pasmados banqueros a la vez que media docena de agentes trolls subían por la escalinata y formaban hombro con hombro ante las puertas dobles—. ¿Es usted tonto, joder? —preguntó, con la nariz pegada a la de Cosmo—. ¡Eso a mí me ha sonado a incitación a los disturbios! ¡Este banco queda cerrado hasta nuevo aviso!

—Soy consejero del banco, comandante —dijo Cosmo—. No puede mantenerme fuera.

—Vaya si puedo —replicó Vimes—. Le sugiero que dirija sus quejas a su señoría. ¡Sargento Detritus!

—¡Síseñor!

—Que no entre nadie sin un papel firmado por mí. Y señor Mustachen, usted no saldrá de la ciudad, ¿entendido?

—Sí, comandante. —Húmedo se volvió hacia Cosmo—. Oiga, no tiene buen aspecto —dijo—. Ese color de piel no puede ser sano.

—Ni una palabra más, Mustachen. —Cosmo se inclinó hacia él. De cerca, su cara tenía peor pinta aún, como si fuera la de una muñeca de cera, si las muñecas de cera pudiesen sudar—. Nos veremos en el tribunal. Es el final del camino, señor Mustachen. ¿O debería decir... señor Relumbrón?

Oh, dioses, tendría que haber hecho algo con Cribbins, pensó Húmedo. Estaba demasiado ocupado intentando hacer dinero...

Y allí estaba Adora Belle, a la que escoltaba entre la multitud una pareja de guardias que a la vez actuaban de muletas. Vimes bajó corriendo los escalones como si la estuviera esperando.

Húmedo reparó en que el ruido de fondo de la ciudad estaba cobrando intensidad. La muchedumbre también lo había notado. En alguna parte estaba pasando algo gordo, y aquella pequeña confrontación no era más que un entremés.

—¿Se cree muy listo, señor Mustachen? —dijo Cosmo.

—No, sé que soy listo. Lo que creo es que tengo mala suerte —respondió Húmedo, aunque pensó: Yo no tenía tantísimos clientes, no fastidiemos. ¡Y oigo gritos!

Mientras Cosmo chillaba triunfal a sus espaldas, se abrió paso hasta llegar a Adora Belle y el grupo de guardias.

—Tus gólems, ¿no?

—Hasta el último gólem de la ciudad acaba de dejar de moverse —dijo Adora Belle. Cruzaron una mirada.

—¿Vienen?

—Sí, creo que sí.

—¿Quiénes? —preguntó Vimes con suspicacia.

—Ejem, ¿ellos? —dijo Húmedo, señalando.

Algunas personas doblaron la esquina de La Matanza a la carrera y pasaron disparadas y con mala cara por delante de la muchedumbre congregada a la puerta del banco. Sin embargo, eran solo gotitas de espuma proyectadas por el maremoto de gente que huía de la zona del río, y esa ola de personas rompió contra el banco como si fuese una roca en el camino de la riada.

Sin embargo, flotando en el mar de cabezas, por así decirlo, había una lona circular de unos tres metros de diámetro de las que se usaban para recoger a las personas que, con muy buen criterio, saltaban de edificios en llamas. Las cinco personas que la transportaban eran el doctor Hicks y cuatro magos más, y era entonces cuando el espectador reparaba en el círculo a tiza y los símbolos mágicos. En mitad del círculo místico portátil estaba sentado el profesor Púlgad, que fustigaba infructuosamente a los magos con su cayado etéreo. Acabaron junto a la escalinata mientras la multitud corría hacia delante.

—Lo lamento mucho —dijo Hicks con el aliento entrecortado—. Era la única manera en que podíamos sacarlo y ha insistido, vaya si ha insistido...

—¿Dónde está la joven? —gritó Púlgad. Su voz apenas resultaba audible a la viva luz del día. Adora Belle se abrió paso entre los policías.

—¿Sí, profesor Púlgad? —dijo.

—¡He encontrado su respuesta! ¡He hablado con varios umnianos!

—¡Pensaba que habían muerto todos hace miles de años!

—Bueno, es un departamento de nigromancia —explicó Púlgad—. Pero debo reconocer que estaban un poco difusos hasta para mí. ¿Me he ganado un beso? ¿Un beso, una respuesta?

Adora Belle miró a Húmedo, que se encogió de hombros. El día lo había superado por completo. Había dejado de volar y ahora simplemente se dejaba llevar por la ventolera.

—Vale —dijo ella—. Pero sin lengua.

—¿Lengua? —preguntó Púlgad con pesar—. Qué más quisiera.

Fue un besito brevísimo, pero el fantasmal nigromante no cabía en sí de júbilo.

—Maravilloso —dijo—. Me siento al menos cien años más joven.

—¿Ha hecho las traducciones? —preguntó Adora Belle. Y en ese momento Húmedo sintió un temblor bajo sus pies.

—¿Qué? Ah, eso —dijo Púlgad—. Eran esos gólems dorados de los que hablaba...

... y otra vibración, suficiente para causar una sensación de desasosiego en las tripas...

—... aunque resulta que la palabra, en su contexto, no significa «oro» en absoluto. Puede significar más de ciento veinte cosas pero, en este caso, tomada en conjunto con el resto del párrafo, significa «mil».

La calle volvió a temblar.

—Cuatro mil gólems, creo que descubrirá —dijo Púlgad con alborozo—. ¡Ah, y aquí llegan!

* * *

Llegaron por las calles en columna de a seis, de pared a pared y con tres metros de altura. Chorreaban agua y fango. La ciudad retumbaba a su paso.

No pisoteaban a la gente, pero los meros tenderetes y carruajes sucumbían hechos astillas bajo sus pies descomunales. Se fueron extendiendo a medida que avanzaban, abriéndose en abanico por toda la ciudad, atronando por las travesías, en dirección a las puertas, que en Ankh-Morpork siempre estaban abiertas porque no tenía sentido desanimar a los clientes.

También estaban los caballos, que tal vez no superaban la veintena entre toda la estampida, con las sillas incorporadas a la arcilla de sus grupas, adelantando a los gólems de dos piernas, y no había un solo hombre que los viera y no pensase: ¿dónde puedo conseguir uno de estos?

Un gólem de los de forma de hombre se detuvo en el centro de la plaza Sator, alzó un puño como en ademán de saludo, hincó una rodilla y se quedó inmóvil. Los caballos pararon a su lado, como si esperasen jinetes.

El resto de los gólems siguió desfilando con el sonido del trueno, rumbo al exterior de la ciudad. Y cuando Ankh-Morpork, ciudad de muchas murallas, tuvo una más al otro lado de las puertas, se detuvieron. Levantaron a la vez los brazos derechos con el puño cerrado. Hombro con hombro, rodeando la ciudad, los gólems... montaron guardia. Se hizo el silencio.

En la plaza Sator, el comandante Vimes contempló el puño alzado y después a Húmedo.

—¿Soy su prisionero? —preguntó este con tono dócil.

Vimes suspiró.

—Señor Mustachen —dijo—, no hay palabras para lo que es usted.

* * *

La gran cámara de plenos de la planta baja del palacio estaba abarrotada. La mayoría de los asistentes tuvo que permanecer de pie. Todo gremio, todo grupo de interés y todo aquel que solo quería decir que había estado allí... estaba allí. La muchedumbre se desbordaba por los terrenos del palacio y las calles adyacentes. Los niños se encaramaban al gólem de la plaza, pese a los esfuerzos de los guardias que lo protegían[9].

Había una gran hacha clavada en la imponente mesa, observó Húmedo; la fuerza del golpe había partido la madera. Saltaba a la vista que llevaba allí un tiempo. Quizá fuera alguna clase de advertencia, o algún tipo de símbolo. Aquello era un consejo de guerra, al fin y al cabo, pero sin la guerra.

—Sin embargo, ya estamos recibiendo notas muy amenazantes de las otras ciudades —dijo lord Vetinari—, de manera que es solo cuestión de tiempo.

—¿Por qué? —preguntó el archicanciller Ridcully de la Universidad Invisible, que había logrado un asiento por el expediente de elevar de él a su contrariado ocupante—. Lo único que hacen esas cosas es quedarse quietas delante de las murallas, ¿o no?

—En efecto —dijo Vetinari—. Y se llama defensa agresiva. Constituye prácticamente una declaración de guerra. —Emitió un leve y triste suspiro, indicativo de que su cerebro bajaba una marcha—. ¿Puedo recordarle la famosa máxima del general Tácticus: «Quienes desean la guerra, se preparan para la guerra»? Nuestra ciudad está rodeada por una muralla de criaturas cada una de las cuales, calculo, solo podría ser detenida por un arma de asedio. La señorita Buencorazón —hizo una pausa para dedicar a Adora Belle una sonrisilla afilada— ha tenido la amabilidad de traer a Ankh-Morpork un ejército capaz de conquistar el mundo, aunque acepto encantado su afirmación de que en realidad no quería.

—¿Y por qué no lo hacemos? —preguntó lord Downey, jefe del Gremio de Asesinos.

—Ah, lord Downey. Sí, ya me imaginaba que alguien lo propondría —dijo Vetinari—. ¿Señorita Buencorazón? Usted ha estudiado esos gólems.

—¡He tenido media hora! —protestó Adora Belle—. ¡A la pata coja, debería añadir!

—Pese a todo, es nuestra experta. Y ha contado con la asistencia del célebremente fallecido profesor Púlgad.

—¡No ha parado de intentar mirar por debajo de mi falda!

—Por favor, señorita.

—No tienen chem al que pueda llegar —dijo Adora Belle—. No hay manera de abrirles la cabeza. Por lo que hemos podido deducir, tienen un imperativo prioritario que es defender la ciudad. Y eso es todo. En realidad lo llevan grabado en su arcilla.

—Pese a todo, existe algo conocido como defensa preventiva. Eso podría considerarse «protección». En su opinión, ¿atacarían otra ciudad?

—No lo creo. ¿Con qué ciudad desea que los pruebe, milord? —Húmedo se estremeció. A veces a Adora Belle le daba todo igual.

—Con ninguna —dijo Vetinari—. No vamos a tener otro condenado imperio mientras yo sea patricio. Apenas acabamos de superar el último. Profesor Púlgad, ¿ha podido darles alguna instrucción al respecto?

Todas las cabezas se volvieron hacia Púlgad y su círculo portátil, que había permanecido cerca de la puerta a causa de la mera imposibilidad de penetrar más adentro en la sala.

—¿Qué? ¡No! ¡Estoy seguro de que domino los rudimentos del umniano, pero no logro que dé ni un paso! He intentado todas las órdenes más plausibles, pero ha sido en vano. ¡Es muy frustrante! —Agitó su bastón hacia el doctor Hicks—. Vamos, haced algo útil, muchachos. ¡Otro intento!

—Creo que yo tal vez podría comunicarme con ellos —dijo Húmedo, con la vista puesta en el hacha, aunque su voz se perdió en el barullo provocado por los estudiantes que entre rezongos intentaban atravesar la abarrotada entrada con el círculo mágico portátil a cuestas.

Solo necesito un momento para averiguar por qué —pensó—. Sí... sí. En realidad es muy... sencillo. Demasiado sencillo para un comité.

—Como" presidente del, Gremio de Mercaderes caballero's, quisiera señalar que estas; cosa's representan una valiosa mano de obra en esta ciudad —dijo el señor Robert Parker[10].

—¡Nada de esclavos en Ankh-Morpork! —exclamó Adora Belle, señalando a Vetinari con el dedo—. ¡Usted siempre lo ha dicho!

Vetinari la miró y alzó una ceja. Después la mantuvo allí y subió más su otra ceja. Pero Adora Belle era imperturbable.

—Señorita Buencorazón, usted misma ha explicado que no tienen chem. No puede liberarlos. Dictamino que son herramientas y, dado que se consideran a sí mismos sirvientes de la ciudad, los trataré como tales. —Levantó ambas manos para acallar el revuelo que se había formado y prosiguió—: No serán vendidos y se los tratará con cuidado, como corresponde a unas herramientas. Trabajarán por el bien de la ciudad y...

—¡No, esa sería una idea terriblemente mala! —Una bata blanca luchaba por llegar a primera fila de la multitud. La coronaba un sombrero impermeable amarillo.

—¿Y usted es...? —preguntó Vetinari.

La figura se quitó el sombrero amarillo, miró a su alrededor y se quedó tiesa. Un gemido pugnó por escapar de sus labios.

—¿No es Hubert Panda? —dijo Vetinari. La cara de Hubert permaneció fija en un rictus de terror, de modo que el patricio, con tono más amable, añadió—: ¿Quiere un poco de tiempo para pensar en esa última pregunta?

—Yo... acabo... de enterarme... de... —empezó Hubert. Contempló los centenares de rostros que tenía alrededor y parpadeó.

—¿El señor Panda, el alquimista del dinero? —le recordó Vetinari—. ¿A lo mejor lo lleva escrito en la ropa en alguna parte?

—Creo que puedo ayudar con esto —dijo Húmedo, y se abrió paso a codazos hasta el cohibido economista—. Hubert —dijo, poniéndole una mano en el hombro—, toda esta gente está aquí porque quiere oír tu asombrosa teoría que demuestra lo desaconsejable que es poner a trabajar a estos nuevos gólems. No querrás defraudarles, ¿verdad? Sé que no coincides con mucha gente, pero todo el mundo ha oído hablar de tu magnífico trabajo. ¿Puedes ayudarles a comprender lo que acabas de gritar?

—Somos todo oídos —dijo lord Vetinari.

En la cabeza de Hubert, el creciente terror a las aglomeraciones de gente se vio derrotado por el impulso de impartir sus conocimientos a los ignorantes, lo que significaba todos menos él. Sus manos asieron las solapas de su chaqueta. Carraspeó.

—Bueno, el problema es que, considerados como mano de obra, los gólems son capaces de hacer el trabajo al día de ciento veinte mil hombres.

—¡Piensen en lo que podrían hacer para la ciudad! —exclamó el señor Lametazo, del Gremio de Artífices.

—Bueno, sí. Para empezar, dejarían sin trabajo a ciento veinte mil hombres —dijo Hubert—, pero eso sería solo el principio. No precisan comida, ropa ni alojamiento. La mayoría de la gente se gasta el dinero en comida, alojamiento, ropa, ocio y, no en menor medida, impuestos. ¿En qué lo gastarían estos gólems? La demanda de muchos artículos caería, con el resultado de más paro. Verán, la circulación lo es todo. El dinero se mueve y crea riqueza a su paso.

—¡Parece que diga que estas cosas podrían llevarnos a la ruina! —dijo Vetinari.

—Habría... malos tiempos —dijo Hubert.

—Entonces, ¿qué curso de acción propone, señor Panda?

Hubert parecía perplejo.

—No lo sé, señor. No sabía que además debía buscar soluciones.

—Cualquiera de las otras ciudades nos atacaría si tuviera estos gólems —intervino lord Downey—, y no me dirán que tenemos que preocuparnos de sus empleos, ¿verdad? Sin duda, lo que se tercia es un poquito de conquista.

—¿Un imperio pequeñito, tal vez? —dijo Vetinari con acritud—. ¿Usamos nuestros esclavos para crear más esclavos? Pero ¿queremos enfrentarnos al mundo entero levantado en armas? Porque eso es lo que pasaría, al final. Lo mejor que cabría esperar es que algunos sobreviviéramos. Lo peor sería el triunfo. Triunfo y podredumbre. Esa es la lección de la historia, lord Downey. ¿No somos lo bastante ricos?

Eso provocó otro clamor.

Húmedo, al que nadie hacía caso, se abrió paso entre la agitada muchedumbre hasta llegar al doctor Hicks y su equipo, que luchaban por regresar hasta el gran gólem.

—¿Puedo acompañarles, por favor? —dijo—. Quiero intentar una cosa.

Hicks asintió pero, mientras sacaban el círculo portátil a la calle, dijo:

—Creo que la señorita Buencorazón lo ha probado todo. El profesor ha quedado muy impresionado.

—Hay algo que no ha intentado. Confíe en mí. Hablando de confianza, ¿quiénes son estos muchachos que llevan la manta?

—Mis estudiantes —respondió Hicks, intentando mantener firme el círculo.

—¿Quieren estudiar nigro... esto, comunicaciones post mórtem? ¿Por qué?

—Al parecer va bien para conseguir chicas —suspiró Hicks. Hubo risillas.

—¿En un departamento de nigromancia? ¿Qué clase de chicas consiguen?

—No, es porque al graduarse obtienen el derecho a llevar la túnica negra con capucha y el anillo con la calavera. Creo que la expresión que usó uno de ellos fue «imán para las nenas».

—Pero yo pensaba que los magos no tenían permitido casarse.

—¿Casarse? —dijo Hicks—. Ah, no creo que estén pensando en eso.

—¡En mis tiempos siempre fue así! —gritó Púlgad, que se bamboleaba adelante y atrás a medida que el círculo avanzaba entre la multitud—. ¿No puedes reventar a unos cuantos con Fuego Negro, Hicks? ¡Eres un nigromante, por los siete infiernos! ¡Se supone que no eres amable! ¡Viendo cómo están las cosas, creo que tendré que pasar mucho más tiempo en el departamento!

—¿Podemos hablar un momento a solas? —susurró Húmedo a Hicks—. Los chicos pueden ocuparse solitos, ¿no? Dígales que nos vemos en el gólem.

Se adelantó y no le sorprendió ni un pelo constatar que Hicks apretaba el paso para ponerse a su altura. Tiró del nigromante-no— gracias hasta el cobijo de un portal y dijo:

—¿Confía en sus estudiantes?

—¿Se ha vuelto loco?

—Es solo que tengo un pequeño plan para salvar la situación, cuya pega es que el profesor Púlgad, oh fatalidad, dejará de estar disponible para ustedes en el departamento.

—¿Por no estar disponible entiende...?

—Oh fatalidad, no volverían a verlo —dijo Húmedo—. Sé que será un duro golpe.

Hicks tosió.

—Oh, cielos. ¿No sería capaz de volver de ninguna manera?

—No lo creo.

—¿Está seguro? —dijo Hicks con cautela—. ¿Ninguna posibilidad?

—Estoy bastante seguro.

—Hum. Bueno, por supuesto que sería todo un golpe.

—Un duro golpe. Un duro golpe —coincidió Húmedo.

—No quisiera verlo... herido, por supuesto.

—De ninguna manera, de ninguna manera —dijo Húmedo, intentando no reír. A los humanos se nos da bien esto del pensamiento ensortijado, ¿eh?, pensó.

—Y tuvo una vida plena, a fin de cuentas.

—Dos de ellas —matizó Húmedo—, bien pensado.

—¿Qué quiere que hagamos? —preguntó Hicks, con el telón de fondo de los gritos lejanos del fantasmal profesor abroncando a los estudiantes.

—Existe algo llamado, creo... ¿insorcismo?

—¿Eso? ¡No se nos permite hacerlos! ¡Van totalmente en contra de las normas de la universidad!

—Bueno, llevar la túnica negra y el anillo con la calavera tiene que valer para algo, ¿no? Vamos, sus predecesores se revolverían en sus oscuros ataúdes si pensaran que no iba a acceder a la pequeña travesura que tengo en mente... —Y Húmedo lo explicó, en una frase sencilla.

El aumento de volumen de los gritos y las maldiciones indicó que el círculo portátil estaba casi a su altura.

—¿Y bien, doctor? —preguntó Húmedo.

Un complejo espectro de expresiones desfiló en rápida sucesión por la cara del doctor Hicks.

—Bueno, supongo...

—¿Sí, doctor?

—Bueno, será como enviarlo al paraíso, ¿no?

¡Exacto! ¡Yo no podía haberlo expresado mejor!

—¡Cualquiera podría expresarlo mejor que esta panda! —ladró Púlgad, justo detrás de él—. ¡De verdad que han dejado que este departamento se venga arriba desde mi época! ¡Bueno, ya veremos qué podemos hacer al respecto!

—Antes de que lo haga, profesor, debo hablar con el gólem sin falta —dijo Húmedo—. ¿Puede traducirme?

—Puedo, pero no quiero —le espetó Púlgad.

—Antes ha intentado ayudar a la señorita Buencorazón.

Ella es atractiva. ¿Por qué iba a regalarte a ti un saber que me ha llevado siglos adquirir?

—¿Porque allí atrás hay unos memos que quieren usar estos gólems para empezar una guerra?

—Eso reduciría el número de memos.

Delante de ellos estaba ya el gólem solitario. Hasta de rodillas, su cara quedaba al nivel de los ojos de Húmedo. La cabeza se volvió para mirarlo con rostro inexpresivo. Los guardias que rodeaban al gólem, en cambio, lo observaron con profundo recelo.

—Vamos a hacer un poco de magia, agentes —les informó Húmedo.

El cabo que estaba al mando no parecía muy ilusionado con la idea.

—Tenemos que protegerlo —señaló, mirando de reojo las vestiduras negras y al resplandeciente profesor Púlgad.

—No pasa nada, nos apañaremos sin molestarles —dijo Húmedo—. No se muevan por nosotros, por favor. Estoy seguro de que no hay mucho riesgo.

—¿Riesgo? —repitió el cabo.

—Aunque quizá sería mejor que se desplegaran para mantener al público alejado —prosiguió Húmedo—. No querríamos que les pasara nada a los miembros del público. Si tal vez pudieran ustedes mantenerlos a unos cien metros o así...

—Tengo órdenes de montar guardia aquí —replicó el cabo, mirando a Húmedo fijamente. Bajó la voz—. Oiga, ¿no es usted el director general de Correos?

Húmedo reconoció la mirada y el tono. «Ya estamos...»

—Sí, en efecto —respondió.

El guardia bajó la voz más aún.

—Esto, ejem, ¿no llevará por casualidad uno de los Azules...?

—No puedo ayudarle en eso —dijo Húmedo con rapidez mientras se llevaba la mano al bolsillo—, pero, casualidades de la vida, justamente llevo encima un sello muy raro de veinte peniques Verde Col con el divertidísimo «error de imprenta» que causó cierto revuelo el año pasado, quizá lo recuerde. Este es el único que queda. Muy coleccionable.

Un pequeño sobre apareció en su mano. Con la misma velocidad, desapareció en el bolsillo del cabo.

—No podemos permitir que les pase nada a los miembros del público —dijo—, de modo que sugiero que deberíamos mantenerlos a unos cien metros de distancia o así.

—Bien pensado —dijo Húmedo.

Al cabo de unos minutos, Húmedo tenía la plaza para él solo, pues los guardias no habían tardado en concluir que, cuanto más lejos del peligro empujaran al público, más lejos de dicho peligro estarían ellos también.

Y ahora, pensó Húmedo, llega la hora de la verdad. A ser posible, sin embargo, se convertiría en la hora de las mentiras plausibles, ya que la mayoría parecían más contentos con ellas.

Los gólems umianos eran más grandes y pesados que los que solían verse en la ciudad, pero eran hermosos. Por supuesto que lo eran: lo más probable era que los hubiesen hecho otros gólems. Y sus constructores les habían conferido lo que parecían músculos, y unos rostros tranquilos y tristes. En la última hora, más o menos, en desafío a los guardias, los encantadores mozalbetes de la ciudad habían logrado pintarle un mostacho negro a ese.

Vaaale. Ahora el profesor...

—Dígame, profesor, ¿le gusta estar muerto? —preguntó.

—¿Gustarme? ¿Cómo puede gustarle a nadie, so memo? —dijo Púlgad.

—¿No es muy divertido?

—Joven, la palabra «divertido» no es aplicable a la existencia más allá de la sepultura —gruñó Púlgad.

—¿Y por eso sigue usted deambulando por el departamento?

—¡Sí! Aunque hoy en día lo lleven unos aficionados, que lo tienen todo en el aire.

—Desde luego —dijo Húmedo—. Sin embargo, me estaba preguntando si una persona de sus... intereses no los vería mejor satisfechos en otro lugar, donde siempre esté todo al aire.

—No entiendo qué quiere decir.

—Dígame, profesor, ¿ha oído hablar del club Conejito Rosa?

—No me suena. Los conejos normales no serán rosas en esta época, ¿verdad?

—¿En serio? Bueno, deje que le hable del club Conejito Rosa —dijo Húmedo—. Discúlpenos, doctor Hicks.

Apartó con un gesto de la mano a Hicks, que le hizo un guiño y dirigió a sus estudiantes de vuelta hacia el público. Húmedo envolvió con su brazo los hombros fantasmales. Resultaba incómodo mantenerlo en esa posición sin un cuerpo real en el que apoyar el peso, pero el estilo lo era todo en esas cuestiones.

Hubo un intercambio urgente de susurros, y al cabo de un rato Púlgad dijo:

—¿Quieres decir que es... picante?

«Picante», pensó Húmedo. Sí que es viejo, sí.

—Ya lo creo. Me atrevería incluso a decir que es provocador.

—¿Enseñan los... tobillos? —preguntó Púlgad con los ojos iluminados.

—Tobillos —repitió Húmedo—. Sí, sí, estoy bastante seguro de que sí. —Dioses, exclamó para sus adentros, ¿tan viejo?

—¿Todo el tiempo?

—Veinticuatro horas al día. Nunca se visten —aseveró Húmedo—. Y a veces giran boca abajo alrededor de una barra. Hágame caso, profesor, la eternidad podría hasta hacérsele corta.

—¿Y solo quieres que te traduzca unas palabras?

—Un pequeño glosario de instrucciones.

—¿Y luego puedo irme?

—¡Sí!

—¿Tengo tu palabra?

—Confíe en mí. Yo se lo explicaré todo al doctor Hicks. No será fácil convencerle.

Húmedo se acercó al corro de personas que no eran ni mucho menos nigromantes. La respuesta del comunicador post mórtem no fue la que se esperaba. Estaban aflorando dudas.

—Me pregunto si es lo correcto, dejarlo suelto en un local de baile exótico —dijo Hicks con preocupación.

—Nadie lo verá. Y no puede tocar. En ese sitio se toman muy en serio lo de no tocar, según me cuentan.

—Sí, supongo que lo único que puede hacer es ojear a las jovencitas. —Se oyeron risillas entre los estudiantes.

—¿Y qué? Les pagan para que las ojeen —observó Húmedo—. Son ojeadas profesionales. Es un local de ojeo. Para ojeadores. Y ya ha oído lo que se cuece en palacio. Mañana podríamos estar en guerra. ¿Se fía de ellos? Confíe en mí.

—Usa mucho esa frase, señor Mustachen —dijo Hicks.

—Bueno, soy muy confiable. ¿Listo, entonces? Manténgase aparte hasta que lo llame, y luego podrá llevarlo a su lugar de descanso eterno.

* * *

Había gente con martillos pilones entre la multitud. No era nada fácil cascar un gólem si no se dejaba, pero tendría que llevárselos de allí lo antes posible.

Aquello probablemente no funcionaría. Era demasiado sencillo. Pero Adora Belle lo había pasado por alto, y Púlgad también. Al cabo que con tanta gallardía contenía ahora a la muchedumbre no se le habría escapado, porque todo era una cuestión de órdenes, pero nadie le había preguntado. Solo había que pensar un poco.

—Vamos, joven —dijo Púlgad, que seguía donde lo habían dejado sus porteadores—. Ya tardamos.

Húmedo respiró hondo.

—Dígame cómo decir: «Confiad en mí y solo en mí. Formad en columna de a cuatro y desfilad quince kilómetros hacia el Eje. Caminad despacio».

—Je, je. ¡Es usted avispado, señor Mustachen! —exclamó Púlgad, con la cabeza llena de tobillos—. Pero no funcionará, ¿sabe? Hemos intentado cosas parecidas.

—Puedo ser muy persuasivo.

—No funcionará, le digo. No he descubierto una sola palabra a la que reaccionen.

—Bueno, profesor, no es lo que se dice, sino la manera de decirlo, ¿no le parece? Tarde o temprano todo es cuestión de estilo.

—¡Ja! Es usted un necio, joven.

—Pensaba que teníamos un acuerdo, profesor. Y necesitaré una serie de frases más. —Miró hacia los caballos gólems, quietos como estatuas—. Y una de las que necesitaré es el equivalente a «Arre», y ahora que lo pienso precisaré también «So». ¿O quiere volver al lugar donde nunca han oído hablar de los bailes exóticos?

CAPÍTULO XI

Los gólems se van — Auténtico valor — En el trabajo: servidores de una verdad superior — Otra vez en problemas — La bella mariposa — La demencia de Vetinari — El señor Doblado despierta — Misteriosas exigencias

l ambiente se estaba caldeando en la sala del consejo. Eso a lord Vetinari no le suponía ningún problema. Era un firme defensor de que se oyeran mil voces, porque significaba que lo único que él tenía que hacer era escuchar solo a las que tuvieran algo útil que decir, donde «útil» se entendía en el clásico sentido del servicio público, es decir, «tendente a mi punto de vista». En su experiencia, por lo general el número no pasaba de diez. Las personas que abogaban por las mil, etc., en realidad se referían a que querían que su voz se oyera a la vez que se desoía a las restantes 999, y con este fin los dioses habían inventado el comité. A Vetinari se le daban muy bien los comités, sobre todo cuando Drumknott llevaba las actas. El comité era para lord Vetinari lo que la dama de hierro para los tiranos estúpidos; eran solo ligeramente más caros[11], mucho menos aparatosos, considerablemente más eficientes y, lo mejor de todo, en la dama de hierro a la gente había que meterla por la fuerza.

Estaba a punto mismo de nombrar a los diez más ruidosos como miembros de un Comité de los Gólems que pudiera encerrar en alguna oficina lejana cuando apareció un secretario oscuro, al parecer salido de una sombra, que susurró algo al oído de Drumknott. Este se inclinó hacia su señor.

—Ajá, parece que los gólems se han ido —anunció Vetinari con alborozo, mientras el diligente Drumknott retrocedía.

—¿Que se han ido? —dijo Adora Belle, intentando mirar por la ventana—. ¿Qué quiere decir con que se han ido?

—Que ya no están aquí —respondió Vetinari—. El señor Mustachen, al parecer, se los ha llevado. Están abandonando las inmediaciones de la ciudad de manera ordenada.

—¡Pero no puede hacer eso! —bramó lord Downey—. ¡Todavía no hemos decidido qué hacer con ellos!

—Él, sin embargo, sí —dijo Vetinari con una sonrisa de oreja a oreja.

—¡No debería permitírsele abandonar la ciudad! ¡Es un atracador de bancos! ¡Comandante Vimes, cumpla con su deber y deténgalo! —Las exigencias provenían de Cosmo.

La mirada de Vimes habría paralizado a un hombre más cuerdo.

—Dudo que vaya muy lejos, señor —dijo—. ¿Qué desea que haga, señoría?

—Bueno, el ingenioso señor Mustachen parece tener un propósito —respondió Vetinari—, de manera que quizá lo mejor sea salir a averiguar cuál es.

El gentío se lanzó hacia la puerta, donde se atascó y luchó consigo mismo.

Cuando se desparramó en la calle, Vetinari se llevó las manos a la nuca y se recostó con los ojos cerrados.

—Me encanta la democracia. Podría pasarme todo el día escuchándola. Saque el carruaje, Drumknott, haga el favor.

—Ahora mismo lo están sacando, señor.

¿Se lo ha metido usted en la cabeza?

Vetinari abrió los ojos.

—Señorita Buencorazón, siempre un placer —murmuró, apartando el humo con la mano—. Creía que se había ido. Imagine qué delicia descubrir que no es así.

—Bueno, ¿ha sido usted o no? —preguntó Adora Belle, cuyo cigarrillo se acortó a ojos vista cuando le pegó otra calada. Fumaba como si fuera una especie de guerra.

—Señorita Buencorazón, creo que sería imposible que le metiera al señor Mustachen en la cabeza nada que fuese más peligroso que las cosas que se le ocurre hacer por su propia voluntad. Mientras estaba usted fuera le dio por escalar edificios altos por diversión, forzar todas las cerraduras de la Oficina de Correos y codearse con la fraternidad del Estornudo Extremo, que están francamente locos. Necesita el embriagador aroma del peligro para considerar que su vida vale la pena.

—¡Nunca hace nada de eso cuando yo estoy aquí!

—En efecto. ¿Puedo invitarla a acompañarme en mi carruaje?

—¿Qué ha querido decir al pronunciar «en efecto» de esa manera? —preguntó Adora Belle con suspicacia.

Vetinari alzó una ceja.

—A estas alturas, si he desarrollado maña para juzgar la manera de pensar de su prometido, iremos a ver un enorme agujero...

* * *

Necesitaremos piedra, pensó Húmedo mientras los gólems cavaban. Un montón de piedra. ¿Podrán hacer mortero? Por supuesto que sí. Son la navaja lancrastiana de las herramientas.

Daba miedo lo que podían cavar, incluso en aquel suelo gastado y sin remedio. Fuentes de tierra volaban por los aires. A ochocientos metros de distancia, la vieja torre de los magos, un hito en la carretera de Sto Lat, dominaba una zona de matojos y desolación que resultaba poco habitual en las fértiles y cultivadas llanuras. Allí habían usado mucha magia en algún momento. Las plantas crecían retorcidas o no crecían. Los búhos que poblaban las ruinas se aseguraban de alimentarse a cierta distancia de allí. Era el lugar perfecto. Nadie lo quería. Era un terreno inaprovechable; no había que permitir que se desaprovechara.

Menuda arma, pensó, mientras su caballo gólem rodeaba a los cavadores. Podrían hundir una ciudad en un día. Qué fuerza terrible serían en las manos equivocadas.

Menos mal que están en las mías...

La muchedumbre se mantenía a una distancia prudencial, pero también iba aumentando cada vez más. La ciudad se había vaciado para curiosear. Ser un auténtico ciudadano de Ankh-Morpork era no perderse nunca un espectáculo. En cuanto a Don Tiquismiquis, al parecer se lo estaba pasando como nunca plantado en la cabeza del caballo. No hay nada que guste más a un perro pequeño que un lugar elevado desde el que ladrar como un loco a la gente... No, a decir verdad sí que había algo: el presidente se las había ingeniado para encajar su juguete entre una oreja de arcilla y una zarpa, y dejaba de ladrar para gruñir cada vez que Húmedo hacía un intento de quitárselo.

—¡Señor Mustachen!

Miró a su alrededor y descubrió que Sacharissa se le acercaba a paso ligero, blandiendo su libreta. ¿Cómo lo hace?, se preguntó, mirando cómo, entre una lluvia de tierra, la periodista trotaba entre las hileras de gólems que cavaban. Ha llegado antes incluso que la Guardia.

—Veo que tiene un caballo gólem —gritó mientras llegaba hasta él—. Es precioso.

—Es un poco como cabalgar sobre una maceta que no puedes dirigir —replicó Húmedo, que tenía que chillar para hacerse oír por encima del ruido—. A la silla no le vendría mal un poco de acolchamiento, ya que estamos. Son buenos, de todas formas, ¿no cree? Fíjese en cómo piafan y se mueven, igual que si fueran de verdad.

—¿Y por qué se están enterrando los gólems?

—¡Se lo he ordenado yo!

—¡Pero tienen un valor incalculable!

—Sí. O sea que mejor mantenerlos a buen recaudo, ¿no?

—¡Pero pertenecen a la ciudad!

—Ocupaban mucho sitio, ¿no le parece? ¡En cualquier caso, no los reclamo para mí!

—Podrían hacer cosas maravillosas por la ciudad, ¿no cree?

Estaba llegando más gente, que gravitaba hacia el hombre del traje dorado, porque nunca defraudaba.

—¿Como enredarla en una guerra o crear un ejército de mendigos? ¡Mi idea es mejor!

—¡Estoy segura de que piensa contarnos de qué se trata! —gritó Sacharissa.

—¡Quiero basar la moneda en ellos! ¡Quiero convertirlos en dinero! ¡Un oro que se guarda a sí mismo! ¡No puede falsificarse!

—¿Quiere que nos pasemos al patrón gólem?

—¡En efecto! ¡Mírelos! ¿Cuánto valen? —gritó Húmedo, mientras su caballo se encabritaba de forma muy convincente—. ¡Podrían construir canales y presas, allanar montañas y hacer carreteras! ¡Si necesitamos que lo hagan, lo harán! ¡Y si no, pues nos ayudarán a hacernos ricos quedándose quietos! ¡El dólar será tan sólido que los trolls rebotarán contra él!

El caballo, con un dominio asombroso de las relaciones públicas, se encabritó de nuevo mientras Húmedo señalaba a la masa de cavadores.

—¡Eso es valor! ¡Eso es riqueza! ¿Qué es el valor de una moneda de oro comparado con la destreza de la mano que la sostiene? —Reprodujo la frase en su cabeza y añadió—: Esa sería una buena cita para la primera página, ¿no cree? ¡Y es Mustachen, con u!

Sacharissa se rió.

—¡La primera página ya está más que llena! ¿Qué va a pasar con estas cosas?

—¡Se quedarán aquí hasta que unas personas con la cabeza fría decidan qué hacer a continuación!

—¿Y de qué protegen a la ciudad ahora mismo, exactamente?

—¡De la estupidez!

—Una última cosa, Húmedo. Usted es el único que conoce el secreto de los gólems, ¿verdad?

—¡Inexplicablemente, eso parece!

—¿Por qué?

—¡Supongo que, sencillamente, soy una persona muy persuasiva! —Eso obtuvo otra carcajada.

—¿Que por azares de la vida tiene a sus órdenes un ejército enorme e imparable? ¿Qué exigencias vas a plantear?

—¡Ninguna! No, bien pensado un café no estaría mal. ¡No he desayunado nada! —Eso arrancó una carcajada aún mayor de la multitud.

—¿Y cree que los ciudadanos deberían alegrarse de verlo a usted llevando las riendas, por así decirlo?

—¡Y tanto! ¡Confíe en mí! —dijo Húmedo, que desmontó y levantó de su pedestal a un reacio Don Tiquismiquis.

—Bueno, usted lo sabrá mejor que nadie, señor Mustachen. —Eso provocó una salva de aplausos—. No le apetecerá contarnos lo que pasó con el oro del banco, ¿verdad?

—¡Lo lleva puesto! —gritó un gracioso del público, que se ganó unos vítores.

—¡Señorita Cripslock, su cinismo es, como siempre, una puñalada en mi corazón! —exclamó Húmedo—. Pienso llegar al fondo de esa cuestión hoy mismo, pero las mejores intenciones no bastan. ¡Parece que no hay manera de despejar de papeles mi escritorio!

Hasta esto provocó risas, y eso que no era muy gracioso.

—¿Señor Mustachen? Quiero que me acompañe... —El comandante Vimes se abrió paso entre el público, y otros guardias se materializaron a sus espaldas.

—¿Estoy detenido?

—¡Vaya si lo está! ¡Ha salido de la ciudad!

Creo que él podría argüir con éxito, comandante, que la ciudad ha salido con él.

Todas las cabezas se volvieron. Se despejó como por ensalmo un camino para lord Vetinari; es lo que hacen los caminos para los hombres famosos por tener mazmorras en el sótano. Adora Belle lo adelantó cojeando, se lanzó sobre Húmedo y empezó a golpearle en el pecho, gritando:

—¿Cómo has logrado que te entiendan? ¡Dímelo o nunca volveré a casarme contigo!

—¿Cuáles son sus intenciones, señor Mustachen? —preguntó Vetinari.

—Pensaba cederlos a la Fundación del Gólem, señor —respondió Húmedo, mientras se zafaba de Adora Belle con toda la delicadeza posible.

—¿Eso pensaba?

—Pero no los caballos gólem, señor. Apuesto a que son más rápidos que cualquier bestia de carne y hueso. Hay diecinueve y, si hace usted caso de mi consejo, señor, le regalará uno al rey de los enanos, porque imagino que ahora mismo estará un poco enfadado. Depende de usted decidir lo que hace con los demás, pero me gustaría pedir media docena de ellos para la Oficina de Correos. Entretanto, los demás estarán a salvo bajo tierra. Quiero que sean la base de la moneda, porque...

—Sí, no he podido evitar oírlo —dijo Vetinari—. Bien hecho, señor Mustachen, veo que ha estado pensando en esto. Nos ha presentado una vía de avance sensata, en verdad. Yo también he recapacitado mucho sobre la situación, y lo único que me queda por...

—Oh, no hace falta que me dé las gracias...

—... decir es que arreste a este hombre, comandante. Tenga la bondad de esposarlo a un recio agente y meterlo en mi carruaje.

¿Qué? —dijo Húmedo.

—¿Qué? —gritó Adora Belle.

—Los consejeros del Banco Real han presentado cargos de desfalco contra usted y el presidente, señor Mustachen.

Vetinari se agachó y agarró a Don Tiquismiquis por el pellejo de la nuca. El perrito se balanceó suavemente adelante y atrás en manos del patricio, con sus ojos saltones desorbitados de terror y el juguete vibrando como si pidiera disculpas en su boca.

—No puede acusarle a él en serio de nada —protestó Húmedo.

—Por desgracia, es el presidente, señor Mustachen. Sus huellas están en los documentos.

—¿Cómo puede hacerle esto a Húmedo después de lo que acaba de pasar? —dijo Adora Belle—. ¿No acaba de salvar la situación?

—Es posible, aunque no estoy seguro de para quién la ha salvado. La ley debe obedecerse, señorita Buencorazón. Hasta los tiranos deben acatar la ley. —Hizo una pausa, con aire meditabundo, y prosiguió—: No, miento, los tiranos no tienen que acatar la ley, como es obvio, pero sí deben cuidar las apariencias. Por lo menos, yo lo hago.

—Pero él no se llevó... —empezó Adora Belle.

—Mañana a las nueve en punto, en el Gran Salón —sentenció Vetinari—. Invito a asistir a todas las partes interesadas. Llegaremos al fondo de esto. —Alzó la voz—. ¿Hay algún consejero del banco entre nosotros? Ah, señor Espléndido. ¿Se encuentra bien?

Cosmo Espléndido, vacilante, se abrió paso entre la muchedumbre, agarrando del brazo a un joven vestido de marrón.

—¿Lo ha mandado arrestar? —preguntó.

—Un hecho incontrovertible es que el señor Mustachen, en representación de Don Tiquismiquis, asumió la responsabilidad formal sobre el oro.

—Muy cierto —apostilló Cosmo, fulminando a Húmedo con la mirada.

—Sin embargo, dadas las circunstancias, considero que debo estudiar todos los aspectos de la situación.

—En eso estamos de acuerdo —dijo Cosmo.

—Y con ese fin pienso encargar a mis secretarios que acudan al banco esta noche y repasen sus registros —siguió diciendo Vetinari.

—No puedo acceder a su petición —dijo Cosmo.

—Por suerte, no era una petición. —Lord Vetinari se metió a Don Tiquismiquis bajo el brazo y prosiguió—: Tengo al presidente de mi lado, compréndalo. Comandante Vimes, lleve al señor Mustachen a mi carruaje, por favor. Encárguese de que la señorita Buencorazón sea escoltada a casa sana y salva, tenga la bondad. Por la mañana arreglaremos las cosas. —Vetinari miró la torre de polvo que envolvía ya a los industriosos gólems y añadió—: Todos hemos tenido un día muy ajetreado.

* * *

En el callejón de atrás del club Conejito Rosa, la música machacona sonaba apagada pero aun así potente.

Unas figuras oscuras merodeaban...

—¿Doctor Hicks, señor?

El director del Departamento de Comunicaciones Post Mórtem se detuvo en el acto de dibujar una runa complicada entre los grafitis cotidianos, bastante menos complejos, y miró a la cara preocupada de su estudiante.

—¿Sí, Establen?

—¿Esto es lo que se dice legal, según el reglamento de la universidad, señor?

—¡Pues claro que no! ¡Piensa en lo que podría pasar si esta clase de cosa cayera en las manos equivocadas! Sube un poco la linterna, Cabruno, se está yendo la luz.

—¿Y qué manos serían esas, señor?

—Bueno, técnicamente las nuestras, ya que lo preguntas; pero todo irá como una seda si el Consejo no se entera. Que no se enterará, claro. Son sensatos y saben que no tienen que ir por ahí enterándose de cosas.

—De manera que sí que es ilegal, sobre el papel.

—Bueno, veamos —dijo Hicks, mientras dibujaba un glifo que emitió un fugaz destello azul—. ¿Quién de entre nosotros, a fin de cuentas, puede decir lo que está bien y lo que está mal?

—¿El Consejo Universitario, señor? —sugirió Establen.

Hicks tiró la tiza al suelo y se enderezó.

—¡Escuchadme bien, los cuatro! Vamos a insorcizar a Púlgad, ¿entendido? ¡Para su eterna satisfacción y el nada desdeñable bien del departamento, creedme! Se trata de un ritual difícil pero, si me ayudáis, seréis doctores en Comunicaciones Post Mórtem para el final del semestre, ¿comprendido? ¡Excelente directo para todos y, por supuesto, el anillo con la calavera! Teniendo en cuenta que, hasta la fecha, lo máximo que habéis logrado entregar es un tercio de ensayo entre todos, yo diría que es un chollo; ¿tú no, Establen?

El estudiante parpadeó ante la fuerza de la pregunta, pero el talento natural acudió en su ayuda. Tosió de una manera curiosamente académica y dijo:

—Creo que le entiendo, señor. Lo que hacemos aquí va más allá de las definiciones mundanas del bien y del mal, ¿no es así? Servimos a una verdad superior.

—Así me gusta, Establen, llegarás lejos. ¿Lo habéis oído todos? Una verdad superior. ¡Bien! ¡Y ahora decantemos al condenado viejales y salgamos de aquí antes de que nos pille alguien!

* * *

Cuesta ignorar a un agente troll en un carruaje. Se hace notar. Era la pequeña broma de Vimes, quizá. El sargento Detritus estaba sentado al lado de Húmedo, al que a todos los efectos inmovilizaba a presión. Lord Vetinari y Drumknott ocupaban el asiento de enfrente, su señoría con las manos cruzadas sobre el pomo de plata de su bastón y la barbilla apoyada en ellas. Observaba a Húmedo con atención.

Corría el rumor de que la espada del bastón estaba forjada con el hierro obtenido de la sangre de mil hombres. Parecía un desperdicio, pensó Húmedo, cuando por un poco de trabajo más podías conseguir lo suficiente para hacer una reja de arado. ¿Y quién se inventaría esas cosas?

Aunque, con Vetinari, parecía posible, por bien que un poco sucio.

—Mire, si deja que Cosmo... —empezó.

Pas devant le gendarme —lo interrumpió lord Vetinari.

—Eso es que no diga cosas delante de mí —aclaró el sargento Detritus con tono solícito.

—¿Podemos hablar de ángeles, entonces? —preguntó Húmedo, tras un período de silencio.

—No, no podemos. Señor Mustachen, parece que es la única persona capaz de dar órdenes al ejército más grande desde los tiempos del Imperio. ¿Cree que es una buena idea?

—¡Yo no quería! ¡Solo he deducido cómo hacerlo!

—¿Sabe, señor Mustachen? Matarlo ahora mismo solucionaría una cantidad increíble de problemas.

—¡No pretendía esto! Bueno... no exactamente así.

—Nosotros no pretendíamos crear el Imperio. Lo que pasa es que se convirtió en un mal hábito. Así pues, señor Mustachen, ahora que tiene sus gólems, ¿qué más pretende hacer con ellos?

—Colocar uno para alimentar cada torre de clacs. Los burros nunca han funcionado del todo bien. El resto de ciudades no podrán oponerse a eso. Será un gran paso para el hom... para los ciudadanos, y los burros tampoco pondrán pegas, digo yo.

—Eso se arreglará con unos pocos cientos, tal vez. ¿Y el resto?

—Pretendo convertirlos en oro, señor. Y creo que eso resolverá todos nuestros problemas.

Vetinari alzó una socarrona ceja.

—¿Todos nuestros problemas?

* * *

El dolor volvía a hacerse notar, pero en cierto sentido resultaba reconfortante. Se estaba convirtiendo en Vetinari, sin duda. El dolor era bueno. Era un buen dolor. Lo concentraba, le ayudaba a pensar.

En ese preciso instante, Cosmo estaba pensando en que Pucci realmente tendría que haber sido estrangulada al nacer, justo lo que el folclore familiar afirmaba que él había intentado. Todo en ella era irritante. Era egoísta, arrogante, avariciosa, vana, cruel y testaruda, y carecía por completo de tacto y la menor capacidad de introspección.

Todas esas características, dentro del clan, no se consideraban defectos en una persona; difícilmente se haría rico quien anduviese todo el rato preocupándose sobre si lo que hacía era correcto o no. Pero Pucci se creía guapa, y eso lo ponía de los nervios. Tenía el pelo bonito, eso era cierto, ¡pero esos tacones altos! ¡Parecía un globo amarrado! El único motivo de que tuviera unas mínimas formas eran los milagros de la corsetería. Además, aunque había oído que las niñas gordas tenían una personalidad encantadora, ella solo tenía mucha, y toda ella era Espléndido.

Por otra parte, era de su misma edad y por lo menos tenía ambición y un don asombroso para el odio. No era perezosa, como los demás, que se pasaban la vida acurrucados en torno al dinero. No tenían visión. Pucci era alguien con quien podía hablar. Veía las cosas desde una perspectiva femenina y más blanda.

—Tendrías que hacer matar a Doblado —dijo ella—. Estoy segura de que sabe algo. Que lo cuelguen de uno de los puentes por los tobillos. Es lo que hacía el abuelito. ¿Por qué sigues llevando ese guante?

—Ha sido un leal servidor del banco —replicó Cosmo, sin hacer caso del último comentario.

—¿Y qué? ¿Qué tiene que ver eso? ¿Todavía te pasa algo en la mano?

—Mi mano está bien —dijo Cosmo, mientras otra rosa roja de dolor florecía por todo su brazo hasta el hombro. Estoy tan cerca, pensó. ¡Tan cerca! ¡Vetinari se cree que me tiene, pero yo lo tengo a él! ¡Oh, sí! Pese a todo... quizá era el momento de empezar a limpiar—. Enviaré a Arándano a ver al señor Doblado esta noche —dijo—. Ya no me sirve de nada ahora que tengo a Cribbins.

—Bien. Y luego Pustachen irá a la cárcel y recuperaremos nuestro banco. No tienes buen aspecto, ¿sabes? Estás muy pálido.

—¿Tan pálido como Vetinari? —preguntó Cosmo, señalando el retrato.

—¿Qué? ¿De qué hablas? No seas tonto —dijo Pucci—. Además, aquí huele raro. ¿Ha muerto algo?

—Mis pensamientos están despejados. Mañana será el último día de Vetinari como patricio, te lo aseguro.

—Vuelves a decir tonterías. Y cómo sudas, añadiría —dijo Pucci—. De verdad, te gotea por la barbilla. ¡Componte un poco!

—Supongo que la oruga se siente morir cuando empieza a convertirse en una bella mariposa —musitó Cosmo con aire soñador.

—¿Qué? ¿Qué? ¿Quién sabe? ¿Qué tiene que ver eso con nada? —dijo Pucci—. De todas formas no funciona, porque, escucha, esto es muy interesante: la oruga muere, vale, y se pone toda fofa, y entonces una parte muy pequeña de ella, como un riñón o algo así, despierta de repente y se come la sopa de oruga, y eso es lo que sale en forma de mariposa. Es un milagro de la naturaleza. Tú solo tienes un poco de gripe. No seas crío. Tengo una cita. Nos vemos por la mañana.

Salió bamboleándose y dejó a Cosmo a solas salvo por Arándano, que estaba leyendo en un rincón.

Cosmo cayó en la cuenta de que sabía muy poco de él. Como Vetinari, por supuesto, pronto lo sabría todo sobre todo el mundo.

—Fuiste a la Escuela de Asesinos, ¿no es así, Arándano? —preguntó.

El aludido sacó el pequeño punto de plata de su bolsillo, lo colocó con parsimonia sobre la página y cerró el libro.

—Sí, señor. Con una beca.

—Ah, sí. Recuerdo a los becados, todo el rato correteando por allí. Tendían a ser el blanco de muchas bromas.

—Sí, señor. Algunos sobrevivimos.

—No te maltraté nunca, ¿verdad?

—No, señor. Me habría acordado.

—Eso está bien. Eso está bien. ¿Cuál es tu nombre de pila, Arándano?

—No lo sé, señor. Expósito.

—Qué triste. Tu vida debe de haber sido muy dura.

—Sí, señor.

—El mundo puede ser muy cruel a veces.

—Sí, señor.

—¿Tendrías la bondad de matar al señor Doblado esta noche?

—He tomado nota mental, señor. Llevaré a un asociado y acometeré la tarea una hora antes del alba. A esa hora la mayoría de los inquilinos de la señora Cake habrán salido y la niebla estará en su momento más espeso. Por suerte, la señora Cake duerme esta noche con su vieja amiga la señora Lesión-Carabajo en Jabón Bienvenido. Me he informado antes, en previsión de esta eventualidad.

—Eres un artesano, Arándano. Me quito el sombrero.

—Gracias, señor.

—¿Has visto a Hastalafecha en alguna parte?

—No, señor.

—Me pregunto dónde andará. Ahora ve a cenar, en cualquier caso. Yo no comeré nada esta noche. —Y, cuando Arándano cerró la puerta al salir, añadió en voz alta—: Mañana cambiaré.

Bajó el brazo y desenvainó la espada. Era preciosa.

En el retrato de enfrente, lord Vetinari alzó una ceja y dijo:

—Mañana serás una bella mariposa.

Cosmo sonrió. Ya casi estaba. Vetinari se había vuelto completamente loco.

* * *

El señor Doblado abrió los ojos y miró el techo.

Al cabo de unos segundos esa imagen anodina se vio reemplazada por una nariz enorme, con el resto de un rostro preocupado a cierta distancia por detrás de ella.

—¡Está despierto!

El señor Doblado parpadeó, reenfocó la vista y miró a la señorita Paños, una sombra recortada por la luz de la lámpara.

—Vaya una gracia que nos ha hecho, señor Doblado —dijo ella, con la voz lenta y cuidadosa que usa la gente para hablar a los pacientes mentales, los ancianos y los armados y peligrosos.

—¿Gracia? ¿He hecho algo gracioso? —Levantó la cabeza de la almohada, y olisqueó—. ¿Lleva un collar de ajos, señorita Paños?

—Es... una precaución —dijo ella, con cara de culpabilidad—, contra... los resfriados... sí, los resfriados. Más vale prevenir. ¿Cómo se siente, es usted mismo?

El señor Doblado vaciló. No estaba seguro de cómo se sentía. No estaba seguro de quién era. Parecía que tuviera un agujero dentro. No había sí mismo en sí mismo.

—¿Qué ha estado pasando, señorita Paños?

—Bah, no querrá preocuparse por eso ahora —respondió ella, con frágil jovialidad.

—Creo que sí quiero, señorita Paños.

—El médico ha dicho que no debe excitarse, señor Doblado.

—Por lo que me es dado saber, señorita Paños, no he estado excitado en mi vida.

La mujer asintió. Por desgracia, la afirmación resultaba muy fácil de creer.

—Bueno, ¿recuerda al señor Mustachen? ¡Dicen que robó todo el oro de la cámara!...

Y narró la historia. En muchos puntos se basó en especulaciones de primera o segunda mano y, como la señorita Paños era una lectora habitual del Clarín del Rapapolvo, la contó con el estilo y lenguaje con el que se tratan las historias de escalofriantes asesinatos.

Lo que la asombró fue el modo en que él escuchó tumbado sin moverse. Una o dos veces le pidió que repitiera algún detalle, pero su expresión no cambió en ningún momento. Ella intentó darle emoción, pintó las paredes de signos de exclamación, pero él no se inmutó.

—... y ahora está encerrado en el Rapapolvo —concluyó la señorita Paños—. Dicen que lo enforcarán del cuello hasta morir. Creo que enforcar ha de ser peor que ser ahorcado sin más.

—Pero no pueden encontrar el oro... —susurró Mavolio Doblado, que se volvió a apoyar en la almohada.

—¡Exacto! ¡Dicen algunas fuentes que lo escamotearon unos desaprensivos cómplices! —dijo la señorita Paños—. Dicen que el señor Espléndido ha aportado informaciones contra él.

—Soy un hombre condenado, señorita Paños, juzgado y condenado —se lamentó el señor Doblado, mirando a la pared.

—¿Usted, señor Doblado? ¡Qué maneras de hablar son esas! Usted, que no ha cometido nunca un error.

—Pero he pecado. ¡Oh, si he pecado! ¡He adorado a falsos ídolos!

—Bueno, a veces no se encuentran auténticos —dijo la señorita Paños, dándole una palmadita en la mano y preguntándose si debería llamar a alguien—. Mire, si quiere la absolución, tengo entendido que los ionianos hacen un dos por uno en pecados esta semana...

—Me ha atrapado —susurró él—. Oh, cielos, señorita Paños. ¡Algo se alza en mi interior y quiere salir!

—No se preocupe, tenemos un cubo —dijo la señorita Paños.

—¡No! ¡Debería irse, ahora mismo! ¡Esto será espantoso!

—No pienso irme a ninguna parte, señor Doblado —dijo la señorita Paños, viva imagen de la determinación—. Solo está pasando por un momento raro, nada más.

—¡Ja! —dijo el señor Doblado—. Ja... ja... jaja... —La risa trepaba por su garganta como algo salido de la cripta.

Su cuerpo esquelético se quedó rígido y se curvó como si se elevara del colchón. La señorita Paños se lanzó cruzada sobre la cama, pero llegaba demasiado tarde. El hombre levantó una mano temblorosa y extendió un dedo hacia el ropero.

—¡Ahí vamos otra vez! —gritó Doblado.

Sonó un chasquido en la cerradura. Las puertas se abrieron.

El armario contenía una pila de libros de contabilidad y algo... amortajado. El señor Doblado abrió los ojos y miró a los de la señorita Paños.

—Lo traje conmigo —dijo, como si hablase consigo mismo—. Lo odiaba a muerte, pero lo traje conmigo. ¿Por qué? ¿Quién dirige el circo?

La señorita Paños guardó silencio. Lo único que sabía era que iba a aguantar hasta el final. Al fin y al cabo, había pasado la noche en el dormitorio de un hombre, y lady Deirdre Carromato tenía muchas cosas que decir sobre eso. Era técnicamente una Mujer Deshonrada, lo cual parecía injusto dado que, aún más técnicamente, no lo era.

Observó mientras el señor Doblado se... cambiaba. Tuvo la decencia de hacerlo vuelto de espaldas, pero ella cerró los ojos de todas formas. Después recordó que estaba Deshonrada, de manera que no venía muy a cuento, ¿verdad?

Volvió a abrirlos.

—¿Señorita Paños? —dijo el señor Doblado con voz soñadora.

—¿Sí, señor Doblado? —preguntó ella, pese al castañeteo de sus dientes.

—Tenemos que encontrar... una pastelería.

Arándano y su asociado entraron en la habitación, y se pararon en seco. Aquello no figuraba en el plan.

—Y es posible que una escalera —añadió el señor Doblado. Se sacó del bolsillo una tira de goma rosa, e hizo una reverencia.

CAPÍTULO XII

Sin ayuda de las alturas — Drumknott informa — Una posible guasa — Don Tiquismiquis sale a escena — Objetos extraños en el aire — El regreso del señor Doblado — «¡Cuidado, tiene una margarita!» — El gran momento de Pucci — Cosmo necesita una mano

abía paja limpia en la celda de Húmedo, y estaba bastante seguro de que nadie había escupido en el rancho, que contenía lo que, si alguien se viera obligado a ponerle nombre, tendría que reconocer que era carne. De algún modo había corrido la voz de que Húmedo era el motivo de que Panzarriba ya no estuviera entre el personal. Hasta sus compañeros carceleros odiaban a aquel matón mala sombra, de manera que Húmedo también se llevó una segunda ración sin haberla pedido, una limpieza de zapatos y un ejemplar del Times matutino cortesía de la casa.

La marcha de los gólems había relegado los apuros del banco a la página 5. Los gólems copaban la primera plana, y muchas de las interiores iban llenas de entrevistas a ciudadanos —lo que significaba que personas de la calle que no sabían nada contaban a otras personas lo que sabían— y largos artículos de autores que tampoco sabían nada pero podían decirlo con mucha elegancia en doscientas cincuenta palabras.

Estaba mirando el crucigrama[12] cuando alguien llamó con mucha educación a la puerta de la celda. Era el alcaide, que deseaba que el señor Mustachen hubiese disfrutado de su breve estancia con ellos, quería acompañarlo a su carruaje y esperaba gozar de nuevo del placer de atenderlo si surgía alguna otra duda temporal sobre su honradez. Entretanto, agradecería que el señor Mustachen tuviera la bondad de ponerse estos grilletes ligeros, por mantener las apariencias, y cuando se los quitaran, como sin duda harían cuando se demostrase su carácter impecable, sería tan amable de recordarle al agente encargado que eran propiedad de la prisión, muchísimas gracias.

Había una multitud delante de la cárcel, aunque se mantenía a distancia del gran gólem que, con una rodilla hincada y un puño alzado, esperaba ante la puerta. Había aparecido la noche anterior y, si el señor Mustachen no tuviese inconveniente en conseguir que se moviera, dijo el alcaide, todo el mundo le estaría muy agradecido. Húmedo trató de aparentar que se lo esperaba. Le había dicho a Bigote Negro que aguardase órdenes. No se había esperado que hiciera eso.

Después, siguió al carruaje con sus pasos retumbantes todo el camino hasta el palacio. Había muchos guardias jalonando la ruta y parecía haber una figura embozada en negro en cada tejado. Por lo visto, Vetinari no quería correr ningún riesgo de que escapase. En el patio de atrás los esperaban más guardias todavía; más de lo que era eficiente, observó Húmedo, porque a un hombre despierto puede resultarle más fácil escabullirse de veinte hombres que de cinco. Pero alguien estaba Dejando Algo Claro. No importaba lo que fuese, siempre que resultara impresionante.

Lo condujeron por pasajes oscuros hasta la súbita luz del Gran Salón, que estaba abarrotado. Hubo algunos aplausos dispersos, uno o dos gritos de ánimo y una retumbante serie de abucheos de Pucci, que estaba sentada junto a su hermano en primera fila del gran bloque de asientos. Condujeron a Húmedo a un pequeño estrado que iba a hacer las veces de banquillo de los acusados, desde el cual pudo ver a su alrededor a los líderes de los gremios, los magos más destacados, sacerdotes importantes y miembros de los Grandes y Buenos, o por los menos los Gordos y Ruidosos. Estaba Harry Rey, que le sonreía, y la nube de humo que indicaba la presencia de Adora Belle y... ah, sí, la suma suma sacerdotisa de Mollestya, con su resplandeciente corona de cucharillas dobladas, que sostenía algo rígida su cucharón ceremonial con la cara tiesa de nervios e importancia. Estás en deuda conmigo, chica, pensó Húmedo, porque hace un año tenías que trabajar en un bar por las noches para ganarte la vida y Mollestya era solo una entre media docena de semidiosas que compartían un altar que, reconozcámoslo, era tu mesa de la cocina con un mantel encima. ¿Qué es un pequeño milagro comparado con eso?

Hubo una sacudida de ropa y de repente lord Vetinari estaba en su asiento, con Drumknott al costado. El rumor de las conversaciones cesó a medida que el patricio paseaba la mirada por la sala.

—Gracias por venir, damas y caballeros —dijo—. ¿Empezamos? Este no es un tribunal judicial propiamente dicho. Es un tribunal de investigación, que he convocado para estudiar las circunstancias que rodean la desaparición de diez toneladas de lingotes de oro del Banco Real de Ankh-Morpork. El buen nombre del banco ha quedado en entredicho, de modo que analizaremos todas las cuestiones relacionadas con...

—¿Sin importar adónde lleven?

—Ciertamente, señor Cosmo Espléndido. Sin importar adónde lleven.

—¿Tenemos su palabra? —insistió Cosmo.

—Creo que ya la he dado, señor Espléndido. ¿Podemos seguir? He nombrado al docto señor Slant, de Morecombe, Slant y Honeyplace, como letrado investigador. Él interrogará y contrainterrogará como lo considere oportuno. Creo que es de todos sabido que el señor Slant cuenta con el absoluto respeto de la profesión legal de Ankh-Morpork.

El señor Slant hizo una reverencia a Vetinari y dejó que su firme mirada recorriera el resto de la sala. Se detuvo durante un tiempo en las filas de los Espléndido.

—En primer lugar, el asunto del oro —dijo Vetinari—. Les presento a Drumknott, mi secretario y jefe administrativo, que anoche se llevó al banco un equipo de mis funcionarios de más alto rango...

—¿Estoy acusado en todo esto? —preguntó Húmedo.

Vetinari le echó un vistazo y bajó la mirada a sus papeles.

—Aquí tengo su firma en un recibo de unas diez toneladas de oro —dijo—. ¿Pone en duda su autenticidad?

—¡No, pero pensaba que era solo una formalidad!

—Diez toneladas de oro son una formalidad, ¿no? ¿Y no forzó más tarde su entrada en la cámara acorazada?

—Bueno, sí, teóricamente. No podía abrir porque el señor Doblado se había desmayado dentro con la llave metida en la cerradura.

—Ah, sí, el señor Doblado, el cajero jefe. ¿Se encuentra hoy aquí? —Un repaso rápido reveló que la sala estaba des-Doblada—. Tengo entendido que se encontraba en un estado algo agitado pero no había padecido lesiones graves. Comandante Vimes, tenga la bondad de enviar algunos hombres a su dirección. Me gustaría que nos acompañase. —Dirigió de nuevo su atención a Húmedo—. No, señor Mustachen, no le estamos juzgando, por el momento. En términos generales, antes de juzgar a alguien conviene tener algún motivo claro para hacerlo. Se considera más aseado. Debo señalar, sin embargo, que usted asumió la responsabilidad formal del oro que debemos suponer que era claramente oro y estaba claramente en la cámara de seguridad en ese momento. Con miras a alcanzar una comprensión detallada de la situación del banco en este momento, pedí a mi secretario que auditara las operaciones de la entidad, lo cual hicieron él y su equipo anoche...

—Si al final no se me está juzgando en este momento, ¿puedo quitarme estos grilletes? Condicionan el caso un poquito contra mí —dijo Húmedo.

—Sí, muy bien. Guardias, encárguense. Y ahora, señor Drumknott, si tiene la bondad.

Me van a poner a los pies de los caballos, pensó Húmedo, mientras Drumknott empezaba a hablar. ¿A qué juega Vetinari?

Contempló al público mientras el secretario del patricio recitaba la tediosa letanía de la contabilidad. En primera fila, en una gran masa negra, estaba la familia Espléndido. Desde allí parecían buitres. Aquello iba para largo, a juzgar por el sonido de la concienzuda cantinela de Drumknott. Estaba vendido, y Vetinari era... Ah, claro, y después llegaría la frase, en alguna habitación discreta: «Señor Mustachen, si tuviera a bien contarme cómo controló a esos gólems...».

Un revuelo cerca de la puerta ofreció una bienvenida distracción, y al cabo de poco el sargento Fred Colon, seguido por su inseparable compañero Nobby Nobbs, prácticamente nadaba entre la multitud. Vimes les salió al paso abriéndose camino, con Sacharissa pegada a los talones. Hubo una conversación presurosa, y una onda de horrorizada emoción recorrió el público.

Húmedo captó la palabra «¡Asesinados!».

Vetinari se levantó y golpeó la mesa con el bastón plano, lo que puso fin al ruido como la puntuación de los dioses.

—¿Qué ha pasado, comandante? —preguntó.

—Cuerpos, señor. ¡En la habitación del señor Doblado!

—¿Ha sido asesinado?

—¡Noseñor! —Vimes consultó breve y urgentemente con su sargento—. Un cuerpo ha sido provisionalmente identificado como el profesor Arándano, señor, que no es un profesor de verdad, sino un desagradable matón a sueldo. Creíamos que había abandonado la ciudad. Todo apunta a que el otro es Jack el Tórax, al que han matado a patadas... —Hubo otro informe susurrado, pero el comandante Vimes tendía a levantar la voz cuando se enfadaba—. ¿Un qué? ¿En el segundo piso? ¡No digas tonterías! ¿Y cómo ha muerto Arándano? ¿Eh? ¿Has dicho lo que creo que acabas de decir? —Se enderezó—. Lo siento, señor, voy a tener que ir a verlo en persona. Creo que alguien está de guasa.

—¿Y el pobre Doblado? —preguntó Vetinari.

—No hay señales de él, señor.

—Gracias, comandante. —Vetinari hizo un gesto con la mano—. Vuelva enseguida en cuanto sepa algo más. No permitiremos ninguna guasa. Gracias, Drumknott. Concluyo que no encontraron nada reseñable aparte de la ausencia del oro. Estoy seguro de que eso supone un alivio para todos nosotros. Su turno, señor Slant.

El abogado se levantó con aire de dignidad y naftalina.

—Dígame, señor Mustachen, ¿qué trabajo tenía antes de venir a Ankh-Morpork? —preguntó.

Vaaale, pensó Húmedo, mirando a Vetinari. Ya lo veo. Si soy bueno y digo lo que toca, a lo mejor vivo. A cambio de un precio. Pues no, gracias. Lo único que quería era hacer un poco de dinero.

—¿Su trabajo, señor Mustachen? —repitió el señor Slant.

Húmedo miró a las filas de espectadores y vio la cara de Cribbins, que le guiñó un ojo.

—¿Hum? —dijo.

—¡Le he preguntado cuál era su trabajo antes de llegar a esta ciudad!

Fue en ese momento cuando Húmedo reparó en un zumbido desgraciadamente familiar y, desde su posición elevada, fue el primero en ver aparecer al presidente del Banco Real desde detrás de los cortinajes del fondo de la sala, con su maravilloso juguete nuevo bien sujeto en la boca. Algún truco de las vibraciones estaba impulsando a Don Tiquismiquis marcha atrás sobre el mármol reluciente.

La gente del público torció el cuello para mirar mientras, moviendo la cola, el perrito se deslizaba por detrás de la silla de Vetinari y desaparecía tras los cortinajes del otro lado.

Estoy en un mundo donde acaba de suceder eso, pensó Húmedo. Nada importa. Fue una revelación increíblemente liberadora.

—Señor Mustachen, le he hecho una pregunta —gruñó el señor Slant.

—Ah, lo siento. Era un granuja. —¡Y voló! ¡Sí, señor! ¡Era mejor que colgar de un edificio viejo! ¡Mira la cara de Cosmo! ¡Mira a Cribbins! Lo tenían todo planeado, y ahora se les había escapado. ¡Los tenía a todos en un puño, y estaba volando!

Slant vaciló.

—Por granuja entiende...

—Timador. Alguna falsificación que otra. Me gustaría pensar que era más bien un pícaro, para serle sincero.

Húmedo vio las miradas que cruzaron Cosmo y Cribbins, y desbordó de júbilo por dentro. No, aquello no estaba previsto, ¿eh? Y ahora vais a tener que correr para no quedaros atrás...

El señor Slant desde luego estaba teniendo problemas en ese aspecto.

—A ver si me aclaro. ¿Quebrantaba la ley para ganarse la vida?

—Más que nada me aprovechaba de la codicia ajena, señor Slant. Creo que también había un componente educativo.

El abogado ladeó la cabeza con asombro, lo que provocó que una peluca orejera cayese, con un agudo sentido escénico, de su oído.

—¿Educativo? —dijo.

—Sí. Muchas personas aprendieron que nadie vende un anillo de diamantes auténtico por una décima parte de su valor.

—¿Y después pasó a ocupar uno de los cargos públicos más destacados de la ciudad? —preguntó el señor Slant, por encima de las risas. Eran una válvula de escape. La gente llevaba demasiado tiempo conteniendo la respiración.

—Tuve que hacerlo. Era eso o la horca —dijo Húmedo, y añadió—: otra vez.

El señor Slant parecía atónito, y volvió la mirada hacia Vetinari.

—¿Está seguro de que desea que continúe, señoría?

—Oh, sí —dijo el patricio—. A muerte, señor Slant.

—Esto... ¿le han ahorcado antes? —preguntó el abogado a Húmedo.

—Oh, sí. No quería que se convirtiera en una costumbre.

Eso arrancó otra carcajada.

El señor Slant se volvió hacia Vetinari, que exhibía una tenue sonrisa.

—¿Es eso cierto, señoría?

—En efecto —respondió Vetinari con calma—. El señor Mustachen fue ahorcado el año pasado bajo el nombre de Albert Relumbrón, pero resultó tener un cuello bastante robusto, como descubrimos cuando lo estaban metiendo en su ataúd. Es posible que conozca usted, señor Slant, el antiguo principio del Quia Ego Sic Dico. Un hombre que sobrevive a un ahorcamiento quizá haya sido seleccionado por los dioses para un destino diferente, que todavía está por cumplir. Así pues, como la fortuna le había sonreído, resolví, en consecuencia, dejarlo en libertad condicional y encomendarle la resurrección de la Oficina de Correos, una tarea que ya se había cobrado la vida de cuatro de mis funcionarios. Si él tenía éxito, estupendo. Si fracasaba, la ciudad se habría ahorrado el coste de otro ahorcamiento. Fue una broma cruel que, me alegro de decir, redundó en el interés general. No creo que ninguno de los presentes niegue que la actual Oficina de Correos es una auténtica joya de la ciudad. ¡Ciertamente, el tigre puede cambiar de mallas!

El señor Slant asintió por acto reflejo, recordó quién era, se sentó y manoseó sus notas. Se había perdido.

—Y ahora llegamos a, ejem, el asunto del banco...

—La señora Espléndido, una dama a la que muchos de nosotros tuvimos el privilegio de conocer, hace poco me confesó que estaba muriendo —dijo lord Vetinari con tono brioso—. Me pidió consejo sobre el futuro del banco, dado que sus herederos más obvios eran, en sus palabras, «un hatajo de comadrejas como no le deseo a nadie conocer»...

Los treinta y un abogados de los Espléndido se levantaron y hablaron a una, incurriendo en un coste total para sus clientes de 119,28 dólares.

El señor Slant, sentado, los miró con cara de pocos amigos.

El señor Slant, a pesar de lo que se había dicho, no contaba con el respeto de la profesión legal de Ankh-Morpork. Contaba con su miedo. La muerte no había menguado su enciclopédica memoria, su astucia, su talento para los razonamientos retorcidos y el vitriolo de su mirada. No me busquéis hoy las cosquillas, advertía a los abogados. No me busquéis las cosquillas, porque si lo hacéis os arrancaré la carne de los huesos y chuparé los tuétanos. ¿Sabéis esos tomos encuadernados en cuero que tenéis detrás de vuestros escritorios para impresionar a los clientes? Yo me los he leído todos, y he escrito la mitad. No me pongáis a prueba. No estoy de buen humor.

Uno por uno, se sentaron[13].

—¿Puedo continuar? —dijo Vetinari—. Entiendo que la señora Espléndido posteriormente entrevistó al señor Mustachen y dictaminó que sería un magnífico administrador, fiel a las más nobles tradiciones de la familia Espléndido, y un cuidador ideal para el perro Don Tiquismiquis, que es, según la costumbre del banco, su presidente.

Cosmo se puso en pie poco a poco y salió al centro del espacio libre.

—Protesto enérgicamente contra la insinuación de que este sinvergüenza represente las nobles tradiciones de mi... —empezó.

El señor Slant se levantó como si tuviera un muelle. Aunque fue rápido, Húmedo se le adelantó.

—¡Protesto!

—¿Cómo osas protestar —escupió Cosmo— cuando has reconocido que eres un malhechor impenitente?

—Protesto contra la acusación que ha hecho lord Vetinari de que tengo algo que ver con las nobles tradiciones de la familia Espléndido —explicó Húmedo, mirando a unos ojos de los que ahora parecían brotar lágrimas verdes—. Por ejemplo, nunca he sido un pirata ni he traficado con esclavos...

Hubo un alzamiento generalizado de abogados.

El señor Slant los fulminó con la mirada. Hubo un sentamiento generalizado.

—Lo reconocen —dijo Húmedo—. ¡Consta en la historia oficial del propio banco!

—Eso es correcto, señor Slant —terció Vetinari—. La he leído. El Volenti non fit injuria resulta a todas luces aplicable.

Empezó de nuevo el zumbido. Don Tiquismiquis volvía por el otro lado. Húmedo se obligó a no mirar.

—¡Oh, qué golpe tan bajo! —gruñó Cosmo—. ¿La historia de quién podría aguantar esta clase de malicia?

Húmedo alzó una mano.

—¡Uy, uy, esa me la sé! —dijo—. La mía puede. Lo peor que hice nunca fue robar a personas que creían que me estaban robando, pero nunca usé la violencia y lo devolví todo. Vale, robé un par de bancos, los estafé, en realidad, pero solo porque me lo pusieron tan fácil...

—¿Lo devolvió? —preguntó Slant, buscando algún tipo de reacción en Vetinari. Pero el patricio miraba por encima de las cabezas de la multitud, que estaba absorta casi por completo en el tránsito de Don Tiquismiquis, y se limitó a levantar un dedo en señal de reconocimiento o desinterés.

—Sí, quizá recuerde que comprendí los errores de mi vida el año pasado, cuando los dioses... —empezó Húmedo.

—¿Que robó a un par de bancos? —dijo Cosmo—. Vetinari, ¿tenemos que creer que puso a sabiendas el banco más importante de la ciudad en manos de un ladrón de bancos confeso?

Las prietas filas de los Espléndido se levantaron, unidas en defensa del dinero. Vetinari seguía mirando al techo.

Húmedo alzó la vista. Un disco, algo blanco, volaba por los aires cerca del techo; descendió girando sobre sí mismo y alcanzó a Cosmo entre ceja y ceja. Un segundo objeto pasó por encima de la mano de Húmedo y aterrizó en los pechos de los Espléndido.

—¿Tendría que haberlo dejado en manos de unos ladrones de bancos inconfesos? —gritó una voz, mientras la crema colateral salpicaba hasta el último traje negro elegante—. ¡Ahí vamos otra vez!

Una segunda andanada de tartas ya volaba por los aires, surcando la sala en trayectorias que las estrellaron contra los desconcertados Espléndido. Y entonces una figura salió a empellones de entre la multitud, entre los gruñidos y gritos de quienes se habían interpuesto por un instante en su camino; el motivo era que, quienes lograban salvar sus pies de los zapatones, saltaban atrás a tiempo de que los segara la escalera que llevaba el recién llegado. Este se iba volviendo inocentemente para contemplar el desbarajuste que había creado, y la escalera en su rotación abatía a todos los que fueran demasiado lentos para apartarse. Había un método en todo ello, sin embargo: mientras Húmedo lo observaba, el payaso se alejó de la escalera, en la que dejó a cuatro personas atrapadas entre los peldaños de tal modo que cualquier intento de salir causaría un enorme dolor a las otras tres y, en el caso de uno de los guardias, un serio menoscabo de sus perspectivas de casarse.

Con su nariz roja y su sombrero arrugado, se colocó ante el estrado con grandes zancadas saltarinas, que hacían que sus enormes botas palmearan contra el suelo con cada paso... familiar.

—¿Señor Doblado? —dijo Húmedo—. ¿Es usted?

—¡Mi buen amiguete el señor Mustachen! —gritó el payaso—. Se cree que el maestro de ceremonias dirige el circo, ¿eh? ¡Solo porque los payasos se lo consienten, señor Mustachen! ¡Solo porque los payasos se lo consienten!

Doblado echó atrás el brazo y lanzó una tarta a lord Vetinari.

Pero Húmedo ya se hallaba en pleno salto antes de que el pastel comenzara su travesía. Su lento cerebro fue el tercero en la salida, y entregó sus pensamientos de una sola vez, para decirle lo que sus piernas al parecer habían deducido ellas solas: que la dignidad de los grandes rara vez podía sobrevivir a una cara cubierta de crema, que la imagen de un patricio embadurnado en primera plana del Times haría temblar la política de poder de la ciudad y, ante todo, que en un mundo post Vetinari él, Húmedo, no vería el mañana, que era una de sus ambiciones de toda la vida.

Como en un sueño silencioso, voló hacia el proyectil vengativo, estirando unos dedos lentos como caracoles mientras la tarta giraba y avanzaba hacia su cita con la historia.

Le alcanzó en la cara.

Vetinari no se había movido. La crema voló por los aires y cuatrocientos ojos fascinados vieron cómo un pegote salía proyectado hacia el patricio, que lo cazó con la mano vuelta arriba. El leve chapoteo al aterrizar en su palma fue el único sonido que se oyó en la sala.

Vetinari inspeccionó la crema atrapada. Hundió un dedo en ella y probó lo que se quedó pegado. Dirigió la mirada hacia arriba con aire reflexivo mientras el público aguantaba su respiración colectiva y luego dijo, meditabundo:

—Creo que es piña.

Hubo una estruendosa ovación. No podía ser de otra manera; aunque odiases a Vetinari, había que admirar su dominio de los tiempos.

Y ahora bajaba los escalones, avanzando hacia un payaso paralizado y temeroso.

—Los payasos no dirigen mi circo, señor —dijo, mientras agarraba su narizota roja y tiraba de ella tanto cuanto daba el elástico—. ¿Comprendido?

El payaso sacó una bulbosa bocina y emitió un quejumbroso pitido.

—Bien. Me alegra que esté de acuerdo. Y ahora quiero hablar con el señor Doblado, por favor.

En esa ocasión sonaron dos bocinazos.

—Oh, sí que está —dijo Vetinari—. ¿Lo sacamos para los niños y niñas? ¿Cuánto es el 15,3 por ciento de 59,66?

—¡Déjelo en paz! ¡Déjelo estar en paz!

El embadurnado gentío se apartó una vez más, en esa ocasión para una alborotada señorita Paños, indignada y escandalizada como una gallina clueca. Agarraba algo pesado contra su liso pecho, y Húmedo reparó en que se trataba de una pila de libros de contabilidad.

—¡Todo esto viene de aquí! —anunció con tono triunfal a la vez que abría mucho los brazos—. ¡No es culpa suya! ¡Se aprovecharon de él! —Señaló con un dedo acusador a las goteantes filas de los Espléndido. Si a una diosa de la batalla se le permitiera llevar una blusa respetable y un moño del que se escapaban pelos por momentos, la señorita Paños podría haber sido deificada—. ¡Fueron ellos! ¡Ellos vendieron el oro hace años!

Eso provocó un generalizado y entusiasta alboroto en todos los sectores que no contenían un Espléndido.

—¡Que se haga el silencio! —gritó Vetinari.

Los abogados se alzaron. El señor Slant les miró. Los abogados se hundieron.

Y Húmedo se limpió la crema de piña de los ojos justo a tiempo.

—¡Cuidado! ¡Tiene una margarita! —gritó, y luego pensó: Acabo de gritar: «¡Cuidado! ¡Tiene una margarita!», y creo que recordaré, durante toda la vida, lo embarazoso que es esto.

Lord Vetinari bajó la vista a la desproporcionada flor que el payaso llevaba en el ojal. Una minúscula gota de agua resplandecía en el casi bien disimulado tubito.

—Sí —dijo—. Lo sé. Y ahora, señor, en verdad creo que es usted el señor Doblado. Verá, reconozco la manera de caminar. Si no lo es, lo único que tiene que hacer es apretar. Y lo único que tengo que hacer yo es dejarle que se marche. Repito: me gustaría oír al señor Doblado.

A veces los dioses no tienen sentido escénico, pensó Húmedo. Tendría que haber un trueno, un redoble, un acorde de tensión, algún reconocimiento celestial de que había llegado el momento de la ver...

—9,12798 —dijo el payaso.

Vetinari sonrió y le dio una palmadita en el hombro.

—Bienvenido de nuevo —dijo, y miró a su alrededor hasta encontrar al doctor Carablanca del Gremio de Bufones.

—Doctor, ¿se hará cargo del señor Doblado, por favor? Creo que necesita estar con los suyos.

—Será un honor, señoría. ¿Siete tartas en el aire a la vez y un enredo de escalera con cuatro personas? ¡Ejemplar! Quienquiera que seas, hermano, te ofrezco la mano postiza en apretón de bienvenida...

—No irá a ninguna parte sin mí —advirtió con tono de pocos amigos la señorita Paños, mientras el payaso de cara blanca daba un paso al frente.

—Cierto, a quién se le ocurriría otra cosa —dijo Vetinari—. Por favor, extienda la cortesía de su gremio a la joven dama del señor Doblado, doctor —añadió, para sorpresa y alborozo de la señorita Paños, que se agarraba a diario a lo de «dama» pero muy a su pesar se había despedido de lo de «joven» hacía años—. ¿Y quiere alguien soltar a esa gente de la escalera? Creo que hará falta una sierra. Drumknott, recoja esos misteriosos libros de cuentas que la joven dama del señor Doblado ha tenido la amabilidad de presentar. Y creo que el señor Espléndido necesita atención médica...

—¡No... es... verdad! —Cosmo, chorreando crema, se esforzaba por mantenerse derecho. Daba pena verlo. Consiguió apuntar un dedo furioso pero temblón hacia los libros tirados en el suelo—. ¡Son propiedad del banco! —declaró.

—Señor Espléndido, resulta evidente para todos nosotros que está enfermo... —empezó Vetinari.

—¡Sí, eso querrías hacerles creer a todos! ¿Verdad... impostor? —exclamó Cosmo, que se bamboleaba a ojos vistas. En su cabeza, la multitud lo vitoreaba.

—El Banco Real de Ankh-Morpork —dijo Vetinari, sin apartar la vista de Cosmo— se enorgullece de sus libros de cuero rojo, que sin falta llevan el sello de la ciudad repujado en oro. ¿Drumknott?

—Estos son de los baratos, encuadernados en cartón, señor. Pueden comprarse en cualquier parte. Lo que está escrito dentro, sin embargo, lleva la inconfundible caligrafía fina del señor Doblado.

—¿Está seguro?

—Del todo. Tiene una letra cursiva fantástica.

—Falsificados —dijo Cosmo, como si su lengua tuviera tres centímetros de grosor—, todos falsos. ¡Robados!

Húmedo miró a los espectadores y vio la expresión compartida. Pensaras lo que pensases de él, no era agradable ver desmoronarse a un hombre. Una pareja de guardias se le acercaba discretamente.

—¡No he robado nada en mi vida! —dijo la señorita Paños, perdiendo más estribos que en un partido de polo—. Estaban en su ropero... —Vaciló, y decidió que prefería una vez morada que ciento amarilla—. ¡Me da igual lo que piense lady Deirdre Carromato! ¡Y además los he hojeado! ¡El padre de usted sacó el oro y lo vendió, y le obligó a él a esconderlo en los números! ¡Y eso es solo el principio!

—... bonita mriposa... —balbucía Cosmo, parpadeando una y otra vez hacia Vetinari—. Ya no eres mí. ¡Andado guilómetro en ts zapatoss!

Húmedo también fue desplazándose en su dirección. Cosmo tenía el aspecto de alguien que podría explotar en cualquier momento, o hundirse, o tal vez caer sin más sobre el cuello de Húmedo farfullando cosas como: «Eresh mi mejor amigo, síseñor, tú y yo gontral mundo, amigo».

Un sudor verdoso recorría su cara.

—Creo que necesita echarse un momento, señor Espléndido —dijo Húmedo con tono animado. Cosmo intentó enfocarlo.

—Es buen dolor —confesó el hombre que se derretía—. Tengo gorrito, tengo espada de mil hombre...

Y con un susurro de acero, una hoja gris con malévolos destellos rojizos apuntó entre las cejas de Húmedo. El arma no se movía. Detrás de ella, Cosmo temblaba y se contorsionaba, pero la espada permanecía rígida e inmóvil.

Los guardias frenaron un poco su avance. Su trabajo daba derecho a pensión.

—Que nadie haga ningún movimiento, ¿de acuerdo? Creo que puedo ocuparme de esto —dijo Húmedo, bizqueando al mirar a lo largo de la espada. Era un momento para la delicadeza...

—Ay, por favor, qué tontería —dijo Pucci, que avanzó pavoneándose con un martilleo de tacones—. No tenemos nada de lo que avergonzarnos. Es nuestro oro, ¿o no? ¿A quién le importa lo que escribiera este hombre en sus libros?

La falange de abogados de los Espléndido se levantó con mucha cautela, mientras los dos contratados por Pucci empezaban a susurrarle algo con apremio. Ella no les hizo caso. Todo el mundo la miraba, y no a su hermano. Todo el mundo le prestaba atención a ella.

—¿Me haría el favor de callarse, señorita Espléndido? —dijo Húmedo. La inmovilidad de la espada lo preocupaba. Alguna parte de Cosmo estaba funcionando la mar de bien.

—¡Oh, sí, ya me imagino que a ti te gustaría que me callase, y no pienso hacerlo! —exclamó Pucci con alegría. Como Húmedo cuando le ponían delante una libreta abierta, se tiró de cabeza triunfalmente y sin pensarlo—. No podemos robar lo que ya nos pertenece, ¿verdad? ¿Y qué si mi padre encontró un mejor uso para el condenado oro? ¡Lo único que hacía era criar polvo! De verdad, ¿por qué sois todos tan cortos? Lo hace todo el mundo. No es robar. O sea, el oro sigue existiendo, ¿no? En anillos y tal. No es que nadie lo vaya a tirar. ¿A quién le importa dónde está?

Húmedo resistió el impulso de mirar a los demás banqueros de la sala. Lo hace todo el mundo, ¿eh? Pucci no iba a recibir muchas felicitaciones de la Vigilia de los Puercos ese año. Y su hermano la miraba horrorizado. El resto del clan, los que no estaban demasiado absortos en descremarse, se esforzaba por dar la impresión de que no conocía a Pucci de nada. ¿Quién es esta loca?, decían sus caras. ¿Quién la ha dejado entrar? ¿De qué está hablando?

—Creo que su hermano está muy enfermo, señorita —dijo Húmedo.

Pucci, en ademán de desprecio, se dio un manotazo para apartar sus rizos indiscutiblemente hermosos.

—No te preocupes por él, solo está haciendo el tonto —dijo—. Lo hace para llamar la atención. Niñadas sobre que quiere ser Vetinari, como si alguien en su sano juicio fuese a...

—Está babeando de color verde —insistió Húmedo, pero nada podía imponerse a la andanada de parloteo.

Contempló el rostro demacrado de Cosmo y todo cobró sentido. Perilla. Casquete. Bastón espada, sí, con la idea hortera que podría tener alguien del aspecto de una hoja forjada con el hierro de la sangre de mil hombres. ¿Y qué pasaba con el asesinato de un hombre que hacía anillos? ¿Qué había en ese guante apestoso...?

Este es mi mundo. Sé cómo hacer esto.

—¡Disculpe! Usted es lord Vetinari, ¿no es así? —le dijo.

Por un momento Cosmo se irguió y dejó entrever una chispa de majestuosidad.

—¡Cierto! ¡Muy cierto! —dijo, alzando una ceja. Luego se vino abajo, y su cara hinchada se vino abajo con ella—. Tengo anillo. Anillo Vetinri —farfulló—. Mío en realidad. Dolor bueno...

La espada también cayó.

Húmedo agarró la mano izquierda de Cosmo y le quitó el guante. Salió con un ruido de vacío y una fetidez inimaginable que agrietaba la nariz. El guardia más cercano vomitó. Cuántos colores, pensó Húmedo. Cuántas... cosas retorciéndose...

Y allí, todavía visible en la masa purulenta, el inconfundible resplandor mate del estigio.

Húmedo asió la otra mano de Cosmo.

—Creo que debe salir afuera, señoría, ahora que es el patricio —dijo en voz alta—. Debe saludar al pueblo...

Una vez más, cierto Cosmo interno recobró un atisbo de sensatez, la suficiente para que su boca babosa dijera:

—Sí, eso es muy importante... —Después recayó—: Siento emfermo. Dedo pinta rara...

—El sol le sentará bien —dijo Húmedo, que tiraba de él con suavidad—. Confíe en mí.

CAPÍTULO XIII

Gladys Se Emancipa — A la Casa de la Risa — La historia del señor Doblado — En duda la utilidad de los payasos como enfermeros — Mechuelo conoce a un ángel — El secreto dorado (no exactamente magia dragónica) — El retorno de los dientes — Vetinari mira adelante — El Banco Triunfal — El regalito del Borbotrón — Cómo echar a perder un día perfecto

n el primer día del resto de su vida, Húmedo von Mustachen despertó, algo bueno dado que, en cualquier día dado, una serie de personas no despertaban, pero lo hizo solo, lo que era menos placentero.

Eran las seis de la mañana, y la niebla parecía pegada a las ventanas, tan espesa que debería haber contenido picatostes. Pero le gustaban esos momentos, antes de que los fragmentos del día anterior se recompusieran.

Un momento, aquello no era la suite, ¿verdad? Era su habitación de la Oficina de Correos, que tenía todo el lujo y confort que cualquiera asociaría a la expresión «dotación para el funcionariado».

Un fragmento del día anterior ocupó su lugar. Ah, sí, Vetinari había ordenado el cierre del banco mientras esta vez sus secretarios lo investigaban todo. Húmedo les deseó suerte con el armario especial del difunto sir Joshua...

No estaba Don Tiquismiquis, lo que era una pena. No se aprecia un buen babeo matutino hasta que se pierde. Y tampoco estaba Gladys, lo que era preocupante.

Tampoco apareció mientras se vestía, y no había ejemplar del Times en su mesa. Además, su traje necesitaba un planchado.

Al final la encontró empujando un carrito de correo en la sala de clasificación. El vestido azul había desaparecido para dar paso a uno gris que, para el incipiente estándar de la moda femenina gólem, parecía bastante elegante.

—Buenos días, Gladys —saludó Húmedo, que no las tenía todas consigo—. ¿Alguna posibilidad de que me planches un pantalón?

—Siempre Hay Una Plancha Caliente En El Vestuario De Los Carteros, Señor Mustachen.

—¿Oh? Ah. Vale. Y, esto... ¿el Times?

—Todas Las Mañanas Dejan Cuatro Ejemplares En El Despacho Del Señor Ardite, Señor Mustachen —respondió Gladys con tono de reproche.

—Supongo que de un sándwich ya ni hablam...

—De Verdad Que Debo Seguir Con Mi Trabajo, Señor Mustachen —dijo la gólem con el mismo tono.

—¿Sabes, Gladys? No puedo evitar pensar que estás cambiada —dijo Húmedo.

—¡Sí! Estoy Emancipada —anunció Gladys con los ojos resplandecientes.

—¿De qué, exactamente?

—Eso Todavía No Lo He Averiguado, Pero Solo Llevo Diez Páginas Del Libro.

—Ah. ¿Estás leyendo un nuevo libro? Seguro que no es de lady Deirdre Carromato.

—No, Porque Ella Está Desconectada Del Pensamiento Moderno. Me Río Con Desdén.

—Sí, ya me parecía que lo estaba —dijo Húmedo, reflexionando—. Y sospecho que dicho libro te lo regaló la señorita Buencorazón.

—Sí. Se Titula Por Qué Los Hombres Hacen Menos Falta Que Un Perro En Misa, de Releventia Díscolo —respondió Gladys con vehemencia.

Y eso que empezamos con la mejor de las intenciones, pensó Húmedo: encontrarlos, desenterrarlos, liberarlos. Pero no sabemos lo que hacemos, o a qué se lo hacemos.

—Gladys, lo que pasa con los libros... bueno, el caso... o sea, solo porque esté escrito, no tienes que... es decir, no significa que sea... a lo que voy es que todos los libros son...

Dejó la frase en el aire. Ellos creen en las palabras. Las palabras les dan vida. No puedo decirle que nosotros las hacemos bailar como malabaristas, que cambiamos su sentido según nos convenga...

Dio a Gladys una palmada en el hombro.

—Bueno, léelos todos y decide por ti misma, ¿vale?

—Eso Por Muy Poco No Ha Sido Un Contacto Inapropiado, Señor Mustachen.

Húmedo empezó a reír, pero se contuvo al ver lo seria que estaba.

—Ejem, solo para la señora Díscolo, imagino —dijo, y fue a coger el Times antes de que los robaran todos.

Debía de haber sido otro día agridulce para el director. Al fin y al cabo, solo puede haber una portada. Al final lo había embutido todo: la cita de «Creo que es piña», más imagen, con los pringados Espléndido de fondo y, oh, sí, allí estaba el discurso de Pucci, con todo lujo de detalles. Era fantástico. La mujer había seguido hablando por los codos. Desde su punto de vista estaba todo clarísimo: ella tenía razón y todos los demás eran tontos. Estaba tan enamorada de su propia voz que los guardias habían tenido que escribir su notificación oficial en un papel y sostenérselo delante antes de poder llevársela a rastras, todavía hablando...

Y alguien había sacado una imagen del anillo de Cosmo al darle la luz. Había sido una operación quirúrgica casi perfecta, dijeron en el hospital, y probablemente le había salvado la vida; también se preguntaban cómo había sabido Húmedo lo que tenía que hacer, cuando la totalidad de sus conocimientos médicos relevantes se reducía a que un dedo no debía criar champiñones verdes...

Le arrancaron el periódico de las manos.

—¿Qué has hecho con el profesor Púlgad? —exigió saber Adora Belle—. ¡Sé que has hecho algo! No mientas.

—¡Yo no he hecho nada! —protestó Húmedo, y repasó la formulación. Sí, técnicamente cierto.

—¡He pasado por el Departamento de Comunicaciones Post Mórtem, que lo sepas!

—¿Y qué te han dicho?

—¡No lo sé! ¡Había una sepia bloqueando la puerta! ¡Pero has hecho algo, lo sé! Él te contó el secreto para comunicarte con los gólems, ¿verdad?

—No. —Absolutamente cierto. Adora Belle vaciló.

—¿No?

—No. Me proporcionó un poco de vocabulario adicional, pero eso no es ningún secreto.

—¿A mí me funcionaría?

—No. —Cierto en ese momento.

—¿Solo aceptan órdenes de un hombre? ¡Apuesto a que es eso!

—No lo creo. —Bastante cierto.

—¿O sea que sí hay un secreto?

—No es un auténtico secreto. Púlgad nos lo contó a los dos. Solo que él no sabía que era un secreto. —Cierto.

—¿Es una palabra?

—No. —Cierto.

—Mira, ¿por qué no me lo cuentas? ¡Sabes que puedes confiar en mí!

—Bueno, sí. Por supuesto. ¿Pero puedo confiar en ti si alguien te pone un cuchillo en la garganta?

—¿Por qué iban a hacer eso?

Húmedo suspiró.

—¡Porque sabrías dar órdenes al mayor ejército que ha existido nunca! ¿No has echado un vistazo fuera? ¿No has visto a todos esos polis? ¡Aparecieron nada más acabar el juicio!

—¿Qué polis?

—¿Los trolls que reparan el adoquinado? ¿Cuántas veces has visto eso? ¿La hilera de carruajes que no están interesados en coger pasajeros? ¿El batallón de mendigos? Y el patio de carruajes de la parte de atrás está a tope de desocupados, que deambulan por ahí y vigilan las ventanas. A esos polis me refiero. Están apostados, y yo soy la pasta de cebo...

Llamaron a la puerta. Húmedo reconoció al autor; pretendía avisar sin molestar.

—Pasa, Stanley —dijo. La puerta se abrió.

—Soy yo, señor —anunció Stanley, que iba por la vida con el cuidado de un hombre que leyera un manual traducido de un idioma extranjero.

—Sí, Stanley.

—Jefe de sellos, señor —añadió Stanley.

—¿Sí, Stanley?

—Lord Vetinari está en el patio de los carruajes, señor, inspeccionando el nuevo mecanismo automático de recogida. Dice que no hay prisa, señor.

—Dice que no hay prisa —dijo Húmedo a Adora Belle.

—¿Más vale que corramos, entonces?

—Exacto.

* * *

—Un parecido asombroso a una horca —comentó lord Vetinari, mientras a su espalda los coches entraban y salían con estrépito.

—Permitirá que un carro rápido recoja las sacas de correos sin frenar —explicó Húmedo—. Eso significa que las cartas que salgan de oficinas rurales pequeñas podrán viajar con el expreso sin frenar el coche. Podría ahorrar unos minutos en recorridos largos.

—Y, por supuesto, si le permito quedarse con algunos de los caballos gólem, los coches podrían viajar a ciento cincuenta kilómetros por hora, según me cuentan, y me pregunto si esos ojos brillantes no podrán ver incluso a pesar de esta sopa de guisantes.

—Es posible, señor. Pero en realidad ya tengo todos los caballos gólem —dijo Húmedo.

Vetinari lo miró fríamente, y luego dijo:

—¡Ja! Y también tiene todas sus propias orejas. ¿De qué tasa de cambio estamos hablando?

—Mire, no es que quiera ser el Señor de los Gólems... —empezó Húmedo.

—Por el camino, por favor. Acompáñenme en mi carruaje.

—¿Adónde vamos?

—Aquí cerca. Vamos a ver al señor Doblado.

* * *

El payaso que abrió la pequeña puerta corredera de los imponentes portones del Gremio de Bufones paseó la mirada por Vetinari, Húmedo y Adora Belle, y ninguno le hizo mucha gracia.

—Venimos a ver al doctor Carablanca —anunció Vetinari—. Le conmino a que nos deje pasar con el mínimo de jolgorio.

La puerta se cerró de golpe. Se oyeron unos susurros apresurados y un traqueteo metálico, y una mitad de las puertas dobles se entreabrió, lo justo para que pasaran en fila india. Húmedo dio un paso al frente, pero Vetinari lo detuvo con una mano en el hombro y señaló hacia arriba con el bastón.

—Este es el Gremio de Bufones —dijo—. Espérese... diversión.

Había un cubo en equilibrio sobre la puerta. El patricio suspiró y lo empujó con el bastón. Se oyó un golpe y una rociadura de agua.

—No sé por qué persisten en esto, de verdad que no —dijo, mientras abría la puerta del todo y entraba—. No es divertido y alguien podría salir herido. Cuidado con la crema. —Se oyó un gemido procedente de la oscuridad de detrás de la puerta.

—El señor Doblado vino al mundo como Charlie Doblete, según el doctor Carablanca —dijo Vetinari, mientras apartaba la cortina de la carpa que ocupaba el patio del gremio—. Y nació payaso.

Docenas de payasos interrumpieron su entrenamiento diario para mirarlos pasar. Las tartas se quedaron sin lanzar, los pantalones no se llenaron de cal, los perros invisibles se detuvieron a medio pipí.

—¿Nació payaso? —dijo Húmedo.

—En efecto, señor Mustachen. Un gran payaso, de una estirpe de payasos. Ya lo vio ayer. El maquillaje de Charlie Doblete se ha transmitido de generación en generación durante siglos.

—¡Pensaba que se había vuelto loco!

—El doctor Carablanca, en cambio, cree que ha recuperado la cordura. El joven Doblado tuvo una infancia terrible, deduzco. Nadie le contó que era un payaso hasta los trece años. Y su madre, por motivos propios, reprimió en él toda payasidad.

—Debieron de gustarle los payasos de joven —dijo Adora Belle. Miró a su alrededor. Todos los payasos apartaron la vista enseguida.

—En su tiempo amó a los payasos —corroboró Vetinari—. O, mejor dicho, a un payaso. Y durante una noche.

—Ah. Ya veo —dijo Húmedo—. ¿Y luego el circo siguió su camino?

—Como hacen los circos, por desgracia. Después de lo cual sospecho que ella le cogió cierta inquina a los hombres de nariz roja.

—¿Cómo sabe todo esto? —preguntó Húmedo.

—Parte son conjeturas con cierta base, pero la señorita Paños le ha sacado mucha información en el último par de días. Es una dama de cierto calado y determinación.

En el otro extremo de la gran carpa había otra entrada, donde el maestro del gremio los esperaba.

Iba entero de blanco —sombrero blanco, botas blancas, ropa blanca y cara blanca— y, en esa cara, trazada con finas líneas de maquillaje rojo, una sonrisa contradecía al auténtico rostro, que era frío y orgulloso como el de un príncipe del Infierno.

El doctor Carablanca saludó a Vetinari con la cabeza.

—Milord...

—Doctor Carablanca —dijo el patricio—. ¿Cómo se encuentra el paciente?

—Ay, si tan solo hubiera acudido a nosotros cuando era joven —se lamentó Carablanca—, ¡qué payaso habría sido! ¡Qué dominio de los tiempos! Ah, por cierto, normalmente no permitimos la entrada al edificio del gremio a las visitantes de sexo femenino, pero dadas las circunstancias especiales no estamos aplicando esa regla.

—Vaya, cuánto me alegro —dijo Adora Belle, con ácido entreverado en todas las sílabas.

—Es solo que, diga lo que diga el grupo de Bromas Para Mujeres, las mujeres no son divertidas, y punto.

—Es un terrible mal —coincidió Adora Belle.

—Una dicotomía interesante, en realidad, puesto que tampoco lo son los payasos —dijo Vetinari.

—Siempre lo he pensado —dijo Adora Belle.

—Son trágicos —añadió Vetinari—, y nos reímos de su tragedia como nos reímos de la nuestra. La sonrisa pintada nos asalta desde la oscuridad y se burla de nuestra demencial fe en el orden, la lógica, el estatus, la realidad de la realidad. La máscara sabe que nacemos sobre la piel de plátano que solo conduce a la alcantarilla abierta de la perdición, y que lo único que podemos esperar es el aplauso de la multitud.

—¿Dónde encajan esos animales de globos que chirrían? —preguntó Húmedo.

—No tengo ni idea. Pero entiendo que, cuando los aspirantes a asesino entraron en acción, el señor Doblado estranguló a uno con un elefante rosa muy conseguido y humorístico, hecho de globos.

—Imagínate el ruido —dijo Adora Belle con alegría.

—¡Sí! ¡Qué ocurrencia! ¡Y sin ninguna formación! ¿Y lo de la escalera? ¡Auténtica payasada de combate! ¡Magnífico! —exclamó Carablanca—. Ya lo sabemos todo, Havelock. Cuando su madre murió, su padre regresó y, por supuesto, se lo llevó al circo. Cualquier payaso podía ver que el muchacho llevaba la guasa en las venas. ¡Esos pies! ¡Tendrían que habérnoslo mandado! ¡Un chico de esa edad puede ser complicado de llevar! Pero no, lo embutieron en la vieja ropa de su abuelo y lo sacaron de una patada a la pista en algún pueblo de mala muerte y, bueno, ahí fue donde los payasos perdieron un rey.

—¿Por qué? ¿Qué pasó? —dijo Húmedo.

—¿Usted qué cree? Se rieron de él.

* * *

Estaba lloviendo, y las ramas mojadas lo azotaban mientras atravesaba el bosque dando brincos. Sus pantalones anchos, de los que todavía goteaba cal, rebotaban arriba y abajo gracias a sus tirantes elásticos, y de vez en cuando le golpeaban en la barbilla.

Las botas estaban bien, no obstante. Eran unas botas maravillosas. Eran las únicas que le habían ido nunca bien.

Pero su madre lo había educado como es debido. La ropa debía ser de un gris respetable, el jolgorio era indecente y el maquillaje, pecado.

¡Bueno, el castigo no se había hecho esperar!

Al amanecer encontró un granero. Se frotó para quitarse la crema seca y el maquillaje cuarteado y se lavó en un charco. ¡Qué cara! La nariz gorda, la boca enorme, la lágrima blanca pintada... la recordaría en sus pesadillas, lo sabía.

Por lo menos conservaba su camisa y sus calzones, que cubrían todas las partes importantes. Estaba a punto de tirar todo lo demás cuando una voz interior lo frenó. Su madre estaba muerta y él no había podido impedir que los alguaciles se lo llevaran todo, hasta el anillo de latón al que ella sacaba brillo a diario. Nunca volvería a ver a su padre... Tenía que conservar algo, algo que le permitiese recordar quién era y por qué lo era, de dónde venía y hasta por qué se había ido. En el granero encontró un saco lleno de agujeros; bastaría. Metió dentro el odiado traje.

Más tarde, ese mismo día, se cruzó con unas caravanas aparcadas bajo los árboles, pero no eran las chillonas carretas del circo. Probablemente eran religiosos, pensó, y su madre había aprobado las religiones más tranquilas, siempre que los dioses no fueran extranjeros.

Le dieron guiso de conejo. Y cuando miró por encima del hombro de un hombre que estaba sentado apaciblemente ante una mesita plegable, vio un libro lleno de números, todos escritos a mano. Le gustaban los números. Siempre habían tenido sentido en un mundo que carecía de él. Y entonces le preguntó al hombre, con mucha educación, qué era el número de abajo del todo, y la respuesta fue: «Es lo que llamamos el total». Y él había replicado: «No, eso no es el total, eso es el total menos tres cuartos de penique». «¿Cómo lo sabes?», preguntó el hombre, y él le respondió: «Porque lo veo», y el hombre protestó: «¡Pero si solo le has echado un vistazo por encima!». Y él le dijo: «Bueno, sí, ¿no es así como se hace?».

Y después se abrieron más libros y la gente se reunió a su alrededor y le dio sumas que hacer, y eran todas tan, tan fáciles...

Le daban toda la diversión que el circo le negaba, y además no había crema de por medio, jamás.

* * *

Abrió los ojos, y distinguió las figuras borrosas.

—¿Van a detenerme?

Húmedo miró de reojo a Vetinari, que hizo un gesto vago con la mano.

—No necesariamente —dijo Húmedo con cautela—. Sabemos lo del oro.

—Sir Joshua dijo que desvelaría lo de mi... familia.

—Sí, lo sabemos.

—La gente se reiría. No podía tolerarlo. Y luego creo que... ya sabe, creo que me convencí a mí mismo de que el asunto del oro había sido un sueño. De que, siempre que no mirase, seguiría allí. —Se detuvo, como si unos pensamientos aleatorios formaran cola para usar su boca—. El doctor Carablanca ha tenido la amabilidad de mostrarme la historia de la cara de los Charlie Doblete... —Otra pausa—. Dicen que lancé tartas de crema con una puntería considerable. Quizá mis antepasados estarían orgullosos.

—¿Cómo se siente ahora? —preguntó Húmedo.

—Oh, bastante bien conmigo mismo —respondió Doblado—. Quienquiera que sea ese.

—Bien. Entonces quiero verle mañana en el trabajo, señor Doblado.

—¡No puede pedirle que vuelva tan pronto! —protestó la señorita Paños.

Húmedo se volvió hacia Carablanca y Vetinari.

—¿Podrían dejarnos a solas, caballeros?

El jefe de los payasos adoptó una expresión afrentada que la permanente sonrisa alegre empeoraba más aún, pero la puerta se cerró a sus espaldas.

—Escuche, señor Doblado —dijo Húmedo con tono apremiante—. Estamos en un buen lío...

—Yo creía en el oro, de verdad —dijo Doblado—. No sabía dónde estaba, pero creía.

—Bien. Y probablemente sigue existiendo en el joyero de Pucci —replicó Húmedo—. Pero quiero abrir el banco otra vez mañana, y la gente de Vetinari ha repasado hasta el último papel que ha encontrado y ya puede imaginarse la clase de desorden que habrán dejado. Además, mañana quiero lanzar los billetes, ¿sabe? ¿El dinero que no necesita oro? Y el banco no necesita oro. Eso ya lo sabemos. ¡Ha funcionado durante años con una cámara acorazada llena de chatarra! Pero el banco sí lo necesita a usted, señor Doblado. Los Espléndido se han metido en un buen lío, Cosmo está encerrado en alguna parte, el personal no sabe ni en qué mundo vive, señor Doblado, y mañana el banco abre y usted tiene que estar allí. ¿Por favor? Ah, sí, el presidente ha tenido la deferencia de ladrar su consentimiento a que se le asigne un salario de sesenta y cinco dólares al mes. Sé que no es usted un hombre que se deje influenciar por el dinero, pero el aumento podría merecer la reflexión de alguien que se estuviera planteando un, ejem, cambio en sus condiciones domésticas.

No era un tiro a ciegas. Era un tiro a plena luz, a una luz deslumbrante. La señorita Paños era sin duda una mujer con un plan, y tenía que ser mejor que el resto de una vida pasada en una habitación estrecha de la calle Olmo.

—Queda a su elección, por supuesto —dijo, mientras se ponía en pie—. ¿Lo están tratando bien, señorita Paños?

—Solo porque yo estoy aquí —respondió ella con agudeza—. ¡Esta mañana han venido tres payasos con una soga grande y un elefante pequeño que querían sacarle un diente, al pobre! ¡Y después, apenas los había echado cuando otros dos han llegado y se han puesto a encalar la habitación, de manera muy ineficiente, en mi opinión! ¡Los he echado con viento fresco, puede estar bien seguro!

—¡Bien hecho, señorita Paños!

Vetinari esperaba fuera del edificio con la puerta del carruaje abierta.

—Entrarán —dijo.

—En realidad son cuatro pasos hasta...

—Entren, señor Mustachen. Iremos por el camino bonito. —Y mientras el carruaje arrancaba, Vetinari dijo—: Creo que usted piensa que nuestra relación es un juego. Cree que todos los pecados tendrán su perdón. De manera que permítame enseñarle esto.

Levantó un bastón negro, con una calavera de plata por pomo, y tiró del mango.

—Este curioso objeto obraba en posesión de Cosmo Espléndido —explicó mientras la hoja se deslizaba hacia fuera.

—Lo sé. ¿No es una réplica del suyo? —dijo Húmedo.

—¡Oh, por favor! —exclamó Vetinari—. ¿Soy un gobernante del tipo «espada forjada con la sangre de mil hombres»? Lo siguiente será una corona de calaveras, como si lo viese. Creo que Cosmo la encargó.

—¿De manera que es la réplica de un rumor? —Fuera del carruaje se estaban abriendo unas puertas.

—En efecto —dijo Vetinari—. La copia de algo que no existe. Solo cabe esperar que no sea auténtica en todos los aspectos.

Se abrió la portezuela del vehículo, y Húmedo salió a los jardines del palacio. Tenían el aspecto habitual de esa clase de sitios: limpios, ordenados, mucha gravilla, árboles puntiagudos y ninguna hortaliza.

—¿Qué hacemos aquí? —preguntó Adora Belle—. Es por los gólems, ¿no es así?

—Señorita Buencorazón, ¿qué opinan nuestros gólems locales de este nuevo ejército?

—No les gusta. Creen que causará problemas. No tienen chem que pueda cambiarse. Son peores que zombis.

—Gracias. Una pregunta más: ¿matarían?

—Históricamente, los fabricantes de gólems han aprendido a no hacer gólems que maten...

—¿Eso es un no?

—¡No lo sé!

—Vamos avanzando. ¿Es posible darles una orden que no pueda ser contramandada por otra persona?

—Bueno, esto... Sí. Si nadie más conoce el secreto.

—¿Que es...? —Vetinari se volvió de nuevo hacia Húmedo, y desenvainó la espada.

—Tiene que ser el modo en que doy las órdenes, señor —dijo Húmedo, mirando con los ojos bizcos el filo de la espada por segunda vez. Sí que tenía destellos, sí.

Estaba preparado para lo que pasó, solo que sucedió totalmente del revés.

Vetinari le entregó la espada y dijo:

—Señorita Buencorazón, desearía de verdad que no se ausentara de la ciudad durante largos períodos. Hace que este hombre busque el peligro. Cuéntenos el secreto, señor Mustachen.

—Creo que podría ser demasiado peligroso, señor.

—Señor Mustachen, ¿necesito una placa que ponga «tirano»?

—¿Puedo proponerle un trato?

—Por supuesto. Soy un hombre razonable.

—¿Lo cumplirá?

—No. Pero ofreceré otro trato. La Oficina de Correos puede quedarse seis caballos gólem. Los demás gólems guerreros se considerarán protegidos de la Fundación del Gólem, pero el uso de cuatrocientos de ellos para mejorar el funcionamiento de los clacs concitará, estoy seguro, la aprobación internacional. Reemplazaremos el oro por los gólems como base de nuestra moneda, como con tanta elocuencia ha defendido usted. Entre los dos han vuelto la situación internacional muy... interesante...

—Perdón, ¿por qué soy yo quien sostiene esta espada? —dijo Húmedo.

—... y usted nos contará el secreto y, lo mejor de todo, saldrá vivo —finalizó Vetinari—; ¿y quién va a ofrecerle un trato mejor?

—Oh, de acuerdo —dijo Húmedo—. Sabía que esto acabaría pasando. Los gólems me obedecen por...

—... porque lleva un traje dorado y en consecuencia, a sus ojos, es un sacerdote umniano —dijo Vetinari—. Porque para que una orden se realice plenamente la persona adecuada debe decir las palabras adecuadas al receptor adecuado. Yo antes era bastante estudioso. Es una cuestión de razonamiento. No siga mirándome así con la boca abierta.

—¿Ya lo sabía?

—No era exactamente magia dragónica.

—¿Y por qué me ha dado esta horrible espada?

—Sí que es de muy mal gusto, ¿verdad? —dijo Vetinari, que se la quitó—. Cualquiera diría que pertenece a alguien con un nombre del estilo de Krax el Poderoso. Tan solo me interesaba constatar que estaba más asustado cuando la sostenía. Realmente usted no es un hombre violento, ¿verdad...?

—¡Eso no era necesario! —protestó Húmedo. Adora Belle sonreía.

—Señor Mustachen, señor Mustachen, señor Mustachen, ¿es que nunca aprenderá? —dijo Vetinari, envainando la espada—. Uno de mis predecesores condenaba a la gente a ser descuartizada por tortugas salvajes. No era una muerte rápida. A él le parecía la monda. Perdóneme si mis placeres son un poco más cerebrales, quiere. Y ahora, a ver, ¿qué era lo otro? Ah, sí, lamento comunicarle que un hombre llamado Mechuelo Abrazadera ha muerto.

Había algo en la manera en que lo había dicho...

—¿Lo llamó un ángel?

—Es muy probable, señor Mustachen. Pero si tiene usted necesidad de más diseños, estoy seguro de que podré encontrar a alguien en palacio que le ayude.

—Había llegado su hora, estoy seguro —dijo Húmedo—. Me alegro de que ahora esté en un lugar mejor.

—Menos húmedo, desde luego. Ahora váyase. Mi carruaje está a su disposición. ¡Tiene un banco que abrir! El mundo sigue girando, y esta mañana gira sobre mi mesa. Vamos, Don Tiquismiquis.

—¿Puedo hacer una sugerencia que tal vez ayude? —dijo Húmedo, mientras Vetinari se daba la vuelta.

—¿De qué se trata?

—Bueno, ¿por qué no les cuenta el secreto dorado a todos los demás gobiernos de las Llanuras? Así nadie podría usarlos como soldados. De esa manera habría menos presión.

—Hum, interesante. ¿Y usted estaría de acuerdo con eso, señorita Buencorazón?

—¡Sí! ¡No queremos ejércitos de gólems! ¡Es muy buena idea!

Vetinari se agachó para darle a Don Tiquismiquis una galleta de perro. Cuando se enderezó, se había producido un cambio casi imperceptible en su expresión.

—Anoche —dijo—, algún traidor envió el secreto dorado a los dirigentes de todas las grandes ciudades de las Llanuras mediante un mensaje de clacs, cuyo origen parece imposible de rastrear. ¿No sería usted, verdad, señor Mustachen?

—¿Yo? ¡No!

—Pero acaba de sugerirlo, ¿no es así? Hay quien lo llamaría traición, por cierto.

—Lo he mencionado ahora mismo de pasada —dijo Húmedo—. ¡No puede endosármelo a mí! De todas formas, era buena idea —añadió, tratando de no cruzar la mirada con Adora Belle—. Si usted no piensa primero en no usar gólems asesinos de quince metros, algún otro lo hará.

La oyó soltar una risita tonta, por primera vez en su vida.

—¿Ahora ha encontrado gólems asesinos de quince metros, señorita Buencorazón? —preguntó Vetinari, con cara de severidad, como si fuese a añadir: «¡Espero que haya traído bastantes para todos!».

—No, señor. No los hay —dijo Adora Belle, intentando mantenerse seria sin mucho éxito.

—Bueno, no importa. Estoy seguro de que alguna persona ingeniosa ideará uno para usted en algún momento. Cuando lo hagan, no dude en refrenarse de traerlo a casa. Entretanto, tenemos este maldito hecho consumado. —Vetinari meneó la cabeza con lo que Húmedo estaba seguro de que era irritación genuinamente fingida y prosiguió—: Un ejército que obedeciera a cualquiera que llevase una chaqueta brillante, un megáfono y el mensaje «Cavad un agujero y enterraos» en umniano convertiría la guerra en una farsa entretenida y poco más. Pueden estar seguros de que organizaré un comité investigador. No descansará, aparte de las reglamentarias pausas para el té con galletas, hasta que haya descubierto al culpable. Me tomaré un interés personal en el asunto, por supuesto.

Por supuesto que lo harás, pensó Húmedo. Y sé que mucha gente me oyó gritar órdenes en umniano, pero cuento con un hombre que piensa que la guerra es un miserable derroche de consumidores. Un hombre que es mejor artista del engaño de lo que yo seré nunca, que piensa que los comités son una especie de papelera, que puede convertir a diario el chisporroteo en salchicha...

Húmedo y Adora Belle se miraron. Sus miradas estuvieron de acuerdo: ha sido él. Pues claro que ha sido él. Downey y todos los demás sabrán que ha sido él. Los seres que viven en las paredes húmedas sabrán que ha sido él. Y nadie lo demostrará jamás.

—Puede confiar en nosotros —aseguró Húmedo.

—Sí. Lo sé —dijo Vetinari—. Vamos, Don Tiquismiquis. A lo mejor hay tarta.

* * *

A Húmedo no le apetecía otro trayecto en carruaje. Los carruajes traían asociaciones desagradables en esos momentos.

—Ha ganado, ¿no es así? —preguntó Adora Belle, mientras la niebla los envolvía.

—Bueno, tiene al presidente comiendo de su mano.

—¿Puede hacer eso?

—Creo que cae bajo la regla del Quia Ego Sic Dico.

—Sí, ¿qué significa eso?

—«Porque lo digo yo», creo.

—¡Pues vaya una regla!

—En realidad, es la única que necesita. Bien pensado, podría ser...

—¡Me debe cinco mil, sheñor Relumbrón! —La figura salió de la penumbra y se situó detrás de Adora Belle en un solo movimiento—. Nada de trucos, sheñorita, que llevo navaja —dijo Cribbins, y Húmedo oyó cómo a Adora Belle se le cortaba la respiración—. Tu amigote me los prometió por venderte y, como te vendiste tú sholo y lo mandashte al loquero, yo creo que estás en deuda conmigo, ¿no?

La mano de Húmedo se movió poco a poco hasta el bolsillo, pero se vio desprovista de ayuda. Sus amiguitos habían sido confiscados; en el Rapapolvo no gustaba que los inquilinos llevaran cachiporras y ganzúas, porque esperaba que esos artículos los comprasen a los carceleros, como todos los demás.

—Guarda la navaja y podremos hablar —dijo.

—¡Oh, sí, hablar! ¡Hablar te gusta, anda que no! ¡Tienes un piquito de oro, ya lo creo! ¡Te he vishto! ¡Te pones a largar y eres el chico de oro! ¡Les shueltas que vas a robarles y se ríen! ¿Cómo les colashte esa, eh?

Cribbins mascaba y escupía de furia. Las personas enfadadas cometen errores, pero eso no es ningún consuelo cuando sostienen una navaja a unos centímetros de los riñones de tu novia. Adora Belle se había puesto pálida, y Húmedo confió en que hubiese deducido que aquel no era momento de dar un pisotón. Por encima de todo, tuvo que refrenarse de mirar por encima del hombro de Cribbins, porque en los confines de su visión estaba seguro de que alguien se acercaba sigilosamente.

—No es momento para actuar a la ligera —dijo en voz alta. La sombra en la niebla pareció detenerse—. Cribbins, por eso nunca triunfaste —prosiguió Húmedo—. O sea, ¿esperas que lleve ese dineral encima?

—Por aquí hay un montón de shitios donde ponernos cómodosh mientras eshperamos, ¿eh?

Tonto, pensó Húmedo. Tonto pero peligroso. Y un pensamiento dijo: Es cerebro contra cerebro. Y un arma que él no sabe usar te pertenece. Apriétale.

—Vete sin más y nos olvidaremos de que te hemos visto —dijo—. Es la mejor oferta que vas a conseguir.

—¿Vash a intentar camelarme para salir de eshta, cabrón caradura? Voy a...

Se oyó un latigazo metálico y Cribbins emitió un ruido. Era el sonido de alguien que intentaba gritar pero hasta eso le resultaba demasiado doloroso. Húmedo agarró a Adora Belle mientras el hombre se doblaba por la mitad, buscándose la boca con la mano. Se oyó un sonido metálico, y en la mejilla de Cribbins apareció sangre, lo que le hizo gimotear y revolcarse hecho un ovillo por los suelos. Aun entonces, sonaron más latigazos mientras la dentadura de un muerto, maltratada y mal usada a lo largo de muchos años, dejaba escapar por fin al fantasma que estaba haciendo un denodado esfuerzo por llevarse al odiado Cribbins por delante. Más tarde, el médico diría que un muelle había llegado hasta los senos nasales.

El capitán Zanahoria y el cabo Nobbs salieron corriendo de la niebla y contemplaron al hombre postrado que se retorcía de vez en cuando con un «clinc».

—Lo siento, señor, les perdimos en la niebla —se disculpó Zanahoria—. ¿Qué le ha pasado?

Húmedo abrazó a Adora Belle con fuerza.

—Su dentadura ha explotado —dijo.

—¿Cómo ha podido pasar eso, señor?

—No tengo ni idea, capitán. ¿Por qué no hacer una buena obra y llevarlo al hospital?

—¿Querrá presentar denuncia, señor Mustachen? —preguntó Zanahoria mientras levantaba al gimoteante Cribbins con algo de cuidado.

—Preferiría que me presentaran un coñac —dijo Húmedo.

Pensó que quizá Mollestya había estado esperando su momento. Más me vale ir a su templo y colgar un cucharón bien grande. Tal vez no sea buena idea ser desagradecido...

* * *

El secretario Drumknott entró de puntillas con sus zapatos de suela de terciopelo en el despacho de lord Vetinari.

—Buenos días —dijo su señoría, mientras se volvía y dejaba de mirar por la ventana—. La niebla tiene un tinte amarillo muy agradable esta mañana. ¿Hay noticias de Hastalafecha?

—La Guardia de Quirm lo anda buscando, señor —respondió Drumknott, que le dejó delante la edición urbana del Times.

—¿Por qué?

—Compró un billete para Quirm.

—Pero le habrá comprado al cochero otro para Genua. Huirá todo lo lejos que pueda. Mande un clacs breve a nuestro hombre allí, ¿de acuerdo?

—Espero que tenga razón, señor.

—¿De verdad? Yo espero que no. Me haría bien. Ja. Jaja.

—¿Señor?

—Veo que el Times ha vuelto a sacar una primera plana a color. El anverso y el dorso del billete de un dólar.

—Sí, señor. Muy bonito.

—Y a tamaño real —dijo Vetinari, que aún sonreía—. Leo aquí que es para familiarizar a la gente con el aspecto que tienen. En este preciso instante, Drumknott, en este preciso instante, ciudadanos honrados están cortando con mucho cuidado las dos caras de este billete y las están pegando.

—¿Quiere que hable con el director, señor?

—No. Será más entretenido dejar que los acontecimientos sigan su curso. —Vetinari se recostó en su silla y cerró los ojos con un suspiro—. Muy bien, Drumknott, me siento lo bastante fuerte para oír qué trae hoy la viñeta política.

Se oyó un crujido de papeles mientras Drumknott buscaba la página adecuada.

—Bueno, aquí hay una caricatura muy buena de Don Tiquismiquis. —Bajo la silla de Vetinari, el perro abrió los ojos al oír su nombre. Lo mismo hizo su nuevo amo, con más urgencia.

—¿No llevará nada en la boca?

—No, señor —respondió Drumknott con calma—. Esto es el Times de Ankh-Morpork, señor.

Vetinari volvió a relajarse.

—Continúe.

—Lleva una correa, señor, y parece desacostumbradamente feroz. Usted sostiene la correa, señor. Delante de él, retrocediendo con nerviosismo hacia una esquina, hay un grupo de gatos muy gordos. Llevan chistera, señor.

—Típico de los gatos, sí.

—Y llevan escrito «Los Bancos» encima —añadió Drumknott.

—¡Muy sutil, en efecto!

—Mientras que usted, señor, agita hacia ellos un puñado de dinero de papel, y en el bocadillo pone...

—No me lo diga: ¿«Esto NO sabe a piña»?

—Muy bien, señor. Por cierto, da la casualidad de que los presidentes del resto de bancos de la ciudad quieren hablar con usted, cuando le vaya bien.

—Estupendo. Esta tarde, pues.

Vetinari se levantó y caminó hasta la ventana. La niebla empezaba a clarear, pero su manto en movimiento aún ocultaba la ciudad.

—El señor Mustachen es un hombre muy... popular, ¿no cree, Drumknott? —dijo Vetinari, con la vista puesta en la bruma.

—Oh, sí, señor —respondió el secretario, doblando el periódico—. Extremadamente.

—Y muy confiado en sí mismo, diría.

—Eso parece.

—¿Y leal?

—Recibió un tartazo por usted, señor.

—Un pensador táctico veloz, entonces.

—Desde luego.

—Teniendo en cuenta que su propio futuro volaba también en esa tarta.

—Ciertamente es sensible a las corrientes políticas, de eso no cabe duda —dijo Drumknott, mientras recogía su legajo de archivos.

—Y, como dice, popular —prosiguió Vetinari, que seguía siendo una silueta delgada sobre el fondo de la niebla.

Drumknott esperó. Húmedo no era el único sensible a las corrientes políticas.

—Un activo para la ciudad, en efecto —dijo Vetinari, al cabo de un rato—. Y no deberíamos desaprovecharlo. Es obvio, sin embargo, que debe seguir en el Banco Real lo suficiente para plegarlo a su entera satisfacción —musitó. Drumknott no dijo nada, pero dispuso varios de los archivos en un orden más agradable. Un nombre le llamó la atención, y pasó un fichero al primer lugar—. Por supuesto, después volverá a entrarle el desasosiego y se convertirá en un peligro para sí mismo y los demás...

Drumknott sonrió a sus archivos. Dejó la mano suspendida en el aire justo encima...

—Hablando de todo un poco, ¿cuántos años tiene el señor Arruguero?

—¿El recaudador jefe? Setenta y pico, señor —dijo Drumknott, tras abrir el archivo que había seleccionado de antemano—. Sí, setenta y cuatro, dice aquí.

—Hace poco hemos sopesado sus métodos, ¿no es así?

—Así es, señor, en efecto. La semana pasada.

—Tengo la impresión de que no es un hombre de mentalidad flexible. Anda un poco perdido en el mundo moderno. Sostener a alguien boca abajo sobre un cubo y sacudirlo con ganas no es el futuro. No le culparé cuando decida solicitar una honorable y merecida jubilación.

—Sí, señor. ¿Cuándo le gustaría que lo decidiera, señor? —preguntó Drumknott.

—No hay prisa —dijo Vetinari—. No hay prisa.

—¿Se ha parado a pensar en su sucesor? No es un cargo que cree amigos —señaló Drumknott—. Haría falta una clase especial de persona.

—Lo pensaré —dijo Vetinari—. Sin duda surgirá algún nombre.

* * *

El personal del banco entró temprano a trabajar, abriéndose paso entre el gentío que llenaba la calle porque a) aquel era otro acto en el maravilloso teatro callejero que era Ankh-Morpork y b) iba a armarse un buen pollo como su dinero hubiera desaparecido. No había, sin embargo, señales del señor Doblado o la señorita Paños.

Húmedo estaba en la Casa de la Moneda. Los hombres del señor Bobinas habían hecho, en suma, todo lo que habían podido. Es una expresión de disculpa, que suele emplearse para denotar que el resultado está apenas un paso por encima de la mediocridad, pero lo que ellos podían estaba un salto por encima de lo extraordinario.

—Estoy seguro de que podemos mejorarlos —dijo el señor Bobinas, mientras Húmedo se regalaba la vista.

—¡Son perfectos, señor Bobinas!

—Ni mucho menos. Pero es muy amable por decirlo. Llevamos hechos setenta mil, de momento.

—¡No basta ni de lejos!

—Con el debido respeto, esto no es como imprimir un periódico. Pero vamos mejorando. ¿Había hablado usted de otras cantidades...?

—Oh, sí. De dos, de cinco y de diez dólares para empezar. Y los de cinco y de diez hablarán.

No basta ni de lejos, pensó, mientras los colores del dinero fluían entre sus dedos. La gente hará cola por esto. No querrán las sucias y pesadas monedas, ¡no cuando vean esto! ¡Respaldados por gólems! ¿Qué es una moneda comparada con la mano que la sostiene? ¡Eso es valor! ¡Eso es riqueza! Hum, sí, eso quedaría bien en el billete de dos, de paso, a ver si no se me olvida.

—El dinero... ¿hablará? —dijo el señor Bobinas con cautela.

—Diablillos —explicó Húmedo—. Son solo una especie de conjuro inteligente. Ni siquiera necesitan tener forma. Los imprimiremos en los billetes de más valor.

—¿Cree que la universidad estará de acuerdo? —preguntó Bobinas.

—Sí, porque pienso poner la cabeza de Ridcully en el billete de cinco dólares. Iré a hablar con Ponder Stibbons. Esto es un ejemplo clarísimo de magia desaconsejablemente aplicada.

—¿Y qué diría el dinero?

—Lo que queramos. «¿Esa compra es necesaria de verdad?» quizá, o «¿Por qué no ahorrarme para las vacas flacas?». ¡Las posibilidades son infinitas!

—A mí suele decirme adiós —dijo un impresor, lo que provocó las risas de rigor.

—Bueno, a lo mejor podemos conseguir que además te tire un beso —dijo Húmedo. Se volvió hacia los Hombres de las Casetas, que estaban radiantes y relucientes con su flamante importancia—. Y ahora, si alguno de estos caballeros me ayuda a llevar este lote al banco...

Las manecillas del reloj avanzaban sin piedad hacia la hora en punto cuando Húmedo llegó, y todavía no se sabía nada del señor Doblado.

—¿Va bien ese reloj? —preguntó Húmedo, mientras las agujas comenzaban el relajante paseo hacia la media hora.

—Oh, sí, señor —dijo un empleado del mostrador—. El señor Doblado lo pone en hora dos veces al día.

—Puede, pero no ha pasado por aquí desde hace más de...

Las puertas se abrieron de par en par, y allí estaba él. Húmedo se había esperado por algún motivo la ropa de payaso, pero aquel era el Doblado pulcro y reluciente, como planchado con la ropa puesta, con su elegante chaqueta, sus pantalones de raya diplomática y...

... la nariz roja. Además iba cogido del brazo de la señorita Paños.

Los empleados se quedaron mirando, demasiado pasmados para reaccionar.

—Damas y caballeros —dijo Doblado, y el eco de su voz resonó en el repentino silencio—. Debo tantas disculpas... He cometido muchos errores. En verdad, mi vida entera ha sido un error. Creía que el auténtico valor residía en trozos de metal. Gran parte de aquello en lo que creía no vale nada, en realidad, pero el señor Mustachen creyó en mí y por eso estoy hoy aquí. Hagamos dinero que no se base en un truco de la geología sino en el ingenio de la mano y el cerebro. Y ahora... —Hizo una pausa, porque la señorita Paños le había apretado la mano—. Ah, sí, ¿cómo podía olvidarme? —prosiguió—. Lo que ahora creo con todo mi corazón es que la señorita Paños se casará conmigo en la Capilla de la Diversión del Gremio de Bufones el sábado, en una ceremonia que será conducida por el reverendo hermano «Yuju» Uépala. Por supuesto están todos invitados...

—... pero vayan con cuidado con lo que llevan porque es una boda de punta en blanqueo —dijo la señorita Paños con timidez, o lo que ella probablemente tomaba por timidez.

—Y con eso solo me queda... —Doblado intentó continuar, pero el personal había asimilado lo que sus oídos habían escuchado y se echó encima de la pareja, las mujeres atraídas hacia la que pronto dejaría de ser la señorita Paños por la legendaria fuerza de gravedad de un anillo de compromiso, mientras que los hombres empezaron dando palmadas al señor Doblado en la espalda y acabaron con lo impensable, que consistió en levantarlo del suelo y pasearlo a hombros por la sala.

Al final fue Húmedo quien tuvo que hacer bocina con las manos y gritar:

—¡Miren qué hora es, damas y caballeros! ¡Nuestros clientes están esperando, damas y caballeros! ¡No entorpezcamos la misión de hacer dinero! ¡No debemos ser un dique en el flujo económico!

... y se preguntó qué estaría haciendo Hubert en ese momento...

* * *

Con la lengua fuera por la concentración, Igor retiró un tubo delgado de las rumorosas entrañas del Borbotrón.

Unas pocas burbujas ascendieron en zigzag hasta lo más alto de la hidrounidad central y estallaron en la superficie con un «glup».

Hubert emitió un profundo suspiro de alivio.

—Bien hecho, Igor, solo falta uno para... ¿Igor?

—Aquí mizmo, zeñor —dijo Igor, que estaba justo detrás de él.

—Parece que está funcionando, Igor. ¡Nuestro buen amigo el silicio de técnica mixta! ¿Pero estás seguro de que después seguirá funcionando como modelador económico?

—Zí, zeñor. Tengo plena confianza en la nueva diztribución de válvulaz. La ciudad afectará al Borbotrón, por azí decirlo, pero no a la inverza.

—Aun así, sería espantoso que cayera en las manos equivocadas, Igor. Me pregunto si debería entregar el Borbotrón al gobierno. ¿Qué opinas?

Igor recapacitó. En su experiencia, una definición excelente de «las manos equivocadas» era «el gobierno».

—Creo que debería aprovechar la oportunidad para zalir un poco máz, zeñor —propuso con amabilidad.

—Sí, supongo que me he estado excediendo —dijo Hubert—. Hum... acerca del señor Mustachen...

—¿Zí?

Hubert tenía el aspecto de un hombre que había estado luchando con su conciencia y había recibido un rodillazo en el ojo.

—Quiero poner el oro en la cámara otra vez. Resolvería todos estos problemas.

—Pero fue robado hace añoz, zeñor —explicó Igor con paciencia—. No fue culpa zuya.

—No, pero estaban culpando al señor Mustachen, que siempre ha sido muy amable con nosotros.

—Creo que ha zalido bien parado de ezta, zeñor.

—Pero podríamos devolverlo —insistió Hubert—. Volvería de dondequiera que lo llevaran, ¿no?

Igor se rascó la cabeza, provocando un leve sonido metálico. Había seguido los acontecimientos con más atención de la que Hubert les dedicaba y, por lo que él entendía, el oro desaparecido se lo habían gastado los Espléndido hacía años. El señor Mustachen había tenido algún problema, pero a Igor le parecía que los problemas golpeaban al señor Mustachen como una ola gigante a una flotilla de patos. Después no había ola pero seguía quedando mucho pato.

—Podría zer —reconoció.

—Y eso sería algo bueno, ¿no? —insistió Hubert—. Y ha sido muy amable con nosotros. Le debemos ese pequeño favor.

—No creo...

—¡Es una orden, Igor!

Igor sonrió radiante. ¡Por fin! Tanta educación lo tenía frito. Lo que un Igor esperaba eran órdenes demenciales. Para eso nacía (y, hasta cierto punto, era construido) un Igor. ¿Una orden a gritos de que hiciera algo de dudosa moralidad con un resultado impredecible? ¡Eztupendo!

Por supuesto, con rayos y truenos habría quedado mejor. En lugar de eso hubo solo el burbujeo del Borbotrón y un dulce tintineo de cristal que siempre hacía que Igor pensara que estaba en una fábrica de campanillas. Pero a veces no queda más remedio que improvisar.

Llenó el pequeño recipiente de la Reserva de Oro hasta la marca de las diez toneladas, manipuló el reluciente cuadro de válvulas durante un minuto o dos y luego retrocedió unos pasos.

—Cuando gire ezta rueda, amo, el Borbotrón depozitará un análogo del oro en la cámara y dezpuéz cortará la coneczión.

—Muy bien, Igor.

—Ezto, ¿no le guztaría gritar algo, por un cazual? —sugirió.

—¿Como qué?

—Oh, no zé... quizá: «¡¡Me acusaron... lo siento, acuzaron... lo ziento... de eztar loco, pero ahora verán lo que ez bueno!!».

—No me pega mucho.

—¿No? —dijo Igor—. ¿Quizá una carcajada, entoncez?

—¿Eso ayudaría?

—Zí, zeñor —afirmó Igor—. Me ayudaría a mí.

—Bueno, de acuerdo, si tú lo crees —dijo Hubert. Dio un sorbo de la jarra que Igor acababa de usar y se aclaró la garganta—. Ja —dijo—. Ejem, jajaa ja JA JA, JA JA JA JA...

Qué manera de desperdiciar un don maravilloso, pensó Igor, y giró la rueda.

¡Glup!

* * *

Incluso desde allí abajo, en las cámaras, se oía el runrún de la actividad en el banco.

Húmedo caminaba bajo el peso de una caja de billetes bancarios, para irritación de Adora Belle.

—¿Por qué no puedes meterlos en una caja fuerte?

—Porque están llenas de monedas. En cualquier caso, tendremos que guardarlos aquí de momento, hasta que nos organicemos.

—En realidad solo quieres consumar la victoria, ¿verdad? Tu triunfo sobre el oro.

—Un poco sí.

—Has vuelto a salirte con la tuya.

—Yo no lo expresaría exactamente así. Gladys ha presentado una solicitud para ser mi secretaria.

—Te daré un consejo: no dejes que se siente en tu regazo.

—¡Hablo en serio! ¡Está feroz! ¡Es probable que ahora quiera mi trabajo! ¡Se cree todo lo que lee!

—Ahí tienes tu respuesta, entonces. ¡Por favor, ella es el menor de tus problemas!

—Todo problema es una oportunidad —dijo Húmedo con tono remilgado.

—Bueno, si vuelves a molestar a Vetinari tendrás una oportunidad única en la vida de no tener que comprarte nunca otro sombrero.

—No, yo creo que le gusta tener un poco de oposición.

—¿Y a ti se te da bien saber cuánta?

—No. Es lo que me hace disfrutar. Hay unas vistas fantásticas desde el punto de no retorno.

Húmedo abrió la cámara y dejó la caja en un estante. Parecía algo perdida y sola, pero entreoía a lo lejos el martilleo de la prensa en la Casa de la Moneda, donde los hombres del señor Bobinas trabajaban duro para proporcionarle compañía.

Adora Belle se apoyó en el marco de la puerta y lo observó con detenimiento.

—Me han contado que, mientras estuve fuera, hiciste toda clase de temeridades. ¿Es verdad?

—Me gusta coquetear con el riesgo. Siempre ha sido una parte de mi vida.

—Pero no haces esa clase de locuras cuando yo ando cerca —dijo Adora Belle—. O sea que soy emoción suficiente, ¿no?

Avanzó. Los tacones ayudaban, claro, pero Púa podía moverse como una serpiente luciendo palmito, y los vestidos severos, ajustados y ostensiblemente recatados que llevaba lo dejaban todo a la imaginación, lo cual es mucho más inflamador que no dejar nada. La especulación siempre es mucho más interesante que los hechos.

—¿En qué estás pensando ahora mismo? —preguntó ella. Tiró el final de su cigarrillo y lo mató con un tacón.

—Huchas —dijo Húmedo al instante.

—¿Huchas?

—Sí, con la forma del banco y la Casa de la Moneda. Para enseñar a los chavalines la costumbre del ahorro. La ranura del dinero podría estar donde la Falsa Moneda...

—¿De verdad estás pensando en huchas?

—Bueno, no. Estoy coqueteando con el peligro una vez más.

—¡Eso está mejor!

—Aunque debes reconocer que es una idea bastante inge...

Adora Belle agarró a Húmedo por los hombros.

—Húmedo von Mustachen, si no me das un buen beso con lengua ahora mismo... ¡Au! ¿Hay pulgas aquí abajo?

Parecía una granizada. El aire de la cámara se había convertido en una neblina dorada. Habría sido bonito, si no fuese tan pesado. Dolía donde tocaba.

Húmedo la agarró de la mano y la sacó mientras la nube de partículas se convertía en un torrente. Fuera, se quitó el sombrero, que ya pesaba tanto que hacía peligrar sus orejas, y volcó en el suelo una pequeña fortuna en oro. La cámara ya estaba medio llena.

—Oh, no —gimió—. Justo cuando iba todo tan bien...

Epílogo

lancura, frescor, olor a almidón.

—Buenos días, milord.

Cosmo abrió los ojos. Una cara femenina, rodeada por una cofia blanca, lo estaba mirando desde arriba.

Ajá, conque había funcionado. Siempre supo que funcionaría.

—¿Le apetece levantarse? —preguntó la mujer, retrocediendo un paso. Detrás de ella había un par de hombres corpulentos, también vestidos de blanco. Todo iba exactamente como debía.

Bajó la vista al lugar donde debería haber un dedo entero y vio un muñón cubierto por una venda. No recordaba del todo cómo había sucedido aquello, pero no pasaba nada. Al fin y al cabo, para cambiar, había que perder algo además de ganarlo. No pasaba nada. Conque aquello era un hospital. No pasaba nada.

—Esto es un hospital, ¿no? —dijo, incorporándose en la cama.

—Exacto, señoría. Está en el pabellón de lord Vetinari, para ser exactos.

No pasa nada, pensó Cosmo. Financié un pabellón en algún momento. Muy previsor por mi parte.

—¿Y estos hombres son guardaespaldas? —dijo, señalando a los de blanco con la cabeza.

—Bueno, están aquí para asegurarse de que no se haga daño —dijo la enfermera—, de modo que supongo que así es.

En el largo pabellón había una serie de pacientes más, todos vestidos de blanco, algunos sentados y jugando a juegos de tablero, mientras que otros estaban plantados ante el ventanal, mirando afuera. Todos adoptaban la misma pose, con las manos unidas a la espalda. Cosmo los observó durante un rato.

Después se fijó en la mesita a la que estaban sentados dos hombres, uno delante del otro, en apariencia turnándose para medirse la frente mutuamente. Tuvo que prestar mucha atención durante un buen rato antes de deducir lo que pasaba. Pero lord Vetinari no era un hombre que extrajera conclusiones precipitadas.

—Disculpe, enfermera —dijo Cosmo, y ella se acercó corriendo. Le indicó que se aproximara más, y los dos grandullones se acercaron también, sin quitarle el ojo de encima—. Sé que estas personas no están del todo cuerdas —dijo—. Creen que ellos son lord Vetinari, ¿me equivoco? Este es un pabellón para gente así, ¿no? ¡Esos dos están haciendo una competición de levantamiento de cejas!

—Tiene toda la razón —confirmó la enfermera—. Así es, milord.

—¿No les desconcierta cuando se ven unos a otros?

—En realidad, no, milord. Cada uno piensa que es el auténtico.

—¿O sea que no saben que el auténtico soy yo?

Uno de los guardias se inclinó hacia delante.

—No, señoría, lo tenemos muy callado —dijo, guiñando un ojo a su compañero.

Cosmo asintió.

—Muy bien. Este es un lugar maravilloso en el que alojarme mientras me recupero. El lugar perfecto para ir de incógnito. ¿A quién se le ocurriría buscarme en esta sala de pobres y tristes locos?

—Ese es exactamente el plan, señor.

—¿Saben? Alguna clase de paisaje artificial haría las cosas más interesantes para los pobres diablos de la ventana —dijo.

—Ah, cómo se nota que es usted el de verdad, señor —dijo el hombre.

Cosmo no cabía en sí de gozo. Y dos semanas más tarde, cuando ganó la competición de levantamiento de ceja, fue más feliz de lo que había sido nunca.

* * *

El club Conejito Rosa estaba abarrotado... salvo por el asiento siete (primera fila, centro).

El récord de tiempo que había aguantado nadie en el asiento siete era de nueve segundos. Los desconcertados dueños habían cambiado los cojines y los muelles varias veces. No habían logrado ninguna mejoría. Por otro lado, todo lo demás iba tan inexplicablemente bien que parecía reinar un buen ambiente en el local, sobre todo entre las bailarinas, que trabajaban con más ahínco que nunca ahora que alguien había inventado un tipo de dinero que podía engancharse a un liguero. El club era feliz, concluyó la gerencia. Eso bien valía un asiento, sobre todo teniendo en cuenta lo que había pasado cuando intentaron quitar el maldito trasto...

eriódico
ork abordaban la escritura de cartas con un enfoque directo que
ara ver si se había quedado alguno. No hubiese cambiado nada,
esar consecuencias e intervenir con la debida aclaración: 12,98 dólares.
robablemente les daría la risa si alguien les dijera «salchichas». Se ríen de muchas cosas.
o de la Guardia» es un delito que cometen los ciudadanos que han encontrado maneras de malgastar dicho tiem
rotegía y de qué no resultaba, a esas alturas, ni claro ni
oner nunca su
laza el
o y gastos: 253,16 dólares.